Está en la página 1de 47

1

Interacción entre ciencia y religión:


consideraciones preliminares

Introducción

A lo largo de su historia, las ciencias naturales han sido in-


vestidas de sentido religioso, de implicaciones antirreligio-
sas y, en numerosos contextos, de ninguna relevancia reli-
giosa. El objeto de este libro es ofrecer una interpretación
de las conexiones que se han hecho entre las afirmaciones
sobre la naturaleza y las afirmaciones sobre Dios. Como ya
comentamos en la introducción, sin embargo, los problemas
surgen inmediatamente en el instante en que nos pregunta-
mos por la relación entre «ciencia» y «religión» en el pasa-
do. No solo han cambiado con el tiempo los límites entre
ambas, sino que el hecho de abstraerlas de sus contextos
históricos puede conducir a la artificialidad, como también
al anacronismo.
¿Cómo, por ejemplo, entenderemos a Henry Drummond,
un evolucionista de finales del siglo  XIX, que insistía en
que era un error hablar de reconciliar el cristianismo con la
evolución, puesto que eran una y la misma realidad? En una
visión resplandeciente de The ascent of man [El ascenso del
hombre] (1894), Drummond admitía la lucha darwiniana
por la vida, pero también hacía referencia a una lucha por la
vida de los demás. La primera era esencial para el proceso
evolutivo, porque los individuos competían por los recursos.
Pero, sostenía Drummond, también lo era la última. Una vez
evolucionada la mente humana, el sacrificio de uno mismo,
1. interacción entre ciencia y religión: consideraciones preliminares 23

la cooperación y el amor materno contribuirían, cada uno,


a la supervivencia de las sociedades en las que se fomenta-
ban estas virtudes. En última instancia, cristianismo y evo-
lución eran lo mismo, porque los dos denotaban un método
de creación; los dos tenían como objetivo hacer seres más
perfectos. Puesto que el amor altruista era afín a ambos, él
abogaba por una unión perfecta. La evolución abarcaba el
progreso espiritual, además del material.
Numerosos contemporáneos de Drummond no supie-
ron cómo tratar con él. Sus críticos secularistas percibieron
el torpe intento de un cristiano evangélico por adaptar su
teología a una insuperable amenaza procedente de la cien-
cia. Pero ni siquiera, aun siendo gran amigo del evangelista
D. L. Moody, pudo tranquilizar a los evangélicos más con-
servadores. «Muchos se me echan encima y me atacan», la-
mentaba, después de intervenir en el Congreso de Northfield
en 1893.
No está claro, sin embargo, que el historiador tenga que
seguir su ejemplo. Desde una perspectiva de finales del si-
glo XX ¿no somos más propensos a ignorarle que a disec-
cionarle? Resultaría fácil hacerlo, apoyándonos en el argu-
mento de que su fusión de ciencia y religión era realmente
una confusión. Nuestro propio siglo ha presenciado tantos
movimientos contra la fusión del lenguaje científico y el
religioso que podemos, con criterios puramente filosóficos,
juzgar que se equivocó. Quienes tratan el discurso cientí-
fico y el religioso como dos juegos de lenguaje diferentes,
o quienes separan las doctrinas de la creación de las afir-
maciones sobre el mundo físico, desecharían el intento de
Drummond de integrar su fe con la ciencia de la evolución
como un desafortunado error.
El problema que se le plantea al historiador, sin embargo,
es que las sofisticadas distinciones del siglo XX pueden no
ser siempre los instrumentos más sensibles para compren-
24 ciencia y religión

der las cuestiones tal y como se formularon en el pasado.


Ha habido Henry Drummonds en cada generación que han
vinculado su teología con su ciencia. Si comenzamos con
una actitud demasiado desdeñosa con respecto a ellos, po-
demos perder cierta riqueza de nuestra herencia intelectual
y particularmente una que tuvo una profunda repercusión en
el modo en que fue entendida la palabra ciencia, tanto por
quienes la practicaban como por sus destinatarios.
Pensemos, por ejemplo, en tres diferencias que los es-
tudiosos establecen, en general, cuando comparan nuestra
moderna era científica con los tiempos más antiguos en los
que predominaba la magia. La ciencia, se dice, trabaja en el
marco de una visión del mundo que considera los fenóme-
nos naturales como el resultado de fuerzas impersonales. En
cambio, los sistemas religiosos y mágicos presuponen dio-
ses, espíritus o demonios personalizados. Mientras que la
empresa científica se legitima por procesos de verificación
consensuados, la empresa teológica se ha caracterizado por
el dogmatismo. Las religiones han exigido adoración, culto
y sacrificio, que son formas de actividad ajenas a la ciencia
occidental.
Sobre esta base se establece la diferenciación entre ciencia
y religión. Sin embargo, la investigación más atenta de la his-
toria de la ciencia sugiere un cuadro más complejo. A la cien-
cia le interesan las fuerzas impersonales y a la religión los
dioses personalizados; pero la misma palabra fuerza contenía
sentidos religiosos, incluso para Isaac Newton (1642-1727),
que, al describir la actividad de una fuerza de gravitación en
términos matemáticos, también la atribuía a un Dios omni-
potente. Su crítico Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) le
acusó de hacer de la gravedad un milagro perpetuo.
El contraste entre una autocrítica en la ciencia y un espíri-
tu acrítico en la religión no puede hacerse tan categóricamen-
te. A menudo las teorías científicas han sido valoradas cuando
1. interacción entre ciencia y religión: consideraciones preliminares 25

para sus críticos tenían que haber perecido. Recordando un


simposio celebrado en Saint Louis en 1961, el distinguido es-
pecialista en química orgánica Herbert C. Brown comentó la
reacción que se produjo cuando sugirió que las estructuras
no clásicas propuestas para los iones de carbono tenían una
base experimental débil. Esperaba que se reexaminara crítica-
mente el tema. En cambio, muchos se lanzaron contra él para
atacarle. Sus sugerencias fueron tratadas como «una herejía,
desencadenando lo que parecía ser una “guerra santa” para
probar que estaba equivocado». Y, a la inversa, no puede de-
cirse que la autocrítica y la renovación hayan estado ausentes
de la esfera religiosa, cuando uno de los problemas aborda-
dos por las ortodoxias institucionalizadas ha sido contener la
erupción de reformas y de revueltas sectarias.
Puede que no exista un claro equivalente en la cien-
cia de lo que se llama culto en la religión. Y, sin embargo,
existieron personas a finales del siglo XVII, Robert Boyle
(1627-1691) y John Ray (1627-1705) entre ellas, que conci-
bieron la investigación científica como una forma de culto.
La imagen de la naturaleza como templo y del científico
como sacerdote aparece explícitamente en la obra de Boyle.
Así como la buena música era mejor valorada por el músico
experto, de igual modo la destreza de Dios en la creación
podía ser celebrada por el anatomista cualificado. En este
templo de la naturaleza se producía incluso una revelación.
Los descubrimientos que un químico moderno podría atri-
buir al azar, Boyle los atribuía a la existencia de «poderosos
indicios» recibidos de un químico más grande que él.
Existe, por consiguiente, un argumento sólido para man-
tener la mente abierta a la riqueza del tema en cuestión. La
finalidad principal de este capítulo es identificar algunos de
los niveles en los que han coexistido las afirmaciones sobre
la naturaleza y las afirmaciones sobre Dios. Posteriormen-
te, reflexionaremos sobre las implicaciones de este análisis
26 ciencia y religión

para una de las opiniones generalizadas que hemos identifi-


cado en la introducción, a saber, que no ha habido más que
conflicto entre ciencia y religión.

La diversidad de interacciones

En general se piensa que la auténtica posibilidad de una cien-


cia racional de la naturaleza depende de la uniformidad en la
relación entre causa y efecto. En el pasado las creencias reli-
giosas han servido como premisa de la empresa científica en
la medida en que garantizaban esa uniformidad. Los filósofos
de la naturaleza del siglo XVII presentarían su trabajo como
la investigación de un orden en un universo regulado por un
Creador inteligente. Un universo creado, a diferencia de uno
que hubiera existido siempre, era un universo en el que el
Creador había sido libre de ejercer su voluntad para diseñar
las leyes que la naturaleza tenía que obedecer. Una doctrina
de la creación daba coherencia al esfuerzo científico en cuan-
to implicaba un orden fiable detrás del flujo de la naturaleza.
Decir que la creencia religiosa pudo funcionar como
premisa de la ciencia no implica necesariamente afirmar
con contundencia que la ciencia no habría podido despegar
nunca sin una teología previa. Pero sí quiere decir que las
concepciones particulares de la ciencia sostenidas por sus
pioneros estaban a menudo imbuidas de creencias metafísi-
cas y teológicas. Al hablar de las leyes de la naturaleza, esos
filósofos no eligieron esta metáfora de forma simplista. Las
leyes eran el resultado de la legislación de una divinidad
inteligente. René Descartes (1596-1650) sostenía que él es-
taba descubriendo las «leyes puestas por Dios en la natura-
leza». Posteriormente, Newton declararía que la regulación
del sistema solar presuponía el «consejo y el dominio de un
ser inteligente y poderoso».
Figura 1.1. Ilustración de la página 44 de Astronomia nova [Nueva astro-
nomía] (1609), de Johannes Kepler. La imposición de orden en un planeta
díscolo. Kepler estudia la órbita de Marte en el contexto de una diferen-
ciación entre tres modelos del sistema del mundo que competían entre sí:
el copernicano (en el que todos los planetas –incluida la Tierra– giran en
torno al Sol), el ptolemaico (en el que el Sol y los planetas giran en torno
a una Tierra inmóvil) y el alternativo sistema geoestático de Tycho Brahe
(véase Fig. 1.2), según el cual todos los planetas –menos la Tierra– dan
vueltas alrededor del Sol, que, a su vez, gira en torno a la Tierra. Kepler
sostenía que el orden establecido por Dios detrás de las apariencias se re-
flejaría mejor suponiendo que Marte tenía una órbita elíptica con respecto
al Sol, inmóvil en un foco de la elipse. Reproducción con permiso de los
síndicos de la Cambridge University Library.
28 ciencia y religión

