Está en la página 1de 506

¡Importante!

Esta traducción fue realizada sin nes de lucro por lo cual no ti-
ene costo alguno. Es una traducción hecha por fans y para fans. Si el
libro logra llegar a tu país, te animamos a adquirirlo. No olvides que
también puedes apoyar a la autora siguiéndola en sus redes sociales,
recomendándola a tus amigos, promocionando sus libros e incluso
haciendo una reseña en tu blog o foro.
Para mis feroces e imparables chicas, Ava, Emily y Leah
Escríbelo, me había dicho.
Escribe cada palabra una vez que llegue allí, antes de que se olvide la
verdad.
Y ahora lo hacemos, al menos las partes que recordamos.
-Greyson Ballenger, 14
SINOPSIS

Cuando el patriarca del imperio Ballenger muere, su hijo, Jase, se


convierte en su nuevo líder. Incluso los reinos cercanos se inclinan
ante la fuerza de esta familia de forajidos, que siempre ha gobernado
según sus propias reglas. Pero una nueva era se vislumbra en el hori-
zonte, puesta en marcha por una joven reina, que la convierte en el
blanco del resentimiento y la ira de la dinastía.
Al mismo tiempo, Kazi, una legendaria ex ladrona callejera, es
enviada por la reina para investigar las transgresiones contra los nu-
evos asentamientos. Cuando Kazi llega a la prohibida tierra de los
Ballengers, se entera de que Jase es más de lo que pensaba. A medi-
da que los eventos inesperados se salen de su control, uniéndolos ín-
timamente, continúan jugando un juego del gato y el ratón de movi-
mientos y motivos falsos con el n de cumplir sus propias misiones
secretas.

Dance of Thieves, de Mary E. Pearson, es una nueva novela para


jóvenes en el universo de las Crónicas del Remanente, un éxito de
ventas del New York Times, en el que una ladrona reformada y el
joven líder de una dinastía de forajidos se enfrentan en una batalla
que puede costarles la vida… y el corazón.
CAPÍTULO 1
KAZIMYRAH DE BRIGHTMIST

Los fantasmas siguen aquí.


Las palabras permanecieron en el aire, cada una de ellas como un
espíritu brillante, susurros fríos de precaución, pero yo tuve miedo.
Ya lo sabía.
Los fantasmas nunca se van. Te llaman en momentos inespera-
dos, sus manos se entrelazan con las tuyas y te arrastran por caminos
que no llevan a ninguna parte. De esta manera. Había aprendido a ig-
norarlos casi siempre.
Atravesamos el Valle de los Centinelas, con las ruinas de los Anti-
guos mirándonos. Las orejas de mi caballo se aguzaron, vigilantes,
con un rugido profundo en su garganta. Él también lo sabía. Le froté
el cuello para calmarlo. Habían pasado seis años desde la Gran Ba-
talla, pero las cicatrices aún eran visibles: carros volcados carcomi-
dos por la hierba, huesos dispersos desenterrados de las tumbas por
bestias hambrientas, las costillas esqueléticas de los brezalots gigan-
tes que se alzaban hacia el cielo, pájaros posados en sus elegantes ja-
ulas blanqueadas.
Sentí los fantasmas rondando, mirando, preguntándose. Uno de
ellos deslizó un dedo frío a lo largo de mi mandíbula, presionando
una advertencia en mis labios, Shhh, Kazi, no digas una palabra.
Natiya nos condujo hacia el interior del valle, sin miedo. Nuestras
miradas escudriñaron los escarpados acantilados y la desmoronada
devastación de una guerra que estaba siendo lentamente consumida
por la tierra, el tiempo y la memoria, como la torpe deglución de una
gorda liebre por una paciente serpiente. Pronto, toda la destrucción
estaría en el vientre de la tierra. ¿Quién se acordaría?
A mitad de camino, cuando el valle se estrechaba, Natiya se detu-
vo y se bajó de su montura, sacando un cuadrado doblado de tela
blanca de su alforja. Wren también desmontó, sus delgadas extremi-
dades se deslizaron hasta el suelo tan silenciosamente como un páj-
aro. Synové vaciló, observándome con incertidumbre. Era la más fu-
erte de todos nosotros, pero sus redondas caderas permanecían r-
memente plantadas en la silla de montar. No le gustaba hablar de
fantasmas, ni siquiera a la luz del sol. Frecuentaban sus sueños con
demasiada frecuencia. Asentí para tranquilizarla, y ambas nos baj-
amos de nuestros caballos y nos unimos al grupo. Natiya se detuvo
ante un gran montículo verde, como si supiera lo que había debajo
de la manta de hierba tejida. Frotó distraídamente la tela entre sus
delicados dedos marrones. Fueron sólo unos segundos, pero pareci-
eron eternos. Natiya tenía diecinueve años, sólo dos más que nosot-
ras, pero de repente parecía mucho mayor. Había visto realmente las
cosas de las que sólo habíamos oído hablar. Sacudió ligeramente la
cabeza y se dirigió a un montón de piedras dispersas. Empezó a re-
coger las piedras caídas y a colocarlas en su sitio en el humilde mo-
numento.
—¿Quién era? —le pregunté.
Sus labios se apretaron contra sus dientes. —Se llamaba Jeb. Su
cuerpo fue quemado en una pira funeraria porque esa es la manera
de los Dalbretch, pero enterré sus pocas pertenencias aquí.
Porque esa es la manera de los vagabundos, pensé, pero no dije nada.
Natiya no hablaba mucho de su vida antes de convertirse en Vendan
y en Rahtan, pero yo tampoco hablaba mucho de mi vida anterior.
Algunas cosas era mejor dejarlas en el pasado. Wren y Synové se
movieron incómodamente sobre sus pies, sus botas presionando la
hierba en pequeños círculos planos. Natiya no era propensa a las de-
mostraciones sentimentales, aunque fueran tranquilas como ésta,
sobre todo si retrasaban su bien plani cada agenda. Pero ahora se
demoraba, al igual que las palabras que nos habían llevado al valle.
Todavía están aquí.
—¿Era especial? —pegunté.
Asintió. —Todos lo eran. Pero Jeb me enseñó cosas. Cosas que me
han ayudado a sobrevivir. —Se giró, lanzándonos una mirada aguda
—. Cosas que les he enseñado a todos ustedes. Ojalá. —Su mirada se
suavizó, y sus gruesas pestañas negras proyectaron una sombra bajo
sus ojos oscuros. Nos estudió a las tres como si fuera una general ex-
perimentada y nosotras sus soldados andrajosos. En cierto modo, su-
puse que lo éramos. Éramos las más jóvenes de los Rahtan, pero éra-
mos Rahtan. Eso signi caba algo. Signi caba mucho. Éramos la pri-
mera guardia de la reina. No llegamos a estas posiciones porque fu-
éramos tontas. No la mayor parte del tiempo, al menos. Teníamos
formación y talento. La mirada de Natiya se posó en mí por más ti-
empo. Yo era la líder de esta misión, la responsable de tomar no sólo
las decisiones correctas, sino las perfectas. Eso signi caba no sólo
lograr el éxito, sino también mantener a todos a salvo.
—Estaremos bien —prometí.
—Bien. —Asintió Wren, soplando con impaciencia un rizo oscuro
de su frente. Quería seguir su camino. La expectación nos estaba
agotando a todos.
Synové retorció con ansiedad una de sus largas trenzas de caqui
entre los dedos. —Perfectamente. Estamos…
—Lo sé —dijo Natiya, levantando la mano para impedir que
Synové se embarcara en una larga explicación—. Bien. Sólo recuer-
da, pasa un tiempo en el asentamiento primero. La Boca del In erno
viene después. Haz sólo preguntas. Reúne información. Consigue los
suministros que necesites. Mantén un per l bajo hasta que llegu-
emos allí.
Wren resopló. El per l bajo era sin duda una de mis especialida-
des, pero no esta vez. Meterme en problemas era mi objetivo, para
variar.
El galope rompió el tenso intercambio. —¡Natiya!
Nos giramos hacia Eben, con su caballo levantando suaves terro-
nes de hierba. Los ojos de Synové se iluminaron como si el sol acaba-
ra de guiñarle el ojo desde detrás de una nube. Dio la vuelta, con los
ojos jos sólo en Natiya. —Griz está refunfuñando. Quiere irse.
—Ya voy —respondió ella, y luego sacudió el cuadrado de tela
que sostenía. Era una camisa. Una camisa muy bonita. Se tocó la mej-
illa con la suave tela en la mejilla y luego la colocó sobre el monu-
mento de piedra. —Lino Cruvas, Jeb —susurró—. El más no.

Llegamos a la boca del valle y Natiya se detuvo y miró hacia atrás


por última vez. —Recuerda esto —dijo—. Veinte mil. Ese es el núme-
ro de personas que murieron aquí en un solo día. Vendans, Morrig-
hese y Dalbretch. No los conocía a todos, pero alguien sí. Alguien
que les llevaría una or de prado si pudiera.
O una camisa de lino de Cruvas.
Ahora sabía por qué Natiya nos había traído aquí. Esto fue por
orden de la reina. Mira. Mira bien y recuerda las vidas perdidas. Personas
reales que alguien amaba. Antes de que te dediques a la tarea que te he enco-
mendado, ve la devastación y recuerda lo que hicieron. Lo que podría suce-
der de nuevo. Sepan lo que está en juego. Los dragones eventualmente des-
piertan y se arrastran desde sus oscuras guaridas.
Había visto la urgencia en los ojos de la reina. Lo había oído en su
voz. No se trataba sólo del pasado. Ella temía por el futuro. Algo se
estaba gestando, y ella estaba desesperada por detenerlo.
Observé el valle. Desde la distancia, los huesos y los carros se
mezclaban en un tranquilo mar verde, ocultando la verdad.
Nada era lo que parecía.

La queja de Griz para levantar el campamento no era nada nuevo.


Le gustaba acampar temprano y marcharse temprano, a veces inclu-
so cuando aún estaba oscuro, como si fuera una especie de victoria
sobre el sol. Cuando regresamos, su caballo ya estaba recogido y la
hoguera apagada. Observó con impaciencia cómo los demás nos ab-
rochábamos los maletines y las bolsas.
A una hora de cabalgata, nos íbamos a separar. Griz se dirigía a
Cívica en Morrighan. La reina tenía noticias que quería compartir
con su hermano, el rey, y no con aba en nadie más para entregarlas,
ni siquiera en el Valsprey que utilizaba para otros mensajes. El
Valsprey podía ser atacado por otras aves, derribado o podrían inter-
ceptar los mensajes, mientras que nada podía detener a Griz. Excep-
to, quizás, un rápido viaje lateral a Terravin, que era probablemente
la razón por la que tenía tanta prisa. A Synové le gustaba bromear
con que tenía un amorío allí. Eso siempre lo hacía explotar de nega-
ción. Griz era un Rahtan de la vieja escuela, pero el Rahtan ya no era
la élite de los diez que se rigen por las normas. Ahora éramos veinte.
Muchas cosas habían cambiado desde que la reina llegó al poder,
incluida yo.
Cuando empecé a armar mi tienda, Griz se acercó y se puso sobre
mi hombro para observar. Yo era la única que utilizaba una tienda de
campaña. Era pequeña. No ocupaba mucho espacio. La primera vez
que me vio usar una en una misión en una provincia del sur, se
mostró reticente. No usamos tiendas de campaña, había dicho con total
desagrado. Recordé la vergüenza que sentí. En las semanas siguien-
tes, convertí esa humillación en determinación. La debilidad te con-
vertía en un objetivo y yo me había prometido hacía tiempo que no
volvería a ser un objetivo. Enterré mi vergüenza bajo una armadura
cuidadosamente elaborada. Los insultos no podían penetrarla.
La inquietante estatura de Griz arrojó una sombra montañosa
sobre mí. —¿Mi técnica de plegado no cuenta con tu aprobación? —
pregunté.
No dijo nada.
Me giré y le miré. —¿Qué pasa, Griz? —le espeté.
Se frotó la barbilla erizada. —Hay mucho territorio abierto entre
aquí y la Boca del In erno. Un territorio vacío y llano.
—¿Qué quieres decir?
—¿Estarás… bien?
Me puse de pie, empujando mi tienda doblada en su vientre. Lo
agarró. —Yo me encargo de esto, Griz. Relájate.
Su cabeza se inclinó en un asentimiento vacilante.
—La verdadera pregunta es —añadí, largo y tendido para dar
efecto—, ¿y tú?
Me miró, con el ceño fruncido en forma de pregunta, llevándose
la mano al costado.
Sonreí y le tendí la daga corta.
Su ceño se transformó en una sonrisa de mala gana y la guardó
en su funda vacía. Sus cejas pobladas se alzaron y movió la cabeza
en señal de aprobación. —Quédate a favor del viento, Diez.
Diez, mi apodo ganado con mucho esfuerzo. Era su reconocimi-
ento de con anza. Moví las puntas de los dedos en señal de agrade-
cimiento.
Nadie, especialmente Griz, olvidaría nunca cómo me lo había ga-
nado.
—Te re eres a ese día, ¿no? —llamó Eben.
Miré jamente a Eben. Y nadie, especialmente Eben, olvidaría
jamás que mi vida como Rahtan comenzó el día en que escupí en la
cara de la reina.
CAPÍTULO 2
KAZI

