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LA LITURGIA Y EL CARISMA VIATORIANO

RECUPERANDO UNA INTUICIÓN DEL PADRE QUERBES

Mark R. Francis, c.s.v.

Es frecuente que los viatores ofrezcamos una descripción abreviada de nuestra


misión como integrada por dos elementos: la catequesis y la liturgia. Esta misión la
expresó primero el Padre Querbes como “la enseñanza de la Doctrina Cristiana y el
Servicio de los Santos Altares”. El Capítulo de 1978 actualizó nuestra Constitución y
describió nuestra misión como “Anunciar a Jesucristo y su Evangelio y suscitar
comunidades donde se viva, se profundice y se celebre la fe”. Aunque no aparecían ni la
palabra “catequesis” ni la palabra “liturgia” en la descripción tradicional o en la
revisada de nuestra misión, estos términos se han convertido en una forma taquigráfica
de sintetizar lo que “hacemos” como viatores.

Hemos tenido pocos problemas para identificar “catequesis” con nuestro carisma;
después de todo, el P. Querbes originalmente nos llamó “catequistas parroquiales”; pero
el término “liturgia” es mucho más problemático, ya que el Fundador nunca lo usó para
describir lo que quería que hicieran los Viatores. A la luz de la decisión del Capítulo
general de 2000 se declara la liturgia como “un elemento constitutivo de nuestro
carisma y se invita a toda la comunidad a dar los pasos para renovar este aspecto
fundamental de nuestra misión”.

Quisiera reflexionar sobre la liturgia como una parte del carisma viatoriano.
Empezaré examinando el término “liturgia” y después ofreceré una visión general del
estado del culto en el siglo XIX. Únicamente en este contexto tan diferente del
nuestro es en el que podemos entender las inquietudes litúrgicas del P. Querbes.
Después intentaré esbozar la percepción pastoral del P. Querbes y su relación con la
liturgia. Finalmente, ofreceré algunos puntos de reflexión para reinterpretar este aspecto
de nuestro carisma hoy.

El término “Liturgia”
La palabra “liturgia” procede de dos palabras griegas, leit (pueblo) y ergon
(trabajo). En griego helenístico “leitourgia” se usaba para describir “un trabajo
público”, por ejemplo la construcción de un acueducto o la construcción de un
monumento público. El término aparece primero en los escritos del Nuevo Testamento,
con más o menos el mismo sentido, para describir un servicio público: un trabajo hecho
por el pueblo o en nombre del pueblo. A la colecta de Pablo para la Iglesia de Jerusalén,
descrita en 2Cor 9, 11, se le llama una “leitourgia”. Correlativamente, “un liturgo”
(leitourgos) es alguien que realiza un trabajo o ministerio en nombre de la gente. La
palabra llega a estar relacionada con la acción cúltica en los LXX, la traducción griega
del Antiguo Testamento. Leitourgia, mejor que diakonía u otra palabra para denominar
servicio, se usaba para describir las acciones de los sacerdotes en el Templo de
Jerusalén. Pero es importante entender su primer uso, y el más general, en los círculos
cristianos, como trabajo o ministerio para comprender que no sólo era una palabra
utilizada para describir la “actividad cúltica”. “Liturgia” en los primeros siglos de la era
cristiana empezó a ser utilizada por los escritores griegos casi exclusivamente para
describir el culto en comunidad: una acción “realizada por el pueblo”, las traducciones
latinas de los textos griegos usan la palabra liturgia de la misma forma. Así, en la
Tradición Apostólica 10 se afirma que la ordenación clerical es propter liturgiam “para
la liturgia”. Para las Iglesias del Este, que han mantenido este uso, leitourgia significa
los ritos sagrados en general y la celebración eucarística en particular, llamada la
“Liturgia Divina”.

Después del siglo VI, en la Iglesia occidental de lengua latina, el término


desaparece. Este hecho no nos sorprende porque es una palabra griega y el griego se
había olvidado en gran parte en occidente. La palabra “liturgia” vuelve a aparecer con el
restablecimiento del aprendizaje del griego entre los eruditos en el siglo XVI. Durante
este período “liturgia” se utiliza a menudo como un término técnico para los detalles
legales del culto, de la ley ceremonial. De todas formas, en el occidente latino se
utilizaban otras expresiones para describir el culto: sacra ceremonia, officia divina,
opus divinum y sacri o ecclesiae ritus. Como muchos de sus contemporáneos, el P.
Querbes, apenas usa el término “liturgia”. Las pocas veces que lo hace, es más para
describir la ley litúrgica que la propia liturgia. El P. Querbes utiliza bastante a menudo
la expresión “ceremonias” para referirse al servicio del altar. Este uso demuestra una
determinada interpretación del culto Tridentino en el catolicismo del siglo XIX: un
conjunto de rituales prescritos para que los ministros ordenados los lleven a cabo. ¿Cuál
era, entonces, la experiencia de esas “ceremonias sagradas” en el siglo XIX?
Examinémoslas desde dos puntos de vista: desde el punto de vista del laico, la “persona
que se sienta en los bancos” (los fieles); seguida del “punto de vista del altar”, la
perspectiva del clero.

