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Para mis feroces e imparables chicas, Ava, Emily y Leah
Escríbelo, me había dicho.
Escribe cada palabra una vez que llegue allí, antes de que se olvide la
verdad.
Y ahora lo hacemos, al menos las partes que recordamos.
-Greyson Ballenger, 14
SINOPSIS
Por lo que se puede ver, esta tierra es nuestra. Nunca lo olvides. Fue de
mi padre y de su padre antes de eso. Este es el territorio Ballenger y siempre
lo ha sido, desde los Antiguos. Somos la primera familia, y cada pájaro que
vuela, cada aliento que se toma, cada gota de agua que cae, todo nos pertene-
ce. Nosotros hacemos las leyes aquí. Somos dueños de todo lo que se ve.
Nunca dejes que un puñado de tierra se te escape de las manos, o lo perderás
todo.
Puse la mano de mi padre a su lado. Su piel estaba fría, sus dedos
rígidos. Llevaba horas muerto. Parecía imposible. Hacía sólo cuatro
días que estaba sano y fuerte, y entonces se agarró el pecho al subir a
su caballo y se desplomó. El vidente dijo que un enemigo había lan-
zado un hechizo. El sanador dijo que era su corazón y que no se po-
día hacer nada. Fuera lo que fuese, en cuestión de días, se había ido.
Una docena de sillas vacías seguían rodeando su cama, la vigilia
terminó. Los sonidos de las largas despedidas se habían convertido
en una silenciosa incredulidad. Aparté mi silla y salí al balcón, respi-
rando profundamente. Las colinas se extendían en festones brumo-
sos hasta el horizonte. Ni un puñado, le había prometido.
Los demás esperaron a que saliera de la habitación con su anillo.
Ahora mi anillo. El peso de sus últimas palabras uyó a través de mí,
tan fuerte y poderoso como la sangre de Ballenger. Observé el inter-
minable paisaje que era nuestro. Conocía cada colina, cada cañón,
cada risco y cada río. Hasta donde se puede ver. Ahora todo parecía di-
ferente. Me alejé del balcón. Los desafíos llegarían pronto. Siempre
lo hacían cuando moría un Ballenger, como si uno menos en nuestro
número nos hiciera caer. La noticia llegaría a las múltiples ligas dis-
persas más allá de nuestras fronteras. Era un mal momento para mo-
rir. Las primeras cosechas estaban llegando, los Previzi exigían un
mayor reparto de sus cargas, y Fertig había pedido la mano de mi
hermana en matrimonio. Ella aún estaba decidiendo. No me gustaba
Fertig, pero quería a mi hermana. Sacudí la cabeza y me aparté de la
barandilla. Patrei. Ahora dependía de mí. Mantendría mi voto. La fa-
milia se mantendría fuerte, como siempre lo habíamos hecho.
Saqué mi cuchillo de la funda y volví a la cama de mi padre. Cor-
té el anillo de su dedo hinchado, lo coloqué en el mío y salí a un pa-
sillo lleno de caras expectantes.
Miraron mi mano, con rastros de la sangre de mi padre en el anil-
lo. Estaba hecho.
Sonó un estruendo de reconocimiento solemne.
—Vamos —dije—. Es hora de emborracharse.
Pensé que no podía ser peor. No abrí los ojos cuando me desperté
por primera vez, tratando de orientarme, escuchando en cambio los
ruidos que me rodeaban, sintiendo la roca y el vaivén bajo mi espal-
da, el sudor resbalando entre mis pechos, el palpitar de mi cabeza,
algo a lado cortando mis muñecas. Abrí los ojos de golpe. Mis mu-
ñecas estaban encadenadas, pero lo que es peor, mis botas habían
desaparecido y mi tobillo estaba encadenado a Jase Ballenger.
Estaba sentado frente a mí, sin la mordaza, balanceándose con el
vagón, con el lado de la cara cubierto de sangre seca y el resto bril-
lante por el sudor. Vio que yo estaba despierta. Su expresión era
sombría. Probablemente estaba mucho más que enfadado ahora, y
seguramente fantaseaba con la lentitud con la que me mataría si tu-
viera la oportunidad. Su escrutinio era as xiante, y giré la cabeza.
Fue entonces cuando percibí la vista de la parte trasera del vagón.
No había árboles, ni calles, ni montañas, ni siquiera colinas. Estába-
mos en medio de una llanura abierta, sin ningún lugar para escon-
derse ni para huir. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente?
Esto era más que un giro inesperado.
Era un deslizamiento incontrolado hacia el in erno.
CAPÍTULO 7
JASE
¿Nadar?
No muy bien. Había pocas oportunidades en Ciudad Sanctum
para nadar. El Gran Río era demasiado frío y violento. Había tenido
algo de entrenamiento como Rahtan, pero no pasé de lo básico para
otar. Simplemente no había ningún lugar donde practicar.
Pero su pregunta acusadora me irritó. ¿Un peso muerto que lo ar-
rastra? Él fue quien pasó las llaves a otros antes de liberarnos. Fue él
quien nos empujó por un terraplén, haciéndome perder las llaves. El
cazador se acercaba rápidamente, otro justo detrás de él con sus ar-
mas preparadas para golpear nuestras cabezas, o al menos incapaci-
tarnos lo su ciente para arrastrarnos de vuelta al carro. No había ot-
ra opción. El río estaba muy lejos, pero esta vez sería yo quien empu-
jara. Le agarré del brazo y salté.
Pareció una eternidad antes de que llegáramos a la super cie,
sorprendentemente dura cuando la atravesamos. Me golpeó con fu-
erza en las costillas y luego caímos en la corriente. No sabía qué ca-
mino era hacia arriba, y mis pulmones estallaban buscando un respi-
ro. Pateé, luché por encontrar la super cie, por encontrar aire, por
encontrar el camino hacia arriba, pero sólo había miles de burbujas,
destellos de luz, remolinos de oscuridad, y un tornillo de banco que
me apretaba el pecho, el último aliento que había tragado se ltraba
mientras pateaba desesperadamente, y entonces sentí que algo me
agarraba el brazo, que los dedos se clavaban, que me empujaban ha-
cia arriba, y rompí la super cie, jadeando.
—¡Inclínate hacia atrás! —gritó—. ¡Cruza las piernas! Los pies ha-
cia delante. — Jase tiró de mí para que estuviera entre sus brazos,
apoyada en su pecho, los rápidos nos salpicaban, nos hacían girar,
pero cada vez enderezaba nuestro rumbo y salíamos disparados por
el río como hojas sin rumbo arrastradas por su super cie. Las orillas
del río no estaban lejos, pero estaban llenas de rocas y nos movíamos
demasiado rápido para arriesgarnos a agarrarnos a una. Me ahogué
cuando los rápidos me salpicaron la boca y la nariz. Sus brazos me
sujetaban con fuerza, tirando de mí hacia atrás cuando intentaba inc-
linarme hacia arriba. —Relájate contra mí —me ordenó—. Ve con la
corriente. Cuando se ensanche y se calme, nos abriremos paso hacia
la orilla. —Su supervivencia dependía de la mía y la mía de la suya.
Realmente éramos anclas el uno para el otro. Lo único bueno del te-
mible viaje era que nos llevaba lejos de los cazadores de mano de ob-
ra. La corriente nalmente disminuyó, y comenzaron a aparecer tra-
mos de bancos de arena—. Un poco más lejos —dijo, con su cara ar-
ropada junto a la mía—, para asegurarnos de que no puedan seguir-
nos.
Ya habíamos avanzado un kilómetro y medio por el río, o más.
Me dolían las piernas, y me sentí aliviada cuando empezó a maniob-
rar hacia un banco de arena. Por n sentí que mis pies tocaban el
fondo, y ambos salimos tropezando. Nos desplomamos en la orilla,
jadeando. Mi pelo era un amasijo de marañas frente a mi cara, mi co-
razón aún latía con fuerza. Miré hacia un lado. Él yacía a mi lado de
espaldas, con los ojos cerrados, el pecho agitado y el pelo goteando
en hilos húmedos.
Puede que haya dejado atrás una amenaza, pero ahora estaba en-
cadenada a otra, en medio de la nada. No podía ngir que éramos
amigos, y ahora no tenía ningún arma. Él tampoco, pero era inne-
gablemente más grande y fuerte que yo, y había visto lo que su puño
podía hacer. Estaba claro que tenía que hacer al menos una tregua
temporal.
Una vez que recuperé el aliento, pregunté: —¿Y ahora qué?
Su cabeza se giró hacia un lado y me miró, con una larga mirada
abrasadora. Sus ojos eran claros, brillantes, la niebla de la bebida ha-
bía desaparecido de ellos hacía tiempo, y sus iris eran del mismo co-
lor marrón intenso que la tierra sobre la que yacía.
—¿Tenías algo en mente? —preguntó.
No estaba segura de si era sarcasmo o humor. Tal vez ambas co-
sas, pero sus ojos permanecieron jos en los míos. Una respiración
agitada apretó mis pulmones.
—Sólo digo que sé que no te gusto y que tú no me gustas, pero
hasta que podamos liberarnos el uno del otro, supongo que tendre-
mos que sacar lo mejor de ello.
Parpadeó. Largo y lento.
De nitivamente, sarcasmo. Y desagrado.
Se dio la vuelta y miró al cielo como si se lo estuviera pensando.
—¿Tienes un nombre? —preguntó nalmente, sin mirarme.
Hice una pausa. No sabía por qué me parecía arriesgado decírse-
lo. Era algo extrañamente personal, pero fui yo quien sugirió que lo
hiciéramos lo mejor posible. —Kazi —dije, esperando que se burlara.
—¿Y tu apellido?
—Los vendedores no usan apellidos. Se nos conoce por nuestro
lugar de origen. A mí me conocen como Kazi de Brightmist. Es un
barrio de Ciudad Sanctum.
Repitió mi nombre en voz baja pero no dijo nada más, mirando
hacia arriba. Estaba seguro de que estaba conjurando todas las for-
mas posibles de deshacerse de mí. Si tan sólo tuviera esa hacha para
cortar el pie que me ataba a él. Finalmente se levantó y me tendió la
mano, esperando que la cogiera. Me agarré con cautela a su muñeca
y me ayudó a ponerme en pie, pero no me soltó el brazo, sino que
me acercó. Me miró. —Y yo también tengo un nombre, aunque te
guste llamarme niño bonito. Jase Ballenger —dijo—. Pero probable-
mente ya lo sabías, ¿no? Teniendo en cuenta que pretendías arrestar-
me. —Pasaron unos segundos incómodos, su agarre seguía siendo
fuerte. Nubes oscuras brillaron en sus ojos. Nuestra tregua empezó a
tambalearse.
—El arresto no era inminente —respondí—. Todavía había más
preguntas que hacer, acusaciones que revisar, y entonces te habría
llamado para seguir discutiendo.
—¿Me llamaste? La Boca del In erno es mi ciudad. ¿Quién te crees
que eres?
Tu peor pesadilla, Jase Ballenger, eché humo, pero moldeé mis pa-
labras en una respuesta tranquila. —¿Quieres sacar lo mejor de esto
o no?
Aspiró una respiración lenta y acalorada, se tragó sus siguientes
palabras. Me soltó el brazo y se giró, observando nuestro entorno co-
mo si estuviera evaluando nuestra situación. —Muy bien, entonces,
Kazi de Brightmist, veamos si podemos sacar lo mejor de esto y salir
de aquí. —Su mirada saltó a la cresta de la orilla opuesta, y luego
volvió al bosque que teníamos detrás. Señaló a su izquierda—. Creo
que… —Sacudió la cabeza y su dedo se desplazó ligeramente hacia
la derecha—. Creo que hay un asentamiento en esa dirección. La ci-
vilización más cercana que vamos a encontrar y que no nos ponga de
nuevo en el camino de los cazadores. Tal vez cien millas.
¿Cientos de millas? ¿Encadenados, descalzos, sin armas ni comida?
Y con alguien que era tan con able como el guiño de un merca-
der. Pero estaba segura de que la supervivencia también estaba en su
mente. —¿Qué tipo de asentamiento? —pregunté.
—El único tipo que hay aquí. Uno de los tuyos.
No intentó ocultar su desaprobación. Miré en la dirección que ha-
bía señalado, todavía insegura. —¿Dónde está la Boca del In erno
desde aquí? —pregunté.
—Al otro lado del río, donde están los cazadores. Y a más de un
día de camino hacia el este.
¿Un día? ¿Había estado inconsciente durante tanto tiempo? Mi
estómago retumbó en señal de con rmación, y su conclusión sonó
con algo de verdad. Había otro asentamiento vandeano al oeste de
Eislandia. Casswell era uno de los primeros y más grandes asentami-
entos, con varios cientos de habitantes. Tendrían los suministros y
recursos para ayudarme, de una forma u otra.
La cadena sonó entre nosotros y él se movió sobre sus pies. —¿Y
bien? —preguntó—. ¿Tienes una idea mejor?
—No por el momento. Nos dirigiremos hacia el asentamiento —
respondí.
—Pero… —dijo, dando un paso más, con los ojos entrecerrados
—, esta es la verdadera cuestión: Si te devuelvo a la civilización, ¿to-
davía piensas llamarme para seguir discutiendo?
¿Era una amenaza velada? ¿Si te llevo de vuelta? La cadena que
nos unía rmemente ahora parecía una bendita garantía de que no
me apalearían en cuanto me diera la espalda. Todo en su postura era
de una con anza presumida. Esto era un juego para él. Un desafío.
Mordería.
—Sería una tonta si respondiera a eso, ahora, ¿no es así, conside-
rando mi situación?
Un resoplido divertido saltó de su pecho. —Yo diría que serías
una tonta si no lo hicieras.
Lo miré jamente, tratando de juzgar cuánto había de fanfarrone-
ría y cuánto de verdadera amenaza. —Entonces, ¿acordamos simple-
mente seguir caminos separados, una vez que lleguemos al acuerdo?
No hay falta, no hay ganancia.
—Caminos separados —dijo—. De acuerdo.
Tomamos nuestros últimos tragos en el río, ya que no sabíamos
cuándo volveríamos a encontrar agua dulce, y luego me detuve a pi-
sar unas pequeñas rocas que vi en la orilla. Recogí una, dándole vu-
eltas en la mano.
—¿Eso es para mí? —preguntó.