La reina caminaba por las estrechas y sucias calles del barrio de


Brightmist cuando la vi. No lo había planeado, pero incluso los acon-
tecimientos no planeados pueden llevarnos por caminos que nunca
esperamos recorrer, cambiando nuestros destinos y lo que nos de -
ne. Kazimyrah: huérfana, rata callejera invisible, chica que desa ó a
la reina, Rahtan.
A los seis años ya me habían empujado por un camino, y el día
que escupí en la cara de la nueva reina me enviaron a otro. Ese mo-
mento no sólo había de nido mi futuro, sino que la inesperada res-
puesta de la reina —una sonrisa— había de nido su reinado. Su es-
pada colgaba lista en la vaina1 a su lado. Una multitud sin aliento
había esperado a ver qué pasaba. Sabían lo que habría pasado antes.
Si ella fuera el Komizar, yo ya estaría tirada en el suelo sin cabeza.
Su sonrisa me había asustado más que si hubiera sacado su espada.
En ese momento supe, con certeza, que la vieja venda que conocía
había desaparecido, y que nunca la recuperaría. La odié por ello.
Cuando se enteró de que no tenía familia a la que convocar, les
dijo a los guardias que me habían detenido que me llevaran a la Sala
del Sanctum. Me creía muy inteligente en ese entonces. Demasiado
inteligente para esta joven reina. Para entonces ya tenía once años y
era impermeable a un intruso. La burlaría como a todos los demás.
Después de todo, era mi reino. Tenía todos mis dedos y una reputaci-
ón que los acompañaba. En las calles de Venda, me llamaban Diez
con un respeto susurrado.
Un juego completo de dedos era legendario para un ladrón, o un
presunto ladrón, porque si alguna vez me hubieran pillado con bi-
enes robados, mi apodo habría sido Nueve. Los ocho señores que
impartían el castigo por robar tenían un nombre diferente para mí.
Para ellos, yo era la Hacedora de Sombras porque, incluso en pleno
mediodía, juraban que podía conjurar una sombra que me tragara.
Algunos incluso frotaban amuletos ocultos cuando me veían llegar.
Pero tan útil como las sombras era conocer las estrategias de la polí-
tica callejera y las personalidades. Perfeccioné mi arte, enfrentando a
los señores y mercaderes entre sí como si yo fuera un músico y ellos
tambores que retumbaban bajo mis manos, haciendo que uno se jac-
tara ante el otro de que nunca le había dado gato por liebre, hacien-
do que todos se sintieran muy inteligentes, incluso mientras los lle-
naba de artículos que podía utilizar mejor en otro lugar. Sus egos
eran mis cómplices. En los callejones, túneles y pasarelas aprendí mi
o cio, y mi estómago fue mi implacable maestro de ceremonias. Pero
había otro tipo de hambre que me impulsaba también, un hambre de
respuestas que no se arrancaban tan fácilmente de las mercancías de
un señor rico. Ese era mi amo más profundo y oscuro.
Pero debido a la reina, casi de la noche a la mañana presencié có-
mo se disolvía mi mundo. Me había muerto de hambre y me había
abierto camino hasta esta posición. Nadie me lo iba a quitar. Las est-
rechas y sinuosas calles de Venda eran todo lo que había conocido, y
su inframundo era todo lo que entendía. Sus miembros eran una co-
alición desesperada que apreciaba el calor del estiércol de caballo en
invierno, un cuchillo en un saco de arpillera y el rastro de grano der-
ramado que dejaba, el ceño fruncido de un comerciante engañado al
darse cuenta de que le faltaba un huevo en su canasta.
Me gustaba decir que robaba sólo por hambre, pero no era cierto.
A veces robaba a los señores sólo para hacerles la vida más miserab-
le. Eso me hizo preguntarme si alguna vez me convertiría en una se-
ñora, ¿me cortaría los dedos para asegurar mi lugar de poder? Por-
que había aprendido que el poder podía ser tan seductor como un
pedazo de pan caliente.
Con nuevos tratados rmados entre los reinos que permiten el
asentamiento de Cam Lanteux, uno por uno, aquellos a quienes robé
y con los que se fueron a vivir en espacios abiertos para comenzar
nuevas vidas. Me convertí en un pájaro desplumado batiendo alas
sin plumas, de repente inútil, pero mudarme a un asentamiento agrí-
cola en medio de la nada era algo que no haría. Era algo que no pude
hacer. Lo aprendí cuando tenía nueve años y había viajado una corta
distancia más allá de los muros del Sanctum en busca de respuestas
que se me habían escapado. Cuando volví a mirar la ciudad que de-
saparecía y vi que era una mera mota en un paisaje vacío, no podía
respirar y el cielo se arremolinaba en corrientes vertiginosas. Me gol-
peó como una ola as xiante. No había ningún lugar donde esconder-
se. No había sombras en las que fundirse, ni solapas de tiendas de
campaña tras las que agacharse o escaleras bajo las que desaparecer;
no había camas bajo las que esconderse en caso de que alguien vini-
era a buscarme. No había ningún lugar al que escapar. La estructura
de mi mundo había desaparecido —el suelo, los techos, las paredes
— y yo otaba suelta, sin ataduras. A duras penas conseguí volver a
la ciudad y nunca más me fui.
Sabía que no sobreviviría en un mundo de cielo abierto. Escupir
en la cara de la reina había sido mi inútil intento de salvar la existen-
cia que me había forjado. Ya me habían robado la vida una vez. Me
negué a que volviera a suceder, pero sucedió igualmente. Algunas
mareas crecientes no pueden contenerse, y el nuevo mundo se desli-
zó alrededor de mis tobillos como el agua en la orilla y me arrastró
hacia su corriente.
Mis primeros meses en Sanctum Hall fueron turbulentos. Toda-
vía no sé por qué nadie me estranguló. Yo lo habría hecho. Robé to-
do lo que estaba a la vista y fuera de la vista, y lo atesoré en un pasa-
je secreto bajo la escalera de la Torre Este. Las habitaciones privadas
eran inmunes. La bufanda favorita de Natiya, las botas de Eben, las
cucharas de madera del cocinero, las espadas, los cinturones, los lib-
ros, las alabardas de la armería, el cepillo de pelo de la reina. A veces
los devolvía, a veces no, concediendo misericordias como una reina
caprichosa. Griz rugió y me persiguió por los pasillos la tercera vez
que le robé la navaja.
Finalmente, una mañana, la reina me aplaudió cuando entré en la
galería del Consejo, diciendo que era evidente que había dominado
el robo, pero que ya era hora de que aprendiera otras habilidades.
Se levantó y me entregó una espada que había robado.
La miré jamente, preguntándome cómo la había conseguido. —
Yo también conozco bien ese pasaje, Kazimyrah. No eres la única
furtiva en el Santuario. Démosle un mejor uso que el de oxidarse en
un oscuro y húmedo hueco de la escalera, ¿de acuerdo?
Por primera vez, no me resistí.
Quería aprender más. No sólo quería poseer las espadas, cuchil-
los y mazas que había adquirido. También quería saber cómo usar-
los, y usarlos bien.

El paisaje se volvía más plano ahora, como si unas manos enor-


mes se hubieran anticipado a nuestro paso y hubieran alisado las ar-
rugas de las colinas. Las mismas manos debían haber limpiado las
colinas de ruinas. Era extraño no ver nada. Nunca había viajado
mucho por un camino en el que no se viera alguna evidencia de un
mundo anterior. Las ruinas de los Antiguos eran abundantes, pero
aquí no había ni una sola pared derrumbada para proyectar una
sombra miserable. Nada más que cielo abierto y viento sin restricci-
ones presionando mi pecho. Me obligué a respirar profundamente,
concentrándome en un punto en la distancia, ngiendo que tenía
una ciudad mágica en sombras esperando para recibirme.
Griz se había detenido y hablaba con Eben y Natiya sobre los lu-
gares de encuentro. Era hora de separarse. Cuando terminó, se giró y
miró con descon anza la inmensidad que teníamos delante, como si
estuviera buscando algo. Su mirada se posó nalmente en mí. Me es-
tiré y sonreí como si estuviera disfrutando de un paseo veraniego. El
sol estaba alto y arrojaba sombras nítidas sobre su rostro marcado
por la batalla. Las arrugas alrededor de sus ojos se hicieron más pro-
fundas.
—Una cosa más. Cuiden sus espaldas en este tramo. Perdí dos
años de mi vida cerca de aquí por no mirar por encima del hombro.
—Nos contó cómo él y un o cial de Dalbreck habían sido abordados
por cazadores de mano de obra y arrastrados a trabajar en un cam-
pamento minero.
—Estamos bien armados —le recordó Wren.
—Y está Synové —añadí—. Tienes esto cubierto, ¿verdad, Syn?
Ella agitó los ojos como si estuviera viendo una visión, y asintió.
—Lo tengo. —Luego hizo un movimiento de barrido con los dedos y
susurró alegremente—: Ahora ve a disfrutar de tu tiempo con tu
amor.
Griz bramó y levantó la mano, rechazando la idea. Murmuró una
maldición mientras se alejaba.
Conseguimos salir sin más instrucciones de Natiya. Ya estaba to-
do previsto, tanto la mentira como la realidad. Eben y Natiya se diri-
gían al sur, a Parsuss, la sede de Eislandia, para hablar con el rey y
hacerle saber que estábamos interviniendo en su territorio. Primero
fue un granjero, como la mayoría de los eislandianos, y todo su ejér-
cito estaba formado por unas pocas docenas de guardias que tambi-
én trabajaban en sus campos. Tenía pocos recursos para hacer frente
a los disturbios. Griz también había descrito al rey como un hombre
manso, más de manos que de cuello, y que no sabía cómo controlar
sus lejanos territorios del norte. La reina estaba segura de que él no
se opondría, pero estaba obligada por el protocolo a informarle. Era
una precaución diplomática por si algo salía mal.
Pero nada saldría mal. Se lo había prometido.
Aun así, al rey eislandés sólo se le contaría la mentira de nuestra
visita, no nuestra verdadera misión. Ese era un secreto demasiado
bien guardado, que no debía compartirse ni siquiera con el monarca.
Guardé el mapa y empujé mi caballo en dirección a la Boca del
In erno. Synové miró hacia atrás, observando cómo Eben y Natiya
seguían su camino, juzgando la distancia a la que cabalgaban y si in-
tercambiaban palabras. No sabía por qué sentía afecto por él, había
otros chicos. Synové estaba enamorada del amor. En cuanto estuvi-
eron fuera del alcance del oído, preguntó:
—¿Crees que lo han hecho?
Wren gimió.
Esperaba que se re riera a otra cosa, pero preguntó de todos mo-
dos. —¿Quién hizo qué?
—Eben y Natiya. Ya sabes, eso.
—Tú eres la que sabe —dijo Wren—. Tú debes saber.
—Tengo sueños —corrigió Synové—. Y si ambos se esforzaran un
poco más, también tendrían sueños. —Sus hombros temblaron de
disgusto—. Pero ese es un sueño que no me interesa tener.
—Tiene razón —le dije a Wren—. Algunas cosas no deberían
imaginarse ni soñarse.
Wren se encogió de hombros. —Nunca los he visto besarse.
—O incluso agarrarse de la mano —añadió Synové.
—Pero ninguno de los dos es precisamente del tipo cariñoso —les
recordé.
El ceño de Synové se frunció en señal de contemplación, sin que
ninguno de nosotras dijera lo que sabíamos. Eben y Natiya se junta-
ban de forma muy apasionada. Sospechaba que habían hecho mucho
más que besarse, aunque no era algo en lo que me jara. Realmente
no me importaba ni quería saberlo. En cierto modo, suponía que yo
era como Griz. Primero fuimos Rahtan, y apenas había tiempo para
hacer otras cosas. Eso sólo creaba complicaciones. Mis pocos y bre-
ves coqueteos con los soldados con los que me había juntado sólo me
llevaban a distracciones que decidí que no necesitaba, del tipo arries-
gado, que despertaron un anhelo en mí y me hicieron pensar en un
futuro con el que no se podía contar.
Cabalgamos, con Synové haciendo la mayor parte de la conversa-
ción como siempre hacía, llenando las horas con múltiples conversa-
ciones, ya fuera la hierba ondulante que rozaba las pezuñas de nu-
estros caballos o la sopa salada de puerros que solía hacer su tía. Sa-
bía que al menos una parte de la razón por la que lo hacía era para
distraerme de un mundo plano y vacío que a veces se balanceaba y
tejía y amenazaba con meterme en su boca abierta. A veces su parlo-
teo funcionaba. A veces me distraía de otras maneras.
De repente, Wren extendió la mano como advertencia y nos indi-
có que nos detuviéramos. —Jinetes. Tercera campana —dijo. El bor-
de a lado de su ziethe2 cortó el aire mientras la desenfundaba y la ha-
cía girar, preparada. Synové ya estaba apuntando una echa.
A lo lejos, una nube oscura rozaba la llanura y crecía a medida
que se acercaba a nosotros. Desenfundé mi espada, pero de repente
la nube oscura se desvió hacia arriba, hacia el cielo. Voló cerca de
nuestras cabezas, con un antílope retorciéndose en sus garras. El vi-
ento de las alas de la criatura nos levantó el pelo y todas nos agacha-
mos instintivamente. Los caballos se encabritaron. En una fracción
de segundo, la criatura ya había desaparecido.
—¡Jabavé! —gruñó Wren mientras trabajábamos para calmar a nu-
estros caballos—. ¿Qué demonios ha sido eso?
Griz se había olvidado de advertirnos sobre esto. Había oído hab-
lar de estas criaturas, un rumor en realidad, pero pensaba que sólo
estaban en el lejano país del norte, por encima de Infernaterr. Al pa-
recer, hoy no.
—Racaa —respondió Synové—. Uno de los pájaros que comen
Valsprey. No creo que coman humanos.
—¿Crees? —gritó Wren. Sus mejillas marrones brillaban de furia
—. ¿No estás segura? ¿Qué tan diferente puede ser nuestro sabor al
de un antílope?
Deslicé mi espada de nuevo en su vaina. —Lo su cientemente di-
ferente, podemos esperar.
Wren se recompuso, guardando su ziethe. Llevaba dos, uno en ca-
da cadera, y los mantenía bien a lados. Era más que capaz de enf-
rentarse a atacantes de dos piernas, pero un ataque alado requería
un momento de reevaluación. Vi cómo los cálculos daban vueltas en
su mente. —Podría haberlo derribado.
Sin duda. Wren tenía la tenacidad de un tejón acorralado.
Los demonios que la impulsaban eran tan exigentes como los mí-
os, y había perfeccionado sus habilidades hasta alcanzar un lo imp-
lacable. Había visto cómo su familia era masacrada en la plaza de
Blackstone cuando su clan cometió el error mortal de animar a una
princesa robada. Lo mismo ocurría con Synové, y aunque Syn se ha-
cía la inocente alegre, había un trasfondo letal que la recorría. Había
matado a más asaltantes que Wren y yo juntas. Siete, según el último
recuento.
Con su echa de vuelta en su carcaj3, Synové reanudó su charla.
Al menos, durante el resto del viaje, tenía algo más de lo que hablar.
Los racaa eran una nueva distracción.
Pero la sombra de la racaa hizo que mis pensamientos se dirigi-
eran en otra dirección. A estas alturas de la semana que viene, serí-
amos nosotras los que nos abalanzaríamos sobre la Boca del In erno,
proyectando nuestra propia sombra, y si todo iba bien, en poco tiem-
po estaría partiendo con algo mucho más vital que un antílope en
mis garras.
Hace seis años se libró una guerra, la más sangrienta que jamás
haya visto el continente. Miles murieron, pero solo un puñado de
hombres fueron sus arquitectos. Uno de esos hombres todavía estaba
vivo, y algunos pensaban que era el peor: el Capitán de Guardia de
la ciudadela de Morrighan. Traicionó el mismo reino que había jura-
do proteger y poco a poco se in ltró en la fortaleza con soldados
enemigos para debilitar a Morrighan y ayudarlo a caer. Algunos sol-
dados que habían estado bajo su mando simplemente habían desa-
parecido, tal vez porque empezaron a sospechar. Sus cuerpos nunca
fueron encontrados. Sus crímenes fueron numerosos. Entre ellos,
ayudar a envenenar al rey y asesinar al príncipe heredero y a treinta
y dos de sus camaradas. El Capitán de la Guardia había sido el fugi-
tivo más perseguido del continente desde entonces.
Había escapado dos veces de las garras de los reinos y luego pa-
recía haber desaparecido por completo. Nadie lo había visto en cinco
años, pero ahora un avistamiento casual y un comerciante ansioso
por compartir información se habían convertido en una pista espe-
ranzadora. Él entregó su propio reino, me había dicho la reina, y las vi-
das de miles para alimentar su codicia por más. Los dragones hambrientos
pueden dormir durante años, pero no cambian sus hábitos alimenticios. De-
be ser encontrado. Los muertos exigen justicia, al igual que los vivos.
Incluso antes de visitar el valle de los muertos, ya conocía el costo
de los dragones que acechan, los que se arrastran por la noche, ir-
rumpiendo en el mundo y devorando lo que les place. El fugitivo de
la reina pagaría porque robaba sueños y vidas sin mirar atrás, sin
importarle la destrucción que dejaba a su paso. Algunos dragones
podrían escabullirse para siempre, pero si el capitán Illarion, que tra-
icionó a sus compatriotas y provocó la muerte de miles estaba allí, la
Guardia de Tor no podría ocultarlo. Lo robaría y pagaría antes de
que su hambre matara a más personas.
Te necesito, Kazimyrah. Creo en ti. La creencia de la reina en mí ha-
bía signi cado todo.
Era un trabajo para el que estaba especialmente cali cada, y esta
misión era una oportunidad inmerecida de redimirme. Hace un año,
había cometido un error que casi me costó la vida y puso una manc-
ha en el historial casi perfecto de la primera guardia de la reina. Rah-
tan signi caba “nunca fallar”, pero yo había fallado estrepitosamen-
te. Apenas pasaba un día sin pensar en ello.
Cuando había confundido a un embajador de Reux Lau con otra
persona, se había desatado en mí algo salvaje y asilvestrado que no
sabía que estaba ahí… o quizá era un animal herido que había estado
alimentando en secreto durante mucho tiempo. Mis manos y piernas
no eran mías y me impulsaron hacia adelante. No tenía intención de
apuñalarlo, al menos no inmediatamente, pero se abalanzó inespera-
damente. Sobrevivió a mi ataque. Por suerte, mi cuchillo no había
hecho un corte profundo. Su herida sólo requirió unos puntos de su-
tura. Toda nuestra tripulación fue arrestada y encarcelada. En cuan-
to se determinó que había actuado sola, fueron liberados, pero yo
permanecí en una celda de una provincia del sur durante dos meses.
Tuvo que ser la propia reina la que suavizara la situación y consigui-
era mi liberación.
Esos meses me dieron mucho tiempo para pensar. En una fracci-
ón de segundo, había abandonado el control y la paciencia, las mis-
mas cosas de las que me enorgullecía y que me habían salvado el
pellejo durante años. Y lo que es peor, el error me hizo cuestionar mi
propia memoria. Tal vez ya no recordaba su rostro. Tal vez había de-
saparecido como tantos otros recuerdos que se habían desvanecido,
y esa posibilidad me aterraba mucho más. Si no lo recordaba, podía
estar en cualquier lugar.
Una vez que regresamos, fue Eben quien le contó a la reina sobre
mi pasado. No sabía cómo lo había averiguado. Nunca se lo había
contado a nadie, y a nadie le importaba realmente de dónde venía
una rata callejera. Éramos demasiados.
La reina me había llamado a su habitación privada. —¿Por qué no
me hablaste de tu madre, Kazimyrah?
Mi corazón latía enloquecido y un sabor enfermizo y salado me
subió a la garganta. Me obligué a bajarlo y apreté las rodillas, temi-
endo que se doblaran.
—No hay nada que contar. Mi madre está muerta.
—¿Estás segura de que está muerta?
En mi corazón estaba segura, y rezaba a los dioses cada día para
que lo estuviera.
—Si los dioses son misericordiosos.
La reina preguntó si podíamos hablar de ello. Sabía que sólo in-
tentaba ayudarme, y que le debía una explicación más completa des-
pués de todo lo que había hecho por mí, pero esto era un nudo con-
fuso de memoria y rabia que aún no había desenredado. Me excusé
sin contestarle.
Cuando salí de su habitación, acorralé a Eben en el hueco de la
escalera y arremetí contra él. —¡No te metas en mis asuntos, Eben!
¿Me oyes? ¡No te metas!
—Quieres decir que no me meta en tu pasado. No hay nada de
qué avergonzarse, Kazi. Tenías seis años. No es culpa tuya que tu…
—¡Cállate, Eben! No vuelvas a sacar el tema de mi madre o te cor-
taré el cuello y ocurrirá tan rápido y silencioso que ni siquiera sabrás
que estás muerto.
Su brazo salió disparado y bloqueó mi camino para que no pudi-
era pasar. —Tienes que enfrentarte a tus demonios, Kazi.
Me abalancé sobre él, pero estaba fuera de control y él no. Esperó
mi ataque y me hizo girar, inmovilizándome contra su pecho, apre-
tándome tan fuerte que no podía respirar, incluso mientras arreme-
tía contra él.
—Te entiendo, Kazi. Créeme, entiendo lo que sientes —me había
susurrado al oído.
Me enfurecí. Grité. Nadie podía entenderlo. Y menos Eben. Toda-
vía no había logrado asimilar los recuerdos que él despertaba. No
podía saber que cada vez que miraba su melena negra que le colgaba
de los ojos, o su piel pálida y sin sangre, o su mirada oscura y ame-
nazante, todo lo que veía era al conductor de Previzi que se había co-
lado en mi choza a mitad de la noche, sosteniendo una linterna en la
oscuridad preguntando, ¿Dónde está el mocoso? Todo lo que vi fue a
mí misma encogida en un charco de mis propios desechos, demasi-
ado asustada para moverme. Ya no tenía miedo.
—Te han dado una segunda oportunidad, Kazi. No la desperdici-
es. La reina se jugó el cuello por ti. Sólo puede hacerlo un número li-
mitado de veces. Ya no eres impotente. Puedes hacer otras cosas bi-
en.
Me abrazó con fuerza hasta que ya no quedaba resistencia en mí.
Estaba débil cuando por n me liberé, todavía enfadada, y me esca-
bullí para esconderme en un pasillo oscuro del Santuario donde na-
die pudiera encontrarme.
Más tarde supe por Natiya que tal vez Eben sí lo entendía. Tenía
cinco años cuando presenció cómo le clavaban un hacha en el pecho
a su madre y vio cómo quemaban vivo a su padre. Su familia había
intentado establecerse en el Cam Lanteux antes de que existieran tra-
tados que los protegieran. Era demasiado joven para identi car a qu-
ienes lo hicieron o incluso para saber de qué reino eran. Encontrar
justicia era imposible para él, pero la muerte de sus padres quedó
grabada en su memoria. Cuando conocí mejor a Eben y trabajé más
con él, ya no veía al conductor Previzi cuando lo miraba. Sólo veía a
Eben con sus propias peculiaridades y hábitos, y a alguien que tenía
su propio pasado lleno de cicatrices.
Haz otras cosas bien.
Fue un punto de in exión para mí, otro nuevo comienzo. Más
que nada quería demostrar mi lealtad a alguien que no sólo me ha-
bía dado una segunda oportunidad, sino que también había dado
una segunda oportunidad a toda Venda. La reina.
Había una cosa que nunca podría arreglar.
Pero tal vez había otras cosas que sí podía.
Acérquense, hermanos y hermanas.
Hemos tocado las estrellas,
Y el polvo de la posibilidad es nuestro.
Pero el trabajo nunca termina.
El tiempo da vueltas. Se repite.
Debemos estar siempre atentos.
Aunque el Dragón descansa por ahora,
Se despertará de nuevo
Y vagará por la tierra,
Su vientre lleno de hambre.
Y así será,
Por siempre.