El culto católico en el siglo XIX y principios del siglo XX: el punto


de vista desde los fieles.
Para aquellos que han crecido en la Iglesia desde las reformas litúrgicas del
Concilio Vaticano II, la Misa Tridentina y la celebración de los otros sacramentos en
latín no forma parte de su experiencia, es parte de “la historia antigua”. En la misa, el
sacerdote presidía de espaldas a la asamblea en un altar pegado al ábside de la iglesia.
Esta zona del presbiterio estaba separada de la nave por una barandilla y normalmente
se subía a ella por varios escalones. La gente, sentada o de rodillas en la nave, no
participaba activamente en lo que el sacerdote estaba haciendo. De hecho, la mayoría no
prestaba atención a lo que estaba ocurriendo en el altar. Después de todo, lo que ellos
están haciendo es sólo “asistir” u “oír” la misa del Padre. Rezaban el rosario o insistían
en sus propias devociones. Sólo alzaban la vista en un momento de la Misa, cuando el
monaguillo tocaba la campana para señalar el doble momento de la consagración. Poca
gente era capaz de seguir la Misa porque los misales de mano no estaban todavía de
moda (de hecho, las traducciones de las oraciones de la Misa los misales de la gente
estuvieron en la lista de “libros prohibidos” hasta finales del siglo XIX). Pero, incluso si

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hubieran tenido estos misales, hubieran sido incapaces de oír al sacerdote, ya que la
mayoría de las oraciones eran “submissa voce” o “in secreto”. Los servidores del altar
(acólitos) y, en el caso de la Misa Mayor, el coro, “participaban”, pero como regla, los
fieles eran “espectadores silenciosos”.

Algunos consejeros espirituales animaban a sus “aconsejados” a seguir la Misa


mediante el uso de la alegoría. Esta forma particular de “asistir” a la Misa data de
principios de la Edad Media, con escritores como Amalarius de Metz (fallecido en 850)
y sus explicaciones de la Misa (expositionis missae). Aunque la gente era incapaz de
entender las oraciones que se les ofrecía, podían ver el movimiento del sacerdote en el
altar; estos movimientos estaban arbitrariamente unidos a un acontecimiento de la
historia de la salvación, sobre todo, la vida de Cristo. Por ejemplo, el “Señor, ten
piedad” dicho de rodillas al pie del altar era el pueblo de Israel clamando a Dios para
que enviara al Mesías; el “Gloria a Dios” que sigue, está unido al nacimiento de Cristo,
ya que comienza con la canción que los ángeles cantaban en las primeras navidades; la
lectura del Evangelio por parte del sacerdote representa el sermón de Cristo, etc.

La gente, por supuesto, recibía la Eucaristía, pero ir a comulgar era normalmente


algo extraordinario. La mayoría de los católicos iba una o dos veces al año. El P.
Querbes, en el Directorio de 1836, aconseja la comunión para los hermanos al menos
una vez a la semana, bajo la decisión del confesor de cada uno. Tenían que confesarse
una semana sí y otra no. Los muy píos, sin embargo, tenían un dilema: ¿en qué
momento de la Misa recibir la comunión? Como señala el famoso liturgo belga Bernard
Botte, en su libro “Del Silencio a la Participación: Una Visión Privilegiada de la
Renovación Litúrgica”, era posible recibir la comunión antes, durante o después de la
Misa, pero pocas veces en el momento del tiempo previsto por la liturgia. Nos habla de
su hermana, que tenía un dilema sobre esta cuestión. Fue a su confesor, un famoso
jesuita con un doctorado en teología moral, para que la aconsejara. Ella le preguntó,
“¿Cuándo debería ir a comulgar, Padre, antes, durante o después de la Misa?” El la
aconsejó que fuera antes de la Misa y después se quedara a “oír Misa” en acción de
gracias por haber recibido la Eucaristía. La recepción de la Eucaristía para mucha gente,
como señala Botte, no era la culminación de un acto comunitario de adoración, sino más
bien un acto de devoción privada. El P. Querbes vivió y trabajó en este contexto
“litúrgico”.

El culto católico en el siglo XIX: el punto de vista desde el altar


Dado que la celebración de la Misa y de los otros sacramentos era básicamente
algo que realizaba el sacerdote, ¿cuáles eran las actitudes comunes entre el clero hacia
la liturgia en tiempo del P. Querbes? En primer lugar, debemos entender que todo lo que
se necesitaba para la correcta celebración de la Misa y los otros sacramentos se
encontraba en los libros litúrgicos. El asunto era un poco más complicado en Francia
que en otros países durante el siglo XIX, ya que las variantes medievales en el Rito
Romano del rito de la Misa eran todavía muy practicadas en varias partes de Francia.
Estos usos, llamados “neo-galicanos”, se habían desarrollado antes de la estandarización
del Rito Romano de la Misa en 1570 con la promulgación del Misal de Pío V, el Misal
Tridentino. Uno de los más famosos de estos ritos medievales, por supuesto, era el Rito
de la ciudad de Lyon. Este rito, como muchos de los otros ritos “locales”, variaba del

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Rito Romano en algunos de los detalles de la ceremonia, en los días de los santos que se
observaban y en los textos de las oraciones. Pero no se les puede considerar ritos
completamente diferentes, dado que todos ellos siguen fundamentalmente un patrón
romano. Sin embargo, había diferencias ceremoniales. El P. Querbes en su comentario
de los estatutos, cuando habla de ayudar en la Misa, pide que los “servidores del altar”
viatorianos: “…deberían familiarizarse completamente con las repuestas y con las
ceremonias, ya sean del Rito Romano, ya sean del Rito de Lyon o de la diócesis en la
que estén trabajando”.