Figura 1.2. Ilustración de la página 45 de Astronomia nova


(1609), de Johannes Kepler. Reproducción con permiso de
los síndicos de la Cambridge University Library.
1. interacción entre ciencia y religión: consideraciones preliminares 29

Una doctrina de la creación podía respaldar a la empresa


científica en un segundo aspecto. Si la mente humana había
sido creada de tal modo que se adaptaba a la inteligibilidad
de la naturaleza, entonces podía afirmarse la posibilidad de
un conocimiento científico seguro. Unos doscientos años
después de que Descartes formulara su concepto de leyes
mecánicas, el primer historiador sistemático de la ciencia,
William Whewell, vio en la probada capacidad de descu-
brir las leyes de la naturaleza y de expresarlas matemática-
mente la prueba de una afinidad entre la mente humana y
la divina. Como había dicho el astrónomo Johannes Kepler
(1571-1630), al descubrir la geometría de la creación es-
taba pensando con los mismos pensamientos de Dios. La
idea de causa primera, sugirió Whewell, no procedía de
los fenómenos naturales, sino que, más bien, había sido
supuesta para que esos fenómenos fueran inteligibles a la
mente.
Además de proporcionar premisas a la ciencia, las doctri-
nas religiosas han ofrecido también sanción o justificación.
Ha sido una función permanente, puesto que los científicos
tenían reiteradamente que justificar el lugar de la ciencia en
su cultura. Los partidarios de la investigación científica sos-
tenían frecuentemente que Dios se había revelado en dos
libros –el libro de sus palabras (la Biblia) y el libro de sus
obras (la naturaleza)–, y, así como era obligatorio estudiar
el primero, también lo era estudiar el segundo. Según un
manuscrito de aquel gran diplomático de la ciencia que fue
Francis Bacon (1561-1626), el origen de la ciencia expe-
rimental estaba sancionado no meramente por la religión,
sino por Dios mismo, pues en el Libro de Daniel (12,4) se
encuentra una profecía que parecía hacerse referencia a un
tiempo en el que muchos pasarían de un lado a otro y se
incrementaría el conocimiento. Las recientes mejoras en
la navegación y la expansión del comercio convencieron a
30 ciencia y religión

Figura 1.3. Viñeta realizada por George Cruickshank en la página 209 de


Bentley’s Miscellany, vol. 4, 1838. La necesidad que tenían los científicos
de justificar sus trabajos es puesta de relieve en este dibujo humorístico, que
alude a un modelo exhibido ante la sección B de la «Mudfog Association»,
creación satírica de Charles Dickens para mofarse de la British Association
for the Advancement of Science con su «Full Report of the Second Meeting
of the Mudfog Association for the Advancement of Everything» [Crónica
completa de la segunda reunión de la Asociación para el Progreso de Todo
de Mudfog]. En su sátira contra las pretensiones de la ciencia mecánica,
Dickens proclama el valor que tendrían para la sociedad unos autómatas
que ejercieran la función de policías. Por eso aparecen en la viñeta, pues,
según Dickens, estos policías robots se guardarían en las estanterías de los
cuarteles de la policía hasta que fueran necesarios. Reproducción con per-
miso de los síndicos de la Cambridge University Library.

Bacon de que ese tiempo había llegado. Él sabía que el re-


lato del Génesis sobre la caída del hombre del estado de
gracia podía leerse como una condena contra la sed de co-
nocimiento. Pero fue capaz de anticiparse a esa objeción al
sugerir que la prohibición se aplicaba solamente al conoci-
miento buscado para el propio engrandecimiento, no al que
estaba al servicio de la humanidad.
Thomas Sprat propuso una sanción religiosa de tipo dife-
rente en su History of the Royal Society [Historia de la Real
1. interacción entre ciencia y religión: consideraciones preliminares 31

Sociedad] (1667). Sprat sugería que, entre todos sus objeti-


vos, el estudio de la filosofía experimental generaría, con toda
probabilidad, un espíritu de piedad, perseverancia y humildad
–el distintivo de la virtud cristiana–. La contemplación de las
obras de Dios podría constituir un desvío constructivo con
respecto a las lamentables disputas doctrinales que habían
desgarrado al cristianismo desde la Reforma. La ciencia po-
día ofrecer tanto un santuario o refugio como su propio tipo
de santificación. Muchos años después, cuando se fundó otra
institución científica en Gran Bretaña, la British Association
for the Advancement of Science [Asociación Británica para el
Progreso de la Ciencia], seguía oyéndose una argumentación
semejante. Hablando en 1833, el geólogo y clérigo de Cam-
bridge Adam Sedgwick hacía referencia tanto a la sabiduría
de Dios, manifestada en la creación, como a la sabiduría de
la asociación, interesada en superar las divisiones políticas y
religiosas. De lo contrario, el «inmundo demonio de la dis-
cordia» se abriría paso hasta «nuestro Edén de la filosofía».
La filosofía natural tenía su propio jardín del Edén y los argu-
mentos de la teología natural sancionaban su conservación.
Si las creencias religiosas suministraron premisas y
sanciones para la ciencia, también le aportaron motivos. El
análisis de los motivos humanos es, ciertamente, una tarea
delicada; pero algunas conexiones hechas en el pasado en-
tre ideales científicos e ideales religiosos tuvieron bastante
fuerza como para llevar a cabo una reconstrucción según
esta categoría. Ciertamente, se ha afirmado que los valores
asociados con el protestantismo ascético proporcionaron
una nueva motivación para la investigación científica, espe-
cialmente en Holanda e Inglaterra, durante el siglo XVII. El
énfasis protestante en la mejora del mundo, bajo la protec-
ción de la providencia, pudo conferir dignidad a la actividad
científica, que prometía tanto la gloria para Dios como la
mitigación del sufrimiento humano. Las ideas de un mundo
32 ciencia y religión

mejor sobre el que Cristo reinaría durante mil años (mile-


narismo) fueron posteriormente secularizadas para producir
visiones de una utopía puramente terrenal en la que sería po-
sible una sociedad humana perfecta sin medidas coercitivas.
A pesar del optimismo desenfrenado de muchas de estas vi-
siones, no puede negarse que una fuente de la idea moderna
de progreso fue esta teología milenarista de los reformado-
res puritanos, que estaban ansiosos por transformar el mun-
do como preparación para la segunda venida de Cristo.
La posibilidad de que haya una motivación religiosa de-
trás de la investigación científica es quizá más visible en los
sistemas de la teología natural en los que se usaba el conoci-
miento científico para establecer la existencia y los atributos
de Dios. En las polémicas con los incrédulos y los escépti-
cos, a los que normalmente se consideraba subversivos para
la estabilidad social, la ciencia podía ser una imponente
aliada. Notando que el cristalino y la pupila del ojo estaban
«tan delicadamente modelados y equipados para la visión
que ningún artista podía mejorarlos», Newton preguntaba si
el ciego azar podría haber tenido suficientes conocimientos
sobre la luz y su refracción como para haber efectuado el
diseño. La respuesta le resultaría obvia a cualquiera que hi-
ciera un estudio especial sobre la refracción. Existía un ser
que había hecho todas las cosas y que tenía que ser temido.
Así pues, en el deseo de confirmar la existencia de un Dios
a quien temer podía hallarse un motivo para el estudio de la
naturaleza. Pero también la de un Dios a quien debe alabarse.
En la obra The wisdom of God manifested in the works of
creation [La sabiduría de Dios manifestada en las obras de la
creación] (1691), de John Ray, encontramos un sentimiento
de júbilo por las maravillas de la naturaleza. Tan prodigioso
era el instinto migratorio de las aves que solo podía atribuirse
a la inteligencia superior de su Creador. Tampoco Ray ex-
plotaba meramente lo inexplicable. Había sido la ignorancia
1. interacción entre ciencia y religión: consideraciones preliminares 33

científica, decía, la que había permitido los torpes modelos


del universo característicos de la astronomía ptolemaica. Con
la llegada del sistema copernicano, el universo, según Ray,
había adquirido una nueva elegancia, más en consonancia
con lo que cabría esperar de un arquitecto divino.
Aunque resulta difícil comprobar las afirmaciones de
que hay una motivación religiosa por detrás de la actividad
científica, ha habido circunstancias en las que parecen per-
tinentes. Cuando un protagonista quiere tener razones polí-
ticas para desear diferenciar una posición teológica de otra,
puede otorgar un alto valor a los resultados científicos que
apoyan esa diferenciación. En la Inglaterra de finales del si-
glo XVIII, la motivación principal de Joseph Priestley como
inconformista religioso procedía de un deseo de establecer
una forma de cristianismo que pudiera resistir la crítica ra-
cionalista. Los filósofos europeos que habían rechazado la
religión cristiana no habían rechazado el cristianismo, según
él, sino una forma corrompida. Su objetivo era reconvertir-
los a un cristianismo unitario desprovisto de superstición.
La doctrina de la Trinidad –trinidad de personas en un solo
Dios– había contaminado a la Iglesia cristiana primitiva
mediante el contacto con la filosofía de Platón. Puesto que
la ciencia podía ayudar a eliminar la superstición, Priestley
vinculó la actividad científica con la promoción de una re-
ligión podada de la contaminación platónica. El rápido pro-
greso del conocimiento científico, afirmaba, sería «el medio
que, por voluntad de Dios, extirparía todo error y prejuicio,
y pondría fin a toda autoridad desproporcionada y usurpada
en los asuntos religiosos y científicos».
Lo que Priestley denominaba asuntos religiosos podía
entrar en el debate científico en otro nivel. Podían reforzar la
prescripción de un método científico apropiado. Cada ciencia
había tenido que establecer en su infancia los supuestos y los
procedimientos mediante los que podía afirmar que amplia-
34 ciencia y religión

