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Hemos tenido pocos problemas para identificar “catequesis” con nuestro carisma;
después de todo, el P. Querbes originalmente nos llamó “catequistas parroquiales”; pero
el término “liturgia” es mucho más problemático, ya que el Fundador nunca lo usó para
describir lo que quería que hicieran los Viatores. A la luz de la decisión del Capítulo
general de 2000 se declara la liturgia como “un elemento constitutivo de nuestro
carisma y se invita a toda la comunidad a dar los pasos para renovar este aspecto
fundamental de nuestra misión”.
Quisiera reflexionar sobre la liturgia como una parte del carisma viatoriano.
Empezaré examinando el término “liturgia” y después ofreceré una visión general del
estado del culto en el siglo XIX. Únicamente en este contexto tan diferente del
nuestro es en el que podemos entender las inquietudes litúrgicas del P. Querbes.
Después intentaré esbozar la percepción pastoral del P. Querbes y su relación con la
liturgia. Finalmente, ofreceré algunos puntos de reflexión para reinterpretar este aspecto
de nuestro carisma hoy.
El término “Liturgia”
La palabra “liturgia” procede de dos palabras griegas, leit (pueblo) y ergon
(trabajo). En griego helenístico “leitourgia” se usaba para describir “un trabajo
público”, por ejemplo la construcción de un acueducto o la construcción de un
monumento público. El término aparece primero en los escritos del Nuevo Testamento,
con más o menos el mismo sentido, para describir un servicio público: un trabajo hecho
por el pueblo o en nombre del pueblo. A la colecta de Pablo para la Iglesia de Jerusalén,
descrita en 2Cor 9, 11, se le llama una “leitourgia”. Correlativamente, “un liturgo”
(leitourgos) es alguien que realiza un trabajo o ministerio en nombre de la gente. La
palabra llega a estar relacionada con la acción cúltica en los LXX, la traducción griega
del Antiguo Testamento. Leitourgia, mejor que diakonía u otra palabra para denominar
servicio, se usaba para describir las acciones de los sacerdotes en el Templo de
Jerusalén. Pero es importante entender su primer uso, y el más general, en los círculos
cristianos, como trabajo o ministerio para comprender que no sólo era una palabra
utilizada para describir la “actividad cúltica”. “Liturgia” en los primeros siglos de la era
cristiana empezó a ser utilizada por los escritores griegos casi exclusivamente para
describir el culto en comunidad: una acción “realizada por el pueblo”, las traducciones
latinas de los textos griegos usan la palabra liturgia de la misma forma. Así, en la
Tradición Apostólica 10 se afirma que la ordenación clerical es propter liturgiam “para
la liturgia”. Para las Iglesias del Este, que han mantenido este uso, leitourgia significa
los ritos sagrados en general y la celebración eucarística en particular, llamada la
“Liturgia Divina”.
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hubieran tenido estos misales, hubieran sido incapaces de oír al sacerdote, ya que la
mayoría de las oraciones eran “submissa voce” o “in secreto”. Los servidores del altar
(acólitos) y, en el caso de la Misa Mayor, el coro, “participaban”, pero como regla, los
fieles eran “espectadores silenciosos”.
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Rito Romano en algunos de los detalles de la ceremonia, en los días de los santos que se
observaban y en los textos de las oraciones. Pero no se les puede considerar ritos
completamente diferentes, dado que todos ellos siguen fundamentalmente un patrón
romano. Sin embargo, había diferencias ceremoniales. El P. Querbes en su comentario
de los estatutos, cuando habla de ayudar en la Misa, pide que los “servidores del altar”
viatorianos: “…deberían familiarizarse completamente con las repuestas y con las
ceremonias, ya sean del Rito Romano, ya sean del Rito de Lyon o de la diócesis en la
que estén trabajando”.
En el Directorio de 1836, el P. Querbes deja claro que la situación de los ritos era
más bien complicada, ya que al llegar a una parroquia, después de que el hermano
presenta sus cartas de obediencia al pastor, debe preguntarle (al Pastor) por los usos de
su iglesia, sobre cómo se debe decorar el altar y sobre las ceremonias, y tomará nota
mental de cómo son diferentes de las rúbricas y ritos con las que está familiarizado.
Esto nos lleva a un aspecto de la Iglesia que era de gran importancia para el P.
Querbes. Como muchos de los clérigos progresistas de su tiempo, el P. Querbes era un
ultramontano (literalmente, al otro lado de la montaña), es decir, defendió la autoridad
del Papa para intervenir en asuntos doctrinales y de disciplina en la Iglesia de Francia.
