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Créditos
Moderadora de Traducción
Candy27

Traducción
3lik@ Mary Rhysand
Aelinfirebreathing NaomiiMora
Anamiletg Rimed
Candy27 Rose_Poison1324
CarolSoler Taywong
Grisy Taty Vale
Jexa Niehaus Vanemm08
Liliana Wan_TT18
Mais Yiany
Manati5b YoshiB
Mer

Recopilación y Revisión
Mais

Diseño
Nohe48
Índice
Sinopsis Capítulo 16

Dedicatoria Capítulo 17

Mapa Capítulo 18

Glosario Capítulo 19

Capítulo 1 Capítulo 20

Capítulo 2 Capítulo 21

Capítulo 3 Capítulo 22

Capítulo 4 Capítulo 23

Capítulo 5 Capítulo 24

Capítulo 6 Capítulo 25

Capítulo 7 Capítulo 26

Capítulo 8 Capítulo 27

Capítulo 9 Capítulo 28

Capítulo 10 Capítulo 29

Capítulo 11 Capítulo 30

Capítulo 12 Epílogo

Capítulo 13 Agradecimientos de la autora

Capítulo 14 Próximamente

Capítulo 15
Sinopsis
Nahri nunca ha creído en la magia. Ciertamente, tiene poder, en
las calles del Cairo del siglo 18, es una estafadora con un talento sin
igual. Pero sabe mejor que nadie que lo que comercia para salir
adelante —lecturas de palmas, zaar, curaciones— son todos trucos,
juegos de manos, habilidades aprendidas; un medio para el fin
encantador de estafar a los nobles otomanos.

Pero cuando Nahri accidentalmente convoca a su lado a un


guerrero djinn igualmente astuto y misterioso durante una de sus
estafas, se ve obligada a aceptar que el mundo mágico que creía que
existía solo en las historias de su infancia, es real. Porque el guerrero le
narra un nuevo cuento: a través de las arenas cálidas y azotadas por el
viento, repletas de criaturas de fuego y ríos donde duermen los míticos
marid, pasadas las ruinas de la una vez magnifica metrópolis humana,
y montañas donde los halcones circundantes no son lo que parecen, se
encuentra Daevabad, la legendaria ciudad de bronce, una ciudad a la
que Nahri está ligada de manera irrevocable.

En esa ciudad, detrás de las paredes de bronce dorado atadas con


encantamientos, detrás de las seis puertas de las seis tribus djinn, los
viejos resentimientos están latentes. Y cuando Nahri decide entrar en
este mundo, aprende que el verdadero poder es feroz y brutal. Que la
magia no pude protegerla de la peligrosa red de política de la corte. Que
incluso los planes más inteligentes pueden tener consecuencias
mortales.

Después de todo, hay una razón cuando dicen ten cuidado con lo
que deseas…

The City of Brass (The Daevabad #1) – S.A. Chakraborty


Para Alia, la luz de mi vida
Mapa
Glosario

Seres de Fuego
Daeva: El término antiguo para todos los elementos de fuego
antes de la rebelión djinn, también es el nombre de la tribu que reside
en Daevastana, de donde son tanto Dara y Nahri. Una vez fueron
cambia forma que vivieron durante milenios, y tuvieron sus habilidades
mágicas bruscamente refrenadas por el Profeta Solimán como un
castigo por herir a la humanidad.

Djinn: Nombre humano para “daeva”. Después de la rebelión de


Zaydi al Qahtani, todos sus seguidores, y eventualmente todos los
daeva, comenzaron a usar este término para su raza.

Ifrit: Los daeva originales que desafiaron a Solimán y fueron


destronados de sus habilidades. Enemigos mortales de la familia Nahid,
los ifrit se vengan a sí mismos al esclavizar a otros djinn para ocasionar
caos entre la humanidad.

Simurgh: Aves de fuego con escamas que los djinn aman


perseguir.

Zahhak: Una bestia enorme y voladora de fuego parecida a un


lagarto.
Seres de Agua
Marid: Elementos de agua extremadamente poderosos. Casi
míticos para los djinn, los marid no han sido vistos en siglos, aunque se
rumorea que el lago rodeando Daevabad fue un vez suyo.

Seres de Aire
Peri: Elementos de aire. Más poderosos que los djinn, y más
secretos, los peri se mantienen resolutamente entre ellos.

Rukh: Enormes aves de fuego depredadores que los peri pueden


usar para cazar.

Shedu: Leones míticos con alas, un emblema de la familia Nahid.

Seres de Tierra
Ghouls: Los cuerpos de humanos re-animados y caníbales que
han hecho tratos con los ifrit.

Ishtas: Una pequeña y escamosa criatura obsesionada con la


organización y calzado.

Karkadann: Una bestia mítica similar a un enorme rinoceronte


con un cuerno tan grande como un hombre.
Idiomas
Divasti: El idioma de la tribu Daeva.

Djinnistani: Lengua común de Daevabad, un lenguaje criollo que


los djinn y shafit solían hablar con los externos de su tribu.

Geziriyya: El idioma de la tribu Geziri; solo miembros de su tribu


pueden hablar y entender.

Terminología General
Abaya: Un vestido suelto, largo y de mangas, utilizado por
mujeres.

Adhan: El llamado islámico al rezo.

Afshin: El nombre del guerrero Daeva que una vez sirvió al


Consejo Nahid. También utilizado como título.

Akhi: Término cariñoso Geziri traducido como “mi hermano”.

Baga Nahid: El título apropiado para los sanadores masculinos


de la familia Nahid.

Banu Nahida: El título apropiado para los sanadores femeninos


de la familia Nahid.

Chador: Una capa abierta hecha de un corte semi-circular de


tela, colocada sobre la cabeza y utilizada por las mujeres Daeva.

Dirham/Dinar: Un tipo de moneda utilizada en Egipto.

Dishdasha: Túnica de hombre larga, popular entre los Geziri.


Emir: El príncipe de la corona y designado heredero del trono
Qahtani.

Fajr: El rezo del amanecer.

Galabiyya: Una ropa tradicional egipcia, esencialmente una


túnica larga.

Hammam: Una casa de baño.

Isha: El rezo de la noche.

Maghrib: El rezo de la puesta de sol.

Midan: Una plaza.

Mihrab: Un nicho en la pared que indica la dirección del rezo.

Muhtasib: Un inspector de mercado.

Qaid: La cabeza de la Guardia Real, esencialmente el alto oficial


militar en el ejército djinn.

Rakat: Una unidad de rezo.

Shafit: Gente con sangre mezclada de djinn y humana.

Sheikh: Un educador/líder religioso.

Sello de Solimán: El anillo de Solimán una vez utilizado para


controlar a los djinn, dado a los Nahid y más tarde robado por los
Qahtanis. El que lleva el anillo de Solimán puede anular cualquier
magia.

Talwar: Una espada Agnivanshi.

Tanzeem: Un grupo fundamentalista en Daevabad dedicado a


luchar por los derechos shafit y la reforma religiosa.

Ulema: Un cuerpo legal de eruditos religiosos.


Wazir: Un ministro del gobierno.

Zaar: Una ceremonia tradicional hecha para lidiar con la posesión


djinn.

Zuhr: El rezo de mediodía.

Zulfiqar: Las dagas forradas en cobre de la tribu Geziri; cuando


están en llamas, sus bordes venenosos pueden destruir incluso carne
Nahid, convirtiéndolas en las armas más letales en este mundo.
1
Nahri
Traducido por Manati5b

Él era un blanco fácil.


Nahri sonrió detrás de su velo, observando a los dos hombres
discutiendo mientras se acercaban a su puesto. El más joven miró
ansiosamente al callejón, mientras el mayor, su cliente, sudaba en el
aire fresco del amanecer. Salvo por los hombres, el callejón estaba
vacío; el fajr ya había sido llamado, y cualquiera que fuera
suficientemente devoto por la oración publica —no es que hubiera
muchos en su vecindario— ya estaba instalado en la pequeña mezquita
al final de la calle.

Luchó contra un bostezo. Nahri no era una de las oradoras del


amanecer, pero su cliente había elegido la temprana hora y pagado
generosamente por su discreción. Ella estudió a los hombres mientras
se aproximaban, notando sus rasgos a la luz y el corte de sus costosos
abrigos. Turcos, sospechaba. El mayor incluso podría ser un basha1,
uno de los pocos que no habían huido de El Cairo cuando los francos
invadieron. Cruzó los brazos sobre su abaya negra, cada vez más
intrigada. No tenía muchos clientes turcos; eran demasiado necios. De
hecho, cuando los francos y los turcos no estaban peleando por Egipto,
lo único en lo que parecían estar de acuerdo, era que los egipcios no
podían gobernarlo por ellos mismos. Dios no lo quiera. No es como si
los egipcios fueran los herederos de una gran civilización cuyos
poderosos monumentos aún estaban esparcidos por la tierra. Oh, no.
Eran campesinos, tontos supersticiosos que comían demasiados frijoles.

1
N.T. Titulo honorario.
Bueno, este tonto supersticioso estaba a punto de estafarte por
todo lo que vales, así que aleja el insulto. Nahri sonrió mientras los
hombres se acercaban.

Los saludó cálidamente y los condujo a su pequeño puesto,


sirviéndole al anciano un té amargo hecho de semillas de alholva2
trituradas y menta picada. Se lo bebió rápidamente, pero Nahri se tomó
su tiempo para leer las hojas, murmurando y cantando en su lengua
nativa, un idioma que la mayoría de los hombres ciertamente no
podrían saber, un idioma que ni ella sabía su nombre. Cuanto más se
tardara, más desesperado estaría él. Más crédulo.

Su puesto estaba caliente, el aire atrapado por las bufandas


oscuras que colgaban de las paredes para proteger la privacidad de sus
clientes y estaba cargado de los olores del cedro quemado, sudor, y la
barata cera amarilla que hacía pasar por incienso. Su cliente
nerviosamente amasó el dobladillo de su abrigo, su transpiración
bajaba por su rostro rubicundo y le humedecía el cuello bordado.

El hombre más joven frunció el ceño.

—Esto es una tontería hermano —murmuró en turco—. El doctor


dice que no hay nada malo en ti.

Nahri escondió una sonrisa triunfante. Así que eran turcos. No


esperarían que ella les entendiera —probablemente asumían que una
curandera egipcia apenas hablaba apropiadamente árabe— pero Nahri
sabia turco tan bien como sabia su lengua materna. Árabe, hebreo,
persa culto, veneciano de alto nivel, y swahili costero. En sus veinte o
algo de años de vida, aún no había encontrado un lenguaje que no
entendiera de inmediato.

Pero los turcos no necesitaban saber eso, así que los ignoró,
fingiendo estudiar los restos de la taza del basha. Finalmente suspiró,
su velo ondeando contra sus labios de una manera que atraía la mirada
de ambos hombres, y dejó caer la taza al piso.

2
N.T. Hierba aromática.
Se rompió como debía, y el basha se quedó sin aliento.

—¡Por el todopoderoso! Está malo, ¿verdad?

Nahri miró al hombre, parpadeando lánguidamente sus largas


pestañas de sus ojos negros. Se había puesto pálido, y ella se detuvo
para escuchar el pulso de su corazón. Era rápido y desigual debido al
miedo, pero podía sentirlo bombeando saludable sangre por todo su
cuerpo. Su aliento estaba libre de toda enfermedad, y había un brillo
inconfundible en sus ojos oscuros. A pesar del pelo gris en su barba,
mal ocultado por la henna, y la redondez de su barriga, no sufría de
nada más que un exceso de riqueza.

Estaba más que encantada de ayudarlo con eso.

—Lo siento mucho señor. —Nahri empujó de vuelta el pequeño


saco de tela, sus dedos rápidamente estimando el número de dirhams
que contenía—. Por favor tomen de regreso su dinero.

Los ojos del basha saltaron.

—¿Qué? —gritó—. ¿Por qué?

Ella bajó la mirada.

—Hay algunas cosas que están más allá de mí —dijo suavemente.

—Oh, Dios… ¿la escuchas Arslan? —El basha se giró hacia su


hermano, con lágrimas en los ojos—. ¡Decías que yo estaba loco! —lo
acusó, ahogando un sollozo—. ¡Y ahora voy a morir! —Enterró la cabeza
en sus manos y lloró; Nahri contó los anillos de oro en sus dedos—.
Tenía muchas ganas de casarme…

Arslan le lanzó una mirada irritada a ella antes de volverse hacia


el basha.

—Contrólate Cemal —siseó en turco.

El basha se secó los ojos y la miró.


—No, debe haber algo que puedas hacer. He oído rumores, la
gente dice que hiciste caminar a un niño lisiado con solo mirarlo.
Seguro puedes ayudarme.

Nahri se echó hacia atrás, escondiendo su alegría. No tenía idea


de a qué lisiado se refería, pero alabado sea Dios, ciertamente ayudaría
a su reputación.

Ella tocó su corazón.

—Oh, señor, me entristece tanto dar estas noticias. Y pensar en


su querida novia siendo privada de tal premio…

Sus hombros temblaron mientras él sollozaba. Ella esperó a que


se pusiera un poco más histérico, aprovechando la oportunidad para
evaluar las gruesas bandas doradas que rodeaban sus muñecas y
cuello. Un fino granate, bellamente cortado estaba clavado en su
turbante.

Finalmente ella habló de nuevo:

—Puede haber algo, pero… no. —Sacudió su cabeza—. No


funcionaria.

—¿Qué? —lloró, agarrando la estrecha mesa—. Por favor, ¡haré lo


que sea!

—Será muy difícil.

Arslan suspiró.

—Y caro, apuesto.

Oh, ¿ahora hablas árabe? Nahri le dio una dulce sonrisa,


sabiendo que su velo era suficientemente sedoso para revelar sus
gestos.

—Todos mis precios son justos, se lo aseguro.


—Cállate hermano —espetó el basha, fulminando con la mirada al
otro hombre. Miró a Nahri, con la cara tensa—. Dime.

—No es seguro —advirtió.

—Debo tratar.

—Es un hombre valiente —dijo ella, dejando que su voz


temblara—. De hecho, creo que su aflicción ha venido del mal de ojo.
Alguien le tiene envidia, señor. ¿Y quién no la tendría? Un hombre con
su riqueza y belleza solo podría atraer envidia. Tal vez alguien cercano…
—Su mirada hacia Arslan fue breve pero suficiente para hacer enrojecer
sus mejillas—. Debe limpiar su casa de cualquier oscuridad que la
envidia haya traído.

—¿Cómo? —preguntó el basha, su voz baja y ansiosa.

—Primero, debe prometer que seguirá exactamente mis


instrucciones.

—¡Por supuesto!

Ella se inclinó hacia adelante, con intención:

—Obtenga una mezcla de una parte de ámbar gris y dos partes de


aceite de cedro, una buena cantidad. Consígalo de Yaqub, en el
boticario en el callejón. Él tiene las mejores cosas.

—¿Yaqub?

—Aywa3. Pida un poco de cáscara de limón en polvo y también


aceite de nuez.

Arslan miró a su hermano con abierta incredulidad, pero la


esperanza se iluminó en los ojos del basha.

—¿Y luego?

—Aquí es donde podría ponerse difícil, pero señor… —Nahri tocó


su mano, y él se estremeció—. Debe seguir mis instrucciones
exactamente.

3
N.T. En dialecto quiere decir “si”, también puede significar, dependiendo de
la región “alto”, “suficiente”.
—Sí. Lo juro por el Misericordioso.

—Su casa necesita ser limpiada, y eso solo puede ser hecho si es
abandonada. Toda su familia debe irse, animales, sirvientes, todo. No
debe haber un alma viviente en la casa por siete días.

—¡Siete días! —gritó, luego bajó la voz ante la desaprobación en


sus ojos—. ¿A dónde vamos a ir?

—El oasis en Faiyum. —Arslan se rio, pero Nahri continuó—.


Vaya a la segunda fuente más pequeña al atardecer con su hijo menor
—dijo ella, su voz grave—. Reúna un poco de agua en una canasta
hecha de juncos locales, diga el verso del trono sobre ella tres veces y
luego úsela para sus abluciones. Marque sus puertas con el ámbar gris
y el aceite antes de que se vaya, y para cuando regrese, la envidia habrá
desaparecido.

—¿Faiyum? —interrumpió Arslan—. Dios mío, chica, hasta tú


debes saber que hay una guerra en marcha. ¿Te imaginas a Napoleón
ansioso por dejarnos que nos vayamos de El Cairo para una inútil
caminata por el desierto?

—¡Cállate! —El basha golpeó la mesa antes de volverse hacia


Nahri—. Pero tal cosa será difícil.

Nahri extendió las manos.

—Dios proveerá.

—Sí, por supuesto. Así que tiene que ser Faiyum —decidió, su
mirada determinada—. ¿Y entonces mi corazón se sanará?

Ella hizo una pausa; ¿era el corazón por lo que estaba


preocupado?

—Si lo quiere Dios, señor. Pídale a su nueva esposa que ponga la


lima y el aceite en polvo en su té de la noche durante el siguiente mes.
—No haría nada por su inexistente problema cardiaco, pero tal vez su
novia disfrutaría más su aliento. Nahri le soltó la mano.
El basha parpadeó como si fuera liberado de un hechizo.

—Oh, gracias querida, gracias. —Empujó de vuelta el pequeño


saco de monedas y luego sacó un pesado anillo de oro de su meñique y
se lo entregó también—. Dios te bendiga.

—Que su matrimonio será fructífero.

Él pesadamente se puso de pie.

—Debo preguntar niña, ¿de dónde es tu gente? Tienes un acento


Cairota, pero hay algo en tus ojos… —Se calló.

Nahri presionó sus labios juntos; odiaba cuando la gente le


preguntaba sobre su herencia. Aunque no era lo que muchos de ellos
llamaran hermosa —años de vivir en las calles la habían dejado mucho
más delgada y mucho más sucia de lo que los hombres solían preferir—
sus ojos brillantes y su rostro afilado generalmente estimulaban una
segunda mirada. Y fue esa segunda mirada, la que reveló una línea de
cabello medianoche y unos ojos fuera de lo común, extraordinariamente
negros —unos innaturales ojos negros, había oído decir— que
provocaban preguntas.

—Soy tan egipcia como el Nilo —le aseguró.

—Por supuesto. —Se tocó la frente—. En paz. —Se agachó bajo la


puerta para irse.

Arslan se quedó atrás; Nahri podía sentir sus ojos en ella


mientras recogía su pago.

—Te das cuenta de que acabas de cometer un crimen, ¿verdad? —


preguntó él con voz aguda.

—¿Disculpa?

Dio un paso más cerca.

—Un crimen, tonta. La brujería es un crimen bajo la ley Otomana.


Nahri no podía evitarlo; Arslan era solo el último de una larga
lista de funcionarios turcos engreídos con los que había tenido que
lidiar durante su crecimiento en el Cairo bajo el dominio otomano.

—Bueno, entonces supongo que tengo suerte de que los francos


estén a cargo ahora.

Fue un error. El rostro de él enrojeció al instante. Levantó la


mano, y Nahri se estremeció, sus dedos se apretaron contra el anillo del
basha. Un filo cortó su palma.

Pero no la golpeó. En su lugar, escupió a sus pies.

—Por Dios como testigo mío, tú, bruja ladrona… cuando


saquemos a los franceses de Egipto, la suciedad como tú será la
siguiente en irse. —Le lanzó otra mirada llena de odio y luego se fue.

Ella respiró temblorosa mientras observaba cómo los hermanos


discutían mientras desaparecían en la penumbra de la madrugada
hacia la botica de Yaqub. Pero no fue la amenaza la que la inquietó: fue
el ruido que había escuchado cuando gritó, el olor a sangre de hierro en
el aire. Un pulmón enfermo, tuberculosis, tal vez incluso una masa
cancerosa. No había ninguna señal externa de eso todavía, pero pronto.

Arslan había tenido razón al sospechar de ella: no había nada


malo con su hermano. Pero no viviría para ver a su gente reconquistar
su país.

Abrió su puño. La herida en la palma de su mano ya estaba


sanando, una línea nueva de piel marrón que se entrelazaba bajo la
sangre. Se la quedó mirando por un largo momento y luego suspiró
antes de volver a meterse dentro de su puesto.
Se quitó el tocado anudado de la cabeza y lo arrugó formando una
bola. Tú, tonta. Sabes mejor que perder el temperamento con hombres
como esos. Nahri no necesitaba más enemigos, especialmente no una
ahora que probablemente colocaran guardias alrededor de la casa del
basha mientras él estaba en Faiyum. Lo que había pagado hoy era una
miseria comparado con lo que ella podía robar de su villa vacía. No
habría robado mucho, había estado haciendo sus trucos el tiempo
suficiente para evitar las tentaciones del exceso. Pero ¿algunas joyas
que podría haber sido reprochadas a una esposa olvidadiza, o un
sirviente de dedos rápidos? ¿Baratijas que no habrían significado nada
para el basha y un mes de alquiler a Nahri? Esas que ella tomaría.

Murmurando otra maldición, enrolló su tapete de dormir y soltó


unos cuantos ladrillos del suelo. Dejó caer las monedas del basha y el
anillo en el agujero poco profundo, frunciendo el ceño ante sus escasos
ahorros.

No es suficiente, nunca va a ser suficiente. Volvió a colocar los


ladrillos., calculando cuánto tenía aún que pagar por el alquiler y los
sobornos de este mes, los costos inflados de su profesión cada vez más
desagradables. Los números siempre crecían, alejando sus sueños de
Estambul y sus tutores, de un oficio respetable y una curandera real y
respetable en lugar de este disparate “mágico”.

Pero no había nada que hacer al respecto ahora, y Nahri no


estaba dispuesta a tomarse el tiempo de ganar su dinero para lamentar
su destino. Se puso de pie, enrollando un pañuelo arrugado alrededor
de sus rizos y recogiendo los amuletos que había hecho para las
mujeres Barzani y el cataplasma para el carnicero. Necesitaría volver
más tarde para prepararse para el zaar, pero ahora, tenía a alguien
mucho más importante que ver.

La botica de Yaqub estaba ubicada al final del callejón, embutida


entre un puesto de frutas y una panadería. Nadie sabía que había
llevado al anciano farmacéutico judío a abrir una boticaria en un barrio
tan sombrío. La mayoría de las personas que vivían en su callejón
estaban desesperadas: prostitutas, adictos y recolectores de basura.
Yaqub se había mudado en silencio hacía varios años,
estableciendo a su familia en los pisos superiores del edificio más
limpio. Los vecinos movieron la lengua difundiendo rumores de deudas
de juego y embriaguez, o acusaciones más serias de que su hijo había
matado a un musulmán, y de que el mismo Yaqub tomó sangre y gracia
de los adictos medio muertos del callejón. Nahri pensó que eran
tonterías, pero no se atrevió a preguntar. No cuestionó sus
antecedentes, y él no preguntó porqué una antigua carterista podía
diagnosticar enfermedades mejor que el médico personal del sultán. Su
extraña asociación descansaba en evitar esos dos temas.

Entró en la botica, esquivando rápidamente la campana que


sonaba con la intención de anunciar clientes. Llena de suministros e
increíblemente caótica, la tienda de Yaqub era su segundo lugar favorito
del mundo. Estantes de madera mal emparejados abarrotados de viales
de vidrio polvoriento, pequeñas canastas de juncos y frascos de
cerámica en ruinas cubrían las paredes. Extensiones de hierbas secas,
partes de animales, y objetos que no podía identificar colgaban del
techo mientras que las ánforas de arcilla competían por el pequeño
espacio en el piso. Yaqub conocía su inventario como la palma de su
mano, y al escuchar sus historias de los antiguos Magos o las tierras
calientes Traseras de las especias la transportaba a mundos que apenas
podía imaginar.

El farmacéutico estaba inclinado sobre su mesa de trabajo,


mezclando algo que desprendía un fuerte olor desagradable. Ella sonrió
al ver al anciano con sus instrumentos aún más viejos. Solo su mortero
parecía algo del reinado de Salah ad-Din.

—Sabah el-hayr4 —saludó ella.

Yaqub hizo un ruido de sobresalto y levantó la vista, golpeándose


la cabeza con una trenza de ajo que estaba colgada. Alejándola, gruñó:

—Sabah el-noor5. ¿No puedes hacer algo de ruido cuando entras?


Me asustaste casi hasta la muerte.

4 N.T. Buenos días en árabe.


5 N.T. Respuesta que se da cuando te dicen “Sabah el-hayr”. “Buenos días a ti
también”.
Nahri sonrió.

—Me gusta sorprenderte.

Él resopló.

—Acercarte sigilosamente querrás decir. Te vuelves más como el


diablo cada día.

—Eso es algo muy desagradable de decir a alguien que te trajo


una pequeña fortuna esta mañana. —Levantó las manos para posarlas
en su mesa de trabajo.

—¿Fortuna? ¿Eso es a lo que llamas dos oficiales otomanos que


se pelean y golpean mi puerta al amanecer? Mi esposa casi tuvo un
ataque al corazón.

—Pues cómprale unas joyas con el dinero.

Yaqub sacudió su cabeza.

—¡Y ámbar gris! ¡Tienes suerte que de que haya tenido algo en
reserva! ¿Cómo no podías convencerlo de que pintara su puerta con oro
fundido?

Ella se encogió de hombros, tomando uno de los frascos que


estaban cerca de su codo y oliendo delicadamente.

—Parecían que podían pagarlo.

—El más joven tenía mucho que decir acerca de ti.

—No se puede complacer a todos. —Cogió otro frasco,


observándolo mientras añadía algunos granos de caléndula a su
mortero.

Dejó caer la mano de mortero con un suspiro, extendiendo su


mano hacia el frasco que ella devolvió a regañadientes.

—¿Qué estás haciendo?


—¿Esto? —Volvió a moler los granos—. Una cataplasma para la
mujer del zapatero. Ella ha estado mareada.

Nahri observó durante otro momento.

—Eso no va ayudar.

—Oh, ¿en serio? Dígame otra vez Doctora, ¿con quién se entrenó?

Nahri sonrió; Yaqub odiaba cuando hacia eso. Se volvió hacia los
estantes, buscando la olla familiar. La tienda era un desastre, un caos
de frascos y suministros sin etiqueta que parecían levantarse y moverse
por sí mismos.

—Ella está embarazada —dijo por encima de su hombro. Cogió un


frasco de aceite de menta, aplastando una araña que se arrastró por la
parte superior.

—¿Embarazada? Su esposo no dijo nada.

Nahri empujó el frasco en su dirección y agregó una nudosa raíz


de jengibre.

—Es reciente. Probablemente todavía no lo sepan.

Él le dio una mirada aguda.

—¿Y tú lo sabes?

—Por el Compasivo, ¿tú no? Vomita lo suficientemente fuerte para


despertar a Shaitan6, que sea maldecido. Ella y su esposo tienen seis
hijos. Creerías que ya deberían de conocer los síntomas. —Sonrió,
tratando de razonar con él—. Hazle un té con esto.

—No la he escuchado.

—Ya, abuelo, tampoco me oyes entrar. Tal vez la culpa esté en tus
oídos.

6
N.T. El diablo en países musulmanes.
Yaqub apartó el mortero con un ruido de disgusto y se volvió
hacia la esquina trasera donde guardaba sus ganancias.

—Desearía que dejaras de jugar a ser Musa bin Maimon7 y


encontraras un esposo. No eres demasiado vieja, lo sabes. —Sacó su
baúl, las bisagras gimieron cuando abrió la parte superior golpeada.

Nahri se rio.

—Si pudieras encontrar a alguien dispuesto a casarse con alguien


como yo, dejarías a todos los casamenteros de El Cairo fuera del
negocio. —Revisó la selección aleatoria de libros, recibos y frascos sobre
la mesa, buscando el pequeño estuche de esmalte donde Yaqub
guardaba caramelos de sésamo para sus nietos, finalmente
encontrándolo debajo de un libro de contabilidad polvoriento—. Además
—continuó ella, sacando dos dulces—, me gusta nuestra asociación.

Él le entregó un pequeño saco. Nahri pudo decir por su peso que


era más que su corte habitual. Ella comenzó a protestar, pero él la
interrumpió.

—Aléjate de hombres como esos Nahri. Es peligroso.

—¿Por qué? los francos están ahora a cargo. —Empezó a masticar


su dulce, repentinamente curiosa—. ¿Es verdad que las mujeres
francas andan desnudas por la calle?

El farmacéutico negó con el cabeza, acostumbrado a su


impropiedad.

—Franceses niña, no francos. Y Dios te impida oír semejante


maldad.

—Abu Talha dice que su líder tiene los pies de una cabra.

—Abu Talha debería mantenerse en sus zapatos… pero no me


cambies el tema —dijo él, exasperado—. Estoy tratando de advertirte.

—¿Advertirme? ¿Por qué? Nunca he hablado con un franco.

7
N.T. Fue un médico, rabino y teólogo.
Eso no era por falta de esfuerzo. Había intentado vender amuletos
a algunos cuantos soldados franceses con los que se había encontrado,
y se habían alejado de ella como si fuera una especie de serpiente,
haciendo comentarios condescendientes sobre su ropa en su extraño
idioma.

Él fijó sus ojos en ella.

—Eres joven —dijo suavemente—. No tienes experiencia con lo


que le pasa a personas como nosotros durante la guerra. Personas que
son diferentes. Deberías mantener la cabeza baja. O mejor aún, irte.
¿Qué pasó con tus grandes planes de Estambul?

Después de contar sus ahorros esta mañana, la sola mención de


la ciudad la agrió.

—Pensé en lo que dijiste que estaba siendo tonta —le recordó—.


Que ningún médico tomaría una aprendiz femenina.

—Podrías ser una partera —ofreció él—. Has recibido bebés antes.
Podrías ir al este, lejos de esta guerra. Beirut tal vez.

—Pareces ansioso por deshacerte de mí.

Él le tocó la mano, sus ojos marrones llenos de preocupación.

—Estoy ansioso por verte a salvo. No tienes familia, ningún


marido que esté junto a ti, que te defienda, que…

Ella se puso a la defensiva, diciendo:

—Puedo cuidar de mí misma.

—…que te advierta de hacer cosas peligrosas —terminó, dándole


una mirada—. Cosas como dirigir los zaar.

Ah. Nahri se estremeció.

—Esperaba que no escucharas sobre eso.


—Entonces eres una tonta —dijo sin rodeos—. No deberías ser
atrapada en esa magia del sur. —Hizo un gesto detrás de ella—.
Consígueme un bote.

Cogió uno de la estantería y se lo lanzó con un poco más de


fuerza de lo necesario.

—No hay “magia” en nada de esto —descartó ella—. Es inofensivo.

—¡Inofensivo! —Yaqub se burló mientras vertía té en el bote—. He


escuchado rumores acerca de esos zaar… sacrificios de sangre,
tratando de exorcizar djinn...

—Realmente no significa que los estén exorcizando —corrigió


Nahri a la ligera—. Más bien es un esfuerzo por hacer la paz.

Él la miró con exasperación.

—No deberías estar tratando de hacer nada con djinn! —Sacudió


su cabeza, cerrando el bote y frotando cera caliente sobre la grieta—.
Estás jugando con cosas que no entiendes, Nahri. No son tus
tradiciones. Si no eres más cuidadosa, un demonio se lanzará sobre tu
alma.

Nahri se sintió extrañamente conmovida por su preocupación, al


pensar que hace unos años la había calificado como una estafadora de
corazón negro.

—Abuelo —empezó ella, tratando de sonar más respetuosa—, no


necesitas preocuparte. No hay magia, lo juro.

Viendo la duda en su rostro, decidió ser más franca.

—Es una tontería todo. No hay magia, no hay djinn, no hay


espíritus esperando para devorarnos. He estado haciendo mis trucos el
tiempo suficiente para aprender que nada de eso es real.

Él hizo una pausa.

—Las cosas que he visto que haces…


—Tal vez solo soy una mejor embaucadora que el resto —
interrumpió ella, esperando aliviar el miedo que veía en su rostro. No
necesitaba asustar a su único amigo simplemente porque tenía algunas
habilidades extrañas.

Él sacudió su cabeza.

—Todavía hay djinn. Y demonios. Incluso los eruditos los dicen.

—Bueno, los eruditos se equivocan. Ningún espíritu ha venido por


mí todavía.

—Eso es muy arrogante Nahri. Blasfemo, incluso —agregó,


mirándola sorprendido—. Solo un tonto hablaría de esa forma.

Ella levantó su barbilla desafiante.

—No existen.

Él suspiró.

—Nadie puede decir que no lo intenté. —Empujo el bote—. Dale


esto al zapatero cuando salgas, ¿quieres?

Nahri se levantó de la mesa.

—¿Estarás haciendo el inventario mañana? —Podría ser


arrogante, pero rara vez dejaba pasar una oportunidad de aprender más
sobre el boticario. El conocimiento de Yaqub había mejorado
enormemente sus propios instintos para la sanación.

—Sí, pero ven temprano. Tenemos mucho que revisar.

Ella asintió.

—Si Dios quiere.

—Ahora ve y compra algo de kebab —dijo, inclinando la cabeza


hacia la bolsa—. Eres puros huesos. Los djinn querrán más para comer
si vienen por ti.
Para cuando Nahri llegó al barrio donde el zaar se llevaría a
cabo, el sol había parpadeado detrás de los abarrotados paisajes de
minaretes8 de piedra y pisos de adobe. Se desvaneció en el desierto
lejano, y una voz baja de un almuédano9 empezó a llamar a la oración
del maghrib. Se detuvo brevemente, desorientada por la pérdida de luz.
El vecindario estaba al sur de El Cairo, apretado entre los restos de la
antigua Fustat y las colinas Mokattam, y no era un área que conociera
bien.

La gallina que llevaba se aprovechó de la distracción de Nahri


para darle una patada en las costillas; Nahri maldijo, metiéndola con
más fuerza bajo su brazo mientras pasaba empujando a un hombre
delgado que balanceaba una tabla de pan sobre su cabeza y evitaba por
poco una colisión con una bandada de niños riendo. Se abrió paso a
través de una creciente pila de zapatos fuera de una mezquita ya llena.
El vecindario estaba lleno de gente; la invasión francesa había hecho
poco por detener la ola de gente que venía a El Cairo desde el campo.
Los nuevos migrantes llegaron con poco más que sus ropas en sus
espaldas y las tradiciones de sus ancestros, tradiciones a menudo
denunciadas como perversiones por algunos de los imanes10 más
irritados de la ciudad.

Los zaar ciertamente fueron denunciados como tales. Como creer


en la magia, la creencia en las posesiones era extendido en el Cairo, era
la culpable de todo, desde el aborto espontaneo de una joven novia
hasta la demencia de toda la vida de una anciana. Las ceremonias del
zaar se llevaron a cabo para aplacar al espíritu y sanar a la mujer
afligida. Y mientras Nahri no creía en la posesión, la canasta llena de
monedas y la comida gratis ganada por el kodia, la mujer que dirigía la
ceremonia, era demasiado tentadora como para dejarla pasar. Y así,
después de espiar a varias de ellas, comenzó a ejecutar su propia —
aunque extremadamente abreviada— versión.

8 N.T. Torres anexas a una mezquita.


9 N.T. Hombre que desde el alminar de la mezquita convoca en voz ala a los
fieles para que acudan a la oración.
10 N.T. Persona que dirige la oración colectiva en el islam.
Esta noche, sería la tercera que haría. Se había reunido con una
tía de la afligida familia de la chica la semana pasada, y había
organizado una ceremonia en el patio abandonado cerca de su casa.
Cuando ella llegó, sus músicos, Shams y Rana, ya estaban esperando.

Nahri los saludó calurosamente. El patio había sido barrido, y


una mesa estrecha, cubierta con un paño blanco, colocada en el centro.
Dos bandejas de cobre estaban en cada extremo de la mesa, cargadas
de almendras, naranjas y dátiles. Un grupo de tamaño justo se había
reunido, los miembros femeninos de la familia de la chica afligida, así
como una docena de vecinos curiosos. Aunque todos parecían pobres,
nadie se atrevería a venir a un zaar con las manos vacías. Sería una
buena recolección.

Nahri hizo una seña a un par de niñas. Aun lo suficientemente


jóvenes como para encontrar todo terriblemente emocionante, corrieron
hacia ella, sus caritas ansiosas. Nahri se arrodilló y dobló al pollo que
había estado llevando a los brazos de la mayor.

—Abrázalo fuerte para mí, ¿está bien? —dijo Nahri. La niña


asintió, pareciendo presumida.

Le entregó su canasta a la niña más pequeña. Era preciosa, con


grandes ojos oscuros y cabello rizado en trenzas desordenadas. Nadie
podría resistirse a ella. Nahri le guiñó un ojo.

—Tú asegúrate de que todos pongan algo en la canasta. —Tiró


una de sus trenzas y luego les hizo un gesto a las chicas para que
volvieran su atención a la razón por la que estaba ahí.

El nombre de la chica afligida era Baseema. Se veía como de doce


años y había sido vestida con un largo vestido blanco. Nahri observaba
mientras una mujer mayor intentaba atar una bufanda blanca
alrededor de su cabello. Baseema se defendió, sus ojos salvajes, sus
manos agitándose. Nahri pudo ver que las puntas de sus dedos estaban
rojas y en carne viva desde donde se había mordido las uñas. El miedo
y la ansiedad irradiaban de su piel, el kohl rayaba sus mejillas de donde
había tratado de quitárselo de sus ojos.
—Por favor, querida, —rogó la mujer mayor. Su madre; el
parecido era obvio—. Solo estamos tratando de ayudarte.

Nahri se arrodilló junto a ellas y tomó la mano de Baseema. La


niña se quedó quieta, solo sus ojos se movían de un lado a otro. Nahri
la puso de pie suavemente. El grupo se calló, mientras ponía una mano
sobre la frente de Baseema.

Nahri no podía explicar la forma en que ella curaba y sentía la


enfermedad, como tampoco podía explicar cómo funcionaban sus ojos y
oídos. Sus habilidades habían sido parte de ella durante tanto tiempo
que simplemente había dejado de cuestionar su existencia. Le había
llevado años como niña —y varias lecciones dolorosas— darse cuenta de
lo diferente que era de las personas que la rodeaban, como ser la única
persona de vista normal en un mundo de ciegos. Y sus habilidades eran
tan naturales, tan orgánicas, que era imposible pensar en ellas como
algo fuera de lo ordinario.

Baseema se sintió desequilibrada, su mente estaba viva y


encendida bajo los dedos de Nahri, pero mal direccionada. Rota. Odiaba
lo rápido que se le ocurría la cruel palabra, pero Nahri sabía que no
había mucho que pudiera hacer por la chica aparte de tranquilizarla
temporalmente.

Y hacer un buen espectáculo en el proceso, no se le pagaría de


otra manera. Nahri apartó la bufanda del rostro de la niña, sintiéndose
atrapada.

Baseema sostuvo un extremo en un puño cerrado, agitándolo


mientras sus ojos se fijaban en el rostro de Nahri.

Nahri sonrió.

—Puedes tenerlo si quieres querida. Vamos a divertirnos juntas,


lo prometo. —Ella levantó la voz y se dirigió a la audiencia—: Tenían
razón en traérmela. Hay un espíritu en ella. Uno fuerte. Pero podemos
calmarlo ¿no? ¿Traer un matrimonio feliz entre ellos dos? — Le guiñó
un ojo, e hizo un gesto a sus músicos.
Shams comenzó con su derbake, golpeando un feroz golpe en la
vieja piel del tambor. Rana tomó su pipa y le dio a Nahri una pandereta,
el único instrumento que podía usar sin hacer el ridículo.

Nahri lo golpeó contra su pierna.

—Cantaré a los espíritus que conozco —explicó por encima de la


música, aunque había muy pocas mujeres del sur que no sabían cómo
funcionaba el zaar. La tía de Baseema tomó un incensario y agitó
humos aromáticos sobre la multitud—. Cuando su espíritu escuche su
canción, se pondrá nerviosa, y entonces podemos continuar.

Rana comenzó con su pipa, y Nahri tocó la pandereta, sus


hombros temblando, su bufanda con flecos balanceándose con cada
movimiento. Dejándola estupefacta, Baseema la siguió.

—¡Oh, espíritus, te suplicamos! ¡Te imploramos y te honramos! —


cantó Nahri, manteniendo su voz baja para que no se quebrara.
Mientras que los legítimos kodia eran cantantes entrenados, Nahri era
todo menos eso—. ¡Ya11, amir el Hind! ¡Oh, gran príncipe, únete a
nosotros!

Comenzó con la canción del Príncipe indio, y pasó a la del Sultán


del Mar y luego el Gran Qarina, la música cambiando con cada una.
Había tenido cuidado de memorizar sus letras, si no sus significados;
no estaba particularmente preocupada por los orígenes de tales cosas.

Baseema se animó más a medida que avanzaban, sus


extremidades se aflojaron, las tensas líneas en su rostro
desaparecieron. Se balanceó con menos esfuerzo, sacudiéndose el
cabello con una pequeña sonrisa independiente. Nahri la tocaba cada
vez que pasaba, sintiendo las zonas oscuras de su mente y
acercándolas para calmar a la inquieta niña.

11
N.T. “Oye” en hebreo.
Era un buen grupo, enérgico e involucrado. Varias mujeres se
pusieron de pie, aplaudiendo y uniéndose al baile. La gente
normalmente lo hacía; los zaar eran tanto una excusa para socializar
como para lidiar con un djinn problemático. La madre de Baseema
observaba el rostro de su hija, luciendo esperanzada. Las pequeñas
niñas tomaron sus premios, saltando de emoción mientras el pollo
chillaba en protesta.

Sus músicos también parecían estar divirtiéndose. Shams


repentinamente dio un golpe más rápido al derbake, y Rana siguió su
ejemplo, tocando una melancólica, casi inquietante tono en su pipa.

Nahri tamborileaba sus dedos sobre la pandereta, inspirándose


en el estado de ánimo del grupo. Sonrió; tal vez era hora de darles algo
un poco diferente.

Cerró sus ojos y tarareó. Nahri no tenía nombre para su lengua


natal, el idioma que debe haber compartido con sus padres fallecidos u
olvidados. La única pista de sus orígenes, la había escuchado cuando
era una niña, espiando a los mercaderes extranjeros y persiguiendo a la
multitud poliglota de eruditos fuera de la Universidad de El Azhar.
Pensando que era similar al hebreo, una vez se lo había hablado a
Yaqub, pero él no estaba de acuerdo, agregando innecesariamente, que
su gente tenía suficientes problemas sin que ella fuera uno de ellos.

Pero sabía que sonaba inusual y misterioso. Perfecto para el zaar.


Nahri estaba sorprendida de no haber pensado en usarlo antes.

Aunque podría haber cantado su listado de canciones y nadie


hubiera sabido nada, se apegó a las canciones del zaar, traduciendo del
árabe a su idioma natal.

—Sah, afshin e-daeva… —comenzó—. ¡Oh, guerrero de los djinn,


te imploramos! Únete a nosotros, calma los fuegos en la mente de esta
chica. —Cerró sus ojos—. ¡Oh, guerrero, ven a mí! ¡Vak!
Una gota de sudor serpenteaba por su sien. El patio se volvió
incómodamente cálido, la presión del gran grupo y el fuego crepitante
demasiado. Mantuvo los ojos cerrados y se balanceó, dejando que el
movimiento de su tocado abanicara su rostro.

—Gran guardián, ven y protégenos. Cuida a Baseema como si…

Un bajo jadeo sobresaltó a Nahri y abrió los ojos. Baseema había


dejado de bailar; sus extremidades estaban congeladas, su mirada
vidriosa fija en Nahri. Claramente desconcertado, Shams perdió el ritmo
en su derbake.

Temerosa de perder a su multitud, Nahri golpeó su pandereta


contra su cadera, orando silenciosamente para que Shams la siguiera.
Sonrió a Baseema y tomó el incienso del brasero, esperando que la
fragancia almizclada relajara a la niña. Tal vez era hora de terminar las
cosas.

—Oh guerrero —cantó más suavemente, volviendo al árabe—.


¿Eres tú quien duerme en la mente de nuestra gentil Baseema?

Baseema se retorció; el sudor corría por su rostro. Ahora más


cerca, Nahri podía ver que la expresión en blanco en los ojos de la niña
había sido reemplazada por algo que se parecía mucho más al miedo.
Un poco inquieta, tomó la mano de la niña.

Baseema parpadeó, y sus ojos se estrecharon, enfocándose en


Nahri con una curiosidad casi salvaje.

¿QUIÉN ERES TÚ?

Nahri palideció y dejó caer su mano. Los labios de Baseema no se


habían movido, sin embargo, escuchó la pregunta como si le hubieran
gritado en la oreja.

Entonces, el momento se fue. Baseema sacudió su cabeza, la


mirada en blanco reapareció cuando comenzó a bailar. Sobresaltada,
Nahri dio unos cuantos pasos hacia atrás. Un sudor frio brotó sobre su
piel.
Rana estaba en su hombro.

—¿Ya, Nahri?

—¿Escuchaste eso? —susurró ella.

Rana enarcó las cejas.

—¿Escuchar qué?

No seas tonta. Nahri sacudió su cabeza, sintiéndose ridícula.

—Nada.

Levantando la voz, se enfrentó a la multitud.

—Todas las alabanzas se deben al Todopoderoso —declaró,


tratando de no tartamudear—. Oh guerrero, te lo agradecemos. —Le
hizo señas a la niña que sostenía la gallina—. Por favor acepta nuestra
ofrenda y haz las paces con la querida Baseema.

Con sus manos temblando, Nahri sostuvo a la gallina sobre un


bol de piedra abollado y susurró una oración antes de cortarle la
garganta. La sangre brotó en el cuenco, salpicando sus pies.

La tía de Baseema alejó a la gallina para cocinarla, pero el trabajo


de Nahri estaba lejos de terminar.

—Jugo de tamarindo para nuestros invitados —solicitó—. Al djinn


le gusta su amargura. —Forzó una sonrisa y trató de relajarse.

Shams trajo un pequeño vaso de jugo oscuro.

—¿Estás bien kodia?

—Dios sea alabado —dijo Nahri—. Solo cansada. ¿Pueden tú y


Rana distribuir la comida?

—Por supuesto.
Baseema todavía se balanceaba, sus ojos medio cerrados, una
sonrisa soñadora en su rostro. Nahri tomó sus manos y gentilmente la
tiró al suelo, consciente de que gran parte del grupo estaba observando.

—Bebe niña —dijo, ofreciéndole la taza—, le gustará a tu djinn.

La niña tomó el vaso, derramando casi la mitad del jugo por su


rostro. Le hizo un gesto a su madre, haciendo un ruido bajo en la parte
posterior de su garganta.

—Sí, habibti12.

Nahri le acarició el cabello, deseando que ella estuviera tranquila.


La niña todavía estaba desequilibrada, pero su mente no se sentía tan
frenética. Solo Dios sabía cuánto duraría. Llamó a la madre de Baseema
y unió sus manos.

Había lágrimas en los ojos de la mujer mayor.

—¿Está curada? ¿La dejará el djinn en paz?

Nahri vaciló.

—Los he satisfecho a ambos, pero el djinn es alguien fuerte y


probablemente ha estado con ella desde su nacimiento. Por una cosa
tan tierna… —Apretó la mano de Baseema—. Probablemente fue más
fácil para ella someterse a sus deseos.

—¿Qué significa eso? —preguntó otra mujer, su voz quebrada.

—El estado de su hija es la voluntad de Dios. El djinn la


mantendrá a salvo, le proporcionará una vida interior rica —mintió,
esperando que eso le brindara algo de consuelo—. Mantén a ambos
contentos. Déjenla que se quede con usted y su esposo, dele cosas que
hacer con sus manos.

—Alguna vez… ¿alguna vez hablará?

Nahri miró hacia otro lado.

12 N.T. “Cariño” en árabe.


—Si Dios quiere.

La mujer tragó saliva, obviamente percibiendo la incomodidad de


Nahri.

—¿Y el djinn?

Intentó pensar en algo fácil.

—Haz que beba jugo de tamarindo todas las mañanas, le


complacerá. Y llévala al rio para bañarse en el primer Yumu’ah13, el
primer Viernes de cada mes.

La madre de Baseema respiró hondo.

—Dios sabe mejor —dijo suavemente, aparentemente más para


ella que para Nahri. Pero no hubo más lágrimas. En cambio, mientras
Nahri observaba, la mujer mayor tomó la mano de su hija, ya buscando
más paz. Baseema sonrió.

Las palabras de Yaqub se adueñaron del corazón de Nahri ante la


tierna vista. No tienes familia, ningún marido que este junto a ti, que te
defienda…

Nahri se puso de pie.

—Si me disculpan.

Como kodia, no tuvo más remedio que quedarse hasta que se


sirviera la comida, asintiendo cortésmente a los chismes de las mujeres
y tratando de evitar a una prima mayor a quien sentía tenía una masa
esparcida en ambos senos. Nahri nunca había intentado curar algo así
y no creía que fuera una buena noche para experimentar, aunque eso
no hacía que el rostro de la mujer sonriente fuera más fácil de digerir.

13N.T. Es una oración de los musulmanes que se celebra cada viernes, poco
después del mediodía.
La ceremonia finalmente llegó a su fin. Su canasta estaba al ras,
llena de un aleatorio surtido de diversas monedas usadas en el Cairo:
abolladas fils14 de cobre, esparcidas paras15 de plata, y un antiguo
dinar16 de la familia de Baseema. Otras mujeres habían puesto
pequeñas piezas de joyería barata, todas intercambiadas por las
bendiciones que se suponía ella debía traer. Nahri les dio a Shams y
Rana dos paras y les permitió tomar la mayoría de la joyería.

Estaba asegurando su manto exterior y esquivando los repetidos


besos de la familia de Baseema cuando sintió un ligero pinchazo en la
parte posterior del cuello. Había pasado demasiados años acechando
blancos y siendo seguida para no reconocer el sentimiento. Levantó la
vista.

Del otro lado del patio, Baseema le devolvió la mirada. Estaba


quieta completamente, sus extremidades en perfecto control. Nahri la
miró a los ojos, sorprendida por la calma de la chica.

Había algo raro y calculador en los ojos oscuros de Baseema. Pero


entonces, justo mientras Nahri realmente se daba cuenta, se había ido.
La jovencita apretó las manos y comenzó a balancearse, bailando como
Nahri le había mostrado.

14 Unidad monetaria de los Emiratos Árabes, Irak, Kuwait, Marruecos.


Centésima parte de un “dinar” “dírham”
15 Unidad monetaria de Turquía y de Chipre.
16 Unidad monetaria del Imperio otomano.
2
Nahri
Traducido por Taywong

Algo le sucedió a esa chica.


Nahri recogió entre las migas de masa de su ya devorado feteer17.
Su mente girando después del zaar, se detuvo en una cafetería local en
lugar de ir a casa y, horas más tarde, todavía estaba allí. Giró su vaso;
los residuos rojos de su té de hibisco corrían por el fondo.

No sucedió nada, idiota. No oíste ninguna voz. Bostezó, apoyando


los codos sobre la mesa y cerrando los ojos. Entre su cita con la basha
antes del amanecer y su larga caminata por la ciudad, estaba exhausta.

Una pequeña tos le llamó la atención. Abrió los ojos y encontró a


un hombre de barba flácida y expresión esperanzada junto a su mesa.

Nahri desenvainó su daga antes de que él abra la boca y golpeó la


empuñadura contra la superficie de madera. El hombre desapareció, y
un silencio cayó sobre la cafetería. El dominó de alguien se estrelló
contra el suelo.

17
N.T. Un tipo de pastel de Egipto.
La dueña miró con indignación y suspiró, sabiendo que estaba a
punto de ser expulsada. Él inicialmente había rechazado su servicio,
alegando que ninguna mujer honorable se atrevería a salir sin
compañía por la noche, y mucho menos a visitar una cafetería llena de
hombres extraños. Después de exigir repetidamente saber si sus
hombres sabían dónde estaba, la visión de las monedas del zaar
finalmente lo había hecho callar, pero ella sospechaba que esa breve
bienvenida estaba a punto de terminar.

Nahri se levantó, dejó caer algo de dinero sobre la mesa y se fue.


La calle estaba oscura e inusualmente desierta; el toque de queda
francés había asustado hasta a los egipcios más nocturnos para que se
quedaran dentro.

Nahri mantuvo la cabeza baja mientras caminaba, pero no pasó


mucho tiempo antes de que se diera cuenta de que estaba perdida.
Aunque la luna era brillante, esta parte de la ciudad era desconocida
para ella; recorrió el mismo callejón dos veces, buscando el camino
principal sin éxito.

Cansada y molesta, se detuvo frente a la entrada de una mezquita


tranquila, contemplando la idea de refugiarse allí durante la noche. La
vista de un mausoleo lejano que se elevaba sobre la cúpula de la
mezquita le llamó la atención. Se quedó quieta. El Arafa: la Ciudad de
los Muertos.

El Arafa, una amada masa de campos y tumbas funerarias,


reflejaba la obsesión de El Cairo por todo lo funerario. El cementerio
discurría a lo largo del borde oriental de la ciudad, una columna
vertebral de huesos en ruinas y tejido en descomposición donde
estaban enterrados todos, desde los fundadores de El Cairo hasta sus
adictos. Y hasta que la plaga se ocupó de la escasez de viviendas en El
Cairo hace unos años atrás, había servido incluso de refugio para los
migrantes que no tenían a dónde ir.
Fue una idea que la hizo estremecer. Nahri no compartía el
consuelo que la mayoría de los egipcios sentían alrededor de los
muertos, y mucho menos el deseo de mudarse con un montón de
huesos en descomposición. Los cadáveres le parecían ofensivos; su olor,
su silencio, todo estaba mal. De algunos de los comerciantes más
viajantes, escuchó historias de personas que quemaban a sus muertos,
extranjeros que pensaban que estaban siendo inteligentes para
esconderse del juicio de Dios. Genios, pensó Nahri. Subir en un fuego
crepitante sonaba delicioso comparado con ser enterrado bajo las
asfixiantes arenas de El Arafa.

Pero también sabía que el cementerio era su mejor esperanza de


volver a casa. Podía seguir su frontera hacia el norte hasta llegar a
barrios más familiares, y era un buen lugar para esconderse si se
encontraba con algún soldado francés que buscara imponer el toque de
queda; los extranjeros solían compartir su aprehensión hacia la Ciudad
de los Muertos.

Una vez dentro del cementerio, Nahri se quedó en el carril


exterior. Estaba aún más desierto que la calle; los únicos indicios de
vida eran el olor de un fuego de cocina extinguido durante mucho
tiempo y los gritos de los gatos que combatían. Las almenas
puntiagudas y las cúpulas lisas de las tumbas proyectaban sombras
salvajes sobre el suelo arenoso. Los antiguos edificios parecían
descuidados; los gobernantes otomanos de Egipto habían preferido ser
enterrados en su patria turca y, por lo tanto, no habían visto el
mantenimiento del cementerio como algo importante, uno de los
muchos insultos que habían recibido de sus compatriotas.

La temperatura pareció haber bajado repentinamente, y Nahri


tembló. Sus sandalias de cuero desgastadas, cosas desgastadas hace
tiempo que debían ser reemplazadas, palmeaban el suelo blando. No
había ningún otro sonido excepto las monedas que tintineaban en su
cesta. Ya preocupada, Nahri evitó mirar las tumbas, en vez de
contemplar el tema mucho más agradable de irrumpir en la casa de la
basha mientras estaba en Faiyum. Nahri estaría condenada si dejaba
que algún tuberculoso hermano pequeño la mantuviera alejada de una
toma lucrativa.
No había estado caminando mucho tiempo cuando se quedó sin
aliento, seguida de un movimiento que atrapó por el rabillo del ojo.

Podría ser alguien más tomando un atajo, se dijo a sí misma, su


corazón acelerado.

El Cairo era relativamente seguro, pero Nahri sabía que había


pocos resultados positivos en el seguimiento nocturno de una joven.

Mantuvo su paso, pero movió su mano hacia su daga antes de


hacer un brusco giro hacia el interior del cementerio. Se apresuró a
bajar por la calle, asustando a un somnoliento perro callejero, y luego
se agachó detrás de la entrada de una de las viejas tumbas fatimíes.

Los pasos siguieron. Se detuvieron. Nahri respiró hondo y levantó


su daga, preparándose para rugir y amenazar a quienquiera que
estuviese allí. Entonces, salió y se quedó inmóvil.

—¿Baseema?

La joven estaba en medio del callejón, a unos doce pasos, su


cabeza descubierta, su abaya manchada y rota. Sonrió a Nahri. Sus
dientes brillaron a la luz de la luna cuando una brisa voló hacia atrás
su cabello.

—Hablo de nuevo —exigió Baseema con voz tensa y ronca por el


desuso.

Nahri jadeó. ¿De verdad había ayudado a la chica? Y si es así,


¿por qué, en nombre de Dios, estaba vagando por un cementerio en
medio de la noche?

Dejó caer su brazo y corrió hacia ella.

—¿Qué haces aquí sola, niña? Tu madre estará preocupada.

Se detuvo. Aunque estaba oscuro, nubes repentinas cubriendo la


luna, podía ver manchas extrañas que manchaban las manos de
Baseema. Nahri jadeó, percibiendo el olor de algo humeante,
carbonizado e incorrecto.
—¿Es eso... sangre? Por el Altísimo, Baseema, ¿qué pasó?

Claramente ajena a la preocupación de Nahri, Baseema aplaudió


con deleite.

—¿Realmente podrías ser tú? —Dio la vuelta alrededor de Nahri


lentamente—. De la edad adecuada... —musitó—. Y juraría que veo a
esa bruja en tu rostro, pero por lo demás pareces tan humana. —Su
mirada cayó sobre el cuchillo en la mano de Nahri—. Aunque supongo
que solo hay una forma real de saberlo.

Las palabras no habían salido de su boca cuando le arrebató la


daga, sus movimientos increíblemente rápidos. Nahri tropezó hacia
atrás con un grito de sorpresa, y Baseema rio.

—No te preocupes, pequeña curandera. No soy tonta, no tengo


intención de probar tu sangre yo misma. —Giró la daga con una
mano—. Aunque creo que me llevaré esto antes de que se te ocurra
algo.

Nahri quedó sin palabras. Asimiló a Baseema con nuevos ojos.


Desapareció la atormentada y agitada niña. Dejando a un lado sus
extrañas declaraciones, se puso en pie con una nueva confianza, el
viento azotando su cabello.

Baseema entrecerró los ojos, quizás notando la confusión de


Nahri.

—Seguramente ya sabes lo que soy. El marid debe haberte


advertido sobre nosotros.

—¿El qué?

Nahri levantó una mano, intentando proteger sus ojos de una


ráfaga de viento de arena. El tiempo había empeorado. Detrás de
Baseema, nubes de color gris oscuro y naranja se arremolinaron en el
cielo, borrando las estrellas. El viento aulló de nuevo, como el peor de
los khamsin18, pero aún no era la temporada de tormentas de arena de
primavera de El Cairo.

18
N.T. Viento local arenoso, seco y caliente, típico de Egipto.
Baseema miró al cielo. La alarma floreció en su pequeño rostro.
Se giró sobre Nahri.

—Esa magia humana que hiciste... ¿a quién llamaste?

¿Magia? Nahri levantó las manos.

—¡Yo no hice magia!

Baseema se movió en un abrir y cerrar de ojos. Empujó a Nahri


contra la pared de la tumba más cercana, presionando con fuerza un
codo contra su garganta.

—¿Para quién cantabas?

—Yo... —Nahri jadeó, sorprendida por la fuerza en los delgados


brazos de la chica—. A... un guerrero, creo. Pero no fue nada. Solo una
vieja canción de zaar.

Baseema retrocedió mientras una brisa caliente derribaba el


callejón, oliendo a fuego.

—Eso no es posible —susurró—. Está muerto. Están todos


muertos.

—¿Quién está muerto? —Nahri tuvo que gritar sobre el viento—.


¡Espera, Baseema! —gritó mientras la joven huía por el callejón
opuesto—. ¿A dónde vas?

No tuvo mucho tiempo para preguntarse. Una grieta rompió el


aire, más fuerte que un cañón. Todo estaba en silencio, demasiado
silencioso, y luego Nahri fue arrojada de sus pies, golpeada contra una
de las tumbas.

Golpeó la piedra con fuerza cuando un brillante destello de luz la


cegó. Se acurrucó en el suelo, demasiado aturdida para proteger su
rostro de la lluvia de arena abrasadora.
El mundo se calmó, volviendo con el latido constante de su
corazón, la sangre corriendo a su cabeza. Puntos negros florecieron en
sus ojos. Flexionó los dedos y sacudió los dedos de los pies, aliviada de
que aún estuvieran pegados. El ruido sordo de su corazón fue
reemplazado lentamente por un zumbido en sus oídos. Tocó
tímidamente la palpitante protuberancia en la parte posterior de su
cráneo, sofocando un grito ante el agudo dolor.

Intentó liberarse de la arena que la había enterrado a medias, aún


cegada por el relámpago. No, no por el destello, se dio cuenta. La blanca
y brillante luz aún estaba en el callejón, condensándose, haciéndose
más pequeña para revelar tumbas quemadas por el fuego mientras se
derrumbaba sobre sí misma. Mientras se derrumbaba sobre algo.

Baseema no se veía por ninguna parte. Frenéticamente, Nahri


comenzó a aflojar las piernas. Había acabado de desenterrarlas cuando
oyó la voz, clara como una campana y enfadada como un tigre, en el
idioma que había estado escuchando toda su vida.

—¡El ojo de Solimán! —rugió—. ¡Mataré a quien me haya llamado


aquí!

No hay magia, ni djinn, ni espíritus esperando para devorarnos.


Las propias palabras decisivas de Nahri a Yaqub volvieron a ella,
burlándose mientras miraba por encima de la lápida en la que había
corrido detrás cuando oyó su voz por primera vez. El aire aún olía a
ceniza, pero la luz que llenaba el callejón se atenuó, casi como si
hubiera sido absorbida por la figura que tenía en el centro. Parecía un
hombre, envuelto en una túnica oscura que giraba alrededor de sus
pies como si fuera humo.

Él se acercó cuando la luz que quedaba se desvaneció en su


cuerpo e inmediatamente perdió el equilibrio, agarrándose a un tronco
de árbol seco. Mientras se estabilizaba, la corteza estalló en llamas bajo
su mano. En vez de echarse hacia atrás, se apoyó contra el árbol en
llamas con un suspiro, las llamas lamiendo inofensivamente su túnica.
Demasiado aturdida como para formar un pensamiento
coherente, y mucho menos huir, Nahri rodó contra la lápida mientras el
hombre volvía a gritar.

—¡Khayzur... si esta es tu idea de una broma, te juro por mis


antepasados que te arrancaré pluma por pluma!

Su extraña amenaza sonó en su mente, las palabras sin sentido,


pero el idioma tan familiar que parecía tangible.

¿Por qué una criatura lunática de fuego habla mi idioma?

Incapaz de combatir su curiosidad, ella se dio la vuelta, mirando


más allá de la lápida.

La criatura cavó en la arena, murmurando para sí misma y


maldiciendo. Mientras Nahri miraba, sacó una cimitarra curva y la
sujetó a su cintura. Rápidamente se le unieron dos dagas, un enorme
cetro, un hacha, un largo carcaj de flechas y un brillante arco de plata.

Con el arco en mano, finalmente se tambaleó hacia arriba y miró


hacia el callejón, obviamente buscando a quienquiera que lo hubiera —
qué había dicho?— “llamado”. Aunque no parecía mucho más alto que
ella, la gran variedad de armas —suficientes para luchar contra toda
una tropa de soldados franceses— era aterradora y ligeramente ridícula.
Como lo que un niño puede hacer cuando juega a ser un guerrero
antiguo.

Un guerrero. Oh, por el Altísimo...

Él la estaba buscando. Nahri fue quien lo llamó.

—¿Dónde estás? —gritó, avanzando con el arco levantado. Se


estaba acercando peligrosamente a la lápida de Nahri—. ¡Te voy a
romper en cuatro! —Hablaba su idioma con un acento culto, su tono
poético en desacuerdo con la aterradora amenaza.
Nahri no tenía ningún deseo de aprender lo que significaba
“romper en cuatro”. Se quitó las sandalias. Una vez que pasó junto a su
lápida, ella se levantó rápidamente y huyó silenciosamente por el
sendero opuesto. Desafortunadamente, se había olvidado de su cesta.
Mientras se movía, las monedas resonaron en la silenciosa noche.

—¡Detente! —rugió el hombre.

Ella aceleró, sus pies descalzos golpeando el suelo. Giró de ruta y


luego otra, con la esperanza de confundirlo.

Viendo una puerta oscura, se agachó dentro. El cementerio


estaba en silencio, libre de los sonidos de la persecución de los pies o de
las amenazas furiosas. ¿Podría haberlo perdido?

Se apoyó en la fría piedra, intentando recuperar el aliento y


deseando desesperadamente su daga, no que su insignificante daga le
ofreciera mucha protección contra el hombre excesivamente armado
persiguiéndola.

No puedo quedarme aquí. Pero Nahri no podía ver nada más que
tumbas frente a ella y no tenía ni idea de cómo volver a las calles.
Apretó los dientes, intentando armarse de valor.

Por favor, Dios... o quienquiera que esté escuchando, oró... sácame


de aquí y te juro que mañana le pediré a Yaqub un novio. Y nunca volveré
a hacer otro zaar. Dio un paso vacilante.

Una flecha silbó en el aire.

Nahri chilló mientras cortaba su sien. Se tambaleó hacia delante


y agarró su cabeza, sus dedos inmediatamente pegajosos con sangre.

La fría voz habló:

—Detente donde estás o el próximo te atravesará la garganta.

Se quedó inmóvil, con la mano aún apretada contra su herida. La


sangre ya estaba coagulada, pero no quería darle a la criatura una
excusa para hacerle otro agujero.
—Date la vuelta.

Se tragó su miedo y se giró, manteniendo las manos quietas y los


ojos en el suelo.

—Po-por favor, no me mates —tartamudeó—. No era mi


intención…

El hombre, o lo que sea que fuera, inhaló, un ruido como el de un


carbón extinguido.

—Tú... eres humana —susurró—. ¿Cómo conoces a Divasti?


¿Cómo puedes oírme?

—Yo... —Nahri se detuvo, sorprendida al aprender finalmente el


nombre del idioma que había conocido desde su infancia. Divasti.

—Mírame. —Se acercó, el aire que había entre ellos calentándose


con el olor a cítricos quemados.

Su corazón latía tan fuerte que podía oírlo en sus oídos. Respiró
hondo, forzándose a encontrarse con su mirada.

Su rostro estaba cubierto como la de un viajero del desierto, pero,


aunque hubiera sido visible, dudaba que hubiera visto algo más que
sus ojos. Más verdes que las esmeraldas, eran casi demasiado brillantes
para verlos directamente.

Los ojos de él se entrecerraron. Empujó hacia atrás el pañuelo de


su cabeza, y Nahri se estremeció mientras tocaba su oreja derecha. Las
puntas de sus dedos estaban tan calientes que incluso su breve presión
fue suficiente para quemar su piel.

—Shafit —dijo él en voz baja, pero a diferencia de sus otras


palabras, el término seguía siendo incomprensible en su mente—.
Mueve la mano, niña. Déjame ver tu rostro.

Le apartó la mano antes de que ella pudiera obedecer. A estas


alturas, la sangre ya se había coagulado. Expuesta al aire, la herida le
picaba; sabía que la piel se estaba tejiendo de nuevo ante sus ojos.
Él saltó hacia atrás, casi chocando contra la pared opuesta.

—¡Ojo de Solimán! —La miró de arriba a abajo de nuevo, oliendo


el aire como un perro—. ¿Cómo… cómo lo hiciste? —exigió. Sus
brillantes ojos brillaron—. ¿Esto es algún tipo de truco? ¿Una trampa?

—¡No! —Levantó las manos, rezando para que pareciera


inocente—. ¡Sin truco, no hay trampa, lo juro!

—Tu voz... tú eres la que me llamó. —Levantó su espada y puso la


hoja curva contra su cuello, suave como la mano de un amante—.
¿Cómo? ¿Para quién trabajas?

El estómago de Nahri se ató en un nudo apretado. Tragó,


resistiendo el impulso de sacudirse la espada de la garganta, sin duda
un movimiento así acabaría mal.

Pensó rápido.

—Sabes... había otra chica aquí. Apuesto a que ella te llamó. —


Señaló el carril opuesto con un dedo, intentando forzar un poco de
confianza en su voz—. Se fue por ahí.

—¡Mentirosa! —siseó, y la fría espada se acercó—. ¿Crees que no


reconozco tu voz?

Nahri entró en pánico. Normalmente era buena bajo presión, pero


tenía poca práctica en burlar a los espíritus de fuego enfurecidos.

—¡Lo siento! Y-yo solo canté una canción… no era mi intención…


¡ow! —gritó mientras él presionaba con más fuerza la hoja, mordiéndole
el cuello.

La alejó y luego se la llevó al rostro, estudiando la mancha de


sangre roja que había en la superficie metálica de la hoja. La olió,
apretándola contra su rostro cubierto.

—Oh, Dios... —El estómago de Nahri se revolvió. Yaqub tenía


razón, se había enredado con la magia que no entendía y ahora iba a
pagar por ello—. Por favor… solo hazlo rápido... —Trató de calmarse—.
Si vas a comerme...
—¿Comerte? —Hizo un sonido de asco—. El olor de tu sangre es
suficiente para que no coma durante un mes. —Dejó caer la espada—.
Hueles a tierra nacida. No eres una ilusión.

Ella parpadeó, pero antes de que pudiera cuestionar esa extraña


proclamación, el suelo dio un repentino y violento estruendo.

Él tocó la tumba a su lado y luego miró con nerviosismo a las


lápidas temblorosas.

—¿Esto es un cementerio?

Nahri pensó que era bastante obvio.

—El más grande de El Cairo.

—Entonces no tenemos mucho tiempo. —Miró hacia arriba y


hacia abajo en el callejón antes de girarse hacia ella—. Respóndeme, y
sé rápida y honesta al respecto. ¿Querías llamarme aquí?

—No.

—¿Tienes alguna otra familia aquí?

¿Cómo es posible que eso sea importante?

—No, solo yo.

—¿Y has hecho algo así antes? —exigió, su voz urgente—. ¿Algo
fuera de lo común?

Solo toda mi vida. Nahri dudó. Pero aterrorizada como estaba, el


sonido de su lengua materna era embriagador, y no quería que el
misterioso desconocido dejara de hablar.

Y así la respuesta salió corriendo de ella antes de que pudiera


pensar mejor en ello.

—Nunca había “llamado a nadie”, pero me curo. Como lo viste. —


Tocó la piel de su sien.
La miró fijamente al rostro, sus ojos se volvieron tan brillantes
que tuvo que mirar hacia otro lado.

—¿Puedes curar a otros? —Hizo la pregunta en un tono


extrañamente suave y desesperado, como si supiera y temiera la
respuesta.

El suelo cedió, y la lápida entre ellos se convirtió en polvo. Nahri


jadeó y miró por encima de los edificios que les rodeaban,
repentinamente consciente de lo antiguos e inestables que parecían.

—Un terremoto...

—Deberíamos ser tan afortunados. —Hábilmente pasó junto a la


lápida desmoronada y agarró su brazo.

—¡Ya! —protestó; su toque caliente quemó su delgada manga—.


¡Déjame ir!

La agarró más fuerte.

—¿Cómo salimos de aquí?

—¡No voy a ir a ninguna parte contigo! —Trató de liberarse y


luego se quedó inmóvil.

Dos delgadas figuras arqueadas estaban al final de uno de los


estrechos senderos del cementerio. Un tercero colgaba de una ventana,
la pantalla rota en el suelo. Nahri no necesitaba escuchar la ausencia
de los latidos de su corazón para saber que los tres estaban muertos.
Los andrajosos restos de las mortajas colgaban de sus desecadas
figuras, el olor a putrefacción llenando el aire.

—Dios sea misericordioso —susurró, su boca secándose—.


¿Qué... qué...?

—Guls —contestó el hombre. Dejó ir su brazo y clavó su espada


en sus manos—. Toma esto.
Nahri apenas podía levantar la maldita cosa. La sostuvo
torpemente con ambas manos mientras el hombre tiraba de su arco y
apuntaba una flecha.

—Veo que has encontrado a mis sirvientes.


La voz vino de detrás de ellos, joven y juvenil. Nahri se dio la
vuelta. Baseema estaba a unos pasos de distancia.

El hombre tenía una flecha apuntando a la joven en un abrir y


cerrar de ojos.

—Ifrit —siseó él.

Baseema sonrió educadamente.

—Afshin —saludó—. Qué agradable sorpresa. Lo último que supe


es que estabas muerto, enloquecido al servicio de tus amos humanos.

El aludido se estremeció y llevó el arco hacia atrás.

—Vete al infierno, demonio.

Baseema rio.

—Sí, no hay necesidad de eso. Ahora estamos del mismo lado,


¿no lo has oído? —Sonrió con suficiencia y se acercó. Nahri podía ver
un destello malicioso en sus oscuros ojos—. Seguramente harás
cualquier cosa para ayudar al nuevo Banu Nahida.

¿Al más nuevo qué? Pero el término debe haber significado algo
para el hombre: sus manos temblaban en el arco.

—Los Nahid están muertos —dijo con voz temblorosa—. Ustedes,


demonios, los mataron a todos.

Baseema se encogió de hombros.

—Lo intentamos. Todo en el pasado, supongo. —Le guiñó un ojo a


Nahri—. Ven. —La hizo una seña para que se acercara—. No hay razón
para hacer esto difícil.
El hombre —Afshin, lo había llamado Baseema— se interpuso
entre ellas.

—Te arrancaré del cuerpo de esa pobre niña si te acercas más.

Baseema asintió groseramente a las tumbas.

—Mira a tu alrededor, tonto. ¿Tienes idea de cuántos aquí tienen


deudas con mi especie? Solo tengo que decir una palabra y ambos
serán devorados.

¿Devorados? Nahri inmediatamente se alejó de Afshin.

—¡Espera! ¿Sabes qué? Tal vez debería...

Algo frío y afilado le agarró el tobillo. Bajó la mirada. Una mano


huesuda, el resto de su brazo aún enterrado, la sostenía con fuerza.
Tiró con fuerza, y tropezó, cayendo justo cuando una flecha cayó sobre
su cabeza.

Nahri golpeó la esquelética mano con la espada de Afshin,


intentando no amputarse accidentalmente el propio pie.

—¡Suéltame, suéltame! —gritó, la sensación de huesos sobre su


piel haciendo que todos los vellos de su cuerpo se le pararan de punta a
punta.

Desde el rabillo del ojo, vio a Baseema colapsar.

Afshin corrió a su lado, poniéndola de pie mientras aplastaba la


mano que sujetaba su tobillo con la empuñadura de la espada. Se liberó
y giró la espada.

—¡La mataste!

Saltó hacia atrás para evitar la hoja.

—¡Ibas a acercarte a ella! —Los guls gimieron, y él recogió la


espada rápidamente antes de agarrar la mano de Nahri—. No hay
tiempo para discutir. ¡Vamos!
Corrieron por el carril más cercano mientras el suelo temblaba.
Una de las tumbas se abrió de golpe y dos cadáveres se lanzaron contra
Nahri. La espada de Afshin relampagueó, haciendo que sus cabezas
dieran vueltas.

La llevó a un callejón estrecho.

—Tenemos que salir de aquí. Es probable que los guls no puedan


abandonar el cementerio.

—¿Probable? ¿Quieres decir que hay una posibilidad de que estas


cosas salgan a la luz y empiecen a darse un festín con todos en El
Cairo?

Parecía pensativo.

—Eso proporcionaría una distracción... —Quizás notando su


horror, rápidamente cambió de tema—. De cualquier manera, tenemos
que irnos.

—Yo… —Miró a su alrededor, pero estaban en lo profundo del


cementerio—. No sé cómo.

Él suspiró.

—Entonces tendremos que hacer nuestra propia salida. —Movió


su cabeza hacia los mausoleos circundantes—. ¿Crees que puedo
encontrar una alfombra en alguno de estos edificios?

—¿Una alfombra? ¿Cómo nos va a ayudar una alfombra?

Las lápidas cerca de ellos temblaban. Él hizo un ruido de silencio.

—Silencio —susurró—. Despertarás más.

Ella tragó con fuerza, lista para meterse con este Afshin si era la
mejor manera de evitar convertirse en una comida para los muertos.

—¿Qué necesitas que haga?


—Encuentra una alfombra, un tapiz, cortinas, algo de tela y lo
suficientemente grande para ambos.

—Pero por qué...

La interrumpió, señalando con un dedo hacia los espantosos


sonidos que venían del callejón opuesto.

—No más preguntas.

Estudió las tumbas. Una escoba descansaba fuera de una, y las


pantallas de madera de sus ventanas parecían nuevas. Era grande,
probablemente del tipo que tenía una pequeña habitación para los
visitantes.

—Vamos a intentar con esa.

Se arrastraron por el callejón. Ella intentó abrir la puerta, pero no


se movió.

—Está cerrada —dijo—. Dame una de tus dagas, yo la recogeré.

Él levantó la palma de la mano. La puerta se abrió hacia adentro,


astillas de madera rociando el suelo.

—Ve, yo vigilaré la entrada.

Nahri miró hacia atrás. El ruido ya había llamado la atención; un


grupo de guls apresurándose en su dirección.

—¿Se están volviendo más… rápidos?

—La maldición toma tiempo para calentarse.

Palideció.

—No puedes matarlos a todos.

Le dio un empujón.

—¡Entonces date prisa!


Nahri frunció el ceño, pero se apresuró a trepar por la puerta en
ruinas. La tumba era aún más oscura que el callejón, la única
iluminación proveniente de la luz de la luna que atravesaba las
pantallas talladas y arrojaba elaborados diseños al suelo.

Nahri dejó que sus ojos se adaptaran. Su corazón se aceleró. Es


como inspeccionar una casa. Has hecho esto cientos de veces. Se
arrodilló para pasar las manos por encima del contenido de una caja
abierta en el suelo. Dentro había una olla polvorienta y varias tazas,
apiladas cuidadosamente dentro de cada una, esperando a los
visitantes sedientos. Siguió adelante. Si la tumba estuviera preparada
para los invitados, habría un lugar para visitar. Y si Dios fuera amable y
la familia de este difunto en particular fuera respetable, tendrían
alfombras allí.

Se movió más adentro, manteniendo una mano en la pared para


orientarse mientras trataba de adivinar cómo estaba dispuesto el
espacio. Nahri nunca antes había estado dentro de una tumba; nadie
que conociera querría que alguien como ella se acercara a los huesos de
sus ancestros.

El grito gutural de un gul atravesó el aire, seguido rápidamente


por un fuerte golpe contra la pared exterior. Moviéndose más
rápidamente, se asomó a la oscuridad, divisando dos habitaciones
separadas. La primera tenía cuatro pesados sarcófagos metidos en su
interior, pero la siguiente parecía contener una pequeña sala de estar.
Algo estaba enrollado en una esquina oscura. Se apresuró y lo tocó: una
alfombra. Gracias al Altísimo.

La alfombra enrollada era más larga que ella, y pesada. Nahri la


arrastró a través de la tumba, pero solo había llegado a la mitad cuando
un suave ruido llamó su atención. Levantó la vista, tomando un bocado
de polvo arenoso mientras pasaba junto a su rostro. Más arena pasó
por sus pies, como si estuviera siendo succionada de la tumba.

Se había vuelto espeluznantemente silencioso. Un poco


preocupada, Nahri dejó caer la alfombra y miró a través de uno de los
mosquiteros de las ventanas.
El olor a putrefacción y decadencia casi la abrumó, pero vio a
Afshin, sola entre un montón de cuerpos. Su arco había desaparecido;
en una mano sostenía la maza, cubierta de vísceras, y en la otra la
espada, fluido oscuro goteando del reluciente acero. Sus hombros
estaban desplomados, su cabeza inclinada por la derrota. Al final del
camino, pudo ver que aún venían más guls. Por Dios, ¿todos los
enterrados aquí tenían una deuda con un demonio?

Lanzó sus armas al suelo.

—¿Qué estás haciendo? —gritó mientras él levantaba lentamente


sus manos vacías como si estuviera rezando—. Hay más... —Su
advertencia se apagó.

Cada partícula de arena, cada mota de polvo a la vista, se


apresuraba a encontrarse con el movimiento de sus manos,
condensándose y arremolinándose en un embudo giratorio en el centro
de la calle. Él respiró hondo y lanzó sus manos hacia afuera.

El embudo explotó hacia los guls, un chasquido rompiendo el


aire.

Nahri sintió una ola de presión que sacudió la pared, arena que la
arrasó desde la pantalla abierta.

Y controlarán los vientos y serán señores de los desiertos. Y todo


viajero que se desvíe por su tierra estará condenado.

La frase no era espontánea para ella, algo que había escuchado


durante sus años de fingir ser sabia sobre lo sobrenatural. Solo había
una criatura a la que se refería esa frase, solo una que aterrorizaba a
los guerreros endurecidos y desde el Magreb hasta el Hind. Un ser
antiguo que se dice que vive para engañar y aterrorizar a la humanidad.
Un djinn.

Afshin era un djinn. Un djinn honesto.


Fue una realización que la distrajo, una que la hizo olvidar
momentáneamente dónde estaba. Así que cuando una mano huesuda
jaló su espalda y le hundió los dientes en el hombro, se quedó
comprensiblemente desprevenida.

Nahri gritó, más sorprendida que con dolor, ya que la mordedura


no era profunda. Luchó por quitarse el gul de la espalda, pero éste la
envolvió con sus piernas y la lanzó al suelo, aferrándose a su cuerpo
como un cangrejo.

Se las arregló para liberar un codo, y lo empujó con fuerza. El gul


cayó, pero se llevó un buen trozo de su hombro con él. Nahri jadeó; la
quemadura de la carne expuesta hizo que manchas florecieran en su
visión.

El gul se apresuró hacia su cuello, y ella se fue corriendo. Su


cuerpo no era demasiado viejo; la carne hinchada y un destrozado
sudario de entierro aún cubrían sus extremidades. Pero sus ojos eran
una horrible y pestilente ruina de gusanos retorciéndose.

Nahri sintió movimiento tras ella demasiado tarde. Un segundo


gul la jaló cerca, inmovilizando sus brazos.

—¡Afshin! —gritó.

Los guls la arrastraron al suelo. El primero le hizo un corte en la


abaya, rastrillando uñas afiladas a través de su estómago. Suspiró con
satisfacción mientras pasaba una áspera lengua sobre su
ensangrentada piel, y todo su cuerpo tembló en respuesta, la repulsión
corriendo por su sangre. Se golpeó contra ellos, finalmente logrando
aplastar su puño contra el rostro del segundo gul mientras se inclinaba
hacia su cuello.

—¡Suéltame! —gritó. Intentó golpearlo de nuevo, pero agarró su


puño, doblándole el brazo. Algo saltó en su codo, pero el dolor apenas
se notó.

Porque al mismo tiempo, arrancó su garganta.


La sangre llenó su boca. Sus ojos giraron hacia atrás. El dolor
estaba retrocediendo, su vista oscureciéndose, así que no vio el
acercamiento del djinn, solo escuchó un rugido furioso, el silbido de
una espada, y dos golpes. Uno de los demonios colapsó sobre ella.

Sangre pegajosa y caliente se acumuló en el suelo debajo de su


cuerpo.

—No... no, no —murmuró mientras era levantada del suelo y la


sacaban de la tumba.

El aire de la noche heló su piel.

Estaba en algo suave y de repente ingrávida. Hubo una débil


sensación de movimiento.

—Lo siento, chica —susurró una voz, en un idioma que, hasta


hoy, Nahri nunca había oído hablar a otro—. Pero tú y yo no hemos
terminado.
3
Nahri
Traducido por Mary Rhysand & Taywong

Nahri sabía que algo estaba mal antes de abrir los ojos.
El sol brillaba —demasiado— contra sus aun cerrados ojos, y su
abaya húmedo se le pegaba en el estómago. Una brisa gentil le sopló el
rostro. Gimió y se dio vuelta, tratando de refugiarse en su manta.

En vez de ello, obtuvo una muestra de arena. Escupiendo, se


sentó y se sacudió los ojos. Parpadeó.

Definitivamente no se hallaba en el Cairo.

Un bosque sombrío de palmeras datileras y matorral la rodeaba;


acantilados rocosos bloqueaban parte del cielo azul brillante. A través
de los árboles, no había nada más que desierto, reluciente arena dorada
en todas direcciones.

Y frente a ella se encontraba el djinn.

Acurrucado como un gato sobre los restos humeantes de un fuego


pequeño —el fuerte olor de la madera verde quemada llenaba el aire— el
djinn la miró con una especie de curiosidad en sus brillantes ojos
verdes. En una mano cubierta de hollín se encontraba una daga fina,
con el mango engastado con un patrón giratorio de lapislázuli y
cornalinas. La arrastró por la arena mientras ella observaba, la hoja
brillaba a la luz del sol. Sus otras armas estaban apiladas detrás de él.
Nahri tomó la primera rama en la que su mano aterrizó y la
sostuvo con lo que esperaba que fuera un modo un tanto amenazador.

—Atrás —le advirtió.

Él frunció los labios, claramente no impresionado. Pero la acción


desvió la atención de a ella a su boca, y Nahri se sobresaltó por el
primer buen vistazo a su rostro no cubierto. A pesar que no había ni un
ala ni un cuerno a la vista, su piel marrón claro tenía un brillo
innatural, y sus orejas se torcían en puntos alargados. Rizos negros tan
imposiblemente negros como su propio cabello, caían encima de sus
hombros, enmarcando un rostro claramente atractivo con pestañas
largas y cejas tupidas. Un tatuaje negro le marcaba la sien izquierda,
una sola flecha cruzada sobre un ala estilizada. Su piel no tenía
marcas, pero había algo antiguo sobre su mirada brillante.
Probablemente podía tener treinta o ciento treinta años.

Era hermoso, extremadamente, aterradoramente hermoso, con la


clase de atractivo Nahri imaginaba tenía un tigre antes de rasgarte la
garganta. Su corazón dio un vuelco mientras su estómago se contrajo
de miedo.

Ella cerró la boca, de repente consiente que le colgaba abierta.

—¿A… a dónde me has traído? —tartamudeó en… ¿cómo le había


llamado él a su lengua? ¿Divasti? Cierto, esa era. Divasti.

Él no apartó sus ojos de ella, su rostro de arresto ilegible.

—Este.

—¿Este? —repitió ella.

El djinn alzó su rostro, mirándola como si fuera idiota.

—La dirección opuesta al sol.

Una chispa de irritación se encendió dentro de ella.


—Sé lo que significa la palabra… —El djinn frunció ante su tono,
y Nahri le dio a la daga una mirada nerviosa—. Tú… tú estás
claramente ocupado con eso —dijo en un tono más conciliador,
señalando al arma mientras se levantaba—. Así que por qué no solo te
dejo solo y…

—Siéntate.

—En serio, no es…

—Siéntate.

Nahri se dejó caer al suelo. Pero a medida el silencio se hacía


demasiado entre ellos, espetó, sus nervios finalmente consiguiendo lo
mejor de ella:

—Me siento. ¿Ahora qué? ¿Vas a matarme como mataste a


Baseema o solo nos vamos a mirar hasta que yo muera de sed?

Él frunció sus labios de nuevo, y Nahri trató de no mirar,


sintiendo una punzada repentina de simpatía por alguno de sus clientes
más enamorados. Pero lo que dijo a continuación apartó tales
pensamientos de su mente.

—Lo que le hice a esa chica fue una bondad. Estuvo condenada
desde el momento en que el ifrit la poseyó: ellos arden dentro de sus
huéspedes.

Nahri se estremeció. Oh, Dios… Baseema, perdóname.

—No quise decir eso… que la heriste. Lo juro. —Dio un respiro


tembloroso—. Cuando la mataste… ¿mataste de igual forma al ifrit?

—Lo intenté. Puede que haya escapado antes que ella muriera.

Se mordió el labio, recordando la sonrisa gentil de Baseema y la


fuerza queda de su madre. Pero tenía que apartar la culpa ahora.

—Así que… si eso era un ifrit, ¿entonces tú que eres? ¿Alguna


clase de djinn?
Él hizo una cara de disgusto.

—No soy un djinn, chica. Soy un Daeva. —Su boca se curvó en


desprecio—. Los daeva que se llaman así mismos djinn no tienen
respeto por nuestra gente. Son traidores, llevados solo por la ambición.

El odio en su voz envió una sacudida de miedo a través de su


cuerpo.

—Oh —dijo. Tenía muy poca idea cuáles eran las diferencias entre
ambos, pero parecía sabio no presionar en el asunto—. Mi error. —
Presionó sus palmas contra sus rodillas para esconder su temblor—.
¿Tienes… un nombre?

Sus brillantes ojos se entrecerraron.

—Deberías saber mejor que preguntar eso.

—¿Por qué?

—Hay poder en los nombres. No es algo que mi gente dé tan


fácilmente.

—Baseema te llamó Afshin.

El daeva sacudió su cabeza.

—Eso es meramente un título… y uno viejo y más allá de inútil en


eso.

—¿Entonces no me dirás tu nombre real?

—No.

Sonaba incluso más hostil que anoche. Nahri se aclaró la


garganta, tratando de mantener la calma.

—¿Qué quieres conmigo?

Ignoró su pregunta.
—¿Tienes sed?

Sedienta era una subestimación; la garganta de Nahri se sentía


como si se hubiera derramado arena sobre ella, y considerando los
eventos de la noche anterior, había una posibilidad justa de que fuera
verdad. Su estómago también retumbó, recordándole que no había
comido nada en horas.

El daeva removió una vasija de su manta, pero cuando ella se


estiró por ella, él la sostuvo.

—Voy a hacerte unas preguntas primero. Las contestarás. Y


honestamente. Me pareces una mentirosa.

No tienes idea.

—Bien. —Mantuvo su tono quedo.

—Cuéntame de ti. Tu nombre, tu familia. De dónde es tu gente.

Alzó una ceja.

—¿Por qué tú puedes conocer mi nombre si yo no puedo conocer


el tuyo?

—Porque yo tengo el agua.

Ella frunció el ceño pero decidió decirle la verdad… por ahora.

—Mi nombre es Nahri. No tengo familia. No tengo idea de dónde


provienen.

—Nahri —repitió, diciendo la palabra con un ceño—. Sin familia…


¿estás segura?

Era la segunda vez que le preguntaba por su familia.

—Hasta donde yo sé.

—¿Entonces quién te enseñó Divasti?


—Nadie me enseñó. Creo que es mi lengua nativa. Al menos,
siempre la he sabido. Además… —dudó Nahri. Nunca hablaba de estas
cosas, habiendo aprendido las consecuencias como una niña.

Oh, ¿Por qué no? tal vez él tendrá, de hecho, algunas respuestas
para mí.

—Desde pequeña, he sido capaz de aprender cualquier idioma —


agregó—. Cada dialecto. Puedo entender, y responder, cualquier lengua
que me hablan.

Él se echó hacía atrás, inhalando con fuerza.

—Puedo probar eso —dijo. Pero no en Divasti, sino en una nueva


lengua con sílabas redondeadas y alargadas.

Ella absorbió los sonidos, dejándolo correr a través de ella. La


respuesta vino tan pronto como abrió sus labios.

—Continúa.

Él se inclinó hacia adelante, su ojos brillando con desafío.

—Pareces un erizo que ha sido arrastrado a través de unas


catacumbas.

Este lenguaje era incluso más fuerte, musical y bajo, más como
un murmullo que un discurso. Lo miró de vuelta.

—Deseo que alguien te arrastrara a través de unas catacumbas.

Sus ojos dejaron de relucir.

—Es como tú dices entonces —murmuró él en Divasti—. ¿Y no


tienes idea de tus orígenes?

Lanzó sus manos hacia atrás.

—¿Cuántas veces debo decirlo?


—¿Entonces qué de tu vida ahora? ¿Cómo vives? ¿Estás casada?
—Su expresión se oscureció—. ¿Tienes hijos?

Nahri no podía apartar sus ojos de la vasija.

—¿Por qué te importa? ¿Estás casado? —respondió de vuelta,


molesta. Él la miró—. Bien. No estoy casada. Vivo sola. Trabajo en un
boticario… Como una especie de asistente.

—Anoche mencionaste el bloqueo de la cerradura.

Maldición, él era observador.

—Algunas veces tomo… asignaciones alternativas para suplir mis


ingresos.

El djinn —no, el daeva, se corrigió— entrecerró sus ojos.

—¿Eres alguna clase de ladrona, entonces?

—Esa es una forma muy cerrada de verlo. Prefiero pensar que soy
un mercader de tareas delicadas.

—Eso no te hace menos criminal.

—Ah, y sin embargo, ¿hay una cierta diferencia entre djinn y


daeva?

Él frunció el ceño, el dobladillo de su túnica se convirtió en humo,


y Nahri cambió rápidamente de tema.

—Hago otras cosas. Hago amuletos, proveo algunas curaciones…

Parpadeó, sus ojos brillando aún más, más intensos.

—¿Entonces puedes curar a otros? —Su voz se hizo hueca—.


¿Cómo?
—No lo sé —admitió—. Usualmente puedo sentir enfermedades
mejor de lo que puedo curarlas. Algo olerá mal, o habrá una sombra
sobre la parte del cuerpo. —Se detuvo, tratando de encontrar las
palabras correctas—. Es difícil de explicar. Puedo traer bebes muy bien
porque puedo sentir su posición. Y cuando coloco mis manos sobre las
personas… en cierta forma les deseo bien… pienso sobre las partes
arreglándose solas; algunas veces funciona. Otra vez no.

Su rostro se volvió más tormentoso mientras ella hablaba. Él


cruzó los brazos; el contorno de los miembros bien musculosos presionó
contra la tela humeante.

—Y a los que no puedes curar... ¿asumo que les reembolsas?

Ella empezó a reírse y luego se dio cuenta de que hablaba en


serio.

—Claro.

—Esto es imposible —declaró. Se puso en pie, caminando con


una gracia que contradecía su verdadera naturaleza—. Los Nahid
nunca... no con un humano...

Aprovechando su distracción, Nahri recogió el odre del suelo y


arrancó el tapón. El agua estaba deliciosa, fresca y dulce, como nada
que hubiera probado.

El daeva se giró hacia ella.

—¿Así que solo vives en silencio con estos poderes? —exigió—.


¿Nunca te has preguntado por qué los tienes? ¡Ojo de Solimán... podrías
estar derrocando gobiernos, y en su lugar robas a los campesinos!

Sus palabras la enfurecieron. Dejó caer el odre.


—Yo no robo a los campesinos —espetó—. Y no sabes nada de mi
mundo, así que no me juzgues. Intenta vivir en la calle cuando tienes
cinco años y hablas un idioma que nadie entiende. Cuando te echan de
cada orfanato después de predecir qué niño morirá de tuberculosis y
decirle a la profesora que tiene una sombra creciendo en su cabeza —
sentenció, brevemente sobrecogida por sus recuerdos—. Hago lo que
necesito para sobrevivir.

—¿Y llamarme? —preguntó, sin disculpas en su voz—. ¿Hiciste


eso para sobrevivir?

—No, lo hice como parte de una ceremonia tonta. —Se detuvo. No


tan tonta después de todo; Yaqub tenía razón sobre los peligros de
interferir con tradiciones que no eran las suyas—. Canté una de las
canciones en Divasti, no tenía idea de lo que pasaría. —Decirlo en voz
alta hizo poco para aliviar la culpa que sentía por Baseema, pero siguió
adelante—. Aparte de lo que puedo hacer, nunca he visto nada extraño.
Nada mágico, ciertamente nada como tú. No creí que esas cosas
existieran.

—Bueno, eso fue una idiotez. —Ella lo fulminó con la mirada,


pero él solo se encogió de hombros—. ¿No fueron tus propias
habilidades suficientes pruebas?

Negó con la cabeza.

—No lo entiendes. —Él no podía. No había vivido su vida, la


constante avalancha de negocios que tenía que traer para mantenerse a
flote, sus sobornos pagados. No había tiempo para nada más. Lo único
que importaba eran las monedas en su mano, el único poder verdadero
que tenía.

Y hablando de eso... Nahri miró a su alrededor.

—La canasta que llevaba... ¿dónde está? —Ante su mirada en


blanco, entró en pánico—. ¡No me digas que la dejaste atrás!
Se puso de pie de un salto para buscar, pero no vio nada más que
la alfombra extendida en la sombra de un gran árbol.

—Huimos por nuestras vidas —dijo sarcásticamente—.


¿Esperabas que perdiera el tiempo contando tus pertenencias?

Sus manos volaron a sus sienes. Había perdido una pequeña


fortuna en una noche. Y tenía aún más que perder escondida en su
puesto en casa. El corazón de Nahri se aceleró; necesitaba regresar a El
Cairo. Entre los rumores que sin duda volarían después del zaar y su
ausencia, no pasaría mucho tiempo antes de que su casero saqueara el
lugar.

—Necesito volver —dijo—. Por favor. No quise llamarte. Y estoy


agradecida de que me hayas salvado de los guls —agregó, pensando que
un poco de aprecio no le haría daño—. Pero solo quiero ir a casa.

Una mirada oscura cruzó su rostro.

—Oh, te vas a casa, sospecho. Pero no será a El Cairo.

—¿Disculpa?

Él ya se estaba alejando.

—No puedes volver al mundo humano. —Se sentó pesadamente


sobre la alfombra bajo la sombra de un árbol y se quitó las botas.
Parecía haber envejecido durante su breve conversación, su rostro
ensombrecido por el cansancio—. Va contra nuestra ley, y es probable
que los ifrit ya te estén rastreando. No durarías ni un día.

—¡Ese no es tu problema!

—Lo es. —Se recostó, cruzando los brazos detrás de su cabeza—.


Como tú, desafortunadamente.

Un escalofrío bajó por la espalda de Nahri. Las preguntas


intencionadas sobre su familia, la decepción apenas oculta cuando se
enteró de sus habilidades.
—¿Qué sabes de mí? ¿Sabes por qué puedo hacer estas cosas?

Se encogió de hombros.

—Tengo mis sospechas.

—¿Cuáles son? —incitó cuando él se quedó callado—. Dime.

—¿Dejarás de molestarme si lo hago?

No. Asintió.

—Sí.

—Creo que eres un shafit.

También la había llamado así en el cementerio. Pero la palabra


seguía siendo desconocida.

—¿Qué es un shafit?

—Es lo que llamamos alguien con sangre mezclada. Es lo que


pasa cuando mi raza se vuelve un poco… indulgente con los humanos.

—¿Indulgente? —jadeó, el significado de sus palabras quedando


claro—. ¿Crees que tengo sangre de daeva? ¿Que soy como tú?

—Créeme cuando digo que encuentro tal cosa igualmente


angustiante. —Chasqueó la lengua en señal de desaprobación—. Nunca
hubiera pensado acerca de un Nahid capaz de semejante transgresión.

Nahri se estaba confundiendo cada vez más.

—¿Qué es un Nahid? Baseema también me llamó así, ¿no?

Un músculo se movió en su mandíbula, y ella captó un parpadeo


de emoción en sus ojos. Fue breve, pero estaba ahí. Se aclaró la
garganta.

—Es un apellido —respondió finalmente—. Los Nahid son una


familia de curanderos de daeva.
¿Curanderos daeva? Nahri se quedó boquiabierta, pero antes de
que ella pudiera responder, él le hizo un gesto con la mano.

—No. Te dije lo que pienso y me prometiste que me dejarías en


paz. Necesito descansar. Hice un montón de magia anoche y quiero
estar listo si el ifrit viene a buscarte otra vez.

Nahri se estremeció, su mano instintivamente yendo hacia su


garganta.

—¿Qué quieres hacer conmigo?

Él hizo un sonido irritado y metió la mano en su bolsillo. Nahri


saltó, esperando un arma, pero en vez de eso sacó un montón de ropa
que parecía demasiado grande para caber en el espacio y la lanzó en su
dirección sin abrir los ojos.

—Hay una piscina cerca del acantilado. Te sugiero que la visites.


Hueles incluso más vil que el resto de los tuyos.

—No has respondido a mi pregunta.

—Porque aún no lo sé. —Pudo escuchar la incertidumbre en su


voz—. He llamado a alguien para que me ayude. Esperaremos.

Justo lo que necesitaba, un segundo djinn para influir en su


destino. Recogió el paquete de ropa.

—¿No te preocupa que me escape?

Él dejó salir una risa somnolienta.

—Buena suerte saliendo del desierto.


El oasis era pequeño, y no pasó mucho tiempo antes de que
llegara a la piscina que él había mencionado, un estanque sombrío
alimentado por el chorro constante de manantiales de un saliente
rocoso y rodeado de matorrales. No veía señales de caballos o camellos;
no podía imaginar cómo habían llegado hasta aquí.

Encogiéndose de hombros, Nahri se quitó la abaya en ruinas,


entró y se sumergió.

La presión del agua fría fue como el toque de un amigo. Cerró los
ojos, intentando digerir la locura del día anterior. Había sido
secuestrada por un djinn. Un daeva. Lo que sea. Una criatura mágica
con demasiadas armas que no parecía particularmente enamorado de
ella.

Se echó de espaldas, trazando formas en el agua y mirando el


cielo bordeado de palmeras.

Él cree que tengo sangre daeva. La idea de que estuviera


relacionada de alguna manera con la criatura que había convocado una
tormenta de arena anoche parecía ridícula, pero él tenía razón al
ignorar las implicaciones de sus habilidades curativas. Nahri había
pasado toda su vida tratando de mezclarse con los que la rodeaban solo
para sobrevivir. Esos instintos estaban en guerra incluso ahora: su
emoción por saber lo que era y su impulso de huir a la vida que había
trabajado tan duro para establecerse en El Cairo.

Pero sabía que sus probabilidades de sobrevivir sola en el desierto


eran bajas, así que trató de relajarse, disfrutando de la piscina hasta
que se le arrugaron las puntas de los dedos. Secó su piel con una
cáscara de palma y masajeó su cabello en el agua, disfrutando de la
sensación de estar limpia. No era frecuente que volviera a casa a
bañarse, las mujeres del baño turco local dejaron claro que no era
bienvenida, tal vez por temor a que le echara un maleficio al agua del
baño.
Era poco lo que podía hacer para salvar su abaya, pero lavó lo
que quedaba, extendiéndola sobre una soleada roca para que se secara
antes de prestar atención a la ropa que el daeva le había dado.

Era obviamente suyo; olía a cítricos quemados y fue cortado para


acomodar a un hombre musculoso, no a una mujer crónicamente
hambrienta. Nahri frotó la tela de color ceniza entre sus dedos y se
maravilló de su calidad. Era suave como la seda, pero resistente como el
fieltro. También era completamente perfecto; por mucho que lo
intentara, no pudo encontrar ni un solo punto de sutura. Podría
venderlo por una buena suma si escapara.

La túnica colgaba cómicamente grande alrededor de su cintura y


terminaba más allá de sus rodillas. Se arremangó las mangas lo mejor
que pudo y luego volvió su atención hacia los pantalones. Después de
arrancar una tira de su abaya para usarla como cinturón y enrollar los
dobladillos, se mantuvieron razonablemente bien, pero solo podía
imaginar lo ridícula que se veía.

Con una piedra afilada, cortó una sección más larga de su abaya
en forma de velo. Su cabello se había secado en un lío salvaje de rizos
negros que intentó trenzar antes de atarse la bufanda improvisada a la
cabeza. Bebió hasta saciarse del odre —parecía rellenarse por sí solo—
pero el agua hizo poco para ayudar a que el hambre carcomiera su
estómago.

Las palmeras estaban llenas de dátiles dorados hinchados, y las


demasiado maduras, cubiertas de hormigas, llenaban el suelo. Intentó
todo lo que se le ocurrió para llegar a los que estaban en los árboles:
sacudir los troncos, lanzar piedras, incluso un intento de escalada
particularmente desafortunado, pero nada funcionó.

¿Los daevas comían? Si era así, él debía de tener algo de comida,


probablemente escondida en su túnica. Nahri regresó a la pequeña
arboleda. El sol había salido, caliente y ardiente, y siseó mientras
cruzaba un trozo de ardiente arena. Dios solo sabía lo que les había
pasado a sus sandalias.
El daeva aún estaba dormido; su gorra gris estaba inclinada
sobre sus ojos, su pecho lentamente subiendo y bajando en la luz que
se desvanecía. Nahri se acercó sigilosamente, estudiándolo de una
forma que antes había sido demasiado cautelosa para hacerlo. Su
túnica se ondulaba con la brisa, ondulante como el humo, y el calor
brumoso se desprendía de su cuerpo como si fuera un horno de piedra
caliente. Fascinada, se acercó aún más. Se preguntaba si los cuerpos
daeva eran como los de los humanos: llenos de sangre y humor, un
corazón latiendo y pulmones hinchados. O tal vez eran humo de
principio a fin, su apariencia era solo una ilusión.

Cerrando los ojos, estiró los dedos hacia él y trató de


concentrarse. Hubiera sido mejor tocarlo, pero no se atrevió. Le pareció
que era de los que se despertaban de mal humor.

Después de unos minutos, se detuvo, perturbada. No había nada.


Sin latidos, sin sangre y bilis. No podía sentir ningún órgano, nada de
las chispas y gorjeos de los cientos de procesos naturales que la
mantenían a ella y a todas las demás personas que había conocido con
vida. Incluso su respiración era incorrecta, el movimiento de su pecho
falso. Era como si alguien hubiera creado una imagen de una persona,
un hombre de arcilla, pero se olvidó de darle una chispa final de vida.
Él estaba... sin terminar.

No es una pieza de arcilla mal formada, sin embargo... la mirada


de Nahri se detuvo sobre su cuerpo, y luego se quedó inmóvil, viendo un
destello verde en la mano izquierda del daeva.

—Alabado sea Dios —susurró. Un enorme anillo de esmeralda, lo


suficientemente grande para un sultán, apoyado en el dedo corazón del
daeva. La base parecía de hierro maltratado, pero podía ver de un solo
vistazo que la joya no tenía precio. Polvoriento, pero perfectamente
cortado, sin una sola mancha. Algo así tenía que valer una fortuna.

Mientras Nahri contemplaba el anillo, una sombra pasó por


encima. Perezosamente, ella levantó la vista. Luego, con un aullido, se
sumergió en la espesa maleza para esconderse.
Nahri miró a través de una cortina de hojas mientras la criatura
volaba a través del oasis, enorme contra los delgados árboles, y luego
aterrizaba junto al dormido daeva. Era algo que solo una mente
desviada podía soñar, una cruz impía entre un anciano, un loro verde y
un mosquito. Completamente pájaro del pecho hacia abajo, se balanceó
como un pollo mientras se movía hacia adelante sobre un par de
gruesas patas con plumas que terminaban en afiladas garras. El resto
de su piel —si es que se le puede llamar piel— estaba cubierta de
escamas grises plateadas que parpadeaban mientras se movía,
reflejando la luz del sol poniente.

Se detuvo para estirar un par de brazos emplumados. Sus alas


eran extraordinarias, sus brillantes plumas de color lima casi tan largas
como su altura. Nahri empezó a levantarse, preguntándose si debía
advertir al daeva. La criatura estaba concentrada en él y aparentemente
no le prestaba atención, una situación que ella prefería. Pero si lo
mataba, no habría nadie que la sacara del desierto.

El hombre pájaro emitió un chirrido que hizo que cada vello de su


cuerpo se elevara, y el sonido despertó al daeva, resolviendo su
problema. Parpadeó lentamente con sus ojos color esmeralda,
sombreando su rostro para ver quien estaba ante él.

—Khayzur... —exhaló.

—Por el Creador, me alegro de verte.

La criatura extendió una delicada mano y tiró del daeva hacia un


abrazo fraternal. Los ojos de Nahri se abrieron de par en par. ¿Era esta
la persona que el daeva había estado esperando?

Se instalaron de nuevo en la alfombra.

—Vine tan pronto como recibí tu señal —graznó la criatura.


Cualquiera que fuera el idioma que estuvieran hablando no era Divasti;
estaba lleno de ráfagas de staccato y gritos bajos como el canto de los
pájaros—. ¿Qué pasa, Dara?
La expresión del daeva se agrió.

—Es mejor verlo que explicarlo. —Miró alrededor del oasis, y sus
ojos se fijaron en el escondite de Nahri—. Sal, chica.

Nahri se enfureció, molesta al ser encontrada tan fácilmente y que


luego se le dieran órdenes como a un perro. Pero salió de todos modos,
empujando las hojas a un lado y acercándose para unirse a ellos.

Sofocó un grito ahogado cuando el hombre pájaro se giró hacia


ella, el tono gris de su piel le recordaba demasiado a los guls. Estaba en
desacuerdo con su pequeña y casi bonita boca rosada y las cejas verdes
y ordenadas que se encontraban en el centro de su frente. Sus ojos eran
incoloros, y solo tenía el mechón más simple de una barba gris.

Él se quedó boquiabierto, igual de sorprendido al verla.

—Tú... tienes una compañera —le dijo al daeva—. No es que esté


disgustado, pero debo decir, Dara… no tomé a los humanos como tu
tipo.

—Ella no es mi compañera. —El daeva frunció el ceño—. Y no es


del todo humana. Es un shafit. Ella... —Se aclaró la garganta, su voz
repentinamente tensa—, parece tener algo de sangre Nahid.

La criatura giró alrededor.

—¿Por qué piensas eso?

La boca del daeva se retorció con desagrado.

—Se curó ante mis ojos. Dos veces. Y tiene un don con los
idiomas.

—Alabado sea el Creador. —Khayzur se acercó más, y Nahri


retrocedió. Sus ojos incoloros escudriñaron su rostro—. Pensé que los
Nahid habían sido exterminados hace años.
—Como yo —dijo el daeva. Parecía nervioso—. Y para sanar de la
manera en que lo hizo, no puede ser una descendiente lejana. Pero
parece totalmente humana… la saqué de una ciudad humana aún más
al oeste de lo que estamos ahora. —El daeva agitó la cabeza—. Algo
anda mal, Khayzur. Dice que no sabía nada de nuestro mundo hasta
anoche, pero de alguna manera me arrastró a través de la...

—Ella puede hablar por sí misma —dijo ácidamente Nahri—. ¡Y


no quise arrastrarte a ninguna parte! Habría sido más feliz de no
haberte conocido nunca.

Él resopló.

—Te habría asesinado ese ifrit si no hubiera aparecido.

Khayzur levantó abruptamente las manos para silenciarlos.

—¿Los ifrit saben de ella? —preguntó bruscamente.

—Más que yo —admitió el daeva—. Uno apareció justo antes que


yo y no me sorprendió en absoluto verla. Por eso te llamé. —Hizo un
gesto con la mano—. Tú siempre sabes más que el resto de nosotros.

Las alas de Khayzur cayeron.

—No en este asunto, aunque ojalá lo supiera. Tienes razón, las


circunstancias son extrañas. —Se pellizcó el puente de la nariz, el gesto
extrañamente humano—. Necesito una taza de té. —Volvió
abruptamente a la alfombra, haciendo un gesto para que Nahri lo
siguiera—. Ven, niña.

Cayó en una media percha, y un gran samovar, perfumado con


granos de pimienta y maza, apareció de repente en sus manos.
Chasqueó los dedos y aparecieron tres tazas de vidrio. Las llenó y le dio
la primera.

Ella examinó la taza con asombro; el vidrio era tan delgado que
parecía como si el té humeante flotara en su mano.
—¿Qué eres?

Él le dio una suave sonrisa que reveló dientes afilados y


puntiagudos.

—Soy un peri. Mi nombre es Khayzur. —Se tocó la ceja—. Un


honor conocerla, mi señora.

Bueno, sea lo que sea un peri, claramente tenían mejores modales


que daevas. Nahri tomó un sorbo de su té. Era espeso y picante,
quemando su garganta de una manera extrañamente agradable. En un
instante, todo su cuerpo se sintió lleno de calor y lo más importante, su
hambre estaba saciada.

—¡Eso es delicioso! —Sonrió, su piel cosquilleando por el líquido.

—Mi propia receta —dijo Khayzur con orgullo. Miró de reojo al


daeva y asintió a la tercera taza—. Si quieres dejar fruncir el ceño y
unirte a nosotros, eso es tuyo, Dara.

Dara. Era la tercera vez que el peri lo llamaba así. Ella le mostró
una sonrisa triunfante.

—Sí, Dara —dijo, casi ronroneando su nombre—. ¿Por qué no te


unes a nosotros?

Él le lanzó una mirada oscura.

—Preferiría algo más fuerte. —Pero tomó la taza y se dejó caer a


su lado.

El peri sorbió su té.

—¿Crees que el ifrit la perseguirá?

Dara asintió.

—Estaba empeñado en llevársela. Intenté matarlo antes de que


abandonara a su huésped, pero hay muchas posibilidades de que
escapara.
—Entonces puede que ya se lo haya dicho a sus compañeros. —
Khayzur se estremeció—. No tienes tiempo para descifrar sus orígenes,
Dara. Tienes que llevarla a Daevabad lo antes posible.

Dara ya estaba negando con la cabeza.

—No puedo. No lo haré. Ojo de Solimán, ¿sabes lo que diría el


djinn si trajera un shafit Nahid?

—Que tus Nahid eran hipócritas —contestó Khayzur. Los ojos de


Dara brillaron—. ¿Y qué pasa con eso? ¿Salvar su vida no vale la pena
avergonzar a sus antepasados?

Nahri ciertamente pensó que su vida era mucho más importante


que la reputación de algunos parientes muertos daeva, pero Dara no
parecía convencido.

—Podrías llevártela —instó al peri—. Déjala a la orilla del Gozan.

—¿Y esperar que encuentre su camino más allá del velo? Espero
que la familia Qahtani crea la palabra de una chica perdida y de
aspecto humano, ¿debería llegar al palacio? —Khayzur parecía
horrorizado—. Eres un Afshin, Dara. Su vida es tu responsabilidad.

—Por eso estaría mejor en Daevabad sin mí —argumentó Dara—.


Esas moscas de la arena probablemente la matarían solo para
castigarme por la guerra.

¿La guerra?

—Esperen —Nahri intervino, no le gustó nada el sonido de este


Daevabad—. ¿Qué guerra?
—Una que terminó hace catorce siglos y por el que él aún guarda
rencor —respondió Khayzur. En ese momento, Dara tiró su taza de té y
se fue—. Una habilidad a la que es más hábil —añadió el peri. El daeva
le lanzó una mirada con ira con ojos como joya, pero el peri siguió
hablando—. Eres un solo hombre, Dara; no puedes contener al ifrit para
siempre. La matarán si la encuentran. Lenta y alegremente. —Nahri
tembló, un hormigueo de miedo corriendo sobre su piel—. Y será
enteramente tu culpa.

Dara paseó por el borde de la alfombra. Nahri volvió a hablar, no


muy entusiasmada con que un par de seres mágicos discutiendo
decidieran su destino sin que ella hubiera hecho nada al respecto.

—¿Por qué este Daevabad sería más seguro que El Cairo?

—Daevabad es el hogar ancestral de tu familia —respondió


Khayzur—. Ningún ifrit puede pasar su velo; nadie puede, salvo tu raza.

Miró a Dara. El daeva miró fijamente al sol poniente,


murmurando enfadado en voz baja mientras el humo se enrollaba
alrededor de sus orejas.

—¿Así que está lleno de gente como él?

El peri le dio una sonrisa débil.

—Estoy seguro de que encontrarás una mayor... amplitud de


temperamentos en la ciudad misma.

Qué alentador.

—¿Por qué me persiguen los ifrit en primer lugar?

Khayzur vaciló.

—Me temo que tendré que dejarle esa explicación a tu Afshin. Es


una muy larga.

¿Mi Afshin? Nahri quería preguntar. Pero Khayzur ya había vuelto


a prestar atención a Dara.
—¿Ya has entrado en razón? ¿O piensas dejar que esta tontería
de la pureza de la sangre arruine otra vida?

—No —refunfuñó el daeva, pero ella pudo escuchar la indecisión


en su voz. Juntó sus manos por la espalda, negándose a mirar a
ninguno de los dos.

—Por el Creador... vete a casa, Dara —urgió Khayzur—. ¿No has


sufrido lo suficiente por esta antigua guerra? El resto de la tribu daeva
hizo las paces hace mucho tiempo. ¿Por qué tú no puedes?

Dara retorció su anillo, sus manos temblando.

—Porque no lo presenciaron —dijo en voz baja—. Pero tienes


razón sobre el ifrit. —Suspiró y se dio la vuelta, su rostro aún
preocupado—. La chica está más a salvo, de todos modos, en Daevabad.

—Bien. —Khayzur parecía aliviado. Chasqueó los dedos, y los


suministros de té desaparecieron—. Entonces vayan. Viaja tan rápido
como puedas. Pero discretamente. —Señaló a la alfombra—. No confíes
demasiado en esto. Quien te la vendió hizo un trabajo terrible con el
encanto. El ifrit podría ser capaz de rastrearla.

Dara volvió a fruncir el ceño.

—Yo hice el encanto.

El peri levantó sus delicadas cejas.

—Bueno... entonces tal vez mantenlas cerca —sugirió con un


asentimiento hacia las armas apiladas bajo el árbol. Se puso en pie,
sacudiendo sus alas—. No te demoraré más. Pero veré qué puedo
aprender de la chica. Si te sirve de algo, intentaré encontrarte. —Se
inclinó hacia Nahri—. Un honor conocerte, Nahri. Buena suerte a
ambos.

Con un solo aleteo de sus alas, se levantó en el aire y desapareció


en el cielo carmesí.

Dara se puso las botas y giró el arco plateado sobre un hombro


antes de alisar la alfombra.
—Vamos —dijo, lanzando sus otras armas sobre la alfombra.

—Hablemos —contestó ella, cruzando las piernas. No se movería


de la alfombra—. No iré a ninguna parte hasta que consiga algunas
respuestas.

—No. —Se dejó caer a su lado en la alfombra, con su voz firme—.


Te salvé la vida. Te estoy escoltando a la ciudad de mis enemigos. Ya es
suficiente. Puedes encontrar a alguien en Daevabad para que se moleste
con tus preguntas. —Suspiró—. Sospecho que este viaje ya será lo
suficientemente largo.

Enfurecida, Nahri abrió la boca para discutir y luego se detuvo,


dándose cuenta de que la alfombra ahora contenía todos sus
suministros, así como ella y Dara.

No hay caballos. No hay camellos. Su corazón dio un vuelco.

—En realidad no vamos a...

Dara chasqueó los dedos y la alfombra se disparó al aire.


4
Ali
Traducido por Liliana

Era una mañana miserable en Daevabad.


Aunque el adhan, el llamado a la oración del amanecer, resonaba
en el aire húmedo, no había señales del sol en el brumoso cielo. La
niebla envolvía la gran ciudad de latón, ocultando sus imponentes
alminares de vidrio pulido con arena y metal martillado y ocultando sus
cúpulas doradas. La lluvia se filtraba de los techos de jade de los
palacios de mármol e inundaba sus calles de piedra, condensándose en
las caras plácidas de sus antiguos fundadores de Nahid recordados en
los murales que cubrían sus poderosas paredes.

Una brisa helada barrió las sinuosas calles, pasó por intrincadas
casas de baños de azulejos y las gruesas puertas que protegen los
templos de fuego cuyos altares se habían quemado durante milenios,
trayendo el olor a tierra húmeda y savia de árboles de las montañas
densamente boscosas que rodeaban la isla. Era el tipo de mañana que
enviaba a la mayoría de los djinn escurriéndose al interior como gatos
huyendo de la lluvia, de regreso a las camas de brocado de seda
ahumada y compañeros cálidos, quemando las horas hasta que el sol
resurgía caliente y apropiado para que la ciudad cobrara vida.
El Príncipe Alizayd al Qahtani no era uno de ellos. Se pasó la cola
del turbante por el rostro y se estremeció, encorvando los hombros
contra la lluvia fría mientras caminaba. Su aliento llegó en un silencio
humeante, el sonido amplificado contra el paño húmedo. La lluvia
goteaba de su frente, evaporándose cuando cruzaba su piel ahumada.

Repasó los cargos de nuevo en su mente. Tienes que hablar con él,
se dijo. No tienes elección. Los rumores se están yendo de las manos.

Ali se pegó a las sombras mientras se acercaba al Gran Bazar.


Incluso a esta hora temprana, el bazar estaría ocupado: los
comerciantes adormecidos deshacían las maldiciones que habían
protegido sus productos durante toda la noche, los boticarios
preparaban pociones para energizar a sus primeros clientes, los niños
portaban mensajes de cristal quemado que se rompían al revelar sus
palabras, sin mencionar los cuerpos de adictos apenas conscientes
agotados en estupefacientes humanos de contrabando. Con poco deseo
de ser visto por ninguno de ellos, Ali se desvió por un camino oscuro,
un desvío que lo llevó tan profundamente a la ciudad que ya no podía
vislumbrar los altos muros de bronce que la rodeaban.

El vecindario al que ingresaba era viejo, lleno de edificios antiguos


que imitaban la arquitectura humana perdida en el tiempo: columnas
talladas con grafiti nabateo, grecas de sátiros Etruscos e intrincadas
estupas19 Mauryas. Las civilizaciones murieron hace mucho tiempo, su
memoria fue capturada por el curioso djinn que había atravesado, o por
los nostálgicos shafit que intentaban recrear sus hogares perdidos.

Al final de la calle había una gran mezquita de piedra con un


sorprendente minarete en espiral y arcos en blanco y negro. Uno de los
pocos lugares en Daevabad donde los djinn pura sangre y shafit aún se
adoraban juntos, la popularidad de la mezquita entre los comerciantes
y los viajeros del Gran Bazar era una comunidad inusualmente
transitoria... Y un buen lugar para ser invisible.

19 N.T. Tipo de arquitectura budista y hecha para contener reliquias.


Ali se metió dentro, ansioso por escapar de la lluvia. Tan pronto
como se quitó las sandalias, fueron arrebatadas por unas ishtas
celosas, las pequeñas criaturas escamosas obsesionadas con la
organización y el calzado. Por un poco de fruta y negociación, los
zapatos de Ali le serían devueltos después de la oración, lavados y
perfumados con sándalo. Continuó, pasando un par de fuentes de
ablución de mármol a juego, una fluyendo con agua para el shafit
mientras su compañero se arremolinaba con la cálida arena negra que
la mayoría de los pura sangre preferían.

Una de las mezquitas más antiguas de Daevabad, consistía en


cuatro salas cubiertas que encerraban un patio abierto al cielo gris.
Desgastada por los pies y las frentes de siglos de adoradores, su
alfombra roja y dorada era delgada pero inmaculada por cualquier
hechizo de auto limpieza que se tejió con sus hilos aún sujetos.
Grandes y nebulosas linternas de vidrio llenas de llamas encantadas
colgaban del techo, y pepitas de incienso ardían en los braseros de las
esquinas.

Estaba casi vacío esta mañana, los beneficios de la oración


comunitaria tal vez no superaban el clima vil para muchos de sus
congregantes habituales. Ali respiró profundamente el aire fragante
mientras escudriñaba a los fieles dispersos, pero el hombre que estaba
buscando aún no había llegado.

Tal vez ha sido arrestado. Ali intentó descartar el pensamiento


oscuro mientras se acercaba al mihrab de mármol gris, el nicho en la
pared indicaba la dirección de la oración. Levantó las manos. A pesar de
sus nervios, cuando Ali comenzó a orar, sintió un poco de paz. Siempre
la sentía.

Pero no duró mucho. Estaba terminando su segundo rakat de


oración cuando un hombre se arrodilló tranquilamente a su lado. Ali se
quedó inmóvil.

—La paz sea contigo, hermano —susurró el hombre.


Ali evitó su mirada.

—Y sobre ti la paz —dijo en voz baja.

—¿Pudiste conseguir eso?

Ali vaciló. “Eso” estaba en el bolso gordo oculto en su túnica que


contenía una pequeña fortuna de su desbordante bóveda personal del
Tesoro.

—Sí. Pero tenemos que hablar.

Por el rabillo del ojo, Ali vio que su compañero fruncía el ceño,
pero antes de que pudiera responder, el imam de la mezquita se acercó
al mihrab.

Le dirigió una mirada cansada al grupo de hombres húmedos por


la lluvia.

—Enderecen sus líneas —amonestó.

Ali se puso de pie mientras la docena de adoradores adormecidos


se acomodaban en su lugar. Intentó concentrarse mientras el imam los
guiaba en oración, pero fue difícil. Rumores y acusaciones se
arremolinaron en su mente, carga de sentirse mal preparado para
recostarse sobre el hombre cuyo hombro rozó el suyo.

Cuando terminó la oración, Ali y su compañero se quedaron


sentados, esperando en silencio mientras el resto de los fieles se
retiraban. El imam fue el último. Se puso de pie, murmurando en voz
baja. Mientras miraba a los dos hombres restantes, se quedó inmóvil.

Ali bajó la mirada, dejando que su turbante ensombreciera su


rostro, pero la atención del imam estaba centrada en su compañero.

—Sheikh Anas... — jadeó—. L-la paz sea con usted.

—Y sobre ti la paz —respondió tranquilamente Anas. Tocó su


corazón y le hizo un gesto a Ali—. ¿Te importaría dar al hermano aquí y
a mí solo un momento?
—Por supuesto —se apresuró a decir el imam—. Tome todo el
tiempo que necesite; me aseguraré de que nadie les moleste. —Se
apresuró a salir, cerrando la puerta interior.

Ali esperó otro momento antes de hablar, pero estaban solos, el


único sonido era el constante golpeteo de la lluvia en el patio.

—Tu reputación crece —señaló, un poco desconcertado por la


deferencia del imam.

Anas se encogió de hombros y se recostó en sus palmas.

—O él va a avisar a la Guardia Real.

Ali se sobresaltó. Su Sheikh sonrió. A pesar de que Anas Bhatt


tenía unos cincuenta años —una edad en la que los djinn de pura
sangre todavía se consideraban adultos jóvenes— Anas era shafit y el
gris espolvoreaba su barba negra, líneas que se arrugaban en sus ojos.
Aunque debe haber habido una gota o dos de sangre de djinn en sus
venas —sus ancestros no podrían haber cruzado Daevabad sin ella—
Anas podría haber pasado por humano y no tenía habilidades mágicas.
Estaba vestido con un kurta blanco y una gorra bordada y tenía un
grueso chal de cachemira envuelto alrededor de sus hombros.

—Fue una broma, mi príncipe —agregó cuando Ali no le devolvió


la sonrisa—. ¿Pero qué pasa, hermano? Parece que has visto un ifrit.

Tomaría un ifrit sobre mi padre. Ali escudriñó la oscura mezquita,


casi esperando ver espías acurrucados en sus sombras.

— Sheikh, estoy empezando a escuchar... algunas cosas sobre el


Tanzeem de nuevo.

Anas suspiró.

—¿Qué está diciendo el palacio que hicimos ahora?

—Traté de contrabandear un cañón más allá de la Guardia Real.


—¿Un cañón? —Anas le dio una mirada escéptica—. ¿Qué haría
yo con un cañón, hermano? Soy shafit. Conozco la ley. Poseer incluso
un cuchillo de cocina demasiado grande me llevaría a la cárcel. Y el
Tanzeem es una organización caritativa; nos ocupamos de libros y
comida, no de armas. Además, ¿cómo sabrían ustedes purasangres
cómo es un cañón de todos modos? —se burló—. ¿Cuándo fue la última
vez que alguien en la Ciudadela visitó el mundo humano?

Tenía un punto allí, pero Ali presionó.

—Ha habido informes durante meses de que el Tanzeem está


tratando de comprar armas. La gente dice que tus mítines se han vuelto
violentos, que algunos de tus partidarios incluso están pidiendo que
maten a los daevas.

—¿Quién difunde tales mentiras? —exigió Anas—. ¿Ese infiel


daeva que tu padre llama el gran wazir?

—No es solo Kaveh —argumentó Ali—. Arrestamos a un shafit la


semana pasada por apuñalar a dos purasangre en el Gran Bazar.

—¿Y yo soy responsable? —Anas levantó las manos—. ¿Debo ser


llamado a rendir cuentas por las acciones de cada shafit en Daevabad?
Sabes lo desesperadas que son nuestras vidas aquí, Alizayd. ¡Tu gente
debería estar contenta de que más de nosotros no hayamos recurrido a
la violencia!

Ali retrocedió.

—¿Estás perdonando algo así?

—Por supuesto que no —respondió Anas, sonando molesto—. No


seas absurdo. Pero cuando nuestras niñas son arrebatadas de la calle
para ser usadas como esclavas en la cama, cuando nuestros hombres
están cegados por mirar a una pura sangre de la manera incorrecta...
¿No se puede esperar que algunos luchen de la manera que puedan? —
Le dio a Ali una mirada fija—. Es culpa de tu padre que las cosas se
hayan puesto tan mal: si al shafit se le otorgara igual protección, no nos
veríamos obligados a tomar la ley en nuestras propias manos.
Fue un golpe bajo, aunque justificado, pero la negación enojada
de Anas no estaba haciendo mucho para calmar las preocupaciones de
Ali.

—Siempre fui claro contigo, Sheikh. Dinero para libros, comida,


medicina, cualquier cosa… pero si tu gente toma las armas contra los
ciudadanos de mi padre, no puedo ser parte de eso. No lo haré.

Anas levantó una ceja oscura.

—¿Qué estás diciendo?

—Quiero ver cómo estás gastando mi dinero. Seguro que has


mantenido algún tipo de registros.

—¿Registros? —Su Sheikh parecía incrédulo... y luego ofendido—.


¿Mi palabra no es suficiente? Dirijo una escuela, un orfanato, una
clínica médica… Tengo viudas en casa y estudiantes que enseñar. Mil
responsabilidades y ahora quieres que pierda el tiempo en qué
exactamente... ¿Una auditoría de mi patrón adolescente que se cree un
contador?

Las mejillas de Ali ardieron, pero no retrocedería.

—Sí. —Sacó el bolso de su túnica. Las monedas y las joyas en el


interior tintinearon cuando cayeron al suelo—. De lo contrario, esto
será lo último.

Se puso de pie.

—Alizayd —llamó Anas—. Hermano. —Su Sheikh se puso de pie,


poniéndose entre Ali y la puerta—. Estás actuando precipitadamente.

No, estaba actuando de manera precipitada cuando comencé a


financiar a un predicador shafit de la calle sin verificar su historia, quiso
decir Ali, pero se calló, evitando los ojos del hombre mayor.

—Lo siento, Sheikh.


La mano de Anas se disparó.

—Solo espera. Por favor. —Había un borde de pánico en su voz


normalmente tranquila—. ¿Y si pudiera mostrarte?

—¿Mostrarme?

Anas asintió.

—Sí —dijo, su voz cada vez más firme, como si hubiera tomado
una decisión—. ¿Puedes alejarte de la Ciudadela de nuevo esta noche?

—Supongo que sí. —Ali frunció el ceño—. Pero no veo qué tiene
que ver eso con…

El Sheikh lo interrumpió:

—Entonces reúnete conmigo en la Puerta de Daeva esta noche,


después de la oración de Isha. —Miró hacia el cuerpo de Ali—. Vístete
como un noble de la tribu de tu madre, con la mejor ropa que puedas
darme. Fácilmente pasarás.

Ali se estremeció ante el comentario.

—Eso no...

—Esta noche aprenderás lo que mi organización hace con tu


dinero.
Ali siguió exactamente las instrucciones de su Sheikh, saliendo
después de la oración de Isha con un paquete metido debajo de un
brazo. Después de tomar una ruta tortuosa por el Gran Bazar, se metió
en una calle oscura y sin ventanas. Desenrolló el bulto —una de las
túnicas verde azuladas de Ayaanle, pariente de su madre— y se lo puso
sobre su uniforme.

Luego siguió un turbante del mismo color, envuelto flojamente


alrededor de su cuello como un Ayaanle, y luego un collar de oro muy
ostentoso trabajado con corales y perlas. Ali odiaba las joyas, nunca se
había ideado un desperdicio de recursos más inútil, pero sabía que
ningún noble Ayaanle que valiera la pena se atrevería a salir sin
adornos. A pesar de que su bóveda estaba llena de tesoros de la rica
patria de su madre, Ta Ntry, el collar ya estaba en la mano, una reliquia
familiar que su hermana Zaynab había insistido en llevar a una boda en
Ayaanle a la que se había visto obligado a asistir hace unos meses.