Miré hacia arriba. Esta vez, con humor. Una sonrisa iluminó sus
ojos. Era imposible de predecir, lo que no hacía sino aumentar mis
recelos. Los intendentes y sus codiciosos egos eran tan fáciles de pre-
decir como un día de nieve en invierno. Cada intercambio de palab-
ras entre Jase y yo parecía una danza, un paso adelante, un paso at-
rás, dando vueltas, ambos dirigiendo, anticipando, preguntándose
cuál sería el siguiente movimiento. Él no con aba en mí más de lo
que yo con aba en él.
—Flint —respondí—. Y mi hebilla es de acero de fuego. Puede
que los cazadores me hayan despojado de mis objetos de valor, pero
al menos mi cinturón no tenía ningún valor para ellos. El fuego será
bienvenido esta noche.
Miró mi hebilla, un óvalo marrón de metal con forma de serpien-
te, y asintió con la cabeza para aprobar esta novedad. Un paso ade-
lante.
—Entonces será mejor que esté atento a la cena. —Dio un paso
hacia el bosque para marcharse.
—Espera —dije—. Antes de irnos, necesito que te des la vuelta.
—¿Qué?
—Necesito orinar. Date la vuelta.
—Acabamos de salir de un río. ¿Por qué no has orinado allí?
—Tal vez porque estaba haciendo esta pequeña cosa llamada luc-
har por mi vida.
—Quieres decir que estaba luchando por tu vida. Tú sólo me
acompañaste en el viaje.
—Daté la vuelta —le ordené.
—¿Darte la espalda?
Sonreí. —No te preocupes —respondí, escupiendo sus propias
palabras en su cara—, no me gustaría estar encadenado a un peso
muerto. Estás a salvo, guapo.
—¿Ni siquiera me das un acertijo primero?
Entrecerré los ojos.
Se giró lentamente. —Date prisa.
Había hecho cosas más humillantes, supongo, pero en este mo-
mento no podía recordar cuáles eran. Me ocupé de mis asuntos rápi-
damente. Sacar lo mejor de esto no iba a ser fácil.
Cuando se dio la vuelta de nuevo, extendió la mano hacia mí y
me estremecí. Mi mano se levantó lista para golpear.
—¡Whoa! Espera —dijo, apartándose—. Iba a echarte un vistazo a
la cara. Tienes un buen ojo de la cara oreciendo allí.
Me levanté y me toqué la mandíbula, sintiendo el calor de un mo-
ratón reciente.
Se encogió de hombros. —No digo que no haya valido la pena, ti-
enes las llaves en tus manos, pero me hace preguntarme si hay algo
que no harías para conseguir lo que quieres.
Le miré con cautela. —Algunas cosas —respondí.
Pero no muchas.
CAPÍTULO 9
JASE
Ya casi habíamos llegado. Conocía este tramo tan bien como cual-
quier otro. Mi sangre se aceleró y mi mente corrió de un pensamien-
to a otro. Llegar a casa. Llegar a tiempo. Ya estaba muy cerca. Podrí-
amos llegar. No dejaría que la culpa se interpusiera en lo que había
que hacer. Había demasiado en juego. Vidas. La historia. Gente que
dependía de mí.
Intenté mantenerla concentrada, señalando elementos de la cor-
dillera norte, un grupo de árboles, una formación rocosa, un paso,
cualquier cosa que desviara su mirada de la cordillera sur. Ahora es-
taba comprando minutos, y no me sobraba ni uno. Ya había visto nu-
estro puesto escondido en lo alto de un a oramiento rocoso que do-
minaba el valle. Era difícil de ver si no sabías que estaba allí, pero el-
la tenía un ojo agudo y no seguiría camu ado mucho más tiempo.
Al girar el valle, aparecieron caballos pastando, y más allá nuest-
ra pequeña granja donde vivía el cuidador.
—¿Una pequeña granja? —dijo—. Esto no puede ser el asentami-
ento.
—Tal vez haya más al nal del valle —respondí, todavía tratando
de retrasar lo inevitable.
Y entonces vio a los tres jinetes galopando por un sendero desde
el puesto de avanzada, dirigiéndose hacia nosotros. Se detuvo, y su
bastón sobresalió en una postura protectora para detenerme a mí
también. —Esos no parecen colonos.
—Creo que estaremos bien.
—No —dijo ella, aún no convencida—, los colonos no llevan ar-
mas así a los lados. Van armados para dar problemas.
Cuando se acercaron, con sonrisas evidentes en sus rostros, sus
hombros se echaron hacia atrás y su atención se dirigió lentamente
hacia mí, sus labios se separaron ligeramente, formándose una sorda
comprensión. Sus ojos volvieron a dirigirse a ellos, la verdad se asen-
tó, mi falta de preocupación, el reconocimiento en sus ojos cuando
me miraron. Se detuvieron frente a nosotros y uno de ellos dijo: —
Patrei, te hemos estado buscando, esperando que vinieras por aquí.
Se volvió hacia mí y durante unos segundos sus ojos fueron fríos,
mortales, pero luego explotaron de rabia. —Asqueroso… —Agitó su
bastón, pero yo me lo esperaba y la agarré, empujándola hacia mí—.
¿Qué esperabas que hiciera? —e dije—. ¿Que bailara hasta un asen-
tamiento de Vendan para poder arrestarme o algo peor? Ir por cami-
nos separados nunca estuvo en tu plan. Tus mentiras son fáciles de
detectar, Kazi.
Su pecho se hinchó y me miró jamente, incapaz de negarlo. —
¡Aléjate de mí! —gruñó, soltando el palo. Retrocedió todo lo que le
permitía la cadena, todavía furiosa. No tuve tiempo de explicarme ni
de intentar calmarla. Tendría que intentarlo más tarde.
Miré a Boone, nuestro capataz. —Vuelve al puesto por herrami-
entas para quitarnos esta cadena —ordené—. Foley, trae comida. Y
un caballo más.
—¿Dos caballos?
—No. Ella montará conmigo. —No podía con ar en que se qu-
edara con nosotros, y no había tiempo libre para salir a perseguir.
—¿Tienes un mensajero allá arriba? —pregunté.
—Aleski —respondió.
—Haz que baje también.
Mientras esperábamos el regreso de Boone y Foley, Tiago me dijo
que habían enviado exploradores a todas partes en mi busca. —Por
n localizamos a los cazadores, pero el carro estaba vacío y las huel-
las salían en todas direcciones.
—Había otros cuatro prisioneros —expliqué—. Cuando escapa-
mos, todos se dispersaron. ¿Te encargaste de los cazadores?
Asintió con la cabeza. —Murieron. Pero uno hizo muchos ruegos
por su vida antes de que lo matáramos. Dijo que les habían pagado
por una carga completa por adelantado, y que luego eran libres de
tomar y vender su carga a una mina para obtener más bene cios que
podían mantener.
¿Pagado por adelantado? Eso era imposible. Los cazadores de
mano de obra no eran más que carroñeros. Nadie les pagaba por una
mercancía que aún no habían producido. Las minas ilegales eran las
únicas que trataban con ellos. —Tal vez estaba mintiendo —dije.
Tiago negó con la cabeza. —No lo creo. No con un cuchillo pega-
do a la sien. Dijo que sabían que no debían acercarse a la Boca del In-
erno, pero era una oferta demasiado buena para que se resistieran.
—¿Quién les pagó?
—No lo sabía. Dijo que fue un tipo sin nombre el que se les acer-
có. Les dijo que lo sabría si lo engañaban y no lo cumplían.
Nadie pagaría por una mercancía que no quiere. No era mercan-
cía lo que buscaban. Estaban comprando pánico, y la ira a los Ballen-
gers por no mantener la ciudad segura. Alguien estaba tratando de
sacarnos del medio.
—¿Encontraste a alguno de los otros prisioneros?
—Tres. El herrero estaba muerto, y los otros dos estaban en mal
estado. No estoy seguro de que lo logren, pero los trajimos de vuelta
a la Guardia de Tor. El sanador se está encargando de ellos.
—Bien. Antes de liberarlos de vuelta a la ciudad, asegúrate de
que sepan que no deben decirle a nadie lo que les pasó o que yo es-
tuve allí.
—Ya está hecho. Saben que deben guardar silencio.
—Busca al otro prisionero. Tiene que estar por ahí en alguna par-
te. No queremos que vuelva a tropezar con la ciudad y hable. —Se-
ñalé hacia Kazi—. ¿Y los otros Rahtan que estaban con ella? ¿Los has
encontrado?
Tiago dudó, mirando a Kazi. —Los tenemos detenidos, pero no
hablan.
Sus ojos eran de acero. Esta era otra novedad que no le gustaba.
No iba a conseguir nada más de ella. Al menos no todavía.
—Ha habido algún otro problema —añadió Tiago.
Dijo que desde la primera noche en que desaparecí se habían pro-
ducido seis incendios en seis distritos diferentes. Dos casas habían
ardido hasta los cimientos. Nadie murió, pero todos los incendios
eran sospechosos e inexplicables. El pueblo estaba inquieto. También
hubo un asalto frustrado a una caravana de Gitos. Dos conductores
resultaron heridos.
Maldije. Alguien estaba intentando crear malestar en la Boca del
In erno desde todos los ángulos. O tal vez eran muchos.
Boone trajo leznas y martillos del puesto, golpeando y juguetean-
do con el oxidado candado de mi tobillo hasta que lo rompió. —¿El
suyo también?
Guardó un sorprendente silencio, pero su mirada era condenato-
ria, sin duda calculando cómo me pagaría. —Sí —respondí—. La su-
ya también.
Me froté el tobillo donde el grillete me había raspado y cortado la
piel. Kazi hizo lo mismo mientras me miraba con recelo. Por n nos
separamos.
Foley llegó con el caballo fresco para Kazi y para mí, y Aleski, nu-
estro mensajero de correos llegó justo detrás de él. Aleski montaba
delgado, y su potro fásico podía llegar más rápido. Mientras ajustaba
los estribos de mi propio caballo, le di instrucciones. —Cabalga ade-
lante. Túnel de Greyson. Es importante que nos vean venir desde la
Guardia de Tor, no desde la ciudad. Grita pidiendo ropa. Lo que sea.
Tráiganlas hacia nosotros. Nos cambiaremos sobre la marcha. No
podemos aparecer con esto. Ropa para ella también. Revisa el cuarto
de Jalaine. Entonces, ve allí y ponte en el puesto. ¡Y zapatos! —llamé
mientras se iba.
No tenía más remedio que llevarla. Hablaría con ella mientras ca-
balgábamos. Convencerla de que tenía que hacer lo que yo dijera.
Tratar de hacerle entender lo que estaba en juego. Los lobos ya esta-
ban avanzando en la Boca del In erno. La Guardia de Tor sería la si-
guiente.
CAPÍTULO 18
KAZI
Tengo algo para que robes, Kazimyrah. Lo haría yo misma, pero como
puedes ver, no puedo viajar. Y la verdad es que, independientemente de mi
pasión por esta misión, eres la ladrona más destacada de Venda. Pero el pre-
mio que quiero no es un cuadrado de queso o un hueso de sopa. Es fuerte y
grande. ¿Qué es lo más grande que has robado?
Tenía la sensación de que ella ya lo sabía, se hablaba de eso en su-
surros en las calles. ¿Ten realmente robó eso? No, imposible. ¿Por qué lo
haría ella? Pero el anonimato fue fundamental en lo que hice, si qu-
ería seguir haciéndolo. La reina no cuestionó el si o el qué, quería es-
cuchar el cómo. ¿Podría hacerlo de nuevo? Pensé en mi adquisición
grande, ruidosa y muy peligrosa. Me había costado más paciencia de
la que pensaba que poseía, más de un mes de muchas comidas omi-
tidas, ahorro y escondite, y favores obtenidos robando muchas otras
cosas mucho más pequeñas. No había duda de que lo había visto co-
mo un desafío. Pero había más que eso.
El tigre había atraído a una gran multitud cuando el conductor de
Previzi entró en la jehendra. Nadie había visto uno antes ni siquiera
sabía qué era, pero era obvio que tenía que ser una de las criaturas
mágicas de la leyenda, y cuando de repente se lanzó y rugió, el soni-
do atronador vibró a través de mis dientes. Vi a tres hombres retro-
ceder, mojándose. También vi el grueso collar de hierro y la cadena
que impedían que el tigre saltara desde la parte trasera del carro y, al
inspeccionarlo más de cerca, noté que su glorioso pelaje rayado col-
gaba como un abrigo suelto sobre sus costillas. El conductor de Pre-
vizi, sorprendentemente no le tenía miedo a la bestia. Gritó una or-
den, luego se rio y rascó al animal detrás de la oreja cuando se acos-
tó.
El carnicero había dado un paso adelante, ansioso por un animal
que fuera bueno para los huesos de sopa como mucho. Lo miré mi-
entras se ponía la barba, la piel se arrugaba alrededor de sus ojos,
sus labios brillaban mientras los lamía una y otra vez. Y luego le pre-
guntó al conductor de Previzi si podía hacer que la bestia volviera a
bramar. El rugido. El miedo que provocó, los enormes colmillos blan-
cos. Eso era lo que deseaba el carnicero, y no fue ninguna sorpresa. Y
fue entonces cuando supe que robaría el tigre.
¿Por qué Kazi? ¿Por qué robar algo para lo que no tenías uso?
Solo había una razón por la que podía compartir con ella.
Quería dejarlo ir. Sabía que eventualmente el animal moriría, y el
carnicero lo vería suceder, lentamente, porque se habrían necesitado
todas las preciadas carnes del carnicero exhibidas en su tienda para
alimentar adecuadamente a una bestia así y nunca sacri caría su
sustento por un animal. ni le importaría día a día mientras observaba
cómo las costillas del tigre sobresalían, sus mejillas se hundían y su
carne se hundía. Ya veía eso todos los días entre sus patrocinadores
humanos, y su sufrimiento no lo convenció. Además, también se be-
ne ciaría de la muerte del tigre, vendiendo su carne dura como má-
gica, sacando sus enormes dientes de sus mandíbulas para comerciar
con otros comerciantes, vendiendo parches de su piel rayada a los
chievdars y sus garras con garras a gobernadores que amaban lo exó-
tico. Trofeos de la tierra más allá del Gran Río. Cuando el último ru-
gido del tigre se hubiera ido, la muerte sería una ventaja, trayendo
más recompensas al carnicero. Pagó una suma considerable al con-
ductor de Previzi, pero sabía que triplicaría su inversión en unos po-
cos meses y, mientras tanto, obtendría su máximo placer del miedo
que sembraría, y tendría otra forma de perseguir a los animales. in-
deseables de su puesto.