En el Directorio de 1836, el P. Querbes deja claro que la situación de los ritos era
más bien complicada, ya que al llegar a una parroquia, después de que el hermano
presenta sus cartas de obediencia al pastor, debe preguntarle (al Pastor) por los usos de
su iglesia, sobre cómo se debe decorar el altar y sobre las ceremonias, y tomará nota
mental de cómo son diferentes de las rúbricas y ritos con las que está familiarizado.

Esto nos lleva a un aspecto de la Iglesia que era de gran importancia para el P.
Querbes. Como muchos de los clérigos progresistas de su tiempo, el P. Querbes era un
ultramontano (literalmente, al otro lado de la montaña), es decir, defendió la autoridad
del Papa para intervenir en asuntos doctrinales y de disciplina en la Iglesia de Francia.
Vio que la autoridad y el prestigio del Pontífice romano era el único contrapeso real
para las incursiones del Estado en asuntos que afectaban a la Iglesia y a la fe. No estaba
solo en esta opinión. El fundador del movimiento litúrgico en Francia, el benedictino
Prosper Guéranger (fallecido en 1875), que restableció el monasterio de S. Pedro en
Solesmes, Francia, y defendió el uso del canto gregoriano en la liturgia, era firmemente
ultramontano. Además de su noción radical de que la liturgia debería ser la fuente de
toda la oración de la iglesia (tanto para los laicos como para el clero), abogaba por la
supresión de los ritos locales franceses en favor de lo que él consideraba que tenía más
autoridad, el Rito Romano.

Se tratase del rito Romano o de los ritos locales, la misma actitud hacia el culto
fue la dominante. Esta actitud, heredada del Concilio de Trento, ha sido denominada
“rubricismo” por los historiadores de la liturgia. Este término pretende describir un
enfoque legalista del culto que enfatiza el seguimiento de las “rúbricas” o las directrices
ceremoniales impresas en rojo en los libros litúrgicos (rúbricas procede de ruber=rojo).
“Seguir las rúbricas” era la primera obligación de cualquiera que estuviera implicado en
la liturgia, ya que era la fidelidad a estas directrices ceremoniales lo que daba validez al
rito. Este énfasis en la ley y la correcta realización del rito tuvieron su origen en la
preocupación del Concilio de Trento por suprimir los muchos abusos que se habían
dado en la Edad Media; abusos que habían llevado a la Reforma y por lo que los
católicos fueron (justamente) criticados por los reformadores protestantes.

De todos los sacramentos, el Rito de la Misa, por supuesto, era el más complejo y
tenía las rúbricas más elaboradas. Se daban instrucciones detalladas a los sacerdotes de
cómo celebrar la Misa en el capítulo introductorio al Misal; este capítulo se llamaba
Ritus servandus in celebratione missae (El Rito que se debe emplear en la celebración
de la Misa). Los detalles ceremoniales esbozados en estas páginas tenían que ser
observados bajo pena de pecado. A este documento le seguía otro documento llamado
“De defectibus in celebratione missarum occurrentibus” (Defectos que pueden darse en
la celebración de la Misa). Estos defectos se dividen en tres categorías: defecto de la
materia del sacramento (pan y vino), defecto de “la forma” o de las palabras que se

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deben decir, y defecto del celebrante, que puede dividirse en otras categorías como el
“defecto del alma” (por ejemplo, decir la Misa cuando no se está en estado de gracia) y
defecto del cuerpo (por ejemplo, no haber observado el ayuno prescrito). Se ha estimado
que el sacerdote-celebrante podía pecar de unas 500 formas diferentes al decir la Misa...
¡algunas de las cuales eran pecados mortales! También era posible que el celebrante
pecara sin darse cuenta, omitiendo un gesto, pronunciando mal una palabra latina (sobre
todo en la fórmula de la consagración). Por estas razones, no era práctica insólita de los
sacerdotes celebrar la Misa una vez al año, durante su retiro anual, en presencia de un
abogado canonista versado en la ley litúrgica. Entonces se le advertiría de los malos
hábitos en los que había caído y se le ofrecerían los puntos de corrección para evitar que
cayera en un pecado litúrgico.

Todo este legalismo llevó a una determinada actitud hacia el culto que no es
sorprendente. Mientras los laicos rezaban sus propias oraciones, los clérigos, que
estaban “haciendo” la liturgia; estaban a menudo más concentrados en llevar a cabo las
rúbricas prescritas que en el significado del rito. Bernard Botte, de nuevo, cuenta la
historia de un joven seminarista que estaba realizando una “Misa práctica” justo antes
de ser ordenado. Después de haber celebrado la “Misa”, se volvió a su instructor, un
sacerdote de más edad, que era abogado canonista, y comentó que estaba tan nervioso
intentando realizar el rito correctamente, que no era capaz de rezar. “¿Rezar?”, le dijo el
abogado canonista, “¡Hijo, no hay tiempo para eso cuando estás diciendo la Misa!”.