Finalmente, sacó un pequeño frasco de vidrio de su bolsillo. Una


poción que parecía crema fosforescente batida en su interior, un
encantamiento cosmético que convertiría sus ojos en el brillante oro de
un hombre Ayaanle durante unas horas. Ali vaciló; no quería cambiar el
color de sus ojos, ni por un momento.

No había mucha gente en Daevabad como Ali y su hermana,


nobles djinn de pura sangre de herencia tribal mixta. Separados en seis
tribus por el mismo profeta-rey humano Solimán, la mayoría de los
djinn preferían la compañía de sus parientes; de hecho, Solimán
supuestamente los dividió con el propósito expreso de causar la mayor
disensión posible. Cuanto más tiempo pasaban los djinn luchando entre
ellos, menos pasaban acosando a los humanos.
Pero el matrimonio de los padres de Ali había sido igualmente
intencional, una unión política destinada a fortalecer la alianza entre
las tribus Geziri y Ayaanle. Era una alianza extraña, a menudo tensa.
Los Ayaanle eran un pueblo adinerado que apreciaba la erudición y el
comercio, y rara vez abandonaban los finos palacios de coral y los
sofisticados salones de Ta Ntry, su tierra natal en la costa este de
África. En contraste, Am Gezira, con su corazón en los desiertos más
desolados del sur de Arabia, debe haber parecido un páramo, sus
arenas prohibitivas llenas de poetas errantes y guerreros analfabetos.

Y sin embargo, Am Gezira era el dueño del corazón de Ali por


completo. Siempre había preferido al Geziri, una lealtad que se burlaba
de su apariencia. Ali se parecía a la gente de su madre de manera tan
sorprendente que habría provocado rumores si su padre no hubiera
sido rey. Compartía su altura flaca y piel negra, su boca severa y sus
afiladas mejillas réplicas cercanas a las de su madre. Todo lo que había
heredado de su padre eran sus oscuros ojos acerados. Y esta noche,
tendría que renunciar incluso a aquellos.

Ali abrió el frasco y colocó unas gotas en cada ojo. Mordió una
maldición. Dios, quemaba. Le habían advertido que lo haría, pero el
dolor lo tomó por sorpresa.

Se dirigió hacia el midan, la plaza central en el corazón de


Daevabad. Estaba vacío a esta hora tardía; la descuidada fuente en su
centro proyectaba sombras salvajes en el suelo. El midan estaba
rodeado por una pared de cobre que se había vuelto verde con los años,
y la pared a su vez estaba dividida por siete puertas igualmente
espaciadas. Cada puerta conducía a un distrito tribal diferente con la
séptima apertura en el Gran Bazar y sus barrios abarrotados.
Las puertas del midan siempre eran un espectáculo para la vista.
Allí estaba la Puerta del Sahray, pilares de azulejos blancos y negros
envueltos en vides llenas de fruta púrpura. Al lado estaba la de Ayaanle,
dos estrechas y salpicadas pirámides coronadas con un pergamino y
una tableta de sal. La puerta de Geziri fue la siguiente, nada más que
un arco de piedra perfectamente cortado, la gente de su padre prefería
la función a la forma como siempre. Parecía incluso más liso junto a la
Puerta de Agnivanshi ricamente decorada con su piedra arenisca de
color rosa esculpida en docenas de figuras danzantes, con sus manos
delicadas sosteniendo lámparas de aceite parpadeantes tan pequeñas
que parecían estrellas. Junto a ella estaba la Puerta Tukharistani, una
pantalla de jade pulido que reflejaba el cielo nocturno, tallada en un
patrón increíblemente intrincado.

Y a pesar de lo impresionantes que eran, la puerta final, la puerta


que atraparía los primeros rayos de sol cada mañana, la puerta de la
gente original de Daevabad, los eclipsaba a todas.

La Puerta de Daeva.

La entrada al barrio de los Daeva —ya que los adoradores del


fuego habían tomado arrogantemente el nombre original de su raza
como su propio nombre tribal— estaba sentada frente al Gran Bazar,
sus enormes puertas con paneles pintaban un azul pálido que podría
haber sido arrancado directamente de un fresco cielo lavado, e
incrustado con discos de arenisca blanca y dorada en un patrón
triangular. Las puertas estaban abiertas por dos masivos shedu de
bronce, las estatuas que quedaban de los míticos leones alados de los
que se decía que los antiguos Nahid habían montado en batalla contra
los ifrit.

Se dirigió hacia la entrada, pero apenas había llegado a la mitad


cuando dos figuras salieron de debajo de la sombra de la puerta. Ali se
detuvo. Uno de los hombres rápidamente levantó sus manos y se movió
a la luz de la luna. Anas.
Su Sheikh sonrió.

—La paz sea con usted, hermano. —Estaba vestido con una
túnica casera del color del agua sucia de lavado, con la cabeza
extrañamente desnuda.

—Y sobre ti la paz.

Ali miró al segundo hombre. Era un shafit, lo que era aparente


por sus orejas redondeadas, pero parecía Sahrayn, con el ardiente
cabello rojo-negro de la tribu norteafricana y ojos cobrizos. Llevaba un
galabiyya a rayas, su capucha con borlas medio desenvainada.

Los ojos del hombre se ensancharon al ver a Ali.

—¿Este es tu nuevo recluta? —Se rio—. ¿Estamos tan


desesperados por los combatientes que estamos sacando cocodrilos
apenas de su caparazón?

Indignado por el insulto contra su sangre de Ayaanle, Ali abrió la


boca para protestar, pero Anas lo interrumpió:

—Cuida tu lengua, hermano Hanno —advirtió—. Todos somos


djinn aquí.

Hanno no pareció molesto por la amonestación.

—¿Él tiene nombre?

—No uno que te concierna —dijo Anas con firmeza—. Él está aquí
simplemente para observar. —Asintió con la cabeza a Hanno—. Así que
continúa. Sé que te gusta presumir.

El otro hombre se rió entre dientes.

—Bastante justo.
Aplaudió, y un remolino de humo envolvió su cuerpo. Cuando se
disipó, su galabiyya sucia había sido reemplazada por un chal
iridiscente, un turbante color mostaza decorado con plumas de faisán y
un dhoti20 de color verde brillante, la tela de la cintura que usaban
típicamente los hombres de Agnivanshi. Mientras Ali observaba, sus
orejas se alargaron, y su piel se iluminó a un marrón oscuro y
luminoso. Trenzas negras salieron de debajo de su turbante,
estirándose para barrer la empuñadura de la talwar Hindustani ahora
envuelta en su cintura. Parpadeó, sus ojos cobrizos se volvieron del
color de un pura sangre de Agnivanshi. Una reliquia de acero en forma
de banda sonó alrededor de su muñeca.

La boca de Ali se abrió.

—¿Eres un cambia formas? —Jadeó, casi sin creer la vista que


tenía ante él. El cambio de forma era una habilidad increíblemente rara,
una que solo unas pocas familias en cada tribu poseían y aún menos
lograban dominar. Los talentosos cambia formas valían su peso en
oro—. Por el Altísimo… No pensé que un shafit fuera capaz de una
magia tan avanzada.

Hanno resopló.

—Ustedes pura sangre siempre nos subestiman.

—Pero… —Ali todavía estaba aturdido—, si puedes lucir como un


pura sangre, ¿por qué incluso vivir como shafit?

El humor desapareció de la nueva cara de Hanno.

—Porque soy shafit. Que puedo manejar mi magia mejor que un


pura sangre, que el Sheikh aquí podría dar vueltas a círculos
intelectuales alrededor de los eruditos de la Biblioteca Real, eso es una
prueba de que no somos tan diferentes del resto de ustedes. —Miró a
Ali—. No es una cosa que quiera ocultar.

20
N.T. Vestimenta tradicional de los hombres en la India.
Ali se sintió como un tonto.

—Lo siento. No quise decir...

—Está bien —interrumpió Anas. Tomó el brazo de Ali—.


Vámonos.

Ali se detuvo cuando se dio cuenta de dónde lo llevaba el Sheikh.

—Espera... no pretendes entrar al barrio Daeva, ¿verdad? —


Asumió que la puerta solo había sido un lugar de reunión.

—¿Temeroso de algunos adoradores del fuego? —bromeó Hanno.


Dio unos golpecitos en la empuñadura de su talwar—. No te preocupes,
muchacho. No dejaré que ningún fantasma Afshin te engulla.

—No le tengo miedo a los Daevas —dijo bruscamente Ali. Ya


había tenido suficiente de este hombre—. Pero conozco la ley. No
permiten extranjeros en su barrio después del atardecer.

—Bueno, entonces supongo que tendremos que ser discretos.

Pasaron por debajo de las estatuas de shedu y entraron en el


barrio Daeva. Ali echó un breve vistazo al bulevar principal, ajetreado a
esta hora de la noche, con compradores entrando en el mercado y
hombres jugando ajedrez con tazas de té interminables, antes de que
Anas lo llevara a la parte trasera del edificio más cercano.

Un callejón oscuro se extendió ante ellos, forrado con cajas de


basura cuidadosamente apiladas en espera de eliminación. Se
escabulló, desapareciendo en la sombría distancia.

—Quédate oculto y guarda silencio —advirtió Anas.

Pronto quedó claro que los hombres de Tanzeem habían hecho


esto antes; navegaron el laberinto de callejones con facilidad,
lanzándose hacia las sombras cada vez que una puerta trasera se abría
de golpe.
Cuando finalmente emergieron, fue en un vecindario que se
parecía poco al reluciente bulevar central. Los antiguos edificios
parecían tallados directamente desde las rocosas colinas de Daevabad,
destrozadas chozas de madera en cada espacio disponible. Al final de la
calle había un complejo de ladrillos agazapados, con la luz del fuego
parpadeando detrás de las cortinas destrozadas.

A medida que se acercaban, Ali podía oír la risa ebria y el sonido


de algún tipo de instrumento de cuerda que salía de la puerta abierta.
El aire era brumoso; el humo flotaba en torno a los hombres que
descansaban sobre cojines manchados, girando junto a las tuberías de
vapor y las copas de vino oscuro. Los clientes eran todos Daeva,
muchos de ellos con tatuajes de casta negra y sellos familiares
estampados en sus brazos de color marrón dorado.

Un corpulento hombre en un chaleco manchado con una cicatriz


que le partía una mejilla protegía la entrada. Se puso de pie cuando se
acercaron, bloqueando la puerta con un hacha enorme.

—¿Se perdieron? —gruñó.

—Estamos aquí para ver a Turan —dijo Hanno.

Los ojos negros del guardia se dirigieron a Anas. Se burló:

—Tú y tu amigo cocodrilo pueden entrar, pero el sangre sucia se


queda aquí.

Hanno se le acercó, con la mano en su talwar.

—Por lo que le pago a tu jefe, mi sirviente se queda conmigo. —


Sacudió la cabeza hacia el hacha—. ¿Te importa?

El otro hombre no se veía feliz, pero se alejó y Hanno entró en la


taberna, Anas y Ali siguieron.
Además de algunas miradas hostiles, en su mayoría dirigidas a
Anas, los clientes los ignoraron. Parecía el tipo de lugar donde la gente
venía a olvidar, pero Ali luchaba por no mirar. Nunca había estado en
una taberna, ni siquiera había pasado mucho tiempo alrededor de los
adoradores del fuego. A pocos Daevas se les permitió servir en la
Guardia Real, y de los que lo hicieron, Ali sospechaba que ninguno
estaba interesado en hacerse amigo de los Qahtani más jóvenes.

Se apartó del camino cuando un hombre borracho cayó de su


otomana con un resoplido ahumado. El sonido de la risa femenina
llamó su atención, y Ali echó un vistazo para encontrar un trío de
mujeres Daeva conversando en un rápido Divasti sobre una mesa con
espejo cubierta de piezas de juego de bronce, copas medio vacías y
monedas brillantes. A pesar de que su conversación era absurda —Ali
nunca se había molestado en aprender Divasti— cada mujer era más
impresionante que la anterior, sus ojos negros brillaban mientras reían.
Llevaban blusas bordadas que se cortaban bajo y apretadas en sus
pechos, con sus esbeltas cinturas doradas envueltas en cadenas
enjoyadas.

Ali perdió bruscamente la batalla que había estado librando


contra mirar fijamente. Nunca había visto a una mujer Daeva adulta
descubierta, y mucho menos a una que mostraba los encantos de estas
tres. Las mujeres Daeva, que eran las más conservadoras de las tribus,
se aislaban al salir de sus hogares, y muchas, especialmente de familias
de altos ingresos, se negaban a hablar con hombres extranjeros.

No estas tres. Notando a Ali, una de las mujeres se enderezó,


mirándole audazmente a los ojos con una sonrisa maliciosa.

—Sí, cariño, ¿te gusta lo que ves? —preguntó con acento


Djinnistani. Ella lamió sus labios, causando que su corazón saltara
varios latidos, y asintió al collar enjoyado alrededor de su cuello—.
Parece que podrías comprarme.
Anas se interpuso entre ellos.

—Baja tus ojos, hermano —lo reprendió gentilmente.

Avergonzado, Ali bajó la mirada. Hanno se rió, pero Ali no levantó


la vista hasta que fueron conducidos a una pequeña habitación trasera.
Estaba mejor adornada que la taberna; alfombras intrincadamente
tejidas que representaban árboles frutales y bailarines cubrían el suelo
mientras colgaban del techo candelabros de cristal tallado.

Hanno empujó a Ali en uno de los lujosos cojines que cubrían la


pared.

—Mantente en silencio —advirtió mientras se sentaba a su lado—


. Me tomó mucho tiempo para arreglar esto. —Anas se quedó de pie,
con la cabeza inclinada de una manera extrañamente servil.

Una gruesa cortina de fieltro en el centro de la habitación se


extendió para revelar a un hombre Daeva con un abrigo carmesí parado
en la entrada de un pasillo oscuro.

Hanno sonrió.

—Saludos, sahib —resonó con un acento de Agnivanshi—. Debes


ser Turan. Que el fuego arda brillantemente para ti.

Turan no devolvió la sonrisa o la bendición.

—Llegas tarde.

El cambia forma levantó sus oscuras cejas con sorpresa.

—¿El mercado para niños robados es puntual?

Ali se sobresaltó, pero antes de que pudiera abrir la boca, Anas


llamó su atención desde el otro lado de la habitación y sacudió
levemente la cabeza. Ali se quedó callado.

Turan se cruzó de brazos, irritado.


—Puedo encontrar otro comprador si tu conciencia te molesta.

—¿Y decepcionar a mi esposa? —Hanno negó con la cabeza—.


Absolutamente no. Ella ya ha diseñado el cuarto para niños.

Los ojos de Turan se deslizaron hacia Ali.

—¿Quién es tu amigo?

—Dos amigos —corrigió Hanno, golpeando la espada en su


cintura—. ¿Esperas que deambule por el Barrio de Daeva con la
ridícula cantidad de dinero que estás demandando y no traiga
protección?

La fría mirada de Turan se mantuvo fija en el rostro de Ali. Su


corazón se aceleró; Ali podría pensar en pocos lugares peores para ser
reconocido como un príncipe Qahtani que una taberna Daeva llena de
hombres borrachos de diversas persuasiones criminales.

Anas habló por primera vez.

—Se está retrasando, maestro —advirtió—. Probablemente ya


haya vendido al niño.

—Cierra la boca, shafit —espetó Turan—. Nadie te dio permiso


para hablar.

—Suficiente —interrumpió Hanno—. Pero vamos, hombre, ¿tienes


al niño o no? Toda esta queja por mi retraso y ahora estás perdiendo el
tiempo mirando a mi compañero.

Los ojos de Turan brillaron, pero desapareció detrás de la cortina


de fieltro.

Hanno puso los ojos en blanco.

—Y los Daeva se preguntan por qué a nadie les gustan.


Hubo una furiosa ráfaga en Divasti detrás de la cortina, y luego
una niña sucia que llevaba una gran bandeja de cobre fue empujada a
la habitación. Ella se veía tan humana como Anas. Su piel era opaca, y
estaba vestida con un cambio de ropa totalmente inadecuado para el
frío de la noche, el cabello le fue afeitado tan rudo que tenía cicatrices
en el cuero cabelludo. Manteniendo su mirada baja, se acercó con los
pies descalzos, ofreciendo silenciosamente la bandeja sobre la que se
sentaban dos tazas humeantes de licor de albaricoque. No podría haber
sido mayor de diez años.

Ali vio los moretones en la muñeca de la niña al mismo tiempo


que Hanno, pero el cambia forma primero se enderezó.

—Mataré a ese hombre —siseó.

La niña se apresuró a volver, y Anas corrió a su lado.

—Está bien, pequeña, él no quería asustarte…Hanno, guarda tu


arma —advirtió mientras el cambia forma sacaba su talwar—. No seas
tonto.

Hanno gruñó, pero enfundó la espada cuando Turan volvió a


entrar.

El hombre Daeva echó un vistazo a la escena que tenía delante y


luego miró a Anas.

—Aléjate de mi sirviente.

La niña se retiró a un rincón oscuro, escondiéndose detrás de su


bandeja.

El temperamento de Ali brilló. Había escuchado a Anas hablar


durante años sobre la difícil situación del shafit, pero ser testigo de ello,
escuchar cómo los Daeva le hablaban a Anas, ver los moretones en la
niña aterrorizada… Tal vez Ali se había equivocado al cuestionarlo
antes.

Turan se acercó. Un bebé, bien envuelto y rápidamente dormido,


estaba acurrucado en sus brazos. Hanno lo alcanzó de inmediato.
Turan lo retuvo.

—El dinero primero.

Hanno asintió a Anas y el Sheikh dio un paso adelante con el


bolso que Ali le había dado antes. Derramó el contenido sobre la
alfombra, una mezcla de monedas que incluían dinares humanos,
tabletas de jade Tukharistani, pepitas de sal y un pequeño rubí.

—Cuéntalo tú mismo —dijo Hanno secamente—. Pero déjame ver


al niño.

Turan lo consideró, y Ali tuvo que trabajar para contener su


sorpresa. Había esperado otro niño shafit, pero las orejas del bebé eran
tan altas como las suyas, y su piel marrón brillaba con la luminiscencia
de un pura sangre. Hanno abrió brevemente un parpado cerrado,
revelando ojos color estaño. El bebé soltó un gemido ahumado de
protesta.

—Él será aprobado —le aseguró Turan—. Créeme. He estado en


este negocio el tiempo suficiente para saberlo. Nadie sospechará nunca
que es un shafit.

¿shafit? Ali miró al niño de nuevo, sorprendido. Pero Turan tenía


razón: no parecía un mestizo en lo más mínimo.

—¿Tuviste algún problema para alejarlo de sus padres? —


preguntó Hanno.

—El padre no era un problema. Un Agnivanshi pura sangre que


solo quería el dinero. La madre era una doncella que se escapó cuando
la dejó embarazada. Tomó un tiempo para localizarla.

—¿Y ella accedió a vender al niño?

Turan se encogió de hombros.

—Ella es shafit. ¿Importa?

—Lo hace si va a darme problemas más tarde.


—Amenazó con ir al Tanzeem —se burló Turan—. Pero esos
radicales de sangre sucia no son nada de qué preocuparse, y el shafit se
reproduce como conejo. Tendrá otro bebé para distraerla en un año.

Hanno sonrió, pero la expresión no se encontró con sus ojos.

—Tal vez otra oportunidad de negocio para ti. —Miró a Ali—. ¿Y


qué piensas? —preguntó, con voz atenta. Dio la vuelta al bebé
durmiente para que lo mirara—. ¿Podría pasar como mío?

Ali frunció el ceño, un poco confundido por la pregunta. Miró


entre el bebé y Hanno, pero por supuesto Hanno no se parecía a sí
mismo. Él había cambiado de forma. Se había transformado en un
rostro muy particular de Agnivanshi, y de repente se volvió
terriblemente claro por qué.

—S…sí —Se atragantó, tragándose el nudo en su garganta y


tratando de ocultar el horror en su voz. Era la verdad, después de
todo—. Fácilmente.

Hanno no parecía tan contento.

—Quizás. Pero es mayor de lo prometido, ciertamente no vale el


ridículo precio que estás exigiendo. —se quejó hacia Turan—. ¿Mi
esposa habrá dado a luz a un infante?

—Entonces vete. —Turan levantó sus palmas—. Tendré otro


comprador en una semana, y volverás con una esposa que espera junto
a una cuna vacía. Pasa otro medio siglo intentando concebir. Todo es lo
mismo para mí.

Hanno pareció deliberar otro momento. Miró a la niña que aún


estaba agachada en las sombras.

—Estamos buscando un nuevo sirviente. Incluya esa con el niño,


y pagaré su precio.

Turan frunció el ceño.

—No voy a venderte un esclavo de la casa por nada.


—La compraré —interrumpió Ali. Los ojos de Hanno brillaron,
pero a Ali no le importó. Quería terminar con este demonio Daeva, para
alejar a estas almas inocentes de este lugar infernal donde sus vidas se
pesaban únicamente en su apariencia. Buscó a tientas los cierres de su
collar dorado, y aterrizó pesadamente en su regazo. Lo lanzó hacia
Turan, las perlas brillando en la luz suave—. ¿Es suficiente?

Turan no lo tocó. No había avaricia, ni anticipación en sus ojos


negros. En cambio, miró el collar y luego miró a Ali.

Se aclaró la garganta.

—¿Cómo dijiste que te llamabas?

Ali sospechaba que había cometido un terrible error.

Pero antes de que pudiera tartamudear, la puerta que conducía a


la taberna se abrió de golpe y uno de los portadores de vino entró
corriendo. Se inclinó para susurrar al oído de Turan. El ceño fruncido
del esclavista se profundizó.

—¿Problemas? —preguntó Hanno.

—Un hombre cuyo deseo de beber supera su capacidad de pago.

Turan se puso de pie, con la boca apretada en una línea irritada.

—Si me disculpan un momento…

Se dirigió a la taberna, el portador de vino pisándole los talones.


Cerraron la puerta detrás de ellos.

Hanno se giró hacia Ali.

—Idiota. ¿No te dije que mantuvieras la boca cerrada? —Señaló el


collar—. ¡Esa cosa podría comprar una docena de chicas como ella!

—Lo-lo siento —Se apresuró a decir Ali—. ¡Yo sólo estaba


tratando de ayudar!

—Olvídalo por ahora —Señaló al bebé Anas—. ¿Tiene la marca?


Hanno le lanzó a Ali otra mirada afligida, pero luego sacó a uno
de los brazos del bebé de su envoltura y volvió la muñeca hacia la luz.
Una pequeña marca de nacimiento azul, como un trazo de pluma
discontinua, empañaba la piel suave.

—Sí. La misma historia que la de la madre, también. Es él. —


Señaló a la niña que aún se encogía en la esquina—. Pero no se queda
aquí con ese monstruo.

Anas miró al cambia forma.

—No dije que se quedaría.

Ali fue sorprendido por lo que acababa de presenciar.

—El niño… ¿Es esto común?

Anas suspiró, con el rostro sombrío.

—Bastante. Los shafit siempre han sido más fértiles que los de
pura sangre, una bendición y una maldición de nuestros ancestros
humanos. —Señaló la pequeña fortuna que brillaba en la alfombra—.
Es un negocio lucrativo, uno que se ha prolongado durante siglos.
Probablemente hay miles en Daevabad como este niño, criados como
pura sangre sin idea de su verdadera herencia.

—Pero sus padres shafit... ¿No pueden pedírselo a mí… el rey?

—¿Pedírselo al rey'? —repitió Hanno, su voz llena de desprecio—.


Por el Altísimo, ¿es esta la primera vez que dejas la mansión de tu
familia, muchacho? Un shafit no puede pedirle al rey. Ellos vienen a
nosotros, somos los únicos que podemos ayudar.

Ali bajó la mirada.

—No tenía ni idea.

—Entonces quizás pienses en esta noche si decides preguntarme


otra vez sobre el Tanzeem —interrumpió Anas, su voz más fría de lo que
Ali había escuchado—. Hacemos lo que es necesario para proteger a
nuestra gente.
Hanno de repente frunció el ceño. Se quedó mirando el dinero en
el suelo, moviendo al bebé dormido que todavía estaba en sus brazos.

—Algo no está bien. —Se puso de pie. —Turan no debería


habernos dejado aquí con el dinero y el niño. —Alcanzó la puerta que
conducía a la taberna y luego saltó hacia atrás con un grito, el
chisporroteo de la carne quemada olía el aire—. ¡El bastardo nos puso
un encantamiento!

Despertado por el grito de Hanno, el bebé comenzó a llorar. Ali se


puso de pie. Se unió a ellos en la puerta, rogando que Hanno estuviera
equivocado.

Dejó que las yemas de sus dedos flotaran sobre la superficie de


madera, pero Hanno tenía razón: hervía a fuego lento con magia.
Afortunadamente, Ali fue entrenado en Citadel, y los Daeva eran lo
suficientemente problemáticos como para romper los encantos que
usaban para proteger sus hogares y negocios, una habilidad que se
enseñaba a los cadetes más jóvenes. Cerró los ojos, murmurando el
primer conjuro que le vino a la mente. La puerta se abrió.

La taberna estaba vacía.

Había sido abandonada a toda prisa. Las copas seguían llenas, el


humo rizado alrededor de las pipas olvidadas y las piezas dispersas del
juego brillaban sobre la mesa donde las mujeres Daeva habían estado
jugando. Aun así, Turan tuvo cuidado de apagar las lámparas,
arrojando la taberna a la oscuridad. La única iluminación provenía de
la luz de la luna perforando las cortinas hechas jirones.

Detrás de él, Hanno maldijo y Anas susurró una oración de


protección. Ali alcanzó su zulfiqar oculto, la cimitarra de cobre
bifurcada que siempre llevaba, y luego se detuvo. La famosa arma Geziri
en manos de un joven de aspecto Ayaanle lo entregaría de inmediato.
En cambio, se deslizó por la taberna. Cuidando de permanecer oculto,
se asomó por la cortina.

La Guardia Real estaba al otro lado.


Ali contuvo el aliento. Una docena de soldados, casi todos los
cuales reconoció, se estaban alineando en silencio en la calle de la
taberna, con sus zulfiqar cobrizos y lanzas brillando a la luz de la luna.
Se acercaban más; Ali pudo ver movimientos oscuros desde la dirección
del midan.

Dio un paso atrás. El temor, más grueso que cualquier cosa que
alguna vez hubiera sentido, lo atrapó, como vides apretándose alrededor
de su pecho. Regresó a los demás.

—Tenemos que irnos. —Estaba sorprendido por la calma en su


voz; ciertamente no coincidía con el pánico que crecía dentro de él—.
Hay soldados afuera.

Anas palideció.

—¿Podemos llegar al refugio? —le preguntó a Hanno.

El cambia forma rebotó al bebé llorando.

—Tendremos que intentarlo... pero no será fácil con este


cargamento.

Ali pensó rápido, mirando alrededor de la habitación. Vio la


bandeja de cobre, abandonada por la chica shafit que ahora agarraba la
mano de Anas. Cruzó la habitación, tomando una de las copas de licor
de albaricoque.

—¿Funcionaría esto?

Anas se quedó horrorizado.

—¿Has perdido la cabeza?

Pero Hanno asintió.

—Tal vez. —Sostuvo al bebé mientras Ali intentaba verter el licor


en su boca. Podía sentir el peso de la mirada del cambia forma—. Lo
que hiciste en la puerta... —La voz de Hanno rebosaba de acusación—.
Eres de la Guardia Real, ¿verdad? ¿Uno de esos niños que encerraron
en Citadel hasta su primer cuarto de siglo?
Ali vaciló. Soy más que eso.

—Estoy aquí contigo, ¿no?

—Supongo que lo estás. —Hanno envolvió al niño con práctica


facilidad. El bebé finalmente se quedó en silencio, y Hanno sacó su
talwar, la brillante hoja de acero del tamaño del largo del brazo de Ali—.
Tendremos que buscar una salida por la parte trasera. —Sacudió la
cabeza hacia la cortina roja—. Lo entenderás si insisto en que vayas
primero.

Ali asintió, con la boca seca. ¿Qué opción tenía? Apartó la cortina
y entró en el oscuro pasillo.

Un laberinto de almacenes lo saludó. Barriles de vino se apilaban


en el techo, y enormes cajas de cebollas peludas y frutas maduras
perfumaban el aire. Las mesas rotas, las paredes a medio construir y
los muebles cubiertos estaban esparcidos al azar por todas partes. Ali
no vio salidas, solo lugares para esconderse.

Un lugar perfecto para ser emboscado. Parpadeó; sus ojos habían


dejado de arder. La poción debe haberse desgastado. No es que
importara, Ali había crecido con los hombres afuera; ellos lo
reconocerían de cualquier manera.

Hubo un pequeño tirón en su bata. La niña levantó una mano


temblorosa y señaló una puerta negra al final del pasillo.

—Eso va al callejón —susurró, con los ojos oscuros muy abiertos.

Ali le sonrió.

—Gracias —le susurró de vuelta.

Se dirigieron por el pasillo hacia el final del almacén. En la


distancia, vio una línea de luz de luna cerca del piso: una puerta.
Desafortunadamente, eso fue todo lo que vio. El almacén era más negro
que el terreno de juego y, a juzgar por la distancia hasta la puerta,
enorme. Ali se deslizó dentro, su corazón latía tan fuerte que podía oírlo
en sus oídos.
No fue todo lo que escuchó.

Hubo una respiración entrecortada, y entonces algo pasó por su


cara, rozando su nariz y oliendo a hierro. Ali se giró cuando la niña
gritó, pero no pudo ver nada en la habitación negra, sus ojos aún no se
habían adaptado a la oscuridad.

Anas gritó.

—¡Déjala ir!

Al infierno con la discreción. Ali sacó su zulfiqar. La empuñadura


se calentó en sus manos. Ilumina, ordenó.

Estalló en llamas.

El fuego lamió la cimitarra de cobre, quemó su punta bifurcada y


arrojó luz salvaje a través de la habitación. Ali vio a dos Daeva: Turan y
el guardia de la taberna, con su enorme hacha en la mano. Turan
estaba tratando de jalar a la niña que gritaba de los brazos de Anas,
pero se giró al ver al zulfiqar ardiendo. Sus ojos negros se llenaron de
miedo.

El guardia no estaba tan impresionado. Se lanzó hacia Ali.

Ali levantó el zulfiqar justo a tiempo, chispas volando desde donde


la hoja golpeó el hacha. La cabeza del hacha debe haber sido de hierro,
el metal una de las pocas sustancias que podrían debilitar la magia. Ali
empujó con fuerza, empujando al hombre.

El Daeva atacó de nuevo. Ali esquivó el siguiente golpe, toda la


situación surrealista. Había pasado la mitad de su vida entrenando; el
movimiento de su espada, sus pies, todo era familiar. Demasiado
familiar; parecía imposible imaginar que su oponente realmente
quisiera matarlo, que un paso en falso no daría lugar a hablar mal de
café, sino a una muerte sangrienta en un piso sucio en un cuarto
oscuro donde Ali no tenía ningún problema en primer lugar. .
Ali esquivó otro golpe. Aún no había atacado al otro hombre.
¿Cómo podía? Había tenido el mejor entrenamiento marcial disponible,
pero nunca había matado a nadie, ni siquiera había hecho daño
intencional a otro. Era menor de edad, con años de ver el combate. ¡Y él
era el hijo del rey! No podía asesinar a uno de los ciudadanos de su
padre, a un Daeva, de todas las personas. Empezaría una guerra.

El guardia levantó su arma de nuevo. Y luego se puso blanco. El


hacha quedó congelada en el aire.

—Los ojos de Solimán —jadeó—. Tú... eres Ali...

Una cuchilla de acero estalló en su garganta.

—…al Qahtani —terminó Hanno. Retorció la hoja, robando las


últimas palabras del hombre mientras robaba su vida. Empujó al
hombre muerto del talwar con un pie, dejándolo caer al suelo—. Alizayd
jodido al Qahtani. —Se volvió hacia Anas, con el rostro iluminado de
indignación—. Oh, Sheikh… ¿cómo pudiste?

Turan todavía estaba allí. Miró a Ali y luego a los hombres


Tanzeem. Horrorizada realización iluminó su rostro. Se lanzó hacia la
puerta, huyendo hacia el pasillo.

Ali no se movió, no habló. Todavía estaba mirando al guardia


Daeva muerto.

—Hanno... —La voz de Anas era inestable—. El príncipe... nadie


puede saberlo.

El cambia forma dejó escapar un suspiro agravado. Le entregó el


bebé a Anas y recogió el hacha. Siguió a Turan.

La realización llegó a Ali demasiado tarde.

—E…espera. No tienes que...

Hubo un breve grito en el pasillo seguido de un crujido. Luego un


segundo. Un tercero. Ali se balanceó sobre sus pies, las náuseas
amenazaban con abrumarlo. Esto no está sucediendo.
—Alizayd. —Anas estaba delante de él—. Hermano, mírame. —Ali
trató de concentrarse en la cara del Sheikh—. Él vendió niños. Te habría
revelado. Necesitaba morir.

Se escuchó el sonido distintivo de la puerta de la taberna


abriéndose de golpe.

—¡Anas Bhatt! —gritó una voz familiar. Wajed... Oh, Dios, no...—.
¡Sabemos que estás aquí!

Hanno volvió corriendo a la habitación. Agarró al bebé y abrió la


puerta de una patada.

—¡Vamos!

La idea de Wajed —el amado Qaid de Ali, el general de ojos


astutos que casi lo había criado— encontrando a Ali de pie sobre los
cuerpos de dos pura sangre asesinados, le llamó la atención. Corrió tras
Hanno, Anas pisándole los talones.

Surgieron en otro callejón lleno de basura. Corrieron hasta llegar


al final, el imponente muro de cobre que separaba los barrios de
Tukharistani y Daeva. Su única escapatoria era una estrecha brecha
que conducía a la calle.

Hanno se asomó por la brecha y luego se echó hacia atrás.

—Tienen arqueros Daeva.

—¿Qué? —Ali se unió a él, ignorando el codo afilado a su lado. En


el extremo distante de la calle estaba la taberna, iluminada por los
ardientes zulfiqar de soldados que entraban por la entrada. Media
docena de arqueros Daeva sobre elefantes esperaban, con sus arcos
plateados brillando a la luz de las estrellas.

—Tenemos un refugio en el barrio de Tukharistani —explicó


Hanno—. Hay un lugar donde podemos pasar el muro, pero primero
tenemos que cruzar la calle.
El corazón de Ali se hundió.

—Nunca lo lograremos.

Los soldados podrían haberse concentrado en la taberna, pero no


había manera de que uno de ellos no se diera cuenta de que tres
hombres, una niña y un bebé cruzaban la calle corriendo. Los
adoradores del fuego eran arqueros diabólicamente buenos —los Daeva
tan devotos a sus arcos como los Geziris lo eran a sus zulfiqar— y era
una calle ancha.

Se volvió hacia Anas.

—Tendremos que encontrar otra manera.

Anas asintió. Miró al bebé en los brazos de Hanno y luego a la


pequeña niña que sujetaba su mano.

—Está bien —dijo en voz baja. Se arrodilló para mirar a la chica,


desenredando sus dedos de los suyos—. Querida, necesito que vayas
con el hermano aquí. —Señaló a Ali—. Él te llevará a un lugar seguro.

Ali miró a Anas, estupefacto.

—¿Qué? Espera... no te refieres…

—Soy el que buscan. —Anas se puso de pie—. No voy a arriesgar


la vida de los niños para salvar la mía. —Se encogió de hombros, pero
su voz era tensa cuando habló de nuevo—. Sabía que este día llegaría…
Intentaré distraerlos... para darte tanto tiempo como sea posible.

—Absolutamente no —declaró Hanno—. El Tanzeem te necesita.


Yo iré. Tengo una mejor oportunidad de derribar a algunos de esos pura
sangre de todos modos.

Anas negó con la cabeza.

—Estás mejor equipado que yo para que el príncipe y los niños


estén a salvo.
—No. —La palabra salió de la garganta de Ali, más oración que
súplica. No podía perder a su Sheikh, no así—. Yo iré. Seguramente
puedo negociar algún tipo de...

—No negociarás nada —interrumpió Anas, con voz grave—. Si le


cuentas a tu padre sobre esta noche, estás muerto, ¿entiendes? Los
Daeva harán disturbios si supieran de tu participación. Tu padre no se
arriesgará a eso. —Puso una mano en el hombro de Ali—. Y eres
demasiado valioso para perderte.

—El infierno que lo es —replicó Hanno—. Te matarán solo para


que un puto Qahtani pueda...

Anas lo interrumpió con un agudo movimiento de su mano.

—Alizayd al Qahtani puede hacer más por el shafit que mil


grupos como el Tanzeem. Y lo hará —agregó, dándole a Ali una mirada
atenta—. Gana esto. No me importa si tienes que bailar en mi tumba.
Sálvate, hermano. Vive para luchar de nuevo. —Empujó a la niña hacia
él—. Sácalos de aquí, Hanno. —Sin una palabra más, se volvió y se
dirigió a la taberna.

La niña shafit miró a Ali, sus ojos marrones enormes con miedo.
Él parpadeó las lágrimas. Anas había sellado su destino; lo menos que
Ali podía hacer era seguir su última petición. Cogió a la niña, y ella se
aferró a su cuello, su corazón palpitaba contra su pecho.

Hanno le lanzó una mirada de puro veneno.

—Tú y yo, al Qahtani, vamos a tener una larga charla cuando


esto termine. —Le quitó el turbante de la cabeza a Ali, convirtiéndolo
rápidamente en un cabestrillo para el bebé.

Ali inmediatamente se sintió más expuesto.

—¿Había algo mal con el tuyo?

—Correrás más rápido si estás preocupado por ser reconocido. —


Asintió con la cabeza hacia el zulfiqar de Ali—. Guarda eso.
Ali metió el zulfiqar debajo de su túnica, colocando a la niña
sobre su espalda mientras esperaban. Hubo un grito desde la taberna,
seguido de un segundo grito más exultante. Dios te proteja, Anas.

Los arqueros se volvieron hacia la taberna. Uno retiró su arco


plateado, apuntando una flecha a la entrada.

—¡Ve! —dijo Hanno y salió disparado, Ali pisándole los talones.


Ali no miró a los soldados, su mundo se redujo a correr a través de los
adoquines rajados tan rápido como sus piernas lo llevaran.

Uno de los arqueros gritó una advertencia.

Ali estaba a medio camino cuando la primera flecha pasó volando


sobre su cabeza. Estalló en fragmentos de fuego, y la niña gritó. El
segundo desgarró su túnica, rozando su pantorrilla. Siguió corriendo.

Estaban al otro lado. Ali se arrojó detrás de una balaustrada de


piedra, pero su refugio duró poco. Hanno se abalanzó sobre un
intrincado enrejado de madera unido al edificio. Estaba cubierto de
extensas rosas en un arco iris de colores, que se extendía tres pisos
para alcanzar el techo distante.

—¡Trepa!

¿Trepar? Los ojos de Ali se agrandaron mientras miraba el


delicado enrejado. La cosa apenas parecía lo suficientemente fuerte
como para sostener sus flores, y mucho menos el peso de dos hombres
adultos.

Una flecha bañada en llamas chocó contra el suelo cerca de sus


pies. Ali saltó hacia atrás, y el sonido de trompetas de elefantes llenó el
aire.

El enrejado sería.
El marco de madera se sacudió violentamente mientras trepaba,
las enredaderas espinosas destrozaban sus manos. La pequeña niña se
aferró a su espalda, casi ahogando a Ali cuando enterró la cara en su
cuello, sus mejillas se llenaron de lágrimas. Otra flecha pasó volando
por sus cabezas, y ella chilló, con dolor esta vez.

Ali no tenía manera de verificarla. Siguió subiendo, intentando


mantenerse lo más plano posible contra el edificio. Por favor, Dios, por
favor, rogó; estaba demasiado aterrorizado para llegar a una oración
más coherente.

Estaba casi en el techo, Hanno ya estaba arriba, cuando el


enrejado comenzó a desprenderse de la pared.

Por un instante, Ali se estaba cayendo hacia atrás. El marco de


madera se deshizo en sus manos. Un grito burbujeaba en su garganta.

Hanno agarró su muñeca.

El cambia forma shafit lo arrastró hasta el techo, y Ali se


derrumbó rápidamente.

—La ni…niña... —suspiró—. Una flecha…

Hanno la sacó de su espalda y rápidamente examinó la parte


posterior de su cabeza.

—Está bien, pequeña —le aseguró—. Estarás bien. —Miró a Ali—.


Necesitará unos puntos de sutura, pero la herida no se ve profunda. —
Deshizo el cabestrillo—. Cambiemos.

Ali tomó al bebé, deslizándose en el cabestrillo.

Hubo un grito desde abajo.

—¡Están en el techo!

Hanno lo hizo ponerse de pie.

—¡Vamos!
Se fue corriendo, y Ali lo siguió. Corrieron a través del techo,
saltando sobre el estrecho espacio hasta el próximo edificio y luego
volviendo a hacerlo, corriendo a través de líneas de secado de ropa y
árboles frutales en maceta. Ali trató de no mirar al suelo mientras
saltaban, con el corazón en la garganta.

Llegaron al último techo, pero Hanno no se detuvo, sino que


aceleró a medida que se acercaba al borde. Y luego, para horror de Ali,
se lanzó.

Ali se quedó sin aliento, deteniéndose justo antes del borde. Pero
el cambia forma no fue arrojado al suelo debajo; en cambio, aterrizó
sobre el muro de cobre que separaba los cuartos tribales. La pared era
tal vez la mitad de la longitud de un cuerpo más baja que el techo y a
unos diez pasos de distancia. Era un salto imposible, por pura fortuna
Hanno lo logró.

Él le dio al cambia formas una mirada incrédula.

—¿Estás loco?

Hanno sonrió, mostrando sus dientes.

—Vamos, al Qahtani. Seguro que si un shafit puede hacerlo, tú


también puedes hacerlo.

Ali siseó en respuesta. Se paseó por el borde del techo. Cada


instinto sensato le gritaba que no saltara.

El sonido de los soldados persiguiendo se hizo más fuerte.


Estarían en el techo en cualquier momento. Ali retrocedió unos pasos,
intentando reunir el coraje para dar un salto de carrera.

Esto es una locura. Negó con la cabeza.

—No puedo.
—No tienes otra opción. —El humor desapareció de la voz de
Hanno—. Al Qahtani… Alizayd —presionó cuando Ali no respondió—.
Escúchame. Ya oíste lo que dijo el Sheikh. ¿Crees que puedes dar la
vuelta ahora? ¿Pedirle piedad a tu abba21? —Él negó con la cabeza—.
Conozco a los Geziris. Tu gente no juega con la lealtad. —Hanno se
encontró con la mirada de Ali, sus ojos oscuros con advertencia—. ¿Qué
crees que hará tu padre cuando sepa que su propia sangre lo traicionó?

Nunca quise traicionarlo. Ali respiró hondo.

Y luego saltó.

21
N.T. También conocido como Allah, el Dios del Islam.
5
Nahri
Traducido por 3lik@ & YoshiB & Grisy Taty

— No te duermas, ladronzuela. Aterrizaremos pronto.


Los párpados de Nahri eran tan pesados como un saco de
dirhams, pero no estaba dormida. No había forma de que pudiera
hacerlo, con solo un trozo de tela que le impedía caer en picado hasta
su muerte. Rodó sobre la alfombra, un viento frío acariciaba su rostro
mientras volaban. El cielo del amanecer se tiñó de rojo con la llegada
del sol, la oscuridad de la noche dio paso a la luz de rosas y azules
cuando las estrellas se apagaron. Miró al cielo. Exactamente hace una
semana, había estado mirando otra madrugada en El Cairo, esperando
al basha, sin darse cuenta de cuán drásticamente su vida estaba por
cambiar.

El djinn —no, el daeva, se corrigió a sí misma; Dara tenía una


tendencia a enfurecerse cuando lo llamaba djinn— estaba sentado a su
lado, el calor humeante de su túnica le hacía cosquillas en la nariz. Sus
hombros estaban hundidos, y sus ojos esmeraldas estaban apagados y
enfocados en algo en la distancia.
Mi captor parece particularmente cansado esta mañana. Nahri no
lo culpó; había sido la semana más extraña y desafiante de su vida, y
aunque Dara parecía estar ablandándose hacia ella, sintió que ambos
estaban completamente agotados. El altanero guerrero daeva y la
intrigante ladrona humana no eran las parejas más naturales; a veces,
Dara podía ser tan habladora como una amiga de la infancia, haciendo
cientos de preguntas sobre su vida, desde su color favorito hasta qué
tipo de ropa vendían en los bazares de El Cairo. Luego, con poca
advertencia, se volvería hosco y hostil, tal vez disgustado por
encontrarse disfrutando de una conversación con una mestiza.

Por parte de Nahri, se vio obligada en gran parte a comprobar su


propia curiosidad; al preguntarle a Dara algo sobre el mundo mágico,
inmediatamente se puso de mal humor.

—Puedes molestar al djinn en Daevabad con todas tus preguntas


—la despacharía y volvería a pulir sus armas.

Pero estaba equivocado.

Ella no podía hacer eso. Porque definitivamente no iba a ir a


Daevabad.

Una semana con Dara fue suficiente para que supiera que no
había forma de que se estuviera atrapada en una ciudad llena de
muchos djinn malhumorados. Estaría mejor por su cuenta.
Seguramente podría encontrar una manera de evitar el ifrit;
posiblemente no podrían buscar en todo el mundo humano, y no había
forma en el infierno de que pudiera volver a realizar un zaar de nuevo.

Y así, ansiosa por escapar, había estado atenta a la oportunidad,


pero no había tenido a dónde huir en el vasto e ininterrumpido monolito
del desierto que recorrían, todas arenas iluminadas por la luna de
noche y oasis sombreados de día. Sin embargo, cuando se incorporó y
vislumbró el suelo debajo, la esperanza creció en su pecho.
El sol había entrado en el horizonte para iluminar un paisaje
diferente. En lugar de desierto, las colinas de piedra caliza se fundieron
en un río ancho y oscuro que serpenteaba hacia el sureste hasta donde
podía ver. Los grupos de edificios blancos y las chimeneas de cocina
abrazaban sus orillas. Las llanuras áridas directamente debajo eran
rocosas, divididas por matorrales y esbeltos árboles cónicos.

Ella escudriñó el suelo, cada vez más alerta.

—¿Dónde estamos?

—Hierapolis.

—¿Dónde?

Ella y Dara podrían hablar el mismo idioma, pero estaban a siglos


de diferencia en geografía. Él lo sabía todo por un nombre diferente,
ríos, ciudades, incluso las estrellas en el cielo. Las palabras que él
usaba eran completamente desconocidas, y las historias que contaba
para describir tales lugares eran aún más extrañas.

—Hierapolis. —La alfombra barrió hacia el suelo, Dara la dirigió


con una mano—. Ha pasado demasiado tiempo desde que regresé.
Cuando era joven, Hierapolis era el hogar de muchas... personas
espirituales. Muy devotos a sus rituales. Aunque supongo que
cualquiera sería devoto, teniendo en cuenta que adoraban los penes, a
los peces y preferían las orgías a la oración.

Suspiró, sus ojos se arrugaron de placer.

—Los humanos pueden ser tan maravillosamente creativos.

—Pensé que odiabas a los humanos.

—Para nada. Los humanos en su mundo, y mi gente en el


nuestro. Esa es la mejor manera de las cosas —dijo con firmeza—.
Cuando cruzamos es donde surge el problema.

Nahri puso los ojos en blanco, sabiendo que él creía que ella era
el resultado de tal cruce.
—¿Qué río es ese?

—El Ufratu.

Ufratu... Repasó la palabra en su mente.

—Ufratu... el-furat… ¿Ese es el Euphrates? —Ella estaba


aturdida. Estaban mucho más al este de lo que esperaba.

Dara malinterpretó su consternación.

—Sí. No te preocupes, es demasiado significativo cruzar aquí.

Nahri frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir? Estamos volando sobre éste de todos


modos, ¿no?

Juraría que él se sonrojaría, un indicio de vergüenza en sus


brillantes ojos.

—No... No me gusta volar sobre tanta agua —confesó finalmente—


. Especialmente cuando estoy cansado. Descansaremos, luego
volaremos más al norte para encontrar un lugar mejor. Podemos
conseguir caballos al otro lado. Si Khayzur tenía razón acerca de que el
encantamiento que usé en la alfombra era fácil de rastrear, no quiero
volar mucho más lejos.

Nahri apenas escuchó lo que dijo sobre la alfombra, su mente


corriendo mientras apreciaba el río oscuro. Esta es mi oportunidad, se
dio cuenta. Dara podría negarse a hablar de sí mismo, pero Nahri lo
había contemplado de todos modos, y su confesión sobre volar sobre el
río confirmó sus sospechas.

El daeva estaba aterrorizado por el agua.

Él se negó a poner incluso un dedo en las fuentes sombreadas de


los oasis que visitaron y parecía convencido de que ella se iba a ahogar
en los estanques menos profundos, declarando que el disfrute del agua
no era natural, una perversión shafit. No se atrevería a cruzar el
poderoso Euphrates sin la alfombra; probablemente ni siquiera se
acercaría a las orillas.
Solo necesito llegar al rio. Nahri nadaría toda su maldita longitud
si ese fuera el único camino hacia la libertad.

Aterrizaron en el suelo rocoso, y su rodilla se estrelló contra un


duro bulto. Maldijo, frotándose mientras se ponía de pie para mirar
alrededor. Su boca cayó abierta.

—¿Cuándo dijiste que lo visitaste por última vez?

No habían aterrizado en tierra rocosa; sino en un edificio


aplanado. Desnudas y quebradas columnas de mármol se alineaban en
las avenidas, la mayoría de las cuales carecían de secciones de
adoquines. Los edificios estaban destruidos, aunque la altura de unos
pocos muros amarillentos restantes insinuaba la gloria anterior. Había
grandes entradas arqueadas que no conducían a nada, y malezas
ennegrecidas y arbustos que crecían entre la piedra y serpenteando las
columnas. Al otro lado de la alfombra, una enorme columna de piedra
del color del cielo lavado yacía aplastada en el suelo. Tallados en su
costado estaban los contornos sucios de una mujer con velo y una cola
de pez.

Nahri se apartó de la alfombra y asustó a un zorro color polvo. Se


desvaneció detrás de una pared desmoronada. Miró a Dara. Parecía
igualmente aturdido, sus ojos verdes muy abiertos por la conmoción. Él
captó su mirada y forzó una pequeña sonrisa.

—Bueno, ha pasado algún tiempo...

—¿Algún tiempo? —Ella hizo un gesto hacia los restos


abandonados que los rodeaban.

Al otro lado del camino roto había una enorme fuente llena de
agua negra turbia; la suciedad fétida manchaba el mármol de donde
había comenzado a evaporarse. Tuvo que tomar siglos para que un
lugar se pusiera así. Había ruinas similares en Egipto, y se decía que
pertenecían a una antigua raza de adoradores del sol que vivían y
morían incluso antes de que se escribieran los libros sagrados. Se
estremeció.
—¿Cuántos años tienes?

Dara la miró molesto.

—No es de tu incumbencia.

Sacudió la alfombra con más fuerza de la necesaria, la enrolló y


luego la arrojó sobre su hombro antes de adentrarse en el más grande
de los edificios en ruinas. En la entrada se esculpían voluptuosas
pescadoras; tal vez era uno de los templos donde la gente había
«adorado».

Nahri lo siguió. Necesitaba esa alfombra.

—¿A dónde vas? —Tropezó con una columna rota, envidiando la


forma elegante en que el daeva se movía sobre el terreno desigual, y
luego se detuvo cuando entró en el templo, deslumbrada por la gran
decadencia.

El techo del templo y el muro este se habían ido, abriendo las


ruinas al cielo del amanecer. Los pilares de mármol se extendían muy
por encima de su cabeza, y las paredes de piedra derrumbadas
perfilaban lo que una vez debió haber sido un enorme laberinto de
habitaciones diferentes. La mayor parte del interior era sombrío,
sombreado por las paredes restantes y algunos cipreses determinados a
hacerse paso a través del suelo.

A su izquierda había un alto estrado de piedra. Tres estatuas


estaban colocadas en la parte superior: otra pescadora, una mujer
majestuosa que montaba un león y un hombre vestido con un
taparrabos y un disco. Todos eran deslumbrantes, sus figuras
musculosas y majestuosas. Los pliegues en sus prendas de piedra
parecían tan reales que se sintió tentada a tocarlos.

Pero mirando a su alrededor, vio que Dara había desaparecido,


sus pasos silenciosos en la gran ruina. Nahri siguió el rastro que había
hecho en la gruesa capa de polvo que cubría el piso.
—Oh...

Un pequeño sonido de apreciación se escapó de su garganta. El


gran templo fue empequeñecido por el enorme teatro al que entró.
Cientos, tal vez miles, de asientos de piedra estaban tallados en la
colina en un semicírculo que rodeaba el gran escenario sobre el que
estaba parada.

El daeva estaba al borde del escenario. El aire estaba calmado y


silencioso, salvo por la madrugada de pájaros cantores. Su túnica azul
medianoche sombreaba y se arremolinaba sobre sus pies, y desenvolvió
su turbante para dejarlo caer sobre sus hombros, con la cabeza
cubierta solo por la tapa plana de carbón. Su bordado blanco brillaba
rosa en la luz rosada de la mañana.

Parece que él pertenece aquí, pensó. Como un fantasma olvidado


en el tiempo, en busca de sus compañeros muertos hace mucho tiempo. A
juzgar por la forma en que habló de Daevabad, Nahri asumió que era
una especie de exilio. Probablemente extrañaba a su gente.

Ella sacudió su cabeza; no tenía la intención de dejar que un


destello de simpatía la convenciera de seguir siendo la compañera de un
daeva solitario.

—¿Dara?

—Una vez vi una obra de teatro con mi padre —recordó—. Era


joven, probablemente mi primera gira por el mundo humano... —
Escudriñó el escenario—. Tenían actores que agitaban sedas azules
brillantes para representar el océano. Me pareció mágico.

—Estoy segura de que era encantador. ¿Puedo tener la alfombra?

Miró hacia atrás.

—¿Qué?

—La alfombra. Duermes en ella todos los días. —Dejó caer una
nota de queja en su voz—. Es mi turno.
—Entonces compartámosla. —Él asintió con la cabeza en el
templo—. Encontraremos un lugar en la sombra.

Ella sintió que sus mejillas se ponían coloradas.

—No dormiré a tu lado en un templo dedicado a las orgías de


peces.

Él puso los ojos en blanco y dejó caer la alfombra. Aterrizó con


fuerza en el suelo, enviando una nube de polvo.

—Haz lo que desees.

Eso pretendo. Nahri esperó hasta que regresó al templo antes de


arrastrar la alfombra hasta el otro extremo del escenario. Lo empujó y
se estremeció ante el ruido, casi esperando que el daeva saliera
corriendo y le dijera que se callara. Pero el teatro quedó vacío.

Se arrodilló sobre la alfombra. A pesar de que el río estaba a una


larga y calurosa caminata, no quería irse hasta estar segura de que
Dara estaba profundamente dormido. No solía llevar mucho tiempo. El
comentario sobre volar sobre el río no fue la primera vez que mencionó
que se había agotado por la magia. Nahri supuso que era un tipo de
trabajo como cualquier otro.

Revisó sus suministros. No era mucho. Además de la ropa que


llevaba en la espalda y un saco que había hecho con los restos de su
abaya, tenía el odre de agua y una lata de manna: galletas rancias que
Dara le había dado y que aterrizaron en su estómago como si fueran
piedras. El agua y el manna podrían mantenerla alimentada, pero no
pondrían un techo sobre su cabeza.

No importa. Puede que no tenga otra oportunidad como esta.


Apartando sus dudas, ató la bolsa y volvió a envolver su velo. Luego
buscó una antorcha y volvió a introducirse en el templo.
Siguió el olor del humo hasta que encontró al daeva. Como de
costumbre, Dara había encendido una pequeña fogata, dejando que
arda a su lado mientras dormía. Aunque nunca había preguntado por
qué, obviamente no era por el calor durante los días calurosos del
desierto, la presencia de las llamas parecía consolarlo.

Estaba profundamente dormido bajo la sombra de un arco


desmoronado. Por primera vez desde que se conocieron, se quitó la
túnica y la estaba usando como almohada. Debajo llevaba otra sin
mangas del color de las aceitunas verdes y pantalones sueltos en blanco
hueso. Su daga estaba metida en un ancho cinturón negro atado
alrededor de su cintura, su arco, carcaj de flechas y su sable curvo
estaban entre la pared y su cuerpo. Su mano derecha descansaba sobre
las armas. La mirada de Nahri se demoró al ver su pecho subiendo y
bajando mientras dormía. Algo se agitaba en sus entrañas.

Ella lo ignoró y encendió su antorcha, con la luz de ésta, notó los


tatuajes negros que cubrían sus brazos, formas extrañas y geométricas,
como si un calígrafo se hubiera vuelto loco en su piel. La marca más
grande era una estructura esbelta y con forma de escalera, con lo que
parecían cientos de peldaños sin apoyo meticulosamente dibujados que
sobresalían de su palma izquierda y torcían su brazo para desaparecer
debajo de su túnica.

Y pensé que el tatuaje en su cara era extraño...

Mientras seguía las líneas, la luz iluminó algo más también.

Su anillo.

Nahri se quedó inmóvil; la esmerlada guiñó a la luz de la antorcha


como si la saludara. Tentándola. Su mano izquierda descansaba
ligeramente sobre su estómago. Nahri se quedó mirando el anillo,
paralizada. Tenía que valer una fortuna y, sin embargo, ni siquiera se
veía bien en su dedo. Podría tomarlo, se dio cuenta. He robado joyas a
las personas cuando estaban despiertas.
La antorcha se calentó en su mano, el fuego ardiendo
incómodamente cerca. No. No valía la pena el riesgo. Le dio al daeva
una última mirada cuando se fue. No pudo evitar sentir una punzada
de pesar; sabía que Dara representaba la mejor oportunidad para
aprender sobre sus orígenes, sobre su familia y sus habilidades. Acerca
de, bueno... de todo. Pero no valía la pena su libertad.

Nahri volvió al teatro. Dejó caer la antorcha sobre la alfombra.


Años en una tumba y una semana en el aire del desierto habían
absorbido cada gota de humedad de la lana vieja. Estalló en llamas
como si hubiera sido empapada en aceite. Tosió, alejando el humo de su
cara. Cuando Dara despertara, ya no sería más que ceniza. Tendría que
ir tras ella a pie y tendría medio día de ventaja.

—Solo llega al río —se susurró a sí misma. Recogió su bolso y


comenzó a subir las escaleras que salían del teatro.

La bolsa era patéticamente liviana, un recordatorio físico de cuán


terribles eran sus circunstancias. No voy a ser nada. La gente se reirá
cuando diga que puedo sanar. La disposición de Yaqub para asociarse
con ella era rara, y eso era después de que ya había establecido una
reputación como sanadora, una cuidadosa reputación que había
cultivado en años.

Pero no tendría que preocuparse si tuviera ese anillo. Podría


venderlo, alquilar un lugar para no tener que dormir en la calle.
Comprar medicinas para usar en su trabajo, materiales con los que
hacer amuletos. Aminoró el paso, ni siquiera a mitad de la escalera. Soy
un buen ladrón. He robado cosas mucho más desafiantes. Y Dara dormía
como los muertos; ni siquiera se había despertado cuando Khayzur
estuvo a punto de caer sobre él.

—Soy una tonta —susurró, pero ya se estaba dando la vuelta,


corriendo ligeramente por los escalones y pasando la ardiente alfombra.
Se arrastró de vuelta al templo, serpenteando alrededor de las
columnas colapsadas y las estatuas destrozadas.
Dara aún estaba profundamente dormido. Nahri dejó su bolso con
cuidado y liberó el odre de agua. Roció unas gotas en su dedo, su
corazón acelerándose mientras observaba cualquier reacción. Nada.
Moviéndose con cautela, apretó suavemente el anillo entre el pulgar y el
índice. Tiró de éste.

El anillo pulsó y se calentó. Un repentino dolor creció en su


cabeza. Entró en pánico e intentó soltarse, pero sus dedos no se
movían. Era como si alguien hubiera tomado el control de su mente. El
templo se desvaneció, y su visión se volvió borrosa, reemplazada por
una serie de formas ahumadas que rápidamente se solidificaron en algo
completamente nuevo. Una planicie árida bajo un blanco sol cegador...

Observé la tierra muerta con un ojo crítico. Este lugar había sido
una vez verde y cubierto de hierba, rico en campos irrigados y huertos,
pero la armada de mi maestro pisoteaba todos los signos de fertilidad,
dejando nada más que lodo y polvo. Los huertos son arrancados y
quemados, el río envenenado hace una semana, con la esperanza de que
la ciudad se rindiera.

Sin ser visto por los humanos a mí alrededor, me elevo en el aire


como humo para observar mejor a nuestras fuerzas. Mi maestro tiene una
armada formidable: miles de hombres con cadena y cuero, docenas de
elefantes y cientos de caballos. Sus arqueros son los mejores en el mundo
humano, perfeccionados por mi cuidadosa instrucción. Pero la ciudad
cercada sigue siendo insuperable.

Miro las cuadras antiguas, preguntándome qué tan amplias son,


cuántos ejércitos han repelados. Ningún ariete los derribará. Inhalo con
cuidado; el hedor del hambre se siente en el viento.

Me dirijo a mi maestro. Es uno de los humanos más grandes con


los que me he topado; mi coronilla apenas llega a sus hombros. Incapaz
de lidiar con el calor de las llanuras, está constantemente rosado,
sudado y completamente desagradable. Incluso su barba rojiza está
húmeda de sudor, y su túnica ornamentada con filigranas apesta. Arrugo
mi nariz; tal prenda es frívola en tiempos de guerra.
Me coloco en el suelo junto a su caballo y lo miro.

—Otros dos o tres días —digo, tropezando con los sonidos. Aunque
le he pertenecido durante un año, su lenguaje todavía es extraño para mí,
lleno de duras consonantes y gruñidos—. No pueden resistir mucho más
tiempo.

Frunce el ceño y acaricia la empuñadura de su espada.

—Eso es demasiado largo. Dijiste que estarían listos para rendirse


la semana pasada.

Hago una pausa, la impaciencia en su voz causando que un


pequeño nudo de miedo crezca en mi estómago. No quiero saquear esta
ciudad. No porque me importen los miles que morirán —siglos de
esclavitud han cultivado un profundo odio por los humanos en mi alma—
sino porque no deseo ver el saqueo de ninguna ciudad. No quiero ver la
violencia, imaginar cómo mi amado Daevabad sufrió un destino similar a
manos de los Qahtanis.

—Se está tardando más porque son valientes, mi señor. Tal cosa
debe ser admirada. —Mi maestro no parece escucharme, así que
continúo—: Obtendrás una paz más duradera mediante la negociación.

Mi maestro respira hondo.

—¿No fui claro? —espeta, inclinándose en su silla de montar para


mirarme. Su cara está marcada por la viruela—. No te compré por
consejo, esclavo. Deseo que me des la victoria. Lo deseo para esta
ciudad. Deseo ver a mi primo de rodillas delante de mí.

Reprendido, bajo mi cabeza. Sus deseos se asentaron


pesadamente en mis hombros, envolviendo mis extremidades. La energía
surge a través de mis dedos.

No hay lucha contra ello; aprendí esto hace mucho tiempo.

—Sí, maestro. —Levanto mis manos y enfoco mi atención en la


pared.
El suelo comienza a temblar. Su caballo se aleja, y unos pocos
hombres gritan alarmados. A lo lejos, el muro cruje, las piedras antiguas
protestan por mi magia. Pequeñas figuras corren por la parte superior,
huyendo de sus puestos.

Cierro mis manos en puños, y la pared se derrumba como si


estuviera hecha de arena. Un rugido recorre la armada de mi maestro.
Los seres humanos, sus bailes de sangre ante la perspectiva de
brutalizar a su propia raza...

¡No! Nahri se quedó sin aliento, una pequeña voz gritando en su


mente. ¡Esta no soy yo! ¡Esto no es real! Pero la voz fue ahogada por los
gritos de la siguiente visión.

Estamos dentro de la ciudad. Vuelvo junto al caballo de mi maestro


por calles sangrientas llenas de cadáveres. Sus soldados incendian las
tiendas y las casas estrechas, cortando a los habitantes lo
suficientemente tontos como para cruzarlos. Un hombre en llamas cae al
suelo a mi lado, arrojado desde un balcón, y una niña grita cuando dos
soldados la sacan de una carreta volcada.

Atado por el deseo, no puedo dejar el lado de mi maestro. Atravieso


la sangre con una espada en cada mano, matando a cualquiera que se
acerque. A medida que nos acercamos al castillo, los atacantes son
demasiado numerosos para mis espadas. Arrojo las armas y la maldición
de los esclavos me atraviesa mientras quemo a todo un grupo con una
sola mirada. Sus gritos se elevan por el aire, horrendos gemidos como de
animales.

Antes de darme cuenta, estamos en el castillo y luego en un


dormitorio. La habitación es opulenta y huele fuertemente a madera de
cedro, el olor me hace llorar. Fue lo que mi tribu Daeva quemó para
honrar al Creador y a sus benditos Nahid... pero no puedo honrar a nadie
en mi condición profanada. En su lugar, rompo a través de los guardias.
Su sangre salpica los revestimientos murales de seda.
Un hombre calvo se encoge en una esquina; puedo oler sus
entrañas esparcidas. Una mujer de ojos feroces se lanza delante de él,
con un cuchillo en la mano. Le rompo el cuello cuando la arrojo a un lado
y luego agarro al hombre sollozando, obligándolo a arrodillarse ante mi
maestro.

—Tu primo, mi señor.

Mi maestro sonríe, y el peso del deseo se levanta de mis hombros.


Agotado por la magia y con náuseas por el olor de tanta sangre humana,
caigo de rodillas. Mi anillo arde, iluminando el disco de esclavo negro
marcado en mi piel. Fijo mi mirada en mi maestro, rodeado por la
carnicería que ordenó, observando mientras se burla de la histeria de su
primo. El odio surge en mi corazón.

Te veré muerto, humano, lo juro. Veré tu vida reducida a una


mera marca en mi brazo...

La alcoba se disolvió ante los ojos de Nahri cuando sus dedos


fueron arrancados del anillo, su mano se apartó con tanta fuerza que
cayó de espaldas al suelo de piedra. Su mente giró mientras intentaba
desesperadamente dar sentido a lo que acababa de suceder.

La respuesta se cernía sobre ella, todavía agarrando su muñeca.

En todo caso, Dara parecía más sorprendido al encontrarse


despertado de esa manera. Él miró su mano, sus dedos aún agarraban
su muñeca. Su anillo ardía con luz, reflejando el brillo esmeralda de sus
ojos. Dejó escapar un grito sobresaltado.

—¡No! —Sus ojos se abrieron en pánico, y dejó caer su muñeca,


retrocediendo. Su cuerpo entero estaba temblando—. ¿Qué hiciste? —
chilló, extendiendo la mano como si esperara a que el anillo explotara.

Dara. El hombre en su visión había sido Dara. Y lo que ella había


visto... ¿eran esos sus recuerdos? Parecían demasiado reales para haber
sido sus sueños.

Nahri se obligó a encontrarse con su mirada. ´


—Dara... —Trató de mantener su voz suave. El daeva estaba
pálido de miedo y sus ojos airados—. Por favor, solo cálmate. —Él se
había alejado sin ninguna de sus armas. Ella resistió la tentación de
mirarlos, temiendo que él se diera cuenta—. Yo no...

El daeva pareció leer su mente, lanzándose hacia sus armas al


mismo tiempo que ella lo hizo. Él fue más rápido, pero Nahri estaba
más cerca. Agarró su espada y saltó hacia atrás cuando él se lanzó
hacia ella con la daga.

—¡No!

Ella levantó la espada, sus manos temblaban mientras la


apretaba con fuerza. Dara retrocedió con un silbido que le enseñó los
dientes. Nahri entró en pánico. No había manera de que pudiera
vencerlo, de ninguna manera podría vencerlo. El daeva parecía que se
había vuelto loco; casi esperaba que empezara a echar espuma por la
boca. Las visiones pasaron por su mente otra vez: cuerpos destrozados,
hombres quemados hasta la muerte. Y Dara lo había hecho todo.

No. Tenía que haber alguna explicación. Y entonces recordó.


Maestro, él había llamado a ese hombre su maestro.

Él es un esclavo. Todas las historias que Nahri había escuchado


sobre el djinn corrieron por su mente, y su boca se abrió en conmoción.
Un esclavo djinn que concede deseos.

Darse cuenta de eso no mejoró su situación.

—Dara, por favor... No sé qué sucedió, pero no quería lastimarte.


¡Lo juro!

Su mano izquierda estaba presionada contra su pecho, el anillo


junto a su corazón, si los daeva tenían corazones. Extendió la daga con
la derecha, rodeándola como un gato. Cerró los ojos por un momento y
cuando los abrió, algo de la ira se había disipado.

—No... Yo... —Tragó, viéndose cerca de las lágrimas—. Aún sigo


aquí. —Respiró tembloroso, el alivio inundó su rostro—. Aún sigo libre.
Se apoyó pesadamente contra una de las columnas de mármol.

—Pero esa ciudad... —Se atragantó—, esa gente... —Se deslizó


hasta el suelo, dejando caer su cabeza entre sus manos.

Nahri no bajó la espada. No tenía idea de qué decir, dividida entre


la culpa y el miedo.

—Lo... Lo siento —dijo finalmente—. Sólo quería el anillo. No tenía


ni idea...

—¿Querías el anillo? —Levantó la mirada bruscamente, un indicio


de sospecha volvía a aparecer en su voz.

—¿Por qué?

Decir la verdad parecía más seguro que él asumiendo algún tipo


de malicia mágica de su parte. —Estaba tratando de robarlo —confesó—
. Estoy… estaba —se corrigió, dándose cuenta de que no había forma
de liberarse ahora—, tratando de escapar.

—¿Escapar? —Entrecerró los ojos—. ¿Y necesitabas mi anillo


para eso?

—¿Has visto el tamaño de eso? —Dejó escapar una risa


nerviosa—. Esa esmeralda podría llevarme de vuelta a El Cairo con
dinero de sobra.

Él le dirigió una mirada de incredulidad y luego negó con la


cabeza.

—Y la gloria de los Nahid continúa. —Se puso de pie,


aparentemente sin darse cuenta de lo rápido que ella retrocedió—. ¿Por
qué querrías escapar? Tu vida humana suena terrible.

—¿Qué? —preguntó ella, lo suficientemente ofendida como para


olvidar momentáneamente su miedo—. ¿Por qué dirías eso?
—¿Por qué? —Cogió su túnica y la hizo girar alrededor de sus
hombros—. ¿Por dónde empiezo? Si el simple hecho de ser humano no
es lo suficientemente miserable, tenías que mentir y robar
constantemente para sobrevivir. Vivías sola, sin familia ni amigos, con
un temor incesante de ser arrestada y ejecutada por brujería. —
Palideció—. ¿Y volverías a eso? ¿En vez de a Daevabad?

—No era tan malo —insistió ella, sorprendida por su respuesta.


Todas esas preguntas que le había hecho sobre su vida en El Cairo,
realmente había estado escuchando sus respuestas—. Mis habilidades
me dieron mucha independencia. Y tenía un amigo —agregó, aunque no
estaba segura de que Yaqub estuviera de acuerdo con esa definición de
su relación—. Además, actúas como si estuviera enfrentando algo
mejor. ¿No me estás entregando a un rey djinn que asesinó a mi
familia?

—No —dijo Dara, agregando un poco más vacilante—: no fue...


técnicamente él. Tus antepasados eran enemigos, pero Khayzur habló
correctamente. —Suspiró—. Fue hace mucho tiempo —agregó sin
convicción, como si eso lo explicara todo.

Nahri lo miró fijamente.

—¿Así que ser entregada a mi enemigo ancestral se supone que


me hará sentir mejor?

Dara se veía aún más molesto.

—No. No es así. —Hizo un ruido impaciente—. Eres una


sanadora, Nahri. El último de ellos. Daevabad te necesita tanto como tú
lo necesitas, tal vez incluso más. —Frunció el ceño—. ¿Y cuando los
djinn descubran que fui yo quien te encontró? ¿El Azotado de Qui-zi
forzado a convertirse en niñera de una mestiza? —Negó con la cabeza—.
Los Qahtanis lo van a amar. Probablemente te instalarán en tu propia
ala del palacio.

—¿Mi propia ala del qué?


—¿El Azotado de Qui-zi? —preguntó en su lugar.

—Un apodo que me he ganado de ellos. —Su mirada esmeralda se


posó en la espada aún entrelazada en sus manos—. No necesitas eso.
No voy a herirte.

—¿No? —Nahri arqueó una ceja—. Porque acabo de verte lastimar


a mucha gente.

—¿Viste eso? —Cuando asintió, su rostro se arrugó—. Ojalá no lo


hubieras hecho. —Cruzó el suelo para recuperar su bolso, quitándole el
polvo antes de devolvérselo—. Lo que viste... No hice esas cosas por
elección. —Su voz era baja cuando se dio la vuelta y recogió su
turbante.

Nahri dudó.

—En mi país, tenemos historias de djinn... Djinn que son


atrapados como esclavos y obligados a conceder deseos a los humanos.

Dara se estremeció, sus dedos temblaban mientras rebobinaba su


turbante.

—No soy un djinn.

—¿Pero eres un esclavo?

Él no dijo nada, y su temperamento resurgió.

—Olvídalo —espetó ella—. No sé por qué me molesté en


preguntar. Nunca respondes a mis preguntas. Me dejaste entrar en
pánico por este rey Qahtani durante toda una semana solo porque no
podías molestarte…

—Ya no más. —Su respuesta fue un susurro, una cosa frágil que
colgó en el aire, la primera verdad real que le había ofrecido. Se dio la
vuelta; la pena de nuevo estaba grabada en su rostro—. Ya no soy un
esclavo.

Antes de que Nahri pudiera responder, el suelo tembló bajo sus


pies.
Un pilar cercano se agrietó, y en un segundo algo retumbó mucho
más fuerte que sacudió el templo. Dara maldijo, tomó sus armas y la
tomó de la mano.

—¡Vamos!

Corrieron por el templo y salieron al escenario, evitando por poco


la caída de una columna. El suelo tembló con más fuerza, y Nahri
dirigió una mirada nerviosa al teatro, buscando señales de los muertos
vivientes.

—Tal vez este es un terremoto?

—¿Justo después de que usaras tus poderes sobre mí? —Buscó


en el escenario—. ¿Dónde está la alfombra?

Ella vaciló.

—Puede que la haya quemado.

Dara se giró hacia ella.

—¿La quemaste?

—¡No quería que me siguieras!

—¿Dónde la quemaste? —preguntó, sin esperar siquiera una


respuesta antes de oler el aire y correr hacia el borde del escenario.

Para cuando lo alcanzó, él estaba agazapado en las brasas


encendidas, sus manos presionadas contra los restos cenicientos de la
alfombra.

—La quemaste… —murmuró—. Por el Creador, realmente no


sabes nada de nosotros.

Pequeños gusanos de llamas blancas brotaban de debajo de sus


dedos, volviendo a encender la ceniza y retorciéndose juntos en largas
cuerdas que crecían y se estiraban bajo sus pies. Mientras observaba,
se multiplicaron rápidamente, formando una estera ardiente
aproximadamente del mismo tamaño y forma que la alfombra.
El fuego se encendió y murió, revelando los colores cansados de
su vieja alfombra.

—¿Cómo hiciste eso? —susurró ella.

Dara hizo una mueca mientras pasaba su mano por la superficie.

—No durará mucho, pero debería llevarnos sobre el río.

El suelo retumbó de nuevo, y un gemido vino desde el interior del


templo, el sonido era demasiado familiar. Dara alcanzó su mano. Ella
retrocedió.

Sus ojos brillaron con alarma.

—¿Estás enojada?

Probablemente. Nahri sabía que lo que estaba a punto de hacer


era arriesgado, pero también sabía que el mejor momento para negociar
era cuando tu víctima estaba desesperada.

—No. No me voy a subir en esa alfombra a menos que me des


algunas respuestas.

Hubo otro grito fuerte, vagamente humano desde el interior del


templo. El suelo tembló con más fuerza, y una grieta corrió por el alto
techo.

—¿Quieres respuestas ahora? ¿Por qué? ¿Así estarás mejor


informada cuando los ghouls te devoren? —Dara agarró su tobillo, pero
ella lo apartó—. ¡Nahri, por favor! Puedes preguntarme lo que quieras
una vez que nos vayamos, ¡lo juro!

Pero no estaba convencida. ¿Qué iba a impedirle que cambiara de


opinión tan pronto como estuvieran a salvo?

Luego se le ocurrió.

—Dime tu nombre, y te acompañaré —se ofreció—. Tu nombre


real. —Le había dicho que había poder en los nombres. No era mucho,
pero era algo.
—Mi nombre no... —Nahri dio un paso deliberado hacia el templo,
y el pánico iluminó su rostro—. ¡No, detente!

—¡Entonces dime tu nombre! —gritó Nahri, su propio miedo se


apoderó de ella. Estaba acostumbrada a fanfarronear, pero no con la
amenaza de ser devorada por los muertos resucitados—. ¡Y sé rápido!

—¡Darayavahoush! —El daeva se subió al escenario—.


Darayavahoush e-Afshin es mi nombre. ¡Ahora ven aquí!

Nahri estaba segura de que no podría haber repetido eso


correctamente aunque le hubieran pagado, pero mientras los ghouls
gritaban de nuevo y el olor a podredumbre pasaba por su rostro, decidió
que no importaba.

Él estaba listo para ella, agarrándola por el codo y tirándola hacia


abajo sobre la alfombra mientras aterrizaba ligeramente a su lado. Sin
otra palabra, la alfombra se elevó en el aire, barriendo el techo del
templo mientras tres ghouls tropezaban en el escenario.

Dara estaba completamente irritado cuando se elevaron por


encima de las nubes.

—¿Tienes alguna idea de lo peligroso que fue eso? —Levantó las


manos—. No solo trataste de destruir nuestro único método de escapar
del ifrit, sino que estabas lista para arriesgar tu vida solo para...

—Oh, supéralo —dijo, despidiéndolo—. Tú eres el que me llevó a


tantos estragos, Afshin Daryevu...

—“Dara” seguirá funcionando bien —interrumpió—. No tienes que


destrozar mi propio nombre. —Una copa apareció en su mano, llena con
el vino oscuro de dátiles. Tomó un largo sorbo—. Puedes llamarme un
maldito djinn de nuevo si prometes no ir corriendo tras los ghouls.
—¿Tal afecto por la ladrona shafit? —Levantó una ceja—. No me
querías tanto hace una semana.

Él murmuró.

—Puedo cambiar de opinión, ¿verdad? —Un rubor se coló por sus


mejillas—. Tu compañía no es… totalmente desagradable. —Sonaba
profundamente decepcionado de sí mismo.

Nahri puso los ojos en blanco.

—Bueno, es hora de que tu compañía se vuelva mucho más


informativa. Prometiste responder a mis preguntas.

Él miró a su alrededor, gesticulando hacia las nubes.

—¿Ahora mismo?

—¿Estás ocupado con algo más?

Dara exhaló.

—Bien. Continúa, entonces.

—¿Qué es un daeva?

Él suspiró.

—Ya te dije esto: somos djinn. Solo tenemos la decencia de


llamarnos a nosotros mismos por nuestro verdadero nombre.

—Eso no explica nada.

Él frunció el ceño.

—Somos seres con alma como seres humanos, pero fuimos


creados a partir del fuego, no de la tierra. —Un delicado zarcillo de
llamas naranjas se enroscó alrededor de su mano derecha y se torció
entre sus dedos—. Todos los elementos, tierra, fuego, agua, aire, tienen
sus propias criaturas.
Nahri pensó en Khayzur.

—¿Los persas son criaturas del aire?

—Una deducción asombrosa.

Ella le lanzó una mirada de desprecio.

—Él tenía una mejor actitud que tú.

—Sí, es extraordinariamente amable para un ser que podría


reorganizar el paisaje debajo de nosotros y matar a todas las formas de
vida por millas con un solo barrido de sus alas.

Nahri sintió que la sangre se le escapaba de la cara.

—¿En serio? —Cuando Dara asintió, ella continuó—. Hay… ¿hay


muchas criaturas así?

Él le dio una sonrisa un tanto perversa.

—Oh sí. Docenas. Pájaros rukh, karkadann, shedu… cosas con


dientes afilados y temperamentos desagradables. Un zahhak casi me
rompió en dos una vez.

Lo miró boquiabierta. La llama que jugaba alrededor de su dedo


se estiraba en un lagarto alargado que eructaba una pluma ardiente.

—Imagina una serpiente que respira fuego con extremidades. Son


raros, gracias al Creador, pero no dan mucha advertencia cuando
atacan.

—¿Y los humanos no notan nada de esto? —Los ojos de Nahri se


agrandaron cuando la bestia humeante abandonó el brazo de Dara y
voló alrededor de su cabeza.

Él sacudió su cabeza.
—No. Aquellos creados a partir de la tierra, como los humanos,
por lo general no pueden vernos al resto de nosotros. Además, la
mayoría de los seres mágicos prefieren lugares salvajes, lugares ya
vacíos de su tipo. Si un humano tuvo la desgracia de encontrarse con
uno, podría sentir algo, ver una imagen borrosa en el horizonte o una
sombra en el rabillo del ojo. Pero es probable que estén muertos antes
de pensarlo dos veces.

—¿Y si se encontraron con un daeva?

Abrió la palma de la mano y su ardiente mascota entró volando,


disolviéndose en humo.

—Oh, los comeríamos. —Ante la alarma en su rostro, se echó a


reír y tomó otro sorbo de vino—. Una broma, pequeña ladrona.

Pero Nahri no estaba de humor para sus bromas.

—¿Qué pasa con el ifrit? —persistió—. ¿Qué son?

La diversión desapareció de su rostro.

—Daeva. Al menos… una vez fueron.

—¿Daeva? —repitió sorprendida—. ¿Cómo tú?

—No. —Parecía ofendido—. No como yo. De ningún modo.

—¿Entonces, como qué? —Golpeó su rodilla cuando él se quedó


en silencio—. Tú prometiste...

—Lo sé, lo sé. —Se quitó la gorra para frotarse la frente,


pasándose los dedos por el pelo negro.

Fue un movimiento completamente distraído. Los ojos de Nahri


siguieron su mano, pero cerró sus pensamientos caprichosos,
ignorando el aleteo en su estómago.
—Sabes que si tienes sangre Nahid, es probable que vivas unos
siglos. —Dara se recostó en la alfombra para reclinarse en una
muñeca—. Debes trabajar en tu paciencia.

—A este ritmo, nos llevará algunos siglos solo terminar esta


conversación.

Eso trajo una sonrisa irónica a su cara.

—Tienes su ingenio, lo admito. —Chasqueó sus dedos, y otra copa


apareció en su mano—. Bebe conmigo.

Nahri le dio una olfateada sospechosa a la copa. Olía dulce, pero


vaciló. No había tenido una gota de vino en su vida; ese lujo prohibido
estaba muy por encima de sus posibilidades, y no estaba segura de
cómo reaccionaría al alcohol. Los borrachos siempre habían sido un
botín fácil para un ladrón.

—Rechazar la hospitalidad es una ofensa grave para mi gente —


advirtió Dara.

Principalmente para apaciguarlo, Nahri tomó un pequeño sorbo.


El vino era muy dulce, más parecido a un jarabe que a un líquido.

—¿Es verdad?

—De ningún modo. Pero estoy cansado de beber solo.

Ella abrió la boca para protestar, irritada por haber sido


engañada tan fácilmente, pero el vino ya estaba funcionando, rodando
por su garganta y extendiendo una cálida somnolencia por todo su
cuerpo. Se tambaleó, agarrando la alfombra.

Dara la estabilizó, sus dedos calientes en su muñeca.

—Cuidado.

Nahri parpadeó, su visión nadando por otro momento.


—Por el Altísimo, tu gente no debe hacer nada si beben cosas
como esta.

Él se encogió de hombros.

—Una valoración justa de nuestra raza. Pero quieres saber del


ifrit.

—Y por qué crees que quieren matarme —aclaró—. Sobre todo


eso.

—Llegaremos a esa mala suerte más tarde —dijo a la ligera—.


Primero, debes entender que los primeros daeva eran verdaderas
criaturas de fuego, formadas y sin forma, todas a la vez. Y muy, muy
poderosa.

—¿Más poderosos de lo que tú eres ahora?

—Mucho más. Podríamos poseer e imitar cualquier criatura,


cualquier objeto que deseáramos, y nuestras vidas abarcaban épocas.
Éramos más grandes que los persas, tal vez incluso más grandes que
los marid.

—¿Marid?

—Elementales de agua —respondió—. Nadie ha visto uno en


milenios, serían como dioses para tu especie. Pero los daeva estaban en
paz con todas las criaturas. Nos quedamos en nuestros desiertos
mientras los persas y los marid se mantenían en sus reinos de cielo y
agua. Pero entonces, los humanos fueron creados.

Dara giró su copa en su mano.

—Mi tipo puede ser irracional —confesó—. Tempestuoso. Ver a


esas criaturas débiles marchando por nuestras tierras, construyendo
sus sucias ciudades de tierra y sangre sobre nuestras arenas
sagradas… fue enloquecedor. Se convirtieron en un blanco… un
juguete.
La piel de gallina estalló en su piel.

—¿Y cómo exactamente jugaban los daeva?

Un destello de vergüenza barrió sus brillantes ojos.

—En toda clase de formas —refunfuñó, conjurando un pequeño


pilar de humo blanco que se espesaba mientras ella lo observaba—.
Secuestrando recién casados, agitando tormentas de arena para
confundir una caravana, alentando... —Aclaró su garganta—. Ya
sabes... Adoración.

Su boca se abrió. Así que las oscuras historias acerca de djinn


realmente tenían una raíz de verdad.

—No, no puedo decir que lo sé. ¡Nunca he asesinado mercantes


para mi propio entretenimiento!

—Ah sí, mi ladrona. Perdóname por olvidar que eres parangona


de honestidad y bondad.

Nahri frunció el ceño.

—Así que, ¿qué ocurrió después?

—Supuestamente el peri nos ordenó detenernos. —El humeante


pilar de Dara onduló en el viento a su lado—. La gente de Khayzur vuela
al borde de Paraíso, escuchan cosas… al menos, creen que lo hacen.
Advirtieron que los humanos debían ser dejados solos. Cada carrera
elemental era quedarse en sus propios asuntos. Entrometerse unos con
otros, especialmente con una raza menor, estaba absolutamente
prohibido.

—¿Y los daeva no escucharon?

—Ni en lo más mínimo. Y entonces fuimos maldecidos. —Frunció


el ceño —. O "bendecidos", como los djinn lo ven ahora.
—¿Cómo?

—Un hombre fue llamado de entre los humanos para castigarnos.


—Un indicio de miedo cruzó el rostro de Dara—. Solimán —susurró—,
él puede ser misericordioso.

—¿Soliimán? —repitió Nahri con incredulidad—. ¿Cómo,


el Profeta Solimán? —Cuando Dara asintió, ella jadeó. Su única
educación podría haber consistido en correr de la ley, pero incluso
sabía quién era Solimán—. ¡Pero murió hace miles de años!

—Tres mil —corrigió Dara—. Ponle o quítale unos pocos siglos.

Un horripilante pensamiento echó raíces en su mente.

—Tu no... Tú no tienes tres mil años...

—No —la cortó, su voz tersa—. Esto fue antes de mi tiempo.

Nahri exhaló.

—Por supuesto. —Apenas podía comprender qué tan largos eran


tres mil años—. Pero Solimán era humano, ¿qué podría hacerle a un
daeva?

Una oscura expresión parpadeó en el rostro de Dana.

—Lo que sea que le gustara, aparentemente. A Solimán le fue


dado un anillo de sello, algunos dicen que por el Creador mismo, que le
garantizó la habilidad de controlarnos. Una cosa que andaba haciendo
con venganza luego de que nosotros... bueno, supuestamente hubo una
clase de guerra humana en que los daeva podrían haber tenido una
parte instigando...

Nahri levantó una mano.

—Sí, sí, estoy segura que fue un castigo de lo más injusto. ¿Qué
hizo?
Dara le hizo señas hacía adelante al pilar humeante.

—Solimán nos despojó de nuestras habilidades con una sola


palabra y ordenó que todos los daeva vinieran ante él para ser
juzgados.

El humo se esparció ante ellos; una esquina se condensó para


convertirse en un nebuloso trono mientras el resto se disipó en cientos
de ardientes figuras del tamaño de su pulgar. Se deslizaron más allá de
la alfombra, sus humeantes cabezas inclinadas ante el trono.

—La mayoría obedeció; no eran nada sin sus poderes. Fueron a


su reino y trabajaron por cien años.

El trono se desvaneció, y las ardientes criaturas se arremolinan


en trabajadores quemando ladrillos y apilando enormes piedras varias
veces su tamaño. Un vasto templo empezó a crecer en el cielo.

—Aquellos que hicieron penitencia fueron perdonados, pero había


una trampa.

Nahri observó el templo elevarse, embelesada.

—¿Cuál fue?

El templo se desvaneció, y los daeva estaban inclinándose de


nuevo al distante trono.

—Solimán no confió en nosotros —replicó Dara—. Dijo que


nuestra naturaleza como cambia forma nos hacía manipuladores y
engañosos. Así que fuimos perdonados pero cambiados para siempre.

En un instante, el fuego fue extinguido de la piel humeante de los


daeva que se inclinan. Se encogieron en tamaño, y algunos crecieron
encogidos, sus columnas dobladas en vejez.
—Nos atrapó en cuerpos humanoides —explicó Dara—. Cuerpos
con limitadas habilidades que solo duraban unos pocos siglos.
Significaba que aquellos daeva que originalmente atormentaron a la
humanidad morirían y serían reemplazados por sus descendientes,
descendientes que Solimán creyó que serían menos destructivos.

—Dios no lo permita —lo cortó Nahri—. Viviendo solo unos pocos


siglos con habilidades mágicas… qué terrible destino.

Él ignoró su sarcasmo.

—Lo fue. Demasiado terrible para algunos. No todos los daeva


estaban dispuestos a someterse al juicio de Solimán en primer lugar.

El familiar odio regresó a su rostro.

—Los ifrit —adivinó ella.

Él asintió.

—Los mismos.

—¿Los mismos? —repitió—. ¿Quieres decir que siguen con vida?

—Desafortunadamente. Solimán los vinculó a sus cuerpos daeva


originales, pero esos cuerpos estaban destinados a sobrevivir por
milenios. —Le dio una mirada oscura—. Estoy seguro que puedes
entender lo que tres mil años de hirviente resentimiento le hace a la
mente.

—Pero Solimán les quitó sus poderes, ¿no? ¿Qué amenaza


pueden ser?
Dara alzó sus cejas.

—¿La cosa que poseyó a tu amiga y ordenó al muerto comernos


lucia impotente? —Sacudió su cabeza—. Los ifrit han tenido milenios
para probar los límites del castigo de Solimán y han estado a la altura
de la tarea espectacularmente. Muchos de mi gente creen que
descendieron del mismo infierno, vendiendo su alma para aprender
nueva magia. —Retorció su anillo de nuevo—. Y están obsesionados con
venganza. Creen en la humanidad como un parasito y consideran a mi
clase como el peor de los traidores por someterse a Solimán.

Nahri se estremeció.

—Así que, ¿dónde encajo yo en todo esto? Si solo soy una


humilde, shafit sangre mestiza, ¿por qué se molestan por mí?

—Sospecho que es de cuya sangre, sin importar qué tan poca,


tienes en ti lo que provocó su interés.

—¿Estos Nahid? ¿La familia de sanadores que mencionaste?

Él asintió.

—Anahid era el visir22 de Suleiman y la única daeva en la que él


siempre confió. Cuando la penitencia de los daeva se completó, Solimán
no solo le dio a Anahid habilidades curativas, le dio su anillo de sello, y
con eso la habilidad de deshacer cualquier magia: ya sea un inofensivo
hechizo que salió mal o una maldición ifrit. Esas habilidades pasaron a
sus descendientes, y los Nahid se convirtieron en los enemigos jurados
de los ifrit. Incluso la sangre de Nahid era venenosa para un ifrit, más
mortal que cualquier espada.

De repente Nahri fue muy consciente de cómo Dara estaba


hablando de los Nahid.

—¿Era venenosa?

—La familia Nahid ya no está. —dijo Dara—. Los ifrit pasaron


gastaron siglos cazándolos y mataron a los últimos, un par de
hermanos, hace veinte años.

N.T. Un alto oficial en algunos países musulmanes, especialmente en Turquía


22

bajo el reinado Otomano.


Su corazón dio un vuelco.

—Así que, ¿qué estás diciendo… —empezó a decir, su voz ronca—


, es que crees que soy la última descendiente viva de una familia que un
grupo de ex daeva dementes, obsesionados con la venganza han estado
intentado exterminar por los últimos tres mil años?

—Tú querías saber.

Estaba muy tentada a empujarlo de la alfombra.

—No pensé… —se calló mientras notaba ceniza flotando a su


alrededor. Miró abajo.

La alfombra se estaba disolviendo.

Dara siguió su mirada y dejó salir un grito de sorpresa. En un


parpadeo retrocedió a un parche más sólido y chasqueó sus dedos. Sus
bordes humeantes, la alfombra aceleró mientras descendía hacia el
brillante Éufrates.

Nahri intentó evaluar el agua mientras se deslizaban por el aire


sobre ella. La corriente era áspera pero no tan turbulenta como lo había
sido en otros lugares; probablemente podría llegar a la orilla.

Le lanzó una mirada a Dara. Sus ojos verdes estaban tan


brillantes con alarma que era difícil mirar a su rostro.

—¿Puedes nadar?

—¿Puedo nadar? —espetó, como si la sola idea lo ofendiera—.


¿Puedes arder?

Pero su suerte se mantuvo. Ya estaban en lo llano cuando la


alfombra finalmente se estalló en ardientes brasas escarlatas. Nahri
cayó en un parche de río hasta la rodilla mientras Dara saltó por la
orilla rocosa. Olfateó desdeñosamente mientras se tambaleaba hacia la
rivera cubierta de estiércol.
Nahri ajustó la improvisada correa de su bolsa. Y luego se detuvo.
No tenía el anillo de Dara, pero tenía sus suministros. Estaba en el río,
separada a salvo del daeva por una banda de agua que sabía él no
cruzaría.

Dara debía haber notado su vacilación.

—¿Aún tentada a probar tu suerte sola con el ifrit?

—Hay mucho que no me has dicho —señaló—. Sobre el djinn,


sobre lo que ocurre cuando lleguemos a Daevabad.

—Lo haré. Lo prometo. —Hizo señas al río, su anillo brillando en


la luz del sol poniente—. Pero no tengo deseos de pasar los próximos
días siendo mirado como algún villano raptor. Si quieres regresar al
mundo humano, si deseas arriesgarte a que el ifrit vuelva a
intercambiar tus talentos por monedas robadas, quédate en el agua.

Nahri miró de vuelta al Éufrates. En algún lugar a través del río, a


través de desiertos más vastos que mares, estaba El Cairo, el único
hogar que había conocido. Un duro lugar, pero familiar y predecible:
completamente distinto al futuro que Dara le ofreció.

—O sígueme —continuó, su voz suave. Demasiado suave—,


descubre qué eres realmente, lo que en realidad existe en este mundo.
Ven a Daevabad, donde una gota de sangre Nahid te traerá honor y
riqueza más allá de tu imaginación. Tu propio hospital, el conocimiento
de miles de sanadores anteriores en la punta de tus dedos. Respeto.

Dara ofreció su mano.

Nahri sabía que debería ser desconfiada, pero, Dios, sus palabras
golpearon su corazón. ¿Por cuántos años había soñado con Estambul?
¿O estudiando medicina adecuada con respetados estudiosos?
¿Aprendiendo a leer libros en lugar de pretender leer palmas? ¿Qué tan
a menudo había contado sus ahorros con decepción y puesto a un lado
sus esperanzas de un mejor futuro?
Tomó su mano.

La liberó del lodo, sus dedos calentando los de ella.

—Te cortaré la garganta cuando duermas si estás mintiendo —


advirtió, y Dara sonrió, luciendo encantado ante la idea—. Además,
¿cómo se supone que lleguemos a Daevabad? Hemos perdido la
alfombra.

El daeva asintió hacia el Este. Puesto contra el oscuro río y los


distantes acantilados, Nahir pudo distinguir las líneas de ladrillos
desnudos de una gran villa.

—Tú eres la ladrona. —desafío—. Vas a robar algunos caballos


para nosotros.
6
Ali
Traducido por Yiany

Wajed vino a buscarlo al amanecer.


—¿Príncipe Alizayd?

Ali se sobresaltó y levantó la vista de sus notas. La vista del Qaid


de la ciudad, el comandante de la Guardia Real, habría sorprendido a la
mayoría de los djinn, incluso si no esperaban ser arrestados por traición
en ningún momento. Era un guerrero de construcción masiva cubierto
por cicatrices y verdugones de dos siglos.

Pero Wajed solo sonrió cuando entró en la biblioteca de la


Ciudadela, lo más cercano que Ali tenía a sus propias habitaciones.

—Veo que ya está trabajando duro —dijo, señalando a los libros y


rollos esparcidos sobre la alfombra.

Ali asintió con la cabeza.

—Tengo una lección que preparar.

Wajed resopló.

—Tú y tus lecciones. Si no fueras tan peligroso con ese zulfiqar,


pensaría que crié a un economista en lugar de un guerrero. —Su
sonrisa se desvaneció—. Pero me temo que tus alumnos, por pocos que
sean, tendrán que esperar. Tu padre terminó con Bhatt. No pueden
obtener más información de él, y los Daeva claman por su sangre.
Aunque Ali había estado esperando este momento desde que
escuchó por primera vez que Anas había sido capturado vivo, su
estómago se retorció y luchó por mantener su voz firme.

—¿Él fue... ?

—Aún no. El gran wazir quiere un espectáculo, dice que es lo


único que satisfará a su tribu. —Wajed puso los ojos en blanco; él y
Kaveh nunca se habían llevado bien—. Así que ambos necesitaremos
estar allí.

Un espectáculo. La boca de Ali se secó, pero se puso de pie. Anas


se había sacrificado para que Ali pudiera escapar; merecía tener una
cara amiga en su ejecución.

—Déjame vestirme.

Wajed se escabulló, y Ali se puso rápidamente su uniforme, una


túnica del color de la obsidiana, un cinto blanco en la cintura y un
turbante gris con borlas. Se aseguró el zulfiqar en la cintura y se colocó
el khanjar —la daga enganchada que usaban todos los hombres
Geziri— en su cinturón. Al menos se vería como un soldado leal.

Se unió a Wajed en las escaleras, y descendieron la torre hacia el


corazón de la Ciudadela. Un gran complejo de piedra de color arena, la
Ciudadela era el hogar de la Guardia Real, que albergaba los cuarteles,
las oficinas y el campo de entrenamiento del ejército djinn. Sus
antepasados la habían construido poco después de conquistar
Daevabad, su patio almenado y su torre de piedra, un homenaje a Am
Gezira, su lejana patria.
Incluso a esta hora temprana, la Ciudadela era una colmena de
actividad. Los cadetes perforaban zulfiqars en el patio y los lanceros
practicaban en una plataforma elevada. Media docena de hombres
jóvenes se apiñaban alrededor de una puerta independiente, intentando
romper su bloqueo encantado. Mientras Ali observaba, uno voló hacia
atrás desde la puerta, la madera chisporroteaba cuando sus
compañeros estallaron en carcajadas. En la esquina opuesta, un
erudito guerrero tukharistani vestido con un largo abrigo de fieltro,
sombrero de piel y guantes gruesos presentó un escudo de hierro a un
grupo de estudiantes reunidos a su alrededor. Gritó un encantamiento
y una capa de hielo envolvió el escudo. El erudito lo golpeó con la culata
de una daga, y todo se hizo añicos.

—¿Cuándo fue la última vez que viste a tu familia? —preguntó


Wajed cuando llegaron a los caballos que esperaban al final del patio.

—Hace pocos meses... bueno, más que unos pocos, supongo. No


desde Eid23 —admitió Ali. Se balanceó sobre su silla de montar.

Wajed chasqueó la lengua al pasar por la puerta.

—Deberías hacer un mayor esfuerzo, Ali. Eres bendecido de


tenerlos tan cerca.

Ali hizo una mueca.

—Visitaría más a menudo si no implicara ir a ese palacio


embrujado por Nahid al que llaman hogar.

El palacio apareció a la vista en ese momento, cuando doblaron


una curva en el camino. Sus cúpulas doradas brillaban con fuerza
contra el sol naciente, su fachada de mármol blanco y sus paredes
brillaban de color rosa a la luz del amanecer. El edificio principal, un
enorme zigurat24, se asomaba pesadamente en los abruptos acantilados
que daban al lago Daevabad. Rodeado de jardines todavía en la sombra,
parecía como si la enorme pirámide escalonada fuera tragada por las
puntas de los árboles ennegrecidos.

23
N.T. Festividad religiosa de la tradición islámica. Significa la celebración del fin
del Ramadán y abarca los tres primeros días del Shawwal.
24
N.T. Construcción de origen sumerio y asirio que consiste en una torre piramidal
y escalonada de base cuadrada y con terraza, muros inclinados y soportados
por contrafuertes revestidos de ladrillo cocido, que culmina en un santuario
o templo en la cumbre, al que se accede a través de una serie de rampas.
—No está embrujado —respondió Wajed—. Simplemente... echa de
menos a su familia fundadora.

—Las escaleras desaparecieron debajo de mí la última vez que


estuve allí, tío —señaló Ali—. El agua en las fuentes se convierte en
sangre con tanta frecuencia que la gente no la bebe.

—Entonces los echa mucho de menos.

Ali negó con la cabeza pero permaneció callado mientras cruzaban


la ciudad despierta. Ascendieron por el camino montañoso que
conducía al palacio y luego entraron en la arena real por la parte de
atrás. Era el lugar más adecuado para los días soleados de
competencia, para hombres jactanciosos que hacen malabarismos con
incendiarios y mujeres que compiten con pájaros de fuego simurgh a
escala. Para entretenimiento.

Eso es exactamente lo que es para estas personas. Ali miró a la


multitud con desprecio. Aunque era temprano, muchos de los asientos
de piedra ya estaban ocupados, llenos de una variedad de nobles que
competían por la atención de su padre, curiosos plebeyos de pura
sangre, Daeva enojados y lo que parecía ser todo el ulema: Ali
sospechaba que los clérigos habían recibido órdenes de atestiguar lo
que sucedía cuando no podían controlar a los fieles.

Se subió a la plataforma de observación real, una alta terraza de


piedra a la sombra de palmeras en macetas y cortinas de lino a rayas.
Ali no vio a su padre, pero localizó a Muntadhir cerca del frente. Su
medio hermano mayor no se veía más feliz que Ali por estar allí. Su
cabello negro y rizado estaba despeinado, y parecía estar usando la
misma ropa con la que probablemente había salido anoche, una
chaqueta de Agnivanshi bordada cargada de perlas y una cinta de seda
color lápiz, ambas arrugadas.

Ali podía oler el vino en el aliento de Muntadhir a tres pasos de


distancia y sospechaba que su hermano probablemente había sido
arrastrado de una cama que no era la suya.
—La paz esté contigo, Emir.

Muntadhir saltó.

—Por el Altísimo, akhi —dijo, su mano sobre su corazón—.


¿Tienes que arrastrarte sobre mí como una especie de asesino?

—Deberías trabajar en tus reflejos. ¿Dónde está Abba25?

Muntadhir asintió con rudeza hacia un hombre delgado vestido


con ropas Daeva en el borde de la terraza.

—Insistió en una lectura pública de todos los cargos. —Bostezó—.


Abba no estaba perdiendo el tiempo con eso, no cuando tenía que
hacerlo él mismo. Estará aquí pronto.

Ali miró al hombre Daeva: Kaveh e-Pramukh, el gran wazir de su


padre. Centrado en el suelo de abajo, Kaveh no pareció notar la llegada
de Ali. Una sonrisa satisfecha jugó en su boca.

Ali sospechaba saber por qué. Respiró hondo y luego se acercó al


borde de la terraza.

Anas se arrodilló en la arena de abajo.

Su Sheikh había sido despojado hasta la cintura, quemado y


azotado, su barba cortada por falta de respeto. Su cabeza estaba
inclinada, sus manos atadas detrás de él. Aunque solo habían pasado
dos semanas desde su arresto, estaba claramente muerto de hambre,
con las costillas visibles y las extremidades ensangrentadas. Y esas
eran solo las heridas que Ali pudo ver. Habría otras, lo sabía. Pociones
que te hacían sentir como si estuvieras siendo apuñalado por mil
cuchillos, ilusionistas que podrían hacerte alucinar la muerte de tus
seres queridos, cantantes que podrían alcanzar un tono lo
suficientemente alto como para llevarte de rodillas mientras sangran
tus oídos. Los hombres no sobrevivían a las mazmorras de Daevabad.
No con sus mentes intactas.

25
N.T. Arameo para padre o papá.
Oh Sheikh, lo siento mucho... La visión ante él, un hombre de traje
único sin habilidades mágicas rodeado de cientos de vengativos pura
sangre, parecía una broma cruel.

—En cuanto al delito de incitación religiosa...

El Sheikh se balanceó, y uno de sus guardias lo levantó de golpe.


Ali se enfrió. Todo el lado derecho de la cara de Anas estaba destrozado,
con los ojos hinchados y la nariz rota. Una línea de saliva goteó de su
boca, escapando por dientes rotos y labios hinchados.

Ali presionó la vaina de su zulfiqar. Anas se encontró con su


mirada. Su ojo brilló, la más breve de las advertencias antes que
volviera a bajar la mirada.

Consigue esto. Ali recordó la última orden de su Sheikh. Apartó la


mano del arma, consciente de los ojos de la audiencia sobre él. Dio un
paso atrás para unirse a Muntadhir.

El juez siguió hablando:

—La posesión ilegal de armas...

Hubo un resoplido impaciente desde el otro lado de la arena, el


karkadann de su padre, enjaulado y escondido por una puerta ardiente.
El suelo tembló cuando la bestia pisoteó. Un horrible cruce entre un
caballo y un elefante, el karkadann tenía el doble del tamaño de ambos,
su piel gris escamosa manchada y cubierta de sangre. El polvo en la
arena estaba cargado de su olor, el almizcle de la sangre vieja. Nadie
bañaba un karkadann; ninguno se acercaba, salvo el par de gorriones
enjaulados junto a la criatura. Mientras Ali escuchaba, comenzaron a
cantar. El karkadann se calmó, aplacado por el momento.

—Y en cuanto al cargo de...

—Por el Altísimo... —Una voz retumbó detrás de Ali cuando toda


la multitud se puso de pie—. ¿Esto todavía está ocurriendo?
Su padre había llegado.

Rey Ghassan ibn Khader al Qahtani, gobernante del reino,


Defensor de la Fe. Su nombre solo hacía que sus sujetos temblaran y
miraran por encima de sus hombros en busca de espías. Era un
hombre imponente, realmente masivo, una combinación de músculos
gruesos y apetito abundante. Tenía la constitución de un barril, y a la
edad de doscientos años, su cabello acababa de comenzar a ponerse
gris, plateado manchando su barba negra. Solo lo hacía más
intimidante.

Ghassan se dirigió al borde de la terraza. El juez parecía listo para


orinarse y Ali no podía culparlo. Su padre parecía molesto, y Ali sabía
que la sola idea de enfrentar la legendaria ira del rey había hecho que
las entrañas de más de un hombre cedieran.

Ghassan le dirigió una mirada desdeñosa al Sheikh ensangrentado


antes de dirigirse al gran wazir.

—Los Tanzeem han aterrorizado a Daevabad lo suficiente.


Conocemos sus crímenes. Es su patrón lo que quiero, junto con los
hombres que lo ayudaron a asesinar a dos de mis ciudadanos.

Kaveh sacudió la cabeza.

—No los entregará, mi rey. Lo hemos intentado todo.

—¿Los viejos sueros de Banu Manizheh?

La pálida cara de Kaveh cayó.

—Mató al erudito que lo intentó. Los Nahid no querían que sus


pociones fueran utilizadas por otros.

Ghassan frunció los labios.

—Entonces es inútil para mí. —Asintió con la cabeza a los


guardias de pie sobre Anas—. Regresen a sus puestos.
Hubo un jadeo desde la dirección del ulema, una oración
susurrada. No. Ali dio un paso adelante, sin pensar. Había castigo, y
luego estaba esto. Abrió la boca.

—Arde en el infierno, idiota empapado de vino.

Fue Anas. Hubo varios murmullos conmocionados de la multitud,


pero Anas siguió adelante, su feroz mirada clavada en el rey:

—Apóstata —espetó con los dientes rotos—. Nos traicionaste, a las


personas que tu familia debía proteger. ¿Crees que importa cómo me
matas? Cientos más se levantarán en mi lugar. Vas a sufrir... en este
mundo y en el próximo. —Un filo salvaje entró en su voz—. Y Dios te
arrancará a los que más aprecias.

Los ojos de su padre brillaron, pero mantuvo la calma.

—Desaten sus manos antes de regresar a sus puestos —les dijo a


los guardias—. Vamos a verlo correr.

Quizás sintiendo las intenciones de su amo, el karkadann rugió y


la arena tembló. Ali sabía que los ruidos resonarían en Daevabad, una
advertencia a cualquiera que desobedeciera al rey.

Ghassan levantó su mano derecha. Una marca llamativa en lo alto


de su mejilla izquierda —una estrella de ébano de ocho puntas—
comenzó a brillar.

Todas las antorchas en la arena se apagaron. Las rígidas


pancartas negras que significaban el gobierno de su familia dejaron de
ondear, y el zulfiqar de Wajed perdió su brillo ardiente. A su lado,
Muntadhir contuvo el aliento y una oleada de debilidad sorda se
apoderó de Ali. Tal era el poder del sello de Solimán. Cuando se usa,
toda la magia, cada truco e ilusión del djinn —del peri, del marid, de
solo Dios sabe cuántas razas mágicas— fallaba.

Incluyendo la ardiente puerta que mantenía cerrada la


karkadann.
La bestia dio un paso adelante, pateando el suelo con uno de sus
pies amarillos de tres dedos. A pesar de su enorme volumen, era su
cuerno, del tamaño de un hombre y más duro que el acero, lo que más
se temía. Sobresalía directamente de su frente huesuda, cubierta por la
sangre seca de cientos de víctimas anteriores.

Anas se enfrentó a la bestia. Cuadró los hombros.

Terminó siendo poca diversión para el rey. Anas no corrió, no trató


de escapar ni suplicar piedad. Y parecía que la bestia no estaba de
humor para torturar a su presa. Se precipitó con un bramido y atravesó
al sheikh por la cintura antes de levantar la cabeza y arrojar al hombre
condenado al polvo.

Estaba hecho, fue rápido. Ali dejó escapar un suspiro que no se


dio cuenta de que estaba conteniendo. Pero entonces Anas se agitó. El
karkadann se dio cuenta. La bestia se acercó más lentamente esta vez,
olisqueando y resoplando en el suelo. Pinchó a Anas con su nariz.

El karkadann acababa de levantar un pie sobre el cuerpo tendido


de Anas cuando Muntadhir se estremeció y desvió la mirada. Ali no
miró hacia otro lado, no se movió incluso cuando el breve grito de Anas
terminó abruptamente con un crujido repugnante. Desde cierta
distancia, uno de los soldados vomitó.

Su padre miró el cadáver destrozado que había sido el líder del


Tanzeem y luego lanzó una mirada larga e intensa al ulema antes de
volverse hacia sus hijos.

—Vengan —dijo secamente.

La multitud se dispersó mientras el karkadann pateaba su premio


ensangrentado. Ali no se movió. Sus ojos estaban fijos en el cuerpo de
Anas, el grito de su sheikh resonaba en sus oídos.

—Yalla26, Zaydi. —Muntadhir, que todavía parecía enfermo, le dio


un codazo en el hombro—. Vamos. —Consigue esto. Ali asintió con la
cabeza. No tenía lágrimas contra las que luchar. Estaba demasiado
sorprendido para llorar, demasiado entumecido para hacer otra cosa
que seguir en silencio a su hermano al palacio.

26
N.T. Tiene varias connotaciones, pero puede significar “Apresúrate”.
El rey barrió el largo pasillo, su túnica de ébano besaba el suelo.
Dos criados se volvieron bruscamente para apresurarse por un corredor
opuesto, y un secretario de bajo rango se arrojó al suelo en postración.

—Quiero que esos fanáticos se vayan —exigió Ghassan, su voz


alta dirigida a nadie en particular—. Para siempre esta vez. No quiero
que otro imbécil se declare Sheikh y aparezca para causar estragos en
las calles el próximo mes. —Empujó la puerta de su oficina, enviando al
criado destinado a hacerlo a toda prisa.

Ali siguió a Muntadhir al interior, Kaveh y Wajed les pisaron los


talones. Escondida entre los jardines y la corte real, la espaciosa
habitación era una mezcla deliberada de diseño Daeva y Geziri. Los
artistas de la provincia circundante de Daevastana fueron responsables
de los delicados tapices de figuras lánguidas y mosaicos florales
pintados, mientras que las alfombras geométricas simples y los
instrumentos musicales toscos eran de la patria mucho más austera de
Qahtanis, Am Gezira.

—Habrá disgusto en las calles, mi rey —advirtió Wajed—. Bhatt


era un hombre muy querido, y los shafit se incitan fácilmente.

—Bien. Espero que se amotinen —respondió Ghassan—. Hará que


sea más fácil eliminar a los alborotadores.

—A menos que maten a más hombres de mi tribu primero —


interrumpió Kaveh, su voz chillona—. ¿Dónde estaban tus soldados,
Qaid, cuando dos Daeva fueron asesinados en su propio barrio? ¿Cómo
pasó el Tanzeem por la puerta cuando se supone que debe estar
vigilado?

Wajed hizo una mueca.

—Estamos muy apretados, Gran Wazir. Lo sabes.

—¡Entonces déjanos tener nuestros propios guardias! —Kaveh


levantó las manos—. Tienes predicadores de djinn que declaran que los
Daeva son infieles, los shafit piden que seamos quemados hasta la
muerte en el Gran Templo, por el Creador, ¡al menos danos la
oportunidad de protegernos!
—Cálmate, Kaveh —interrumpió Ghassan. —Se desplomó en una
silla baja detrás de su escritorio y tiró a un lado un pergamino sin abrir.
Se fue rodando, pero Ali dudaba que a su padre le importara. Al igual
que muchos djinn de alto nivel, el rey era analfabeto, creyendo que la
lectura era inútil si tenías escribas que pudieran hacerlo por ti—.
Veamos si los Daeva pueden pasar medio siglo sin rebelarse. Sé lo fácil
que es que tu gente tenga los ojos nublados sobre el pasado.

Kaveh cerró la boca y Ghassan continuó:

—Pero estoy de acuerdo: es hora de que se recuerde a los mestizos


su lugar. —Señaló a Wajed—. Quiero que comiences a hacer cumplir la
prohibición de más de diez shafit reunidos en una residencia privada.
Sé que ha caído en desuso.

Wajed parecía reacio.

—Parecía cruel, mi señor. Los mestizos son pobres... viven tantos


como sea posible en una habitación.

—Entonces no deberían rebelarse. Quiero que cualquiera con la


más mínima simpatía por Bhatt se haya ido. Que se sepa que si tienen
hijos, los venderé. Si tienen mujeres, las entregaré a mis soldados.

Horrorizado, Ali abrió la boca para protestar, pero Muntadhir le


ganó:

—Abba, realmente no puedes...

Ghassan volvió su mirada feroz hacia su hijo mayor.

—¿Debería dejar que estos fanáticos corran libres entonces?


¿Esperar hasta que hayan incendiado toda la ciudad? —El rey sacudió
la cabeza—. Estos son los mismos hombres que afirman que podríamos
liberar empleos y hogares para el shafit quemando a los Daeva en el
Gran Templo.
La cabeza de Ali se levantó. Había desestimado el cargo cuando
Kaveh lo dijo, pero su padre no era propenso a la exageración. Ali sabía
que Anas, como la mayoría de los shafit, tenía muchas quejas cuando
se trataba de los Daeva: era su fe la que pedía que se separara el shafit,
sus Nahid los que una vez ordenaron rutinariamente la muerte de
sangre mezclada con la misma emoción con que uno libraría un hogar
de ratas. Pero Anas realmente no habría pedido la aniquilación de los
Daeva... ¿O sí?

El siguiente comentario de su padre sacó a Ali de sus


pensamientos:

—Necesitamos cortar su financiación Quita eso, y los Tanzeem son


poco más que mendigos puritanos. —Fijó sus ojos grises en Kaveh—.
¿Has avanzado más en descubrir sus fuentes?

El gran wazir levantó las manos.

—Todavía no hay prueba. Todo lo que tengo son sospechas.

Ghassan se burló:

—Armas, Kaveh. Una clínica en Maadi. Líneas de pan. Eso es obra


de los ricos. Alta casta, riqueza pura sangre. ¿Cómo no puedes
encontrar a sus clientes?

Ali se tensó, pero estaba claro por la frustración de Kaveh que no


tenía más respuestas.

—Sus finanzas son sofisticadas, mi rey; su sistema de cobranza


puede haber sido diseñado por alguien del Tesoro. Rotan las diferentes
monedas tribales, intercambian suministros con papel moneda ridículo
utilizado entre los humanos...

Ali sintió que empalidecía cuando Kaveh enumeró algunas de las


muchas lagunas en la economía de Daevabad de las que Ali se había
quejado —con explicaciones exhaustivas— a Anas a lo largo de los
años.
La cara de Wajed se animó.

—¿Dinero humano? —Señaló con el pulgar a Ali—. Siempre estás


insistiendo en esa tontería de la moneda. ¿Has echado un vistazo a la
evidencia de Kaveh?

El corazón de Ali se aceleró. No por primera vez, agradeció al


Altísimo que los Nahid estuvieran muertos. Incluso uno de sus hijos a
medio entrenar podría decir que estaba mintiendo.

—Yo... no. El gran wazir no me consultó. —Pensó rápido,


sabiendo que Kaveh le creía un idiota celoso. Miró al hombre Daeva—.
Supongo que si tienes problemas...

Kaveh se erizó:

—He tenido las mentes más agudas del gremio de eruditos


ayudándome; dudo que el príncipe pueda ofrecer más. —Le dirigió a Ali
una mirada fulminante—. Estoy escuchando varios nombres Ayaanle
entre los rumores de sus clientes —agregó con frialdad antes de
volverse hacia el rey—. Incluyendo uno que pueda preocuparte. Ta
Musta Ras.

Wajed parpadeó sorprendido.

—¿Ta Musta Ras? ¿No es uno de los primos de la reina?

Ali se encogió ante la mención de su madre, y su padre frunció el


ceño.

—Lo es, y podría verlo fácilmente apoyando a un grupo de


terroristas de sangre sucia. Los Ayaanle siempre han sido aficionados
tratar la política de Daevabad como un tablero de ajedrez para su
diversión... especialmente cuando están instalados de forma segura en
Ta Ntry. —Fijó su mirada en Kaveh—. ¿Pero ninguna prueba, dices?

El gran wazir sacudió la cabeza.

—Ninguna, mi rey. Pero muchos rumores.


—No puedo arrestar al primo de mi esposa por rumores.
Especialmente no con el oro y la sal de Ayaanle que constituyendo un
tercio de mi tesoro.

—La reina Hatset está en Ta Ntry ahora —señaló Wajed—. ¿Crees


que él podría escucharla?

—Oh, no lo dudo —dijo Ghassan sombríamente—. Él ya podría


estarlo haciendo.

Ali miró a sus pies, sus mejillas se calentaron mientras discutían


sobre su madre. Él y Hatset no eran cercanos. Ali había sido sacado del
harén cuando tenía cinco años y entregado a Wajed para ser preparado
como el futuro Qaid de Muntadhir.

Su padre suspiró.

—Tendrás que ir allí tú mismo, Wajed. No confío en que nadie más


hable con ella. Hazle saber a ella y a toda su maldita familia que no
volverá a Daevabad hasta que se detenga el dinero. Si desea volver a ver
a sus hijos, la elección es suya.

Ali podía sentir los ojos de Wajed sobre él.

—Sí, mi rey —dijo Wajed suavemente.

Kaveh parecía alarmado.

—¿Quién servirá como Qaid cuando él se haya ido?

—Alizayd. Es solo por unos meses y será una buena práctica para
cuando esté muerto y éste... —Ghassan sacudió la cabeza en dirección
a Muntadhir—, está demasiado ocupado con las bailarinas para
gobernar el reino.

La boca de Ali se abrió y Muntadhir se echó a reír.

—Bueno, eso debería reducir el robo. —Su hermano hizo un


movimiento cortante sobre su muñeca—. Bastante literal.
Kaveh palideció.

—Mi rey, el príncipe Alizayd es un niño. Ni siquiera está cerca de


su primer cuarto de siglo. No es posible confiar la seguridad de la
ciudad a un chico de dieciséis...

—Dieciocho —corrigió Muntadhir con una sonrisa malvada—.


Vamos, Gran Wazir, hay una enorme diferencia.

Kaveh claramente no compartió la diversión del Emir. Su voz se


hizo más aguda.

—Un chico de dieciocho años. ¡Un niño que, podría recordarle,


una vez hizo que azotaran a un noble Daeva en la calle como un ladrón
shafit!

—Era un ladrón —se defendió Ali. Recordaba el incidente, pero se


sorprendió que Kaveh lo hiciera; fue hace años, la primera y última vez
que a Ali se le permitió patrullar el Barrio Daeva—. La ley de Dios se
aplica por igual a todos.

El gran wazir respiró hondo.

—Confía en mí, Príncipe Alizayd, es para mí profunda decepción


que no estés en el Paraíso, donde todos seguimos la ley de Dios... —No
se detuvo el tiempo suficiente para que el doble significado de sus
palabras aterrizara, pero Ali lo captó lo suficientemente bien—. Pero
según la ley de Daevabad, los shafit no son iguales a los de pura sangre.
—Miró implorante al rey—. ¿No acabas de ejecutar a alguien por decir lo
mismo?

—Lo hice —acordó Ghassan—. Una lección qué harías bien en


recordar, Alizayd. El Qaid hace cumplir mi ley, no sus propias
creencias.

—Por supuesto, Abba —dijo Ali rápidamente, sabiendo que había


sido tonto al hablar tan claramente delante de ellos—. Haré lo que me
mandes.
—¿Ves, Kaveh? Nada que temer. —Ghassan asintió en dirección a
la puerta—. Puedes irte. La corte se llevará a cabo después de la oración
del mediodía. Que se corra la voz sobre esta mañana; quizás eso
reducirá el número de peticionarios que me acosan.

El ministro Daeva parecía que tenía más que decir, pero


simplemente asintió, lanzándole a Ali una mirada cruel cuando se fue.

Wajed cerró la puerta de golpe detrás de él.

—Esa serpiente tiene una lengua retorcida, Abu Muntadhir —le


dijo al rey, cambiando a Geziriyya—. Me gustaría hacerlo retorcerse
como una. —Se acarició el zulfiqar—. Sólo una vez.

—No le des ideas a tu protegido. —Ghassan desenrolló su


turbante, dejando la seda brillante en un montón sobre el escritorio—.
Kaveh no se equivoca al enojarse, y ni siquiera sabe la mitad de las
cosas. —Asintió con la cabeza hacia una gran caja ubicada al lado del
balcón. Ali no la había notado antes—. Muéstrales.

El Qaid suspiró pero cruzó hacia la caja.

—Un imán que dirige una mezquita cerca del Gran Bazar contactó
a la Guardia Real hace unas semanas y dijo que sospechaba que Bhatt
había reclutado a uno de sus congregantes. —Wajed sacó su khanjar y
abrió los listones de madera de la caja—. Mis soldados siguieron a ese
hombre a uno de sus escondites. —Hizo un gesto a Ali y Muntadhir—.
Encontramos esto allí.

Ali dio un paso más cerca, ya enfermo. En su corazón, sabía lo


que había en esa caja.

Las armas que Anas juró que no tenía estaban apretadas dentro.
Garrotes de hierro crudo y dagas de acero maltratadas, mazas
tachonadas y un par de ballestas. Media docena de espadas y algunos
de los largos dispositivos incendiarios —¿fusiles?— que los humanos
habían inventado, junto con una caja de municiones. Los ojos
incrédulos de Ali escanearon la caja y luego su corazón dio un vuelco.
Espadas de entrenamiento zulfiqar.

Las palabras salieron de la boca de Ali antes de que pudiera


detenerse:

—Alguien en la Guardia Real robó estos.

Wajed le dio un gesto sombrío.

—Tuvo que serlo. Un hombre Geziri; solo dejamos a los nuestros


cerca de esas cuchillas. —Cruzó los brazos sobre su enorme pecho—.
Deben haber sido robados de la Ciudadela, pero sospecho que el resto
fue comprado a los contrabandistas. —Se encontró con la mirada
horrorizada de Ali—. Había otras tres cajas como esta.

A su lado, Muntadhir exhaló.

—¿Qué demonios estaban planeando hacer con todo esto?

—No estoy seguro —admitió Wajed—. Podrían haber armado a


unas pocas docenas de hombres shafit como máximo. No hay rival real
para la Guardia Real, pero...

—Podrían haber asesinado a un montón de personas comprando


en el Gran Bazar —interrumpió el rey—. Podrían haber estado
esperando fuera del templo de Daeva en uno de sus días de fiesta y
masacrado a cien peregrinos antes que llegara la ayuda. Podrían haber
comenzado una guerra.

Ali agarró la caja, aunque no recordaba haberla alcanzado. En su


mente, vio a los guerreros con los que había crecido: los cadetes que se
habían quedado dormidos uno sobre el otro después de largos días de
entrenamiento, los jóvenes que se burlaban y se insultaban mientras
salían en sus primeras patrullas. Los que Ali pronto juraría liderar y
proteger como Qaid. Ellos fueron los que probablemente habrían
enfrentado estas armas.
La ira, rápida y feroz, lo atravesó, pero Ali no tenía a quién culpar
sino a sí mismo. Debiste haberlo sabido. Cuando te llegaron los primeros
rumores de armas, deberías haberte detenido. Pero Ali no se había
detenido. En cambio, había acompañado a Anas a esa taberna. Había
estado esperando mientras dos hombres fueron asesinados.

Tomó un respiro profundo. Por el rabillo del ojo, vio que Wajed lo
miraba con curiosidad. Se enderezó.

—¿Pero por qué? —presionó Muntadhir—. ¿Qué tendría que ganar


el Tanzeem?

—No sé —respondió Ghassan—. Y no me importa. Tomó años


llevar la paz a Daevabad después de la muerte de los últimos Nahid. No
tengo intención de dejar que algunos fanáticos de los sangre sucia,
ansiosos por el martirio, nos destrocen. —Señaló a Wajed—. La
Ciudadela encontrará a los hombres responsables y los ejecutará. Si
son Geziri, hazlo en silencio. No necesito que los Daeva piensen que
nuestra tribu apoya al Tanzeem. Y establecerás las nuevas restricciones
sobre los shafit. Prohibir sus reuniones. Tíralos a la cárcel si pisan un
pie de un pura sangre. Por ahora, al menos. —Sacudió la cabeza—. Si
Dios quiere, superaremos los próximos meses sin sorpresas, y
podremos aliviarlos nuevamente.

—Sí, mi rey.

Ghassan sacudió la mano hacia la caja.

—Deshazte de esa cosa antes que Kaveh la huela. Ya he tenido


suficiente de sus quejas por un día. —Se frotó la frente y se recostó en
la silla, con los anillos de piedras brillantes. Levantó la vista y fijó su
aguda mirada en Muntadhir—. También... si necesito ejecutar a otro
shafit traidor, mi emir observará sin titubear, de lo contrario se
encontrará cumpliendo la siguiente sentencia.

Muntadhir se cruzó de brazos, apoyándose contra el escritorio de


una manera familiar que Ali nunca se habría atrevido.
—Ya, Abba, si hubiera sabido que le iban a aplastar la cabeza
como un melón demasiado maduro, me habría saltado el desayuno.

Los ojos de Ghassan brillaron.

—Tu hermano menor logró controlarse.

Muntadhir se echó a reír.

—Sí, pero Ali es entrenado en la Ciudadela. Bailaría delante del


karkadann si le dijeras que lo hiciera.

Su padre no pareció apreciar la broma, su rostro cada vez más


tormentoso.

—O tal vez pasar todo el tiempo bebiendo con cortesanas y poetas


ha debilitado tu constitución. —Lo fulminó con la mirada—. Deberías
estar contento del entrenamiento de tu futuro Qaid. Dios sabe que es
probable que lo necesites. —Se levantó de su escritorio—. Y dicho eso,
hablaré a solas con tu hermano.

¿Qué? ¿Por qué? Ali apenas mantenía sus emociones bajo control;
no quería estar solo con su padre.

Wajed le apretó el hombro y se inclinó brevemente hacia la oreja


de Ali.

—Respira, muchacho —susurró mientras Ghassan se levantaba y


caminaba hacia el balcón—. No muerde. —Le dirigió a Ali una sonrisa
tranquilizadora y siguió a Muntadhir fuera de la oficina.

Hubo un largo momento de silencio. Su padre estudió el jardín,


con las manos entrelazadas detrás de él.

Todavía estaba de espaldas a Ali cuando preguntó:

—¿Crees eso?

—¿Creer qué? —La voz de Ali salió en un chillido.


—Lo que dijiste antes. —Su padre se dio la vuelta, sus ojos grises
oscuros atentos—. Acerca de que la ley de Dios se aplica por igual. Por
el Altísimo, Alizayd, deja de temblar. Necesito poder hablar con mi Qaid
sin que él se convierta en un desastre tembloroso.

La vergüenza de Ali se suavizó con alivio, mucho mejor para


Ghassan que culpaba su ansiedad a los nervios de convertirse en Qaid.

—Lo siento.

—Está bien. —Ghassan volvió a mirarlo—. Responde la pregunta.

Ali pensó rápido, pero no había forma en que pudiera mentir. Su


familia sabía que él era devoto, lo había sido desde la infancia, y su
religión era clara sobre el tema del shafit.

—Sí —respondió—. Creo que el shafit debe ser tratado por igual.
Por eso nuestros antepasados vinieron a Daevabad. Por eso fue Zaydi al
Qahtani a la guerra con los Nahid.

—Una guerra que casi destruyó a toda nuestra raza. Una guerra
que terminó con el saqueo de Daevabad y nos ganó la enemistad de la
tribu Daeva hasta este día.

Ali se sobresaltó ante las palabras de su padre.

—¿No crees que valió la pena?

Ghassan parecía irritado.

—Por supuesto que creo que valió la pena. Simplemente soy capaz
de ver ambos lados de un problema. Es una habilidad que debes tratar
de desarrollar. —Las mejillas de Ali se pusieron calientes y su padre
continuó—. Además, no había tantos shafit en la época de Zaydi.

Ali frunció el ceño.

—¿Son tan numerosos ahora?


—Casi un tercio de la población. Sí —dijo, notando la sorpresa en
la cara de Ali—. Sus números han aumentado enormemente en las
últimas décadas: información que harías mejor guardándote para ti. —
Hizo un gesto hacia las armas—. En Daevabad ahora hay casi tantos
shafit como Daeva, y sinceramente, hijo mío, si fueran a la guerra en
las calles, no estoy seguro que la Guardia Real pueda detenerlos. Los
Daeva ganarían al final, por supuesto, pero sería sangriento y destruiría
la paz de la ciudad por generaciones.

—Pero eso no va a suceder, Abba —argumentó Ali—. Los shafit no


son tontos. Solo quieren una vida mejor para ellos mismos. Quieren
poder trabajar y vivir en edificios que no se derrumben a su alrededor.
Cuidar de sus familias sin temor a que sus hijos sean arrebatados por
algunos pura...

Ghassan interrumpió:

—Cuando encuentres una manera de proporcionar trabajo y


vivienda a miles de personas, avísame. Y si sus vidas se hicieran más
fáciles aquí, solo se reproducirían más rápido.