Ya había experimentado el miedo que le gustaba propagar cuatro
años antes. Mi madre se había ido solo unos días. Estaba perdida sin
ella, y mis ojos picaban de hambre. Me había topado con su tienda,
sus corderos desollados colgando de ganchos, una ráfaga de moscas
zumbando y saboreando su carne rosada resbaladiza, sus palomas
enjauladas picoteando las cabezas calvas de los demás, sus misteri-
osas carnes nacaradas mostrando los arcoíris de la edad, y me había
detenido para mirar, preguntándome cómo podría hacer míos esos
tesoros, cuando sentí un fuerte chasquido en mi rostro. Ni siquiera
había tenido tiempo de estirar la mano para tocar mi mejilla sang-
rante, cuando me cortó las pantorrillas. Y luego lo vi reír, viendo mi
confusión. Levantó la vara de sauce y la volvió a romper, las ágiles
ramas verdes me cortaron la frente. Corrí, pero me gritó, advirtién-
dome que me mantuviera alejada.
Pero el premio era algo que fácilmente podría haberlo matado. ¿Valió la
pena arriesgar tu vida?
Entonces me había mirado pensativamente. Sabía que la reina te-
nía el don, pero no creía que pudiera leer la mente. Aun así, vio la
respuesta en la mía. Si, valió la pena. Cada comida perdida valió la
pena. La agotadora nueva profundidad de la paciencia que tuve que
aprender valió la pena. Cada favor humillado que tenía que pagar
valía la pena.
Pero había más que no podía decirle. Una razón que se enganchó
en mi corazón con tanta fuerza como una garra. Fueron los ojos del
tigre. Su belleza. Su brillo. Su resplandor ámbar que me había envu-
elto con tanta fuerza con la memoria que no podía respirar. Vi el de-
sesperado quebrantamiento en ellos que estaba enmascarado detrás
de un rugido desa ante. Shhh, Kazi. No te muevas.
En el destello de ese momento, ya me vi a mí misma guiándolo a
través de un desvencijado puente de cadenas, liberándolo en un bos-
que donde rugiría, feroz, fuerte e ininterrumpido. Al menos esa era
mi esperanza para él, ser restaurado y libre.
El animal que robes para mí será aún más peligroso, Kazimyrah. Debes
ser tan cuidadosa y astuta, sobre todo, debes usar cada gramo de paciencia
que poseas. No debes ser imprudente con tu propia vida ni con los que están
contigo. Esta bestia se volverá y te matará.
Astucia. Cuidado.
Paciente.
Siempre había sido paciente. Incluso el simple robo de un nabo o
un hueso de cordero requería esperar la oportunidad de cooperar.
Puede que tarde una hora o más. Y cuando la oportunidad no se pre-
sentó, más paciencia para crear oportunidades, o aprender a hacer
malabarismos para distraer a un comerciante, o decirle un acertijo
enigmático para hacer que sus mentes se tambaleen en diferentes di-
recciones, abandonando la guardia. Solo el robo del botón de latón
había requerido una semana de plani cación y paciencia. El robo del
tigre, más de un mes, poniendo a prueba mis límites, siempre inse-
gura de si el tigre sobreviviese el tiempo su ciente para que yo sigui-
era adelante con mi plan, queriendo apresurarme, pero luego repri-
miéndome, mi paciencia mordió y carcomió, como un hueso preocu-
pado. Pensé que nada podría ser más difícil.
Pero este robo de un traidor tuvo complicaciones que no había
previsto, a saber, Jase Ballenger. Y ahora algo más había salido mal,
algo peor que una complicación. Podía escucharlo en los pasos deli-
berados de Mason y el largo silencio entre nosotros. Podía saborear-
lo en el aire, el presentimiento de la sangre y la ira. En Venda, cuan-
do sentía que las cosas iban mal, podía retroceder, alejarme en silen-
cio y desaparecer entre la multitud. Pase a una marca diferente. Aquí
no podría hacer eso.
Paciencia, Kazi. Paciencia. Siempre hay más de qué sacar.
Fue una mentira que me dije a mí misma.
Hasta ahora lo creía y eso era todo lo que importaba.
Observé la sangre en la manga de Mason. ¿Qué asunto los había
tomado a todos por asalto? ¿Encontraron a Wren y Synové? ¿Y si la
sangre fuera…?
—¿Por qué no vino Jase a buscarme? —le pregunté.
Mason sonrió. —¿Realmente soy tan mala escolta? No creas los
rumores.
—Siempre creo en los rumores.
—Relájate. No hay nada de qué preocuparse.
Cuando alguien decía eso, era precisamente el momento de pre-
ocuparse. —Solo me preguntaba…
—Jase tuvo que ir a limpiarse.
¿Limpiar? Estaba impecablemente limpio hace solo unas horas.
—Debía haber sido un asunto muy complicado del que se estaba
ocupando.
—Era.
Sabía que no iba a sacar nada más de él. Mason estaba unido al
círculo íntimo, la familia, una de las muchas piedras angulares r-
memente encajadas y comprometidas, y nada podía hacer que sus la-
bios se deslizaran libres para alguien fuera de ese círculo. Compren-
dí y admiré eso porque una piedra suelta podía hacer que todo un
puente colapsara, pero desafortunadamente, su lealtad no hizo nada
para ayudarme.
Llegamos al nal de un largo pasillo. Tiago y Drake estaban a
ambos lados de las puertas.
—Están dentro —dijo Drake—. Esperando.
¿Quienes? Un sabor salado se hinchó en mi lengua. Paciencia, Ka-
zi. El tigre aún no es tuyo. Y sabía que la paciencia era la línea diviso-
ria entre el éxito y el fracaso.
Mason abrió la puerta y entramos.
—Hola, Kazi.
Caminaba por el malecón frente al boticario cuando la intercepté.
—¿A dónde te apresuraste?
Sus pasos vacilaron, luego se detuvieron. —¿Yo? —respondió ella
inocentemente—. No corrí a ningún lado. Solo estaba contemplando
las vistas. Supongo que debí haberme perdido.
—¿Conocer amigos?
Se giró y vio a sus cohortes al nal de la caminata. Mason sostuvo
por el brazo a la que tenía largas trenzas rojas. Samuel y Aram esta-
ban a ambos lados del otro. El resto de nuestro equipo estaba detrás
de ellos, incluido Garvin, que había hecho bien su trabajo. No habría
más escapatorias. Sus compañeras soldados habían estado aquí todo
el tiempo y estaba seguro de que Kazi lo sabía.
Ella me miró, sus ojos se redujeron a rendijas. Su lengua se desli-
zó lentamente sobre sus dientes y luego caminó hacia mí. —Mira,
Jase —dijo, palmeando la pared—. El lugar de nuestro primer encu-
entro. Apuesto a que esto no es un accidente, ¿verdad?
Miré el cartel de boticario sobre nuestras cabezas, sorprendido. —
En realidad, lo es.
Se acercó y sus manos se deslizaron hacia arriba alrededor de mi
cuello, su rostro acercándose, sus labios a centímetros de los míos.
Fue un momento inusual para un abrazo. No me lo esperaba, pero
tampoco me opuse. Mis brazos se deslizaron alrededor de su cintura
y la acerqué más.
Su mejilla tocó la mía. —Piensa de nuevo —susurró en mi oído—.
Esto no es un accidente. Yo te llevé hasta aquí. Este es un gran mo-
mento que te estoy ofreciendo, si haces lo correcto. Imagínate, la bo-
cona Rahtan cautivada por su encanto y liderazgo mientras todos
miran, jugando con su cabello, riendo, sonriendo, tal vez incluso be-
sándolo. Qué manera tan perfecta de borrar la impactante imagen de
mí golpeándote contra esta misma pared y poniéndote un cuchillo
en la garganta. Todos tendrían una nueva imagen para recordar y
susurrar. Cimentaría su a rmación de que yo y la reina estamos de
su lado.
Ella sonrió, sus dedos jugando con mi cabello como acababa de
describir, jugando con un mechón sobre mi ojo. —Suéltalas —ordenó
en voz baja—. Ahora.
Sin duda, todos los que estaban mirando estaban imaginando
una conversación muy diferente detrás de nuestros susurros. —Man-
tén tu palabra y nuestro acuerdo —dijo—, y reconoce a Wren y
Synové como invitadas de los Ballengers, libres de entrar y salir cu-
ando quieran. De hecho, pre eren quedarse aquí en la ciudad. Estoy
segura de que puedes ponerlas en una de tus posadas. Gratis. No se
hicieron preguntas. Y conservan sus armas.
—¿Y si no lo hago?
—La alternativa es que te golpee contra esta pared de nuevo y ha-
ga permanente la imagen del Patrei de rodillas —ella se encogió de
hombros—. Imagino que eso solo aumentaría tus problemas. Incluso
podría estar escrito en tus libros de historia. La caída de los Ballen-
gers.
—¿Entonces este es otro de tus esquemas de chantaje?
—Una propuesta comercial.
Me reí y apreté mi agarre en su espalda, apretándola contra mí.
—¿Tú? ¿Derribarme de nuevo? Las cosas han cambiado un poco des-
de la última vez.
—¿Eso crees? Ni siquiera conoces la mitad de mis trucos todavía.
¿De verdad quieres arriesgarte? Todo el mundo está mirando. Creo
que incluso vi a Paxton al otro lado del camino.
—¿Por qué estás haciendo esto?
—Te estoy ayudando, Jase. Te estoy dando la oportunidad de ha-
cer lo correcto. Mis amigas no son tu problema. Déjalas ir.
—No necesito un forastero, mucho menos un Vendan que me di-
ga lo que debo hacer.
—Quizá sí. Me prometiste que nunca les harías daño. Retenerlas
contra su voluntad cuando no han hecho nada es un daño. ¿Tu pa-
labra no signi ca nada?
Ninguno de los dos sonreía ahora.
—Esta noche se planea una gran cena en los jardines para famili-
ares y amigos. Sería mejor si tus amigas vinieran tranquilamente con
nosotros. Como nuestras nuevas huéspedes, su ausencia sería sos-
pechosa e insultante.
Ella puso los ojos en blanco. —¿Hay algo que los Ballengers no
encuentren insultante?
—Mucho. Es solo que ustedes, los Vendans, son tan hábiles para
lanzar insultos.
—Multa. Vendrán a tu pequeña esta, pero son libres de irse cu-
ando termine.
Su mirada era rme, implacable.
Rahtan como invitados y en posesión de sus armas, que incluían
carcaj de echas, cuando todavía no sabíamos quién había iniciado
los incendios.
La mirada de Kazi sostenía, sin parpadear como una estatua, su
lealtad hacia ellas era feroz. Finalmente aparté la mirada y llamé a
Samuel. —Muestra a nuestras huéspedes el Ballenger Inn. Asegúrate
de que tengan las mejores habitaciones y todo lo que necesitan.
Su dedo empujó suavemente mi mandíbula, volviendo mi atenci-
ón hacia ella. —Una última cosa, Patrei. No más guardias. Llámalos a
ambos. Soy tu invitada de honor con quien tienes un acuerdo. O no
lo soy.
¿Cómo lo supo? El señuelo, entendí, pero Garvin era casi invisib-
le.
—No más guardias —estuve de acuerdo, y acerqué mi boca a la
de ella antes de que pudiera decir una cosa más. Terminé con las
condiciones.
Pensé que el beso sería incómodo, tenso, pero ella se relajó en mis
brazos, creando el espectáculo que prometió. La presioné contra la
pared, la imagen que ardería en la memoria de todos y borraría la úl-
tima, pero esa fue la última del espectáculo, al menos para mí. Sentí
su lengua en la mía, el calor de sus labios, respiré el aroma de su piel
y cabello, y estábamos en el desierto de nuevo, y nada más importa-
ba.
¿Era posible vivir dos vidas una al lado de la otra? ¿Servir a dos
metas que estaban destinadas a chocar? ¿Tejer mentiras con una ma-
no y desenredarlas con la otra?
Era su amabilidad lo que me había seducido, y ahora todo lo de-
más en él me cautivaba. Estaba bailando con fuego y esperaba no qu-
emarme.
Regresamos a la esta, con las manos entrelazadas, la música más
brillante, la comida más suntuosa, los deseos invisibles en los bolsil-
los. Sé honesta sobre esta única cosa. Y lo era.
A pesar de que las mesas estaban puestas, la cena era un asunto
suelto en curso, carnes traídas de fosos humeantes y más comida ser-
vida en largas mesas a medida que avanzaba la noche. Jase me pre-
sentó a casi todos los presentes, y más de un invitado mencionó su
gratitud por el hecho de que la reina viniera de visita y de gira. La
historia ya había evolucionado.
Cuando nalmente tuvimos un momento a solas, Jase se abalan-
zó hacia un lado y sus labios se encontraron con los míos, fácilmente,
y un cálido rubor se extendió por mi pecho.
—¿Ves con quién está bailando tu amiga? —preguntó.
Miré por encima de su hombro. Era Mason y no parecía muy feliz
con la situación. No era un baile que requiriera mucho toque, un
simple baile country que era común en muchas regiones. Pero Syno-
vé estaba dando muchos pasos en falso, y la versión de Ballenger te-
nía un salto adicional o dos. Synové golpeó juguetonamente las cos-
tillas de Mason mientras giraban. Le ofreció una cortés sonrisa forza-
da a cambio, actuando como el cordial an trión, probablemente por
orden de Jase. Estaba radiante, sus mejillas brillaban de calor, sus
largos cabellos brillaban a la luz de la linterna como mermelada do-
rada, balanceándose al ritmo de las citaras4 y autas. Deseaba poder
ser ella a veces, saltando a cada momento por completo, su alegría
cubriendo la oscuridad que aún acechaba profundamente dentro de
ella.
También vi a Wren.
—Me preocuparía más por Aram y Samuel —contesté. Los vi más
lejos a ambos lados de Wren, uno de ellos tratando de maniobrar al-
rededor de su ziethe cada vez que se volvía.