Vio que la autoridad y el prestigio del Pontífice romano era el único contrapeso real
para las incursiones del Estado en asuntos que afectaban a la Iglesia y a la fe. No estaba
solo en esta opinión. El fundador del movimiento litúrgico en Francia, el benedictino
Prosper Guéranger (fallecido en 1875), que restableció el monasterio de S. Pedro en
Solesmes, Francia, y defendió el uso del canto gregoriano en la liturgia, era firmemente
ultramontano. Además de su noción radical de que la liturgia debería ser la fuente de
toda la oración de la iglesia (tanto para los laicos como para el clero), abogaba por la
supresión de los ritos locales franceses en favor de lo que él consideraba que tenía más
autoridad, el Rito Romano.
Se tratase del rito Romano o de los ritos locales, la misma actitud hacia el culto
fue la dominante. Esta actitud, heredada del Concilio de Trento, ha sido denominada
“rubricismo” por los historiadores de la liturgia. Este término pretende describir un
enfoque legalista del culto que enfatiza el seguimiento de las “rúbricas” o las directrices
ceremoniales impresas en rojo en los libros litúrgicos (rúbricas procede de ruber=rojo).
“Seguir las rúbricas” era la primera obligación de cualquiera que estuviera implicado en
la liturgia, ya que era la fidelidad a estas directrices ceremoniales lo que daba validez al
rito. Este énfasis en la ley y la correcta realización del rito tuvieron su origen en la
preocupación del Concilio de Trento por suprimir los muchos abusos que se habían
dado en la Edad Media; abusos que habían llevado a la Reforma y por lo que los
católicos fueron (justamente) criticados por los reformadores protestantes.
De todos los sacramentos, el Rito de la Misa, por supuesto, era el más complejo y
tenía las rúbricas más elaboradas. Se daban instrucciones detalladas a los sacerdotes de
cómo celebrar la Misa en el capítulo introductorio al Misal; este capítulo se llamaba
Ritus servandus in celebratione missae (El Rito que se debe emplear en la celebración
de la Misa). Los detalles ceremoniales esbozados en estas páginas tenían que ser
observados bajo pena de pecado. A este documento le seguía otro documento llamado
“De defectibus in celebratione missarum occurrentibus” (Defectos que pueden darse en
la celebración de la Misa). Estos defectos se dividen en tres categorías: defecto de la
materia del sacramento (pan y vino), defecto de “la forma” o de las palabras que se
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deben decir, y defecto del celebrante, que puede dividirse en otras categorías como el
“defecto del alma” (por ejemplo, decir la Misa cuando no se está en estado de gracia) y
defecto del cuerpo (por ejemplo, no haber observado el ayuno prescrito). Se ha estimado
que el sacerdote-celebrante podía pecar de unas 500 formas diferentes al decir la Misa...
¡algunas de las cuales eran pecados mortales! También era posible que el celebrante
pecara sin darse cuenta, omitiendo un gesto, pronunciando mal una palabra latina (sobre
todo en la fórmula de la consagración). Por estas razones, no era práctica insólita de los
sacerdotes celebrar la Misa una vez al año, durante su retiro anual, en presencia de un
abogado canonista versado en la ley litúrgica. Entonces se le advertiría de los malos
hábitos en los que había caído y se le ofrecerían los puntos de corrección para evitar que
cayera en un pecado litúrgico.
Todo este legalismo llevó a una determinada actitud hacia el culto que no es
sorprendente. Mientras los laicos rezaban sus propias oraciones, los clérigos, que
estaban “haciendo” la liturgia; estaban a menudo más concentrados en llevar a cabo las
rúbricas prescritas que en el significado del rito. Bernard Botte, de nuevo, cuenta la
historia de un joven seminarista que estaba realizando una “Misa práctica” justo antes
de ser ordenado. Después de haber celebrado la “Misa”, se volvió a su instructor, un
sacerdote de más edad, que era abogado canonista, y comentó que estaba tan nervioso
intentando realizar el rito correctamente, que no era capaz de rezar. “¿Rezar?”, le dijo el
abogado canonista, “¡Hijo, no hay tiempo para eso cuando estás diciendo la Misa!”.