—Entonces déjalos irse. Permíteles que traten de hacer una vida


mejor en el mundo humano.

—Dejar que causen caos en el mundo humano, quieres decir. —


Su padre sacudió la cabeza—. Absolutamente no. Pueden parecer
humanos, pero muchos todavía tienen magia. Invitaríamos a otro
Solimán a maldecirnos. —Suspiró—. No hay una respuesta fácil,
Alizayd. Todo lo que podemos hacer es lograr un equilibrio.

—Pero no estamos logrando un equilibrio —argumentó Ali—.


Estamos eligiendo a los adoradores del fuego sobre el shafit que
nuestros antepasados vinieron aquí a proteger.

Ghassan se giró hacia él.

—¿Los adoradores del fuego?


Demasiado tarde, recordó Ali que los Daeva odiaban ese término
para su tribu.

—No quise decir...

—Entonces nunca repitas tal cosa en mi presencia. —Su padre lo


fulminó con la mirada—. Los Daeva están bajo mi protección, igual que
nuestra propia tribu. No me importa qué fe practiquen. —Levantó las
manos—. Demonios, tal vez tengan razón en obsesionarse con la pureza
de la sangre. En todos mis años, nunca he encontrado un shafit de
Daeva.

Probablemente los asfixien en sus cunas. Pero Ali no dijo eso.


Había sido un tonto al elegir esta pelea hoy.

Ghassan pasó una mano por el alféizar húmedo de la ventana y


luego se sacudió las gotas de agua que se habían acumulado en la
punta de sus dedos.

—Siempre está húmedo aquí. Siempre frio. No he regresado a Am


Gezira en un siglo y, sin embargo, todas las mañanas me despierto
extrañando sus arenas calientes. —Volvió a mirar a Ali—. Este no es
nuestro hogar. Nunca lo será. Siempre pertenecerá a los Daeva primero.

Es mi hogar. Ali estaba acostumbrado al frío húmedo de Daevabad


y le gustaba la mezcla diversa de personas que llenaban sus calles. Se
había sentido fuera de lugar durante sus raros viajes a Am Gezira,
siempre consciente de su apariencia medio Ayaanle.

—Es su hogar —continuó Ghassan—. Y yo soy su rey. No


permitiré que el shafit, un problema que los Daeva no tuvieron parte en
crear, los amenace en su propia casa. —Se volvió para mirar a Ali—. Si
vas a ser Qaid, debes respetar esto.

Ali bajó la mirada. No lo respetaba; estaba totalmente en


desacuerdo.

—Perdona mi impertinencia.
Sospechaba que esa no era la respuesta que Ghassan quería: los
ojos de su padre permanecieron alerta otro momento antes que cruzara
abruptamente la habitación hacia los estantes de madera que se
alineaban en la pared opuesta.

—Ven acá.

Ali lo siguió. Ghassan recogió una larga caja negra lacada de uno
de los estantes superiores.

—No escucho nada más que elogios de la Ciudadela sobre tu


progreso, Alizayd. Tienes una mente entusiasta para la ciencia militar y
eres uno de los mejores zulfiqari de tu generación. Ninguno lo
disputaría. Pero eres muy joven.

Ghassan sopló el polvo del estuche y luego lo abrió, sacando una


flecha plateada de un lecho de frágil tejido.

—¿Sabes lo que es esto?

Ali ciertamente lo hacía.

—Es la última flecha disparada por un Afshin.

Un poco confundido, Ali tomó la flecha de su padre. Aunque era


increíblemente ligera, no podía doblarla en lo más mínimo. La plata aún
brillaba después de todos estos años, solo la punta de la guadaña
embotada por la sangre. La misma sangre que corría por las venas de
Ali.

—Los Afshin también eran buenos soldados —dijo Ghassan


suavemente—. Probablemente los mejores guerreros de nuestra raza.
Pero ahora están muertos, sus líderes Nahid están muertos y nuestra
gente ha gobernado Daevabad durante catorce siglos. ¿Y sabes por qué?

¿Porque eran infieles y Dios nos quería para la victoria? Ali contuvo
la lengua; sospechaba que si decía eso, la flecha obtendría una nueva
capa de sangre Qahtani.
Ghassan retiró la flecha.

—Porque eran como esta flecha. Como tú. No dispuestos a


doblarse, no dispuestos a ver que no todo encaja en su mundo
perfectamente ordenado. —Volvió a colocar el arma en la caja y la cerró
de golpe—. Hay más en ser Qaid que ser un buen soldado. Si Dios
quiere, Wajed y yo tenemos otro siglo de vino y peticionarios ridículos
por delante, pero un día Muntadhir será el rey. Y cuando necesite
orientación, cuando necesite discutir cosas que solo su sangre puede
escuchar, te necesitará.

—Sí, Abba. —Ali estaba dispuesto a decir algo en este momento


para irse, cualquier cosa que le permitiera escapar de la mirada
mesurada de su padre.

—Hay una cosa más. —Su padre se alejó del estante—. Regresarás
al palacio. Inmediatamente.

La boca de Ali se abrió.

—Pero la Ciudadela es mi hogar.

—No... mi casa es tu hogar —dijo Ghassan, luciendo irritado—. Tu


lugar está aquí. Es hora que comiences a asistir a la corte para ver
cómo funciona el mundo fuera de tus libros. Y podré vigilarte mejor, no
me gusta la forma en que hablas de los Daeva.

El miedo surgió en Ali, pero su padre no presionó el tema.

—Puedes irte ahora. Te esperaré en la corte cuando te instales.

Ali asintió y se inclinó; fue todo lo que pudo hacer para no correr
hacia la puerta.

—La paz esté contigo.

En cuanto tropezó en el pasillo, se topó con su sonriente hermano.

Muntadhir lo abrazó.
—Felicitaciones, akhi. Estoy seguro de que vas a hacer un Qaid
aterrador.

—Gracias —murmuró Ali. Acababa de presenciar la brutal muerte


de su amigo más cercano. Pronto estaría a cargo de mantener la
seguridad de una ciudad de djinn en disputas, algo en lo que aún no
había pensado demasiado.

Muntadhir no parecía darse cuenta de su angustia.

—¿Abba te contó las otras buenas noticias? —Cuando Ali hizo un


sonido sin compromiso, continuó—. ¡Te vas a mudar de vuelta al
palacio!

—Oh. —Ali frunció el ceño—. Eso.

La cara de su hermano se entristeció.

—No suenas muy emocionado.

Una nueva ola de culpa barrió a Ali ante el dolor en la voz de


Muntadhir.

—No es eso, Dhiru. Es... Ha sido una larga mañana. Reemplazar a


Wajed, las noticias sobre las armas... —exhaló—. Además, nunca he
estado muy... —Buscó una manera de evitar insultar a todo el círculo
social de su hermano—, cómodo con la gente aquí.

—Ah, estarás bien. —Muntadhir pasó el brazo por el hombro de


Ali y lo arrastró a medias por el pasillo—. Quédate a mi lado y me
aseguraré que te enredes solo en el más encantador de los escándalos.
—Se rio cuando Ali lo miró sorprendido. —Ven. Zaynab y yo te elegimos
apartamentos cerca de la cascada. —Doblaron la esquina—. Con los
muebles más aburridos y las comodidades menos cómodas. Tendrás
razón en ho... Guau.

Los hermanos se detuvieron de inmediato. Tuvieron que. Una


pared se interponía en su camino, un mural de color joya salpicaba la
piedra.
—Bien... —La voz de Muntadhir era temblorosa—. Eso es nuevo.

Ali se acercó más.

—No... no lo es —dijo suavemente, reconociendo la escena y


recordando sus lecciones de historia de hace mucho tiempo—. Es uno
de los viejos murales de Nahid. Solían cubrir los muros del palacio
antes de la guerra.

—No estaba aquí ayer. —Muntadhir tocó el brillante sol del mural.
Brilló bajo las puntas de sus dedos, y ambos saltaron.

Ali le dio al mural una mirada incómoda.

—¿Y te preguntas por qué no estoy emocionado de regresar a este


lugar embrujado por Nahid?

Muntadhir hizo una mueca.

—No suele ser tan malo. —Asintió con la cabeza a una de las
figuras en la fachada de yeso agrietado—. ¿Sabes quién se supone que
es?

Ali estudió la imagen. La figura parecía humana, un hombre con


una larga barba blanca y un halo plateado sobre su cabeza coronada.
Se paraba ante un sol carmesí, una mano descansando en la parte
trasera de un shedu rugiente y la otra sosteniendo un bastón con un
sello de ocho puntas. El mismo sello que estaba en la sien derecha de
Ghassan.

—Es Solimán. —Se dio cuenta Ali—. La paz sea con él. —Miró el
resto de la pintura—. Creo que representa la ascensión de Anahid
cuando recibió sus habilidades y el sello de Solimán. —Sus ojos se
posaron en la figura doblada a los pies de Solimán. Solo se veía su
espalda, el largo cono de sus orejas revelaba que era un djinn. O daeva,
más bien. Anahid, primero de su línea.

Pintura azul inundaba las túnicas de Solimán.


—Extraño —comentó Muntadhir—. Me pregunto por qué eligió
hoy, de todos los días, comenzar a tratar de reparar catorce siglos de
daños.

Un escalofrío recorrió la columna de Ali.

—No lo sé.
7
Nahri
Traducido por Vale

—Levanta tu brazo más alto.


Nahri levantó su codo, apretando su agarre en la daga.

—¿Así?

Dara hizo una mueca.

—No. —Se acercó a ella, el olor de su piel humeante le hizo


cosquillas en la nariz, y ajustó su brazo—. Suéltate; necesitas estar
relajada. Estás lanzando un cuchillo, no golpeando a alguien con un
palo.

Su mano se demoró un momento más de lo necesario en su codo,


su aliento cálido contra su cuello. Nahri se estremeció; relajarse era
algo más fácil de decir que hacer cuando el apuesto daeva estaba tan
cerca. Finalmente se alejó, y ella fijó sus ojos en el árbol cubierto de
maleza. Tiró la daga, y ésta navegó más allá del árbol para aterrizar en
un parche de arbustos.

Dara se echó a reír mientras ella maldecía.

—No estoy seguro de que podamos convertirte en una gran


guerrera. —Abrió la palma de la mano y la daga voló hacia él.

Nahri le dirigió una mirada de envidia.


—¿No puedes enseñarme cómo hacer eso?

Le devolvió el cuchillo.

—No. Te lo he dicho suficientes veces...

—... la magia es impredecible —terminó ella. Tiró la daga de


nuevo. Podría haber jurado que aterrizó un poco más cerca del árbol,
pero eso podría haber sido su propio deseo—. Entonces, ¿y qué si es
así? ¿De verdad tienes miedo de lo que pueda hacer?

—Sí —dijo sin rodeos—. Por lo que sé, enviarás cincuenta


cuchillos de este tipo volando hacia nosotros.

Ah, bueno, tal vez tenía un punto. Desestimó el cuchillo cuando él


intentó devolverlo.

—No. He tenido suficiente por hoy. ¿No podemos simplemente


descansar? Hemos estado viajando como si...

—¿Como si una manada de ifrit estuviera detrás de nosotros? —


Levantó las cejas.

—Viajaremos más rápido si no estamos agotados —respondió,


tomando su brazo y tirando de él en dirección a su pequeño
campamento—. Vamos.

—Viajaríamos más rápido si no estuviéramos transportando una


caravana de bienes robados —replicó Dara, arrancando una ramita de
un árbol moribundo y dejando que se quemara a cenizas en sus
manos—. ¿Cuánta ropa necesitas realmente? Y ni siquiera te estás
comiendo las naranjas... por no decir nada de esa flauta completamente
inútil.

—Esa flauta es de marfil, Dara. Vale una fortuna. Además... —


Nahri extendió los brazos, admirando brevemente la túnica bordada y
las botas de cuero marrón que había arrebatado de un puesto que
pasaron en una de las ciudades del río—. Solo estoy tratando de
mantener nuestros suministros bien almacenados.
Llegaron a su campamento, aunque "campamento" podría haber
sido una palabra demasiado amable para el pequeño claro donde Nahri
había pisado la hierba antes de dejar caer sus bolsas. Los caballos
estaban pastando en un campo distante, comiendo cualquier pedacito
de vegetación hasta las raíces. Dara se arrodilló y volvió a encender el
fuego con un chasquido de sus dedos. Las llamas saltaron, iluminando
el tatuaje oscuro en su cara ceñuda.

—Tus antepasados se horrorizarían al ver la facilidad con la que


robas.

—Según tú, mis antepasados se horrorizarían al enterarse de mi


existencia. —Sacó una costra de pan duro bien envuelto—. Y así es
como funciona el mundo. A estas alturas, la gente sin duda ha
irrumpido en mi hogar en El Cairo y me ha robado mis cosas.

Él arrojó una rama rota sobre el fuego, enviando chispas.

—¿Cómo lo hace mejor eso?

—Alguien me roba, yo robo a otros, y estoy segura de que la gente


que robé eventualmente tomará algo que no les pertenece. Es un círculo
—agregó sabiamente, mientras roía el pan gomoso.

Dara la miró fijamente durante unos cuantos segundos antes de


hablar.

—Hay algo muy mal contigo.

—Probablemente viene de mi sangre daeva.

Él frunció el ceño.

—Es tu turno de ir a buscar los caballos.

Nahri gimió; tenía pocas ganas de dejar el fuego.

—¿Y qué vas a hacer tú?


Pero Dara ya estaba recuperando una olla maltratada de una de
sus bolsas. Ella la había robado en el camino, con la esperanza de
encontrar algo para cocinar que no fuera maná. Y después de
escucharla quejarse por la situación de su comida durante días, Dara
se encargó de intentar descubrir cómo conjurar algo diferente. Pero
Nahri no tenía esperanzas. Todo lo que había logrado hasta ahora era
una sopa gris vagamente cálida que sabía como el olor de los ghouls.

La noche había caído cuando Nahri regresó con los caballos. La


oscuridad en esta tierra caía rápidamente y era lo suficientemente
espesa como para sentirla, una oscuridad pesada e impenetrable que la
habría puesto nerviosa si no hubiera tenido su fogata para guiarla.
Incluso el espeso dosel de estrellas arriba hacía poco para aliviarlo, su
luz capturada por las montañas blancas que los rodeaban. Estaban
cubiertas de nieve, explicó Dara, un concepto que apenas podía
imaginar. Este país era completamente extraño para ella, y aunque era
novedoso y, en cierto modo, incluso hermoso, se encontró a sí misma
anhelando las concurridas calles de El Cairo, los bazares abarrotados y
los comerciantes en disputa. Echaba de menos el desierto dorado que
abrazaba su ciudad y el ancho y marrón Nilo que se retorcía a través de
él.

Nahri ató los caballos a un árbol flaco. La temperatura había


bajado dramáticamente con el sol, y sus dedos fríos ataron torpemente
el nudo. Envolvió una de las mantas alrededor de sus hombros y luego
se sentó tan cerca del fuego como se atrevió.

Dara ni siquiera llevaba su túnica. Miró celosamente sus brazos


desnudos. Debe ser agradable estar hecho de fuego. Lo que sea de
sangre Daeva que tenía, claramente no era suficiente para mantener el
frío alejado.

La olla humeaba a sus pies; la empujó con una sonrisa


triunfante.

—Come.
Le dio una olfateada de sospecha. Olía bien, a lentejas
mantecosas y cebollas. Nahri arrancó una tira de pan de su bolsa y la
sumergió en la olla. Tomó un bocado cauteloso y luego otro. Sabía tan
bien como olía, a crema, lentejas y algún tipo de hojas verdes.
Rápidamente alcanzó más pan.

—¿Te gusta? —preguntó, levantando la voz con esperanza.

Después de todo el maná, cualquier cosa comestible hubiera sido


apetitosa, pero esto era legítimamente delicioso.

—¡Me encanta! —Metió más en su boca, saboreando el estofado


caliente—. ¿Cómo lo hiciste finalmente?

Dara se veía tremendamente complacido consigo mismo.

—Traté de concentrarme en el plato que mejor conocía. Creo que


el enfoque ayudó, mucha magia tiene que ver con tus intenciones. —
Hizo una pausa y su sonrisa se desvaneció—. Era algo que mi madre
solía hacer.

Nahri casi se ahoga; Dara no había revelado nada sobre su


pasado e incluso ahora podía ver una mirada cautelosa en su rostro.
Con la esperanza de que no cambiara de tema, rápidamente respondió:

—Debe ser una cocinera muy buena.

—Lo era. —Bebió el resto de su vino, y la copa se volvió a llenar.

—¿Era? —aventuró Nahri.

Dara se quedó mirando el fuego; sus dedos se movieron como si


ansiara tocarlo.

—Está muerta.

Nahri dejó caer su pan.

—Oh. Dara, lo siento, no me di cuenta...


—Está bien —interrumpió, aunque el tono de su voz daba a
entender cualquier cosa excepto eso—. Fue hace mucho tiempo.

Nahri dudó, pero no pudo contener su curiosidad.

—¿Y el resto de tu familia?

—También muertos. —Le dirigió una mirada afilada, sus ojos


color esmeralda brillantes—. No hay nadie más que yo.

—Puedo identificarme —dijo suavemente.

—En efecto. Supongo que puedes. —De repente, una copa se


materializó en su mano—. Entonces, bebe conmigo —ordenó,
levantando su copa en dirección a ella—. Te ahogarás si no bajas esa
comida. No creo haber visto a nadie comer tan rápido.

Estaba cambiando de tema, y ambos lo sabían. Nahri se encogió


de hombros, tomando un sorbo de vino.

—Harías lo mismo si hubieras crecido como yo. A veces no sabía


cuándo iba a volver a comer.

—Me he dado cuenta. —Resopló—. No parecías mucho más


gruesa que los ghouls cuando te encontré por primera vez. Maldice el
maná todo lo que quieras, al menos te llenó un poco.

Nahri levantó una ceja.

—¿Me llenó un poco? —repitió.

Dara se puso nervioso de inmediato.

—Yo-yo no quise decir de mala manera. Sólo que, ya sabes... —


Hizo un vago movimiento de barrido hacia su cuerpo y luego se sonrojó,
tal vez dándose cuenta de que tal gesto no ayudaba—. No importa —
murmuró, dejando caer su mirada avergonzada.
Oh, lo sé, créeme. A pesar de que Dara supuestamente aborrecía
los shafit, Nahri lo había atrapado mirándola fijamente más de una vez,
y su lección de lanzar la daga no había sido la primera vez que su mano
se había demorado demasiado tiempo.

Mantuvo su mirada fija en él, estudiando la amplia línea de sus


hombros y observando mientras jugaba nerviosamente con su copa,
aun evitando sus ojos. Sus dedos temblaron en el tallo, y por un
momento Nahri no pudo evitar preguntarse si harían lo mismo con su
piel.

Porque las cosas no son lo suficientemente tumultuosas entre


nosotros sin agregar eso a la mezcla. Antes de que su mente pudiera ir
más lejos, Nahri cambió el tema de nuevo a uno que sabía que
arruinaría completamente el estado de ánimo.

—Así que háblame de estos Qahtanis.

Dara se sobresaltó.

—¿Qué?

—Estos djinn que sigues insultando, los que supuestamente


lucharon contra mis antepasados. —Tomó un sorbo de su vino—.
Cuéntame sobre ellos.

Dara hizo una mueca como si hubiera comido algo agrio. Un


objetivo alcanzado.

—¿Realmente debemos hacer esto ahora? Ya es tarde…

Le sacudió un dedo.

—No me hagas ir a buscar otro demonio para amenazarte a


hablar.

Él no sonrió ante la broma, en cambio parecía más preocupado.

—No es una historia agradable, Nahri.


—Más razón para hacerlo de una vez.

Tomó un sorbo de vino, un largo sorbo, como si necesitara una


dosis de coraje.

—Te dije antes que Solimán era un hombre inteligente. Antes de


su maldición, todos los daeva eran iguales. Nos parecíamos, hablamos
un solo idioma, practicábamos ritos idénticos.

Dara hizo una seña al fuego y sus zarcillos de humo se


precipitaron hacia sus manos como un amante ansioso.

—Cuando Solimán nos liberó, nos dispersó por todo el mundo que
conocía, cambiando nuestras lenguas y apariencias para reflejar a los
humanos en nuestras nuevas tierras.

Dara extendió sus manos. El humo se aplastó y se condensó para


formar un mapa espeso en el cielo delante de ella, con el templo de
Solimán en el centro. Mientras observaba, brillaban destellos de luz del
templo a través del mundo, cayendo al suelo como meteoritos y
rebotando como personas completamente formadas.

—Nos dividió en seis tribus.

Dara señaló a una mujer pálida que pesaba monedas de jade en


el borde este del mapa, tal vez China.

—os Tukharistan.

Señaló al sur a una bailarina enjoyada que giraba en el


subcontinente indio.

—Los Agnivanshi.

Un jinete pequeño salió del humo, galopando por el sur de Arabia


y blandiendo una espada de fuego. Dara frunció los labios y con un
chasquido de sus dedos se cortó su cabeza.

—Los Geziri.
Al sur de Egipto, un erudito de ojos dorados lanzó una brillante
bufanda verde azulado sobre su hombro mientras escudriñaba un
pergamino. Dara asintió hacia él.

—Los Ayaanle —dijo y luego señaló a un hombre de pelo de fuego


remendando un bote en la costa marroquí—. Los Sahrayn.

—¿Qué hay de tu gente?

—Nuestra gente —corrigió e hizo un gesto hacia las llanuras de lo


que se parecía a Persia para ella, o quizás a Afganistán—. Daevastana,
—dijo con gusto—. La tierra de los Daeva.

Ella frunció el ceño.

—¿Tu tribu tomó el nombre original de toda la raza daeva como


propio?

Dara se encogió de hombros.

—Estábamos a cargo.

Él estudió el mapa. Las figuras de humo gritaban silenciosamente


y gesticulaban entre sí.

—Se dijo que fue una época violenta y aterradora. La mayoría de


las personas acogieron a sus nuevas tribus, se aferraron juntos para
sobrevivir y se formaron dentro de las tribus grupos de castas
determinados por sus nuevas habilidades. Algunos eran cambia formas,
otros podían manipular metales, otros podían evocar bienes
excepcionales, etc. Nadie podía hacerlo todo, y las tribus estaban
demasiado ocupadas luchando entre sí para siquiera considerar la
venganza contra Solimán.

Nahri sonrió, impresionada.

—Seguramente incluso tú debes admitir que fue un movimiento


brillante por parte de Solimán.
—Tal vez —respondió Dara—. Pero por más brillante que haya
sido, Solimán no tuvo en cuenta las consecuencias de darle cuerpos
sólidos y mortales a mi gente.

Las diminutas figuras continuaron multiplicándose, construyendo


pequeñas aldeas y recorriendo el vasto mundo en caravanas delgadas.
De vez en cuando una alfombra voladora en miniatura corría sobre las
nubes de humo.

—¿Qué consecuencias? —preguntó Nahri, confundida.

Él le dio una sonrisa juguetona que no llegó a alcanzar sus ojos.

—Que podíamos aparearnos con los humanos.

—Y hacer shafit —se dio cuenta—. Gente como yo.

Dara asintió.

—Eso sí, completamente prohibido. —Suspiró—. Puede que ya te


hayas dado cuenta de que no somos particularmente buenos en seguir
las reglas.

—¿Supongo que los shafit se multiplicaron bastante rápido?

—Muy. —Señaló el mapa lleno de humo—. Como he dicho, la


magia es impredecible. —Una pequeña ciudad en el Magreb se
incendió—. Incluso más en manos de practicantes de sangre mixta y sin
entrenamiento. —Enormes barcos, en una variedad de formas extrañas,
cruzaron el Mar Rojo, y gatos alados con rostros humanos se elevaron
sobre el Hind—. Aunque la mayoría de los shafit no tienen ninguna
habilidad, los pocos que sí, tienen la capacidad de infligir un daño
terrible en sus sociedades humanas.

¿Daño como llevar a un grupo de ghouls a través de El Cairo y


engañar a los bashas para quitarles su riqueza? Nahri no le discutió eso.
—Pero, ¿por qué a los daeva, o djinn, o como se llamaban en ese
momento, incluso les importaba? —preguntó—. Pensé que tu raza no
pensaba mucho en los humanos de todos modos.

—No lo habrían hecho —admitió Dara—. Pero Solimán dejó


bastante claro que otro lo seguiría en su lugar para castigarnos
nuevamente si ignorábamos su ley. El Consejo Nahid luchó durante
años para contener el problema de los shafit, ordenando que los
humanos sospechosos de tener sangre mágica fueran llevados a
Daevabad para vivir sus vidas.

Nahri se quedó inmóvil.

—¿El Consejo Nahid? Pero pensé que los Qahtanis eran los que...

—Llegaré a esa parte —interrumpió Dara, su voz un poco más


fría, y un poco más inentendible, de lo habitual.

Tomó otro largo sorbo de vino. La copa nunca parecía estar vacía,
por lo que Nahri solo podía imaginar cuánto había consumido hasta
ahora. Mucho más que ella, y su cabeza estaba empezando a nadar.

Una ciudad surgió del mapa lleno de humo en Daevastana, en el


centro de un lago oscuro. Sus paredes brillaban como latón, hermosas
contra el cielo oscuro.

—¿Eso es Daevabad? —preguntó.

—Daevabad —confirmó Dara. Sus ojos se atenuaron mientras


miraba la pequeña ciudad, anhelo en su rostro—. Nuestra ciudad más
grande. Donde Anahid construyó su palacio y desde donde sus
descendientes gobernaron el reino hasta que fueron derrocados.

—Déjame adivinar... ¿Por todos los shafit secuestrados que


mantenían encerrados?

Dara negó con la cabeza.


—No. Ningún shafit podría haber hecho tal cosa; son demasiado
débiles.

—Entonces, ¿quién lo hizo?

La cara de Dara se oscureció.

—¿Quién no lo hizo? —Cuando ella frunció el ceño en confusión,


continuó—. Las otras tribus nunca prestaron mucha atención al
decreto de Solimán. Oh, afirmaron estar de acuerdo en que los
humanos y los daeva debían ser segregados, pero eran la fuente de los
shafit.

Él asintió con la cabeza en el mapa.

—Los Geziri fueron los peores. Estaban fascinados por los


humanos en su tierra, alabando a sus profetas y adoptando su cultura,
con algunos inevitablemente acercándose demasiado. Son la tribu más
pobre, un grupo de fanáticos religiosos que creen que lo que Solimán
nos hizo fue una bendición, no una maldición. A menudo se negaron a
entregar a los familiares shafit, y cuando el Consejo Nahid se hizo más
severo en su aplicación de la ley, los Geziri no reaccionaron bien.

Un enjambre negro se alzó en el Rub al Khali, el desierto


desolador al norte de Yemen.

—Comenzaron a llamarse a sí mismos djinn —dijo Dara—. La


palabra que los humanos en su tierra utilizaban para nuestra raza. Y
cuando su líder, un hombre llamado Zaydi al Qahtani, llamó a una
invasión, las otras tribus se unieron a él. —La nube negra se volvió
enorme a medida que descendía sobre Daevabad y manchaba el lago—.
Derrocó al Consejo Nahid y robó el sello de Solimán. —Las siguientes
palabras de Dara salieron en un silbido—. Sus descendientes gobiernan
Daevabad hasta el día de hoy.

Nahri observó cómo la ciudad se volvía negra lentamente.

—¿Hace cuánto tiempo fue todo esto?


—Hace unos mil cuatrocientos años. —La boca de Dara era una
línea delgada. Dentro del mapa lleno de humo, la versión diminuta de
Daevabad, ahora negra como el carbón, colapsó.

—¿Hace mil cuatrocientos años? —Estudió al daeva, notando la


forma tensa en que sostenía su cuerpo y el ceño fruncido en su
hermoso rostro. Algo se agitó en su memoria—. Esta... esta es la guerra
que estabas discutiendo con Khayzur, ¿no es así?

Su boca se abrió.

—¿No dijiste que la habías presenciado?

Él bebió el resto de su vino.

—No te pierdes mucho, ¿verdad?

La cabeza de Nahri dio vueltas por la admisión.

—¿Pero cómo? ¡Dijiste que los djinn solo viven por algunos siglos!

—No importa. —La desestimó con un gesto de la mano, pero el


movimiento no fue tan elegante como de costumbre—. Mi historia es
solo eso: la mía.

Estaba incrédula.

—¿Y no crees que este rey va a querer una explicación cuando


nos presentemos en Daevabad?

—No voy a ir a Daevabad.

—¿Qué? Pero pensé... ¿A dónde vamos entonces?

Dara miró hacia otro lado.

—Te llevaré hasta las puertas de la ciudad. Puedes ir al palacio


desde allí. Serás mejor recibida sola, confía en mí.

Nahri se echó hacia atrás, sorprendida y mucho más herida de lo


que debería haber estado.
—¿Solo me vas a abandonar?

—No te estoy abandonando. —Dara exhaló y levantó las manos,


gesticulando groseramente a la pila de armas detrás de él—. Nahri,
¿qué tipo de historia crees que tengo con esta gente? No puedo volver.

Su temperamento brilló, y se puso de pie.

—Cobarde —lo acusó—. Me engañaste en el río y lo sabes. Nunca


hubiera aceptado ir contigo a Daevabad si hubiera sabido que temías
tanto a los djinn que planeabas...

—No le tengo miedo a los djinn. —Dara también se puso de pie,


con los ojos encendidos—. ¡Vendí mi alma por los Nahid! No voy a pasar
la eternidad languideciendo en un calabozo mientras escucho a los
djinn burlarse de ellos por ser hipócritas.

—Pero eran hipócritas, ¡mírame! ¡Soy una prueba viviente!

Su rostro se oscureció.

—Estoy muy consciente de eso.

Eso dolió, no pudo negarlo.

—¿De eso se trata entonces? ¿Estás avergonzado de mí?

—Yo... —Dara negó con la cabeza. Algo como arrepentimiento


pareció parpadear brevemente en su cara antes de darse la vuelta—.
Nahri, no creciste en mi mundo. No puedes entender.

—¡Gracias a Dios que no lo hice! ¡Probablemente me habrían


matado antes de mi primer cumpleaños!

Dara no dijo nada, su silencio era más revelador que cualquier


negación. Su estómago se retorció. Había estado imaginando a sus
ancestros como curanderos nobles, pero lo que Dara sugirió pintaba un
cuadro mucho más oscuro.
—Entonces me alegro de que los djinn invadieran —dijo, con voz
ronca—. ¡Espero que hayan tenido venganza por todos los shafit que
asesinaron mis antepasados!

—¿Venganza? —Los ojos de Dara brillaron, humo saliendo de su


cuello—. Zaydi al Qahtani asesinó a todos los hombres, mujeres y niños
de Daeva cuando tomó la ciudad. Mi familia estaba en esa ciudad. ¡Mi
hermana no tenía ni la mitad de tu edad!

Nahri inmediatamente retrocedió, viendo la pena en su rostro.

—Lo siento. No...

Pero él ya se había alejado. Cruzó hacia sus suministros,


moviéndose tan rápido que la hierba se quemó bajo sus pies.

—No necesito escuchar esto. —Arrebató su bolsa del suelo,


tirando su arco y carcaj sobre su hombro antes de lanzarle una mirada
hostil—. Piensas que tus ancestros, mis líderes, son tales monstruos,
los Qahtan tan justos... —Sacudió la cabeza hacia la oscuridad que lo
rodeaba—. ¿Por qué no intentas cantar para que un djinn te salve la
próxima vez?

Y luego, antes de que Nahri pudiera decir algo, antes de que


pudiera comprender realmente lo que estaba sucediendo, él se marchó,
desapareciendo en la noche.
8
Ali
Traducido por Vale

¿Dónde está él?


Ali caminaba de un lado a otro fuera de la oficina de su padre. Se
suponía que Muntadhir se encontraría con él aquí antes de ir a la corte,
pero se estaba haciendo tarde y todavía no había señales de su
hermano perpetuamente tardío.

Le dio a la puerta cerrada de la oficina una mirada ansiosa. La


gente había pasado toda la mañana, pero Ali todavía no podía hacerse
entrar. Se sentía terriblemente no preparado para su primer día en la
corte y apenas había dormido la noche anterior, la cama espaciosa en
sus extravagantes cuartos nuevos, demasiado blanda y cubierta con un
número alarmante de almohadas de cuentas. Finalmente se había
conformado con dormir en el suelo, solo para ser asaltado por
pesadillas de ser arrojado al karkadann.

Ali suspiró. Echó un último vistazo por el pasillo, pero no había


rastro de Muntadhir.

Una ráfaga de actividad lo saludó cuando entró en la oficina,


escribas y secretarias cargadas con pergaminos que pasaban ante
varios ministros que discutían en una docena de idiomas diferentes. Su
padre estaba en su escritorio, escuchando atentamente a Kaveh
mientras un sirviente agitaba un incensario de incienso de la planta
Boswellia sobre su cabeza y otro se ajustaba el cuello rígido del
dishdasha blanco que llevaba bajo su impecable túnica negra.
Nadie pareció notar a Ali, y él estaba feliz de mantenerlo así.
Esquivando a un portador de vino, se presionó contra la pared.

Como si se tratara de una señal preestablecida, la sala comenzó a


dispersarse, los sirvientes se escabulleron y los ministros y secretarios
se dirigieron hacia las puertas que conducían a la enorme sala de
audiencias del rey. Ali vio como Kaveh hizo una anotación en el papel
que tenía en la mano y asintió.

—Me aseguraré de decirle eso a los Sumos Sacerdotes... —Se calló


y luego se enderezó bruscamente cuando notó a Ali. Su rostro se volvió
tormentoso—. ¿Es esto alguna clase de broma?

Ali no tenía idea de lo que ya había hecho mal.

—Yo... se suponía que debía venir aquí, ¿verdad?

Kaveh hizo un gesto grosero a su ropa.

—Se supone que debe estar en traje ceremonial, Príncipe Alizayd.


Togas de estado. Hice que anoche te fueran enviados sastres.

Ali se maldijo mentalmente. Dos hombres Daeva ansiosos se


habían presentado a él la noche anterior, tartamudeando algo acerca de
las medidas, pero Ali los había despedido, sin pensar mucho en eso en
ese momento. No deseaba ni necesitaba ropa nueva.

Bajó la mirada. Su túnica gris sin mangas tenía solo un par de


cortes en donde había sido golpeado durante la práctica, y su envoltura
de añil estaba lo suficientemente oscura como para ocultar sus
quemaduras de zulfiqar. Se veía bien para él.

—Estos están limpios —argumentó—. Sólo los usé ayer. —Señaló


a su turbante; la tela carmesí indicaba su nueva posición como Qaid—.
Esto es todo lo que importa, ¿no?
—¡No! —Kaveh se veía incrédulo—. Eres un príncipe Qahtani, ¡no
puedes ir a la corte como si alguien te hubiera arrastrado desde un
combate de práctica! —Levantó las manos y se volvió hacia el rey.
Ghassan no había dicho nada, simplemente viéndolos luchar con un
extraño brillo en sus ojos—. ¿Ves esto? —exigió—. Ahora tendremos que
empezar tarde para que su hijo pueda estar bien...

Ghassan rió.

Fue una carcajada a pleno pulmón, una que Ali no había


escuchado de su padre en años.

—Sí, Kaveh, déjalo estar. —El rey salió de detrás del escritorio y le
dio una palmada en la espalda a Ali—. Tiene a Am Gezira en su sangre
—dijo con orgullo—. En casa, nunca nos molestamos con todas estas
tonterías ceremoniales. —Se rió entre dientes mientras guiaba a Ali
hacia la puerta—. Si parece que acaba de terminar de golpear a alguien
con un zulfiqar, que así sea.

El elogio de su padre no era algo que se repartiera con frecuencia,


y Ali no pudo evitar sentir emoción. Miró a su alrededor cuando un
sirviente alcanzó la puerta que conducía a la sala de audiencias.

—Abba, ¿dónde está Muntadhir?

—Con la ministra de comercio de Tukharistan. Está... negociando


un acuerdo para reducir la deuda que tenemos por los nuevos
uniformes de la Guardia Real.

—¿Muntadhir está negociando nuestras deudas? —preguntó Ali


escépticamente. Su hermano y los números no iban bien juntos—. No
pensé que la economía fuera su fuerte.

—No es ese tipo de negociación. —Cuando el ceño fruncido de Ali


solo se profundizó, Ghassan negó—. Vamos, muchacho.
Habían pasado años desde que Ali había estado por última vez en
la sala del trono de su padre, y se detuvo para apreciarlo plenamente
cuando entraron. La cámara era enorme, ocupando todo el primer nivel
del zigurat palaciego, y sostenida por columnas de mármol tan altas
que desaparecían en el distante techo. Aunque estaba cubierto de
pintura descolorida y mosaicos rotos, todavía se podían distinguir las
vides floreadas y las antiguas criaturas Daevastani que alguna vez
habían decorado su superficie, así como las marcas donde sus
antepasados habían sacado gemas; los Geziri no eran de los que
desperdiciaban recursos en ornamentación.

El lado oeste de la habitación daba a los jardines formales


cuidados con detalle. Enormes ventanas, casi de la altura del techo,
rompían las paredes restantes, cubiertas por pantallas de madera
talladas que mantenían fresco el espacio cavernoso mientras dejaban
entrar la luz y el aire fresco. Las fuentes llenas de flores colocadas
contra la pared hacían lo mismo, el agua estaba encantada para fluir
continuamente sobre canales de hielo cortado. Braseros de brillantes
espejos de madera de cedro colgaban de cadenas de plata sobre un
suelo de mármol verde con venas blancas. El piso se elevaba cuando
llegaba al muro este y se dividía en cinco niveles, cada nivel asignado a
una rama diferente del gobierno.

Ali y su padre salieron al nivel superior, y cuando se acercaron al


trono, Ali no pudo evitar admirarlo. Dos veces su altura y tallado en
mármol azul cielo, el trono originalmente perteneció a los Nahid y se
notaba, un monumento a la extravagancia que los había hecho ser
derrocados. Fue diseñado para convertir a su ocupante en un shedu
viviente, el legendario león alado que había sido el símbolo de su
familia. Rubíes, cornalinas y topacio rosa y naranja estaban
incrustados sobre la cabeza para representar el sol naciente, mientras
que los brazos del trono tenían joyas similares para imitar alas, las
piernas talladas en pesadas patas con garras.
Las joyas brillaban a la luz del sol, al igual que los miles de ojos
que de repente se dio cuenta que estaban sobre él. Ali rápidamente bajó
la mirada. No había nada que uniera a las tribus más que cotillear
sobre sus líderes, y sospechaba que ver al segundo hijo de Ghassan
mirando el trono en su primer día en la corte haría que cada lengua se
meneara.

Su padre asintió con la cabeza hacia el cojín enjoyado debajo del


trono.

—Tu hermano no está aquí. Bien podrías tomar su asiento.

Más chismes.

—Me quedaré parado —dijo Ali rápidamente, alejándose del cojín


de Muntadhir.

El rey se encogió de hombros.

—Tú eliges.

Se acomodó en su trono, Ali y Kaveh lo flanqueaban. Ali se obligó


a mirar a la multitud de nuevo. Aunque la sala del trono podía albergar
diez mil, Ali supuso que casi la mitad de ese número estaba aquí ahora.

Nobles de todas las tribus, su presencia regular requerida para


demostrar lealtad —compartían el espacio con los clérigos con
turbantes blancos— mientras que los escribas de la corte, los wazir
menores y los funcionarios del Tesoro se amontonaban en una gran
variedad de atuendos ceremoniales.

Pero la mayoría de la multitud parecía ser plebeyos. No shafit, por


supuesto, excepto criados, pero mucha herencia tribal mixta como Ali.
Todos estaban bien vestidos, de lo contrario, nadie se presentaría ante
el tribunal, pero algunos eran claramente de las clases más bajas de
Daevabad, con sus ropas limpias pero con parches, sus ornamentos
poco más que brazaletes de metal.
Una mujer Ayaanle vestida con túnicas color mostaza con una
faja negra de escriba alrededor de su cuello se puso de pie.

—¡En nombre del Rey Ghassan ibn Khader al Qahtani, Defensor


de la Fe, y en el noventa y cuatro Rabi 'al Thani de la vigésimo séptima
generación después de la Bendición de Solimán, llamo esta sesión al
orden!

Encendió una lámpara de aceite de vidrio cilíndrica y la puso en


el estrado delante de ella. Ali sabía que su padre oiría peticiones hasta
que se agotara el petróleo, pero mientras observaba a los oficiales de la
corte arrear a la multitud que había debajo en cierta apariencia de
orden, se quedó boquiabierto ante el gran número. Su padre no
pretendía escuchar a todas estas personas, ¿verdad?

Los primeros solicitantes fueron llevados al frente y presentados:


un comerciante de seda de Tukharistan y su cliente Agnivanshi
agraviado. Se postraron ante su padre y se pusieron de pie cuando
Ghassan les indicó que se levantaran.

El hombre Agnivanshi habló primero.

—La paz sea contigo, mi rey. Me siento humilde y honrado de


estar en su presencia. —Sacudió el pulgar hacia el comerciante de seda,
las perlas que rodeaban su cuello tintineando—. ¡Solo le pido perdón
por haber arrastrado ante usted a un mentiroso y un ladrón
impenitente!

Su padre suspiró cuando el mercader de seda puso los ojos en


blanco.

—¿Por qué no solo explicas el problema?

—Aceptó venderme media docena de balas de seda por dos


barriles de canela y pimienta, incluso puse tres cajas de mangos como
gesto de buena fe. —Se giró hacia el otro comerciante—. Entregué mi
parte, pero cuando regresé a casa, ¡la mitad de tu seda se había
convertido en humo!
El hombre tukharistan se encogió de hombros.

—Soy meramente un intermediario. Te advertí que si tuvieras


problemas con el producto, tendrías que hablarlo con el proveedor. —
Resopló, sin impresionarse—. Y tus mangos de buena fe estaban agrios.

El hombre de Agnivanshi se erizó como si el comerciante hubiera


insultado a su madre.

—¡Mentiroso!

Ghassan levantó una mano.

—Tranquilízate. —Volvió su mirada de halcón al mercader de


seda—. ¿Es verdad lo que dice?

El comerciante se inquietó.

—Puede ser.

—Entonces, pague por la seda que desapareció. Es su


responsabilidad recuperar la pérdida de los proveedores. El Tesoro fijará
el precio. Dejaremos la cuestión de la acidez de los mangos a Dios. —
Los despidió—. ¡Siguiente!

Los mercaderes en disputa fueron reemplazados por una viuda


sahrayn que quedó destituida por su derrochador esposo. Ghassan
inmediatamente le otorgó una pequeña pensión, junto con un lugar
para su hijo pequeño en la Ciudadela. Fue seguida por un académico
que solicitaba fondos para investigar las propiedades incendiarias de las
vejigas zahhak —negado rotundamente—, un pedido de ayuda contra
un pueblo rukh en el oeste de Daevastana y varias acusaciones más de
fraude, entre las que se incluyen algunas pociones Nahid falsas con
resultados bastante vergonzosos.

Horas más tarde, las quejas fueron un borrón, una serie de


demandas; algunas, tan absolutamente absurdas, que Ali quiso sacudir
al peticionario. El sol se había levantado más allá de las ventanas de
madera, la cámara de audiencias se estaba calentando, y Ali se
balanceó sobre sus pies, mirando con nostalgia el cojín que había
rechazado.
Nada de eso parecía molestar a su padre. Ghassan estaba tan
tranquilamente impasible como lo había estado cuando entraron,
ayudados, tal vez, por la copa que un portador de vino había mantenido
cuidadosamente llena. Ali no había conocido nunca a su padre como un
hombre paciente y, sin embargo, no mostraba irritación hacia sus
súbditos, escuchando tan atentamente a las viudas desfavorecidas
como a los nobles ricos que discutían sobre vastas extensiones de
tierra.

Sinceramente... Ali estaba impresionado.

Pero por Dios, sí que quería que terminara.

Cuando la luz en la lámpara de aceite finalmente se apagó, Ali


apenas pudo contenerse de no caer al suelo en postración. Su padre se
levantó de su trono y fue rápidamente tragado por una multitud de
escribas y ministros. A Ali no le importó; estaba ansioso por escapar por
una taza de té tan fuerte que pudiera sostener una cuchara en posición
vertical. Se dirigió a la salida.

—¿Qaid?

Ali no prestó atención a la voz hasta que el hombre volvió a


llamar, y luego se dio cuenta con algo de vergüenza de que ahora era
Qaid. Se volvió para ver a un hombre de baja estatura de Geziri detrás
de él. Llevaba el uniforme de la Guardia Real, un turbante de dobladillo
negro que indicaba que era un secretario militar. Tenía una barba bien
recortada y ojos grises amables. Ali no lo reconoció, pero eso no era
sorprendente. Había una sección completa de la Guardia Real dedicada
al palacio, y si el hombre era secretario, podría haber pasado décadas
desde que se entrenó en la Ciudadela.

El hombre rápidamente tocó su corazón y frente en el saludo


Geziri.

—La paz sea contigo, Qaid. Perdón por molestarle.


Después de horas de quejas civiles, un compañero guerrero Geziri
era un espectáculo bienvenido. Ali sonrió.

—No hay molestia en absoluto. ¿Cómo puedo ayudarte?

El secretario tendió un grueso rollo de pergaminos.

—Estos son registros de los sospechosos en la fabricación de


alfombras defectuosas que se estrellaron en Babili.

Ali lo miró con absoluta incomprensión.

—¿Qué?

El secretario entrecerró los ojos.

—El incidente de Babili... aquel cuyos sobrevivientes su padre


acaba de conceder una indemnización. Nos ordenó que arrestáramos a
sus fabricantes y nos apoderáramos del stock de alfombras que
quedaba antes de que se vendieran.

Ali recordó vagamente que algo así había sido mencionado.

—Oh... por supuesto. —Alcanzó el pergamino.

El otro hombre se contuvo.

—Tal vez debería dárselo a su secretario —dijo con delicadeza—.


Perdóneme, mi príncipe, pero se ve un poco... abrumado.

Ali se encogió. No se había dado cuenta de que era tan obvio.

—No tengo un secretario.

—Entonces, ¿quién tomó notas para usted durante la sesión de


hoy? —Alarma se levantó en la voz del otro hombre—. Hubo al menos
una docena de asuntos relacionados con la Guardia Real.

¿Se suponía que tuviera a alguien tomando notas? Ali se devanó


los sesos. Wajed había explicado detalladamente las nuevas
responsabilidades de Ali antes de irse a Ta Ntry, pero sorprendido por la
ejecución de Anas y la revelación sobre las armas, Ali había tenido
problemas para prestar atención.
—Nadie —confesó. Ali miró el mar de escribas, seguramente uno
de ellos tendría una transcripción de la sesión de hoy.

El otro hombre se aclaró la garganta.

—Si puedo ser tan audaz, Qaid... normalmente tomo notas para
mí con respecto a los asuntos de la Ciudadela. Con mucho gusto los
compartiré con usted. Y aunque estoy seguro de que preferiría nombrar
a un pariente o miembro de la nobleza como su secretario, si necesita a
alguien mientras...

—Sí —interrumpió Ali, aliviado—. Por favor… —Se fue callando


con algo de vergüenza—. Lo siento. No creo haberte preguntado tu
nombre.

El secretario volvió a tocar su corazón.

—Rashid ben Salkh, mi príncipe. —Sus ojos brillaron—. Espero


con interés trabajar con usted.

Ali se sintió mejor mientras regresaba a sus aposentos. Con su


atuendo y la incapacidad de tomar notas a un lado, no creía que lo
hubiera hecho tan mal en la corte.

Pero, por Dios, esos ojos... ya era suficientemente malo estar de


pie y escuchar peticiones inanes durante horas; ser examinado por
miles de extraños mientras lo hacía era una tortura. Apenas podía
culpar a su padre por beber.

Una guardia del palacio se inclinó cuando Ali se acercó.

—La paz sea con usted, príncipe Alizayd. —Abrió la puerta para
Ali y luego se hizo a un lado.
Sus hermanos podrían haber tratado de encontrar alojamientos
sencillos para Ali, pero aún era un apartamento de palacio, dos veces el
tamaño de los cuarteles que una vez había compartido con dos docenas
de jóvenes cadetes. El dormitorio era sencillo pero grande, y contenía la
cama demasiado blanda y el cofre de pertenencias que había traído de
la Ciudadela contra la pared. Junto a la habitación había una oficina
rodeada de estanterías ya medio llenas; un mejor acceso a la Biblioteca
Real era el único beneficio de la vida de palacio del que Ali pretendía
hacer uso.

Entró en la habitación y se quitó las sandalias. Su departamento


daba a la esquina más salvaje de los jardines del harén, una jungla
verde llena de monos que ululaban y pájaros mynah que chillaban. Un
pabellón de mármol cubierto con columpios daba a las frías aguas del
canal.

Ali desenrolló su turbante. La luz de la tarde se filtraba a través


de las cortinas de lino, y estaba piadosamente tranquilo. Cruzó la
alfombra hasta su escritorio y hojeó las pilas de papeles: informes de
delitos, solicitudes de apropiación, invitaciones a innumerables eventos
sociales a los que no tenía intención de asistir, notas extrañamente
personales que solicitaban favores, perdones... Ali lo resolvió
rápidamente, descartando cualquier cosa que pareciera innecesaria o
ridícula y poniendo en orden los documentos más importantes.

El destello del canal llamó su atención, tentándolo. Aunque su


madre le había enseñado a nadar de niño, habían pasado años desde
que Ali lo había hecho por última vez, avergonzado de participar en un
pasatiempo tan fuertemente asociado con los Ayaanle, y uno que era
visto con repugnancia y horror por muchos de la tribu de su padre.

Pero no había nadie alrededor para verlo ahora. Se aflojó el cuello,


alcanzando la parte inferior de su camisa mientras se dirigía hacia el
pabellón.

Ali se detuvo. Retrocedió para mirar de nuevo a través del arco


abierto que conducía a la habitación contigua, pero sus ojos no lo
habían engañado.
Había dos mujeres esperando en su cama.

Se echaron a reír.

—Creo que finalmente nos vio —dijo una de las mujeres con una
sonrisa. Se acostó boca abajo, con los tobillos delicados cruzados por
encima.

Los ojos de Ali se fijaron en sus capas de faldas transparentes,


curvas suaves y cabello oscuro antes de que fijara rápidamente sus ojos
en su rostro.

No es que haya ayudado; era hermosa. Shafit; eso quedó claro por
sus orejas redondeadas y su opaca piel marrón. Sus ojos estaban llenos
de kohl y brillantes de diversión. Se levantó de la cama, los cascabeles
en su tobillo tintinearon cuando se acercó.

Se mordió un labio pintado, y el corazón de Ali comenzó a


acelerarse.

—Nos preguntábamos cuánto tiempo le tomaría mirar más allá de


todos sus documentos —bromeó. Estaba de repente delante de él, sus
dedos se arrastraban por el interior de su muñeca.

Ali tragó.

—Creo que ha habido algún tipo de error.

Ella sonrió de nuevo.

—No hay error, mi príncipe. Nos enviaron a darle una bienvenida


apropiada al palacio. —Alcanzó el nudo de la envoltura de su cintura.

Ali retrocedió tan rápido que casi tropezó.

—Por favor... eso no es necesario.

—Oh, Leena, deja de asustar al niño. —La segunda mujer se puso


de pie, moviéndose hacia la luz del sol.
Ali se quedó inmóvil, el ardor que había estado luchando por
contener desapareció al instante. Era una de las cortesanas Daeva de la
taberna de Turan.

Caminó hacia adelante con mucha más gracia que la chica shafit,
sus ojos negros líquidos se clavaron en su rostro. No parecía haber
ningún reconocimiento allí, pero la noche volvió a inundar a Ali: la
taberna llena de humo, la espada atravesando la garganta del guardia,
la mano de Anas sobre su hombro.

La forma en que su grito había terminado abruptamente en la


arena.

La mirada de la cortesana lo recorrió.

—Me gusta —le dijo a la otra mujer—. Se ve más dulce de lo que


dicen. —Le dio una sonrisa amable. Ida estaba la mujer que reía
disfrutando de una noche con amigos; era todo negocios ahora.

—No hay necesidad de estar tan nervioso, mi príncipe —agregó en


voz baja—. Nuestro maestro desea solo su satisfacción.

Sus palabras atravesaron la niebla de miedo y el deseo nublando


la mente de Ali, pero antes de que pudiera cuestionarla, hubo otra risa
femenina desde la dirección del pabellón, ésta muy familiar.

—Bien... ciertamente no te tomó mucho tiempo instalarte.

Ali se apartó de la cortesana cuando su hermana entró en la


habitación. Las otras mujeres cayeron de rodillas al instante.

Los ojos gris dorado de Zaynab brillaron con la delicia maliciosa


que solo un hermano podía sostener. Era menos de una década mayor
que Ali, y cuando eran adolescentes podrían haber pasado por mellizos,
aunque las afiladas mejillas y los rasgos alargados de su madre se
adaptaban mucho mejor a Zaynab. Su hermana estaba vestida al estilo
de Ayaanle hoy, con un vestido morado oscuro y dorado con un
turbante a juego en la cabeza bordado en perlas. El oro le rodeaba las
muñecas y el cuello, y las joyas brillaban en sus oídos; incluso en la
intimidad del harén, la única hija de Ghassan era la imagen de una
princesa.
—Perdona la interrupción. —Se dirigió más lejos en la
habitación—. Nosotros vinimos para asegurarnos de que la corte no te
hubiera tragado vivo, pero claramente no necesitas ayuda. —Se dejó
caer en su cama y dio una patada a la manta que estaba
cuidadosamente doblada en el suelo con un giro de los ojos—. No me
digas que dormiste en el suelo, Alizayd.

—Yo…

La segunda parte de "nosotros" entró en la habitación antes de


que Ali pudiera terminar su protesta.

Muntadhir se veía más descabellado que de costumbre, su


dishdasha desabotonado al cuello y su cabello rizado al descubierto.
Sonrió ante la vista ante él.

—¿Dos? ¿No crees que deberías controlar tu ritmo, Zaydi?

Ali estaba feliz de que sus hermanos se estuvieran divirtiendo a


sus expensas.

—Eso no es lo que parece —espetó—. ¡No les dije que vinieran


aquí!

—¿No? —La diversión abandonó el rostro de Muntadhir, y miró a


las cortesanas que estaban arrodilladas en el suelo—. Levántense, por
favor. No hay necesidad de eso.

—La paz sea con usted, Emir —murmuró la cortesana de Daeva


mientras se levantaba.

—Y sobre ti la paz. —Muntadhir sonrió, pero la expresión no se


encontró con sus ojos—. Sé que resistí el impulso, así que dime...
¿Quién pidió que mi hermanito recibiera en casa una bienvenida tan
encantadora?

Las dos mujeres intercambiaron una mirada, su actitud


juguetona desapareció. La cortesana Daeva finalmente habló de nuevo,
con voz vacilante.

—El gran wazir.


Instantáneamente indignado, Ali abrió la boca, pero Muntadhir
levantó la mano, interrumpiéndolo.

—Por favor, agradézcanle a Kaveh por el gesto, pero me temo que


tendré que interrumpir.

Muntadhir asintió a la puerta.

—Se pueden ir.

Ambas mujeres ofrecieron salams27 silenciosos y luego se


apresuraron a salir.

Muntadhir miró a su hermana.

—Zaynab, ¿te importaría? Creo que Ali y yo tenemos que hablar.

—Creció en una Ciudadela llena de hombres, Dhiru... creo que


ha tenido "la charla".

Zaynab se rió de su broma pero se levantó de la cama, ignorando


la mirada molesta que Ali lanzó en su dirección. Ella le tocó el hombro
al pasar.

—Intenta mantenerte fuera de problemas, Ali. Espera al menos


una semana antes de lanzar cualquier guerra santa. Y no seas un
extraño —disparó por encima del hombro mientras se dirigía hacia el
jardín—. Espero que vengas a escucharme cotillear al menos una vez a
la semana.

Ali ignoró eso, girándose de inmediato hacia las puertas que


conducían al palacio.

—Me disculparás, akhi. Claramente, necesito hablar con el gran


wazir.

Muntadhir se puso delante de él.

—¿Y qué vas a decirle?

27N.T. Cuando alguien hace una salam, se inclinan con la mano derecha
sobre la frente. Esto se utiliza como una forma formal y respetuosa
de saludar a alguien en la India y en los países musulmanes.
—¡Que mantenga a sus putas adora fuego para sí mismo!

Muntadhir levantó una ceja oscura.

—¿Y cómo crees que eso irá? —preguntó—. ¿El hijo adolescente
del rey, que ya se rumorea que es una especie de fanático religioso,
reprendiendo a uno de los Daeva más respetados de la ciudad, un
hombre que ha servido lealmente a su padre durante décadas? ¿Y sobre
qué, un regalo que la mayoría de los jóvenes estarían encantados de
recibir?

—No soy así, y Kaveh sabe...

—Sí, lo hace —terminó Muntadhir—. Lo sabe muy bien, y estoy


seguro de que se aseguró de ubicarse en algún lugar donde haya un
gran número de testigos de la escena que estás dispuesto a causar.

Ali se sorprendió.

—¿Qué estás diciendo?

Su hermano le dirigió una mirada oscura.

—Que está tratando de molestarte, Ali. Te quiere lejos de Abba,


idealmente lejos de Daevabad y de vuelta en Am Gezira, donde no
puedes hacer nada para lastimar a su gente.

Ali levantó las manos.

—¡No le he hecho nada a su gente!

—Todavía no. —Muntadhir cruzó los brazos sobre su pecho—.


Pero ustedes, los tipos religiosos, apenas hacen un secreto de sus
sentimientos hacia los Daeva. Kaveh te tiene miedo; probablemente
piense que tu presencia aquí es una amenaza. Que convertirás a la
Guardia Real en una especie de policía moral y harás que golpeen a
todos los hombres que llevan marcas de ceniza. —Muntadhir se encogió
de hombros—. Honestamente, no puedo culparlo; los Daeva tienden a
sufrir cuando personas como tú se acercan al poder.
Ali se apoyó en su escritorio, sorprendido por las palabras de su
hermano. Ya estaba intentando sustituir a Wajed mientras ocultaba su
participación en el Tanzeem. No se sentía capaz de igualar el ingenio
político con un paranoico Kaveh en este momento.

Se frotó las sienes.

—¿Qué debo hacer?

Muntadhir se sentó en la ventana.

—Podrías intentar dormir con la siguiente cortesana que te envíe


—dijo con una sonrisa—. Oh, Zaydi, no me mires así. Desconcertaría a
Kaveh—. Muntadhir distraídamente giró un poco de fuego alrededor de
sus dedos—. Hasta que se dé la vuelta y te denuncie como un hipócrita,
por supuesto.

—No me dejas con muchas opciones.

—Podrías tratar de no pisotear alrededor como la versión real del


Tanzeem —ofreció Muntadhir—. En realidad, no lo sé... ¿Trata de
hacerte amigo de un Daeva? Jamshid ha querido aprender a usar un
zulfiqar. ¿Por qué no le das lecciones?

Ali estaba incrédulo.

—¿Quieres que enseñe al hijo de Kaveh cómo usar un arma


Geziri?

—No es solo el hijo de Kaveh —argumentó Muntadhir, sonando


un poco irritado—. Es mi mejor amigo, y tú eres el que me pidió
consejo.

Ali suspiró.

—Lo siento. Tienes razón. Ha sido un día muy largo. —Se movió
contra el escritorio, golpeando rápidamente una de sus pilas de papeles
cuidadosamente arregladas—. Un día sin señales de terminar pronto.
—Tal vez debería haberte dejado con las mujeres. Podrían haber
mejorado tu actitud. —Muntadhir se levantó de la ventana—. Solo
quería asegurarme de que sobreviviste a tu primer día en la corte, pero
parece que tienes mucho trabajo. Al menos piensa en lo que he dicho
sobre los Daeva. Sabes que solo estoy tratando de ayudar.

—Lo sé —exhaló Ali—. ¿Fueron exitosas tus negociaciones?

—¿Mis qué?

—Tus negociaciones con la ministra de Tukharistani —recordó


Ali—. Abba dijo que estabas tratando de reducir una deuda.

Los ojos de Muntadhir se iluminaron con diversión. Apretó los


labios como si luchara contra una sonrisa.

—Sí. Ella demostró ser muy... servicial.

—Eso es bueno. —Ali recuperó sus papeles, enderezando las pilas


en su escritorio.

—Avísame si deseas que compruebe los números que acordaste.


Sé que las matemáticas no son tu... —se detuvo, sorprendido por el
beso que Muntadhir de repente colocó en su frente—. ¿Qué?

Muntadhir solo negó, exasperado afecto en su rostro.

—Oh, akhi... te van a comer vivo aquí.


9
Nahri
Traducido por Rose_Poison1324

Frío. Ese fue su primer pensamiento al despertar. Nahri se


estremeció violentamente y se hizo un ovillo, cubriéndose la cabeza con
la manta y metiendo las manos congeladas debajo de su barbilla. ¿Ya
podría ser de mañana? Su rostro se sentía húmedo y la punta de su
nariz estaba completamente entumecida.

Lo que vio cuando abrió los ojos fue tan extraño que
inmediatamente se sentó.

Nieve.

Tenía que ser; coincidía perfectamente con la descripción de Dara.


El suelo estaba cubierto por un fino manto blanco con solo unas pocas
manchas oscuras de tierra visibles. Tan solo el aire parecía más quieto
que de costumbre, congelado en silencio por la llegada de la nieve.

Dara seguía desaparecido, al igual que los caballos. Nahri


envolvió su manta alrededor de sus hombros y alimentó el fuego
moribundo con la rama más seca que pudo encontrar, tratando de no
dejar que sus nervios se apoderaran de ella. Tal vez acababa de tomar
los caballos para pastar.

O tal vez realmente se fue. Forzó un poco de estofado frío y luego


comenzó a empacar sus escasos suministros. Había algo sobre el
silencio y la belleza solitaria de la fresca nevada que hizo a su soledad
más intensa.
El pan rancio y el guiso picante le dejaron la boca seca. Nahri
buscó en su pequeño campamento, pero el odre de agua no se veía por
ninguna parte. Ahora sí, comenzó a entrar en pánico. ¿Dara realmente
la dejaría sin agua?

Ese bastardo. Ese bastardo presumido y engreído. Trató de


derretir un poco de nieve entre sus manos pero solo consiguió un
bocado de barro. Escupió, cada vez más molesta, y luego se calzó sus
botas. Dara sea condenado. Había notado un arroyo en el escaso
bosque detrás de su campamento. Si no había regresado para cuando
ella regresara, bueno… tendría que comenzar a hacer otros planes.

Pisoteó hacia el bosque. Si muero aquí afuera, espero volver como


un demonio necrófago. Perseguiré a ese arrogante y envinado daeva
hasta el Día del Juicio.

A medida que se adentraba en el bosque, los sonidos de los


pájaros se desvanecieron. Estaba oscuro; los altos y viejos árboles
bloqueaban la poca luz que penetraba el nublado cielo matutino. Agujas
de pino inquebrantables sostenían pequeñas tazas de nieve fresca en el
aire a su alrededor.

Una fina capa de hielo cubría el arroyo. Lo rompió fácilmente con


una piedra y se arrodilló para beber. El agua estaba tan fría que le
dolían los dientes, pero se obligó a dar unos tragos y salpicar un poco
en su rostro, todo su cuerpo temblando. Anhelaba El Cairo, su calor y
las multitudes, el remedio perfecto para este frío y solitario lugar.

Un destello atrajo su atención hacia la corriente, y miró hacia


abajo para ver a un pez brillante lanzarse detrás de una roca
sumergida. Reapareció brevemente para luchar contra la veloz
corriente, sus escamas brillantes en la tenue luz.

Nahri presionó sus palmas contra la orilla fangosa y se inclinó


más cerca. El pez era de un llamativo color plateado con brillantes
bandas azules y verdes cruzando su cuerpo. Si bien era solo del largo
de su mano, parecía regordeta, y de repente se preguntó cómo sabría
asado sobre su débil fogata.
El pez debe haber adivinado su intención. Justo cuando estaba
considerando la mejor manera de atraparlo, desapareció nuevamente
detrás de las rocas, y una brisa sopló directamente a través de su
delgado pañuelo en la cabeza. Se estremeció y se levantó; el pescado no
valía la pena quedarse aquí por más tiempo.

Regresó al borde del bosque y luego se detuvo.

Dara había vuelto.

Dudaba que la viera. Él estaba entre los caballos de espaldas a


los árboles, y mientras Nahri observaba, presionó su frente contra la
mejilla borrosa de uno, dando a su nariz un cariñoso rasguño.

El gesto no la conmovió. Dara probablemente pensaba que


incluso los animales eran superiores a un shafit como ella.

Pero había un alivio visible en su rostro cuando ella entró en su


campamento.

—¿Dónde estabas? —demandó él—. Me preocupaba que algo te


hubiera comido.

Nahri pasó más allá de él hacia su caballo.

—Lamento decepcionarte. —Agarró el borde de su silla de montar


y empujó un pie en el estribo.

—Déjame ayudar…

—No me toques.

Dara se apartó y Nahri se levantó torpemente en la silla de


montar.

—Escucha… —Comenzó de nuevo, sonando reprendido—. Sobre


lo de anoche. Estaba borracho. Ha pasado mucho tiempo desde que
tuve compañía. —Se mordió el labio—. Supongo que olvidé mis
modales.
Ella se giró hacia él.

—¿Tus modales? Entras en una locura salvaje sobre los djinn, ya


sabes, los que detuvieron la carnicería indiscriminada de shafit como
yo, me insultaste cuando demostré algo de alivio ante la noticia de su
victoria, y luego ¿anuncias que planeas dejarme a las puertas de esa
maldita ciudad? ¿Y estás culpando por todo al vino y tu falta de
modales? —Nahri se burló—. Por el Altísimo, eres tan arrogante que ni
siquiera puedes disculparte adecuadamente.

—Bien. Lo siento —dijo, exagerando las palabras—. ¿Es eso lo


que deseas oír? Eres el primer shafit con el que he pasado tiempo. No
me di cuenta… —Se aclaró la garganta, jugando nerviosamente con las
riendas—. Nahri, tienes que entender que cuando era niño, nos
enseñaron que el Creador mismo nos castigaría si nuestra raza
continuaba violando las leyes de Solimán. Que otro humano se
levantaría para despojarnos de nuestros poderes y cambiar nuestras
vidas si nosotros no poníamos a las otras tribus en línea. Nuestros
líderes dijeron que los shafit no tenían alma, que cualquier cosa que
saliera de sus bocas era un engaño. —Sacudió la cabeza—. Nunca lo
cuestioné. Nadie lo hizo. —Dudó, sus ojos brillantes con pesar—.
Cuando pienso en algunas de las cosas que he hecho…

—Creo que he escuchado lo suficiente. —Ella tiró de las riendas


de sus manos—. Solo vámonos. Cuanto antes lleguemos a Daevabad,
terminaremos el uno con el otro.

Dio una patada a su caballo un poco más fuerte de lo habitual, y


este dio un resoplido molesto antes de correr al trote. Nahri agarró las
riendas y apretó sus piernas, rezando porque su movimiento
precipitado no la dejara en el suelo. Ella era un jinete terrible, mientras
que Dara parecía haber nacido en la silla de montar.

Trató de relajarse, sabiendo por experiencia que la forma más


cómoda de montar era dejar que su cuerpo siguiera los movimientos del
animal, dejando sus caderas sueltas para balancearse en lugar de
rebotar por todo el lugar. Detrás de ella, escuchó al caballo de Dara
golpeando el suelo helado.
Él rápidamente la alcanzó.

—Oh, no huyas así. Dije que lo sentía. Además… —Ella escuchó


su voz cortada, y cuando él volvió a hablar, apenas pudo escucharlo—.
Te llevaré a Daevabad.

—Sí, lo sé. A las puertas. Ya hemos superado esto.

Dara sacudió la cabeza.

—No. Te llevaré a Daevabad. Te escoltaré al rey yo mismo.

Nahri inmediatamente tiró de sus riendas para frenar su caballo.

—¿Es un truco?

—No. Lo juro por las cenizas de mis padres. Te llevaré al rey.

Dejando a un lado el juramento macabro, le resultaba difícil


confiar en su cambio abrupto de corazón.

—¿No avergonzaré el legado de tus preciosos Nahid?

Él bajó la mirada para estudiar sus riendas, parecía avergonzado.

—No importa. A decir verdad, no puedo predecir cómo


reaccionarán los djinn y… —Un sonrojo se apoderó de sus mejillas—.
No podría soportar si te pasara algo. Nunca me lo perdonaría.

Ella abrió la boca para burlarse de su renuente afecto por la


"ladrona de sangre sucia" y luego se detuvo, golpeada por el borde
suave de su voz y la forma en que estaba girando ansiosamente su
anillo. Dara parecía tan nervioso como un futuro novio. Estaba diciendo
la verdad.

Nahri lo miró fijamente y vio la espada en su cintura. Su arco de


plata brillaba a la luz de la mañana. No importaban las cosas
inquietantes que ocasionalmente salían de su boca, era un buen aliado
para tener.
Estaría mintiendo si dijera que su mirada no se demoró un
momento más de lo necesario. Su corazón se detuvo por un momento.
Aliado, se recordó a sí misma. Nada más.

—¿Y cómo esperas ser recibido en Daevabad? —preguntó ella.


Dara miró hacia arriba, una sonrisa irónica en su rostro—. Mencionaste
haber estar encerrado en un calabozo —le recordó.

—Entonces, qué afortunado que viajo con la principal forzadora


de cerraduras de El Cairo. —Le dio una sonrisa malvada antes de
espolear a su caballo—. Trata de mantenerte al paso. Parece que no
puedo darme el lujo de perderte ahora.

Viajaron durante toda la mañana, corriendo por las llanuras


cubiertas de escarcha, los cascos de sus caballos contra el suelo helado.
La nieve despejó, pero el viento se levantó, barriendo ondulantes nubes
grises sobre el horizonte sur y azotando las prendas de Nahri. Con la
nieve desaparecida, podía ver las montañas azules que los rodeaban,
cubiertas de hielo y rodeadas de bosques oscuros, los árboles cada vez
más escasos a medida que se elevaban los acantilados rocosos. En
algún punto, asustaron a un grupo de cabras salvajes engordadas en
hierba, con gruesos pelajes enmarañados y cuernos fuertemente
curvados.

Ella los miró con avidez.

—¿Crees que podrías conseguir una? —le pidió a Dara—. Todo lo


que haces con ese arco tuyo es pulirlo.

Él miró a las cabras con el ceño fruncido.

—¿Conseguir una? ¿Para qué? —Su confusión se volvió en


repulsión—. ¿Te refieres para comer? —Hizo un sonido de disgusto—.
Absolutamente no. No comemos carne.
—¿Qué? ¿Por qué no? —La carne había sido un lujo raro en su
limitado ingreso en El Cairo—. ¡Es deliciosa!

—Es impuro. —Dara se estremeció—. La sangre contamina.


Ningún Daeva consumiría tal cosa. Y especialmente no una Banu
Nahida.

—¿Una Banu Nahida?

—El título que le damos a las mujeres líderes Nahid. Una posición
de honor —agregó con un pequeño desagrado en su voz—. De
responsabilidad.

—¿Entonces me estás diciendo que debería esconder mis kebabs?

Dara suspiró.

Siguieron cabalgando, pero las piernas de Nahri le dolían para la


tarde. Se retorció en su silla de montar para estirar sus músculos
acalambrados y apretó más la manta, deseando una taza de té caliente
especiado de Khayzur. Habían estado viajando por horas; ciertamente
era hora de un descanso. Pateó los talones contra el costado del caballo,
tratando de cerrar la distancia entre ella y Dara para que pudiera
sugerir que se detuvieran.

Molesto por su jinete inexperto, su caballo resopló y se deslizó


hacia la izquierda antes de galopar hacia adelante y pasar a Dara.

Él rió.

—¿Tienes algunos problemas?

Nahri maldijo y tiró de las riendas, obligando a su caballo a


caminar.

—Yo creo que me odi... —Dejó de hablar, sus ojos se dirigieron


hacia una mancha carmesí oscuro en el cielo— Ya, Dara… ¿Me he
vuelto loca o hay un pájaro del tamaño de un camello volando hacia
nosotros?
El daeva se dio la vuelta, luego se detuvo con una maldición,
agarrando las riendas de sus manos.

—El ojo de Solimán. No creo que nos haya visto todavía, pero… —
Parecía preocupado—. No hay lugar para esconderse.

—¿Esconderse? —preguntó ella, bajando la voz cuando Dara la


hizo callar—. ¿Por qué? Es solo un pájaro.

—No, es un rukh. Criaturas sedientas de sangre; comerán todo lo


que encuentren.

—¿Cualquier cosa? ¿Quieres decir como nosotros? —Gimió


cuando él asintió—. ¿Por qué todo en tu mundo nos quiere comer?

Dara cuidadosamente liberó su arco mientras miraba al rukh


rodear el bosque.

—Creo que ha encontrado nuestro campamento.

—¿Eso es malo?

—Tienen un excelente sentido del olfato. Será capaz de


rastrearnos. —Dara inclinó su cabeza hacia el norte, hacia las
montañas densamente boscosas—. Necesitamos alcanzar esos árboles.
Los rukh son demasiado grandes para cazar en el bosque.

Nahri volvió a mirar al pájaro, que se había acercado al suelo, y


luego al borde del bosque. Estaba imposiblemente lejos.

—Nunca lo lograremos.

Dara se quitó el turbante, la gorra y la bata y se los arrojó.


Perpleja, Nahri observó mientras se aseguraba la espada a la cintura.

—No seas tan pesimista. Tengo una idea. Algo de lo que escuché
en una historia. —Colocó en el arco una de sus relucientes flechas
plateadas—. Solo quédate abajo y agarra a tu caballo. No mires atrás, y
no te detengas. No importa lo que veas. —Él tiró de sus riendas,
sacudió a su caballo en la dirección correcta, e instó a ambos animales
a trotar.
Ella tragó saliva, con el corazón en la garganta.

—¿Qué pasa contigo?

—No te preocupes por mí.

Antes de que pudiera protestar, Dara golpeó con fuerza la cadera


de su caballo. Podía sentir el calor de su mano desde su silla de montar;
el animal relinchó en protesta y salió desbocado hacia el bosque.

Nahri se lanzó hacia adelante, una mano agarrando la silla y la


otra envuelta en la melena húmeda del caballo. Necesitó todo su
autocontrol para no gritar. Su cuerpo rebotó salvajemente, y apretó las
piernas, esperando desesperadamente no ser lanzada. Vislumbró
brevemente el circuito de la carrera antes de cerrar los ojos con fuerza.

Un largo grito atravesó el aire, tan agudo que pareció atravesarla.


Incapaz de taparse los oídos, Nahri solo podía rezar. Oh, Misericordioso,
rogó, por favor no dejes que esta cosa me coma. Había sobrevivido a un
ifrit poseedor de cuerpos, a voraces ghouls y un daeva trastornado. Esto
no podría terminar con ella siendo engullida por una paloma gigante.

Nahri se asomó por la crin del caballo, pero el bosque no se veía


mucho más cerca. Los cascos de su caballo golpeaban contra el suelo y
podía oírlo jadear. ¿Y dónde estaba Dara?

El rukh volvió a chillar, sonando furioso. Preocupada por el


daeva, ella ignoró su advertencia y miró hacia atrás.

—Dios me guarde. —La oración susurrada llegó sin darse cuenta


a sus labios ante la vista del rukh. De repente supo por qué nunca
había oído hablar de ellos.

Nadie sobrevivió para contar la historia.


Del tamaño de un camello era un eufemismo terrible; más grande
que la tienda de Yaqub y con una envergadura que habría cubierto la
longitud de su calle en El Cairo, el pájaro monstruoso probablemente
comía camellos. Tenía ojos de ébano del tamaño de platos y plumas
brillantes del color de la sangre húmeda. Su largo pico negro terminaba
en una punta fuertemente curvada. Parecía lo suficientemente grande
como para tragársela por completo, y estaba acercándose. No había
forma de que llegara al bosque.

Dara apareció de repente a la vista detrás de ella. Sus botas se


atascaron contra los estribos, estaba casi parado sobre el caballo, se dio
la vuelta para mirar al rukh. Retiró su arco, desencadenando una flecha
que golpeó a la bestia justo debajo de su ojo.

El rukh echó la cabeza hacia atrás y volvió a chillar. Al menos una


docena de flechas plateadas perforaron su cuerpo, pero no lo
desaceleraron en lo más mínimo. Dara le disparó dos veces más en la
cara, y el rukh se lanzó hacia él, con sus enormes garras extendidas.

—¡Dara! —gritó mientras el daeva daba un brusco giro hacia el


este. El rukh lo siguió, aparentemente prefiriendo a un daeva
imprudente a un humano que huye.

Había pocas posibilidades de que pudiera escucharla por los


gritos enfurecidos del rukh, pero ella no pudo evitar gritar:

—¡Estás yendo por el camino equivocado! —No había nada al este


más que llanuras planas, ¿estaba tratando de que lo mataran?

Dara le disparó a la criatura una vez más y luego arrojó su arco y


se estremeció. Se puso en cuclillas sobre la silla del caballo y acunó su
espada a su pecho con un brazo.

El rukh gritó triunfante al acercarse al daeva. Abrió sus garras


ampliamente.

—¡No! —Nahri gritó cuando el rukh agarró al caballo y a Dara, tan


fácilmente como un halcón podría apoderarse de un ratón. Se elevó en
el aire mientras el caballo gritaba y pateaba y luego se desvió hacia el
sur.
Ella tiró de las riendas con fuerza para jalar a su caballo y dar la
vuelta. Se levantó sobre sus patas traseras, intentando arrojarla, pero
ella aguantó, y se giró.

—¡Yalla, vamos! ¡Vamos! —gritó ella, volviendo al árabe en pánico.


Ella pateó con fuerza, y salió disparada tras el rukh.

El pájaro se fue volando con Dara aferrado a sus garras. Chilló de


nuevo y luego lanzó a Dara y su caballo al aire. Abrió la boca
ampliamente.

Fueron solo segundos, pero el momento entre ver a Dara lanzado


al aire y verlo desaparecer pareció durar una eternidad, retorciendo algo
profundo en su pecho. El rukh atrapó nuevamente al caballo con una
pata, pero el daeva no estaba en ninguna parte a la vista.

Ella buscó en el cielo, esperando que él reapareciera, que volviera


a la existencia como el vino que evocó. Este era Dara, el ser mágico que
viajaba en tormentas de arena y la salvó de una manada de ghouls.
Tenía que tener un plan; no podía simplemente desaparecer por la
garganta de un pájaro sediento de sangre.

Pero no reapareció.

Las lágrimas picaron sus ojos, su mente sabía lo que su corazón


negaba. Su caballo disminuyó la velocidad, rechazando sus patadas.
Claramente tenía más sentido que ella; lo único que podían ofrecerle al
rukh era el postre.

Podía ver la silueta del pájaro carmesí contra las montañas; no


había llegado muy lejos, pero de repente se disparó en el cielo, agitando
frenéticamente sus alas. Mientras miraba, comenzó a caer y luego se
enderezó momentáneamente, dejando escapar un chillido que sonaba
más asustado que triunfante. Luego cayó de nuevo dando vueltas por el
aire y chocando contra el suelo helado.

La fuerza del impacto distante la estremeció a través de su


caballo. Nahri quería gritar. Nada podría sobrevivir a una caída así.
No dejó que su caballo bajara de velocidad hasta que llegaron al
cráter poco profundo que el rukh hizo al estrellarse contra el suelo.
Trató de recuperarse pero tuvo que mirar lejos del caballo muerto de
Dara. Su propio animal se sobresaltó y se quejó. Nahri luchó por
controlarlo mientras se acercaba al cuerpo masivo del rukh. Se alzaba
sobre ellos, una enorme ala arrugada bajo su peso muerto. Sus
brillantes plumas eran de dos veces su altura.

Comenzó a rodear al pájaro, pero el daeva no se veía por ninguna


parte. Nahri sofocó un sollozo. ¿Realmente se lo había comido? Eso
podría haber sido más rápido que chocar contra el suelo, pero...

Un sentimiento frío y agudo la atravesó y se tambaleó, abrumada


por la emoción. Vio la cabeza doblada de la criatura, sangre negra
saliendo de su boca. La vista la llenó de ira, desplazando su dolor y
desesperación. Agarró su daga, vencida por la necesidad irracional de
rasgarle los ojos y arrancarle la garganta.

Su cuello se movió.

Nahri saltó y su caballo retrocedió. Apretó su agarre sobre las


riendas, lista para huir y luego el cuello volvió a moverse... no, se
hinchó, como si algo estuviera adentro.

Ya se había resbalado de su caballo cuando una espada oscura


finalmente emergió por dentro del cuello del rukh, cortando
laboriosamente una brecha vertical antes de que cayera al suelo. El
daeva la siguió, arrastrado por una ola de sangre negra. Se desplomó
sobre sus rodillas.

—¡Dara! —Nahri corrió y se arrodilló a su lado, abrazándolo antes


de que su mente se pusiera al día con sus acciones. La sangre caliente
del rukh empapó su ropa.

—Yo… —Escupió una gota de sangre negra en el suelo antes de


liberarse de su agarre y ponerse laboriosamente de pie. Se limpió la
sangre de los ojos, sus manos temblando—. Fuego —dijo con voz
áspera—. Necesito un fuego.
Nahri miró a su alrededor, pero el suelo estaba cubierto de nieve
húmeda y sin ramas a la vista.

—¿Qué puedo hacer? —gritó mientras el daeva jadeaba por aire.


Él se derrumbó en el suelo otra vez—. ¡Dara!

Ella lo alcanzó.

—No —protestó él—. No me toques…

Cavó su dedos en el suelo, enviando chispas que rápidamente


fueron extinguidas por la tierra helada. Un terrible sonido de succión
salió de su boca.

Ella se acercó a pesar de su advertencia, ansiando hacer algo


mientras un escalofrío profundo recorría su cuerpo.

—Déjame curarte.

Él le dio una palmada en la mano.

—No. Los ifrit…

—¡No hay malditos ifrit aquí!

Gotas de ceniza rodaban por su rostro. Antes de que ella pudiera


alcanzarlo de nuevo, él de repente gritó.

Era como si su propio cuerpo se convirtiera momentáneamente en


humo. Sus ojos se oscurecieron y mientras ambos miraban, sus manos
fugazmente se traslucieron. Y aunque Nahri sabía nada sobre cómo
funcionaban los cuerpos daeva, podía decirlo por el pánico en su rostro
que esto no era normal.

—Por el Creador, no —él susurró, mirando horrorizado sus


manos—. Ahora no… —Miró a Nahri con una mezcla de miedo y tristeza
en su expresión—. Oh, pequeña ladrona, lo siento mucho.

En cuanto se disculpó, su cuerpo entero brilló como vapor, y cayó


contra el suelo.
—¡Dara! —Nahri se arrodilló a su lado y lo examinó, sus instintos
actuando. No podía ver nada más que sangre negra resbaladiza, ya
fuera del daeva o del rukh, no tenía idea—. ¡Dara, háblame! —rogó
ella—. ¡Dime qué hacer! —Intentó abrir su túnica, esperando ver algún
tipo de herida que pudiera curar.

El dobladillo se convirtió en cenizas. Nahri jadeó, tratando de no


entrar en pánico mientras la piel del daeva adquiría el mismo tono. ¿Iba
a convertirse en polvo en sus brazos?

Su piel se consolidó brevemente incluso cuando su cuerpo se


aligeró. Sus ojos se cerraron, y Nahri se enfrió.

—No —dijo ella, quitando la ceniza de sus ojos cerrados.

No así, no después de todo lo que hemos pasado. Rebuscó en su


memoria tratando de pensar en algo útil que él le haya contado sobre
cómo sanaban los Nahid.

Había dicho que podían deshacer venenos y maldiciones, recordó


eso. Pero no le había dicho cómo. ¿Tenían sus propias medicinas, sus
propios hechizos? ¿O lo hacían solo con el tacto?

Bueno, tocar era todo lo que tenía. Abrió su camisa y presionó


sus manos temblorosas contra su pecho. Su piel estaba tan fría que
adormeció sus dedos. Intención, él lo había mencionado más de una vez.
La intención era crítica en la magia.

Cerró los ojos, concentrándose por completo en Dara.

Nada. No había latidos, ni aliento. Frunció el ceño, tratando de


sentir algo mal, tratando de imaginarlo sano y alerta. Sus dedos se
congelaron, y los presionó más fuerte contra su pecho, su cuerpo se
retorció en respuesta.

Algo húmedo le hizo cosquillas en las muñecas, cada vez más


rápido y más grueso, como el vapor de una olla hirviendo. Nahri no se
movió, manteniendo la imagen de un Dara saludable, su sonrisa astuta
como siempre, firmemente en su mente. Su piel se calentó un poco. Por
favor, déjalo funcionar, rogó. Por favor, Dara. No me dejes.
Un dolor agudo surgió de la base de su cráneo. Lo ignoró. Sangre
caliente goteaba de su nariz y luchó contra una ola de mareos. El vapor
venía más rápido. Sintió su piel crecer firme debajo de las yemas de sus
dedos.

Y entonces el primer recuerdo brilló ante sus ojos. Una llanura


verde, exuberante y completamente desconocida, cortada por la mitad
por un brillante río azul. Una joven con ojos tan negros como la
obsidiana. Le tendió un arco de madera mal construido.

—¡Mira, Daru!

—¡Una obra maestra! —exclamo, y ella brilla. Mi hermanita,


siempre la guerrera. Que el Creador se apiade del hombre con el que se
case...

Nahri sacudió la cabeza, disipando el recuerdo. Necesitaba


permanecer concentrada. La piel de Dara finalmente se estaba
calentando nuevamente, los músculos se solidificaron debajo de sus
manos.

Una corte deslumbrante, los muros del palacio cubiertos de metales


preciosos y joyas. Respiro el aroma de sándalo y hago una reverencia.

—¿Esto le complace, mi maestro? —pregunto, mi sonrisa insinuante


como siempre. Chasqueo los dedos y un cáliz de plata aparece en mi
mano—. La mejor bebida de los antiguos según lo solicitado.

Entrego al tonto humano brillante el cáliz y espero a que muera, la


bebida poco más que concentrada con cicuta. Quizás mi próximo maestro
sea más cuidadoso en la redacción de sus deseos.

Nahri se liberó de la horrible imagen. Se inclinó para


concentrarse. Solo necesitaba un poco más de tiempo…

Pero era demasiado tarde. La oscuridad detrás de sus ojos


cerrados volvió a desaparecer, reemplazada por una ciudad en ruinas
rodeada de colinas rocosas. Una franja de luna salpicaba luz tenue
sobre mampostería rota.
Me golpeo contra el ifrit, arrastrando los pies por el suelo mientras
me tiran hacia el sumidero, los restos de un antiguo pozo. Su agua oscura
brilla, insinuando profundidades ocultas.

—¡No! —grito, por una vez sin importarme mi honor—. ¡Por favor!
¡No hagan esto!

Los dos ifrit se ríen.

—¡Venga ahora, general Afshin! —La mujer ofrece un saludo


burlón—. ¿No quieres vivir para siempre?

Intento luchar, pero la maldición ya me ha debilitado. Atan mis


muñecas con cuerda, sin molestarse con hierro, y luego enrollan la
cuerda alrededor de una de las pesadas piedras que recubren el pozo.

—¡No! —suplico, mientras me llevan al borde—. ¡Ahora no! No


entien…

El ladrillo me golpea en el estómago. Sus sonrisas negras son lo


último que veo antes de que el agua oscura se cierre sobre mi cara.

El ladrillo cae al fondo del pozo, arrastrándome de cabeza.


Retuerzo frenéticamente mis muñecas, arañando y rasgando mi piel. No,
no puedo morir así. ¡No con la maldición aún sobre mí!

La piedra golpea contra el fondo y mi cuerpo rebota contra la


cuerda. Mis pulmones arden, la presión del agua oscura contra mi piel es
aterradora. Sigo la cuerda tratando desesperadamente de encontrar el
nudo que la ata a la piedra. Mi propia magia está perdida para mí, la
maldición del ifrit corriendo por mi sangre, preparándome para
apoderarse de mí tan pronto como dé mi último respiro.

Voy a ser un esclavo. El pensamiento resuena en mi mente


mientras busco a tientas el nudo. La próxima vez que abra los ojos, será
para mirar al maestro humano para cuyos caprichos estaré
completamente a su disposición. El horror surge a través de mí. No,
Creador, no. Por favor.
El nudo no se moverá. Mi pecho se colapsa y mi cabeza gira. Una
respiración, lo que haría por una sola respiración…

Hubo un grito de otro mundo, un mundo lejano en una llanura


nevada, gritando un nombre extraño que no significaba nada.

El agua finalmente pasa por mis mandíbulas apretadas, cayendo


por mi garganta. Una luz brillante florece ante mí, tan exuberante y verde
como los valles de mi patria. Me invita, cálido y acogedor.

Y entonces Nahri se ha ido.

—¡Nahri, despierta! ¡Nahri!


Los gritos aterrorizados de Dara tiraron de su mente, pero Nahri
los ignoró, cálida y cómoda en la espesa negrura que la rodeaba. Ella
apartó la mano sacudiendo su hombro, ajustándose más
profundamente en las brasas y saboreando el cosquilleo del fuego
lamiendo sus brazos.

¿Fuego?

Nahri apenas abrió los ojos y vio un conjunto de llamas


danzantes, chilló y se levantó de un salto. Agitó sus brazos y los
ardientes zarcillos temblaron lejos, cayendo al suelo como serpientes y
derritiéndose en la nieve.

—¡Está bien! ¡Está bien!

La voz de Dara apenas se registró mientras barría frenéticamente


su cuerpo. Pero en lugar de carne chamuscada y ropa quemada,
encontró solo piel normal. Su túnica apenas estaba cálida al tacto. Que
en el nombre de todos… Ella levantó la vista, dando al daeva una
mirada salvaje.

—¿Me prendiste fuego?


—¡No despertabas! —protestó—. Pensé que podría ayudar.

Su rostro estaba más pálido de lo normal, el tatuaje del ala


cruzada y la flecha en su rostro se destacaba como carbón. Y sus ojos
eran más brillantes, más cercanos a cómo se veían en El Cairo. Pero
estaba de pie, sano y salvo y afortunadamente no translúcido.

El rukh… recordó, su cabeza se sentía como si hubiera tomado


demasiado vino. Se frotó las sienes, inestable sobre sus pies. Lo curé y
luego…

Ella se quedó callada, el recuerdo del agua cayendo por su


garganta lo suficientemente fuerte como para enfermarla. Pero no había
sido su garganta, no había sido su recuerdo. Tragó saliva, volviendo a
ver al ansioso daeva.

—Dios sea misericordioso —susurró—. Estabas muerto. Te vi


morir… te sentí ahogarte.

La sombra devastada que se apoderó de su rostro fue


confirmación suficiente. Nahri jadeó e instintivamente dio un paso
atrás, chocando con el cuerpo aún cálido del rukh.

Sin aliento, sin latidos del corazón. Nahri cerró los ojos y todo se
unió demasiado rápido.

—N-no lo entiendo —tartamudeó—. Eres… ¿eres algún tipo de


fantasma? —La palabra sonaba ridícula para sus oídos incluso cuando
su implicación rompía su corazón. Sus ojos estaban repentinamente
húmedos—. ¿Estás siquiera vivo?

—¡Sí! —Las palabras salieron a toda prisa—. Quiero decir, creo


que sí. Es… es complicado.

Nahri levantó las manos.


—Si estás vivo o no, no debería ser ¡complicado! —Se dio la vuelta,
uniendo los dedos detrás de su cabeza, sintiéndose más cansada que en
ningún otro momento durante su agotador viaje. Paseó a lo largo del
vientre del rukh—. No entiendo por qué todos… —Y luego se detuvo,
distraída al ver algo amarrado a una de las garras masivas del rukh.

Estuvo al pie del rukh en un instante, arrancando el bulto de sus


ataduras. El trozo de tela negro estaba sucio y roto, pero las monedas
baratas eran reconocibles. Al igual que el pesado anillo de oro atado a
un extremo. El anillo de basha. Desató ambos, sosteniendo el anillo a la
luz del sol.

Dara se apresuró hacia ella.

—No toques eso. Por el ojo de Solimán, Nahri, ni siquiera tu


querrías eso. Probablemente sean de su última víctima.

—Son míos —dijo en voz baja, el horror silencioso se apoderó de


su corazón. Frotó el anillo, recordando cómo le había cortado la palma
hace tantas semanas atrás—. Son de mi casa en El Cairo.

—¿Qué? —Dara se acercó y le arrebató el tocado de las manos—.


Debes estar equivocada. —Dio la vuelta a la tela sucia y la presionó
contra su cara, respirando profundamente.

—¡No me equivoco! —Ella dejó caer el anillo, de repente no


queriendo hacer nada con eso—. ¿Cómo es eso posible?

Dara bajó el tocado; había pánico en sus ojos brillantes.

—Estaba cazándonos.

—¿Quieres decir que pertenecía al ifrit? ¿Entraron en mi casa?


preguntó Nahri, su voz alzándose.

Su piel se erizó al pensar en esas criaturas en su pequeño puesto,


revolviendo las pocas cosas preciosas que poseía. ¿Y si eso no hubiera
sido suficiente? ¿Y si se hubieran ido tras sus vecinos? ¿Detrás de
Yaqub? Su pecho se apretó.
—No fue un ifrit. Los ifrit no pueden controlar a los rukh.

—Entonces, ¿qué puede? —A Nahri no le gustó la quietud fría que


lo había invadido.

—Peris. —Tiró el tocado al suelo, el movimiento repentino y


violento—. Las únicas criaturas que pueden controlar a los ruhk son
los peris.

—Khayzur. —Respiró temblorosa—. ¿Pero por qué? —


tartamudeó—. Pensé que le gustaba.

Él sacudió la cabeza.

—No fue Khayzur.

Ella no podía creer su ingenuidad.

—¿Qué otros peris saben de mí? —señaló—. Y salió corriendo


después de enterarse de mi herencia Nahid… probablemente para
contarles a sus amigos. —Comenzó a caminar hacia la otra pierna del
rukh—. Apuesto a que tiene algo que ver…

—No. —Dara tomó su mano. Nahri se estremeció e


inmediatamente él la retiró, un destello de dolor en su rostro—. Yo...
Perdóname. —Tragó saliva y se volvió hacia el caballo—. Intentaré no
volver a tocarte. Pero tenemos que irnos. Ahora.

La tristeza en su voz le chocó profundamente.

—Dara, lo siento. No quise decir...

—No hay tiempo. —Él le hizo un gesto para que se subiera a la


silla y ella lo hizo de mala gana, tomando la espada ensangrentada
cuando se la entregó.

—Necesitaré montar contigo —explicó él, levantándose y


acomodándose detrás de ella—. Al menos hasta que encontremos otro
caballo.
Dio una patada al caballo al trote y, a pesar de su promesa, ella
se echó hacia atrás en su pecho, momentáneamente sorprendida por el
calor humeante y la cálida presión de su cuerpo. Él no está muerto,
trató de asegurarse. No puede estarlo.

Tiró del caballo hasta detenerse abruptamente donde arrojó su


arco y su carcaj. Levantó las manos y volaron hacia él como leales
gavilanes.

Nahri se agachó mientras balanceaba las armas sobre su cabeza,


pasando ambas sobre su hombro izquierdo.

—Entonces, ¿qué hacemos ahora? —Pensó en el fácil coqueteo de


Khayzur y las ocurrencias de Dara sobre cómo el peri podría reorganizar
el paisaje con un solo barrido de sus alas.

—Lo único que podemos —dijo, su aliento suave contra su oreja.


Arrebató las riendas de nuevo, abrazándola fuerte. No había nada
cariñoso ni remotamente romántico sobre el gesto; era desesperación,
como un hombre aferrado a una repisa—. Corremos.
10
Ali
Traducido por Rose_Poison1324 & Rimed

Ali entrecerró los ojos y golpeó el delicado tallo de la balanza en


el escritorio frente a él, consciente de los ojos expectantes de los otros
tres hombres en la habitación.

—A mí me parece que está equilibrado.

Rashid se inclinó para unirse a él, las bandejas de la balanza de


plata reflejadas en los ojos grises de la secretaria militar.

—Podría estar hechizada —ofreció en Geziriyya. Él sacudió su


cabeza hacia Soroush, el muhtasib28 del barrio Daeva—. Él podría tener
algún tipo de maldición que pesaría las monedas a su favor.

Ali vaciló, mirando a Soroush. El muhtasib, responsable del


mercado a cargo de intercambiar moneda de Daeva por múltiples otras
usadas en Daevabad, estaba temblando, su mirada negra clavada en el
suelo. Ali podía ver cenizas manchando las puntas de sus dedos; había
estado tocando nerviosamente la marca de carbón en su frente desde
que ellos entraron. La mayoría de los Daeva religiosos llevaban esa
marca. Era una señal de su devoción al antiguo culto al fuego de los
Nahid.

El hombre parecía aterrorizado, pero Ali no podía culparlo,


acababa de ser visitado por el Qaid y dos miembros armados de la
Guardia Real para una inspección sorpresa.

28
N.T. En la época medieval, era un funcionario musulmán encargado
de regular elementos como el comercio, seguridad y circulación de vehículos.
Ali se volvió hacia Rashid.

—No tenemos evidencia —susurró de nuevo en Geziriyya—. No


puedo arrestar a un hombre sin evidencia.

Antes de que Rashid pudiera responder, la puerta de la oficina se


abrió. El cuarto hombre en la habitación, Abu Nuwas —el guardia
personal muy brusco y muy grande de Ali— estaba entre la puerta y el
príncipe en un momento, su zulfiqar afuera.

Pero solo Kaveh, no parecía particularmente impresionado por el


enorme guerrero Geziri. Miró debajo de uno de los grandes brazos
levantados de Abu Nuwas, su rostro volviéndose amargado cuando se
encontró con los ojos de Ali.

—Qaid —lo saludó de forma seca—. ¿Le importaría decirle a su


perro que retroceda?

—Está bien, Abu Nuwas —dijo Ali antes de que su guardia


pudiera hacer algo imprudente—. Déjalo entrar.

Kaveh cruzó el umbral. Mientras miraba entre las brillantes


bandejas y el muhtasib asustado, un indicio de ira se deslizó en su voz.

—¿Que estás haciendo en mi barrio?

—Ha habido varios informes de fraude saliendo de aquí —explicó


Ali—. Yo solo estaba examinando las balanzas...

—¿Examinando las balanzas? ¿Eres un wazir ahora? —Kaveh


levantó una mano para interrumpir a Ali antes de que pudiera
responder—. No importa… He perdido suficiente tiempo esta mañana
buscándote. —Hizo un gesto a la puerta—. Entra, Mir e-Parvez y dele su
informe al Qaid.

Hubo algunos murmullos inaudibles desde la puerta.

Kaveh puso los ojos en blanco.


—No me importa lo que escuchaste. Él no tiene dientes de
cocodrilo, y no te va a comer. —Ali se encogió y Kaveh continuó—:
Perdónalo, ha tenido un susto terrible a manos de los djinn.

Todos somos djinn. Ali reprimió la réplica cuando el comerciante


ansioso salió. Mir e-Parvez era grueso y mayor, sin barba como la
mayoría Daeva. Estaba vestido con una túnica gris y pantalones
holgados y oscuros, el atuendo típico de los hombres Daeva.

El comerciante apretó las palmas de las manos a modo de saludo,


pero mantuvo la mirada fija en el piso. Le temblaban las manos.

—Perdóneme, mi príncipe. Cuando supe que estaba sirviendo


como Qaid, no quería preocuparle.

—Es el trabajo de Qaid estar preocupado —interrumpió Kaveh,


ignorando la mirada de Ali—. Sólo cuéntale lo que pasó.

El otro hombre asintió.

—Dirijo una tienda fuera del barrio que vende bienes humanos de
lujo —comenzó a decir. Su Djinnistani estaba quebrado, coloreado por
un fuerte acento Divasti.

Ali levantó las cejas, sintiendo hacia dónde iba esto. Los únicos
"Bienes humanos de lujo" que un comerciante de Daeva vendería fuera
de su barrio eran intoxicantes hechos por el hombre. La mayoría de los
djinn tenían poca tolerancia a los espíritus humanos, y estaban
prohibidos por el Libro Sagrado de todos modos, por lo que era ilegal
venderlos en el resto de la ciudad. Los Daeva no tenían tales reparos y
libremente intercambiaban las cosas, vendiéndolo a tribus extranjeras a
precios muy inflados.

El hombre continuó.
—He tenido algunos problemas en el pasado con djinn. Mis
ventanas rotas, protestan y escupen cuando paso. No digo nada, pues
no quiero problemas. —Sacudió la cabeza—. Pero anoche, estos
hombres irrumpieron en mi tienda mientras mi hijo estaba allí y
rompieron mis botellas y prendieron fuego a todo. Cuando mi hijo trató
de detenerlos, lo golpearon y le cortaron la cara. Lo acusaron de ser un
"adorador de fuego" y que ¡está llevando a los djinn a pecar!

No exactamente cargos falsos. Ali se abstuvo de decir eso,


sabiendo que Kaveh iría corriendo hacia su padre al más mínimo
susurro de injusticia contra su tribu.

—¿Reportaste esto al guardia en tu barrio?

—Sí, Su Majestad —dijo el comerciante, confundiendo su título,


su Djinnistani empeorando a medida que se enojaba—. Pero no hacen
nada. Esto sucede todo el tiempo y siempre nada. Se ríen o "hacen un
informe", pero nada cambia.

—No hay suficientes guardias en los barrios de Daeva —Kaveh


interrumpió—. Y no hay suficiente… diversidad entre ellos. Le he estado
diciendo a Wajed esto por años.

—Entonces solicitaste más soldados a Wajed, pero no a los que se


parecen a él —respondió Ali, aunque sabía que Kaveh tenía razón. Los
soldados patrullando los mercados eran a menudo los más jóvenes,
muchos directamente de las arenas de Am Gezira. Probablemente
temían que proteger a un hombre como Mir e-Parvez fuera tan pecado
como beber sus productos.

Pero no había una solución fácil; la mayor parte del ejército era
Geziri, y ya estaban escaseados.

—Dime, ¿de qué distrito tomo estos soldados, Kaveh? —Ali


continuó—. ¿Debería quitárselos a los Tukharistanis, para que los
Daeva se sientan más seguros vendiendo licor?
—La asignación de la guardia no es mi responsabilidad, Príncipe
Alizayd. Tal vez si se toma un descanso de aterrorizar a mi muhtasib…

Ali se enderezó y rodeó la mesa, cortando la sarcástica


observación de Kaveh. Mir e-Parvez en realidad dio un paso atrás,
dándole al zulfiqar cobrizo de Ali una mirada nerviosa.

Por el Altísimo, ¿los rumores que lo rodeaban eran realmente tan


malos? A juzgar por la mirada en la cara del comerciante, uno pensaría
que Ali se pasaba todos los viernes matando a Daeva.

Él suspiró.

—Tu hijo está bien, ¿supongo?

El comerciante parpadeó sorprendido.

—Él… sí, mi príncipe —tartamudeó—. Se recuperará.

—Alabado sea Dios. Luego hablaré con mis hombres y veré qué
podemos hacer al respecto, mejorando la seguridad en su barrio.
Repase los daños a su tienda y presente la factura a mi ayudante
Rashid. La tesorería cubrirá...

—El rey tendrá que aprobar… —Kaveh comenzó a decir.

Ali levantó una mano.

—Saldrá de mis cuentas si es necesario —dijo firmemente,


sabiendo que eso terminaría con cualquier duda. El hecho de que su
abuelo Ayaanle le diera una generosa dotación anual a su nieto real, era
un secreto a voces. Ali normalmente lo encontraba vergonzoso: no
necesitaba el dinero y sabía que su abuelo solo lo hacía para molestar a
su padre. Pero en este caso, funcionó para su ventaja.

Los ojos del mercader Daeva se abrieron, y cayó al suelo y


presionó su frente cubierta de cenizas contra la alfombra.

—Oh, gracias, Su Majestad. Que las llamas ardan brillantemente


para usted.
Ali luchó contra una sonrisa, desconcertado por la tradicional
bendición Daeva otorgada a él de todas las personas. Sospechaba que el
comerciante se iba a presentar con una factura bastante fuerte, pero no
obstante estaba satisfecho, sintiendo que había manejado la situación
correctamente. Tal vez podría manejar el papel de Qaid después de
todo.

—¿Supongo que hemos terminado? —le preguntó a Kaveh cuando


Rashid abrió la puerta. Movimiento atrajo su atención al frente: dos
niños pequeños armados con arcos improvisados estaban jugando a lo
largo de una de las fuentes en la plaza. Cada uno tenía una flecha en la
mano, y las golpeaban juntas como espadas.

Kaveh siguió su mirada.

—¿Le gustaría unirse a ellos, Príncipe Alizayd? Tiene la edad


suficiente, ¿no?

Recordó la advertencia de Muntadhir. No dejes que se meta


debajo de tu piel.

—Me temo que no. Se ven demasiado feroces —dijo con calma.

Sonrió para sí mismo agachándose de debajo de la barandilla y


hacia la brillante luz del sol, mientras que la sonrisa de Kaveh se
convirtió en un ceño fruncido. El cielo era de un azul alegre, con solo
unas pocas nubes blancas bailando desde el este. Era otro hermoso día
en una cadena de días hermosos, cálidos y brillantes, un patrón muy
diferente a Daevabad y suficientemente extraño para comenzar a llamar
la atención.

Y el clima no era todo lo extraño. Ali escuchó rumores de que los


Nahids del altar de fuego original, extinguidos después de Manizheh y
Rustam —los hermanos que habían sido los últimos de su familia—
fueran asesinados, de alguna manera se revivieron en un cuarto
cerrado. Un bosque abandonado y ahogado en el jardín donde a uno de
ellos le había gustado pintar, de repente era ordenado y floreciente, y
solo la semana pasada una de las estatuas shedu que enmarcaban las
paredes del palacio había aparecido encima del techo del zigurat, su
mirada de bronce se centraba en el lago como si esperara un bote.
Luego estaba ese mural de Anahid. Contra los deseos de
Muntadhir, Ali lo tuvo que destruir. Sin embargo, pasaba por allí cada
pocos días, molestado por la sensación de que allí había algo vivo
debajo de la fachada en ruinas.

Miró a Kaveh, preguntándose qué hizo el gran wazir con los


susurros viniendo de su tribu supersticiosa. Kaveh era un ardiente
devoto del culto al fuego, y la familia Pramukh y los Nahids habían
estado cerca. Muchas de las plantas y hierbas utilizadas en la curación
tradicional Nahid se cultivaron en las vastas fincas de los Pramukhs.
Kaveh mismo había venido originalmente a Daevabad como enviado
comercial, pero creció rápidamente en la corte de Ghassan,
convirtiéndose en un asesor confiable incluso presionaba agresivamente
por los derechos de Daeva.

Kaveh habló de nuevo.

—Me disculpo si mis chicas te pusieron nervioso la otra semana.


Fue pensado como un gesto de amabilidad.

Ali reprimió la primera réplica que le vino a la mente. Y el


segundo. No estaba acostumbrado a este tipo de combate verbal.

—Tales… gestos no son de mi agrado, Gran Wazir —dijo


finalmente—. Le agradecería que recuerde eso para el futuro.

Kaveh no dijo nada, pero Ali pudo sentir su fría mirada sobre él
mientras continuaba caminando. Por el Altísimo, ¿qué había hecho
para ganarse el odio de este hombre? ¿Podría realmente pensar que las
creencias de Ali representaban una gran amenaza para su gente?
Fue un paseo agradable por lo demás, el Barrio Daeva tenía una
vista mucho más bella cuando no estaba corriendo por él perseguido
por arqueros. Las piedras adoquinadas eran perfectamente parejas y
limpias. Los cipreses ensombrecían la avenida principal, divididos por
fuentes llenas de flores y arbustos de agracejo en maceta. Los edificios
de piedra estaban finamente pulidos, sus paredes de madera con techo
de paja ordenadas y frescas, uno nunca adivinaría que este barrio fuera
uno de los más antiguos de la ciudad. Por delante, unos pocos hombres
mayores jugaban chatrang29 y bebían de pequeños frascos de vidrio,
probablemente llenos de algún tóxico humano. Dos mujeres con velo se
deslizaron desde la dirección del Gran Templo.

Era una escena idílica, en desacuerdo con las condiciones


inmundas en el resto de la ciudad. Ali frunció el ceño. Tendría que ver
qué estaba pasando con el saneamiento de Daevabad. Se volvió hacia
Rashid.

—Hazme una cita con…

Algo pasó por la oreja derecha de Ali dejando un agudo dolor.


Soltó un grito sobresaltado, instintivamente alcanzando su zulfiqar
mientras giraba.

De pie en el borde de la fuente estaba uno de los niños pequeños


que había visto jugando, el arco de juguete todavía en su mano. Ali
inmediatamente dejó caer su mano. El muchacho miró a Ali con
inocentes ojos negros; Ali vio que había usado carbón para dibujar una
flecha negra torcida en su mejilla.

Una flecha Afshin. Ali frunció el ceño. Era justo como los
adoradores del fuego dejaban que sus niños corrieran fingiendo ser
criminales de guerra. Se tocó la oreja y salió con una mancha de sangre
en los dedos.

Abu Nuwas liberó su zulfiqar y dio un paso adelante con un


gruñido, pero Ali lo detuvo.

29
N.T. Antigua forma de ajedrez.
—No. Es solo un niño.

Al ver que no iba a ser castigado, el niño les dirigió una sonrisa
maliciosa y saltó de la fuente para huir por un callejón sinuoso.

Los ojos de Kaveh brillaban de alegría. Al otro lado de la plaza,


una mujer con velo sostenía una mano sobre su boca oculta, aunque
Ali podía escucharla reír. Los viejos jugando chatrang tenían sus ojos
fijos en sus piezas de juego, pero sus bocas se retorcieron con diversión.
Las mejillas de Ali se calentaron de vergüenza.

Rashid se le acercó.

—Debería arrestar al chico, Qaid —dijo en silencio en Geziriyya—.


Él es joven. Déselo a la Ciudadela para que lo críen adecuadamente
como uno de nosotros. Sus antepasados solían hacerlo todo el tiempo.

Ali hizo una pausa, casi convencido por el tono razonable de


Rashid. Y luego se detuvo. ¿En qué se diferenciaba eso de lo pura
sangre que robaban niños shafit? Y el hecho que podía hacerlo, que Ali
podía chasquear los dedos y secuestrar a un niño del único hogar que
había conocido, ¿arrebatado a sus padres y a su gente…?

Bueno, de repente explicaba por qué alguien como Kaveh podría


mirarlo con tanta hostilidad.

Ali sacudió la cabeza, intranquilo.

—No. Volvamos a la Ciudadela.

—¡Oh, mi amor, mi luz, cómo has robado mi felicidad!


Ali dejó escapar un gruñón suspiro. Era una hermosa noche. Una
delgada luna colgaba sobre el oscuro lago de Daevabad y las estrellas
centelleaban en el cielo despejado. El aire tenía las fragancias del
incienso y jazmín. Ante él tocaban los mejores músicos de la ciudad,
tenía a mano un plato de comida del chef preferido del rey y los oscuros
ojos de la cantante habrían hecho caer de rodillas a una docena de
hombres humanos.
Ali era miserable. Se removió en su asiento, manteniendo su
mirada en el piso e intentando ignorar el tintineo de las campanas y la
suave voz de la chica cantando sobre cosas que hacían que se le
subiera la sangre. Tiró del rígido nuevo cuello plateado dishdasha que
Munthadhir le había obligado a usar. Bordado con una docena de
hileras de semillas de perlas, estaba apretado en su garganta.

Su comportamiento no pasó desapercibido.

—Tu hermano pequeño no parece estar pasando un buen rato, mi


emir. —Una voz femenina aún más sedosa interrumpió a la cantante y
Ali levantó la vista para encontrar la tímida sonrisa de Khanzada—.
¿Mis chicas no son de su agrado, Príncipe Alizayd?

—No te lo tomes personalmente, mi luz —interrumpió Muntadhir,


besando la mano tatuada con henna de la cortesana acurrucada a su
lado—. Un niño le disparó en la cara esta mañana.

Ali le lanzó a su hermano una mirada enojada.

—¿Tienes que seguir mencionándolo?

—Es muy divertido.

Ali frunció el ceño y Muntadhir le golpeó suavemente el hombro.

—Ya, akhi, ¿puedes al menos intentar parecer menos asesino? Te


invité aquí para que pudiéramos celebrar tu ascenso, no para que
pudieras aterrorizar a mis amigos. —Señaló a la casi docena de
hombres reunidos a su alrededor, un selecto grupo de los mas ricos e
influyentes nobles en la ciudad.

—No me invitaste —dijo Ali malhumorado—. Me lo ordenaste.

Munthadir puso los ojos en blanco.

—Eres parte de la corte de Abba ahora, Zaydi. —Se inclinó hacia


Geziriyya y bajó su voz—. Socializar con esta gente es parte de aquello…
demonios, se supone que es un beneficio adicional.
—Sabes cómo me siento respecto a estos… —Ali hizo un gesto con
su mano hacia un noble que se reía como una niña pequeña, y el
hombre se calló abruptamente—, libertinajes.

Muntadhir suspiró.

—Tienes que dejar de hablar así, akhi. —Asintió hacia el plato—.


¿Por qué no comes algo? Tal vez el peso de algo de comida en tu
estómago te bajará de tu caballo.

Ali gruñó, pero obedeció, inclinándose hacia adelante para tomar


un pequeño vaso de sorbete de tamarindo agrio. Sabía que Muntadhir
solo estaba intentando ser amable, aliviar su incomodidad de hermano
pequeño criado en la ciudadela en la vida de la corte, pero el salón de
Khanzada hacía sentir a Ali terriblemente incómodo. Un lugar como
este era el epítome de la maldad que Anas quería erradicar en
Daevabad.

Ali le robó una mirada a la cortesana, mientras ella se inclinaba


para susurrar en el oído de Muntadhir. Se decía que Khanzada era la
más hábil bailarina en la ciudad, proveniente de una aclamada familia
de ilusionistas Agnivashi. Era impresionante, Ali admitiría eso. Incluso
Muntadhir, su guapo hermano mayor famoso por dejar un camino de
corazones rotos a su paso, se había enamorado de ella.

Supongo que sus encantos son suficientes para pagar por todo
esto. El salón de Khanzada estaba ubicado en uno de los vecindarios
mas deseados de la ciudad, un frondoso enclave ubicado en el corazón
del distrito de entretenimiento de Agnivashi. Su hogar era grande y
hermoso, tres pisos de mármol blando y ventanas con pantallas de
cedro que rodeaban un amplio patrio con árboles frutales y una fuente
con intrincados azulejos.

Ali habría visto todo el lugar arrasado hasta el suelo. Despreciaba


esas casas de placer. No era suficiente que fueran guaridas de cada
vicio y pecado imaginables, exhibidas públicamente, pero sabía por
Anas que la mayoría de estas chicas eran esclavas shafit robadas de sus
familias y vendidas al mejor postor.
—Mis señores.

Ali levantó su mirada. La chica que había estado bailando se


había detenido ante ellos e inclinado hasta el suelo, presionando sus
manos en el suelo de baldosas. Aunque su cabello tenía el mismo brillo
negro nocturno que Khanzada y su piel brillaba como un pura sangre,
Ali podía ver orejas redondas bajo su velo. Shafit.

—Levántate, querida —dijo Muntadhir—. Una cara tan bonita no


pertenece al suelo.

La chica se levantó y apretó sus manos, parpadeando sus ojos


castaños de largas pestañas hacia su hermano. Muntadhir sonrió y Ali
se preguntó si Khanzada tendría competencia esta noche. Su hermano
le hizo señas para que se acercara y enganchó un dedo en sus
brazaletes. Ella rio y él le quitó una de las hebras de perlas que
rodeaban su cuello, jugando a colocarla sobre su velo. Él susurró algo
en su oído y ella rio nuevamente. Ali suspiró.

—Quizás al Príncipe Alizayd le gustaría algo de tu atención, Rupa


—bromeó Khanzada—. ¿Te gustan los hombres altos, oscuros y
hostiles?

Ali la fulminó con la mirada, pero Muntadhir solo se rió.

—Podría ayudar a tu actitud, akhi —dijo mientras acariciaba el


cuello de la chica—. Eres muy joven para haber renunciado a ellos
completamente.

Khanzada se presionó más cerca de Muntadhir. Deslizó sus dedos


por la cintura de él.

—Y los hombres de Geziri lo hacen muy fácil —dijo ella, trazando


el patrón bordado en el dobladillo—. Incluso sus prendas son prácticas.

Ella sonrió y quitó su mano del regazo de su hermano para


pasarla por la suave cara de Rupa.
Se ve como si estuviera evaluando una fruta en el mercado. Ali hizo
sonar sus nudillos. Era un hombre joven —estaría mintiendo si dijera
que la linda chica no lo estimulaba— pero eso solo lo ponía más
incómodo.

Khanzada tomó su desdén de mal modo.

—Tengo otras chicas si esta no es de tu gusto. Chicos, también —


añadió ella con una sonrisa maliciosa—. Tal vez un sabor tan
aventurero corre en la…

—Suficiente, Khanzada. —interrumpió Muntadhir, con un tono de


advertencia en su voz.

La cortesana se rió y se deslizó del regazo de Muntadhir. Ella


presionó un vaso de vino en los labios de él.

—Perdóname, mi amor.

El humor volvió al rostro de Muntadhir y Ali miró hacia otro lado,


su temperamento elevándose. No le gustaba ver este lado de su
hermano, tal despilfarro sería una debilidad cuando era rey. La chica
shafit miró entre ellos.

Como si esperara órdenes. Algo en Ali se avivó. Dejó caer su


cuchara, cruzando sus brazos sobre su pecho.

—¿Qué edad tienes, hermana?

—Yo… —Rupa miró nuevamente a Khanzada—. Lo siento, mi


señor, pero no lo sé.

—Ella es lo suficientemente mayor —interrumpió Khanzada.

—¿Lo es? —preguntó Ali—. Bueno, estoy seguro que lo sabrías…


te asegurarías de tener todos los detalles de su linaje cuando la
compraste.
Muntadhir exhaló.

—Calma, Zaydi.

Pero fue Khanzada quien se enfureció.

—No compro a nadie —dijo ella, defendiéndose—. Tengo una lista


de chicas deseando entrar a mi escuela y estar bajo mi ala.

—Estoy seguro que así es —dijo Ali con desdén—. ¿Y con cuántos
de estos clientes deben acostarse para salir de esta lista?

Khanzada se enderezó, había fuego en sus ojos color estaño.

—¿Disculpe?

Su discusión estaba atrayendo miradas curiosas, Ali cambió a


Geziriya para que solo Muntadhir pudiera entenderlo.

—¿Cómo puedes siquiera sentarte aquí, akhi? ¿Alguna vez has


pensado de dónde…

Khanzada se puso de pie de un salto.

—Si quiere acusarme de algo, al menos tenga el valor de decirlo


en un idioma que pueda entender, ¡Mocoso mestizo!

Muntadhir se enderezó bruscamente ante sus palabras. La


conversación nerviosa de los otros hombres murió y los músicos
dejaron de tocar.

—¿Cómo lo acabas de llamar? —demandó Muntadhir. Ali jamás


había oído tal hielo en su voz.

Khanzada pareció darse cuenta de que había cometido un error.


La ira se desvaneció de su rostro, reemplazada por miedo.

—Yo… yo solo quise decir…

—No me importa lo que quisiste decir —espetó Muntadhir—.


¿Cómo te atreves a decirle tal cosa a tu príncipe? Discúlpate.
Ali alcanzó la muñeca de su hermano.

—Está bien, Dhiru. No debí haber…

Muntadhir lo detuvo levantando una palma.

—Discúlpate, Khanzada —repitió él—. Ahora.

Ella juntó rápidamente sus palmas y bajó sus ojos.

—Perdóneme, Príncipe Alizayd. No quise insultarlo.

—Bien. —Muntadhir le lanzó una mirada a los músicos que le


recordó tanto a su padre que hizo que se le erizara la piel—. ¿Qué están
mirando? ¡Toquen!

Ali tragó, demasiado avergonzado para mirar a cualquiera en la


habitación.

—Debería irme.

—Sí, probablemente deberías. —Pero antes de que Ali pudiese


levantarse, su hermano lo tomó por la muñeca—. Y no vuelvas a estar
en desacuerdo conmigo frente a estos hombres —le advirtió en
Geziriyya—. Especialmente cuando eres tú el que está siendo un
imbécil. —Dejó ir el brazo de Ali.

—Bien —murmuró Ali.

Muntadhir aún tenía una hebra de perlas alrededor del cuello de


Rupa como una extravagante correa. La chica estaba sonriendo, pero la
expresión no alcanzaba sus ojos.

Ali se quitó un pesado anillo de plata de su pulgar mientras se


ponía de pie. Se encontró con la mirada de la chica shafit y entonces
dejó caer el anillo sobre la mesa.

—Mis disculpas.
Tomó los oscuros escalones que guiaban a la calle de dos en dos,
sorprendido por la rápida respuesta de su hermano. Muntadhir
claramente no había estado de acuerdo con la conducta de Ali, pero aún
así lo había defendido, había humillado a su propia amante para
hacerlo. Ni siquiera había dudado.

Somos Geziri. Es lo que hacemos. Ali acababa de salir de la casa


cuando una voz habló detrás de él.

—¿No es de tu gusto?

Ali miró hacia atrás. Jamshid e-Pramukh descansaba fuera de la


puerta de Khanzada, fumando una larga pipa.

Ali dudó. No conocía bien a Jamshid. Aunque el hijo de Kaveh


había servido en la Guardia Real, lo hizo en un contingente de Daeva,
cuyo entrenamiento fue segregado e intencionadamente inferior.
Muntadhir hablaba bien del capitán Daeva —su guardaespaldas
durante más de una década y su amigo más cercano— pero Jamshid
siempre estaba callado en la presencia de Ali.

Probablemente porque su padre piensa que quiero quemar el Gran


Templo con todos los Daeva dentro de él. Ali solo podía imaginar las
cosas que se decían sobre él en la privacidad de la casa Pramukh.

—Algo así —respondió finalmente Ali.

Jamshid rió.

—Le dije que te llevara a un lugar más tranquilo, pero conoces a


tu hermano cuando pone su mente en algo. —Sus oscuros ojos
brillaron, su voz cálida con afecto.

Ali hizo una mueca.

—Afortunadamente, creo que he agotado mi invitación.

—Estás en buena compañía entonces. —Jamshid tomó otra


calada de la pipa—. Khanzada me odia.
—¿En serio? —Ali no podía imaginar qué podría tener la
cortesana contra el amable guardia.

Jamshid asintió y le tendió la pipa, pero Ali se opuso.

—Creo que volveré al palacio.

—Por supuesto. —Él hizo un gesto calle abajo—. Su secretario lo


está esperando en el midan.

—¿Rashid? —Ali frunció el ceño. No tenía más asuntos esta noche


que pudiera recordar.

—No fue por ahí ofreciendo su nombre. —Un indicio de molestia


destelló en los ojos de Jamshid y se fue en un momento—. Tampoco
quiso esperar aquí.

Extraño.

—Gracias por decirme. —Ali comenzó a darse la vuelta.

—¿Príncipe Alizayd? —Cuando Ali se dio vuelta, Jamshid


continuó—. Lo siento por lo que ocurrió en nuestro cuartel hoy. No
somos todos así.

La disculpa lo tomó por sorpresa.

—Lo sé —respondió Ali, inseguro de que más decir.

—Bien. —Jamshid guiñó un ojo—. No dejes que mi padre te


afecte. Es algo en lo que es excelente.

Eso trajo una sonrisa al rostro de Ali.

—Gracias —dijo sinceramente. Se tocó su corazón y frente—. Que


la paz esté contigo, Capitán Pramukh.

—Y la paz sobre ti.


11
Nahri
Traducido por YoshiB & NaomiiMora

Nahri tomó un largo trago de agua del odre, se le arremolinó en


la boca y escupió. Habría dado su último dirham para beber sin sentir
la tierra en sus dientes. Suspiró y se apoyó pesadamente contra la
espalda de Dara, dejando que sus piernas colgaran sueltas del caballo.

—Odio este lugar —murmuró en su hombro.

Nahri estaba acostumbrada a la arena —lidió con las tormentas


que cubrían El Cairo con un polvo amarillo nebuloso cada primavera—
pero esto era insoportable.

Habían dejado el último oasis hace días, robando un nuevo


caballo y dando un último esfuerzo a través de un terreno abierto y sin
protección. Dara dijo que no había elección; todo entre el oasis y
Daevabad era desierto.

Había sido un cruce brutal. Apenas hablaban, ambos demasiado


cansados para hacer algo más que aferrarse a la silla de montar y
continuar en un agradable silencio. Nahri estaba sucia; tierra y arena
se aferraban a su piel y enmarañaban a su cabello. Estaba en su ropa y
su comida, debajo de las uñas y entre los dedos de los pies.

—No falta mucho —le aseguró Dara.

—Siempre dices eso —murmuró.


Sacudió un brazo acalambrado y luego lo envolvió alrededor de su
cintura nuevamente. Hace unas semanas se habría sentido demasiado
avergonzada para abrazarlo con tanta audacia, pero ahora ya no le
importaba.

El paisaje comenzó a cambiar, colinas y matorrales, árboles


frágiles que reemplazan la tierra desnuda. El viento aumentó, nubes
azules rodando desde el este para oscurecer el cielo.

Cuando finalmente se detuvieron, Dara se deslizó fuera de la silla


y retiró la tela sucia que cubría su rostro.

—Alabado sea el Creador.

Tomó su mano mientras él la ayudaba a bajar. No importaba


cuántas veces desmontara, siempre le tomaba unos minutos para que
sus rodillas recordaran cómo trabajar.

—¿Llegamos?

—Hemos llegado al río Gozan —respondió él, sonando aliviado—.


El umbral de Daevabad está justo al otro lado del agua, y ninguno
excepto nuestro tipo puede pasar a través de él. Ni ifrit, ni ghouls, ni
siquiera peris.

La tierra llegó a un abrupto final en un acantilado que daba al río.


A la luz sombría, el río ancho y fangoso era de un gris parduzco poco
atractivo, y el otro lado no parecía prometedor. Todo lo que Nahri pudo
ver fue más tierra plana.

—Creo que pudiste haber exagerado los encantos de Daevabad.

—¿De verdad crees que dejaríamos una gran ciudad mágica


abierta a los ojos de cualquier curioso espectador humano? Está
escondido.

—¿Cómo vamos a cruzar? —Incluso desde aquí arriba, podía ver


la espuma blanca de las olas desbordarse en el torrente agua.
Dara miró por encima del borde del acantilado de piedra caliza.

—Podría intentar encantar una de las mantas —sugirió, sin


sonar optimista—. Pero esperemos hasta mañana. —Asintió hacia al
cielo—. Parece que está a punto de llover, y no quiero arriesgarme a
cruzar con mal tiempo. Recuerdo que estos acantilados estaban llenos
de cuevas. Nos refugiaremos en uno por la noche. —Comenzó a
conducir al caballo por un camino estrecho y retorcido.

Nahri lo siguió.

—¿Hay alguna posibilidad de que pueda hacer un viaje a la orilla


del río?

—¿Por qué?

—Huelo como si algo hubiera muerto en mi ropa, y tengo


suficiente suciedad en mi piel como para hacerme una doble.

Él asintió.

—Sólo sé cuidadosa. El camino hacia abajo es empinado.

—Estaré bien.

Nahri bajó por la colina afilada, zigzagueando entre peñascos


rocosos y arboles atrofiados. Dara no había mentido. Se tropezó dos
veces y se cortó las palmas en las rocas afiladas, pero la oportunidad de
bañarse valió la pena. Se quedó cerca de la orilla del río mientras se
fregaba rápidamente la piel, lista para saltar si la corriente se hacía
demasiado fuerte.

El cielo se oscureció al instante; un tinte malsano de verde cubría


las nubes. Nahri salió del agua, se retorció el pelo y se estremeció. El
aire estaba húmedo y olía a relámpagos. Dara tenía razón sobre la
tormenta.

Se estaba metiendo los pies mojados en las botas cuando lo


sintió. El toque del viento, tan firme que era como una mano sobre su
hombro. Inmediatamente se enderezó y se dio la vuelta, lista para
lanzar su bota a lo que fuera.
No había nadie. Nahri examinó la costa rocosa, pero estaba vacía
y aún salvo por las hojas muertas que soplaban con la brisa. Olfateó y
percibió el olor extrañamente fuerte de los granos de pimienta y macis.
Tal vez Dara intentaba conjurar un nuevo plato.

Siguió el pequeño rastro de humo que flotaba en el cielo detrás de


ella hasta que encontró a Dara sentado en la boca de una cueva oscura.
Una olla de estofado burbujeaba sobre las llamas.

Él levantó la vista y sonrió.

—Finalmente. Estaba empezando a temer que te ahogaras.

El viento azotó su cabello mojado, y ella tembló.

—Nunca —declaró, acercándose al fuego—. Nado como un pez.

Él sacudió la cabeza.

—Toda tu natación me recuerda Ayaanle. Debería revisar tu


cuello por escamas de cocodrilo.

—¿Escamas de cocodrilo? —Agarró su copa con la esperanza de


que el vino la calentara—. ¿De verdad?

—Ay, es solo algo que decimos sobre ellos. —Empujó la olla en su


dirección—. Los cocodrilos son una de las formas preferidas del marid.
Supuestamente, los antiguos Ayaanle solían adorarlos. A sus
descendientes no les gusta hablar de eso, pero he escuchado historias
extrañas sobre sus viejos rituales. —Le quitó la copa; se llenó de vino en
el instante en que sus dedos tocaron el tallo.

Nahri sacudió la cabeza.

—¿Qué hay esta noche? —preguntó, mirando el guiso con una


sonrisa de complicidad. La pregunta se había convertido en un juego:
por más que lo intentara, Dara nunca había sido capaz de conjurar otra
cosa que no fuera el plato de lentejas de su madre.
Él sonrió.

—Palomas rellenas de cebolla frita y azafrán.

—Qué prohibido. —Se sirvió la comida—. Los Ayaanle viven cerca


de Egipto, ¿cierto?

—Lejos al sur; su tierra está demasiado llena con humanos para


los gustos de nuestra gente.

La lluvia comenzó a caer. El trueno retumbó en la distancia, y


Dara hizo una mueca mientras se limpiaba el agua de la frente.

—Esta noche no es una noche para historias —declaró—. Ven. —


Levantó la olla, indiferente al metal caliente—. Deberíamos
resguardarnos de la lluvia y dormir un poco. —Fijó su mirada en la
ciudad oculta más allá del río, y su expresión se volvió ilegible—.
Tenemos un largo día por delante.

Nahri dormía a intervalos, sus sueños extraños y llenos de


truenos. Todavía estaba oscuro cuando despertó, su fuego reducido a
brasas brillantes. La lluvia azotaba la boca de la cueva, y podía oír el
viento aullando al pasar por los acantilados.

Dara estaba tendido a su lado en una de las mantas, pero se


habían familiarizado lo suficiente como para que ella supiera por la
cadencia de su respiración que también estaba despierto. Se dio la
vuelta para mirarlo, dándose cuenta de que había extendido su túnica
sobre ella mientras dormía. Estaba tumbado boca arriba, con las manos
cruzadas sobre el estómago como un cadáver.

—¿Problemas para dormir? —preguntó ella.

Él no se movió, su mirada fija en el techo rocoso.

—Algo así.
Un relámpago iluminó la cueva, seguido poco después por un
trueno. Ella estudió su perfil en la tenue luz. Su mirada recorrió sus
largas pestañas, bajó por su cuello y por sus brazos desnudos. Su
estómago revoloteó; de repente se dio cuenta de cuán poco espacio los
separaba.

No es que importara: la mente de Dara estaba claramente a


mundos de distancia.

—Desearía que no estuviera lloviendo —dijo él, su voz


extrañamente melancólica—. Me hubiera gustado mirar las estrellas en
acaso de…

—¿En caso de? —preguntó ella cuándo él se detuvo.

Él la miró, casi avergonzado.