—¿No están a salvo con ella? —preguntó Jase.
—Por supuesto que no, pero probablemente piensen que eso es la
mitad de la diversión.
Jase sonrió y asintió con la cabeza.
—¿Qué pasa con nosotros? —preguntó—. ¿Deberíamos unirnos a
ellos? Aún no hemos bailado.
Ya había desviado su pregunta dos veces. Una tercera vez sería
obvia. No podía ngir que odiaba bailar. Todavía recordaba haber
enganchado mis manos alrededor de su cuello una noche en medio
de la llanura de Jessop, bailando con él bajo un cielo iluminado por
la luna, la hierba ondeando en nuestros tobillos, grillos acompañan-
do la melodía que tarareaba en mi oído. Le había dicho que no qu-
ería que terminara la noche.
Ahora parecía que esta noche nunca lo haría. Mi tobillo había em-
peorado cada vez más. Estaba rígido y caliente, estaba segura, hinc-
hado, pero no me atrevía a mirarlo debajo de mi vestido. La medici-
na había desaparecido y el dolor estaba dando vueltas alrededor de
mi pierna como un hierro con púas, cada movimiento mordía mi car-
ne. Incluso mi muslo ardía ahora. Una na línea de sudor perlaba la
línea de mi cabello. Cuando Jase comentó sobre mi espalda húmeda,
respondí que la noche era cálida.
—Está bien —respondí—. Unámonos a ellos. —Tal vez un baile
corto sería soportable y el tema sería abandonado. Sin saltos, solo ba-
lanceo.
Solo habíamos dado unos pasos hacia la plaza brillantemente ilu-
minada colgada de linternas cuando Jase se detuvo.
—¿Qué pasa?
—¿Qué quieres decir? —pregunté.
—Estás cojeando.
Lo miré y me quité algunos mechones de cabello húmedo de la
frente. Forcé una sonrisa.
—Son solo estas zapatillas. No me quedan bien…
—Entonces quítatelas. Déjame ayudarte… —Empezó a inclinarse.
—¡No! —dije, demasiado alto. El sudor corría por mi espalda y el
dolor apretaba mi cráneo ahora, y se me ocurrió que tal vez los per-
ros estaban enfermos. Y si…
—Kazi —La mirada de Jase estaba sobria. Él sabía.
Pivotea, Kazi. Él ve tus mentiras.
Mi pie cedió debajo de mí y tropecé hacia adelante, pero Jase me
agarró del brazo antes de que golpeara el suelo. Murmuró en voz ba-
ja mientras me levantaba, luego vio el vendaje.
Lo miré con horror. Estaba ensangrentado.
Las heridas se ltraban.
—¿Qué demonios—?
—Jase, por favor…
Mi rostro brilló con un calor repugnante, y Jase llamó a Tiago y
Drake. Me llevó por un camino oscuro, lejos de los invitados, y le or-
denó a Drake que encontrara a la sanadora y a Oleez. Las puertas se
abrieron de golpe contra las paredes y un largo pasillo se balanceaba
y serpenteaba a mi alrededor. Jase me acostó en un sofá, luego buscó
una almohada para apoyarlo detrás de mi cabeza.
—¿Qué pasó? —demandó. Ya me estaba desenrollando el tobillo.
Deliberé arriesgarme con la verdad, al menos alguna versión de
ella. Un escalofrío se apoderó de mí de repente y luego un violento
calambre en el estómago me dobló. Enfermos. Los perros tenían que
estar enfermos.
Vairlyn, Jalaine y otras dos mujeres se apresuraron a pisarle los
talones a Drake, y la habitación se convirtió en un caos de preguntas.
—Fueron los perros —respondí—. Tenía miedo de decírtelo. Lo
siento.
—¿Qué perros?
—¡Baja la voz, Jase! —ordenó Vairlyn.
—En los túneles —dije—. Yo...
—¿Qué hacías en los túneles?
Jalaine empujó a Jase por el hombro.
—¡Madre dijo que dejaras de gritar!
—Esto es mi culpa —dijo Vairlyn—. Le prometí que le mostraría
la bóveda esta tarde.
—Es culpa de Jase —espetó Jalaine—. Le dije que quería un recor-
rido.
—¡Fuera, Jalaine! —gritó Jase—. Tenemos su ciente aquí sin ti.
—Yo no voy...
—Muévanse a un lado. Denme un poco de espacio. —Una mujer
alta y delgada se abrió paso a codazos y tiró mi vestido más alto, mi-
rando mi pierna—. Sí, de nitivamente ha sido mordida por los ashti.
Mire las arañas subiendo por su muslo. Un sirviente está trayendo
mi bolso.
La atención de Jase saltó de la sanadora a mí.
—Los ashti están mucho más allá de la entrada de la bóveda.
¿Qué te hizo ir tan lejos?
—Me acorralaron. Yo...
—¡No hay letreros que digan bóveda, Jase! —Jalaine interrumpió
—. ¿Cómo lo sabría?
Otro espasmo se apoderó de mi abdomen y Jase estaba gritando
de nuevo, esta vez a la sanadora, al parecer. Al menos creo que lo es-
taba. No estaba segura. Sus labios se movieron fuera de sincronía
con el sonido que estaba escuchando, haciendo eco en largas cintas
distorsionadas.
Me retorcí de dolor, mis dedos se clavaron en mi estómago. Y lu-
ego vi a la Muerte apretujarse en la habitación llena de gente, sonri-
endo, esperando en la esquina, con su dedo huesudo apuntándome.
Tú eres la siguiente.
—No —grité—. ¡Aún no! ¡Hoy no!
El espasmo nalmente pasó y vi una mano deslizar el aire, golpe-
ando un lado de la cabeza de Jase. Su madre.
—¡La escuchaste! ¡Muévete a un lado! Dale espacio a la sanadora
para trabajar.
La sanadora acercó un vaso a mis labios, animándome a beber un
líquido azul amargo. Me atraganté mientras lo tragaba.
—Esto ayudará. Ahí, ahora, tranquila. Otro sorbo. Así es.
Usó más polvo azul para hacer una pasta y la aplicó a las heridas
de mi pierna. La escuché gemir.
—Esta tendrá que ser cosido. Eh, aquí hay otra. ¿Qué estabas pen-
sando, niña? Toma, toma un sorbo de esto ahora. Te disgustará mi-
entras coso esto. El antídoto debería entrar en vigor pronto. Estarás
bien por la mañana.
—¿Antídoto?
—Los perros que te mordieron son venenosos —dijo Jase—. Sin el
antídoto, estarías muerta al nal de la semana. Es una muerte larga y
agonizante.
¿Perros venenosos?
El pensamiento se perdió en una nube de otros pensamientos,
mis párpados se volvieron pesados. Lo último que vi fue un tenue
destello de acero y un hilo que le atravesaba el ojo.
El nuevo sitio estaba a quince millas al sur, pero con tantos car-
ros, suministros y caballos, tomó toda la tarde llegar allí. En el largo
viaje, Jase y yo viajamos juntos a la cabeza de la caravana. Estaba
mayormente callado, todavía enfrascado en algo.
—¿Entonces entiendes algo de Vendan después de todo? —pre-
gunté.
Sacudió la cabeza y sonrió.
—No, pero algunas palabras no necesitan interpretación. Todo
está en la entrega.
—Bueno, fuiste asombrosamente preciso. Supongo que tampoco
es difícil interpretar un palo en la rodilla. ¿Cómo va?
—Tengo un nudo decente. Tengo suerte de que el pequeño demo-
nio no me rompiera la rótula.
—Supongo que él es el afortunado de librarse de cavar postes de
cerca.
—Será bueno para él. Primero alimentaremos a todos. No pueden
cavar con el estómago vacío —extendió la mano detrás de él y co-
menzó a hurgar en su mochila—. Casi lo olvido. Quería darte esto
antes. —Me entregó una pequeña canasta con tapa—. Adelante. Áb-
rela.
Quité la tapa y miré boquiabierta el pequeño cuadrado.
—¿Es esto lo que creo…? —Acerqué mi nariz para tomar una bo-
canada profunda.
—Pastel de salvia —con rmó Jase.
—¡Lo recordaste! —Rompí una esquina y me la metí en la boca.
Gemí de placer. Fue tan celestial como lo recordaba. Lamí las migas
de mis dedos—. Mira —le dije, inclinándome y metiendo un trozo en
su boca. Él asintió con la cabeza, tragando saliva, pero claramente no
lo amaba tanto como yo—. ¿Cómo? —pregunté. ¿Dolise…?
—No. Contraté a una cocinera nueva. Puedes agradecerle tú mis-
ma cuando volvamos a Tor’s Watch.
Mije resopló. Las trenzas que Jalaine había tejido en su melena fu-
eron cepilladas, y creo que tanto él como yo lo preferíamos así. Era
una bestia magní ca, musculoso pero equilibrado, con un pelaje
negro reluciente. Los Vendans sabían algo sobre reproducción. Kazi
terminó de cepillarlo y luego deslizó la manta de la silla por la cruz.
Agarré su silla.
—Puedo hacer eso —dijo Kazi, alcanzándolo. Ella estaba al borde.
Tal vez porque íbamos a regresar a Tor’s Watch, las palabras no dic-
has entre nosotros hervían más cerca de la super cie.
Lo mantuve rme.
—Por favor, déjame ayudarte, Kazi. Además, creo que le agrado.
Ella puso los ojos en blanco.
—Es porque le das golosinas. No creas que no veo.
Me encogí de hombros y le subí la silla.
—Sólo unos pocos guisantes.
Y chirivías.
El traidor Mije me dio un codazo en el brazo, exponiéndome.
—¿Ves? Lo has echado a perder. —Ella le palmeó el costado—. Y
se está poniendo gordo por la mitad.
No lo estaba, y sabía que a ella realmente no le importaba. Ella se
agachó y le apretó la cincha.
—Nos pondremos al día pronto —dijo.
—Nuestros caballos no se moverán rápido —dije, frotando el cu-
ello de Mije—. Tómate tu tiempo.
Ella vio dónde me había cortado el pulgar esta mañana.
—¿Qué pasó?
El corte era un asunto entre los dioses y yo. Los votos de sangre
no solo se hacían en los templos, sino a veces en los prados.
—Nada —respondí—. Solo un rasguño. —Me volví hacia el carro
que estaba conduciendo, comprobando dos veces el enganche y lu-
ego la tachuela de mis caballos.
Mason, Samuel y yo estábamos conduciendo equipos de caballos
de regreso a la arena. Tiago iría con nosotros. Los largos carros de
madera que habían traído suministros estaban especialmente equ-
ipados para cargas pesadas, y pronto serían necesarios en los campa-
mentos madereros. Ahora estaban vacíos excepto por algunas rocas
cargadas en la parte trasera para evitar que rebotaran. Los conducto-
res que los habían traído se quedarían y ayudarían con el trabajo.
Solo tenía la intención de quedarme una noche. Tenía mucho tra-
bajo del que ocuparme en casa, pero las carretas venían cada mañana
con más suministros, y con informes de que todo estaba bien en casa
y en la arena. Gunner tenía todo bajo control. Con el impulso aquí,
parecía importante mantener el progreso en marcha. Los corrales de
animales estaban listos y habíamos levantado el granero en un día.
Pero ahora, durante los próximos días, la mayor parte del trabajo se
dejaba a los canteros, tapiando el sótano, terminando los hornos y
colocando las piedras para los cimientos antes de que se levantaran
las paredes de las casas. Quizás había otras razones por las que qu-
ería quedarme también. Las cosas eran diferentes entre Kazi y yo
aquí. De alguna manera, no quería volver nunca.
Kazi terminó de abrocharse la alforja y se volvió hacia mí.
—Me he preguntado, ¿qué hará el rey si se entera de que los mo-
viste?
—Nunca lo sabrá, y si lo hace, no le importará. Este mundo aquí
arriba no signi ca nada para él. Un pedazo de tierra es igual que el
siguiente en lo que a él respecta.
—¿Estás seguro, Jase? ¿Qué pasaría si eligiera deliberadamente el
otro sitio para agravarte, un sitio que estuviera a la vista de tu monu-
mento?
—Él no tendría ni idea de eso. Es solo un montón de piedras para
él y el resto del mundo, sin mencionar que nunca ha estado allí. Dejó
que los exploradores encontraran un sitio adecuado.
—¿Qué pasa con el dinero de los impuestos que te quedas? ¿Pod-
ría estar enojado por eso?
—Solo nos quedamos la mitad. ¿Quién crees que paga a los ma-
gistrados, las patrullas, los maestros? ¿Repara las cisternas y pasare-
las? Se necesita mucho para mantener una ciudad en funcionamien-
to. Nunca se puso una sola moneda de sus impuestos en esta ciudad
hasta que comenzamos a reprimirnos. Los Ballengers cometieron un
gran error cuando lo vendimos por una ronda de bebidas. No signi-
ca que todos en Hell’s Mouth tengan que pagar el precio. El uno
por ciento que nos queda no empieza a cubrir los gastos. Él lo sabe.
Cubrimos el resto. Está consiguiendo un trato, e incluso él no es tan
estúpido como para alejarse de él.
Ella asintió con la cabeza, como si aún no estuviera convencida,
luego su atención se centró en los niños que jugaban debajo del rob-
le. Habíamos ensartado una cuerda nueva porque la vieja estaba ra-
ída.
—Caemus dice que vas a enviar a un maestro. No pueden pagar
eso, Jase. Apenas…
—Ordenaste reparaciones con intereses. Este es el interés. El pro-
fesor estará en la cuenta Ballenger. Quizás de esa manera Kerry
tendrá otras cosas que le interesarán además de golpearme las rótu-
las la próxima vez que venga.
—¿La próxima vez?
—Cuando volvamos a salir para ver el trabajo terminado. Podría
ser tan pronto como otra semana. Se está moviendo rápido.
—¿Así que has decidido no alargarlo después de todo?
—No voy a jugar contigo, Kazi. Sabes cómo me siento. Tú sabes
lo que quiero. Pero a veces no obtenemos lo que queremos.
—¿Qué nos pasará cuando regresemos?
—Supongo que una vez que el asentamiento esté terminado y la
reina se vaya, eso dependerá de ti.