El contenido de las homilías, por supuesto, era también bastante diferente de lo


que normalmente se oye hoy. Aunque el concilio de Trento animaba a que hubiera
homilía en todas las Misas de los domingos y días de fiesta, la homilía era tratada como
si no fuera parte de la Misa. El sacerdote se quitaría normalmente la casulla y el
manípulo antes de ir al púlpito, y era costumbre comenzar y terminar sus palabras con la
señal de la cruz, indicando que este momento era una “unidad” separada de la Misa que
se estaba celebrando. Los temas que se trataban raramente estaban relacionados con las
lecturas del día, ya que la Biblia no se estudiaba con gran profundidad en los seminarios
y era considerada por muchos como algo demasiado “protestante” para preocuparse por
ello. Más a menudo, de acuerdo con los testigos de aquel entonces, la homilía trataba de
exponer una doctrina de la Iglesia o se centraba en el significado de una fiesta o la
exhortación para una vida más moral.

Todos los clérigos con órdenes mayores estaban obligados a recitar la Liturgia de
las Horas, el breviario, por supuesto, en latín. Llegó a ser conocido como el “pensum”
(la carga). No se solía recitar en común, excepto en los monasterios y algunas casas
religiosas. Incluso aquí, el “rubricismo” de aquel tiempo entró en juego. Mientras los
clérigos estaban obligados (bajo pena de pecado) a recitar el oficio de las horas cada día,
había muchos que rezaban todas las horas al mismo tiempo para acabar de una vez con
ello. No era raro que un sacerdote saliera corriendo de un compromiso social para llegar
a casa antes de la medianoche y poder rezar el oficio de las horas que había descuidado
durante el día. Para muchos, los salmos en latín eran difíciles y no se entendían
completamente. Por esta razón, la obligación de recitar el breviario se reducía a mover
los labios para formar las palabras,... no había obligación de entender lo que se leía. No
es de extrañar que al breviario tratado como una devoción personal obligatoria se le
denominara el “pensum”.

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El culto tridentino y la imagen de la Iglesia
El culto católico en el siglo XIX se podría caracterizar por ser altamente
clericalizado y por ser propenso a un ceremonialismo que enfatizaba la forma externa
(el rito) sobre el contenido. Como hemos apuntado antes, los laicos no se implicaban
directamente en los ritos oficiales de la iglesia, excepto como espectadores piadosos.
Para ellos, la devoción al Sagrado Corazón, el vía crucis, la Eucaristía y la exposición
del Santísimo eran momentos que permitían la “participación”, de acuerdo con nuestra
interpretación actual del término, pero a esas devociones no se las consideraba culto
oficial de la Iglesia. La liturgia como tal (Misa y sacramentos) era un coto
exclusivamente clerical. Este era el contexto litúrgico en el que el P. Querbes se formó y
sería un gran error suponer que tenía una forma de ver “las ceremonias sagradas”
radicalmente diferente. De hecho, la tradición de la Comunidad a la hora de
proporcionar sacristanes para las iglesias está muy influenciada por esta mentalidad y
probablemente constituía una buena parte de lo que el P. Querbes quiso decir con “el
servicio de los Santos Altares”. El Directorio de 1836 y el Comentario del P. Querbes a
los Estatutos de 1855 hablan extensamente, y con mucho detalle, de las muchas
obligaciones del sacristán a la hora de mantener la iglesia, de acuerdo con lo estipulado
en la ley canónica, como un sirviente de los sacerdotes, sobre todo los Pastores de las
parroquias a las que eran asignados.

El Rito Tridentino, sin embargo, era una honesta reflexión de cómo la Iglesia se
entendía a sí misma. La concepción de la Iglesia como una sociedad visible y perfecta
(jerárquicamente) usando una descripción canónica común estaba representada
gráficamente en el culto. El sacerdote, dando la espalda a la gente, de cara al muro del
ábside de la iglesia, ofreciendo el sacrificio eucarístico, representaba al mediador entre
Dios y el pueblo. La presencia de Dios se advertía en el momento de la consagración,
cuando se tocaba las campanillas y se instaba a la gente a mirar hacia arriba. Esta
llegada de Cristo en la Eucaristía durante la Misa se resaltaba como una teofanía una
manifestación de la presencia divina que era mediatizada por el poder de la Iglesia a
través del sacerdote, tal como era la gracia de todos los sacramentos. La presencia de la
gente, se debería dejar claro, no era estrictamente necesaria para la Misa. Aparte de la
necesidad de tener un “servidor” (alguien que sirviera al Altar), el Ordo Missae no
menciona en absoluto el papel de la gente que asiste a la Misa. De hecho, la asamblea ni
siquiera se menciona en el material introductorio al Misal Romano Tridentino. Se puede
argüir que en el Rito Tridentino, aunque la gente rezaba en común, había muy poca
oración comunitaria durante la Misa.

Las ideas pastorales del P. Luis Querbes y la liturgia


Aunque sería erróneo pensar que el P. Querbes consideraba el culto de la Iglesia
tal como lo hacemos nosotros hoy, hay varias percepciones pastorales del P. Querbes
que nos ayudan a comprender que su visión fue más allá del conocimiento ordinario de
muchos de sus contemporáneos. Creo que tres aspectos específicos de las percepciones
del Fundador señalan una visión diferente, tanto del culto como de la Iglesia, visión que
más tarde será reivindicada por el Concilio Vaticano II, y que hoy nos pueden servir
como puntos de partida útiles en nuestro desarrollo del carisma: 1) su interés por
restablecer las órdenes menores; 2) su énfasis en la Palabra de Dios; 3) su interés por la
música y los himnos.