—En caso de que sea mi última noche como hombre libre.

Nahri se encogió. Demasiado ocupada buscando en el cielo más


rukh e intentando sobrevivir al último tramo de su agotador viaje, Nahri
apenas había considerado su recepción en Daevabad.

—¿Realmente crees que vas a ser arrestado?

—Es probable.

Había una pizca de miedo en su voz, pero habiendo aprendido


cuán propenso a la exageración Dara podría ser, especialmente cuando
se trataba de los djinn, Nahri trató de tranquilizarlo.

—Probablemente solo eres historia antigua para ellos, Dara. No


todos son capaces de guardar rencor durante catorce siglos. —Él
frunció el ceño y miró hacia otro lado, y ella se echó a reír—. Oh,
vamos, solo te estoy tomando el pelo. —Se apoyó sobre un codo y, sin
pensarlo demasiado, le tomó la mejilla para girarlo hacia ella.

Dara se sobresaltó ante su toque, sus ojos brillantes de sorpresa.


No, no por su toque, Nahri se dio cuenta con cierta vergüenza, más bien
por la posición en la que los había puesto inadvertidamente, su cuerpo
medio cubierto sobre su pecho.
Ella se sonrojó.

—Lo siento. No quise...

Él tocó su mejilla.

Dara parecía casi tan asombrado como ella con el acto, como si
sus dedos estuvieran trazando ligeramente su mandíbula por su propia
cuenta. Había tanto anhelo en su rostro —así como un poco de
indecisión— que el corazón de Nahri comenzó a acelerarse, el calor se
acumuló en su estómago. No, se dijo a sí misma. Es literalmente el
enemigo de las personas a las que estás a punto de pedir refugio, y
¿quieres agregar esto a los lazos que ya te unen? Solo un tonto haría tal
cosa.

Lo besó.

Dara emitió un sonido a medias de protesta contra su boca y


luego rápidamente enredó sus manos en su cabello. Sus labios eran
cálidos y urgentes, y cada parte de ella parecía alegrarse cuando le
devolvió el beso, su cuerpo lleno de hambre contra el cual su mente
gritaba advertencias.

Él se apartó.

—No podemos —jadeó, su cálido aliento le hizo cosquillas en la


oreja, enviando una excitación por su columna vertebral—. Esto, esto es
completamente inapropiado…

Tenía razón, por supuesto. No se trataba de ser inapropiado, a


Nahri nunca le había importado mucho eso. Pero era estúpido. Así era
como los idiotas enamorados arruinaban sus vidas, y Nahri había
entregado suficientes bastardos y había cuidado a suficientes esposas
rotas a través de las últimas etapas de sífilis para saber. Pero acababa
de pasar un mes con este hombre arrogante e irritante, cada noche y
día a su lado, un mes de sus ojos ardientes y sus manos calientes que
se demoraron un poco demasiado y nunca lo suficiente.
Rodó sobre él, y la expresión de asombro e incredulidad en su
rostro valió la pena.

—Cállate, Dara. —Y luego lo besó de nuevo.

No hubo sonido de protesta ahora. Hubo un grito ahogado —


mitad exasperación, mitad deseo— luego la atrajo hacia él y los
pensamientos de Nahri dejaron de ser coherentes.

Estaba hurgando el nudo enloquecedoramente complicado en su


cinturón, sus manos se deslizaban bajo su túnica, cuando la cueva se
sacudió con el estruendo de trueno más fuerte que Nahri había
escuchado.

Ella se quedó inmóvil. No quería; la boca de Dara acababa de


encontrar un lugar encantador en la base de su garganta y la presión
de sus caderas contra la de ella estaba haciendo cosas en su sangre que
nunca había creído posible. Pero luego un relámpago, más brillante que
el resto, iluminó la cueva. Sopló otra brisa, apagó el pequeño fuego y
envió el arco y el carcaj de Dara al suelo.

Ante el sonido de su preciosa arma golpeando el suelo, él levantó


la vista y luego se quedó inmóvil, notando la expresión de su rostro.

—¿Qué pasa?

—Yo… No lo sé.

El trueno continuó retumbando, pero debajo había algo más, casi


como un susurro en el viento, un impulso en un idioma que no
entendía. La brisa volvió de nuevo, susurrando y tirando de su cabello,
oliendo a esas mismas especias. Grano de pimienta y cardamomo.
Clavo y macis.

Té. El té de Khayzur.

Nahri inmediatamente retrocedió, llena de un presentimiento que


no entendió.
—Creo que… creo que hay algo ahí afuera.

Él frunció el ceño.

—No escuché nada. —Pero se sentó de todos modos,


desenredando sus extremidades de las de ella para recuperar su arco y
carcaj.

Ella se estremeció, fría sin la cálida presión de su cuerpo.


Agarrando su túnica, se la pasó por su cabeza.

—No fue un sonido —insistió ella, sabiendo que probablemente


sonaba loco—. Era algo más.

Otro rayo crujió en el cielo, su destello esbozó al daeva contra la


oscuridad. Su ceño se frunció.

—No, no se atreverían… —susurró, casi para sí mismo—. No tan


cerca de la frontera.

Aun así, le entregó su daga y luego colocó una de sus flechas de


plata. Se arrastró hacia la entrada de la cueva.

—Quédate atrás —advirtió.

Nahri lo ignoró, metiendo la daga en su cinturón y uniéndose a él


en la boca de la cueva. La lluvia azotaba sus rostros, pero no estaba tan
oscuro como antes; la luz de la luna se reflejaba en las nubes
hinchadas.

Dara levantó su arco y le dirigió una mirada afilada cuando el


extremo de la flecha se hundió en su estómago.

—Al menos un poco atrás.

Salió, y ella se quedó a su lado, sin gustarle la forma en que se


estremeció cuando la lluvia le golpeó la cara.

—¿Estás seguro de que deberías estar saliendo en este clima...?


Un rayo golpeó justo delante, y Nahri saltó, protegiéndose los
ojos. La lluvia paró, el efecto tan inmediato que fue como si alguien
cerrara una llave.

El viento azotó su húmedo cabello. Parpadeó, tratando de


despejar los puntos de su visión. La oscuridad se estaba levantando. El
relámpago había golpeado un árbol cerca de ellos, incendiando las
ramas muertas.

—Vamos. Volvamos a entrar —instó Nahri. Pero Dara no se


movió, su mirada fija en el árbol—. ¿Qué es? —preguntó ella, tratando
de pasar más allá de su brazo.

Él no respondió, no tuvo que hacerlo. Las llamas bajaron por el


árbol, el calor tan intenso que instantáneamente secó su piel húmeda.
El humo acre salió de la madera, filtrándose más allá de las raíces y
agrupándose en unos nebulosos zarcillos negros que se deslizaban y
giraban, solidificándose a medida que se levantaban lentamente del
suelo.

Nahri retrocedió y alcanzó el brazo de Dara.

—Es… ¿Es otro daeva? —preguntó, tratando de sonar


esperanzada mientras las cuerdas de humo se retorcían juntas, más
gruesas, más rápidamente.

Los ojos de Dara estaban muy abiertos.

—Me temo que no. —Tomó su mano—. Creo que deberíamos


irnos.

Apenas habían regresado a la cueva cuando más humo negro se


deslizó desde los acantilados que se alzaban por encima de la entrada
rocosa como una cascada.

Cada vello en su cuerpo se erizó; las puntas de sus dedos


zumbaban de energía.

—Ifrit —susurró ella.


Dara dio un paso atrás tan rápido que tropezó, su gracia habitual
desaparecida.

—El río —tartamudeó—. Corre.

—Pero nuestros suministros...

—No hay tiempo. —Manteniendo una mano sobre su muñeca, la


arrastró por la colina rocosa—. ¿Puedes nadar tan bien como dices?

Nahri dudó, pensando en la rápida corriente de Gozan. El rio


probablemente estaba crecido por la tormenta, sus ya turbulentas
aguas azotadas en un frenesí.

—Yo… tal vez. Probablemente —se corrigió, viendo un destello de


alarma en su cara—. ¡Pero tú no puedes!

—No importa.

Antes de que ella pudiera discutir, él la empujó, corriendo y


luchando por la colina de piedra caliza. La fuerte caída fue traicionera
en la oscuridad, y Nahri se deslizó más de una vez sobre las piedras
sueltas y arenosas.

Corrían a lo largo de un estrecho saliente cuando un sonido bajo


irrumpió en el aire, algo entre el rugido de un león y el chasquido de un
fuego incontrolado. Nahri levantó la vista y vislumbró brevemente algo
grande y brillante antes de estrellarse contra Dara.

La fuerza la hizo retroceder, su equilibrio se fue sin el agarre firme


del daeva en su muñeca. Trató de sujetar una rama de árbol, una roca,
cualquier cosa mientras tropezaba, pero sus dedos se movían
inútilmente por el aire. Sus pies no encontraban nada, y entonces
estaba sobre la colina.
Nahri trató de protegerse la cabeza cuando golpeó el suelo con
fuerza y rodó por la pendiente, mientras rocas irregulares le golpeaban
los brazos. Su cuerpo rebotó más allá de otra pequeña saliente, y luego
aterrizó en una espesa mancha de barro. La parte posterior de su
cabeza se estrelló contra una raíz de árbol oculta.

Yacía inmóvil, aturdida por el dolor cegador, el viento la golpeaba.


Cada parte de ella dolía. Intentó respirar un poco y gritó ante la
protesta de una costilla obviamente rota.

Sólo respira. No te muevas. Necesitaba dejar que su cuerpo se


curara. Sabía que lo haría; ya la picadura de su carne desgarrada se
estaba desvaneciendo. Tocó cautelosamente la parte posterior de su
cabeza, rogando que su cráneo todavía estuviera intacto. Sus dedos se
encontraron con cabello ensangrentado pero nada más. Gracias al
Altísimo por ese pequeño pedazo de suerte.

Algo en su abdomen se retorció en su lugar, y se sentó,


limpiándose los ojos de sangre o barro o solo Dios sabía qué. Entrecerró
los ojos. El Gozan estaba delante de ella, el agua que corría brillaba
mientras se convertía en rápidos.

Dara. Se puso de pie y se tambaleó hacia adelante, mirando a


través de la oscuridad a la colina.

Otro destello la cegó, y el aire crepitó, seguido de un estallido


ensordecedor que la hizo retroceder. Nahri levantó las manos para
protegerse los ojos, pero la luz ya había desaparecido, desvanecida en
una neblina de humo azul que se evaporaba rápidamente.

Entonces el ifrit estaba allí, elevándose sobre ella con brazos tan
gruesos como ramas de árboles. Su carne era ligera, su piel brillaba
entre el blanco ceniciento del humo y el naranja teñido carmesí del
fuego. Sus manos y pies eran negro carbón, su cuerpo sin pelo cubierto
con un garabato de marcas de ébano incluso más salvajes que las de
Dara.
Y era hermoso. Extraño y mortífero, pero hermoso. Se quedó
paralizada cuando un par de ojos felinos dorados se posaron en ella.
Sonrió, sus dientes ennegrecidos y afilados. Una mano color carbón
alcanzó la guadaña de hierro que estaba a su lado.

Nahri se levantó de un salto y corrió a través de las rocas hacia el


agua, aterrizando en las aguas poco profundas con un chapoteo. Pero el
ifrit fue demasiado rápido, alcanzando su tobillo mientras intentaba
alejarse. Arañó el fondo fangoso del río, enganchando sus dedos en una
raíz de árbol sumergida.

El ifrit era más fuerte. Tiró de nuevo, y Nahri gritó mientras la


arrastraba hacia atrás. Se había vuelto más brillante, su piel palpitaba
con una luz amarilla cálida. Una cicatriz corría por su cabeza calva
como una mancha de carbón apagado. El ladrón que había en ella no
pudo evitar notar la reluciente placa de bronce que llevaba sobre una
simple tela de lino en la cintura. Una cadena de piedras de cuarzo en
bruto atada en su cuello.

Él levantó su mano como si compartiera la victoria.

—¡La tengo! —gritó en un lenguaje que sonaba como un incendio


forestal. Volvió a sonreír y se pasó la lengua por los dientes afilados,
con una mirada de inconfundible hambre en sus ojos dorados—. ¡La
chica! La tengo…

Recuperando sus sentidos, Nahri agarró la daga que Dara le


había dado en la cueva. Casi cortando uno de sus dedos en el proceso,
la hundió profundamente en el ardiente pecho del ifrit. Este gritó y dejó
caer su muñeca, sonando más sorprendido que herido.

Él levantó una ceja pintada mientras miraba la daga, obviamente


sin impresionarse. Luego la abofeteó con fuerza en la cara.

El golpe derribó a Nahri. Se tambaleó, manchas negras


parpadeando ante sus ojos. El ifrit sacó la daga, apenas mirándola
antes de que la arrojara junto a ella.
Se levantó, resbalándose y tambaleándose mientras intentaba
retroceder. No podía apartar los ojos de su guadaña. La hoja de hierro
estaba teñida de negro, el borde golpeado y sin filo. La mataría, sin
duda, y le dolería. Mucho. Se preguntaba cuántos de sus ancestros
Nahid habían encontrado su fin en esa guadaña.

Dara. Ella necesitaba al Afshin.

El ifrit la siguió en un ritmo pausado.

—Así que tú eres la que está enojando a todas las razas… —


empezó—. El último engendro traicionero y de sangre podrida de
Anahid.

El odio en su voz envió una nueva oleada de miedo a través de su


cuerpo. Vio la daga en el suelo y la levantó. Puede que no lastimara al
ifrit, pero era todo lo que tenía. Lo sostuvo, tratando de mantener la
mayor distancia posible entre ellos.

El ifrit volvió a sonreír.

—¿Tienes miedo, pequeña sanadora? —dijo, arrastrando las


palabras—. ¿Estás temblando? —Acarició su espada—. Lo que haría
para ver salir la sangre de ese traidor de ti… —Pero luego dejó caer su
mano, pareciendo arrepentido—. Ay, hicimos un trato para devolverte
ilesa.

—¿Ilesa? —Recordó a El Cairo, el recuerdo de los dientes del


ghoul desgarrándole la garganta en su mente—. ¡Tus ghouls intentaron
comerme!

El ifrit extendió las manos, pareciendo arrepentido.

—Mi hermano actuó precipitadamente, lo admito. —Se aclaró la


garganta como si tuviera problemas para hablar, y luego inclinó la
cabeza para mirarla—. Realmente asombroso, le doy crédito a los marid.
A primera vista, eres completamente humana, pero mira más allá de
eso... —Se acercó más para estudiar su rostro—. Ahí está el daeva.
—No lo soy —dijo ella rápidamente—. Para quien quiera que estés
trabajando... lo que sea que quieras... Solo soy un shafit. No puedo
hacer nada —agregó, con la esperanza de que la mentira pudiera
ganarle algo de tiempo—. No necesitas perder tu tiempo conmigo.

—¿Solo un shafit? —rió—. ¿Es eso lo que piensa ese esclavo


lunático?

El sonido de un árbol estrellándose atrajo su atención antes de


que pudiera responder. Una línea de fuego bailaba a lo largo de la
colina, consumiendo los matorrales como si fuera leña.

El ifrit siguió la mirada de Nahri.

—Las flechas de tu Afshin podrían ser más afiladas que su


inteligencia, pequeña curandera, pero ambos están superados.

—Dijiste que no es tu intención hacernos daño.

—No queremos hacerte daño a ti —corrigió—. El esclavo


empapado de vino no era parte de nuestro trato. Pero quizás… si vienes
de buena gana… —Se detuvo con una tos y respiró bruscamente.

Mientras ella observaba, él jadeó y alcanzó un árbol cercano para


sostenerse. Volvió a toser, apretando su pecho donde ella lo había
herido. Se sacó la coraza y Nahri se quedó sin aliento. La piel alrededor
de la herida se había vuelto negra con lo que parecía una infección. Y se
estaba extendiendo, diminutos zarcillos de color carbón serpenteando
como delicadas venas.

—¿Qu-qué me hiciste? —gritó cuando las venas ennegrecidas


dieron paso a una ceniza teñida de azul ante sus ojos. Volvió a toser,
sacando un líquido viscoso oscuro que humeó cuando golpeó el suelo.
Se tambaleó más cerca y trató de agarrarla—. No... no lo hiciste ¡Di que
no lo hiciste! —Sus ojos dorados estaban muy abiertos por el pánico.

Todavía agarrando la daga, Nahri retrocedió, temiendo que el ifrit


pudiera estar intentando engañarla. Pero cuando se aferró a su
garganta y cayó de rodillas, sudando ceniza, recordó algo que Dara le
había dicho semanas atrás sobre Éufrates.
Se decía que la sangre de un Nahid era venenosa para los ifrit,
más fatal que cualquier cuchilla. Como si estuviera en trance, su mirada
cayó lentamente sobre la daga. Mezclada con la sangre negra del ifrit
estaba su propio color carmesí oscuro de cuando se cortó a sí misma
tratando de apuñalarlo.

Miró de nuevo al ifrit. Estaba acostado en las rocas, sangre


goteando de su boca. Sus ojos, hermosos y aterrorizados, se
encontraron con los de ella.

—No… —jadeó—. Teníamos un trato…

Me golpeó. Amenazó con matar a Dara. Actuando con una oleada


de frío odio e instinto que probablemente la habría asustado si hubiera
pensado más, le dio una patada en el estómago. Él gritó, y ella se
arrodilló, presionando su daga contra su garganta.

—¿Con quién hiciste un trato? —preguntó—. ¿Qué querían


conmigo?

Sacudió la cabeza y tomó una respiración entrecortada.

—Escoria sucia Nahid… son todos lo mismo… —escupió—, sabía


que era un error…

—¿Quién? —preguntó de nuevo. Cuando no dijo nada, abrió su


mano y presionó su palma ensangrentada contra su herida.

El sonido que provino del ifrit fue diferente a cualquiera que


pudiera imaginar: un chillido que desgarró su alma. Quería alejarse,
huir al río y sumergirse, escapando de todo esto.

Nahri pensó de nuevo en Dara. Más de mil años como esclavo,


robado de su pueblo y asesinado, entregado a los caprichos de
innumerables maestros crueles. Vio la suave sonrisa de Baseema, la
más inocente de las inocentes desaparecida para siempre. Empujó más
fuerte.
Con su otra mano, mantuvo la daga contra su garganta, aunque a
juzgar por sus gritos, no era necesario. Esperó hasta que sus gritos se
convirtieron en un gemido.

—Dime, y te sanaré.

Se retorció bajo su cuchilla, sus ojos se dilataron brevemente en


negro. La herida burbujeaba, humeando como un caldero sobrecargado,
y un terrible sonido líquido salió de su garganta.

—¡Nahri! —La voz de Dara se elevó desde algún lugar en la


oscuridad, una distracción distante—. ¡Nahri!

La mirada febril del ifrit se fijó en su rostro. Algo parpadeó en sus


ojos, algo calculador y vil. Abrió la boca.

—Tu madre —jadeó—. Hicimos un trato con Manizheh.

—¿Qué? —preguntó, tan sorprendida que casi dejó caer el


cuchillo—. ¿Mi qué?

El ifrit comenzó a convulsionar, un gemido proveniente de un


lugar bajo en su garganta. Sus ojos se dilataron otra vez, y su boca se
abrió, una bruma de vapor que corría por sus labios. Nahri hizo una
mueca. Dudaba que obtendría mucha más información de él.

Los dedos de él arañaron su muñeca.

—Cúrame… —rogó—. Lo prometiste.

—Mentí.

Con un movimiento brusco y cruel, arrojó su mano hacia atrás y


le cortó la garganta. Un vapor oscuro se levantó de su cuello mutilado y
sofocó su grito. Pero sus ojos, fijos y odiosos, permanecieron en su
daga, observando mientras ella la levantaba sobre su pecho. La
garganta… Dara le había instruido una vez, las debilidades de los ifrit
una de las pocas cosas que le contaría.
…los pulmones. Bajó la hoja, hundiéndola en su pecho. No entró
fácilmente, y luchó contra las ganas de vomitar mientras apoyaba su
peso en la daga. Sangre negra viscosa se derramó sobre sus manos. El
ifrit se convulsionó una vez, dos veces, y luego se quedó quieto, su
pecho bajando como si hubiera vaciado un saco de harina. Nahri
observó un momento más, pero supo que estaba muerto, sintió la falta
de vida y vigor de inmediato. Ella lo había matado.

Se puso de pie; le temblaban las piernas. Maté a un hombre. Se


quedó mirando al ifrit muerto, paralizada por la visión de su sangre
filtrándose y humeando sobre el suelo de guijarros. Lo maté.

—¡Nahri! —Dara se deslizó hasta detenerse frente a ella. Tomó


uno de sus brazos mientras sus ojos alarmados recorrían su ropa
ensangrentada. Le tocó la mejilla, sus dedos rozaron su húmedo
cabello—. Por el Creador, estaba tan preocupado… ¡El ojo de Solimán!

Al detectar el ifrit, saltó hacia atrás, tirando de ella


protectoramente detrás de él.

—Él… tú… —tartamudeó, sonando más sorprendido de lo que


nunca antes lo había escuchado—. Mataste a un ifrit. —Se giró hacia
ella, sus ojos verdes brillando—. ¿Tú mataste a un ifrit? —repitió
mientras miraba más de cerca.

Tu madre… La última declaración del ifrit la atormentaba. No


podía olvidar ese extraño parpadeo en sus ojos antes de que él hablara.
¿Fue una mentira? ¿Palabras destinadas a perseguir al enemigo que lo
mataría?

Una brisa caliente barrió sus mejillas, y Nahri levantó los ojos.
Los acantilados estaban en llamas; los árboles mojados se quebraban y
se agrietaban mientras ardían. El aire olía venenoso, caliente y
sembrado con pequeñas brasas ardientes que barrían el paisaje muerto
y centelleaban sobre el río oscuro.
Apretó una de sus manos ensangrentadas contra su sien
mientras una oleada de náuseas la recorría. Se apartó del ifrit muerto,
la visión de su cuerpo provocó una extraña sensación de rectitud que
no le gustaba.

—Yo… dijo algo acerca de… —Dejó de hablar. Más humo negro
caía por el acantilado, retorciéndose y deslizándose entre los árboles y
creciendo en una ola espesa que se acercaba a ellos.

—¡Atrás! —Dara la apartó de un tirón, y los tentáculos ahumados


se achataron con un silbido bajo. Dara aprovechó la oportunidad para
empujarla hacia el agua—. Ve, todavía puedes llegar al río.

El río. Sacudió su cabeza; incluso mientras miraba, una enorme


rama de árbol pasó rápidamente como si hubiera sido disparada desde
un cañón, y el agua rugió cuando se estrelló contra las rocas que
ensuciaban sus orillas.

Ni siquiera podía ver la orilla opuesta, no había manera de que


pudiera cruzar. Y Dara probablemente se disolvería.

—No —respondió ella, con voz grave—. Nunca lo lograremos.

El humo avanzó y comenzó a separarse, girando y acumulándose


en tres formas distintas. El daeva gruñó y sacó su arco.

—Nahri, entra en el agua.

Antes de que pudiera responder, Dara le dio un fuerte empujón,


tirándola a la corriente fría. No era lo suficientemente profundo para
que se hundiera, pero el río luchó contra ella mientras se ponía de pie
nuevamente.

Dara lanzó una de sus flechas, pero navegó inútilmente a través


de las formas nebulosas. Maldijo y volvió a disparar cuando uno de los
ifrit brilló con una luz ardiente. Una mano ennegrecida agarró la flecha.
Todavía sosteniéndolo, el ifrit volvió a arder en su forma sólida, seguido
inmediatamente por los otros dos.
El ifrit con la flecha era incluso más grande que el que Nahri
había matado. La piel alrededor de sus ojos ardía en una banda áspera,
negra y dorada. Los otros dos eran más pequeños: otro hombre y una
mujer con una diadema de metales trenzados.

El ifrit hizo rodar la flecha de Dara entre sus dedos. Comenzó a


fundirse, la plata parpadeando mientras goteaba en la tierra. El ifrit
sonrió, y luego su mano humeo. La flecha había desaparecido,
reemplazada por un enorme mazo de hierro. Las puntas y las crestas de
su cabeza pesada estaban embotadas de sangre. Levantó la horrible
arma sobre un hombro y dio un paso adelante.

—Salaam alaykum, Banu Nahida. —Le dirigió una sonrisa


aguda—. Tengo tantas ganas de esta reunión.

El árabe del ifrit era impecable, con suficiente sabor del Cairo
para hacerla estremecer. Inclinó la cabeza en una leve inclinación.

—Te llamas Nahri, ¿sí?

Dara colocó otra flecha.

—No contestes eso.

El ifrit levantó las manos.

—No tiene nada de malo. Sé que no es su verdadero nombre. —


Volvió su mirada dorada hacia Nahri—. Soy Aeshma, niña. ¿Por qué no
sales del agua?

Ella abrió la boca para responder, pero luego la hembra se acercó


a Dara.

—Mi Azotador, ha sido demasiado largo. —Ella lamió sus labios


pintados—. Mire esa marca de esclavo, Aeshma. Una belleza. ¿Alguna
vez has visto una tan larga? —suspiró, sus ojos se arrugaron de
placer—. Y oh, cómo se las ganó.
Dara palideció.

—¿No te acuerdas, Darayavahoush? —Cuando él no dijo nada,


ella le dirigió una sonrisa triste—. Una pena. Nunca he visto a un
esclavo tan despiadado. Entonces otra vez, estabas siempre dispuesto a
hacer cualquier cosa para permanecer en buenos términos conmigo.

Lo miró de reojo, y Dara retrocedió, pareciendo enfermo. Una


oleada de odio barrió a Nahri.

—Suficiente, Qandisha. —Aeshma despidió a su compañero—. No


estamos aquí para hacer enemigos.

Algo rozó las espinillas de Nahri bajo el agua negra. Lo ignoró,


enfocando su atención en el ifrit.

—¿Qué deseas?

—Primero: que salgas del agua. No hay seguridad allí para ti,
pequeña sanadora.

—¿Y hay seguridad contigo? Uno de los tuyos en El Cairo


prometió lo mismo y luego soltó una manada de ghouls tras nosotros. Al
menos no hay nada aquí tratando de comerme.

Aeshma levantó los ojos.

—Una mala elección de palabras, Banu Nahida. Los habitantes


del aire y el agua ya les han hecho más daño de lo que saben.

Ella frunció el ceño, intentando deshacer sus palabras.

—¿Qué es lo que…?

Dejó de hablar. Un estremecimiento atravesó el río, como si algo


increíblemente grande se alzara sobre el fondo lodoso. Miró el agua a su
alrededor. Podría haber jurado que vio un destello de escamas en la
distancia, un brillo húmedo que se desvaneció tan rápido como había
llegado.
El ifrit debió haber notado su reacción.

—Ven ahora —la instó—. No estás a salvo.

—Está mintiendo. —La voz de Dara era apenas más que un


gruñido. El daeva estaba quieto, su mirada llena de odio se posó en el
ifrit.

El delgado de repente se enderezó, olfateando el aire ardiente


como un perro antes de precipitarse a los matorrales donde yacía el ifrit
asesinado.

—¡Sakhr! —gritó el flaco ifrit, sus ojos luminosos se abrieron con


incredulidad cuando tocó la garganta que Nahri había abierto—. No...
¡No, no, no! —Echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar un grito de
desesperación que parecía desgarrar el aire antes de inclinarse sobre el
muerto y presionar su frente contra el cuerpo del cadáver.

Su pena la tomó completamente por sorpresa. Dara dijo que los


ifrit eran demonios. No habría pensado que se cuidaran en absoluto, y
mucho menos tan profundamente.

El lloroso ifrit silenció su grito cuando la vio, y el odio llenó sus


ojos dorados.

—¡Tú, bruja asesina! —la acusó, poniéndose de pie—. ¡Debería


haberte matado en el Cairo!

El Cairo… Nahri retrocedió hasta que el agua rodeó de su cintura.


Baseema. Era el que había poseído a Baseema, quién había condenado
a la pequeña niña y había enviado a los ghouls tras ellos. Sus dedos se
movieron sobre su daga.

Él se lanzó hacia adelante, pero Aeshma lo agarró y lo tiró al


suelo.

—¡No! Hicimos un trato.

El delgado ifrit se puso de pie e inmediatamente comenzó a


amenazarla de nuevo, chasqueando y silbando mientras intentaba
liberarse del agarre de Aeshma. La suciedad bajo sus pies chispeó.
—¡El diablo que acepte tu trato! Ella lo envenenó con sangre...
¡Voy a arrancarle los pulmones y moler su alma hasta convertirla en
polvo!

—¡Suficiente! —Aeshma lo tiró al suelo de nuevo y levantó su


mazo—. La chica está bajo mi protección. —Levantó la vista y se
encontró con los ojos de Nahri. Había una mirada mucho más fría en su
cara ahora—. Pero el esclavo no lo está. Si Manizheh quería su maldito
Azotador, debería habernos dicho. —Bajó su arma y le hizo un gesto a
Dara—. Es tuyo, Vizaresh.

—¡Espera! —gritó Nahri mientras el delgado ifrit saltaba sobre


Dara. Dara lo golpeó en la cara con su arco, pero entonces Qandisha,
más grande que los dos hombres, simplemente agarró a Dara por la
garganta y lo levantó.

—Ahógalo de nuevo —sugirió Aeshma—. Tal vez esta vez


funcionará. —El río bailaba y hervía alrededor de sus pies cuando
comenzó a perseguir a Nahri.

Dara intentó patear a Qandisha, y su grito terminó abruptamente


cuando lo hundió bajo el agua oscura. El ifrit se rió mientras los dedos
de Dara arañaban sus muñecas.

—¡Para! —gritó Nahri—. ¡Déjalo ir! —Saltó hacia atrás, esperando


perder a Aeshma en las aguas más profundas y nadar de regreso a
Dara.

Pero cuando Aeshma se acercó, el río retrocedió, casi como una


ola alzándose. Se retiró desde la rivera, jalándola de los tobillos y, en
segundos, desapareció por completo de sus pies, dejándola de pie en un
palmo de estiércol.

Sin el sonido de la corriente apresurada, el mundo se quedó en


silencio. No había ni un toque de viento, el aire saturado con el olor de
la sal, el humo y el cieno húmedo.

Aprovechando la distracción de Aeshma, Nahri se dirigió hacia


Dara.
—Marid… —susurró la ifrit hembra, con sus ojos dorados llenos
de miedo. Dejó caer a Dara y agarró al otro ifrit por un brazo delgado,
apartándolo de un tirón—. ¡Corre!

Los ifrit estaban huyendo cuando Nahri llegó a Dara. Se estaba


agarrando la garganta, jadeando por aire. Cuando ella trató de ponerlo
de pie, sus ojos se fijaron en algo más allá de su hombro, y el color
abandonó su rostro.

Miró detrás de ella. Inmediatamente deseó no haberlo hecho.

El Gozan se había ido.

En el lugar del río había una trinchera ancha y fangosa, rocas


mojadas y profundos surcos que marcaban su camino anterior. El aire
todavía estaba lleno de humo, pero las nubes de tormenta se habían
desvanecido, revelando una luna hinchada y una gran cantidad de
estrellas que iluminaban el cielo. O al menos habría iluminado el cielo
si no hubieran estado parpadeando mientras algo más oscuro que la
noche se alzaba frente a ellos.

El río. O lo que había sido el río. Había retrocedido y engrosado,


los rápidas y diminutas olas aun ondeando a través de su superficie,
girando y batiendo, desafiando a la gravedad a elevarse. Se retorció y
onduló en el aire, elevándose lentamente sobre ellos.

Su garganta se apretó de miedo. Era una serpiente. Una serpiente


del tamaño de una pequeña montaña y hecha enteramente de aguas
negras.

La serpiente acuosa se retorció, y Nahri vislumbró una cabeza del


tamaño de un edificio, con colinas por dientes, mientras abría la boca
para rugir de nuevo ante las estrellas. El sonido se rompió en el aire,
una combinación horripilante entre un bramido de cocodrilo y la
ruptura de una ola gigante. Detrás de la serpiente, divisó las colinas de
arena donde Dara dijo que Daevabad yacía escondido.

Estaba paralizado por el terror ahora, y sabiendo lo asustado que


estaba del agua, ella no esperaba que eso cambiara. Apretó su agarre
en su muñeca.
—Levántate. —Lo empujó hacia adelante—. ¡Levántate! —Cuando
él se movió muy lentamente para su gusto, lo abofeteó con fuerza y
señaló hacia las dunas de arena—. ¡Daevabad, Dara! ¡Vámonos! ¡Puedes
matar a todos los djinn que quieras una vez que lleguemos allí!

Ya fuera la bofetada o la promesa de asesinato, el terror que lo


retenía pareció romperse. Tomó su mano extendida, y corrieron.

Hubo otro rugido, y una gruesa lengua de agua azotó el lugar


donde habían estado de pie, como un gigante aplastando una mosca. Se
estrelló contra la orilla fangosa, y el agua salpicó sus pies mientras
huían.

La serpiente se retorció y golpeó el suelo justo delante de ellos.


Nahri se detuvo, empujando a Dara en otra dirección para correr a
través del lecho vacío del río. Estaba lleno de algas marinas húmedas y
cantos rodados; Nahri tropezó más de una vez, pero Dara la mantuvo en
pie mientras esquivaban los aplastantes golpes del monstruo del río.

Habían avanzado un poco más de la mitad cuando la criatura se


detuvo de repente. Nahri no se dio la vuelta para ver por qué, pero Dara
lo hizo.

Se quedó sin aliento, su voz volviendo.

—¡Corre! —gritó, como si no lo estuviera haciendo ya—. ¡Corre!

Nahri corrió, su corazón latiendo con fuerza, sus músculos


protestando. Corrió tan rápido que ni siquiera se dio cuenta de la zanja,
una mancha de lo que debió haber sido agua profunda, antes de caer
sobre ella. Golpeó el fondo desigual con fuerza. Su tobillo se torció
cuando aterrizó, y escuchó el chasquido antes de sentir el dolor del
hueso roto.

Luego, desde el suelo, vio lo que había hecho gritar a Dara.

Habiéndose levantado una vez más para aullar al cielo, la criatura


estaba dejando que su mitad inferior se disolviera en una cascada más
alta que las Pirámides. El agua se precipitó hacia ellos, la ola al menos
tres veces su altura y se extendía en ambas direcciones. Estaban
atrapados.
Dara estaba de nuevo a su lado. La agarró con fuerza.

—Lo siento —susurró.

Sus dedos se deslizaron a través de su húmedo cabello. Podía


sentir su cálido aliento cuando él la besó en la frente. Lo abrazó con
fuerza, metiendo la cabeza en su hombro y respirando profundamente
su olor a humo.

Esperaba que fuera la última.

Y entonces algo se cerró de golpe entre ellos y la ola.

La tierra tembló, y un chillido agudo que habría congelado la


sangre del hombre vivo más valiente rompió el aire. Sonaba como una
bandada entera de rukh descendiendo sobre su presa.

Nahri levantó la vista del hombro de Dara. Una gran cantidad de


alas, delineadas contra la precipitada ola, brillaban con chispas de color
lima donde la luz de las estrellas las tocaba.

Khayzur.

El peri volvió a chillar. Extendió las alas, levantó las manos y


después tomó una respiración; mientras inhalaba, el aire que rodeaba a
Nahri parecía menguar, casi podía sentir cómo se lo sacaba de los
pulmones. Luego exhaló, enviando una nube en forma de embudo hacia
la serpiente.

La criatura dejó escapar un bramido acuoso cuando los vientos lo


golpearon. Una nube humeante se evaporó de su lado, y se estremeció,
alejándose hacia el suelo. Khayzur agitó sus alas y lanzó otra ráfaga
gigante. La serpiente dejó escapar un sonido derrotado. Colapsó en la
distancia con un golpe, aplanándose de nuevo a través de la tierra,
desapareció en un instante.

Nahri dejó escapar un suspiro. Su tobillo ya estaba sanando, pero


Dara tuvo que ayudarla a levantarse y darle un empujón para salir de la
zanja.
El río se había tendido a lo largo de diferentes orillas y estaba
ocupadamente consumiendo los árboles y rasgando los acantilados de
los que acababan de escapar. No había ni rastro de los ifrit.

Habían cruzado el Gozan.

Lo habían logrado.

Se puso de pie, dándole un delicado giro a su tobillo antes de


soltar un grito triunfante. Podría haber echado la cabeza hacia atrás y
aullar a las estrellas, estaba tan emocionada de estar viva.

—¡Por Dios, Khayzur tiene la mejor sincronización! —Sonrió,


mirando a Dara.

Pero Dara no estaba detrás de ella. En cambio, lo vio corriendo


hacia Khayzur. El peri aterrizó en el suelo e inmediatamente se
derrumbó, sus alas cayendo a su alrededor mientras se derrumbaba.

Cuando los alcanzó, Khayzur estaba acunado en los brazos de


Dara. Sus alas de color lima estaban marcadas con forúnculos blancos
y costras grises que se hacían más grandes ante sus ojos. Se estremeció
y varias plumas cayeron al suelo.

—…Estaba siguiendo y traté de advertir… —Le estaba diciendo a


Dara—. Estabas tan cerca… —El peri se detuvo para tomar una
respiración profunda y ruidosa. Parecía encogido, y había un brillo
purpúreo en su piel. Cuando la miró, sus ojos incoloros estaban
resignados. Condenado.

—Ayúdalo —rogó Dara—. ¡Cúralo!

Nahri se inclinó para tomar su mano, pero Khayzur la rechazó.

—No hay nada que puedas hacer —susurró—. Rompí nuestra ley.
—Levantó la mano y tocó el anillo de Dara con una de sus garras—. Y
no por primera vez.

—Solo déjala que lo intente —suplicó Dara—. ¡Esto no puede


estar pasando porque nos salvaste!
Khayzur le dio una sonrisa amarga.

—Aún no entiendes, Dara, acerca del papel de mi gente. Tu raza


nunca lo hizo. Siglos después de haber sido mutilado por Solimán por
interferir con los humanos. . . y todavía no entiendes.

Aprovechando las distraídas divagaciones de Khayzur, Nahri


apoyó la palma de la mano sobre uno de los forúnculos. Siseó y se
volvió gélida al tocarla y luego se duplicó en tamaño. El peri aulló, y ella
se apartó.

—Lo siento —se apresuró a decir—. Nunca he curado nada como


tú.

—Y no puedes ahora —dijo con suavidad. Tosió para aclararse la


garganta y levantó la cabeza, sus largas orejas aguzadas como las de un
gato—. Necesitas irte. Mi gente está de camino. El marid también
volverá.

—No te voy a dejar —dijo Dara con firmeza—. Nahri puede cruzar
el umbral sin mí.

—No es a Nahri lo que quieren.

Los ojos brillantes de Dara se agrandaron, y miró a su alrededor,


como si esperara ver una nueva adición a su trío.

—¿Y-yo? —tartamudeó—. No entiendo. ¡No soy nada ni para tu


raza ni para los marid!

Khayzur negó con la cabeza cuando el grito agudo de un gran


pájaro atravesó el aire.

—Váyanse. Por favor… —croó.

—No. —Hubo un temblor en la voz de Dara—. Khayzur, no puedo


dejarte. Me salvaste la vida, mi alma.

—Entonces haz lo mismo por otro. —Khayzur agitó sus alas


destrozadas e hizo un gesto hacia el cielo—. Lo que viene está más allá
de ustedes dos. Salva a tu Nahid, Afshin. Es tu deber.
Fue como si hubiera lanzado un hechizo sobre el daeva. Observó
a Dara tragar y luego asentir, todo rastro de emoción desapareciendo de
su rostro. Puso al peri con cuidado en el suelo.

—Lo siento mucho, viejo amigo.

—¿Qué estás haciendo? —exclamó Nahri—. Ayúdalo a levantarse.


Necesitamos a… ¡Dara! —gritó cuando el daeva la levantó y la arrojó
sobre su hombro—. ¡No! ¡No podemos dejarlo aquí! —Le dio un rodillazo
al daeva en el pecho y trató de empujarlo, pero su agarre era demasiado
fuerte—. ¡Khayzur! —gritó ella, atrapando un vistazo del peri lesionado.

Él le dirigió una larga y triste mirada antes de volver su mirada al


cielo. Cuatro formas oscuras se elevaban sobre los acantilados. El
viento se levantó, sembrando el aire con piedras afiladas. Vio que el peri
se estremecía y alzaba un ala marchita hacia su rostro para protegerse.

—¡Khayzur! —Le dio una patada a Dara otra vez, pero él solo
aceleró, luchando por trepar sobre una duna de arena con ella todavía
en su hombro—. ¡Dara, por favor! Dara, no ...

Y entonces ya no podía ver a Khayzur, y se habían ido.


12
Ali
Traducido por Mer & YoshiB

El ánimo de Ali se volvió más ligero mientras se dirigía hacia el


midan, animado por las amables palabras de Jamshid. Pasó por debajo
de la Puerta de Agnivanshi, con sus lámparas de aceite dispersas dando
la sensación de viajar a través de una constelación. Adelante, el midan
estaba en calma, las canciones nocturnas de los insectos reemplazando
el sonido de la música y los juerguistas borrachos que dejaba atrás.
Una brisa fresca sopló trozos de basura y hojas plateadas sobre los
antiguos adoquines.

Un hombre estaba de pie al borde de la fuente. Rashid. Ali lo


reconoció, aunque su secretario no llevaba uniforme, vestido con una
túnica oscura bastante suave y un turbante de color liso.

—Que la paz sea contigo, Qaid —Rashid lo saludó mientras Ali se


acercaba.

—Y contigo sea —respondió Ali—. Perdóname. No creí que


tuviéramos más asuntos esta noche.

—¡Oh, no! —aseguró Rashid—. Nada oficial, de todos modos. —


Sonrió, sus dientes brillaron en la oscuridad—. Espero que perdones mi
impertinencia. No pretendía alejarte de tus diversiones nocturnas.

Ali hizo una mueca.

—No es ninguna molestia, confía en mí.


Rashid sonrió de nuevo.

—Bien. —Hizo un gesto hacia la Puerta Tukharistani—. Estaba de


camino para ver a un viejo amigo en el barrio de Tukharistani, y pensé
que te gustaría venir. Mencionaste que querías ver más de la ciudad.

Era una oferta amable, aunque algo extraña. Ali era el hijo del rey;
no era alguien a quien invitabas casualmente a tomar el té.

—¿Estás seguro? No me gustaría entrometerme.

—No es ninguna intrusión en absoluto. Mi amigo tiene un


pequeño orfanato. En verdad, pensé que podría ser bueno para un
Qahtani ser visto allí. Han caído en tiempos difíciles recientemente —
Rashid se encogió de hombros—. Tu elección, por supuesto. Sé que has
tenido un largo día.

Ali lo había tenido, pero también estaba intrigado.

—Me gustaría mucho, en realidad —le devolvió la sonrisa a


Rashid—. Lidera el camino.

Para cuando llegaron al centro del Barrio Tukharistan, las nubes


habían dibujado el cielo, velando la luna y trayendo una ligera neblina
de lluvia. Sin embargo, el clima no hizo nada para disuadir a la
multitud de creadores de ideas y compradores nocturnos. Los niños
djinn se perseguían entre ellos, corriendo detrás de mascotas de humo
conjuradas, mientras sus padres cotilleaban bajo toldos de metal
erigidos apresuradamente para bloquear la lluvia. El sonido de las gotas
de lluvia golpeando las estropeadas superficies de cobre se hizo eco en
todo el barrio. Globos de vidrio que contenían fuego encantado colgaban
de las fachadas de las tiendas, reflejando los charcos y la vertiginosa
variedad de colores de la bulliciosa calle.
Ali evitó por poco a dos hombres regateando una brillante
manzana dorada. Una manzana Samarkandi, reconoció Ali; muchos
djinn juraban que un solo bocado de su carne era tan efectivo como el
toque de un Nahid. Aunque el Tukharistan de Ali no era bueno, podía
oír suplicar la voz del posible comprador, y miró hacia atrás. Metal
oxidado crecía y cubría la cara del hombre, y su brazo izquierdo
terminaba en un muñón.

Ali se estremeció. Envenenamiento por hierro. No era terriblemente


raro, especialmente entre los viajeros djinn que podrían beber de un
arroyo sin darse cuenta de que discurría sobre ricos depósitos de metal
mortal. El hierro se acumulaba en la sangre durante años, antes de
golpear violentamente y sin advertencia, causando atrofia en las
extremidades y la piel. Mortal y veloz, sin embargo, era fácilmente
curado por una sola visita a un Nahid.

Excepto que ya no había más Nahid. Y esa manzana no ayudaría


al hombre condenado, ni la miríada de otras "curas" vendidas a djinn
desesperados por estafadores sin escrúpulos. No había sustituto para
un sanador Nahid, y esa era la oscura verdad que la mayoría de las
personas, incluido Ali, intentaban no pensar. Él desvió la mirada.

Un trueno retumbó, extrañamente distante. Tal vez una tormenta


se acercaba al velo que ocultaba la ciudad. Ali mantuvo la cabeza baja,
con la esperanza de evitar tanto la lluvia como las miradas curiosas de
los transeúntes. Incluso sin uniforme, su estatura y elegancia real lo
delataron, provocando sobresaltados salaams y apresurados reverencias
en su dirección.

Cuando llegaron a una bifurcación en la carretera principal, Ali


notó un llamativo monumento de piedra del doble de su altura,
construido con arenisca gastada, de forma aproximada como un cuenco
alargado, casi como un bote colocado en la popa. La parte superior
había comenzado a desmoronarse, pero al pasar, vio incienso nuevo en
su base. Una pequeña lámpara de aceite ardía dentro, arrojando luz
parpadeante sobre una larga lista de nombres en escritura
tukharistani.
El monumento a Qui-zi. La piel de Ali se erizó al recordar lo que le
sucedió a la desafortunada ciudad. ¿Cuál de los Afshin fue el que había
hecho esa atrocidad? ¿Artash? ¿O fue Darayavahoush? Ali frunció el
ceño, tratando de recordar sus lecciones de historia.

Darayavahoush, por supuesto; Qui-zi fue la razón por la cual la


gente comenzó a llamarlo el Azotador. Un apodo que el demonio Daeva
había cometido a fondo, a juzgar por los horrores que luego perpetraría
durante su rebelión.

Ali volvió a mirar el monumento. Las flores del interior eran


frescas, y no estaba sorprendido. Su gente tenía largos recuerdos, y lo
que había sucedido en Quizi no era algo fácil de olvidar.

Rashid finalmente se detuvo frente a una modesta vivienda de dos


pisos. No fue una vista particularmente impresionante; las tejas
estaban rotas y cubiertas de moho negro, y las plantas moribundas en
macetas rotas estaban esparcidas por el frente.

Su secretario golpeó ligeramente la puerta. Una mujer joven la


abrió. Le dio a Rashid una sonrisa cansada que desapareció tan pronto
como vio a Ali.

Ella se dejó caer en una reverencia.

—¡Príncipe Alizayd! Yo… que la paz sea contigo —tartamudeó, su


Djinnistani mezclado con el fuerte acento de la clase trabajadora de
Daevabad.

—Puedes llamarlo Qaid, en realidad —corrigió Rashid—. Por


ahora. —La diversión hervía en su voz—. ¿Podemos entrar, hermana?

—Por supuesto. —Ella mantuvo la puerta abierta—. Prepararé un


poco de té.

—Gracias. Y por favor dígale a la hermana Fatumai que estamos


aquí. Estaré en la parte de atrás. Hay algo que quiero mostrarle a Qaid.
¿Está ahí? Curioso, Ali siguió sin palabras a Rashid por un pasillo
oscuro. El orfanato se veía limpio —sus pisos estaban desgastados pero
bien fregados— pero en mal estado. El agua goteaba en las cacerolas del
techo roto, y el moho cubría los libros que estaban apilados en un
pequeño salón de clases. Los pocos juguetes que vio eran cosas tristes:
piezas de juego tallados en huesos de animales, muñecas remendadas y
una bola hecha de trapos.

Al doblar la esquina, escuchó una terrible tos cortante. Ali miró


por el pasillo. Estaba oscuro, pero vio la forma sombría de una mujer
mayor que sostenía a un joven flaco sobre un cojín desteñido. El niño
comenzó a toser de nuevo, el sonido intercalado con sollozos ahogados.

La mujer frotó la espalda del niño mientras luchaba por respirar.

—Está bien, querido —Ali la escuchó decir suavemente,


acercándole un paño a la boca mientras tosía de nuevo. Ella presionó
una taza humeante contra sus labios—. Toma un poco de esto. Te
sentirás mejor.

Los ojos de Ali se clavaron en la tela que sostenía en la boca del


niño. Brillaba con sangre.

—¿Qaid?

Ali levantó la vista, dándose cuenta de que Rashid estaba a mitad


de camino por el pasillo. Rápidamente lo alcanzó.

—Lo siento —murmuró—. No quise fisgonear.

—Está bien. Estas son cosas que estoy seguro de que


normalmente no ves.

Fue una respuesta extrañamente formulada, dada con un toque


de reproche que Ali nunca había escuchado de su amable secretario.
Pero antes de que pudiera pensar en ello, llegaron a una gran sala que
daba a un patio descubierto. Cortinas hechas jirones, remendadas
donde era posible, eran todo lo que la separaba de la lluvia fría que caía
en el patio.
Rashid presionó un dedo contra sus labios y descorrió una de las
cortinas. El suelo estaba lleno de niños dormidos, docenas de niños y
niñas envueltos en mantas y sábanas, apretados tanto por la calidez
como por la falta de espacio, supuso Ali. Él dio un paso más cerca.

Eran niños shafit. Y acurrucada bajo una colcha, con el cabello ya


empezando a crecer, estaba la chica de la taberna de Turan.

Ali dio un paso atrás tan rápido que tropezó. Tenemos un refugio
en el barrio de Tukharistani... Con horror, lo comprendió.

La mano de Rashid cayó pesadamente sobre su hombro. Ali saltó,


casi esperando una espada.

—Tranquilo, hermano —dijo Rashid suavemente—. No querrás


asustar a los niños… —Puso su otra mano sobre la de Ali mientras Ali
alcanzaba su zulfiqar—, ni huir de este lugar cubierto de sangre de otro.
No cuando eres tan fácilmente reconocible.

—Bastardo —susurró Ali, atónito por la facilidad con la que había


entrado en una trampa tan obvia en retrospectiva. No solía decir
palabrotas, pero las palabras salieron—. Maldito traid…

Los dedos de Rashid se hundieron un poco más.

—Es suficiente. —Empujó a Ali por el pasillo, señalando a la


habitación contigua—. Solo queremos hablar.

Ali vaciló. Podía enfrentarse a Rashid en una pelea, de eso estaba


seguro. Pero sería sangriento, y sería ruidoso. Su ubicación fue
intencional. Un solo grito, y habría despertado a docenas de testigos
inocentes. No tenía buenas opciones, así que Ali se armó de valor y
cruzó la puerta. Su corazón se hundió de inmediato.

—Si es el nuevo Qaid —dijo Hanno, saludándolo fríamente. La


mano del cambia forma cayó sobre el largo cuchillo que llevaba en el
cinturón, y sus ojos de cobre brillaron—. Espero que ese turbante rojo
tuyo haya valido la vida de Anas.
Ali se tensó, pero antes de que pudiera responder, una cuarta
persona, la mujer mayor del corredor, se unió a ellos en la puerta.

Ella despidió a Hanno.

—Ahora, hermano, seguro que esa no es forma de tratar a nuestro


invitado.

A pesar de las circunstancias, su voz era extrañamente alegre.

—Sé útil, viejo pirata, y tráeme una silla.

El cambia forma gruñó, pero hizo lo que le dijeron, colocando un


cojín sobre una caja de madera. La mujer entró, ayudada por un bastón
de madera negro.

Rashid se tocó la frente.

—La paz sea con usted, Hermana Fatumai.

—Y con usted, Hermano Rashid. —Se acomodó en el cojín. Ella


era un shafit, eso era lo que Ali podía ver por sus ojos marrones oscuros
y sus orejas redondeadas. Su cabello era gris, medio cubierto por un
chal de algodón blanco. Lo miró a él—. Dios, eres alto. Debes ser
Alizayd al Qahtani entonces. —La más leve de las sonrisas divertidas
iluminó su pálido rostro—. Al fin nos conocemos.

Ali se movió incómodamente sobre sus pies. Era mucho más fácil
enfurecerse con los hombres de Tanzeem que esta figura de abuela.

—¿Se supone que debo conocerte?

—No, todavía no. Aunque supongo que estos tiempos requieren


flexibilidad. —Inclinó la cabeza—. Mi nombre es Hui Fatumai. Soy... —
Su sonrisa se desvaneció—. Más bien, era uno de los asociados de
Sheikh Anas. Dirijo el orfanato aquí y muchas de las obras de caridad
de Tanzeem. Por lo cual debería agradecerte. Fue solo a través de su
generosidad que pudimos hacer tanto bien.
Ali levantó una ceja.

—Al parecer, eso no fue todo lo que estabas haciendo con mi


“generosidad.” Vi las armas.

—¿Y qué? —Hizo un gesto con la cabeza al zulfiqar en su


cintura—. Usas un arma para protegerte. ¿Por qué no debería mi gente
tener el mismo derecho?

—Porque es contra la ley. Shafit no pueden llevar armas.

—También tienen prohibida la atención médica —interrumpió


Rashid, dándole a Ali una mirada de complicidad—. Dime, hermano,
¿de quién fue la idea de la clínica en la calle Maadi? ¿Quién pagó esa
clínica y robó libros de medicina de la biblioteca real para capacitar a
sus proveedores?

Ali se sonrojó.

—Eso es diferente.

—No a los ojos de la ley —reprendió Rashid—. Ambos preservan


la vida del shafit y, por lo tanto, ambos están prohibidos.

Ali no tuvo respuesta para eso. Fatumai todavía lo estaba


estudiando. Algo que podría haber sido lástima parpadeó en sus ojos
marrones.

—Qué joven eres —comentó en voz baja—. Me imagino mucho


más viejo para los niños que duermen en la habitación contigua que
para cualquiera de nosotros. —Chasqueó la lengua—. Casi lo siento por
ti, Alizayd al Qahtani.

A Ali no le gustó el sonido de eso.

—¿Qué quieres conmigo? —preguntó. Sus nervios comenzaban a


dominarlo y su voz temblaba.

Fatumai sonrió.
—Queremos que ayudes a salvar a los shafit, por supuesto.
Idealmente, reanudando nuestra financiación lo antes posible.

Estaba incrédulo.

—Usted debe estar bromeando. Se suponía que Anas compraría


comida y libros con el dinero que le di, no rifles y dagas. No puedes
pensar que te daré una moneda más.

—Vientres llenos no significan nada si no podemos proteger a


nuestros hijos de los esclavistas —espetó Hanno.

—Y ya educamos a nuestra gente, Príncipe Alizayd —agregó


Fatumai—. ¿Pero con qué fin? Se prohíbe al shafit en trabajos
calificados; si nuestra especie tiene suerte, pueden encontrar un trabajo
como sirviente o esclavo de cama. ¿Tiene idea de lo desesperante que se
vuelve la vida en Daevabad? No hay mejora excepto la promesa del
Paraíso. No se nos permite salir, no se nos permite trabajar, nuestras
mujeres y niños pueden ser robados legalmente por cualquier pura
sangre que afirme que están relacionados...

—Anas me dio el discurso —interrumpió Ali, su voz más cortante


de lo que pretendía. Pero había creído las palabras de Anas antes, y el
conocimiento de que su sheikh le había mentido aún le dolía—. Lo
siento, pero he hecho todo lo posible para ayudar a tu gente. —Era la
verdad. Le había dado una fortuna al Tanzeem e incluso ahora estaba
retrasando silenciosamente las medidas más duras que su padre quería
poner en su lugar al shafit—. No sé qué más esperas.

—Influencia —Rashid habló—. El sheikh no te reclutó solo por


dinero. Los shafit necesitan un campeón en el palacio, una voz que
hable por sus derechos. Y tú nos necesitas, Alizayd. Sé que estás
demorando esas órdenes que te dio tu padre. ¿Las nuevas leyes que se
supone que debes hacer cumplir? ¿Cazar al traidor de la Guardia Real
que robó espadas de entrenamiento zulfiqar? —Una leve sonrisa jugó en
su boca ante eso—. Permítanos ayudarlo, hermano Alizayd.
Ayudémonos unos a otros.
Ali sacudió la cabeza.

—Absolutamente no.

—Esto es una pérdida de tiempo —declaró Hanno—. El mocoso es


Geziri… probablemente dejaría quemar el Daevabad hasta el suelo
antes de volverse contra su gente. —Sus ojos brillaron y sus dedos se
demoraron nuevamente en la empuñadura de su cuchillo—.
Deberíamos matarlo. — La amargura se deslizó en su voz—. Dejemos
que Ghassan sepa lo que se siente perder a un hijo.

Ali retrocedió alarmado, pero Fatumai ya lo estaba rechazando.

—Démosle a Ghassan una razón para matar a todos los shafit en


la ciudad, quieres decir. No, no creo que lo hagamos.

Desde el pasillo, el niño comenzó a toser de nuevo. El sonido —


esa tos seca, teñida de sangre, ese pequeño sollozo triste— cortó
profundamente, y Ali se encogió.

Rashid se dio cuenta.

—Hay medicina para eso, ya sabes. Y en Daevabad hay algunos


médicos especializados en shafit que pueden ayudarlo, pero sus
habilidades no son baratas. Sin su ayuda, no podemos permitirnos
tratarlo. —Levantó las manos—. Para tratar a cualquiera de ellos.

Ali bajó la mirada. No hay nada que les impida darse la vuelta y
gastar todo lo que les doy en armas. Había confiado en Anas mucho más
de lo que confiaba en estos extraños, y el sheikh aún lo había engañado.
Ali no podía arriesgarse a traicionar a su familia nuevamente.

Un ratón pasó por encima de sus pies, y una gota de lluvia cayó
sobre su mejilla por una gotera en el techo. En la habitación contigua,
podía escuchar a los niños roncando desde sus camas improvisadas en
el suelo. Pensó culpablemente en la enorme cama en el palacio que ni
siquiera usaba. Probablemente aguantaría diez de esos niños.

—No puedo —dijo, con la voz quebrada—. No puedo ayudarte.


Rashid se abalanzó.

—Debes. Eres un Qahtani. Los shafit son la razón por la que tus
antepasados vinieron a Daevabad, la razón por la cual tu familia ahora
posee el sello de Solimán. Conoces el Libro Sagrado, Alizayd. Ya sabes
cómo te obliga a defender la justicia. ¿Cómo puedes decir que eres un
hombre de Dios cuando...?

—Eso es suficiente —dijo Fatumai—. Sé que eres apasionado,


Rashid, pero insistir en que un niño ni siquiera cerca de su primer
cuarto de siglo traicione a su familia para que no sea condenado no va a
ayudar a nadie. —Soltó un suspiro cansado, golpeando con los dedos
su bastón—. Esto no es algo que deba decidirse esta noche —declaró—.
Piensa en lo que hemos dicho aquí, Príncipe. Sobre lo que has visto y
oído en este lugar.

Ali parpadeó incrédulo. Miró nerviosamente entre ellos.

—¿Me dejas ir?

—Te estoy dejando ir.

Hanno se quedó boquiabierto.

—¿Estás loca? ¡Va a correr directamente hacia su abba! ¡Nos


tendrá detenidos al amanecer!

—No, no lo hará —Fatumai encontró su mirada, su rostro


calculador—. Conoce el costo demasiado bien. Su padre vendría por
nuestras familias, nuestros vecinos... una gran cantidad de shafit
inocentes. Y si es el chico del que Anas habló con tanto cariño, aquel en
quien depositó tantas esperanzas… —Le dio a Ali una mirada atenta—.
No se arriesgará a eso.

Sus palabras enviaron un escalofrío por su columna vertebral.


Habló correctamente: Ali sabía el costo. Si Ghassan se enteraba del
dinero, si sospechaba que otros podrían saber que fue un príncipe
Qahtani quien financió el Tanzeem… las calles de Daevabad estarían
llenas de sangre shafit.
Y no solo shafit. Ali no sería el primer príncipe inconveniente en
ser asesinado. Oh, se haría con cuidado, probablemente lo más rápido y
sin dolor posible… su padre no era cruel. Un accidente. Algo que no
haría sospechar demasiado a la poderosa familia de su madre. Pero
sucedería. Ghassan tomaba en serio la realeza, y la paz y la seguridad
de Daevabad llegaban antes que la vida de Ali.

Esos no eran precios que Ali estaba dispuesto a pagar.

Tenía la boca seca cuando intentó hablar.

—No voy a decir nada —prometió—. Pero ya terminé con el


Tanzeem.

Fatumai no parecía preocupada en lo más mínimo.

—Ya veremos, Hermano Alizayd. —Se encogió de hombros—.


Allahu alam.

Dijo las palabras sagradas humanas mejor de lo que la lengua de


pura sangre de Ali lograría jamás, y no pudo evitar temblar ligeramente
ante la confianza en su voz, ante la frase destinada a demostrar la
insensatez de la confianza del hombre.

Dios lo sabe mejor.


13
Nahri
Traducido por Liliana

Era como si hubieran atravesado una puerta invisible en el aire.


En un minuto, Nahri y Dara se movían sobre dunas oscuras, y al
siguiente, emergieron en un mundo completamente nuevo, el río oscuro
y las llanuras polvorientas reemplazadas por una pequeña cañada en
un bosque de montaña tranquilo. Amanecía; el cielo rosado brillaba
contra los troncos de los árboles plateados. El aire era cálido y húmedo,
rico con olor a savia y hojas muertas.

Dara dejó caer a Nahri suavemente sobre sus pies, y ella aterrizó
sobre un parche de musgo. Respiró profundamente el fresco y limpio
aire antes de girarse hacia él.

—Tenemos que volver —exigió ella, empujándose a sus hombros.


No había rastro del río, aunque a través de los árboles, algo azul
brillaba en la distancia. Un mar, tal vez; se veía enorme. Agitó las
manos en el aire, buscando el camino—. ¿Cómo lo hago? Necesitamos
atraparlo antes...

—Es probable que ya esté muerto —interrumpió Dara—. De las


historias contadas sobre los peris… —Escuchó su garganta
contraerse—. Sus castigos son rápidos.

Él salvó nuestras vidas. Nahri se sintió enferma. Molesta se limpió


las lágrimas rodando por sus mejillas.
—¿Cómo pudiste dejarlo allí? ¡Deberías haberlo llevado a él, no a
mí!

—Yo... —Dara se dio la vuelta con un sollozo ahogado y se dejó


caer bruscamente sobre una gran roca cubierta de musgo. Su cabeza
cayó en sus manos. Las malezas que lo rodeaban empezaron a
ennegrecerse y un calor brumoso se elevó en olas sobre la roca—. No
pude, Nahri. Solo aquellos de nuestra sangre pueden cruzar el umbral.

—Podríamos haber tratado de ayudar. Pelear…

—¿Cómo? —Dara levantó la vista. Sus ojos estaban oscurecidos


por el dolor, pero su expresión era resuelta—. Viste lo que el marid le
hizo al río, cómo Khayzur se defendió. —Apretó la boca en una línea
sombría—. Comparados con el marid y el peri, somos insectos. Y
Khayzur tenía razón: tenía que ponerte a salvo.

Nahri se apoyó contra un árbol torcido, sintiéndose lista para


colapsar.

—¿Qué crees que le pasó a los ifrit? —preguntó finalmente.

—Si hay algo de justicia en este mundo, se lanzaron contra las


rocas y se ahogaron —espetó Dara—. Esa... mujer —dijo con
desprecio—. Fue ella quien me esclavizó. Recuerdo su cara de la
memoria que activaste.

Nahri se abrazó a sí misma; todavía estaba mojada, y el aire del


amanecer era fresco.

—Al que maté dijo que estaban trabajando con mi madre, Dara.
—Su voz se atragantó con la palabra—. Ese Manizheh del que seguían
hablando. —Se tambaleó; la muerte de Khayzur, la mención de su
madre, todo un maldito río que se levanta para hacerlos pedazos… Todo
era demasiado.

Dara estuvo a su lado en un momento. La tomó por los hombros,


inclinándose para encontrarse con su mirada.
—Están mintiendo, Nahri —dijo con firmeza—. Son demonios. No
puedes confiar en nada de lo que digan. Todo lo que hacen es engañar y
manipular. Lo hacen a los humanos, a los daeva. Ellos dirán cualquier
cosa para engañarte. Para romperte.

Ella logró asentir, y él le tomó la mejilla brevemente con una


mano.

—Vamos entremos a la ciudad —dijo en voz baja—. Deberíamos


poder encontrar un santuario en el Gran Templo. Descubriremos
nuestro próximo paso allí.

—Está bien.

La presión de la palma de su mano sobre su piel la hizo recordar


lo que habían estado haciendo antes del ataque de los ifrit, y se sonrojó.
Apartó la mirada, mirando a su alrededor en busca de la ciudad. Pero
no vio nada más que árboles plateados y destellos del agua salpicada
por el sol en la distancia.

—¿Dónde está Daevabad?

Dara señaló a través de los árboles. El bosque descendió


bruscamente ante ellos.

—Hay un lago en la parte inferior de la montaña. Daevabad está


en una isla en el centro. Debería haber un transbordador en la playa.

—¿Los djinn usan transbordadores? —Fue tan inesperado y tan


humano que casi se echó a reír.

Él levantó una ceja.

—¿Puedes pensar en una mejor manera de cruzar un lago?

El movimiento atrajo su mirada. Nahri levantó la vista y vio un


halcón gris posado en los árboles frente a ella. Miró hacia atrás,
moviéndose sobre sus pies mientras se acomodaba en una posición más
cómoda.
Se volvió hacia Dara.

—Supongo que no. Lidera el camino.

Nahri lo siguió a través de los árboles mientras el sol subía y


llenaba el bosque con una hermosa luz amarilla pálida. Sus pies
descalzos crujieron a través de la maleza, y cuando pasó por un espeso
arbusto con delgadas hojas verde oscuro, dejó que sus manos se
extendieran para ahuecar brevemente un rocío de brotes de color
salmón. Se calentaron a su toque y comenzaron a florecer ligeramente.

Miró a Dara por el rabillo del ojo, observando cómo él miraba el


bosque. A pesar de la muerte de Khayzur, había una nueva luz en sus
ojos. Él está en casa, comprendió Nahri. Y no eran solo sus ojos los que
brillaban; cuando estiró la mano para quitar una rama baja, ella
vislumbró su anillo, la esmeralda brillaba intensamente. Nahri frunció
el ceño, pero cuando se acercó a él, el brillo se desvaneció.

El bosque finalmente comenzó a aplanarse, los árboles se


adelgazaron para dar paso a una costa de guijarros. El lago era enorme,
rodeado de montañas de verdes, bosques de madera dura en el lado sur
y escarpados acantilados en el lejano norte. El agua azul verdosa estaba
completamente inmóvil, una lámina de vidrio intacta. No vio ninguna
isla, ni siquiera insinuaba una aldea, y mucho menos una masiva
ciudad.

Pero había un gran bote varado cerca de donde estaban parados,


similar en forma a las falucas que navegaban el Nilo. El sol brillaba
sobre los vertiginosos diseños negro y dorado pintados en el casco, y
una vela negra triangular se agitaba inútilmente en la brisa, observando
el lago. Un hombre estaba parado en el arco curvado bruscamente con
los brazos cruzados, mordiendo el extremo de una delgada pipa. Su
ropa le recordó a Nahri a los comerciantes Yemeníes que había visto en
El Cairo, un cinturón con estampado y una simple túnica. Su piel era
tan marrón como la de ella, y su barba negra recortada a lo largo de un
puño. Un turbante gris con borlas atado alrededor de su cabeza.
Había otros dos hombres en la playa debajo del bote, ambos
vestidos con túnicas voluminosas de color verde azulado y las cabezas
envueltas a juego. Mientras Nahri observaba, uno de ellos hizo un gesto
de enojo hacia el hombre en el bote, gritando algo que ella no podía
escuchar y señalando detrás de él. Desde los árboles al otro lado del
bosque, aparecieron unos pocos hombres más, llevando camellos
cargados de tabletas blancas encuadernadas.

—¿Son daeva? —preguntó en un ansioso silencio, notando la


forma en que sus ropas brillaban y ahumaban y su piel negra brillaba.

Dara no se veía tan emocionado.

—Probablemente no sea su término preferido.

Ella ignoró su hostilidad.

—¿Djinn entonces?

Cuando él asintió, ella volvió a mirarlos. Incluso después de los


meses que había pasado con Dara, la vista ante ella todavía parecía
inimaginable. Djinn, casi una docena de ellos. Las cosas de leyendas y
cuentos en las fogatas, discutiendo como viejas.

—Los hombres de la túnica son Ayaanle —ofreció Dara—.


Probablemente comerciantes de sal, a juzgar por su carga. Ese otro
hombre es un Geziri —dijo Dara, mirando al barquero con los ojos
entrecerrados—. Probablemente uno de los agentes del rey, aunque
ciertamente no parece muy oficial —agregó petulante. Miró de nuevo a
Nahri—. Lleva la bufanda, lo que queda de ella de todos modos, a tu
cara cuando nos acerquemos.

—¿Por qué?

—Porque ningún Daeva viajaría con un compañero shafit —dijo


claramente—. Al menos no en mi tiempo. No quiero llamar la atención.
—Se quitó un poco de suciedad de la manga izquierda y se frotó con
cuidado en su mejilla para ocultar su tatuaje—. Permitidme recuperar
mi túnica. Necesito cubrir las marcas en mis brazos.
Nahri se la quitó y se lo entregó.

—¿Crees que serás reconocido?

—Eventualmente. Pero al parecer, mis opciones son ser arrestado


en Daevabad o regresar al Gozan para ser asesinado por marid y peris
por alguna ofensa desconocida. —Envolvió el extremo de la cola de su
turbante cerca de su mandíbula—. Me arriesgaré con los djinn.

Ella se puso la bufanda en la cara. Los hombres seguían


luchando cuando llegaron al barco. Su lenguaje era estridente, sonaba
como una falta de coincidencia de todos los idiomas que Nahri había
escuchado en los bazares.

—¡El rey oirá esto, lo hará! —declaró uno de los comerciantes


Ayaanle. Sacudió airadamente un pedazo de pergamino a los pies del
barquero—. ¡El palacio nos dio un contrato fijo para el transporte!

Nahri miró a los hombres con asombro. Todas los Ayaanle eran al
menos dos cabezas más altas que ella, sus brillantes túnicas verde
azulado se agitaban como pájaros. Sus ojos eran dorados, pero sin la
dureza amarilla de los ifrit. Estaba completamente paralizada; ni
siquiera tuvo que tocarlos para sentir la vida y la energía
chisporroteando justo debajo de su piel. Podía escuchar su respiración,
podía sentir enormes pulmones llenos y resoplando como fuelles. El
latido de sus corazones era como los tambores de boda.

El barquero Geziri era mucho menos impresionante, aunque su


túnica holgada y manchada podría haber sido la culpable. Exhaló un
largo chorro de humo negro y chispas naranjas, colgando la pipa de sus
largos dedos.

—Un bonito pedazo de papel —dijo arrastrando las manos,


gesticulando hacia el contrato de los comerciantes—. Tal vez sirva de
balsa si no quieres pagar mi precio.

Nahri apreciaba la lógica del hombre, pero Dara parecía menos


impresionado. Se adelantó, los otros finalmente se dieron cuenta de
ellos.
—¿Y cuál es ese precio?

El barquero lo miró sorprendido.

—Los peregrinos de Daeva no pagan, tonto. —Sonrió


perversamente al Ayaanle—. Los cocodrilos, sin embargo…

El otro djinn levantó bruscamente la mano y las chispas se


enroscaron en sus dedos.

—Te atreves a insultarnos, eres un hombre de sangre delgada y


agitada…

Dara condujo suavemente a Nahri al otro lado del bote.

—Puede tardar un rato —dijo mientras se dirigían hacia la


estrecha rampa pintada.

—Parecen que se van a matar. —Miró hacia atrás cuando uno de


los comerciantes Ayaanle comenzó a golpear un largo bastón de madera
contra el casco del barco. El capitán Geziri rió.

—Con el tiempo acordarán una tarifa. Lo creas o no, sus tribus


son en realidad aliadas. Aunque, por supuesto, bajo el dominio Daeva,
todo el pasaje era gratis.

Ella detectó un toque de suficiencia en su voz y suspiró. Algo le


dijo que las disputas entre las diversas tribus djinn harían que la guerra
entre los turcos y los francos se viera positivamente amigable.

Pero por más desagradables que fueran sus argumentos, el


capitán y los mercaderes debieron acordar un precio, porque antes de
que lo supiera, los camellos estaban siendo conducidos al vientre de la
nave. El bote se tambaleó y se balanceó con cada paso, los tablones de
madera cosidos protestaban. Nahri observó a los mercaderes instalarse
en el extremo opuesto del bote, cruzando con gracia sus largas piernas
debajo de sus amplias túnicas.
El capitán saltó a bordo y subió la rampa con un fuerte golpe.
Nahri sintió que su estómago se agitaba de nervios. Ella lo observó
mientras sacaba una vara corta envuelta en su cintura. Mientras le
daba vuelta en sus manos, se hacía más y más largo.

Frunció el ceño, mirando por encima del bote. Todavía estaban


varados en la orilla.

—¿No deberíamos estar en el agua?

Dara negó con la cabeza.

—Oh no. Los pasajeros solo embarcan desde tierra. Es demasiado


arriesgado de lo contrario.

—¿Arriesgado?

—Oh, el marid maldijo este lago hace siglos. Si pones tanto como
un dedo en el agua, te agarrará, te hará pedazos y enviará tus restos a
todos los lugares que tu mente haya contemplado.

La boca de Nahri se abrió con horror.

—¿Qué? —jadeó—. ¿Y lo vamos a cruzar? En este destartalado


pedazo de...

—¡No hay más dios que Dios! —gritó el capitán y golpeó la vara,
que ahora era un palo casi tan largo como el bote, en la orilla arenosa.

El bote fue empujado tan rápido que fue impulsado brevemente


en el aire. Se estrelló contra el lago con un gran choque que envió una
ola de agua volando sobre sus costados. Nahri chilló y cubrió su cabeza,
pero el capitán rápidamente se movió entre ella y la ola en ascenso. Él
chasqueó su lengua en el agua y la amenazó con su palo como si uno
ahuyentara a un perro. El agua se aplanó.

—Relájate —instó Dara, luciendo avergonzado—. El lago sabe


comportarse. Estamos perfectamente seguros aquí.
—Lo sé… Hazme un favor —dijo enfurecida Nahri, mirando al
daeva—. La próxima vez que vayamos a hacer algo como cruzar un lago
maldito por los marid que destruye gente, détente y explica cada paso.
Por el Altísimo…

Nadie más parecía molesto. Los Ayaanle charlaban entre ellos,


compartiendo una canasta de naranjas. El capitán se balanceó
precariamente en el borde del casco y ajustó la vela. Mientras Nahri
observaba, él metió la pipa en su túnica y comenzó a cantar.

Las palabras la recorrieron, sonando extrañamente familiar pero


completamente incomprensible. Era una sensación tan extraña que le
tomó un momento darse cuenta de lo que estaba sucediendo.

—¿Dara? —Ella tiró de su manga, atrayendo su atención del agua


burbujeando—. Dara, no puedo entenderle. —Eso nunca le había
sucedido antes.

Él miró al djinn.

—No, está cantando en Geziriyya. Su lengua no puede ser


entendida, ni siquiera puede ser aprendida por miembros de tribus
extranjeras. —Sus labios se curvaron—. Una capacidad adecuada para
un pueblo tan duplicado.

—No empieces.

—No lo hago. No se lo dije a la cara.

Nahri suspiró.

—¿Qué era lo que estaban hablando entre ellos entonces? —


preguntó, gesticulando entre el capitán y los comerciantes.

Él puso los ojos en blanco.

—Djinnistani. Una lengua mercantil fea y sin refinar que consiste


en los sonidos más desagradables de todos sus idiomas.
Bueno, eso fue suficiente de las opiniones de Dara por ahora.
Nahri se dio la vuelta, levantando la cara hacia el sol brillante.
Calentando su piel, y luchó por mantener los ojos abiertos, el
movimiento rítmico del bote la estaba adormeciendo hacia el sueño.
Perezosamente observó a un halcón gris dando vueltas y acercándose,
tal vez esperando restos de naranja, antes de que se desviara hacia los
distantes acantilados.

—Todavía no veo nada que se parezca a una ciudad —dijo ella


ociosamente.

—Lo harás muy pronto —respondió él, mirando a las verdes


montañas—. Hay una última ilusión para pasar.

Mientras él hablaba, algo resonó en los oídos de ella. Antes de que


pudiera gritar, todo su cuerpo se contrajo de repente, como si hubiera
sido comprimido en una vaina apretada. Su piel ardía, y sus pulmones
se sentían llenos de humo. Su visión se empañó brevemente cuando el
zumbido se hizo más fuerte…

Y entonces ya no estaba. Nahri yacía de espaldas en la cubierta,


tratando de recuperar el aliento. Dara se inclinó sobre ella, su rostro
lleno de preocupación.

—¿Qué pasó? ¿Estás bien?

Se incorporó y se frotó la cabeza, se quitó la bufanda y se secó el


sudor que le brillaba en el rostro.

—Estoy bien —murmuró ella.

Uno de los comerciantes Ayaanle también se levantó. Al ver su


rostro descubierto, él desvió sus ojos dorados.

—¿Está tu señora enferma, hermano? Tenemos algo de comida y


agua…

—Ella no es tu incumbencia —dijo Dara bruscamente.


El comerciante se encogió como si hubiera sido abofeteado y se
sentó bruscamente con sus compañeros.

Nahri se sorprendió por la rudeza de Dara.

—¿Qué sucede contigo? Solo estaba tratando de ayudar.

Ella dejó que su voz se alzara, con la esperanza de que el Ayaanle


pudiera escuchar su vergüenza. Apartó la mano de Dara cuando él trató
de ayudarla a ponerse en pie, y luego casi se cayó de nuevo cuando una
enorme ciudad amurallada apareció ante ellos, tan grande que borraba
la mayor parte del cielo y cubría por completo la isla rocosa sobre la que
se encontraba.

Las paredes solo habrían empequeñecido las Pirámides, y los


únicos edificios que podía ver en la distancia eran lo suficientemente
altos como para mirar por encima de ellos: una variedad vertiginosa de
delgados minaretes, templos en forma de huevo con techos verdes
inclinados, y edificios de ladrillo envueltos en intrincadas piedras
blancas que le recordaba el encaje. La pared brillaba brillantemente con
el sol brillante, la luz brillaba como superficie dorada…

—Bronce —susurró ella. El enorme muro fue construido


completamente de bronce, pulido a la perfección.

Sin decir nada, caminó hasta el borde del bote. Dara la siguió.

—Sí —dijo él—. El bronce sostiene mejor los encantamientos


utilizados para construir la ciudad.

Los ojos de Nahri vagaron por la pared. Estaban acercándose a


un puerto de muelles de piedra y muelles que parecían lo
suficientemente grandes como para contener las flotas de los Francos y
los Otomanos. Un gran techo de piedra perfectamente cortado abrigaba
gran parte del área, sostenido por enormes columnas.
Cuando el bote se acercó, notó figuras hábilmente talladas en la
superficie de cobre de la pared, docenas de hombres y mujeres vestidos
con un estilo antiguo que no podía identificar, con gorros planos que
cubrían su cabello rizado. Algunos estaban de pie y señalando,
sosteniendo pergaminos desplegados y escalas ponderadas. Otros
simplemente sentados con las palmas abiertas, con sus serenos rostros
cubiertos.

—Dios mío —susurró ella. Sus ojos se ensancharon a medida que


se acercaban; estatuas de bronce de las mismas figuras se alzaban
sobre el barco.

Una sonrisa como Nahri nunca antes visto iluminó el rostro de


Dara mientras miraba la ciudad. Sus mejillas se sonrojaron de emoción,
y cuando lo miró, sus ojos eran tan brillantes que apenas ella podía
encontrara su mirada.

—Tus ancestros, Banu Nahida —dijo él, haciendo un gesto hacia


las estatuas. Apretó las manos y se inclinó—. Bienvenida a Daevabad.
14
Ali
Traducido por Mary Rhysand & Rimed & NaomiiMora

Ali estampó la pila de papeles de vuelta en su escritorio, casi


golpeando su taza de té.

—Estos reportes son mentiras, Abu Zebala. Eres el inspector de


sanidad de la ciudad. Explícame por qué el Barrio Daeva de todos
explotó mientras un hombre en el distrito Sahrayn fue golpeado el otro
día por una pila de basura que colapsó.

El oficial Geziri de pie ante él le ofreció una sonrisa obsequiosa.

—Primo…

—No soy tu primo. —Técnicamente no era cierto, pero al


compartir un tátara-tátara-abuelo con el rey le había ganado a Abu
Zebala su posición. Eso no le iba a permitir zafarse de la pregunta.

—Príncipe —Abu Zebala corrigió graciosamente—. Estoy


investigando el incidente. Fue un joven… no debió haber estado
jugando en la basura. Ciertamente, culpo a sus padres por no…

—Él tenía doscientos ochenta y un años, tonto.

—Ah. —Abu Zebala parpadeó—. ¿Los tenía? —Tragó, y Ali lo


observó calcular su próxima mentira—. Como sea… la idea de
distribución equitativa de los servicios de saneamiento entre las tribus
está desactualizada.
—¿Disculpa?

Abu Zebala juntó sus manos.

—Los Daeva valoran gratamente la limpieza. Todo el culto de


fuego es sobre pureza, ¿no? ¿Pero Sahrayn? —El otro djinn sacudió su
cabeza, luciendo decepcionado—. Vamos ahora. Todo el mundo sabe
que esos barbaros de oeste se guisarían felizmente con su propia
inmundicia. Si la limpieza es lo suficientemente importante para los
Daeva, tanto que están dispuestos a ponerle un precio… ¿Quién soy yo
para negarles?

Ali entrecerró sus ojos mientras descifraba las palabras de Abu


Zebala.

—¿Acabas de admitir ser sobornado?

El otro hombre ni siquiera tuvo la decencia de lucir avergonzado.

—No diría sobornado…

—Suficiente. —Ali le mostró los registros de nuevo—. Corrige esto.


Cada perímetro consigue el mismo estándar de limpieza y barrido de las
calles. Si no está terminado para el fin de semana, haré que te pongan
en una bolsa y te regresen a Am Gezira.

Abu Zebala comenzó a protestar, pero Ali alzó su mano tan


abruptamente que el otro hombre se estremeció.

—Sal. Y si te escucho hablar de tal corrupción de nuevo, te


arrancaré la lengua.

Ali no decía en serio eso; se hallaba meramente exhausto y


enojado. Pero la sonrisa condescendiente de Abu Zebala desapareció y
el hombre palideció. Asintió y rápidamente se fue, sus sandalias
resonando a medida que tomaba los escalones.

Eso estuvo mal hecho. Ali suspiró y se levantó, caminando hacia


la ventana. Pero no tenía la paciencia para un hombre como Abu
Zebala. No después de anoche.
Un solo barco navegaba sobre las calmadas aguas del distante
lago, brillante luz se reflejándose en su negro y dorado casco. Era un
día hermoso para navegar. Quien sea que estuviera en el barco debería
sentirse afortunado, pensó; la última vez que Alí navegó fue en una
lluvia tan fuerte que temió que el barco se hundiría.

Bostezó, el cansancio apoderándose de él de nuevo. No había


regresado al palacio anoche, incapaz de soportar el pensamiento de ver
su lujoso apartamento —o corriendo a la familia que los Tanzeem
querían que traicionara— después del desastroso encuentro en el
orfanato. Pero no pudo dormir mucho en su oficina; la verdad, no había
dormido mucho desde la noche que siguió a Anas hasta el Barrio
Daeva.

Regresó a su escritorio, su superficie plana de repente tentadora.


Ali colocó su cabeza sobre su brazo y cerró sus ojos. Tal vez solo unos
minutos…

Un toque repentino lo sacó del sueño, y saltó, desordenando sus


papeles y golpeando la taza de té. Cuando el gran wazir entró, Ali no se
molestó en ocultar su irritación.

Kaveh cerró la puerta mientras Alí limpiaba rastros de té de sus


ahora manchados reportes.

—¿Duro el trabajo, mi príncipe?

Ali lo miró.

—¿Qué quieres, Kaveh?

—Necesito hablar con tu padre. Es muy urgente.

Ali ondeó su mano alrededor de la oficina.

—¿Sabes que estás en la Ciudadela? Entiendo que debe ser


confuso a tu edad… todos estos edificios que lucen parecidos, ubicados
en lados opuestos de la ciudad…
Kaveh se sentó sin invitación en la silla frente a Ali.

—No quiere verme. Sus sirvientes dijeron que está ocupado.

Ali ocultó su sorpresa. Kaveh era un hombre profundamente


molesto, pero su posición era una que usualmente garantizaba acceso
al rey, especialmente si el asunto era urgente.

—Quizás has caído en desgracia —sugirió esperanzado.

—¿Supongo entonces que los rumores no te afectan? —preguntó


Kaveh esperanzado, ignorando adrede la respuesta de Ali—. ¿El chisme
en el bazar sobre una chica Daeva quien supuestamente se convirtió a
tu fe para escaparse con un hombre djinn? La gente dice que su familia
la secuestró de nuevo anoche y la están escondiendo en nuestro barrio.

Ah. Ali reconsideró la preocupación de Kaveh. No había muchas


cosas que desataran más tensión en su mundo que conversiones y
matrimonios secretos. Y desafortunadamente la situación que el wazir
acababa de exponer estaba en su apogeo. La ley Daeva proveía absoluta
protección hacia las conversiones; bajo ninguna circunstancias tenían
permitido sus familias acosarlos o detenerlos. Ali no veía problema con
esto: la fe dijin era la fe correcta, después de todo. Sin embargo los
Daeva podían ser extremamente posesivos cuando se refería su clase, y
rara vez terminaba bien.

—¿No sería mejor para ti regresar a tu gente y encontrar a la


chica? Seguramente tienes tus recursos. Regrésala a su esposo antes de
que las cosas se salgan de control.

—Si bien disfruto entregando chicas Daeva a multitudes de djinn


enojadas —comenzó sarcásticamente Kaveh—, la chica en cuestión
parece no existir. Nadie en ningún lado sabe su nombre o tiene
información acerca de su identidad. Algunos dicen que su esposo es un
comerciante de Sahrayn, algunos dicen que es un trabajador
metalúrgico de Geziri, y otros un mendigo shafit. —Frunció el ceño—. Si
fuera real, lo sabría.
Ali entrecerró los ojos.

—¿Entonces cuál es el problema?

—Que es un rumor. No hay ninguna chica a la cual culpar. Pero


esa respuesta enoja aún más a los djinn. Temo que están buscando
alguna razón para atacar nuestro barrio.

—¿Y quiénes son “ellos”, gran Wazir? ¿Quién sería lo


suficientemente tonto para atacar el Barrio Daeva?

Kaveh alzó su barbilla.

—Quizás los hombres que ayudaron a Anas Bhatt a matar a dos


hombres de mi tribu, el hombre que creo fuiste asignando en encontrar
y arrestar.

Tomó cada onza de auto-control que Ali no tenía el no


estremecerse. Se aclaró la garganta.

—Dudo que unos pocos fugitivos ya a la fuga de la Guardia Real


estarían interesados en atraer tal atención.

Kaveh lo miró un momento más.

—Tal vez. —Suspiró—. Príncipe Alizayd, simplemente estoy


diciendo lo que he oído. Sé que tú y yo tenemos nuestras diferencias,
pero ruego que las hagas a un lado por un momento. —Frunció sus
labios—. Hay algo sobre esto que me tiene profundamente preocupado.

La honestidad en la voz de Kaveh lo preocupó.

—¿Qué quisieras que haga?

—Poner un toque de queda en su lugar y doblar la guardia en


nuestra puerta tribal.

Ali abrió sus ojos ampliamente.

—Sabes que no puedo hacerlo sin permiso del rey. Causaría


pánico en las calles.
—Bueno, debes hacer algo —insistió Kaveh—. Eres el Qaid. La
seguridad de la ciudad es tu responsabilidad.

Ali se levantó de su escritorio. Kaveh probablemente estaba


siendo ridículo. Pero en el escaso, muy escaso chance de que este
rumor tuviera un poco de verdad, él quería hacer lo que pudiera para
evitar un alzamiento. Y eso significaba acudir a su padre.

—Vamos —dijo, haciendo señas a Kaveh—. Soy su hijo, él me


verá.

—El rey no puede verlo ahora, mi rey.


Las mejillas de Ali enrojecieron cuando el guarda lo rechazó
políticamente. Kaveh tosió en su mano en un pobre esfuerzo para
esconder su risa. Ali miró al piso de madera, avergonzado y molesto.
¿Su padre no vería al gran wazir y ahora estaba muy ocupado para el
Qaid?

—Esto es ridículo. —Ali atravesó al guardia y abrió la puerta. No


le importaba qué tipo de elegancia estaba interrumpiendo.

Pero la escena que se encontró ante sus ojos no era la coqueta


manada de concubinas que esperaba, sino más bien un pequeño grupo
de hombres acurrucados alrededor del escritorio de su padre:
Muntadhir, Abu Nuwas y, lo que era más extraño, un hombre con
aspecto de shafit que no reconoció: vestido con una túnica marrón en
mal estado y turbante blanco manchado de sudor.

El rey alzó la mirada, claramente sorprendido.

—Alizayd… estás temprano.

¿Temprano para qué? Ali parpadeó, tratando de recobrar su


compostura.

—Yo… eh lo siento, no me di cuenta que tenías… —Se calló.


¿Conspirando? Juzgando por cuán rápido los hombres se
enderezaron cuando entró y la vaga mirada de culpa en el rostro de su
hermano, conspirando era definitivamente su primera impresión. El
hombre con aspecto de shafit bajó su mirada, parándose detrás de Abu
Nuwas como si no quisiera ser visto.

Kaveh entró detrás de él.

—Perdónenos, Su Majestad, pero hay un asunto urgente…

—Sí, escuché su mensaje, Gran Wazir —interrumpió su padre—.


Estoy manejándolo.

—Oh. —Kaveh se retorció bajo la mirada fulminante del rey—.


Solo temo que sí…

—Dije que lo estoy manejando. Estás despedido.

Ali casi sintió un momento de pena por el hombre Daeva cuando


rápidamente dejó el cuarto. Ignorando a su hijo más joven, Ghassan
asintió hacia Abu Nuwas.

—¿Entonces entendido?

—Sí, señor —dijo Abu Nuwas, su voz grave.

El rey regresó su atención al hombre shafit.

—Y si te atrapan…

El hombre simplemente hizo una reverencia, y su padre asintió.

—Bien, ambos se pueden ir. —Miró a Ali, y su rostro se


endureció—. Ven aquí —ordenó, cambiando a Geziriyya—. Siéntate.

Había entrado como un Qaid, pero ahora Ali se sentía más como
un niño esperando ser regañado. Se sentó en la plana silla frente a su
padre. Se dio cuenta por primera vez que el rey estaba en sus negras
túnicas ceremoniales y llevaba su colorido turbante enjoyado, lo que era
extraño. La corte se llevaría a cabo más tarde esa tarde, y su padre no
se vestía típicamente de ese modo salvo que esperara asuntos públicos.
Una humeante taza de café verde descansaba junto a su
enjoyada mano y su pila de pergaminos parecía más desordenada de lo
usual. En lo que sea que estuviese trabajando, claramente lo había
estado haciendo por algún tiempo.

Muntadhir rodeó el escritorio y asintió hacia la taza.

—¿Debería llevármela antes de que se la arrojes a la cabeza?

Ali contuvo una ola de pánico, inquieto bajo la dura mirada de su


padre.

—¿Qué hice?

—No mucho, al parecer —dijo Ghassan. Tamborileó sus dedos


sobre el montón de papeles—. He estado revisando los reportes de Abu
Nuwas sobre tu… ocupación como Qaid.

Ali retrocedió.

—¿Hay reportes? —Había asumido que Abu Nuwas lo estaba


observando, pero había suficiente papel en el escritorio para contener
una detallada historia sobre Daevabad—. No me había dado cuenta de
que lo tenías espiándome.

—Por supuesto que lo tenía espiándote —se burló Ghassan—.


¿Realmente pensabas que le encargaría ciegamente el control completo
de la seguridad de la ciudad a mi hijo menor de edad con un historial
de tomar malas decisiones?

—¿Debo asumir que sus reportes no son brillantes?

Muntadhir hizo una mueca y el rostro de su padre se oscureció.

—Espero que mantengas tu sentido del humor, Alizayd, cuando te


envíe a alguna miserable guarnición en el yermo del Sahara. —Golpeó
furiosamente los papeles—. Se suponía que cazarías a los Tanzeem
restantes y les enseñarías una lección a los shafit. Sin embargo,
nuestra cárcel está casi vacía y no veo evidencia de un aumento de
arrestos o desalojos. ¿Qué ocurrió con las nuevas ordenanzas a los
shafit? ¿No deberían la mitad de ellos estar en la cárcel?
Así que Rashid había estado en lo correcto anoche cuando dijo
que Ghassan se daría cuenta pronto de que Ali no estaba
implementando las nuevas leyes. Alí luchó por palabras.

—¿No es algo bueno que nuestra cárcel esté vacía? No ha habido


violencia en masa desde la ejecución de Anas, ni aumento del crimen…
no puedo arrestar a la gente por cosas que no han hecho.

—Entonces deberías haberlos sacado. Te dije que los quería fuera.


Eres Qaid. Es tu responsabilidad descubrir cómo cumplir mis órdenes.

—¿Inventando cargos?

—Sí —dijo vehementemente Ghassan—. Si es necesario. Además,


Abu Nuwas dice que ha habido varias instancias donde pura sangre
han visto a sus hijos adoptivos secuestrados en las últimas semanas.
¿No podrías haber continuado con eso?

¿Niños adoptivos? ¿Así es como los llamaban? Ali le dio a su padre


una mirada incrédula.

—Te das cuenta de que las personas que hacen esas quejas son
esclavistas, ¿no? ¡Ellos secuestran a esos niños de sus padres para
venderlos al mejor postor! —Ali comenzó a levantarse de su asiento.

—Siéntate —espetó su padre—. Y no me recites esa propaganda


shafit a mí. La gente abandona a niños todo el tiempo. Y si esos que
llamas esclavistas tienen sus papeles en orden, entonces hasta donde a
ambos nos concierne, caen dentro de la ley.

—Pero, Abba…

Su padre golpeó con su puño el escritorio con tanta fuerza que los
pergaminos saltaron. Un tintero cayo, rompiéndose contra el suelo.

—Suficiente. Ya le he dicho a Abu Nuwas que tales transacciones


pueden ser hechas ahora en el bazar si eso hace las cosas más seguras.
—Cuando Ali abrió su boca, su padre levantó su mano—. No —le
advirtió—. Si dices otra palabra sobre el asunto, te juro que te despojaré
de tus títulos y te enviaré de vuelta a Am Gezira por el resto de tu
primer siglo.
Sacudió su cabeza.

—Deseaba darte una oportunidad de probar tu lealtad, Alizayd,


pero…

Muntadhir se interpuso entre ellos y habló por primera vez.

—Aún no ha llegado a ese punto, Abba —dijo crípticamente—.


Veamos que nos trae el día, eso es lo que decidimos, ¿sí? —Ignoró la
mirada inquisidora de Ali—. Pero tal vez cuando Wajed regrese Ali
debería ir a Am Gezira. Él no tiene siquiera un cuarto de siglo aún. Dale
una guarnición de regreso a casa, y déjalo madurar durante algunas
décadas entre nuestra gente, en un lugar donde pueda hacer menos
daño.

—Eso no es necesario. —El rostro de Ali se puso caliente, pero su


padre ya estaba asintiendo en acuerdo.

—Es algo que considerar, sí. Pero las cosas no continuarán así
hasta el regreso de Wajed. Después de hoy, tendrás excusa suficiente
para reprimir a los shafit.

—¿Qué? —Ali se enderezó—. ¿Por qué?

Un agudo chillido de un pájaro fuera de la ventana los


interrumpió y entonces un halcón gris atravesó elegantemente el marco
de piedra, cayendo al suelo con la forma de un soldado Geziri, su
uniforme perfectamente presionado. Cayó en una reverencia mientras
humeantes plumas se derretían en su piel. Un explorador, reconoció
Ali, uno de los cambia forma que regularmente patrullaban tanto la
ciudad como las tierras contiguas.

—Su Majestad —comenzó el explorador—. Disculpe mi intrusión,


pero tengo noticias que creí urgentes.

Ghassan frunció el ceño impaciente cuando el explorador guardó


silencio.

—¿Qué son…?
—Hay un esclavo Daeva cruzando el lago con una marca Afshin
en su rostro.

El ceño de su padre se profundizó.

—¿Y? Tengo hombres Daeva enloqueciendo, pintándose con


marcas Afshin y corriendo semi-desnudos por las calles por al menos
una década. Que sea un esclavo solo explica su locura.

El explorador persistió.

—Él… él no parece loco, mi rey. Un poco demacrado quizás, pero


imponente. Para mí lucía como un guerrero y llevaba una daga en su
cintura.

Ghassan lo miró fijamente.

—¿Sabes cuándo murió el último Afshin, soldado? —Cuando el


explorador se sonrojo, Ghassan continuó—. Hace mil cuatrocientos
años. Los esclavos no duran tanto. Los ifrit los dan a los humanos para
causar caos por unos pocos siglos y cuando se vuelven locos, los vuelve
a tirar en la puerta de Daevabad para asustarnos —Levantó sus cejas—
. Muy efectivamente, en tu caso.

El explorador bajó la mirada, balbuceando algo ininteligible, pero


Ali notó que su hermano repentinamente frunció el ceño.

—Abba. —Munthadir lo miró fijamente—. No creerás…

Ghassan le lanzó una mirada exasperada.

—¿No oíste lo que acabo de decir? No seas ridículo. —Se volteó


hacia el explorador—. Si les consuela a ambos, síganlo. Si saca un arco
y comienza a atormentar shafit en las calles… bueno, entonces supongo
que el día será más interesante. Adelante.

El nervioso explorador hizo una reverencia, las plumas brotaron


de sus brazos y salió volando por la ventana, viéndose ansioso por
escapar.
—Un Afshin… —Ghassan sacudió su cabeza—. Luego Solimán
aparecerá en persona en mi trono para sermonear a las masas. —Agitó
una mano en despedida a sus hijos—. Pueden irse, aunque bueno,
ambos están confinados al palacio por el resto del día.

—¿Qué? —Ali se levantó de un salto—. Soy Qaid en labores, hay


una posible revuelta en las calles y viene llegando un esclavo
enloquecido, ¿Y quieres que me encierre en mi habitación?

El rey levantó sus oscuras cejas.

—No serás Qaid por mucho si sigues cuestionando mis órdenes.


—Inclinó su cabeza hacia la puerta—. Vayan.

Muntadhir agarró a Ali por los hombros, literalmente dándolo


vuelta y arrastrándolo hacia la salida.

—Suficiente, Zaydi —siseó por lo bajo.

Están tramando algo. A Ali no le gustaba pensar que su padre


fuera capaz de provocar intencionalmente rumores tan peligrosos, pero
aun así, no quería que los shafit fueran atraídos hacia una revuelta.
Comenzó a avanzar por el pasillo. Por mucho que la idea le revolviera el
estómago, sabía que necesitaba encontrar a Rashid.

Muntadhir agarró su muñeca.

—Oh, no, akhi. No dejarás mi lado hoy.

—Necesito buscar unos papeles de la Ciudadela.

Muntadhir le dio una larga mirada. Demasiado larga. Entonces se


encogió de hombros.

—Bueno, entonces por supuesto, vamos.

—No necesitas venir.


—¿No? —Muntadhir cruzó sus brazos—. ¿Y allí es a donde irás?
Solo a la Ciudadela. Solo y de regreso sin encontrarte con nadie… no,
Alizayd —espetó él, sujetando el mentón de Ali cuando desvió la mirada,
incapaz de encontrar la suspicaz mirada de su hermano mayor—. Me
mirarás cuando te hable.

Un grupo de charlatanes cortesanos dobló por la curva del pasillo


y Muntadhir dejó caer su mano, alejándose de Ali mientras pasaban.

La ira regresó al rostro de su hermano tan pronto se perdieron de


vista.

—Tonto. No eres siquiera un buen mentiroso, ¿Lo sabes? —


Muntadhir hizo una pausa y luego dejó salir un exasperado suspiro—.
Ven conmigo.

Tomó el brazo de Ali y tiro de él en la dirección opuesta a los


cortesanos, a través de una entrada para sirvientes cerca de las
cocinas. Demasiado asustado para protestar, Ali permaneció en silencio
hasta que su hermano se detuvo en un modesto cenador. Muntadhir
levantó su mano, susurrando un encantamiento en voz baja.

La superficie del cenador humeó. Se desvaneció. Un juego de


polvorientos escalones de piedra los saludó, bostezando en la oscuridad.

Ali tragó.

—¿Vas a asesinarme? —No estaba bromeando del todo.

Muntadhir lo miró.

—No, akhi. Voy a salvarte.


Muntadhir lo guió por un vertiginoso camino bajando las
escaleras y a través de corredores desiertos, cada vez más abajo hasta
que Ali apenas podía imaginar que siguieran en el mismo palacio. No
había antorchas, la única luz provenía de un puñado de llamas que
Muntadhir conjuró a su existencia. La luz del fuego danzaba
ampliamente en las resbaladizas y húmedas paredes, haciendo a Ali
incómodamente consciente de cuán estrecho era el corredor. Su aire era
espeso y olía a moho y tierra húmeda.

—¿Estamos bajo el lago?

—Probablemente.

Ali se estremeció. ¿Estaban bajo tierra y bajo del agua? Intentó no


pensar en la presión de piedras, tierra y agua sobre su cabeza, pero su
corazón se aceleró. La mayoría de los djinn de pura sangre eran
notoriamente claustrofóbicos y él no era la excepción. Tampoco su
hermano, a juzgar por la irregular respiración de Muntadhir.

—¿A dónde vamos? —se atrevió finalmente a preguntar.

—Es mejor verlo que explicarlo —dijo Muntadhir—. No te


preocupes, estamos cerca.

Unos momentos más tarde, el corredor acabó abruptamente en


un par de gruesas puertas de madera que apenas llegaban hasta la
barbilla de Ali. No había pomos ni manijas que tirar, nada que indicara
cómo se abrían.

La mano de Muntadhir se disparó cuando Ali los alcanzó.

—No así —advirtió—. Préstame tu zulfiqar.

—No me cortarás la garganta ni me dejarás en este lugar abandonado,


¿verdad?

—No me tientes —dijo Muntadhir rotundamente.

Tomó el zulfiqar, se agachó y pasó la hoja ligeramente por su tobillo.


Apretó la palma de la mano contra la herida sangrienta y le devolvió el zulfiqar
a Ali.
—Tu turno. Toma la sangre de algún lugar que Abba no vea. Me
mataría si descubriera que te he traído hasta aquí.

Ali frunció el ceño pero siguió el ejemplo de su hermano con la hoja.

—¿Y ahora qué?

—Pon tu mano aquí.

Muntadhir hizo un gesto hacia un par de sucios sellos de cobre en la


puerta, y cada uno apretó una mano ensangrentada contra un sello. Las
puertas antiguas se abrieron con un susurro de polvo en la oscuridad
abismal. Su hermano entró y levantó su puñado de llamas.

Ali se agachó bajo la puerta baja y lo siguió. Muntadhir extendió la


mano, dispersando las llamas para encender las antorchas en las paredes,
iluminando una gran cueva toscamente tallada en los cimientos de la ciudad.
Ali se tapó la nariz mientras daba otro paso en el suave y arenoso suelo. La
caverna apestaba, y cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, se quedó
inmóvil.

El suelo estaba cubierto de ataúdes. Decenas, se dio cuenta, cuando


Muntadhir encendió otra antorcha. Algunos estaban cuidadosamente
alineados en filas idénticas de sarcófagos de piedra a juego, mientras que
otros eran simplemente pilas de cajas de madera. El olor no era moho. Era
podredumbre. El fuerte olor astringente de la descomposición cenicienta de un
djinn.

Ali se quedó sin aliento de horror.

—¿Qué es esto? —Todos los djinn, independientemente de su tribu,


quemaban a sus muertos. Era uno de los pocos rituales que compartieron
después de que Solimán los dividió.

Muntadhir escudriñó la habitación.

—Nuestra obra, al parecer.

—¿Qué?

Su hermano le hizo un gesto hacia un gran estante de pergaminos


escondidos detrás de un enorme sarcófago de mármol. Todos estaban sellados
en recipientes de plomo marcados con alquitrán. Muntadhir abrió uno de los
sellos, sacó el pergamino y se lo entregó a Ali.
—Tú eres el erudito.

Ali desenrolló cuidadosamente el frágil pergamino. Estaba cubierto de


una forma arcaica de Geziriyya, un simple dibujo de líneas de nombres
llevando a otros nombres.

Nombres Daeva.

Un árbol genealógico. Echó un vistazo a la página siguiente. Este tenía


varias entradas, todas seguían aproximadamente el mismo formato. Luchó por
leer uno.

—Banu Narin e-Ninkarrik, de ciento un años. Ahogado. Verificado por


Qays al Qahtani y su tío Azad… Azad e-Nahid... Aleph doce con nueve y nueve
—Ali leyó los símbolos al final de la entrada y levantó la vista hacia la pila de
ataúdes que tenía ante él. Todos tenían un patrón de cuatro dígitos de
números y letras pintados en alquitrán negro a cada lado.

—Dios misericordioso —susurró—. Son los Nahid.

—Todos ellos —confirmó su hermano, un borde en su voz—. Todos


aquellos que han muerto desde la guerra de todos modos. No importa la
causa. —Señaló con la cabeza a un rincón oscuro, tan atrás que Ali solo podía
distinguir formas sombrías de cajas—. Algunos Afshin, también, aunque sus
familias fueron eliminadas en la propia guerra, por supuesto.

Ali miró a su alrededor. Vio un par de pequeños ataúdes a través de la


habitación y se dio la vuelta, su estómago amargado. Independientemente de
cómo se sentía acerca de los adoradores del fuego, esto era horrible. Solo los
peores criminales eran enterrados en su mundo, se decía que la tierra y el
agua son tan contaminantes para los restos de los djinn que ocultaban el alma
de uno del juicio de Dios completamente. Ali no estaba seguro de creer eso,
pero aun así, eran criaturas de fuego, y al fuego se suponía que debían
regresar. No a una cueva oscura y húmeda bajo un lago maldito.

—Esto es obsceno —dijo suavemente mientras enrollaba el pergamino;


no necesitaba leer más—. ¿Abba te mostró esto?

Su hermano asintió y miró al par de pequeños ataúdes.

—Cuando Manizheh murió.


—¿Supongo que ella está aquí abajo en alguna parte?

Muntadhir negó con la cabeza.

—No. Ya sabes cómo se sentía Abba por ella. La había quemado en el


Gran Templo. Dijo que cuando se convirtiera en rey quería que todos los
restos fueran bendecidos y quemados, pero no creía que hubiera una manera
de hacerlo con discreción.

La vergüenza carcomía a Ali.

—Los Daeva derribarían las puertas del palacio si se enteraran de este


lugar.

—Probablemente.

—Entonces, ¿por qué hacer todo esto?

Muntadhir se encogió de hombros.

—¿Crees que fue decisión de Abba? Mira qué edad tienen algunos de
estos cuerpos. Este lugar probablemente fue construido por el propio Zaydi…
Oh, no me mires así, sé que él es tu héroe, Ali, pero no seas tan ingenuo.
Debes saber las cosas que la gente solía decir sobre los Nahid, que podían
cambiar sus rostros, intercambiar formas, resucitarse mutuamente de la
ceniza…

—Rumores —dijo Ali con desdén—. Propaganda. Cualquier erudito


podría...

—No importa —dijo Muntadhir uniformemente—. Ali, mira este lugar. —


Señaló los pergaminos—. Mantuvieron registros, verificaron los cuerpos.
Podríamos haber ganado la guerra, pero al menos algunos de nuestros
antepasados estaban tan asustados de los Nahid, que literalmente guardaron
sus cuerpos para reafirmarse a sí mismos de que estaban verdaderamente
muertos.

Ali no respondió. No estaba seguro de cómo hacerlo. Toda la habitación


hacía que su piel se erizara; los elegidos por Solimán, reducidos a pudrirse en
sus mortajas de entierro. La caverna, no, la tumba, estaba en silencio, salvo
por el sonido crepitante de las antorchas.
Muntadhir habló de nuevo:

—Se pone peor. —Sacudió un pequeño cajón en el costado del estante y


sacó una caja de cobre del tamaño de su mano—. Otro sello de sangre,
aunque lo que tienes en tu mano debería ser suficiente para abrirlo. —Se lo
ofreció a Ali—. Confía en mí, nuestros antepasados nunca quisieron que nadie
encontrara esto. Ni siquiera estoy seguro de por qué lo guardaron.

La caja se calentó en la mano ensangrentada de Ali, y se liberó un


pequeño manantial. Ubicado en el interior había un amuleto de latón
polvoriento.

Una reliquia, reconoció. Todos los djinn llevaban algo similar, un poco
de sangre y cabello, a veces un diente de leche o un pedazo de piel desollada,
todo encuadernado con versos sagrados en metal fundido. Era el único medio
por el cual podían ser devueltos a un cuerpo si eran esclavizados por un ifrit.
Ali usaba uno, al igual que Muntadhir, con pernos de cobre en sus orejas
derechas a la manera de todos los Geziri.

Frunció el ceño.

—¿De quién es esta reliquia?

Muntadhir le dio una sonrisa sombría.

—Darayavahoush e-Afshin's.

Ali dejó caer el amuleto como si le hubiera mordido.

—¿El Azotador de Qui-zi?

—Que Dios lo derribe.

—No deberíamos tener esto —insistió Ali. Un escalofrío de miedo le


recorrió la espalda—. Eso... eso no es lo que dicen los libros que le sucedió.

Muntadhir le dirigió una mirada de complicidad.

—¿Y qué dicen los libros que sucedió, Alizayd? ¿Que el Azotador
desapareció misteriosamente cuando su rebelión estaba en su apogeo,
mientras se preparaba para volver a tomar Daevabad? —Su hermano se
arrodilló para recuperar el amuleto—. Extraña sincronización.
Ali sacudió la cabeza.

—No es posible. Ningún djinn entregaría otro al ifrit. Ni siquiera a su


peor enemigo.

—Crece, hermanito —Muntadhir lo reprendió y volvió a colocar la caja—


. Fue la peor guerra que nuestra gente haya visto. Y Darayavahoush era un
monstruo. Incluso yo sé eso de nuestra historia. Si Zaydi al Qahtani se
preocupara por su gente, habría hecho cualquier cosa para acabar con ella.
Incluso esto.

Ali se tambaleó. Un destino peor que la muerte: eso es lo que todos


decían sobre la esclavitud. Servidumbre eterna, obligada a conceder los deseos
más salvajes e íntimos de un sinfín de amos humanos. De los esclavos que
fueron encontrados y liberados, muy pocos sobrevivieron con su cordura
intacta.

Zaydi al Qahtani no pudo haber arreglado tal cosa, trató de decirse a sí


mismo. El largo reinado de su familia no podría ser el producto de una
traición tan horrible a su raza.

Su corazón dio un vuelco.

—Espera, no crees que el hombre que vio el explorador…

—No —dijo Muntadhir, un poco demasiado rápido—. Quiero decir, él no


puede ser. Su reliquia está aquí. Así que no pudo haber sido regresado a un
cuerpo.

Ali asintió.

—No claro que no. Tienes razón. —Trató de poner el pensamiento de


pesadilla del Azotador de Qui-zi, liberado después de siglos de esclavitud y
buscando venganza sangrienta por sus Nahid asesinados, fuera de la mente—.
Entonces, ¿por qué me trajiste aquí, Dhiru?

—Para poner en orden tus prioridades. Para recordarte nuestro


verdadero enemigo. —Muntadhir hizo un gesto hacia los Nahid que
permanecían dispersos a su alrededor—. Nunca has conocido a un Nahid, Ali.
Nunca viste a Manizheh chasquear los dedos y romper los huesos de un
hombre al otro lado de la habitación.
—No importa. Están muertos de todos modos.

—Pero los Daeva no lo están—respondió Muntadhir—. ¿Esos niños por


los que estabas preocupado ahí arriba? ¿Qué es lo peor que les ocurrirá a
ellos? ¿Crecerán pensando que son pura sangre? —Muntadhir negó con la
cabeza—. El Consejo Nahid los habría quemado vivos. Demonios,
probablemente la mitad de los Daeva todavía piensan que es una buena idea.
Abba camina en la línea entre ellos. Somos neutrales. Es lo único que ha
mantenido la paz en la ciudad. —Bajó la voz—. Tú… No eres neutral. Las
personas que piensan y hablan de la forma en que lo haces son peligrosas. Y
Abba no toma a la ligera amenazas a su ciudad.

Ali se apoyó contra el sarcófago de piedra, y luego, recordando lo que


contenía, se enderezó rápidamente.

—¿Qué estás diciendo?

Su hermano se encontró con su mirada.

—Algo va a pasar algo hoy, Alizayd. Algo que no te va a gustar. Y quiero


que me prometas que no harás nada estúpido en respuesta.

La intención mortal en la voz de Muntadhir lo tomó por sorpresa.

—¿Qué va a pasar?

Muntadhir negó con la cabeza.

—No puedo decirte.

—Entonces, ¿cómo puedes esperar que yo...?

—Todo lo que te pido es que dejes que Abba haga lo que tiene que hacer
para mantener la paz de la ciudad. —Muntadhir le dirigió una mirada
sombría—. Sé que estás tramando algo con los shafit, Zaydi. No sé qué es
exactamente, ni quiero hacerlo. Pero termina. Hoy.

La boca de Ali se secó. Luchó por una respuesta.

—Dhiru, yo…

Muntadhir lo calló.
—No, akhi. No hay discusión aquí. Soy tu emir, tu hermano mayor, y te
digo: aléjate de los shafit. Zaydi... mírame. —Tomó a Ali por los hombros y lo
obligó a mirarlo a los ojos. Estaban llenos de preocupación—. Por favor, akhi.
Solo puedo hacer algo hasta cierto punto hacer para protegerte en todo caso.

Ali respiró temblorosamente. Aquí a solas con el hermano mayor al que


había admirado durante años, el que había pasado su vida preparándose para
proteger y servir como Qaid, Ali sintió el terror y la culpa de las últimas
semanas, la ansiedad que le pesaba como armadura, finalmente aflojarse.

Y luego colapsar.

—Lo siento mucho, Dhiru. —Su voz se quebró, y parpadeó, luchando


contra las lágrimas—. Nunca tuve la intención de nada de esto…

Muntadhir lo abrazó.

—Todo está bien. Mira… solo demuestra tu lealtad ahora y te prometo


que cuando sea rey, te escucharé sobre los mestizos. No deseo hacer daño a
los shafit, creo que Abba a menudo es demasiado duro con ellos. Y te conozco,
Ali, tú y tu mente giratoria, tu obsesión con los hechos y las cifras. —Tocó la
sien de Ali—. Sospecho que hay algunas buenas ideas que se esconden detrás
de tu propensión a decisiones precipitadas y terribles.

Ali vaciló. Gana esto. La última orden de Anas nunca estuvo muy lejos
de su mente, y si cerraba los ojos, Ali todavía podía ver el orfanato en ruinas,
podía escuchar la tos del pequeño niño.

Pero no puedes salvarlos por tu cuenta. ¿Y el hermano al que amaba y


en quien confiaba, el hombre que realmente tendría un poder real algún día,
sería un mejor socio que los problemáticos remanentes de Tanzeem?

Ali asintió. Y luego estuvo de acuerdo, su voz haciendo eco en la


caverna.

—Sí, mi emir.
15
Nahri
Traducido por YoshiB & Grisy Taty

Nahri miró detrás de ella, pero el bote ya se estaba yendo, el


capitán cantaba mientras regresaba al lago abierto. Respiró hondo y
siguió a Dara y a los mercaderes de Ayaanle mientras se dirigían a las
enormes puertas, flanqueadas por un par de estatuas de leones alados,
colocadas en la pared de latón. Los muelles estaban desiertos y en mal
estado. Ella se abrió paso cuidadosamente a través de los monumentos
derrumbados, y vio a un halcón gris que los observaba desde lo alto de
uno de los hombros de la estatua.

—Este lugar se parece a Hierápolis —susurró. La grandeza en


descomposición y el silencio mortal hacían difícil creer que hubiera una
ciudad repleta detrás de los altos muros de latón.

Dara lanzó una mirada consternada a un muelle derrumbado.

—Fue mucho más grandioso en mi día —coincidió—. El Geziri


nunca tuvo mucho gusto en los aspectos más finos de la vida. Dudo que
les importe el mantenimiento. —Bajó la voz—. Y no creo que los muelles
tengan mucho uso. No he visto otro daeva en años; asumo que la
mayoría de la gente tenía demasiado miedo de viajar después de que los
Nahid fueran exterminados. —Le dirigió una pequeña sonrisa—. Tal vez
ahora eso va a cambiar.

Ella no le devolvió la sonrisa. La idea de que su presencia pudiera


ser motivo suficiente para renovar el comercio era desalentadora.
Las pesadas puertas de hierro se abrieron cuando su grupo se
acercó. Unos pocos hombres deambulaban por la entrada, soldados por
su aspecto. Todos llevaban fajas blancas que les llegaban a las
pantorrillas, túnicas negras sin mangas y turbantes gris oscuro.
Compartían la misma piel marrón bronceada y barbas negras que el
capitán del barco. Ella observó cómo uno asentía a los comerciantes y
les indicaba que entraran.

—¿Son Geziris? —preguntó, sin apartar la vista de las largas


lanzas que sostenían dos de los hombres. Sus puntas afiladas tenían
un brillo cobrizo.

—Sí. La Guardia Real. —Dara respiró hondo, conscientemente


tocando la marca de barro en su sien—. Vámonos.

Los guardias parecían preocupados por los mercaderes, hurgando


en sus tabletas de sal y registrando sus pergaminos con los labios
fruncidos. Un guardia los miró, su mirada gris metálico parpadeó
brevemente más allá de su rostro.

—¿Peregrinos? —preguntó, sonando aburrido.

Dara mantuvo la mirada baja.

—Sí. De Sarq...

El guardia lo despidió.

—Vete —dijo distraídamente, casi tirando a Nahri cuando se


volvió para ayudar a sus compañeros con los sufridos comerciantes de
sal.

Nahri parpadeó, sorprendida por lo fácil que había ido eso.

—Vamos —susurró Dara, tirando de ella hacia adelante—. Antes


de que cambien de opinión.

Se deslizaron por las puertas abiertas.


Cuando toda la fuerza de la ciudad la golpeó, Nahri se dio cuenta
de que las paredes debían contener tanto el sonido como la magia
porque estaban parados en el lugar más ruidoso y caótico que había
visto en su vida, rodeados de olas de gente empujándose.

Nahri trató de mirar por encima de sus cabezas para ver hacia la
calle llena de gente.

—¿Qué es este lugar?

Dara miró a su alrededor.

—El Gran Bazar, creo. Teníamos los nuestros en el mismo lugar.

¿Bazar? Le dirigió a la escena frenética una mirada dudosa. El


Cairo tenía bazares. Esto se parecía más a un cruce entre un motín y el
Hach30. Y no fue tanto la cantidad de personas lo que la sorprendió,
sino la variedad. Los djinn de pura sangre se abrieron paso entre las
multitudes, su gracia extraña y efímera marcando la diferencia entre la
multitud shafit de aspecto humano. Su atuendo era salvaje,
literalmente; en un caso, vio pasar a un hombre con una enorme pitón
colocada sobre sus hombros como una mascota satisfecha. La gente
vestía túnicas brillantes del color de la cúrcuma y vestidos como
sábanas enrolladas, unidas por conchas y dientes afilados. Había
tocados de piedras brillantes y pelucas de metales trenzados. Capas de
plumas brillantes y al menos una túnica que parecía un cocodrilo
desollado, su boca llena de dientes descansando sobre el hombro del
usuario. Un hombre corpulento con una enorme barba humeante los
esquivó y una chica que sostenía una canasta pasó junto a Nahri,
golpeándola con un costado. La chica miró brevemente hacia atrás,
dejando que su mirada permaneciera apreciativamente en Dara. Una
chispa de molestia se encendió en Nahri, y una de las largas trenzas
negras de la chica dejó salir un meneo como una serpiente que se
estira. Nahri saltó.

Dara, mientras tanto, solo parecía irritado. Miró a la bulliciosa


multitud con disgusto abierto, olfateando la calle fangosa.

30
N.T. peregrinación que realizan los fieles musulmanes a La Meca
en Arabia Saudita.
—Ven —dijo, tirando de ella hacia adelante—. Llamaremos la
atención si nos quedamos aquí con la boca abierta.

Pero era imposible no mirar boquiabierto mientras se abrían paso


entre la multitud. La calle de piedra era ancha, llena de docenas de
puestos de mercado y edificios desigualmente apilados. Un vertiginoso
laberinto de callejones sin salida serpenteaba por la avenida principal,
atestado de montones de basura podrida y cajas apiladas. El aire estaba
fuerte con el olor a carbón y aromas de cocina. Un djinn gritó y cotilleó
a su alrededor; los vendedores vendieron sus productos mientras los
clientes regateaban.

Nahri no pudo identificar la mitad de lo que se vendía. Los


peludos melones púrpuras se estremecían y temblaban junto a las
naranjas comunes y las cerezas oscuras, mientras que las pepitas
negras de medianoche del tamaño de puños se apilaban entre
anacardos y pistachos. Los rollos de pétalos de rosa gigantes doblados
perfumaban el aire entre los de seda estampada y muselina robusta, y
un comerciante de joyas balanceó un par de aretes hacia ella, ojos de
vidrio pintados que parecían parpadear. Una mujer corpulenta con un
chador púrpura brillante vertió un líquido blanco humeante en varios
braseros diferentes, y un niño pequeño con cabello ardiente intentó
sacar un pájaro dorado dos veces su tamaño de una jaula de ratán.
Nahri se alejó nerviosamente; se había cansado de pájaros grandes.

—¿Dónde está el Gran Templo? —preguntó, esquivando un


charco de agua iridiscente.

Antes de que Dara pudiera responder, un hombre se separó de la


multitud y se plantó frente a ellos. Estaba vestido con pantalones de
color piedra y una túnica carmesí que le llegaba hasta las rodillas. Una
gorra plana a juego estaba encaramada sobre su cabello negro.

—Que los fuegos ardan brillantemente para los dos —saludó en


Divasti—. ¿Te escuché decir el Gran Templo? ¿Son peregrinos, si? ¿Aquí
para rendir devoción a la gloria de nuestros queridos y difuntos Nahid?
Sus palabras floridas fueron tan obviamente recitadas que Nahri
solo pudo sonreír en reconocimiento. Un compañero estafador. Ella lo
miró, notando sus ojos negros y sus afilados pómulos dorados. Estaba
bien afeitado, salvo por un bigote negro. Un estafador Daeva.

—Puedo llevarles al Gran Templo —continuó—. Tengo una prima


con una pequeña taberna. Precios muy razonables para las
habitaciones.

Dara pasó junto al hombre.

—Conozco el camino.

—Pero aún queda el asunto del alojamiento —insistió el hombre,


apresurándose a seguirles el ritmo—. Los peregrinos del campo tienden
a no darse cuenta de lo peligroso que Daevabad puede ser.

—Ah, y apuesto a que obtienes un buen corte de esta prima tuya


con precios tan justos —dijo Nahri a sabiendas.

La sonrisa del hombre se desvaneció.

—¿Estás trabajando con Gushnap? —Se plantó frente a ellos


nuevamente y cuadró los hombros—. Le dije —dijo, moviendo un dedo
en su cara—. Este es mi territorio y… ¡Ah! —gritó cuando Dara lo
agarró por el cuello y lo apartó de Nahri.

—Déjalo ir —siseó ella.

Pero el hombre Daeva ya había visto la marca embarrada en la


mejilla de Dara. El color dejó su rostro, y dejó escapar un chillido
ahogado cuando Dara lo levantó del suelo.

—Dara. —Nahri sintió un pinchazo repentino detrás de las orejas,


la sensación de ser observada. Se enderezó bruscamente y miró por
encima del hombro.

Sus ojos se encontraron con la curiosa mirada gris de un djinn al


otro lado de la calle. Parecía ser Geziri y estaba vestido informalmente
con una simple túnica gris y turbante, pero había una cierta rectitud en
su postura que no le gustaba. Mientras ella lo miraba, él se giró hacia
un puesto cercano como si estuviera revisando sus mercancías.
Fue entonces cuando Nahri vio que la multitud del bazar se
estaba reduciendo. Algunas caras nerviosas desaparecieron por
callejones contiguos, y un comerciante de cobre en el camino cerró su
pantalla de metal.

Nahri frunció el ceño. Había vivido suficiente violencia —las


luchas de poder de varios Otomanos, la invasión francesa— para
reconocer la tranquila tensión que se apoderaba de una ciudad antes de
que estallara. Se estaban cerrando ventanas y puertas. Una mujer gritó
por un par de niños y un hombre mayor cojeó por un callejón.

Detrás de ella, Dara amenazaba con arrancarle los pulmones al


estafador si alguna vez lo volvía a ver. Ella tocó su hombro.

—Necesitamos…

Su advertencia fue interrumpida por un repentino sonido


metálico. Al final de la avenida, un soldado usó su guadaña para
golpear un gran conjunto de platillos de latón colgados de dos tejados
opuestos.

—¡Toque de queda! —gritó.

Dara soltó al estafador y el hombre huyó.

—¿Toque de queda?

Nahri podía sentir la tensión de la multitud restante con cada


latido apresurado. Algo está sucediendo aquí, algo de lo que no sabemos
nada. Una rápida mirada le mostró que el hombre Geziri que había
sorprendido espiando se había ido.

Agarró la mano de Dara.

—Vámonos.

Captó fragmentos de susurros mientras se apresuraban a través


del bazar vacío.

—Eso es lo que dice la gente… secuestrado a la oscuridad de la


noche de su cama matrimonial…
—…reuniéndose en el midan… el Altísimo solo sabe lo que creen
que van a lograr…

—A los Daeva no les importa —escuchó—. Los adoradores del


fuego obtienen lo que quieren. Siempre lo hacen.

Dara apretó su agarre sobre su mano, atrayéndola a través de la


multitud de gente.

Cruzaron una puerta ornamental alta para entrar en una gran


plaza rodeada por paredes de cobre que se habían vuelto verdes con el
paso del tiempo. Estaba menos concurrido que el bazar, pero había al
menos unos pocos cientos de djinn dando vueltas alrededor de la simple
fuente de bloques de mármol blanco y negro en el centro de la plaza.

El enorme arco por el que habían pasado no tenía adornos, pero


otras seis puertas más pequeñas daban a la plaza, cada una decorada
con un estilo muy diferente. Un djinn, luciendo mucho mejor vestido y
más rico que el shafit del bazar, se desvaneció a través de ellos.
Mientras observaba, un par de niños con cabello flameado se
persiguieron a través de una puerta de columnas estriadas con vides
enrolladas a lo largo. Un hombre alto de Ayaanle la empujó y se dirigió
hacia una puerta marcada por dos pirámides estrechas y tachonadas.

Seis puertas para seis tribus, se dio cuenta, así como una puerta
para el bazar. Dara la empujó hacia la que estaba al otro lado de la
plaza. La Puerta Daeva estaba pintada de azul pálido y mantenida
abierta por dos estatuas de latón de leones alados. Un solo guardia
Geziri estaba allí, agarrando su guadaña cobriza mientras trataba de
guiar a la nerviosa multitud.

Una voz enojada llamó su atención cuando se acercaron a la


fuente.

—¿Y qué obtienes por defender a los fieles? ¿Por ayudar a los
necesitados y oprimidos? ¡Muerte! ¡Una muerte espantosa mientras
nuestro rey se esconde detrás de los pantalones de su gran wazir
adorador de fuego!
Un hombre djinn vestido con una túnica marrón sucia y un
turbante blanco manchado de sudor se había subido a la fuente y
estaba gritando a un grupo creciente de hombres reunidos debajo. Hizo
un gesto furioso hacia la Puerta Daeva.

—¡Miren, hermanos míos! —gritó nuevamente el hombre—.


¡Incluso ahora, son favorecidos, custodiados por los propios soldados
del rey! Y esto, después de que hayan robado una nueva novia inocente
de la cama de su esposo creyente… una mujer cuyo único delito fue
abandonar el culto supersticioso de su familia. ¿Es esto justo?

La multitud que esperaba para entrar en el Barrio Daeva creció y


se dirigió hacia la fuente. La mayoría de los dos grupos se mantenían
separados y se miraban con cautela, pero Nahri vio a un joven Daeva
girarse, molesto.

—¡Es justo! —El joven Daeva respondió en voz alta—. Esta es


nuestra ciudad. ¿Por qué no dejas a nuestras mujeres solas y te
arrastras de vuelta a cualquier choza humana de la que provenga tu
sangre sucia?

—¿Sangre sucia? —repitió el hombre en la fuente. Se subió a un


bloque más alto para que fuera más visible para la multitud—. ¿Es eso
lo que crees que soy? —Sin esperar una respuesta, sacó un cuchillo
largo de su cinturón y lo arrastró por su muñeca. Varias personas en la
multitud jadearon cuando la sangre oscura del hombre goteó y
chisporroteó—. ¿Esto te parece suciedad? Pasé el velo. ¡Soy tan djinn
como tú!

El hombre Daeva no fue disuadido. En cambio, se acercó a la


fuente, con la ira en sus ojos negros.

—Esa asquerosa palabra humana no tiene significado para mí —


espetó—. Este es Daevabad. Aquellos que se hacen llamar djinn no
tienen lugar aquí. Tampoco sus engendros shafit.

Nahri se presionó más cerca de Dara.


—Parece que tienes un amigo —murmuró oscuramente. Él
frunció el ceño pero no dijo nada.

—¡Tu gente es una enfermedad! —gritó el hombre shafit—. ¡Un


grupo de esclavos degenerados que todavía adoran a una familia de
asesinos endogámicos!

Dara siseó, y sus dedos se calentaron en su muñeca.

—No —susurró Nahri—. Solo continúa.

Pero el insulto claramente enfureció a la multitud Daeva que


permaneció, y más de ellos se giraron hacia la fuente. Un viejo canoso
levantó desafiantemente un garrote de hierro.

—¡Los Nahid fueron elegidos por Solimán! ¡Los Qahtanis no son


más que moscas de arena Geziri, bárbaros inmundos que hablan el
idioma de las serpientes!

El hombre shafit abrió la boca para responder y luego se detuvo,


llevándose una mano a la oreja.

—¿Escuchan eso? —Sonrió, y la multitud se quedó en silencio. A


lo lejos, podía escuchar cantos procedentes de la dirección del bazar. El
suelo comenzó a temblar, haciendo eco con los pies de una creciente
multitud de manifestantes.

El hombre se echó a reír cuando los Daeva comenzaron a


retroceder nerviosamente, la amenaza de una multitud aparentemente
suficiente para convencerlos de huir.

—¡Corre! ¡Acurruca tus altares de fuego y ruega a tus muertos


Nahid para que te salven! —Más hombres entraron en la plaza, con ira
en sus rostros. Nahri no vio muchas espadas, pero suficientes estaban
armados con cuchillos de cocina y muebles rotos para alarmarla.

—¡Este será tu día de ajuste de cuentas! —gritó el hombre—.


¡Atravesaremos sus hogares hasta que encontremos a la chica! ¡Hasta
que encontremos y liberemos a cada esclavo creyente que ustedes
infieles tienen!
Ella y Dara fueron los últimos en atravesar la puerta. Dara se
aseguró de que hubiera pasado los leones de bronce y luego se volvió
para discutir con el guardia Geziri.

—¿No los escuchaste? —Hizo un gesto a la creciente multitud—.


¡Cierra la puerta!

—No puedo —respondió el soldado. Parecía joven, su barba era


poco más que pelusa negra—. Estas puertas nunca se cierran. Va
contra la ley. Además, vienen refuerzos—. Tragó nerviosamente,
agarrando su guadaña—. No hay nada de qué preocuparse.