ba nuestro conocimiento de la naturaleza. Estos habían sido


objeto de un intenso debate en el que a veces se inmiscuían
las preferencias religiosas. Decir que las creencias religiosas
han impregnado las discusiones sobre el método científico no
significa afirmar que hayan afectado directamente a la prácti-
ca de la ciencia, pues las afirmaciones sobre la metodología
han sido a menudo racionalizaciones usadas para justificar
un programa de investigación que ya estaba en marcha. Esta
racionalización es, no obstante, de gran interés para el histo-
riador, pues pone de manifiesto en parte los procesos sociales
implicados en conseguir el respeto para el trabajo científico,
tanto dentro como fuera de la comunidad científica.
En la década de 1830, el geólogo británico Charles Lyell
sostenía que para hacer de la geología una ciencia rigurosa
tenía que suponerse que las fuerzas que habían tallado la
superficie de la Tierra en el pasado eran idénticas, en forma
e intensidad, a las que actuaban en el presente. Pero había
geólogos contemporáneos que tenían sus dudas al respec-
to. ¿No era demasiado restrictivo excluir la posibilidad de
que unas fuerzas de mayor intensidad hubieran actuado en
el pasado? Al expresar esta objeción, otros contemporáneos
estaban, sin duda, influidos por la convicción de que acep-
tar el axioma de Lyell implicaba aumentar tan enormemente
la edad de la Tierra que podría constituir una amenaza in-
cluso para una generosa interpretación del Génesis. Cuando
el físico escocés David Brewster se opuso al principio de
uniformidad de Lyell, recurrió a algunas ideas bíblicas para
justificar una metodología alternativa.
En los períodos más antiguos era muy común que la
creencia religiosa interviniera en la regulación de la meto-
dología científica. El pintoresco reformador de la química y
de la medicina Paracelso (ca. 1493-1541) decía que, al crear
el mundo, Dios había dejado un indicio mágico en cada hier-
ba, una clave de su eficacia. En algunos casos la firma divina
1. interacción entre ciencia y religión: consideraciones preliminares 35

era perfectamente legible: el cardo aliviaba la tos seca. En


otros se requería un poco más de imaginación:
«Miremos la raíz del satirión, ¿no está formada como las
partes íntimas masculinas? Nadie podrá negarlo. En conse-
cuencia, la magia la descubrió y reveló que puede devolver
la virilidad a un hombre»1.

Puede que esta afirmación no nos suene demasiado a


ciencia, pero representó una relevante ruptura de la ense-
ñanza libresca de su época. Para Paracelso implicó una sali-
da a las montañas con un par de botas robustas para explo-
rar, descodificar y aprovechar el poder mágico. Implicó un
empirismo de cierto tipo.
Un empirismo de un tipo diferente fue practicado por Kep-
ler, que acogió los datos astronómicos de Tycho Brahe (1546-
1601) como medio para corroborar las creencias preconcebidas
sobre la geometría del universo. Los datos eran fundamentales,
pero también lo era el preconcepto de que las órbitas plane-
tarias podían inscribirse en los cinco sólidos regulares de los
griegos y circunscribirlos. Era un empirismo de cierta índole,
pero regulado por la fusión que hizo Kepler de la armonía pita-
górica con la doctrina cristiana de la creación. Era una clase de
empirismo que su crítico Marin Mersenne (1588-1648) recha-
zó como no suficientemente empírico. Mersenne sostenía que,
puesto que la estructura del sistema solar es solamente una
entre numerosas posibilidades infinitas (y, por consiguiente,
dependiente en última instancia de la elección de la divinidad),
sería un error mantener un modelo preconcebido. Se requería
una mente más abierta para descubrir cuál de los muchos mo-
delos posibles había elegido instaurar realmente Dios. Estas
referencias a la libertad de la voluntad divina eran frecuente-
mente usadas en el siglo XVII para justificar los ataques a las
teorías racionalistas de la naturaleza, cuyos autores presumían
de saber cómo debe haber modelado Dios el mundo.
36 ciencia y religión

Figura 1.4. Lámina de la página 177 de La fuga de Atalanta


[Atalanta fugiens] (1618), de Michael Maier. Para aprender
los secretos de la naturaleza, el químico sigue los pasos de
esta. En la leyenda del texto se dice que la naturaleza es
la guía; la razón, el cayado; la experiencia, las lentes, y la
lectura, la lámpara, requisitos todos para una investigación
exitosa. Reproducción por cortesía de The Bodleian Library,
Oxford; signatura Vet. D2. e. 18.
1. interacción entre ciencia y religión: consideraciones preliminares 37

El término ciencia moderna connota, normalmente, una


apertura completa a la verificación empírica. Los científi-
cos, en el pasado, sin embargo, tenían dificultades (y hay
contextos en los que aún las tienen) cuando los criterios ex-
perimentales no distinguían claramente entre dos o más teo-
rías. La investigación reciente en filosofía y sociología de la
ciencia ha subrayado que los resultados experimentales ra-
ramente son adecuados para realizar una elección definitiva
entre teorías alternativas. Con frecuencia se han producido
problemas a la hora de repetir los procedimientos experi-
mentales y los resultados que decían haberse logrado con
ellos. Hace tiempo que se han admitido ciertos problemas al
respecto, incluso en la divulgación de la práctica científica
donde el acento se pone en la función de los criterios esté-
ticos para la selección entre teorías. Con frecuencia oímos
que cuando dos teorías parecen igualmente plausibles, se
opta por la más simple. En el proceso de selección entre
teorías se entrometieron de nuevo las preferencias religio-
sas (y antirreligiosas). El criterio de la simplicidad podría
atribuirse, como en el caso de Newton, a un Dios que había
garantizado que la naturaleza no hiciera nada en vano, o,
como en el caso de Michael Faraday en el siglo XIX, a un
Dios que había garantizado que el libro de sus obras fuera
tan sencillo de comprender como el libro de sus palabras.
Un ejemplo de los debates astronómicos de inicios del
siglo XVIII puede ilustrar esta función selectiva de la creen-
cia religiosa. En 1600 fue quemado en la hoguera el monje
contestatario Giordano Bruno por numerosas herejías, entre
ellas la propuesta de que el universo es infinito y contiene
un infinito número de mundos. Una de las razones por la
que esta propuesta resultaba ofensiva a muchos de sus con-
temporáneos era que privaba a la humanidad de un lugar
privilegiado en el cosmos. Para oponerse a la visión de Bru-
no, Kepler hizo todo cuanto pudo para proteger la identidad
38 ciencia y religión

cósmica de su propio sistema solar y (en conformidad con


sus creencias religiosas) del lugar especial que la humani-
dad ocupaba dentro de él. A pesar de la transformación co-
pernicana, Kepler podía aún abogar por el carácter único de
la Tierra. Era el planeta con la órbita central en un sistema
que tenía como centro un símbolo del Dios vivo: el Sol más
resplandeciente del universo. La perspectiva de Bruno de
una pluralidad infinita de sistemas estelares, esparcidos por
un universo infinito, era inaceptable por sus implicaciones
relativistas. Por consiguiente, al enterarse Kepler de las ob-
servaciones realizadas por Galileo con el telescopio, se alar-
mó por temor a que los satélites observados fueran planetas
girando alrededor de otro Sol. ¡Qué gran alivio sintió al sa-
ber que eran lunas de Júpiter! Su insistencia en la preemi-
nencia de nuestro Sol también le predispuso a creer que las
estrellas anteriormente invisibles, ahora descubiertas por el
telescopio de Galileo, habían sido demasiado pequeñas más
bien que demasiado distantes para ser vistas. De este modo,
las creencias religiosas modelaban a veces la interpretación
de los datos científicos.
También han actuado a veces, de forma menos sutil, cum-
pliendo una función explicativa antes de ser superadas por
avances científicos más sofisticados. Podemos hablar al res-
pecto de la función constitutiva de las creencias religiosas,
en el sentido de que han constituido una explicación de fe-
nómenos que posteriormente resultaron ser explicables sin
referencia teológica alguna. Newton no encontraba satisfac-
toria ninguna explicación de por qué los planetas giran alre-
dedor del Sol en la misma dirección y casi en el mismo plano:
este sistema estéticamente satisfactorio solo podía explicarse
recurriendo al diseño inicial de Dios. Cuando a finales del
siglo XVII Laplace aplicó su hipótesis nebular al problema,
prescindiendo intencionadamente de los conceptos del dise-
ño, pudo parecer que el Dios de Newton era innecesario.
1. interacción entre ciencia y religión: consideraciones preliminares 39

Las proposiciones deducidas de la Escritura han cum-


plido también una función explicativa. La leyenda del arca
de Noé se utilizaba para explicar la distribución geográ-
fica  de los animales. Para el geólogo de Oxford William
Buckland, el diluvio era aún constitutivo de la historia
física de la Tierra en la década de 1820. El concepto de
creación separada, que Darwin encontraba inadecuado, ha
sido presentado frecuentemente como un concepto bíblico.
Esta función constitutiva de la creencia religiosa es la que
a menudo nos viene a la mente cuando se yuxtaponen las
palabras ciencia y religión, pues las pretensiones explica-
tivas de las religiones del mundo las han hecho vulnerables
a los avances científicos. Es una de las razones por las que
se ha hecho habitual entre los escritores cristianos advertir
contra un dios tapaagujeros. La historia precedente indica
que el conflicto surgirá indudablemente si las afirmaciones
sobre Dios se usan para tapar los agujeros de la explica-
ción científica.
Sin embargo, no debe suponerse que cuando las creen-
cias religiosas funcionaban como ciencia primitiva lo hacían
siempre en detrimento de la investigación ulterior. Podían
estimularla en lugar de descartarla. Pongamos el ejemplo
del arca de Noé. Según la opinión tradicional, la prolifera-
ción de nuevas especies, descubiertas entre 1650 y 1750,
habría hundido el arca por el enorme peso de su cantidad.
Ciertamente, en la década de 1740, al taxónomo sueco Lin-
neo le parecía increíble que las cincuenta y seis mil especies
que había catalogado pudieran haberse metido en las sofis-
ticadas embarcaciones diseñadas por los partidarios de una
interpretación literalista de la Biblia. Y, sin embargo, en el
siglo anterior había desempeñado su papel al estimular la in-
vestigación sobre la distribución geográfica de las especies.
La discusión se centraba en la plausibilidad de explicarla a
partir de la dispersión desde un solo punto.
40

Figura 1.5. Ilustración que sigue a la página 122 del Arca Noë [El arca de Noé] (1675), de
Athanasius Kircher. Preparativos para subir a un arca en la que había espacio para todas
las especies. Cortesía de la Dra. Janet Browne y reproducción por cortesía de la Wellcome
ciencia y religión

Institute Library, Londres.