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Las órdenes menores
Al tratar el Sacramento del Orden en 1563, los padres del Concilio de Trento
afirmaron que las órdenes menores deberían restablecerse. Estas “órdenes menores”
databan del alto período patrístico del siglo IV al siglo VI y eran ministerios específicos
llevados a cabo por personas nombradas para tal cargo. Hasta que fueron abolidas por
Pablo VI en 1972, las cuatro órdenes menores, tal como se las conoció, fueron: portero
(ostiario), exorcista, lector y acólito. A las “órdenes menores” lector y acólito se les
denomina actualmente “ministerios instituidos”.

En la Iglesia patrística, las “órdenes” eran ministerios a los que eran llamados
aquellos que tenían cierta aptitud y espiritualidad; eran llamados por la Comunidad
Cristiana local. Esta llamada era confirmada por el líder de la comunidad, el Obispo,
mediante un rito de “ordenación”. Por ejemplo, una persona, conocida por ser orante y
paciente, sería elegida para trabajar con los catecúmenos, principiantes en la fe, y rezaba
con ellos para fortalecerse contra la tentación. Era el exorcista. Una persona,
obviamente culta, imbuida del amor a Palabra de Dios, que leía la Biblia y explicaba las
Escrituras a aquellos que necesitaban catequesis, era elegida para ser lector y leer la
Palabra en la asamblea litúrgica.

Los ostiarios (porteros), también llamados conserjes, eran personas que


controlaban las puertas de la iglesia, supervisaban la limpieza de la casa de Dios y
daban la bienvenida a los fieles que iban a la oración. Los acólitos no sólo asistían a las
liturgias de la iglesia, sino que también llevaban la Eucaristía a aquellos que estaban
demasiado enfermos como para ir a Misa, como el joven S. Tarsicio, que fue
martirizado al llevar a cabo su ministerio.

Con el paso del tiempo, sin embargo, estas “órdenes” se formalizaron; pasaron a
formar parte del cursus ad honorem o “el camino hacia el honor”, que llevaba al
sacerdocio. Ya no se las vinculaba con un ministerio definitivo, litúrgico o distinto. En
el siglo XII, el ministerio litúrgico de lector, por ejemplo, había sido acaparado por el
sacerdote, que “leía” todas las lecturas del Misal. Mirando a la tradición más antigua, el
Concilio de Trento, al tratar los sacramentos de las Órdenes sagradas en su sesión de
1563, pedía un restablecimiento de estas órdenes menores. Leemos en el capítulo
correspondiente:
Que las funciones de las órdenes sagradas, ...que han sido recibidas loablemente
en la Iglesia desde el tiempo de los apóstoles, y que se han interrumpido durante mucho
tiempo en muchos lugares, se pueden volver a implantar de acuerdo con los cánones
sagrados; ... y si no hubiera clérigos no-casados para ejercer las funciones de las
cuatro órdenes menores, su lugar debe ser cubierto por clérigos casados de vida
probada; siempre y cuando no se hayan casado dos veces, sean competentes para
desempeñar las susodichas obligaciones y lleven la tonsura y el traje clerical en la
iglesia. (Sesión 23, capítulo 17.)

El P. Querbes alude muchas veces a este capítulo del Concilio. Lo usa para dar
legitimidad a dos flancos importantes del ministerio de sus Viatores: como maestros y
como catequistas, pero también acólitos y sacristanes de las parroquias rurales. En un
segundo borrador de una carta a M. Cattet en 1828, especifica la idea fundamental de
esta asociación citando este capítulo del Concilio.

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La idea es formar una escuela para maestros que sea para la diócesis un
semillero de maestros de escuela parroquiales y piadosos y cuyos alumnos puedan ser
los acólitos y sacristanes de nuestras parroquias rurales. Estarían siempre sujetos a sus
pastores. También estarían sujetos al Ordinario (Obispo), tanto si permanecen célibes
como si más tarde se casan, lo que está perfectamente de acuerdo con la intención del
Concilio de Trento, sesión 23, capítulo 17.

Es interesante advertir, al leer la decisión del Concilio de Trento y la aplicación


propuesta por el P. Querbes, que no había ninguna dificultad real en la tradición antigua
de la Iglesia al llamar “clérigo” a un hombre casado. Las órdenes menores, sobre todo
en la iglesia primitiva nunca impidieron la posibilidad del matrimonio. Aunque este
capítulo del Concilio de Trento nunca se puso en práctica y el P. Querbes tuvo que
abandonar la idea de incorporar hombres casados en su asociación de catequistas
parroquiales, su conocimiento de la historia de la Iglesia y de las fuentes patrísticas le
permitió tener una visión más amplia de la tradición del ministerio de los laicos en la
Iglesia; una tradición que parece “radical’, incluso para algunos hoy día.