Nahri no compró su falso optimismo, y cuando el canto se hizo


más fuerte, los ojos grises del soldado se abrieron. Aunque no podía
escuchar al instigador djinn por encima de los gritos de la multitud, lo
vio gesticular ante la multitud de hombres de abajo. Señaló desafiante a
la Puerta Daeva, y un rugido los atravesó.

El corazón de Nahri se aceleró. Hombres y mujeres Daeva,


jóvenes y ancianos, estaban corriendo por las impecables calles y
desvaneciéndose dentro de los hermosos edificios de piedra
rodeándolos. Cerca de una docena de hombres trabajaron para cerrar
rápidamente las puertas y ventanas, sus manos desnudas, el carmesí
de las herramientas de un herrero. Pero ellos solo cubrieron la mitad de
los edificios, y la multitud estaba cerca. Más abajo en la calle, un niño
lloraba mientras su madre golpeaba desesperadamente una puerta
cerrada.

Algo se endureció en el rostro de Dara. Antes de que Nahri


pudiera hacer algo, él le arrebató la hoz al soldado Geziri y lo empujó al
suelo.

—Perro inútil. —Dara le dio jalón poco entusiasta a la puerta, y


cuando no cedió, suspiró, sonando más irritado que preocupado. Se
volvió hacia la multitud.

Nahri entró en pánico.

—Dara, no creo…
La ignoró y cruzó la plaza hacia la multitud, girando la hoz en sus
manos como si estuviera probando el peso del arma. Con el resto de los
Daeva tras la puerta, estaba solo: un solo hombre enfrentando a
cientos. La vista debió haberles parecido divertida; Nahri divisó unos
cuantos rostros perplejos y escuchó risas.

Los hombres shafit saltaron desde la fuente con una sonrisa.

—No puede ser… ¿Hay al menos un adorador del fuego con algo
de coraje?

Dara protegió sus ojos con una mano y apuntó la hoz a la


multitud con la otra.

—Dile a esos canallas que se vayan a casa. Nadie va a despedazar


ningún hogar Daeva hoy.

—Tenemos motivo —insistió el hombre—. Tu gente robó de vuelta


una mujer convertida.

—Vayan a casa —repitió Dara. Sin esperar por una respuesta, se


volvió hacia la puerta. Al lado de Nahri, una de los leones alados pareció
estremecerse. Ella se sorprendió, pero cuando le echó un vistazo, la
estatua estaba quieta.

—¿O qué? —empezó a decir el shafit tras Dara.

Aún con su espalda a la multitud, Dara llamó la atención de


Nahri mientras se arrancaba el turbante que cubría parciamente su
rostro.

—Retrocede, Nahri —dijo, limpiando el lodo que cubría su tatuaje


—. Déjame manejar esto.

—¿Manejarlo? —Nahri mantuvo su voz baja, pero la ansiedad


aumentó dentro de ella—. ¿No escuchaste al guardia? ¡Hay soldados
viniendo!

Él sacudió su cabeza.
—No están aquí ahora, y he visto suficientes Daeva asesinados en
mi vida. —Se volvió hacia la multitud.

Nahri escucho un par de jadeos de incredulidad de los hombres


cerca de ellos, y luego susurros empezaron a correr a través de la
multitud.

El shafit estalló en risas.

—Oh, pobre alma, ¿qué en nombre de Dios le has hecho a tu


rostro? ¿Crees que eres un Afshin?

Un hombre robusto del doble del tamaño de Dara en una


plataforma de herrería se aproximó.

—Tiene ojos de esclavo —dijo despectivamente—. Obviamente


está trastornado. ¿Quién si no un demente desearía ser uno de esos
demonios? —Levantó un martillo de hierro—. Apártate, estúpido, o sé
golpeado de primero. Esclavo o no, aún eres solo un hombre.

—Soy solo un hombre, ¿no? Qué amable de tu parte compartir


tus preocupaciones… quizá deberíamos igualar las cosas. —Dara agitó
sus manos hacia la puerta.

El primer pensamiento de Nahri fue que él pidió por ella, lo cual,


aunque halagador, fue una estimación profundamente errónea de sus
habilidades. Pero entonces el león de bronce a su lado se estremeció.

Retrocedió mientras eso se estiraba, el metal gimiendo mientras la


estatua arqueaba su espalda como un gato casero. El del otro lado de la
puerta sacudió sus alas, abrió su boca y rugió.

Nahri no habría pensado que ningún sonido podría rivalizar con


el terrorífico aullido de las serpientes del río marid, pero éstas se
acercaron. El primer león le respondió a su compañero igual de ruidoso,
un horrible gruñido se mezcló con el chirrido de rocas que la sacudió
hasta la médula. Eructaron una feroz columna de humo, como tosiendo
una bola de pelo, y luego se pasearon hacia Dara con una vigorosa
gracia completamente en desacuerdo con su forma de metal.
A juzgar por los gritos de la multitud, Nahri supuso que animados
leones alados que respiraban flamas no eran una ocurrencia regular en
el mundo djinn. Casi la mitad corrieron por las salidas, pero el resto
alzó sus armas, luciendo más determinados que nunca.

No el shafit, él lucia completamente desconcertado. Le dio a Dara


una mirada inquisitiva.

—N-no entiendo —tartamudeó mientras el suelo empezó a


retumbar—. ¿Estás trabajando con…?

El herrero shafit no estaba igualmente disuadido. Levantó un


martillo de hierro y corrió hacia adelante.

Dara apenas había levantado su hoz cuando una flecha se estrelló


en el pecho del herrero, seguida rápidamente por otra desgarrando su
garganta. Dara miró atrás con sorpresa mientras trompetas
impregnaban el aire a su alrededor.

Una bestia masiva emergió desde la puerta que dirigía al bazar. El


doble del tamaño de un caballo, con piernas grises tan gruesas como
tres troncos, la criatura agito un par de orejas antropomorfas y levantó
su gran trompa para dejar salir otro furioso bramido. Un elefante, Nahri
se dio cuenta. Ella había visto uno una vez, en un estado privado que
había robado.

El jinete de elefante se agachó bajo la puerta, un largo arco de


plata en sus manos. Examinó con frialdad el caos en la plaza. El
arquero lucía casi de su edad, no que eso significara nada entre los
djinn; Dara podría pasar por un hombre en sus treintas, y era más viejo
que su civilización. El jinete también parecía Daeva; sus ojos y
ondulado cabello eran tan negros como los suyos, pero vestía el mismo
uniforme que los soldados Geziri.

Se sentó fácilmente en el elefante, sus piernas apoyadas en una


silla de montar de tela, su cuerpo se balanceaba con los movimientos
del animal. Ella lo vio sobresaltarse ante la vista de las estatuas
animadas y levantar su arco de nuevo antes de vacilar, seguramente
dándose cuenta que las flechas no eran rivales para las bestias de
metal.
Más soldados salieron de las otras puertas, haciendo retroceder al
grupo que huía y esparciéndose para prevenir a cualquier hombre de
escapar. Una espada cobriza resplandeció, y alguien gritó.

Un trio de soldados Geziri avanzó hacia Dara. El más cercano


levantó su arma, y uno de los leones saltó, gruñendo mientras azotaba
una cola de metal a través del aire.

—¡Alto! —Fue el arquero. Rápidamente se deslizó del elefante,


cayendo grácilmente al suelo—. Es un esclavo, necios. Déjenlo en paz.
—Le tendió su arco a otro hombre, y luego levantó sus manos mientras
se aproximaba a ellos—. Por favor —dijo, cambiando a Divasti—. No
pretendo…

Su mirada se detuvo en la marca de la sien de Dara. Hizo un


pequeño, ahogado sonido de sorpresa.

Dara no lucía igual de impresionado. Sus brillantes ojos


escanearon al arquero desde su turbante gris hasta sus zapatillas de
cuero, y luego puso una cara como si hubiera devorado una garrafa
entera de vino agrio.

—¿Quién eres?

—Yo… mi nombre es Jamshid. —La voz del arquero salió en


susurro de incredulidad—. Jamshid e-Pramukh. Capitán —añadió en
un tartamudeo. Su mirada se precipitó entre el rostro de Dara y los
leones saltando—. ¿Eres… quiero decir… no es…? —Sacudió su cabeza,
cortándose abruptamente—. Tu… ah… compañía —decidió—, puede
unírsete si lo deseas.

Dara le dio vueltas a su hoz.

—Y debería desear que…


Nahri pisoteó fuerte antes de que él pudiera decir algo estúpido.
El resto de los soldados estaban ocupados empujando entre la
multitud, separando a hombre de las mujeres y los niños, aunque Nahri
vio algunos chicos terriblemente jóvenes empujados contra la misma
pared que los hombres. Varios estaban lagrimeando y unos pocos
estaban orando, tirados en una postración tan familiar que ella tuvo
que alejar sus ojos de la vista. No estaba segura qué pasaba por justicia
en Daevabad, ni cómo castigaba el rey a la gente que lo insultaba y
amenazaba a otra tribu, pero por las miradas condenadas en los ojos de
los hombres mientras eran reunidos, podía hacer muchas suposiciones.

Y no quería unirse a ellos. Le dio a Jamshid una graciosa sonrisa


a través de su velo.

—Gracias por su invitación, Capitán Pramukh. Estaríamos


honrados de conocer a tu rey.

—La tela es demasiado gruesa —se quejó Nahri. Se sentó,


dejando ir la cortina con un suspiro frustrado—. No puedo ver nada. —
Mientras hablaba, el palanquín que había sido traído para ellos se
balanceaba adelante y atrás, poniéndose en un ángulo incomodo que
casi la arroja al regazo de Dara.

—Estamos subiendo la colina que lleva al palacio —dijo Dara, su


voz baja. Rodó la daga en sus manos y miró fijamente la hoja de acero,
sus ojos relampagueando.

—¿Alejarías esa cosa? Hay docenas de soldados armados sobre…


¿qué vas a hacer con eso?

—Estoy siendo entregado a mi enemigo en una caja floreada —


replicó Dara y movió las cortinas de oropel con la daga—. Bien podría ir
armado.

—¿No dijiste que lidiar con los djinn era mejor que ser ahogado
por un rio de demonios?
Él le lanzó una mirada oscura y continuó girando rápidamente el
cuchillo.

—Para ver a un hombre Daeva vestido como ellos… sirviendo a


ese usurpador…

—Él no es un usurpador, Dara. Y Jamshid salvó tu vida.

—No me salvó —replicó Dara, luciendo ofendido ante la


sugerencia—. Me impidió de silenciar permanentemente a miserable
hombre.

Nahri dejó salir un ruido exasperado.

—¿Y asesinando a uno de los súbditos del rey en nuestro primer


día en Daevabad cómo nos ayudaría? —preguntó—. Estamos aquí para
hacer las paces con esta gente, y encontrar refugio de los ifrit,
¿recuerdas?

Dara puso los ojos en blanco.

—Bien. —Suspiró, jugando con la daga de nuevo—. Pero


verdaderamente, no intenté hacer eso con los shedu.

—¿Los qué?

—Los shedu… los leones alados. Quería que simplemente


bloquearan la puerta, pero… —Frunció el entrecejo, luciendo
preocupado—. Nahri, me he sentido… extraño desde que entramos a la
ciudad. Casi como…

El carruaje se detuvo con un balanceo, y Dara se calló. Las


cortinas fueron abiertas para revelar a un todavía nervioso Jamshid e-
Pramukh.

Nahri se lanzó fuera de la litera, impresionada por la vista ante


ella.

—¿Ese es el palacio?
Tenía que serlo; apenas podía imaginar que otro edificio podría
ser tan enorme. Descansando pesadamente en una cumbre de piedra
sobre la ciudad, el palacio de Daevabad era un masivo edifico de
mármol tan grande que bloqueaba parte del cielo. No era
particularmente lindo, su edificio principal un simple zigurat de seis
niveles que rasgaban el cielo. Pero ella podía ver la silueta de dos
delicados minaretes y una cúpula resplandeciente metida tras el muro
de mármol, insinuando grandeza más allá.

Un par de puertas doradas estaban puestas en las paredes del


palacio, iluminadas por resplandecientes antorchas. No… no antorchas,
dos más de los leones alados —shedu, los llamó Dara— sus bocas de
metal llenas con fuego. Sus alas estaban suspendidas sobre sus
hombros, y Nahri las reconoció de pronto. El tatuaje de ala en la mejilla
de Dara, cruzada con una flecha. Su símbolo Afshin, la marca de
servicio de la una vez familia Nahid.

Mi familia. Nahri se estremeció aunque la brisa era agradable.

Mientras pasaban las antorchas, Dara se inclinó de pronto para


susurrar en su oído.

—Nahri, puede ser mejor si permaneces… vaga sobre tu historial.

—¿Quieres decir que no debería decirle a mi enemigo ancestral


que soy una mentirosa y una ladrona?

Dara inclinó su cabeza contra la de ella, manteniendo su mirada


al frente. Su ahumado olor la rodeó, y su estómago dio un involuntario
revoloteo.

—Di que la chica de la familia Baseema te encontró en el rio de


niña —sugirió—. Que te mantuvieron como un sirviente. Di que trataste
de mantener tus habilidades ocultas, y que solo estabas jugando y
cantando con Baseema cuando accidentalmente me llamaste.

Le dio una mira afilada.


—¿Y el resto de eso?

Una de sus manos encontró la suya y le dio un gentil apretón.

—La verdad —dijo suavemente—. Todo lo posible. No sé qué más


decir.

Su corazón se aceleró mientras entraban a un extenso jardín.


Caminos de mármol se estrechaban a través del césped soleado,
sombreado por recortados árboles. Una brisa fresca trajo el olor de
rosas y azahares. Delicadas fuentes gorgoteaban cerca, moteadas por
hojas y pétalos de flores. El dulce trino de pájaros cantores llenó el aire,
junto con la melodía de un distante laúd.

Mientras se acercaban, Nahri pudo ver que el primer nivel del


masivo zigurat estaba abierto en un lado con cuatro hileras de gruesas
columnas sosteniendo el techo. Había fuentes llenas de flores colocadas
en el piso, y el suelo de mármol era casi suave, quizá desgastado por
milenios de pies. Era un verde veteado de blanco que parecía hierba,
llevando el jardín adentro.

Aunque el espacio lucía lo suficientemente grande para miles,


Nahri supuso que había menos de doscientos hombre allí ahora,
reunidos alrededor de una plataforma escalonada hecha del mismo
mármol que el del piso. Se empezó a elevar cerca del centro de la
habitación con su nivel más alto encontrándose con la pared opuesta al
jardín.

La mirada de Nahri fue inmediatamente atraída por la figura en


su frente. El rey djinn descansaba en un brillante trono armado con
deslumbrante joyería e intrincada mampostería, poder irradiando de su
piel marrón bronce. Su túnica de ébano humeó y giró a sus pies, y un
hermoso turbante colorido de retorcido azul, púrpura, y seda dorada
coronaba su cabeza. Pero por la forma en que todos bajaron su cabeza
con deferencia, no necesitaba ni ropa suntuosa ni trono para indicar
quien mandaba aquí.
El rey lucía como si una vez hubiera sido apuesto, pero su barba
canosa y la panza bajo su túnica negra daban fe de su edad. Su rostro
aún era afilado como un halcón, sin embargo, sus ojos acerados
brillantes y alerta.

Intimidante. Nahri tragó y apartó la mirada para estudiar al resto.


Al lado de un séquito de guardias, había otros tres hombres en los
niveles superiores de la plataforma marmórea. El primer era más viejo,
con hombros encorvados. Lucía Daeva; una larga línea de carbón
marcaba su frente marrón dorada.

Dos djinn más estaban en la siguiente plataforma. Uno sentado


en cojín relleno y estaba similarmente vestido al rey, su ondulado
cabello negro enredado y sus mejillas ligeramente ruborizadas. Se frotó
su barba, distraídamente corriendo sus dedos alrededor de un cáliz de
bronce. Era apuesto, con un aire de tranquilidad que Nahri notó era
común en los ricos y perezosos, y tenía un gran parecido con el rey. Su
hijo, adivinó; su mirada se detuvo en el pesado anillo de zafiro en
meñique. Un príncipe.

Un hombre más joven estaba de pie directamente tras el príncipe,


vestido de manera similar a los soldados, aunque su turbante era
escarlata oscuro en lugar de gris. Era alto, con una barba desaliñada y
una severa expresión en su estrecho rostro. Aunque compartía la
misma piel luminosa y puntiagudas orejas como los purasangres, ella
tuvo problemas identificando su tribu. Era casi tan oscuro como los
comerciantes de sal Ayaanle, pero sus ojos eran los grises acerados de
los Geziri.

Nadie pareció notarlos. La atención del rey estaba enfocada en el


par de hombres discutiendo abajo. Suspiró y chasqueó sus dedos; un
sirviente descalzo recibió su mano extendida con un cáliz de vino.

—…es un monopolio. Sé que más de una familia Tukharistani teje


hilo de jade. No deberían tener permitido juntarse cada vez que vendan
a un mercante Agnivanshi. —Un hombre bien vestido con largo cabello
negro cruzó sus brazos. Una línea de perlas cubría su cuello y dos más
rodeaban su muñeca derecha. Un pesado anillo de oro brilló en una
mano.
—¿Y cómo sabes eso? —lo acusó el otro hombre. Era más alto y
lucía un poco como los estudiantes chinos que había visto en el Cairo.
Nahri se deshizo de Dara, curiosa por conseguir un mejor vistazo a los
hombres —. Admítelo: ¡estas enviando espías o Tukharistan!

El rey levantó una mano, interrumpiéndolos.

—¿No acabo de lidiar con ustedes dos? Por el Altísimo, ¿Por qué
siguen haciendo negocios con el otro? Seguramente hay otros… —Se
calló.

El cáliz cayó de su mano mientras permanecía de pie,


destrozándose en el suelo marmóreo, salpicaduras de vino manchando
su túnica. El salón se quedó en silencio, pero él no pareció notarlo.

Sus ojos se habían fijado en ella. Luego una sola palabra se


precipitó de su boca como una oración susurrada.

—¿Manizheh?
16
Nahri
Traducido por Vanemm08 & YoshiB & Mary Rhysand

Cada cabeza en el masivo auditorio se giró para mirarla. En los


ojos metalizados del djinn —acero oscuro y cobre, oro y estaño— vio
una mezcla de confusión y diversión, como si fuera el motivo de una
broma aún por revelarse. Algunas risas tontas surgieron de entre la
multitud. El rey dio un paso lejos de su trono, y el ruido se detuvo
abruptamente.

—Estás viva —susurró. La habitación estaba ahora tan quieta que


pudo oírlo respirar hondo. Los pocos cortesanos que quedaban entre
ella y el trono retrocedieron rápidamente.

El hombre que ella asumió era un príncipe le dio al rey una


mirada desconcertada y luego miró de nuevo a Nahri, entrecerrando los
ojos para estudiarla como si fuera una especie extraña de insecto.

—Esa chica no es Manizheh, Abba. Se ve tan humana que incluso


no debería haber pasado el velo.

—¿Humana?

El rey se acercó a la plataforma inferior, y mientras se acercaba,


un rayo de sol que se filtraba por la ventana atrapó su rostro. Como
Dara, estaba marcado en la sien con un tatuaje negro; en su caso, una
estrella de ocho puntas. El borde del tatuaje tenía un brillo ahumado
que parecía hacerle un guiño.
Algo en su rostro se arrugó.

—No... Ella no es Manizheh. —Él la miró otro momento y frunció


el ceño—. ¿Pero por qué crees que es humana? Su apariencia es la de
un Daeva pura sangre.

¿Lo soy? Nahri claramente no era la única confundida por la


convicción del rey. Los susurros comenzaron a aparecer, y el joven
soldado con el turbante carmesí cruzó la plataforma para unirse al rey.

Puso una mano sobre el hombro del rey, visiblemente


preocupado.

—Abba… —El resto de sus palabras siguió en un incomprensible


siseo en Geziriyya, dejando a Nahri atrás.

¿Abba? ¿Podría el soldado ser otro hijo?

—¡Veo sus oídos! —El rey espetó de nuevo en un molesto


Djinnistani—. ¿Cómo puedes pensar que es shafit?

Nahri dudó, sin saber cómo proceder. ¿Se le permitía comenzar a


hablar con el rey? Tal vez tenía que inclinarse o…

El rey de repente hizo un ruido impaciente. Levantó la mano, y la


marca en su sien estalló a la vida.

Era como si alguien hubiera aspirado el aire de la habitación. Las


antorchas en la pared se apagaron, las fuentes cesaron su suave
gorgoteo y las banderas negras colgando detrás del rey dejaron de
revolotear. Una ola de debilidad y náuseas pasó sobre Nahri, y el dolor
estalló en las distintas partes de su cuerpo que había golpeado el día
anterior.

A su lado, Dara dejó escapar un grito ahogado. Cayó de rodillas,


ceniza rebosando de su piel.

Nahri se dejó caer a su lado.


—¡Dara! —Puso una mano en su tembloroso brazo, pero él no
respondió. Su piel era casi tan fría y pálida como lo había sido después
del ataque de los rukh. Ella se volvió hacia el rey—. ¡Detente! ¡Le estás
haciendo daño!

Los hombres en la plataforma parecían tan sorprendidos como el


rey cuando llegó por primera vez. El príncipe se quedó sin aliento, y el
hombre mayor Daeva dio un paso adelante, con una mano dirigiéndose
a su boca.

—Alabado sea el Creador —dijo en Divasti. Se quedó mirando a


Nahri con amplios ojos negros, una mezcla de algo como miedo,
esperanza y éxtasis cruzaron su cara de repente—. Usted… usted es...

—No es una shafit —interrumpió el rey—. Como dije. —Dejó caer


su mano, y las antorchas volvieron a la vida. A su lado, Dara se
estremeció.

El rey Qahtani no le había quitado los ojos de encima ni una vez.

—Un encantamiento —finalmente concluyó—. Un encantamiento


para hacerte parecer humana. Nunca he oído hablar de tal cosa. —Sus
ojos brillaban de asombro—. ¿Quién eres tú?

Nahri ayudó a Dara a ponerse de pie. El Afshin todavía estaba


pálido y parecía tener problemas para recuperar el aliento.

—Mi nombre es Nahri —dijo ella, luchando bajo su peso—. Esa


Manizheh que mencionaste, yo… creo que soy su hija.

El rey se levantó bruscamente.

—¿Disculpa?

—Ella es una Nahid. —Dara no se había recuperado por


completo, y su voz salió en un bajo gruñido que envió a unos pocos
cortesanos a deslizarse más lejos.
—¿Una Nahid? —repitió el príncipe sentado sobre los crecientes
sonidos de la sorprendida multitud. Su voz estaba llena de
incredulidad—. ¿Estás loco?

El rey levantó la mano para despedir a los presentes en la


habitación.

—Fuera, todos ustedes.

No tuvo que emitir la orden dos veces, Nahri no sabía que tantos
hombres podían moverse tan rápido. Observó con silencioso temor
cómo los cortesanos eran reemplazados por más soldados. Una línea de
guardias —armados con esas mismas espadas de cobre extrañas— se
formó detrás de Dara y Nahri, bloqueando su escape.

La mirada de acero del rey finalmente dejó su rostro para caer


sobre Dara.

—Si ella es la hija de Banu Manizheh, ¿quién te haría


exactamente a ti?

Dara golpeó la marca en su cara.

—Su Afshin.

El rey levantó sus oscuras cejas.

—Esa debería ser una historia interesante.

—Nada de esto tiene sentido —declaró el príncipe cuando Dara


y Nahri finalmente se callaron—. ¿Conspiraciones ifrit, asesinos rukh,
los Gozan levantándose de sus bancos para aullar a la luna? Un cuento
cautivador, por cierto… tal vez te gane una entrada al gremio de
actores.

El rey se encogió de hombros.


—Oh, no lo sé. Los mejores cuentos siempre tienen al menos un
gramo de verdad.

Dara dijo con ira:

—¿No tiene sus propios testigos de los eventos en el Gozan?


Seguro que tiene exploradores allí. De lo contrario, un ejército podría
estar reuniéndose en su umbral sin que ustedes se enteraran.

—Consideraré ese consejo profesional —respondió el rey, con un


tono ligero. Él permaneció impasible mientras hablaban—. Es una
historia notable, sin embargo. No hay que negar que la chica está bajo
algún tipo de maldición, claramente parecía de pura sangre para mí
mientras parecía shafit para el resto de ustedes. —La estudió otra vez—.
Y sí se parece a Banu Manizheh —admitió, con un toque de emoción
rodando en su voz—. Sorprendentemente.

—¿Y qué hay con eso? —contestó el príncipe—. Abba, ¿realmente


no puedes creer que Manizheh tuvo una hija secreta? ¿Manizheh? ¡La
mujer solía dar llagas de plaga a los hombres que miraban su rostro
durante demasiado tiempo!

A Nahri no le habría importado tal habilidad en ese momento.


Ella había pasado el último día siendo atacada por varias criaturas y
tenía poca paciencia para las dudas del Qahtani.

—¿Quieres una prueba de que soy una Nahid? —exigió ella.


Señaló a la daga curva enfundada en la cintura del príncipe—. Tira eso,
y sanaré ante tus ojos.

Dara se paró frente a ella, y el aire humeó.

—Eso sería extremadamente imprudente.

El joven soldado, o el príncipe, o quienquiera que fuera —el que


tenía la barba desaliñada y expresión hostil— inmediatamente se acercó
más al príncipe. Dejó caer su mano hasta la empuñadura de su espada
de cobre.
—Alizayd —advirtió el rey—. Suficiente. Y cálmate, Afshin. Créelo
o no, la hospitalidad de Geziri no implica apuñalar a nuestros
huéspedes. Por lo menos no antes de que nos hayan presentado
correctamente. —Le dio a Nahri una sonrisa sardónica y se tocó el
pecho—. Soy el rey Ghassan al Qahtani, como seguramente sabes.
Estos son mis hijos, Emir Muntadhir y el Príncipe Alizayd. —Señaló al
príncipe sentado y el joven espadachín que fruncía el ceño antes de
señalar al anciano Daeva—. Y este es mi gran wazir, Kaveh e-Pramukh.
Fue su hijo Jamshid quien te acompañó al palacio.

La familiaridad de sus nombres árabes la tomó por sorpresa, al


igual que el hecho de que dos hombres de Daeva sirvieran tan
prominentemente a la familia real. Buenas señales, supongo.

—La paz sea contigo —dijo con cautela.

—Y contigo también. —Ghassan extendió sus manos—.


Perdonarás nuestras dudas, mi señora. Es solo que mi hijo Muntadhir
habla correctamente. Banu Manizheh no tuvo hijos y lleva veinte años
muerta.

Nahri frunció el ceño. Ella no era alguien que compartiera


información fácilmente, pero quería respuestas más que cualquier otra
cosa.

—El ifrit dijo que estaban trabajando con ella.

—¿Trabajando con ella? —Por primera vez, vio un indicio de ira


en la cara del Ghassan—. Los ifrit fueron quienes la asesinaron. Una
cosa que aparentemente hicieron con mucha alegría.

La piel de Nahri se erizó.

—¿Qué quieres decir?

Fue el gran wazir quien habló ahora.

—Banu Manizheh y su hermano Rustam fueron emboscados por


los ifrit en su camino a mi finca en Zariaspa. Yo... yo fui uno de los que
encontraron lo que quedaba de su grupo de viaje. —Se aclaró la
garganta—. La mayoría de los cuerpos eran imposibles de identificar,
pero la Nahid...
Se detuvo, viéndose cerca de las lágrimas.

—Los ifrit pusieron sus cabezas en lanzas —terminó el Ghassan


sombríamente—. Y rellenaron sus bocas con las reliquias de todos los
djinn que esclavizaron en el grupo de viaje, como un poco de burla. —El
humo se enroscó alrededor de su cuello—. Trabajando con ella, en
efecto.

Nahri retrocedió. No vio ningún indicio de engaño en los hombres


de la plataforma... Al menos no en este asunto. El gran wazir parecía
enfermo, y comprobó el dolor y la rabia arremolinada en los ojos grises
del rey.

Y estuve tan cerca de caer en manos de los demonios que hicieron


eso. Nahri estaba sacudida, realmente sacudida. Se consideraba hábil
para detectar mentiras, pero la ifrit la tenía casi convencida. Adivinó
que Dara tenía razón sobre ellos siendo mentirosos talentosos.

Dara, por supuesto, no se molestó en ocultar su furia ante el


fallecimiento de los hermanos Nahid. Un calor furioso irradiaba de su
piel.

—¿Por qué estaban Banu Manizheh y su hermano incluso


permitidos fuera de las murallas de la ciudad? ¿No viste el peligro al
permitir que los últimos dos Nahid en el mundo salieran a dar vueltas
en el exterior de Daevastana?

Los ojos de Emir Muntadhir brillaron.

—No eran nuestros prisioneros —dijo acaloradament—. Y no se


había escuchado de los ifrit en más de un siglo. Apenas...

—No... Tiene razón al interrogarme. —La voz de Ghassan,


tranquila y devastada, silenció a su hijo mayor—. Dios sabe que lo he
hecho yo mismo, todos los días desde que murió. —Se recostó contra su
trono, de repente parecía más viejo—. Debería haber ido solo Rustam.
Hubo una plaga en Zariaspa afectando sus hierbas curativas, y era el
más hábil en botánica. Pero Manizheh insistió en acompañarlo. Era
muy querida para mí, y muy, muy terca. Una pobre combinación,
admito.
Sacudió la cabeza.

—En ese momento, ella era tan inflexible que yo… ah…

Nahri entrecerró los ojos.

—¿Qué?

Ghassan se encontró con su mirada, con una expresión que


hervía a fuego lento con una emoción que no podía descifrar. La estudió
por un largo momento y finalmente preguntó:

—¿Qué edad tienes, Banu Nahri?

—No puedo estar segura. Pienso que unos veinte años.

Él apretó su boca en una línea delgada.

—Una coincidencia interesante —lo dijo, sin sonar complacido.

El gran wazir se sonrojó, furiosas manchas rojas que florecían en


sus mejillas.

—Mi rey, seguramente no pretende sugerir que Banu Manizheh,


una de las bendecidas de Solimán y una mujer de moralidad
impecable...

—¿Tuvo una causa repentina hace veinte años para huir de


Daevabad a una montaña distante dónde estaría rodeada de
compañeros Daeva discretos y absolutamente leales? —Arqueó una
ceja—. Cosas más extrañas han pasado.

El significado de su conversación de repente se hizo claro. Un


destello de esperanza —esperanza estúpida e ingenua— se levantó en el
pecho de Nahri antes de que pudiera aplastarla.

—Entonces... mi padre... ¿Aún está vivo? ¿Vive en Daevabad? —


No podía ocultar la desesperación en su voz.

—Manizheh se negó a casarse —dijo Ghassan rotundamente—. Y


no tenía… lazos. Ninguno de los que yo tuviera conocimiento, al menos.
Fue una respuesta breve que no permitía más discusión. Pero
Nahri frunció el ceño, tratando de descifrar las cosas.

—Pero eso no tiene sentido. Los ifrit sabían de mí. Si ella huyó
antes de que alguien se enterara de su embarazo, si fue asesinada en
su viaje, entonces...

No debería estar viva. Nahri dejó la última parte sin decir, pero
Ghassan se veía igualmente bloqueado.

—No lo sé —admitió—. Tal vez naciste cuando aún estaban


viajando, pero no puedo imaginar cómo sobreviviste, y mucho menos
terminar en una ciudad humana al otro lado del mundo. —Levantó las
manos—. Podríamos nunca tener esas respuestas. Solo rezo para que
los últimos momentos de tu madre puedan haber sido iluminados por el
conocimiento de que su hija vivió.

—Alguien debe haberla salvado —señaló Dara.

El rey levantó las manos.

—Tu conjetura es tan buena como la mía. La maldición que afecta


su apariencia es fuerte… podría no haber sido lanzado por un djinn.

Dara la miró, algo brevemente ilegible en sus brillantes ojos antes


de volverse hacia el rey.

—¿De verdad ella no te parece un shafit?

Nahri pudo escuchar un indicio de alivio en su voz. Y dolió, no lo


podía negar. Claramente, a pesar de su creciente "cercanía", la pureza
de la sangre seguía siendo importante para él.

Ghassan negó con la cabeza.

—Se ve tan Daeva como tú. Y si es realmente la hija de Banu


Manizheh… —vaciló, y algo parpadeó en su cara; fue reemplazado por
su máscara de calma en un momento, pero ella era buena para leer a la
gente, y se dio cuenta.
Era miedo.

Dara lo instó:

—Si lo es... ¿entonces qué?

Kaveh respondió primero, sus ojos negros se encontraron con los


de ella. Nahri sospechaba que el gran wazir —un compañero Daeva—
no quería que el rey masajeara esta respuesta.

—Banu Manizheh fue la curandera más talentosa nacida para los


Nahid en el último milenio. Si eres su hija... —Su voz se volvió
reverente, y un poco desafiante—. El Creador nos ha sonreído.

El rey le disparó al otro hombre una mirada molesta.

—Mi gran wazir se emociona fácilmente, pero sí, su llegada a


Daevabad podría ser toda una bendición. —Sus ojos se deslizaron hacia
Dara—. Tú, por otro lado... dijiste que eras un Afshin, pero aún no has
ofrecido tu nombre.

—Debe haberse deslizado de mi mente —respondió Dara, con voz


helada.

—¿Por qué no lo compartes ahora?

Dara levantó un poco la barbilla y luego habló.

—Darayavahoush e-Afshin.

Bien podría haber sacado una espada. Los ojos de Muntadhir se


agrandaron, y Kaveh palideció. El príncipe más joven dejó caer su mano
a su espada otra vez, acercándose más a su familia.

Incluso el implacable rey ahora parecía tenso.

—Solo para ser claros: ¿Eres el Darayavahoush, quien dirigió la


rebelión de Daeva contra Zaydi al Qahtani?

¿El qué? Nahri se giró hacia Dara, pero él no la estaba mirando.


Su atención estaba centrada en Ghassan al Qahtani. Una pequeña
sonrisa —la misma sonrisa peligrosa que había destellado al shafit en la
plaza— jugaba alrededor de su boca.
—Ah... ¿Así que su gente recuerda eso?

—Bastante bien —dijo Ghassan con frialdad—. Nuestra historia


tiene mucho que decir sobre ti, Darayavahoush e-Afshin. —Cruzó los
brazos sobre su túnica negra—. Aunque podría haber jurado que uno
de mis antepasados te había decapitado en Isbanir.

Era un truco, Nahri lo sabía, un pequeño truco para que su honor


diera una mejor respuesta del Afshin.

Dara, por supuesto, se precipitó directamente hacia ello.

—Tu antepasado no hizo tal cosa —dijo agriamente—. Nunca


llegué a Isbanir… no estarías sentado en ese trono si yo hubiera
llegado. —Levantó la mano y la esmeralda les guiñó—. Fui capturado
por los ifrit mientras luchaba contra las fuerzas de Zaydi en Dasht-e
Loot. Seguramente puedes descubrir el resto.

—Eso no explica cómo te encuentras ante nosotros ahora —dijo


Ghassan de forma deliberada—. Habrías necesitado a un Nahid para
romper la maldición de los esclavos de ifrit, ¿no?

Aunque la cabeza de Nahri estaba nadando con nueva


información, notó que Dara dudó antes de contestar.

—No lo sé —finalmente confesó—. Pensé lo mismo... pero fue el


peri, Khayzur, el que nos salvó en el río y quién me liberó. Dijo que
encontró mi anillo en el cuerpo de un viajero humano en sus tierras. Su
gente usualmente no interviene en nuestros asuntos, pero... —Ella
escuchó apretarse la garganta de Dara—, tuvo misericordia de mí.

Algo se retorció en el corazón de Nahri. ¿Khayzur lo había


liberado de la esclavitud y salvó sus vidas en el Gozan? La súbita
imagen del peri solo y con dolor, esperando la muerte de sus
compañeros en el cielo, jugó en su mente.

Pero Ghassan ciertamente no parecía preocupado por el destino


de un peri que nunca había visto.

—¿Cuándo fue esto?


—Hace aproximadamente una década —respondió Dara
fácilmente.

Ghassan se quedó sorprendido de nuevo.

—¿Una década ¿Seguramente no quieres decir que pasaste los


últimos catorce siglos como un esclavo ifrit?

—Eso es exactamente lo que quiero decir.

El rey apretó sus dedos, mirando su larga nariz.

—Perdóname por hablar con claridad, pero he conocido guerreros


endurecidos conducidos a balbucear de la locura por menos de tres
siglos de esclavitud. Lo que estás sugiriendo… ningún hombre podría
sobrevivir eso.

¿Qué? Las oscuras palabras de Ghassan enviaron hielo a sus


venas. La vida de Dara como esclavo era lo único en lo que ella no lo
había presionado; no quería hablar de eso y no quería pensar en los
recuerdos sangrientos que se había visto obligado a revivir a su lado.

—No dije que sobreviviera —corrigió Dara, con voz cortante—. No


recuerdo casi nada de mi tiempo como esclavo. Es difícil volverse loco
por recuerdos que no tengo.

—Conveniente —murmuró Muntadhir.

—Bastante —Dara disparó de regreso—. Porque seguramente


un… ¿qué dijiste, un loco balbuceante?... tendría poca paciencia para
todo esto.

—¿Y tu vida antes de que fueras un esclavo?

Nahri se sobresaltó al oír una nueva voz. El príncipe más joven,


se dio cuenta; Alizayd, el que había confundido con un guardia.

—¿Te acuerdas de la guerra, Afshin? —preguntó, en una de las


voces más frías que Nahri alguna vez había escuchado—. ¿Los pueblos
de Manzadar y Bayt Qadr? —Alizayd miró a Dara con abierta hostilidad,
con un odio que rivalizaba con cómo Dara mismo había mirado al ifrit—
. ¿Te acuerdas de Qui-zi?
A su lado, Dara se tensó.

—Recuerdo lo que tu tocayo le hizo a mi ciudad cuando la tomó.

—Y lo dejaremos así —interrumpió Ghassan, lanzando a su hijo


menor una mirada de advertencia—. La guerra ha terminado, y
nuestros pueblos están en paz. Una cosa que debes haber sabido,
Afshin, al traer voluntariamente a un Nahid aquí.

—Supuse que era el lugar más seguro para ella —dijo Dara con
frialdad—. Hasta que llegué y encontré un grupo armado de shafit que
se prepara para despedir el Barrio Daeva.

—Un asunto interno —le aseguró Ghassan—. Créeme, tu gente


nunca estuvo en ningún peligro. Los arrestados hoy, serán arrojados al
lago para el final de la semana.

Dara resopló, pero el rey permaneció impasible.


Impresionantemente, Nahri sintió que tomaba mucho sacudir a
Ghassan al Qahtani. No estaba segura de sí debería o no estar
complacida por tal cosa, pero decidió igualar su franqueza.

—¿Qué es lo que quieres?

Él sonrió: una verdadera sonrisa.

—Lealtad. Prométanse conmigo y juren preservar la paz entre


nuestras tribus.

—¿Y a cambio? —preguntó Nahri, antes de que Dara pudiera


hablar.

—Te declararé la hija de pura sangre de Banu Manizheh.


Apariencia shafit o no, nadie en Daevabad se atreverá a cuestionar tu
origen una vez que hable sobre tal cosa. Tendrás un hogar en el palacio,
todo lo que desees en material será concedido, y ocuparás el lugar que
te corresponde como Banu Nahida.

—El rey inclinó la cabeza hacia Dara.


—Perdonaré formalmente a tu Afshin y le otorgaré una pensión y
una posición acorde con su rango. Incluso puede seguir sirviéndote si
deseas.

Nahri notó su sorpresa. No podía imaginar una mejor oferta. Por


supuesto, de la cual desconfiaba. Él esencialmente no estaba pidiendo
nada, y a cambio estaba dándole todo lo que ella pudiera desear.

Dara bajó la voz.

—Es un truco —advirtió en Divasti—. No te inclinarás hacia esa


mosca de arena, lo que él pedirá...

—La mosca de arena habla perfectamente Divasti —interrumpió


Ghassan—. Y no requiero ninguna inclinación hacia mí. Soy Geziri. Mi
gente no comparte el amor por una exagerada ceremonia como los de tu
tribu. Para mí, tu palabra es suficiente.

Nahri vaciló. Miró de nuevo a los soldados detrás de ellos. Ella y


Dara eran totalmente superados en número por la Guardia Real, sin
mencionar al joven Príncipe que claramente ansiaba una pelea. Por
aborrecible que fuera el pensamiento para Dara, esta era la ciudad de
Ghassan.

Y Nahri no había sobrevivido tanto tiempo sin haber aprendido a


reconocer cuando era superada.

—Tienes mi palabra —dijo ella.

—Excelente. Que Dios nos castigue a los dos si la rompemos. —


Nahri se estremeció, pero Ghassan solo sonrió—. ¿Y ahora que dejamos
lo desagradable atrás, puedo ser honesto? Ambos se ven terribles. Banu
Nahida, parece que hay una gran cantidad de sangre solo en su ropa.

—Estoy bien —insistió ella—. No toda es mía.

Kaveh palideció, pero el rey se echó a reír.

—Creo que me vas a gustar, Banu Nahriv. —La estudió por un


momento más—. ¿Dijiste que eras del país del Nilo?
—Sí.

—¿Tatakallam arabi31?

El árabe del rey era áspero pero comprensible. Sorprendida, sin


embargo, respondió:

—Por supuesto.

—Ya me lo imaginaba. Es uno de nuestros idiomas litúrgicos. —


Ghassan hizo una pausa, viéndose pensativo—. Mi Alizayd es un
estudiante bastante devoto de eso. —Asintió con la cabeza al ceñudo
joven príncipe—. Ali, ¿por qué no acompañas a Banu Nahri a los
jardines? —Se volvió hacia ella—. Puedes relajarte, asearte, comer algo.
Lo que desees. Tendré a mi hija, Zaynab, haciéndote compañía. Tu
Afshin puede quedarse atrás para discutir nuestra estrategia con el ifrit.
Sospecho que esto no es lo último que hemos escuchado de esos
demonios.

—Eso no es necesario —protestó ella. No era la única. Alizayd


apuntó en dirección a Dara, una ráfaga de Geziriyya saliendo de su
boca.

El rey silbó una respuesta y levantó su mano, y Alizayd se calló,


pero Nahri no estaba convencida. No quería ir a ningún lado con el rudo
príncipe, y ciertamente no quería dejar el lado de Dara.

Dara, sin embargo, asintió de mala gana.

—Deberías descansar, Nahri. Necesitarás tu fuerza para los


próximos días.

—¿Y tú no lo harás?

—Por extraño que parezca, estoy perfectamente bien. —Le apretó


la mano, enviando un torrente de calor directo a su corazón—. Ve —
instó—. Prometo no ir a la guerra sin tu permiso —agregó con una
sonrisa aguda a los Qahtanis.

31
N.T. Significa, “¿Hablas árabe?”
Cuando Dara soltó su mano, vio la cuidadosa mirada del rey
hacia ellos. Ghassan asintió, y ella siguió al príncipe a través de un
conjunto enorme de puertas.

Alizayd estaba a mitad de camino, por el ancho corredor cuando


llegó a él. Ella se apresuró, tratando de alcanzarlo con sus pasos largos
mientras lanzaba curiosas miradas al resto del palacio. Lo que vio
estaba bien mantenido, pero podía sentir la edad de la antigua piedra y
las fachadas desmoronadas.

Un par de sirvientes se inclinaron al pasar, pero el príncipe no


parecía darse cuenta. Mantuvo la cabeza baja mientras caminaban.
Claramente no había heredado la calidez diplomática de su padre y la
forma abiertamente hostil con que había hablado con Dara la puso
nerviosa.

Nahri le lanzó una mirada furtiva por el rabillo del ojo. Joven fue
su primera impresión. Sus manos se juntaron detrás de su espalda y
sus hombros se encorvaron, Alizayd llevaba su cuerpo flaco como si
hubiera brotado recientemente con su alarmante altura y todavía se
estaba acostumbrando a ello. Tenía una cara larga y elegante, una que
podría incluso haber sido guapo si no estuviera fruncido en una mueca.
Su barbilla era desaliñada, más la esperanza de una barba que no era
nada sustancial. Además de la cimitarra de cobre, una daga
enganchada estaba metida en su cinturón, y Nahri pensó que había
atrapado un vistazo de otro cuchillo pequeño atado a su tobillo.

Él echó un vistazo, probablemente con la esperanza de estudiarla


de una manera similar, pero sus ojos se encontraron, y rápidamente
miró hacia otro lado. Nahri se encogió ante el silencio cada vez más
tenso entre ellos.

Pero era el hijo del rey, y ella no era disuadida fácilmente.

—Entonces —ella comenzó en árabe, recordando lo que dijo


Ghassan sobre él estudiando el idioma—, ¿crees que tu padre nos va a
matar?
Lo quiso decir como una pobre broma para aligerar el estado de
ánimo, pero la cara de Alizayd se torció en abierto descontento.

—No.

El hecho de que respondió tan fácilmente —como si hubiera


estado reflexionando sobre la pregunta él mismo— la sacó de su fingida
casualidad.

—Pareces decepcionado.

Alizayd le dirigió una mirada oscura.

—Tu Afshin es un monstruo. Se merece perder su cabeza cien


veces por los crímenes que ha cometido. —Nahri se sobresaltó, pero
antes de que pudiera responder, el príncipe abrió una puerta y le hizo
señas hacia adentro—. Ven.

La repentina aparición de la luz de la tarde deslumbró sus ojos.


La canción rítmica del canto de los pájaros y los monos rompió el
silencio, ocasionalmente formando la cresta del croar de una rana y el
crujido de los grillos. El aire era cálido y húmedo, tan fragante con el
aroma de las flores de rosa, el rico suelo y la madera húmeda, que le
picaba en la nariz.

Cuando sus ojos se ajustaron a la luz, su asombro solo creció. El


tramo ante ellos difícilmente podría llamarse un jardín. Era tan vasto y
silvestre como los bosques salvajes en los que ella y Dara habían
viajado, más como un intento de jungla devorando las raíces del jardín.
Vides oscuras esparcidas desde sus profundidades como lenguas
envueltas, tragando los restos desmoronados de fuentes y atrapando
árboles frutales indefensos. Flores en tonos casi violentos —un carmesí
que brillaba como la sangre, un índigo moteado como una noche
estrellada— florecía en el suelo. Un par de palmeras datileras de punta
brillaban al sol ante ella, hechas enteramente de vidrio, se dio cuenta,
su fruta regordeta era una joya de oro.
Algo se abalanzó sobre sus cabezas, y Nahri se agachó cuando
pasó volando un pájaro de cuatro alas —sus plumas, las variantes de
colores que se verían en una puesta de sol— pasó volando. Se
desvaneció en los árboles con un gruñido bajo que podría haber
provenido de un león diez veces más grande, y Nahri saltó.

—¿Este es tu jardín? —preguntó con incredulidad. Un camino de


azulejos se extendía ante ellos, roto por raíces retorcidas y espinosas y
cubierto de musgo. Pequeños globos de cristal llenos de llamas
danzantes flotaban sobre él, iluminando su retorcida ruta hacia el
oscuro corazón del jardín.

Alizayd parecía insultado.

—Supongo que mi gente no mantiene los jardines tan impecables


como lo hicieron tus antepasados. Consideramos que gobernar la
ciudad es un uso del tiempo más apropiado que la horticultura.

Nahri estaba perdiendo la paciencia con este mocoso real.

—Entonces, la hospitalidad de Geziri no implica apuñalar a sus


invitados, pero ¿permite amenazas e insultos? —preguntó con
simulacro de dulzura—. Qué fascinante.

—Yo… —Alizayd pareció desconcertado—. Me disculpo —


finalmente murmuró—. Eso fue grosero. —Se miró los pies y señaló el
camino—. Si eres tan amable…

Nahri sonrió, sintiéndose reivindicada, y continuaron. El camino


se convirtió en un puente pedregoso que colgaba sobre un canal
resplandeciente. Miró hacia abajo mientras cruzaban. El agua era la
más clara que había visto en su vida, borboteaba sobre rocas lisas y
piedras brillantes.

En poco tiempo se encontraron con un edificio bajo de piedra que


se elevaba de las vides y los árboles abarrotados. Estaba pintado de un
alegre azul con columnas del color de las cerezas. El vapor se filtraba
por las ventanas, y un pequeño jardín de hierbas abrazaba su exterior.
Dos chicas jóvenes se arrodillaban entre los arbustos, quitando la
maleza y llenando una canasta de paja con delicados pétalos morados.
Una mujer mayor con piel arrugada y cálidos ojos marrones salió
del edificio cuando se acercaron. Shafit, supuso Nahri, notando sus
orejas redondas y sintiendo la familiaridad de un latido acelerado. La
mujer llevaba el pelo canoso en un moño simple y estaba vestida con
una complicada prenda alrededor de su torso.

—La paz sea contigo, hermana —la saludó Alizayd cuando ella se
inclinó, en un tono mucho más amable que el que había usado con
Nahri—. La invitada de mi padre ha tenido un largo viaje. ¿Te
importaría atenderla?

La mujer miró a Nahri con curiosidad no disimulada.

—Sería un honor, mi príncipe.

Alizayd la miró brevemente a los ojos.

—Mi hermana se unirá a ti pronto, si Dios quiere. —No podía


decir si estaba bromeando cuando agregó—: Es mejor compañía. —No
le dio la oportunidad de responder, girándose abruptamente sobre sus
talones.

Un ifrit sería mejor compañía que tú. Al menos Aeshma había


intentado brevemente ser encantadora. Nahri observó cómo Alizayd
regresaba rápidamente por donde habían venido, sintiéndose más que
un poco incómoda, hasta que la mujer shafit la tomó suavemente del
brazo y la guió a la humeante casa de baños.

En minutos, una docena de chicas la estaban atendiendo; las


sirvientas eran shafit con una vertiginosa variedad de etnias, que
hablaban Djinnistani con fragmentos de árabe y Circasiano, Gujarati y
Swahili, junto con más idiomas que no podía identificar. Algunas
ofrecieron té y sorbete mientras que otras evaluaban cuidadosamente
su cabello salvaje y su piel polvorienta. No tenía idea de quién creían
que era ella, y tuvieron cuidado de no preguntar, pero la trataron como
si fuera una princesa.
Me podría acostumbrar a esto, Nahri pensó lo que se sintió horas
después cuando se tumbó en un baño tibio, el agua espesa con aceites
lujosos y el aire humeante que olía a pétalos de rosa. Una chica
masajeó su cuero cabelludo, haciendo espuma en su cabello mientras
que otra masajeó sus manos. Dejó caer la cabeza hacia atrás y cerró
los ojos.

Estaba demasiado somnolienta para darse cuenta de que la


habitación se había quedado en silencio antes de que una voz clara la
sacara de su ensueño:

—Veo que te has puesto cómoda.

Los ojos de Nahri se abrieron de golpe. Una chica se sentó en el


banco frente a su baño, con las piernas cruzadas delicadamente debajo
del vestido de aspecto más caro que Nahri había visto.

Era deslumbrante, con una belleza tan anormalmente perfecta


que Nahri supo en un momento que ni una gota de sangre humana
corría por sus venas. Su piel era oscura y suave, sus labios llenos y su
cabello cuidadosamente escondido bajo un simple turbante de marfil
adornado con un solo zafiro. Sus ojos de color gris dorado y sus rasgos
alargados se parecían al príncipe más joven con tanta nitidez que no
cabía duda de quién era. La hermana de Alizayd, la princesa Zaynab.

Nahri se cruzó de brazos y se hundió bajo las burbujas,


sintiéndose expuesta y simple. La otra mujer sonrió, claramente
disfrutando de su incomodidad, y sumergió un dedo del pie en la
bañera. Los diamantes parpadearon de una tobillera dorada.

—Tienes todo el palacio en una gran emoción —continuó—. Están


preparando una gran fiesta incluso ahora. Si escuchas, puedes oír los
tambores del Gran Templo. Toda tu tribu está celebrando en las calles.

—Yo… Lo siento… —tartamudeó Nahri, sin saber qué decir.


La princesa se puso de pie con una gracia que hizo que Nahri
quisiera llorar de envidia. Su vestido cayó en perfectas olas al piso;
Nahri nunca había visto algo así: una red rosa tan fina como una
telaraña, hilada en un delicado diseño floral entrelazado con perlas
cultivadas y colocada sobre una vaina de color morado oscuro. No
parecía algo hecho por manos humanas, eso era seguro.

—Tonterías —respondió Zaynab—. No hay necesidad de


disculparse. Eres la invitada de mi padre. Me agrada verte contenta. —
Hizo un gesto hacia una sirvienta que llevaba una bandeja de plata,
sacando un dulce blanco polvoriento y deslizándolo en su boca sin
ponerse una mota de azúcar en los labios pintados. Miró a la sirvienta—
. ¿Le ofreció alguno a Banu Nahida?

La chica jadeó y dejó caer la bandeja. Se estrelló en el suelo, y


una masa rodó en el agua perfumada. Los ojos de la sirvienta eran tan
grandes como platillos.

—¿A Banu Nahida?

—Aparentemente sí. —Zaynab le dio a Nahri una sonrisa


conspiradora, con un brillo perverso en sus ojos—. La propia hija de
Manizheh, hechizada para parecer humana. Emocionante, ¿no es así?
— Hizo un gesto hacia la bandeja—. Mejor limpia eso rápido, niña.
Tienes chismes por difundir. —Se giró hacia Nahri encogiéndose de
hombros—. Nada interesante pasa aquí.

La estudiada informalidad con la que la princesa reveló su


identidad dejó a Nahri momentáneamente sin palabras por la ira.

Me está probando. Nahri comprobó su temperamento y se recordó


la historia de Dara sobre sus orígenes. Fui criada como una simple
sirvienta humano, salvada por los Afshin y llevada a un mundo mágico
que apenas entiendo. Reacciona como lo haría esa chica.

Nahri forzó una sonrisa avergonzada, al darse cuenta de que este


era solo el primero de muchos juegos que jugaría en el palacio.
—Oh, no sé lo interesante que soy. —Miró a Zaynab con
admiración abierta—. Nunca he conocido a una princesa antes. Eres
tan hermosa, mi señora.

Los ojos de Zaynab se iluminaron de placer.

—Gracias, pero por favor... llámame Zaynab. Debemos ser


compañeras aquí, ¿no?

Dios protégeme de tal destino.

—Por supuesto —estuvo de acuerdo—. Si me llamas Nahri.

—Nahri será. —Zaynab sonrió y le indicó que se acercara—. ¡Ven!


Debes estar hambrienta. Haré que traigan comida a los jardines.

Tenía más sed que hambre; el calor del baño había absorbido
hasta la última humedad de su piel. Miró a su alrededor, pero su ropa
destruida no se veía por ninguna parte, y tenía pocas ganas de revelar
más de sí misma ante la aterradora princesa.

—Oh, vamos, no hay razón para ser tímida.

Zaynab se rió, adivinando con precisión sus pensamientos.


Afortunadamente, una de las sirvientas reapareció al mismo tiempo,
con una túnica de seda azul celeste. Nahri se deslizó dentro y luego
siguió a Zaynab fuera de la casa de baños y por un camino de piedra a
través del jardín salvaje. El cuello del vestido de Zaynab cayó lo
suficientemente bajo como para exponer la parte posterior de su
elegante cuello, y Nahri no pudo evitar estudiar los broches dorados de
los dos collares que llevaba. Se veían delicados. Frágil.

Detente, se reprendió.

—Alizayd teme que ya te haya ofendido —dijo Zaynab mientras


conducía a Nahri a un pabellón de madera que parecía surgir de la
nada, alzado sobre una piscina clara—. Me disculpo. Tiene la
desafortunada tendencia a decir exactamente lo que piensa.
El pabellón estaba forrado con una gruesa alfombra bordada y
cojines de felpa. Nahri se hundió en ellos sin instrucciones.

—Pensé que la honestidad era una virtud.

—No siempre. —Zaynab se sentó frente a ella, doblándose


elegantemente sobre un cojín—. Sin embargo, sí me habló de tu viaje.
¡Qué gran aventura debió haber sido! —La princesa sonrió—. No pude
resistir el impulso de mirar en la corte de mi padre para ver al Afshin
antes de venir aquí. Dios me perdone, pero ese es un hombre hermoso.
Incluso más guapo de lo que dicen las leyendas. —Se encogió de
hombros—. Aunque supongo que eso debe esperarse de un esclavo.

—¿Por qué dirías eso? —preguntó Nahri, la pregunta salió más


aguda de lo que pretendía.

Zaynab frunció el ceño.

—¿No lo sabes? —Cuando Nahri no dijo nada, continuó—. Bueno,


eso es parte de la maldición, ¿no? ¿Para hacerlos más atractivos para
sus amos humanos?

Dara no le había dicho eso, y la idea del apuesto daeva obligado a


obedecer los caprichos de una gran cantidad de maestros cautivados no
era algo en lo que Nahri deseara detenerse. Se mordió el labio, sin decir
palabra, mientras un puñado de sirvientas se unía a ellas en el
pabellón, cada uno con una bandeja de plata cargada de comida. La
más cercana a ella, una mujer robusta con bíceps tan gruesa como las
piernas de Nahri, se tambaleó por el peso de su plato y casi lo dejó caer
en el regazo de Nahri cuando lo dejó.

—Alabado sea Dios —susurró Nahri.

Había suficiente comida delante de ella para romper los ayunos


de todo un barrio de El Cairo. Montones de arroz con azafrán reluciente
con grasas mantecosas y tachonadas de frutos secos, montones de
verduras cremosas, montones de empanadas fritas de color almendra.
Había láminas de pan plano tan largos como sus brazos y
pequeños cuencos de barro llenos de más variedades de nueces, quesos
con hierbas y frutas de las que podía identificar. Pero todo palideció en
comparación con el plato delante de ella, el que casi derriba la criada
que lo llevaba: un pez rosado entero descansando en una cama de
hierbas brillantes, dos palomas rellenas y una olla de albóndigas de
cobre en una espesa salsa de yogurt.

Su mirada cayó sobre un plato ovalado lleno de arroz con


especias, limas secas y relucientes trozos de pollo.

—¿Eso es… kabsa? —Estaba tirando el plato hacia ella,


ayudándose antes de que Zaynab pudiera responder. Hambrienta,
exhausta y subsistiendo con maná rancio y sopa de lentejas durante
semanas, a Nahri no le importaba especialmente si se mostraba
grosera. Cerró los ojos, saboreando el sabor del pollo asado.

Vio la expresión divertida de la princesa mientras recogía


ansiosamente más arroz con especias.

—¿Entonces, eres muy fanática de la cocina Geziri? —Zaynab


sonrió, la expresión no se encontró con sus ojos—. Nunca he conocido a
un Daeva que coma carne.

Nahri recordó que Dara dijo eso, pero se encogió de hombros.

—Comí carne en El Cairo. —Ella tosió, un nudo en su garganta


por tragar tan rápido—. ¿Tienes agua? —ahogada le dijo a uno de los
sirvientas.

Frente a ella, Zaynab picoteó delicadamente un plato de cerezas


negras brillantes. Asintió con la cabeza hacia una jarra de vidrio.

—Hay vino.

Nahri dudó, todavía un poco recelosa del alcohol. Pero cuando


comenzó a toser de nuevo, decidió que unos sorbos no le harían daño.
—Por favor… gracias —agregó mientras una sirvienta vertía una
copa generosa y se la entregaba. Tomó un largo sorbo. Era mucho más
seco que el vino añejado que Dara evocaba, crujiente y fresco. Y
bastante refrescante; dulce sin ser demasiado, con un toque delicado de
algún tipo de baya.

—Eso es delicioso —se maravilló Nahri.

Zaynab sonrió de nuevo.

—Me alegra que te guste.

Nahri siguió comiendo, tomando unos pequeños sorbos de vino de


vez en cuando para ayudar a su garganta. Era vagamente consiente de
Zaynab hablando sobre la historia de los jardines; el sol se había hecho
más inclemente, pero una gentil briza sopló el agua helada. En alguna
parte en la distancia, podía escuchar el tenue sonido de campanas de
viento de vidrio. Parpadeó y se recostó pesadamente contra los cojines,
una pesadez llenaba sus miembros.

—¿Estás bien, Nahri?

—¿Mmm? —Alzó la mirada.

Zaynab hizo señas hacia la copa de Nahri.

—Puede que desees dejar de tomar eso. Escuché que es más que
potente.

Nahri parpadeó, luchando para mantener sus ojos abiertos.

—¿Potente?

—Supuestamente. No querría saberlo. —Sacudió su cabeza—. El


sermón que me daría mi hermanito si me viera bebiendo vino…

Nahri bajó la mirada a su copa. Se hallaba llena —se dio cuenta


ahora cuan cuidadosas habían sido las sirvientas en mantenerla llena—
y no tenía idea cuanto había consumido.
Su cabeza zumbaba.

—Yo… —Su voz era difícil de entender.

Zaynab le dio una mirada mortificada, colocándose una mano en


el corazón.

—¡Lo siento! —se disculpó, su voz muy dulce—. Debí haber


supuesto que tu… crianza no te habría expuesto a tales cosas. Oh,
Banu Nahida, sé cuidadosa —le advirtió mientras Nahri perdía su
balance—. ¿Por qué no descansas?

Nahri sintió que era acomodada sobre unos suaves cojines. Una
sirvienta comenzaba a cubrirla con grandes hojas de palma mientras
otra extendía un delgado dosel para bloquear el sol.

—Yo… yo no puedo —trató de protestar. Sobresaltada, su visión


empezó a ponerse borrosa—. Debo encontrar a Dara…

Zaynab se rió ligeramente.

—Estoy segura que mi padre lo puede manejar.

En alguna esquina oscura de su mente, la confiada risa de


Zaynab fastidió a Nahri. Una advertencia trató de pasar a través de la
bruma de sus pensamientos, levantándola del creciente cansancio.

Falló. Su cabeza calló, y sus ojos se cerraron.

Nahri se sobresaltó despierta, algo frio y húmedo se presionaba


contra su frente. Abrió sus ojos, parpadeando ante la tenue luz. Se
hallaba en un cuarto oscuro, acostada en un sillón desconocido, un
edredón iluminado se hallaba sobre su pecho.

El palacio, recordó, el banquete. Las copas que Zaynab seguía


presionando hacía ella… la extraña pesadez que posaba en su cuerpo.
Inmediatamente se despertó. Su cabeza para nada complacida
con el movimiento descuidado y de inmediato protestó con una punzada
dolorosa en la base de su cráneo. Nahri se estremeció.

—Shh, todo está bien.

Una sombra salió de una esquina oscura. Una mujer, se dio


cuenta Nahri. Una mujer Daeva, sus ojos tan negros como los de Nahri
y una marca de ceniza enmarcaba su frente. Su cabello negro se
hallaba recogido en un moño, y su rostro se encontraba marcado con lo
que parecía rastros de duro trabajo y envejecimiento. Se acercó con una
copa de metal humeante.

—Bebe esto. Ayudará.

—No entiendo —murmuró Nahri, frotándose su adolorida


cabeza—. Estaba comiendo y luego…

—Creo que esperaban que te desmayaras junto a una pila de


platos sucios y te avergonzaras —dijo ligeramente la mujer—. Pero no
necesitas preocuparte. Llegué antes de que un daño real estuviera
hecho.

¿Qué? Nahri apartó la copa, de repente menos inclinada a aceptar


bebidas desconocidas de extraños.

—¿Por qué ella… quien eres tú? —demandó, incrédula.

Una gentil sonrisa iluminó el rostro de la mujer.

—Nisreen e-Kinshur. Fui la ayudante de tu madre y tío. Vine tan


pronto escuché, a pesar que me tomó un tiempo hacerme camino a
través de las multitudes celebrando en las calles. —Presionó sus dedos,
alzando su ceño—. Es un honor conocerla, mi señora.

Su cabeza aun zumbaba. Nahri no estaba muy segura de que


decir.

—Bien —logró decir finalmente.


Nisreen señaló a la copa humeante. Lo que sea que fuera olía
picante y con una pizca de jengibre.

—Eso ayudará, lo prometo. Es la receta de tu tío Rustan, una que


le ganó muchos admiradores entre los Daevabad casamenteros. Y para
responder la primera parte de tu pregunta… —Nisreen bajó su voz—.
Serías sabía en no confiar en el príncipe; su madre Hatset nunca ha
tenido mucho amor por tu familia.

¿Y qué tiene que ver eso conmigo? Nahri quería protestar. Había
estado en Daevabad apenas un día; ¿en serio podría haberse ganado ya
un adversario en el palacio?

Un sonido en la puerta interrumpió sus pensamientos. Nahri alzó


la mirada mientras un muy familiar, y muy bienvenido, rostro se
asomaba dentro.

—Estás despierta. —Dara sonrió, luciendo aliviada—. Finalmente.


¿Te sientes mejor?

—No realmente —Nahri gruñó. Tomó un sorbo del té y luego hizo


una cara, colocándolo en una mesa con superficie de espejo junto a
ella. Se apartó los pocos pelos salvajes que cayeron en su rostro
mientras Dara se acercaba. Solo podía imaginarse cómo lucía—.
¿Cuánto tiempo he estado dormida?

—Desde ayer. —Se sentó junto a ella. Dara ciertamente lucía


descansado. Se había bañado y afeitado y estaba vestido con un abrigo
verde que iluminaba sus brillantes ojos. Usaba nuevas botas, y
mientras se movía ella captó un destello de la bolsa que él colocó en el
suelo.

El abrigo y los zapatos tomaron un nuevo significado. Nahri


entrecerró los ojos.

—¿Vas a alguna parte?

Su sonrisa cayó.
—Señora Nisreen —dijo, girándose hacia la mujer mayor—.
Perdóneme… ¿pero le importaría darnos un momento a solas?

Nisreen alzó una de sus cejas negras.

—¿Eran las cosas tan diferentes en tu época, Asfhin, que serías


dejado a solas con una chica Daeva no comprometida?

Él presionó una mano en su corazón.

—Prometo que no pretendo nada escandaloso. —Sonrió de nuevo,


una ligera sonrisa rasposa que hizo que el corazón de Nahri dejará de
latir un segundo—. Por favor.

Nisreen aparentemente no era inmune a los encantos del apuesto


guerrero tampoco. Algo en su cara colapsó incluso a pesar que sus
mejillas se enrojecieron. Suspiró.

—Un momento, Asfhin. —Se puso de pie—. Probablemente


debería ir a comprobar a los trabajadores restaurando la enfermería.
Queremos empezar el entrenamiento tan pronto como sea posible.

¿Entrenamiento? La cabeza de Nahri punzaba más fuerte.


Esperaba, al menos tener un breve descanso en Daevabad después de
su extenuante viaje. Abrumada, apenas sonrió.

—Pero, Banu Nahida… —Nisreen se detuvo en la puerta y miró


hacia atrás, la preocupación marcaba sus ojos negros—. Ten cuidado
alrededor de los Qahtanis —le advirtió gentilmente—. Alrededor de
quien no sea de nuestra tribu. —Se fue, cerrando la puerta detrás ella.

Dara se giró de vuelta a Nahri.

—Me gusta.

—Deberías —respondió Nahri. Hizo señas a sus botas y bolsa—.


Dime por qué estás vestido como si fueras a alguna parte.

Él respiró profundamente.
—Voy tras el ifrit.

Nahri parpadeó hacía él.

—Has perdido tu mente. Estar de vuelta en esta ciudad te ha


hecho perder tu mente.

Dara sacudió su cabeza.

—La historia de los Qahtanis acerca de tus origines y el ifrit no


tiene sentido, Nahri. La línea de tiempo, esta supuesta maldición
afectando tu apariencia… las piezas no encajan.

—¿A quién le importa? Dara, estamos vivos. ¡Eso es todo lo que


importa!

—No es todo lo que importa —argumentó—. Nahri, ¿qué pasa si…


qué si hay algo de verdad en lo que Aeshma dijo sobre tu madre?

Nahri lo miró perpleja.

—¿No escuchaste lo que el rey dijo que le pasó?

—¿Qué si miente?

Ella lanzó sus manos al aire.

—Dara, por el amor de Dios. Estás buscando alguna razón para


desconfiar de esta gente, ¿y para qué? ¿Para ir en una búsqueda a
medías?

—No es una búsqueda a medias —dijo Dara quedamente—. No les


dije a los Qahtanis la verdad sobre Khayzur.

Nahri quedó helada.

—¿A qué te refieres?


—Khayzur no me liberó. Él me encontró. —Los ojos brillantes de
Dara encontraron los incrédulos de ella—. Me encontró hace veinte
años, cubierto en sangre, apenas consiente, y vagando en la misma
parte de Daevastana en la que tus padres supuestamente encontraron
su fin… un fin al que tú debes haber escapado. —Tomó sus manos—. Y
luego veinte años después, usando una magia que aun no entiendo, me
llamaste a tu lado.

Le apretó la mano y estuvo plenamente consciente de su toque,


su palma dura y callosa contra la suya.

—Tal vez los Qahtanis no están mintiendo, tal vez esa es la verdad
de la que ellos están conscientes. Pero el ifrit sabía algo, y ahora mismo
eso es todo lo que tenemos. —Había una pista de súplica en su voz—.
Alguien me trajo de vuelta, Nahri. Alguien te salvó. Tengo que saber.

—¿Dara, recuerdas con qué facilidad nos derrotaron en Gozan? —


Su voz se quebró en miedo.

—No voy a hacer que me maten —le aseguró—. Ghassan me dio


dos docenas de sus mejores hombres. Y tanto como me duela decirlo,
los Geziris son buenos soldados. Luchar parece ser la única cosa que
hacemos bien. Créeme cuando digo que deseé no tener la experiencia
para conocer esto.

Ella le lanzó una mirada oscura.

—Sí, puede que hayas mencionado tu pasado con grandes


detalles antes de que llegáramos aquí, Dara. ¿Una rebelión?

Se sonrojó.

—Es una larga historia.

—Siempre parece ser lo mismo, contigo. —Su voz se volvió


odiosa—. ¿Entonces eso es, no? ¿Vas a dejarme aquí con estas
personas?
—No será mucho tiempo, Nahri, lo juro. Y estarás perfectamente
segura. Me estoy llevando a su emir. —Su rostro se arrugó—. Le dejé
perfectamente claro al rey que si algo te pasaba, su hijo sufriría lo
mismo.

Solo se podía imaginar cuan bien resultó esa conversación. Y


sabía que parte de lo que Dara estaba diciendo tenía sentido, pero Dios,
el pensamiento de estar sola en esta ciudad extraña, rodeada por
maliciosos dijnn con desconocidas quejas, la aterrorizaba. No podía
convencerse de estar así de sola, de despertar sin Dara a su lado, o
pasando sus días sin sus bruscos consejos y comentarios
desagradables.

Y seguramente él estaba sobreestimando el peligro. Este era el


hombre que había asaltó la garganta de un rukh con la vaga noción de
matarlo desde adentro. Sacudió su cabeza.

—¿Qué con los marid, Dara, y los peris? Khayzur dijo que estaban
tras de ti.

—Espero que ya se hallan ido. —Nahri alzó su ceño, incrédulo,


pero continuó—. No van a ir tras una amplia tropa de djinn. No pueden.
Hay leyes entre nuestras razas.

—Eso no los detuvo antes. —Sus ojos picaban. Esto fue


demasiado, demasiado rápido.

Su rostro cayó.

—Nahri, tengo que hacer esto… oh, por favor no llores —le rogó
mientras ella perdía la lucha contra las lágrimas que intentaba
contener. Las limpió de sus mejillas, sus dedos calientes contra su
piel—. Ni siquiera sabrás que me fui. Hay tanto que robar aquí que tu
atención estará muy ocupada.

El chiste hizo poco para mejorar su humor. Apartó la mirada, de


repente avergonzada.
—Bien —remarcó planamente—. Después de todo, me trajiste al
rey. Eso es todo lo que prometiste…

—Detente. —Nahri se sobresaltó y sus manos de repente


ahuecaron su rostro. Niveló su mirada con la de ella, y su corazón se
saltó un latido.

Pero Dara siguió, a pesar que no había que negar el destello de


arrepentimiento en sus ojos mientras su pulgar frotaba su labio
inferior.
—Voy a regresar, Nahri —prometió—. Eres mi Banu Nahida. Esta
es mi ciudad. —Su expresión era desafiante—. Nada me va a apartar de
ti.
17
Ali
Traducido por CarolSoler

El barco ante Ali estaba hecho de bronce puro y era lo


suficientemente grande para dar cabida a docenas de hombres. Los
rayos del sol se ondulaban a través de su brillante superficie,
reflejándose en el lejano lago. Las bisagras que mantenían el barco
contra la pared crujían roncamente mientras se balanceaba en la brisa.
Eran antiguas; el buque de bronce había estado colgando allí durante
casi dos mil años.

Era uno de los métodos de ejecución que el Consejo Nahid había


encontrado más atractivo.

Los prisioneros shafit delante de Ali deben haber sabido que


estaban condenados, probablemente se habían dado cuenta tan pronto
como fueron arrestados. Había pocas súplicas mientras sus hombres
les obligaban a entrar en el buque de bronce. Aprendieron a no esperar
misericordia de los pura sangre.

Confesaron. No son hombres inocentes. Sea cual sea el rumor que


los instigó, habían tomado las armas con la intención de saquear el
Barrio Daeva.

Demuestra tu lealtad, Zaydi, Ali oyó decir a su hermano. Endureció


su corazón.

Uno de los prisioneros, el más pequeño, de repente se separó.


Antes de que los guardias pudieran agarrarlo, se arrojó a los pies de Ali.
—¡Por favor, mi señor! Yo no he hecho nada, ¡lo juro! Vendo flores
en el midan. ¡Eso es todo! —El hombre levantó la vista, juntando las
palmas con respeto.

Excepto que no era un hombre en absoluto. Ali se sorprendió; el


prisionero era un chico, uno que parecía incluso más joven que él. Sus
ojos marrones estaban hinchados por el llanto.

Tal vez advirtiendo la duda de Ali, el chico continuó, con voz


desesperada:

—¡Mi vecino solo quería la recompensa! Dio mi nombre, ¡pero juro


que no hice nada! Tengo clientes Daeva… ¡nunca les dañaría! ¡Zavan e-
Kaosh! ¡Él respondería por mí!

Abu Nuwas apartó al chico de sus pies.

—Aléjate de él —gruñó mientras empujaba al sollozante shafit


dentro del bote con el resto. La mayoría estaban rezando, sus cabezas
agachadas en prosternación.

Perturbado, Ali dio la vuelta al pergamino en las manos, el papel


desgastado. Miró las palabras que se suponía debía recitar, las que
había dicho demasiadas veces esa semana.

Una vez más. Sólo haz esto una vez más.

Abrió la boca.

—Todos han sido encontrados culpables y sentenciados a muerte


por el noble e iluminado Ghassan al Qahtani, rey del reino y… Defensor
de la Fe. —El título parecía veneno en su boca—. Que encuentren
misericordia en el Altísimo.

Uno de los metalúrgicos de su padre dio un paso al frente y


chasqueó sus manos color carbón. Le dirigió a Ali una mirada
impaciente.

Ali miró al chico. ¿Y si él estaba diciendo la verdad?


—Príncipe Alizayd —apuntó Abu Nuwas. Las llamas giraron en los
dedos del metalúrgico.

Apenas oyó a Abu Nuwas. En lugar de eso vio a Anas en su mente.

Debería estar yo ahí arriba. Ali dejó caer el pergamino. Soy


probablemente la cosa más cercana a un Tanzeem aquí.

—Qaid, estamos esperando. —Cuando Ali no dijo nada, Abu Nuwas


se giró hacia el metalúrgico—. Hazlo —espetó.

El hombre asintió y se adelantó, sus manos negras y ardientes


volviéndose del carmesí del hierro fundido. Agarró el borde del bote.

El efecto fue instantáneo. El bronce empezó a brillar, y los shafit


descalzos empezaron a chillar. La mayoría saltó inmediatamente al lago;
seguramente sería una muerte rápida. Unos cuantos tardaron otro
momento o dos, pero no les llevó mucho tiempo. Raramente tomaba
mucho tiempo.

Excepto esta vez. El chico de su edad, el único que había suplicado


piedad, no se movió lo bastante rápido y para cuando intentó saltar por
la borda, el metal líquido había lamido sus piernas y lo había atrapado
en el barco. Desesperado, se agarró del lateral, seguramente queriendo
lanzarse.

Fue un error. El lateral del barco no estaba menos fundido que la


cubierta. El metal embrujado atrapó sus manos estrechamente, y chilló
mientras intentaba liberarse.

—¡Ahhh! No, Dios, no… ¡por favor! —gritó otra vez, un alarido
animal de dolor y pánico que desgarró el alma de Ali.

Era por esto que los hombres saltaban inmediatamente al lago, por
qué este castigo en particular infundía tanto terror en los corazones de
los shafit. Si no encontrabas la valentía para enfrentar el agua
despiadada, arderías lentamente hasta morir por el bronce derretido.

Ali estalló. Nadie merecía morir así. Se arrancó las botas y liberó
su zulfiqar, apartando al metalúrgico del medio.
—¡Alizayd! —gritó Abu Nuwas, pero Ali ya estaba trepando al bote.

Siseó; quemaba más de lo que suponía. Pero era un pura sangre.


Haría falta mucho más que bronce líquido para hacerle daño.

El chico shafit estaba sujeto a cuatro patas, su mirada dirigida a la


fuerza hacia el metal caliente. No tendría que ver el golpe. Ali alzó su
zulfiqar, pretendiendo hundirlo en el corazón del chico condenado.

Pero tardó demasiado. Las rodillas del chico cedieron, y una ola de
metal líquido resbaló por su espalda, templándose inmediatamente. La
espada de Ali golpeó inútilmente contra eso. El chico chilló más fuerte
mientras se sacudía y giraba con desesperación intentado ver qué
estaba ocurriendo detrás de él. Ali se tambaleó de horror mientras
levantaba su zulfiqar.

El cuello del chico aún estaba al descubierto.

No titubeó. El zulfiqar cobró vida mientras lo bajaba de nuevo, y la


fiera hoja se deslizó por el cuello del chico con una facilidad que revolvió
su estómago. Su cabeza cayó, y hubo un silencio compasivo, el único
sonido el golpeteo del corazón de Ali.

Ali tomó aliento con dificultad, luchando contra un desmayo. La


escena sangrienta ante él era insoportable. Dios perdóname.

Ali salió tambaleándose del barco. Ni un solo hombre lo miró a los


ojos. La sangre shafit empapaba su uniforme, el crudo carmesí sobre su
fajín blanco. La empuñadura de su zulfiqar estaba pringosa en su
mano.

Ignorando a sus hombres, regresó a las escaleras que llevaban a la


calle. No había llegado ni a la mitad cuando una náusea le venció. Ali
cayó sobre sus rodillas y vomitó, los gritos del chico resonando en su
cabeza.

Cuando terminó, se recostó en la fría piedra, solo y tembloroso en


la escalera. Sabía que se sentiría avergonzado si alguien se cruzaba con
él, el Qaid de la ciudad enfermo y tembloroso solo porque había
ejecutado a un prisionero. Pero no le importaba. ¿Qué honor le
quedaba? Era un asesino.
Ali se limpió los ojos húmedos y se restregó una zona con picazón
en su mejilla, dándose cuenta, horrorizado, de que era la sangre del
chico secándose en su piel caliente. Se frotó las manos y las muñecas
con la tela áspera de su fajín y después limpió la sangre de su cara con
la parte trasera de su turbante rojo de Qaid.

Y entonces se detuvo, mirando la ropa en sus manos. Había


soñado con vestir esto durante años, había entrenado por esta posición
toda su vida.

Desenrolló el turbante y lo dejó caer en la tierra.

Deja que Abba tome mis títulos. Déjale desterrarme a Am Gezira. No


importa.

Ali había terminado.

La Corte se había retirado hacía mucho para cuando Ali llegó al


palacio, y aunque la oficina de su padre estaba vacía, podía oír música
desde los jardines inferiores. Bajó y divisó a su padre recostado en un
almohadón junto a la piscina sombreada. Tenía una copa de vino en
una mano, al igual que una pipa de agua. Dos mujeres estaban tocando
el laúd, pero también había un escriba, leyendo de un pergamino
desplegado. Un pájaro escamoso con plumas ahumadas —el primo
mágico de las palomas mensajeras que los humanos usaban para
enviar mensajes— estaba posado sobre su hombro.

Ghassan levantó la vista mientras Ali se acercaba. Sus ojos grises


recorrieron desde la cabeza descubierta de Ali hasta sus ropas
manchadas de sangre y sus pies descalzos. Alzó una ceja oscura.

El escriba miró hacia arriba y entonces saltó ante la vista del


príncipe ensangrentado, enviando a la sorprendida paloma a un árbol
cercano.

—Ne-necesito hablar contigo —tartamudeó Ali, con la confianza en


sí mismo desvaneciéndose en presencia de su padre.
—Lo imagino. —Ghassan hizo un gesto al escriba y a los músicos—
. Déjennos.

Los músicos guardaron enseguida sus laúdes, pasando con


cuidado junto a Alizayd. El escriba sin decir una palabra devolvió el
pergamino a la mano de su padre. El sello de cera roto era negro; el
sello real.

—¿Eso es de la expedición de Muntadhir? —preguntó Ali, la


preocupación por su hermano sobrepasaba cualquier otra cosa.

Ghassan le indicó que se acercara y le pasó el pergamino.

—Tú eres el erudito, ¿no?

Ali examinó el mensaje, aliviado y decepcionado a partes iguales.

—No hay indicios de esos supuestos ifrit.

—Ninguno.

Siguió leyendo y dejó salir un suspiro de alivio.

—Pero Wajed finalmente se ha reunido con ellos. Gracias al


Altísimo.

El viejo y canoso guerrero era más que la pareja de


Darayavahoush. Frunció el ceño cuando llegó al final.

—¿Se han dirigido a Babili? —preguntó sorprendido. Babili estaba


cerca de la frontera con Am Gezira, y la idea del Azotador Afshin tan
cerca de su patria era inquietante.

Ghassan asintió.

—Los ifrit han sido localizados allí en el pasado. Vale la pena


explorarlo.

Ali se mofó y lanzó el pergamino a una mesita. Ghassan se reclinó


en su almohadón.
—¿Discrepas?

—Sí —dijo Ali vehementemente, demasiado molesto para mantener


su temperamento controlado—. Los únicos ifrit que van a encontrar son
productos de la imaginación de Afshin. Nunca debiste enviar a
Muntadhir con él en esta campaña inútil.

El rey dio una palmada en el asiento junto a él.

—Siéntate, Alizayd. Pareces a punto de desmoronarte. —Sirvió


agua en un pequeño vaso de cerámica de una jarra cercana—. Bebe.

—Estoy bien.

—Tu apariencia rogaría estar en desacuerdo. —Puso la copa en la


mano de Ali.

Ali dio un sorbo pero se mantuvo, tercamente, de pie.

—Muntadhir está completamente a salvo —le aseguró Ghassan—.


Envié dos docenas de mis mejores soldados con ellos. Wajed está allí
ahora. Además, Darayavahoush no se atrevería a dañarle mientras
Banu Nahida está bajo mi protección. No la arriesgaría.

Ali sacudió la cabeza.

—Muntadhir no es un guerrero. Deberías haberme enviado a mí en


su lugar.

Su padre se rió.

—Por supuesto que no. El Afshin te habría estrangulado para el


final del día, y yo habría estado obligado a ir a la guerra, sin importar lo
que dijeras para merecerlo. Muntadhir es encantador. Y va a ser rey.
Necesita pasar más tiempo dirigiendo hombres y menos tiempo
liderando canciones de borrachos. —Se encogió de hombros—. A decir
verdad, lo que más quería era mantener a Darayavahoush alejado de la
chica, ¿y si estaba dispuesto a salir corriendo por propia voluntad? —
Volvió a encogerse de hombros—. Mejor.
—Ah, sí. La hija perdida hace tiempo de Manizheh —dijo Ali
ácidamente—. Quién todavía tiene que sanar a una sola persona…

—Al contrario, Alizayd —interrumpió Ghassan—. Deberías estar


enterado de los chismes de palacio. Banu Nahri tuvo una caída
desagradable cuando salía de la bañera esta mañana. Un sirviente
descuidado había dejado algo de jabón en el suelo. Se abrió la cabeza a
plena vista de al menos media docena de mujeres. Una lesión como esa
habría resultado fatal para una chica normal. —Ghassan hizo una
pausa, dejando que sus palabras penetraran—. Sanó en instantes.

El propósito en la voz del rey era escalofriante.

—Ya veo —aceptó Ali, pero la idea de su padre planeando


accidentes para mujeres jóvenes en las termas era suficiente para
recordarle su objetivo inicial—. ¿Cuándo crees que volverán Wajed y
Muntadhir?

—En unos meses, Dios mediante.

Ali tomó otro sorbo de agua y después dejó el vaso, poniéndose


nervioso.

—Vas a necesitar a otro para hacerse cargo como Qaid, entonces.

Su padre le dirigió una mirada casi entretenida.

—¿Lo necesito?

Ali señaló la sangre de su uniforme.

—Un chico me suplicó por su vida. Dijo que vendía flores en el


midan —su voz se rompió mientras continuaba—. No pudo salir del
barco. Tuve que cortarle la cabeza.

—Era culpable —dijo su padre fríamente—. Todos lo son.

—¿De qué, de estar en el midan cuando tu rumor comenzó una


revuelta? Esto está mal, Abba. Lo que les estás haciendo a los shafit
está mal.
El rey le miró fijamente durante unos instantes, la expresión de
sus ojos ilegible. Después se levantó.

—Camina conmigo, Alizayd.

Ali dudó; entre la sorpresa del orfanato Tanzeem y la cripta Nahid


secreta, había empezado a odiar que lo guiaran a sitios. Pero siguió a su
padre mientras se dirigía hacia los anchos escalones de mármol hasta
las plataformas más altas del zigurat.

Ghassan asintió a la pareja de guardias del segundo nivel.

—¿Has visto a Banu Nahida?

¿Banu Nahida? ¿Qué tenía que ver la chica con que él fuera Qaid?
Ali sacudió la cabeza.

—No. ¿Por qué lo haría?

—Esperaba que comenzaras una relación amistosa. Tú eres el que


está fascinado con el mundo humano.

Ali se detuvo. No había hablado con Nahri desde que la


acompañara al jardín, y dudaba que su padre estuviera satisfecho al
descubrir su grosería durante el encuentro. Se conformó con otro hecho
cierto.

—No soy dado a perseguir amistades de una mujer soltera.

El rey se burló:

—Por supuesto. Mi hijo el sheikh… siempre tan solícito con los


libros sagrados. —Había una hostilidad inusual en su voz, y Ali se
sobresaltó cuando vio lo gélidos que estaban los ojos de su padre—.
Dime, Alizayd, ¿qué dice nuestra religión sobre obedecer a tus padres?

Le recorrió un escalofrío.

—Que lo debemos hacer en cualquier situación… a menos que


vaya contra Dios.
—A menos que vaya contra Dios. —Ghassan retuvo su mirada
durante otro momento mientras Ali se aterrorizaba internamente. Pero
entonces su padre asintió hacia la puerta que conducía al siguiente
nivel—. Vamos. Hay algo que debes ver.

Salieron sobre una de las gradas más altas del zigurat. Uno podía
ver la isla entera desde su altura. Ali se dejó llevar hacia el almenar.
Era una vista preciosa: la ciudad antigua ajustada por los muros
cobrizos brillantes, las hileras de casas ordenadas y los campos regados
en las colinas del sur, el lago apacible rodeado por las montañas verde
esmeralda. Tres mil años de arquitectura humana se extendían ante él,
meticulosamente imitados por los djinn invisibles que transitaron por
ciudades humanas, observando el ascenso y caída de sus imperios. Los
edificios diseñados por djinn se situaban alejados, torres
imposiblemente altas de retorcidos vidrios pulidos con arena, sutiles
mansiones de plata fundida, y tiendas flotantes con adornos de seda.
Algo se removió en su corazón ante la vista. A pesar de su crueldad, Ali
amaba su ciudad.

Una cortina de humo blanca captó su atención, y dirigió su interés


hacia el Gran Templo. El Gran Templo era el edificio más antiguo en
Daevabad después del palacio, un enorme pero sencillo complejo en el
corazón del Barrio Daeva.

El complejo estaba tan rodeado por el humo que apenas conseguía


ver los edificios. No era inusual; en festividades religiosas de Daeva el
templo solía ver un repunte en la cantidad de gente manteniendo los
altares de fuego. Pero hoy no era un día festivo.

Ali frunció el ceño.

—Los devotos del fuego parecen ocupados.

—Te he dicho que no los llames así —le amonestó Ghassan al


unirse a él en el muro—. Pero, sí, ha sido así toda la semana. Y sus
tambores aún no han parado.

—Las calles también rebosan con sus celebraciones —dijo Ali


negativamente—. Podrías pensar que el Consejo Nahid ha vuelto para
arrojarnos a todos al lago.
—No puedo culparles —admitió el rey—. Si yo fuera un Daeva, y
presenciara a un Afshin y Banu Nahida aparecer milagrosamente para
detener a una multitud de shafit de asaltar mi vecindario, empezaría a
llevar una marca de ceniza en la cabeza también.

Las palabras salieron de la boca de Ali antes de que pudiera


detenerlas.

—¿La revuelta no fue según tu plan, Abba?

—Vigila tu tono, chico. —Ghassan le fulminó con la mirada—. Por


el Altísimo, ¿alguna vez te detienes a sopesar las cosas en tu mente
antes de escupirlas? Si no fueras mi hijo, habrías sido arrestado por esa
insolencia. —Sacudió la cabeza y bajó la vista sobre la ciudad—.
Estúpido crío creído… a veces creo que no valoras lo precario de tu
posición. Tuve que enviar a Wajed para tratar con tus taimados
parientes en Ta Ntry, ¿y todavía hablas de esta manera?

Ali se estremeció.

—Perdón —murmuró.

Su padre se quedó en silencio mientras Ali cruzaba y descruzaba


los brazos, nerviosamente, tamborileando los dedos en el muro.

—Pero qué tiene que ver esto con mi renuncia como Qaid.

—Cuéntame lo que sabes sobre la tierra de Banu Nahida —dijo su


padre, ignorando su declaración.

—¿Egipto? —Ali se animó con el debate, agradecido de estar en un


terreno familiar para él—. Ha estado habitado incluso más tiempo que
Daevabad —empezó a decir—. Siempre ha habido sociedades humanas
avanzadas junto al Nilo. Es una tierra fértil, mucha agricultura, buena
labranza. Su ciudad, el Cairo, es muy grande. Es un centro de
comercio, y estudio. Tienen varios institutos aclamados de…

—Suficiente. —Ghassan asintió, una decisión resuelta en su cara—


. Bien. Me complace saber que tu obsesión con el mundo humano no es
completamente inútil.
Ali frunció el ceño.

—No estoy seguro de entenderte.

—Voy a desposar a Banu Nahida con Muntadhir.

Ali se quedó sin aliento.

—¿Vas a hacer qué?

Ghassan se rió.

—No actúes tan sorprendido. Con certeza, ¿verás el potencial en su


matrimonio? Podríamos dejar atrás todo este sinsentido con los Daeva,
y convertirnos en un pueblo unido avanzando. —Algo inusualmente
anhelante titiló en su cara—. Es algo que debía haberse hecho hace
generaciones, si nuestras familias no hubieran sido tan mojigatas para
cruzar las líneas tribales. —Su boca se estrechó—. Algo que debería
haber hecho yo mismo.

Ali no podía ocultar su reacción aturullada.

—Abba, ¡no sabemos quién es esa chica! ¿Estás listo para aceptar
su identidad como hija de Manizheh de la palabra indirecta de un
supuesto ifrit y el hecho de que una caída de la bañera no la mató?

—Sí. —Las siguientes palabras de Ghassan fueron pausadas—. Me


complace que sea la hija de Manizheh. Es útil. Y si decimos que es
verdad, si actuamos con ese supuesto, los demás también lo harán. Ella
tiene algo de sangre Nahid, claramente. Y me gusta; parece tener un
instinto de supervivencia extremadamente escaso en el resto de su piel.

—¿Y eso es suficiente para hacerla reina? ¿Para convertirla en


madre de la próxima generación de reyes Qahtani? ¡No sabemos nada
más de su herencia! —Ali sacudió la cabeza. Había oído cómo se sentía
su padre con respecto a Manizheh, pero esto era una locura.

—Y aquí creí que lo aprobarías, Alizayd —dijo el rey—. ¿No estás


despotricando continuamente sobre cómo la pureza de la sangre no
importa?
Su padre le tenía ahí.

—¿Supongo que Muntadhir aún no sabe nada sobre sus


inminentes nupcias? —Ali se frotó la cabeza.

—Hará lo que se le diga —dijo su padre con firmeza—. Y tenemos


tiempo en abundancia. La chica no puede casarse legalmente hasta su
cuarto de siglo. Y me gustaría que lo hiciera por voluntad propia. Los
Daeva no estarán contentos de verla cálida con nosotros. Debe hacerse
sinceramente. —Extendió las manos por el muro—. Tendrás que
procurar hacerte amigo de ella.

Ali se giró hacia él.

—¿Qué?

Ghassan hizo un gesto desdeñoso.

—Dijiste que no querías ser Qaid. Sería mejor si mantienes el título


y el uniforme hasta que vuelva Wajed, pero haré que Abu Nuwas se
encargue de tus responsabilidades para que tengas tiempo que pasar
con ella.

—¿Haciendo qué, exactamente? —Ali estaba pasmado con la


rapidez con que su padre había dado la vuelta a su renuncia en su
propio beneficio—. No sé nada de mujeres y sus… —luchó contra un
calor avergonzado—, lo que sea que hacen.

—Por el Altísimo, Alizayd. —Su padre puso los ojos en blanco—. No


te estoy pidiendo que la atraigas a tu cama, pese al espectáculo
absolutamente entretenido que sería. Te estoy pidiendo que te hagas su
amigo. ¿Seguro que eso no va más allá de tus habilidades? —Hizo un
gesto despectivo con la mano—. Háblale de las tonterías humanas que
lees. Astrología, tu obsesión monetaria…

—Astronomía —corrigió Ali en voz baja. Pero dudaba que una chica
criada por humanos fuera a estar interesada en la importancia de
cambiar el peso de las monedas—. ¿Por qué no se lo pides a Zaynab?
Ghassan dudó.

—Zaynab comparte la aversión de tu madre por Manizheh. Ella fue


demasiado lejos en su primer encuentro con Nahri, y dudo que la chica
confíe en ella de nuevo.

—Entonces Muntadhir —propuso Ali, su desesperación en


aumento—. Confías en él para cautivar al Afshin, ¿pero no para seducir
a la chica? ¡Es todo lo que hace!

—Van a ser casados —manifestó Ghassan—. A decir verdad, sin


tener en cuenta que lo cualquiera de ellos piense sobre eso. Pero
preferiría que las cosas no lleguen a ese extremo. ¿Quién sabe con qué
tipo de propaganda ha llenado Darayavahoush su cabeza? Necesitamos
enmendar algo de ese daño primero. Y si reacciona más contigo, es una
enseñanza para saber cómo proseguir con Muntadhir sin envenenar el
pozo de su matrimonio.

Ali fijó la vista en el templo ahumado. Literalmente nunca había


tenido una conversación con un Daeva que durara más de diez minutos
y que terminase bien, y su padre quería que se hiciera amigo de Nahid?
¿Una chica? Ese último pensamiento fue suficiente para enviar un
escalofrío nervioso por su columna vertebral.

—Es imposible, Abba —dijo finalmente—. Adivinará mi intención.


Se lo estás pidiendo a la persona equivocada. No tengo experiencia con
ese tipo de engaño.

—¿No? —Ghassan se acercó y descansó los brazos sobre el muro.


Sus manos marrones eran fuertes y callosas, el pesado anillo de oro en
su pulgar parecía la pulsera de un niño—. Después de todo, ocultaste
con éxito tu implicación con los Tanzeem.

Ali se quedó helado; tenía que haber oído mal. Sin embargo,
cuando dirigió una mirada alarmada a su padre, algo más llamó su
atención.

Los guardias los habían seguido. Y estaban bloqueando la puerta.


Un terror mudo apretó el corazón de Ali. Se aferró al parapeto,
sintiendo como si alguien hubiera arrancado la alfombra bajo sus pies.
Su garganta se apretó, y miró hacia el suelo lejano, tentado por un
breve momento a saltar.

Ghassan ni siquiera le miró; su expresión estaba absolutamente


serena mientras contemplaba su ciudad.

—Tus tutores siempre elogiaron tus progresos con los números.


“Tu hijo tiene una mente entusiasta por las figuras”, me decían. “Sería
una excelente incorporación al Tesoro”. Asumí que estaban exagerando.
Desestimé tu insistencia en cuestiones monetarias como otra de tus
rarezas. —Algo se crispó en su cara—. Y entonces los Tanzeem
comenzaron a molestar a mis contables más brillantes. Declaraban sus
fondos imposibles de rastrear, su sistema financiero un lío astutamente
enrevesado diseñado por alguien con un detallado entendimiento en las
operaciones bancarias humanas… y demasiado tiempo en las manos.

»Odié incluso sospechar tal cosa. Sin duda mi hijo, mi propia


sangre, nunca me traicionaría. Pero sabía que tenía que inspeccionar
tus cuentas al menos. ¿Y la suma que retiras regularmente, Alizayd? Me
gustaría que dijeras que estás manteniendo a una querida
particularmente ingeniosa o una fuerte adicción a estupefacientes
humanos… pero siempre has sido ofensivamente franco en tu
aborrecimiento por ambos.

Ali no dijo nada. Estaba atrapado.

Una pequeña, sosa sonrisa jugueteó en la cara de su padre.

—Alabado sea el Señor, ¿en realidad obtengo silencio por tu parte


por una vez? Debería haberte acusado de traición antes en nuestra
conversación y haberme ahorrado tus insufribles comentarios.

Ali tragó y presionó sus palmas con más fuerza contra el muro
para ocultar su temblor. Disculparse. No cambiaría nada. ¿De verdad
había sabido su padre todos estos meses que había financiado a los
Tanzeem? ¿Y el asesinato de los hombres Daeva?
El dinero, Dios, por favor permite que solo sea el dinero. Ali no podía
imaginar que siguiese vivo si su padre supiera el resto.

—Pe-pero tú me hiciste Qaid —murmuró.

—Una prueba —respondió Ghassan—. En la cual estabas


fracasando estrepitosamente hasta que la llegada de Afshin
aparentemente restauró tus lealtades. —Cruzó los brazos—. Tienes una
deuda sincera con tu hermano. Muntadhir ha sido tu defensor más
firme. Dice que eres propenso a arrojar dinero a cada shafit de ojos
tristes que viene a llorarte. Dado que él te conoce mejor, me persuadió
para darte una segunda oportunidad.

Por eso me llevó al mausoleo, se dio cuenta Ali, recordando cómo


Muntadhir le suplicó que le alejara de los shafit. Su hermano no se
había metido directamente en la prueba de su padre —eso habría
supuesto su propia traición— pero había estado cerca. Ali estaba
afectado por su lealtad. Todo este tiempo había estado juzgando el
alcoholismo de su hermano, su frívola conducta… sin embargo
Muntadhir era probablemente el único motivo por el que Ali seguía vivo.

—Abba —empezó de nuevo—. Yo…

—Guárdate tu disculpa —espetó Ghassan—. La sangre en tu ropa,


y el hecho de que viniste con tu pena esta vez en lugar de dirigirte a
algún sucio predicador callejero shafit es suficiente para calmar mis
dudas. —Finalmente encontró la aterrorizada mirada de Ali, y su
expresión era tan violenta que Ali se encogió—. Pero me ganarás a esta
chica.

Ali tragó y asintió. No dijo nada. Era todo lo que podía hacer para
permanecer erguido.

—Me gustaría pensar que no tengo que perder mi tiempo


detallando los variados castigos que te ocurrirán si me engañas otra vez
—continuó Ghassan—. Pero conociendo lo que sienten los de tu clase
por el sacrificio, deja que lo diga claro: no serás solo tú quién sufra. Si
tan siquiera piensas en traicionarme otra vez, haré que lleves a cien
chicos shafit inocentes al condenado barco, ¿entendido?
Ali asintió de nuevo, pero su padre no parecía convencido.

—Dilo, Alizayd. Dime que lo entiendes.

Su voz estaba vacía cuando dijo:

—Lo entiendo, Abba.

—Bien. —Su padre le palmeó el hombro tan fuerte que Ali saltó y
después hizo un gesto hacia su arruinado uniforme—. Ahora debes ir a
lavarte, hijo mío. —Soltó el brazo de Ali—. Hay un montón de sangre en
tus manos.
18
Nahri
Traducido por AnamiletG

Nahri se despertó con el sol.


La llamada de la madrugada a la oración susurró en su oído, a la
deriva de docenas de diferentes almuédanos32 en lo alto de los
minaretes de Daevabad. Por extraño que parezca, la llamada nunca la
despertaba en El Cairo, pero aquí, la cadencia —tan cercana pero no
exactamente la misma— lo hacía todos los días. Se removió en su
sueño, momentáneamente confundida por la sensación de las sábanas
de seda, y luego abrió los ojos.

Por lo general, le tomaba unos minutos recordar dónde estaba,


reconocer que el lujoso departamento que la rodeaba no era un sueño y
que la gran cama, atestada de suaves cojines de brocado y retenida en
el suelo ricamente alfombrado con patas arqueadas de caoba, era solo
de ella. No fue diferente esta mañana. Nahri estudió el enorme
dormitorio, observando las alfombras bellamente tejidas y los
revestimientos de seda delicadamente pintados. Un paisaje masivo del
campo de Davastana, pintado por Rustam —su tío, se recordó a sí
misma, la idea de tener parientes todavía era surrealista— dominaba
una pared, y una puerta de madera tallada conducía a su propio baño
privado.

32
N.T. Un hombre que llama al rezo musulmán.
Otra puerta se abría a una cámara para su armario. Para una
chica que tenía veinte años durmiendo en las calles de El Cairo, una
que alguna vez se consideró afortunada de tener dos abayas en buen
estado, el contenido de esa pequeña habitación era como las cosas de
un sueño, un sueño que habría terminado con ella vendiéndolos a todos
y obteniendo ganancias, pero un sueño de todos modos. Vestidos de
seda, más claros que el aire y bordados con hilo de oro hilado; abrigos
de fieltro ajustados en un arcoíris de color adornado con un alboroto de
flores adornadas; zapatillas de cuerdas tan encantadoras e intrincadas
que parecía una pena caminar en ellas.

También había ropa más práctica, que incluía una docena de


túnicas hasta la pantorrilla y pantalones ajustados ricamente bordados,
vestimenta típica Daeva según Nisreen. Igual número de chadores, la
capa hasta el suelo también endémica para las mujeres de su tribu,
colgaba de globos de vidrio con mucha más gracia que las que
generalmente colgaban de la cabeza de Nahri. Aún no se había
acostumbrado a las ornamentadas piezas doradas que sostenían el
chador en su lugar, y tenía la tendencia de pisar el suelo y enviar todo
el conjunto al suelo.

Nahri bostezó, frotando el sueño de sus ojos antes de recostarse


sobre sus palmas para estirar su cuello. Su mano cayó sobre un bulto:
había guardado varias joyas y un brazalete de oro en el forro del
colchón. Tenía recuerdos similares en todo el departamento, regalos que
le había dado una corriente implacable de ricos adinerados. Los djinn
estaban claramente obsesionados con las gemas, y ella no confiaba en
el número de sirvientes que pasaban por sus habitaciones.

Hablando de eso... Nahri deslizó su mano y levantó los ojos,


mirando a la pequeña figura inmóvil arrodillada en las sombras al otro
lado de la habitación.

—Por el Altísimo, ¿alguna vez duermes?


La niña se inclinó y luego se puso de pie, la voz de Nahri la
impulsó a moverse como uno de los juguetes de niños que salían
cuando soltabas la caja.

—Deseo servirle en todo momento, Banu Nahida. Rezo por que


haya dormido bien.

—Tan bien como puedo mientras te vigilan toda la noche —se


quejó Nahri en Divasti, sabiendo que la sirvienta shafit no podía
entender la lengua Daeva.

Esta era la tercera chica que había tenido desde su llegada,


después de haber asustado a las dos anteriores. Aunque a Nahri
siempre le había parecido atractiva la teoría de los sirvientes, las
devociones de esclavitud de estas tímidas chicas —niñas realmente— la
inquietaban. Sus ojos de color humano eran un recordatorio demasiado
familiar de la estricta jerarquía que gobernaba el mundo de los djinn.

La niña se arrastró hacia adelante, manteniendo su mirada


cuidadosamente en el suelo mientras sostenía una gran bandeja de
hojalata.

—Desayuno, mi señora.

Nahri no tenía hambre, pero no pudo resistir un vistazo a la


bandeja. Lo que salió de las cocinas del palacio la sorprendió tanto
como el contenido de su armario. Cualquier comida que quisiera, en
cualquier cantidad, en cualquier momento. En la bandeja de esta
mañana había una pila humeante de esponjosos panes planos
espolvoreados con semillas de sésamo, un tazón de albaricoques rojizos
y varios de los pasteles de pistacho molidos con crema de cardamomo
que le gustaba. El aroma del té verde mentolado surgió de la tetera de
cobre.

—Gracias —dijo Nahri y señaló las cortinas transparentes que


conducían al jardín—. Puedes dejarlo ahí afuera.
Se deslizó fuera de la cama y envolvió un suave chal alrededor de
sus hombros desnudos. Sus dedos le rozaron el pequeño peso en la
cadera, como lo hacían al menos una docena de veces al día. Daga de
Dara. Se lo había dado antes de que se fuera a su estúpida misión
suicida para cazar al ifrit.

Cerró los ojos, luchando contra el dolor en su pecho. La idea de


su Afshin fácilmente provocado, rodeada de soldados djinn, buscando al
mismo ifrit que casi los había matado fue suficiente para quitarle el
aliento.

No, se dijo a sí misma. Ni siquiera empieces. Preocuparse por Dara


no ayudaría a ninguno de ellos; el Afshin era más que capaz de cuidarse
solo, y Nahri no necesitaba distracciones. Especialmente no hoy.

—¿Debo peinarle, mi señora? —dijo su criada, sacándola de sus


pensamientos.

—¿Qué? No... Está bien así —dijo Nahri distraídamente mientras


se quitaba los rizos desordenados de los hombros y cruzaba la
habitación en busca de un vaso de agua.

La niña la llevó a la jarra.

—¿Su túnica, entonces? —preguntó mientras servía un vaso—.


He limpiado y prensado las prendas ceremoniales de Nahid…

—No —interrumpió Nahri, más bruscamente de lo que pretendía.

La chica retrocedió como si la hubieran abofeteado, y Nahri hizo


una mueca ante el miedo en su rostro. No había querido asustarla.

—Lo siento. Mira… —Nahri buscó en su mente por el nombre de


la niña, pero había sido bombardeada por nueva información cada día
que la eludía—. ¿Puedo tener unos minutos para mí?

La niña parpadeó como un gatito asustado.

—No. Quiero decir... No puedo irme, Banu Nahida —suplicó en un


pequeño susurro—. Tengo que estar disponible...
—Puedo cuidar de Banu Nahri esta mañana, Dunoor. —Una voz
calmada y mesurada habló desde el jardín.

La chica shafit se inclinó y se fue, huyendo antes de que el orador


separase las cortinas. Nahri levantó los ojos al techo.

—Uno pensaría que corrí alrededor encendiendo gente en llamas y


envenenando su té —se quejó—. No entiendo porqué las personas aquí
me tienen tanto miedo.

Nisreen entró en la habitación sin hacer ruido. La anciana se


movía como un fantasma.

—Tu madre disfrutaba una... temible reputación.

— Sí, pero ella era una verdadera Nahid —respondió Nahri—. No


un shafit perdido que no pueda evocar una llama.

Se unió a Nisreen en el pabellón con vistas a los jardines. El


mármol blanco se sonrojó a la luz rosa del amanecer, y un par de
pequeños pájaros temblaron y salpicaron en la fuente.

—Solo han pasado un par de semanas, Nahri. Date tiempo. —


Nisreen le dedicó una sonrisa sardónica—. Pronto serás capaz de
conjurar llamas suficientes para quemar la enfermería. Y no eres una
shafit, sin importar tu apariencia. El rey lo dijo él mismo.

—Bueno, me alegro de que esté tan seguro —murmuró Nahri.


Ghassan había hecho su parte en su trato, declarando públicamente
que Nahri era la hija de pura sangre perdida de Manizheh, alegando que
su apariencia humana era el resultado de una maldición marid.

Sin embargo, Nahri misma todavía no estaba convencida. Con


cada día que pasa en Daevabad, se sintonizó más con las diferencias
entre pura sangre y shafit. El aire se calentaba alrededor de los
elegantes sangres puras; respiraban más profundo, sus corazones
latían más lentamente y su piel luminosa emitía un olor a humo que le
picaba la nariz. No pudo evitar comparar el olor a hierro de su sangre
roja, el sabor salado de su sudor; la forma más lenta y más incómoda
de mover su cuerpo. Ciertamente se sentía un shafit.
—Deberías comer algo —dijo Nisreen a la ligera—. Tienes un día
importante delante de ti.

Nahri tomó un pastel y lo dio vuelta en sus manos antes de


dejarlo atrás, sintiendo náuseas. “Importante” era quedarse corto. Hoy
era el primer día que Nahri iba a tratar a un paciente.

—Estoy segura de que puedo matar fácilmente a alguien con el


estómago vacío.

Nisreen la miró. La ex ayudante de su madre tenía ciento


cincuenta años —un número que ofrecía con el aire de alguien que
hablaba del clima— pero sus agudos ojos negros parecían eternos.

—No vas a matar a nadie —dijo Nisreen de manera uniforme.

Decía todo con tanta confianza. Nisreen consideraba a Nahri


como una de las personas más capaces que había conocido, una mujer
que no solo había frustrado fácilmente el intento de Zaynab de
avergonzar a Nahri, sino que también había manejado a un Dios de más
de un siglo, solo sabiendo tipos de enfermedades mágicas.

—Es un procedimiento simple —agregó.

—¿Extraer una salamandra de fuego del cuerpo de alguien es


simple? —preguntó Nahrish—. Todavía no entiendo por qué elegiste
esto como mi primera tarea. No veo por qué incluso tengo una primera
tarea. Los médicos se entrenan durante años en el mundo humano, y se
espera que salga y comience a cortar reptiles mágicos de la gente
después de escucharlos dar una conferencia por unos pocos…

—Hacemos las cosas de manera diferente aquí —interrumpió


Nisreen. Empujó una taza de té caliente en las manos de Nahri y le
indicó que regresara a la habitación—. Toma un poco de té. Y siéntate
—agregó, señalando una silla—. No puedes ver a la gente viéndote así.

Nahri obedeció, y Nisreen recuperó un peine de un cofre cercano y


comenzó a peinarle, rastrándolo por el cuero cabelludo para separar las
trenzas. Nahri cerró los ojos, disfrutando de la sensación de los dientes
afilados del peine y del tirón experto de los dedos de Nisreen.
Me pregunto si mi madre alguna vez me trenzó el cabello.

El pequeño pensamiento surgió, una grieta en la armadura que


Nahri había establecido sobre esa parte de sí misma. Era una noción
tonta; por el sonido de las cosas, Nahri había nacido más tarde de lo
que su madre había sido asesinada. Manizheh nunca tuvo la
oportunidad de trenzar el cabello de Nahri, ni presenciar sus primeros
pasos; no había vivido lo suficiente para enseñarle magia a su hija
Nahid, ni escucharla quejarse de hombres arrogantes y guapos ansiosos
por correr tras el peligro.

La garganta de Nahri se apretó. En muchos sentidos, había sido


más fácil asumir que sus padres eran unos bastardos negligentes que la
habían abandonado. Puede que no recordara a su madre, pero la idea
de que la mujer que dio a luz fue asesinada brutalmente no era algo
fácil de ignorar.

Tampoco era el hecho de que su padre desconocido todavía podría


estar en Daevabad. Nahri solo podía imaginar los chismes que se
arremolinaban sobre eso, pero Nisreen le había advertido que su padre
era un tema que era mejor evitar.

Aparentemente, el rey no estaba contento de haberse enterado de


la indiscreción de Manizheh. Nisreen terminó su cuarta trenza,
entretejiendo una ramita de albahaca dulce en los extremos.

—¿Para qué es eso? —preguntó Nahri, ansiosa por una


distracción de sus oscuros pensamientos.

—Suerte. —Nisreen sonrió, luciendo un poco cohibida—. Es algo


que mi gente solía hacer por las niñas en casa.

—¿En casa?

Nisreen asintió.

—Soy de Anshunur originalmente. Un pueblo en la costa sur de


Daevastana. Mis padres eran sacerdotes; nuestros antepasados
dirigieron el templo durante siglos.
—¿En serio? —Nahri se sentó, intrigada. Después de Dara, era
extraño estar cerca de alguien que hablara tan abiertamente sobre sus
antecedentes—. Entonces, ¿qué te trajo a Daevabad?

La anciana pareció dudar, sus dedos temblaban sobre la trenza


de Nahri.

—Los Nahid, en realidad —dijo en voz baja. Cuando Nahri frunció


el ceño confundida, Nisreen explicó—: Mis padres fueron asesinados por
jinetes djinn cuando era joven. Fui gravemente herida, así que los
sobrevivientes me llevaron a Daevabad. Tu madre me curó, y luego ella
y su hermano me acogieron.

Nahri estaba horrorizada.

—Lo siento —dijo rápidamente—. No tenía idea.

Nisreen se encogió de hombros aunque Nahri vio un destello de


dolor en sus ojos oscuros.

—Está bien. No es raro. La gente trae ofrendas a sus templos; son


objetivos ricos. —Se puso de pie—. Y tuve una buena vida con los
Nahid. Encontré mucha satisfacción trabajando en la enfermería.
Aunque sobre el tema de nuestra fe... —Nisreen cruzó la habitación, en
dirección al descuidado altar de fuego al otro lado de la habitación—,
veo que has abandonado tu altar de nuevo.

Nahri hizo una mueca. .

—Han pasado unos días desde que rellené el aceite.

—Nahri, hemos discutido esto.

—Lo sé. Lo siento.

A su llegada, los Daeva le habían regalado a Nahri el altar de


fuego personal de Manizheh, una pieza de metal y agua que induce la
culpa, restaurado y pulido a la perfección.
El altar tenía aproximadamente la mitad de su altura, una cuenca
plateada llena de agua mantenida a fuego lento constantemente por las
diminutas lámparas de aceite de vidrio que flotaban sobre su
superficie. Una pila de palitos de cedro ardía sobre la pequeña cúpula
que se elevaba desde el centro de la cuenca.

Nisreen volvió a llenar las lámparas de una jarra de plata cercana


y sacó un pinchazo de cedro de las herramientas consagradas
destinadas a mantener el altar. Lo usó para volver a encender las
llamas y luego llamó a Nahri para que se acercara.

—Deberías tratar de cuidarlo mejor —amonestó Nisreen, aunque


su voz se mantuvo gentil—. Nuestra fe es una parte importante de
nuestra cultura. ¿Te preocupas por tratar a un paciente? Entonces,
¿por qué no tocar las mismas herramientas que tus abuelos alguna vez
hicieron? Arrodíllate y reza como lo habría hecho tu madre antes de
intentar un nuevo procedimiento. —Hizo un gesto a Nahri para que
inclinara la cabeza—. Toma fuerza de la única conexión con tu familia
que todavía tienes.

Nahri suspiró pero permitió que Nisreen marcara su frente con


cenizas. Probablemente podría aprovechar toda la suerte que pudiera
tener hoy.

Alrededor de la mitad del tamaño de la enorme sala de


audiencia, la enfermería era una habitación de paredes blancas
encaladas, un piso de piedra azul y un techo abovedado de vidrio
templado que dejaba entrar la luz del sol. Una de las paredes era la
venta de ingredientes de botica, cientos de estantes de vidrio y cobre de
diferentes tamaños. Otra sección de la habitación era su lugar de
trabajo: una dispersión de mesas bajas llenas de herramientas e
intentos farmacéuticos fallidos, y un pesado escritorio de vidrio arenado
en una esquina rodeado de estanterías y una gran fogata.
El otro lado de la habitación estaba destinado a pacientes y
típicamente con cortinas. Pero hoy la cortina se descorrió para revelar
un sofá vacío y una mesa pequeña. Nisreen pasó volando con una
bandeja de suministros.

—Deberían estar aquí en cualquier momento. Ya he preparado el


elixir.

—¿Y todavía piensas que es una idea inteligente? —Nahri tragó,


ansiosa—. No he tenido la mejor suerte con mis habilidades hasta
ahora.

Eso era decir mucho. Nahri había asumido que ser una sanadora
para los djinn sería similar a ser una sanadora entre humanos, su
tiempo dedicado a corregir huesos rotos, dar a luz a bebés y coser
heridas. Resultó que los djinn no necesitaban mucha ayuda con ese tipo
de dolencias, los pura sangre de todos modos. En cambio, necesitaban
un Nahid cuando las cosas se... complicaban. ¿Y qué era complicado?

Las rayas eran comunes en los bebés nacidos durante la hora


más oscura de la noche. La mordedura de un simurgh —aves de fuego
que a los djinn les gustaba correr— provocaría una quemadura lenta
desde el interior. Sudar gotas de plata era una irritación constante en la
primavera. Era posible crear accidentalmente un duplicado malvado,
transformar las manos de una persona en flores, ser hechizado con
alucinaciones o convertirse en una manzana, un insulto increíblemente
grave para su honor.

Las curas eran un poco mejores. Las hojas de las cimas de los
cipreses, y solo las de las cimas, podrían hervirse en una solución que,
cuando era soplada por un Nahid, abría los pulmones. Una perla
molida mezclada con la cantidad justa de cúrcuma podría ayudar a una
mujer infértil a concebir, pero el bebé resultante olería un poco salado y
seria terriblemente sensible a los mariscos. Y no eran solo las
enfermedades y sus curas asociadas lo que sonaba increíble, sino la
lista interminable de situaciones que parecían completamente ajenas a
la salud.
—Es una posibilidad remota, pero a veces una dosis de dos
semanas de cicuta, cola de paloma y ajo, tomada cada amanecer al aire
libre, puede curar un desagradable caso de mala suerte crónica —le dijo
Nisreen la semana pasada.

Nahri recordó su asombrada incredulidad.

—La cicuta es venenosa. ¿Y cómo es la mala suerte una


enfermedad desafortunada?

La ciencia detrás de todo tenía poco sentido. Nisreen siguió


hablando sobre los cuatro humores que formaban el cuerpo del djinn y
la importancia de mantener el equilibrio. El fuego y el aire debían
igualarse exactamente entre sí al doble de la cantidad de sangre y
cuatro veces la cantidad de bilis. Perder el equilibrio podría causar una
enfermedad terrible, locura, plumas…

—¿Plumas? —Había repetido Nahri incrédula.

—Demasiado aire —había explicado Nisreen—. Obviamente.

Y aunque Nahri lo intentaba, era demasiado para asimilar, día


tras día, hora tras hora. Desde que llegó al palacio, todavía tenía que
abandonar el ala que albergaba sus habitaciones y la enfermería; no
estaba segura de que incluso se le permitiera irse, y cuando Nahri
preguntó si podía aprender a leer —como había soñado con hacer
durante años— la anciana se había vuelto extrañamente cautelosa,
murmurando algo acerca de que los textos Nahid estaban prohibidos
antes de cambiar rápidamente el tema… Además de sus aterrorizadas
sirvientas y Nisreen, Nahri no tenía otra compañía. Zaynab la invitó
cortésmente a tomar el té dos veces, pero Nahri la rechazó: no tenía la
intención de consumir líquidos cerca de esa chica otra vez. Pero ella era
una extrovertida, acostumbrada a conversar con clientes y deambular
por todo El Cairo. El aislamiento y el enfoque único de su
entrenamiento la tenían lista para estallar.
Y sintió que su frustración estaba frenando sus habilidades.
Nisreen repitió lo que Dara ya le había dicho: la sangre y la intención
eran vitales en la magia. Muchas de las medicinas que Nahri estudió
simplemente no funcionarían sin un Nahid creyente que las produjera.
No podías revolver una poción, moler un polvo o incluso poner tus
manos sobre un paciente sin una confianza firme en lo que estabas
haciendo. Y Nahri no tenía eso.

Y luego ayer, Nisreen había anunciado —bastante brusco— que


estaban cambiando de táctica. El rey quería verla curar a alguien, y
Nisreen estuvo de acuerdo, creyendo que si a Nahri se le daba la
oportunidad de tratar a unos pocos pacientes cuidadosamente
seleccionados, las teorías tendrían más sentido para ella. Nahri pensó
que sonaba como una gran manera de reducir lentamente la población
de Daevabad, pero no parecía que tuviera mucho que decir al respecto.

Llamaron a la puerta. Nisreen la miró.

—Estarás bien. Ten fe.

Su paciente era una anciana, acompañada de un hombre que


parecía su hijo. Cuando Nisreen los saludó en Divasti, Nahri suspiró
aliviada, con la esperanza de que las personas maduras simpatizaran
con su inexperiencia. Nisreen llevó a la mujer a la cama y la ayudó a
quitarse un chador largo de color medianoche. Debajo, el cabello gris
acero de la mujer estaba arreglado en una trenza elaboradamente
trenzada. Un bordado dorado parpadeaba de su vestido carmesí oscuro,
y grandes grupos de rubíes colgaban de cada oreja. Frunció los labios
pintados y le dirigió a Nisreen una mirada absolutamente impresionada,
mientras su hijo —vestido con un atuendo similar— se cernía sobre
ella.

Nahri respiró hondo y luego se acercó, presionando las palmas de


las manos como había visto a otros de su tribu.

—La paz sea contigo.


El hombre presionó sus propias manos y cayó en una reverencia
baja.

—Es el mayor honor, Banu Nahida —dijo en voz baja—. Que los
fuegos ardan intensamente para usted. Rezo para que el Creador le
bendiga con la vida más larga y los niños más felices y…

—Oh, cálmate, Firouz —interrumpió la anciana. Consideró a


Nahri con escépticos ojos negros—. ¿Eres la hija de Banu Manizheh? —
olfateó—. Con horrible aspecto humano.

—¡Madar! —siseó Firouz, claramente avergonzado—. Sé cortés. Te


dije sobre la maldición, ¿recuerdas?

Él es el crédulo, decidió Nahri, y luego se encogió, un poco


avergonzada de haberlo pensado. Estas personas eran pacientes, no
marcas.

—Hmm. —La mujer debe haber captado la actitud de Nahri. Sus


ojos brillaban como los de un cuervo—. ¿Entonces puedes arreglarme?

Nahri sacó un escalpelo plateado de aspecto malvado de la


bandeja y lo hizo girar en sus dedos.

—Insha’ Allah.

—Ciertamente puede. —Nisreen se deslizó suavemente entre


ellos—. Es una tarea simple. —Llevó a Nahri a donde ya había
preparado el elixir—. Cuida tu tono —advirtió—. Y no hables en esa
lengua humana que suena a Geziriyya aquí. Su familia es poderosa.

—Ah, entonces, por supuesto, experimentemos con ella.

—Es un procedimiento simple —aseguró Nisreen por centésima


vez—. Hemos superado esto. Has que tome el elixir, busca la
salamandra y extráela. Eres la Banu Nahida; debería ser tan obvio para
ti como un punto negro en el ojo.
Simple. Las manos de Nahri temblaban, pero suspiró y tomó el
elixir de Nisreen. La copa de plata se calentó en sus manos y el líquido
ámbar comenzó a formar vapor. Cruzó de nuevo hacia la anciana y se la
entregó, observando mientras tomaba un sorbo.

Su paciente hizo una mueca.

—Esto es realmente horrible. ¿Tienes algo para cortar la


amargura? ¿Un dulce, tal vez?

Nahri levantó las cejas.

—¿Estaba la salamandra cubierta de miel cuando la tragó?

La mujer pareció insultada.

—No me lo tragué. Estaba hechizado. Probablemente por mi


vecina Rika. ¿Sabes cuál, Firouz? ¿Rika con sus patéticos rosales y esa
ruidosa hija con el marido Sahrayn? —Frunció el ceño—. Toda su
familia debería haber sido expulsada del Barrio Daeva cuando se casó
con ese pirata.

—No puedo imaginar por qué querría hechizarte —dijo Nahri a la


ligera.

—Intención —susurró Nisreen mientras se acercaba con una


bandeja de instrumentos.

Nahri puso los ojos en blanco.

—Acuéstate —le dijo a la mujer.

Nisreen le entregó una bombilla plateada que terminaba en una


punta afilada y brillante.

—Recuerda, solo un ligero toque con esto. Inmediatamente


paralizará a la salamandra para que puedas extraerlo.
—Eso es suponiendo que pueda hacerlo... ¡vaya! —Nahri jadeó
cuando un bulto del tamaño de su puño se alzó repentinamente debajo
del antebrazo izquierdo de la mujer, hinchando su delgada piel hasta
que parecía lista para estallar. Se movió y luego corrió por el brazo de la
mujer para desaparecer debajo de su hombro.

—¿Lo viste? —preguntó Nisreen.

—¿Ninguno de ustedes? —preguntó Nahri en estado de


conmoción. La anciana le lanzó una mirada de desconcierto.

Nisreen sonrió.

—Te dije que podías hacerlo. —Tocó el hombro de Nahri—.


Respira hondo y mantén la aguja lista. Deberías detectarlo otra vez...

—¡Ahí! —Nahri volvió a ver la salamandra, cerca del abdomen de


la mujer. Rápidamente, hundió la aguja en el estómago de la mujer,
pero el bulto pareció derretirse.

—¡Ay! —La mujer mayor gritó mientras una gota de sangre negra
floreció contra su vestido—. ¡Eso duele!

—¡Entonces quédate quieta!

La mujer gimió mientras agarraba una de las manos de su hijo.

—¡No me grites!

La protuberancia volvió a surgir cerca del collar de la anciana, y


Nahri intentó golpear de nuevo, sacando más sangre y provocando otro
chillido. La salamandra se retorció, podía ver un contorno claro de su
cuerpo ahora, y corrió alrededor del cuello de la mujer.

—¡Eep! —chilló la mujer cuando Nahri finalmente agarró a la


criatura, sus dedos se cerraron sobre la garganta de la mujer—. ¡Eep!
¡Me estás matando! ¡Me estás matando!
—No lo estoy... ¡Cállate! —gritó Nahri, tratando de concentrarse
en mantener a la salamandra en su lugar mientras levantaba la aguja.

Tan pronto como pronunció las palabras, la criatura bajo su


mano triplicó su tamaño, su cola envolvió la garganta de la mujer. El
rostro de la anciana se oscureció instantáneamente y sus ojos se
pusieron rojos. Se quedó sin aliento y arañó su garganta mientras
luchaba por respirar.

—¡No! —Nahri trató desesperadamente de que el parásito fuera


más pequeño, pero no pasó nada.

—¡Madar !—gritó el hombre—. ¡Madar!

Nisreen cruzó corriendo la habitación y sacó una pequeña botella


de vidrio de uno de los cajones.

—Muévete —dijo rápidamente.

Apartó a Nahri a un lado he inclinó la cabeza de la mujer hacia


atrás, abriendo sus mandíbulas y vertiendo el contenido de la botella
por su garganta. El bulto desapareció y la mujer comenzó a toser. Su
hijo le golpeó la espalda.

Nisreen levantó la botella.

—Carbón licuado —dijo con calma—. Reduce la mayoría de los


parásitos internos. —Asintió con la cabeza a la anciana—. Le traeré un
poco de agua. Déjala recuperar el aliento, y lo intentaremos de nuevo.
—Bajó la voz para que solo Nahri pudiera oírla—: Tu intención debe ser
más... positiva.

—¿Qué? —Nahri se confundió por un momento, y luego la


advertencia de Nisreen quedó clara. La salamandra no había
comenzado a estrangular a la mujer cuando la aguja la tocó. Lo había
hecho cuando Nahri le ordenó que se callara.

Casi la mato. Nahri dio un paso atrás y tiró una de las bandejas
de la mesa. Se estrelló contra el suelo, y los viales de vidrio se
estrellaron contra el mármol.
—N-Necesito un poco de aire. —Se volvió hacia las puertas que
daban a los jardines.

Nisreen se paró frente a ella.

—Banu Nahida... —Su voz era tranquila, pero no ocultaba la


alarma en sus ojos—. No puedes irte. La dama está bajo tu cuidado.

Nahri empujó más allá de Nisreen.

—Ya no. Despáchala.

Subió los escalones de piedra que conducían al jardín de dos en


dos. Se apresuró a través de las manicuradas parcelas de plantas
curativas, sorprendiendo a dos jardineros, y luego, más allá, siguiendo
un camino estrecho hacia el interior salvaje del jardín real.

Pensó poco hacia dónde iba, su mente daba vueltas. No era su


responsabilidad tocar a esa mujer. ¿A quién estaba engañando? Nahri
no era sanadora. Era una ladrona, una estafadora que ocasionalmente
tenía suerte. Había tomado sus habilidades de curación sentada en El
Cairo, donde eran tan fáciles como respirar.

Se detuvo al borde del canal y se apoyó contra los restos


desmoronados de un puente de piedra. Un par de libélulas brillaban
sobre el agua corriendo. Los vio lanzarse y sumergirse bajo el tronco de
un árbol caído cuyas ramas oscuras se desprendían del agua como un
hombre que intentaba no ahogarse. Envidiaba su libertad.

Era libre en El Cairo. Una ola de nostalgia la invadió. Ansiaba las


bulliciosas calles de El Cairo y sus aromas familiares, sus clientes con
sus problemas amorosos y sus tardes de cataplasmas con Yaqub. A
menudo se había sentido como una extranjera allí, pero ahora sabía
que no era cierto. Le llevó salir de Egipto para darse cuenta de que
estaba en casa.

Y nunca lo volveré a ver. Nahri no era ingenua; detrás de las


palabras corteses de Ghassan, sospechaba que era más prisionera que
invitada en Daevabad. Sin Dara, no había nadie a quien acudir para
pedir ayuda. Y estaba claro que se esperaba que comenzara a producir
resultados como sanadora.
Se mordió el interior de la mejilla mientras estudiaba el agua. Que
una paciente apareciera en su enfermería apenas dos semanas después
de su llegada a Daevabad no era una señal alentadora, y no podía evitar
preguntarse cómo Ghassan podría castigar su incompetencia si
continuaba. ¿Comenzarían a desaparecer sus privilegios —el
departamento privado, la ropa fina y las joyas, los sirvientes y las
comidas elegantes— con cada fracaso?

El rey podría estar contento de verme fracasar. Nahri no había


olvidado la forma en que los Qahtanis la habían recibido: la abierta
hostilidad de Alizayd, el intento de Zaynab de humillarla... sin
mencionar ese destello de miedo en la cara de Ghassan.

Un movimiento le llamó la atención, y levantó la vista,


agradeciendo cualquier distracción de sus sombríos pensamientos. A
través de una pantalla de hojas moteadas de color púrpura, podía ver
un claro más adelante donde el canal se ensanchaba. Un par de brazos
oscuros salpicaron la superficie del agua.

Nahri frunció el ceño. Era alguien... ¿nadando? Asumió que todos


los djinn estaban tan preocupados por el agua como Dara.

Un poco preocupada, Nahri se abrió paso por el puente. Sus ojos


se abrieron cuando entró en el claro.

El canal se elevó en el aire.

Era como una cascada en reversa, el canal se precipitaba desde la


jungla para atravesar la pared del palacio antes de caer en cascada
sobre el palacio. Era una vista hermosa, si no completamente extraña,
que la cautivó por completo antes de que otra salpicadura del charco
brumoso llamara su atención. Corrió y vio a alguien luchando en el
agua.

—¡Espera! —Después del tumultuoso Gozan, esta pequeña


piscina no era nada. Cargó directamente y agarró el brazo agitador más
cercano, tirando con fuerza para traer a quien fuera a la superficie.
—¿Tú? —Nahri hizo un sonido de disgusto al reconocer a Alizayd
al Qahtani muy desconcertado. Inmediatamente le soltó el brazo, y el
príncipe cayó hacia atrás con un chapuzón, el agua se cerró brevemente
sobre su cabeza nuevamente antes de ponerse nervioso, tosiendo y
escupiendo agua.

