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Todo hombre, en su vida, sigue un camino u otro.

Todo hombre busca, en su vida, encontrar la verdad.


Y todo hombre desea, en fin, que su vida no termine para siempre.
A esos tres profundos anhelos del hombre da Jesús, en el evangelio de hoy,
la respuesta bien cumplida, porque Él mismo
es el Camino, la Verdad y la Vida.
En él, y en vivir la vida como él la vivió, está la respuesta
a los interrogantes y las búsquedas del hombre.
El Camino a seguir, La Verdad a defender, la Vida que no se pierde,
están al alcance de nuestra mano. Elegirlos o rechazarlos es cosa nuestra.
En el pueblo judío de origen semi-nómade, el tema del camino se emplea para designar la ley
de Moisés como cauce y dirección que el hombre ha de conocer y aceptar
si quiere llegar a la felicidad que anhela.

Jesús no es sólo un nuevo Moisés que guía a su pueblo a través del desierto por rutas que otros
hayan trazado. Jesús afirma que él en persona es el camino verdadero y viviente
que sustituye a la ley mosaica.
Para el cristiano, será la persona misma de Jesús por medio de su Espíritu,
quien sirva de cauce buscando a su actuar diario, porque él es el camino
que conduce al Padre en la medida en que él mismo es la verdad y la vida.
Está bien marcado el sentido último de nuestra misión cristiana:
vivir como Jesús ha vivido y tener su misma manera de pensar en el mundo de hoy
porque su Palabra salva al hombre en todos los tiempos y épocas por venir.
Jesús ha venido al mundo, el Verbo que preexiste al mundo (“Yo soy”) se hace Hombre,
para que viéramos en él al Padre y para darnos esa Vida Espiritual que es Eterna.
Jesús nos da la Vida porque nos da gratuitamente a Dios.
Él mismo es el don, la Salvación, la Vida, la Verdad que salva.
Al subir Jesús donde el Padre, nos abre el camino a nuestra Casa, la cual se sitúa en Dios.
El cristiano tiene un lugar, una mansión, en el reino de Dios estando en comunión con todos:
estará con Cristo para siempre, y el mismo Señor saldrá a su encuentro ( 1 Tes 4, 16-17).
El único mediador para ir al Reino del Padre, es el propio Jesús, camino de comunión con Dios.
Este reino, se inicia en esta vida porque Jesús puede hacer que el hombre sea feliz ya desde ahora
viviendo en su amor y tiene su plenitud en la gloria final donde le veremos cara a cara.
Cristo está en el Padre y el Padre en él y hacen su morada en nosotros.
La presencia de Dios en nosotros se debe a otra persona que es el Espíritu Santo.
Por eso llamamos vida espiritual a todo lo que se refiere a nuestras relaciones con Dios.
Esta vida abarca tres actitudes:
1- Guardar las Palabras de Jesús:
Meditarlas, ponerlas en práctica y dejar que echen raíces en nuestra alma.
2- Luego, instruidos por el Espíritu de lo que debemos pedir, en Nombre de Cristo,
pedimos con toda confianza aquellas cosas que él mismo desea para nuestra santificación.
3- Al final, poner en práctica lo aprendido que si perseveramos a pesar de las caídas,
podremos caminar cada vez más seguros y confiados sabiendo distinguir las huellas de Cristo
de las que no lo son.
Hoy el hombre cristiano camina en Jesús hacia Dios, guiado por el Espíritu Santo,
por las obras de la Iglesia. En la Eucaristía escuchamos siempre su voz.
Hacemos caso de su Palabra. Nos alimentamos con su Cuerpo y Sangre.
En Jesús nos acercamos cada vez más a la identidad de nuestro Creador.
Cuanto más nos alejamos de Él, más se desfigura nuestra identidad.
Jesús es el único que nos asegura, un final verdaderamente feliz porque es la única vida digna
de ser vivida, frente a la muerte y autodestrucción que experimenta el ser humano.
Que en la peregrinación de esta vida, Tú seas, Señor, nuestro Camino,
para que siguiendo tus pasos, pasemos por Tu Pascua,
que nos lleva a la gloria del Padre. Amén.
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