—La canción de Jezelia

1 Una vaina es una funda ajustada para armas blancas o instrumen-


tos cortantes o punzantes. Las vainas pueden estar elaboradas de di-
versos materiales, incluyendo piel, madera y metales como bronce y
acero.
2 La ziethe o scythe es una especie de guadaña de guerra y militar
con un mango largo y una hoja curva de un solo lo en el lado cón-
cavo de la hoja. Eran utilizadas con frecuencia por los campesinos
durante la Edad Media que no tenían acceso a armas más costosas
como las espadas o pistolas.
3 La aljaba o carcaj es una caja o cilindro de piel, madera y/o tela
usada por los arqueros para transportar las echas, permitiéndoles
alcanzarlas con facilidad y rapidez.
CAPÍTULO 3
JASE BALLENGER

Por lo que se puede ver, esta tierra es nuestra. Nunca lo olvides. Fue de
mi padre y de su padre antes de eso. Este es el territorio Ballenger y siempre
lo ha sido, desde los Antiguos. Somos la primera familia, y cada pájaro que
vuela, cada aliento que se toma, cada gota de agua que cae, todo nos pertene-
ce. Nosotros hacemos las leyes aquí. Somos dueños de todo lo que se ve.
Nunca dejes que un puñado de tierra se te escape de las manos, o lo perderás
todo.
Puse la mano de mi padre a su lado. Su piel estaba fría, sus dedos
rígidos. Llevaba horas muerto. Parecía imposible. Hacía sólo cuatro
días que estaba sano y fuerte, y entonces se agarró el pecho al subir a
su caballo y se desplomó. El vidente dijo que un enemigo había lan-
zado un hechizo. El sanador dijo que era su corazón y que no se po-
día hacer nada. Fuera lo que fuese, en cuestión de días, se había ido.
Una docena de sillas vacías seguían rodeando su cama, la vigilia
terminó. Los sonidos de las largas despedidas se habían convertido
en una silenciosa incredulidad. Aparté mi silla y salí al balcón, respi-
rando profundamente. Las colinas se extendían en festones brumo-
sos hasta el horizonte. Ni un puñado, le había prometido.
Los demás esperaron a que saliera de la habitación con su anillo.
Ahora mi anillo. El peso de sus últimas palabras uyó a través de mí,
tan fuerte y poderoso como la sangre de Ballenger. Observé el inter-
minable paisaje que era nuestro. Conocía cada colina, cada cañón,
cada risco y cada río. Hasta donde se puede ver. Ahora todo parecía di-
ferente. Me alejé del balcón. Los desafíos llegarían pronto. Siempre
lo hacían cuando moría un Ballenger, como si uno menos en nuestro
número nos hiciera caer. La noticia llegaría a las múltiples ligas dis-
persas más allá de nuestras fronteras. Era un mal momento para mo-
rir. Las primeras cosechas estaban llegando, los Previzi exigían un
mayor reparto de sus cargas, y Fertig había pedido la mano de mi
hermana en matrimonio. Ella aún estaba decidiendo. No me gustaba
Fertig, pero quería a mi hermana. Sacudí la cabeza y me aparté de la
barandilla. Patrei. Ahora dependía de mí. Mantendría mi voto. La fa-
milia se mantendría fuerte, como siempre lo habíamos hecho.
Saqué mi cuchillo de la funda y volví a la cama de mi padre. Cor-
té el anillo de su dedo hinchado, lo coloqué en el mío y salí a un pa-
sillo lleno de caras expectantes.
Miraron mi mano, con rastros de la sangre de mi padre en el anil-
lo. Estaba hecho.
Sonó un estruendo de reconocimiento solemne.
—Vamos —dije—. Es hora de emborracharse.

Nuestros pasos resonaron por el vestíbulo principal con un pro-


pósito singular mientras más de una docena de nosotros nos dirigí-
amos hacia la puerta. Mi madre salió de la antesala oeste y me pre-
guntó a dónde iba.
—A la taberna. Antes de que las noticias estén en todas partes.
Me dio una palmada en la cabeza. —Las noticias salieron hace cu-
atro días, tonto. Los buitres olfatean la muerte antes de que llegue y
la rodean con la misma rapidez. La semana que viene ya estarán pi-
coteando nuestros huesos. ¡Ahora vete! Pero primero reparte limosna
en el templo. Luego puedes ir a beber a ciegas. Y mantén tu straza a
tu lado. Son tiempos inciertos. —También lanzó una mirada de ad-
vertencia a mis hermanos, que asintieron obedientemente. Su mirada
volvió hacia mí, todavía hierro, espinas y fuego, claro, pero supe que
detrás de ellos se había construido un muro doloroso. Incluso cuan-
do mi hermano y mi hermana murieron, ella no lloró, sino que cana-
lizó sus lágrimas en una nueva cisterna para el templo. Miró el anillo
en mi dedo. Su cabeza se movió ligeramente. Sabía que le inquietaba
verlo en mi mano después de veinticinco años de verlo en la de mi
padre. Juntos habían reforzado la dinastía Ballenger. Tenían once hij-
os juntos, nueve de los cuales aún vivían, más un hijo adoptivo, una
promesa de que su mundo sólo se fortalecería. En eso se centró, en
lugar de en lo que había perdido prematuramente. Se llevó mi mano
a los labios, besó el anillo y me empujó hacia la puerta.
Mientras bajábamos los escalones del porche, Titus susurró en
voz baja:
—¡La limosna primero, tonto! —Lo empujé con el hombro, y los
demás se rieron mientras bajaba por los escalones. Estaban prepara-
dos para una noche de problemas. Una noche de olvido. Ver morir a
alguien que estaba tan lleno de vida como mi padre, que debería ha-
ber tenido años por delante, era un recordatorio de que la muerte
miraba por encima de todos nuestros hombros.
Mi hermano mayor, Gunner, se acercó mientras caminábamos ha-
cia los caballos que nos esperaban. —Paxton vendrá.
Asentí con la cabeza. —Pero se tomará su tiempo.
—Te tiene miedo.
—No tiene su ciente miedo.
Mason me dio una palmada en la espalda. —Al diablo con Pax-
ton. No vendrá hasta el entierro, si es que viene. Por ahora, sólo tene-
mos que emborracharte, Patrei.
Yo estaba listo. Necesitaba esto tanto como Mason y todos los de-
más. Necesitaba que se acabara y que todos siguiéramos adelante. A
pesar de lo débil que estaba mi padre antes de morir, consiguió decir
muchas cosas en sus últimos suspiros. Era mi deber escuchar cada
palabra y jurar mi lealtad incluso si él lo había dicho todo antes, y lo
había hecho. Me lo había dicho toda la vida. Estaba tatuado en mis
entrañas tanto como el sello Ballenger en mi hombro. La dinastía fa-
miliar —la de la sangre y la adoptiva— estaba a salvo. Aun así, sus
últimas y laboriosas instrucciones me atravesaron. No estaba prepa-
rado para soltar las riendas tan pronto. Los Ballenger no se inclinan an-
te nadie. Hazla venir. Los demás se darán cuenta. Esa parte podría resul-
tar un poco más difícil.
Los otros buitres que venían dando vueltas, esperando apoderar-
se de nuestro territorio, eran los que necesitaba aplastar primero,
Paxton el primero de ellos. No importaba que fuera mi primo: seguía
siendo la descendencia mal engendrada de mi tío, que había traici-
onado a su propia familia. Paxton controlaba el pequeño territorio de
Ráj Nivad en el sur, pero no le bastaba. Como el resto de su línea de
sangre, estaba consumido por los celos y la codicia. Aun así, era fami-
lia de sangre y venía a rendir honor a mi padre y a calcular nuestra
fuerza. Ráj Nivad estaba a cuatro días de camino. Todavía no había
oído nada, y si lo hubiera hecho, tardaría el mismo tiempo en llegar.
Tenía tiempo para prepararse.
Nuestro straza gritó a la torre, y ésta a su vez llamó a los guardias
de la puerta, autorizando nuestro paso. Las pesadas puertas de me-
tal se abrieron con un chirrido y las atravesamos. Sentí los ojos sobre
mí, sobre mi mano. Patrei.
La Boca del In erno se encontraba en el valle, justo debajo de la
Guardia de Tor, y sólo se podían ver algunas partes a través de las
copas de los árboles de tembris que la rodeaban como una corona.
Una vez le había dicho a mi padre que iba a subir a la cima de todos
ellos. Tenía ocho años y no me daba cuenta de lo lejos que llegaban
en el cielo, incluso después de que mi padre me dijera que la cima de
los tembris era el reino de los dioses, no de los hombres. No llegué
muy lejos, ciertamente no hasta la cima. Nadie lo había hecho nunca.
Y por muy alto que se extendieran los árboles, las raíces llegaban
hasta los cimientos de la tierra. Eran lo único más arraigado en esta
tierra que los Ballengers.
Cuando llegamos a la base de la colina, Gunner gritó y se adelan-
tó al grupo. Los demás le seguimos, con el ruido de los cascos golpe-
ando en nuestros huesos. Nos gustaba anunciar bien nuestras llega-
das a la ciudad.