Se limpió los ojos y entrecerró los ojos como si no creyera a quién


vio.

—¿Banu Nahri? ¿Qué estás haciendo aquí?

—¡Pensé que te estabas ahogando!

Él se detuvo, casi arrogante, incluso cuando estaba mojado y


confundido.

—No me estaba ahogando —resopló—. Estaba nadando.

—¿Nadando? —preguntó incrédula—. ¿Qué clase de djinn nada?

Un destello de vergüenza cruzó su rostro.

—Es una costumbre Ayaanle —murmuró, cogiendo un chal


cuidadosamente doblado del borde embaldosado del canal—. ¿Te
importa?

Nahri puso los ojos en blanco pero se dio la vuelta. En una


parcela soleada de hierba, había una alfombra tejida, repleta de libros,
un fajo de notas y un lapicero de carbón.

Tan pronto como lo oyó salir, se dirigió hacia ella. El chal estaba
envuelto alrededor de la parte superior de su cuerpo con el mismo
fastidio que Noahri había visto a nuevas novias tímidas cubrir su
cabello. El agua goteaba de su cintura empapada.

Alizayd sacó un gorro de la alfombra y se lo puso sobre la cabeza


mojada.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó sobre su hombro—. ¿Te


envió mi padre?
¿Por qué el rey me enviaría a ti? Pero Nahri no preguntó; tenía
pocas ganas de seguir hablando con el desagradable príncipe Qahtani.

—No importa. Me voy...

Ella se quedó sin palabras cuando sus ojos se posaron en uno de


los libros abiertos sobre la alfombra. Una ilustración cubría la mitad de
la página, un ala shedu estilizada cruzada con una flecha con la
guadaña.

Una marca Afshin.

Nahri fue inmediatamente a buscar el libro. Alizayd llegó primero.


Lo agarró, pero ella agarró otro, girándose cuando él trató de agarrarlo.

—¡Devuélvelo!

Ella se agachó debajo de su brazo y rápidamente hojeó el libro,


buscando por más ilustraciones. Encontró una serie de figuras
dibujadas en una de las páginas. Media docena de djinn, con los brazos
expuestos para mostrar tatuajes negros en espiral sobre sus muñecas,
y en algunos, extendiéndose sobre sus hombros desnudos. Pequeñas
líneas, como peldaños en una escalera sin soporte.

Al igual que el de Dara.

Nahri no había pensado mucho en sus tatuajes, suponiendo que


tuvieran que ver con su linaje. Pero mientras miraba la ilustración, un
dedo frío recorrió su columna vertebral. Las figuras parecían ser de
varias tribus, y todas tenían expresiones de pura angustia dibujadas en
sus rostros. Una mujer levantó los ojos hacia un cielo invisible, con los
brazos extendidos y la boca abierta en un grito sin palabras.

Alizayd agarró el libro, aprovechando su distracción.

—Interesante tema que estás estudiando —dijo ella, con voz


mordaz—. ¿Qué es eso? ¿Esas figuras... esa marca en sus brazos?
—¿No lo sabes? —Cuando ella sacudió la cabeza, una mirada
oscura cruzó el rostro de él, pero no ofreció más explicaciones. Se metió
los libros debajo del brazo—. No importa. Vamos. Te llevaré de regreso a
la enfermería.

Nahri no se movió.

—¿Que son las marcas? —preguntó de nuevo.

Alizayd hizo una pausa, sus ojos grises parecían medirla.

—Es un registro —dijo finalmente—. Parte de la maldición ifrit.

—¿Un registro de qué?

Dara habría mentido. Nisreen se habría desviado y cambiado de


tema. Pero Alizayd solo presionó su boca en una línea delgada y
respondió:

—Vidas.

—¿Qué vidas?

—Los maestros humanos que han matado. —Su rostro se torció—


. Supuestamente es divertido para los ifrit verlos sumar.

Los maestros humanos que han matado. La mente de Nahri volvió


a los tiempos en que había observado ese tatuaje envuelto alrededor del
brazo de Dara, las pequeñas líneas negras opacas a la luz de sus fuegos
constantes. Tenía que haber cientos de ellos.

Consciente de que el príncipe la estaba mirando, Nahri luchó por


mantener la cara serena. Después de todo, había visto esa visión en
Hierápolis; sabía cuán completamente controlado había estado Dara por
su maestro. Seguramente no se le podía culpar por sus muertes.

Además, aunque el significado de la marca de esclavos de Dara


era horrible, Nahri de repente se dio cuenta de que una amenaza
mucho más cercana acechaba. Volvió a mirar los libros en la mano de
Alizayd, y una oleada de protección la inundó, acompañada de un
chorro de miedo.
—Lo estás estudiando.

El príncipe ni siquiera se molestó en mentir.

—Es una historia interesante que ustedes dos han inventado.

Su corazón se detuvo. Nahri, las piezas no encajan... Las


apresuradas palabras de Dara volvieron a ella, el misterio sobre sus
orígenes que lo había llevado a mentirle al rey y correr tras el ifrit. Él
había sugerido que los Qahtanis podrían no darse cuenta de que algo
no estaba bien, pero estaba claro que al menos uno de ellos tenía
algunas sospechas.

Nahri se aclaró la garganta.

—Ya veo —finalmente logró decir, ocultando por completo la


alarma en su voz.

Alizayd bajó la mirada.

—Deberías irte —dijo—. Es probable que tus cuidadores se


preocupen.

¿Sus cuidadores?

—Recuerdo el camino —replicó Nahri, volviéndose hacia el interior


salvaje del jardín.

—¡Espera! —Alizayd se interpuso entre ella y los árboles. Había


un toque de pánico en su voz—. Por favor... Lo siento —se apresuró a
seguir—. No debería haber dicho eso. —Se movió en su sitio—. Fue
grosero... y no es la primera vez que he sido grosero contigo.

Ella entrecerró los ojos.

—Me estoy acostumbrando a eso.

Una expresión irónica cruzó su rostro, casi una sonrisa.


—Te suplicaría que no lo hicieras. —Tocó su corazón—. Por favor.
Te llevaré de vuelta por el palacio. —Asintió con la cabeza hacia las
hojas mojadas que se pegaban a su chador—. No es necesario ir de
regreso a través de la jungla porque no tengo modales.

Nahri consideró la oferta; parecía lo suficientemente sincero, y


existía la leve posibilidad de que accidentalmente golpeara sus libros en
uno de los braseros ardientes de los que los djinn parecían tan
encariñados.

—Bien.

Él asintió en dirección a la pared.

—Porque aquí. Solo déjame cambiarme.

Ella lo siguió a través del claro hasta un pabellón de piedra que


daba a la pared y luego, a través de una balaustrada abierta, a una
habitación sencilla de aproximadamente la mitad del tamaño de su
cuarto de baño. Una pared estaba ocupada por estanterías, el resto de
la habitación estaba escasamente decorada con un nicho de oración,
una sola alfombra y un gran azulejo de cerámica con lo que parecían
versos religiosos árabes. El príncipe fue directo a la puerta principal,
una enorme antigüedad de madera tallada. Asomó la cabeza e hizo un
movimiento de señas. En segundos, apareció un miembro de la Guardia
Real, instalándose silenciosamente en la puerta abierta. Nahri le dirigió
una mirada incrédula al príncipe.

—¿Me tienes miedo?

—No —dijo, con molestia—. Pero se dice que cuando un hombre y


una mujer están solos en una habitación cerrada, su tercer compañero
es el diablo.

Ella levantó una ceja, luchando por contener su alegría.

—Bueno, supongo que deberíamos tomar precauciones. —


Observó el agua que goteaba de su cintura—. ¿No necesitas...?
Ali siguió su mirada, hizo un pequeño y avergonzado ruido, y
luego rápidamente desapareció a través de un arco con cortinas, los
libros todavía en la mano.

Qué persona tan extraña. El cuarto era extraordinariamente


sencillo para un príncipe, nada parecido a su lujoso departamento. Una
delgada plataforma para dormir había sido cuidadosamente doblada y
colocada sobre un único cofre de madera. Un escritorio de piso bajo
daba al jardín, su superficie cubierta de papeles y pergaminos, todo
inquietantemente perfecto en ángulos rectos entre sí. Un lápiz óptico
descansaba junto a un tintero inmaculado.

—Tu cuarto no se ve muy... habitado —comentó ella.

—No he vivido mucho tiempo en el palacio —gritó desde la otra


habitación.

Ella se dirigió hacia las estanterías.

—¿De dónde eres originalmente?

—De aquí. —Nahri saltó ante el sonido cercano de su voz. Alizayd


había regresado sin emitir ningún sonido, ahora vestido con una larga
túnica gris a rayas—. Daevabad, quiero decir. Crecí en la Ciudadela.

—¿La Ciudadela?

Él asintió.

—Estoy entrenando para ser el Qaid de mi hermano.

Nahri metió esa información en su cabeza para más tarde,


cautivada por las estanterías llenas de libros. Había cientos de libros y
pergaminos allí, incluyendo la mitad de su altura y un buen número
más grueso que su cabeza. Corrió una y otra vez por las espinas de
múltiples colores, superada por una sensación de anhelo.

—¿Te gusta leer? —preguntó Alizayd.


Nahri dudó, avergonzada de admitir su analfabetismo a un
hombre con una biblioteca personal tan grande.

—Supongo que se podría decir que me gusta la idea de leer. —


Cuando su única respuesta fue un ceño confundido, aclaró—: No sé
cómo.

—¿De verdad? —Parecía sorprendido, pero al menos no


disgustado—. Pensé que todos los humanos podían leer.

—En absoluto. —Le divertía la idea errónea: tal vez los humanos
eran un misterio tanto para los djinn como los djinn para los
humanos—. Siempre he querido aprender. Esperaba tener la
oportunidad aquí, pero parece que no es así. —Suspiró—. Nisreen dice
que es una pérdida de tiempo. Me imagino que muchos en Daevabad
sienten lo mismo. —Incluso mientras tocaba la columna dorada de uno
de los volúmenes, Nahri podía decir que la estaba estudiando.

—Y si pudieras... ¿sobre qué leerías?

Mi familia. La respuesta fue inmediata, pero no había forma de


que se lo revelara a Alizayd. Se volvió para mirarlo.

—Los libros que estabas leyendo afuera parecían interesantes.

Él no pestañeó.

—Me temo que esos volúmenes en particular no están disponibles


ahora mismo.

—¿Cuándo crees que estarán disponibles?

Ella vio algo suavizarse en su rostro.

—No creo que quieras leer esto, Banu Nahri. No creo que te guste
lo que dicen.

—¿Por qué no?


Él dudó.

—La guerra no es un tema agradable —dijo finalmente.

Esa fue una respuesta más diplomática de lo que Nahri hubiera


esperado considerando el tono de su conversación anterior. Con la
esperanza de mantenerlo hablando, decidió responder a su pregunta
inicial de una manera diferente.

—Negocios. —Ante la visible confusión de Alizayd, explicó—: Me


preguntaste sobre qué leería si pudiera. Me gustaría saber cómo las
personas manejan negocios en Daevabad, cómo ganan dinero, negocian
entre sí, ese tipo de cosas. —Cuanto más lo pensaba, mejor idea
parecía. Después de todo, era su propio tipo de conocimiento
empresarial lo que la había mantenido viva en El Cairo, empujando a
los viajeros y sabiendo la mejor manera de estafar una marca.

Él se quedó completamente quieto.

—Como... ¿economía?

—Supongo.

Los ojos de él se entrecerraron.

—¿Estás segura de que mi padre no te envió?

—Bastante.

Algo pareció animarse en su rostro.

—Economía, entonces... —Sonaba extrañamente emocionado—.


Bueno, ciertamente tengo suficiente material sobre eso.

Se acercó a los estantes y Nahri se alejó. Realmente era alto, se


alzaba sobre ella como una de las antiguas estatuas que aún
salpicaban los desiertos fuera de Egipto. Incluso tenía la misma cara
severa y ligeramente desaprobadora. Tomó un grueso volumen azul y
dorado del estante superior.

—Una historia de los mercados de Daevabad. —Le entregó el


libro—. Está escrito en árabe, por lo que puede resultar más familiar.
Ella abrió la columna y hojeó algunas páginas.

—Muy familiar. Aun completamente incomprensible.

—Puedo enseñarte a leerlo. —Había una incertidumbre en su voz.

Nahri le dirigió una mirada aguda.

—¿Qué?

Alizayd extendió sus manos.

—Puedo enseñarte... Quiero decir, si quieres que lo haga.


Después de todo, Nisreen no ordena mi tiempo. Y puedo convencer a
mi padre de que sería bueno para las relaciones entre nuestras tribus.
—Su sonrisa se desvaneció—. Él es muy... apoya esos esfuerzos.

Nahri se cruzó de brazos.

—¿Y qué sacas de eso? —Ella no confiaba en la oferta en


absoluto. Los Qahtanis eran demasiado listos para tomarlos al pie de la
letra.

—Eres la invitada de mi padre.

Nahri resopló y Alizayd casi sonrió de nuevo.

—Bien. Debo admitir que tengo una obsesión con el mundo


humano. Puedes preguntarle a cualquiera —añadió, tal vez captando su
duda—. Particularmente tu rincón de ella. Nunca he conocido a nadie
de Egipto. Me encantaría aprender más al respecto, escuchar tus
historias y tal vez incluso mejorar mi propio árabe.

Oh, no tengo dudas de que te gustaría saber muchas cosas.


Cuando Nahri consideró su oferta, evaluó mentalmente al príncipe. Era
joven, incluso más joven que ella, estaba bastante segura. Privilegiado,
un poco malhumorado. Su sonrisa era ansiosa, aunque demasiado
optimista para que la oferta fuera casual.
Cualquiera que sea su motivación, Alizayd quería esto, y Nahri
quería saber qué había en sus libros, especialmente si la información
era perjudicial para Dara. Si convertir a este niño incómodo en su tutor
era la mejor manera de protegerse a sí misma y a su Afshin, entonces,
por supuesto... Además… quería aprender a leer.

Nahri se dejó caer sobre uno de los cojines del piso.

—¿Por qué esperar, entonces? —le preguntó en su mejor árabe


coloquial. Palmeó con los dedos el libro—. Empecemos.
19
Ali
Traducido por Vanemm08

—Me lo estás poniendo fácil.


Ali miró por el suelo de la sala de entrenamiento.

—¿Qué?

Jamshid e-Pramukh le dio una sonrisa irónica.

—Te he visto entrenar con un zulfiqar antes… me lo estás


poniendo fácil.

La mirada de Ali recorrió el atuendo del otro hombre. Jamshid


estaba vestido con el mismo uniforme de entrenamiento que Ali,
blanqueado para resaltar cada golpe de la ardiente espada, pero
mientras la ropa de Ali estaba intacta, el uniforme de guardia de Daeva
estaba quemado y cubierto de manchas de carbón. Su labio estaba
sangrando y su mejilla derecha estaba hinchada por una de las veces
que Ali lo había mandado a estrellarse contra el suelo.

Ali levantó una ceja.

—Tienes una idea interesante de fácil.

—Nop —dijo Jamshid en Divasti. Al igual que su padre,


conservaba un ligero acento cuando hablaban Djinnistani, un indicio de
los años que habían pasado en el Daevastana externo—. Debería estar
en una forma mucho peor. Pequeños pedazos ardientes de Jamshid e-
Pramukh sobre todo el piso.
Ali suspiró.

—No me gusta pelear contra un extranjero con un zulfiqar —


confesó—. Incluso si solo estamos usando cuchillas de entrenamiento.
No se siente justo. Y Muntadhir no estará feliz si regresa a Daevabad
para encontrar a su amigo más cercano en pequeños pedazos
quemados.

Jamshid se encogió de hombros.

—Él sabrá culparme. Le he estado pidiendo durante años para


encontrar un zulfiqari dispuesto a entrenarme adecuadamente.

Ali frunció el ceño.

—¿Pero por qué? Eres excelente con un sable, incluso aún mejor
con un arco. ¿Por qué aprender a usar un arma que nunca podrás
empuñar apropiadamente?

—Una cuchilla es una cuchilla. Podría no ser capaz de convocar


sus llamas envenenadas como un hombre Geziri, pero si peleo junto a
los miembros de tu tribu, es lógico que tenga algo de familiaridad con
sus armas. —Jamshid se encogió de hombros—. Al menos lo suficiente
para saltar lejos cada vez que estallan en llamas.

—No estoy seguro de que ese sea un instinto que debas suprimir.

Jamshid se rió.

—Bastante justo. —Levantó su espada—. ¿Deberíamos continuar?

Ali se encogió de hombros.

—Si insistes.

Barrió su zulfiqar por el aire. Llamas estallaron entre sus dedos y


lamieron la hoja de cobre como él quería, abrasando la punta bifurcada
y activando los venenos mortales que cubrían su afilado borde. O lo
habría hecho, si el arma fuera real.
La espada que sostenía había sido despojada de sus venenos con
fines de entrenamiento, y Ali podía oler la diferencia en el aire. La
mayoría de los hombres no podían, pero de nuevo la mayoría de los
hombres no se habían obsesionado practicando con el arma desde que
tenían siete años.

Jamshid se lanzó hacia adelante, y Ali se agachó fácilmente,


lanzando un golpe hacia el cuello del Daeva antes de deshacerse de su
propio impulso.

Jamshid se giró para enfrentar a Ali, tratando de bloquear su


próxima estocada.

—No ayuda que te muevas como un maldito colibrí —se quejó de


buen humor—. ¿Estás seguro que no eres medio peri?

Ali no pudo evitar sonreír. Curiosamente, estaba disfrutando de


su tiempo con Jamshid. Había algo fácil en su comportamiento; se
comportaba como si fueran iguales: no mostraba ni el servilismo que la
mayoría de los djinn hacían alrededor de un príncipe Qahtani ni el
esnobismo típico de la tribu Daeva. Era refrescante; no era de extrañar
que Muntadhir lo mantuviera tan cerca. Era difícil incluso creer que era
el hijo de Kaveh. No se parecía en nada al irritante gran wazir.

—Mantén el arma más alta —aconsejó Ali—. El zulfiqar no es


como la mayoría de las espadas; es menos un movimiento de empuje y
golpe, más como cortes rápidos y golpes laterales. Recuerda que la hoja
suele estar envenenada; solo necesitas infligir una pequeña lesión.

Giró su zulfiqar alrededor de su cabeza, las llamas se dispararon,


y Jamshid viró hacia atrás como se esperaba. Ali aprovechó la
distracción para agacharse, apuntando otro golpe a las caderas.

Jamshid saltó hacia atrás con un resoplido frustrado, y Ali lo


arrinconó fácilmente contra la pared opuesta.

—¿Cuántas veces me habrías matado para ahora? —preguntó


Jamshid—. ¿Veinte? ¿Treinta?
Más. Un verdadero zulfiqar era una de las armas más mortíferas
del mundo.

—No más de una docena —mintió Ali.

Continuaron entrenando. Jamshid no estaba mejorando mucho,


pero Ali estaba impresionado por sus agallas. El hombre Daeva
visiblemente agotado estaba cubierto de ceniza y sangre, pero rechazó
un descanso.

Ali tenía su espada en la garganta de Jamshid por tercera vez y


estaba a punto de insistir en que se detuvieran cuando el sonido de
voces llamó su atención. Levantó la vista cuando Kaveh e-Pramukh,
claramente en una conversación amistosa con alguien detrás de él, dio
un paso en la sala de entrenamiento.

El gran wazir se quedó inmóvil. Sus ojos se encontraron en el


zulfiqar en la garganta de su hijo, y Ali lo escuchó hacer un pequeño, y
estrangulado ruido.

—¿Jamshid?

Ali inmediatamente bajó su arma, y Jamshid se dio la vuelta.

—¿Baba? —sonaba sorprendido—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Nada —dijo Kaveh rápidamente. Dio un paso atrás,


curiosamente buscando más ansioso que antes mientras intentaba
cerrar la puerta—. Perdóname. Yo no...

La puerta pasó más allá de su mano, y Darayavahoush e-Afshin


entró en la habitación. Entró como si fuera su propia tienda, con las
manos juntas detrás de la espalda, y se detuvo cuando los notó.

—Sahzadeh Alizayd —saludó a Ali con calma en Divasti.

Ali no estaba tranquilo, estaba sin palabras. Parpadeó, medio


esperando ver a otro hombre en lugar del Afshin. ¿Qué demonios estaba
haciendo aquí Darayavahoush? ¡Se suponía que estaba en Babili con
Muntadhir, muy lejos al otro lado de Daevastana!
El Afshin estudió la habitación como un general que contempla
un campo de batalla; sus ojos verdes escudriñaron la pared de armas y
recorrieron varios maniquíes, dianas, y otros misceláneos que
abarrotaban el suelo. Miró de nuevo a Ali.

—Naeda pouru mejnoas.

¿Qué?

—Yo… No hablo Divasti —tartamudeó Ali.

Darayavahoush inclinó su cabeza, sus ojos brillando con


sorpresa.

—¿No hablas el idioma de la ciudad que gobiernas? —preguntó


con gran acento Djinnistani. Se giró hacia Kaveh y señaló con el pulgar
en dirección a Ali, luciendo divertido—. ¿Spa snasatiy un hyat vaken
gezr?

Jamshid palideció, y Kaveh se apresuró entre Ali y


Darayavahoush, miedo abierto en su cara.

—Perdona nuestra intrusión, Príncipe Alizayd. No me di cuenta de


que eras el que entrena a Jamshid. —Puso su mano en la muñeca de
Darayavahoush—. Ven, Afshin, deberíamos irnos.

Darayavahoush se liberó.

—Disparates. Eso sería grosero.

El Afshin llevaba una túnica sin mangas que revelaba el tatuaje


negro que giraba alrededor de su brazo. Que no lo cubriera decía
mucho, pero tal vez Ali no debería sorprenderse... el Afshin había sido
un asesino consumado mucho antes de haber sido esclavizado por los
ifrit.

Ali lo observó mientras pasaba una mano por la celosía de


mármol agrietada que rodeaba las ventanas y miró a las fichas de
pintura multicolor pegadas a las paredes de piedra antigua.
—Tu gente no ha mantenido nuestro palacio muy bien —remarcó.

¿Nuestro palacio? La boca de Ali se abrió, y le dio a Kaveh una


incrédula mirada, pero el gran wazir se limitó a levantar los hombros,
pareciendo indefenso.

—¿Qué estás haciendo aquí, Afshin? —dijo Ali bruscamente—. Tu


expedición no tenía que regresar hasta dentro de algunas semanas.

—Me fui —dijo simplemente Darayavahoush—. Estaba ansioso


por volver a casa de mi dama, y tu hermano parecía perfectamente
capaz de manejar todo sin mí.

—¿Y Emir Muntadhir estuvo de acuerdo?

—No pregunté. —Darayavahoush le sonrió a Kaveh—. Y ahora


aquí estoy, haciendo un recorrido bastante informativo de mi antigua
casa.

—El Afshin deseaba ver a Banu Nahida —dijo Kaveh, reuniéndose


con cuidado con la mirada de Ali—. Le dije que, desafortunadamente,
su tiempo está ocupado con el entrenamiento. Y de hecho, con esa
observación, Afshin, me temo que debemos irnos. Tengo que
encontrarle...

—Deberías irte —interrumpió Darayavahoush—. Puedo encontrar


la salida. Yo defendí el palacio durante años, lo conozco como la palma
de mi mano. —Dejó las palabras yacer por un momento y luego dirigió
su atención a Jamshid. Su mirada se demoró en las heridas del joven
Daeva—. Tú fuiste quien detuvo los disturbios, ¿sí?

Jamshid parecía positivamente sorprendido de que Afshin le


estuviera hablando.

—Yo… uh… sí. Pero yo estaba...

—Eres un excelente tirador. —El Afshin miró al hombre más joven


y le dio una palmada en la espalda—. Deberías entrenar conmigo.
Puedo hacerte incluso mejor.
—¿En serio? —Jamshid estalló—. ¡Eso sería maravilloso!

Darayavahoush sonrió y luego arrebató hábilmente el zulfiqar del


hijo de Kaveh.

—Ciertamente. Deja esto a los Geziri. —Levantó la hoja y la


retorció, mirando cómo brillaba a la luz del sol—. Así que esta es la
famosa zulfiqar. —Probó el peso, lo examinó con un ojo experto y luego
miró a Ali—. ¿Te importa? No desearía que las manos de un… ¿cómo es
que nos llaman? ¿Adoradores del fuego?... contaminara algo tan
sagrado para tu gente.

—Afshin... —comenzó a decir Kaveh, su voz llena de advertencia.

—Puedes irte, Kaveh —dijo Darayavahoush, despidiéndolo—.


Jamshid, ¿por qué no te unes a él? Déjame tomar tu lugar y entrenar
un poco con el Príncipe Alizayd. He oído hablar muy bien de sus
habilidades.

Jamshid miró a Ali, luciendo arrepentido y sin palabras. Ali no lo


culpó; si Zaydi al Qahtani volviera a la vida y complementara su
habilidad con un zulfiqar, Ali también se quedaría sin palabras.
Además, el brillo arrogante en los ojos verdes de Darayavahoush estaba
desgastando su última paciencia. Si el hombre quería desafiarlo con un
arma que nunca había hecho más que sostener, que así sea.

—Está bien, Jamshid. Ve con tu padre.

—Príncipe Alizayd, eso no es una...

—Bueno día, Gran Wazir —dijo Ali bruscamente.

No quitó sus ojos de Darayavahoush. Escuchó a Kaveh suspirar,


pero no había desobediencia a una orden directa de uno de los
Qahtanis. Jamshid siguió a regañadientes a su padre.

El Afshin le lanzó una mirada mucho más fría una vez que los
Pramukhs se fueron.
—Hiciste bastante daño al hijo del gran wazir.

Ali se sonrojó.

—¿Nunca has lastimado a un hombre mientras entrenabas?

—No con un arma que sabía que mi oponente nunca podría usar
adecuadamente.

Darayavahoush levantó el zulfiqar para examinarlo mientras


rodeaba a Ali.

—Esto es mucho más ligero de lo que me imaginaba. Por el


Creador, no creerías los rumores sobre estas cosas durante la guerra.
Mi gente estaba aterrorizada de ellos, decían que Zaydi los robó de los
mismos ángeles que custodiaban el Paraíso.

—Así es como son las cosas, ¿no? —preguntó Ali—. ¿La leyenda
que pesa más que la figura de carne y hueso?

Su significado claramente no se perdió para el Afshin, que parecía


divertido.

—Probablemente estás en lo correcto.

Entonces cargó hacia Ali con un fuerte golpe de derecha que, si


hubiera sido una espada ancha, habría arrancado su cabeza solo de la
fuerza. Pero el zulfiqar no era eso, y Ali se agachó fácilmente,
aprovechando el tropiezo de Darayavahoush para barrer el lado ancho
de su espada en su espalda.

—He querido conocerte por un tiempo, Príncipe Alizayd —


continuó Darayavahoush, esquivando el próximo golpe de Ali—. Los
hombres de tu hermano siempre estaban hablando de ti; he oído que
eres el mejor zulfiqari de tu generación, tan talentoso y tan rápido como
el propio Zaydi. Incluso Muntadhir estaba de acuerdo; dice que te
mueves como un bailarín y golpeas como una víbora—. Se echó a reír—.
Está tan orgulloso. Es dulce. Rara vez oímos a un hombre hablar de su
rival con tanto afecto.
—No soy su rival —espetó Ali.

—¿No? Entonces, ¿quién se convierte en rey después de tu padre


si algo sucediera? ¿Muntadhir?

Ali se detuvo.

—¿Qué? ¿Por qué? —Un breve temor irracional se apoderó de su


corazón—. ¿Tú…?

—Sí —dijo Darayavahoush, su voz llena de sarcasmo—. Asesiné al


emir y luego decidí volver a Daevabad y me jacto al respecto porque
siempre me pregunté cómo sería tener mi cabeza en una lanza.

Ali sintió que su rostro se calentaba.

—Sí, no enloquezcas, pequeño príncipe —continuó Afshin—.


Disfruté la compañía de tu hermano. Muntadhir tiene un gusto por los
placeres de la vida y habla demasiado cuando se pasa de copas... ¿qué
no me gustaría de eso?

El comentario lo derribó —como se suponía que estaba destinado


a hacer— y Ali no estaba preparado cuando el Afshin levantó su zulfiqar
y cargó de nuevo. El Afshin fingió ir a la izquierda y luego giró —más
rápido de lo que Ali había visto a un hombre moverse— antes de bajar
la hoja con fuerza. Ali apenas y lo bloqueó, su propio zulfiqar sonando
con la fuerza del golpe. Trató de empujar hacia atrás, pero el Afshin no
se movió. Sostuvo el zulfiqar con una sola mano, sin mostrar un indicio
de cansancio.

Ali apretó con fuerza, pero sus manos temblaron en la


empuñadura cuando la espada de Afshin se acercó a su rostro.
Darayavahoush se acercó, poniendo su peso en la espada.

Avivar. El zulfiqar de Ali estalló en llamas, y Darayavahoush


instintivamente se tiró hacia atrás. Pero el Afshin se recuperó
rápidamente, girando su zulfiqar hacia el cuello de Ali. Ali se agachó,
sintiendo el zumbido de la hoja cuando pasó justo por encima de su
cabeza. Permaneció agachado para lanzar un ardiente golpe a la parte
posterior de las rodillas del Afshin. Darayavahoush tropezó, y Ali salió
disparado.
Él podría matarme, se dio cuenta Ali. Un paso en falso era todo lo
que tomaría; Darayavahoush podría decir que fue un accidente y quién
podría disputar ¿eso? Los Pramukh fueron los únicos testigos, y Kaveh
probablemente estaría muy contento de encubrir el asesinato de Ali.

Estás siendo paranoico. Pero cuando Darayavahoush volvió a


atacar, Ali se encontró con su avance con un poco más de entusiasmo,
finalmente obligándolo a volver a cruzar la habitación.

El Afshin bajó su zulfiqar con una amplia sonrisa.

—No está mal, Zaydi. Peleas muy bien para un chico de tu edad.

Ali se estaba cansando de esa sonrisa engreída.

—Mi nombre no es Zaydi.

—Muntadhir te llama así.

Él entrecerró los ojos.

—Tú no eres mi hermano.

—No —estuvo de acuerdo Darayavahoush—. Ciertamente no lo


soy. Pero me recuerdas a tu tocayo.

Teniendo en cuenta que los originales Zaydi y Darayavahoush


habían sido enemigos mortales en una guerra de un siglo de duración
que acabó con franjas enteras de su raza, Ali sabía que no era un
cumplido, pero de todos modos lo tomó como tal.

—Gracias.

El Afshin volvió a estudiar el zulfiqar, sosteniéndolo de modo que


la hoja de cobre brillaba a la luz del sol que entraba por las ventanas.

—No me lo agradezcas. El Zaydi al Qahtani, que conocía era un


fanático rebelde sediento de sangre, no el santo en que tu gente lo ha
convertido.

Ali se enojó ante el insulto.


—¿Estaba sediento de sangre? Tu Consejo Nahid iba quemando
vivos a los shafit en el midan cuando se rebeló.

Darayavahoush levantó una de sus oscuras cejas.

—¿Sabes tanto sobre cómo eran las cosas un milenio antes de tu


nacimiento?

—Nuestros registros nos dicen...

—¿Tus registros? —El Afshin se rió, un sonido sin alegría—. Oh,


cómo me encantaría saber lo que dicen. ¿Puede el Geziri incluso
escribir? Pensé que todo lo que hicieron allí, en sus arenales, fueron
disputas y rogar por restos de mesa humana.

El temperamento de Ali floreció. Abrió la boca para discutir y


luego se detuvo, dándose cuenta de lo cuidadosamente que
Darayavahoush lo estaba mirando. Cómo intencionalmente había
elegido sus insultos. El Afshin estaba tratando de provocarlo, y Ali
estaría condenado si lo aceptaba. Tomó un respiro profundo.

—Puedo ir a sentarme en una taberna Daeva si quisiera escuchar


a mi tribu insultada —dijo desdeñosamente—. Pensé que querías
entrenar.

Algo centelleó en los brillantes ojos del Afshin.

—Tienes razón, muchacho. —Levantó su espada.

Ali recibió su siguiente golpe con un choque de sus espadas, pero


el Afshin era bueno, mejorando a una velocidad terriblemente rápida,
como si pudiera absorber literalmente cada uno de sus movimientos. Se
movió más rápido y golpeó más fuerte que nadie contra quien Ali
hubiera peleado, o alguna vez lo había imaginado posible. La habitación
se calentó. La frente de Ali se sintió extrañamente húmeda, pero por
supuesto eso no era posible. Los djinn de pura sangre no sudaban.

El poder detrás de los golpes del Afshin lo hizo sentir como


entrenar con una estatua. A Ali le dolían las muñecas; se estaba
haciendo difícil mantener su agarre.
Darayavahoush lo estaba arrinconando en una esquina cerrada
cuando se alejó abruptamente y bajó su zulfiqar. Suspiró mientras
admiraba la espada.

—Ah, había extrañado esto… Los tiempos de paz pueden tener


sus virtudes, pero no hay nada como la prisa y el choque de tu arma
contra la del enemigo.

Ali tomó el momento para recuperar el aliento.

—No soy tu enemigo —dijo a través de dientes apretados, aunque


estaba muy en desacuerdo con el sentimiento ahora mismo—. La guerra
se acabó.

—Así que la gente me sigue diciendo eso.

El Afshin se dio la vuelta, caminando lentamente a través de la


habitación y deliberadamente dejando su espalda desprotegida. Los
dedos de Ali se retorcieron en su zulfiqar. Se obligó a alejar la fuerte
tentación de atacar al otro hombre. Darayavahoush no se habría
colocado en tal posición si no estuviera del todo seguro de que pudiera
defenderse.

—¿Fue idea de tu padre mantenernos separados? —preguntó el


Afshin—. Me sorprendió lo ansioso que estaba de verme salir de
Daevabad, incluso ofreciéndome a su primogénito como garantía. Y sin
embargo, todavía estoy bloqueado para ver a mi Banu Nahida. Me
dijeron que hay una lista de espera para citas de la longitud de mi
brazo.

Ali vaciló, confundido por el abrupto cambio de tema.

—Tu llegada fue inesperada, y ella está ocupada. Quizás…

—Esa orden no vino de Nahri —espetó Darayavahoush, y en un


instante Ali sintió que la habitación se calentaba. La antorcha opuesta
a él se encendió, pero el Afshin no pareció notarlo, su mirada fija en la
pared. Era donde se almacenaba la mayoría de las armas, cientos de
variedades de muerte colgando de ganchos y cadenas.
Ali no pudo evitarlo y dijo:

—¿Buscando un látigo?

Darayavahoush se giró. Sus ojos verdes brillaban de ira.


Demasiado brillantes. Ali nunca había visto nada así, y el Afshin no era
el primer esclavo liberado que conocía. Miró de nuevo a las antorchas
encendidas, observando cómo parpadeaban salvajemente, casi como si
pensaran que estaban alcanzando al antiguo esclavo.

La luz se desvaneció de los ojos del Afshin, dejando una expresión


calculadora en su cara.

—Escuché que tu padre tiene la intención de casar a Banu Nahri


con tu hermano.

La boca de Ali se abrió. ¿Dónde había aprendido eso


Darayavahoush? Presionó sus labios juntos, tratando de ocultar la
sorpresa en su rostro. Tenía que haber sido Kaveh. Teniendo en cuenta
la forma en que los adoradores del fuego murmuraban juntos cuando
entró en la sala de entrenamiento, Kaveh probablemente estaba
contando todos los secretos que sabía.

—¿El gran wazir te dijo eso?

—No. Tú acabas de hacerlo. —Darayavahoush se detuvo el tiempo


suficiente para disfrutar de la conmoción en la cara de Ali—. Tu padre
me parece un hombre pragmático, y al casarlos sería un movimiento
político muy astuto. Además, se rumorea que eres algún tipo de
fanático religioso, pero según Kaveh, estás pasando mucho tiempo con
ella. Eso no sería apropiado a menos que ella estuviera destinada a
unirse a tu familia. —Sus ojos se detuvieron en el cuerpo de Ali—. Y a
Ghassan claramente no le importa cruzar líneas tribales él mismo.

Ali se quedó sin habla, su rostro cálido por la vergüenza. Su


padre iba asesinarlo cuando descubriera que Ali había dejado escapar
esa información.

Pensó rápido, tratando de encontrar una manera de deshacer el


daño.
—Banu Nahri es una invitada en la casa de mi padre, Afshin —
comenzó a decir—. Simplemente estoy tratando de ser amable. Ella
deseaba aprender a leer, yo apenas diría que hay algo inapropiado sobre
eso.

El Afshin se acercó, pero ya no estaba sonriendo.

—¿Y qué le estás enseñando a leer? ¿Esos mismos registros Geziri


que demonizan a sus antepasados?

—No —Ali respondió de vuelta—. Ella quería aprender sobre


economía. Aunque estoy seguro que llenaste sus oídos con muchas
mentiras sobre nosotros.

—Dije la verdad. Ella tenía derecho a saber cómo tu gente le robó


sus derechos de nacimiento y casi destruyó nuestro mundo.

—¿Y qué hay de tu parte en tales cosas? —Ali lo desafió—. ¿Le


dijiste eso, Darayavahoush? ¿Ella sabe por qué te llaman el Azotador?

Hubo silencio. Y luego… por primera vez desde que el Afshin entró
en la habitación con su sonrisa engreída y ojos risueños, Ali vio un
rastro de incertidumbre en su rostro.

Ella no lo sabe. Ali ya lo sospechaba, aunque Nahri siempre tenía


cuidado de no hablar del Afshin en su presencia. Curiosamente, él
estaba aliviado. Se habían estado reuniendo por unas semanas ahora, y
Ali estaba disfrutando de su compañía. No le gustaba pensar que su
futura cuñada sería leal a tal monstruo si ella hubiera sabido la verdad.

Darayavahoush se encogió de hombros, pero hubo un destello de


advertencia en sus brillantes ojos.

—Sólo estaba siguiendo órdenes.

—Eso no es verdad.

El Afshin levantó una de sus oscuras cejas.


—¿No? Entonces dime lo que las historias de tus moscas de arena
dicen de mí.

Ali pudo escuchar la advertencia en su mente, pero no se


contuvo.

—Ellos hablan de Qui-zi en principio. —La cara del Afshin se


contrajo—. Y no estabas tomando órdenes una vez que Daevabad cayó y
el Consejo Nahid fue derrocado. Lideraste la Sublevación en
Daevastana. Si se puede llamar a tal carnicería indiscriminada un
levantamiento.

—¿Carnicería indiscriminada? —Darayavahoush se enderezó, su


expresión desdeñosa—. Tus antepasados degollaron a mi familia,
saquearon mi ciudad y trataron de exterminar a mi tribu… tienes un
gran coraje para juzgar mis acciones.

—Exageras —dijo Ali con desdén—. Nadie trató de exterminar tu


tribu. Los Daeva sobrevivieron muy bien sin ti alrededor para destruir
aldeas mixtas y enterrar vivos djinn inocentes.

El Afshin resopló.

—Sí, sobrevivimos para convertirnos en ciudadanos de segunda


clase en nuestra propia ciudad, obligados a inclinarnos y arrastrarnos
por el resto de ustedes.

—Una opinión formada después de pasar, ¿qué, dos días en


Daevabad? —Ali puso los ojos en blanco—. Tu tribu es rica y está bien
conectada, y su barrio es el más limpio y más fino de la ciudad. ¿Sabes
quiénes son los ciudadanos de segunda clase? Los shafit que...

Darayavahoush puso los ojos en blanco.

—Ah, ahí está. No es una discusión con un djinn hasta que


empiecen a lamentar al pobre y triste shafit que no pueden dejar de
crear. Por el ojo de Solimán, encuentren una cabra si no pueden
controlarse. Son lo suficientemente comparables con los humanos.
Las manos de Ali se apretaron en el zulfiqar. Quería herir a este
hombre.

—¿Sabes qué más dicen las historias sobre ti?

—Ilumíname, djinn.

—Que pudiste haberlo hecho. —Darayavahoush frunció el ceño, y


Ali continuó—: La mayoría de los eruditos creen que podrías haber
defendido un Daevastana independiente por mucho tiempo. El tiempo
suficiente para liberar a algunos de los Nahid sobrevivientes. Quizás
aún el tiempo suficiente para volver a tomar Daevabad.

El Afshin se quedó quieto, y Ali pudo decir que había golpeado un


nervio. Se quedó mirando el príncipe, y cuando habló su voz era suave,
sus palabras intencionadas.

—Suena como que tu familia tuvo mucha suerte de que los ifrit
me mataran cuando lo hicieron, entonces.

Ali no se separó de la fría mirada del otro hombre.

—Dios provee. —Era cruel, pero no le importaba. Darayavahoush


era un monstruo.

Darayavahoush levantó la barbilla y luego sonrió, una sonrisa


aguda que le recordó a Ali más a un perro gruñendo que un hombre.

—Y aquí estamos discutiendo historia antigua cuando te prometí


un reto. —Levantó el zulfiqar.

Estalló en llamas, los ojos de Ali se agrandaron.

Ningún hombre no Geziri debería haber hecho eso nunca.

El Afshin parecía más intrigado que sorprendido. Miró hacia las


flamas, el fuego reflejando en sus brillantes ojos.

—Ah… ¿No es eso fascinante?


Fue la única advertencia que Ali tuvo.

Darayavahoush cargó hacia él, y Ali se giró lejos, las llamas


lamiendo su propio zulfiqar. Sus espadas se encontraron con un
estruendo, y Darayavahoush empujó la hoja hacia arriba y a lo largo de
la hoja de Ali hasta que la empuñadura atrapó sus manos. Luego le dio
una patada fuerte en el estómago.

Ali cayó hacia atrás, rodando rápidamente cuando


Darayavahoush lanzó un golpe descendente que le habría abierto el
pecho si no se hubiera movido lo suficientemente rápido. Bueno,
supongo que Abba tenía razón, pensó, saltando mientras el Afshin barría
su zulfiqar a sus pies. Darayavahoush y yo probablemente no
hubiéramos sido muy buenos compañeros de viaje.

La calma del Afshin se había ido y con ella, parte de la reserva


que Ali ahora se daba cuenta el otro hombre había estado mostrando.
En realidad era un luchador aún mejor de lo que había dicho.

Pero el zulfiqar era un arma Geziri, y Ali sería condenado si algún


carnicero Daeva lo iba a golpear con eso. Dejó que el Afshin lo
persiguiera a través de la sala de entrenamiento, sus cuchillas ardientes
chocaban y chisporroteaban. Aunque él era más alto que
Darayavahoush, el otro hombre era probablemente el doble de su
volumen, y tenía la esperanza de que su juventud y su agilidad
acabaran convirtiendo el duelo en su favor.

Y, sin embargo, eso no parecía estar sucediendo. Ali esquivó golpe


tras golpe, cada vez más agotado… y un poco asustado.

Mientras bloqueaba otro golpe, vio un khanjar brillando en un


estante de una ventana soleada a través de la habitación. La daga
asomó entre un montón de suministros al azar; la sala de
entrenamiento era notoriamente desordenada, supervisada por un
amable pero distraído viejo guerrero Geziri, que nadie tenía el corazón
para reemplazar.
Una idea surgió en la cabeza de Ali. Mientras luchaban, comenzó
a dejar que su fatiga se mostrara, junto con su miedo. No estaba
actuando, y pudo ver un destello de triunfo en los ojos del Afshin.
Estaba claramente disfrutando de la oportunidad de poner al estúpido
hijo de un odiado enemigo en su lugar.

Los fuertes golpes de Darayavahoush sacudieron todo su cuerpo,


pero Ali mantuvo su zulfiqar mientras el Afshin seguía su camino hacia
las ventanas. Sus ardientes cuchillas silbaron una contra la otra
cuando Ali fue empujado con fuerza contra el cristal. El Afshin sonrió.
Detrás de su cabeza, las antorchas se encendieron y bailaron contra la
pared como si hubieran sido bañados en aceite.

Ali soltó bruscamente su zulfiqar.

Arrebató el khanjar y lo tiró al suelo mientras Darayavahoush


tropezaba. Ali se puso de pie y estuvo sobre el Afshin antes que el otro
hombre se hubiera recuperado. Presionó la daga contra su garganta,
respirando con dificultad, pero no fue más lejos.

—¿Terminamos?

El Afshin escupió.

—Vete al infierno, mosca de arena.

Y entonces cada arma en la habitación voló hacia él.

Ali se tiró al suelo mientras la pared de armas se limpiaba. Una


maza se lanzó zumbando sobre su cabeza, y un brazo de palo de
Tukharistan le lanzó la manga hacia el suelo. Terminó en cuestión de
segundos, pero antes de que Ali pudiera procesar lo que había
sucedido, el Afshin pisoteó fuerte en su muñeca derecha.

Tomó cada poco de autocontrol para no gritar mientras


Darayavahoush aplastaba el talón de su bota en los huesos de la
muñeca de Ali. Escuchó algo hacer crack y un dolor abrasador se
apoderó de él. Sus dedos se entumecieron, y Darayavahoush pateó el
khanjar lejos.
El zulfiqar estaba en su garganta.

—Levántate —siseó el Afshin.

Ali lo hizo, acunando su muñeca herida a través de la manga


rasgada. Las armas estaban esparcidas por el suelo, las cadenas y los
ganchos que los sostenían colgando en la pared opuesta. Un escalofrío
bajó por la espalda de Ali. Era un raro djinn quien podía convocar un
solo objeto, y eso fue con mucho más enfoque en una corta distancia.
¿Pero esto? ¿Y tan pronto después de sacar llamas del zulfiqar?

Él no debería ser capaz de hacer nada de esto.

Darayavahoush no parecía molesto. En cambio, le dio a Ali una


mirada fríamente evaluadora.

—No habría pensado que un truco como ese fuera tu estilo.

Ali apretó los dientes, tratando de ignorar el dolor en su muñeca.

—Supongo que estoy lleno de sorpresas.

Darayavahoush lo miró por un largo momento.

—No —dijo finalmente—. No lo eres. Eres exactamente lo que


esperaba. —Recogió el zulfiqar de Ali y lo tiró por encima; sorprendido,
Ali lo atrapó con su mano buena—. Gracias por la lección, pero
tristemente, el arma no estuvo a la altura de su temible reputación.

Ali enfundó su zulfiqar, ofendido en su nombre.

—Lamento decepcionarte —dijo sarcásticamente.

—No dije que estaba decepcionado. —Darayavahoush pasó la


mano por un hacha de guerra que sobresalía de una de las columnas de
piedra—. Tu hermano encantador y culto, tu padre pragmático…
Estaba empezando a preguntarme qué pasó con los Qahtanis que
conocía... empezando a temer que mis recuerdos de los fanáticos que
empuñaban las zulfiqar que destruyeron mi mundo estaban
equivocados. —Miró a Ali—. Gracias por este recordatorio.
—Yo… —Ali se quedó sin palabras, de repente temiendo que lo
hubiera hecho mucho peor que revelar los planes de su padre con
respecto a Nahri—. Tú me malinterpretas.

—En absoluto. —El Afshin le dio otra sonrisa aguda—. También


fui una vez un joven guerrero de la tribu gobernante. Es una posición
privilegiada. Tal completa confianza en la rectitud de su gente, una
creencia inquebrantable en su fe. —Su sonrisa se desvaneció; sonaba
melancólico. Arrepentido—. Disfrútalo.

—No soy como tú —replicó Ali—. Nunca haría las cosas que
hiciste.

El Afshin abrió la puerta.

—Ruega que nunca te lo pidan, Zaydi.


20
Nahri
Traducido por Jexa Niehaus

—Es un candado.
—¿Un candado? No, no puede ser. Míralo. Obviamente es un
mecanismo avanzado. Una herramienta científica… o, considerando el
pez, tal vez una ayuda de navegación para el mar.

—Es un candado. —Nahri tomó el objeto metálico de las manos


de Alizayd.

Estaba hecho de hierro y ornamentado con un pez de aletas


ondeantes y una cola curva, y tenía una serie de pictogramas tallados
en un lado. Sacó un pasador de su pañuelo y giró el candado para
encontrar el ojo de la cerradura. Sosteniéndolo cerca de su oído, lo
recogió expertamente, y la barra se abrió.

—¿Ves? Un candado. Sólo faltaba la llave.

Nahri triunfantemente entregó la cerradura ornamentada a Ali y


se inclinó en su cojín, apoyando sus pies sobre un otomano de seda.
Ella y su sobre-cualificado tutor estaban en uno de los balcones
superiores de la biblioteca real, el mismo lugar donde se reunían cada
tarde durante las últimas semanas. Ella tomó un sorbo de su té,
admirando la intrincada cristalería de la ventana más cercana.
La impresionante biblioteca se convirtió rápidamente en su lugar
favorito en el palacio. Incluso más grande que la sala del trono de
Ghassan, el enorme patio techado estaba lleno de bulliciosos eruditos y
estudiantes que discutían. En el balcón frente a ellos, el instructor de
Sahrayn había conjurado humo en un mapa aún más grande que el que
Dara había hecho para ella durante el cruce del desierto.

Un bote miniatura hecho de vidrio hilado flotaba en el mar. El


instructor levantó sus manos y una ráfaga de viento llenó sus velas de
seda, mandándolo rápidamente a lo largo de una tabla marcada por
pequeñas brasas ardientes mientras varios estudiantes observaban. En
el rincón encima de él, una erudita Agnivanshi estaba enseñando
matemáticas. Con cada chasquido de sus dedos, un nuevo número
aparecía quemado en la pared encalada delante de ella, un verdadero
mapa de ecuaciones que sus pupilos estaban copiando diligentemente.

Y luego estaban los libros. Los estantes se perdían de vista para


encontrarse con el techo increíblemente alto; Ali —quien parecía
totalmente encantado por su interés en la biblioteca— le dijo que su
vasto inventario contenía copias de casi todas las obras escritas, tanto
humanas como djinn. Al parecer, había toda una clase de djinn que
pasó su vida viajando de biblioteca en biblioteca de humanos, copiando
meticulosamente sus obras y enviándolas de vuelta a archivar en
Daevabad.

Los estantes también estaban llenos de gente con herramientas e


instrumentos relucientes, opacos frascos de conservación y artefactos
empolvados. Ali le advirtió alejarse de la mayoría; aparentemente las
explosiones pequeñas eran comunes. Los djinn eran propensos a
explorar las propiedades del fuego en cada forma.

—Un candado. —Las palabras de Ali trajeron de vuelta su


atención. El príncipe sonaba decepcionado. Dos asistentes de la
biblioteca volaron por el aire detrás de él sobre alfombras de tamaño de
esteras de oración. Extrayendo libros para los eruditos debajo.
—Efl —ella corrigió su árabe—. No, qefl.

Él frunció el ceño, tirando de un pedazo de pergamino de la pila


que habían estado usando para practicar sus cartas.

—Pero está escrito así. —Escribió la palabra y señaló su primera


carta—. Qaf, ¿no?

Nahri se encogió de hombros.

—Mi gente dice “efl”.

—Efl —repitió cuidadosamente—. Efl.

—Así. Ahora suenas como todo un egipcio. —Sonrió ante la


expresión seria de Ali mientras él giraba el candado en sus manos—.
¿Los djinn no usan candados?

—No realmente. Encontramos que las maldiciones son un mejor


elemento de disuasión.

Nahri hizo una mueca.

—Eso suena desagradable.

—Pero efectivo. Después de todo… —Se encontró con su mirada,


un ligero desafío en sus ojos grises—, una antigua sirvienta eligió una
con facilidad.

Nahri se maldijo por el desliz.

—Tenía muchos armarios que abrir. Suministros de limpieza y


tal.

Ali rió, un sonido cálido que ella rara vez escuchaba y siempre la
tomaba por sorpresa.

—¿Son tan valiosas las escobas entre los humanos?

Ella se encogió de hombros.


—Mi ama era tacaña.

Él sonrió, mirando por el agujero de la cerradura abierta.

—Creo que me gustaría aprender a hacer esto.

—¿Escoger un cerrojo? —Ella soltó una carcajada. ¿Estás


planeando un futuro como criminal en el mundo humano?

—Me gusta mantener mis opciones abiertas.

Nahri resopló.

—En ese caso, necesitas trabajar en tu acento. Tu árabe suena


como algo que los eruditos hablarían en los antiguos tribunales de
Baghdad.

Él tomó el insulto con calma y le devolvió un cumplido.

—Supongo que no estoy teniendo mucho progreso como tú en


nuestros respectivos estudios —confesó—. Tu escritura realmente ha
recorrido un largo camino. Deberías pensar en qué idioma te gustaría
abordar después.

—Divasti —no hubo duda—. Así podré leer los textos Nahid por
mí misma en lugar de escuchar a Nisreen zumbar.

El rostro de Ali cayó.

—Me temo que necesitarás otro tutor para eso. Yo apenas lo


hablo.

—¿De verdad? —Cuando asintió, ella entrecerró los ojos—. Una


vez me dijiste que hablabas cinco idiomas diferentes… ¿y no pudiste
encontrar tiempo para aprender el de la gente originaria de Daevabad?

El príncipe hizo una mueca.

—Cuando lo pones de esa manera…

—¿Y qué me dices de tu padre?


—Lo habla fluido —respondió—. Mi padre está muy… atraído por
la cultura Daeva. Muntadhir también.

Interesante. Nahri archivó esa información aparte.

—Bueno, ya está resuelto. Te unirás a mi cuando empiece. No


hay razón para que no aprendas.

—Espero ser superado —dijo Ali. En ese momento, un sirviente


acercó una gran bandeja, y la cara del príncipe se iluminó—-. Salaams,
hermano, gracias. —Le sonrió a Nahri—. Tengo una sorpresa para ti.

Ella levantó sus cejas.

—¿Más artefactos humanos que identificar?

—No exactamente.

El sirviente retiró la tapa de la bandeja, y el rico aroma del azúcar


chisporroteante y la masa mantecosa pasó junto a ella. Varios
triángulos de pan dulce espolvoreados de pasas, coco y azúcar se
apilaban en un plato el aroma y la vista fueron inmediatamente
familiares.

—¿Eso es… feteer? —preguntó, su estómago se quejó de


inmediato ante el delicioso aroma—. ¿Cómo obtuviste esto?

Ali parecía encantado.

—Escuché que había un shafit de El Cairo trabajando en la


cocina y pedí que preparara un postre de tu hogar. Hizo esto también.
—Asintió mirando una jarra fría de líquido sangriento.

Karkade. El sirviente le ofreció una taza de té hibisco frío, y ella


tomó un largo sorbo, degustando su dulce sabor antes de extraer una
tira de pasta mantecosa y metérsela en la boca. Sabía exactamente
como recordaba. Como en casa.

Este es mi hogar ahora, se recordó a sí misma. Nahri dio otro


mordisco de feteer.
—Prueba un poco —le urgió a Ali—. Es delicioso.

Él mismo se sirvió mientras ella tomaba su karkade. Aunque


disfrutaba del bocadillo, había algo que la estaba molestando… y luego
la golpeó. Era la misma comida que había consumido en la cafetería
antes de entrar al cementerio en El Cairo. Antes de que su vida
cambiara abruptamente.

Antes de conocer a Dara.

Su apetito desapareció, y su corazón dio su usual sacudida, ya


sea por preocupación o por anhelo, no lo sabía y había renunciado a
intentar resolverlo. Dara se había ido hace dos meses —más largo que
su viaje original juntos— y todavía se despertaba cada mañana medio
esperando a verlo. Lo extrañaba, su sonrisa astuta, su dulzura
inesperada, inclusive sus constantes quejas, por no mencionar la
presión ocasional y accidental de su cuerpo contra el de ella.

Nahri alejó la comida, pero la llamada de la oración al atardecer


sonó antes de que Alizayd se diera cuenta.

—¿Es maghrib ya? —preguntó mientras limpiaba el azúcar de sus


dedos; el tiempo siempre pasaba volando cuando estaba con el
príncipe—. Nisreen va a matarme. Le dije que estaría de vuelta hace
horas. —Su asistente, aunque ocasionalmente se sentía más como una
maestra o una tía que reprendía a Nahri, había mostrado claramente su
disgusto por el príncipe Alizayd y estas clases de tutoría.

Ali esperó hasta que la llamada de oración terminara para


responder.

—¿Tienes un paciente?

—Ninguno nuevo, pero Nisreen quería… —se detuvo mientras Ali


buscaba uno de sus libros, la manga de su túnica cayendo hacia atrás
reveló una muñeca muy hinchada—. ¿Qué te pasó?

—No es nada. —Se bajó la manga—. Sólo un accidente en el


entrenamiento del otro día.
Nahri frunció el ceño. Los djinn se recuperaban rápidamente de
lesiones no mágicas; debió ser un duro golpe para seguir luciendo así.

—¿Te gustaría que te cure? Luce doloroso.

Él sacudió la cabeza mientras se levantaba, a pesar de que ella


notó que cargaba los suministros con su brazo izquierdo.

—No es tan malo —dijo, evitando sus ojos mientras reajustaba su


chador—. Y fue bien merecido. Cometí un estúpido error. —Frunció el
ceño—. Bastantes, de hecho.

Ella se encogió de hombros, ya acostumbrada a la testarudez del


príncipe.

—Si insistes.

Ali colocó la cerradura en una caja de terciopelo y se lo devolvió al


asistente.

—Una cerradura —reflexionó nuevamente—. Los eruditos más


estimados de Daevabad se han convencido que esta cosa puede calcular
el número de estrellas en el cielo.

—¿No podían simplemente preguntarle a otro shafit del mundo


humano?

El titubeó.

—No es así como se hacen las cosas aquí.

—Deberían —respondió ella mientras dejaban la biblioteca—.


Parece una pérdida de tiempo de lo contrario.

—No podría estar más de acuerdo.

Había un borde extrañamente feroz en su voz y Nahri se preguntó


si debía o no presionarlo más. Él respondería, ella lo sabía; respondía a
todas sus preguntas.
Por Dios, a veces hablaba mucho que sería difícil hacer que se
detuviera. A Nahri normalmente no le importaba; el joven príncipe
taciturno que había conocido, se había convertido en la fuente más
entusiasta de información sobre el mundo djinn, y curiosamente,
comenzaba a disfrutar sus tardes juntos, el único punto brillante en
sus monótonos y frustrantes días.

Pero también sabía que el tema del shafit era uno que dividía sus
tribus, el que había conducido al sangriento derrocamiento de sus
antepasados a manos de él.

Se mordió la lengua, y siguieron caminando. El corredor de


mármol blanco brillaba con la luz del atardece color azafrán, y pudo
escuchar a unos pocos rezagados que aún cantaban la llamada a la
oración desde los minaretes de la ciudad. Intentó bajar el ritmo de sus
pasos, disfrutando otros pocos momentos de paz. Regresar a la
enfermería cada día, fallar inevitablemente en algo nuevo, era como
ponerse una tela de saco ponderada.

Ali habló de nuevo.

—No sé si esto te interese, pero los comerciantes que recuperaron


ese cerrojo, también encontraron una especie de lentes para observar
las estrellas. Nuestros eruditos están intentando restaurarlos antes de
la llegada de un cometa en unas pocas semanas.

—¿Estás seguro que no son un par de gafas? —bromeó.

Él rió.

—Dios no lo quiera. Morirían de decepción. Pero si gustas, puedo


organizar una visita. —Ali dudó mientras un sirviente alcanzó las
puertas de la enfermería—. Tal vez mi hermano, Muntadhir, pueda
unírsenos. Ya estará de vuelta de su expedición para entonces y….

Nahri había dejado de escuchar. Una voz familiar llamó su


atención cuando la puerta de la enfermería se abrió, y se apresuró para
entrar, rogando que sus oídos no la engañaran.
No lo hacían. Sentado en una de las mesas de trabajo, viéndose
tan acosado y guapo como siempre, estaba Dara.

Su aliento se detuvo en su garganta. Dara estaba agachado


mientras conversaba con Nisreen, pero se enderezó abruptamente
cuando vio a Nahri. Sus brillantes ojos se encontraron con los de ella,
llenos del mismo torbellino de emociones que ella sospechaba que había
en su rostro. Su corazón se sentía listo para saltar de su pecho.

Por el Altísimo, contrólate. Nahri cerró la boca, dándose cuenta de


que la puerta estaba abierta cuando Ali entró a la habitación detrás de
ella.

Nisreen se puso de pie y presionó sus palmas juntas. Se inclinó.

—Mi príncipe.

Dara permaneció sentado.

—Pequeño Zaydi… ¡salaam alaykum! —saludó con un acento


atrozmente árabe. Sonrió—. ¿Cómo está tu muñeca?

Ali se detuvo, indignado.

—No deberías estar aquí, Afshin. El tiempo de Banu Nahida es


precioso. Sólo aquellos que están enfermos o heridos…

Dara levantó bruscamente un puño y lo estrelló contra la pesada


mesa de vidrio pulido con arena. La parte superior se destrozó, pedazos
de cristal nebuloso cayeron en cascada sobre el Afshin y el piso. Ni
siquiera se inmutó; en cambio, levantó su mano y miró a las partes de
vidrio incrustadas en su piel con una sorpresa fingida.

—Ahí —dijo inexpresivo—. Estoy herido.

Ali dio un paso adelante con una expresión de enojo y Nahri entró
en acción, el acto lunático de Dara la puso en foco. Probablemente
rompiendo al menos una docena de reglas del protocolo, tomó al
príncipe de los hombros y le hizo girar hacia la puerta.
—Creo que Nisreen y yo podemos manejar esto —dijo con una
alegría forzada mientras lo empujaba hacia afuera—. ¡No querrías
perderte la oración! —El djinn asombrado estaba abriendo su boca para
protestar cuando ella sonrió y cerró la puerta en su cara.

Ella respiró hondo para estabilizarse antes de voltear.

—Déjanos, Nisreen.

—Banu Nahida, esto no es apropiado…

Nahri ni siquiera vio a la otra mujer, su mirada dirigida a Dara


solamente.

—¡Ve!

Nisreen suspiró, pero antes de que pudiera irse, Dara se estiró


para tocar su muñeca.

—Gracias —dijo él con tanta sinceridad que Nisreen se sonrojó—.


Mi corazón se aligera grandemente al saber que alguien como tú sirve a
mi Banu Nahida.

—Es un honor —respondió Nisreen, sonando extrañamente


nerviosa.

Nahri no la podía culpar; a menudo había sentido lo mismo en


presencia de Dara. Pero definitivamente no se sentía de esa manera en
este momento. Sabía que Dara lo podía sentir. En el momento en que
Nisreen se fue, parte de la bravata desapareció de su rostro.

Él le dio una sonrisa débil.

—No has tardado mucho para ordenar a la gente.

Nahri se abrió camino a través de los restos de la mesa destruida.

—¿Has perdido por completo la cabeza? —demandó mientras


buscaba su mano.
Él dio un paso atrás.

—Podría preguntarte lo mismo. ¿Alizayd al Qahtani? ¿En serio,


Nahri? ¿No podrías encontrar un ifrit para hacerse amigos?

—Él no es mi amigo, tonto —dijo, agarrando de nuevo su mano—.


Es una víctima. Uno con el que estaba teniendo suerte hasta que te
metiste en el palacio y le rompiste la muñeca… ¡deja de moverte!

Dara sostuvo su brazo encima de su cabeza.

—¿En serio se la rompí? —preguntó con una sonrisa pícara—. Ya


me lo imaginaba. Sus huesos hicieron el sonido más placentero… —Se
separó de su ensueño para mirar hacia ella—. ¿Él sabe que es una
víctima?

Nahri recordó el comentario de Ali en su búsqueda de cerradura.

—Probablemente —admitió—. No es tan tonto como esperaba. —


No se atrevió a mencionar el hecho de que su “amistad” había
comenzado cuando supo que Ali estaba leyendo sobre Dara. No eran
noticias que esperaba fueran bien recibidas.

—¿Sabes que está haciendo lo mismo, verdad? —Hubo un


parpadeo de aprehensión en el rostro de Dara—. No puedes confiar en
él. Apuesto a que cada palabra que sale de su boca es una mentira
destinada a voltearte a su lado.

—¿Estás sugiriendo que mi enemigo ancestral tiene motivos


ocultos? Pero ya he divulgado mis más profundos secretos… ¿qué haré?
—Nahri tocó su corazón burlándose del horror y luego entrecerró los
ojos—. ¿Has olvidado quién soy, Dara? Puedo manejar a Ali bien.

—¿Ali? —Frunció el ceño—. ¿Has apodado a la mosca de arena?

—Yo te llamo por tu apodo.

No podría haber replicado la reacción de Dara si lo intentara; su


rostro se torció en una mezcla tormentosa de dolor y pura indignación.
—Espera. —Nahri sintió que empezaba a sonreír—. ¿Estás celoso?
—Cuando sus mejillas se sonrojaron, ella rió y dio una palmada de
alegría—. ¡Por el Altísimo, lo estás! —Observó sus hermosos ojos y su
musculoso cuerpo, asombrada como siempre por su presencia—.
¿Cómo es que eso siquiera funciona para ti? ¿Te has mirado al espejo
este siglo?

—No estoy celoso del mocoso —espetó Dara. Se frotó la frente, y


Nahri hizo una mueca al ver el vidrio sobresaliendo en su mano—. No
es él con quien ellos quieren que te cases —añadió Dara.

—¿Disculpa? —Su humor se desvaneció.

—¿Tu nuevo mejor amigo no te dijo? Ellos quieren que te cases


con Emir Muntadhir. —Los ojos de Dara brillaron—. Cosa que no
pasará.

—¿Muntadhir? —Nahri recordó muy poco sobre el hermano mayor


de Ali excepto pensar que parecía el tipo de hombre con el que
fácilmente se enfurruñaría—. ¿Dónde escuchaste un rumor tan
absurdo?

—De la propia boca de Ali —respondió, exagerando su apodo—.


¿Por qué crees que le rompí la muñeca?

Dara dejó escapar un enfado molesto y cruzó los brazos sobre su


pecho. Estaba vestido como un noble Daeva ahora, en un ajustado
abrigo gris oscuro que le llegaba a las rodillas, cinturón ancho bordado
y pantalones negros holgados. Él demostraba una figura gruesa, y
cuando se movió de nuevo, ella captó una oleada de olor a cedro
ahumado que siempre parecía adherirse a él.

Un tenue calor se encendió en su pecho incluso cuando él


presionó su boca en una irritada línea. Recordaba muy bien la
sensación de esa boca contra la suya y estaba haciendo a su cabeza
girar en direcciones imprudentes.

—¿Qué, nada que decir? —desafió—. ¿No piensas en tus


inminentes nupcias?
Tenía muchos pensamientos. Simplemente no sobre Muntadhir.

—Pareces objetar —dijo ella suavemente.

—¡Por supuesto que me opongo! No tienen el derecho a interferir


en tu linaje. Tu herencia ya es sospechosa. Deberías casarte con el
noble Daeva de más alta casta que puedan encontrar.

Ella lo miró.

—¿Como tú?

—No —dijo, nervioso—. No dije eso. Yo… no tiene nada que ver
conmigo.

Ella se cruzó de brazos.

—Tal vez, si te sentías tan preocupado por mi futuro en


Daevabad, te debiste haber quedado en Daevabad en lugar de correr
tras el Ifrit. —Levantó las manos—. Así que, ¿qué pasó? No montaste
triunfante con sus cabezas en una bolsa ensangrentada, así que
supongo no tuviste mucha suerte.

Los hombros de Dara cayeron, ya sea por decepcionarla o por


perder su oportunidad de participar en el escenario anterior, no estaba
segura.

—Lo siento, Nahri —el enfado se había desvanecido de su voz—.


Ya se habían ido.

Una pequeña esperanza que Nahri no sabía que había estado


amamantando, se apagó en su pecho. Pero considerando lo abatido que
sonaba Dara, enmascaró su propia reacción.

—Está bien, Dara. —Buscó su mano sana—. Ven aquí. —Sacó un


par de pinzas de la mesa de trabajo que aún estaba en pie y lo jaló
hacia una pila de cojines de piso—. Siéntate. Podemos hablar mientras
quito las piezas de mueble atorados en tu mano.
Se hundieron en los cojines, y él obedientemente tendió su mano.
No lucía tan mal como ella temía: soló había alrededor de media docena
de fragmentos en su piel y todos eran bastante largos. No había sangre,
un hecho en el que no quería detenerse. La piel caliente de Dara era lo
suficientemente real para ella.

Ella liberó uno de los fragmentos y lo dejó caer en una pequeña


cacerola a su lado.

—¿Así que no sabemos nada más?

—Nada —respondió, su voz amarga—. Y no tengo idea a dónde ir


después.

Su mente fue a los libros de Ali, y a los millones que atestaban la


biblioteca. Podría haber respuestas ahí, pero Nahri no podía ni imaginar
por donde comenzar sin ayuda. Y parecía muy riesgoso involucrar a
alguien más, incluso alguien como Nisreen, quien probablemente
estaría dispuesta a ayudar.

Él lucía abatido, más de lo que ella hubiera esperado.

—Está bien Dara, enserio —insistió—. Lo que sucedió en el


pasado es sólo eso: pasado.

Una mirada oscura cruzó su rostro.

—No lo es —murmuró—. De ningún modo.

Un graznido agraviado sonó repentinamente por detrás de la


cortina en el lado opuesto de la habitación. Dara saltó.

—No te preocupes. —Nahri suspiró—. Es un paciente.

Dara parecía incrédulo.

—¿Estás tratando pájaros?


—La próxima semana puede que lo haga. Algún erudito
Agnivanshi abrió el pergamino incorrecto, y ahora tiene un pico. Cada
vez que intento ayudar, él saca más plumas. —Dara se detuvo
alarmado, echando una mirada detrás de él, y rápidamente levantó una
mano—. No puede escucharnos. Se reventó los tímpanos, y brevemente
los míos, con todo lo que llevaba. —Nahri dejó otro fragmento en la
cacerola—. Como ves, tengo bastante en que ocupar mi mente aquí sin
preocuparme por mis orígenes.

Él sacudió su cabeza pero se acomodó.

—¿Y cómo es eso? —preguntó con una voz gentil—. ¿Cómo te está
yendo aquí?

Nahri comenzó a arrojar una respuesta impertinente y luego se


detuvo. Este era Dara después de todo.

—No lo sé —confesó—. Sabes la vida que vivía antes… en muchas


maneras, este lugar es como un sueño. La ropa, las joyas, la comida. Es
como el Paraíso.

Él sonrió.

—Tenía la sensación de que te gustaría el lujo real.

—Pero siento que es una ilusión, como si estuviera a un error de


perderlo todo. Y, Dara… Estoy cometiendo muchos de esos —confesó—.
Soy una terrible sanadora, soy superada cuando se trata de todos estos
juegos políticos, y estoy tan… —respiró profundo, consciente de que
estaba divagando—. Cansada, Dara. Mi mente está siendo arrastrada
en cientos de direcciones. Y mi entrenamiento, por Dios, Nisreen intenta
condensar lo que parecen veinte años de estudio en dos meses.

—No eres una terrible sanadora. —Le dio una sonrisa


tranquilizadora—. No lo eres. Me curaste después del ataque del rukh,
¿verdad? Sólo necesitas enfocarte. Mentes dispersas son el enemigo de
la magia. Y date tiempo. Ahora estás en Daevabad. Comienza a pensar
en términos de décadas y siglos en lugar de meses y años.
No te preocupes por estos juegos políticos. No te corresponde
jugarlos. Hay de esos en nuestra tribu bastante más cualificados para
hacerlo en tu nombre. Enfócate en tu entrenamiento.

—Supongo. —La respuesta era típica de Dara: consejos prácticos


con un lado de condescendencia. Ella cambió el tema—. Ni siquiera
sabía que habías vuelto; ¿supongo que no te quedarás en el palacio?

Dara resopló.

—Prefiero dormir en la calle antes de compartir un techo con esta


gente. Me estoy quedando con el gran wazir. Era compañero de tu
madre; ella y su hermano pasaron gran parte de su infancia en las
propiedades de su familia en Zariaspa.

Nahri no estaba segura de qué hacer con eso. Había un


entusiasmo por Kaveh e-Pramukh que la inquietaba. Cuando apenas
había llegado, estaba constantemente cayendo por la enfermería,
trayendo regalos y quedándose por horas para mirarla trabajar.
Finalmente le pidió a Nisreen que interviniera discretamente, y no lo
había visto mucho desde entonces.

—No estoy segura de que sea buena idea, Dara. No confío en él.

—¿Es porque tu príncipe, mosca de arena, te dijo que no lo


hicieras? —Dara la miró—. Porque déjame decirte, Kaveh tiene mucho
que decir sobre Alizayd al Qahtani.

—Nada bueno, supongo.

—En lo más mínimo. —Dara bajó la voz—. Necesitas tener


cuidado, pequeña ladrona —le advirtió—. Los palacios son lugares
peligrosos para hijos segundos, y ese me parece un impulsivo. No
quiero que te veas atrapada en ninguna disputa política si Alizayd al
Qahtani termina con un cordón de seda alrededor del cuello.

Esa imagen la molestó más de lo que quería admitir. Él no es mi


amigo, se recordó a sí misma. Es una víctima.
—Puedo hacerme cargo de mí misma.

—Pero no necesitas hacerlo —Dara respondió, sonando molesto—.


Nahri, ¿no escuchaste lo que acabo de decir? Deja que otros jueguen a
la política. Aléjate de esos príncipes. Están debajo de ti de todos modos.

Dice aquel cuyo conocimiento político es un milenio anticuado.

—Bien —mintió; no tenía intención de rechazar a su mejor fuente


de información, pero no tenía ganas de pelear. Soltó el último fragmento
en la cacerola—. Ese es el último vidrio.

Él le ofreció una sonrisa torcida.

—Encontraré una manera menos destructiva para venir a verte la


próxima vez.

Él trató de apartar su mano.

Ella se mantuvo firme. Era su mano izquierda, la misma mano


que había sido marcada por lo que ahora sabía era un registro de su
tiempo como esclavo. Los pequeños peldaños negros salían en espiral
de su palma como un caracol, girando alrededor de su muñeca y
desapareciendo de su manga. Frotó su pulgar contra el de la base de su
mano.

El rostro de Dara ensombreció.

—¿Supongo que tu nuevo amigo te contó lo que significa?

Nahri asintió, manteniendo su expresión neutral.

—¿Cuántas… hasta dónde llegan?

Por primera vez él le dio una respuesta sin pelear.

—Arriba de mi brazo y por toda mi espalda. Dejé de contar


después de ochocientos.

Ella apretó su mano y luego la dejó ir.


—Hay tanto que no me dijiste, Dara —dijo suavemente—. Sobre la
esclavitud, la guerra… —Se encontró con su mirada—. Sobre liderar
una rebelión contra Zaydi al Qahtani.

—Lo sé. —Dejó caer la mirada, girando su anillo—. Pero hablé


sinceramente al rey… bueno, sobre la esclavitud, como sea. Salvo lo que
tú y yo vimos, no recuerdo nada de mi tiempo como esclavo. —Dara
aclaró su garganta—. Lo que vimos fue suficiente para mí.

Tenía que coincidir. Para ella, parecía una fortuna que Dara no
recordara su tiempo en cautiverio, pero no respondía al resto.

—¿Y la guerra, Dara? ¿La rebelión?

Él levantó la vista, aprensión en sus ojos brillantes.

—¿El mocoso te dijo algo?

—No. —Nahri había estado evadiendo los rumores más oscuros


sobre el pasado de Dara—. Me gustaría escucharlo de ti.

Asintió.

—Está bien —dijo, con una resignación suave en su voz—. Kaveh


está tratando de organizar una recepción para ti en el Gran Templo.
Ghassan está siendo resistente… —su tono dejó en claro que no
pensaba mucho en la opinión del rey—. Pero sería un buen lugar para
hablar sin interrupción. La rebelión… lo que pasó antes de la guerra,
es… una larga historia. —Dara tragó, visiblemente nervioso—. Tendrás
preguntas, y quiero tener tiempo para explicar y hacerte entender por
qué hice las cosas que hice.

El hombre pájaro dejó escapar otro chillido, y Dara hizo una


mueca.

—Pero no hoy. Deberías revisarlo antes de que se vaya volando. Y


necesito irme. Nisreen tiene razón sobre nosotros estando solos. La
mosca de arena sabe que estás aquí conmigo, y no quisiera dañar tu
reputación.
—No te preocupes por mi reputación —dijo ella a la ligera—. Ya
hago bastante daño por mi cuenta.

Una sonrisa irónica jugó en la esquina de sus labios, pero no dijo


nada, simplemente la miró como si estuviera bebiendo de ella. En la
suave luz de la enfermería, Nahri encontró difícil no hacer lo mismo, no
memorizar la manera en que la luz del sol jugaba en su negro cabello
ondulado, el brillo de sus ojos esmeralda como dos joyas.

—Te ves hermosa en nuestra ropa —dijo suavemente, pasando un


dedo ligeramente por el dobladillo bordado de su manga—. Es difícil
creer que eres la misma chica harapienta que saqué de las mandíbulas
de unos ghouls, la que dejó un rastro de pertenencias robadas desde el
Cairo hasta Constantinopla. —Sacudió la cabeza—-. Y aprender que en
realidad eres la hija de uno de nuestros grandes sanadores. —Una nota
de reverencia se deslizó en su voz—. Debería estar quemando aceite de
cedro en tu honor.

—Estoy bastante segura de que ya se ha desperdiciado sobre mí.

Él sonrió, pero su expresión no alcanzó sus ojos. Dejó caer su


mano de la de ella, algo parecido al arrepentimiento pareció cruzar su
rostro.

—Nahri, hay algo que deberíamos…

De repente frunció el ceño, levantando su cabeza como si hubiera


escuchado un ruido sospechoso. Miró la puerta y pareció escuchar un
segundo más. La ira arrastró la confusión fuera de su rostro.
Abruptamente se puso de pie, marchó hacia la puerta y casi la arrancó
de sus bisagras.

Alizayd al Qahtani estaba del otro lado.

El príncipe no parecía ni un poco avergonzado de haber sido


atrapado. De hecho, mientras Nahri miraba, golpeó su pie contra el
suelo y cruzo los brazos, sus ojos de acero centrados sólo en Dara.

—Pensé que podrías necesitar ayuda para encontrar la salida.


El humo se enroscaba alrededor del cuello de Dara. Se tronó los
nudillos, y Nahri se tensó. Pero no fue más allá. En cambio, mirando a
Ali, Dara dirigió sus palabras a ella, hablando en el Divasti que Nahri,
aliviada, sabía que el príncipe no podía entender.

—No puedo hablarte con este mocoso de media tribu acechando.


—Casi escupió las palabras en la cara de Ali—. Mantente a salvo. —
Empujó a Ali con fuerza del pecho para sacarlo de la puerta y se fue.

El corazón de Nahri se hundió al ver su retirada. Le lanzó a Ali


una mirada molesta.

—¿Nos estamos espiando tan abiertamente ahora?

Por un momento, ella esperaba que la máscara de la amistad


cayera. Ver a Ghassan reflejado en el rostro de Ali, para tener una idea
de lo que realmente lo impulsaba a reunirse con ella todos los días. En
lugar de eso, vio lo que parecía una guerra de lealtades jugar a través
de su rostro, antes de dejarlo caer.

—Ten cuidado, por favor —dijo él suavemente—. Él… Nahri, tú


no… —se cayó abruptamente y dio un paso atrás—. L-lo siento —
tartamudeó—. Ten una buena noche.
21
Ali
Traducido por Rimed & Rose_Poison1324

Ali se arrastró por el polvoriento estante, gateando sobre su


estómago mientras se hacia camino hacia el pergamino. Estiró su
brazo, esforzándose por alcanzarlo, pero sus dedos ni siquiera rozaron
el papiro.

—Sería negligente si no señalara, otra vez, que tienes personas


que podrían hacer esto por ti. —La voz de Nahri se escuchó desde fuera
de los estantes similares a una cripta entre los cuales se encontraba
Ali—. Al menos tres asistentes de biblioteca se ofrecieron para
recuperar ese pergamino.

Ali gruñó. Él y Nahri estaban en la parte más profunda de los


antiguos archivos de la Biblioteca Real, en una sala similar a una cueva
excavada en el lecho de roca de la ciudad. Solo los más antiguos y
oscuros textos estaban almacenados aquí, almacenados en estrechos
estantes de piedra que Ali estaba aprendiendo rápidamente, no estaban
hechos para que la gente se arrastrara entre ellos. El pergamino que
estaban buscando había rodado hasta el fondo del estante, el papiro
color hueso brillaba a la luz de sus antorchas.

—No me gusta que la gente haga cosas que soy perfectamente


capaz de hacer —respondió Ali mientras intentaba alcanzar un poco
más el fondo. El techo rocoso rascaba su cabeza y hombros.

—Dicen que hay escorpiones aquí abajo, Ali. Unos grandes.


—Hay cosas mucho peores que los escorpiones en este palacio —
murmuró él.

Ali sabría, sospechaba que uno de ellos los estaba vigilando justo
ahora. El pergamino que buscaba estaba acurrucado cerca de otro del
doble de su tamaño, hecho de lo que parecía la piel de un gran lagarto.
Había estado temblando violentamente desde que había entrado al
estante.

Aún no se lo había mencionado a Nahri, pero cuando Ali vio un


destello de algo que podrían ser dientes su corazón se aceleró.

—Nahri, ¿Te… te importaría levantar un poco la antorcha?

El estante se iluminó inmediatamente, las flamas danzando


ensombrecieron su perfil.

—¿Qué está mal? —preguntó ella, claramente captando la


ansiedad en su voz.

—Nada —mintió Ali mientras el pergamino de piel de lagarto se


movía y sus escalas destellaban. Sin importarle rasparse su cabeza, Ali
se empujó más profundamente y alcanzó el papiro.

Sus dedos acababan de cerrarse alrededor de él, cuando el


pergamino de piel de lagarto dio un gran bramido. Ali retrocedió, pero
no lo suficientemente rápido para evitar la repentina ráfaga de viento
que lo lanzó fuera del estante como una bola de cañón, con suficiente
fuerza para lanzarlo a través de la habitación. Aterrizó con fuerza en su
espalda, el viento lo golpeó desde sus pulmones.

La preocupada cara de Nahri se cernió sobre la suya.

—¿Estás bien?

Ali tocó la parte posterior de su cabeza e hizo una mueca.

—Estoy bien —insistió—, quise hacer eso.


—Claro que sí. —Ella miró nerviosamente al estante—.
¿Deberíamos….?

Desde la dirección del estante, provino un distintivo sonido


similar al ronquido de un papel.

—Estamos bien. —Él levantó el pergamino—. No creo que el


compañero de este quiera ser molestado.

Nahri sacudió su cabeza. Su mano voló a su boca y Ali se dio


cuenta de que ella estaba intentando sofocar una risa.

—¿Qué? —preguntó él, repentinamente consiente de sí mismo—.


¿Qué ocurre?

—Lo siento. —Sus ojos negros brillaban de diversión—. Es solo…


—Ella hizo un movimiento general sobre el cuerpo de Ali.

Él bajó la vista y luego se ruborizó. Una gruesa capa de polvo


antiguo cubría su dishdasha y sus manos y rostro. Tosió, enviando una
nube de fino polvo.

Nahri extendió su mano hacia el pergamino.

—¿Por qué no tomo yo eso?

Avergonzado, Ali lo entregó y se puso de pie, sacudiendo el polvo


de su ropa.

Demasiado tarde, vio la serpiente estampada en el antiguo sello


de cera.

—¡Espera, Nahri, no!

Pero ella ya había deslizado un dedo bajo el sello. Gritó, dejando


caer la antorcha mientras el pergamino volaba de su otra mano. Se
desplegó en el aire, una brillante serpiente saliendo de sus
profundidades. La antorcha golpeó el suelo arenoso y chisporroteó,
dejándolos en la oscuridad.
Ali actuó por instinto, tirando de Nahri detrás de él y sacando su
zulfiqar. Las llamas danzaban en la cuchilla de cobre, iluminando el
archivo con una luz verde. En la esquina opuesta, la serpiente siseó. Se
fue haciendo más grande a medida que la observaban, bandas verde y
dorado cubrían un cuerpo del color de la medianoche. Ya del doble de
su altura y más gruesa que un melón, se alzaba sobre sus cabezas,
mostrando curvos colmillos que goteaban sangre carmesí.

La sangre de Nahri. Ali atacó mientras la serpiente retrocedía


para atacar nuevamente. La serpiente era rápida, pero había sido
creada para lidiar con ladrones humanos y Ali ciertamente no era eso.
Cortó la cabeza de la serpiente con un único golpe de su zulfiqar y luego
dio un paso atrás, respirando con dificultad cuando la cabeza golpeó el
polvo.

—¿Qué… —exhaló Nahri—, en el nombre de Dios era esa cosa?

—Un apep. —Ali apagó su zulfiqar, limpiando la hoja en su


dishdasha antes de volver a meterla en su funda. La espada era
demasiado peligrosa para mantenerla fuera en tales espacios cerrados—
. Había olvidado que se rumoreaba que los antiguos egipcios eran algo…
creativos en proteger sus textos.

—¿Tal vez dejaremos a alguien un poco más familiarizado con la


biblioteca recuperar el siguiente pergamino?

—No discutiré eso. —Ali cruzó nuevamente a su lado—. ¿Estás


bien? —preguntó él, levantando un puñado de llamas—. ¿Te mordió?

Nahri hizo una mueca.

—Estoy bien. —Extendió su mano. Su pulgar estaba


ensangrentado, pero como Ali observó, las dos hinchadas heridas donde
habían penetrado los colmillos de la serpiente se encogieron y
desaparecieron bajo la suave piel.

—Guau —susurró él con asombro—. Eso es realmente


extraordinario.
—Quizás. —Ella lanzó una mirada celosa a las llamas danzantes
en su palma—. Pero no me importaría ser capaz de hacer eso.

Ali rio.

—Tú te curas de una mordida de una serpiente maldita en unos


instantes, ¿y estás celosa de unas pocas llamas? Cualquiera con un
poco de magia puede hacer esto.

—Yo no.

Él no lo creyó por un momento.

—¿Lo has intentado?

Nahri sacudió su cabeza.

—Apenas puedo enfocarme en la magia curativa, incluso con toda


la ayuda de Nisreen. No sabría dónde comenzar con nada más.

—Entonces intenta conmigo —ofreció Ali—. Es fácil. Solo deja que


el calor de tu piel de cierto modo… se encienda, y mueve tu mano como
si quisieras chasquear tus dedos. Pero con fuego.

—No es la explicación más útil. —Pero levantó su mano,


entrecerró sus ojos mientras se concentraba—. Nada.

—Di la palabra. En Divasti —aclaró—. Después, podrás


simplemente pensarlo, pero para principiantes, es a menudo más fácil
realizar encantamientos en voz alta en su lengua materna.

—Está bien. —Nahri miró nuevamente a su mano con el ceño


fruncido—. Azar —repitió, sonando molesta—. ¿Ves? Nada.

Pero Ali no se rindió fácilmente. Señaló hacia los estantes de


piedra.

—Tócalos.

—¿Tocarlos?
Él asintió.

—Estás en el palacio de tus ancestros, un lugar modelado por la


magia Nahid. Sácala de la piedra como sacarías agua de un pozo.

Nahri no parecía convencida, pero lo siguió, posando su mano en


el lugar que él indicó. Respiró hondo y luego levantó su otra palma.

—Azar. ¡Azar! —espetó, lo suficientemente fuerte para sacar algo


de polvo del estante más cercano. Cuando su mano permaneció vacía,
sacudió su cabeza—. Olvídalo. No es como si estuviese teniendo éxito
con nada más. No veo porque esto sería diferente. —Comenzó a bajar su
mano.

Ali la detuvo.

Los ojos de ella brillaron al mismo tiempo en que su mente se


puso al día con sus acciones. Luchando contra una ola de vergüenza,
no obstante, él mantuvo su mano presionada contra la pared.

—Intentaste dos veces —reprendió él—. Eso no es nada. ¿Sabes


cuánto me tomó encender llamas en mi zulfiqar? —Él retrocedió—.
Inténtalo de nuevo.

Ella dejó escapar un molesto resoplido, pero no dejó caer su


mano.

—Está bien. Azar.

Ni siquiera hubo una chispa, su rostro se torció en decepción. Ali


escondió su propio ceño fruncido, sabiendo que esto debería haber sido
fácil para alguien como Nahri. Mordió el interior de su labio, intentando
pensar.

Y entonces se le ocurrió.

—Inténtalo en árabe.

Ella lució sorprendida.


—¿En árabe? ¿Realmente piensas que un idioma humano
invocará magia?

—Es uno que tiene significado para ti. —Ali se encogió de


hombros—. No te dañará intentarlo.

—Supongo que no. —Movió sus dedos, mirando a su mano—.


Naar.

El polvoriento aire sobre su palma abierta humeó. Sus ojos se


abrieron.

—¿Viste eso?

Él sonrió.

—De nuevo.

Ella no necesitaba convencerse ahora.

—Naar. Naar. ¡Naar! —Su rostro cayó—. ¡Recién lo tenía!

—Sigue intentando —instó él. Tenía una idea. En lo que Nahri


abría su boca, Ali habló nuevamente, sospechando que lo que iba a
decir a continuación terminaría probablemente con ella o conjurando
una llama o golpeándolo en el rostro—. ¿Qué crees que Darayavahoush
está haciendo hoy?

Los ojos de Nahri brillaron con ira y el aire sobre su palma estalló
en llamas.

—¡No lo dejes ir! —Ali sujetó la muñeca de ella nuevamente antes


de que pudiera sofocarla, extendiendo sus dedos para dejar a la
pequeña llama respirar—. No te hará daño.

—Por el Altísimo… —jadeó. La luz del fuego bailaba en su rostro,


reflejándose en sus ojos negros, y encendiendo los adornos dorados que
mantenían su chador en su lugar.
Ali soltó su muñeca y dio un paso atrás para recuperar su
antorcha apagada. La sostuvo delante.

—Préndela.

Nahri inclinó su mano para dejar a la llama bailar desde su palma


a la antorcha, encendiéndola en llamas. Parecía hipnotizada… y por
mucho más emocional de lo que nunca la había visto. Su típica
máscara de indiferencia se había desvanecido, su rostro brillaba con
deleite, con alivio.

Y entonces se fue. Ella levantó una ceja.

—¿Me podrías explicar el propósito de esa última pregunta?

Él bajó su mirada, poniéndose de pie.

—A veces la magia funciona mejor cuando hay un poco de… —


Aclaró su garganta, buscando la palabra menos inapropiada que
pudiese pensar—. Ah, emoción detrás de ella.

—¿Emoción? —Abruptamente pasó sus dedos por el aire—. Naar


—susurró y una línea de fuego bailó frente a ella. Sonrió cuando Ali
saltó hacia atrás—. Supongo que la ira funciona igual de bien entonces.
—Pero seguía sonriendo cuando las pequeñas llamas cayeron al piso,
ahogándose en la arena—. Bueno, lo que sea que intentaras, te lo
agradezco. En serio. —Levantó su mirada hacia él—. Gracias, Ali. Es
genial aprender algo de magia nueva aquí.

Él intentó ofrecer un casual encogimiento de hombros, como si


enseñar habilidades potencialmente letales a su enemigo ancestral
fuese algo que hacia todo el tiempo, y no, como se dio cuenta
repentinamente, algo que debería haber considerado con más cuidado.

—No necesitas agradecerme —insistió él, su voz levemente ronca.


Tragó y cruzó bruscamente para recuperar el pergamino de donde ella
lo había tirado—. Yo… yo supongo que deberíamos centrarnos en lo que
vinimos a hacer en primer lugar.
Nahri continuó:

—Realmente no tenías que pasar por todo este problema —dijo


nuevamente ella—. Solo era una curiosidad pasajera.

—Querías saber sobre el marid egipcio. —Tocó el pergamino—.


Este es el último relato sobreviviente de un djinn que se encontró con
uno. —Lo desenrolló—. Oh.

—¿Qué? —preguntó Nahri, mirando por encima de su brazo.


Parpadeó—. El ojo de Solimán… ¿qué se supone que sea eso?

—No tengo idea —confesó Ali.

En cualquiera que fuese el lenguaje en que se encontraba el


pergamino, no era como ninguno que hubiese visto, una confusa espiral
de pictogramas en miniatura y marcas con forma de cuñas. Las letras
—si es que eran letras, estaban escritas tan juntas que costaba ver
donde terminaba una y comenzaba la otra. Desde esquinas opuestas,
un camino de tinta —un río quizás, tal vez el Nilo— había sido pintado,
sus cataratas marcadas por pictogramas más extraños.

—No creo que obtengamos más información de eso. —Nahri


suspiró.

Ali la silenció.

—No deberías rendirte tan fácilmente con las cosas. —Una idea le
vino a la cabeza—. Conozco a alguien que podría ser capaz de traducir
esto. Un erudito Ayaanle. Ahora está retirado, pero podría estar
dispuesto a ayudarnos.

Nahri parecía reacia.

—Preferiría no hacer mi interés en esto público.

—Mantendrá tu secreto. Es un esclavo liberado, haría cualquier


cosa por un Nahid. Y pasó dos siglos viajando por las tierras del Nilo,
copiando textos antes de ser capturado por el ifrit. No puedo pensar en
alguien más adecuado para la tarea. —Ali enrolló el pergamino.
Captó la confusión en el rostro de ella, la conexión no era tan
clara. Pero ella no dijo nada.

—Puedes simplemente preguntarme —dijo finalmente él, cuando


fue claro que no iba a hablar.

—¿Preguntarte qué?

Ali le dio una mirada de complicidad. Habían estado bailando


sobre este tema por semanas; bueno, en realidad, habían estado
bailando sobre muchos temas, pero este especialmente.

—Lo que has querido preguntar desde ese día en el jardín. Desde
que te dije el significado de la marca en tu brazo Afshin.

Nahri se erizó, el calor desapareció de su rostro.

—No discutiré de Dara contigo.

—No digo de él específicamente —señaló él—. Pero quieres saber


sobre los esclavos, ¿no? Te pones tensa cada vez que se hace la menor
mención de ellos.

Nahri parecía aún más molesta por haber sido atrapada, sus ojos
brillando. Cuan maravillosamente había planificado él esta pelea, que
ocurriera luego de que le enseñara a conjurar llamas.

—¿Y que si lo hago? —desafió ella—. ¿Es algo que correrás a


reportarle a tu padre?

Ali se estremeció. No podía decir nada ante eso, él la había


espiado a ella y al Afshin en la enfermería hace unos días, aunque
ninguno de ellos había mencionado el incidente hasta ahora.

Encontró su mirada. Ali no estaba acostumbrado a los ojos


Daeva; siempre había encontrado sus profundidades de ébano
ligeramente desagradables, aunque debía admitir que los de Nahri eran
bastante agradables, sus rasgos humanos suavizaban su dureza.
Pero había tanta sospecha en sus ojos —con razón, claro— que Ali
quería retorcerse. Pero también sospechaba de suficiente gente en
Daevabad, particularmente del Afshin de quién ella era muy defensora,
que había mentido a Nahri. Así que decidió decirle la verdad.

—¿Y qué si lo reporto? —preguntó—. ¿Crees que tu interés es


sorprendente para alguien? Fuiste criada en el mundo humano con
leyendas de djinn esclavos. Que quieras saber más es de esperarse. —
Ttocó su corazón, las esquinas de su boca se elevaron—. Vamos, Nahid.
Un tonto Qahtani está ofreciendo información gratis. Seguramente tus
instintos te dicen que tomes ventaja de eso.

Eso dibujó una leve sonrisa, teñida de exasperación.

—Bien. —Levantó sus manos—. Mi curiosidad está ganando por


sobre mi sentido común. Cuéntame sobre los esclavos.

Ali levantó la antorcha y asintió con la cabeza hacia el corredor


que conducía a la biblioteca principal.

—Caminemos y hablemos. Se verá inapropiado si nos quedamos


aquí abajo por mucho tiempo.

—¿El diablo otra vez? —Él se sonrojó, y ella se echó a reír—.


Encajarías bien en El Cairo, sabes —añadió mientras giraba sobre sus
talones.

Lo sé. Esa era exactamente la razón por la que su padre había


elegido a Ali para esta asignación, después de todo.

—¿Es como las historias, entonces? —continuó Nahri, su rápido


árabe-egipcio por la emoción—. ¿Djinn atrapados en anillos y lámparas,
obligados a conceder cuales fueran los deseos de su maestro humano?

Él asintió.
—La maldición de los esclavos devuelve a los djinn a su estado
natural, como nosotros estábamos antes de que el Profeta Solimán, la
paz sea con él, nos bendijera. Pero, el problema es que solo puedes usar
tus habilidades al servicio de un maestro humano. Estás
completamente ligado a ellos, a todos sus caprichos.

—¿A todos sus caprichos? —Nahri se estremeció—. En las


historias, generalmente es buena su diversión, personas que desean
grandes fortunas y lujosos palacios pero... —Se mordió el labio—. Los
humanos son capaces de algunas cosas terribles.

—Tienen eso en común con nuestra raza. —Señaló Ali


sombríamente—. Con los marid y peri también, me imagino.

Nahri pareció pensativa por un momento, pero luego frunció el


ceño.

—Pero los ifrit odian a los humanos, ¿no? ¿Por qué darles
esclavos tan poderosos?

—Porque no es un regalo. Es un poder crudo y sin control —


explicó Ali—. Pocos ifrit se han atrevido a dañar directamente a los
humanos desde que Solimán nos maldijo. Pero ellos no lo necesitan; un
esclavo djinn en manos de un humano ambicioso causa una inmensa
cantidad de destrucción. —Sacudió la cabeza—. Es venganza. Que
eventualmente vuelva loco al esclavo djinn es simplemente un beneficio
adicional.

Nahri palideció.

—Pero pueden ser liberados, ¿verdad? ¿Los esclavos?

Ali vaciló, pensando en la reliquia del Afshin escondida en la


tumba muy por debajo de sus pies, la reliquia que no tenía por qué
estar allí. Cómo Darayavahoush había sido liberado sin eso, era algo
que ni siquiera su padre sabía. Pero parecía un poco dañino responder
su pregunta; no era como si Nahri alguna vez viera la tumba.
—Si tienen la suficiente suerte de tener su barco de esclavos: su
anillo, lámpara o lo que sea, reunidos con su reliquia por un Nahid,
entonces sí —dijo Ali.

Prácticamente podía ver las ruedas girando en la mente de Nahri.

—¿Su reliquia?

Él palmeó el perno de acero en su oreja derecha.

—Los obtenemos cuando somos niños. Cada tribu tiene su propia


tradición, pero básicamente está tomando… bueno, una reliquia de
nosotros mismos: algo de sangre, algo de pelo, un diente de leche. Lo
sellamos todo con metal y los mantenemos con nuestra persona.

Ella parecía un poco disgustada.

—¿Por qué?

Ali dudó, sin saber cómo decir lo que tenía que decir con
delicadeza.

—Un djinn tiene que ser asesinado para convertirse en esclavo,


Nahri. La maldición une el alma, no el cuerpo. Y el ifrit… —Tragó—.
Somos los descendientes de personas que ellos consideran traidores.
Toman esclavos para aterrorizarnos. Aterrorizar a los sobrevivientes
quienes vendrán sobre el cuerpo vacío. Puede ser… sucio.

Ella se detuvo en seco, sus ojos brillando con horror.

Ali habló rápidamente, intentando calmar la alarma en su rostro.

—De cualquier manera, la reliquia se considera la mejor manera


de preservar una parte de nosotros. Sobre todo porque puede tomar
siglos para localizar un barco de esclavos.

Nahri parecía enferma.

—Entonces, ¿cómo los liberaron los Nahid? ¿Ellos solo conjuraron


un nuevo cuerpo o algo así?
Él podía decir por su tono que ella pensaba que la idea era
ridícula, lo cual es probablemente por qué palideció cuando él asintió.

—Eso es exactamente lo que hicieron. No sé cómo, tus


antepasados no eran de los que compartían sus secretos, pero algo asi,
sí.

—Y apenas puedo conjurar una llama —susurró.

—Date tiempo —le aseguró Ali, alcanzando la puerta—. Esa es


una cosa de la que poseemos mucho más en comparación con los
humanos. —Le sostuvo la puerta y luego salió a la rotonda principal de
la biblioteca—. ¿Tienes hambre? Puedo hacer que ese cocinero egipcio
prepare algo...

La boca de Ali se secó. Al otro lado del piso abarrotado de la


biblioteca, apoyado contra una antigua columna de piedra, estaba
Rashid.

Estaba claramente esperando a Ali, se enderezó tan pronto como


Ali lo vio y se dirigió en su dirección. Estaba en uniforme, su rostro
perfectamente compuesto, la imagen de la lealtad. Uno nunca pensaría
la última vez que él y Ali habían puesto los ojos el uno al otro fue
cuando Rashid lo engañó para que visitara un refugio de Tanzeem,
amenazando a Ali con la condena por dar su apoyo a los militares
shafit.

—La paz sea contigo, Qaid —dijo Rashid, saludándolo


cortésmente. Él inclinó su cabeza—. Banu Nahida, un honor.

Ali salió enfrente de Nahri. Ya sea para proteger su secreto ante


ella o para protegerla de la manera vagamente hostil de Rashid cuando
se le curvó la boca al decir su título, Ali no estaba seguro. Se aclaró la
garganta.

—Banu Nahida, ¿por qué no te adelantas? Este es un asunto de


la Ciudadela y no tomará más que un momento.
Rashid levantó una ceja escéptica ante eso, pero Nahri se alejó,
aunque no antes de darles a ambos una mirada abiertamente curiosa.

Ali miró al resto de la biblioteca. Su piso principal era un lugar


bullicioso, lleno a todas horas con lecturas en curso y eruditos
acosados, pero él era un príncipe Qahtani y tendía a llamar la atención
sin importar su entorno.

Rashid habló, su voz más fría.

—Diría que no estás contento de verme, hermano.

—Por supuesto que no —siseó Ali—. Te ordené regresar a Am


Gezira hace semanas.

—Ah, ¿te refieres a mi repentina jubilación? —Rashid sacó un


pergamino de su túnica y lo empujó hacia Ali—. También podrías
agregarlo a tu antorcha. Gracias por la generosa pensión, pero no es
necesaria. —Bajó la voz, pero sus ojos brillaron con ira—. Arriesgué mi
vida para ayudar a los shafit, Alizayd. No soy un hombre que pueda ser
comprado.

Ali se encogió, sus dedos se curvaron alrededor del pergamino.

—No fue con esa intención.

—¿No? —Rashid se acercó—. Hermano, ¿qué estás haciendo? —


demandó con un susurro enojado—. Te llevo a una casa llena de
huérfanos shafit, niños que están enfermos y hambrientos porque no
podemos darnos el lujo de cuidarlos, y en respuesta ¿nos abandonas?
¿Te retiras al palacio para hacerte el compañero de una Nahid? ¿Una
Nahid, que trajo el al Azotador de Qui-zi de regreso a Daevabad? —
Levantó las manos—. ¿Has perdido todo sentido de la decencia?

Ali lo agarró de la muñeca y la bajó.

—Tranquilo —advirtió, sacudiendo la cabeza hacia el oscuro


archivo del que él y Nahri acababan de salir—. No vamos a hacer esto
aquí.
Todavía ceñudo, Rashid lo siguió, pero Ali apenas había cerrado
la puerta el otro hombre giró sobre él otra vez.

—Dime que hay algo que me he pasado por alto, hermano —


exigió—. Por favor. Porque no puedo aceptar que el joven Anas se
sacrificó para salvar a alguien que forzaría a los shafit al bote de
bronce.

—Soy el Qaid de la ciudad —dijo Ali, odiando la actitud defensiva


en su voz—. Aquellos hombres atacaron el Barrio Daeva. Fueron
juzgados y sentenciados bajo nuestra ley. Era mi deber.

—Tu deber —se burló Rashid, alejándose—. Ser Qaid no es el


único deber puesto sobre ti en esta vida. —Él miró hacia atrás—.
Supongo que no eres tan diferente de tu hermano, después de todo.
Una bella adoradora del fuego agita sus pestañas y tú…

—Es suficiente —espetó Ali—. Dejé en claro mi intención de dejar


de financiar al Tanzeem cuando supe que estabas comprando armas
con mi dinero. Te ofrecí la jubilación para salvar tu vida. Y en cuanto a
la Banu Nahida… —La voz de Ali se calentó—. Dios mío, Rashid, es
una niña criada por humanos de Egipto, no alguna predicadora
ardiente del Gran Templo. La invitada de mi padre. Seguramente no
estas tan predispuesto contra los Daeva que te opones a mi amistad...

—¿Hacer amistad? —interrumpió Rashid, luciendo incrédulo—.


No tomas amigos de los adoradores del fuego, Alizayd. Así es como te
engañan. Acercándose a los Daeva, integrándolos en la corte y la
Guardia Real, ¡Eso es lo que ha llevado a su familia por mal camino!

La voz de Ali era fría cuando dijo:

—Seguramente ves la hipocresía al acusar a otro de engañarme


con su amistad. —Rashid se sonrojó. Ali siguió adelante—. Terminé con
el Tanzeem, Rashid. No podría ayudarte aunque quisiera. Ya no. Mi
padre se enteró del dinero.

Eso finalmente cerró la diatriba del otro hombre.


—¿Te sospecha de algo más?

Ali sacudió la cabeza.

—Dudo que estaría aquí si supiera sobre Turan. Pero el dinero


fue suficiente. Estoy seguro de que tiene gente observando cada uno de
mis movimientos, sin mencionar mis cuentas de la Tesorería.

Rashid hizo una pausa, un poco de ira desapareció.

—Entonces mantendremos un perfil bajo. Espera un año más o


menos para que el escrutinio se calme. Mientras tanto...

—No —interrumpió Ali, su voz firme—. Mi padre dejó en claro


que era un inocente shafit quién pagaría si se entera tanto como una
bocanada de traición de mí. No correrá el riesgo de eso. Tampoco
necesito hacerlo.

Rashid frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir con que no necesitas?

—Hice un trato con mi hermano —explicó Ali—. Por ahora, me


alineo con los planes de mi padre. Cuando el rey sea Muntadhir, me
dejará tomar una mano más fuerte manejando problemas con los shafit.
—Su voz se elevó con entusiasmo; su mente había estado dando vueltas
con ideas desde ese día— Rashid, piensa en lo que podríamos hacer por
los shafit si tuviéramos un rey que apoyara abiertamente nuestros
objetivos. Podríamos organizar programas de trabajo, ampliar el
orfanato con dinero de la Tesorería…

—¿Tu hermano? —repitió Rashid con incredulidad—. Crees que


Muntadhir va a dejarte ayudar a los shafit, ¿con dinero del palacio, por
cierto? —Estrechó sus ojos—. No puedes ser tan ingenuo, Ali. Lo único
que tu hermano va a hacer con la Tesorería es drenarla para pagar vino
y bailarinas.

—No lo hará —protestó Ali—. No es así.


—Es exactamente así —respondió Rashid—. Además de eso, no
has caído en línea, no realmente. Si fueras leal, nos hubieras arrestado.
—Asintió groseramente a los documentos de jubilación—. Estaría
muerto, no jubilado.

Ali vaciló.

—Tenemos diferentes puntos de vista sobre cómo ayudar a los


shafit. Eso no significa que te quiero herido.

—O sabes que tenemos razón. Al menos una parte de ti lo hace.


—Rashid dejó que las palabras colgaran en el aire y luego suspiró, de
repente parecía una década más viejo—. No serás capaz de continuar
así, Alizayd —advirtió—. De seguir caminando un camino entre lealtad
a tu familia y lealtad a lo que sabes que es correcto. Uno de estos días,
vas a tener que elegir.

He hecho mi elección. Porque tanto como Ali había estado


inicialmente en desacuerdo con los planes de su padre con respecto a
Nahri, estaba empezando a ver hacia dónde podían conducir. Un
matrimonio entre el emir y la Banu Nahida podría traer una verdadera
paz entre los Daeva y los Geziris. Y una Banu Nahida criada en el
mundo humano —quien todavía parecía humana— ¿podría no ser capaz
de empujar a su tribu a tener más aceptación por los shafit? Ali sintió
una oportunidad, una verdadera oportunidad, para agitar las cosas en
Daevabad y asegurarse de que aterrizaran bien.

Pero no podía hacerlo desde una celda de la cárcel. Ali devolvió


los documentos de jubilación.

—Deberías tomar esto. Ve a casa, Rashid.

—No voy a volver a Am Gezira —dijo el otro hombre


bruscamente—. No voy a dejar Daevabad, la hermana Fatumai no se va
del orfanato y Hanno no va a dejar de liberar esclavos shafit. Nuestro
trabajo es más grande que cualquiera de nosotros. Habría pensado que
la muerte de Sheikh Anas te enseñó eso.
Ali no dijo nada. En realidad, la muerte de Anas —lo que lo había
llevado a ello, lo que había sucedido después— le había enseñado
mucho a Ali. Pero no eran lecciones que sospechaba que Rashid
apreciaría.

Algo se quebró en la cara del otro hombre.

—Fuiste idea mía, lo sabes. Mi esperanza. Anas estaba reacio a


reclutarte. Creía que eras demasiado joven. Yo lo convencí. —El
arrepentimiento llenó su voz—. Tal vez tenía razón.

Se dio la vuelta y se dirigió a la puerta.

—No volveremos a molestarte, Príncipe. Si cambias de opinión,


sabes dónde encontrarme. Y espero que lo hagas. Porque el día de tu
juicio, Alizayd… cuando te pregunten por qué no defendiste lo que
sabías que era justo… —Hizo una pausa, sus siguientes palabras
encontraron el corazón de Ali como una flecha—. La lealtad a tu familia
no te excusará.
22
Nahri
Traducido por Wan_TT18 & Mer

El palanquín que llevó Nahri desde el palacio estaba muy lejos


del que había llegado, la acogedora "caja floral" que había compartido
con un Afshin irritado. Un símbolo de su estación elevada, podría haber
cabido a media docena de personas, y fue respaldado por el doble de ese
número. El interior era vergonzosamente suntuoso, relleno de
almohadas brochadas, un barril de vino intacto y borlas de seda
colgantes con incienso.

Y ventanas completamente cubiertas. Nahri intentó rasgar el


panel de seda nuevamente, pero estaba cosido. Miró su mano,
sorprendida por otra posibilidad. Abrió la boca.

—No —dijo Nisreen bruscamente—. Ni siquiera pienses en


quemar las cortinas. Especialmente no en ese lenguaje humano tuyo.
—Chasqueó la lengua—. Sabía que el chico Qahtani iba a ser una mala
influencia.

—Está demostrando ser una influencia muy útil. —Pero Nahri se


recostó y lanzó una mirada molesta a las ventanas cubiertas—. Esta es
la primera vez que puedo salir del palacio en meses. Uno pensaría que
realmente podría ver la ciudad que construyeron mis antepasados.

—Puedes ver el Gran Templo cuando lleguemos. No se espera que


los Nahid se mezclen con la población general; tal cosa te deshonraría.
—Lo dudo mucho —murmuró Nahri, cruzando las piernas y
golpeando un pie contra uno de los postes de apoyo del palanquín—. Y
si estoy a cargo de los Daeva, ¿no puedo cambiar las reglas? Ahora se
permite la carne —entonó—. A Banu Nahida se le permite interactuar
con quien quiera de la manera que quiera.

Nisreen se puso un poco pálida.

—No es así como hacemos las cosas aquí. —Parecía aún más
nerviosa que Nahri. La invitación al Gran Templo había llegado ayer sin
previo aviso, y Nisreen había pasado cada minuto del último día
tratando de preparar a Nahri con conferencias apresuradas sobre la
etiqueta Daeva y los rituales religiosos que en su mayoría habían
entrado por un oído y salían por el otro.

—Mi señora... —Nisreen respiró hondo—. Le ruego, nuevamente,


que reflexione sobre lo que este momento significa para nuestra gente.
Los Nahid son nuestras figuras más apreciadas. Pasamos años llorando
por ellos, años creyendo que su pérdida significaba el final de todo
hasta que tu...

—Sí, hasta mi milagroso regreso, lo sé.


Pero Nahri no se sentía como un gran milagro. Se sentía como
una impostora. Estaba inquieta, incómoda con la ropa ceremonial que
se había visto obligada a ponerse: un vestido azul pálido finamente
trabajado en hilo plateado y pantalones de oro hilado, los dobladillos
cargados de perlas de semillas y cuentas de lapislázuli. La seda blanca
cubría su rostro y un chador blanco, tan ligero y fino como una nube de
humo, cubría su cabello, cayendo a sus pies. No le importaba el chador,
pero el casco que lo sostenía en su lugar —una pesada diadema de oro,
brillante con zafiros y topacios y una banda de pequeños discos de oro
colgando sobre su frente— le dolía la cabeza.

—Deja de jugar con eso —aconsejó Nisreen—. Es probable que


envíes toda la cosa abajo. —El palanquín se detuvo estremecido—.
Bien, estamos aquí… oh, niña, no pongas los ojos en blanco. Eso no es
inspirador. —Nisreen abrió la puerta—. Ven, mi señora.
Nahri se asomó, robando su primera mirada al Gran Templo de
Daevabad. Nisreen dijo que era uno de los edificios más antiguos de
Daevabad y lo parecía, tan imponente y masivo como las Grandes
Pirámides de Egipto. Era un zigurat como el palacio, pero más pequeño
y más empinado, una pirámide escalonada de tres niveles con cubierta
plana, ladrillos cubiertos con loza de mármol en un deslumbrante arco
iris de colores y adornos de latón. Detrás del templo había una torre de
aproximadamente el doble de su altura. El humo se elevaba desde su
parte superior almenada.

Un gran patio se extendía entre los dos edificios. Un jardín,


mucho más ordenado que la jungla salvaje del palacio, había sido
diseñado por un ojo claramente discernidor, con dos grandes piscinas
rectangulares que se unían para formar una cruz, delineada por
exuberantes macizos de flores en una explosión de color. A ambos lados
de las piscinas se extendían amplios senderos que invitaban al visitante
a detenerse, deambular lentamente a través de la sombra fragante,
pasando árboles centenarios con amplias hojas en forma de abanico.
Todo el complejo estaba amurallado, las enormes piedras ocultas por
enrejados llenos de rosas.

Parecía un lugar pacífico, diseñado para alentar la reflexión y la


oración: había una multitud de al menos doscientas personas que se
habían agitado por una sola figura.

Dara.

Su Afshin estaba parado en el corazón del jardín, rodeado por


una multitud de admiradores. Los niños Daeva, muchos con
imitaciones de sus marcas dibujadas en sus mejillas, lo habían
arrastrado hasta las rodillas y se estaban empujando para mostrarle al
legendario guerrero sus músculos delgados y sus posturas de lucha en
miniatura. Dara sonreía mientras respondía a lo que sea que estaban
diciendo. Aunque Nahri no podía escuchar sus palabras sobre el
zumbido de la multitud, vio cómo tiraba cariñosamente de la trenza de
una niña pequeña, colocando su gorra en la cabeza del niño que estaba
a su lado.
Los adultos parecían tan hipnotizados, asombrados en sus
rostros mientras se acercaban al Afshin cuya desaparición y derrota
rebelde hace mucho tiempo, Nahri se dio cuenta, probablemente lo
convirtió en una figura bastante romántica. Y no solo asombro; cuando
Dara sonrió con su sonrisa demasiado encantadora, Nahri escuchó un
audible, y claramente femenino, suspiro de la multitud reunida.

Dara levantó la vista y notó a Nahri antes que sus admiradores.


Su sonrisa se hizo más deslumbrante, lo que a su vez envió su corazón
a un baile idiota. Algunos de los otros Daeva miraron, luego más, sus
rostros brillaron al ver el palanquín.

Nahri se encogió.

—Dijiste que solo serían unas pocas docenas de personas —le


susurró a Nisreen, luchando contra el impulso de volver a entrar.

Incluso Nisreen parecía desconcertada por el tamaño de la


multitud que se dirigía en su dirección.

—Supongo que algunos de los sacerdotes tenían amigos y


familiares rogando que los acompañaran, y luego tenían amigos y
familiares... —Hizo un gesto de barrido en el complejo del Gran
Templo—. Eres algo importante para todos ellos, lo sabes.

Nahri murmuró una maldición en árabe por lo bajo. Al darse


cuenta de que el resto de las mujeres se habían quitado los velos de sus
caras inferiores, tomó la de suya.

Nisreen la detuvo.

—No, mantén el tuyo puesto. Los Nahid, tanto hombres como


mujeres, siempre lo usan en el Gran Templo. El resto de nosotros nos lo
quitamos. —Ella dejó caer su mano—. Esta es la última vez que te
tocaré también. Nadie debe tocarte aquí, así que no te comuniques con
tu Afshin. En su día, a un hombre se le habría cortado la mano por
tocar a un Nahid en el Gran Templo.
—Les deseo suerte tratando de hacerle eso a Dara.
Nisreen le dirigió una mirada oscura.

—Habría sido él quién hiciera el corte, Nahri. Es un Afshin; su


familia ha servido a los tuyos de esa manera desde la maldición de
Solimán.

Nahri sintió que la sangre abandonaba su rostro ante eso. Pero


salió, y Nisreen detrás de ella.

Dara la saludó. Parecía estar en una especie de vestido


ceremonial, un abrigo de fieltro finamente cosido teñido con los colores
brillantes de un fuego ardiente, pantalones sueltos de carbón metidos
en botas altas. Su cabello descubierto caía en rizos negros brillantes
hasta sus hombros, su sombrero aún se pasaba entre sus pequeños
fanáticos.

—Banu Nahida. —El tono de Dara era solemne y reverente, pero


le guiñó un ojo antes de caer bruscamente de rodillas y presionar su
rostro contra el suelo mientras ella se acercaba. El resto de los Daeva se
inclinaron, juntando sus manos en un gesto de respeto.

Nahri se detuvo ante un Dara todavía postrado, un poco


desconcertada.

—Dile que se levante —susurró Nisreen—. No puede hacerlo sin


tu permiso.

¿No puede? Nahri arqueó una ceja. Si ella y Dara hubieran estado
solas, podría haberse sentido tentada a aprovechar esa información.
Pero por ahora, simplemente lo llamó a levantarse.

—Sabes que no tienes que hacer eso.


Volvió a ponerse de pie.

—Es un placer. —Juntó las manos—. Bienvenida, mi señora.


Dos hombres se habían separado de la multitud para unirse a
ellos: el gran wazir, Kaveh e-Pramukh, y su hijo Jamshid. Kaveh
parecía que estaba luchando contra las lágrimas: Nisreen le había dicho
a Nahri que había estado muy cerca de Manizheh y Rustam.

Los dedos de Kaveh temblaron cuando los juntó.

—Que los fuegos ardan brillantemente para usted, Banu Nahida.


Jamshid le dirigió una cálida sonrisa. El capitán se había quitado
el uniforme de la Guardia Real y vestía a la moda Daeva hoy, un abrigo
de jade oscuro adornado con pantalones de terciopelo y rayas. Hizo una
reverencia.

—Un honor verla de nuevo, mi señora.

—Gracias. —Evitando los ojos curiosos de la multitud, Nahri


levantó la vista cuando una pequeña bandada de gorriones voló más
allá de la torre humeante, sus alas oscuras contra el brillante cielo del
mediodía—. ¿Entonces este es el Gran Templo?

—Todavía de pie. —Dara sacudió la cabeza—. Tengo que admitir


que no estaba seguro de que lo fuera.

—Nuestra gente no se rinde tan fácilmente —respondió Nisreen,


con una nota de orgullo en su voz—. Siempre hemos luchado.

—Pero solo cuando es necesario —le recordó Jamshid—.


Tenemos un buen rey en Ghassan.

Una mirada divertida cruzó la cara de Dara.

—Siempre el leal, ¿no es así, Capitán? —Asintió con la cabeza en


dirección a Nahri—. ¿Por qué no escoltas a Banu Nahida adentro?
Necesito hablar con tu padre y la Señora Nisreen un momento.

Jamshid parecía un poco sorprendido —no, parecía un poco


preocupado, sus ojos se movían entre su padre y Dara con un rastro de
preocupación— pero accedió con una pequeña reverencia.
—Por supuesto. —La miró, señalando hacia el amplio camino
que conducía al Gran Templo—. ¿Banu Nahida?

Nahri lanzó a Dara una mirada irritada. Había estado esperando


verlo toda la mañana. Pero contuvo la lengua, sin tener la intención de
avergonzarse ante la gran multitud de Daeva. En cambio, siguió a
Jamshid por el camino.

El capitán Daeva esperó y luego igualó su ritmo al de ella.


Caminaba con aire tranquilo, con las manos entrelazadas a la espalda.
Estaba un poco pálido, pero tenía una cara hermosa con una nariz
elegante y aguileña y cejas negras aladas.

—Entonces, ¿qué le ha parecido la vida en Daevabad? —


preguntó cortésmente.
Nahri consideró la pregunta. Como apenas había visto algo de la
ciudad, no estaba segura de qué tipo de respuesta podría dar.

—Ocupada —dijo finalmente—. Muy hermosa, muy extraña y


muy, muy ocupada.

Él rió.

—No puedo empezar a imaginar lo impactante que debe ser esto.


Aunque según fuentes, lo estás manejando con gracia.

Sospecho que sus fuentes están siendo diplomáticas. Pero Nahri


no dijo nada y siguieron caminando. Había una profunda, casi solemne
quietud en el aire del jardín. Algo extraño, como una ausencia de...

—Magia —dijo, dándose cuenta en voz alta. Cuando Jamshid le


frunció el ceño confusamente, ella explicó—: No hay magia aquí. —Hizo
un gesto de barrido sobre la vida vegetal bastante modesta que la
rodeaba. No había globos flotantes ardientes, ni flores con joyas ni
criaturas de cuentos de hadas que miraban a través de las hojas—. No
es que pueda ver de todos modos —aclaró Nahri.
Jamshid asintió con la cabeza.

—Sin magia, sin armas, sin joyas; el Gran Templo está destinado
a ser un lugar de contemplación y oración, sin distracciones permitidas.
—Hizo un gesto hacia los alrededores serenos—. Diseñamos nuestros
jardines como un reflejo del Paraíso.

—¿Quieres decir que el Paraíso no está lleno de tesoros y delicias


prohibidas?

Él rió.

—Supongo que todos tienen su propia definición de tal lugar.


Nahri pateó el camino de grava. No se trataba de grava, sino de
piedras planas y perfectamente pulidas del tamaño de canicas, en una
amplia gama de colores. Algunos estaban salpicados de manchas de lo
que parecían metales preciosos, mientras que otros estaban veteados de
cuarzo y topacio.

—Desde el lago —explicó Jamshid, siguiendo la dirección de su


mirada—. Traído por los propios marid como tributo.

—¿Tributo?
Si crees en las leyendas. Daevabad lo fue una vez para ellos.

—¿En serio? —preguntó Nahri, sorprendida. Aunque supuso que


no debería estarlo.

La brumosa Daevabad —rodeada de montañas cubiertas de


niebla y un lago mágico insondable— ciertamente parecía un lugar más
adecuado para los seres acuáticos que los creados a partir del fuego.

—Entonces, ¿a dónde fueron los marid?


—Nadie lo sabe realmente —respondió Jamshid—. Se decía que
estaban aliados con tus primeros antepasados; ayudaron a Anahid a
construir la ciudad. —Se encogió de hombros—. Pero teniendo en
cuenta la maldición que colocaron en el lago antes de desaparecer,
deben haber tenido algún tipo de pelea.

Jamshid guardó silencio mientras se acercaban al Gran Templo.


Columnas imposiblemente delicadas sostenían un toldo de piedra
tallada, dando sombra a un gran pabellón frente a la entrada.

Señaló el enorme shedu pintado en la superficie del toldo, con las


alas extendidas sobre un sol poniente.

—El escudo de tu familia, por supuesto.

Nahri se rio.

—Esta no es la primera vez que das este recorrido, ¿verdad?

Jamshid sonrió.

—Lo es, lo creas o no. Pero era un novicio aquí. Pasé gran parte de
mi juventud entrenando para ingresar al sacerdocio.

—¿Los sacerdotes de nuestra religión suelen andar en elefantes,


disparando flechas para disolver disturbios?

—No era un muy buen sacerdote —reconoció—. Quería ser como


él, en realidad —asintió con la cabeza hacia Dara—. Sospecho que la
mayoría de los niños Daeva lo hacen, pero fui más allá y le pregunté al
rey si podía unirme a la Guardia Real cuando era un adolescente.

Sacudió la cabeza.

—Tengo suerte de que mi padre no me arrojara al lago.

Eso arrojó algo de luz sobre su anterior defensa de los Qahtanis.

—¿Te gusta ser parte de la Guardia Real? —preguntó ella,


tratando de recordar lo poco que sabía del capitán Daeva—. Eres el
guardaespaldas del príncipe, ¿verdad?
—El emir —corrigió—. No puedo imaginar que el Príncipe Alizayd
necesite un guardaespaldas. Cualquiera que levante una mano hacia él
mientras usa su zulfiqar está pidiendo una muerte rápida.

Nahri poco tenía que discutir allí: todavía recordaba la rapidez con
que Ali había despachado a la serpiente en la biblioteca.

—¿Y cómo es el emir?

La cara de Jamshid se iluminó.

—Muntadhir es un buen hombre. Muy generoso, muy abierto, el


tipo de hombre que invita a extraños a su casa y los emborracha con su
mejor vino. —Sacudió la cabeza, con afecto en su voz—. Es uno a quien
me encantaría darle este recorrido. Siempre ha apreciado la cultura
Daeva y patrocina a muchos de nuestros artistas. Creo que le gustaría
ver el Gran Templo.

Nahri frunció el ceño.

—¿No puede? Él es el emir; pensaba que podría hacer lo que


quisiera.

Jamshid sacudió la cabeza.

—Solo los Daeva tienen permitido entrar a los terrenos del Gran
Templo. Ha sido así durante siglos.

Nahri miró hacia atrás. Dara todavía estaba al lado del palanquín
con Nisreen y Kaveh, pero su mirada estaba en Nahri y Jamshid. Había
algo extraño, casi apagado, en su rostro.

Se volvió hacia Jamshid. Él se quitó los zapatos y ella se movió


para hacer lo mismo.

—Oh, no —dijo rápidamente—. Mantén los tuyos puestos. Los


Nahid están exentos de la mayoría de las restricciones aquí. —Hundió
las manos en un brasero abierto y humeante mientras entraban a la
sombra del templo, barriendo las cenizas de sus antebrazos.
Se quitó el sombrero y pasó una mano cubierta de ceniza sobre su
cabello oscuro—. De esto, también. Creo que se supone que siempre
eres ritualmente puro.

Nahri quería reírse de eso. Ciertamente no se sentía "ritualmente


pura". Aun así, lo siguió al templo, mirando con aprecio. El interior era
enorme y bastante rígido, simple mármol blanco que cubría el piso y las
paredes. Un enorme altar de fuego de plata finamente pulida dominaba
la sala. Las llamas en su cúpula bailaban alegremente, llenando el
templo con el cálido aroma del cedro ardiente.

Alrededor de una docena de personas, hombres y mujeres,


esperaban debajo del altar. Estaban vestidos con largas túnicas
carmesíes con cordones azules. Al igual que Jamshid, todos tenían la
cabeza descubierta, excepto uno, un hombre mayor cuyo sombrero azul
de pico tenía casi la mitad de su altura.

Nahri les dirigió una mirada aprensiva, su estómago revoloteando


de nervios. Se había sentido lo suficientemente fracasada en la
enfermería con solo Nisreen para presenciar sus errores. Que estuviera
ahora aquí, en el templo de sus antepasados, recibida como una especie
de líder, era terriblemente intimidante.

Jamshid señaló los nichos que recubrían el perímetro interno del


templo. Había docenas, hechas de mármol intrincadamente tallado, sus
entradas enmarcadas por cortinas ricamente tejidas.

—Conservamos esos santuarios para las figuras más agasajadas


de nuestra historia. Principalmente Nahid y Afshin, aunque de vez en
cuando aparece uno de nosotros con sangre menos prestigiosa.

Nahri asintió al primer santuario que pasaron. Dentro había una


impresionante estatua de piedra que representaba a un hombre
musculoso que montaba un shedu rugiente.

—¿Quién se supone que es?


—Zal e-Nahid, el nieto más joven de Anahid. —Señaló al shedu
rugiente—. Fue él quien domesticó al shedu. Zal subió a los picos más
altos de Bami Dunya, las tierras montañosas del peri. Allí, encontró a
los líderes de la manada del shedu y los obligó a someterse. Lo llevaron
de regreso a Daevabad y se quedaron por generaciones.

Los ojos de Nahri se abrieron.

—¿Luchó contra un león volador mágico para someterlo?

—Varios.

Nahri miró el siguiente santuario. Este presentaba a una mujer


vestida con una armadura plateada, una mano agarrando una lanza.
Su cara de piedra era feroz, pero fue el hecho de que estaba debajo de
su propio brazo lo que realmente llamó la atención de Nahri.

—Irtemiz e-Nahid —comentó Jamshid—. Una de los más valientes


de tus antepasados. Evitó un asalto Qahtani al templo hace unos
seiscientos años. —Señaló una línea de marcas de quemaduras que
Nahri no había notado en lo alto de la pared—. Trataron de quemarlo
con la mayor cantidad posible de Daeva adentro. Irtemiz usó sus
habilidades para sofocar las llamas. Luego puso una lanza a través del
ojo del príncipe Qahtani al frente de la carga.

Nahri se tambaleó.

—¿A través de su ojo?

Jamshid se encogió de hombros, sin verse particularmente


perturbado por esta información sangrienta.

—Tenemos una historia complicada con los djinn. Le costó al final.


Le cortaron la cabeza y arrojaron su cuerpo al lago. —Sacudió la cabeza
con tristeza, apretando los dedos—. Que encuentre la paz a la sombra
del Creador.
Nahri tragó saliva. Eso fue suficiente historia familiar por un día.
Se alejó de los santuarios, pero a pesar de su mejor esfuerzo por
ignorarlos, uno más llamó su atención. Cubierto de guirnaldas de rosas
y con olor a incienso fresco, el santuario fue coronado por la figura de
un arquero a caballo. Estaba de pie alto y orgulloso en sus estribos,
mirando hacia atrás con el arco dibujado para apuntar con una flecha a
sus perseguidores.

Nahri frunció el ceño.

—¿Se supone que ese es...?

—¿Yo? —Nahri saltó al escuchar la voz de Dara, el Afshin


apareciendo detrás de ellos como un fantasma—. Aparentemente sí. —
Se inclinó más allá de su hombro para examinar mejor el santuario, el
olor a humo de su cabello le hacía cosquillas en la nariz—. ¿Son esas
moscas de arena lo que mi caballo está pisando fuerte? —Se rió, sus
ojos brillantes de diversión mientras estudiaba la nube de insectos
alrededor de los cascos del caballo—. Oh, eso es inteligente. Me hubiera
gustado conocer a quien tuviera el descaro de incluir eso.

Jamshid estudió la estatua con aire melancólico.

—Desearía poder montar y disparar así. No hay lugar en la ciudad


para practicar.

—Deberías haber dicho algo antes —respondió Dara—. Te llevaré a


las llanuras justo después del Gozan. Solíamos entrenar allí todo el
tiempo cuando era joven.

Jamshid sacudió la cabeza.

—Mi padre no quiere que pase el velo.

—Tonterías. —Dara le dio una palmada en la espalda—. Voy a


convencer a Kaveh. —Miró a los sacerdotes—. Ven, les hemos hecho
esperar suficiente.
Para cuando Nahri se acercó, los sacerdotes se inclinaron en
inclinaciones bajas o, sinceramente, podrían haber estado de pie de esa
manera. Todos eran ancianos, no quedaba ningún cabello negro a la
vista.

Dara juntó sus dedos.

—Le presento a Banu Nahri e-Nahid. —Él le devolvió la sonrisa—.


Los grandes sacerdotes de Daevabad, mi señora.

El del sombrero alto dio un paso adelante. Tenía los ojos amables
coronados por las cejas grises más largas y salvajes que Nahri había
visto en su vida, con una marca de carbón que le partía la frente.