1. interacción entre ciencia y religión: consideraciones preliminares 41

El deseo de los literalistas bíblicos de mostrar que el re-


lato podía haber sido realmente historia actuó de estímulo
para el estudio de la zoogeografía, aun cuando el resultado
final, e irónico, fue que todos se hundieron en su propio bar-
co. E incluso cuando se abandonó el arca, su huella se man-
tuvo aún en la ciencia. El mismo Linneo sostenía que todas
las especies se habían dispersado desde una sola montaña,
antaño rodeada por el mar.
Si los conceptos religiosos han funcionado a veces como
ciencia primitiva, lo contrario también ha ocurrido. Así
como las creencias religiosas han creado ciencia, de igual
modo los credos científicos han creado una religión alterna-
tiva. Los mismos científicos han establecido comparaciones
entre la experiencia de una vocación científica y ciertas for-
mas de experiencia religiosa. En la Europa de finales del si-
glo XVIII e inicios del XIX era habitual oír hablar a los na-
turalistas de su despertar científico en términos que podrían
aplicarse a una conversión religiosa. Experimentaban un
sentimiento de éxtasis con el descubrimiento de los secretos
de la naturaleza y un sentimiento de lo sublime al contem-
plar sus obras. Dondequiera que la retórica científica asumía
la forma de una contrarreligión, podía fácilmente conver-
tirse en una religión sustituta, como comenzó a hacerse en
Francia durante la era revolucionaria. Posteriormente, los
paladines de un naturalismo científico se referían a veces a
la «Iglesia científica» para resaltar así que habían usurpa-
do al clero su función de arbitraje de los valores culturales.
T. H. Huxley, defensor de Charles Darwin, hizo de la ciencia
el tema de lo que eligió llamar «sermones laicos». Cuando
Lyon Playfair, uno de los más vehementes portavoces de la
ciencia aplicada en la Gran Bretaña del siglo XIX, se dirigió
a los miembros de un instituto de mecánica en 1853, declaró
sin reparo alguno que «la ciencia es una religión y sus filó-
sofos son los sacerdotes de la naturaleza».
42 ciencia y religión

No resultaría difícil ampliar este análisis e identificar


otros tipos de interacción. La preocupación por las cuestio-
nes teológicas ha impulsado a veces nuevas líneas de in-
vestigación científica, como cuando Richard Bentley (1662-
1742), deseando usar los nuevos avances científicos para
defender su teísmo cristiano, preguntó a Newton si pensaba
en la posibilidad de que la estructura del mundo pudiera ha-
berse producido, a partir de una distribución uniforme de
la materia, solamente mediante principios mecánicos. Su
pregunta suscitó una línea nueva de razonamiento, pues
Newton reconoció que apenas había pensado en este punto
antes de recibir su carta.
La cuestión que tenemos que abordar es si, a la luz de
tal diversidad de interacción, es apropiado centrarse exclu-
sivamente en el impacto de la ciencia sobre la religión. Los
tratamientos clásicos del tema se dedican a menudo al estu-
dio de esta formulación, como si las corrientes de relevan-
cia e implicación pudieran fluir solamente en una dirección.
Pero si las creencias religiosas han proporcionado premisas,
sanciones e incluso motivaciones a la ciencia, si han regu-
lado las discusiones sobre el método y han desempeñado
una función selectiva en la evaluación de teorías rivales, en-
tonces se abre la posibilidad de una investigación mucho
más amplia y espero que enriquecedora. Esto no significa
negar que los custodios de la religión institucionalizada han
hecho todo lo posible por censurar lo que han percibido que
era perjudicial en las conclusiones científicas. Pero sí su-
giere que la imagen de un conflicto perenne entre ciencia y
religión es inapropiada como principio conductor. Presen-
taremos a continuación otras razones para justificar lo que
acabamos de decir.
1. interacción entre ciencia y religión: consideraciones preliminares 43

Figura 1.6. Ilustración entre las páginas 108 y 109 del Arca Noë
(1675) de Athanasius Kircher. Pueden verse algunos de los com-
partimentos minuciosamente calculados en el arca de Kircher.
Reproducción con permiso de los síndicos de la Cambridge Uni-
versity Library.
44 ciencia y religión

Conflicto entre ciencia y religión

A menudo se yuxtaponen dos proposiciones con respecto al


efecto de la innovación científica en la creencia religiosa.
La primera afirma que, cuando ha habido confrontación, la
religión ha sido la que finalmente ha terminado cediendo. Y
la segunda sostiene que, a pesar de la constante cesión, la reli-
gión misma ha sobrevivido. Esto puede indicar que el conflicto
solo ha afectado a cuestiones periféricas y que la creencia nu-
clear en un poder trascendente ha podido mantener su plausi-
bilidad, inalterada por las concepciones cambiantes del mundo
físico. O podría sugerir que los símbolos religiosos, mediante
los que los hombres y las mujeres han dado un sentido a su
vida, satisfacen estas imperiosas necesidades psicológicas de
tal modo que se mantienen inmunes a los marcos científicos
de  significado, que, en última instancia, solo explican cómo
son las cosas y cómo han llegado a ser así, sin pretender res-
ponder al por qué ni al para qué. O bien podría sugerir que, a
pesar de una carencia total de plausibilidad en sus pretensiones
de conocimiento, los movimientos religiosos han sobrevivido
por inercia institucional o en la medida en que ayudan a confe-
rir un sentido de identidad a comunidades nacionales o locales.
Para uno de los fundadores de la sociología de la religión, Émi-
le Durkheim, la historia muestra, más allá de toda duda, que la
religión ha llegado a ocupar un sector cada vez más pequeño en
la vida social. Las funciones políticas, económicas y científicas
se habían liberado progresivamente a sí mismas del control re-
ligioso. Al mismo tiempo, había algo eterno en la religión, des-
tinado a sobrevivir a todos los símbolos religiosos en los que
se había envuelto sucesivamente el pensamiento religioso. Una
sociedad completamente secularizada era una contradicción en
sí misma, pues no podría existir ninguna sociedad que no sin-
tiera la necesidad de mantener los sentimientos colectivos que
le dieron su unidad e individualidad.
1. interacción entre ciencia y religión: consideraciones preliminares 45

Una razón por la que no puede darse una respuesta sim-


ple a la pregunta de si ha habido un conflicto irresoluble entre
ciencia y religión es que esa respuesta depende de cuál de es-
tos tipos de explicación se prefiera. Mucho depende de la plau-
sibilidad previa atribuida a las creencias religiosas centrales. Y
en las comunidades religiosas, quizá más que en cualquier otro
lugar, las experiencias y las percepciones del que está dentro
contrastarán con las del que está fuera. Lo que para el que está
dentro puede ser la purificación de una religión justificable por
su exposición a la crítica científica, para el que está fuera sería
un paso más en el camino que lleva a su destrucción como
explicación inherentemente implausible del destino humano,
finalmente descubierta como lo que es. No obstante la impo-
sibilidad de una evaluación objetiva, hay, sin embargo, consi-
deraciones que sugieren que el conflicto ha sido exagerado en
aras del cientificismo y el secularismo. Puesto que también ha
sido minimizado en aras de la apologética religiosa, necesita-
mos un cierto grado de distanciamiento crítico.
En su Historia de los conflictos entre la religión y la cien-
cia [History of the conflict between religion and science]
(1875), J. W. Draper propuso un principio de interpretación
que aún goza de apoyo popular. La historia de la ciencia, es-
cribió, es un relato del conflicto de dos poderes contendien-
tes: la fuerza expansiva del intelecto humano, por un lado, y
la comprensión que surge de la fe tradicional y los intereses
humanos, por otro. Draper era un científico inglés que llegó
a ser el primer presidente de la American Chemical Socie-
ty [Sociedad Química Americana]. Viviendo en la época de
los debates posdarwinianos, arremetía sistemáticamente en
nombre del racionalismo científico. Había hablado inclu-
so –interminablemente– en la famosa reunión de la British
Association for the Advancement of Science, celebrada en
Oxford en 1860, cuando Huxley, supuestamente, venció al
obispo Wilberforce con la réplica de que prefería tener por
46 ciencia y religión

antepasado a un mono que a un ser humano que usaba su


posición privilegiada para pronunciarse sobre temas que
desconocía totalmente. Para Draper los debates darwinianos
habían fijado la atención en un tema crucial, a saber, si el
mundo es gobernado por una incesante intervención divina
o por la actividad de unas leyes inalterables.
Una razón por la que su relato histórico, y otros como
este, no debe leerse acríticamente deriva del hecho de que
él proyectó hacia atrás en el tiempo cuestiones propias de su
época. Lejos de ser imparcial, tenía un claro objetivo. Mien-
tras que la ciencia estaba limpia de toda crueldad, las manos
del Vaticano estaban llenas de sangre. La historia de Draper
era una diatriba contra la Iglesia católica. Reflejaba en parte
su reacción a la encíclica Quanta cura [Con cuánta solicitud]
de 1864. El Syllabus que la acompañó juzgaba un error la
idea de que las instituciones públicas dedicadas a la enseñan-
za de la literatura y de la ciencia estaban exentas de la autori-
dad de la Iglesia. No obstante las protestas liberales, en 1870
se proclamó que el papa, cuando habla ex cátedra, está dotado
de la infalibilidad al definir doctrinas relacionadas con la fe
y las costumbres. Estas ideas fueron, para Draper, como un
capotazo frente al toro, lo que le hizo recurrir a la historia para
contraatacar. Una procesión con los científicos martirizados
demostraría quiénes habían cometido los auténticos errores.
Aunque diferenciaba su posición de la de Draper, sugi-
riendo que la lucha se había producido entre ciencia y teología
dogmática más bien que entre ciencia y religión, A. D. White
insistía en que se había dado una visión teológica de cada
cuestión y otra científica, sistemáticamente en desacuerdo.
También él había vivido las controversias darwinianas y ce-
dió a una proyección retrospectiva semejante. Como en el
caso de Draper, White tenía también un interés personal. Es-
taba resentido por la oposición clerical que se había organiza-
do en contra de los estatutos no sectarios que había elaborado
1. interacción entre ciencia y religión: consideraciones preliminares 47