Todos los clérigos con órdenes mayores estaban obligados a recitar la Liturgia de
las Horas, el breviario, por supuesto, en latín. Llegó a ser conocido como el “pensum”
(la carga). No se solía recitar en común, excepto en los monasterios y algunas casas
religiosas. Incluso aquí, el “rubricismo” de aquel tiempo entró en juego. Mientras los
clérigos estaban obligados (bajo pena de pecado) a recitar el oficio de las horas cada día,
había muchos que rezaban todas las horas al mismo tiempo para acabar de una vez con
ello. No era raro que un sacerdote saliera corriendo de un compromiso social para llegar
a casa antes de la medianoche y poder rezar el oficio de las horas que había descuidado
durante el día. Para muchos, los salmos en latín eran difíciles y no se entendían
completamente. Por esta razón, la obligación de recitar el breviario se reducía a mover
los labios para formar las palabras,... no había obligación de entender lo que se leía. No
es de extrañar que al breviario tratado como una devoción personal obligatoria se le
denominara el “pensum”.
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El culto tridentino y la imagen de la Iglesia
El culto católico en el siglo XIX se podría caracterizar por ser altamente
clericalizado y por ser propenso a un ceremonialismo que enfatizaba la forma externa
(el rito) sobre el contenido. Como hemos apuntado antes, los laicos no se implicaban
directamente en los ritos oficiales de la iglesia, excepto como espectadores piadosos.
Para ellos, la devoción al Sagrado Corazón, el vía crucis, la Eucaristía y la exposición
del Santísimo eran momentos que permitían la “participación”, de acuerdo con nuestra
interpretación actual del término, pero a esas devociones no se las consideraba culto
oficial de la Iglesia. La liturgia como tal (Misa y sacramentos) era un coto
exclusivamente clerical. Este era el contexto litúrgico en el que el P. Querbes se formó y
sería un gran error suponer que tenía una forma de ver “las ceremonias sagradas”
radicalmente diferente. De hecho, la tradición de la Comunidad a la hora de
proporcionar sacristanes para las iglesias está muy influenciada por esta mentalidad y
probablemente constituía una buena parte de lo que el P. Querbes quiso decir con “el
servicio de los Santos Altares”. El Directorio de 1836 y el Comentario del P. Querbes a
los Estatutos de 1855 hablan extensamente, y con mucho detalle, de las muchas
obligaciones del sacristán a la hora de mantener la iglesia, de acuerdo con lo estipulado
en la ley canónica, como un sirviente de los sacerdotes, sobre todo los Pastores de las
parroquias a las que eran asignados.
El Rito Tridentino, sin embargo, era una honesta reflexión de cómo la Iglesia se
entendía a sí misma. La concepción de la Iglesia como una sociedad visible y perfecta
(jerárquicamente) usando una descripción canónica común estaba representada
gráficamente en el culto. El sacerdote, dando la espalda a la gente, de cara al muro del
ábside de la iglesia, ofreciendo el sacrificio eucarístico, representaba al mediador entre
Dios y el pueblo. La presencia de Dios se advertía en el momento de la consagración,
cuando se tocaba las campanillas y se instaba a la gente a mirar hacia arriba. Esta
llegada de Cristo en la Eucaristía durante la Misa se resaltaba como una teofanía una
manifestación de la presencia divina que era mediatizada por el poder de la Iglesia a
través del sacerdote, tal como era la gracia de todos los sacramentos. La presencia de la
gente, se debería dejar claro, no era estrictamente necesaria para la Misa. Aparte de la
necesidad de tener un “servidor” (alguien que sirviera al Altar), el Ordo Missae no
menciona en absoluto el papel de la gente que asiste a la Misa. De hecho, la asamblea ni
siquiera se menciona en el material introductorio al Misal Romano Tridentino. Se puede
argüir que en el Rito Tridentino, aunque la gente rezaba en común, había muy poca
oración comunitaria durante la Misa.
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Las órdenes menores
Al tratar el Sacramento del Orden en 1563, los padres del Concilio de Trento
afirmaron que las órdenes menores deberían restablecerse. Estas “órdenes menores”
databan del alto período patrístico del siglo IV al siglo VI y eran ministerios específicos
llevados a cabo por personas nombradas para tal cargo. Hasta que fueron abolidas por
Pablo VI en 1972, las cuatro órdenes menores, tal como se las conoció, fueron: portero
(ostiario), exorcista, lector y acólito. A las “órdenes menores” lector y acólito se les
denomina actualmente “ministerios instituidos”.
En la Iglesia patrística, las “órdenes” eran ministerios a los que eran llamados
aquellos que tenían cierta aptitud y espiritualidad; eran llamados por la Comunidad
Cristiana local. Esta llamada era confirmada por el líder de la comunidad, el Obispo,
mediante un rito de “ordenación”. Por ejemplo, una persona, conocida por ser orante y
paciente, sería elegida para trabajar con los catecúmenos, principiantes en la fe, y rezaba
con ellos para fortalecerse contra la tentación. Era el exorcista. Una persona,
obviamente culta, imbuida del amor a Palabra de Dios, que leía la Biblia y explicaba las
Escrituras a aquellos que necesitaban catequesis, era elegida para ser lector y leer la
Palabra en la asamblea litúrgica.
