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Jesús tenía un amigo

Juan 11.1-44 NVI

Jesús tenía un amigo, uno que no lo seguía como los demás doce que siempre estaban con
él; uno que estaba quizás más lejos de sus trajines diarios, pero cerca del corazón; uno que
lo recibía en casa y preparaba junto con sus hermanas un ambiente de reposo, de amistad y
compañía. Jesús tenía unos amigos con quienes disfrutar de una buena tarde en Betania
sintiéndose a gusto, amado y acogido, donde quizás podía colgar su túnica, recostar la
cabeza, y comer comida casera de las manos de Marta. Jesús tenía esta familia amiga donde
era reconocido, creído y aceptado. Donde podía enseñar y ser entendido, donde le querían y
por tanto querían conocerle. La amistad con Jesús no era en búsqueda de un beneficio
unilateral de los hermanos, no solamente por las cosas que podía hacer debido a su poder.
Era una amistad genuina, verdadera, de mutua comprensión y compañía.

Jesús tenía un amigo, uno con quien compartió momentos de alegría y frustración, uno que
había escuchado y le había creído cada palabra que salía de su boca, uno que ahora le
notificaban que estaba enfermo. La noticia de la enfermedad de su amigo seguramente fue
desagradable, pero no de sorpresa. Jesús entendió inmediatamente lo que ocurría con su
amigo. El Padre había preparado este momento y él lo comprendió al momento de recibir el
recado: “Esta enfermedad no terminará en la muerte”, porque ¿qué es lo más temido de
una enfermedad de otro tan querido para uno? Que sea mortal e invite a la muerte a hacer
su obra cotidiana, aunque infinitamente evitada por todo ser humano, puede invitar a la
separación, a la pérdida de aquél a quien uno tanto quiere.

Jesús tenía un amigo, de quien declara que su padecer tenía propósitos claros para él, pero
desconocidos para su amigo. “Esta muerte tiene como fin manifestar la gloria de Dios”.
Tales palabras fueron dichas con sentimientos totalmente encontrados. Fueron dichas no
solamente para sus otros amigos discípulos que estaban con él, sino que también para sí
mismo. ¿Por qué Jesús declara esto también para su propio recordar? Porque quien estaba
enfermo era su amigo Lázaro de Betania, por tanto el más afectado de todos con la noticia
era él mismo que le conocía tan profundamente y amaba entrañablemente, afectado porque
a pesar de su entender previo de la causa de lo que acontecía, éste era su amigo. Saber las
razones de las degracias no necesariamente lo alejan a uno del afectar de propio de las
situaciones; incluso puede ser el opuesto, debido a que se entendían las razones de Dios
sobre la enfermedad de Lázaro, precisamente por ese conocimiento se le demandaba algo
inaudito en sus relaciones con las personas en necesidad de él: a su amigo Lázaro había que
dejarle morir.

Jesús tenía un amigo, y le tuvo que abandonar. Tuvo que dejar al amigo cuando más le
necesitaba por la gloria y la voluntad de Dios. Dejarle en su lecho de muerte sabiendo que
era posible ir y sanarle, pues ¿quién sino Jesús mismo sabía del poder que podía desplegar
por otros? Hemos sido testigos lectores de miles de milagros, vasto número de sanaciones,
otro tanto más de liberaciones, y sobre todo, subrayo, que hubo miles de saciados y
alimetados que nunca más volvieron su rostro a él, ni mucho menos creyeron a sus palabras
a pesar de haberles provisto y ayudado. A diferencia de ellos, éste era su amigo y estaba en
necesidad solictándole, siendo la respuesta en el minuto: hacer nada por él. Nada. Jesús
incluso se quedó más días en Betábara probablemente viviendo esa agonía de abandonar a
su amigo. El relato cuenta que esto fue con razón y pleno conocimiento de causa, pues se
menciona que a pesar de que él sabía no se movió de allí, y se recalca que además Betania
estaba relativamente cerca de Betábara. Jesús se sabía cerca geográficamente de aquel que
le estaba solicitando, y para colmo, se sabía cerca del corazón de él.