para la Cornell University. La relevancia que había dado a


la enseñanza de la ciencia empeoró evidentemente la situa-
ción. Se vio obligado a concluir que existía un «antagonismo
entre la visión teológica y la científica del universo y de la
enseñanza sobre este tema». El resultado fue Historia de la
lucha entre la ciencia y la teología [A history of the warfare
of science with theology in Christendom] (1895), lleno de co-
mentarios necios de sacerdotes ignorantes, pero difícilmente
un modelo de discernimiento.
Para comprender por qué Draper y White escribieron
sus obras no es suficiente impugnar sus conclusiones. Sus
argumentos tienen que juzgarse por sus méritos. Sin embar-
go, cuando los examinamos más de cerca resultan ser pro-
fundamente erróneos. Comparten un defecto en común con
toda reconstrucción histórica que esté solamente interesada
por las posiciones extremas. Pasan por alto los esfuerzos de
quienes han considerado que el discurso científico y el reli-
gioso son complementarios más bien que excluyentes entre
sí. Su preconcepto de que con el avance de la ciencia los
fenómenos antes considerados sobrenaturales darían paso a
una explicación naturalista no carece de base. Pero supone
una dicotomía entre lo natural y lo sobrenatural que simpli-
fica demasiado las teologías del pasado. Si, en lugar de con-
cebir la fuerza sobrenatural como una realidad que interfiere
en, se piensa que actúa a través de la naturaleza, la antítesis
se derrumba en parte. Ahora bien, en el vocabulario emplea-
do a menudo por los primeros filósofos de la naturaleza, una
explicación en términos de causas segundas no excluye ne-
cesariamente una referencia última a una causa primera.
Los antropólogos que han estudiado la hechicería entre las
tribus africanas han comentado cómo reaccionan estas a la su-
gerencia de que la enfermedad que padece un individuo puede
ser consecuencia de un virus, no de un hechizo. En general,
reaccionan preguntando: ¿quién ha mandado el virus? Esta
48 ciencia y religión

pregunta resulta aleccionadora, porque muestra cómo una


explicación en términos de causas secundarias no se percibe
como exclusión de la referencia habitual a la voluntad de una
persona. La relevancia dada a las explicaciones en términos
de causas naturales depende de supuestos de alto nivel incrus-
tados en la estructura cultural más amplia. En la historia de la
cultura occidental no se ha tratado simplemente de un caso en
el que lo natural se tragó lo sobrenatural. Algo tenía que ocu-
rrir para cambiar las hipótesis de alto nivel si el conflicto entre
ciencia y religión quería lograr aquel estatus de autoevidencia
proclamado por Draper, White y sus sucesores.
En este asunto están también implicados puntos de vista
filosóficos y antropológicos. Fue advertido por T. H. Huxley,
que, aun con todo su anticlericalismo, reconocía, sin embar-
go, que había límites en el conflicto que él mismo había esta-
do provocando. El hecho es que existía un concepto de teleo-
logía más amplio que no había sido afectado por la doctrina
de la evolución, pues siempre era posible sostener que una
configuración molecular primordial había sido diseñada de
tal modo que el universo, tal como ahora lo conocemos, sería
su resultado. En este sentido, Huxley decía que la evolución
no tenía más que ver con el teísmo que con el primer libro de
Euclides. Por consiguiente, aún era posible una complemen-
tariedad entre interpretación científica e interpretación teoló-
gica, aunque él prefería continuar siendo agnóstico.
Las historias del conflicto eran defectuosas en otro as-
pecto. Los logros científicos del pasado eran toscamente
evaluados según su contribución al conocimiento posterior.
Un enfoque más matizado exige que las innovaciones cien-
tíficas sean juzgadas según el trasfondo del conocimiento
predominante en el tiempo en el que se anuncian. En la
actualidad se reconoce que el tipo de historia en el que el
conocimiento posterior se convierte en criterio de juicio de
las teorías anteriores es profundamente ahistórico. En las
1. interacción entre ciencia y religión: consideraciones preliminares 49

mentes de quienes lo practican (y aún es muy común en los


manuales científicos), los científicos del pasado son efecti-
vamente divididos en héroes y villanos. Los primeros anti-
cipan los avances posteriores, los últimos no logran ver la
luz. Si hiciéramos un elenco de héroes y villanos no cabe la
menor duda de que los adversarios clericales a las innova-
ciones provechosas serían colocados entre los últimos. Y si
alguna brillante anticipación de la teoría posterior no logra-
ba dejar su impronta, se tenía a mano una explicación fácil:
la oposición de «la Iglesia».
El problema se encuentra en que en estas explicacio-
nes se pasa por alto el diálogo entre la ciencia establecida
y la ciencia innovadora. A la hora de criticar la novedad
científica podía recurrirse sin dificultad a las teorías ya
existentes. En consecuencia, la oposición a las hipótesis
que parecían prematuras se llevaba a cabo sobre bases
científicas. Por ejemplo, sería completamente erróneo
imaginar que la oposición a la teoría copernicana procedía
solamente del prejuicio religioso. En 1543 la ortodoxia
física del momento era un cosmos centrado en la Tierra,
una ortodoxia que era apoyada por argumentos filosófi-
cos que, por entonces, eran particularmente convincentes.
Hasta que no llegó a formularse un principio efectivo de
la inercia, el movimiento de la Tierra estaba en contra-
dicción con el sentido común. Sin la menor duda, si la
Tierra se moviera, un objeto arrojado desde una torre no
golpearía el suelo que se encontrara inmediatamente de-
bajo del punto de lanzamiento. La predominante filosofía
aristotélica también afirmaba la existencia de una división
fundamental entre dos regiones del cosmos. Más allá de la
Luna todo era perfecto e inmutable. Por debajo de la Luna
todo era corrupción y cambio. Sacar a la Tierra de la re-
gión sublunar y colocarla entre los planetas era violar el
cosmos entero. Es verdad que la Iglesia católica tenía un
50 ciencia y religión

particular interés por la filosofía aristotélica, pero gran


parte del conflicto entre ciencia y religión resulta haber
sido un conflicto entre la ciencia nueva y la ciencia consa-
grada de la generación previa.
Recurrir a la censura eclesiástica para explicar las des-
venturas de las teorías científicas es una carta que puede
jugarse exageradamente. Parece que Galileo pensó que sus
dificultades con la Iglesia católica tenían su origen en el
resentimiento de los filósofos universitarios que habían
presionado a las autoridades eclesiásticas para que lo de-
nunciaran. La tesis tradicional del conflicto puede también
ocultar distinciones importantes entre diferentes tradicio-
nes religiosas y entre representantes conservadores y li-
berales de esas tradiciones. Tenemos que preguntarnos si
los diferentes grupos de presión dentro de la Iglesia llega-
ron a ser igualmente hostiles a Galileo, o si, como algunos
creían entonces, fue víctima de una trama jesuita, de un
acto de venganza por los insultos que había proferido con-
tra importantes miembros de esta orden. El papa bajo cuya
jurisdicción cayó finalmente, Urbano VIII, había sido en
otro tiempo su amigo y aliado. Incluso después de haber
sido citado a comparecer ante el Santo Oficio en abril de
1633, Galileo suscitaba simpatías entre las altas esferas. El
comisario general encargado de la acusación, Firenzuola,
al parecer admitía que no consideraba inaceptable el siste-
ma copernicano. El sobrino del papa, el cardenal Barberi-
ni, parece haber compartido con Firenzuola la sospecha de
que el juicio tenía más que ver con una venganza personal
que con una necesidad doctrinal. Las cuestiones en este
famoso caso están extremadamente enredadas; las abor-
daremos más adelante, en el capítulo 3. Pero la necesidad
de discernir lo acontecido es bastante clara. Durante la dé-
cada de 1620, en ciertos círculos católicos se pensaba que
no debía condenarse el sistema copernicano, pues hacerlo
1. interacción entre ciencia y religión: consideraciones preliminares 51

sería un obstáculo para la reconversión de los protestantes


que estaban a favor de la nueva astronomía.
Al evaluar las actitudes de los pensadores religiosos con
respecto a las ciencias naturales debemos tener en cuenta
otro aspecto, pues no es lo mismo hostilidad que indiferen-
cia. Muchos portavoces de la religión cristiana han recorda-
do la convicción que expresó san Basilio con su afirmación
de que una vida de mansedumbre y piedad conocía preocu-
paciones más elevadas que las de si la Tierra era esférica,
cilíndrica o plana. A veces la investigación de la naturaleza
se ha hundido hasta el fondo en una estratificación de priori-
dades. Tertuliano, otro antiguo padre de la Iglesia, comentó
que «le había venido muy bien a Tales de Mileto la humilla-
ción de haberse caído en un pozo mientras caminaba miran-
do las estrellas».
Fue fácil para Draper y White mofarse de los Padres de
la Iglesia por su ingenuidad en materias de filosofía natural,
olvidando que ellos tenían preocupaciones más elevadas,
y olvidando también que su ingenuidad reflejaba a menudo
la sabiduría pagana de su tiempo. Según Draper, nadie ha-
bía logrado situar más antagónicamente ciencia y religión
que san Agustín. Fue él quien convirtió la Biblia en árbi-
tra del conocimiento humano. Sin embargo, Draper olvidó
mencionar que, en su exégesis de la Escritura, Agustín no
había sido un literalista inflexible. De hecho, había adver-
tido específicamente contra la consideración literal de los
«días» del Génesis. Puesto que los huevos y las semillas
necesitan tiempo para desarrollarse, reflejando una «mara-
villosa constancia en un orden establecido», el relato de la
creación tenía que leerse con precaución. Inspirándose en el
concepto estoico de semilla, que aplicó incluso al origen de
Adán y Eva, tenía un sentido del orden natural que difícil-
mente podía considerarse hostil a la investigación ulterior.
Puede que mostrara indiferencia al decir que los cristianos
52 ciencia y religión