—Canción de Venda
CAPÍTULO 34
KAZI
Había doce en total. Kazi y Wren habían matado a dos cada una,
Synové, tres. Mason, Samuel, Tiago y yo habíamos matado a los cin-
co restantes. Todos estábamos salpicados de sangre y teníamos mel-
las, cortes, raspaduras y magulladuras, pero Samuel era el único que
había recibido una herida grave, un corte profundo en la palma de la
mano. Requeriría puntadas cuando llegáramos a casa. Wren lo esta-
ba cuidando y se había apoderado de la camisa de Samuel para que
la vendara. Un cuchillo arrojado por uno de los atacantes había roza-
do el cuero cabelludo de Synové y, aunque no parecía ser un corte
grave, sangraba profusamente y había que envolver su cabeza. Kazi
rasgó la camisa de Samuel en tiras. Mi propia camisa tenía una pequ-
eña mancha de sangre sobre mi corazón donde el cuchillo del asal-
tante me había pinchado. Pensé en la advertencia del vidente: Cuida
tu corazón, Patrei. Veo un cuchillo otando, listo para cortarlo.
Casi lo hizo.
Mientras Mason y yo cargamos los cuerpos en la parte trasera de
uno de los vagones, nos miramos el uno al otro, todavía asombrados.
Nunca habíamos visto nada parecido. Los asaltantes tenían números
y la sorpresa de su lado. Teníamos a Rahtan cuidando nuestras es-
paldas.
—Estaría muerto si no fuera por ellas —dijo Mason.
—Todos nosotros podríamos serlo. Apuesto a que te alegra ha-
berle devuelto las armas a Synové. Tienes razón; ella podría dispa-
rarle a la sombra de una mosca.
Él la miró. Llevaba un trapo en la cabeza.
—Pero ella necesita aprender a agacharse.
Me dijo que Kazi había matado a uno de los hombres que estaba
a punto de partirle el cráneo en dos con un hacha.
—Lo que le falta en estatura, lo compensa en velocidad. Ella es rá-
pida.
Había sido el receptor de eso el primer día que la conocí.
Todas ellas habían volado hacia ese valle sin pensar en ellas mis-
mas, impulsadas como demonios furiosos. Sabía que los Rahtan eran
soldados bien entrenados y disciplinados, pero hasta que vi las secu-
elas de todos los cuerpos, no me di cuenta de lo hábiles que eran.
¿A cuántos has matado?
Dos. Intento evitarlo si puedo.
Ahora ella había matado a cuatro. Hoy no había forma de evitar
la muerte. Este no fue un grupo improvisado de bandidos que nos
atacaron. Habían sido un equipo con una misión. Ya habíamos reuni-
do sus caballos y revisado sus maletas en busca de alguna pista sob-
re quiénes eran. Estaban sospechosamente limpios. Incluso sus man-
tas de silla de montar no daban indicios de dónde eran.
Kazi se acercó, los moretones en su cuello comenzaban a oscure-
cerse. El último atacante la había estrangulado antes de que ella lo
apuñalara. Agarró un odre de agua para llevárselo a Samuel, a quien
Wren todavía estaba limpiando.
—Deberías enjuagarte los ojos de nuevo —dijo—. Todavía están
rojos.
—Lo haré. Después de esto.
Hizo una pausa y miró los cuerpos que estábamos apilando.
—¿Por qué atacarían los carros vacíos? No había nada que robar.
—Los grandes vagones vacíos son a veces el mayor premio —res-
pondió Mason—. Se dirigen al mercado para comprar productos, y
eso signi ca que llevan carteras gordas.
Cuando regresó al lugar donde Wren vendó la herida de Samuel,
Tiago dijo lo que todos estábamos pensando.
—O fue otro ataque organizado para desacreditar a los Ballen-
gers.
Posiblemente.
Nos propusimos mirar cada cara mientras cargábamos cuerpos
para ver si reconocíamos alguna mano de la sociedad. ¿Se trataba de
una incursión fortuita de bandidos o un ataque para provocar mi-
edo, o había otro motivo? ¿Un ataque para matar especí camente al
Patrei y sus hermanos?
Cualquiera fuese el motivo, tuvimos que tomar los cuerpos y ti-
rarlos a un barranco. No queríamos que otros comerciantes que pu-
dieran pasar por aquí vieran el baño de sangre. Las noticias se espar-
cirían por la arena como la pólvora. Todos los comerciantes querían
obtener ganancias, pero al igual que el embajador de Candoran, va-
loraban más mantenerse con vida y no querían verse atrapados en
medio de una guerra de poder.
Mason negó con la cabeza.
—Algo en ellos es extraño —dijo—. Algo—
—Están afeitados y limpios —dije—. Su ropa no huele mal. Estos
no son hombres que han estado acechando en el camino durante
mucho tiempo esperando a que llegue la presa. Vinieron aquí con es-
te propósito. Sabían que estaríamos aquí.
¿Pero cómo? ¿Y quién los envió?
Movimos el carro hacia adelante para recoger el último cuerpo, el
que había empujado a Kazi. Estaba boca abajo. Mason y Tiago lo
agarraron y lo arrojaron al carro. Le di la vuelta y su cabeza se incli-
nó hacia un lado, con los ojos aún abiertos.
Los tres lo reconocimos.
Tiago siseó entre dientes.
—Hijo de puta —dijo Mason.
Era Fertig, el novio de Jalaine.
Hoy fue todo el in erno que mi padre había descrito. He ido dan-
do tumbos de un incendio a otro. Un asalto. Una traición. Kazi inmo-
vilizada bajo el cuerpo de un asaltante, empapada en un charco de
sangre. El recuerdo me golpeaba una y otra vez. Y todavía tenía más
asuntos que tratar.
Habrá momentos en los que no dormirás, Jase.
Tiempos en los que no comerás.
Momentos en los que tendrás cien decisiones que tomar y no tendrás ti-
empo para tomar una sola. Habrá veces que una elección te hará sentir como
si te arrancaran la carne de los huesos. Veces que te odiarán por las decisi-
ones que has tomado. Veces que te odiarás a ti mismo.
Te desgarrarás de mil maneras. Dudarás de tus decisiones y de en quién
confías, pero por encima de todo, debes recordar siempre que tienes una fa-
milia, una historia y una ciudad que proteger. Es tanto tu legado como tu
deber. Si el trabajo de Patrei fuera fácil, se le habría dado a otra persona.
Ahora comprendo la angustia de mi padre cuando yacía en su
lecho de muerte traspasándome sus obligaciones. Era tanto una car-
ga como un honor.
Irrumpí en Cave’s End, y Beaufort se levantó del diván para reci-
birme, con una copa llena en una mano y una botella en la otra.
—¿Qué demonios creías que estabas haciendo? —dije.
—Bueno, este no era el saludo que esperaba. Especialmente cuan-
do…
—Teníamos un acuerdo de que te mantendrías fuera de la vista.
Uno de los soldados de Rahtan que se aloja con nosotros te vio ent-
rar en Darkco age. Tuve que inventar una historia sobre que eras un
jardinero.
Beaufort se burló. —¿Por qué siguen aquí? ¡Me siento como un
animal enjaulado! Pensé que te había dicho que te deshicieras de el-
los.
Le miré. Miré a través de una puerta arqueada al resto de ellos
desparramados alrededor de la “jaula” como él la llamaba, abasteci-
da de vinos nos, tabacos, cantidades ridículas de aceitunas impor-
tadas de Gitos y huevas de pescado de Gastineux, ¿y ahora estaba
dando órdenes al Patrei? Ya me veía arrojando a todos ellos por las
puertas de la Guardia de Tor en plena noche, maldita sean las armas.
Se dio cuenta de su error. —Patrei, Patrei, me estoy olvidando de
mí mismo. Perdóname. Pasa. ¿Te sirvo una copa?
Explicó que con tantos de nosotros fuera y la Guardia de Tor tan
tranquila, había pensado que era seguro ir a Raehouse y hablar con
Priya sobre más suministros, pero entonces nuestra caravana entró
en el Túnel de Greyson, creando un revuelo de actividad. Esperó
hasta el anochecer, cuando las cosas se calmaron, para volver a Ca-
ve’s End.
¿Más suministros? —Acabamos de llenar un gran pedido para ti.
—Me temo que hay mucho desperdicio con la experimentación,
pero ahora con la fórmula y la artesanía perfeccionadas, estamos lis-
tos para entrar en producción.
No podía negar que estaba feliz de escuchar nalmente esta noti-
cia. Quienquiera que estuviera detrás de Fertig y su banda se arrast-
raría de vuelta a su agujero y no volvería a molestar a la Boca del In-
erno.
—¿Y la cura de la ebre?
Se encogió de hombros. —Cada vez más cerca.
La misma respuesta. Tres niños de Boca del In erno habían mu-
erto el invierno pasado de ebre. Tres niños de más. Beaufort me ha-
bía mostrado las pilas de notas de los eruditos y los extraños frascos
y platos con los que experimentaban, pero los cálculos no signi ca-
ban nada para mí.
—Encuéntralo —dije—. Antes de que llegue el invierno.
—Por supuesto —respondió Beaufort—. Estoy seguro de que lo
tendremos para entonces.
Dejó su copa en el suelo y gritó hacia la otra habitación. —¡Sarva!
¡Kardos! ¡Bahr! ¡Todos ustedes! Vengan aquí y ayúdenme a enseñar-
le al Patrei lo que ha comprado con su dinero. —Puso su brazo sobre
mi hombro, el resto de su sórdida tripulación nos siguió, incluyendo
a los eruditos, Torback y Phineas—. Por aquí —dijo—. Vamos a ver
el producto nal.
Nos pusimos al abrigo del casquete del cielo, la parte de la cueva
que se extendía sobre la casa y una buena parte de los terrenos, pero
los vientos eran feroces y nos seguía lloviendo a cántaros. Al menos
la tormenta y los truenos disimulaban el sonido.
—¿Así? —dije, sujetando el lanzador al hombro de la forma en
que Kardos me había mostrado. Él, Bahr y Sarva eran antiguos sol-
dados. Sarva había sido un herrero, y diseñó el lanzador basándose
en los diseños de los eruditos.
—Manténgalo ajustado —advirtió Bahr—. La montura absorberá
mucho, pero prepárese para el retroceso. Mira a tu objetivo como si
estuvieras disparando una echa. Manténgalo rme mientras tira de
la palanca hacia atrás.
Sonó un fuerte chasquido y un destello iluminó el extremo del
lanzador, clavándolo en mi hombro y haciéndome retroceder un pa-
so, pero el ruido no fue nada comparado con la explosión que se pro-
dujo cuando dio en el blanco a doscientos metros de distancia. Las
montañas circundantes reverberaron con la conmoción.
Hubo vítores por todas partes.
—¿Eso va a solucionar tus problemas? —preguntó Bahr.
—Sí —respondí—. Y algo más. —No podía esperar a ver la reac-
ción del embajador de Candor. Ya no se quejaría del desarrollo, y na-
die volvería a tocar las caravanas de arena.
—Puedes sacar cuatro tiros de cada carga —dijo Sarva—. Aunque
dudo que tengas algo a lo que disparar después del primero.
—¿Tienes todas las especi caciones escritas? —pregunté—. ¿Do-
cumentadas cuidadosamente?
—Por supuesto que sí —respondió Beaufort.
—¿Y el almacenamiento? —pregunté—. ¿Hay algún peligro ahí?
Estamos cerca de las casas de la familia.
—Ninguno —dijo Kardos—. Aunque yo no echaría las cargas en
el horno de la cocina. —Se rieron como si estuvieran instruyendo a
un niño en los fundamentos de la seguridad.
—No tienes que preocuparte por esos detalles ahora —dijo Sarva
—. Lo repasaremos todo cuando entreguemos tu primer envío.
Sonreí, como si el envío fuera la única palabra que necesitaba pro-
nunciar para enviarme por el camino. —¿En dos semanas?
Beaufort asintió. —Así es.
—Bien —dije. Giré el arma entre mis manos, examinándola de
nuevo—. Me llevaré ésta mientras tanto. —Me colgué la correa del
lanzador al hombro.
—Espera —ordenó Sarva—. No puedes llevarte eso. —Me tendió
la mano para que se la entregara.
Le miré jamente. Casi había esperado su respuesta, pero aun así
me sorprendió. —¿Por qué no, Sarva? Es mío, ¿recuerdas? Lo he pa-
gado yo. Llevo casi un año pagándolo. Y tienes todas las especi caci-
ones escritas para hacer más.
Él y Kardos intercambiaron miradas, sin saber qué hacer.
Beaufort se adelantó, sonriendo, con una risa forzada en la gar-
ganta, intentando rebajar la tensión. —Sí, claro que sí, pero…
—Entonces no hay ningún problema. Quiero empezar a entrenar
a algunos de mis hombres en los campamentos madereros para que
trabajen como escoltas de caravanas. Siempre necesitan el trabajo de
invierno. —Me acerqué y barrí los montones de cargas de la mesa en
una bolsa de lona—. Y también me llevaré esto.
Sarva se quedó con la boca abierta cuando me di la vuelta. Toda-
vía había mucho más que quería decir. Cuando me fui, Zane salió
del salón principal al vestíbulo, comiendo un muslo de pollo. Estaba
tan sorprendido de verme como yo de verlo a él. —¿Qué estás haci-
endo aquí? —Le pregunté—. Es tarde para una entrega.
Siseó un suspiro frustrado y negó con la cabeza. —Lo sé. He veni-
do por la parte de atrás para dejar la mercancía. —Puso los ojos en
blanco—. Más vino y aceitunas. La tormenta llegó y ahora estoy atas-
cado.
—¿Podemos alojarte en Riverbend si lo pre eres?
—No hay problema. Ya tengo mis cosas guardadas. Con suerte, la
tormenta pasará por la mañana.
Miró el lanzador en mi hombro. —¿Te lo llevas?
—Así es.
Se encogió de hombros. —¿Quieres que lo entregue en algún lu-
gar por ti? ¿Mientras yo esté aquí? Puedo… —Extendió la mano para
quitármelo.
—No —dije, alejándome—, yo tengo este.
Las torres dentadas que había visto desde lejos eran en realidad
largas rampas circulares que conducían a los pisos superiores y a los
apartamentos del nivel más alto. Los apartamentos de los Ballenger
eran sorprendentes: mucho más elegantes y lujosos que los de la Gu-
ardia de Tor. Aquí era donde se entretenían los embajadores, los
mercaderes ricos y, a veces, la realeza que comerciaba en la arena.