—Que los fuegos ardan brillantemente para usted, Banu Nahri —


la saludó calurosamente—. Mi nombre es Kartir e-Mennushur.
Bienvenida al templo. Rezo para que esta sea solo la primera de muchas
visitas.

Nahri se aclaró la garganta.

—Rezo por eso también —respondió torpemente, cada vez más


incómoda. Nahri nunca se había llevado bien con los clérigos. Ser un
estafador tendía a ponerla en desacuerdo con la mayoría de ellos.

Sin saber nada más que decir, asintió con la cabeza hacia el
enorme altar de fuego.

—¿Es ese el altar de Anahid?

—Sin duda. —Kartir dio un paso atrás—. ¿Le gustaría verlo?

—Yo... está bien —estuvo de acuerdo, esperando


desesperadamente que no esperaran que realizara ninguno de los
rituales asociados con él; todo lo que Nisreen había intentado enseñarle
a Nahri sobre su fe parecía haber salido de su cabeza.

Dara la siguió y Nahri luchó contra la tentación de alcanzar su


mano. Podría haber necesitado un poco de confianza.
El altar de Anahid era aún más impresionante de cerca. La base
sola era lo suficientemente grande como para que media docena de
personas se bañaran cómodamente. Las lámparas de aceite de vidrio
con forma de barcos flotaban dentro, flotando a través del agua
hirviendo. La cúpula plateada se alzaba sobre sus cabezas, una
verdadera hoguera de incienso ardiendo detrás del reluciente metal. Su
calor escaldaba su rostro.

—Hice mis votos en este mismo lugar —dijo Dara suavemente. Se


tocó el tatuaje en la sien—. Recibí mi marca y mi arco y juré proteger a
tu familia sin importar el coste. —Una mezcla de asombro y nostalgia
cruzó su rostro—. No pensé que volvería a verlo nunca más.
Ciertamente, no imaginé cuando lo hiciera, tendría mi propio santuario.

—Banu Manizheh y Baga Rustam también tienen uno —ofreció


Kartir, señalando al otro lado del templo—. Si desea presentar sus
respetos más tarde, me complacería guiarlo.

Dara le dedicó una sonrisa esperanzada. ´

—Tal vez con el tiempo también lo tendrás, Nahri.

Se le revolvió el estómago.

—Sí. Puede incluso uno en el que mi cabeza todavía esté unida a


mi cuerpo. —Las palabras salieron mucho más sarcásticas, y ruidosas,
de lo que Nahri pretendía, y vio a varios de los sacerdotes de abajo
ponerse rígidos. La cara de Dara se descompuso.

Kartir se interpuso entre ellos.

—Banu Nahida, ¿le importaría venir conmigo un momento? Hay


algo en el santuario que me gustaría mostrarle... a solas —aclaró,
cuando Dara se giró para seguirla.

Nahri levantó los hombros, sintiendo que no tenía muchas


opciones.

—Lidera el camino.
Lo hizo, dirigiéndose a un par de puertas de latón martilladas
colocadas en la pared detrás del altar. Nahri lo siguió, saltando cuando
la puerta se cerró detrás de ellos.

Kartir miró hacia atrás.

—Mis disculpas. Sospecho que no hay suficientes oídos que


trabajen entre mis compañeros y yo para que nos moleste el ruido.

—Está bien —dijo suavemente.


El sacerdote la condujo a través de un retorcido laberinto de
corredores oscuros y escaleras estrechas, demostrando ser mucho más
rápido de lo que inicialmente había pensado, hasta que llegaron a un
repentino callejón sin salida frente a otro par de simples puertas de
bronce. Abrió una y le indicó que entrara.

Un poco aprensiva, Nahri cruzó el umbral y entró en una pequeña


habitación circular del tamaño de su armario. Se quedó quieta,
sorprendida por un aire de solemnidad tan espeso que casi podía
sentirlo sobre sus hombros. Estantes de vidrio abiertos frente a ella, se
alineaban en las paredes redondeadas, pequeños cojines de terciopelo
estaban enclavados en sus profundidades.

Nahri se acercó, con los ojos muy abiertos. Cada cojín albergaba
un único objeto pequeño, en su mayoría anillos, pero también
lámparas, brazaletes y algunos collares de joyas.

Y todos compartían la misma característica: una sola esmeralda.

—Buques esclavos —susurró en estado de conmoción.


Kartir asintió, uniéndose a ella en el estante más cercano.

—En efecto. Todos los recuperados desde la muerte de Manizheh


y Rustam.
Se calló. En la sombría quietud de la habitación, Nahri podía
jurar escuchar los suaves sonidos de un aliento. Su mirada cayó sobre
el recipiente más cercano a ella, había un anillo tan similar al de Dara
que tuvo que apartar los ojos.

Él fue así una vez, se dio cuenta, su alma estuvo atrapada


durante siglos. Durmiendo hasta que otro maestro brutal lo despertara
para cumplir sus órdenes. Nahri respiró hondo, luchando por recobrar
la compostura.

—¿Por qué están aquí? —preguntó ella—. Quiero decir, sin un


Nahid para romper la maldición...

Kartir se encogió de hombros.

—No sabíamos qué hacer con ellos, así que nos conformamos con
traerlos aquí, donde podrían descansar cerca de las llamas del altar de
fuego original de Anahid. —Señaló un recipiente de latón golpeado, que
estaba parado sobre un taburete en el centro de la habitación. El metal
estaba apagado y chamuscado, pero un fuego ardía entre la madera de
cedro dispersa en su centro.

Nahri frunció el ceño.

—Pero pensé que el altar en el templo…

—El altar allá afuera es lo que vino después —explicó Kartir—.


Cuando su ciudad estuvo completa, los ifrit se sometieron y las otras
tribus se pusieron de pie. Después de tres siglos de dificultades, guerra
y trabajo.

Levantó el antiguo cuenco de latón. Era algo humilde, áspero y


sin decoración, lo suficientemente pequeño como para caber en sus
manos.
—Esto aquí... esto es lo que Anahid y sus seguidores habrían
usado cuando Solimán los liberó por primera vez. Cuando se
transformaron y se dejaron caer en esta tierra extranjera de marid sin
apenas comprender sus poderes, de cómo mantenerse y protegerse. —
Colocó suavemente el cuenco en sus manos y la miró a los ojos con la
mirada fija—. La grandeza lleva tiempo, Banu Nahida. A menudo, las
cosas más poderosas tienen los comienzos más humildes.

Nahri parpadeó, sus ojos repentinamente húmedos. Miró hacia


otro lado, avergonzada, y Kartir tomó el cuenco, lo reemplazó sin decir
palabra alguna y la llevó de vuelta.

Él hizo un gesto hacia un estrecho arco iluminado por el sol en el


otro extremo del pasillo.

—Desde allí hay una hermosa vista del jardín. ¿Por qué no
descansa un poco? Veré si puedo deshacerme de esa multitud.

La gratitud brotó dentro de ella.

—Gracias —finalmente logró Nahri.

—No necesita agradecerme. —Kartir apretó las manos—. Espero


sinceramente que no sea una extraña aquí, Banu Nahida. Tenga en
cuenta que, sea lo que sea que necesite, estamos a su disposición. —Se
inclinó nuevamente y se fue.

Nahri salió del arco hacia un pequeño pabellón. En lo alto del


tercer nivel del zigurat, era poco más que un rincón escondido detrás de
un muro de piedra y una pantalla de palmeras en macetas. Kartir
probablemente tenía razón sobre la vista, pero Nahri no tenía ganas de
mirar de nuevo a la multitud. Se desplomó en una de las sillas bajas de
caña, tratando de recobrar la compostura.

Dejó caer su mano derecha sobre su regazo.


—Naar —susurró, mirando cómo una sola llama se arremolinaba
en su palma. Se había acostumbrado a conjurarlo con más frecuencia,
aferrándose al recordatorio de que era capaz de aprender algo en
Daevabad.

—¿Puedo unirme? —preguntó una voz suave.


Nahri cerró la palma y apagó la llama. Se dio la vuelta. Dara
estaba parado en el arco, luciendo extrañamente avergonzado.

Ella agitó su mano hacia la otra silla.

—Toda tuyo.
Tomó el asiento frente a ella, inclinándose sobre sus rodillas.

—Lo siento —comenzó a decir—. Realmente pensé que era una


buena idea.

—Estoy segura de que lo hiciste.


Nahri suspiró y luego se quitó el velo, quitándose la pesada
diadema que sostenía su chador en su lugar. No echaba de menos la
forma en que la mirada de Dara se desvió hacia su rostro, ni le importó.
Podría lidiar con un poco de angustia, ciertamente le dio suficiente.

Él bajó la mirada.

—Tienes un admirador en Kartir... sí, el latigazo que acabo de


recibir.

—Completamente merecido.

—Indudablemente.
Nahri lo miró. Parecía nervioso, frotándose las palmas de las
manos sobre las rodillas.

Ella frunció el ceño.


—¿Estás bien?
Él se calmó.

—Estoy bien. —Ella lo vio tragar—. Entonces, ¿qué opinas de


Jamshid?

La pregunta la tomó por sorpresa.

—Yo... es muy agradable. —Era la verdad, después de todo—. Si


su padre se parece a él, no me sorprende que haya subido tanto en la
corte de Ghassan. Parece muy diplomático.

—Ambos lo son. —Dara dudó—. Los Pramukh son una familia


respetable, una con un largo historial de devoción por los tuyos. Me
sorprendió un poco verlos servir a los Qahtanis, y Jamshid parece tener
un afecto lamentablemente sincero por Muntadhir, pero... Es un buen
hombre. Brillante, de buen corazón. Un guerrero talentoso.

Nahri entrecerró los ojos; Dara nunca había sido sutil y estaba
hablando de Jamshid con demasiada indiferencia fingida.

—¿Qué intentas no decir, Dara?


Él se sonrojó.

—Solo que parecen estar bien emparejados.

—¿Bien emparejados?

—Sí. —Escuchó cómo se le apretaba la garganta—. Él... él sería


una buena alternativa de Daeva si Ghassan continúa con su idiota plan
para casarte con su hijo. Tienes casi la edad, su familia es leal a los
tuyos y a los Qahtanis...

Nahri se enderezó, indignada de rabia.

—¿Y Jamshid e-Pramukh es el primer nombre que viene a tu


mente cuando piensas en los maridos de Daeva para mí?
Tuvo la decencia de parecer avergonzado.

—Nahri…

—No —interrumpió ella, su voz se elevó con ira—. ¿Cómo te


atreves? ¿Piensas presentarme como una sabia Banu Nahida en un
momento e intentar engañarme para casarme con otro hombre en el
siguiente? ¿Después de lo que pasó esa noche en la cueva?

Él negó con la cabeza, un leve rubor rozando su rostro.

—Eso nunca debería haber sucedido. Eras una mujer bajo mi


protección. No tenía derecho a tocarte de esa manera.

—Lo recuerdo como algo mutuo. —Pero cuando las palabras


salieron de sus labios, Nahri recordó que ella lo había besado primero,
dos veces, y la comprensión le retorció el estómago en un nudo de
inseguridad—. Yo... ¿Me equivoqué? —preguntó ella, mortificando su
voz—. ¿No sentiste lo mismo?

—¡No! —Dara cayó de rodillas ante ella, cerrando el espacio entre


ellos—. Por favor, no pienses eso. —Tomó una de sus manos,
sosteniéndola cuando ella trató de apartarse—. Solo porque no debería
haberlo hecho no significa... —Tragó—. No significa que no quisiera,
Nahri.

—Entonces, ¿cuál es el problema? No estás casado, yo no estoy


casada. Los dos somos Daeva…

—No estoy vivo —interrumpió Dara. Dejó caer su mano con un


suspiro, poniéndose de pie—. Nahri, no sé quién liberó mi alma de la
esclavitud. No sé cómo. Pero sé que morí; me ahogué, como viste. Por
ahora, mi cuerpo probablemente no sea más que ceniza en el fondo de
un antiguo pozo.

Una negación feroz se elevó en el pecho de Nahri, tonta y poco


práctica.
—No me importa —insistió—. No me importa.
Él sacudió la cabeza.

—Es importante para mí. —Su tono se volvió implorante—.


Nahri, sabes lo que la gente dice aquí. Piensan que eres una pura
sangre, la hija de uno de los mejores sanadores de la historia.

—¿Y?
Podía ver la disculpa en su rostro antes de que él respondiera.

—Así que necesitarás niños. Mereces hijos. Una prole entera de


pequeños Nahid es tan probable que te saque del bolsillo como para
curar una herida. Y yo... —Su voz se quebró—. Nahri... No sangro. No
respiro... No puedo imaginar que alguna vez podría darte hijos. Sería
imprudente y egoísta de mi parte incluso intentarlo. La supervivencia de
tu familia es demasiado importante.

Ella parpadeó, completamente desconcertada por su


razonamiento. ¿La supervivencia de su familia? ¿De eso se trataba?

Por supuesto. De eso se trata todo aquí. Las habilidades que


alguna vez mantuvieron un techo sobre su cabeza se habían convertido
en una maldición, esta conexión con parientes muertos hace mucho
tiempo que nunca había conocido una plaga en su vida. Nahri había
sido secuestrada y perseguida al otro lado del mundo por ser una
Nahid. Estaba casi encarcelada en el palacio por eso, Nisreen
controlaba sus días, el rey le daba forma a su futuro y ahora el hombre
que ella...

¿Que tú qué? ¿Que tú amas? ¿Eres tan tonta?

Nahri se levantó bruscamente, tan enojada consigo misma como


lo estaba con Dara. Había terminado de mostrar debilidad ante este
hombre.
—Bueno, si eso es todo lo que importa, seguramente Muntadhir
lo hará —declaró, con un borde salvaje arrastrándose en su voz—. Los
Qahtanis parecen lo suficientemente fértiles, y la dote probablemente
me hará la mujer más rica de Daevabad.

Ella bien podría haberlo golpeado. Dara retrocedió y se dio la


vuelta.

—Voy a volver al palacio.

—Nahri... Nahri, espera. —Se interpuso entre ella y la salida en


un instante; ella había olvidado lo rápido que podía moverse—. Por
favor. No te vayas así. Solo déjame explicarte...

—Al diablo con tus explicaciones —espetó ella—. Eso es lo que


siempre dices. Eso es lo que se suponía que era hoy, ¿recuerdas?
Prometes contarme sobre tu pasado, no desfilarme frente a un grupo de
sacerdotes y tratar de convencerme de que me case con otro hombre. —
Nahri lo empujó—. Déjame en paz.

Él la agarró por la muñeca.

—¿Quieres saber sobre mi pasado? —siseó, su voz


peligrosamente baja. Sus dedos escaldaron su piel y él se echó hacia
atrás, dejándola ir—. Bien, Nahri, aquí está mi historia: fui expulsado
de Daevabad cuando era apenas mayor que tu Ali, exiliado de mi casa
por seguir las órdenes que me dio tu familia. Por eso sobreviví a la
guerra. Es por eso que no estaba en Daevabad para salvar a mi familia
de ser asesinada cuando los djinn atravesaron las puertas.

Sus ojos ardieron.

—Pasé el resto de mi vida, mi corta vida, te lo aseguro, luchando


contra la misma familia a la que estás tan ansiosa por unirte, personas
que habrían visto aniquilada a toda nuestra tribu. Y entonces el ifrit me
encontró. —Levantó la mano, el anillo de esclavos brillaba a la luz del
sol—.
Nunca tuve algo como esto... como tú. —Su voz se quebró—.
¿Crees que esto es fácil para mí? ¿Crees que disfruto imaginando tu
vida con otro?

Su apresurada confesión, el horror detrás de sus palabras, apagó


su ira, la absoluta miseria en su rostro la conmovió a pesar de su
propio dolor. Pero... todavía no disculpaba sus acciones.

—Tú... podrías haberme contado todo esto, Dara. —Su voz


tembló ligeramente cuando dijo su nombre—. ¡Podríamos haber tratado
de arreglar las cosas juntos, en lugar de que trazaras mi vida con
extraños!

Dara sacudió la cabeza. El dolor aún ensombrecía sus ojos, pero


habló con firmeza.

—No hay nada que arreglar, Nahri. Esto es lo que soy. Es una
conclusión a la que sospecho, llegarás pronto de todos modos. Quería
que tuvieras otra opción cuando lo hicieras. —Algo amargo se apoderó
de su expresión—. No te preocupes. Estoy seguro de que los Pramukh
te proporcionarán suficiente dote.

Las palabras eran suyas, pero golpearon profundamente cuando


se volvió hacia ella.

—Y eso es lo que piensas de mí, ¿no? Independientemente de tus


sentimientos, sigo siendo la ladrona ensangrentada. La estafadora con
la mayor puntuación. —Ella juntó los bordes de su chador, sus manos
temblando de ira y algo más, algo más profundo que la ira que no
quería admitir. Estaría condenada si iba a llorar frente a él—. No
importa que haya hecho esas cosas para sobrevivir... y que podría haber
luchado por ti igual de fuerte. —Se detuvo y él bajó la mirada bajo la
suya—. No necesito que planees mi futuro aquí, Dara. No necesito que
nadie lo haga.

Esta vez cuando ella se fue, él no intentó detenerla.


23
Ali
Traducido por Wan_TT18

—Esto es extraordinario —dijo Nahri mientras levantaba el


telescopio más alto, apuntando a la luna hinchada—. Realmente puedo
ver donde la sombra lo alcanza. Y su superficie está toda picada... Me
pregunto qué podría causar tal cosa.

Ali se encogió de hombros. Él, Nahri, Muntadhir y Zaynab


miraban las estrellas desde un puesto de observación en lo alto de la
pared del palacio con vistas al lago. Bueno, Ali y Nahri estaban mirando
las estrellas. Ninguno de sus hermanos tocó el telescopio; estaban
descansando en sofás acolchados, disfrutando de las atenciones de sus
sirvientes y los platos de comida enviados desde las cocinas.

Él miró hacia atrás y vio a Muntadhir presionar una copa de vino


sobre una risueña sirvienta, y Zaynab examinó sus manos recientes de
henna.

—Tal vez deberíamos preguntarle a mi hermana —dijo


secamente—. Estoy seguro de que prestó atención al erudito mientras
explicaba.

Nahri se rio. Era la primera vez que la oía reír en días, y el sonido
le calentó el corazón.

—¿Supongo que tus hermanos no comparten tu entusiasmo por


la ciencia humana?
—Lo harían, si la ciencia humana involucrara estar acostado y
mimado... —Ali se detuvo, recordando su objetivo de hacerse amigo de
Nahri. Retrocedió rápidamente—. Aunque Muntadhir ciertamente tiene
derecho a descansar un poco; acaba de regresar de cazar ifrit.

—Quizás. —Parecía no impresionarse, y Ali le lanzó una mirada


molesta a Muntadhir antes de seguir a Nahri al parapeto. La observó
mientras volvía a levantar el telescopio hacia su ojo—. ¿Cómo es tener
hermanos? —preguntó.

Estaba sorprendido por la pregunta.

—Soy el más joven, así que en realidad no sé lo que es no


tenerlos.

—Pero todos ustedes parecen muy diferentes. Debe ser un desafío


a veces.

—Supongo. —Su hermano acababa de regresar a Daevabad esta


mañana, y Ali no podía negar el alivio que sintió al verlo—. Moriría por
cualquiera de ellos —dijo en voz baja—. En un instante. —Nahri lo
miró y sonrió—. Hace que las disputas sean más interesantes.

Ella no le devolvió la sonrisa; sus ojos oscuros parecían


preocupados.

Él frunció el ceño.

—¿He dicho algo malo?

—No. —Ella suspiró—. Ha sido una semana larga... varias


semanas largas, en realidad. —Su mirada permaneció fija en las
estrellas distantes—. Debe ser agradable tener una familia.

La tristeza tranquila en su voz lo golpeó profundamente, y no


sabía si era su dolor o la orden de su padre lo que lo movió a decir lo
que hizo a continuación.
—Tú... podrías, ya sabes —tartamudeó—. Tener una familia,
quiero decir. Aquí. Con nosotros.

Nahri se quedó quieta. Cuando lo miró, su expresión estaba


cuidadosamente en blanco.

—Perdónenme, mis señores... —Una chica shafit con los ojos


muy abiertos se asomó desde el borde de las escaleras—. Pero me
enviaron a recuperar a Banu Nahida.

—¿Qué pasa, Dunoor? —Nahri le habló a la chica, pero su


mirada permaneció en Ali, algo ilegible en sus ojos oscuros.

La criada juntó sus palmas y se inclinó.

—Lo siento, señora, no lo sé. Pero Nisreen dijo que es muy


urgente.

—Por supuesto que sí —murmuró Nahri, con un borde de miedo


arrastrándose en su voz. Ella le devolvió el telescopio—. Gracias por la
noche, Príncipe Alizayd.

—Nahri...
Ella le dedicó una sonrisa forzada.

—A veces hablo sin pensar. —Tocó su corazón—. La paz sea


contigo. —Ofreció un brusco salaam a sus hermanos y luego siguió a
Dunoor por las escaleras.

Zaynab echó la cabeza hacia atrás con un suspiro dramático tan


pronto como Nahri estuvo fuera del alcance del oído.

—¿El final de nuestra farsa familiar intelectual significa que


también puedo irme?

Ali se ofendió.
—¿Qué les pasa a ustedes dos? —preguntó él—. No solo fuiste
grosera con nuestra invitada, sino que también rechazas la oportunidad
de contemplar las mejores obras de Dios, una oportunidad de la que
solamente una fracción de las personas existentes serán bendecidas…

—Oh, cálmate, Sheikh. —Zaynab se estremeció—. Hace frío aquí


arriba.

—¿Frío? ¡Somos djinn! Estás literalmente creada de fuego.

—Está bien, Zaynab —interrumpió Muntadhir—. Vete. Le haré


compañía.

—Tu sacrificio es apreciado —respondió Zaynab. Le dio una


palmadita cariñosa en la mejilla a Muntadhir—. No te metas en
demasiados problemas para celebrar tu regreso esta noche. Si llegas
tarde a la corte por la mañana, Abba te ahogará en vino.

Muntadhir tocó su corazón con un movimiento exagerado.

—Completamente advertido.
Zaynab se fue. Su hermano se levantó, sacudiendo la cabeza
mientras se unía a Ali en el borde del parapeto.

—Ustedes dos pelean como niños.

—Ella es mimada y vanidosa.

—Sí, y tú eres farisaico e insufrible. —Su hermano se encogió de


hombros—. Lo he escuchado suficientes veces de ustedes dos. —Se
apoyó contra la pared—. Pero olvídalo. ¿Qué pasa con esto? —
preguntó, pasando la mano por el telescopio.

—Te lo dije antes... —Ali jugueteó con el dial del telescopio,


tratando de enfocar la imagen—. Arreglas la ubicación de una estrella y
luego...
—Oh, por el amor de Dios, Zaydi, no estoy hablando del
telescopio. Estoy hablando de esta nueva Banu Nahida. ¿Por qué
susurran ustedes dos como amigas de la infancia?

Ali levantó la vista, sorprendido por la pregunta.

—¿Abba no te lo dijo?

—Me dijo que la estabas espiando y tratando de ponerla de


nuestro lado. —Ali frunció el ceño, no le gustaba lo descabellado que
era la declaración, y Muntadhir lo miró con astucia—. Pero te conozco,
Zaydi. Te gusta esta chica.

—¿Y qué si lo hago? —Estaba disfrutando su tiempo con Nahri,


no podía evitarlo. Ella era tan intelectualmente curiosa como él, y su
vida en el mundo humano hacían una conversación fascinante—. Mis
sospechas anteriores sobre ella estaban equivocadas.

Su hermano dejó escapar un jadeo exagerado.

—¿Fuiste reemplazado por un cambia forma mientras yo no


estaba?

—¿Qué quieres decir?


Muntadhir se levantó para sentarse en el amplio borde del
parapeto de piedra que los separaba del lago distante.

—¿Te has hecho amigo de un Daeva y admitiste estar equivocado


sobre algo? —Muntadhir golpeó su pie contra el telescopio—. Dame
eso, quiero asegurarme de que el mundo no se haya puesto patas
arriba.

—No hagas eso —dijo Ali, retrocediendo rápidamente con el


delicado instrumento—. Y no soy tan malo.
—No, pero confías demasiado fácil, Zaydi. Siempre lo has hecho.
—Su hermano le dirigió una mirada significativa—. Especialmente con
las personas que parecen humanas.

Ali volvió a colocar el telescopio en su soporte y centró toda su


atención en Muntadhir.

—¿Supongo que Abba te contó la totalidad de nuestra


conversación?

—Dijo que pensaba que te ibas a tirar de la pared.

—Mentiría si dijera que no lo consideré. —Ali se estremeció al


recordar la confrontación con su padre—. Abba me dijo lo que hiciste
—dijo en voz baja—. Que me defendiste. Que fuiste tú quien lo
convenció de que me diera otra oportunidad. —Miró a su hermano—.
Si no me hubieras hablado en la tumba... —Ali se apagó. Sabía que
habría hecho algo imprudente si Muntadhir no lo hubiera detenido—.
Gracias, akhi. Verdaderamente. Si hay alguna forma en que pueda
pagarte…

Muntadhir lo rechazó.

—No tienes que agradecerme, Zaydi —se burló—. Sabía que no


eras Tanzeem. Obtienes más dinero que sentido cuando se trata de
shafit. Déjame adivinar, ¿ese fanático te contó una historia miserable
sobre huérfanos hambrientos?

Ali hizo una mueca, un hilo de vieja lealtad hacia Anas tirando de
él.

—Algo así.
Muntadhir se echó a reír.
—¿Recuerdas cuando le diste el anillo de tu abuelo a la vieja
bruja que solía pasear por las puertas del palacio? Por el Altísimo,
tenías mendigos shafit que te siguieron durante meses. —Él sacudió la
cabeza y le dirigió a Ali una sonrisa afectuosa—. Apenas llegaste a mi
hombro en ese entonces. Estaba convencido de que tu madre te
arrojaría al lago.

—Creo que todavía tengo cicatrices por la paliza que me dio.


La cara de Muntadhir se puso seria, sus ojos grises brevemente
ilegibles.

—Tienes suerte de ser el favorito, ya sabes.

—¿De quién soy el favorito? ¿De mi madre? —Ali negó con la


cabeza—. Difícilmente. Lo último que me dijo fue que hablaba su
idioma como un salvaje, e incluso eso fue hace años.

—No de tu madre —presionó Muntadhir—. Abba.

—¿Abba? —Ali se rió—. Has tomado demasiado vino si piensas


eso. Eres su emir, su primogénito. Solo soy el segundo hijo idiota en el
que no confía.

Muntadhir sacudió la cabeza.

—De ningún modo... bueno, de acuerdo, eres eso, pero también


eres el zulfiqari devoto que se supone que es un hijo Geziri, sin ser
corrompido por las deliciosas delicias de Daevabad. —Su hermano
sonrió, pero esta vez la expresión no llegó a sus ojos—. Por el Altísimo,
si le hubiera dado dinero al Tanzeem, todavía estarían recogiendo
partes ardientes de mí de las alfombras.

Había un filo en la voz de Muntadhir que incomodó a Ali. Y


aunque sabía que su hermano estaba equivocado, decidió cambiar de
tema.
—Estaba empezando a temer que fuera así como Afshin te
enviaría de regreso a Daevabad.

La cara de Muntadhir se agrió.

—Necesitaré más vino si vamos a hablar de Darayavahoush. —Se


dejó caer del borde de la pared y cruzó hacia el pabellón.

—¿Así de mal?
Su hermano regresó, dejando uno de los platos de comida y una
copa llena de vino oscuro antes de volver a subir a la pared.

—Dios, sí. Apenas come, apenas bebe, solo mira, como si


estuviera esperando el mejor momento para atacar. Era como compartir
una tienda de campaña con una víbora. Por el Altísimo, pasó tanto
tiempo mirándome, que probablemente sabe la cantidad de pelos en mi
barba. Y las constantes comparaciones de cómo las cosas fueron
mejores en su tiempo. —Puso los ojos en blanco y afectó un fuerte
acento de Divasti—. Si los Nahid aún gobernaran, los ifrit nunca se
atreverían a llegar a la frontera; si los Nahid todavía gobernaran, el
Gran Bazar estaría más limpio; si los Nahid todavía gobernaran, el vino
sería más dulce y las bailarinas más atrevidas y el mundo casi
explotaría de felicidad. —Dejó caer el acento—. Entre eso y las
tonterías de culto al fuego, casi me vuelvo loco.

Ali frunció el ceño.

—¿Qué tontería de culto al fuego?

—Llevé a algunos soldados Daeva, pensando que Darayavahoush


estaría más cómodo con su propia gente. —Muntadhir tomó un sorbo
de su vino—. Seguía incitándolos a cuidar esos malditos altares.
Cuando regresamos, todos llevaban marcas de ceniza y apenas nos
hablaban al resto de nosotros.
Eso provocó un escalofrío en la columna de Ali. Los avivamientos
religiosos entre los adoradores del fuego rara vez terminaron bien en
Daevabad. Se unió a su hermano en la pared.

—Ni siquiera podía culparlos —continuó Muntadhir—. Deberías


haberlo visto con una reverencia, Zaydi. Era aterrador. No tengo dudas
de que si su pequeña Banu Nahida no estuviera en Daevabad, nos
habría asesinado a todos dormidos con el más mínimo esfuerzo.

—¿Le dejaste tener un arma? —preguntó Ali, con voz aguda.


Muntadhir se encogió de hombros.

—Mis hombres querían saber si los Afshin estaban a la altura de


la leyenda. Siguieron preguntando.

Ali estaba incrédulo.

—Entonces les dices que no. Tú estabas a cargo, Muntadhir.


Hubieras sido responsable en todo caso...

—Estaba tratando de ganar su amistad —interrumpió su


hermano—. No lo entenderías; entrenaste con ellos en la Ciudadela y, a
juzgar por cómo hablaron de ti y de tu maldito zulfiqar, ya los tienes.

Había una amargura en la voz de su hermano, pero Ali insistió.

—No se supone que sean amigos. Se supone que debes liderar.

—¿Y dónde estaba todo este sentido común cuando decidiste


entrenar solo con el Azote de Qui-zi? ¿Crees que Jamshid no me habló
de esa idiotez?

Ali tenía poca defensa para eso.

—Fue estúpido —admitió. Se mordió el labio, recordando su


interacción violenta con el Afshin—. Dhiru... mientras estabas fuera...
¿Te pareció extraño Darayavahoush?
—¿No escuchaste nada de lo que acabo de decir?

—Eso no es lo que quiero decir. Es solo que cuando peleamos...


bueno, nunca he visto a nadie manejar magia como esa.

Muntadhir se encogió de hombros.

—Es un esclavo liberado. ¿No retienen parte del poder que tenían
cuando trabajaban para el ifrit?

Ali frunció el ceño.

—Pero, ¿cómo fue liberado? Todavía tenemos su reliquia. Y he


estado leyendo sobre esclavos... No puedo encontrar nada acerca de que
peris puedan romper una maldición ifrit. No se involucran con nuestra
gente.

Muntadhir partió una nuez en su mano y liberó la carne.

—Estoy seguro de que Abba tiene gente investigando.

—Supongo. —Ali acercó el plato y agarró un puñado de


pistachos, abrió uno de ellos y arrojó la cáscara pálida al agua negra
debajo—. ¿Abba te contó las otras buenas noticias?

Muntadhir tomó otro sorbo de vino y Ali pudo ver un temblor


furioso en sus manos.

—No me voy a casar con esa chica de rostro humano.

—Actúas como si tuvieras una opción.

—No está sucediendo.


Ali abrió otro pistacho.

—Deberías darle una oportunidad, Dhiru. Es asombrosamente


inteligente. Deberías ver lo rápido que aprendió a leer y escribir; es
increíble. Ella es un mundo más brillante que tú —agregó, agachándose
cuando Muntadhir le arrojó una nuez a la cabeza—. Puede ayudarte
con tus políticas económicas cuando seas el rey.
—Sí, eso es exactamente lo que todo hombre sueña en una
esposa —dijo Muntadhir secamente.

Ali le dirigió una mirada pareja.

—Hay cualidades más importantes para una reina que la


apariencia de pura sangre. Es encantadora. Tiene un buen sentido del
humor...

—Tal vez deberías casarte con ella.


Ese fue un golpe bajo.

—Sabes que no puedo casarme —dijo Ali en voz baja.


Los segundos hijos Qahtani —especialmente los que tienen
sangre Ayaanle— no tenían herederos legales. Ningún rey quería tantos
jóvenes ansiosos en línea para el trono.

—Además, ¿a quién más podrías querer? ¿No puedes pensar que


Abba te dejaría casarte con esa bailarina de Agnivanshi?

Muntadhir se burló:

—No seas absurdo.

—¿Entonces quién?
Muntadhir levantó las rodillas y dejó la copa vacía.

—Literalmente, cualquier otra persona, Zaydi. Manizheh es la


persona más aterradora que he conocido, y digo que acabo de pasar dos
meses con el Azotador de Qui-zi. —Se estremeció—. Perdona mi
reticencia a saltar en la cama con la chica que Abba dice que es su hija.

Ali puso los ojos en blanco.

—Eso es ridículo. Nahri no se parece en nada a Manizheh.


Muntadhir no parecía convencido.

—Aún no. Pero incluso si no lo es, todavía queda el problema más


urgente.

—¿Cuál es?

—Darayavahoush me convirtió en un alfiletero para las flechas en


mi noche de bodas.

Ali no respondió a eso. No se podía negar la cruda emoción en el


rostro de Nahri cuando vio por primera vez al Afshin en la enfermería,
ni la feroz forma protectora en que habló de ella.

Muntadhir levantó las cejas.

—Ah, no hay respuesta ahora, ¿no? —Ali abrió la boca para


protestar, y Muntadhir lo hizo callar—. Está bien, Zaydi. Acabas de
volver a las buenas gracias de Abba. Sigue sus órdenes, disfruta de tu
amistad extremadamente extraña. Chocaré solo con él. —Saltó fuera del
parapeto—. Pero ahora, si no te importa que dirija mi atención a
asuntos más placenteros... Me espera una reunión en Khanzada. —
Ajustó el collar de su túnica y le dirigió a Ali una sonrisa maliciosa—.
¿Quieren venir?

—¿Para Khanzada? —Ali hizo una mueca de disgusto—. No.


Muntadhir se echó a reír.

—Algo te tentará algún día —gritó sobre su hombro mientras se


dirigía a las escaleras—. Alguien.

Su hermano se fue, y la mirada de Ali volvió a caer sobre el


telescopio.

Serán una pareja lamentable, pensó por primera vez, recordando


la curiosidad con que Nahri había estudiado las estrellas.
Muntadhir tenía razón: a Ali le gustaba la inteligente Banu
Nahida, y sus constantes preguntas y respuestas agudas eran un
desafío extrañamente encantador. Pero sospechaba que Muntadhir no
lo haría. Es cierto que a su hermano le gustaban las mujeres; le
gustaban sonrientes y adornadas, suaves, dulces y complacientes.
Muntadhir nunca pasaría horas en la biblioteca con Nahri, discutiendo
la ética de regatear y gatear a través de estantes llenos de pergaminos
malditos. Tampoco Ali podía imaginarse a Nahri contenta de pasar
horas en un sofá, escuchando a los poetas que lamentaban sus amores
perdidos y discutiendo la calidad del vino.

Y él no será fiel a ella. Eso era evidente. A decir verdad, pocos


reyes lo fueron; la mayoría tenía múltiples esposas y concubinas,
aunque su propio padre fue una excepción, solo se casó con Hatset
después de que su primera esposa, la madre de Muntadhir, muriera. De
cualquier manera, era algo que Ali nunca cuestionó, una forma de
asegurar alianzas y la realidad de su mundo.

Pero no le gustaba imaginarse a Nahri sometida a eso.

No es tu lugar cuestionar nada de esto, reprendió mientras


levantaba el telescopio a sus ojos. No ahora y ciertamente no una vez
que se casaran. Ali no tomó el desafío de Muntadhir; nadie nunca se
opuso a los deseos de su padre por mucho tiempo.

Ali no estaba seguro de cuánto tiempo permaneció en el techo,


perdido en sus pensamientos mientras miraba las estrellas. Tal soledad
era una mercancía rara en el palacio, y el terciopelo negro del cielo, el
lejano centelleo de los lejanos soles parecían invitarlo a quedarse.
Finalmente, dejó caer el telescopio sobre su regazo, apoyándose contra
el parapeto de piedra y contemplando distraídamente el lago oscuro.

Medio dormido y perdido en sus pensamientos, a Ali le llevó unos


minutos darse cuenta de que había llegado un sirviente shafit y estaba
recogiendo las copas abandonadas y los platos de comida a medio
comer.
—¿Ha terminado con eso, mi príncipe?
Ali levantó la vista. El hombre shafit señaló el plato de nueces y la
copa de Muntadhir.

—Sí, gracias. —Ali se inclinó para quitar la lente del telescopio,


maldiciendo por lo bajo mientras se pinchaba en el filo de cristal. Había
prometido a los eruditos que empacaría el valioso instrumento él
mismo.

Algo se estrelló contra la parte posterior de su cabeza.

Ali se tambaleó. El plato de nueces cayó al suelo. Su cabeza se


sentía borrosa mientras trataba de girar; vio al sirviente shafit y el brillo
de una espada oscura...

Y luego la terrible y desgarradora equivocación de un fuerte golpe


en su estómago.

Hubo un momento de frialdad, de extrañeza, algo duro y nuevo en


el que no había habido nada en absoluto. Un silbido, como si la cuchilla
cauterizara una herida.

Ali abrió la boca para gritar cuando el dolor lo golpeó en una ola
cegadora. El criado empujó un trapo entre sus dientes, amortiguando el
sonido, y luego lo empujó con fuerza contra la pared de piedra.

Pero no era un sirviente. Los ojos del hombre se volvieron de


cobre, rojo robando su cabello negro. Hanno.

—¿No me reconociste, cocodrilo? —escupió el cambia forma.


El brazo izquierdo de Ali estaba doblado a la espalda. Trató de
empujar a Hanno con su mano libre, y en respuesta, el hombre shafit
giró la hoja. Ali gritó en el trapo, y su brazo cayó hacia atrás. La sangre
caliente se extendió por su túnica, volviendo la tela negra.

—Duele, ¿no? —se burló Hanno—. Cuchilla de hierro. Muy caro.


Irónicamente, comprado con el último de su dinero. —Empujó el
cuchillo más profundo, deteniéndose solo cuando golpeó la piedra
detrás de Ali.
Manchas negras florecieron frente a los ojos de Ali. Se sentía
como si su estómago estuviera lleno de hielo, hielo que extinguía
constantemente el fuego que habitaba en su interior. Desesperado por
sacar la espada, trató de arrodillar al otro hombre en el estómago, pero
Hanno lo evadió fácilmente.

—Dale tiempo, me dice Rashid. Como si todos fuéramos pura


sangre con siglos para reflexionar sobre lo que está bien y lo que está
mal. —Hanno presionó su peso sobre el cuchillo, y Ali dejó escapar otro
grito ahogado—. Anas murió por ti.

Ali se apresuró a empujar con la camisa de Hanno. El hombre de


Tanzeem sacó el cuchillo y lo lanzó más alto, peligrosamente cerca de
sus pulmones.

Hanno pareció leer sus pensamientos.

—Sé cómo matar pura sangre, Alizayd. No te dejaría medio


muerto y me arriesgaría a que te apresuraran a que Nahid, que adora el
fuego, diga que estás follando en la biblioteca. —Se inclinó cerca, con
los ojos llenos de odio—. Se cómo... pero vamos a hacer esto
lentamente.

Hanno cumplió con la amenaza, empujando el cuchillo más alto


con una prisa tan exagerada y agonizante que Ali juraría que sintió
cada lágrima nerviosa individual.

—Tuve una hija, ya sabes —comenzó Hanno, la pena robando


sus ojos—. Casi de tu edad. Bueno no... nunca tuvo tu edad. ¿Te
gustaría saber por qué, Alizayd? —Movió la espada y Ali jadeó—. ¿Te
gustaría saber qué pura sangre como tú le hizo a ella cuando era solo
una niña?

Ali no pudo encontrar las palabras para disculparse. Para


suplicar. El trapo se le cayó de la boca, pero no importó. Todo lo que
pudo hacer fue llorar cuando Hanno volvió a torcer el cuchillo.
—¿No? —preguntó el cambia forma—. Está bien. Es una historia
que mejor le cuento al rey. Tengo la intención de esperarlo, ya sabes.
Quiero ver su rostro cuando encuentre estas paredes cubiertas de tu
sangre. Quiero que se pregunte cuántas veces gritaste para que viniera
a salvarte. —Su voz se quebró—. Quiero que tu padre sepa cómo se
siente.

Había un charco de sangre a los pies de Ali. Hanno lo sujetó con


fuerza, aplastándole la mano izquierda. Algo le picó en el interior de la
palma.

La lente de cristal del telescopio.

—¿Emir-joon? —Escuchó una voz familiar desde las escaleras—.


Muntadhir, ¿sigues aquí? He estado buscando...

Jamshid e-Pramukh salió de la escalera, con una botella de vino


azul colgando de una mano. Se quedó inmóvil ante la sangrienta
escena.

Hanno liberó el cuchillo con un gruñido.

Ali golpeó su frente contra la del otro hombre.

Tomó toda la fuerza que pudo reunir, lo suficiente como para


hacer girar su propia cabeza y sacar una grieta sorda del cráneo de
Hanno. El cambia forma se tambaleó. Ali no lo dudó. Golpeó con fuerza
con la lente de cristal y le abrió la garganta.

Hanno retrocedió tambaleándose, sangre roja oscura saliendo de


su garganta. El hombre shafit parecía confundido y un poco asustado.
Ciertamente ya no parecía un aspirante a asesino; parecía un padre
roto y afligido cubierto de sangre. Sangre que nunca había sido lo
suficientemente negra para Daevabad.

Pero aún sostenía el cuchillo. Se tambaleó hacia Ali.


Jamshid fue más rápido. Levantó la botella de vino y la estrelló
sobre la cabeza de Hanno.

Hanno cayó y Jamshid atrapó a Ali mientras caía.

—¡Alizayd, Dios mío! Eres tú... —Miró horrorizado sus manos


ensangrentadas y luego bajó a Ali a una posición sentada—. ¡Voy a
conseguir ayuda!

—No —dijo Ali, croando la palabra, saboreando la sangre en su


boca. Agarró el collar de Jamshid antes de que pudiera levantarse—.
Deshazte de él.

La orden salió en un gruñido, y Jamshid se puso rígido.

—¿Qué?
Ali luchó por respirar. El dolor en su estómago se desvanecía.
Estaba bastante seguro de que estaba a punto de desmayarse, o morir,
una posibilidad que probablemente debería haberlo molestado más de
lo que lo hizo. Pero estaba concentrado en una sola cosa: el asesino del
traje que yacía a sus pies, su mano agarrando una espada mojada con
sangre Qahtani. Su padre asesinaría a cada sangre mezclada en
Daevabad si veía esto.

—Hazlo... Deshazte de él —exhaló Ali—. Es una orden.


Vio a Jamshid tragar, sus ojos negros se movieron entre Hanno y
la pared.

—Sí, mi príncipe.
Ali se apoyó contra la piedra, la pared estaba helada en
comparación con la sangre que empapaba su ropa. Jamshid arrastró a
Hanno al parapeto; hubo un chapoteo distante. Los bordes de su visión
se oscurecieron, pero algo brilló en el suelo, atrayendo su atención. El
telescopio.

—N-Nahri... —Ali dijo, arrastrando las palabras, mientras


Jamshid regresaba—. Sólo... Nahri... —Y entonces el suelo se apresuró
a encontrarse con él.
24
Nahri
Traducido por aelinfirebreathing

Urgente.
La palabra resonó por la mente de Nahri, atando nudos en su
estómago mientras se apresuraba de regreso a la enfermería. No estaba
preparada para nada urgente; de hecho, estaba tentada a aligerar su
paso. Mejor que alguien muera esperando antes de ser asesinada
directamente por su incompetencia.

Nahri empujó abierta la puerta de la enfermería.

—Está bien, Nisreen, ¿qué…? —Abruptamente cerró la boca.

Ghassan al Qahtani estaba sentado al lado de uno de sus


pacientes, un Geziri del clero pasado su tercer siglo quien lentamente se
estaba volviendo carbón. Nisreen dijo que era una condición bastante
común entre los ancianos, fatal si no se trataba. Nahri había señalado
que tener trescientos años era una condición que pronto debería
volverse fatal, pero atendió al hombre de todas formas, situándolo cerca
de un vaporizador de vapor y dándole una dosis de lodo aguado
encantado por un encantamiento por el que Nisreen la había guiado.
Había estado en la enfermería por unos cuantos días, y había parecido
bien cuando ella se fue: dormido rápidamente, con la quemadura
contenida en sus pies.

Un escalofrío recorrió su columna mientras observaba el aprecio


con el que el rey apretaba la mano del sheikh. Nisreen estaba parada
detrás de ellos. Había una advertencia en sus ojos negros.
—Su Majestad —tartamudeó Nahri. Rápidamente unió sus
palmas y luego, decidiendo que no haría daño, se inclinó—.
Discúlpeme… No me di cuenta de que estaba aquí.

El rey sonrió y se puso de pie.

—No necesita disculparse, Banu Nahida. Escuché que mi sheikh


no estaba bien y vine a ofrecer mis oraciones. —Se volvió al viejo y tocó
sus hombros, añadiendo algo en Geziriyya. Su paciente ofreció una
respuesta como un silbido, y Ghassan se rio.

Él se acercó, y ella se vio forzada a sostener su mirada.

—¿Disfrutaste tu noche con mis hijos? —preguntó.

—Mucho. —Su piel hormigueó; podía jurar que sentía el poder


literalmente radiando fuera de él. No pudo resistirse de añadir—: Estoy
segura de que Allzayd reportará todo luego.

Los ojos grises del rey centellearon, divertido por su descaro.

—Verdaderamente, Banu Nahida. —Hizo un gesto al anciano—.


Por favor, haz lo que puedas por él. Descansaré más fácil sabiendo que
mi maestro está en las manos de la hija de Banu Manizheh.

Nahri se inclinó de nuevo, esperando hasta que escuchara la


puerta cerrarse para apresurarse al lado del sheikh. Rezó para no haber
dicho o hecho ya algo grosero frente a él, pero sabía que era poco
probable: la enfermería la ponía de un humor de perros.

Forzó una sonrisa.

—¿Cómo se está sintiendo?

—Mucho mejor —dijo con voz rasposa—. Alabado sea Dios, mis
pies finalmente dejaron de doler.
—Hay algo que debes ver —dijo Nisreen suavemente. Levantó la
sábana del sheikh, bloqueando su vista para que Nahri pudiera
examinar sus pies.

Habían desaparecido.

No solo habían desaparecido —reducidos a cenizas— sino que la


infección había subido por sus piernas para echar raíces en sus muslos
flacuchos. Una línea negra ardiente se escapaba hacia su cadera
izquierda, y Nahri tragó, tratando de esconder su horror.

—M-me alegra escuchar que se está sintiendo mejor —dijo con


tanto ánimo como pudo convocar—. Si usted solo… ah, déjeme
consultar con mi asistente.

Arrastró a Nisreen fuera de su zona de audición.

—¿Qué sucedió? —siseó—. ¡Dijiste que lo habíamos arreglado!

—No dije tal cosa —le corrigió Nisreen, luciendo indignada—. No


hay cura para su condición, especialmente a su edad. Solo puede ser
tratada.

—¿Cómo es eso, tratarlo? ¡El encantamiento parece haberlo


puesto peor! —Nahri tembló nerviosamente—. ¿No acabas de escuchar
al rey cacareando de alegría sobre cómo está en tan buenas manos?

Nisreen la acorraló hacia los estantes de boticario.

—Confía en mí, Banu Nahri, el Rey Ghassan sabe cuán seria es la


situación. La condición del Sheikh Auda es familiar para nuestra gente.
—Suspiró—. La quemadura está avanzando rápidamente. Envié un
mensajero para buscar a su esposa. Solo trataremos de mantenerlo tan
cómodo como sea posible hasta entonces.

Nahri miró fijamente a Nisreen.

—¿Qué quieres decir? Debe haber algo que podamos probar.

—Está muriendo, Banu Nahida. No pasará la noche.


—Pero…

—No puedes ayudarlos para nada. —Nisreen dejó una mano


confortante sobre su hombro—. Y es un anciano. Ha vivido una vida
buena y larga.

Eso puede haber sido el caso, pero Nahri no podía evitar pensar
sobre cuán afectuosamente había hablado Ghassan sobre el otro
hombre.

—Parece ser que mi próximo fracaso será un amigo del rey.

—¿Es eso lo que te está preocupando? —La simpatía se


desvaneció del rostro de su asistente—. ¿Podrías no poner las
necesidades de tu paciente por encima de las tuyas por una vez? Y aún
no has fallado. Ni siquiera hemos comenzado.

—¡Acabas de decir que no había nada que pudiéramos hacer!

—Trataremos de mantenerlo vivo hasta que su esposa llegue. —


Nisreen se dirigió hacia los estantes de boticario—. Se sofocará cuando
la infección alcance sus pulmones. Hay un procedimiento que le dará
un poco más de tiempo, pero es muy preciso y tendrás que ser la que lo
haga.

A Nahri no le gustaba cómo sonaba eso. No había intentado otro


procedimiento avanzado desde que casi estranguló a la mujer Daeva
con la salamandra.

Renuentemente siguió a Nisreen. En la luz de las antorchas


parpadeantes y la ardiente fogata, su botica lucía viva. Varios
ingredientes se sacudían y temblaban tras los estantes de cristal con
polvo y salpicados de arena, y Nahri hizo lo mismo ante la vista.
Extrañaba la botica de Yaqub, llena de reconocibles —y confiablemente
muertos— suministros. Jengibre para la indigestión, sabia para sudores
nocturnos, cosas que sabía cómo usar. No gases venenosos, cobras
vivas, y un fénix entero disuelto en miel.
Nisreen sacó un par de pinzas delgadas plateadas de su delantal
y abrió una pequeña gaveta. Cuidadosamente sacó un reluciente tubo
de cobre cerca del tamaño de una mano y delgado como un cigarro. Lo
sostuvo con la mano extendida, alejándose de un sobresalto cuando
Nahri trató de alcanzarlo.

—No lo toques directamente con tu piel —advirtió—. Está hecho


por Geziri, del mismo material que sus cuchillos de zulfiqar. No se
puede curar esa herida.

Nahri echó su mano hacia atrás.

—¿Ni siquiera para un Nahid?

Nisreen le dio una mirada ensombrecida.

—¿Cómo crees que la gente de tu príncipe tomó Daevabad de tus


ancestros?

—¿Entonces qué se supone que haga con eso?

—Lo insertarás dentro de sus pulmones y luego su garganta para


aliviar algo de presión mientras su capacidad de respirar es quemada.

—¿Quieres que lo apuñale con un arma Geziri mágica que


destruye la piel de los Nahid? —¿De repente Nisreen había desarrollado
sentido del humor?

—No —dijo simplemente su asistente—. Quiero que lo insertes en


sus pulmones y luego en su garganta para aliviar algo de presión
mientras su capacidad de respirar se quema. Su esposa vive al otro lado
de la ciudad. Temo que tomará tiempo alcanzarla.

—Bueno, Dios quiera, que se mueva más rápido que él. Porque no
voy a hacer nada con ese tubito asesino.

—Sí, lo harás —dijo Nisreen, reprochándola—. No vas a negarle a


un hombre un último adiós con su amada porque tienes miedo. Eres la
Banu Nahida; esta es tu responsabilidad. —La empujó pasándola—.
Prepárate. Lo tendré listo para el procedimiento.
—Nisreen…

Pero su asistente ya estaba regresando al lado del hombre


enfermo. Nahri se enjuagó rápidamente, sus manos temblaban
mientras observaba a Nisreen ayudar al sheikh a tomar un sorbo de
una taza de té caliente. Cuando gimió, presionó un paño fresco sobre su
frente.

Ella debería ser la Banu Nahida. No era la primera vez que se le


había ocurrido esa idea a Nahri. Nisreen se preocupaba por sus
pacientes como si fueran miembros de su familia. Era cordial y cálida,
segura de sus habilidades. Y a pesar de sus frecuentes quejas sobre los
Geziri, no había muestras de perjuicio mientras atendía al anciano.
Nahri observaba, tratando de aplastar los celos llameando en su pecho.
Qué no daría para sentirse competente de nuevo.

Nisreen levantó la vista.

—Estamos listos para ti, Banu Nahri. —Bajó la mirada hacia el


clérigo—. Va a doler. ¿Está seguro de que no quiere algo de vino?

Sacudió la cabeza.

—N-no —consiguió decir, su voz estaba temblando. Echó un


vistazo hacia la puerta, el movimiento obviamente estaba causándole
dolor—. ¿Cree que mi esposa…? —Dejó salir una toz rota y profunda.

Nisreen apretó su mano.

—Le daremos tanto tiempo como podamos.

Nahri se mordió el interior de la mejilla, afectada por el estado


emocional del hombre. Estaba acostumbrada a buscar la debilidad con
miedo, por credulidad en el sufrimiento. No tenía idea de cómo entablar
una charla casual con alguien sobre morir. Pero, aun así, se acercó,
forzando lo que esperó fuera una sonrisa confiada.

Los ojos del sheikh parpadearon hacia ella. Su boca se retorció,


como si estuviese tratando de devolverle su sonrisa, y luego jadeó,
soltando la mano de Nisreen.
Su asistente estaba a sus pies en un instante. Separó la túnica
del hombre para revelar un pecho ennegrecido, con la piel ardiendo. Un
olor agudo, séptico, llenó el aire mientras los dedos precisos de Nisreen
se apresuraban por su esternón y luego ligeramente a la izquierda.

Parecía no molestarle la vista.

—Trae la bandeja hasta aquí y pásame un bisturí.

Nahri lo hizo, y Nisreen hundió el bisturí en el pecho del hombre,


ignorando su jadeo mientras cortaba una sección de piel ardiente. Abrió
la piel con mordazas y le hizo señas a Nahri para que se acercara.

—Ven aquí.

Nahri se inclinó sobre la cama. Justo debajo de la sangre negra


espumosa había una masa inflada de tejido oro levemente brillante.
Ondeó suavemente, ralentizándose mientras tomó una coloración
pálida.

—Dios mío —se maravilló—. ¿Esos son sus pulmones?

Nisreen asintió.

—Hermosos, ¿no? —Tomó las pinzas sosteniendo el tubo de cobre


y lo sostuvo fuera para Nahri—. Apunta al centro e insértalo
suavemente. No vayas más profundo de un pelo o dos.

Su breve sensación de asombro se desvaneció. Nahri miró entre el


tubo y los pulmones lánguidos del hombre. Tragó en seco, de repente
encontrando difícil respirar.

—Banu Nahida —dijo Nisreen con rapidez, su voz era urgente.

Nahri tomó las pinzas y sostuvo el tubo sobre el tejido delicado.

—N-no puedo —susurró—. Voy a lastimarlo.

Su piel brilló de repente, sus pulmones colapsando volviéndose


polvo mientras las cenizas ardientes se movían hacia su cuello. Nisreen
rápidamente hizo a un lado su larga barba, exponiendo su cuello.
—La garganta entonces, es su única oportunidad. —Cuando
dudó, Nisreen la miró con intensidad—. ¡Nahri!

Nahri se movió, trayendo el tubo velozmente abajo hacia donde


Nisreen señalaba. Entró tan fácil como un cuchillo en mantequilla.
Sintió un momento de alivio.

Y luego se hundió más profundo.

—¡No, no lo hagas! —Nisreen agarró las pinzas mientras Nahri


trataba de jalar el tubo de vuelta hacia arriba. Un sonido terrible de
succión vino de la garganta del sheikh. La sangre burbujeó y se calentó
en sus manos, y todo su cuerpo convulsionó.

Nahri entró en pánico. Sostuvo sus manos contra su garganta,


desesperadamente tratando de obligar que la sangre se detuviese. Sus
ojos aterrorizados se clavaron en los de ella.

—Nisreen, ¿qué hago? —gritó. El hombre convulsionó de nuevo,


más violentamente.

Y luego se había ido.

Lo supo inmediatamente; el débil latido de su corazón se sacudió


y se detuvo, y la chispa inteligente salió con un parpadeo de su mirada
gris. Su pecho se hundió, y el tubo hizo un silbido, el aire finalmente
escapando.

Nahri no se movió, incapaz de mirar lejos del rostro torturado del


hombre. Una lágrima salió de sus dispersas pestañas.

Nisreen le cerró los ojos.

—Se ha ido, Banu Nahida —dijo con suavidad—. Lo intentaste.

Lo intenté. Nahri había hecho un infierno los últimos momentos


con vida de este hombre. Su cuerpo estaba destrozado, su mitad
inferior quemada, su garganta sangrienta abierta.
Dio un paso tembloroso hacia atrás, alcanzando a echar un
vistazo a su propia ropa chamuscada. Sus manos y sus muñecas
estaban cubiertas de sangre y cenizas. Sin otra palabra, cruzó hasta el
lavabo y comenzó a frotar sus manos con fiereza. Podía sentir los ojos
de Nisreen sobre su espalda.

—Deberíamos limpiarlo antes de que su esposa llegue aquí —dijo


su asistente—. Tratar de…

—¿Hacer parecer que no lo maté? —interrumpió Nahri. No se dio


la vuelta; la piel de sus manos escocía mientras las restregaba
vigorosamente.

—No lo mataste, Banu Nahri. —Nisreen se unió a ella en el


lavadero—. Iba a morir. Era solo cuestión de tiempo. —Fue a dejar una
mano sobre el hombro de Nahri, y ella se alejó bruscamente.

—No me toques. —Podía sentirse perdiendo el control—. Esto es


tu culpa. Te dije que no podía usar ese instrumento. Te he estado
diciendo desde que llegué que no estaba lista para tratar pacientes. Y
no te importó. ¡Solo seguiste presionándome!

Nahri vio algo romperse en el rostro de la mujer mayor.

—¿Crees que quiero hacerlo? —preguntó, su voz extrañamente


desesperada—. ¿Crees que estaría presionándote si tuviera cualquier
otra opción?

Nahri fue tomada desprevenida.

—¿A qué te refieres?

Nisreen colapsó en una silla cercana, dejando su cabeza caer en


sus manos.

—El rey no estaba aquí solo para ver a un viejo amigo, Nahri.
Estaba aquí para contar las camas vacías y preguntar por qué no estás
tratando más pacientes. Hay una lista de espera, veinte páginas y
contando, por turnos contigo. Y esos son solo los nobles, el Creador solo
sabe cuántos otros en la ciudad necesitan tus habilidades. Si fuera lo
que los Qahtanis quisiesen, cada cama aquí estaría llena.
—¡Entonces la gente necesita ser más paciente! —apuntó Nahri—.
Daevabad duró veinte años sin un sanador, seguramente puede esperar
un poco más. —Se inclinó contra el lavabo—. Dios mío, incluso los
médicos humanos estudian por años, y están lidiando con resfriados,
no maldiciones. Necesito más tiempo para ser debidamente entrenada.

Nisreen soltó una risa seca sin humor.

—Nuca serás debidamente entrenada. Puede que Ghassan quiera


la enfermería llena, pero estaría complacido si tus habilidades nunca
fueran más allá de lo básico. Probablemente sería más feliz si la mitad
de tus pacientes murieran. —Cuando Nahri frunció el ceño, su
asistente se enderezó, observándola sorprendida—. ¿No entiendes lo
que está pasando aquí?

—Aparentemente no en lo más mínimo.

—Te quieren débil, Nahri. Eres la hija de Banu Manizheh.


Marchaste hacia Daevabad con Darayavahoush e-Afshin a tu lado el día
que una multitud de shafit trató de irrumpir en el Barrio Daeva. Casi
mataste a una mujer por la irritación… ¿no notaste que tus guardias se
duplicaron luego de ese día? ¿Crees que los Qahtanis quieren dejarte
entrenar? —Nisreen le dio una mirada con incredulidad—. Deberías
estar feliz porque no eres forzada a llevar esposas de hierro cuando
visitas a su príncipe.

—Yo… Pero me dejan tener la enfermería. Perdonaron a Dara.

—El rey no tuvo otra opción más que perdonar a Darayavahoush,


es amado entre nuestra gente. Si los Qahtanis lastimaran un cabello de
su cabeza, la mitad de la ciudad se alzaría. ¿Y en cuanto a la
enfermería? Es simbólico, la igual que tú. El rey quiere un curandero
Nahid como un pastor quiere a su perro, ocasionalmente útil, pero
completamente dependiente.

Nahri se puso rígida del enojo.

—No soy el perro de nadie.


—¿No? —Nisreen se cruzó de brazos, sus muñecas todavía
cubiertas de ceniza y sangre—. ¿Entonces por qué estás jugando en sus
manos?

—¿De qué estás hablando?

Nisreen se acercó.

—No hay cómo esconder tu falta de progreso en la enfermería,


niña —advirtió—. Ignoras completamente a los Daeva que vienen a
verte en el Gran Templo, y luego te marchas echa una furia sin una
palabra. Descuidas tu altar de fuego, comes carne en público, pasas
todo tu tiempo libre con ese fanático Qahtani… —Su rostro se
oscureció—. Nahri, nuestra tribu no se toma a la ligera la deslealtad;
hemos sufrido mucho a manos de nuestros enemigos. Los Daeva que
son sospechosos de colaboración… la vida no es fácil para ellos.

—¿Colaboración? —Nahri no se lo creía—. Quedarse en buenos


términos con la gente en el poder no es colaboración, Nisreen. Es
sentido común. Y si yo comiendo kebab le molesta a un montón de
chismosos adoradores del fuego…

Nisreen jadeó.

—¿Qué dijiste?

Muy tarde Nahri recordó que los Daeva odiaban ese término.

—Oh, vamos, Nisreen, es solo una palabra. Sabes que no quería…

—¡No es solo una palabra! —Puntos rojos furiosos florecieron en


las mejillas pálidas de Nisreen—. Ese insulto ha sido usado para
demonizar a nuestra tribu por siglos. Es lo que la gente escupe cuando
rasgan los velos de nuestras mujeres y golpean a nuestros hombres. Es
con lo que las autoridades nos acusan cuando sea que quieren hacer
redadas en nuestras casas o apoderarse de nuestras propiedades. Que
tú, de todas las personas, la uses…

Su asistente se levantó, caminando más adentro de la enfermería


con sus manos enlazadas tras su cabeza. Se volteó a ver a Nahri.
—¿Si quiera quieres mejorar? ¿Cuántas veces te he dicho cuán
importante es la intención cuando curas? ¿Qué tan crítico es creer
cuando se usa la magia? —Abrió sus manos, haciendo un gesto a la
enfermería rodeándolas—. ¿Crees en algo de esto, Banu Nahri? ¿Te
preocupas algo por nuestra gente? ¿Nuestra cultura?

Nahri bajó la mirada, con un sonrojo culpable llenando sus


mejillas. No. Odiaba cuán rápido saltó la respuesta a su mente, pero era
la verdad.

Nisreen debe haber sentido su incomodidad.

—No lo creí. —Tomó la manta arrugada que yacía abandonada al


pie de la cama del sheikh y silenciosamente la esparció sobre su cuerpo,
sus dedos permanecieron en su frente. Cuando miró hacia arriba, había
una desesperación abierta en su rostro—. ¿Cómo puedes ser la Banu
Nahida cuando no te importa nada la forma de vida que nuestros
ancestros crearon?

—¿Y frotar mi cabeza en ceniza y desperdiciar la mitad del día


atendiendo a un altar de fuego va a hacerme una mejor curandera? —
Nahri se alejó de un empujón del lavabo con el ceño fruncido. ¿Nisreen
creía que no se sentía lo suficientemente mal por el sheikh?—. Mi mano
resbaló, Nisreen. ¡Se resbaló porque debía haber practicado ese
procedimiento cien veces antes de que me dejaran estar cerca de ese
hombre!

Bahri sabía que debía parar, pero agitada y frustrada,


alimentándose de las expectaciones imposibles lanzadas en sus
hombros en el momento que hubo entrado en el Daevabad, presionó:

—¿Quieres saber qué es lo que pienso de la fe Daeva? Creo que es


un timo. Un montón de rituales excesivamente complicados diseñados
para adorar a las propias personas que lo crearon. —Apretó su delantal
hasta hacerlo una bola enojada—. No me sorprende que los djinn
ganaran la guerra. Los Daeva probablemente estaban tan ocupados
rellenando lámparas de aceite e inclinándose ante una horda de Nahid
burlones que ni siquiera se dieron cuenta de que los Qahtanis los
invadieron hasta…
—¡Suficiente! —dijo Nisreen abruptamente. Lucía más molesta de
lo que Nahri la hubiera visto nunca—. Los Nahid sacaron a nuestra
raza entera de la esclavitud humana. Fueron los únicos lo
suficientemente valientes para luchar contra los ifrit. Construyeron esta
ciudad, esta ciudad mágica con ninguna rival en el mundo, para
gobernar un imperio que cubrió continentes. —Se acercó, sus ojos con
tremenda intensidad—. Y cuando tus queridos Qahtanis llegaron,
cuando las calles estaban bañadas de negro con sangre Daeva y el aire
pesado con los gritos de niños moribundos y mujeres violadas… esta
tribu de adoradores de fuego sobrevivió. Lo sobrevivimos todo. —Su
boca se torció en disgusto—. Y nos merecemos algo mejor que tú.

Nahri apretó los dientes. Las palabras de Nisreen habían


encontrado su objetivo, pero se negaba a concederle tal cosa.

En cambio, lanzó su delantal a los pies de la mujer más vieja.

—Buena suerte encontrando un reemplazo. —Y luego, evitando la


vista del hombre que acababa de matar, se dio la vuelta y salió echa
una furia.

Nisreen la siguió.

—Su esposa está llegando, no puedes solo irte. ¡Nahri! —gritó


mientras Nahri abría la puerta a su recámara—. Regresa y…

Nahri tiró la puerta en la cara de Nisreen.

El cuarto estaba oscuro —como era usual, había dejado que el


altar de fuego se apagara— pero a Nahri no le importaba. Se tambaleó
hasta la cama, cayendo de cara sobre el edredón suave, y por primera
vez desde que llegó a Daevabad, probablemente por primera vez en una
década, se permitió sollozar.
No podía decir cuánto tiempo pasó. No durmió. Nisreen llamó a
su puerta al menos media docena de veces, rogándole suavemente que
volviera afuera. Nahri la ignoró. Se dobló haciéndose una bola en la
cama, mirando fijamente sin interés al enorme paisaje pintado en la
pared.

Zariaspa, alguien le dijo una vez, el mural pintado por su tío,


aunque el título familiar se sentía más falso que nunca. Estas personas
no eran suyas. Esta ciudad, esta fe, su supuesta tribu… eran
desconocidos y extraños. De repente se vio tentada a destruir la
pintura, a derribar el altar de fuego, a deshacerse de cada recordatorio
de este deber que nunca había pedido. El único Daeva que le
preocupaba la había rechazado; no quería tener nada que ver con el
resto.

Como una señal, los golpecitos en la puerta comenzaron de


nuevo, un ligero toque en la puerta de servicio raramente usada. Nahri
lo ignoró por unos pocos segundos, volviéndose más molesta en silencio
mientras continuó, firme como una tubería chorreando. Finalmente,
apartó su manta a un lado y se puso de pie con rapidez, dando
pisotones fuertes hasta la puerta y abriéndola de golpe.

—¿Qué pasó ahora, Nisreen? —dijo bruscamente.

Pero no era Nisreen en la puerta. Era Jamishid e-Pramukh, y


lucía aterrorizado.

Se tambaleó hacia adentro sin invitación, inclinado bajo el peso


de un enorme saco sobre su hombro.

—Lo siento mucho, Banu Nahida, pero no tuve elección. Él


insistió que viniera directamente hacia ti. —Soltó el saco en su cama y
chasqueó los dedos, flamas surgieron entre ellos para iluminar la
habitación.

No era un saco lo que había soltado sobre su cama.

Era Alizayd al Qahtani.


Nahri estuvo al lado de Ali en segundos. El príncipe estaba
inconsciente y cubierto de sangre, ceniza pálida cubría su piel.

—¿Qué sucedió? —dijo en un jadeo.

—Fue apuñalado. —Jamshid sostuvo un cuchillo largo, la hoja


oscurecida con sangre—. Encontré esto. ¿Crees que puedes curarlo?

Una ola de miedo barrió su interior.

—Llévalo a la enfermería. Traeré a Nisreen.

Jamshid se movió para bloquearla.

—Dijo que solo tú.

Nahri estaba incrédula.

—¡No me importa lo que dijo! Apenas estoy entrenada; ¡no voy a


curar al hijo del rey sola en mi habitación!

—Creo que deberías intentarlo. Fue bastante obstinado, y Banu


Nahida… —Jamshid le echó un vistazo al príncipe inconsciente y luego
bajó la voz—. Cuando un Qahtani da una orden en Daevabad…
obedeces. —Habían pasado a hablar Divasti sin que se diera cuenta, y
las palabras oscuras en su lengua nativa enviaron un escalofrío por sus
venas.

Nahri tomó el cuchillo ensangrentado y lo trajo cerca de su rostro.


Hierro, aunque no olía nada que indicara veneno. Tocó la hoja. No
centelleó, prendió en llamas, o evidenció ninguna clase de malicia
mágica maldita.

—¿Sabes si está maldito?

Jamshid sacudió la cabeza.

—Lo dudo. El hombre que lo atacó era shafit.


¿Shafit? Nahri tranquilizó su curiosidad, su atención concentrada
solo en Ali. Si es una herida normal, no debería importar que sea un
djinn. Has curado heridas como esta en el pasado.

Se arrodilló al lado de Ali.

—Ayúdame a quitar su camisa. Necesito examinarlo.

La túnica de Ali estaba tan destruida que fue un pequeño


esfuerzo rasgarla para terminar de abrirla. Podía ver tres heridas
dentadas, incluyendo una que parecía ir todo el camino hasta su
espalda. Presionó sus palmas contra la más grande y cerró los ojos.
Recordó cómo había salvado a Dara y trató de hacer lo mismo,
obligando a Ali a sanar e imaginando la piel saludable y completa.

Se preparó para las visiones, pero ninguna vino. En cambio,


captó la esencia de agua salada, y un sabor salado llenó su boca. Pero
sus intenciones debieron haber estado claras; la herida hizo un
movimiento pequeño bajo sus dedos, y Ali tembló, dejando salir un
gemido bajo.

—Por el Creador… —susurró Jamshid—. Esto es extraordinario.

—Sujétalo firme —advirtió—. No he terminado.

Levantó sus manos. La herida había comenzado a cerrarse, pero


su piel todavía estaba descolorada y lucía casi porosa. Ligeramente tocó
su piel, y sangre negra espumosa salió a la superficie, como
presionando una esponja enjabonada. Cerró los ojos y lo intentó de
nuevo, pero siguió igual.

Aunque la habitación estaba fresca, sudor salió de su piel, tanto


que sus dedos se volvieron resbaladizos. Secándolos en su camisa, se
movió hacia las otras heridas, el sabor salado intensificándose. Ali no
había abierto los ojos, pero el ritmo de su corazón se estabilizó bajo la
punta de sus dedos. Tomó una respiración temblorosa, y Nahri se
empinó sobre sus talones para examinar su trabajo medio completo.
Algo parecía mal. ¿Tal vez es el hierro? Dara le había dicho en su
viaje que el hierro podía debilitar a los purasangres.

Podría darle puntos. Había hecho algunos puntos con Nsireen,


usando hilo plateado tratado con alguna especie de encantamiento. Se
suponía que tuviera cualidades de restauración y parecía valer el
intento. Ali no parecía que fuera a colapsar y morir si se tomaba unos
minutos para traer algunos suministros de la enfermería. Pero era
todavía una suposición. Por todo lo que sabía, sus órganos estaban
destruidos y filtrándose en su cuerpo.

Ali murmuró algo en Geziriyya y sus ojos grises lentamente se


abrieron, volviéndose amplios y confusos mientras analizaba la
habitación que no le era familiar. Trató de sentarse, soltando una
bocanada grave de dolor.

—No te muevas —le advirtió—. Has sido herido.

—Yo… —Su voz salió en un graznido, y luego vio su mirada caer


sobre el cuchillo. Con su rostro arrugado, una sombra devastadora se
apoderó de sus ojos—. Oh.

—Ali. —Tocó su mejilla—. Voy a buscar algunos suministros de la


enfermería, ¿está bien? Quédate aquí con Jamshid. —El guardia Daeva
no lucía particularmente satisfecho por eso, pero asintió, y ella salió.

La enfermería estaba en silencio; los pacientes que no había


matado, durmiendo, y Nisreen no estaba por ahora. Nahri puso una olla
de agua a hervir sobre las cenizas relucientes en el fuego y luego buscó
el hilo plateado y unas cuantas agujas, todo el tiempo ignorando
deliberadamente la cama ahora vacía del sheikh.

Cuando el agua llegó a hervir, añadió una cuchara llena de betún


lodoso, algo de miel, y sal, siguiendo una de las recetas farmacéuticas
que Nisreen le había enseñado. Después de un momento de duda,
desmoronó dentro una cápsula de opio preparado. Sería más fácil
hacerle los puntos a Ali si estaba calmado.
Su mente corrió rampante con especulación. ¿Por qué Ali
posiblemente querría esconder un atentado contra su vida? Estaba
sorprendida de que el rey mismo no estuviera en la enfermería para
asegurar que su hijo recibiera el mejor tratamiento, mientras la Guardia
Real barría la ciudad, echando puertas abajo y rondando a shafit en
búsqueda de conspiradores.

Tal vez por eso es que quiere mantenerlo en silencio. Era obvio que
Ali tenía un punto sensible por los shafit. Pero no estaba a punto de
quejarse. Justo unas pocas horas antes, temía que Ghassan la
castigaría por matar accidentalmente al sheikh. Ahora su hijo más joven
—su favorito, de acuerdo a algunos chismes que había escuchado—
estaba escondido en su habitación, su vida en sus manos.

Balanceando sus suministros y el té, Nahri metió un aguamanil


de cobre bajo un brazo y se dirigió de regreso a su habitación. Abrió la
puerta de costado. Ali estaba en la misma posición que había estado
cuando se fue. Jamshid caminaba por la recámara, luciendo como si se
arrepintiera dolorosamente cualquier cadena de eventos que lo había
traído hasta este momento.

Levantó la vista cuando ella se aproximó y rápidamente cruzó


para tomar la bandeja de suministros. Ella asintió hacia una mesa baja
frente a la chimenea.

La puso abajo.

—Voy a traer a su hermano —susurró en Divasti.

Ella observó a Ali. El príncipe cubierto de sangre parecía estar en


shock, sus manos temblorosas recorriendo las sábanas arruinadas.

—¿Estás seguro de que es una buena idea?

—Mejor que dos Daeva siendo atrapados tratando de cubrir un


atentado contra su vida.

Excelente punto.

—Se rápido.
Jamshid se fue, y Nahri regresó a la cama.

—¿Ali? Ali —repitió cuando no contestó. Se sobresaltó, y se movió


hacia él—. Ven más cerca del fuego. Necesito la luz.

Asintió, pero no se movió.

—Vamos —dijo gentilmente, poniéndolo sobre sus pies. Él soltó


un siseo bajo de dolor, con un brazo aferrado contra su estómago.

Lo ayudó hasta el sofá y presionó la copa humeante en sus


manos.

—Bebe. —Se apoyó sobre la mesa, y organizó su hilo y agujas,


luego fue hacia su hammam para buscar una pila de toallas. Cuando
regresó, Ali había abandonado la taza de té y estaba drenando el
aguamanil entero. Lo dejó caer sobre la mesa con un choque vacío.

Levantó una ceja.

—¿Sediento?

Asintió.

—Lo siento. Lo vi, y yo… —Lucía mareado, ya fuera por el opio o


la herida, no lo sabía—. No pude detenerme.

—Probablemente no queda casi nada de líquido en tu cuerpo —


respondió. Se sentó y ensartó la aguja. Ali todavía estaba sosteniendo
su lateral—. Mueve tu mano —dijo, extendiéndose por ella cuando no
obedeció—. Necesito… —Se quedó callada. La sangre cubriendo la mano
derecha de Ali no era negra.

Era el carmesí oscuro de un shafit, y había mucha de ella.

Su respiración se detuvo.

—Supongo que tu asesino no escapó.

Ali miró fijamente a su mano.


—No —dijo suavemente—. No lo hizo. —Miró hacia arriba—. Hice
que Jamshid lo lanzara en el lago… —Su voz era extrañamente
distante, como maravillándose por una curiosidad que no estaba
conectada con él, pero pena nublaba sus ojos grises—. Yo… No estoy
siquiera seguro de que estuviera muerto.

Los dedos de Nahri temblaron en la aguja. Cuando un Qahtani da


una orden en Daevabad, obedeces.

—Deberías terminar tu té, Ali. Te sentirás mejor, y hará esto más


fácil.

No tuvo reacción cuando comenzó a coser los puntos. Se aseguró


que sus movimientos fueran precisos; no había margen para un error
aquí.

Trabajó en silencio por unos pocos minutos, esperando que el


opio hiciera efecto completo, antes de preguntar finalmente:

—¿Por qué?

Ali dejó su taza abajo, o trató de hacerlo. Cayó de sus manos.

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué estás tratando de esconder el hecho de que alguien


trató de matarte?

Sacudió la cabeza.

—No puedo decirte.

—Oh, vamos. No puedes esperar que arregle los resultados sin


saber lo que sucedió. La curiosidad me matará. Tendré que inventar
alguna historia salaz para entrenarme. —Nahri mantuvo su tono ligero,
ocasionalmente echando un vistazo sobre su trabajo para medir su
reacción. Lucía exhausto—. Por favor dime que fue por una mujer. Te
molestaría con eso por…
—No fue una mujer.

—¿Entonces qué?

Ali tragó.

—Jamshid fue a traer a Muntadhir, ¿no? —Cuando Nahri asintió,


él comenzó a temblar—. Va a matarme. Es… —De repente presionó una
mano contra su cabeza, luciendo como si estuviera luchando contra un
desmayo—. Lo siento… ¿tienes algo más de agua? —preguntó—. Me
siento terriblemente extraño.

Nahri rellenó el aguamanil en una cisterna cercana colocada en la


pared. Comenzó a servirle una copa, pero sacudió la cabeza.

—Todo —dijo él, tomándolo y vaciándolo tan rápido como había


hecho con el primero. Suspiró con placer. Ella lo observó con recelo
antes de regresar a sus puntos.

—Ten cuidado —le aconsejó—. No creo que haya visto nunca a


alguien beber tanta agua tan rápido.

No respondió, pero sus ojos vidriosos analizaron su recámara de


nuevo.

—La enfermería es mucho más pequeña de lo que recuerdo —dijo,


sonando confuso. Nahri escondió una sonrisa—. ¿Cómo puedes
acomodar a los pacientes aquí?

—He escuchado que tu padre quiere que atienda a más.

Ali hizo un gesto indiferente.

—Solo quiere su dinero. Pero no lo necesitamos. Tenemos tanto.


Demasiado. Es seguro que el Tesoro colapse por su peso un día. —Miró
fijamente a sus manos mientras hacía un gesto de nuevo—. No siento
mis dedos —dijo, sonando sorpresivamente sereno por esta revelación.

—Siguen ahí. —¿El rey está ganando dinero de mis pacientes? No


debería haberla sorprendido, pero sentía su ira apresurarse de todas
formas. El Tesoro colapsaría en realidad.
Antes de que pudiera cuestionarle más, un surgimiento de
humedad bajo sus dedos captó su atención, y miró hacia abajo
alarmada, esperando sangre. Pero el líquido era claro y mientras lo
frotaba entre sus dedos se dio cuenta de lo que era.

Agua. Chorreaba por las fisuras de las heridas medio curadas de


Ali, lavando la sangre y filtrándose más allá de sus puntos de sutura,
alisando su piel mientras pasaba. Curándolo.

Qué en el nombre de Dios… Nahri le dio al aguamanil una mirada


perpleja, preguntándose si había algo en él de lo que no estaba
consiente.

Extraño. Pero continuó con su trabajo, escuchando las crecientes


divagaciones sin sentido de Ali y ocasionalmente asegurándole que
estaba bien que la habitación luciera azul y el aire supiera a vinagre. El
opio había mejorado su humor, y extrañamente comenzó a relajarse
mientras notaba el mejoramiento con cada sutura.

Si tan solo pudiera encontrar tal éxito con las enfermedades


mágicas. Pensó en la forma que los ojos asustados del anciano se
habían fijado en los de ella mientras daba su última respiración. No era
algo que fuera a olvidar nunca.

—Maté a mi primer paciente hoy —confesó con suavidad. No


estaba segura de por qué, pero se sintió mejor decirlo en voz alta, y Dios
sabía que Ali no estaba en estado de recordar—. Un anciano de tu tribu.
Cometí un error, y lo mató.

El príncipe dejó caer su cabeza para observarla fijamente pero no


dijo nada, sus ojos brillantes. Nahri continuó.

—Siempre quise esto… bueno, algo como esto. Solía soñar con
convertirme en médico en el mundo humano. Salvé cada moneda que
pude, esperando un día tener suficiente para sobornar a alguna
academia para aceptarme. —Su rostro cayó—. Y ahora soy terrible en
ello. Cada vez que siento que estoy dominando algo, una docena de
cosas nuevas son lanzadas sobre mí sin advertencia.
Ali entrecerró los ojos y miró hacia debajo de su larga nariz para
estudiarla.

—No eres terrible —declaró—. Eres mi amiga.

La sinceridad en su voz solo empeoró su culpa. No es mi amigo, la


había dicho a Dara. Es un objetivo. Cierto… un objetivo que se había
convertido en la cosa más cercana que tenía a un aliado después de
Dara.

La revelación la molestó. No quiero que te veas atrapada en


ninguna disputa política si Alizayd al Qahtani termina con una cuerda de
seda alrededor de su cuello, había advertido Dara. Nahri se estremeció;
solo podía imaginar lo que su Afshin pensaría de este enlace de
medianoche.

Rápidamente terminó su última sutura.

—Luces horrible. Déjame limpiar la sangre.

En el tiempo que le tomó humedecer el paño, Ali estaba dormido


en el sofá. Quitó lo que quedaba de su túnica ensangrentada y lo lanzó
al fuego, añadiendo sus sábanas arruinadas también. El cuchillo se lo
quedó, luego de limpiarlo. Una nunca sabia cuando estas cosas podrían
ser útiles. Limpió a Ali lo mejor que pudo y luego —después de admirar
sus puntos de sutura brevemente— lo cubrió con una manta fina.

Se sentó frente a él. Casi deseó que Nisreen estuviera aquí. No


solo la imagen del “fanático Qahtani” durmiendo en su habitación
seguramente le daría un ataque de corazón a la otra mujer, sino que
Nahri lanzaría felizmente su comentario odioso en su cara al señalar
cuán satisfactoriamente lo había curado.

La puerta de la entrada de servicio se abrió de golpe. Nahri saltó y


alcanzó el cuchillo.

Pero era solo Muntadhir.


—Mi hermano —dijo atropelladamente, sus ojos grises brillantes
con preocupación—. ¿Dónde…? —Su mirada cayó sobre Ali, y se
apresuró hasta su lado, cayendo al suelo. Tocó su mejilla—. ¿Está bien?

—Eso creo —respondió Nahri—. Le di algo para ayudarlo a


dormir. Es mejor si no fuerza esos puntos.

Muntadhir levantó la sábana y tomó una bocanada de aire.

—Dios mío… —Miró fijamente las heridas de su hermano otro


momento antes de dejar la sábana caer de vuelta—. Voy a matarlo —
dijo en un susurro tembloroso, su voz gruesa con emoción—. Voy a…

—Emir-joon. —Jamshid se había unido a ellos. Tocó el hombro de


Muntadhir—. Habla con él primero. Tal vez tuvo una buena razón.

—¿Una razón? Míralo. ¿Por qué querría cubrir algo así? —


Muntadhir soltó un suspiro exasperado antes de mirar de vuelta hacia
ella—. ¿Podemos moverlo?

Ella asintió.

—Solo sé cuidadoso. Regresaré a revisarlo luego. Quiero que


descanse por unos días, al menos hasta que esas heridas sanen.

—Oh, estará descansando, eso seguro. —Muntadhir frotó sus


sienes—. Un accidente de combate. —Ella levantó las cejas, y explicó—.
Así es como sucedió, ¿lo entiendes? —preguntó, mirando entre ella y
Jamshid.

Jamshid estaba escéptico.

—Nadie va a creer que le hice esto a tu hermano. Lo opuesto,


puede.

—Nadie más va a ver sus heridas —respondió Muntadhir—.


Estaba avergonzado por la derrota, y vino donde Banu Nahida solo,
asumiendo que su amistad le ganaría algo de discreción… lo cual es
correcto, ¿sí?
Nahri sintió que este no era el mejor momento para negociar. Bajó
la cabeza.

—Por supuesto.

—Bien. —Mantuvo su mirada sobre ella un momento más, algo


estaba en conflicto en su interior—. Gracias, Banu Nahri —dijo con
suavidad—. Salvaste su vida esta noche, eso es algo que no olvidaré.

Nahri sostuvo la puerta mientras los dos hombres salían, Ali


inconsciente entre ellos. Todavía podía detectar el ritmo firme de su
corazón, recordando el momento en el que había tomado aire, la herida
cerrándose bajo sus dedos.

No era algo que ella olvidaría tampoco.

Cerró la puerta, recogió sus suministros, y luego se dirigió de


regreso a la enfermería para guardarlos, no podía arriesgarse a que
Nisreen sospechara. Estaba en silencio, una quietud en el aire
neblinoso. El amanecer se estaba aproximando, se dio cuenta, el sol de
temprano en la mañana se estaba filtrando a través del techo de cristal
de la enfermería, cayendo en rayos polvorientos sobre la pared del
boticario y sus mesas. Sobre la cama vacía del sheikh.

Nahri se detuvo, analizándolo todo. Los estantes oscuros de


ingredientes haciendo pequeños movimientos que su madre debía haber
conocido como la palma de su mano. La amplia, casi vacía mitad de la
habitación que debía haber estado llena de pacientes sufriendo por sus
males, asistentes entretejiéndose entre ellos, preparando herramientas
y pociones.

Pensó de nuevo en Ali, en la satisfacción que había sentido


mirándolo dormir, la paz que había sentido después de finalmente
haber hecho algo bien luego de meses de fracaso. El hijo favorito del rey
djinn, y lo había raptado de regreso de la muerte. Había poder en eso.

Y era tiempo de que Nahri lo tomara.


Lo hizo en el tercer día.
Su enfermería lucía como si hubiera sido saqueada por alguna
especie de mono lunático. Bananas peladas y abandonadas yacían por
doquier —había lanzado muchas en su frustración— junto con los
restos andrajosos de vejigas húmedas de animales. El aire estaba
pesado con la peste de fruta echada a perder, y Nahri estaba bastante
segura de que nunca comería una banana de nuevo en su vida.
Afortunadamente, estaba sola. Nisreen todavía no había regresado, y
Dunoor —luego de buscar las requeridas vejigas y bananas— había
salido huyendo, probablemente convencida de que Nahri se había
vuelto completamente loca.

Nahri había arrastrado una mesa afuera de la enfermería, hacia


la parte soleada del pabellón enfrentando el jardín. El calor del
mediodía era opresivo; ahora mismo el resto de Daevabad estaría
descansando, refugiándose en dormitorios oscuros y bajo árboles con
abundante sombra.

No Nahri. Ella sostenía una vejiga cuidadosamente contra la mesa


con una mano. Como la veintena antes de esa, llenó la vejiga con agua y
cuidadosamente dejó la cáscara de banana arriba.

En la otra mano, sostuvo las pinzas y el mortífero tubo de cobre.

Nahri estrechó los ojos, frunciendo el ceño mientras traía el tubo


más cerca de la cáscara de banana. Su mano estaba firme, había
aprendido de la forma difícil que el té la mantendría despierta pero que
también haría que sus dedos temblaran. Tocó con el tubo la cáscara y
la presionó solo un pelo. Aguantó la respiración, pero la vejiga no
explotó. Removió el tubo.

Un hoyo perfecto perforaba la piel de la banana. La vejiga debajo


estaba intacta.

Nahri volvió a respirar. Lágrimas picaban en sus ojos. No te


emociones, reprendió. Puede haber sido suerte.
Solo cuando repitió el experimento una docena de veces más —
satisfactoriamente en cada ocasión— se permitió relajarse. Luego echó
un vistazo abajo a la mesa. Había una cáscara de banana aún.

Dudó. Y luego la colocó sobre su mano izquierda.

Su corazón estaba latiendo tan fuerte que podía escucharlo en


sus oídos. Pero Nahri sabía que, si no estaba lo suficientemente segura
para hacer esto, nunca sería capaz de hacer lo que planeaba hacer
después. Tocó con el tubo la cáscara y presionó hacia abajo.

Lo separó. A través de un hoyo estrecho, limpio, pudo ver piel sin


manchas.

Puedo hacer esto. Solo necesitaba concentrarse, entrenar sin


otros cientos de preocupaciones y responsabilidades arrastrándola
hacia abajo, pacientes para los que estaba mal preparada para atender,
intriga que podía destruir su reputación.

La grandeza toma tiempo, Kartir le había dicho. Tenía razón.

Nahir necesitaba tiempo. Sabía dónde conseguirlo. Y sospechaba


que sabía el precio.

Tomó una respiración con rabia, sus dedos cayendo a tocar


rápidamente el peso de la daga en su cadera. La daga de Dara. Todavía
tenía que devolverla; de hecho, todavía tenía que verlo de nuevo luego
de su desastroso encuentro en el Gran Templo.

La desenvainó de su funda ahora, trazando la empuñadura y


presionando su palma sobre el lugar que la hubiera agarrado él. Por un
largo momento, la miró fijamente, forzando otra forma de presentarla.

Y luego la bajó.

—Lo siento —susurró. Se levantó de la mesa, dejando la daga


atrás. Su garganta se apretó, pero no se permitió llorar.

No serviría parecer vulnerable ante Ghassan al Qahtani.


25
Ali
Traducido por Mais & NaomiiMora

Ali nadó debajo de la agitada superficie del canal y se giró en un


limpio salto mortal para patalear en la dirección opuesta. Sus suturas
gritaron en protesta, pero empujó más allá del dolor. Solo unas cuantas
brazadas más.

Se deslizó a través del agua turbia con facilidad. La madre de Ali


le había enseñado a nadar; era la única tradición Ayaanle que insistió
en que aprendiera. Había desafiado al rey al hacerlo, mostrándose
inesperadamente en la Ciudadela un día cuando él tenía siete,
intimidante y no reconocible en un velo real. Ella lo había arrastrado de
vuelta al palacio mientras él pateaba y gritaba, rogándole que no lo
ahogue. Una vez en el harem, lo había empujado a la parte más
profunda del canal sin decir palabra. Solo cuando salió a la superficie
—con los miembros agitándose, jadeando por aire a través de
lágrimas— ella finalmente había dicho su nombre. Y entonces le enseñó
a patalear y a nadar, a colocar su rostro en el agua y respirar del lado
de su boca.

Años después, Ali todavía recordaba cada minuto de su cuidadosa


instrucción… y el precio que había pagado por tal reto: nunca se les
permitiría estar solos de nuevo. Pero Ali siguió nadando. Le gustaba,
incluso si la mayoría de djinn —especialmente la gente de su padre—
veía el nado con completa repulsión.
Incluso habían clérigos que promulgaban que el disfrute del agua
de los Ayaanle era una perversión, una reliquia de un antiguo culto a
un río en el que supuestamente habían bailado con marid de mil
pecadoras formas. Ali desengañaba los cuentos sórdidos como chisme;
los Ayaanle eran una tribu rica de un hogar seguro y bastante desolado,
siempre habían provocado celos.

Terminó otra vuelta y luego fluyó hacia la corriente. El aire estaba


quieto y denso, el zumbido de insectos y el chillido del canto de los
pájaros eran los únicos sonidos rompiendo el silencio del jardín. Era
casi pacífico.

Un tiempo ideal para de repente entrar en una trampa por otro


asesino de Tanzeem. Ali trató de quitar ese pensamiento oscuro de su
mente, pero no era fácil. Habían pasado cuatro días desde que Hanno
trató de matarlo, y había estado confinado en su cuarto desde entonces.
La mañana después del ataque, Ali se había despertado con el peor
dolor de cabeza de su vida y un hermano furioso demandando
respuestas. Destrozado con dolor, culpa y su mente todavía borrosa, Ali
les había dado pedazos de verdad sobre su relación con los Tanzeem,
deslizándose fuera como agua a través de sus dedos. Resultó que sus
esperanzas anteriores eran correctas: su padre y hermano solo habían
sabido sobre el dinero.

Muntadhir decididamente no estaba satisfecho de descubrir el


resto.

En vista de la creciente ira de su hermano, Ali había estado


tratando de explicar el motivo por el que había cubierto la muerte de
Hanno cuando Nahri había llegado para ver cómo estaba. Muntadhir lo
había declarado a ciegas un traidor en Geziriyya y se había ido a
zancadas. No había vuelto.

Tal vez debería ir a hablar con él. Ali salió del canal, goteando
agua en los decorativos azulejos bordeándolo. Buscó su camisa. Trata
de explicar…

Se detuvo, atrapando un vistazo de su estómago. La herida se


había ido.
Sorprendido, Ali corrió su mano sobre lo que había sido un medio
corte curado manchado con suturas hace una hora… ahora no era
nada más que una cicatriz irregular. La herida en su pecho todavía
tenía sutura, pero esa también se veía bastante mejorada. Buscó por la
tercera debajo de sus costillas y se estremeció. Hanno había llevado el
cuchillo a través de él en ese punto, y todavía dolía.

¿Tal vez el canal de agua tenía alguna clase de propiedad


sanadora? Si era así, era la primera vez que Ali escuchaba de ello. Tenía
que preguntarle a Nahri. Ella había venido la mayoría de días a
revisarlo, pareciendo no afectada que él haya sido dejado en su
habitación cubierto de sangre solo hace unos días. La única alusión que
había hecho para salvar su vida había sido en su alegre saco de su
pequeña biblioteca. Ella había reclamado varios libros, un tintero de
marfil, y un brazalete dorado como “pago”.

Él sacudió la cabeza. Ella era extraña, sin duda. No es que Ali


pudiera quejarse. Nahri podría ser la única amiga que le quedaba.

—Que la paz sea contigo Ali.

Ali se sorprendió ante el sonido de la voz de su hermana y se


colocó su camisa.

—Y contigo sea, Zaynab.

Ella dio vuelta al camino para unirse a él en las losetas mojadas.

—¿Te atrapé nadando? —Fingió conmoción—. Y aquí yo pensaba


que no tenías interés en los Ayaanle, y nuestra… ¿cómo te gusta
llamarlo?... ¿cultura de parecer indulgente?

—Solo fueron unas cuantas vueltas —murmuró él. No estaba de


humor para pelear con Zaynab. Se sentó, dejando caer sus pies
desnudos de vuelta en el canal—. ¿Qué quieres?

Ella se sentó a su lado, trazando sus dedos a través del agua.


—Asegurarme que todavía estás vivo, para empezar. Nadie te ha
visto en la corte en casi una semana. Y para advertirte. No sé lo que
crees que estás haciendo con esa chica Nahid, Ali. No tienes habilidad
en la política, y mucho menos…

—¿De qué estás hablando?

Zaynab puso sus dorado-grisáceos ojos en blanco.

—Las negociaciones matrimoniales, idiota.

Ali de pronto se sintió mareado.

—¿Qué negociaciones matrimoniales?

Ella retrocedió, viéndose sorprendida.

—Entre Muntadhir y Nahri. —Entrecerró los ojos—. ¿Me estás


diciendo que no la ayudaste? Por el Ser Más Alto, ella le dio a Abba una
lista de porcentajes y figuras que se veían como un reporte del Tesoro.
Él está furioso contigo… cree que tú lo escribiste.

Dios me libre… Ali sabía que Nahri era lo suficientemente


inteligente para salir con tal cosa por sí sola, pero sospechaba que él
fuera el único Qahtani que tuviera una adecuada medición de las
capacidades de la Banu Nahida. Se frotó su ceño.

—¿Cuándo sucedió todo esto?

—Ayer por la tarde. Llegó a la oficina de Abba, sin invitación y sin


compañía, para decir que los rumores la estaban cansando, y quería
saber de dónde venían. —Zaynab cruzó los brazos—. Demandó igualdad
en los pagos de los pacientes, una posición de pensión para Afshin, un
entrenamiento sabático pagado en Zariaspa… y por Dios, el dote…

La boca de Ali se secó.

—¿Realmente pidió todo eso? ¿Ayer? ¿Estás segura?

Zaynab asintió.
—También se rehúsa a dejar que Muntadhir tome una segunda
esposa. Lo quiere escrito en el mismo contrato en reconocimiento del
hecho que los Daeva no lo permiten. Más tiempo para entrenar, sin
pacientes por al menos un año, acceso sin restricciones a las viejas
notas de Manizheh… —Zaynab señaló con los dedos—. Estoy segura
que me estoy perdiendo de algo. La gente dice que estuvieron
discutiendo pasada la medianoche. —Sacudió su cabeza, viéndose tanto
impresionada como indignada—. No sé quién se cree esa chica que es.

La última Nahid en el mundo. Y una con una información bastante


comprometedora del Qahtani más joven. Trató de mantener su voz
suave:

—¿Qué piensa Abba?

—Sintió la necesidad de revisar sus bolsillos después que ella se


fue, pero aparte de eso, estaba exaltado. —Zaynab puso los ojos en
blanco—. Dice que su ambición le recuerda a Manizheh.

Por supuesto que lo hacía.

—¿Y Muntadhir?

—¿Qué crees? No quiere casarse con una intrigante y de poca


sangre Nahid. Vino directamente a mí para preguntarme cómo era ser
de tribus mezcladas, no ser capaz de hablar Geziriyya…

Eso lo sorprendió. Ali no se había dado cuenta que tales


preocupaciones habían estado entre las razones de Muntadhir para no
querer casarse con Nahri.

—¿Qué le dijiste?

Ella le dio una mirada fija.

—La verdad Ali. Puedes pretender que no te molesta, pero hay


una razón por la que pocos djinn se casan fuera de la tribu. Nunca he
sido capaz de aprender el Geziriyya como tú, y eso me ha separado
totalmente de la gente de Abba. Los Amma son un poco mejor. Incluso
cuando Ayaanle me paga cumplidos, puedo escuchar la conmoción en
su voz que una mosca de arena pueda cumplir tal sofisticación.
Eso lo sorprendió.

—No sabía eso.

—¿Por qué lo harías? —Bajó su mirada—. No es como si alguna


vez lo preguntaras. Estoy segura que encuentras la política de los
harem frívola y contemplativa de todos modos.

—Zaynab…

El dolor en su voz lo golpeó profundamente. A pesar del


antagonismo que frecuentemente caracterizaba su relación, su hermana
había venido aquí para advertirle. Su hermano lo había cubierto una y
otra vez. ¿Y qué había hecho Ali? Había tomado a Zaynab como una
perra estropeada y había ayudado a su padre a ponerle una trampa a
Muntadhir en un compromiso con una mujer que él no quería.

Ali se puso de pie mientras el sol se hundía detrás de las altas


paredes del palacio, lanzando una sombra al jardín.

—Necesito encontrarlo.

—Buena suerte. —Zaynab retiró sus pies del agua—. Estaba


bebiendo al mediodía e hizo un comentario sobre consolarse a sí mismo
con la mitad de las mujeres de la nobleza de la ciudad.

—Sé dónde estará. —Ali la ayudó a ponerse de pie. Ella se dio la


vuelta para irse, y él le tocó la muñeca—. Toma el té conmigo mañana.

Ella parpadeó en sorpresa.

—Sin duda tienes cosas más importantes que hacer que tomar el
té con tu estropeada hermana.

Él sonrió.

—Para nada.
Estaba oscuro para cuando Ali llegó al salón Khanzada. La
música sonaba en la calle, y unos cuantos soldados vagabundeaban
afuera. Asintió hacia ellos y se preparó mientras subía las escaleras que
le llevaban al jardín del techo. Podía escuchar un hombre gruñir; el bajo
llanto de una mujer de placer hizo eco de uno de los oscuros pasillos.

Un sirviente se movió para bloquear la puerta cuando Ali llegó.

—Que la paz sea contigo, Sheikh… ¡Príncipe! —se corrigió el


hombre con un sonrojo de vergüenza—. Perdóneme, pero la señora de la
casa…

Ali pasó de él y atravesó la puerta, arrugando la nariz ante el aire


demasiado perfumado. El techo estaba lleno con al menos dos docenas
de hombres de la nobleza y sus criados. Sirvientes de paso rápido
caminaban entre ellos, trayendo vino y manejando los caños de agua.
Músicos tocaban y dos chicas bailaban, elaborando flores iluminadas
con sus manos. Muntadhir yacía recostado en un sofá de terciopelo con
Khanzada a su lado.

Muntadhir no pareció notar su llegada, pero Khanzada saltó a sus


pies. Ali levantó las manos, alistando una disculpa que murió en sus
labios cuando notó una nueva adición a los compañeros de bebida de
Muntadhir. Dejó caer su mano hacia su zulfiqar.

Darayavahoush sonrió.

—Que la paz sea contigo, pequeño Zaydi. —El Afshin estaba


sentado con Jamshid y un hombre Daeva que Ali no reconoció. Parecía
que estaban divirtiéndose, sus copas llenas, un bonito portador de vino
colocado a su lado en la gran banca acolchada.

La mirada de Ali se deslizó de Afshin hacia Jamshid. Ahora había


una situación que tenía poca idea de cómo lidiar. Le debía al hombre
Daeva su vida varias veces, por interrumpir a Hanno y deshacerse de
su cuerpo, por llevarlo a él donde Nahri. No había manera de negarlo,
pero Dios, deseaba que hubiera sido alguien más que el hijo de Kaveh.
Una palabra, una insinuación, y el gran wazir estaría detrás de Ali en
un segundo.
Khanzada de pronto estaba frente a él, ondeando un dedo en su
rostro.

—¿Te dejó entrar mi sirviente? Le dije…

Muntadhir finalmente habló:

—Déjalo pasar, Khanzada —dijo con voz cansada.

Ella frunció el ceño.

—Bien. Pero sin armas. —Le arrancó su zulfiqar—. Ya pones


suficientemente nerviosas a mis chicas.

Ali observó impotente mientras su zulfiqar fue entregado a un


sirviente. Darayavahoush se rio y Ali se giró hacia él, pero Khanzada
atrapó su brazo y lo arrastró hacia adelante con una sorprendente
cantidad de fuerza para tal delicada mujer.

Ella lo empujó en una silla al lado de Muntadhir.

—No hagas problemas —le advirtió antes de retirarse. Ali


sospechó que el portero estaba por ponerse bastante grosero.

Muntadhir no lo saludó, su mirada vacía enfocada en las


bailarinas.

Ali se aclaró la garganta.

—Que la paz sea contigo, akhi.

—Alizayd. —La voz de su hermano era fría. Tomó un sorbo de su


copa de cobre—. ¿Qué trae a un hombre santo a tal bastión de pecado?

Un comienzo prometedor. Ali suspiró.

—Quiero disculparme Dhiru. Hablarte sobre…

Hubo una explosión de risa de los hombres Daeva al otro lado del
camino. El Afshin parecía estar contando alguna clase de broma en
Divasti, su rostro animado, sus manos ondeándose en énfasis. Jamshid
se rió mientras el tercer hombre derramó su copa. Ali frunció el ceño.
—¿Qué? —demandó Muntadhir—. ¿Qué estás mirando?

—Yo… nada —tartamudeó Ali, sorprendido por la hostilidad en la


voz de su hermano—. Solo no me di cuenta que Jamshid y
Darayavahoush eran tan cercanos.

—No son cercanos —espetó Muntadhir—. Él está siendo educado


con el invitado de su padre. —Sus ojos brillaron, algo oscuro e inseguro
en sus profundidades—. No te hagas ideas, Alizayd. No me gusta esa
mirada en tu rostro.

—¿Qué mirada? ¿De qué estás hablando?

—Sabes de lo que hablo. Tenías a tu supuesto asesino lanzado en


el lago y arriesgaste tu vida para cubrir lo que diablos estabas haciendo
en el muro. Termina ahí. Jamshid no hablará. Le pedí que no lo
hiciera… y a diferencia de algunas personas aquí, él no me miente.

Ali se quedó espantado.

—¿Crees que planeo hacerle daño? —Bajó su voz, notando la


mirada curiosa de un sirviente cercano; bien podrían estar hablando
Geziriyya, pero un argumento se veía igual en cualquier lenguaje—.
Dios mío, Dhiru, ¿realmente crees que mataría al hombre que salvó mi
vida? ¿Me crees capaz de eso?

—No sé de lo que eres capaz Zaydi. —Muntadhir se terminó su


copa—. Me he estado diciendo a mí mismo durante meses que todo esto
es un error. Que solo eres un tonto de corazón blando que desperdició
su dinero sin hacer preguntas.

El corazón de Ali se detuvo, y Muntadhir invocó al portador de


vino, quedándose en silencio lo suficiente para que el hombre termine
de servirle más vino. Tomó un sorbo antes de continuar.

—Pero no eres un tonto Zaydi… eres una de las personas más


brillantes que conozco. No solo les diste dinero, les enseñaste a
esconderlo del Tesoro. Y eres mejor que cubrir tus pistas de lo que
jamás pensé. Tu sheikh fue golpeado a la muerte frente a ti, y Dios
mío… ni te estremeciste.
Tenías la maldita idea de deshacerte de un cuerpo mientras tú
mismo te morías. —Muntadhir se estremeció—. Eso es frío, Zaydi. Esa
frialdad no sabía que tenías en ti. —Sacudió su cabeza, un destello de
arrepentimiento en su voz—. Traté de no hacerles caso, ya sabes, a las
cosas que la gente dice. Siempre lo he hecho.

Las náuseas se acumularon en Ali. En la profundidad de su


corazón, de pronto sospechaba —y temía— hacia dónde estaba yendo
esta conversación. Tragó el nudo creciendo en su garganta.

—¿Qué cosas?

—Sabes qué cosas. —Los ojos grises de su hermano, los ojos


grises que compartían, nadaron con emoción, una mezcla de culpa y
miedo y sospecha—. Las cosas que la gente siempre dice sobre
príncipes en nuestra situación.

El miedo en el corazón de Ali se derramó. Y entonces, con una


rapidez que lo golpeó, se convirtió en enojo. En un resentimiento que Ali
ni siquiera había reconocido que, hasta este momento, había mantenido
sujetado con fuerza, en un lugar que no se atrevía a ir.

—Muntadhir, soy frío porque he pasado toda mi vida en la


Ciudadela entrenando para servirte, durmiendo en el suelo mientras tú
dormías con cortesanas en camas de seda. Porque yo fui arrancado de
los brazos de mi madre cuando tenía cinco años así podía aprender a
matar a la gente a tu orden y pelear batallas que nunca tuviste que ver.
—Ali tomó una profunda respiración, revisando las emociones girando
en su pecho—. Cometí un error, Dhiru. Eso es todo. Estaba tratando de
ayudar los shafit, no comenzar alguna…

Muntadhir interrumpió:

—Tú y el primo de tu madre son los únicos financiadores


conocidos del Tanzeem. Estaban acumulando armas para un propósito
desconocido, y un soldado desconocido de Geziri con acceso a la
Ciudadela les robó las espadas de entrenamiento zulfiqar. Aún no has
arrestado a nadie, aunque por como suenan las cosas, conoces a sus
líderes. —Muntadhir apuró su copa de nuevo y se volvió hacia Ali—.
Dime, akhi —imploró—. ¿Qué pensarías si estuvieras en mi posición?
Había un indicio de miedo, verdadero temor, en la voz de su
hermano, y eso hizo que Ali se enfermara. Si hubieran estado solos, se
habría arrojado a los pies de Muntadhir. De todos modos, estuvo
tentado de hacerlo, sin importar los testigos.

En su lugar, agarró su mano.

—Nunca, Dhiru. Nunca. Yo pondría una daga en mi corazón antes


de levantarla contra ti, lo juro por Dios… Akhi… —suplicó mientras
Muntadhir se burlaba—. Por favor. Sólo dime cómo arreglar esto. Haré
lo que sea. Iré con Abba. Le diré todo ...

—Estás muerto si le dices a Abba —interrumpió Muntadhir—.


Olvida al asesino. Si Abba se entera de que estabas en esa taberna
cuando dos Daeva fueron asesinados, que has pasado todos estos
meses sin arrestar al traidor en la Guardia Real.. él te arrojará al
karkadann.

—¿Entonces? —Ali no se molestó en ocultar la amargura en su


voz—. Si crees que estoy tramando traicionarlos a todos, ¿por qué no se
lo dices tú mismo?

Muntadhir lo miró fijamente.

—¿Crees que quiero tu muerte en mi conciencia? Aún eres mi


hermano pequeño.

Ali inmediatamente retrocedió.

—Déjame hablar con Nahri —ofreció, recordando la razón por la


que originalmente había venido aquí—. Tal vez pueda convencerla de
disminuir algunas de sus demandas.

Muntadhir se echó a reír, un sonido borracho, burlón.

—Creo que tú y mi maquinadora prometida han hablado lo


suficiente, eso es algo que tengo la intención de detener.

La música terminó. Los hombres Daeva comenzaron a aplaudir, y


Darayavahoush dijo algo que hizo reír a las bailarinas.
La mirada de Muntadhir se fijó en el Afshin como un gato detrás
de un ratón. Se aclaró la garganta y Ali vio que algo muy peligroso, y
muy estúpido, se instalaba en su rostro.

—Sabes, creo que lidiaré con una de sus demandas en este


momento. —Levantó la voz—. ¡Jamshid! ¡Darayavahoush! —gritó—.
Vengan. Traigan un poco de vino conmigo.

—Dhiru, no creo que esto sea bueno... —Ali se calló bruscamente


cuando los hombres Daeva estuvieron al alcance del oído.

—Emir Muntadhir. Príncipe Alizayd. —Darayavahoush inclinó la


cabeza, uniendo sus dedos en el saludo Daeva—. Que los fuegos ardan
brillantemente para ustedes dos en esta hermosa noche.

Jamshid parecía nervioso, y Ali supuso que había estado cerca de


un borracho Muntadhir lo suficiente como para saber cuándo las cosas
iban a ir muy mal.

—Saludos, mis señores —dijo vacilante.

Muntadhir debió haber notado su angustia. Chasqueó los dedos y


asintió con la cabeza hacia el cojín del suelo a su izquierda.

—Ve en paz, mi amigo.

Jamshid se sentó. Darayavahoush sonrió y chasqueó los dedos.

—¿Así como así? —preguntó, agregando algo en Divasti. Jamshid


se sonrojó.

A diferencia de Ali, sin embargo, Muntadhir hablaba fluidamente


el idioma Daeva.

—Te aseguro que no es un perro entrenado —dijo Muntadhir con


frialdad en Djinnistani—, pero mi querido amigo Por favor, Afshin —dijo,
señalando el lugar al lado de Jamshid—. Si quieres sentarte. —Hizo una
seña hacia el portador de vino de nuevo—. Vino para mis invitados. Y el
príncipe Alizayd tomará lo que sirva a los niños que todavía no pueden
manejar la bebida.
Ali forzó una sonrisa, recordando cómo Darayavahoush lo había
incitado sobre su rivalidad con Muntadhir mientras se enfrentaban.
Difícilmente podría haber un peor momento para que Afshin detectara
cualquier hostilidad entre los hermanos Qahtani.

Darayavahoush se volvió hacia él.

—Entonces, ¿qué te pasó?

Ali se enojó:

—¿De qué estás hablando?

El Afshin señaló a su estómago.

—¿Lesión? ¿Enfermedad? Te estás comportando de manera


diferente.

Ali parpadeó, demasiado asombrado para responder.

Los ojos de Muntadhir brillaron. A pesar de su discusión, había


un filo ferozmente protector en su voz cuando habló-

—¿Observando a mi hermano tan de cerca, Afshin?

Darayavahoush se encogió de hombros.

—No eres un guerrero, Emir, así que no espero que lo entiendas.


Pero tu hermano lo es. Uno muy bueno. —Le guiñó un ojo a Ali—.
Enderézate, chico, y mantén tu mano lejos de la herida. No querrías que
tus enemigos observaran tal debilidad.

Muntadhir volvió a darle una respuesta:

—Está bastante recuperado, te lo aseguro. Banu Nahri ha estado


a su lado todos los días. Está muy apegada a él.

El Afshin lo fulminó con la mirada, y Ali, que estaba bastante


apegado a su cabeza igual que a Nahri, habló rápidamente:
—Estoy seguro de que es igualmente devota a todos sus
pacientes.

Muntadhir lo ignoró.

—Banu Nahida es en realidad la razón por la que deseaba hablar


contigo. —Miró a Jamshid—. Hay un cargo de gobernador disponible en
Zariaspa, ¿sí? Creo que escuché a tu padre decir algo al respecto.

Jamshid parecía confundido pero respondió:

—Creo que sí.

Muntadhir asintió.

—Una posición codiciada. Pensión envidiable en una hermosa


parte de Daevastana. Pocas responsabilidades. —Tomó un sorbo de su
vino—. Creo que sería una buena opción para ti, Darayavahoush.
Cuando estábamos discutiendo la boda de ayer, Banu Nahri parecía
preocupada por tu futuro y ...

—¿Qué? —La peligrosa sonrisa de Afshin se desvaneció.

—Tu futuro, Afshin. Nahri quiere asegurarse de que estés bien


recompensado por tu lealtad.

—Zariaspa no es Daevabad —espetó Darayavahoush—. ¿Y que


boda? Ella ni siquiera ha pasado su cuarto de siglo. No tiene permitido
legalmente...

Muntadhir agitó una mano, cortándolo.

—Vino a nosotros ayer con su propia oferta. —Sonrió, con un


brillo extrañamente malicioso en sus ojos—. Supongo que está ansiosa.

Se detuvo en la palabra, impregnándola con algo más que un


toque de vulgaridad, y Darayavahoush hizo crujir sus nudillos. Ali
instintivamente alcanzó su zulfiqar, pero su arma había desaparecido,
tomada por los sirvientes de Khanzada.
Afortunadamente, el Afshin se quedó sentado. Pero el movimiento
de su mano atrajo la atención de Ali, y se sobresaltó. Era el anillo de
esclavos de Afshin… ¿brillando? Entrecerró los ojos. Eso parecía. La
esmeralda brillaba con la más mínima luz, como una llama contenida
en una sucia lámpara de cristal.

El Afshin no pareció darse cuenta.

—Sigo a Banu Nahida en todas las cosas —dijo, con la voz más
fría de lo que Ali jamás pensó que podría ser la de un hombre—. No
importa cuán abominable. Así que supongo que las felicitaciones están
en orden.

Muntadhir comenzó a abrir la boca pero, afortunadamente,


Khanzada eligió ese momento para acercarse.

Se sentó en el borde del sofá de Muntadhir y le pasó un elegante


brazo por los hombros.

—Mi amado, ¿con qué asunto serio, caballeros, se dañan esta


hermosa tarde? —Ella le acarició la mejilla—. Que caras tan
malhumoradas en todos ustedes. Su falta de atención insulta a mis
chicas.

—Perdónanos, mi señora —intervino Afshin—. Estábamos


discutiendo la boda del emir. ¿Seguramente estará entre los invitados?

El calor aumentó en la expresión de su hermano, pero si


Darayavahoush esperaba provocar algún tipo de disputa de amante
alimentada por los celos, había subestimado la lealtad de la cortesana.

Ella sonrió dulcemente.

—Pero por supuesto. Bailaré con su esposa. —Se deslizó en el


regazo de Muntadhir, sus ojos afilados permaneciendo en la cara de
Darayavahoush—. Tal vez pueda orientarla sobre la mejor manera de
complacerlo.
El aire se calentó. Ali se tensó, pero el Afshin no respondió. En su
lugar, inspiró bruscamente y alcanzó su cabeza como si fuera
sobrepasado por una migraña inesperada.

Khanzada fingió preocupación.

—¿Estás bien, Afshin? Si la noche te ha cansado, tengo


habitaciones donde puedes descansar. Seguramente puedo encontrarte
compañía —agregó con una sonrisa fría—. Tu tipo es bastante aparente.

Había ido demasiado lejos, ella y Muntadhir, ambos.


Darayavahoush volvió a prestar atención. Sus ojos verdes brillaron, y
mostró sus dientes en una sonrisa casi feroz.

—Perdone la distracción, mi señora —dijo—. Pero esa es


realmente una hermosa imagen. Debe fantasear con eso a menudo. Y
qué tan amorosamente detallados... Directo a la casita en Agnivansha.
¿Arenisca roja, sí? —preguntó, y Khanzada palideció—. A orillas del
Chambal. . . Un columpio para dos con vista al río.

La cortesana se enderezó con un jadeo.

— Cómo… ¡No hay forma de que puedas saber eso!

Darayavahoush no quitó sus ojos de ella.

—Por el Creador, cuánto lo quieres... tanto que estarías dispuesta


a huir, a abandonar este hermoso lugar y toda su riqueza. De todos
modos, no crees que sea un buen rey... ¿No sería mejor para él irse
contigo, envejecer juntos, leer poesía y beber vino?

—¿En qué nombre de Dios estás hablando? —dijo Muntadhir


bruscamente cuando Khanzada saltó de su regazo, con lágrimas
avergonzadas en sus ojos.

El Afshin fijó sus brillantes ojos en el emir.


—Sus deseos, Emir Muntadhir —dijo con calma—. No es que los
compartas. Oh no... —Hizo una pausa, acercándose más, con los ojos
fijos en el rostro de Muntadhir. Una sonrisa encantada se extendió por
su rostro—. Para nada, al parecer. —Miró entre Jamshid y Muntadhir y
luego se echó a reír—. Ahora eso es un interesante…

Muntadhir se levantó de un salto.

Ali estuvo entre ellos en un instante.

Su hermano podría no haber sido entrenado en la Ciudadela, pero


en algún momento de su vida, alguien le había enseñado claramente
cómo lanzar un puñetazo. Su puño le dio a Ali en la barbilla y lo derribó
de sus pies.

Ali aterrizó con fuerza, rompiendo la mesa que contenía sus


bebidas con un golpe. Los músicos se detuvieron ruidosamente, y una
de las bailarinas gritó. Varias personas se levantaron de un salto. La
multitud parecía sorprendida.

Dos soldados habían estado merodeando cerca del borde del


techo, y Ali vio que uno alcanzaba su zulfiqar antes de que su
compañero lo agarrara del brazo. Por supuesto, Ali se dio cuenta. Para el
resto del techo, debe haber parecido que el Emir de Daevabad había
golpeado a propósito a su hermano menor en la cara. Pero Ali también
era el futuro Qaid, un oficial de la Guardia Real, y estaba claro que los
soldados no estaban seguros de a quién proteger. Si Ali hubiera sido
cualquier otro hombre, lo estarían arrastrando lejos de su emir antes de
que pudiera responder. Eso es lo que deberían haber estado haciendo...
y Ali solo pudo rezar para que Muntadhir no se diera cuenta de la
violación del protocolo. No después de los temores que su hermano
acababa de confesar que tenía concerniente a Ali.

Jamshid extendió su mano.

—¿Estás bien, mi príncipe?

Ali ahogó un grito ahogado cuando una punzada de dolor


atravesó su herida de daga a medio curar.
—Estoy bien —mintió mientras Jamshid lo ayudaba a levantarse.

Muntadhir lo miró sorprendido.

—¿Qué diablos estabas pensando?

Tomó un suspiro tembloroso.

—Que si golpeas al Azotador de Qui-zi en la cara después de


insultar públicamente a su Banu Nahida, te haría confeti. —Ali tocó su
mandíbula ya hinchada—. No es un mal golpe —admitió.

Jamshid escudriñó a la multitud y luego tocó la muñeca de su


hermano.

—Se ha ido, Emir —advirtió en voz baja.

Buen viaje. Ali sacudió la cabeza.

—¿De qué estaba hablando de todos modos? Acerca de


Khanzada.... Nunca he oído de un ex esclavo siendo capaz leer los
deseos de otro djinn. —Miró a la cortesana—. Lo que dijo, ¿era eso
cierto?

Ella parpadeó furiosamente, arrojando dagas. Pero no a él, se dio


cuenta Ali. A Muntadhir.

—No lo sé —escupió—. ¿Por qué no le preguntas a tu hermano?


—Sin una palabra más, estalló en lágrimas y huyó.

Muntadhir juró:

—¡Khanzada, espera! —Corrió tras su amante, desapareciendo en


las profundidades de la casa.

Profundamente confundido, Ali miró a Jamshid en busca de


alguna explicación, pero el capitán Daeva estaba mirando fijamente al
suelo, con las mejillas extrañamente enrojecidas.
Dejando a un lado los enredos románticos de su hermano, Ali
consideró sus opciones. Estaba bastante tentado de reunir a los
soldados en la planta baja para que encontraran y arrestaran a Afshin.
¿Pero para qué? ¿Una pelea de borrachos sobre por mujer? Bien podría
tirar a la mitad de Daevabad a la cárcel. El Afshin no había golpeado a
Muntadhir, ni siquiera lo había insultado de verdad.

No seas tonto. La decisión de Ali se resolvió, chasqueó los dedos,


tratando de llamar la atención de Jamshid. No tenía idea de por qué el
capitán Daeva se veía tan nervioso.

—¿Jamshid? Darayavahoush se está quedando con tu familia,


¿verdad?

Jamshid asintió, aun evitando los ojos de Ali.

—Sí, mi príncipe.

—Está bien. —Dio una palmada en el hombro de Jamshid, y el


otro hombre saltó—. Vete a casa. Si no regresa al amanecer, avisa a la
Ciudadela. Y si regresa, dile que mañana se esperará que esté en el
tribunal para discutir lo que sucedió aquí esta noche. —Hizo una pausa
por un momento, luego agregó a regañadientes—. Dile a tu padre. Sé
que a Kaveh le gusta estar al tanto de todos los asuntos de Daeva.

—Por supuesto, mi príncipe. —Parecía ansioso por irse.

—Y, Jamshid… —El otro hombre finalmente encontró sus ojos—.


Gracias.

Jamshid simplemente asintió y luego se alejó. Ali respiró hondo,


tratando de ignorar el dolor que lo atravesaba. Su Dishdasha se
aferraba húmeda a su abdomen, y cuando lo tocó, sus dedos salieron
ensangrentados. Debió haber reabierto la herida.

Reajustó su túnica negra exterior para cubrir la sangre. Si todavía


fuera de día, habría buscado discretamente a Nahri, pero sería cerca de
la medianoche cuando llegara a la enfermería, mientras Banu Nahida
dormía en su cama.
No puedo ir con ella. Ali tuvo suerte de no haber sido atrapado en
la habitación de Nahri la primera vez. Una segunda vez era demasiado
arriesgado, especialmente considerando que los chismes probablemente
comenzarán a circular alrededor de los Qahtanis después de esta
noche. Lo coseré yo mismo, decidió, y esperaré en la enfermería. Al
menos de esa manera, si el sangrado empeorara, solo estaría a una
habitación de distancia. Parecía un plan razonable.

Por otra parte, la mayoría de las cosas lo habían hecho


últimamente, justo antes de que explotaran en su cara.
26
Nahri
Traducido por Yiany

—Nahri. Nahri, despierta.


—¿Mmm? —Nahri levantó la cabeza del libro abierto sobre el que
se había quedado dormida. Se limpió un pliegue que la hoja arrugada le
había dejado en la mejilla y parpadeó adormilada en la oscuridad.

Un hombre estaba parado sobre su cama, su cuerpo perfilado a la


luz de la luna.

Una mano caliente le cubrió la boca antes que pudiera gritar.


Abrió su otra palma; llamas danzantes iluminaban su rostro.

—¿Dara? —logró decir Nahri, su voz amortiguada contra sus


dedos. Él dejó caer su mano, y se levantó sorprendida, su manta cayó
sobre su regazo. Tenía que ser pasada la medianoche; su habitación
estaba oscura y desierta—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Él se dejó caer sobre su cama.

—¿Qué parte de “mantente alejada de los Qahtanis” no


entendiste? —La ira hervía en su voz—. Dime que no aceptaste casarte
con esa lujuriosa mosca de arena.

Ah. Se preguntaba cuándo se enteraría de eso.

—Todavía no he aceptado nada —respondió—. Se presentó una


oportunidad y quería...
—¿Una oportunidad? —Los ojos de Dara brillaron con dolor—. Por
el ojo de Solimán, Nahri, ¿por una vez podrías hablar como alguien con
un corazón en lugar de alguien que vende productos robados en el
bazar?

Su temperamento se encendió.

—¿Soy quién no tiene corazón? Te pedí que te casaras conmigo, y


me dijiste que fuera a producir un establo de niños Nahid con el
hombre Daeva más rico que pudiera encontrar tan pronto... —Se
detuvo, mirando mejor a Dara mientras sus ojos se acostumbraban a la
oscuridad. Estaba vestido con una túnica oscura de viaje, carcaj
plateado lleno por arco y flechas colgado sobre su hombro. Un cuchillo
largo estaba metido en su cinturón.

Se aclaró la garganta, sospechando que no le iba a gustar la


respuesta a su próxima pregunta.

—¿Por qué estás vestido así?

Él se puso de pie, las cortinas de lino soplaban suavemente en el


aire fresco de la noche detrás de él.

—Porque te voy a sacar de aquí. Fuera de Daevabad y lejos de esta


familia de moscas de arena, lejos de nuestra casa corrupta y sus turbas
clamando por la sangre de Daeva.

Nahri exhaló.

—¿Quieres irte de Daevabad? ¿Estás loco? ¡Arriesgamos nuestras


vidas para llegar hasta aquí! Este es el lugar más seguro del ifrit, del
marid...

—No es el único lugar seguro.

Ella retrocedió cuando una expresión vagamente culpable cruzó


su rostro. Conocía esa expresión.

—¿Qué? —exigió—. ¿Qué me estás ocultando ahora?


—No puedo...

—Si dices "no puedo decírtelo", juro por el nombre de mi madre


que te apuñalaré con tu propio cuchillo.

Él hizo un ruido molesto y caminó alrededor del borde de su cama


como un león irritado, con las manos entrelazadas a la espalda y el
humo arremolinándose sobre sus pies.

—Tenemos aliados, Nahri. Tanto aquí como fuera de la ciudad. No


dije nada en el templo porque no quería aumentar tus esperanzas...

—O dejarme opinar sobre mi propio destino —interrumpió Nahri—


. Como siempre. —Completamente molesta, le arrojó una almohada a la
cabeza, pero él la esquivó fácilmente—. ¿Y aliados? ¿Qué se supone que
significa eso? ¿Estás conspirando con algún grupo secreto de Daeva
para robarme? —Lo dijo sarcásticamente, pero cuando él se sonrojó y
miró hacia otro lado, se quedó sin aliento—. Espera... ¿Estás
conspirando con algún secreto Daeva cabal...?

—No tenemos tiempo para entrar en detalles —interrumpió Dara—


. Pero te contaré todo en el camino.

—No hay "en el camino", ¡no voy a ir a ningún lado contigo! Le di


mi palabra al rey... y Dios mío, Dara, ¿has oído cómo castigan estas
personas a los traidores? ¡Dejarán que una gran bestia con cuernos te
matara en la arena!

—Eso no va a suceder —le aseguró Dara. Se sentó a su lado


nuevamente y tomó su mano—. No tienes que hacer esto, Nahri. No voy
a dejar que...

—¡No necesito que me salves! —Nahri apartó la mano—. Dara,


¿escuchas algo de lo que digo? Comencé las negociaciones de
matrimonio. Fui al rey. —Levantó las manos—. ¿De qué me estás
salvando? ¿Convertirme en la futura Reina de Daevabad?

Se veía incrédulo.
—¿Y el precio, Nahri?

Nahri se tragó el nudo que se le subió a la garganta.

—Lo dijiste tú mismo: Soy la última Nahid. Voy a necesitar niños.


—Forzó un encogimiento de hombros, pero no pudo mantener la
amargura completamente fuera de su voz—. También podría aprovechar
el mejor partido estratégico.

—"El mejor partido estratégico" —repitió Dara—. ¿Con un hombre


que no te respeta? ¿Una familia que siempre te verá con sospecha?
¿Eso es lo que quieres?

No. Pero Nahri había dejado en claro sus sentimientos por Dara.
Los había rechazado. Y en su corazón sabía que estaba empezando a
querer más en Daevabad que solo a él.

Respiró hondo, forzando un poco de calma en su voz.

—Dara... Esto no tiene que ser algo malo. Estaré a salvo. Tendré
todo el tiempo y los recursos para entrenarme adecuadamente. —Su
garganta se contrajo—. En otro siglo, bien podría haber un Nahid en el
trono de nuevo. —Lo miró con los ojos húmedos a pesar de su mejor
esfuerzo por controlar sus lágrimas—. ¿No es eso lo que quieres?

Dara la miró fijamente. Nahri pudo ver las emociones en guerra en


su expresión, pero antes que pudiera hablar, llamaron a la puerta.

—¿Nahri? —gritó una voz apagada.

Una voz familiar.

Humo se enroscó alrededor del collar de Dara.

—Perdóname —comenzó él en un silencio mortal—. ¿Exactamente


con qué hermano aceptaste casarte?

Estaba al otro lado de la habitación en tres zancadas. Nahri corrió


tras él, arrojándose frente a la puerta antes que pudiera arrancarla de
las bisagras.
—No es lo que piensas —susurró—. Me desharé de él.

Él frunció el ceño, pero retrocedió hacia las sombras. Respiró


hondo para calmar su corazón acelerado y luego abrió la puerta.

La cara sonriente de Alizayd al Qahtani la saludó.

—La paz sea contigo —dijo en árabe—. Lo siento mucho... —


Parpadeó, viendo la ropa de cama y el cabello descubierto.
Inmediatamente desvió la mirada—. Yo... er...

—Está bien —dijo rápidamente—. ¿Qué pasa?

Ali había estado sosteniendo su lado izquierdo, pero ahora abrió


su túnica negra, revelando el Dishdasha manchado de sangre debajo.

—Me rompí algunos de mis puntos —dijo en tono de disculpa—.


Quería esperar en la enfermería durante la noche, pero no puedo
detener el sangrado y... —Frunció el ceño—. ¿Pasa algo? —Estudió su
rostro, dejando a un lado el decoro por un momento—. Tú... estás
temblando.

—Estoy bien —insistió, consciente que Dara estaba mirando desde


el otro lado de la puerta. Su mente se aceleró. Quería decirle a Ali que
corriera, gritarle por atreverse a ir a su puerta sin compañía, cualquier
cosa para alejarlo de manera segura, pero parecía que necesitaba
ayuda.

—¿Estás segura? —Dio un paso más cerca.

Forzó una sonrisa.

—Estoy segura. —Consideró la distancia entre los dos y la


enfermería. Dara no se atrevería a seguirla, ¿verdad? No podía tener
idea de cuántos pacientes descansaban dentro, cuántos guardias
esperaban en el pasillo exterior.

Asintió con la cabeza al sangriento Dishdasha de Ali.

—Eso se ve horrible. —Cruzó la puerta—. Permíteme...


Dara llamó su mentira.

La puerta fue arrancada de su mano. Dara alcanzó su muñeca,


pero Ali, con los ojos muy abiertos, la agarró primero. La llevó a la
enfermería, empujándola detrás de él, y ella aterrizó con fuerza en el
piso de piedra. Su zulfiqar estalló en llamas.

En segundos, la enfermería era un caos. Un rocío de flechas fue


disparado contra la balaustrada de madera, siguiendo el trayecto de Ali
mientras su zulfiqar encendía en llamas la cortina que separaba las
camas de los pacientes. Su hombre pájaro chilló, agitando sus brazos
emplumados sobre su cama de palos. Nahri se puso de pie, todavía un
poco mareada por la caída.

Ali y Dara estaban peleando.

No, no peleando. Peleando eran dos borrachos riñendo en la calle.


Ali y Dara estaban bailando, los dos guerreros giraban uno alrededor
del otro en un desenfoque salvaje de fuego y cuchillas de metal.