Jesús tenía un amigo, y Dios mostraría quién es a través de él, aunque eso significara
dolerse.
“Volvamos a Judea” dijo Jesús, cuando se cumplió el tiempo, a sus discípulos, “nuestro
amigo Lázaro duerme, pero voy a despertarlo”, les aclara sus motivos para cruzar el Jordán
nuevamente. Los discípulos lo veían peligroso y que no valía la pena ir si solo dormía, ¿qué
hacía necesario para Jesús ir allá si Lázaro puede despertar solo? Su amigo duerme y
necesita que lo despierten, sólo él podía despertarlo, y hacer esto era la voluntad de Dios; es
decir, no era sanarle, no era evitar el sufrir de la enfermedad, no era evitarle de la muerte
misma inclusive, era despertarle. Jesús les aclara la urgencia de ir: “Lázaro ha muerto, y
por causa de ustedes me alegro de no haber estado allí, para que crean. Pero vamos a
verlo”. Esa urgencia era para ellos. De la pena de no haber respondido a la solicitud de su
amigo se respondería a otras, de la pena de abandonarle habrá vida para otros en el creer de
éstos. La pena pero alegre de Jesús está puesta no en una respuesta inmediata sino mediata,
en una pena alegre que traería vida a otros amigos suyos, una pena alegre llena de fe en el
Padre.

Jesús tenía un amigo que tenía hermanas, las cuales también eran sus amigas. Marta, como
siempre compuesta, enérgica y práctica lo recibe y le dice lo que él ya entendía: “Si
hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Se vislumbra un asentimiento de la
cabeza de Jesús en señal de “sí, lo sé”, pues ambos entendían que la sola presencia de él ahí
hubiese hecho que la enfermedad de Lázaro no fuese mortal, es decir, la primera y la única
solución posible a la enfermedad de su amigo era él mismo presente ahí. Tal frase de su
amiga que le declaran fe en sus obras, también pone de relieve una situación temporal no
menor. Si él hubiese estado todo este dolor de su amiga sería otra cosa, sería alegría pura
sin un mísero dejo de pena o tristeza, sin que nada de esto hubiese pasado, ni dolores, ni
llantos, ni funerales, ni ungüentos, ni vendas. Nada. Marta interviene otra vez: “Sé que
Dios te dará lo que le pidas, aún ahora”. Aún ahora, aunque es un ahora tarde, un ahora no
ahora, un ahora con sabor a pasado irrevocable. Si Jesús hubiese estado ahí antes, la
posibilidad del ahora de Dios no sería. “Lázaro resucitará”. ¡Lázaro volverá a la vida,
ahora!, ¡Marta lo acabas de decifrar! Aunque digas después que sí crees y que sí sabías que
tu hermano resucitaría según las promesas que te enseñaron en la sinagoga, entendiste otra
cosa cuando Jesús te dijo “Yo soy la resurreción y la vida”, ¡Marta lo supiste!, Jesús es el
ahora que hará que Lázaro resucite, pues él es quien lo hará ahora, y aunque no entiendas
cómo es que se superponen ese hará ahora en tu amigo Jesús.

Jesús tenía un amigo, y le iba a resucitar, aunque su hermana no entendía. Marta sabía
muchas cosas, pero no entendía qué significaba que su amigo fuese el Cristo, y que por eso
su hermano resucitaría ahora. Jesús venía a despertar a su amigo en respuesta a su solicitud.
Jesús venía en ese ahora que le corresponde a él, y que tiene que ver con la voluntad y la
gloria de Dios, porque en el antes no hay lugar para la experiencia de Jesús y para la
creencia de los otros muchos. Esa la razón, esa era la causa y la misión que movía ahora al
Hijo de Dios.

Jesús tenía un amigo, y le iba a resucitar, pero su otra hermana vino donde él totalmente
desecha en lágrimas. María que también era su amiga, que la conocía muy bien en la
intensidad de su corazón, en las demostraciones públicas de su amor, en las preguntas en
primera fila sobre su persona y sus pensamientos, en su incontenible voluntad de conocer
quién era él. María no pudo más consigo misma y la pérdida de su hermano. Se encuentra
con Jesús desarmada completamente, y sin ánimos de contenerse, repitiendo las mismas
palabras de su hermana, “si hubieras estado aquí…” Algunas personas que la vieron salir
corriendo totalmente turbada y desconsolada, lloraban también con ella en ese mismo
reclamo a Jesús y sus tiempos tan extraños e incomprensibles. ¿Dónde estabas Jesús, si esta
vez se trataba de Lázaro tu amigo amado?, ¿es que acaso todos importan menos él?, ¿te era
tan difícil venir? María no dijo nada más. A diferencia de su hermana, ella no tuvo fuerzas
de decir algo más y se entregó al llanto por su hemano, sintiendo quizás al mismo tiempo
una total incomprensión del actuar de Jesús con su familia. ¿Nuestro amigo nos olvidó o es
que nunca supo del recado?