La campana sonó suavemente, tan delicada como las copas de


cristal que se unen en un brindis. El timbre resonó a través de los ar-
cos de piedra del templo sin ser desa ado. Por muy desordenada y
ruidosa que fuera nuestra entrada en la ciudad, la familia respetaba
la santidad del templo, incluso si las cartas, los ojos rojos y los barri-
les de cerveza nadaran en nuestras visiones. Cinco campanadas más
y habremos terminado. Gunner, Priya y Titus se arrodillaron a mi la-
do, Jalaine, Samuel, Aram y Mason al otro. Ocupábamos toda la pri-
mera la. Nuestra straza —Drake, Tiago y Charus— se arrodillaron
detrás de nosotros. El sacerdote habló en la lengua antigua, revolvi-
endo las cenizas con sangre de ternera, y luego colocó la punta de un
dedo húmedo y ceniciento en cada una de nuestras frentes. Los por-
tadores de limosnas, de rostro sobrio, se llevaron nuestras ofrendas a
las arcas, consideradas aceptables por los dioses. Más que aceptab-
les, diría yo. Era su ciente para nanciar otro sanador para la enfer-
mería. Tres campanadas más. Dos.
Una. Nos pusimos de pie, aceptando la bendición del sacerdote, y
caminamos solemnemente en una sola la fuera del oscuro salón.
Los santos cincelados se alzaban sobre elevados pilares mirándonos,
y la cantilena de la bendición de la sacerdotisa otaba tras nosotros
como un fantasma protector.
En el exterior, Titus esperó a llegar al nal de la escalera para ha-
cer sonar un silbido estridente: la llamada a la taberna. Las bebidas
estaban a cargo del nuevo Patrei. El decoro ante la muerte hizo que la
emoción fuera demasiado super cial para Tito. Tal vez para todos
nosotros.
Sentí un tirón en mi abrigo. La vidente estaba acurrucada a la
sombra de una columna, con la capucha cubriendo su rostro. Dejé
caer algunas monedas en su cesta.
—¿Qué noticias tienes? —pregunté.
Tiró de mi abrigo hasta que me arrodillé a la altura de sus ojos.
Sus ojos eran piedras celestes y parecían otar, incorpóreos, en la
sombra negra de su capucha. Su mirada se aferró en la mía, su cabe-
za se inclinó hacia un lado como si se deslizara profundamente det-
rás de mis ojos. —Patrei —susurró.
—Ya lo has oído.
Sacudió la cabeza. —No desde fuera. Desde adentro. Tu alma me
lo dice. Desde fuera… oigo otras cosas.
—¿Cómo por ejemplo?
Ella se acercó, su voz callada como si temiera que alguien más es-
cuchara. —El viento susurra que vienen, Patrei. Vienen por ti.
Tomó mi mano entre sus dedos nudosos y besó mi anillo. —Los
dioses te cuidan.
Me solté suavemente y me puse de pie, sin dejar de mirarla. —Y
sobre ti.
Su noticia no era exactamente una novedad, pero no envidié las
monedas que le había lanzado. Todo el mundo sabía que nos enfren-
taríamos a desafíos.
No había llegado al último escalón cuando Lothar y Rancell, dos
de nuestros supervisores, arrastraron a alguien y lo arrojaron de ro-
dillas frente a mí. Lo reconocí, Hagur de la subasta de ganado.
—Desnúdalo —dijo Lothar—. Tal y como sospechabas.
Le miré jamente. No había negación en sus ojos, sólo miedo. Sa-
qué mi cuchillo.
—No delante del templo —suplicó, con las lágrimas corriendo
por sus mejillas—. Te lo ruego, Patrei. No me avergüences ante los
dioses.
Se agarró a mis piernas, inclinando la cabeza y sollozando.
—Ya estás avergonzado. ¿Creías que no nos íbamos a enterar?
No contestó, sólo lloró pidiendo clemencia, escondiendo su cara
en mis botas. Lo aparté de un empujón y su mirada se congeló en la
mía.
—Nadie engaña a la familia.
Asintió con furia.
—Pero los dioses se apiadaron de nosotros —dije—. Una vez. Y
ese es el camino de los Ballenger. Nosotros hacemos lo mismo. —
Envainé mi cuchillo—. Ponte de pie, hermano. Si vives en la Boca del
In erno, eres parte de nuestra familia. —Le tendí la mano. Me miró
como si fuera un truco, demasiado asustado para moverse. Me ade-
lanté, lo puse de pie y lo abracé—. Una vez —le susurré al oído—.
Recuérdalo. Durante el próximo año, pagarás el doble del diezmo.
Se apartó, asintiendo, dándome las gracias, tropezando con sus
pasos al retroceder, hasta que nalmente se dio la vuelta y echó a
correr. No volvería a engañarnos. Recordaría que era de la familia, y
uno no traicionaba a los suyos.
Al menos, así era como se suponía que debía funcionar.
Volví a pensar en Paxton y en las palabras del vidente. Vienen por
ti.
Paxton era una molestia, una sanguijuela chupasangre que había
desarrollado un gusto por el vino. Nos encargaríamos de él, igual
que todo lo demás.
Los carroñeros han huido, nuestros suministros ahora son de el-
los.
¿Desaparecido? él pide.
Asiento con la cabeza.
Yace agonizante en mis brazos, ya polvo y cenizas y un fantasma
de grandeza.
Presiona el mapa en mi mano.
Este es el verdadero tesoro. Consígalos allí. Depende de ti ahora. Proté-
gelos.
Promete que hay comida. La seguridad. Lo ha prometido desde
que cayeron las primeras estrellas. Ya no sé qué es la seguridad. Es
de una época antes de que yo naciera. Aprieta mi mano con sus últi-
mas fuerzas.
Sujétalo, no importa lo que tenga que hacer. Nunca te rindas. No esta
vez.
Sí, le respondo porque quiero que crea en sus últimos momentos
que todo su esfuerzo y sacri cio no es en vano. Su búsqueda nos sal-
vará.
Toma mi dedo, dice. Es tu única forma de entrar.
Saca una navaja de su chaleco y me la tiende. Niego con la cabe-
za. No puedo hacerle esto a mi propio abuelo.
Ahora, ordena. Tendrás que hacer cosas peores para sobrevivir. A veces
debes matar. Esto, dice, mirándose la mano, esto no es nada.
¿Cómo puedo desobedecer? Es el comandante en jefe de todo.
Miro a los que nos rodean, ojos hundidos, rostros llenos de suciedad
y miedo. Apenas conozco a la mayoría de ellos.
Me pone la navaja en la mano.
De muchos, ahora eres uno. Tu eres familia. La familia Ballenger. Proté-
janse unos a otros. Sobrevivir. Eres el remanente superviviente para el que
se construyó Tor’s Watch.
Solo tengo catorce años y todos los demás son más jóvenes. ¿Có-
mo podemos ser lo su cientemente fuertes para resistir a los carro-
ñeros, los vientos, el hambre? ¿Cómo podemos hacer esto solos?
Ahora, dice de nuevo.
Y hago lo que me ordena.
No emite ningún sonido.
Solo sonríe mientras cierra los ojos y toma su último aliento.
Y tomo mi primer aliento como líder de un remanente, encargado
por mi abuelo y comandante de mantener la esperanza.
No estoy seguro de poder.
—Greyson Ballenger, 14
CAPÍTULO 4
KAZI

Los corrales del ganado estaban rotos y esparcidos como yesca, y


el hedor de la hierba quemada nos invadía los pulmones. La rabia
ardió bajo mi piel al contemplar la destrucción. Wren y Synové re-
tumbaban de furia. Nuestra tarea se fracturó de repente y se multip-
licó como una imagen en un espejo destrozado. Al nal, la ira nos
serviría. Todos lo sabíamos. Nuestra falsa excusa para venir aquí —
investigar las violaciones del tratado— había crecido de repente, con
todo el cuerpo, a lado, todo dientes, garras y veneno.
El asentamiento constaba de cuatro casas, una casa larga, un gra-
nero y varios cobertizos. Todos habían sufrido daños. El granero es-
taba completamente destruido. Vimos a un hombre encorvado, que
estaba escarbando furiosamente un jardín, aparentemente ajeno a la
carnicería que lo rodeaba. Cuando nos vio llegar, levantó su azada
como arma, y luego la bajó cuando reconoció la capa de Wren hecha
con las telas remendadas del clan Meurasi. Mi chaleco de cuero tenía
grabado el venerado thannis que se encuentra en el escudo de Ven-
dan, y el caballo de Synové tenía la banda de la nariz con borlas de
los clanes que vivían en los pantanos del este. Todo claramente van-
deano si se sabía lo que se buscaba.
—¿Quién hizo esto? —pregunté cuando llegamos a él, aunque ya
lo sabía.
Se enderezó, empujando su espalda arqueada. Su rostro estaba
delineado por los años bajo el sol, sus pómulos eran colinas cansadas
en un paisaje caído. Rostros parciales se asomaban alrededor de las
puertas y entre los postigos agrietados de las viviendas que había
detrás de él, más colonos demasiado asustados para salir. Se llamaba
Caemus y explicó que los merodeadores habían llegado en plena
noche. Estaba oscuro y no podían ver sus caras, pero sabía que eran
los Ballengers. Habían llegado apenas una semana antes con una ad-
vertencia a los colonos para que mantuvieran sus cuernos cortos fu-
era de sus tierras. Se llevaron uno como pago.
Wren miró a su alrededor. —¿Sus tierras? ¿Aquí fuera? ¿En me-
dio del Cam Lanteux?
—Es todo de ellos —respondió—. Hasta donde alcanza la vista,
según ellos. Cada brizna de hierba les pertenece.
Los nudillos de Synové se blanquearon de rabia.
—¿Dónde está su ganado? —pregunté.
—Desaparecido. Se llevaron el resto. Supongo que como pago por
el aire que respiramos.
Me di cuenta de que tampoco había caballos. —¿Y los Ravians
que te regaló Morrighan?
—Todo ha desaparecido, excepto un viejo caballo de tiro para nu-
estra carreta. Algunos de los otros fueron al pueblo a comprar más
provisiones. No podrán conseguir mucho. Los vendedores pagan
mucho.
Tenía la mandíbula dura y los dedos apretados alrededor de la
azada. Los vendedores no se asustan fácilmente, pero dijo que temía
que algunos fueran demasiado temerosos para volver al asentamien-
to.
—No van a pagar una prima a nadie, ni el pago por el aire que
respiran —dije. Eché un último vistazo a los daños—. Puede que tar-
de un poco, pero se le reparará.
—No queremos más problemas de…
—Los otros colonos volverán, y serán ustedes quienes reciban el
pago.
Me miró, dudoso. —No conoces a los Ballenger.
—Es cierto —respondí—. Pero ellos tampoco nos conocen a no-
sotros.
Y estaban a punto de hacerlo.
La Boca del In erno estaba a veinte millas de distancia. Era una
ciudad remota y misteriosa, lejos de la sede de Eislandia, de la que
pocos sabían nada, aparte de que era un centro comercial en expansi-
ón. Hasta hace unos meses, nunca había oído su nombre. Pero se su-
ponía que era una ciudad lo su cientemente grande como para ofre-
cer la oportunidad de comprar y comerciar para el asentamiento. Es-
taba cansada e irritable mientras cabalgábamos. No había dormido
bien la noche anterior, ni siquiera en mi tienda. Este miserable y lla-
no desierto me picoteaba como un implacable pájaro agrio, y parecía
imposible que existiera una ciudad de tamaño considerable aquí fu-
era. Sentía que no había respirado profundamente en días. Synové
parloteaba sin parar, y yo le chasqueé como un cuervo chillón cuan-
do volvió a sacar el tema de la raca.
—Lo siento —dije tras un largo silencio—. No debería haberme
abalanzado sobre ti.
—Me temo que me he quedado sin temas frescos —respondió
Synové.
Me sentía realmente mal. Y ella tenía razón: lo sabía. No me gusta-
ba el silencio, y ella sólo intentaba llenarlo por mí. Estaba acostumb-
rada al ruido de la ciudad, al zumbido constante, al estruendo de la
gente y los animales, al repiqueteo de la lluvia en los tejados y al
chapoteo de los carros en los charcos de barro, al canto de los vende-
dores ambulantes que intentaban atraer a alguien para que comprara
una paloma, un amuleto o una taza de thannis humeante. Ansiaba
oír el rugido del río, el tintineo de los soldados al marchar por una
callejuela, el empuje de cien hombres que tiraban del gran puente
para colocarlo en su sitio, los sonidos de los huesos de los recuerdos
al columpiarse de mil cinturones, todo ello bullendo como algo vivo
y completo por sí mismo.
Todas esas cosas me ayudaban a esconderme. Eran mi armadura.
El silencio barrido por el viento me dejaba desnuda. —Por favor —
dije—, cuéntame cómo dan a luz de nuevo.
—Huevos, Kazi —interrumpió Wren—. No estabas escuchando.
Synové se aclaró la garganta, su señal para que nos calláramos. —
Les contaré una historia en su lugar.
Wren y yo levantamos las cejas dudosas, pero aun así lo agradecí.
Era una historia que ya había contado muchas veces, pero a me-
nudo añadía un giro inesperado para hacernos reír. Contó la historia
de la devastación, tal y como la contaban los habitantes de Fenland.
Volvió a su lenguaje grueso y fácil. El ángel Aster se hizo grande en
esta versión. Los dioses se habían vuelto perezosos, no cuidaban el
mundo como debían, y los Antiguos se habían elevado a posiciones
divinas, elevándose entre los cielos, voraces en poder, pero débiles
en sabiduría, aplastando todo a su paso, por lo que Aster, que era la
guardiana de los cielos, barrió con su mano la galaxia, reunió un pu-
ñado de estrellas y las arrojó a la tierra para destruir la maldad que
allí habitaba. Pero hubo un Remanente en la tierra que encontró pu-
ro de corazón, y a ellos les mostró misericordia, llevándolos lejos de
la devastación a un lugar seguro detrás de las puertas de Venda. —Y
a los fenlandeses, por supuesto, suprema sobre todos, les dio un gor-
do cerdo asado con una estrella brillante en la boca—. Cada vez que
contaba la historia, Aster obsequiaba a los habitantes de Fenland con
un regalo diferente, normalmente uno gordo y jugoso, dependiendo
del hambre que tuviera Synové en ese momento.
Wren también se encargó de contar la historia con los detalles de
su propio clan. En su versión no había cerdos asados, pero sí muchas
cuchillas a ladas. No tenía una versión propia, ningún clan al que
perteneciera —incluso entre los vendedores no tenía anclas—, pero
una cosa era constante en todas las versiones que escuché: los dioses
y los ángeles destruyeron el mundo cuando los hombres aspiraban a
ser dioses y la piedad había huido de sus corazones.
Nadie se salvó, salvo un pequeño Remanente que encontró el fa-
vor, y así fue como comenzaron todos los reinos, pero como la reina
advertía a menudo, El trabajo nunca termina. El tiempo da vueltas. Se re-
pite. Debemos estar siempre atentos.
Ahora parecía que debíamos vigilar a los Ballengers.
Wren tenía los ojos de un halcón y llamó primero. —¡Ahí está!
Las colinas ondulaban la llanura en la distancia, y nalmente apa-
recieron ruinas dispersas que moteaban el paisaje con ricas y exube-
rantes sombras, pero mucho más allá de ellas, escondida al pie de
una brumosa montaña de color lavanda, una mancha oscura se hizo
más grande. Tomó forma y color a medida que nos acercábamos y se
extendió como una bestia gigante que yacía a los pies de su melancó-
lico amo. ¿Qué clase de bestia era la Boca del In erno o, quizá más
importante, quién era su amo? Un óvalo de color verde intenso pare-
cía cernirse sobre todo ello como una premonitoria diadema de pú-
as. ¿Árboles? Árboles extraños, sobrenaturales. Nada como lo que
había visto antes.
Synové aspiró un poco. —¿Eso es la Boca del In erno?
Se me aceleró el pulso y aceleré los estribos. Mije resopló, dispu-
esto a romper el galope. Todavía no, muchacho. Todavía no.
Empezaron a aparecer vislumbres de calles antiguas, como lomos
de serpientes subterráneas que salían a la super cie como si viajaran
justo debajo de nosotros.
—Por los dioses —dijo Wren—. Es tan grande como Ciudad
Sanctum.
Respiré profundamente relajada y me senté de nuevo en mi silla
de montar. Esto iba a ser fácil.