no tenían por qué avergonzarse de no saber nada sobre el


número y las propiedades de los elementos. Pero también
podía sentirse consternado porque los paganos oyeran decir
a los cristianos tonterías sobre la naturaleza.
Reducir la relación entre ciencia y religión a una relación
de conflicto puede ocultar también la posibilidad de que el
motivo de que los estudiosos de la naturaleza fueran per-
seguidos por las autoridades eclesiásticas fueran más bien
herejías teológicas que cuestiones de heterodoxia científica.
Se han introducido frecuentemente en el molde de «religión
versus ciencia» dos ejemplos: la muerte en la hoguera de
Miguel Servet (ca. 1511-1553) en la Ginebra protestante y la
de Giordano Bruno (1548-1600) por la Inquisición romana.
Servet es recordado por haber descrito la circulación menor,
pulmonar, de la sangre. Oponiéndose a la teoría de Galeno
de que la sangre pasaba directamente del ventrículo derecho
al izquierdo, propuso la función fundamental que realizaban
los pulmones, donde emergía un espíritu vital de la mezcla
de aire y sangre. Esta idea se expuso, sin embargo, en una
obra teológica dedicada al estudio de la relación entre «es-
píritu» y aire. Su objetivo era analizar la dispensación del
Espíritu de Dios a la humanidad. Ahora bien, él no fue que-
mado en 1533 tanto por su ataque contra Galeno como por
atacar a Calvino. Ginebra se encontraba aún, técnicamente,
en el Sacro Imperio Romano Germánico, donde el código
de Justiniano permitía quemar a quienes negaran el bautis-
mo de niños o la divinidad de Cristo. Servet había negado
ambos. Calvino mismo tenía claro que Servet debía ser eje-
cutado, pero no estaba realmente seguro de que quemarlo,
como recomendaba el Ayuntamiento, fuera el medio más
apropiado.
Defensor de la astronomía copernicana, de un universo
infinito y de una pluralidad de mundos, Bruno ha sido fre-
cuentemente considerado como el mártir científico arquetí-
1. interacción entre ciencia y religión: consideraciones preliminares 53

pico. Aunque su propuesta de una pluralidad de mundos sí


era considerada herética, resulta difícil creer que fuera ella
la que determinó su destino. Monje renegado, no ocultó su
cristología no ortodoxa. Se rumoreaba que había declarado
que Cristo era un bribón, todos los monjes unos asnos y las
doctrinas católicas totalmente estúpidas. Tras su hostilidad
se encontraba la convicción de que la Iglesia católica repre-
sentaba una corrupción de la religión primitiva y pura que
él asociaba con los egipcios. Bruno estaba familiarizado
con la colección de textos conocida como Corpus herme-
ticum, que por entonces se atribuía a un filósofo egipcio,
Hermes Trismegisto. Mientras que algunos veían en los
textos herméticos una anticipación del cristianismo, Bruno
veía una alternativa. En efecto, él esperaba que proporcio-
naran la base de una religión que pudiera unir a las partes
contendientes de la Iglesia. Su visión del mundo estaba te-
ñida de una filosofía mágica que casi llegó a convertirse
en su religión. Describía a Moisés como un mago que, ha-
biendo aprendido su magia de los egipcios, había deshe-
cho el poder de los magos del faraón. La verdadera cruz
para Bruno era la cruz egipcia –llena de poder mágico por
su conexión con la influencia astral–. La cruz cristiana era
una endeble derivación de ella. Las pruebas nos indican, sin
gran sorpresa, que a sus inquisidores les preocupaban más
su teología, las cuestiones de disciplina eclesiástica y sus
contactos con otros herejes conocidos que su defensa de la
teoría copernicana.
La dependencia de la tesis del conflicto de leyendas que,
examinadas más atentamente, resultan ser erróneas es un
defecto más generalizado que lo que podrían sugerir ejem-
plos aislados. Pensemos en el caso de Charles Lyell, que
enseñó Geología en el King’s College de Londres en 1832
y 1833. Nombrado para ocupar la cátedra de Geología en
abril de 1831, renunció a ella en octubre de 1833. Según la
54 ciencia y religión

opinión superficial, la brevedad en su puesto de enseñanza


se debía a la hostilidad de la autoridad anglicana, molesta
por la oposición de Lyell a la tesis de un diluvio universal
reciente. Sin embargo, el tema no era tan simple. Incluso
el obispo que había sido más reticente, Edward Copleston,
admitía que el progreso de la geología podía conciliarse
mediante un reajuste de la interpretación bíblica. Su prin-
cipal preocupación era de tipo pastoral, a saber, que Lyell
pudiera abusar de su posición de responsabilidad sacando
conclusiones de gran calado humano que no se deducían
estrictamente de su ciencia. Lyell renunció no por un con-
flicto inherente entre ciencia y religión, sino porque no
disfrutaba del prestigio ni de la remuneración que había
esperado obtener de su cargo. Sus lecciones habrían sido
más lucrativas de haber atraído a más mujeres. Pero fue
durante su actividad docente cuando el consejo del College
las excluyó. Con la perspectiva de unos ingresos inferio-
res, Lyell pensó que emplearía mejor sus energías termi-
nando sus Elementos de geología [Principles of geology].
Presentó su renuncia tanto porque cierto público iba a
ser excluido de la geología como porque las mujeres serían
excluidas de su alumnado.
Las mujeres sí estaban presentes cuando T. H. Huxley
y el obispo Wilberforce tuvieron su acalorada discusión en
Oxford en 1860. Una se desmayó, según algunas declara-
ciones, y tuvieron que sacarla de la sala –tan tremendo ha-
bía sido el espectáculo de un hombre de Dios derrotado
por un hombre de ciencia–. El obispo había preguntado a
Huxley si prefería sentirse descendiente de un mono por
parte de su abuelo o de su abuela, tocando de este modo el
nervio sensible del origen de la mujer. La réplica de Huxley
de que él preferiría tener como antepasado un mono que un
obispo –o unas palabras por el estilo– ha llegado a simboli-
zar no solo el conflicto entre el darwinismo y la Biblia, sino
1. interacción entre ciencia y religión: consideraciones preliminares 55

la victoria de la ciencia sobre la religión. «El Señor lo ha


entregado en mis manos» fue la frase que le vino a Huxley
a la mente cuando posteriormente rememoraba el inciden-
te. Pero lo hizo treinta y un años después, y la investiga-
ción reciente ha cuestionado si la anécdota no podría ser
una invención retrospectiva. Los relatos contemporáneos
no eran ciertamente unánimes a la hora de hablar de un
Huxley triunfador y de un obispo humillado. Huxley había
vuelto las tornas admirablemente, según sir Joseph Hooker,
pero no había sido capaz de hacer resonar su voz en una
asamblea tan grande. No había abordado los puntos débiles
del obispo ni, según Hooker, logró hacerse con el auditorio.
Henry Baker Tristram, un converso a la teoría darwiniana
que había aplicado el concepto de selección natural a las
alondras y los zorzales del desierto del Sahara, ¡llegó de
hecho a renunciar a esa conversión al presenciar este deba-
te! Una cuestión era innegable, a saber, si el no especialis-
ta tenía derecho alguno a ocuparse extensamente de temas
científicos. Pero esta fue la razón precisamente de que la
leyenda, una vez creada, llegara a formar parte del folclore
del profesionalismo científico.
A partir de los textos popularizados sobre la revolución
darwiniana, nadie sospecharía nunca que otro clérigo habla-
ra durante la reunión en Oxford de la British Association.
Frederick Temple, director de la Rugby School y futuro ar-
zobispo de Canterbury, predicó el sermón oficial del 1 de ju-
lio de 1860. Adoptando una línea más liberal que el obispo,
Temple sostenía que el dedo de Dios tenía que discernirse en
las leyes de la naturaleza, no en los límites del conocimiento
científico del momento. Tácitamente hacía espacio para la
ciencia darwiniana e incluso un observador decía que acep-
taba plenamente las ideas de Darwin. El problema es que
las anécdotas memorables pueden crear falsas perspectivas.
Wilberforce no era el único representante de la opinión de
56 ciencia y religión

la Iglesia anglicana, e incluso no era tan oscurantista como


a veces se ha supuesto. La recensión impresa que hizo de
El origen de las especies atrajo la atención de Darwin, que
comentó: «Selecciona con competencia todas las partes más
conjeturales y expone bien todas las dificultades».
La debilidad fundamental de la tesis del conflicto es su
tendencia a presentar ciencia y religión como fuerzas hi-
postasiadas, como entidades en sí mismas. Deberían verse
más bien como actividades sociales complejas que implican
expresiones diferentes de la preocupación humana y en las
que participan los mismos individuos. En sus formas tra-
dicionales, la tesis ha sido en gran medida desacreditada.
De hecho, constituye un blanco tan fácil que los estudiosos
que reaccionan contra ella han elaborado una visión revisa-
da que también se ha llevado al exceso. Si los conflictos del
pasado pueden removerse fácilmente, resulta tentador para
los apologistas religiosos dar un paso adelante y pintar un
cuadro más armónico. Después de todo, si las creencias re-
ligiosas suministraron premisas, sanciones y motivaciones a
la ciencia, pueden considerarse más favorablemente en una
sociedad, por otra parte, secularizada. Este argumento adop-
ta a veces la forma de un diagnóstico, según el cual gran
parte de la perplejidad de nuestra edad moderna se debe a
la separación de la ciencia de los valores religiosos que una
vez la modelaron. Así piensan los cristianos, tanto católicos
como protestantes, como también los estudiosos musulma-
nes al mirar retrospectivamente a la edad de oro en la que
los pensadores musulmanes estaban en la vanguardia de las
ciencias físicas. Este uso apologético de la historia revisio-
nista está, sin embargo, tan lleno de obstáculos que también
merece un análisis crítico.
1. interacción entre ciencia y religión: consideraciones preliminares 57