Ali saltó a su escritorio, tan elegante como un gato, usando su


altura para golpear a Dara desde arriba, pero el Afshin se escapó justo a
tiempo. Juntó las manos y el escritorio se incendió, se derrumbó bajo el
peso de Ali y arrojó al príncipe al suelo en llamas. Dara apuntó una
patada a la cabeza, pero Ali se alejó, cortando la parte posterior de las
piernas de Dara mientras avanzaba.

—¡Alto! —gritó mientras Dara lanzaba una de las piernas


ardientes del escritorio a la cabeza de Ali—. ¡Basta, los dos!

Ali esquivó el trozo de escombros voladores y luego cargó contra el


Afshin, bajando el zulfiqar hasta su garganta.

Nahri jadeó, sus temores por los hombres se revirtieron


abruptamente.

—¡No! Dara, mira... —La advertencia no salió de su boca antes


que el anillo de Dara brillara con una luz esmeralda.
El zulfiqar de Ali se estremeció y se atenuó, la cuchilla de cobre se
giró y luego se retorció. Soltó un silbido enojado, fundiéndose en la
forma de una víbora ardiente. Ali se sobresaltó, dejando caer la
serpiente mientras se tambaleaba hacia atrás para golpearlo.

Dara no lo dudó. Agarró al príncipe djinn por el cuello y lo estrelló


contra una de las columnas de mármol. Toda la sala se sacudió. Ali lo
pateó y Dara lo estrelló contra la columna nuevamente. La sangre negra
goteaba por su rostro. Dara apretó su agarre, y Ali jadeó, arañando las
muñecas de Dara mientras el Afshin lo estrangulaba.

Nahri corrió por la habitación.

—¡Déjalo ir! —Agarró el brazo de Dara e intentó quitárselo, pero


fue como pelear contra una estatua—. ¡Por favor, Dara! —gritó mientras
los ojos de Ali se oscurecían—. ¡Te lo ruego!

Él dejó caer al príncipe.

Ali se derrumbó en el suelo. Era un desastre, con los ojos


aturdidos, la sangre goteando por su rostro, más floreciendo a través de
su Dishdasha. Por una vez, Nahri no lo dudó. Se dejó caer de rodillas, le
quitó el turbante y rasgó el escote de su Dishdasha hasta la cintura.
Presionó una mano contra cada herida y cerró los ojos.

Cura, ordenó. La sangre instantáneamente se coaguló debajo de


sus dedos, la piel se alisó en su lugar. Ni siquiera se había dado cuenta
de lo inmediato, lo extraordinario que fue hasta que Ali gimió y comenzó
a toser por aire.

—¿Estás bien? —preguntó con urgencia. Desde el otro lado de la


habitación, se dio cuenta que Dara los estaba mirando.

Ali asintió, escupiendo un chorro de sangre.

—Él... ¿te lastimó? —jadeó.

Por el Altísimo, ¿eso es lo que pensó que estaba interrumpiendo?


Presionó una de sus manos.
—No —le aseguró—. Por supuesto no. Estoy bien.

—Nahri, tenemos que irnos —advirtió Dara en voz baja—. Ahora.

Ali miró entre ellos, y la conmoción floreció en su rostro.

—¿Estás huyendo con él? Pero tú... le dijiste a mi padre...

Hubo un fuerte golpe en la puerta que conducía al corredor


exterior.

—¿Banu Nahida? —Una voz masculina apagada llamó—. ¿Todo


está bien?

Ali se enderezó.

—¡No! —retumbó—. Es el Af...

Nahri le tapó la boca con la mano. Ali se echó hacia atrás,


traicionado. Pero fue demasiado tarde. Los golpes en la puerta se
hicieron más fuertes.

—¡Príncipe Alizayd! —gritó la voz—. ¿Eres tú?

Dara maldijo y corrió hacia la puerta para poner sus manos sobre
los tiradores de la puerta. La plata se derritió al instante, atravesando
las puertas en un patrón de encaje para unirlas.

Pero Nahri dudaba que pudiera mantener a alguien fuera por


mucho tiempo. Tiene que irse, se dio cuenta, algo rompiendo en su
corazón.

Y aunque sabía que no tenía a nadie a quien culpar sino a sí


mismo, Nahri todavía se atragantó con las palabras.

—Dara, tienes que irte. Correr. Por favor. Si te quedas en


Daevabad, el rey te matará.

—Lo sé.
Agarró el zulfiqar de Ali cuando la serpiente cobriza intentó
deslizarse, y al instante se reformó en sus manos. Se acercó a su
escritorio y vació un cilindro de vidrio que contenía algunos de sus
instrumentos. Revolvió las herramientas al azar y sacó un tornillo de
hierro. Se derritió en sus manos.

Nahri se calmó. Incluso ella sabía que no debería haber podido


hacer eso.

Pero Dara apenas hizo una mueca cuando reformuló el hierro


suave en una longitud delgada de cuerda.

—¿Qué estás haciendo? —exigió cuando se inclinó y apartó las


manos de Ali de las de ella. Envolvió el suave metal alrededor de las
muñecas del príncipe, y al instante se endureció. Los golpes afuera se
hicieron más fuertes, el humo se filtró debajo de la puerta.

Dara le hizo señas.

—Ven.

—Ya te dije: no me iré de Daevabad.

Dara presionó el zulfiqar contra la garganta de Ali.

—Lo harás —dijo, su voz tranquilamente firme.

Nahri se quedó inmóvil. Se encontró con los ojos de Dara, rezando


por estar equivocada, rezando porque el hombre en el que confiaba por
encima de todos los demás no estuviera forzando realmente esta
elección sobre ella. Pero en su rostro, su hermoso rostro, vio la
intención. Un poco de arrepentimiento, pero con intención.

Ali eligió ese momento particularmente desaconsejado para abrir


la boca.

—Vete al infierno, asesino de niños, belicista...

Los ojos de Dara brillaron. Presionó el zulfiqar con más fuerza


contra la garganta de Ali.
—Detente —dijo Nahri—. Yo... —Tragó saliva—. Iré. No lo lastimes.

Dara alejó el zulfiqar del príncipe, luciendo aliviado.

—Gracias. —Sacudió la cabeza hacia Ali—. Vigílalo un momento.


—Cruzó rápidamente la habitación, dirigiéndose hacia la pared detrás
de su escritorio.

Nahri se sintió entumecida. Se sentó junto a Ali, sin confiar en sus


piernas.

Él la miró con abierto desconcierto.

—No estoy seguro si agradecerte por salvarme la vida o acusarte


de traición.

Nahri contuvo el aliento.

—Te lo haré saber cuándo lo resuelva.

Ali se atrevió a mirar a Dara y luego bajó la voz.

—No vamos a escapar —advirtió, sus ojos preocupados se


encontraron con los de ella—. Y si mi padre cree que eres responsable...
Nahri, le diste tu palabra.

Un fuerte sonido de molienda los interrumpió. Nahri levantó la


vista y vio a Dara desgarrando minuciosamente el muro de piedra a lo
largo de sus bordes decorativos, humo y brillantes llamas blancas
lamiendo sus manos. Se detuvo una vez que el espacio fue lo
suficientemente grande como para abrirse paso.

—Vamos. —Dara agarró a Ali por la parte de atrás de su túnica y


lo arrastró, empujándolo primero. El príncipe cayó de rodillas.

Nahri se encogió. No podía decir que Ali ya no era más que un


objetivo; se había convertido en un amigo, no se lo podía negar. Y era
un niño en comparación con Dara, de buen corazón y amable,
cualesquiera que fueran sus defectos.
—Dame tu túnica —dijo secamente cuando Dara se volvió hacia
ella. Nahri no había tenido tiempo de vestirse, y estaría condenada si
fuera arrastrada por Daevabad en ropa de cama.

Se la entregó.

—Nahri, yo... Lo siento —dijo en Divasti. Sabía que sus palabras


eran sinceras, pero no ayudaron—. Solo intento...

—Sé lo que estás tratando de hacer —lo reprendió, su tono


agudo—. Y te digo: nunca te perdonaré si algo le sucede, y nunca
olvidaré lo que hiciste aquí esta noche.

No aguardó por una respuesta; no esperaba una. En cambio,


cruzó la brecha. Echó un último vistazo a su enfermería, y luego la
pared se selló detrás de ella.

Caminaron por lo que parecieron horas.


El estrecho pasadizo por el que los condujo Dara era tan estrecho
que tuvieron que atravesarlos literalmente por las puntas, raspando los
hombros en los ásperos muros de piedra. Su techo se elevó y bajó,
elevándose a monumentales alturas antes de caer tan bajo que se
vieron obligados a gatear.

Dara había evocado pequeñas bolas de fuego que bailaban sobre


su cabeza mientras viajaban a través del túnel negro. Nadie habló. Dara
parecía intensamente concentrado en mantener cualquier magia que
mantuviera abierto el pasaje mientras Ali respiraba cada vez más
irregular. A pesar de estar curado, el príncipe no se veía bien. Nahri
podía escuchar su corazón latir con fuerza, y seguía chocando contra
las paredes cercanas como un borracho mareado.

Finalmente tropezó en el suelo, chocando con fuerza contra la


parte posterior de las piernas de Dara.
El Afshin maldijo y se dio la vuelta.

Nahri rápidamente se interpuso entre ellos.

—Déjalo en paz. —Ayudó a Ali a ponerse de pie. Estaba sudando,


cenizo y parecía tener problemas para concentrarse en su rostro—.
¿Estás bien?

Parpadeó y se balanceó ligeramente.

—Solo tengo algunos problemas con el aire.

—¿El aire? —Frunció el ceño. El túnel olía un poco rancio seguro,


pero ella podía respira bien.

—Es porque no perteneces aquí —dijo Dara sombríamente—. Ésta


no es tu ciudad, ni tu palacio. Las paredes saben eso incluso si ustedes
los perros Geziri no lo saben.

Nahri lo fulminó con la mirada.

—Entonces apurémonos.

Mientras caminaban, el túnel se ensanchó y se empinó,


eventualmente cambiando a un largo conjunto de escalones
desmoronados. Se apoyó contra la pared, estremeciéndose cuando se
humedeció bajo sus manos. Frente a ella, escuchó a Ali respirar
profundamente el aire húmedo. A medida que las escaleras se volvían
resbaladizas por la humedad, juraría que sus pasos parecían más
seguros.

Dara se detuvo.

—Está inundado por delante.

Las llamas sobre sus cabezas se iluminaron. Los escalones


terminaban en un charco de agua todavía negra que olía tan vil como
parecía. Se detuvo en el borde, observando las luces parpadeantes
reflejarse en la superficie aceitosa del agua.
—¿Miedo de un poco de agua? —Ali empujó a Dara y entró con
confianza en la piscina oscura, deteniéndose cuando llegó a su cintura.
Se volvió. Su túnica de ébano se derritió tan fácilmente en el agua negra
que parecía que el líquido en sí estaba sobre sus hombros—. ¿Te
preocupa que el marid te atrape?

—¿Allí en casa, no es así, pequeño cocodrilo? —se burló Dara—.


¿Te recuerda los pantanos fétidos de Ta Ntry?

Ali se encogió de hombros.

—Mosca de arena, perro, cocodrilo... ¿Estás abriéndote paso entre


los animales que puedes nombrar? ¿Cuántos pueden quedar? ¿Cinco?
¿Seis?

Los ojos de Dara brillaron, y luego hizo algo que Nahri nunca lo
había visto hacer.

Se metió en el agua.

Dara levantó las manos y el agua huyó, corriendo sobre las rocas
y corriendo por las grietas. Las gotas que no lo hicieron chisporrotearon
bajo los pies al pasar.

La boca de Nahri se abrió. Su anillo brillaba, una luz verde


brillante, como el sol que brilla sobre una hoja mojada. Pensó en lo que
le había hecho al shedu, al zulfiqar de Ali, a las ataduras de hierro.

Y de repente se preguntó cuántos secretos le ocultaba Dara. Su


beso en la cueva parecía hace mucho tiempo.

El Afshin empujó a Ali, visiblemente sorprendido, hacia adelante.

—Sigue caminando, djinn, y cuida tu boca. Sería muy molesto


para Banu Nahida si te cortara la lengua.

Nahri rápidamente alcanzó a Ali.

—¿Entonces su presencia hierve agua ahora? —susurró Ali,


dándole a Dara una mirada nerviosa—. ¿Qué clase de horror es eso?
No tengo idea.

—Tal vez es solo parte de ser un esclavo —dijo débilmente—. He


conocido esclavos liberados. No tienen ese tipo de poder. Probablemente
siguió el camino del ifrit y se entregó a los demonios hace mucho
tiempo.

Él hizo una mueca y la miró, bajando la voz aún más.

—Por favor, en nombre del Altísimo, dime que realmente no tienes


intención de irte con él.

—¿Recuerdas el zulfiqar en tu garganta?

—Me arrojaré al lago antes de dejar que ese monstruo use mi vida
para robar la tuya. —Sacudió la cabeza—. Debería haberte dado ese
libro en el jardín. Debería haberte contado sobre las ciudades que
destruyó, los inocentes que asesinó... tu misma le habrías clavado un
cuchillo en la espalda.

Nahri retrocedió.

—Nunca lo haría. —Sabía que Dara tenía un pasado sangriento,


pero seguramente Ali exageraba—. Fue una guerra, una guerra que tu
gente comenzó. Dara solo defendía a nuestra tribu.

—¿Es eso lo que te dijo? —Ali contuvo el aliento—. Defendiendo...


Nahri, ¿sabes por qué la gente lo llama el Azotador?

Algo muy frío se deslizó por su columna vertebral, pero lo apartó.

—No. Pero ¿puedo recordarte que fuiste tú quien vino a mí la otra


noche cubierto con la sangre de otro hombre —señaló—. Dara no es el
único que guarda secretos.

Ali se detuvo abruptamente.


—Tienes razón. —Se volvió hacia ella, su expresión resuelta—. Era
la sangre de un asesino shafit. Lo maté. Era miembro de un grupo
político llamado Tanzeem. Abogan, a veces violentamente, por los
derechos del shafit y son considerados criminales y traidores. Fui su
principal benefactor. Mi padre se enteró y me ordenó que me hiciera
amigo tuyo y te convenciera de que te casaras con mi hermano como
penitencia. —Levantó las cejas oscuras, con la costra de sangre en la
línea del cabello—. Ahí. Ahora ya lo sabes.

Nahri parpadeó, asimilando todo. Sabía que Ali tenía su propia


agenda, la misma que ella, pero le dolió escucharla tan claramente.

—El interés en mi país, en mejorar tu árabe... ¿Supongo que todo


fue simulación?

—No, no lo fue. Lo juro. Sin embargo, nuestra amistad comenzó,


como fuera que me sintiera por tu familia... —Ali parecía avergonzado—
. Han pasado unos meses oscuros. Mi tiempo contigo... fue una luz.

Nahri miró hacia otro lado; tenía que hacerlo, no podía soportar la
sinceridad en su rostro. Vio sus muñecas ensangrentadas aún atadas
en hierro. Él sobrevivirá a esto, se juró. Sin importar qué.

Incluso si eso significaba escapar con Dara.

Siguieron caminando, Ali lanzando ocasionalmente una mirada


hostil a la espalda de Dara.

—Quizás ahora sea tu turno.

—¿Qué quieres decir?

—Eres más bien experta en abrir cerraduras y negociar contratos


para una sirvienta, ¿verdad?

Pateó el suelo, enviando algunas piedras volando.

—No estoy segura que todavía pienses en mí como una luz si te


cuento sobre mis antecedentes.
—Nahri —gritó Dara, interrumpiendo su conversación tranquila.

La caverna había terminado. Se unieron a Dara en una repisa


rocosa con vistas a una caída baja hacia una estrecha playa de arena
que rodeaba una laguna tranquila. A lo lejos, podía ver estrellas a
través de un trozo de cielo. La laguna era extrañamente luminosa, el
agua de un azul cobrizo que brillaba como bajo un sol tropical.

Dara la ayudó hasta la playa y le entregó su cuchillo mientras


arrastraba a Ali hacia abajo para unirse a ellos.

—Necesitaré tu sangre —dijo, sonando arrepentido—. Solo un


poco en la hoja.

Nahri pasó el cuchillo sobre la palma de su mano, obteniendo solo


unas gotas antes que su piel se uniera. Dara retiró el cuchillo y susurró
una oración entre dientes. La sangre carmesí estalló en llamas cuando
goteó de la cuchilla.

La laguna comenzó a agitarse, un gran sonido de succión provenía


de su pozo mientras el agua se alejaba, y algo metálico se elevó en su
centro. Mientras Nahri observaba, un elegante bote de cobre surgió de
la superficie de la piscina, gotas de agua resbalaron de su reluciente
casco. Era bastante pequeño, probablemente construido para no más
de una docena de pasajeros. No se veía ninguna vela, pero parecía
rápido, su popa se estrechaba hasta una punta afilada.

Nahri dio un paso adelante, paralizada por el hermoso bote.

—¿Ha estado aquí todo este tiempo?

Dara asintió con la cabeza.

—Desde antes que cayera la ciudad. El asedio de Qahtani fue tan


brutal que nadie tuvo la oportunidad de escapar. —Empujó a Ali a las
aguas poco profundas—. Sube a bordo, mosca de arena.

Nahri fue a seguirlo, pero Dara la agarró por la muñeca.


—Lo dejaré ir —dijo en voz baja en Divasti—. Lo prometo. Hay
suministros esperándonos al otro lado del lago, una alfombra,
provisiones, armas. Lo dejaré en la playa ileso y volaremos.

Sus palabras solo empeoraron su sentimiento de traición.

—Me alegra saber que estaremos bien aprovisionados cuando los


ifrit nos asesinen.

Trató de alejarse, pero Dara la abrazó con fuerza.

—Los ifrit no nos van a matar, Nahri —le aseguró—. Las cosas son
diferentes ahora. Estarás a salvo.

Nahri frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

A lo lejos, se escuchó un grito, seguido de una orden inaudible.


Las voces eran lejanas, pertenecientes a hombres aún invisibles, pero
Nahri sabía lo rápido que podían moverse los djinn.

Dara soltó su muñeca.

—Te diré cuando estemos fuera de la ciudad. Te diré todo lo que


quieras saber. Debería haberlo hecho antes. —Le tocó la mejilla—.
Superaremos esto.

No sé sobre eso. Pero dejó que la ayudara a subir al bote. Dara


recuperó un poste de cobre que corría por el centro de la cubierta. Lo
clavó en el banco arenoso y se marcharon.

El bote se deslizó más allá del borde de la caverna con un


chisporroteo. Cuando miró hacia atrás, la cara rocosa parecía suave e
intachable. Vio los muelles en la distancia, rodeados de pequeñas
figuras con antorchas parpadeantes y hojas brillantes.

Ali miró a los soldados mientras el bote corría por el agua quieta
hacia las montañas oscuras.
Nahri se acercó a él.

—Lo que me dijiste sobre tu acuerdo con tu padre, ¿crees que te


castigará si me voy?

Ali bajó la mirada.

—No importa. —Lo vio tronarse los nudillos, rezando, contando,


tal vez solo un gesto nervioso. Se veía miserable.

Las palabras salieron de su boca antes que pudiera pensar mejor


en ellas.

—Ven con nosotros.

Ali se quedó inmóvil.

Estúpidamente, Nahri continuó, manteniendo su voz baja.

—También podrías escapar de lo que viene después. Cruza el


Gozan con nosotros y luego ve a ver ese mundo humano con el que
estás tan fascinado. Ve a rezar en La Meca, estudia con los sabios de
Tombuctú… —Tragó, la emoción robando su voz—. Tengo un viejo
amigo en El Cairo. Probablemente podría necesitar un nuevo socio
comercial.

Ali mantuvo su mirada en sus manos.

—Realmente quieres decir eso, ¿no? —preguntó, su voz


extrañamente hueca.

—Lo hago.

Él cerró los ojos brevemente.

—Oh, Nahri... Lo siento mucho. —Se volvió para mirarla, la culpa


irradiaba de cada línea de su rostro.

Nahri retrocedió.
—No —susurró—. ¿Qué has…?

El aire brilló a su alrededor, y las palabras quedaron atrapadas en


su garganta. Se aferró a la barandilla del barco y contuvo el aliento a
través del sofocante abrazo del velo del lago. Al igual que con su primer
cruce, duró solo un momento, y luego el mundo se reajustó. Las
montañas oscuras, el cielo estrellado...

La docena de buques de guerra cargados de soldados.

Estuvieron a punto de chocar contra el más cercano, un enorme


trirreme de madera que estaba pesado en el agua. El pequeño bote de
cobre pasó y aplastó algunos remos, pero los hombres a bordo estaban
listos. La cubierta estaba cargada de arqueros, con los arcos tensos,
mientras que otros soldados arrojaron cadenas de anclas con púas para
enganchar su nave. Uno de los arqueros soltó una sola flecha llameante
en lo alto del cielo. Una señal.

Ali se puso de pie torpemente.

—Mis antepasados encontraron el bote de cobre poco después de


la revolución —explicó—. Nadie pudo levantarlo, así que se quedó. Y
aprendimos a ocultar cosas al otro lado del velo hace siglos. —Bajó la
voz—. Lo siento, Nahri, realmente lo hago.

Oyó a Dara gruñir. Estaba en el otro extremo del bote, pero sacó
su arco en un abrir y cerrar de ojos, apuntando una flecha a la
garganta de Ali. Nahri no podía imaginar lo que estaba pensando.
Estaban completamente superados en número.

—¡Afshin! —Jamshid apareció en el borde del buque de guerra—.


No seas tonto. Baja tu arma.

Dara no se movió y los soldados se desplegaron como si se


prepararan para abordar. Nahri levantó las manos.

—¡Zaydi! —Hubo un grito desde la nave cuando Muntadhir


empujó a través de la línea de soldados. Observó a su hermano
ensangrentado encadenado, una flecha apuntando a su garganta. El
odio torció su hermoso rostro, y se lanzó hacia adelante.
—¡Bastardo!

Jamshid lo agarró.

—¡Muntadhir, no lo hagas!

Dara le dirigió a Muntadhir una mirada incrédula.

—¿Qué haces a bordo de un buque de guerra? ¿Están los lastres


llenos de vino?

Muntadhir dejó escapar un siseo enojado.

—Espera hasta que llegue mi padre. Veremos con qué valentía


hablas entonces.

Dara se rio.

—Espera a mi baba. El himno de cada héroe Geziri. —Los ojos de


Muntadhir brillaron. Miró hacia atrás y pareció juzgar hasta qué punto
estaban los otros barcos y luego hizo un gesto enojado hacia los
arqueros—. ¿Por qué sus flechas apuntan a él? Apunten a la chica y
verán qué tan rápido se rinde el gran Azotador.

La sonrisa desapareció de la cara de Dara.

—Hagan eso, y mataré a cada uno de ustedes.

Ali inmediatamente se puso delante de ella.

—Ella es tan inocente como yo, Dhiru. —Lo vio mirar a los otros
barcos también, pareciendo hacer el mismo cálculo que su hermano.

Y luego la golpeó. Por supuesto que querían esperar a Ghassan;


Dara estaba completamente indefenso frente al sello de Solimán. Si se
demoraban hasta que llegara el rey, estaba condenado.
Se hizo esto a sí mismo. Nahri lo sabía. Pero su mente regresó a su
viaje, a la tristeza que lo perseguía constantemente, su angustia cuando
hablaba del destino de su familia, los recuerdos sangrientos de su
tiempo como esclavo. Había pasado su vida luchando por los Daeva
contra los Qahtanis. No era de extrañar que estuviera desesperado por
salvarla de lo que debía parecerle el peor destino posible.

Y Dios, al pensar en él encadenado, arrastrado ante el rey,


ejecutado frente a una multitud burlona de djinn...

No, nunca. Se volvió, un repentino calor en el pecho.

—Déjalo ir —le rogó—. Por favor. Deja que se vaya y me quedaré


aquí. Me casaré con tu hermano. Haré lo que tu familia quiera.

Ali vaciló.

—Nahri...

—Por favor. —Agarró su mano, deseando que la renuencia en sus


ojos desapareciera. No podía dejar que Dara muriera. El solo
pensamiento le rompió el corazón—. Te lo ruego. Eso es todo lo que
quiero —agregó, y por el momento, era cierto, su único deseo en el
mundo—. Solo deseo que él viva.

Hubo un momento de extraña quietud en el barco. El aire se


volvió incómodamente cálido, como lo haría en un monzón que se
acerca.

Dara dejó escapar un jadeo ahogado. Nahri se dio la vuelta a


tiempo para verlo tropezar.

Su arco se hundió en sus manos mientras trataba frenéticamente


de recuperar el aliento.

Horrorizada, se tambaleó hacia él. Ali la agarró del brazo cuando


el anillo de Dara se encendió de repente.
Cuando levantó la vista, Nahri sofocó un grito. Aunque la mirada
de Dara estaba centrada en ella, no había reconocimiento en sus ojos
brillantes. No había nada familiar en su rostro: su expresión era más
salvaje que en Hierápolis, la mirada de algo cazado y herido.

Giró sobre los soldados. Gruñó, y su arco se dobló en tamaño. El


carcaj se transformó también, creciendo al ras con una variedad de
flechas que competían para superarse en salvajismo. La que tenía
muescas terminaba en una media luna de hierro, su eje tachonado de
púas.

Nahri se quedó inmóvil. Recordó sus últimas palabras. La


intención detrás de ellas. No podría haberlo hecho realmente, ¿verdad?

—¡Dara, espera! ¡No lo hagas!

—¡Dispárenle! —gritó Muntadhir.

Ali la empujó hacia abajo. Golpearon la cubierta con fuerza, pero


nada zumbó sobre sus cabezas. Miró.

Las flechas de los soldados se habían congelado en el aire.

Nahri sospechaba que el rey Ghassan iba a llegar demasiado


tarde.

Dara chasqueó los dedos y las flechas cambiaron bruscamente de


dirección para volar por el aire y atravesar a sus dueños. La suya se
unió rápidamente, sus manos se movieron tan rápido entre el carcaj y el
arco que no pudo seguir el movimiento con los ojos. Cuando los
arqueros volvieron a caer bajo el ataque, Dara agarró el zulfiqar de Ali.

Su brillante mirada se clavó en Muntadhir, y sus ojos locos


brillaron con reconocimiento.

—Zaydi al Qahtani —declaró. Escupió—. Traidor. He esperado


mucho tiempo para hacerte pagar por lo que le hiciste a mi gente.

Tan pronto como Dara hizo su afirmación lunática, cargó la nave.


La barandilla de madera estalló en llamas al tocarla y desapareció en el
humo negro. Podía escuchar a los hombres gritar.
—Libérame —rogó Ali, empujando sus muñecas en su regazo—.
¡Por favor!

—¡No sé cómo!

El cuerpo, sin cabeza, de un oficial agnivanshi aterrizó a su lado


con un ruido sordo, y Nahri chilló. Ali se levantó torpemente.

Ella lo agarró del brazo.

—¿Estás loco? ¿Qué vas a hacer así? —preguntó, señalando sus


muñecas atadas.

Él la sacudió.

—¡Mi hermano está allá!

—¡Ali! —Pero el príncipe ya se había ido, desapareciendo en el


mismo humo negro que Dara.

Retrocedió. ¿Qué le había sucedido a Dara en nombre de Dios?


Nahri había pasado semanas a su lado, seguramente había deseado
cosas en voz alta sin que él... bueno, sea lo que sea que acababa de
hacer.

Va a matar a todos en ese bote. Ghassan llegaría para encontrar a


sus hijos asesinados, y luego los cazaría hasta los confines de la tierra,
los colgaría en el midan, y sus tribus irían a la guerra durante un siglo.

No podía dejar que eso sucediera.

—Dios me guarde —susurró, y luego hizo lo más opuesto a Nahri


que podía imaginar.

Corrió hacia el peligro.

Nahri abordó el barco, trepó por los remos rotos y las cadenas de
ancla, mientras trataba con fuerza de no mirar la maldita agua que
brillaba debajo. Nunca había olvidado lo que Dara le había contado
sobre la trituración de carne de djinn.
Pero la carnicería en el trirreme le hizo olvidar el lago mortal. El
fuego lamió la cubierta de madera y arrastró los aparejos por la vela
negra. La línea de arqueros yacía donde habían caído, perforados con
docenas de flechas. Uno gritó por su madre mientras se agarraba el
estómago arruinado. Nahri dudó, pero sabía que no tenía tiempo que
perder. Tomó los cuerpos, tosiendo y agitando el humo lejos de su cara
mientras tropezaba con una pila de hule ensangrentada.

Escuchó gritos desde el otro lado de la nave y vio a Ali corriendo


hacia adelante. El humo se disipó brevemente, y luego lo vio.

De repente quedó claro por qué, más de mil años después, el


nombre de Dara todavía provocaba terror entre los djinn. Con el arco
colgando de la espalda, tenía el zulfiqar de Ali en una mano y un
khanjar robado en la otra y los estaba usando para hacer un trabajo
rápido de los soldados que quedaban alrededor de Muntadhir. Se movía
menos como un hombre y más como un dios de la guerra furioso de la
era en la que había nacido. Incluso su cuerpo estaba iluminado,
aparentemente en llamas justo debajo de la piel.

Al igual que el ifrit, reconoció Nahri con horror, repentinamente


insegura de quién o qué era realmente Dara. Empujó el zulfiqar en la
garganta del último guardia entre él y Muntadhir y lo sacó con sangre.

No es que el emir se haya dado cuenta. Muntadhir estaba sentado


en la cubierta ensangrentada con el cuerpo acribillado de un soldado
acunado en flechas en sus brazos.

—¡Jamshid! —gritó—. ¡No! ¡Dios, no, mírame, por favor!

Dara levantó el zulfiqar. Nahri se detuvo y abrió la boca para


gritar.

Ali se arrojó sobre el Afshin.


Apenas había notado al príncipe, asombrada por la horrible visión
de Dara haciendo el trabajo de la muerte. Pero de repente estaba allí,
aprovechando su altura para saltar sobre la espalda de Dara y enrollar
sus muñecas atadas alrededor del cuello del Afshin como un lazo.
Levantó las piernas y Dara se tambaleó bajo el repentino peso. Ali pateó
el zulfiqar de sus manos.

—¡Muntadhir! —gritó, agregando algo en Geziriyya que ella no


pudo entender. El zulfiqar había aterrizado apenas a un cuerpo de
distancia de los pies del emir. Muntadhir no levantó la vista; ni siquiera
parecía haber escuchado el grito de su hermano. Nahri corrió,
seleccionando cuerpos tan rápido como pudo.

Dara dejó escapar un sonido agravado mientras intentaba soltar


al príncipe. Ali levantó sus manos, presionando las ataduras de hierro
contra la garganta del Afshin. Dara jadeó, pero logró darle un codazo al
príncipe en el estómago y golpear su espalda con fuerza contra el mástil
de la nave.

Ali no lo soltó.

—¡Akhi!

Muntadhir se sobresaltó y levantó la vista. En un segundo se


había zambullido por el zulfiqar, al mismo tiempo que Dara finalmente
logró arrojar a Ali sobre su cabeza. Agarró su arco.

El joven príncipe golpeó con fuerza la cubierta mojada y se deslizó


hasta el borde del bote. Se puso de pie.

—Munta...

Dara le golpeó a través de la garganta.


27
Nahri
Traducido por AnamiletG

Nahri gritó y corrió hacia adelante cuando una segunda flecha


atravesó el pecho de Ali. El príncipe se tambaleó hacia atrás, y su talón
se golpeó contra el borde del bote, sacándolo de equilibrio.

—¡Ali!

Muntadhir se lanzó hacia su hermano, pero no fue lo


suficientemente rápido. Ali cayó al lago con apenas un chapuzón. Hubo
un gran trago, como el sonido de un pesado aterrizaje de roca en una
piscina tranquila, y luego silencio.

Nahri corrió hacia la barandilla, pero Ali se había ido, la única


señal de su presencia era una onda en el agua oscura. Muntadhir cayó
de rodillas con un gemido.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Ella se giró hacia Dara.

—¡Sálvalo! —gritó—. ¡Deseo que lo traigas de vuelta!

Dara se desmayó, tambaleándose ante su orden, pero Ali no


reapareció. En cambio, Dara parpadeó y el brillo dejó sus ojos. Su
mirada confundida vagó por la cubierta ensangrentada. Dejó caer el
arco, luciendo inestable.

—Nahri, yo...

Muntadhir se puso de pie de un salto y agarró el zulfiqar.

—¡Te mataré! —Las llamas se arremolinaban en la espada


mientras cargaba al Afshin.
Dara paró al otro hombre con su khanjar tan fácilmente como
pudo haber matado a un mosquito. Bloqueó otro de los intentos de
Muntadhir y luego esquivó casualmente el tercero, dándole un fuerte
golpe al emir. Muntadhir gritó; un chorro de sangre negra brotó de su
nariz. Nahri no necesitaba ser un espadachín para ver cuán torpemente
se movía en comparación con el veloz Afshin. Sus dagas volvieron a
chocar, y Dara lo empujó.

Pero entonces Dara dio un paso atrás.

—Suficiente, al Qahtani. Tu padre no necesita perder un segundo


hijo esta noche.

Muntadhir no parecía particularmente deseoso de la misericordia


de Dara, ni capaz de razonar.

—¡Jódete! —sollozó, golpeando salvajemente con el zulfiqar


mientras la sangre corría por su rostro. Dara se movió para
defenderse—. Jódete a ti y a tu malditas hermanas Nahid. ¡Espero que
se quemen en el infierno!

Nahri no pudo juzgar su dolor. Se quedó congelada al borde del


bote, con el corazón roto mientras miraba el agua quieta. ¿Ali ya estaba
muerto? ¿O estaba siendo destrozado en este momento, sus gritos
silenciados por el agua negra?

Más soldados salieron de la bodega del barco, algunos con remos


rotos como porras. La vista la sacó de su dolor, y se puso de pie, con las
piernas temblorosas.

—Dara...

Él levantó la vista y levantó bruscamente la mano izquierda. El


barco se quebró, una pared de madera astillada se elevó dos veces su
altura para separarlos de los soldados.

Muntadhir volvió a girar el zulfiqar hacia Dara, pero el Afshin


estaba listo. Enganchó su khanjar en la punta de la espada bifurcada y
lo retiró de las manos de Muntadhir. El zulfiqar se deslizó por la
cubierta, y Dara pateó al emir en el cofre, enviándolo al suelo.
—Estoy perdonando tu vida —espetó—. Tómalo, tonto. —Se dio la
vuelta y se alejó, dirigiéndose en su dirección.

—Eso es correcto... ¡corre, cobarde! —Muntadhir respondió—. Eso


es lo que mejor haces, ¿no? ¡Huyes y dejas que el resto de tu tribu
pague por tus acciones!

Dara redujo la velocidad.

Nahri observó los ojos afligidos de Muntadhir recorrer la cubierta,


observando el cuerpo acribillado de Jamshid y el lugar donde le habían
disparado a su hermano. Una mirada de pura angustia, de rencor —
desigual y sin pensar— llenó su rostro.

Él se paró.

—Ali me contó, ya sabes, lo que le sucedió a tu familia cuando


cayó Daevabad. Lo que sucedió cuando los Tukharistanis irrumpieron
en el Barrio Daeva buscándote, buscando venganza, y solo encontraron
a tu familia. —El rostro de Muntadhir se retorció con odio—. ¿Dónde
estabas Afshin cuando te llamaron a gritos? ¿Dónde estabas cuando
grabaron los nombres de los muertos Qui-zi en el cuerpo de tu
hermana? Ella era solo una niña, ¿no? Nombres largos, esos
Tukharistanis —añadió salvajemente—. Apuesto a que solo pudieron
encajar unos pocos antes…

Dara gritó. Estuvo en Muntadhir en menos de un segundo,


golpeando al emir con tanta fuerza en la cara que le salió un diente
ensangrentado. El khanjar fumaba en su otra mano, y cuando lo
levantó, se transformó, la hoja se volvió opaca y se partió en una docena
de hebras de cuero tachonadas de hierro.

Un látigo.

—¿Quieres que sea el Azotador? —gritó Dara mientras azotaba a


Muntadhir. El emir gritó y levantó los brazos para protegerse la cara—.
¿Eso complacerá a tu gente sucia? ¿Para convertirme en un monstruo
una vez más?
La boca de Nahri se abrió con horror. ¿Sabes por qué la gente lo
llama el Azotador? Escuchó al príncipe muerto preguntar.

Dara volvió a bajar el látigo y arrancó una tira de carne de los


antebrazos de Muntadhir. Nahri quería huir. Este no era el Dara que
conocía, el que le enseñó a montar a caballo y dormía a su lado.

Pero ella no huyó. En cambio, actuando por un loco impulso, se


puso de pie de un salto y agarró su muñeca cuando él levantó el látigo
de nuevo. Él se dio la vuelta, con la cara llena de dolor.

Su corazón latía con fuerza.

—Detente, Dara. Suficiente.

Él tragó, su mano temblando bajo la suya.

—No es suficiente. Nunca lo será. Destruyen todo. Asesinaron a


mi familia, mis líderes. Destriparon a mi tribu. —Su voz se quebró—. Y
después de todo, después de que toman Daevabad, después de que me
convierten en un monstruo, te quieren. —Su voz se ahogó con la última
palabra, y levantó el látigo—. Lo desollaré hasta que sea un polvo
sangriento.

Ella apretó su brazo y se interpuso entre él y Muntadhir.

—No me han llevado. Estoy aquí.

Los hombros de Dara cayeron e inclinó la cabeza.

—Te tienen. No me perdonarás lo del chico.

—Yo... —Nahri vaciló, mirando el lugar donde Ali había ido. Se le


revolvió el estómago, pero presionó la boca en una línea firme—. No
importa en este momento —dijo, odiando las palabras mientras las
pronunciaba. Asintió a las naves que se acercaban—. ¿Puedes llegar a
la costa antes de que lleguen aquí?

—No te dejaré.
Ella presionó la mano que sostenía el látigo.

—No te estoy pidiendo que lo hagas. —Dara miró hacia abajo, sus
ojos brillantes se encontraron con los suyos. Ella tomó el látigo de él—.
Pero necesitas dejar ir esto. Es suficiente.

Él respiró hondo y Muntadhir dejó escapar un gemido mientras se


acurrucaba sobre sí mismo. El odio volvió a la cara de Dara.

—No. —Nahri tomó su rostro en sus manos y lo obligó a mirarla a


los ojos—. Ven conmigo. Nos iremos, viajaremos por el mundo. —Era
obvio que no había vuelta atrás a lo que habían tenido antes. Pero ella
habría dicho cualquier cosa para que se detuviera.

Dara asintió, sus ojos brillantes húmedos. Ella arrojó el látigo al


lago y le tomó la mano. Acababa de comenzar a alejarlo cuando
Muntadhir tartamudeó detrás de ellos, con una extraña mezcla de
esperanza y alarma en su voz:

—¿Z-Zaydi?

Nahri se dio la vuelta. Jadeó y Dara lanzó un brazo protector


frente a ella cuando el parpadeo de alivio murió en su pecho. Porque lo
que subía al bote definitivamente no era Alizayd al Qahtani.

El joven príncipe salió a la luz del fuego y se balanceó como


alguien no acostumbrado a aterrizar. Parpadeó, un lento movimiento
como de un reptil, y ella vio que sus ojos se habían vuelto
completamente negros, incluso el blanco desapareció bajo una cubierta
aceitosa y oscura. Su cara era gris y sus labios azules se movían en un
susurro silencioso.
Ali dio un paso adelante y escaneó mecánicamente la nave. Su
ropa estaba hecha trizas, y el agua fluía de su cuerpo como un tamiz,
que brotaba de sus ojos, oídos y boca. Surgió de debajo de su piel y
goteó de la punta de sus dedos. Dio otro paso brusco hacia ellos, y en la
luz mejorada, Nahri pudo ver su cuerpo, incrustado con todo tipo de
escombros del lago. Las flechas y los grilletes de hierro habían
desaparecido; en cambio, las algas y los tentáculos incorpóreos
envolvieron firmemente sus extremidades. Conchas, escamas brillantes
y dientes afilados estaban incrustados en su piel.

Muntadhir se levantó lentamente. La sangre se escurrió de su


rostro.

—Oh Dios mío. Alizayd… —Dio un paso más cerca.

—No haría eso, mosca de arena. —Dara también estaba pálido.


Empujó a Nahri detrás de él y alcanzó su arco.

Ali volvió su atención ante la voz de Dara. Olfateó el aire y luego


se volvió hacia ellos. Un charco de agua a sus pies. Había estado
susurrando desde que subió a bordo, pero cuando se acercó, ella de
repente entendió las palabras, murmuraba en un idioma diferente a
todo lo que había escuchado. Un lenguaje fluido que se precipitaba, se
deslizaba y nadaba sobre sus labios.

Mata al daeva.

Excepto, por supuesto, que no era "daeva" lo que usaba, sino un


sonido que Nahri sabía que ella nunca podría reproducir, las sílabas
llenas de odio y pura... oposición. Como si esta otra cosa, este daeva, no
tuviera derecho a existir, no tenía derecho a manchar las aguas del
mundo con humo, llamas y muerte ardiente.

Detrás de su túnica mojada, Ali dibujó una enorme cimitarra. La


hoja era verde y manchada de óxido, parecía algo que el lago se había
tragado siglos atrás. A la luz del fuego, vio un símbolo sangriento
tallado en su mejilla izquierda.
—¡Corre! —gritó Dara. Le disparó a Ali, y la flecha se disolvió al
contacto. Agarró el zulfiqar y corrió al príncipe.

El símbolo brilló en la mejilla de Ali. Una ola de presión estalló en


el aire, y todo el barco tembló. Nahri voló de regreso a una pila de cajas
de madera. Un trozo de madera irregular le cortó el hombro. Quemó
cuando se sentó, una ola de debilidad y náuseas la recorrieron.

Sus poderes se habían ido. Y luego se dio cuenta de lo que debía


haber sido tallado en la mejilla de Ali.

El sello de Solimán.

Dara.

—¡No!

Nahri se puso de pie. En el centro del barco, Dara se había


arrodillado al igual que él cuando Ghassan usó el sello para revelar su
identidad. Levantó la vista para ver lo que era Ali elevándose sobre él,
levantando la hoja oxidada sobre su cabeza. Intentó defenderse con el
zulfiqar, pero incluso Nahri pudo ver que sus movimientos se
ralentizaron.

Ali lo golpeó con la fuerza suficiente para enviar la espada volando


hacia el lago y luego levantó la cimitarra oxidada nuevamente. Comenzó
a bajarlo hacia el cuello de Dara, y Nahri gritó. Ali vaciló. Ella respiró
hondo.

Él cambió de dirección, cortó la muñeca izquierda de Dara y le


cortó la mano.

Separando el anillo.

Dara no emitió ningún sonido mientras caía. Ella podía jurar que
parecía mirar más allá de Ali, mirarla por última vez, pero no estaba
segura. Era difícil ver su rostro; se había vuelto tan tenue como el
humo, y había una mujer gritando en su oído.

Pero entonces Dara se quedó quieto, demasiado quieto, y se


desmoronó en cenizas ante sus ojos.
28
Ali
Traducido por AnamiletG & NaomiiMora

Ali sabía que se estaba muriendo cuando se estrelló contra la


plácida superficie del lago. El agua helada lo chupó y lo atacó como un
animal rabioso, destrozando su ropa y rasgándole la piel. Le raspó la
boca y le subió por la nariz. Un calor candente estalló dentro de su
cabeza.

Gritó en el agua. Había algo allí, una presencia alienígena


recorriendo su mente, revisando sus recuerdos como un estudiante
aburrido hojeando un libro. Su madre cantando una canción de cuna
Ntaran, la empuñadura de un zulfiqar en sus manos por primera vez, la
risa de Nahri en la biblioteca, Darayavahoush levantando su arco...

Todo se detuvo. Hubo un silbido en su oído. ¿ÉL ESTÁ AQUÍ? el


lago mismo parecía exigir. El agua turbulenta se calmó, y hubo una
presión cálida en su garganta y pecho cuando las flechas se disolvieron.

El alivio fue temporal. Antes de que Ali pudiera pensar en patear


hacia la superficie, algo se deslizó alrededor de su tobillo izquierdo y lo
tiró hacia abajo.

Se retorció cuando las algas envolvieron su cuerpo, las raíces


cavaron en su carne. Las imágenes en su mente destellaron más rápido
mientras el lago devoraba sus recuerdos de Darayavahoush: su duelo,
la forma en que había mirado a Nahri en la enfermería, la luz ardiente
que llenaba su anillo mientras cargaba el barco.
Las palabras irrumpieron en su mente nuevamente. DIME TU
NOMBRE.

Los pulmones de Ali ardieron. Dos almejas intentaban enterrarse


en su estómago y un par de mandíbulas con dientes se cerraron sobre
su hombro. Por favor, rogó. Solo déjame morir.

Tu nombre, Alu-baba. El lago cantó las palabras en la voz de su


madre esta vez, un nombre de bebé que no había oído en años. Da tu
nombre o mira lo que pasará.

La imagen del odiado Afshin fue barrida para ser reemplazada por
Daevabad. O lo que alguna vez fue Daevabad y ahora era poco más que
una ruina en llamas, rodeado por un lago evaporado y lleno de cenizas
de su gente. Su padre yacía asesinado en los escalones de mármol de la
corte real destrozada, y Muntadhir colgaba de una ventana rota. La
Ciudadela se derrumbó, enterrando a Wajed vivo y a todos los soldados
con los que había crecido. La ciudad ardió; las casas estallaron en
llamas y los niños gritaron.

¡No! Ali se retorció en las garras del lago, pero no había forma de
detener las terribles visiones.

Seres grises esqueléticamente delgados con alas vibrantes se


inclinaron en obediencia. Los ríos y lagos se secaron, sus pueblos
fueron dominados por el fuego y el polvo, mientras que una tierra que
reconoció como Am Gezira fue arrastrada por un mar venenoso. Un
palacio solitario creció a partir de las cenizas de Daevabad, hecho de
vidrio cocido y metales fundidos. Vio a Nahri. Su rostro estaba velado
en blanco Nahid, pero sus ojos oscuros eran visibles y llenos de
desesperación. Una sombra cayó sobre ella, la forma de un hombre.

Darayavahoush. Pero con ojos negros y una cicatriz en su rostro


joven, carente de la hermosa gracia de un esclavo. Luego sus ojos
volvieron a ser verdes y más viejos, su familiar sonrisa presumida
regresó brevemente. Su piel se encendió con una luz ardiente y sus
manos se volvieron carbón. Sus ojos eran dorados ahora y
completamente extraños.
Mira. Las visiones comenzaron a repetirse, persistiendo en las
imágenes de su familia asesinada. Los ojos muertos de Muntadhir se
abrieron de golpe. Di tu nombre, akhi, rogó su hermano. ¡Por favor!

La mente de Ali giró. Sus pulmones estaban vacíos, el agua


espesa con su sangre. Su cuerpo se estaba apagando, una negrura
borrosa invadiendo las visiones sangrientas.

NO, el lago siseó, desesperado. AÚN NO. Lo sacudió con fuerza, y


las imágenes se volvieron más viciosas. Su madre fue brutalizada,
entregada a cocodrilos hambrientos con el resto del Ayaanle mientras
una multitud de Daeva vitoreaba. Los shafit, rodeados y prendidos
fuego en el midan. Sus gritos llenaron el aire, el olor a carne crepitante
lo hizo vomitar. Muntadhir se puso de rodillas y lo decapitaron ante los
ojos amarillos de un grupo burlón de ifrit. Una masa de soldados
desconocidos sacando a Zaynab de su cama y rasgándole la ropa….

¡No! Oh, Dios, no. ¡Para esto!

Sálvala, exigió la voz de su padre. Sálvanos a todos. Las ataduras


de hierro se debilitaron con óxido y luego se rompieron. Algo metálico se
presionó en su mano. Una empuñadura. Un par de manos
ensangrentadas envolvieron la garganta de su hermana. La mirada
aterrorizada de Zaynab se clavó en la suya. ¡Hermano, por favor! ella
gritó.

Ali se rompió.

Si hubiera estado menos seguro de su muerte inminente o si


hubiera sido criado en las provincias exteriores donde a uno se le
enseñó a nunca pronunciar su verdadero nombre, a protegerlo como lo
hicieron con su alma, podría haber dudado, la solicitud entendió de
inmediato por qué era. Pero asaltado por las imágenes de su familia y
ciudad brutalizadas, no le importaba por qué el lago quería lo que ya
había aprendido de sus recuerdos.

—Alizayd! —gritó, el agua amortiguando sus palabras—. Alizayd


al Qahtani!
El dolor desapareció. Sus dedos se cerraron alrededor de la
empuñadura sin que quisiera que lo hicieran. Su cuerpo de repente se
sintió distante. Apenas era consciente de ser liberado, de ser empujado
a través del agua.

Mata al daeva.

Ali atravesó la superficie del lago pero no contuvo el aliento; no lo


necesitaba. Se subió al casco del barco como un cangrejo y luego se
puso de pie, con el agua saliendo de su ropa, su boca, sus ojos.

Mata al daeva. Oyó hablar al daeva. El aire estaba mal, vacío y


seco. Parpadeó y algo ardió en su mejilla. El mundo se volvió más
tranquilo, gris.

El daeva estaba delante de él. Parte de su mente registró sorpresa


en los ojos verdes del otro hombre cuando levantó una espada para
defenderse. Pero sus movimientos eran torpes. Ali derribó su arma y
voló hacia el lago oscuro. El soldado djinn en Ali vio su oportunidad, el
cuello del otro hombre expuesto...

¡El anillo! ¡El anillo! Ali cambió la dirección de su golpe, bajando


hacia la brillante gema verde.

Ali se balanceó. El anillo retumbó y la espada cayó de su mano,


ahora más un artefacto oxidado que un arma. Los gritos de Nahri
llenaron el aire.

—Mata al daeva —murmuró y se derrumbó, la oscuridad


finalmente lo recibió.

Ali estaba soñando.


Estaba de vuelta en el harén, en los jardines de placer de la gente
de su madre, un niño pequeño con su hermana pequeña, escondido en
su lugar habitual debajo del sauce. Sus ramas arqueadas y frondas
gruesas formaban un rincón acogedor al lado del canal, oculto a la vista
de cualquier adulto que interfiera.
—¡Hazlo de nuevo! —rogó—. ¡Por favor, Zaynab!

Su hermana se sentó con una sonrisa perversa. El cuenco lleno


de agua descansaba en el polvo entre sus flacas piernas cruzadas.
Levantó las palmas sobre el agua.

—¿Qué me darás?

Ali pensó rápidamente, considerando cuál de sus pocos tesoros


estaría dispuesto a separar. A diferencia de Zaynab, no tenía juguetes;
no les regalaban baratijas ni diversiones a los niños preparados para
ser guerreros.

—Puedo conseguirte un gatito —ofreció—. Hay muchos cerca de


la Ciudadela.

Los ojos de Zaynab se iluminaron.

—Hecho؅.

Ella movió los dedos, una mirada de intensa concentración en su


pequeño rostro. El agua se estremeció, siguiendo el movimiento de sus
manos y luego se levantó lentamente mientras giraba su mano derecha,
girando como una cinta líquida.

La boca de Ali se abrió de asombro, y Zaynab se rió antes de


romper el embudo acuoso.

—Muéstrame cómo —dijo, alcanzando el tazón.

—No puedes hacerlo —dijo Zaynab con vanidad—. Eres un niño.


Y un bebé. No puedes hacer nada.

—¡No soy un bebé! —El tío Wajed incluso le había dado un asta
para que la llevara y asustara a las serpientes. Los bebés no podrían
hacer eso.

La pantalla de hojas fue barrida repentinamente y reemplazada


por la cara enojada de su madre. Echó un vistazo al cuenco y sus ojos
brillaron de miedo.
—Zaynab! —Ella tiró de su hermana lejos de su oído—. ¿Cuántas
veces te lo he dicho? Nunca debes...

Ali se apresuró a responder, pero su madre no estaba interesada


en él. Nunca lo estuvo. Esperó hasta que cruzaron el jardín, los sollozos
de Zaynab se alejaron, antes de volver al cuenco. Se quedó mirando el
agua quieta, el perfil oscuro de su rostro rodeado por las pálidas hojas
iluminadas por el sol.

Ali levantó los dedos y señaló el agua más cerca. Sonrió cuando
comenzó a bailar.

Sabía que no era un bebé.

El sueño retrocedió, regresó al reino de los recuerdos de la


infancia para ser olvidado cuando una punzada de dolor tiró de su
codo. Algo gruñó en los rincones de su mente, arañando y chasqueando
para quedarse. El tirón volvió a aparecer, seguido de una explosión de
calor, y la cosa se soltó.

—Eso es lo último, mi rey —dijo una voz femenina. Una sábana


liviana revoloteó sobre su cuerpo.

—Cúbrelo bien —ordenó un hombre—. Le ahorraría la vista el


mayor tiempo posible.

Abba, reconoció cuando su memoria regresó en ruinas. El sonido


de la voz de su padre fue suficiente para liberarlo de la niebla de dolor y
confusión que envolvía su cuerpo.

Y luego otra voz:

—Abba, te lo ruego. —Muntadhir. Su hermano estaba sollozando,


suplicando—. Haré lo que quieras, casarme con quien quieras. Sólo deja
que la Nahid lo trate, deja que Nisreen lo ayude... ¡por Dios, yo mismo
vendaré sus heridas! Jamshid me salvó la vida. No debería tener que
sufrir porque...
—Se verá al hijo de Kaveh cuando el mío abra los ojos. —Duros
dedos apretaron la muñeca de Ali—. Será sanado cuando tenga el
nombre del Daeva que dejó esos suministros en la playa—. La voz de
Ghassan se volvió más fría. —Dile eso. Y recupérate, Muntadhir. Deja
de llorar por otro hombre. Te avergüenzas a ti mismo.

Ali escuchó el sonido de una silla pateada y una puerta se cerró


de golpe. Sus palabras no tenían sentido para Ali, pero sus voces... oh
Dios, sus voces.

Abba, Lo intentó de nuevo.

—Abba… —finalmente gemir, tratando de abrir los ojos.

El rostro de una mujer apareció a la vista antes de que su padre


pudiera responder. Nisreen, Ali recordó, reconociendo la asistente de
Nahri.

—Abre los ojos, Príncipe Alizayd. Tan ancho como puedas.

Él obedeció. Ella se inclinó para examinar su mirada.

—No veo ningún rastro de la oscuridad que quedaba, mi rey. —


Dio un paso atrás.

—No lo entiendo… —comenzó a decir Ali.

Estaba de espaldas, exhausto. Su cuerpo ardía; le dolía la piel y


sentía la mente… cruda. Levantó la vista y reconoció el techo de cristal
templado de la enfermería. El cielo estaba gris y la lluvia se
arremolinaba en las placas transparentes.

—El palacio fue destruido. Estaban todos muertos…

—No estoy muerto, Alizayd —le aseguró Ghassan—. Intenta


relajarte; has sido herido.

Pero Ali no podía relajarse.


—¿Qué pasa con Zaynab? —preguntó, sus oídos resonaban con
los gritos de su hermana—. Está… qué hicieron esos monstruos… —
Intentó sentarse, de repente dándose cuenta que sus muñecas estaban
atadas a la cama. Entró en pánico—. ¿Qué es esto? ¿Por qué estoy
restringido?

—Estabas luchando contra nosotros, ¿no te acuerdas? —Ali


sacudió la cabeza y su padre asintió con la cabeza a Nisreen—.
Suéltalo.

—Mi rey, no estoy segura…

—No estaba preguntando.

Nisreen obedeció, y su padre lo ayudó a sentarse, apartando las


manos cuando Ali trató de quitar la sábana blanca que había estado
alrededor de él como un pañuelo.

—Déjalo así. Y tu hermana está bien. Todos estamos bien.

Ali volvió a mirar la lluvia que golpeaba el techo de cristal; la vista


del agua era extrañamente atractiva. Parpadeó, obligándose a mirar
hacia otro lado.

—Pero no entiendo. Los vi a todos ustedes muertos. Vi a


Daevabad destruido —insistió Ali, y sin embargo, mientras decía las
palabras, los detalles ya comenzaban a escapar de él, los recuerdos se
alejaron como la marea mientras que los más nuevos y más firmes los
reemplazaban.

Su pelea con el Afshin.

Me disparó. Me disparó, y me caí en el lago. Ali se tocó la garganta


pero no sintió ninguna herida. Empezó a temblar. No debería estar vivo.
Nadie sobrevivía al lago, no desde que los marid lo maldijeron hace
miles de años.

—El Afshin… —tartamudeó Ali—. Él-él estaba tratando de huir


con Nahri. ¿Lo atrapaste?
Vio a su padre vacilar.

—Por así decirlo. —Miró a Nisreen—. Quítate eso para quemarlo,


y dile al emir que regrese aquí.

Nisreen se levantó, sus ojos negros ilegibles. En sus brazos había


un cuenco de madera lleno de lo que parecían restos de un lago
sangriento: conchas y rocas, anzuelos destrozados, un pequeño pez en
descomposición y algunos dientes. La vista lo agitó, y la observó
mientras se marchaba, pasando por dos cestas de caña grandes en el
suelo. Un tentáculo gris muerto del tamaño de una víbora compartía
una con algas casi rasgadas. La mandíbula dentuda de un cráneo de
cocodrilo asomaba desde la segunda.

Ali se enderezó. Los dientes hundidos en mi hombro, las malas


hierbas y los tentáculos apoderándose de mis extremidades. Miró hacia
abajo, dándose cuenta repentinamente de cuán cuidadosamente había
sido colocada la sábana alrededor de su cuerpo. La agarró por un
extremo.

Su padre trató de detenerlo.

—No, Alizayd.

Lo apartó y jadeó.

Había sido flagelado.

No, no flagelado, se dio cuenta mientras su mirada horrorizada


recorría sus sangrantes extremidades. Las marcas eran demasiado
variadas para haber sido hechas por un látigo. Había cortes que se
reducían a músculo y rasguños que apenas sacaban sangre. Un patrón
de escamas estaba grabado en su muñeca izquierda, y crestas
puntiagudas desfiguraban su muslo derecho. Tiras y remolinos de
carne habían sido arrancados sus brazos como si uno hubiera tenido
heridas en los vendajes. Había marcas de mordidas en su estómago.
—¿Qué me pasó? —Comenzó a temblar, y cuando nadie
respondió, su voz se quebró de miedo—. ¿Qué pasó?

Nisreen se congeló en la puerta.

—¿Debo llamar a los guardias, mi rey?

—No —espetó su padre—. Solo mi hijo. —Agarró las manos de


Ali—. Alizayd, cálmate. ¡Cálmate!

Nisreen desapareció.

El agua corría por sus mejillas, juntándose en sus palmas y


creciendo pegajosa en su frente. Ali miró horrorizado sus manos que
goteaban.

—¿Qué es esto? ¿Estoy… sudando? —Tal cosa no era posible: los


djinn de pura sangre no sudaban.

La puerta se abrió de golpe y Muntadhir entró corriendo.

—Zaydi… Gracias a Dios —suspiró mientras corría hacia su


cama. Su rostro palideció—. Oh... Oh.

Él no era el único sorprendido. Ali miró boquiabierto a su


hermano; Muntadhir parecía haber estado en el lado equivocado de una
pelea callejera. Su mandíbula estaba magullada, puntos de sutura
mantenían juntos heridas en la mejilla y la frente, y vendas
ensangrentadas envolvían sus brazos. Su túnica colgaba en pedazos.
Parecía haber envejecido treinta años; su rostro estaba tenso, sus ojos
hinchados y oscuros por el llanto.

Ali se quedó sin aliento.

—¿Qué te ha pasado?

—El Azotador estaba ofreciendo una demostración de su título —


dijo Muntadhir con amargura—. Hasta que lo convertiste en un montón
de cenizas.
—¿Hasta que hice qué?

El rey miró a Muntadhir.

—Todavía no había llegado a esa parte. —Miró a Ali de nuevo, su


rostro inusualmente amable—. ¿Te acuerdas de volver a subir al barco?
¿Matar a Darayavahoush?

—¡No!

Su padre y su hermano intercambiaron una mirada oscura.

—¿Qué recuerdas del lago? —preguntó Ghassan.

Dolor. Dolor indescriptible. Pero no necesitaba decirle eso a su


padre preocupado.

—Yo... algo me estaba hablando —recordó—. Mostrándome cosas.


Cosas horribles. Estabas muerto, Abba. Dhiru… Te cortaron la cabeza
frente a una multitud de ifrit. —Contuvo las lágrimas mientras su
hermano palidecía—. Había hombres profanando a Zaynab... Las calles
se estaban quemando... Pensé que todo era real. —Tragó, tratando de
recuperar el control. Más sudor brotó de su piel, empapando las
sábanas—. La voz... E-estaba pidiendo algo. Mi nombre.

—¿Tu nombre? —preguntó Ghassan bruscamente—. ¿Te


preguntó tu nombre? ¿Lo diste?

—Creo que sí —respondió Ali, tratando de recordar sus recuerdos


dispersos—. No recuerdo nada después de eso. —Su padre se quedó
inmóvil, y Ali se asustó—. ¿Por qué?

—No des tu nombre, Alizayd. —Ghassan estaba claramente


tratando, y fallando, de controlar la alarma que se elevaba en su voz—.
No libremente, no a una criatura que no es de nuestra raza. Dar tu
nombre significa renunciar al control. Así es como los ifrit nos
esclavizan.

—¿Qué estás diciendo? —Ali tocó sus heridas—, ¿Crees que los
ifrit me hicieron esto? —jadeó—. Eso significa…
—No los ifrit, Zaydi —Muntadhir interrumpió en voz baja. Ali
observó cómo su hermano miraba a su padre, pero Ghassan no la
interrumpió—. Eso no es lo que vive en el lago.

Los ojos de Ali se agrandaron.

—¿Los marid? Eso es una locura. ¡No se han visto en miles de


años!

Su padre lo hizo callar.

—Mantén la voz baja. —Miró a su hijo mayor—. Muntadhir, tráele


un poco de agua. —Muntadhir le sirvió una taza de la jarra de agua de
cerámica sobre la mesa detrás de ellos, presionándola en su mano
antes de alejarse con cuidado. Ali la aferró, tomando un sorbo nervioso.

La cara de Ghassan se mantuvo grave.

—Los marid han sido vistos, Alizayd. Por el mismo Zaydi al


Qahtani cuando tomó Daevabad.. en la compañía del hombre Ayaanle
que los mandó.

Ali se quedó inmóvil.

—¿Qué?

—Los marid fueron vistos por Zaydi —repitió Ghassan—. Él


advirtió a su hijo acerca de ellos cuando se convirtió en emir, una
advertencia que se transmite a cada generación de reyes Qahtani.

—No nos cruzamos con los Ayaanle —entonó Muntadhir


suavemente.

Ghassan asintió.

—Zaydi dijo que la alianza de Ayaanle con el marid nos garantizó


nuestra victoria… pero que los Ayaanle habíab pagado un precio terrible
por hacerlo. Nunca debíamos traicionarlos.

Ali se sorprendió.
—¿Los marid nos ayudaron a tomar Daevabad de los Nahid? Pero
eso es absurdo. Eso es... Aborrecible. —se dio cuenta—. Eso sería...

—Una traición a nuestra propia raza —terminó Ghassan—. Es


por eso que no sale de esta habitación. —Sacudió su cabeza—. Mi
propio padre nunca lo creyó, dijo que era solo una historia transmitida
a lo largo de los siglos para asustarnos. —La cara de Ghassan cayó—.
Hasta hoy, pensé que podría tener razón.

Ali entrecerró los ojos.

—¿Qué estás diciendo?

Ghassan tomó su mano.

—Te caíste en el lago, hijo mío. Le diste tu nombre a una criatura


en sus profundidades. Creo que lo tomó.... Creo que te tomó a ti.

Ali se levantó con tanta indignación como pudo de sus sábanas


empapadas.

—Crees que dejé que un marid... ¿me posea? ¡Eso es imposible!

—Zaydi… —Muntadhir se acercó, su rostro compungido—. Te vi


subir de nuevo en el barco. Tenías todas esas cosas aferradas a ti, tus
ojos eran negros, estabas susurrando en un lenguaje extraño. Y cuando
usaste el sello, Dios mío, venciste por completo a Darayavahoush.
Nunca he visto algo así.

¿El sello? ¿Había usado el sello de Solimán? No, esto es una


locura. Locura total. Ali era un hombre educado. Nunca había leído nada
que indicara que marid pudiera poseer a un djinn de pura sangre. Que
cualquier cosa pueda poseer a un djinn. ¿Cómo se habría mantenido en
secreto algo así? ¿Y eso significa que todos los chismes, todos los
crueles rumores sobre la gente de su madre, estaban enraizados en la
verdad?

Ali sacudió la cabeza.


—No. Tenemos eruditos; ellos saben la verdad sobre la guerra.
Además, los djinn no pueden ser poseídos por un marid. Si pudieran,
seguramente... seguramente alguien lo habría estudiado. Estaría en un
libro...

—Oh, mi hijo.... —Los ojos de su padre estaban llenos de dolor—.


No todo está en un libro.

Ali bajó la mirada, luchando contra las lágrimas, incapaz de


soportar la pena en el rostro de Ghassan. Están equivocados, trató de
insistirse a sí mismo. Están equivocados.

¿Pero de qué otra manera explicar las lagunas en su memoria?


¿Las horribles visiones? ¿El hecho mismo de que estuviera vivo? Le
habían disparado en la garganta y los pulmones, había caído en el agua
maldecida para destruir a cualquier djinn que lo tocara. Y aquí estaba
él.

Un marid. Se quedó mirando sus manos que goteaban mientras


las náuseas lo barrían. Di mi nombre y dejé que un demonio del agua
usara mi cuerpo como una nueva y brillante espada para asesinar al
Afshin. Su estómago se revolvió.

Por el rabillo del ojo, vio que la jarra de cerámica comenzaba a


sacudirse en la mesa detrás de su hermano. Dios, podía sentirlo; podía
sentir el agua anhelando estallar libre. La realización lo sacudió hasta
la médula.

Su padre le apretó la mano.

—Mírame, Alizayd. El Afshin está muerto. Está terminado. Nadie


necesita saberlo nunca.

Pero no estaba terminado. Nunca lo sería: el sudor brotaba de la


frente de Ali incluso ahora. Estaba cambiando.

—Ali, hijo. —Podía escuchar la preocupación en la voz de su


padre—. Háblame por favor...
Ali contuvo el aliento, y la jarra de agua detrás de Muntadhir
explotó, enviando fragmentos de arcilla deslizándose por el suelo. El
agua brotó, y Muntadhir saltó, su mano yendo hacia el khanjar en su
cintura.

Ali se encontró con sus ojos. Muntadhir dejó caer su mano,


pareciendo ligeramente avergonzado.

—Abba… No se le puede ver así —dijo en voz baja—. Necesitamos


sacarlo de Daevabad. Ta Ntry. Seguramente los Ayaanle sabrán mejor...

—No lo voy a entregar a la gente de Hatset —dijo Ghassan


obstinadamente—. Él pertenece con nosotros.

—¡Está haciendo que las jarras de agua exploten y se está


ahogando en su propio sudor! —Muntadhir levantó las manos—. Es el
segundo en la línea para el trono. A dos segundos de controlar el sello
de Solimán y gobernar el reino. Por lo que sabemos, el marid todavía
está allí, esperando para volver a apoderarse de él. —Muntadhir se
encontró con los ojos asustados de Ali—. Zaydi, lo siento, de verdad lo
estoy… pero es el colmo de la irresponsabilidad permitirte permanecer
en Daevabad. Las preguntas que su condición provocará... —Sacudió la
cabeza y miró a su padre—. Tú fuiste quien me dio el sermón cuando
me hiciste emir. Quién me dijo qué pasaría si los Daeva sospecharan
alguna vez cómo ganamos la guerra.

—Nadie va a descubrir nada —espetó el rey—. Nadie en el barco


estaba lo suficientemente cerca como para ver lo que pasó.

Muntadhir se cruzó de brazos.

—¿Nadie? Entonces supongo que ya te has ocupado de nuestra


supuesta Banu Nahida.

Ali se estremeció.

—¿Qué quieres decir? ¿Dónde está Nahri?

—Ella está bien —le aseguró el rey—. No he decidido su destino


todavía. Necesitaré tu testimonio si decido ejecutarla.
—¿Ejecutarla? —jadeó Ali—. ¿Por qué en el nombre de Dios la
ejecutarías? Ese lunático no le dio otra opción.

Su padre parecía desconcertado.

—Muntadhir dijo que ella ordenó a Afshin atacar. Que estaban


tratando de escapar cuando lo mataste.

¿Lo estaban? Ali se estremeció. Eso dolía, no podía mentir. Pero


sacudió su cabeza.

—No es así como comenzó. Lo encontré tratando de secuestrarla


en la enfermería. Le dijo que me mataría si no se iba con él.

Muntadhir resopló.

—Conveniente. Dime Zaydi… ¿Al menos escondieron su risa


cuando actuaron, o simplemente asumieron que eres demasiado
estúpido para entenderlo?

—¡Es la verdad!

—La verdad. —Su hermano frunció el ceño, su expresión


oscureciéndose—. ¿Cómo podrías siquiera reconocer una cosa así?

Ghassan frunció el ceño.

—¿Qué estabas haciendo en la enfermería en medio de la noche,


Alizayd?

—No importa por qué estuvo allí, Abba —dijo Muntadhir con
desdén—. Te dije que la protegería; está tan enamorado que ni siquiera
se da cuenta. Probablemente piensa que es inocente.

—No estoy enamorado —espetó Ali, ofendido ante la perspectiva.


La lluvia golpeaba más fuerte contra el techo, haciendo eco en los
latidos de su corazón—. Sé lo que vi. Lo que oí. Y es inocente. Yo mismo
lo gritaré en las calles si vas por ella.

—¡Adelante! —disparó de regreso Muntadhir—. ¡No sería la


primera vez que nos avergüenzas en las calles!
Ghassan se puso de pie.

—¿En nombre de Dios de qué están hablando ustedes dos?

Ali no pudo responder. Podía sentir su control deslizarse. La


lluvia tamborileaba contra el cristal encima de él, el agua
dolorosamente cerca.

Muntadhir lo fulminó con la mirada, con una advertencia en sus


ojos grises tan claros que bien podría haberlo dicho.

—Veintiún hombres están muertos, Zaydi. Varios porque


lucharon para salvar mi vida, más porque vinieron a rescatar la tuya. —
Parpadeó, las lágrimas se acumulaban en sus oscuras pestañas—. Mi
mejor amigo probablemente va a unirse a ellos. Y estaré maldito si esa
zorra Nahid mentirosa se sale con la suya porque tu palabra no es
confiable cuando se trata de los shafit.

Dejó que el desafío quedara en el aire. Ali respiró hondo, tratando


de sofocar las emociones que se agitaban dentro de él.

Algo metálico gimió sobre sus cabezas. Surgió una pequeña fuga.

Ghassan levantó la vista y, por primera vez en su vida, Ali vio un


verdadero temor en la cara de su padre.

El techo colapsó.

El agua se estrelló contra el techo, enviando tuberías de cobre


retorcidas y fragmentos de vidrio volando a través de la enfermería. La
lluvia entró, cayendo por la piel de Ali y calmando sus heridas
ardientes. Por el rabillo del ojo, vio a Muntadhir y a su padre agacharse
bajo un remanente de techo. El rey parecía ileso. Sorprendido pero
ileso.

No así su hermano. Sangre negra y fresca goteaba por la cara de


Muntadhir, un pedazo de vidrio debió de haber golpeado su mejilla.

—¡Akhi, lo siento! —Ali sintió que la culpa se revolvía a través de


él, mezclándose con su confusión—. No quise hacer eso, hacerte daño,
¡lo juro!
Pero su hermano no lo estaba mirando. La mirada en blanco de
Muntadhir recorrió la enfermería en ruinas, absorbiendo la lluvia
torrencial y el techo destruido. Tocó su sangrienta mejilla.

—No... Lo siento, Zaydi. —Muntadhir se limpió la sangre de la


cara con la cola de su turbante—. Dile a Abba la verdad que quieras.
Hazlo bien. —Presionó su boca en una línea sombría—. Ya no te seguiré
protegiendo.
29
Ali
Traducido por Candy27

—As-salaamu alaykum wa rahmatullah. —Ali giró la cabeza y


susurró la oración por su hombro izquierdo—. As-salaamu alaykum wa
rahmatullah.

Relajó los hombros y giró las palmas hacia arriba para ofrecer sus
súplicas, pero su mente se quedó en blanco al ver sus manos. Aunque
sus heridas se estaban curando notablemente rápido, las cicatrices
permanecieron obstinadas, desvaneciéndose en líneas oscuras y
delgadas que se asemejaban tanto a los tatuajes del muerto Afshin que
le revolvió el estómago.

Ali escuchó que la puerta se abría detrás de él, pero la ignoró y


volvió a concentrarse en sus oraciones. Terminó y se dio la vuelta.

—¿Abba?

El rey se desplomó sobre la alfombra detrás de él. Había sombras


bajo sus ojos, y su cabeza estaba desnuda. A primera vista, podría
haber sido un plebeyo, un anciano cansado con un Dishdasha simple
de algodón descansando. Incluso su barba parecía más plateada que
hace unos días.

—L-la paz sea contigo —tartamudeó Ali—. Lo siento. No me di


cuenta...
—No quería molestarte.

Ghassan dio unas palmaditas en el lugar de la alfombra junto a él


y Ali se dejó caer al suelo. Su padre miró al mihrab, el pequeño nicho
tallado en la esquina que indicaba la dirección a la que Ali, y todos los
djinn creyentes, se inclinaban en oración.

Los ojos de Ghassan se atenuaron. Se frotó la barba.

—No soy muy creyente —dijo finalmente—. Nunca lo he sido.


Honestamente, siempre asumí que nuestra religión era un movimiento
político por parte de nuestros antepasados. ¿Qué mejor manera de
unificar a las tribus y preservar las ideas de la revolución que adoptar
la nueva fe humana de nuestra patria? —Ghassan hizo una pausa—.
Por supuesto, sé que es una herejía absoluta a los ojos de los tuyos,
pero piénsalo... ¿No acabó en gran medida con la veneración de los
Nahid? ¿Le da a nuestra regla la apariencia de aprobación divina? Un
movimiento inteligente. Al menos eso es lo que siempre he pensado.

Ghassan continuó mirando al mihrab, pero su mente parecía


estar a un mundo de distancia.

—Entonces vi que el barco se incendió con mis hijos a bordo, a


merced de un loco que dejé entrar en nuestra ciudad. Escuché los
gritos, aterrorizado de que uno sonara familiar, que estuviera llamando
mi nombre… —Ali escuchó su garganta apretarse—. Mentiría si dijera
que mi frente no se presionó contra una estera de oración más rápido
que la del sheikh más ferviente.

Ali se quedó en silencio. A través de la balaustrada abierta, podía


escuchar pájaros cantando con el brillante sol. La luz se filtró a través
de las pantallas de las ventanas, arrojando diseños elaborados en la
alfombra estampada. Se quedó mirando el suelo, el sudor caía por su
frente. Se estaba acostumbrando a la sensación.
—¿Te he dicho alguna vez por qué te llamé Alizayd? —Ali negó
con la cabeza, y su padre continuó—: Naciste poco después de los
asesinatos de Manizheh y Rustam. Tiempos oscuros para nuestra
gente, probablemente los peores desde la guerra. Daevabad estaba
abarrotado de migrantes que huían de los ifrit de las provincias
exteriores, había un movimiento de secesión entre los Daeva, los
Sahrayn ya estaban en revuelta abierta. Muchos creían que estábamos
viviendo los últimos tiempos para nuestra raza.

»La gente decía que era un milagro cuando tu madre quedó


embarazada otra vez después del nacimiento de Zaynab. Las mujeres de
pura sangre tienen la suerte de tener incluso un hijo, pero ¿dos? ¿Y tan
juntos? — Ghassan negó con la cabeza, con el fantasma de una sonrisa
en su rostro—. Dijeron que era una bendición del Altísimo, una señal de
Su favor sobre mi reino. —La sonrisa se desvaneció—. Y entonces eras
un niño. Un segundo hijo con una poderosa madre de una tribu rica.
Cuando fui a Hatset, me rogó que no te matara. —Sacudió la cabeza—.
Que pensar tal cosa de mí cuando había contado tus dedos y susurrado
el adhan en tu oído… Entonces supe que éramos extraños el uno para
el otro.

»Con un día desde tu nacimiento, tuve dos asesinos de Am Gezira


presentándose en la corte. Hombres calificados, los mejores en lo que
hacía, ofreciendo maneras discretas de terminar con mi dilema.
Misericordiosas, soluciones rápidas que no dejarían sospechas en los
Ayaanle. —Su padre apretó los puños—. Los invité a mi oficina.
Escuché sus palabras tranquilas y razonadas. Y luego los asesiné con
mis propias manos.

Ali se sobresaltó, pero su padre no pareció darse cuenta.

Ghassan miró por la ventana, perdido en sus recuerdos.

—Devolví sus cabezas de vuelta a Am Gezira, y cuando vino tu día


de nombre, te llamé “Alizayd” mientras te ponía tu reliquia en tu oído.
El nombre de nuestro mayor héroe, el progenitor de nuestro reinado,
para que todos sepan que eras mío.
Te entregué a Wajed para criarte como Qaid y, a lo largo de los
años, cuando te vi crecer siguiendo los pasos de tu homónimo, noble,
pero amable, un zulfiqari a tener en cuenta… Mi decisión me agradó. A
veces, incluso me encontré preguntándome… —Hizo una pausa,
sacudiendo ligeramente la cabeza, y luego, por primera vez desde que
entró en la habitación, se volvió para encontrarse con la mirada de Ali—
. Pero ahora temo que dar a un segundo hijo el nombre del rebelde más
famoso de nuestro mundo no fue mi decisión más sabia.

La mirada de Ali cayó. No podía soportar mirar a su padre a los


ojos. Había imaginado estar lleno de ira justa cuando finalmente
tuvieran esta confrontación, pero ahora se sentía enfermo.

—Muntadhir te lo dijo.

Ghassan asintió.

—Lo que sabía. Tuviste cuidado de no darle nombres, pero fueron


lo suficientemente fáciles de descubrir. Ejecuté a Rashid ben Salkh esta
mañana. Este puede ser de pequeño consuelo, el hecho de que no
participó en el atentado contra tu vida. Parece que el hombre shafit
actuó solo al tratar de vengar el motín. Todavía estamos buscando a la
anciana.

Hanno actuó solo. Ali se entumeció cuando la culpa se apoderó de


sus hombros. Así que Rashid era exactamente lo que parecía. Un
compañero creyente, un hombre tan dedicado a ayudar a los shafit que
traicionó a su tribu y arriesgó su vida privilegiada como oficial de Geziri
de pura sangre. Y Ali lo había conseguido que lo mataran.

Sabía que debería disculparse, arrastrándose a los pies de su


padre, pero la enormidad de lo que había hecho borró cualquier
impulso de salvar su propia vida. Pensó en la niña pequeña que habían
salvado. ¿Estaría en las calles después de que la hermana Fatumai
fuera capturada? ¿Todos ellos?
—Ella es una anciana, Abba. Una anciana shafit que cuida a los
huérfanos. ¿Cómo puedes pensar en alguien así como una amenaza? —
Ali pudo escuchar la frustración en su voz—. ¿Cómo puedes pensar en
alguno de ellos como una amenaza? Solo quieren una vida decente.

—Sí. Una vida decente contigo como su rey.

El corazón de Ali dio un vuelco. Miró a su padre para ver si estaba


bromeando, pero la cara de piedra de Ghassan no indicaba ninguna
broma.

—No, no me imagino que quisieras ponerlo junto, aunque tu


hermano ciertamente lo hizo. Rashid ben Salkh fue removido de un
puesto en Ta Ntry hace años bajo sospecha de incitación. Estaba
quemando cartas de los Ayaanle cuando fue arrestado. Confesó bajo
tortura, pero mantuvo tu inocencia. —El rey se recostó—. No conocía
las identidades de sus partidarios Ayaanle, pero no tengo dudas de que
su muerte traerá consternación a más de unos pocos miembros de la
casa de tu madre.

La boca de Ali se secó.

—Abba… castígame por ayudar a los Tanzeem. Lo admito


libremente. ¿Pero… eso? —Ni siquiera podía decir la palabra—. Nunca.
¿Cómo puedes pensar que tomaría las armas contra ti? ¿Contra
Muntadhir? —Se aclaró la garganta, cada vez más emocional—.
Realmente me piensas capaz de…

—Sí —dijo Ghassan secamente—. Creo que eres capaz. Creo que
serías reacio, pero bastante capaz. —Hizo una pausa para mirarlo—.
Incluso ahora veo la ira en tus ojos. Puede que no encuentres el coraje
para desafiarme. Pero Muntadhir...

—Es mi hermano —intervino Ali—. Yo nunca...

Ghassan levantó una mano para silenciarlo.


—Y conoces sus debilidades. Al igual que yo. Sus primeras
décadas como rey serán tumultuosas. Manejará mal el Tesoro y
consentirá a su corte. Tomará medidas enérgicas contra tus amados
shafit para parecer duro y dejará de lado a su reina, una mujer que
sospecho que te importa demasiado, por un grupo de concubinas. Y
como Qaid, te verás obligado a mirar. Con los Ayaanle susurrando en tu
oído, con la lealtad de tus compañeros soldados en la mano... mirarás.
Y te romperás.

Ali se detuvo. Ese lugar frío, el nudo de resentimiento que


Muntadhir había tocado brevemente con el de Khanzada, volvió a
desenrollarse. No estaba acostumbrado a desafiar a su padre tan
directamente, pero este no era un cargo que dejaría mentir.

—Nunca lo haría —repitió—. Casi di mi vida para salvar a


Muntadhir en ese bote. Nunca lo lastimaría. Quiero ayudarlo. —Levantó
las manos—. De eso se trata todo esto, Abba. ¡No quiero ser rey! No
quiero oro de Ayaanle. ¡Quería ayudar a mi ciudad, ayudar a las
personas que hemos dejado atrás!

Ghassan sacudió la cabeza. Parecía aún más resuelto.

—Te creo, Alizayd. Ese es el problema. Al igual que tu homónimo,


creo que quieres ayudar tanto a los shafit que estarías dispuesto a
derribar la ciudad solo para verlos crecer. Y no puedo arriesgarme a
eso.

Su padre no dijo nada más. No necesitaba hacerlo. Porque


Ghassan siempre había sido claro cuando se trataba de sus puntos de
vista sobre la realeza. Daevabad vino primero. Antes que su tribu. Antes
de su familia.

Antes de la vida de su hijo menor.

Ali se sintió extrañamente ligero. Se aclaró la garganta y le resultó


difícil respirar. Pero no iba a rogar por su vida. En cambio, endureció su
corazón, mirando a su padre a los ojos.
—¿Cuándo me encuentro con el karkadann?

Ghassan no bajó la mirada.

—No lo harás. Te estoy despojando de tus títulos y cuentas del


Tesoro y enviándote a Am Gezira. Las otras tribus asumirán que fuiste
a dirigir una guarnición.

¿Exilio? Ali frunció el ceño. Eso no puede ser. Pero mientras su


padre permanecía en silencio, Ali se dio cuenta de que había habido
una advertencia en la historia de su nacimiento.

Los extranjeros podían pensar que es solo una asignación militar,


pero los Geziri lo sabrían mejor. Cuando Alizayd al Qahtani, Alizayd el
Ayaanle, apareciera en Gezira empobrecido y solo, el Geziri sabría que
había perdido la protección de su padre. Que este segundo hijo, este
hijo extranjero, había sido abandonado, y su sangre se podría derramar
sin retribución. Los asesinos de Geziri eran los mejores y fácilmente
disponibles. Cualquiera que quiera ganarse el favor de su hermano, con
su padre, con Kaveh, con cualquiera de los enemigos que Ali había
hecho a lo largo de los años, ni siquiera tendría que ser alguien a quien
haya enojado personalmente. Los Qahtanis tenían mil adversarios,
incluso entre su propia tribu.

Ali estaba siendo ejecutado. Podía tomar algunos meses, pero


terminaría muerto. No en un campo de batalla, luchando valientemente
en nombre de su familia; ni como mártir, lúcido en su decisión de
defender a los shafit. No, en lugar de eso sería perseguido en una tierra
desconocida, asesinado antes de su primer cuarto de siglo. Sus últimos
días los pasaría solo y aterrorizado, y cuando cayera inevitablemente,
sería para las personas que lo dividirían, tomando toda la evidencia
sangrienta que necesitaran para el pago.

Su padre se puso de pie, sus movimientos lentos traicionaron su


edad.

—Hay una caravana mercante que se dirigirá a Am Gezira


mañana. Te irás con ellos.
Ali no se movió. No pudo.

—¿Por qué no simplemente me matas? —La pregunta salió a toda


prisa, a medias—. Tírame al karkadann, envenena mi comida, haz que
alguien me corte la garganta mientras duermo. —Parpadeó, reprimiendo
las lágrimas—. ¿No sería eso más fácil?

Ali pudo ver su angustia reflejada en la cara de su padre. A pesar


de todas las bromas sobre cuán fuertemente se parecía a la gente de su
madre, sus ojos eran los de Ghassan. Siempre lo fueron.

—No puedo —admitió el rey—. No puedo dar esa orden. Y por esa
debilidad, hijo mío, me disculpo. Se volvió para irse.

—¿Y Nahri? —Ali gritó antes de que su padre llegara a la puerta,


desesperado por cualquier consuelo—. Sabes que dije la verdad sobre
ella.

—No lo sé en absoluto —respondió Ghassan—. Creo que


Muntadhir tiene razón; tu palabra sobre esa chica no es confiable. Y no
cambia lo que sucedió.

Ali había destruido su futuro para decir la verdad. Más vale que
significara algo.

—¿Por qué no?

—Has matado a Darayavahoush ante sus ojos, Alizayd. Se


necesitaron tres hombres para arrastrarla pateando y gritando desde
sus cenizas. Mordió tanto a uno de ellos que necesitó puntos de sutura.
—Su padre sacudió la cabeza—. Lo que sea que haya entre ustedes dos
se ha ido. Si no nos consideró enemigos antes, ciertamente lo hace
ahora.
30
Nahri
Traducido por Vanemm08

—Oh, guerrero de los djinn, te lo suplico...


Nahri cerró sus ojos hinchados mientras cantó, tamborileando
con los dedos sobre un cuenco volcado y pegajoso con trozos crujientes
de arroz. Lo había tomado de la pila de platos moldeados en la puerta,
con restos de la comida que apenas había tocado.

Cogió un fragmento de madera de una silla rota y se cortó


profundamente la muñeca. La visión de su sangre fue decepcionante.
Funcionaría mejor si tuviera un pollo. Si tuviera sus músicos. Los zaar
debían ser precisos.

La sangre goteó por su brazo y cayó al suelo antes de que la


herida se cerrara.

—Gran guardián, te llamo. Darayavahoush e-Afshin —susurró, su


voz quebrada—, ven a mí.

Nada. Su dormitorio permaneció tan tranquilo como lo había


estado hace una semana cuando fue encerrada aún cubierta en sus
cenizas. Pero Nahri no dejó que eso la disuadiera. Solo intentaría de
nuevo, variando ligeramente la canción. No podía recordar exactamente
las palabras que había cantado en El Cairo hace tanto tiempo, pero una
vez que las entendiera bien, tendría que funcionar.
Se movió en el suelo, oliendo el pelo sin lavar mientras tiraba del
sucio tazón. Se estaba cortando la muñeca por enésima vez cuando se
abrió la puerta de su habitación. La silueta oscura de una mujer era
visible contra la luz cegadora de la enfermería.

—Nisreen —llamó Nahri, aliviada—. Ven. Si mantienes el ritmo


en el tambor, entonces puedo usar este plato como pandereta y...

Nisreen cruzó corriendo la habitación y le arrebató el fragmento


de madera lleno de sangre.

—Oh, pequeña… ¿Qué es esto?

—Estoy llamando a Dara de regreso —respondió Nahri. ¿No era


obvio?—. Lo hice una vez. No hay razón para que no pueda volver a
hacerlo. Solo tengo que hacer todo bien.

—Banu Nahri. —Nisreen se arrodilló en el suelo y apartó el


cuenco—. Él se ha ido, pequeña. No va a volver.

Nahri retiró las manos.

—No lo sabes —dijo ferozmente—. No eres Nahid. No sabes


nada...

—Conozco esclavos —interrumpió Nisreen—. Ayudé a tu madre y


tu tío a liberar docenas. Y pequeña... no pueden separarse de sus
sellos. Ni por un momento. Es todo lo que une su alma a este mundo.
—Nisreen tomó la cara de Nahri entre sus manos—. Se ha ido, mi
señora. Pero tú no. Y si deseas mantenerte así, tienes que recuperarte.
—Sus ojos estaban oscuros por la advertencia—. El rey quiere hablar
contigo.

Nahri se quedó inmóvil. En su mente, vio la flecha desgarrando la


garganta de Ali y escuchó a Muntadhir gritar cuando Dara lo azotó. Un
sudor frío le atravesó la piel. No podía enfrentar a su padre.

—No. —Sacudió la cabeza—. No puedo. Me va a matar. Me va a


entregar a esa bestia karkadann y...
—No te va a matar. —Nisreen tiró de Nahri para ponerla de pie—.
Porque vas a decir exactamente lo que quiere escuchar y hacer
exactamente lo que ordena, ¿entiendes? Así es como sobrevives a esto.
—Tiró de Nahri hacia el hammam—. Pero vamos a limpiarte primero.

La pequeña casa de baños estaba húmeda y cálida cuando


entraron, los azulejos mojados tenían olor a rosas. Nisreen asintió con
la cabeza hacia un pequeño taburete de madera en las brumosas
sombras.

—Siéntate.

Nahri obedeció. Nisreen arrastró un recipiente con agua caliente y


luego la ayudó a salir fuera de su túnica sucia. Le echó el tazón sobre la
cabeza y el agua corrió por sus brazos, tornándose gris mientras
enjuagaba las cenizas de su piel.

Las cenizas de Dara. La vista casi la deshizo. Contuvo un sollozo.

—No puedo hacer esto. No sin él.

Nisreen chasqueó la lengua.

—Ahora, ¿dónde está la chica que mató a ifrit con su sangre y


ofreció conferencias ardientes y blasfemas sobre sus antepasados? —Se
arrodilló y limpió la cara sucia de Nahri con un paño húmedo—. Vas a
sobrevivir a esto, Banu Nahri. Debes hacerlo. Eres todo lo que nos
queda.

Nahri se tragó el nudo en la garganta, se le ocurrió una idea.

—Pero su anillo... tal vez si lo encontramos...

—Se ha ido. —Un filo amargo se deslizó en la voz de Nisreen


mientras frotaba una pizca de jabón hasta hacer espuma—. No queda
nada; el rey hizo quemar y hundir el bote. —Masajeó el jabón en el largo
cabello de Nahri—. Nunca he visto a Ghassan así.
Nahri se tensó.

—¿Qué quieres decir?

Nisreen bajó la voz.

—Darayavahoush tuvo ayuda, Nahri. Los hombres del rey


encontraron suministros en la playa. No mucho, podría haber sido solo
un hombre, pero… —Suspiró—. Entre eso y las manifestaciones... es un
caos. —Vertió un balde de agua limpia sobre la cabeza de Nahri.

—¿Las manifestaciones? ¿Qué manifestaciones?

—Ha habido Daeva reunidos en el muro todos los días, exigiendo


justicia por la muerte de Darayavahoush. —Nisreen le entregó una
toalla—. Matar a un esclavo es un gran crimen en nuestro mundo, y el
Afshin... bueno, sospecho que viste por ti misma en el templo lo que la
gente sentía por él.

Nahri se estremeció al recordar la vista de Dara jugando con los


niños Daeva en el jardín, los rostros asombrados de los adultos que se
apiñaban a su alrededor.

Pero Nahri también recordaba muy bien quién era el culpable de


la carnicería en ese bote, y de la única muerte que imaginó que el rey
jamás perdonaría.

—Nisreen...—comenzó a decir mientras la otra mujer empezó a


peinarla—. Dara mató a Ali. La única justicia que Ghassan va a...

Nisreen retrocedió sorprendida.

—Dara no mató a Alizayd. —Su rostro se oscureció—. Yo debería


saberlo; me obligaron a tratarlo.

—Tratarlo... ¿Ali está vivo? —preguntó Nahri, incrédula. El


príncipe había sido disparado, ahogado, y luego aparentemente poseído
por el marid; ni siquiera consideró la posibilidad de que aún viviera—.
¿Está bien?
—¿Está bien? —repitió Nisreen, viéndose horrorizada ante la
pregunta—. ¡Él asesinó a tu Afshin!

Nahri sacudió la cabeza.

—No fue él. —No había habido nada de Ali en el espectro de ojos
de aceite que subió a bordo del bote cantando en un idioma como la
brisa del mar—. Fue el marid. Probablemente lo obligaron...

—Probablemente se ofreció —interrumpió Nisreen con frialdad—.


No es que lo sepamos nunca. Ghassan ya lo hizo pasar de contrabando
a Am Gezira y me advirtió que si hablaba de lo que pasó, te cortaría la
garganta.

Nahri retrocedió. Pero no solo ante la amenaza. En su propio


recuerdo repentino de Ali se apresuró a disculparse en el bote. No había
dicho nada, dejándolos precipitarse en la trampa que sabía que
esperaba.

Nisreen pareció leer su mente.

—Mi señora, olvide a los Qahtanis. Preocúpese por su gente por


una vez. Daeva están siendo asesinados, colgados de los muros del
palacio simplemente por exigir justicia, por una simple investigación,
sobre la muerte de uno de los nuestros. Los hombres Daeva están
siendo sacados de sus hogares, interrogados y torturados. Nos
despojaron de la protección real, nuestro cuarto quedó sin defensa, la
mitad de nuestras tiendas en el Gran Bazar ya han sido saqueadas. —
Su voz se quebró—. Sólo ésta mañana, escuché la noticia de que una
niña Daeva fue arrebatada de su palanquín y violada por una
muchedumbre de hombres shafit mientras la Guardia Real estaba
parada cerca.

La sangre se escurrió de la cara de Nahri.

—Yo... Lo siento. No tenía ni idea.

Nisreen se sentó en el banco frente a ella.


—Entonces escúchame. Nahri, los Qahtanis no son tus amigos.
Así es como siempre sucede con ellos. Uno de nosotros da un paso
fuera de línea, uno de nosotros piensa siquiera en salirse de la línea, y
cientos pagan el precio.

La puerta del hammam se abrió. Un soldado Geziri irrumpió.

Nisreen se puso de pie de un salto y bloqueó la vista de Nahri.

—¿No tienes decencia?

Él apoyó su mano sobre su zulfiqar.

—No para la prostituta del Azotador.

¿La puta del Azotador? Sus palabras enviaron una oleada de


miedo a través de Nahri. Sus manos temblaban tanto que Nisreen tuvo
que ayudarla a vestirse, tirando de una bata de lino suelto sobre la
cabeza de Nahri y atando sus pantalones shalvar.

Nisreen colocó su propio chador negro sobre el cabello mojado de


Nahri.

—Por favor —rogó en Divasti—. Eres lo único que queda. Olvida


tu pena. Olvida nuestras palabras aquí. Dile al rey todo lo que necesita
escuchar para concederte misericordia.

El soldado impaciente la agarró de la muñeca y la atrajo hacia la


puerta. Nisreen los siguió.

—¡Por favor, Banu Nahri! Debes saber que te amaba; él no querría


tirar a la basura...

El soldado cerró la puerta en la cara de Nisreen.

Arrastró a Nahri por el sendero del jardín. Era un día feo; nubes
grises golpearon el cielo, y un viento helado trajo lluvia contra su rostro.
Apretó el chador a su alrededor y se estremeció, deseando poder
desaparecer en el.
Cruzaron el pabellón cubierto de lluvia hacia un pequeño
cenador de madera ubicado entre un jardín de hierbas silvestres y un
antiguo y extenso árbol de lila india. El rey estaba solo y parecía tan
sereno como siempre, su túnica negra y su turbante brillante un poco
húmedo.

A pesar de la advertencia de Nisreen, Nahri no se inclinó. Cuadró


los hombros mirándolo directamente a los ojos.

Él despidió al soldado.

—Banu Nahida —la saludó. Su expresión era calmada. Hizo un


gesto hacia el banco opuesto—. ¿Por qué no te sientas?

Ella se sentó, ignorando el impulso de deslizarse hacia el lado del


banco más alejado de él. Sus ojos no habían abandonado su rostro.

—Te ves mejor que la última vez que te vi —comentó él a la


ligera.

Nahri se encogió. Solo recordaba vagamente la llegada del rey al


barco. La forma en que el sello de Solimán se había derrumbado por
segunda vez mientras los soldados la arrastraban, revoloteando y
gritando, de las cenizas de Dara.

Quería terminar esta conversación lo más rápido posible, para


lograr estar lejos de él lo más rápido posible.

—No sé nada —dijo, apresurándose—. No sé quién lo ayudó, no sé


qué...

—Te creo —interrumpió Ghassan. Nahri lo miró sorprendida, y él


continuó—: Quiero decir, particularmente no me importa, pero por lo
que vale, te creo.

Nahri jugueteó con el borde de su chador.

—¿Entonces qué quieres?


—Quiero saber dónde estás parada ahora. —Ghassan extendió las
manos—. Veintiuno de mis hombres están muertos y mis calles en
llamas. Todo porque ese maldito Afshin decidió, en lo que imagino fue
un momento vertiginoso de la más profunda estupidez, secuestrarte a ti
y a mi hijo y huir de Daevabad. He escuchado sorprendentemente
diferentes cuentos de cómo sucedió esto —continuó—. Y me decidí por
uno.

Ella arqueó una ceja.

—¿Te has decidido por uno?

—Lo he hecho —respondió—. Creo que dos hombres borrachos se


metieron en una pelea idiota por una mujer. Creo que uno de esos
hombres, todavía amargado por perder una guerra, medio loco por la
esclavitud, estalló. Creo que decidió tomar lo que le pertenecía por la
fuerza. —Le dirigió una mirada atenta—. Y creo que eres muy
afortunada de que mi hijo menor, herido por la pelea de antes, estuviera
en la enfermería para escuchar tus gritos.

—Eso no fue lo que sucedió —dijo Nahri acaloradamente—. Dara


nunca…

El rey la hizo callar.

—Era un hombre volátil de un antiguo y salvaje mundo. ¿Quién


puede entender realmente por qué eligió arremeter de la manera en que
lo hizo? A robarte de tu cama como un bruto incivilizado de la selva de
Daevastana. Por supuesto que te fuiste; estabas aterrorizada, una joven
debajo de su influencia durante meses.

Nahri normalmente era buena para controlar sus emociones,


pero si Ghassan pensaba que ella iba a pintar públicamente a Dara
como un violador bárbaro y a ella misma como una víctima indefensa,
estaba loco.

Y él no era el único con influencia.

—¿Esta encantadora historia tuya incluye la parte donde tu hijo


fue poseído por el marid y usó el sello de Solimán?
—Alizayd nunca fue poseído por el marid —dijo Ghassan,
sonando completamente seguro de sí mismo—. Qué cosa más ridícula
sugerirlo. Los marid no han sido vistos desde hace milenios. Alizayd
nunca cayó en el lago. Fue atrapado en el aparejo del barco y subió a
bordo para matar al Afshin. Es un héroe. —El rey hizo una pausa y
presionó sus labios en una sonrisa amarga, su voz temblando por
primera vez—. Siempre fue un espadachín talentoso.

Nahri sacudió la cabeza.

—Eso no fue lo que pasó. Hubo otros testigos. Nadie va a creer...

—Es mucho más creíble que Manizheh tuviera una hija secreta
escondida lejos en una ciudad humana distante. Una niña cuyo porte
sugeriría un pedigrí casi completamente humano... perdóname, ¿qué
dijimos que era? Ah, sí, una maldición para afectar tu apariencia. —El
rey apretó sus largos dedos—. Sí, yo vendo esa historia bastante bien.

Su franqueza la tomó por sorpresa; le había parecido extraño con


qué facilidad el rey aceptó su identidad cuando incluso ella misma lo
dudaba.

—Porque es la verdad —ella discutió—. Tú fuiste el que me


confundió con Manizheh cuando llegué.

Ghassan asintió con la cabeza.

—Un error. Me preocupaba mucho tu madre. Vi a una Daeva


mujer entrar con un guerrero Afshin a su lado, y mis emociones
brevemente me sobrecogieron. ¿Y quién sabe? Es muy posible que seas
la hija de Manizheh claramente tienes un poco de sangre Nahid…—Se
tocó el sello en la mejilla—. Pero veo a un ser humano en ti también. No
mucho; si tus padres fueran listos, podrían haberlo escondido, hay
muchos en nuestro mundo que lo hacen. Pero está ahí.

Su confianza la sacudió.

—¿Hubieras dejado que Muntadhir se casara con alguien con


sangre humana?
—¿Para asegurar la paz entre nuestras tribus? Sin dudarlo. —Se
rió entre dientes—. ¿En serio crees que Alizayd es el único radical? He
vivido lo suficiente y he visto suficiente, para saber que la sangre no lo
explica todo. Hay muchos shafit que pueden manejar magia con tanta
habilidad como un pura sangre. A diferencia de mi hijo, reconozco que
el resto de nuestro mundo no está listo para aceptar tal cosa. Pero
siempre y cuando nadie más descubra lo que eras... —Se encogió de
hombros—. La exacta composición de la sangre de mis nietos no me
habría molestado ni una pizca.

Nahri estaba sin palabras. Podría tomar poco corazón en la


afirmación de Ghassan de que los shafit eran iguales, no cuando podía
ignorar tan fácilmente esa verdadera realidad política. Al hacerlo,
mostraba una crueldad que no había visto en las muchas marcas de
prejuicios ignorantes de Dara.

—Así que expóngame —ella desafió—. No me importa. No te voy a


ayudar a calumniar su memoria.

—¿Calumniar su memoria? —Ghassan se echó a reír—. Él es el


Azotador de Qui-zi. Esto palidece en comparación con sus atrocidades
reales.

—Dice un hombre comprometido a usar mentiras para promover


su reinado.

El rey levantó una de sus cejas oscuras.

—¿Quieres saber cómo se ganó ese título?

Nahri permaneció en silencio, y el rey la miró.

—Pero por supuesto. Por todo el interés en nuestro mundo, todas


las cosas que le preguntaste a mi hijo... has mostrado curiosamente
poco apetito por la sangrienta historia de tu Afshin.

—Porque no me importa.
—Así que no te molestará escucharlo. —Ghassan se recostó,
presionando sus manos juntas—. Hablemos de Qui-zi. Los
Tukharistanis fueron alguna vez tus antepasados, los sujetos más
leales, ya sabes. Firmes y pacíficos, dedicados al fuego culto… Con solo
una falla, intencionalmente infringieron la ley con respecto a los
humanos.

Golpeó su turbante.

—Seda. Una especialidad de los humanos en su tierra y un golpe


inmediato cuando se presentó a Daevabad. Pero su creación es una
tarea delicada, demasiado delicada para las manos de djinn de sangre
caliente. Y entonces los Tukharistanis invitaron un selecto grupo de
familias humanas a su tribu. Fueron abrazados y se les dio su propia
ciudad protegida. Qui-zi. Nadie podía irse, sin embargo, se consideraba
un paraíso. Como era de esperar, las poblaciones daeva y humana se
mezclaron a través los años. Los Tukharistanis tuvieron cuidado de no
dejar que nadie con sangre humana se fuera de Qui-zi, y la seda era tan
apreciada que tus antepasados hicieron la vista gorda ante la
existencia de la ciudad por siglos.

»Hasta que Zaydi al Qahtani se rebeló. Hasta que los Ayaanle


juraron lealtad y de repente, cualquier daeva, perdóname, cualquier
djinn, con un poco de simpatía por los shafit cayó bajo sospecha. —El
rey sacudió la cabeza—. Qui-zi no pudo soportarlo. Los Nahid
necesitaban enseñarnos a todos una lección, un recordatorio de lo que
sucedió cuando infringimos la ley de Solimán y nos acercamos
demasiado a los humanos. Entonces idearon tal lección y seleccionaron
un Afshin para llevarlo a cabo, uno demasiado joven y estúpidamente
dedicado como para cuestionar su crueldad. —Ghassan la miró—.
Estoy seguro de que conoces su nombre.

»Qui-zi cayó casi de inmediato; era una ciudad mercantil en la


selva de Tukharistan con pocas defensas. Sus hombres saquearon las
casas y quemaron una fortuna en seda. No estaban allí por riquezas,
estaban allí por la gente.
»Hizo azotar a todos los hombres, mujeres y niños hasta que
sangraron. Si su sangre no era lo suficientemente negra, fueron
asesinados de inmediato, sus cuerpos arrojados en un agujero a cielo
abierto. Y ellos fueron los afortunados; los de pura sangre enfrentaron
un destino peor. Las gargantas de sus hombres se llenaron de barro y
luego fueron enterrados vivos, encerrados en el mismo pozo que sus
compañeros shafit muertos y cualquier mujer de pura sangre
desafortunada como para llevar un embarazo sospechoso. Los niños
fueron castrados para que no continuaran con la maldad de sus padres,
y las mujeres fueron dadas para violaciones. Luego incendiaron la
ciudad y trajeron a los sobrevivientes de vuelta a Daevabad
encadenados.

Nahri estaba entumecida. Apretó los puños y clavó las uñas en la


piel de sus palmas.

—No te creo —susurró.

—Sí, lo haces —dijo Ghassan rotundamente—. Y sinceramente


eso puso fin a la rebelión, evitó un número mucho mayor de muertes y
atrocidades en la guerra por venir... También le habría puesto un látigo
en la mano. Pero no fue así. Tus antepasados fueron tontos de mal
genio. Olvida a los inocentes asesinados, destruyeron la mitad de la
economía de Tukharistan. ¿Una queja comercial envuelta en
indignación moral? —El rey hizo una mueca—. A finales de año, todos
los clanes Tukharistani restantes habían jurado lealtad a Zaydi al
Qahtani. —Tocó su turbante nuevamente—. Mil cuatrocientos años más
tarde, sus mejores hilanderos me envían uno nuevo cada año para
marcar el aniversario.

Está mintiendo, trató de decirse a sí misma. Pero no pudo evitar


recordar al perpetuamente atormentado Afshin. ¿Cuántas veces había
escuchado las referencias oscuras a su pasado, visto el arrepentimiento
en sus ojos? Dara admitió haber creído una vez que los shafit era poco
más que engaños sin alma, que la mezcla de sangre llevaría a otra de
las maldiciones de Solimán. Dijo que había sido desterrado de
Daevabad cuando tenía la edad de Ali... castigado por cumplir las
órdenes de sus antepasados Nahid.
Él lo hizo, se dio cuenta, y algo se rompió dentro de ella, un
pedazo de su corazón que nunca se repararía. Se obligó a mirar a
Ghassan, luchando por quedarse inexpresiva. No le mostraría cuán
profunda era la herida que acababa de golpear.

Ella se aclaró la garganta.

—¿Y el punto de esta historia?

El rey se cruzó de brazos.

—Tu gente tiene una historia de hacer el tonto con decisiones


basadas en absolutos en lugar de la realidad. Todavía lo están haciendo
hoy, disturbios en las calles y apresurarse a la muerte por una
demanda que ninguna persona sensata esperaría que le conceda. —
Ghassan se inclinó hacia delante, con la cara atenta—. Pero en ti, veo a
una pragmática. Una mujer de ojos astutos que negociaría su precio
como novia. Quién manipuló al hijo que envié a espiarla hasta el punto
de que se sacrificó para protegerla. —Extendió las manos—. Lo que
sucedió fue un accidente. No hay necesidad de descarrilar los planes
que ambos establecimos, no hay razón para que no podamos reparar lo
que se rompió entre nosotros. —Él la miró—. Entonces dime tu precio.

Un precio. Se hubiera reído. Allí estaba. Eso es todo. Realmente


se redujo a: un precio. Cuidándose a sí misma y a nadie más. Amor,
orgullo tribal... no valían nada en su mundo. No, no solo sin valor, eran
peligrosos. Habían destruido a Dara.

Pero había algo más en lo que Ghassan acababa de decir. El hijo


que se sacrificó a sí mismo...

—¿Dónde está Ali? —demandó ella—. Quiero saber lo que el


mar…

—Si la palabra "marid" vuelve a salir de tu boca, tendré a todos


los niños Daeva de la ciudad arrojados al lago ante tus ojos —advirtió
Ghassan, su voz fría—. Y en cuanto a mi hijo, se ha ido. No estará aquí
para defenderte de nuevo.
Nahri retrocedió horrorizada y dejó escapar un suspiro irritado.

—Me estoy volviendo impaciente, Banu Nahri. Si mi calumnia a


uno de los hombres más asesinos de la historia molesta tu conciencia,
inventemos otra historia.

A ella no le gustó el sonido de eso.

—¿Qué quieres decir?

—Hablemos de ti. —Él inclinó la cara, estudiándola como si ella


fuera un tablero de ajedrez—. Puedo revelarte fácilmente como shafit;
hay varias maneras, ninguna particularmente agradable, en las que
puedo hacerlo. Eso solo convertiría la mayoría de tus tribus contra ti,
pero también podríamos ir más allá, dar a las masas algo de lo que
cotillear.

Se tocó la barbilla.

—Tu desprecio por el culto al fuego de tu gente es casi demasiado


fácil, como lo son tus fracasos en la enfermería. Necesitaríamos un
escándalo... —Hizo una pausa, un expresión calculadora cruzando su
cara de halcón—. Tal vez hablé mal sobre lo que pasó en la enfermería.
Tal vez fue Darayavahoush quien te encontró en los brazos de otro
hombre. Un joven cuyo nombre hace la sangre Daeva hervir…

Nahri retrocedió.

—Nunca lo harías. —Era obvio que hablaban claramente, así que


no fingió no saber de quién hablaba—. ¿Crees que la gente está
aullando por la sangre de Ali ahora? Si pensaran que él...

¿Pensar que él qué? —Ghassan le dirigió una sonrisa


condescendiente—. ¿En qué mundo los hombres y las mujeres pagan el
mismo precio por la pasión? Tú serás la culpable. De hecho, la gente
asumirá que eres particularmente... talentosa de haber seducido a tal
hombre religioso.
Nahri se puso de pie. Ghassan la agarró de la muñeca.

El sello brilló en su mejilla, y sus poderes se desvanecieron. Él


apretó su agarre, y ella jadeó, no acostumbrada a lo aguda que era la
sensación de dolor sin sus habilidades curativas.

—Te di la bienvenida —dijo con frialdad, todo gesto se había ido—


. Te invité a mi familia, y ahora mi ciudad está en llamas y nunca
volveré a mirar a mi hijo más joven. No estoy de humor para sufrir por
una niña tonta. Trabajarás conmigo para arreglar esto, o me asegurará
de que cada hombre, mujer y niño Daeva te responsabilice por la
muerte de Darayavahoush. Te pintaré como una puta y una traidora
para tu tribu.

Él le soltó la muñeca.

—Y luego te entregaré a esa multitud en mis muros.

Ella se agarró la muñeca. No tenía dudas de que Ghassan


hablaba con sinceridad. Dara estaba muerto y Ali desaparecido. No
había Afshin para luchar por ella, ningún príncipe que hablara por ella.
Nahri estaba sola.

Bajó la mirada y por primera vez le resultó difícil mirarlo a los


ojos.

—¿Qué quieres?

La vistieron con las prendas ceremoniales de su familia: un


vestido celeste cargado con bordados dorados, seda blanca cubriendo
su rostro. Estaba contenta por el velo: esperaba que ocultara la
vergüenza que ardía en sus mejillas.
Nahri apenas miró el contrato mientras lo firmaba, el papel que la
unía el emir apenas llegara a su primer cuarto de siglo. En otra vida,
podría haber devorado ansiosamente el inventario detallado, la dote que
la hacía una de las mujeres más ricas de la ciudad, pero hoy no le
importaba. Debajo de la firma de Muntadhir ella había hecho un
garabato indescifrable: el rey había forzado literalmente su mano justo
antes de que su futuro esposo escupiera a sus pies y se fuera.

Luego fueron a la sala de audiencias masiva, el lugar en el que vio


por primera a los Qahtanis. Nahri podía sentir el tamaño de la multitud
antes de que ella entrara, la respiración ansiosa y los latidos acelerados
de miles de djinn de pura sangre. Se miró los pies mientras seguía al
rey hacia la plataforma verde de mármol, deteniéndose en el nivel justo
debajo de él. Luego tragó y levantó la mirada hacia un mar de rostros
pedregosos.

Caras Daeva. Ghassan había ordenado a un representante de


cada familia noble, cada empresa comercial y gremio artesanal, cada
sacerdote y erudito, cualquiera de élite de pie en la tribu Daeva, para
venir a escuchar el testimonio de Nahri. A pesar de docenas de arrestos
y ejecuciones públicas, sus miembros de la tribu continuaron
protestando en las paredes del palacio, exigiendo justicia por el
asesinato de Dara.

Ella estaba aquí para terminar eso.

Nahri desplegó el pergamino que le habían dado. Sus manos


temblaron mientras leía los cargos que le habían ordenado decir. No se
desvió del guión ni una vez ni se permitió pensar en las palabras que
condenaban al hombre que amaba al más vulgar de los términos, las
palabras destruyen la reputación del Afshin quien había sacrificado
todo por su pueblo. Su voz se mantuvo plana. Nahri sospechaba que su
audiencia era lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de
lo que estaba sucediendo, pero no le importó. Si Ghassan quería una
actuación, debería haber pensado en pedir una.
Aun así, había lágrimas en sus ojos cuando terminó, y su voz
estaba llena de emoción. Llena de vergüenza, dejó caer el pergamino y
se obligó a sí misma a mirar a la multitud.

Nada. No había horror ni incredulidad entre los Daeva de ojos


negros delante de ella. De hecho, la gran mayoría parecía tan impasible
como cuando ella entró por primera vez.

No, no impasible.

Desafiante.

Un anciano salió de la multitud. Usando las brillantes túnicas


carmesí del Gran Templo, dando una vista sorprendente; una marca de
ceniza le partió la cara arrugada y una gorra alta y azul coronaba su
cabeza cubierta de hollín.

Kartir, Nahri lo reconoció, recordando la amabilidad que le había


mostrado en el templo. Se encogió cuando él dio otro paso hacia ella. Su
estómago se revolvió; esperaba algún tipo de denuncia.

Pero Kartir no hizo nada por el estilo. En cambio, juntó las yemas
de los dedos en la tradicional muestra de respeto Daeva, bajó la mirada
y se inclinó.

Los sacerdotes detrás de él inmediatamente siguieron su ejemplo,


y el movimiento se extendió a través de la multitud mientras toda la
audiencia de Daeva se inclinaba en su dirección. Nadie dijo una
palabra. Nahri contuvo el aliento y luego, justo detrás de ella, escuchó
un corazón comenzar a latir más rápido.

Se quedó quieta, segura de que estaba imaginando cosas y luego


miró hacia atrás. Ghassan Al Qahtani encontró su mirada, una
expresión indescifrable en sus ojos. El sol se iluminó en la ventana
detrás de él, reflejándose en las gemas deslumbrantes en su trono, y se
dio cuenta de en qué estaba sentado.

Un shedu. El trono estaba tallado en la forma del león alado que


era el símbolo de su familia.
Ghassan se sentaba en un trono Nahid.

Y no parecía satisfecho. Sospechaba que la exhibición


improvisada de la unidad Daeva no era lo que pretendía. Se sentía mal
por él, de verdad. Era frustrante cuando alguien volcaba tus bien
trazados planes.

Es por eso que nunca dejas de planear alternativas.

Su rostro se volvió más frío, por lo que Nahri sonrió, la primera


vez que lo había hecho desde la muerte de Dara. Era la sonrisa que le
había dado al basha, la sonrisa que le había dado a cientos de hombres
arrogantes a lo largo de los años justo antes de que los estafara por
todo lo que valían.

Nahri siempre sonreía ante sus marcas.


Epilogo
Traducido por Candy27

Kaveh e-Pramukh corrió los últimos diez pasos hasta la


enfermería. Empujó las pesadas puertas, todo su cuerpo temblaba.

Su hijo yacía en una cama ardiente de cedro humeante.

La vista le robó el aire de los pulmones. El cuidado prohibido


hasta que Kaveh —en palabras del rey, “resolviera lo que estaba
pasando con tu tribu traidora de fanáticos adoradores del fuego”—
Jamshid todavía estaba con el uniforme que llevaba puesto cuando
salió de su casa en tan terrible noche, su cintura blanca ahora
completamente negra por la sangre. Yacía torcido de costado, su cuerpo
retorcido y sostenido por almohadas para evitar la presión sobre las
heridas de flecha en su espalda. Una fina capa de ceniza cubría su piel,
salpicando su cabello negro. Aunque su pecho subía y bajaba ante la
luz parpadeante de las antorchas de la pared de la enfermería, el resto
de su cuerpo estaba quieto. Demasiado quieto.

Pero no estaba solo. Acurrucado en una silla junto a su cama


estaba Emir Muntadhir, su túnica negra arrugada y surcada de cenizas,
sus ojos grises llenos de dolor. Una de las manos inmóviles de Jamshid
estaba entre las suyas.

Kaveh se acercó y el emir se sobresaltó.

—Gran Wazir… —Dejó caer la mano de Jamshid, aunque no


antes de que Kaveh se diera cuenta de lo cerca que había entrelazado
sus dedos—. Perdóname, yo…

—Bizhan e-Oshrusan —exhaló Kaveh.


Muntadhir frunció el ceño.

—No entiendo.

—Ese es el nombre que tu padre quiere. Bizhan e-Oshrusan. Fue


uno de los soldados Daeva en tu expedición; fue él quien dejó los
suministros en la playa. Tengo pruebas y un testigo que testificará de
tal cosa. —La voz de Kaveh se quebró—. Ahora por favor… déjame ver a
mi hijo.

Muntadhir inmediatamente se alejó, el alivio y la culpa


iluminaban su rostro.

—Por supuesto.

Kaveh estuvo al lado de Jamshid en un segundo. Y luego estaba


entumecido. Porque era imposible que estuviera parado aquí mientras
su hijo yacía roto ante él.

Muntadhir seguía allí.

—Él… —Kaveh escuchó la voz de Muntadhir quebrarse—. Ni


siquiera dudó. Saltó delante de mí en el momento en que las flechas
comenzaron a volar.

¿Se supone que eso me traerá consuelo? Kaveh apartó la ceniza de


los ojos cerrados de su hijo, sus dedos temblaban tanto de rabia como
de pena. Deberías ser tú con un uniforme ensangrentado y Jamshid
llorando con galas reales. De repente se sintió capaz de estrangular al
joven a su lado, el hombre que había visto romper el corazón de su hijo
una y otra vez, cada vez que los rumores que los rodeaban se volvían
demasiado agudos, o cada vez que algo nuevo y bonito llamaba su
atención.

Pero Kaveh no podía decir eso. Los cargos que quería lanzar a
Muntadhir probablemente terminarían con Kaveh siendo declarado
cómplice del Afshin y una de las flechas en la espalda de Jamshid
clavada en su corazón.
El hijo mayor de Ghassan al Qahtani era intocable: Kaveh y su
tribu habían aprendido demasiado bien cuán fríamente el rey trataba a
las personas que amenazaban a su familia.

Fue una lección que Kaveh nunca olvidaría.

Pero en este momento, necesitaba que Muntadhir se fuera; cada


segundo que se demoraba era otro en el que Jamshid sufría. Se aclaró
la garganta.

—Mi emir, ¿podrías darle ese nombre a tu padre? No quisiera


retrasar más el tratamiento de mi hijo.

—Pero por supuesto —dijo Muntadhir, nervioso—. Yo... lo siento,


Kaveh. Por favor, avíseme si algo cambia con su condición.

Oh, sospecho que lo sabrás. Kaveh esperó hasta escuchar la


puerta cerrarse.

A la luz del fuego, pilas de madera fresca y cajas de tejas de


cristal arrojaban sombras salvajes a través de la habitación en ruinas.
Los pacientes de Nahri habían sido trasladados mientras la enfermería
estaba en reparación, y ella estaba a salvo, en una reunión con los
sacerdotes en el Gran Templo que Kaveh sabía que duraría mucho.
Había elegido el tiempo deliberadamente; no quería implicarla en lo que
estaba a punto de hacer.

De su cinturón, sacó una pequeña cuchilla de hierro. Era más


bisturí que cuchillo, su mango envuelto en capas de lino protector.
Kaveh hizo un corte cuidadoso en la sangrienta túnica de Jamshid,
rasgando una herida lo suficientemente grande como para revelar el
pequeño tatuaje negro que marcaba el interior del omóplato izquierdo
de su hijo.

A primera vista, el tatuaje no tenía nada de especial: tres glifos


giratorios, sus líneas marcadas y sin adornos. Muchos hombres Daeva,
especialmente en Zariaspa, el rincón salvaje de Daevastana de los
Pramukhs, todavía participaban en la vieja tradición de marcar su piel
con los orgullosos símbolos de su linaje y casta.
Una forma de honrar su herencia, era parte superstición, parte
moda, los pictogramas en sí mismos eran tan antiguos que nadie podía
descifrarlos realmente. Amados pero inútiles.

El tatuaje de Jamshid no era inútil. Su madre se lo había grabado


en la piel unas horas después de su nacimiento y durante años había
sido la salvaguardia más segura de su vida. De su anonimato.

Ahora lo estaba matando.

Por favor, Creador, te lo ruego: deja que esto funcione. Kaveh dejó
el escalpelo en la punta del primer glifo giratorio. La carne marcada de
ébano siseó al tocar el hierro, la magia protestaba. Con el corazón
acelerado, Kaveh cortó una astilla de piel.

Jamshid respiró hondo. Kaveh se calmó cuando unas gotas de


sangre negra florecieron del corte. Se gotearon fuera.

Y luego la piel debajo se cosió nuevamente.

—¿Qué crees que estás haciendo? —exigió la voz de una mujer


detrás de él. Nisreen Estuvo al lado de Kaveh en segundos, alejándolo
de Jamshid y tirando de las aletas rasgadas de su uniforme sobre el
tatuaje—. ¿Has perdido la cabeza?

Kaveh sacudió la cabeza y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—No puedo dejar que sufra así.

—¿Y revelarlo terminará con ese sufrimiento? —Los ojos de


Nisreen escanearon el cuarto oscuro—. Kaveh… —advirtió en un
susurro bajo—. No tenemos idea de lo que sucederá si eliminas esa
marca. Su cuerpo nunca se ha curado solo. Ha habido una flecha
alojada en su columna vertebral durante una semana; no se sabe cómo
podría responder la magia a tal lesión. Podrías matarlo.

—¡Podría morir si no lo hago! —Kaveh se secó los ojos con la otra


mano—. Él no es tu hijo, no lo entiendes. Tengo que hacer algo.
—No va a morir —le aseguró Nisreen—. Ha soportado todo este
tiempo. —Presionó la muñeca de Kaveh, bajando el cuchillo—. No son
como nosotros, Kaveh —dijo suavemente—. Tiene la sangre de su
madre, sobrevivirá a esto. Pero si eliminas esa marca, si se cura por sí
solo… —Sacudió su cabeza—. Ghassan lo tendrá torturado por
información, nunca creerá su inocencia. Los Qahtanis irrumpirán en
nuestra tribu en busca de respuestas; habrá soldados rotos en cada
loma cubierta de hierba, cada hogar en Daevastana.

Sus ojos brillaron.

—Destruirás todo por lo que hemos trabajado.

—Ya se ha ido —argumentó Kaveh, su voz amarga—. El Afshin


está muerto, Banu Nahri tendrá un bebé Qahtani en su vientre en un
año, y ni siquiera hemos sabido nada de…

Nisreen tomó el cuchillo de su mano y lo reemplazó con algo duro


y pequeño. Le picó la palma. Hierro, se dio cuenta, mientras lo sostenía
a la luz para examinarlo. Un anillo.

Un anillo de hierro maltratado con una esmeralda que brillaba


como si estuviera ardiendo.

Kaveh inmediatamente cerró los dedos sobre el anillo. Le quemó


la piel.

—Por el Creador —suspiró—. ¿Cómo hiciste…?

Sacudió su cabeza.

—No preguntes. Pero no te desesperes. Te necesitamos, Kaveh. —


Asintió con la cabeza hacia Jamshid—. Él te necesita. Necesitas volver
al lado bueno de Ghassan, para que confíe en ti lo suficiente como para
que puedas regresar a Zariaspa.

Apretó el anillo del Afshin mientras se calentaba.

—Dara trató de matar a mi hijo, Nisreen. —Su voz se quebró.


—Tu hijo estaba en el lado equivocado. —Kaveh se estremeció y
Nisreen continuó—: No lo volverá a estar. Nos aseguraremos de ello —
suspiró—. ¿Encontraste a alguien a quien culpar por los suministros?

Él asintió en silencio.

—Bizhan e-Oshrusan. Solo pidió que hiciéramos arreglos para


sus padres. Él… —Kaveh se aclaró la garganta—. Entendió que no
debía ser llevado vivo.

La cara de Nisreen estaba sombría.

—Que el Creador recompense su sacrificio.

Hubo silencio entre ellos. Jamshid se agitó mientras dormía, el


movimiento amenazaba con voltear a Kaveh de nuevo.

Pero también era el recordatorio que necesitaba. Porque todavía


había una manera de salvar a su hijo. Y por eso Kaveh haría cualquier
cosa; se arrastraría ante el rey, cruzaría el mundo, enfrentaría a los ifrit.

Quemaría Daevabad.

El anillo parecía latir en la mano de Kaveh, algo vivo con un


corazón que latía.

—¿Nahri lo sabe? —preguntó suavemente, levantando la mano—.


Sobre esto, quiero decir.

Nisreen sacudió la cabeza.

—No. —Un borde protector entró en su voz—. Tiene suficiente de


qué preocuparse en este momento. No necesita distracciones, ni falsas
esperanzas. Y sinceramente… está más segura sin saberlo. Si nos
atrapan, su inocencia podría ser su única defensa.
Kaveh volvió a asentir, pero estaba cansado de estar a la
defensiva. Pensó en los Daeva que Ghassan ya había ejecutado, los
mercaderes golpeados en el Gran Bazar, la niña violada frente a la
Guardia Real. De su hijo, casi muerto al defender a un Qahtani y luego
la negación de su tratamiento. De los mártires en el Gran Templo. De
todas las otras formas en que su pueblo había sufrido.

Kaveh estaba cansado de inclinarse ante los Qahtanis.

Un pequeño destello de desafío floreció en su pecho, el primero


que había sentido en mucho tiempo. Su siguiente pregunta salió en un
susurro desesperado:

—Si puedo llevarle el anillo… ¿de verdad crees que puede traerlo
de vuelta?

Nisreen miró a Jamshid. Sus ojos estaban llenos del tipo de


asombro silencioso que la mayoría de los Daeva sentía en presencia de
uno de sus Nahid.

—Sí —dijo con firmeza. Reverentemente.

—Creo que Manizheh puede hacer cualquier cosa.

Continuará….
Agradecimientos de la autora

Este libro comenzó como un proyecto


privado que nunca hubiera visto la luz del
día si no fuera por el apoyo y el ánimo (¡a
veces forzoso!) de esta gente maravillosa.

Primero, a mis amigos y facultad de la


Universidad Americana del Cairo: gracias
por compartir la sorprendente e
inspiradora historia de su país, por
guiarme a través de los sitios que
hubieran hecho el mundo de Nahri, y por
renovar mi fe de una manera que no me di
cuenta hasta mucho después. Cualquier
error o malinterpretación son solo mías.

A mi esposo, Shamik, cuya curiosidad


sobre lo que siempre estoy escribiendo en
mi computadora empezó este viaje completo, gracias. Eres el mejor
amigo y lector que un compañero nerd puede pedir, y has sido mi
soporte.

A la fantástica y talentosa gente del grupo Especulativos


Escritores de Ficción de Brooklyn, particularmente Rob Cameron,
Marcy Arlin, Steven R. Fairchild, Sondra Fink, Jonathan Hernandez,
Alex Kirtland, Cynthia Lovett, Ian Montgomerie, Brad Park, Mark
Salzwedel, Essowe Tchalim y Ana Vohryzek; aquellos que colocaron este
manuscrito en forma y se volvieron amigos en el proceso.

Jennifer Azantian, mi increíble agente y la mejor porrista de Nahri


y Ali, gracias por tomar una oportunidad en una escritora aleatoria de
Twitter; por hacer realidad lo que parecía un sueño; y por ser una
presencia tranquilizadora las tantas veces que necesité una.
Priyanka Krishnan, mi increíble editora, quién me ayudó a través
de los caminos duros, y cuya calidez y diplomacia en sus comentarios
siempre me hacen sonreír; trataré de no matar muchos personajes que
amas.

Al resto del equipo Viajero, incluyendo Angela Craft, Andrew


DiCecco, Jessie Edwards, Pam Jaffee, Mumtaz Mustafa, Shawn
Nicholls, Shelby Peak, Cazo Perny, David Pomerico, Mary Ann Petyak,
Liate Stehlik, y Paula Szafranski: siempre apreciaré el trabajo duro que
implicó hacer este libro y el entusiasmo que todos tenían por este. Y a
todos los demás en Harper que amaron y apoyaron este libro, les
agradezco. Han sido un gran grupo con el que trabajar. Un
agradecimiento muy sincero a Will Staehle también, por diseñar una
cubierta que literalmente me quitó el aliento la primera vez que la vi.

Nunca hubiera llegado tan lejos sin mis extraordinarios padres:


mi madre, Colleen, quien compartió su amor por la lectura conmigo, y
mi padre, Robert, quién me llevaba a la biblioteca y a la librería lo que
debe haber sido cada fin de semana de mi niñez; su amor y trabajo
duro me hicieron la persona que soy hoy. Gracias a mi hermano
Michael también, por enseñarme el significado de amor de hermano sin
tener que pelear por un trono. A Sankar y Anamika, quienes llegaron a
ayudar en el momento en que todo esto se volvió real; siempre tendrán
mi enorme gratitud.

A mi hija, mi gran fuente de felicidad: eres demasiado pequeña


para leer esto ahora, pero gracias por dejarme trabajar con esto en
casa, aunque con un nivel de negociación con una niña de dos años que
es un aterrador recuerdo de una estafadora. Te amo.

Y finalmente, pero sin duda no último, un sincero agradecimiento


a mi ummah33: al pasado que me inspiró, el presente que me recibió, y
el futuro que construiremos juntos… jazakum Allahu khayran34.

33 N.T. Comunidad en árabe.


34 N.T. “Que Dios te resguarde con bondad” en árabe.
Próximamente
La vida de Nahri cambió para siempre en
el momento en que accidentalmente invocó
a Dara, un formidable y misterioso djinn.
Arrebatada de su hogar en El Cairo, fue
enviada hacia la maravillosa corte de
Daevabad, y rápidamente descubrió que
necesitaría todos sus instintos estafadores
para sobrevivir allí.

Ahora, con Daevabad entrelazado en la


secuela oscura de la batalla donde Dara
fue asesinado a manos del Príncipe Ali,
Nahri debe forgar un nuevo camino para sí
misma, sin la protección del guardian que
robó su corazón o el consejo del príncipe
que consideraba un amigo. Pero incluso
mientras recibe su herencia y el poder que conlleva, sabe que ha estado
atrapada en una jaula dorada, observada por un rey que lidera desde el
trono que una vez perteneció a su familia.

Mientras tanto, Ali ha sido exiliado por atreverse a desafíar a su padre.


Cazado por asesinos, a la deriva de las arenas de cobre de su tierra
ancentral, es forzado a depender de sus atemorizantes habilidades que
los marid, los impredecibles espíritus de agua, le han dado. Pero al
hacerlo, amenazaba con descubrir un terrible secreto que su familia ha
mantenido enterrado durante mucho tiempo. Y mientras un nuevo siglo
se acerca y los djinn se reúnen alrededor de los muros de cobre de
Daevabad para celebrar, una amenaza se eleva escondida en el desolado
norte. Es una fuerza que traerá una tormenta de fuego directamente a
las puertas de la ciudad… y una que busca la ayuda de un guerrero
atrapado entre mundos, dividido entre una tarea violenta de la que
nunca puede escapar y una paz que teme nunca merecerá.

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