La ciudad estaba justo dentro de la frontera de Eislandia, un Re-


ino Menor con forma de gran lágrima que cae, y la Boca del In erno
estaba en su cúspide, distante y alejada del resto del reino. Justo fu-
era de la frontera, la fortaleza de los Ballenger lo dominaba todo, pe-
ro su fortaleza era impenetrable según un informe que la reina había
recibido. Ya lo veríamos.
A diferencia del Sanctum de Venda, no había murallas alrededor
de esta ciudad, ni un Gran Río que la mantuviera prisionera. Se pa-
seaba con la audacia de un señor de la guerra, sin que nada se atrevi-
era a retenerla. Sus casas y aldeas se extendían con dedos fuertes y
torcidos, y toda la ciudad parecía estar encerrada sólo por el círculo
de árboles que se alzaba sobre ella como una corona mística. Había
múltiples puntos de entrada, y a lo lejos podíamos ver a muchos ot-
ros viajeros abriéndose paso hacia la ciudad también. A pesar de es-
tar todavía a una buena distancia, Wren eligió una ruina abandona-
da adecuada mientras pasábamos, y ella y Synové guardaron allí al-
gunas mochilas antes de continuar.
Aunque muchos viajeros entraron en la ciudad, cuando cabalga-
mos, atrajimos las miradas. Puede que vieran el escudo de Vendan
en nuestras monturas, o puede que vieran algo en nuestras caras. No
estábamos allí para comprar o vender mercancías. No estábamos allí
por ninguna razón que ellos percibieran como buena. Tenían razón.
Wren siseó. Sacudió la cabeza. Refunfuñó. —No me gusta. —Sacó
su ziethe, la hizo girar y la volvió a meter en su vaina, con el chasqu-
ido de la empuñadura contra el cuero.
Synové y yo intercambiamos una mirada. Sabíamos que esto iba a
ocurrir. Era el ritual de Wren, que recalculaba todos los riesgos en
los minutos previos a que los asumiéramos. —¿Estás segura? Son
una familia poderosa. Si te encierran…
—Sí —respondí antes de que pudiera proponer algo más. Era la
única manera de que esto funcionara—. Como le dije a Griz —dije,
nuestras miradas se encontraron—, tengo esto. Y tú también.
Ella asintió. —Parpadea al último.
—Siempre —con rmé.
Había todo tipo de leyes no escritas por las que vivíamos en las
calles. Wren sabía que esa era una de las mías. Parpadear en último
lugar no era sólo un consejo profesional para atraer a un objetivo, era
una aspiración de supervivencia.
Avanzamos, contemplando la extraña ciudad, señalando por tur-
nos las rarezas, como el entramado de estructuras que se alzaban en
lo alto, donde los gruesos y musculosos brazos de las ramas de los
árboles las mantenían rmemente en alto, los puentes colgantes de
cuerda que las conectaban con más estructuras —casas, tiendas, inc-
luso una gran posada que ascendía entre los árboles—, sombras sob-
re sombras y caminos interminables que seguir. La arquitectura de la
ciudad era una mezcla de lo antiguo y lo nuevo, ruinas reconvertidas
en casas y tiendas. Las antiguas piedras picadas de otro tiempo se
unían y encajaban con mármol recién pulido. En algunos lugares, los
gigantescos árboles formaban una rme tropa de centinelas apiña-
dos, con sus troncos tan anchos como dos carros, y sólo la luz mote-
ada bailaba a través de sus elevadas copas. En el centro de la ciudad,
los centinelas dieron un paso atrás, dejando una abertura para que el
sol brillara sin obstáculos en la Boca del In erno. Ahora brillaba sob-
re un edi cio de mármol blanco, dándole un brillo etéreo.
Un templo.
Era el punto central de una amplia plaza circular repleta de gente,
bullicio, ruido y todo lo que me gustaba. Me detuve, asimilándolo
todo, y luego, durante un puñado de segundos, contuve la respiraci-
ón. Era un hábito infructuoso del que no podía deshacerme, y escud-
riñé la multitud en busca de un rostro que me perseguía, pero que
nunca estaba allí. Suspiré con alivio y decepción a la vez cuando no
lo vi. Mientras dábamos vueltas, me di cuenta de que las avenidas
estaban dispuestas como los radios de una rueda con la plaza en el
centro. Encontramos una caballeriza para dar de comer y beber a nu-
estros caballos y, mientras Wren y Synové los acomodaban en los es-
tablos, le pedí al jefe de cuadra que me indicara cómo llegar a la o -
cina del magistrado.
—Aquí mismo. Lo estás viendo.
Los magistrados que había conocido en Reux Lau no limpiaban
los establos a escondidas. —¿También haces cumplir la ley aquí?
—Yo vigilo. Somos diez. —Sus hombros se echaron hacia atrás y
entrecerró un ojo—. ¿De qué va todo esto?
Le dije quién era, que estaba aquí por la autoridad del Rey de Eis-
landia, lo cual era sólo una pequeña exageración de la verdad, y tam-
bién por la Reina de Venda para investigar las violaciones del trata-
do.
No trató de disimular su lento examen de mis botas y de la espa-
da y los cuchillos que llevaba a mi lado. Su mirada se detuvo allí. —
No sé nada sobre violaciones.
Claro que no.
Me acerqué y él retrocedió un paso. Al parecer, incluso él conocía
a Rahtan. —Como ejecutor de la ley para tu rey, te ordeno que nos
digas todo lo que sepas.
Sacudió la cabeza y se encogió de hombros. Nada. Estaba dispu-
esto a convertir a la pequeña comadreja en un pan trenzado, pero era
demasiado pronto para eso. Tenía una caza más importante que ha-
cer. —Hay vendedores aquí en la ciudad comprando provisiones.
¿Los has visto?
Parecía aliviado de verme en camino. —Claro —respondió, ahora
con ganas de volver a hablar—. Los vi dirigirse hacia allí esta maña-
na. —Señaló una avenida al otro lado de la plaza—. Allí hay un mer-
cantil…
—¿Donde los vendedores tienen el privilegio de pagar doble?
Se encogió de hombros con indiferencia. —Tampoco sé nada de
eso, pero te diré que la gente de aquí es leal, y los Ballengers son los
dueños de esta ciudad. Siempre lo han sido.
—Interesante —dije—. ¿Eres consciente de que Boca del In erno
es parte de Eislandia, y no de la dinastía Ballenger?
Una sonrisa levantó la comisura de su boca. —A veces es difícil
distinguir la diferencia. La mitad de los que están aquí tienen alguna
relación con ellos, y la otra mitad están en deuda con ellos.
—De verdad. ¿Y cuál es usted, magistrado?
Su actitud taciturna volvió a orecer y sólo sonrió. Me di la vuelta
y me marché, pero sólo estaba a unos pasos cuando me llamó. —Sólo
una advertencia amistosa. Ten cuidado con los dedos de los pies que
pisas.
Amigable.
Reuní a Wren y a Synové, e hicimos algunas preguntas mientras
nos dirigíamos al mercadillo. Las respuestas que obtuvimos fueron
similares a las del magistrado. No sabían nada. No estaba segura de
si era porque éramos Rahtan o si tenían demasiado miedo de hablar
de los Ballengers a cualquier forma de ley.
Fuera del mercantil, un toldo a rayas se extendía sobre barriles y
cajas rebosantes de alimentos —granos, judías secas, carnes saladas,
corvejones en escabeche, frutas y verduras de colores—, todo ello ex-
puesto en ordenadas hileras. La abundancia me sorprendió, pero si-
empre lo hacía cuando viajaba a otras ciudades. En el interior, la ti-
enda parecía vender más alimentos y otros artículos. A través de los
escaparates vi palas, rollos de tela y una pared llena de tinturas. Un
carro tirado por un viejo caballo de tiro estaba aparcado cerca, y me
pregunté si pertenecería a los colonos de Vendan. Al acercarnos, vi
cómo un empleado ahuyentaba a unos niños que jugaban cerca de
unas cajas de naranjas apiladas. Me picó la lengua. Naranjas brillantes
y deliciosas. Sólo había probado una en toda mi vida, cuando entré a
robar en la casa de un terrateniente. Buscaba otra cosa, pero la en-
contré sentada en el centro de su mesa como un adorno venerado. Lo
olfateé y luego lo pelé con alegría, esparciendo la piel con hoyuelos
por la mesa para que el señor del barrio viera que su tesoro era apre-
ciado. Con cada rasgadura de la cáscara, respiré el celestial rocío de
su aroma. En cuanto pasó por mis labios, supe que era de inspiración
divina y que tenía que ser el primer alimento que los dioses habían
creado.
Me dolían las mejillas con el recuerdo de las cuñas doradas que
estallaban en mi boca. Incluso la forma en que se elaboraba me había
fascinado, imposiblemente organizada en pequeñas medias lunas or-
denadas y empaquetadas en una perfección dorada. Era la primera y
la última vez que comía una. Las naranjas rara vez llegaban a Venda
en los carros de Previzi, y cuando lo hacían eran un lujo reservado
sólo a los intendentes o gobernadores, normalmente como regalo del
Komizar, como las demás rarezas que sólo él podía conjurar. Comp-
rendía la lujuria de los niños por la misteriosa fruta.
Una mujer que salía del mercantil llamó a los niños, y éstos corri-
eron hacia el carro, saltando a la parte trasera, cogiendo de sus bra-
zos la mercancía que llevaba. Una vez apilada la mercancía, sus ojos
volvieron a mirar con anhelo las naranjas.
Wren llamó a la mujer en Vendan, y sus ojos se abrieron de inme-
diato, sorprendida de escuchar su propia lengua. Aquí hablaban lan-
dés, que era esencialmente idéntico al morrighese, la lengua predo-
minante del continente.
Una vez cerca, Synové preguntó: —¿Eres del asentamiento?
La mujer miró nerviosa a su alrededor. —Sí —dijo en voz baja—.
Me temo que hemos tenido algunos problemas. Algunas de nuestras
provisiones en una dependencia se quemaron, así que tuvimos que
venir a la ciudad por más.
Nos dijo que se había agotado el último dinero que tenían. Oí el
miedo en su voz. Su grupo había venido aquí para evitar las hambri-
entas estaciones de Venda, donde la vida no podía rascarse en la tier-
ra devastada y en barbecho. Un colosal ejército de Venda se había di-
suelto con la esperanza de algo mejor, pero ese algo mejor se estaba
convirtiendo en algo más para ellos, una dureza de un nuevo tipo.
Le expliqué que éramos Rahtan enviadas por la reina para comp-
robar su bienestar y le pregunté por los asaltantes. Su historia era la
misma que la de Caemus, estaba oscuro y no podían ver, pero los
Ballengers habían exigido un pago. —¿Dónde están los otros con los
que vinieron a la ciudad? —pregunté.
Señaló hacia la calle y dijo que estaban recogiendo lo que necesi-
taban en varias tiendas y que todos pensaban marcharse lo antes po-
sible. Cuando le pregunté si la mercantil le había cobrado el doble,
bajó la mirada, temerosa de responder, y dijo en voz baja: —No lo sé.
Miré un saco de arpillera vacío en la parte trasera del carro. —
¿Me lo prestas? —Sus ojos se clavaron con preocupación, pero asin-
tió.
Se lo puse en las manos a Wren y le indiqué que me siguiera. Ella
supo inmediatamente por qué y puso los ojos en blanco. —¿Ahora?
—Oh, sí. Ahora —respondí, y me dirigí al dependiente que su-
pervisaba la mercancía bajo el toldo. Señalé la caja de naranjas.
—¿Cuánto? —pregunté.
Su respuesta no fue rápida, sino que se inventó una respuesta só-
lo para mí. Me había visto hablar con la vendedora y probablemente
ya había adivinado que yo también era vendedora.
—Cinco grales cada uno.
Cinco. Incluso como extranjero en estos lugares, sabía que eso era
una fortuna. —De verdad —respondí, como si estuviera contemp-
lando el precio, entonces cogí uno y lo lancé al aire. Aterrizó con un
rme golpe en mi mano. Las cejas del dependiente se fruncieron en
una V profunda y su boca se abrió, dispuesto a ladrarme, pero en-
tonces cogí otro, y otro, y otro más, haciendo malabares con ellos en
el aire, y el dependiente se olvidó de lo que iba a decir. Se quedó con
la boca abierta y sus ojos giraron junto con las naranjas que giraban.
Yo sonreí. Me reí. Incluso cuando un cuchillo me atravesó, el mis-
mo cuchillo que me había atravesado cientos de veces, y cuanto más
sonreía, más sangraba, más rápido giraban las naranjas, más ardía
mi ira, pero me reí y parloteé como tantas veces porque eso era parte
del truco. Hazles creer. Sonríe, Kazi. Es sólo un juego inocente.
Era un truco que reservaba para los intendentes más descon -
ados, aquellos que no tenían piedad ni compasión por ninguna de
las ratas de la calle como yo. Aunque el premio era sólo un nabo me-
dio podrido o un cuadrado de queso duro para llenar la barriga va-
cía, valía la pena el riesgo de perder un dedo. Cada victoria me per-
mitiría pasar otro día, y ése era otro truco para sobrevivir en Venda.
Conseguir un día más. Morir mañana era otra de mis reglas. ¿Cuán-
tas veces había hipnotizado a los comerciantes de esta manera? Son-
riendo para engañarles, girando para robarles, atrayendo a multitu-
des a sus puestos para hacerles olvidar, utilizando los casi—despis-
tes, las llamadas a los que estaban en la multitud, y lanzando la mis-
ma fruta en sus brazos para distraerles y que nunca se dieran cuenta
de los que desaparecían.
El dependiente estaba su cientemente hipnotizado mientras se-
guía cogiendo una naranja tras otra, haciendo malabares, lanzándo-
las y redistribuyéndolas en una pila alta y ordenada en otro cajón,
incluso mientras comentaba la maravilla de las naranjas y lo nas
que eran las suyas, las mejores que había visto nunca. Una se tiraba a
un cajón, otra se dejaba caer en el saco de arpillera que esperaba a los
pies de Wren. Una vez que cuatro estaban a salvo en la bolsa, hice
malabares con la última pieza de fruta sobre el montón, formando
una pirámide perfecta. El empleado se rio y admiró la pila con
asombro, sin darse cuenta de que faltaba un solo orbe.
—Sus naranjas son preciosas, pero me temo que son demasiado
caras para mi bolsillo. —No le pasó desapercibido que varios habi-
tantes del pueblo se habían acercado a ver el espectáculo y ahora es-
taban examinando su mercancía. Me entregó una de las naranjas
más pequeñas y marcadas—. Con mis saludos.
Le di las gracias y volví al carro, mientras Wren me seguía de cer-
ca con el saco.
Ni siquiera los niños eran conscientes de lo que había dentro. Ol-
fateé la naranja cicatrizada, inhalando su perfume, y luego la dejé ca-
er con las demás, metiendo el saco entre otras provisiones para que
lo descubrieran más tarde. Continuamos por la calle para hablar con
más vendedores que vimos salir de la botica. Fue entonces cuando vi
que se avecinaban problemas.
Una multitud de jóvenes, llenos de fanfarronería —y de una noc-
he de juerga, a juzgar por su aspecto desaliñado—, caminaba hacia
nosotros. El del centro ni siquiera se había molestado en abrocharse
la camisa y tenía el pecho medio al aire. Era alto, con los hombros
anchos, y caminaba como si fuera el dueño de la calle. Su pelo rubio
oscuro colgaba desordenadamente sobre sus ojos, pero incluso desde
la distancia era fácil ver que estaban inyectados en sangre por la be-
bida. Aparté la vista, intercambiando miradas cómplices con Synové
y Wren, seguimos adelante. Karsen Ballenger, patriarca de la familia
sin ley, era mi entrada en la Guardia de Tor y el centro de nuestro
objetivo. Este grupo descuidado no era el tipo de problema que me
podía molestar.
CAPÍTULO 5
JASE