La idea clave del P. Querbes a la hora de buscar las funciones litúrgicas/


ceremoniales para los miembros de su asociación, que está basada en el conocimiento
antiguo de los ministerios en la Iglesia, es que un ministerio litúrgico, como el de lector
o acólito, debería provenir de la vida y testimonio del individuo, y que la calidad de su
vida personal y el apoyo de la comunidad a sus ministerios necesitaban ser reconocidos
públicamente por la Iglesia a través de la ordenación. De esta manera, tal como cuentan
las tradiciones acerca de S. Viator, el patrón y modelo del instituto, proclamaba la
Palabra de Dios en la asamblea litúrgica porque leía y meditaba la Palabra de Dios fuera
de la liturgia y la enseñaba a otros con convicción y celo. El P. Querbes consideró las
órdenes menores de lector y acólito como ministerios completos en sí mismos, y las
unió a sus esfuerzos por preparar a los Viatores de su tiempo para exponer las
enseñanzas de la Iglesia con competencia y fidelidad. Aunque el conocimiento del P.
Querbes del culto puede haber estado fuertemente influido por el rubricismo de su
época, esta preocupación por unir el ministerio litúrgico con la vida, no sólo es una
recuperación de una tradición antigua de la Iglesia, sino que también revela una apertura
sorprendente al ampliar los ministerios en la iglesia a personas que eran laicas, para
todos los efectos prácticos.

En su comentario de los Estatutos que trata de “El Servicio de los Altares”,


citando la decisión del Concilio de Trento referente a las órdenes menores, el P.
Querbes indica indirectamente su esperanza por un verdadero restablecimiento de este
ministerio dentro de la liturgia:
Esperando que esta decisión se lleve a cabo (énfasis mío), y para seguir los pasos
de S. Viator, nuestro patrón, está suficientemente explicado en el Estatuto que el
Catequista debería dedicar asiduamente el tiempo y el ocio que permite su trabajo
particular al servicio de los santos altares.

Es interesante especular cómo el empuje pastoral de la comunidad puede haber


cambiado, cómo este ministerio ha sido restablecido de acuerdo con el deseo del
Concilio de Trento. La decisión que restablece esta orden menor no tendrá lugar hasta
1972; el motu proprio de Pablo VI, Ministeria quaedam lo establece como un
“ministerio instituido” dentro de la Iglesia. En cierto modo, el restablecimiento de este
ministerio es lo que el P. Querbes había esperado.

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Énfasis en la Palabra de Dios
Los católicos del siglo XIX nunca tuvieron mucho conocimiento de la Biblia. A
diferencia de los protestantes, normalmente no la leían con regularidad, y como ya
vimos con respecto al culto, en este período, ciertamente no estaban expuestos a mucha
Palabra de Dios en la Iglesia porque el sacerdote medio no estaba muy versado en las
Escrituras. El Leccionario para la Misa de aquel tiempo ofrecía una selección truncada
de las lecturas que, aunque se leyeran en voz alta en la lengua vernácula, que no era
siempre el caso, apenas ofrecía lecturas del Antiguo Testamento, excepto de los salmos,
por supuesto.

Es en este contexto en el que vemos un sorprendente e innovador énfasis del P.


Querbes sobre las Sagradas Escrituras dentro de su propuesta para la Leyenda
(Légende), que iba a ocupar el lugar de la recitación diaria del breviario Liturgia de las
Horas para los hermanos de la comunidad. Descrita con gran detalle en el Directorio
de 1836, la Leyenda consistía en la lectura de tres fuentes: la Biblia, el Catecismo del
Concilio de Trento, y la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis.

Llama la atención la “manera litúrgica” en la que estas lecturas tenían que


realizarse, ya que tenían que llevarse acabo por la mañana y por la tarde en el contexto
de la oración. Cuando se hacían en la comunidad, había una oración del presidente y
una serie de oraciones colecta u oraciones intercaladas con la intención de dirigir la
atención de los hermanos y prepararlos para lo que se iba a leer. Con respecto a las
lecturas de la Sagrada Escritura, por la mañana la lectura se tomaba del Salterio o del
Nuevo Testamento; por la tarde del Antiguo Testamento excepto de los Salmos; de
los libros históricos el lunes, martes y jueves, y de los libros sapienciales y proféticos el
resto de los días. El P. Querbes también indicaba cómo se tenían que leer:
Todas estas lecturas deben hacerse lentamente y observando las pausas marcadas
por el sentido (de la frase) y la puntuación. Cuando alguno de los presentes no sepa
latín, la leyenda tiene que hacerse en francés.

Considerando el estado de la liturgia en el siglo XIX, sobre todo cómo “rezaban”


normalmente el breviario aquellos que estaban obligados a recitarlo, la Leyenda,
celebrada en francés, era un paso decisivo hacia adelante. Tenía que ser una “oración”,
no una simple recitación de memoria. Ya que normalmente se celebraba en la lengua
vernácula, era comprensible. Esto ayudaba a formar a las generaciones de catequistas
viatorianos, exponiéndoles a las Escrituras en una forma única entre los católicos e
incluso entre otras comunidades religiosas. El P. Querbes tomó a pecho la advertencia
de S. Jerónimo de que “la ignorancia de las Escrituras es la ignorancia de Cristo”. Este
amor por la Biblia iba a ser, entonces, característico de los Viatores, no sólo como
catequistas, sino también como lectores, en la tradición de S. Viator y la Iglesia
patrística.