Con el paso del tiempo, sin embargo, estas “órdenes” se formalizaron; pasaron a
formar parte del cursus ad honorem o “el camino hacia el honor”, que llevaba al
sacerdocio. Ya no se las vinculaba con un ministerio definitivo, litúrgico o distinto. En
el siglo XII, el ministerio litúrgico de lector, por ejemplo, había sido acaparado por el
sacerdote, que “leía” todas las lecturas del Misal. Mirando a la tradición más antigua, el
Concilio de Trento, al tratar los sacramentos de las Órdenes sagradas en su sesión de
1563, pedía un restablecimiento de estas órdenes menores. Leemos en el capítulo
correspondiente:
Que las funciones de las órdenes sagradas, ...que han sido recibidas loablemente
en la Iglesia desde el tiempo de los apóstoles, y que se han interrumpido durante mucho
tiempo en muchos lugares, se pueden volver a implantar de acuerdo con los cánones
sagrados; ... y si no hubiera clérigos no-casados para ejercer las funciones de las
cuatro órdenes menores, su lugar debe ser cubierto por clérigos casados de vida
probada; siempre y cuando no se hayan casado dos veces, sean competentes para
desempeñar las susodichas obligaciones y lleven la tonsura y el traje clerical en la
iglesia. (Sesión 23, capítulo 17.)
El P. Querbes alude muchas veces a este capítulo del Concilio. Lo usa para dar
legitimidad a dos flancos importantes del ministerio de sus Viatores: como maestros y
como catequistas, pero también acólitos y sacristanes de las parroquias rurales. En un
segundo borrador de una carta a M. Cattet en 1828, especifica la idea fundamental de
esta asociación citando este capítulo del Concilio.
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La idea es formar una escuela para maestros que sea para la diócesis un
semillero de maestros de escuela parroquiales y piadosos y cuyos alumnos puedan ser
los acólitos y sacristanes de nuestras parroquias rurales. Estarían siempre sujetos a sus
pastores. También estarían sujetos al Ordinario (Obispo), tanto si permanecen célibes
como si más tarde se casan, lo que está perfectamente de acuerdo con la intención del
Concilio de Trento, sesión 23, capítulo 17.
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Énfasis en la Palabra de Dios
Los católicos del siglo XIX nunca tuvieron mucho conocimiento de la Biblia. A
diferencia de los protestantes, normalmente no la leían con regularidad, y como ya
vimos con respecto al culto, en este período, ciertamente no estaban expuestos a mucha
Palabra de Dios en la Iglesia porque el sacerdote medio no estaba muy versado en las
Escrituras. El Leccionario para la Misa de aquel tiempo ofrecía una selección truncada
de las lecturas que, aunque se leyeran en voz alta en la lengua vernácula, que no era
siempre el caso, apenas ofrecía lecturas del Antiguo Testamento, excepto de los salmos,
por supuesto.
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Música y culto
El P. Querbes siempre tuvo un interés muy vivo por la música y los libros de
cantos. Es claro que su interés radicaba en su convicción de que la música y la canción
eran recursos catequéticos y litúrgicos importantes. En 1825 el P. Querbes publicó
anónimamente una colección de canciones que él había recopilado bajo el título:
Cánticos Tomados de las Mejores Colecciones para Uso de las Parroquias, Misiones,
Retiros, Catecismos, Casas de Educación y Familias Cristianas. En el prefacio se dan
las razones para la publicación de dicho libro:
Cantar cánticos... ha sido siempre uno de los medios más preciosos para afirmar
y extender el Reino de Dios en las almas. Son palabras accesibles a todos... se
memorizan fácilmente y se repiten con mucho gusto.
El título del libro de canciones indica, por supuesto, que estaba lejos de ser
estrictamente litúrgico en la orientación. Más bien, se pretendía que fuera un recurso,
como su título sugiere, para la misión, para los retiros y la instrucción catequética. Es
interesante señalar que la recopilación incluía un buen número de paráfrasis de textos
bíblicos y litúrgicos. Fue evidentemente muy popular; se reimprimió 15 veces antes de
1861. Otro libro, publicado también anónimamente, pero sin duda un trabajo del P.
Querbes, apareció varios meses después del primero e incluía la notación musical de las
canciones del volumen anterior. El objetivo del cancionero, anunciado en el prefacio,
era:
Dar a los pastores y a los fieles que están acostumbrados al canto llano (notación
gregoriana), un libro de melodías simples; uso del que se alimentarán y a partir del
cual perfeccionarán su amor por la canción y la alabanza a Dios.