Sentí un empujón y mi cara se estrelló contra el suelo.


—Despierta.
Me di la vuelta y vi el banco del que me había caído y a Mason
que se cernía sobre mí. Entorné los ojos contra la luz brillante que
entraba por las ventanas de la taberna y alcé la mano para palparme
el cráneo, seguro de que tenía una cuchilla clavada.
Maldije a Mason y busqué una mano hacia arriba, y entonces me
di cuenta de que tenía el brazo desnudo.
—¿Dónde está mi camisa?
—Cualquiera puede adivinar —respondió Mason mientras me le-
vantaba. Se veía tan mal como me sentía yo.
Anoche había comprado bebidas para media ciudad, y estaba se-
guro de que otros tantos las habían comprado para mí. No había
grandes coronaciones cuando se nombraba a un nuevo Patrei, aun-
que en ese momento parecía una idea mucho mejor que los ritos que
habían pasado anoche, y no recordaba ni la mitad de ellos. Todo el
mundo quería formar parte de un ritual que sólo ocurría una vez ca-
da varias décadas, si teníamos suerte. Éste había llegado demasiado
pronto. Vi mi camisa esparcida por la barra y me acerqué a ella a
trompicones, pateando las botas de Titus, Drake y los demás que es-
taban tirados en el suelo. —Levántate.
Gunner gimió y se agarró la cabeza igual que yo, y luego vomitó
por el suelo. El olor hizo que mi propio estómago se revolviera. Nun-
ca más, juré en voz baja. Nunca.
—¡Arriba! —les gritó Mason a todos, y luego me dijo en voz más
baja cuando me estremeció el ruido—. Hay visitantes en la ciudad.
Soldados de Vendan, Rahtan, al menos eso es lo que dice uno de los
magistrados. Están haciendo preguntas.
—Hijo de puta —siseé, pero no demasiado alto, todavía frotándo-
me la sien. Cogí una jarra de agua medio vacía y me salpiqué la cara,
luego me puse la camiseta—. Vamos.
Las avenidas estaban abarrotadas. Había llegado la primera co-
secha, y los trabajadores agrícolas se agolpaban en las calles, gastan-
do los frutos de la temporada en todo lo que Boca del In erno podía
ofrecer, y los Ballengers se aseguraban de que ninguna necesidad
quedara sin cubrir. También llegaron comerciantes de otros reinos.
Todo el mundo era bienvenido en Boca del In erno, excepto los sol-
dados de Vendan, especialmente los que hacían preguntas. Rahtan.
La guardia de élite de la reina. Tal vez podría convertir esto a nuest-
ro favor después de todo.
—Allí. Más adelante. Deben ser ellos —dijo Mason, con los ojos
todavía sombríos. La mitad de nuestra tripulación seguía tirada en el
suelo en la taberna, pero extendí la mano para detener a Gunner, Ti-
tus y Tiago, que nos seguían. Quería observar primero a esos vende-
dores, ver qué estaban haciendo, y no parecían hacer preguntas. Ha-
bía tres de ellos fuera del mercantil —mujeres— y una de ellas esta-
ba haciendo malabares. Parpadeé, pensando que el magistrado se ha-
bía equivocado. Se trataba de una muchacha a la que podría haber
invitado a una copa la noche anterior, pero no cabía duda de que es-
taba preparada para los problemas, con una espada colgando de una
cadera y dos cuchillos en la otra. Su larga melena negra colgaba suel-
ta sobre los hombros, y se reía y charlaba con el dependiente de la ti-
enda mientras seguía haciendo malabares, y entonces…
Le di un codazo a Mason. —¿Has visto eso?
—¿Ver qué?
—¡Acaba de robar una naranja! —Al menos, me pareció que lo
había hecho. Me froté los ojos, inseguro. Sí. Lo hizo de nuevo.
—Vamos —dije, acercándome a ella. Ella me vio, sus ojos se co-
nectaron con los míos, examinándome lentamente como si fuera un
insecto, luego asintió a los que estaban con ella y se alejaron.
Como el in erno.
CAPÍTULO 6
KAZI

Interceptamos a los vendedores que salían de la botica, un matri-


monio. Sus ojos estaban marcados por la fatiga. Dejar Venda por lo
desconocido no era una elección fácil y, sin embargo, era su única es-
peranza de algo mejor. El hecho de que siguieran aquí, intentándolo,
demostraba lo desesperadamente que querían que funcionara. Las
ubicaciones de los asentamientos habían sido cuidadosamente elegi-
das, aprobadas por todos los reinos de antemano, normalmente cer-
ca de ciudades importantes para que hubiera un mayor potencial de
comercio y crecimiento, y de protección. Pero aquí estaban recibien-
do lo contrario.
No sólo las grandes potencias de Morrighan y Dalbreck querían
que los vandeanos se dividieran y dispersaran, los Reinos Menores
también lo hacían, temerosos de su número y de la fuerza que una
vez habían acumulado, pero la reina nunca lo había planteado como
una amenaza, sólo que era lo correcto. Eran personas que esperaban
un futuro mejor.
Las tropas vendrían si no se podían resolver las disputas, pero
antes de que llegaran las tropas, había que descubrir un problema
más oscuro aquí, discretamente. Cualquier olor de lo que realmente
buscábamos y nuestra presa podría desaparecer por completo, como
había ocurrido antes. Esta vez no, dijo la reina. Vi los fantasmas en
sus ojos. Incluso para ella, pensé, nunca desaparecen.
—¿Así que tampoco puedes identi car a los atacantes? —pregun-
té.
—No, nosotros…
—¿Qué está pasando aquí?
Suspiré. El grupo de bacantes nos había seguido. Me di la vuelta
y me enfrenté a ellos, mirando al líder del grupo, que estaba inyecta-
do en sangre. —Muévete, chico —ordené—. Esto no te concierne.
Sus ojos pasaron de estar inyectados en sangre a estar en llamas.
—¿Chico? —Se acercó y, con un rápido movimiento, lo puse de ro-
dillas y lo estampé contra la pared de la botica, con un cuchillo en la
garganta.
Su equipo saltó hacia adelante, pero se detuvo cuando vio la hoja
rme contra su piel.
—Así es, chico. Retira a tu pandilla de malhechores y muévete co-
mo te he ordenado, y tal vez no te corte tu bonito cuello.
Sus músculos se tensaron bajo mi agarre, su hombro era un nudo
de rabia y, sin embargo, el cuchillo estaba ajustado a su yugular. Lo
pensó detenidamente.
—Retrocedan —dijo nalmente a sus amigos.
—Sensato —dije—. ¿Preparados para seguir adelante?
—Sí —siseó.
—Buen chico —dije, aunque ahora tenía claro que no había nada
de chico en él.
Saqué el cuchillo de su cinturón y lo empujé. No protestó ni in-
tentó retroceder, sino que se tomó su tiempo para ponerse en pie. Se
puso de cara a mí y saludó con un gesto a los demás, que estaban
preparados para saltar en su defensa ahora que su cuello estaba a
salvo de mi cuchillo. Los segundos se alargaron y me estudió como
si estuviera memorizando cada centímetro de mi cara. La venganza
ardía en su mirada. Levantó el brazo y Wren y Synové se pusieron
en tensión, levantando sus armas, pero él sólo se apartó el espeso pe-
lo de la cara y, luego, con sus ojos todavía clavados en los míos, son-
rió.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Las sonrisas como la suya
me inquietaban. Tenía una historia con ellas. Signi caban algo más,
pero él sólo inclinó la cabeza a modo de despedida y dijo: —Le de-
seo una agradable estancia en la Boca del In erno. —Se dio la vuelta
y se alejó solo, sus amigos se fueron en dirección contraria, como si
les hubiera enviado algún comunicado privado. Yo conocía las seña-
les sutiles; Wren, Synové y yo las utilizábamos a menudo para co-
municarnos en silencio, pero si él había utilizado una, yo no la había
visto.
Me quedé perpleja durante un momento y volví a enfundar mi
cuchillo, observándolo mientras desaparecía por una avenida. Syno-
vé y Wren hicieron lo mismo con sus armas, y el ruido a nuestro al-
rededor, que se había acallado con la conmoción, se reanudó lenta-
mente. Me volví hacia la pareja, pero ambos se quedaron tiesos, con
los ojos muy abiertos por el horror.
—No pasa nada —dije—. Se han ido…
—¿Sabe quién era? —preguntó la mujer, con la voz temblorosa.
—Era…
—El Patrei —respondió su marido antes de que yo pudiera termi-
nar.
Tenía una descripción muy clara de Karsen Ballenger, un hombre
robusto, de unos cuarenta años, pelo castaño oscuro, ojos oscuros,
una cicatriz en la barbilla, y el rubio sucio y fanfarrón no era ni re-
motamente él.
—El Patrei es Karsen Ballenger —dije—. Él es…
—Karsen Ballenger está muerto —respondió el hombre—. Murió
ayer. Era Jase, su hijo, el nuevo Patrei.
¿Nuevo Patrei? ¿Karsen Ballenger ha muerto? ¿Ayer? No. Se equivo-
caron. Me dijeron que Karsen era joven, feroz y saludable. ¿Cómo
pudo…?
El anillo.
Mi estómago dio vueltas. El anillo de oro. Estaba en su dedo. Vis-
lumbré el oro cuando lo sujeté contra la pared, pero no le di impor-
tancia. Se suponía que debía estar en un hombre mayor.
Mi mente dio un vuelco y me sentí arrastrada por un camino
inesperado. Ya podía ver a Natiya enfurecida, a Griz rugiendo y a la
reina enterrando la cara entre las manos.
Respiré profundamente. Todavía hay tiempo para salvar esto. Si iba a
meterme en la piel de alguien que no fuera Karsen Ballenger, su hijo
era la siguiente mejor opción. Esto todavía podría funcionar. De hec-
ho, tal vez era el momento perfecto.
Miré en la dirección en la que había caminado. Solo.
Había querido que le siguiera. Me dijeron que Karsen Ballenger
tenía un gran ego. Era obvio que su hijo también lo tenía, tal vez más
grande. No iba a dejar pasar esta humillación.
—Vigilen el nal de la calle —les dije a Wren y a Synové—. No
dejen que su equipo me siga. —Y fui tras él.