Aquí era donde se hacían los tratos. Las habitaciones eran profundas
y oscuras, sin ventanas en tres lados, excepto en las paredes que da-
ban a la arena, por lo que había relucientes lámparas de araña orna-
mentadas para iluminar el interior.
—¿A quién más entretienes aquí? —bromeé, asomándome a uno
de los elaborados dormitorios.
—Me encantaría entretenerte aquí —dijo Jase, acercándose sigilo-
samente por detrás de mí y apartando mi pelo hacia un lado. Me
mordisqueó la nuca mientras sus brazos rodeaban mi cintura.
—Patrei —llamó Gunner con impaciencia desde el vestíbulo.
Jase gruñó. —Tengo una reunión con Candora. Te encontraré en
una hora.
Me giré para mirarle. —¿Y cómo me vas a encontrar en este enor-
me laberinto?
—No eres la única con trucos en la manga.
Me besó y se fue, pero justo antes de llegar al vestíbulo se giró. —
También puedes conseguir naranjas en el suelo. He oído que si men-
cionas que conoces al Patrei conseguirás un buen precio; quizá inclu-
so una gratis.
—¿De verdad? —dije, bajando las cejas con incredulidad—. Y yo
he oído justo lo contrario: mencionar al Patrei podría meterme en un
buen lío.
Sonrió. —Eso también. Vive peligrosamente, arriésgate.
Me dejó sola en el apartamento, libre para explorar todo el esce-
nario, lo que no era señal de alguien que tuviera algo que ocultar.
Aun así, hice un barrido obligatorio por las habitaciones, sin encont-
rar nada sospechoso. Una preocupación se me quitó de encima y ot-
ra ocupó su lugar. Seguir adelante. Aparté el pensamiento y me fui a
terminar mi trabajo: buscar en cualquier rincón oculto de este mun-
do.
Me picaron los dedos en cuanto toqué el suelo de la arena. El ru-
ido, el bullicio, los vendedores ambulantes… era como si estuviera
de nuevo en la jehendra, buscando mi próxima comida. Me recordaba
a mí misma que ahora tenía el estómago lleno y monedas en el bol-
sillo, pero las bromas con los vendedores ambulantes no podían ha-
cer daño.
En el anillo exterior de la planta baja, vi algunos de los comerci-
antes y mercancías que Jase había mencionado: las alfombras oreci-
das de Cortenai, los linos de Cruvas, las mieles de Azentil. Y más.
Todo lo que se podía vender se vendía aquí: muebles, gemas, meta-
listería, trigo, cebada, especias, animales para la cría, madera, nos
papeles para escribir, minerales, intrincadas pesas y medidas, crista-
les… los mejores productos de una docena de reinos que convergían
en un irresistible guiso de sonidos, olores y sabores. Respiré los deli-
ciosos dedos de humo de bosque que otaban en el aire. El murmul-
lo de las voces, el estruendo de las mercancías y el lejano y delicado
trinar de una auta se entrelazaban en una seductora bienvenida. Al-
gunas mercancías andaban sueltas. Un grupo de cuidadores corrió
detrás de una llama sedosa que se les escapó. Corría entre los pues-
tos, siempre un paso por delante de los cuidadores. Admiré su técni-
ca.
Me mantuve alejada de la mayoría de las tiendas, examinándolas
desde la distancia, pero luego me detuve a observar las baratijas de
uno de los puestos centrales de un comerciante local, centrándome
en un anillo que me recordaba a mi hogar: una delicada enredadera
de plata que se enroscaba alrededor de un círculo de oro. Mi madre
solía tejer una corona de enredaderas en mi pelo en los días festivos.
El comerciante me vio inmediatamente mirándolo y, por costumbre,
me preparé para una letanía de abucheos. ¡Caracoles! ¡Sucia alimaña!
¡Fuera! Recurrí a mi bolsa mental de trucos —una adivinanza, un ju-
ego de manos— para calmar su temperamento, pero en lugar de un
abucheo comenzó un tono que me resultaba demasiado familiar, el
tono que siempre se reservaba para los demás. Por fuera, yo parecía
ser uno de esos otros ahora, pero por dentro siempre sería esa chica
que estaba lista para correr.
—¡Tienes un ojo perspicaz! —dijo, sus manos se movían con en-
tusiasmo mientras hablaba—. ¡Este anillo es un hallazgo raro! ¡Una
singular y escasa, esplendorosa lentejuela! Oro puro y la más na
plata.
Dudaba de que fuera plata y oro de verdad.
—¡Te mereces un tesoro así! Una deslumbrante delicia para una
encantadora dama—, continuó con exagerada oritura, su lengua se
retorcía de alegría con sus descripciones. —Para ti, hoy, reduciré el
precio a la mitad. Diez gramos.
Sonreí y negué con la cabeza. —Hoy no…
—¡Pero espera! —dijo, agarrando mi mano—. ¡Tienes que probár-
telo! Está hecho para tu exquisita mano. —Era un hombre bajito y
corpulento, con un rostro alegre y de mejillas redondeadas, con líne-
as de expresión alrededor de los ojos.
—Su lengua es de oro, señor, y sus palabras seductoras, pero no
puedo permitirme gastar dinero en un lujo como éste.
Me puso el anillo en el dedo. —Ya está. Es tuyo. Seguro que ti-
enes algo que ofrecerme a cambio.
Sus métodos eran ciertamente diferentes a los de los mercaderes
de la jehendra. Parecía tan deseoso de comprometerse como de ven-
der. Sonreí, pensando por un momento. —Sólo puedo ofrecerte esto
como testimonio de tu dominio de la persuasión. Un acertijo elabora-
do sólo para ti.
Sus ojos se iluminaron y sus largas y nervudas cejas se movieron
con deleite. Esperaba con ansia. Añadí un extra de teatralidad sólo
para él.
—No tengo dedos, pero puedo descifrarte,
No soy un sanador, pero puedo reparar un corazón,
divierto y callo, engaño y asombro,
y no hay espada forjada que pueda cortarme.
Con la seducción rosada, y el atractivo de los pucheros,
puedo retorcer y dar forma y derramar celo,
estoy hecho de trampa, e ingenio, y oro,
›Y usted, amable señor —dije mientras le tendía el anillo—, añade
un toque de audacia.
Con mi última frase, aplaudió con júbilo. —¿Palabras? —cacareó
—. ¡Sí, palabras! —dijo, soltando de nuevo la respuesta—. ¡La alegría
de mi o cio! —Volvió a enroscar mis dedos alrededor del anillo en
mi palma. —Un pago justo, comprado y pagado.
Cuanto más me negaba, más insistía, y nalmente le agradecí su
generosidad y seguí adelante. No había llegado muy lejos cuando al-
guien se puso a mi lado, alguien tan bienvenido como una pulga en
una cabellera.
—Nunca he visto a ese viejo cuajado tan enamorado de algo que
no sea su propia mercancía.
Era Paxton.
—Es un logó lo.
Paxton cacareó y arrugó la nariz. —Eso suena desagradable.
Me alegré de que, por cortesía del becario real, conociera una pa-
labra que el muy pulido Paxton no conocía.
—¿Qué quieres, Paxton? —pregunté, esperando librarme de él lo
antes posible.
Comenzó a enlazar su brazo con el mío. —Ah. Cuidado con eso.
Sólo si quieres perderlo —dije, observando su brazo.
Miró la daga que tenía a mi lado y sonrió. —Somos prácticamente
primos. Pensé que sería una buena idea que nos conociéramos. Ser
amigos.
—Creo que ya sé lo su ciente sobre ti. La primera vez que te vi
me llamó la atención.
—¿En el funeral? Las emociones estaban a or de piel. Corre en la
sangre de los Ballenger.
—No en la de Jase.
Paxton inclinó la cabeza ligeramente hacia delante, mirando mi
cuello magullado. —Sí, tal vez especialmente la de él.
Me eché el pelo hacia delante para ocultar su vista. Se giró y miró
hacia las torres que había sobre nosotros, sacudiendo la cabeza. —
Sin duda ya me ha visto paseando contigo, así que es hora de que me
vaya. Recuerda que yo también soy un Ballenger, y no uno desagra-
dable la mayor parte del tiempo. Ya casi no me desahogo en la mesa.
—Como no sonreí, tomó mi mano, a riesgo de perder la suya, y la
apretó suavemente—. Si alguna vez necesitas ayuda, estoy aquí para
ti. Ten cuidado, prima. Recuerda que todo el mundo no es siempre lo
que parece, y cruzarte con la persona equivocada puede meterte en
más problemas de los que esperabas.
¿Me estaba amenazando? —Un consejo de sabio que no pedí —
respondí—, pero lo tendré en cuenta…
—¿Paxton? —llamó una voz—. ¡Pensé que eras tú!
Paxton se giró, su compostura se tambaleó por un momento, cu-
ando un hombre con ropas polvorientas y arrugadas le dio una pal-
mada en el hombro. Se reagrupó rápidamente y su preocupación se
convirtió en una amplia sonrisa. —¡Esto es un placer inesperado!
El hombre era alto, delgado, con los pómulos a lados, y su aten-
ción se dirigió a mí. Su pelo oscuro y alborotado por el viento se ba-
lanceaba peligrosamente hacia un lado como una ola en cresta, como
si acabara de bajarse de un caballo y no se hubiera molestado en re-
cogerlo en su sitio.
—¿Y quién sería esta encantadora criatura? —preguntó—. ¿Estás
olvidando tus modales, Paxton? —El hombre sonrió y sus dedos gol-
pearon juntos como un niño ansioso.
—Sí, por supuesto—, murmuró Paxton, volviendo a mirar hacia
las torres. —Su Majestad, esta es Kazi de Brightmist, una soldado vi-
sitante enviado por la Reina de Venda.
Me quedé mirando al hombre, desde su melena alborotada, hasta
sus botas manchadas, pasando por su estúpida sonrisa. —¿Su Majes-
tad?
—El rey Monte de Eislandia —aclaró Paxton.
El rey juntó las manos delante de él, y sus cejas y hombros se le-
vantaron con expectación. —¿Me dan, aunque sea una pequeña reve-
rencia?
Un bufón tal y como lo había descrito Jase. Un bufón con ego. —
Sí, por supuesto, Su Majestad. —Hice una reverencia baja y profun-
da, y cuando me levanté sus ojos oscuros bailaron con diversión. Y
tal vez algo más. ¿Expectativa? ¿Esperaba un poco de humillación?
—Perdóneme por mi error —dije—. No pretendía faltar al respeto.
Simplemente no esperaba verle aquí. Es un gran honor conocerle.
Su sonrisa vaciló. —Sí, supongo que lo es.
Miré sus manos. No tenían callos y sus uñas estaban limpias y cu-
idadas, no eran las manos de un granjero. Pasó un momento de si-
lencio, su mirada se posó en mí durante un tiempo más, el su ciente
para que viera la inquietud detrás de sus bromas. —¿Qué le trae a la
arena? —le pregunté.
—Llama. Suri, para ser exactos —respondió—. Así es la vida de
un rey agricultor, siempre tratando de llegar a n de mes. He oído
que los candoranos tienen un buen ganado de cría que ofrecer. Si me
lo puedo permitir. —Se rio y volvió a levantar los hombros como si
todo fuera una broma—. ¿Y cómo van tus investigaciones sobre las
violaciones del tratado? —preguntó, haciendo por n la conexión
entre la visita de Natiya y el motivo por el que estaba aquí.
—Bastante bien, Su Majestad. —No iba a decirle que el asentami-
ento había sido trasladado. Cuanto menos se dijera, mejor.
Paxton me miró jamente, con una expresión hambrienta de más
información, pero dejé mi respuesta corta y vaga.
—¿Lo es ahora? —respondió el rey—. Me alegro de oírlo. —Se
volvió hacia Paxton, ya aburrido del tema—. Acompáñame a los es-
tablos de Candoran, ¿quieres? Nos estamos preparando para forjar
más arados y equipos agrícolas, y tengo una pregunta sobre tu pró-
ximo envío de hierro de cerdo. Tengo un proveedor que dice que pu-
ede darme un mejor trato. —Se despidieron de mí y los vi alejarse,
con la straza y el pequeño contingente del rey siguiéndolos de cerca,
pero entre la masa de cuerpos alcancé a ver al rey cuando se volvió
hacia Paxton, echando un vistazo por encima del hombro, con su
sonrisa de payaso desaparecida, sus ojos agudos y alerta. Una estra-
za me bloqueó de repente la vista, pero cuando se apartó de nuevo
vi que el rey estaba tocando algo en el bolsillo de su chaleco. ¿Paxton
le había dado algo? ¿O estaba el rey a punto de dárselo a Paxton?
Cogí mi recién adquirido anillo y me lo puse en el dedo meñique,
donde estaba suelto, y luego atravesé la platea hasta el otro lado de
la arena. Di la vuelta al camino principal y caminé, mirando hacia
abajo, admirando mi anillo, esquivando cuidadosamente a otros
compradores hasta que divisé unas botas manchadas en mi pequeña
línea de visión y me lancé de cabeza contra su dueño, casi haciéndo-
nos caer a los dos. El rey me cogió en brazos mientras tropezábamos
juntos, con mis manos agarrando sus costados.
Levanté la vista. —¡Oh, Su Majestad! Lo siento mucho. Soy una
idiota. No estaba prestando atención. Mi anillo…
Sus manos se detuvieron en mis brazos, acercándome un poco
más de lo necesario, como si todavía necesitara que me sostuvieran,
y sonrió, no con su sonrisa inane esta vez, sino con una que insinu-
aba un tipo diferente de interés. —Nos encontramos de nuevo tan
pronto. No pasa nada —respondió, repentinamente galante—. Ahí,
veo tu anillo. Permíteme. —Se agachó, lo recogió y luego sopló el
polvo, antes de volver a ponerlo en mi mano.
—Gracias —dije, sonriendo recatadamente. Los ojos de Paxton
brillaron con sospecha—. Ten cuidado —advirtió—. Podrías encont-
rarte con algo más peligroso la próxima vez.
Arrancamos las páginas y quemamos otro libro. Miandre llora
mientras acerca sus manos temblorosas al fuego. Quiere salir a reco-
ger leña, pero Greyson no la deja. Oímos los aullidos. No sabemos si
son lobos, monstruos u hombres.