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Música y culto
El P. Querbes siempre tuvo un interés muy vivo por la música y los libros de
cantos. Es claro que su interés radicaba en su convicción de que la música y la canción
eran recursos catequéticos y litúrgicos importantes. En 1825 el P. Querbes publicó
anónimamente una colección de canciones que él había recopilado bajo el título:
Cánticos Tomados de las Mejores Colecciones para Uso de las Parroquias, Misiones,
Retiros, Catecismos, Casas de Educación y Familias Cristianas. En el prefacio se dan
las razones para la publicación de dicho libro:
Cantar cánticos... ha sido siempre uno de los medios más preciosos para afirmar
y extender el Reino de Dios en las almas. Son palabras accesibles a todos... se
memorizan fácilmente y se repiten con mucho gusto.

El título del libro de canciones indica, por supuesto, que estaba lejos de ser
estrictamente litúrgico en la orientación. Más bien, se pretendía que fuera un recurso,
como su título sugiere, para la misión, para los retiros y la instrucción catequética. Es
interesante señalar que la recopilación incluía un buen número de paráfrasis de textos
bíblicos y litúrgicos. Fue evidentemente muy popular; se reimprimió 15 veces antes de
1861. Otro libro, publicado también anónimamente, pero sin duda un trabajo del P.
Querbes, apareció varios meses después del primero e incluía la notación musical de las
canciones del volumen anterior. El objetivo del cancionero, anunciado en el prefacio,
era:
Dar a los pastores y a los fieles que están acostumbrados al canto llano (notación
gregoriana), un libro de melodías simples; uso del que se alimentarán y a partir del
cual perfeccionarán su amor por la canción y la alabanza a Dios.

Este trabajo, al igual que otra recopilación titulada “Un pequeño cancionero para
los niños de coro de la parroquia de Vourles” ilustran el énfasis que ponía el P.
Querbes en la música y la canción en la liturgia, por razones estéticas y catequéticas.
Hugo Favre, uno de los primeros discípulos del P. Querbes, describía la liturgia de la
Parroquia de Vourles de una forma muy laudatoria: “El servicio divino era
especialmente excepcional y se llevaba a cabo de una manera particularmente efectiva
debido a la música, ya que el Sr. Querbes era un cantor cualificado, un músico excelente
y un poeta bastante bueno”.

El Fundador trata más tarde la cuestión de la música y de sus Viatores sirviendo


en las parroquias de una forma bastante detallada. En su comentario a los Estatutos
afirma que es deseable que todos sean capaces de cantar en los servicios sagrados (aux
saints offices). Pero el P. Querbes es también pragmático, y anima sólo a aquellos “con
voz”, a aquellos que están instruidos en el canto llano, a cantar con celo y piedad, con la
condición de que no tienen que descuidar la oración mientras cantan. Advierte que no
intenten ahogar el canto de los otros cantando demasiado alto o teniendo niños en el
coro que cantan melodías o motetes que no son aprobados por el párroco. Deja bien
claro que el músico/el catequista tiene que enseñar a los niños los ocho modos del canto
llano para cantar los salmos, así como las melodías comunes para los himnos.
Finalmente, en una observación muy curiosa, que fue muy probablemente ocasionada
por una o dos malas experiencias, el P. Querbes prohíbe específicamente a los hermanos
tocar el “serpentón” en los servicios sin una autorización expresa del director principal
(el mismo P. Querbes). Este instrumento, un gran bugle de claves, emite un sonido
fuerte bajo, pero es muy difícil de tocar. Fue de uso normal antes de la invención de la

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tuba y era el sonido de graves más común en la sección de metal de la orquesta. Aparece
en la escena musical en los siglos XVIII y XIX en las bandas militares y en las obras
sinfónicas; por ejemplo, La Condenación de Fausto de Berlioz, y la Obertura y Música
de fondo para El Sueño de Una Noche de Verano de Mendelssohn. A causa de sus
limitaciones, se remplazó por la tuba y hoy sólo se toca como una curiosidad en
“orquestas de época”. Se puede uno imaginar que el P. Querbes estaba sujeto a una
especie de trauma litúrgico al verse forzado a oír a uno de los hermanos con menos
talento para la música intentando tocar ese instrumento durante la Misa y decidió hacer
una mención especial a la prohibición del instrumento. Esta prohibición ilustra el
pragmatismo del P. Querbes y fue indudablemente acogida con gran gozo por muchos
de los hermanos.

Interpretando la visión del P. Luis Querbes para hoy


A la hora de reflexionar sobre nuestro legado litúrgico como Viatores, creo que es
útil hacer algunas distinciones en el análisis de la vida, enseñanzas y ejemplo legado a
nosotros por el P. Querbes. En primer lugar, debemos aprender a identificar lo que es
personal del ser humano Luis Querbes. Fue un hombre de su tiempo. Su pensamiento y
formas de actuar están limitados por la Iglesia y la sociedad en la que vivió.
Políticamente, fue un monárquico francés de la rama más conservadora y, al mismo
tiempo, un ultramontano eclesiástico. Llegó a estas convicciones debido al tiempo y
lugar donde vivió y ejerció su ministerio. La gran contribución de la biografía crítica de
Robert Bonnafous es que esta obra nos proporciona el contexto que nos ayuda a
explicar por qué mantuvo estas convicciones que hoy muchos encontrarían bastante
curiosas. En términos litúrgicos, como el resto de la iglesia del siglo XIX, el P. Querbes
fue rubricista: preocupado por que las “ceremonias de la iglesia” se realizaran con
cuidado y estrictamente de acuerdo con las rúbricas expuestas en los libros litúrgicos, en
completa obediencia al Pastor de la Parroquia. No podía ser un sacerdote católico
romano del siglo XIX, sin tener esta actitud ante el culto de la Iglesia.