Era una avenida tranquila, extrañamente vacía de gente, anque-


ada por las traseras de las tiendas, los contenedores de basura y los
troncos de los árboles gigantes. Las sombras cruzaban la calle em-
pedrada y llena de baches. No podía verlo, pero sabía que estaba
aquí. En algún lugar. Sentí el rastro caliente de rabia que dejó tras de
sí. Sí, quería que se enfadara, pero no tanto como para que me mata-
ra; eso no formaba parte del plan. Estaba inquietantemente tranqu-
ilo, y saqué mi espada a medias de su vaina, escudriñando las somb-
ras a ambos lados. Escuché sonidos, y un poco más allá del camino
oí un ruido de rozamiento, un gruñido, un suave traqueteo. Una re-
petición de los mismos sonidos. Volví la cabeza, tratando de deter-
minar de dónde procedía. Di otro paso y determiné que procedía de
un carril que se cruzaba unos metros más adelante. Me adelanté, con
cautela, y lo vi, pero no de la forma que esperaba. Estaba atado y
amordazado, la sangre le corría por la sien, y estaba en manos de un
hombre enorme, casi del tamaño de Griz. Ambos me vieron, y salí al
centro del carril.
—¿Qué creen que están haciendo? —les dije. No pensé que pudi-
era ser un truco. La sangre era real.
—No es asunto suyo, señorita. Sólo limpiando la basura de la cal-
le. Siga con sus asuntos.
Saqué mi espada. —Suéltalo —ordené.
—No, no lo creo. Es muy fuerte. Conseguiremos mucho por él.
Y entonces divisé un carro de heno no muy lejos de ellos, con los
laterales altos y una pesada lona echada por encima. ¿Cazadores de
trabajo? Una visión se arremolinó ante mis ojos. Una voz de hace
mucho tiempo que no pude bloquear me sacó el aire de los pulmo-
nes. Parpadeé, tratando de alejar los recuerdos.
—Por orden de la Reina de Venda, exijo que lo liberen ahora. Está
bajo mi custodia por violación del tratado.
Los ojos de Jase Ballenger se abrieron de par en par, y gimió y
luchó bajo su mordaza, pero el brazo del hombre era una prensa al-
rededor de él. Por un momento, lamenté haber tomado su cuchillo.
Podría haber evitado este dilema.
El hombre sonrió. —¿Quiere decir que está detenido? Bueno, si lo
pones así…
Su voz estaba cargada de sarcasmo, y los recuerdos volvieron a
asaltarme. Traerás una buena ganancia.
Jase gimió más fuerte.
—¡Suéltalo! ¡Ahora! —ordené.
Fue entonces cuando escuché un sonido detrás de mí. Me giré,
pero era demasiado tarde. Algo duro y pesado golpeó mi cabeza y
mis pies salieron volando debajo de mí. Mi mejilla se estrelló contra
los adoquines de barro, y alcancé a ver borrosamente unas botas ar-
rastrando los pies cerca de mí, pisando la espada que aún tenía en la
mano. Sentí que me la quitaba de las manos, que sus botas se acerca-
ban, que la punta de una de ellas me rozaba el hombro, y entonces la
niebla se oscureció hasta volverse negra.

Pensé que no podía ser peor. No abrí los ojos cuando me desperté
por primera vez, tratando de orientarme, escuchando en cambio los
ruidos que me rodeaban, sintiendo la roca y el vaivén bajo mi espal-
da, el sudor resbalando entre mis pechos, el palpitar de mi cabeza,
algo a lado cortando mis muñecas. Abrí los ojos de golpe. Mis mu-
ñecas estaban encadenadas, pero lo que es peor, mis botas habían
desaparecido y mi tobillo estaba encadenado a Jase Ballenger.
Estaba sentado frente a mí, sin la mordaza, balanceándose con el
vagón, con el lado de la cara cubierto de sangre seca y el resto bril-
lante por el sudor. Vio que yo estaba despierta. Su expresión era
sombría. Probablemente estaba mucho más que enfadado ahora, y
seguramente fantaseaba con la lentitud con la que me mataría si tu-
viera la oportunidad. Su escrutinio era as xiante, y giré la cabeza.
Fue entonces cuando percibí la vista de la parte trasera del vagón.
No había árboles, ni calles, ni montañas, ni siquiera colinas. Estába-
mos en medio de una llanura abierta, sin ningún lugar para escon-
derse ni para huir. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente?
Esto era más que un giro inesperado.
Era un deslizamiento incontrolado hacia el in erno.
CAPÍTULO 7
JASE

Lo último que habrían esperado Gunner y los demás es que desa-


pareciera en un carro de heno. Mantén la straza a tus lados. Mi madre
lo había dicho cientos de veces. Su orden era tan práctica como qu-
itarse el pelo de los ojos cada vez que salíamos de la Guardia de Tor.
Lo había escuchado desde que era un niño. Estos son tiempos incier-
tos. También se lo dijo a mi padre. Era su despedida. Nos habíamos
vuelto insensibles a ello. Los tiempos eran siempre inciertos, y nuest-
ras strazas estaban siempre ahí, una presencia a nuestro lado como
un cuchillo o una espada. Sólo había que verlas, no utilizarlas. La
principal diferencia entre los straza y los demás era su título, y quizá
la severidad de su ceño. Mis hermanos y yo éramos capaces de librar
nuestras propias batallas, y nos cubríamos las espaldas unos a otros.
Normalmente.
Pero no vimos venir esta batalla. Estaba ciego de rabia cuando le
hice una señal a Mason. Una leve inclinación de cabeza hacia el lado
que él leyó y entendió. Ve con los otros o no te seguirá. Da la vuelta y re-
únete conmigo en la caballeriza. Este Rahtan va a enfriar sus talones. To-
davía estaba ciego de rabia mientras caminaba por ese callejón. Chi-
co. Ella no sabía quién era yo, me lo imaginaba, pero también sabía
que sería cuestión de segundos que se diera cuenta y me siguiera.
Muévete y no te cortaré tu bonito cuello. Lo dijo con veneno y sinceri-
dad. Lo habría hecho. No había duda de que estaba impulsada, por
lo que no estaba seguro. Ni siquiera me conocía.
Pero yo también estaba motivado. Esta era mi ciudad, y no iba a
escupir órdenes.
Tan pronto como empecé a recorrer el callejón, debí haberlo sabi-
do. Mi padre siempre me había advertido, Si algo no se siente bien,
probablemente no lo es. Confía en tu instinto.
En esos primeros pasos, algo parecía estar mal, pero mis tripas es-
taban mareadas por una noche de cerveza, y a mitad del callejón mi
estómago se puso al día con mi rabia y me doblé para vomitar. Mi-
entras me limpiaba la boca, un yunque me golpeó en la cabeza y le
eché la culpa a ella; fue entonces cuando el cazador de mano de obra
me golpeó, tirándome al suelo. No le había oído acercarse y al prin-
cipio ni siquiera entendí quién o qué era. Mientras me amordazaba y
ataba, pensé que tal vez también era Rahtan, pero entonces llamó a
otro hombre que estaba más adelante en el callejón, diciendo que yo
traería un buen precio.
Y entonces apareció y exigió mi liberación.
La miré ahora, tumbada frente a mí. No se había movido en toda
la mañana, y me pregunté si se despertaría. No sabía por qué había
intentado advertirle de que el bruto se acercaba por detrás. Tal vez
porque la veía como una oportunidad para escapar. Había visto lo
rápido que se movía cuando me quitó las piernas de una patada en
la Boca del In erno. También re exioné sobre eso, o tal vez fue más
bien como si me hubiera enfurecido.
Mi estómago aún estaba crudo, vacío. Los cazadores no nos habí-
an dado nada más que agua desde que nos llevaron ayer. Vi cómo su
pecho apenas se elevaba, sus respiraciones tan super ciales que a ve-
ces creía que no respiraba. La había golpeado con fuerza, y supuse
que tenía un huevo de buen tamaño en la nuca. Había dudado en el
callejón cuando me vio, como si algo la hubiera distraído. Sus exi-
gencias habían desaparecido y una expresión de desconcierto había
cruzado su rostro. Tal vez fue sólo por ver su presa arrebatada delan-
te de sus narices.
Rahtan. Le di vueltas a la palabra y a lo que había pensado que
signi caba. Había visto a un Rahtan antes en Ráj Nivad, pero ningu-
no había sido como ella. Parecían asesinos y brutos, y eran grandes.
Apenas me llegaba al hombro. Y seguro que nunca hacían malabares.
Nada de esto cuadraba. ¿Podría ser una impostora? ¿Alguien envi-
ado por Paxton? Pero la había escuchado hablar en Vendan cuando
nos acercamos por primera vez. Nadie hablaba así por aquí, excepto
otros vendedores.
Sus párpados se agitaron. Por n volvía en sí, pero sus ojos per-
manecían cerrados, aunque su pecho se elevaba y su respiración se
hacía más completa. Estaba despierta. Evaluando su situación. Podía
decirlo. Estaba mal. Muy mala.
Escoria como esta no se había aventurado cerca de la Boca del In-
erno en años. Temían a los Ballengers. Pero con los asentamientos
moviéndose, probablemente pensaron que ellos también podrían.
Entrega un puñado y lo perderás todo. Mi padre tenía razón. Todas las
generaciones Ballenger habían tenido razón. No cederíamos nada
más; no compartiríamos ni un puñado de tierra.
Sus ojos se abrieron y su mirada se dirigió primero a sus manos
encadenadas, luego a nuestros tobillos encadenados, y nalmente
sus ojos se elevaron a los míos. No dije nada, me limité a mirarla j-
amente, dejando que lo asimilara todo.
¿Todavía planea arrestarme? Tal vez no.
Ya había pasado toda la noche intentando a ojar las cadenas o
forzar las cerraduras con un trozo de madera que había arrancado
del carro. Las cerraduras estaban aseguradas y estábamos atrapados.
Giró la cabeza, mirando por la parte trasera del vagón, y por primera
vez se estremeció. Si era miedo, lo amortiguó rápidamente y se le-
vantó para sentarse contra el costado del vagón. Hizo un gesto de
dolor al levantarse. Me pregunté si se había roto algo al golpearse
contra los adoquines. La mitad de su cara seguía cubierta de tierra.
Miró a su alrededor y por n se jó en los demás encadenados en la
carreta: éramos seis en total.
—Bienvenida a la esta —dije.
Me miró, sin inmutarse. Sus ojos eran lunas doradas ahumadas,
sus pupilas puntiformes, astutas, intrigantes, o tal vez fue el golpe en
la cabeza lo que le dio ese aspecto. Volvió a concentrarse en sus ma-
nos encadenadas y luego volvió a mirar nuestros tobillos encadena-
dos, examinándolos durante largos y profundos minutos. Sospeché
que eso era lo que más le molestaba. Si esperaba saltar de la parte
trasera del carro y huir, yo era su ancla. Observó lentamente a los de-
más. Éramos los únicos con grilletes en las piernas, tal vez debido a
nuestra posición en la parte trasera del vagón, pero todas sus manos
estaban atadas de forma similar a las nuestras. Sus expresiones eran
vacías, abatidas. Reconocí a dos de ellos de la Boca del In erno, uno
de la tonelería y otro de la herrería. Su mirada se desvió hacia el con-
ductor. También lo estudió durante un largo rato, y luego su barbilla
se levantó como lo había hecho cuando me dijo que me moviera. Sa-
bía que algo iba a pasar.
—¡Conductor! —llamó—. Detenga el carro. Tengo que orinar.
El conductor se rio y llamó por encima del hombro. —Te has sal-
tado el descanso para mear, cariño. Si tienes que ir, hazlo ahí mismo.
—Pre ero no hacerlo —respondió ella.
—Y yo pre ero no escuchar tus chillidos. Cállate.
Sus ojos se entrecerraron.
Le di un codazo con el pie. No lo hagas, dije. Había dejado sin sen-
tido a uno de los otros prisioneros cuando no dejaba de gemir, y no
quería que ella estropeara mi propio plan de fuga. Había visto un
hacha bajo el asiento del conductor. Fácil de alcanzar, si se presenta-
ba la oportunidad.
Una sonrisa iluminó sus ojos. Una sonrisa. ¿Qué le pasaba? Iba a
empujarle.
—Déjalo —susurré entre dientes apretados.
—Conductor, realmente necesito orinar.
Él se dio la vuelta, furioso, pero antes de que pudiera hablar, ella
dijo: —Te daré un regalo por las molestias…
Su rabia se convirtió en una risa. —Ya te he quitado todos los obj-
etos de valor. Espada. Cuchillos. Chaleco. Esas elegantes botas.
Se inclinó hacia adelante. —¿Qué tal un acertijo? ¿Algo para ocu-
par tu mente durante todas estas largas y lúgubres millas? Eso es un
tesoro en sí mismo, ¿no? —Su expresión cambió. Sin duda, cualquier
propuesta que contuviera la palabra tesoro captaba su ávida atenci-
ón. Cuando ya no había nada tangible que llevarse, este premio le at-
raía.
—Dámelo —exigió.
—Primero el pis.
—Primero la adivinanza.
Se sentó. —Muy bien. Pero te advierto que no obtendrás la respu-
esta hasta que orine.
Él asintió, contento con su trato, y le dijo que estaba listo para el-
lo.
La observé empujándolo expertamente contra la pared, pero ni si-
quiera estaba seguro de cuál era el objetivo. ¿Todo esto para orinar?
No lo creía.
—Escucha —le indicó, con voz alegre, como si fuera una diversi-
ón para ella.
—Mi mirada es aguda, mis escamas gruesas,
salto, me abalanzo, pero aún no soy rápido.
Tengo dos pies, pero no puedo ponerme de pie,
Mi cabeza está llena de rocas y arena.
Exhalo fuego, pero mi luz es tenue,
Soy presa fácil del azar y el capricho.
Mi pecho está vacío, el tesoro desnudo,
no me a ijo, porque nunca estuvo allí.
Soy menos que nada, y más de lo mismo,
una cha blanca lanzada en un juego de alto riesgo.
—¡Un lagarto! —adivinó inmediatamente el conductor. Hizo más
conjeturas, concentrándose en una sola pista a la vez, sin unir ningu-
na de ellas. ¡Un desierto! ¡Un caballo! ¡Un dragón! Ella contestó que no
a todas las respuestas, y él se removió furioso en su asiento. Le orde-
nó que repitiera el acertijo varias veces. Ella lo hizo, pero todas sus
conjeturas sólo obtuvieron un no de ella. Cuanto más crecía su frust-
ración, más a gusto se quedaba ella. Sus manos se estiraban, los de-
dos se movían, como si esperaran algo.
—¡Dime! —exigió él.
—Pausa para orinar —contestó ella.
Rugió una retahíla de maldiciones y luego gritó: —¡Vaya! —tiran-
do de las riendas. Gritó a los cazadores que iban delante y que esta-
ban explorando el camino: —¡Alto! —Su cara estaba morada de ra-
bia. Bajó de un salto de su asiento y se dirigió a la parte trasera de la
carreta. No me cabía duda de que pretendía sacarle la respuesta a
golpes.
—Díselo —susurré—. ¡Ahora! No quiero que me encadenen hasta la
muerte.
Me miró y sonrió. —Yo me encargo, chico bonito. —Me pregunté
si había perdido todo el sentido común cuando la golpearon en la ca-
beza. Levantó la mano y se sacó la camisa del pantalón para que qu-
edara suelta, justo cuando el conductor apareció por detrás.
—Dime —gruñó—. ¡Ahora! Haz una pausa para orinar después.
—¿Cómo sé que…?
La agarró por los hombros, empujándola hacia delante. Ella se
inclinó hacia él y en un solo movimiento, tan suave como el aire, pal-
meó las llaves enganchadas a su lado sin siquiera un tirón o tintineo,
y las deslizó bajo su camisa. —¡Muy bien! —dijo ella, cediendo a su
demanda—. ¡Muy bien! Aquí está tu respuesta.
Él la apartó, esperando.
—Un tonto. Un tonto con la cabeza vacía. —Ella movió la cabeza
tímidamente hacia un lado—. Y estaba tan segura de que tú lo conse-
guirías.
Por una vez, no se le escapó su punto de vista y su brazo giró, el
dorso de su puño se encontró con la mandíbula de ella. Ella cayó de
espaldas y él la miró jamente. —¿Quién es el tonto ahora? Yo tengo
la respuesta, y tú no tienes tiempo para orinar. Mea tus pantalones,
perra.
Volvió a su asiento y condujo la carreta hacia adelante de nuevo.
Se incorporó, orientándose, con la sangre chorreando por la comi-
sura de la boca, y sus ojos se encontraron con los míos. Ni siquiera
los demás habían visto lo que hizo. Hizo un gesto hacia mis manos.
Me incliné hacia delante y ella sacó las llaves de su camisa y, con un
movimiento lento y cauteloso, abrió mis cadenas. Las dejé en silencio
en el suelo del vagón. Los demás se dieron cuenta y me llevé el dedo
a los labios para que no hicieran ruido. Le quité las llaves e hice lo
mismo con las cadenas de las muñecas. Los demás se agitaron ansi-
osos al ver lo que ocurría, y también alzaron las manos para ser libe-
rados, con el tintineo de sus tensas cadenas haciendo ruido. El con-
ductor tronó por encima de su hombro: —¡Silencio! —Todos nos qu-
edamos inmóviles y entonces abrí con precaución al hombre que es-
taba a mi lado. Él cogió las llaves e hizo lo mismo con el hombre de
al lado.
La chica me dio una patada en el pie y señaló nuestras piernas
mientras las llaves se alejaban de nuestro alcance. Nuestros tobillos
seguían encadenados. Hice un gesto a los dos últimos hombres para
que las devolvieran, pero les entró el pánico, incapaces de meter la
llave en las cerraduras, temiendo que el conductor se girara y los vi-
era. Volví a llevarme los dedos a los labios para advertirles, pero uno
empezó a forcejear y le sollozó al otro: —¡Deprisa! —El otro prisi-
onero lo liberó al n, pero no antes de que el conductor se volviera y
viera lo que estaba pasando.
—¡Dispérsense! —grité, con la esperanza de distraerme mientras
me abalanzaba sobre las llaves que habían caído de los dedos del úl-
timo hombre al suelo. Los demás se abalanzaron sobre nosotros, sal-
tando desde la parte trasera del vagón, y pateando las llaves fuera de
mi alcance.
El conductor gritaba, alertando a los hombres que iban delante, y
vi que echaba mano del hacha que tenía debajo de su asiento. La
muchacha se abalanzó también, mientras las llaves eran pateadas en
el alboroto de la estampida de los prisioneros por la libertad. Casi las
tenía en la mano cuando la chica gritó: —¡Arriba! —Rodé justo cuan-
do un hacha astilló el suelo del vagón donde había estado mi cabeza.
Agarré el mango mientras lo liberaba y luchamos por su control.
Conseguí ponerme en pie, pero tenía menos fuerza con una pierna
encadenada.
—¡Quédate con ella, tonto bastardo! —grité y solté el hacha, em-
pujándolo. Cuando tropezó para mantener el equilibrio, mi brazo sa-
lió disparado hacia delante y mi puño le aplastó la garganta, hundi-
éndola. Sus ojos se desorbitaron y cayó del carro sobre su espalda,
con la garganta resollando, incapaz de respirar. Estaba casi muerto,
pero entonces otro cazador a caballo, con una maza de púas en la
mano, volvió hacia nosotros después de abatir a otro de los prisione-
ros. Sus ojos se jaron en mí.
La chica había cogido las llaves en su puño y trataba de encajar la
llave en la cerradura de nuestros tobillos para liberarnos, pero yo
grité: —¡Corre! —No había tiempo para cerraduras. La agarré del
brazo y tiré de ella conmigo. Tropezamos con la tierra mientras la
maza del cazador pasaba por encima de nuestras cabezas y su cabal-
lo nos pisoteaba. Nos metimos juntos debajo de la carreta justo cuan-
do la maza partió la madera sobre nuestras cabezas. Nos arrastramos
hasta el otro lado y corrimos, con pasos torpes con la cadena entre
nosotros. —¡Por aquí! —grité.
La cazadora nos seguía de cerca, pero yo sabía lo que había más
adelante, y sólo rezaba para que pudiera seguirme el paso. Si trope-
zábamos, estábamos acabados. Se las arregló para mantener el ritmo,
la cadena traqueteando entre nosotros, las llaves aún rmes en su
agarre. La llanura dio paso a una larga y empinada pendiente que
conducía al río. De un salto, saltamos y rodamos, de cabeza, dando
tumbos, con los grilletes cortándonos las piernas mientras nos sepa-
rábamos y nos juntábamos en lo que parecía una cascada intermi-
nable por la tierra suelta, incapaces de detener nuestra caída hasta
que llegamos a una cresta plana sobre el río.
—¡Las llaves! —gritó la chica. Su mano estaba vacía. Las había
perdido en la larga caída.
Nos desenredamos y nos pusimos de pie, con los dos tobillos
sangrando donde los hierros los habían cortado. Miramos hacia at-
rás, esperando ver el brillo de una llave oxidada.
—¡El in erno del diablo! —siseé. El cazador atravesaba el empi-
nado terraplén a lomos de su caballo y seguía persiguiéndonos.
—Fikat vide —gruñó la chica y miró detrás de nosotros en busca
de una escapatoria. No había otro lugar donde ir que el río, y era un
largo camino hacia abajo.
—¿Sabes nadar? —pregunté—. No quiero que tu peso muerto me
arrastre hacia abajo.
—Vamos, chico bonito —dijo ella, mirándome jamente y luego
saltó, arrastrándome con ella.
CAPÍTULO 8
KAZI