Jesús tenía un amigo, y naturalmente preguntó dónde estaba, y le fue a ver. Jesús se
desploma y se entrega a la pena al verle defintivamente sepultado en una tumba. Jesús llora
porque su amigo ha muerto y ya no está. Y esto no solo por empatía con su amiga o con los
amigos de su amiga, o solo por acompañar a Marta y María en su sufrir, o por hacer un
esfuerzo identificatorio con la humanidad sufriente de la muerte.

Jesús tenía un amigo que perdió y lloró perderle. La pena de Jesús era desde antes o quizá
desde siempre. Jesús llora la pérdida, Jesús llora el abandono, Jesús llora su propio duelo.
Jesús es Dios llorando por haber perdido al objeto de su amor aquel día en el Edén cuando
le abandonamos para no volver. Jesús experimenta en la máxima expresión de encarnación
la separación de su querido amigo a quien no le respondió para librarle, sino para
abandonarle y ahora despertarle. Jesús es Dios llorando en lo humano la pérdida. Lo que
días después ocurriría otra vez con pena de Dios, hoy ocurre con pena humana.
Jesús llora al abandonarse y ante la pérdida. Dios llora al abandonarse y ante la pérdida.

Jesús tenía un amigo a quien tuvo que dejar morir. Jesús tenía un amigo a quien iba a
resucitar. Este milagro no era con alguien desconocido, con alguien lejano, con alguien
cuyo rostro no le era familiar y muy amado, este milagro era con Lázaro de Betania, que
incluso dos mil años después le sabemos el nombre. Este milagro cobra un valor mayor
debido a que precisamente era el amigo entrañable y cercano de Jesús, por medio de quien
se efectuaría el comunicar de Dios no solamente para él, sino que, para todo espectador del
milagro, sea este ocular o no. “Quiten la piedra”, ordena Jesús a quienes podían hacerlo,
cuando Marta se le opone. “¿No te dije que si crees verás la gloria de Dios?”, insiste una
vez más para Marta y para todos, diciendo que para ver algo inmediato de Dios se debe
creer en la posibilidad de eso.

Jesús tenía un amigo, y el Padre lo sabía muy bien. “Padre te doy gracias porque me has
escuchado”. Jesús clama al Padre por su amigo muerto, por su amigo ahora lejos de él pues
un abismo de separación mortal había entre ellos que le hacía entrar en una pena como la de
los hombres. Esta pena de la separación que imposibilita la cercanía de la relación cara a
cara. En esa pena el Hijo de Dios, que es la Resurrección misma, despierta a su amigo
Lázaro quien escucha entre sus sueños de muerte el poderoso, irrevocable e implaclabe
“¡sal fuera!” de vida. Lázaro responde a la solicitud de su amigo desde la ultratumba
porque él estaba ahí ahora respondiendo a su solicitud primera. Lázaro resucita y sus
amigos fueron testigos del milagro aún mayor que otros hecho sobre él, creyendo ellos
ahora en las palabras de Jesús; por la traída a la vida de su amigo ellos ahora también
fueron vivificados.

Lázaro tenía un amigo, un amigo muy especial, que no solamente consoló las lágrimas de
dolor, ni acogió meramente su sufrimiento, y ni curó como a otros de su enfermedad.
Lázaro tenía un amigo que le dio vida nuevamente, que le hizo nuevo a costa de sí mismo y
sus propia pena. Lázaro tenía un amigo capaz de abadonarse a sí mismo al abandonarlo por
amor a él, al Padre y a otros. Lázaro tenía un amigo que era la Resurrección misma, pero
que le llora con pena de Dios.

Lázaro tenía a Jesús el Hijo de Dios como su amigo para toda la eternidad.

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