Sin embargo, hay otro nivel de interpretación del legado del P. Querbes que podría
llamarse muy bien “Querbesiano”. Con querbesiano, me refiero a la combinación de las
actitudes, percepciones y prioridades del P. Querbes con respecto a la vida cristiana y al
ministerio en la Iglesia. Esto supone hoy para nosotros, sus herederos, un desafío.
Muchas de estas percepciones fueron más tarde completamente desarrolladas por el
Concilio Vaticano II y nos sirven como punto de referencia cuando reconsideramos
nuestra apropiación (herencia) del Carisma Querbesiano y nos ocupamos del proceso de
refundación/revitalización de la Comunidad Viatoriana.

 Primero, el Fundador tenía ciertas intuiciones sobre la liturgia que estaban “en el
ambiente” durante el siglo XIX, y darían su fruto en la renovación litúrgica
promovida por el Vaticano II. En primer lugar, su preocupación por que la liturgia
“comunicase”, más que porque fuera un simple ritual que tenía que llevarse a
cabo, es una convicción que más tarde compartió y desarrolló Dom Prosper
Guéranger (fallecido en 1875), mencionado anteriormente. Guéranger, en sus
principales obras, L‘année liturgique (El Año Litúrgico) y Les Institutions
Liturgiques (Las Instituciones Litúrgicas), presenta la liturgia de la Iglesia de una
forma que era radical para su tiempo; como un rito que no se llevaba a cabo por su
propio bien, sino como base de la oración, vida y espiritualidad cristianas. La

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liturgia también tenía que ser objeto de estudio teológico y de contemplación
espiritual. El canto gregoriano que tenía que acompañar los ritos lo debería
aprender todo el mundo, para que así todos pudieran participar en la liturgia. El P.
Querbes se preocupó, no sólo por las ceremonias bien realizadas, sino también por
que la gente rezara a partir de la liturgia, especialmente a través de la música bien
interpretada y accesible a todos. El llegó a esta intuición incluso antes que
Guéranger.

 Segundo, la interpretación del P. Querbes de la tradición de la Iglesia con


respecto al ministerio y a la función litúrgica, sobre todo queriendo re-instituir el
ministerio de lector en la liturgia a la luz de un decreto del Concilio de Trento,
habla de una sensibilidad particular por la teología de los ministerios dentro de la
Iglesia y el lugar que tenían que ocupar en este ministerio todos los bautizados. La
posibilidad de los laicos para ejercer este ministerio, unido al hecho de ser
catequistas, era una intuición radical para el siglo XIX y sin embargo muy
tradicional. También legitima como querbesiano, no sólo el lugar de los viatores
religiosos no-ordenados en el ministerio litúrgico, sino también la implicación de
los viatores asociados.

 Finalmente, el énfasis querbesiano en la Palabra de Dios, a través de la


celebración en lengua vernácula de la Leyenda, señala una intuición que dará su
fruto en el Concilio Vaticano II, especialmente en el lugar importante que la Biblia
ocupa ahora en la espiritualidad, catequesis y liturgia católicas, así como en el
diálogo ecuménico.

Conclusión: el servicio de los santos altares

El legado del P. Querbes nos desafía, como viatores, a hacer de la liturgia tal
como se entiende en el Concilio Vaticano II una prioridad en nuestras vidas y
ministerio. El objetivo de esta renovación litúrgica, confiada por la Iglesia en el
Concilio Vaticano II, era la “participación completa, consciente y activa” de todos los
fieles en la celebración litúrgica. Como nosotros trabajamos por “crear comunidades
donde se viva, se profundice y se celebre la fe”, nuestra labor por hacer posible hoy esta
participación en la celebración litúrgica de todos nuestros hermanos y hermanas, es otra
forma de describir el “servicio de los santos altares” del P. Querbes.

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LA LITURGIA Y EL CARISMA VIATORIANO
RECUPERANDO UNA INTUICIÓN DEL PADRE QUERBES

Cuestionario para la reflexión personal y el diálogo comunitario

1. Relación entre Catequesis y Liturgia

Existe una relación estrecha entre Catequesis y Liturgia. Teniendo en cuenta


nuestro carisma, ¿cómo podemos relacionar mejor estos dos importantes ministerios?

2. Palabra de Dios. Catequesis - Liturgia

Como bien había comprendido el P. Querbes, una «fe ilustrada» proviene de un


buen conocimiento de la Biblia. ¿Cómo podemos promover los estudios bíblicos en el
seno de la Comunidad viatoriana, y en particular los que serían susceptibles de
ayudarnos en nuestra tarea de catequistas y animadores litúrgicos, y de alimentar de
manera importante la vida espiritual viatoriana?

3. Nuestra práctica litúrgica

Conscientes de que nuestro carisma nos impulsa a «crear comunidades donde se


viva, se profundice y se celebre la fe», ¿qué hago y qué hacemos por mejorar la
celebración de la fe en nuestra propia comunidad viatoriana? ¿Y en las comunidades o
grupos que animamos o en los que estamos insertos?

4. Formación

¿Cómo califico mi formación en «liturgia», en la comprensión y vivencia de la


celebración comunitaria de la fe? ¿Y la de mi comunidad? ¿Qué puedo/podemos hacer
para mejorarla?

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