Armonía entre ciencia y religión

Los apologistas religiosos sostienen con frecuencia que


cuando se entienden correctamente ciencia y religión, ambas
pueden estar en perfecta armonía. Esta tesis implica que los
conflictos del pasado eran meramente resultado de malen-
tendidos. El análisis histórico muestra que al menos alguno
de los conflictos ha sido exagerado, por lo que puede usarse
a favor del argumento. El problema reside, sin embargo, en
que las afirmaciones de armonía inherente son vulnerables
al mismo tipo de objeción que las de conflicto inherente. La
idea de que existe una perspectiva correcta y atemporal con
respecto a la que pueden juzgarse las controversias históri-
cas puede resultar una guía insensible a los problemas tal y
como se percibieron en su momento.
Cuando la historia de la ciencia es secuestrada por finali-
dades apologistas resulta a menudo víctima del chovinismo
cultural. La concepción de que las creencias religiosas fue-
ron relevantes para el origen de la ciencia se transforma en la
pretensión más provinciana de que fue exclusivamente una
determinada religión, o tradición religiosa, la que lo hizo
posible. Así, nos encontramos con la afirmación de que un
gran número de cuáqueros (y otros disidentes) contribuyeron
significativamente a la ciencia física en los siglos XVIII y
XIX, y de que los judíos han sido fundamentales para el de-
sarrollo de las matemáticas, la física y la psiquiatría en el si-
glo  XX. Conviene que el historiador sospeche cuando las
afirmaciones de una relación especial se superponen a estas
supuestas correlaciones. Esto no implica negar que puedan
existir buenas razones por las que los miembros de minorías
religiosas anhelaran hacer carrera en el campo de las cien-
cias y destacaran en determinadas áreas. Pero estas razones
tienen poco que ver con las características intrínsecas de su
religión. En la Inglaterra del siglo XVIII, por ejemplo, las
58 ciencia y religión

ciencias prácticas pudieron resultar atractivas para algunos


disidentes porque a estos se les negaba el acceso a otras pro-
fesiones.
El chovinismo cultural puede tener efectos perniciosos
en la historiografía de la ciencia. Aun cuando no hayan
promovido ninguna causa religiosa, a los historiadores oc-
cidentales se les ha reprochado su miopía en su tratamiento
de la ciencia moderna como si fuera un fenómeno exclu-
sivamente occidental. Si se parte del prejuicio de que la
ciencia fue excepcionalmente producto de una cultura ju-
deocristiana, se pasan fácilmente por alto las importantes
contribuciones de los eruditos árabes. En los siglos previos
al renacimiento científico de Occidente, los estudiosos mu-
sulmanes hicieron mucho más que reproducir la herencia
de los griegos. En álgebra desarrollaron un concepto de
polinomios e innovaron una geometría algebraica que tra-
dicionalmente ha sido atribuida a Descartes. Se introdu-
jeron diferentes tipos de experimentación al debilitarse la
frontera tradicional entre la ciencia teórica y las artes prác-
ticas. Un fructífero matrimonio entre matemáticas y física
fue logrado por Alhacén (ca. 965-1040), para quien la óp-
tica se convirtió en un estudio de la geometría de la visión.
A comienzos del siglo XIV, Al Farisi estaba desarrollando
modelos experimentales –esferas de vidrio llenas de agua
para simular las gotas de lluvia– para analizar matemática-
mente el arcoíris. No sorprende que los eruditos musulma-
nes no vieran en la Europa del siglo XVI un renacimiento
científico, sino una reactivación.
Puesto que la historia de la ciencia ha llegado a estar
involucrada en las polémicas religiosas, es importante dar-
se cuenta de que el chovinismo no solo aparece entre las
religiones, sino dentro de ellas. Cuando se afirma que una
tradición condujo en lugar de otra a la innovación científi-
ca, a menudo detectamos una intención apologética. Uno
1. interacción entre ciencia y religión: consideraciones preliminares 59

de los más prolíficos escritores sobre la ciencia musulmana


ha insistido en que la mayoría, si no todas, de las contribu-
ciones pioneras de los eruditos árabes tienen que atribuir-
se a la tradición gnóstica chiita. En la comparación sale
perjudicada la teología rival de los musulmanes suníes, en
particular la de los asharitas. Análogamente, la tesis de los
historiadores occidentales de que el cristianismo protes-
tante fue más propicio para la expansión de la ciencia que
el catolicismo ha respondido con frecuencia a un propósito
oculto. El gran defecto de este tipo de obras es que está a
menudo estructurado por cuestiones como «¿quién descu-
brió primero tal hecho o el otro?, ¿quién se anticipó a este
o a otro concepto?». Aunque el mensaje de fondo es com-
pletamente distinto del de la tesis del conflicto de White y
Draper, encontramos la misma simplificación de la historia
entre héroes y villanos.
Los apologistas religiosos han caído también en la mis-
ma trampa que White y Draper al proyectar hacia atrás un
modelo –en este caso de armonía– que, aun cuando cohe-
rente con su propia religión reconstruida, puede no corres-
ponderse con las creencias religiosas del pasado. El peligro
consiste en imaginar una esencia del cristianismo, por ejem-
plo, que, puesto que puede mostrarse inmune a la crítica
científica actual, se supone que siempre ha existido y que,
por consiguiente, adecuadamente entendida, es siempre im-
permeable a la crítica. Los apologistas que desean subrayar
la armonía entre ciencia y religión pueden encubrir aquellos
aspectos del cristianismo tal y como era que lo diferencia-
ban del cristianismo tal y como ellos desean ahora que sea.
Puede que deseen afirmar que su religión no necesita ya un
universo geocéntrico, una ubicación física del cielo y del in-
fierno, un diablo personal o ni siquiera una intervención di-
vina en el mundo físico. El peligro es que pueden minimizar,
o incluso ignorar, la importancia que tenían tales creencias
60 ciencia y religión

para las sociedades cristianas del pasado. Por condescen-


dientes que puedan ser los apologistas contemporáneos con
las concepciones arcaicas de la intervención divina, es casi
imposible exagerar hasta qué punto la creencia en tal inter-
vención impregnó una vez las sociedades europeas, creando
imágenes populares de la interrupción de la naturaleza que
difícilmente podían estar en sintonía con una ciencia crítica
de la naturaleza.
Los apologistas que desean sacar el máximo provecho
de una historia revisionista de la ciencia destacan siste-
máticamente la orientación profundamente religiosa de
numerosos científicos prestigiosos. Si bien es verdad que
muchos de los grandes nombres del pasado fueron más
bien teístas que ateos, su orientación era a menudo hete-
rodoxa según las normas de su época. La idiosincrasia ha
sido al menos tan común como la conformidad. La origi-
nalidad de una mente crítica, que se expresa en una cien-
cia creativa y a veces idiosincrática, se ha manifestado a
menudo en una desviación teológica. El químico y mi-
nistro unitario Joseph Priestley (1733-1804) tenía muchas
ganas de eliminar los espíritus del cristianismo como ya lo
había hecho en la química. Una mente usada para cuestio-
nar hipótesis científicas puede experimentar malestar con
elementos polémicos de un credo tradicional –antes que
Priestley, Newton rechazó la doctrina de la Trinidad como
una corrupción platónica de un cristianismo bíblico–. Uno
de los puntos que emergerá en los capítulos finales será
el de eminentes científicos que raramente han sido repre-
sentantes típicos de las tradiciones religiosas en las que
fueron educados.
Los apologistas tienen un problema incluso donde las
expresiones de la creencia religiosa suenan a ortodoxia.
Pues el cínico dirá siempre que los científicos del pasado
simplemente fingieron creer para escapar a la persecución.
1. interacción entre ciencia y religión: consideraciones preliminares 61

Como regla general, esta objeción cínica es demasiado


burda, sobre todo porque se apoya en un presupuesto falso,
a saber, que es imposible que las declaraciones teológicas
sean a la vez conciliadoras y genuinas. No obstante, estas
declaraciones sí eran a veces apaciguadoras y la presión
social hacia la conformidad podía ser fuerte. En fecha tan
tardía como 1865, el botánico J. D. Hooker escribió una
esclarecedora carta a Darwin en la que se quejaba de la
posición adoptada por su contemporáneo Alfred Russel
Wallace, que se sorprendía de que los científicos tuvieran
tanto miedo a decir lo que pensaban. «Si él tuviera unos
familiares tan amables y buenos como los tengo yo», escri-
bía Hooker, «que se afligirían y sufrirían al oír lo que pien-
so, y si tuviera hijos que se vieran puestos en situaciones
difíciles con gran perjuicio para las mentes de los niños…,
no se sorprendería tanto».
La cuestión no se resuelve descartando las declaracio-
nes teológicas de los científicos, sino, más bien, conside-
rándolas como intentos de mediación. Lo que puede pare-
cer una clara afirmación de armonía entre cristianismo y
ciencia puede resultar haber sido un contraargumento en
un diálogo entre posiciones religiosas nuevas y arraigadas.
El apologista que extrae la afirmación para sus propios
fines puede ignorar la dinámica del diálogo. En los escri-
tos de Galileo, por ejemplo, encontraría una clara afirma-
ción de la compatibilidad entre la astronomía copernicana
y el cristianismo católico. En su Carta a la gran duquesa
Cristina (1615), Galileo sostenía que el lenguaje de la Bi-
blia había sido acomodado a las mentes de los analfabe-
tos, con la consecuencia de que los textos que superficial-
mente implicaban una Tierra inmóvil y un Sol móvil no
debían tratarse como descripciones literalmente científi-
cas. Debajo de la superficie, la Escritura tenía significados
más profundos a los que podía dar acceso el conocimiento
62 ciencia y religión

de la naturaleza. Había espacio tanto para la ciencia como


para la religión, puesto que la Biblia enseñaba cómo se va
al cielo, no cómo va el cielo. Su autoridad recaía princi-
palmente en cuestiones morales y espirituales. Pero esta
afirmación tiene que analizarse en su contexto. Cuando
Galileo escribió su carta, estaba ya a la defensiva. Había
rumores de que la nueva astronomía era incompatible con
la Escritura, y él ya había sido denunciado desde el púlpi-
to. Las afirmaciones sobre la armonía, como sobre el con-
flicto, tienen que ubicarse en su contexto. Pueden definir
posiciones que se han repetido a menudo, pero no se les
puede dar un carácter atemporal.
El caso Galileo ilustra otra dificultad para el uso apolo-
gético de la historia. Al criticar la tesis del conflicto hemos
notado que puede trazarse un erróneo bosquejo de oposición
a la ciencia si la muestra se limita a los extremistas religio-
sos. Todo depende de dónde tracemos el círculo. Pero es
posible que lo estrechemos tanto en torno a unos cuantos to-
lerantes que el cuadro se distorsione en la dirección opues-
ta. Ciertamente, existía una opinión tolerante dentro de la
jerarquía católica en tiempos del juicio de Galileo, pero el
juicio no se evitó. El problema es que no se trata solamen-
te de trazar círculos en torno a pensadores cuya posición
quizá aprobemos. Para comprender los acontecimientos en
cuestión es necesario también tener en cuenta en qué manos
estaba concentrado el poder político. No siempre los más
tolerantes se salen con la suya. Galileo luchaba contra una
burocracia religiosa que, mediante un sofisticado mecanis-
mo de censura, deseaba controlar los límites de la opinión
legítima. Como veremos en el capítulo 3, la amenaza de las
Iglesias protestantes formaba parte integrante del complejo
político.
El uso de la historia para identificar un punto de vista
privilegiado desde el que podrían estar siempre en armo-
1. interacción entre ciencia y religión: consideraciones preliminares 63