—Fujiko, 11
CAPÍTULO 41
KAZI
Está atormentada por la culpa, Jase. He intentado hablar con ella. Tienes
que hablar con ella.
Mi madre me había interceptado después de la cena, me llevó a
un lado. Habla con ella.
Vi a Kazi alejarse hacia su habitación, la nuestra. Quise ir tras ella,
pero vi la preocupación en los ojos de mi madre.
Llamé a la puerta de Jalaine.
No respondió.
Llamé un poco más fuerte.
—Jalaine, abre. Necesito hablar contigo.
Un Patrei nunca se disculpa por las decisiones que ha tomado. Y mi
padre nunca lo hizo. Esta fue una de sus instrucciones en el lecho de
muerte, justo después de haber dicho que me enfrentaría a innume-
rables decisiones. No me arrepiento de haber sacado a Jalaine de la
arena. No me arrepentía de nuestra charla en el estudio ni de haberla
reprendido, pero mi ira seguía suelta y caliente cuando estábamos en
el comedor aquella noche. Cuando había visto a Kazi inmovilizada
bajo Fertig y empapada de sangre, algo furioso y feo me había des-
garrado. Quería destrozar algo. O a alguien. Avergoncé a Jalaine de-
lante de la familia.
Tenía dieciséis años. Cometió un error. Uno grave que casi nos
cuesta la vida, pero seguía siendo mi hermana. Era de la familia. Y el
Patrei también cometió errores.
—No debería haberte avergonzado delante de la familia —susur-
ré a través de la puerta—. Lo siento.
No hubo respuesta.
Si el trabajo de Patrei fuera fácil, se le habría dado a otra persona.
A veces, deseaba que lo hubiera hecho. No sólo tenía que vivir
con mis malas decisiones, sino también con las suyas, incluso con las
que parecían correctas en su momento pero que ahora estaban mal,
las que se habían podrido con el tiempo, como los huevos olvidados
en la despensa.
—¡Posiciones! —grité.
En menos de un segundo, teníamos a nuestros prisioneros arro-
dillados. Synové, Eben y Natiya estaban detrás de ellos con las ec-
has desenfundadas, y el ziethe de Wren rodeaba el cuello del capitán.
Yo estaba a una docena de metros delante de todos ellos, con una da-
ga empuñada en la mano.
El olor a azufre quemaba el aire, y mis ojos se ajustaron a las re-
pentinas llamas cegadoras de un centenar de antorchas en la noche.
Y entonces vi a Jase.
Estaba de pie frente a mí, a sólo unos pasos, bloqueando mi cami-
no.
Su familia estaba detrás de él: Vairlyn, Priya, Gunner, Titus, Ma-
son, Aram, Samuel, incluso Jalaine. Sus expresiones eran de conde-
na, de dolor, de furia. El terreno estaba repleto de guardias, con sus
echas apuntando, y la straza con las espadas desenvainadas.
Los ojos de Jase brillaban, su cabeza temblaba, parecía que le ha-
bían dado una patada en el estómago. Su boca se abrió, pero le costó
encontrar palabras. —¿Esto? —preguntó por n, sosteniendo un bote
de cristales blancos. —¿Es esto lo que querías conseguir?
¿Cambió las alas de abedul? Toda su familia le había seguido el ju-
ego, incluso Jalaine. Eso fue el susurro de Jase en el último minuto en
su oído. —Lo sabías —dije.
—No con seguridad. No quería creerlo—. Lanzó el bote y se hizo
añicos en algún lugar de la oscuridad. Volvió a mirar a Eben y Nati-
ya, a la cocinera y a su marido que ahora se revelaba como Rahtan
también.
—Han estado planeando esto todo el tiempo. —Sus ojos me atra-
vesaron, acusadores. —¿Sólo se trataba de eso?
Con esto, supe que se refería a nosotros. Mi ira se disparó. Había
albergado a asesinos despiadados, había conspirado con ellos, había
mentido sobre ellos, me había utilizado para atraer a la reina hasta
aquí. Fui yo quien fue traicionada. No tenía derecho a reprochárme-
lo.
Mis siguientes palabras fueron a ladas, tratando de soltarlo. —
Así es. Sólo se trataba de eso. Estos hombres están bajo nuestro arres-
to por asesinato y traición, y tú eres culpable de albergarlos. Ahora
hazte a un lado antes de que te arrestemos a ti también.
Exhaló un suspiro incrédulo. —¿Has perdido la cabeza? Mira
dónde estás. Están rodeados. Bajen las armas. Ahora —ordenó.
No nos movimos. Los arcos se tensaron más, estirándose con más
amenaza en ambos lados. Los brazos enhiestos temblaban.
La tensión se hacía más tensa con cada segundo que pasaba. Los
gritos estallaron.
—¡No los llevarás a ninguna parte! —bramó Titus—. ¡Están inva-
diendo el territorio de Ballenger!
—Pagarás por esto —se burló Aram.
—Somos un dominio soberano —gritó Priya—. ¡Tu reina no tiene
jurisdicción en Tor’s Watch, y tú de nitivamente no la tienes!
—¡Ahora son nuestros prisioneros! ¡Suelten sus armas! —gritó
Mason, con su espada desenvainada.
Nuestros cautivos gritaron a través de sus mordazas.
Salva esto, Kazi. De alguna manera salva esto.
—Hazte a un lado, Jase. Ahora. —Por favor. No quiero hacerte daño.
Di un paso adelante, y más espadas se liberaron de las vainas.
Jase miró a su alrededor ante la creciente tensión. —¡Contengan
sus armas! —gritó, y levantó la mano en un movimiento de detenci-
ón hacia mí. —No te muevas, Kazi. Vas a conseguir que te maten.
Vas a hacer que maten a tus amigos.
—¡Deja que disparen, Jase! —Titus gritó—. ¡Los superamos en
número!
Y lo éramos. Por mucho.
—¡Cállate! —Jase gritó por encima de su hombro y se volvió ha-
cia mí—. Bájala, Kazi. No hay ningún sitio al que puedas ir. Necesi-
tamos a estos hombres. Tenemos un acuerdo con ellos para…
—No hay nada que me haga devolvértelos, Jase. Nada. Si mori-
mos, ellos mueren con nosotros, y los becarios morirán primero. —
Yo estaba en el camino de la mayoría de sus disparos. Yo caería pri-
mero, pero habría tiempo para que los otros cortaran las gargantas
de nuestros cautivos.
Los eruditos gimieron bajo sus mordazas.
La mirada de Jase se jó en la mía. No había vuelta atrás, pero
aún veía súplicas en sus ojos. ¿Por estos hombres? Se acercó lenta-
mente como si yo no me diera cuenta.
—Dame tu cuchillo —exigió.
—Te lo pido por última vez, apártate.
—No puedo hacer eso, Kazi. Todo lo que hemos dicho es cierto.
Nosotros somos la ley aquí, no tú ni tu reina. —Se acercó un paso
más, con la mano aún extendida—. Hay treinta guardias con sus
echas apuntando, y un montón de strazas nerviosos. Alguien va a
cometer un error y uno de ustedes…
Y entonces se oyó un grito en la oscuridad. De Gunner. —Esto es
lo que realmente quieres, ¿no? —llamó—. Vamos a intercambiar.
Gunner dio un paso adelante, con su brazo torcido alrededor del
cuello del hombre. El hombre luchó bajo el agarre de Gunner, y nu-
estras miradas se encontraron. Unos brillantes ojos de ónice miraron
hacia los míos.
Me ardió el pecho.
El aire se desvaneció.
Mi daga tembló en mi mano.
Oí a Jase gritar ¡Gunner, no!
Más gritos. Pero todo parecía muy lejano.
Kazi.
Kazi.
¿Dónde está el mocoso?
El tiempo daba vueltas. El sudor resbalaba por mi espalda.
Las antorchas parpadeaban y todo lo que podía ver era la luz do-
rada que rebotaba en las paredes. Mi madre cogiendo un palo.
¡Sal, niña!
Aquí.
Estaba aquí.
¿Cómo era posible?
Era como si no hubiera pasado el tiempo. Tenía el mismo aspecto.
El miedo se hinchó en mi garganta. Mis rodillas se convirtieron
en líquido caliente.
Ya no eres impotente.
Era mío. Mío por un simple intercambio. Por un capitán sin valor
y sus secuaces.
Conoce lo que está en juego. Kazimyrah, te necesito.
Justicia para miles, o justicia para uno. Mis pies iban por dos ca-
minos diferentes, mis entrañas se dividían, dando tumbos en dos di-
recciones.
El conductor Previzi vio la daga en mi mano y luchó por alejarse.
Oí que Mason lo llamaba Zane. Lo conocían. Tenía un nombre. Zane.
Tanto Mason como Gunner lo estaban sujetando ahora. Había visto
el asesinato en mis ojos. Me alimentó, deseándolo aún más, una ne-
cesidad hambrienta, sedienta, voraz de derramar su sangre gota a
gota. —¿Qué le pasó? —llamé—. ¿Qué le hizo a mi madre? —Las
preguntas salieron silenciosas, vacilantes e inesperadas. El sonido
me heló el estómago. Escuché la voz de la niña que solía ser. El
hombre llamado Zane me miró como si supiera que no tenía ningu-
na posibilidad.
Abrió la boca para hablar, pero Gunner le tapó la mano y lo em-
pujó a los brazos de otra persona detrás de él. —Primero intercam-
bia. Luego tendrás tus respuestas.
Me quedé mirando a Gunner, deseando su muerte, con una rabia
tan grande que podría haberlo partido en dos con mis propias ma-
nos, pero al mismo tiempo me quedé paralizada. También podría ha-
ber tenido una espada cortando mi alma. El hombre que me había
perseguido durante toda mi vida estaba aquí y Jase lo sabía. Sabía su
nombre.
Lo había sabido todo el tiempo.
Lo miré.
No necesitaba decirlo. Sabía que él podía verlo en mis ojos.
¿Esto? ¿También has mentido sobre esto?
Se acercó más. —Kazi, yo estaba…
Haz una elección, Kazi. Sólo había una elección. Tenía que renunci-
ar a una cosa para ganar otra.
Jase se lanzó hacia mí, pero yo lo esperaba. Yo también sabía co-
sas. Cosas como el momento en que un ladrón se acerca a su objeti-
vo, siempre es cuando está más débil.
Lo puse de rodillas y le tiré del pelo, tirando de su cabeza hacia
atrás con una mano y apretando mi cuchillo contra su garganta con
la otra. Un rápido juego de manos, una danza, un movimiento rápi-
do y practicado que me había mantenido con vida durante años, qu-
izá sólo para este momento.
—Te di una oportunidad —dije entre dientes apretados. Me acer-
qué a su oído—. Te di todas las oportunidades. —Le tiré del pelo ha-
cia atrás un poco más fuerte, apreté el cuchillo un poco más cerca. —
Ahora diles que se alejen.
—Retrocede —dijo Jase con cuidado. Incluso hablar era arriesga-
do con la hoja tan apretada contra su piel—. Ella lo hará —advirtió
—. Ella me cortará la garganta.
—¡Ya le has oído! —grité—. El Patrei viene con nosotros.
Todo el mundo estaba gritando ahora, gritando para que me sol-
tara, diciéndome las cosas horribles que me iban a hacer. Ya no sabía
si Zane estaba entre ellos. Mi cuchillo arrojadizo. ¿Por qué no lo tiré mi-
entras tuve la oportunidad?
Porque había demasiado en juego. Demasiados se agolpaban a su
alrededor. Un cuchillo perdido podría haber hecho que todo se sali-
era de control. Mi lógica luchaba con mi hambre.
No lancé el cuchillo porque Zane no era mi misión y devolver los
criminales a la reina sí lo era.
—Arriba —ordené y acerqué mi cuchillo a la base del cráneo de
Jase—. Conozco todos los puntos vulnerables de tu cuerpo. No más
trucos. Enlaza las manos detrás de la cabeza. Despacio.
Hizo lo que le ordené, y comencé a guiarlo hacia la puerta con mi
equipo siguiéndolo de cerca. La familia de Jase, la straza, y los guar-
dias con sus echas todavía apuntadas siguieron al margen, sólo es-
perando una oportunidad.
—No te saldrás con la tuya, Kazi —dijo Jase mientras caminába-
mos—. ¿Cuánto tiempo puedes mantener un cuchillo pegado a mi
cuello? En cuanto sueltes la mano, te matarán.
—Once años, Jase. Puedo mantenerlo aquí durante once años si
es necesario.
—Todavía podemos llegar a un acuerdo.
—Cállate. Guarda tus historias para Zane.
Cuando pasamos por una dependencia, ordené a Synové que dis-
parara una echa de fuego a través de la ventana. Golpeó la pared
trasera e iluminó el interior. Había montones de papeles desparra-
mados sobre una mesa de trabajo.
El capitán se esforzaba contra el agarre de Wren, gimiendo y tra-
tando de liberar su mordaza.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Gunner.
—¡Kazi, no lo hagas! —Jase suplicó—. Tenemos demasiado inver-
tido—
—Hazlo —ordené.
Synové disparó otra echa de fuego, esta vez haciendo añicos una
lámpara de queroseno que había sobre la mesa, y la habitación ardió
en llamas. Oí los gemidos, las maldiciones, condenándonos a todos
al in erno, y vi el furor en los ojos del capitán. Sentí la rabia que
desprendía Jase.
—Abran las puertas —dije a Drake y Tiago.
Miraron a Jase en busca de con rmación. Él asintió.
El carro de heno y los caballos seguían allí, sin haber regresado a
los establos. No esperaban que llegáramos tan lejos.
Natiya y Eben fueron metódicos, encadenando a cada hombre a
la barandilla dentro del carro. Se gritaban más órdenes, esta vez de
Mason. Llamaba a los caballos de los establos. Tenían la intención de
seguirnos.
No había espacio en la parte trasera de la carreta para Jase y para
mí, y tenía que quedarme con él. Mi cuchillo en su cuello era todo lo
que nos mantenía con vida. Le ordené que subiera al asiento delante-
ro. —Conduce, Patrei. Vamos a ver a la reina.
CAPITULO 52
JASE
Era la risa.
Siempre había sido la risa la que me punzaba, una puntada repe-
tida que a oraba una y otra vez.
La risa revela de la misma manera que un suspiro o una mirada.