Este trabajo, al igual que otra recopilación titulada “Un pequeño cancionero para
los niños de coro de la parroquia de Vourles” ilustran el énfasis que ponía el P.
Querbes en la música y la canción en la liturgia, por razones estéticas y catequéticas.
Hugo Favre, uno de los primeros discípulos del P. Querbes, describía la liturgia de la
Parroquia de Vourles de una forma muy laudatoria: “El servicio divino era
especialmente excepcional y se llevaba a cabo de una manera particularmente efectiva
debido a la música, ya que el Sr. Querbes era un cantor cualificado, un músico excelente
y un poeta bastante bueno”.
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tuba y era el sonido de graves más común en la sección de metal de la orquesta. Aparece
en la escena musical en los siglos XVIII y XIX en las bandas militares y en las obras
sinfónicas; por ejemplo, La Condenación de Fausto de Berlioz, y la Obertura y Música
de fondo para El Sueño de Una Noche de Verano de Mendelssohn. A causa de sus
limitaciones, se remplazó por la tuba y hoy sólo se toca como una curiosidad en
“orquestas de época”. Se puede uno imaginar que el P. Querbes estaba sujeto a una
especie de trauma litúrgico al verse forzado a oír a uno de los hermanos con menos
talento para la música intentando tocar ese instrumento durante la Misa y decidió hacer
una mención especial a la prohibición del instrumento. Esta prohibición ilustra el
pragmatismo del P. Querbes y fue indudablemente acogida con gran gozo por muchos
de los hermanos.
Sin embargo, hay otro nivel de interpretación del legado del P. Querbes que podría
llamarse muy bien “Querbesiano”. Con querbesiano, me refiero a la combinación de las
actitudes, percepciones y prioridades del P. Querbes con respecto a la vida cristiana y al
ministerio en la Iglesia. Esto supone hoy para nosotros, sus herederos, un desafío.
Muchas de estas percepciones fueron más tarde completamente desarrolladas por el
Concilio Vaticano II y nos sirven como punto de referencia cuando reconsideramos
nuestra apropiación (herencia) del Carisma Querbesiano y nos ocupamos del proceso de
refundación/revitalización de la Comunidad Viatoriana.
Primero, el Fundador tenía ciertas intuiciones sobre la liturgia que estaban “en el
ambiente” durante el siglo XIX, y darían su fruto en la renovación litúrgica
promovida por el Vaticano II. En primer lugar, su preocupación por que la liturgia
“comunicase”, más que porque fuera un simple ritual que tenía que llevarse a
cabo, es una convicción que más tarde compartió y desarrolló Dom Prosper
Guéranger (fallecido en 1875), mencionado anteriormente. Guéranger, en sus
principales obras, L‘année liturgique (El Año Litúrgico) y Les Institutions
Liturgiques (Las Instituciones Litúrgicas), presenta la liturgia de la Iglesia de una
forma que era radical para su tiempo; como un rito que no se llevaba a cabo por su
propio bien, sino como base de la oración, vida y espiritualidad cristianas. La
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liturgia también tenía que ser objeto de estudio teológico y de contemplación
espiritual. El canto gregoriano que tenía que acompañar los ritos lo debería
aprender todo el mundo, para que así todos pudieran participar en la liturgia. El P.
Querbes se preocupó, no sólo por las ceremonias bien realizadas, sino también por
que la gente rezara a partir de la liturgia, especialmente a través de la música bien
interpretada y accesible a todos. El llegó a esta intuición incluso antes que
Guéranger.
El legado del P. Querbes nos desafía, como viatores, a hacer de la liturgia tal
como se entiende en el Concilio Vaticano II una prioridad en nuestras vidas y
ministerio. El objetivo de esta renovación litúrgica, confiada por la Iglesia en el
Concilio Vaticano II, era la “participación completa, consciente y activa” de todos los
fieles en la celebración litúrgica. Como nosotros trabajamos por “crear comunidades
donde se viva, se profundice y se celebre la fe”, nuestra labor por hacer posible hoy esta
participación en la celebración litúrgica de todos nuestros hermanos y hermanas, es otra
forma de describir el “servicio de los santos altares” del P. Querbes.
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LA LITURGIA Y EL CARISMA VIATORIANO
RECUPERANDO UNA INTUICIÓN DEL PADRE QUERBES
4. Formación
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