nía ciencia y religión resulta problemático por otra ra-


zón. La diversificación de las ciencias y de los cambios
teóricos en ellas hace extremadamente difícil localizar
un único conjunto de principios mediante los que pueda
garantizarse la armonía. Entre los científicos físicos del
siglo  XVII  se logró al subrayar la armonía del universo
mismo –una armonía concebida en relación con Dios, ex-
presable en términos matemáticos, que, como Copérnico
había declarado, el astrónomo tiene el deber de demos-
trar–. En el siglo XIX, sin embargo, especialmente en las
ciencias de la vida, la metafísica que había sido la base de
la obra de Copérnico, Kepler y Newton se había converti-
do en un obstáculo. La idea de que los organismos vivos
habían sido estructurados según un plan divino, transpa-
rente a la mente humana, estaba aún presente en la obra de
eminentes naturalistas. Era defendida por Richard Owen
en Gran Bretaña y por Louis Agassiz, profesor de Har-
vard, en Norteamérica. Aunque no era incompatible con
el hecho de que hubieran surgido nuevas especies durante
la larga historia de la Tierra, sí lo era con la teoría de la
evolución tal y como era concebida por Darwin. Agassiz
expresó su tristeza de que la teoría de Darwin hubiera
ganado tan rápidamente el aplauso, mientras que Darwin
no encontraría en el idealismo de Agassiz nada más que
«ruidos vacíos». La metafísica que subrayaba la invarian-
cia de las ideas divinas creaba desarmonía donde una vez
había creado armonía.
La fuerte afirmación de que solo una tradición religio-
sa  era exclusivamente favorable para la ciencia presenta
también sus dificultades. El problema se encuentra en que
si bien ciertas doctrinas pueden haber permitido la inves-
tigación científica, otras, dentro de la misma tradición, pu-
dieron reprimirla. Esta ambivalencia existió ciertamente
en la teología cristiana del siglo  XVII. Aunque una doc-
Figura 1.7. Grabado de la portada de Harmonie Vniver-
selle [Armonía universal] (1636-1637), de Marin Mersen-
ne. La correlación, atribuida a Pitágoras, entre la longitud
de la cuerda y el tono tipificaba una íntima relación entre
la armonía musical y la representación matemática de los
datos físicos. Reducir a la mitad la longitud de la cuerda,
por ejemplo, era elevar el tono exactamente en una octava.
En el siglo XVII, Mersenne emprendió una investigación
experimental sistemática, mostrando que el tono dependía
de la frecuencia de la vibración, que, a su vez, estaba deter-
minada por la extensión, la tensión y el grosor de la cuerda.
Los conceptos de una armonía universal podían apoyarse
en la base de unas relaciones verificables entre movimiento
regular y sonidos agradables. Reproducción por cortesía de
The Bodleian Library, Oxford; signatura M. 3. 16. Art.
1. interacción entre ciencia y religión: consideraciones preliminares 65

Figura 1.8. Ilustración de la página 207 de Harmonices mundi [La armonía


del mundo] (1619), de Johannes Kepler. En la interpretación que hizo
Kepler del sistema solar, cada planeta tenía su propia línea melódica con
una velocidad cambiante que aumentaba al aproximarse al Sol. Cuanto
menor fuera la variación en velocidad, más monótono sería el tema. Kepler
llegó incluso a conjeturar que, proyectando hacia atrás las posiciones
orbitales del momento, podría ser posible determinar la edad de la Tierra
–con el supuesto de que el sonido más armónico se habría correspondido
con la creación original–. Reproducción con permiso de los síndicos de la
Cambridge University Library.

trina de la creación podía permitir la búsqueda del orden


por detrás del flujo de los fenómenos naturales, la doctrina
de la caída de Adán se usaba a veces para reprimirla. Los
temores eran expresados por los teólogos puritanos: con el
ansia por conocer la naturaleza se corría el riesgo de elevar
la razón a expensas de la fe. Y si la razón había sido dañada
por la caída, ¿qué garantía existía de que alguien pudiera
llegar a tener los mismos pensamientos de Dios? Todo de-
pendía de cómo se formularan estas doctrinas. Como he-
mos visto antes, Francis Bacon fue capaz de convertir la
doctrina de la caída en una ventaja: la ciencia ayudaría a
restaurar el dominio sobre la naturaleza que la humanidad
perdió por el pecado de Adán. Al evaluar si una doctrina
particular podría haber alentado la investigación científica,
66 ciencia y religión

debemos tener en cuenta esta ambivalencia. Incluso la afir-


mación de que el orden natural reflejaba la contingencia
de una voluntad divina podía impulsar en dos direcciones.
Podía usarse, como en el caso de Bacon y Mersenne, para
justificar un enfoque sobre la naturaleza más empírico que
racionalista. Pero podía también usarse para rechazar las
afirmaciones, incluidas las de los empiristas, de que se sa-
bía cómo funciona la naturaleza. Pues si Dios podría haber
hecho la obra del mundo de diversas maneras, ¿no sería
siempre presuntuoso pretender que solo una le había for-
zado realmente a llevarla a cabo? Era una objeción con la
que Galileo tuvo que enfrentarse.
En las historias revisionistas elaboradas con fines apo-
logéticos, no se niega, en general, que se produjeran con-
flictos en el pasado. Pero a menudo se dice que eran re-
sultado de circunstancias sociales y políticas particulares.
Una vez eliminadas del cuadro estas contingencias, no
se mantiene, o casi, ningún conflicto realmente esencial.
Ahora bien, no puede negarse que las controversias del
pasado estaban enraizadas en las circunstancias propias
de la época en las que se produjeron. Pero afirmar que el
conflicto se debía más a cuestiones políticas que intelec-
tuales implica introducir una antítesis falsa. El hecho es
que las ideas sobre la relación entre ciencia y religión han
sido siempre armas arrojadizas en estas confrontaciones
políticas. Explicar las polaridades intelectuales por refe-
rencia a las contingencias históricas no constituye necesa-
riamente una justificación.
El debate sobre los orígenes humanos en la Gran Bretaña
del siglo XIX nos proporciona un buen ejemplo. Los histo-
riadores han señalado correctamente que para comprender
el tipo de diálogo que tuvo lugar entre Huxley y Wilberforce
es importante reconocer que estaba produciéndose una gran
transformación social en la que el clero estaba perdiendo
1. interacción entre ciencia y religión: consideraciones preliminares 67

su dominio de la vida intelectual de la nación. Un síntoma


de esta situación era su implicación cada vez más marginal
en la actividad científica –tendencia reforzada por la crea-
ción de elites profesionales en el seno del movimiento cien-
tífico–. Cuando a principios de la década de 1830 se fundó
la British Association for the Advancement of Science, los
clérigos constituían un treinta por ciento de sus miembros.
En el período entre 1831 y 1865 no menos de cuarenta y un
clérigos anglicanos habían presidido sus varias secciones.
Entre 1866 y 1900 el número se redujo a tres. Durante este
último período, la función de las ciencias en la sociedad bri-
tánica fue percibiéndose cada vez más como un factor de
prosperidad nacional, fuerza económica y seguridad militar.
Grandes escritores científicos, como Huxley y Francis Gal-
ton, primo de Darwin, resaltaban aún la utilidad moral de su
trabajo, pero los argumentos tradicionales con respecto a su
utilidad religiosa estaban agotándose.
Sería desacertado interpretar el diálogo entre Wilberforce
y Huxley sin tener en cuenta esta transformación social.
Huxley tenía toda la razón al vapulear a un obispo, en co-
herencia con su deseo de promover el estatus del científico
profesional y excluir la interferencia clerical. Pero del hecho
de que hubiera razones sociales y políticas para la agresión
de Huxley no se sigue que no existieran cuestiones intelec-
tuales de peso. Decir que la lucha no era entre ciencia y
religión, sino por el liderazgo cultural, puede llevar a expul-
sar el conflicto por la puerta delantera, pero regresará por la
trasera. Anteriormente, en este capítulo, hemos dado las ra-
zones por las que debería cuestionarse el mito que ha rodea-
do a este suceso. En palabras de un historiador, la leyenda
era una efusión sesgada de la parte vencedora. Pero, en esta
afirmación, el hecho de que hubiera partes se ha introducido
subrepticiamente por la puerta de atrás. Y los apologistas
que deseen hacer de Huxley el agresor deberían saber que
68 ciencia y religión

un observador, el zoólogo Alfred Newton, informó clara-


mente de que fue Huxley el primero a quien le había tomado
el pelo el obispo.
La finalidad de este capítulo ha sido establecer tres pro-
posiciones, a saber, que las creencias religiosas han im-
pregnado la discusión científica en numerosos niveles; que
reducir la relación entre ciencia y religión a una relación
de conflicto es, por consiguiente, inadecuado; pero que ela-
borar una historia revisionista con fines apologéticos sería
igual de problemático. Realzar la posición de una religión
determinada o de una tradición religiosa haciendo de ella
la madre de la ciencia es una visión miope al menos en dos
aspectos. Podría obviar el hecho de que la ciencia puede
convertirse en una descendencia muy rebelde, y, como es-
trategia apologética, podría fácilmente fracasar si la ciencia
(como algunos piensan ha ocurrido) se devaluara en la opi-
nión pública por su asociación con la contaminación y las
tecnologías explotadoras.
Gran parte de lo que se ha escrito sobre ciencia y religión
ha sido estructurado por una obsesión por el conflicto o por
la armonía. Es necesario superar estos límites si queremos
apreciar la interacción con toda su riqueza y fascinación. En
el siguiente capítulo analizaremos más de cerca esta interac-
ción durante el período en el que se pusieron los fundamen-
tos de la ciencia moderna.

También podría gustarte