Es un lenguaje involuntario. La preocupación, el miedo, el engaño se
esconden en las cosas no dichas.
Algo en la risa no me pareció bien aquella primera noche en que
descubrí al capitán y a los demás en el enclave, pero la conmoción de
sus palabras lo había eclipsado.
Anoche, cuando desaparecí en las sombras, volví a oírla, todos ri-
endo, pensando que Jase había sacado lo mejor de mí. Que me había
alejado.
No era una risa llena de alegría. Era una risa llena de burla. El ti-
po de risa que recordaba haber oído de los comerciantes cuando en-
gañaban a alguien para que pagara más de lo que debía, el tipo de ri-
sa que siempre llegaba más tarde, después de que su pringado se
hubiera ido.
Era ese tipo de risa el que había escuchado aquella primera noche
cuando los oí discutir sobre los Ballengers. No era una risa de alegría
sino de burla. El capitán y sus secuaces se habían reído de los Ballen-
gers.
¿Era una traición?
¿Una traición?
Gracias a los Ballengers, nuestras riquezas sólo serán mayores.
¿Illarion los estaba utilizando?
La reina había dicho que era un espadachín y comandante pro-
medio, pero es un engañador por encima del promedio. Su habilidad está en
su paciencia.
Así como había jugado dos papeles en la ciudadela de Morrig-
han, ¿había jugado dos papeles en la Guardia de Tor? ¿El papel que
quería que la familia de Jase viera, y su papel oculto para bene ciar-
se a sí mismo? Estaba seguro de que los Ballengers habían sido enga-
ñados.
—Seamos sinceros, Kazi —dijo Natiya cuando los reuní en la oril-
la del arroyo para contarles mi sospecha—. ¿Estás segura de que no
estás viendo las cosas que quieres ver porque todavía te importa
Jase?
—Eso se acabó —respondí—. Algunas traiciones son demasiado
profundas. —Su mentira sobre Zane me dejó en carne viva, y vi la
amargura en sus ojos también, cuando me sorprendió en el enclave.
Nuestras traiciones mutuas habían destrozado todo lo que una vez
tuvimos. Sacudí la cabeza—. Esto no es sobre Jase y yo. Se trata de
conocer la verdad. ¿Tendiendo una trampa para la reina? El rechazo
de Jase a la acusación fue rápido y genuino. Eso lo sé de él.
—También pensaste que otras cosas de él eran genuinas —dijo
Wren.
Me senté en la pared derrumbada a la orilla del arroyo tratando
de resolverlo, lo que era real y lo que era falso, pero sabía lo que ha-
bía oído y la sed de venganza contra la reina había sido espesa en la
voz de Illarion. Jase no tendría nada que ganar con ello. —Ponerle la
soga al cuello a la reina era el objetivo del capitán —dije—. Para él,
se trata tanto de venganza como de riqueza. Cuando se alió con el
Komizar, esperaba convertirse en un hombre rico, y en cambio la re-
ina lo convirtió en un perseguido. ¿Y poner a todos los reinos bajo su
pulgar? El mundo de Jase es la Boca del In erno, la Guardia de Tor,
la arena, y eso es todo. No quiere más que eso. —Miré a Wren y a
Synové en busca de con rmación—. Ambas lo saben.
Asintieron.
—Aunque fuera un doble cruce, eso sigue sin exonerar a los Bal-
lengers —rebatió Natiya.
Eben estuvo de acuerdo. —Estaban ocultando a conocidos fugiti-
vos para lo que creían que eran sus propios nes. Armas.
Y ese era el quid de la cuestión, lo único que no podíamos igno-
rar.
—Para ser exactos, los Ballengers sólo escondían a un fugitivo —
corrigió Wren—. Ni siquiera nosotros sabíamos que los demás esta-
ban vivos, y no había ninguna orden de búsqueda.
—Albergar a un solo fugitivo es su ciente para acusarlo de cons-
piración —dijo Natiya—. La Alianza de Reinos es muy clara al res-
pecto. Está en los tratados. Tendremos que dejar que la reina decida
su destino.
Eben y Natiya se fueron para empezar a cargar a los prisioneros
de nuevo en el carro. Hoy nos reuniríamos con Griz y las tropas que
nos escoltarían el resto del camino.
—¿Cuándo vas a decirle a Jase? —Wren preguntó.
—Antes de salir. Quiero que lo sepa antes de que lleguemos al
Valle de los Centinelas.
Synové frunció el ceño, moviendo sus pies descalzos por el agua
poco profunda. —No puedes dejar que conduzca el carro una vez
que lo sepa. Podría llevar a todo el grupo a un des ladero. Bahr no
irá por ahí.
Wren y yo la miramos con descon anza. La había visto observan-
do a Bahr, con una expresión de hambre. Más de una vez lo había in-
citado a huir. —¿Cómo irá, Synové? —le pregunté.
Salió del agua de un salto y nos salpicó a los dos. —Como decida
la reina, por supuesto —respondió y se alejó diciendo que iba a ayu-
dar con los prisioneros.
—Tiene razón con lo del carro —dijo Wren—. Algo intentará. Los
Ballengers no se toman bien la traición.
Qué bien lo sabía. Priya ya había prometido vengarse de mí de
múltiples y feas maneras. Probablemente ya era el criminal número
uno que guraba en una orden de arresto en la Boca del In erno.
—Encadenaremos su pierna a la plantilla —dije—. Jase se toma
su papel de Patrei demasiado en serio como para quitarse la vida. —
Y así tampoco podría saltar sobre el asiento y atacarlos. Había visto
de lo que era capaz con su puño.
—No estaría aquí en absoluto si se hubiera hecho a un lado como
le ordenaste. Y además dejó que lo derribaras para usarlo como escu-
do. No estoy segura de que hubiéramos salido de allí de otra mane-
ra. Cada uno de esos Ballengers tenía sangre en sus ojos.
—¿Qué? Eso es una locura. Lo tomé por sorpresa.
—Ya conoce tus trucos. No creo que se haya sorprendido. Y lo vi
en el asentamiento, luchando con sus hermanos. Es rápido.
—Aun así, sé lo que pasó, y tú estabas detrás de mí donde no po-
días ver tan bien.
Se encogió de hombros. —Tal vez sea así. Pero algunas cosas se
ven mejor desde la distancia.
CAPITULO 54
JASE
—Canción de Jezelia
CAPITULO 55
KAZI
Mira bien y recuerda las vidas perdidas. Personas reales que alguien
amaba. Antes de seguir con la tarea que les he encomendado, vean la devas-
tación y recuerden lo que hicieron. Lo que podría ocurrir de nuevo. Sepan lo
que está en juego. Los dragones eventualmente despiertan y se arrastran
desde sus oscuras guaridas.
Estábamos en la boca del Valle de los Centinelas, y lo supe. Había
hecho al menos una cosa correcta. Ni siquiera la justicia podía borrar
las cicatrices; sólo cumplía la promesa a los vivos de que el mal no
quedaría impune. Y tal vez también entregó la esperanza de que el
mal podría ser detenido para siempre.
Esa promesa orecía ahora, en el cielo, en la tierra, en el viento.
Los espíritus me susurraban. Mi madre me susurró. Shhh, Kazi. Es-
cucha. Escucha el lenguaje que no se habla, porque todo el mundo puede oír
las palabras habladas, pero sólo unos pocos pueden oír el corazón que late
detrás de ellas.
Oí el corazón del valle, el latido que aún se hinchaba en él.
—¡No! —Bahr gritó—. ¡No voy a bajar ahí! No! —En cuanto vio
nuestro destino, empezó a tirar de sus cadenas.
Sarva y Kardos hicieron protestas similares. Algunos soldados
creían que los desertores podían ser absorbidos por el inframundo, y
que los muertos reconocían sus pisadas y subían a través de la tierra
para arrastrarlos.
—Irás y recorrerás todo el camino, si es que llegas hasta allí —di-
jo Synové, queriendo aumentar su sufrimiento. Nos retrasaría, pero
le habíamos prometido a Synové que el largo paseo sería la mejor
tortura que podía in igir, y esta agonía se la debía Bahr.
Incluso el capitán, que no tenía esas supersticiones vandeanas,
parecía palidecer ante la perspectiva de volver al lugar de la infame
batalla que había ayudado a orquestar. Phineas se agachó y vomitó,
y aún no había visto nada.
Sólo Jase miraba con curiosidad. Nunca había estado aquí. Sus oj-
os recorrieron los imponentes acantilados, las ruinas que se asenta-
ban sobre ellos y los peculiares montículos verdes de hierba que se
alzaban en la distancia.
Eben conducía el carro detrás de nosotros, y Natiya y Wren cabal-
gaban a su lado, listos para disparar o cortar a cualquiera que hiciera
un movimiento errante que no fuera caminar en línea recta. Synové
y yo caminábamos a ambos lados de los prisioneros.
Durante al menos un kilómetro y medio, nadie habló. Para algu-
nos de nosotros, el valle exigía reverencia, pero para otros, como
Bahr, estaba segura de que temían que un ruido pudiera despertar a
los muertos. Una sombra pasó por encima de nosotros y Bahr cayó al
suelo, mirando frenéticamente hacia arriba, con los nervios a or de
piel. Sobrevolando lo alto de nosotros había dos racaa, probablemen-
te deseando que fuéramos antílopes. Synové sonrió al verlos. —Mu-
évanse —ordenó, haciendo un gesto con su espada. Kardos observa-
ba un carro en descomposición, con aspecto desesperado, dispuesto
a arrancar cualquier cosa para usarla como arma. Quizá también oyó
las voces, o quizá sintió que los muertos le arañaban los pies.
El viento crujía, la hierba se movía en ondas, como si se tratara de
un mensaje. Ya vienen.
Jase se detuvo ante los huesos de un brezalot, sus gigantescas cos-
tillas blanqueadas apuntaban como lanzas al cielo. —¿Qué es? —pre-
guntó.
Los brezalots no se encontraban en esta parte del continente. —
Son similares a los caballos —le expliqué. —Criaturas majestuosas y
gigantescas, en su mayor parte salvajes e imparables, pero los Komi-
zar consiguieron subvertir su belleza y convertirlos en armas. Cien-
tos de ellos también murieron aquí.
A mitad de camino, vimos un monumento de roca, con una cami-
sa blanca hecha jirones encima, ondeando con la brisa. Observé a
Jase asimilarlo todo, las fosas comunes, los huesos humanos esparci-
dos y desenterrados por las bestias, las armas oxidadas y abandona-
das, cubiertas de hierba, alguna que otra calavera, sonriendo hacia
los acantilados. Sus ojos eran nubes oscuras, que barrían de un lado
a otro. —¿Cuántos murieron? —preguntó.
—Veinte mil. En un día. Pero como mencionó Sarva, esto fue sólo
un picnic de primavera comparado con lo que habían planeado.
No dijo nada, pero su mandíbula estaba rígida. Se volvió, miran-
do largamente a Sarva, con el mismo tipo de hambre en sus ojos que
veía en los de Synové cuando miraba a Bahr.
Kardos gritó de repente y su pie cayó en el suelo hasta la rodilla.
Se apartó y miró hacia atrás. No era más que una madriguera der-
rumbada, pero todos la miraban con horror, incluso el capitán, espe-
rando que emergiera una mano huesuda. Sí, esto era una tortura de
su propia creación.
Cuando nos acercamos al nal del valle, vimos a unos jinetes que
se acercaban a nosotros. Noté que el capitán se animaba visiblemen-
te, pero luego maldijo. Eran tropas morrighesas. Un escalofrío recor-
rió a Torback.
—Comenzó con las estrellas —soltó de repente Phineas. Me giré y
le miré. Sus ojos estaban vidriosos, su expresión perdida—. Fueron
los tembris los que nos mostraron. Las estrellas trajeron un…
—¡Cállate! —ordenó el capitán.
—¿Por qué? —preguntó Phineas. —¿Qué diferencia hay ahora?
Todos vamos a morir de todos modos.
—¿Qué quieres decir con que empezó con las estrellas? —pregun-
té.
—¡Silencio! —Torback gritó.
—¡No vamos a morir! —Bahr gruñó—. ¡Todavía hay tiempo!
—Es demasiado tarde —dijo Phineas—. Es demasiado tarde para
todos nosotros. —Miró a Jase—. Lo siento. Nunca hubo una cura pa-
ra la ebre. Sabía lo que te haría escuchar. Traté de—
—Estúpido bastardo. —Sarva se lanzó hacia él. Una echa de ad-
vertencia silbó en el aire, pero al mismo tiempo, Bahr se lanzó tambi-
én hacia Phineas, clavándole el puño en las tripas. Wren, Synové y
yo nos movimos con rapidez, derribando a Bahr y Sarva y clavándo-
les las espadas en la espalda. Eben y Natiya clavaron echas y orde-
naron a Jase, Torback, Kardos y el capitán que se arrodillaran.
Phineas se quedó congelado, con la boca abierta y los ojos muy
abiertos, como si estuviera aterrorizado por el repentino remolino de
conmoción. Pero entonces vi un hilillo de sangre en la parte delante-
ra de su camisa. Cayó de rodillas, aún sin poder hablar. Dejé a Bahr
boca abajo, ordenándole que no se moviera, y me acerqué a Phineas
justo cuando caía hacia delante. Una gigantesca costilla de brezalot
sobresalía de su espalda. Miré al capitán, que había estado directa-
mente detrás de Phineas. Su expresión era de su ciencia y despiada-
da.
Estábamos preparados para que nos atacaran, pero no entre ellos.
Hice rodar a Phineas hacia su lado y lo levanté en mis brazos. Su
cara estaba manchada de lágrimas. —Lo siento —jadeó, cada palabra
era un esfuerzo—. Las aceitunas. Los barriles. —Tosió, la sangre le
salía por la boca—. La habitación. Donde me encontraste. Los pape-
les. —Dejó escapar un largo y jadeante aliento—. ¿Qué pasa con los
papeles? —le pregunté.
—Destrúyelos. Asegúrate…
Sus labios se callaron. Su pecho se calmó. Pero sus ojos permane-
cieron congelados en mí, todavía con miedo.
Hada Isla
Hada Gwyn
Hada Arion
Hada Rose
Corrección Y Revisión Final
Hada Calin
Diseño
Hada Edeielle
Diagramación
Hada Zephyr