¿Nadar?
No muy bien. Había pocas oportunidades en Ciudad Sanctum
para nadar. El Gran Río era demasiado frío y violento. Había tenido
algo de entrenamiento como Rahtan, pero no pasé de lo básico para
otar. Simplemente no había ningún lugar donde practicar.
Pero su pregunta acusadora me irritó. ¿Un peso muerto que lo ar-
rastra? Él fue quien pasó las llaves a otros antes de liberarnos. Fue él
quien nos empujó por un terraplén, haciéndome perder las llaves. El
cazador se acercaba rápidamente, otro justo detrás de él con sus ar-
mas preparadas para golpear nuestras cabezas, o al menos incapaci-
tarnos lo su ciente para arrastrarnos de vuelta al carro. No había ot-
ra opción. El río estaba muy lejos, pero esta vez sería yo quien empu-
jara. Le agarré del brazo y salté.
Pareció una eternidad antes de que llegáramos a la super cie,
sorprendentemente dura cuando la atravesamos. Me golpeó con fu-
erza en las costillas y luego caímos en la corriente. No sabía qué ca-
mino era hacia arriba, y mis pulmones estallaban buscando un respi-
ro. Pateé, luché por encontrar la super cie, por encontrar aire, por
encontrar el camino hacia arriba, pero sólo había miles de burbujas,
destellos de luz, remolinos de oscuridad, y un tornillo de banco que
me apretaba el pecho, el último aliento que había tragado se ltraba
mientras pateaba desesperadamente, y entonces sentí que algo me
agarraba el brazo, que los dedos se clavaban, que me empujaban ha-
cia arriba, y rompí la super cie, jadeando.
—¡Inclínate hacia atrás! —gritó—. ¡Cruza las piernas! Los pies ha-
cia delante. — Jase tiró de mí para que estuviera entre sus brazos,
apoyada en su pecho, los rápidos nos salpicaban, nos hacían girar,
pero cada vez enderezaba nuestro rumbo y salíamos disparados por
el río como hojas sin rumbo arrastradas por su super cie. Las orillas
del río no estaban lejos, pero estaban llenas de rocas y nos movíamos
demasiado rápido para arriesgarnos a agarrarnos a una. Me ahogué
cuando los rápidos me salpicaron la boca y la nariz. Sus brazos me
sujetaban con fuerza, tirando de mí hacia atrás cuando intentaba inc-
linarme hacia arriba. —Relájate contra mí —me ordenó—. Ve con la
corriente. Cuando se ensanche y se calme, nos abriremos paso hacia
la orilla. —Su supervivencia dependía de la mía y la mía de la suya.
Realmente éramos anclas el uno para el otro. Lo único bueno del te-
mible viaje era que nos llevaba lejos de los cazadores de mano de ob-
ra. La corriente nalmente disminuyó, y comenzaron a aparecer tra-
mos de bancos de arena—. Un poco más lejos —dijo, con su cara ar-
ropada junto a la mía—, para asegurarnos de que no puedan seguir-
nos.
Ya habíamos avanzado un kilómetro y medio por el río, o más.
Me dolían las piernas, y me sentí aliviada cuando empezó a maniob-
rar hacia un banco de arena. Por n sentí que mis pies tocaban el
fondo, y ambos salimos tropezando. Nos desplomamos en la orilla,
jadeando. Mi pelo era un amasijo de marañas frente a mi cara, mi co-
razón aún latía con fuerza. Miré hacia un lado. Él yacía a mi lado de
espaldas, con los ojos cerrados, el pecho agitado y el pelo goteando
en hilos húmedos.
Puede que haya dejado atrás una amenaza, pero ahora estaba en-
cadenada a otra, en medio de la nada. No podía ngir que éramos
amigos, y ahora no tenía ningún arma. Él tampoco, pero era inne-
gablemente más grande y fuerte que yo, y había visto lo que su puño
podía hacer. Estaba claro que tenía que hacer al menos una tregua
temporal.
Una vez que recuperé el aliento, pregunté: —¿Y ahora qué?
Su cabeza se giró hacia un lado y me miró, con una larga mirada
abrasadora. Sus ojos eran claros, brillantes, la niebla de la bebida ha-
bía desaparecido de ellos hacía tiempo, y sus iris eran del mismo co-
lor marrón intenso que la tierra sobre la que yacía.
—¿Tenías algo en mente? —preguntó.
No estaba segura de si era sarcasmo o humor. Tal vez ambas co-
sas, pero sus ojos permanecieron jos en los míos. Una respiración
agitada apretó mis pulmones.
—Sólo digo que sé que no te gusto y que tú no me gustas, pero
hasta que podamos liberarnos el uno del otro, supongo que tendre-
mos que sacar lo mejor de ello.
Parpadeó. Largo y lento.
De nitivamente, sarcasmo. Y desagrado.
Se dio la vuelta y miró al cielo como si se lo estuviera pensando.
—¿Tienes un nombre? —preguntó nalmente, sin mirarme.
Hice una pausa. No sabía por qué me parecía arriesgado decírse-
lo. Era algo extrañamente personal, pero fui yo quien sugirió que lo
hiciéramos lo mejor posible. —Kazi —dije, esperando que se burlara.
—¿Y tu apellido?
—Los vendedores no usan apellidos. Se nos conoce por nuestro
lugar de origen. A mí me conocen como Kazi de Brightmist. Es un
barrio de Ciudad Sanctum.
Repitió mi nombre en voz baja pero no dijo nada más, mirando
hacia arriba. Estaba seguro de que estaba conjurando todas las for-
mas posibles de deshacerse de mí. Si tan sólo tuviera esa hacha para
cortar el pie que me ataba a él. Finalmente se levantó y me tendió la
mano, esperando que la cogiera. Me agarré con cautela a su muñeca
y me ayudó a ponerme en pie, pero no me soltó el brazo, sino que
me acercó. Me miró. —Y yo también tengo un nombre, aunque te
guste llamarme niño bonito. Jase Ballenger —dijo—. Pero probable-
mente ya lo sabías, ¿no? Teniendo en cuenta que pretendías arrestar-
me. —Pasaron unos segundos incómodos, su agarre seguía siendo
fuerte. Nubes oscuras brillaron en sus ojos. Nuestra tregua empezó a
tambalearse.
—El arresto no era inminente —respondí—. Todavía había más
preguntas que hacer, acusaciones que revisar, y entonces te habría
llamado para seguir discutiendo.
—¿Me llamaste? La Boca del In erno es mi ciudad. ¿Quién te crees
que eres?
Tu peor pesadilla, Jase Ballenger, eché humo, pero moldeé mis pa-
labras en una respuesta tranquila. —¿Quieres sacar lo mejor de esto
o no?
Aspiró una respiración lenta y acalorada, se tragó sus siguientes
palabras. Me soltó el brazo y se giró, observando nuestro entorno co-
mo si estuviera evaluando nuestra situación. —Muy bien, entonces,
Kazi de Brightmist, veamos si podemos sacar lo mejor de esto y salir
de aquí. —Su mirada saltó a la cresta de la orilla opuesta, y luego
volvió al bosque que teníamos detrás. Señaló a su izquierda—. Creo
que… —Sacudió la cabeza y su dedo se desplazó ligeramente hacia
la derecha—. Creo que hay un asentamiento en esa dirección. La ci-
vilización más cercana que vamos a encontrar y que no nos ponga de
nuevo en el camino de los cazadores. Tal vez cien millas.
¿Cientos de millas? ¿Encadenados, descalzos, sin armas ni comida?
Y con alguien que era tan con able como el guiño de un merca-
der. Pero estaba segura de que la supervivencia también estaba en su
mente. —¿Qué tipo de asentamiento? —pregunté.
—El único tipo que hay aquí. Uno de los tuyos.
No intentó ocultar su desaprobación. Miré en la dirección que ha-
bía señalado, todavía insegura. —¿Dónde está la Boca del In erno
desde aquí? —pregunté.
—Al otro lado del río, donde están los cazadores. Y a más de un
día de camino hacia el este.
¿Un día? ¿Había estado inconsciente durante tanto tiempo? Mi
estómago retumbó en señal de con rmación, y su conclusión sonó
con algo de verdad. Había otro asentamiento vandeano al oeste de
Eislandia. Casswell era uno de los primeros y más grandes asentami-
entos, con varios cientos de habitantes. Tendrían los suministros y
recursos para ayudarme, de una forma u otra.
La cadena sonó entre nosotros y él se movió sobre sus pies. —¿Y
bien? —preguntó—. ¿Tienes una idea mejor?
—No por el momento. Nos dirigiremos hacia el asentamiento —
respondí.
—Pero… —dijo, dando un paso más, con los ojos entrecerrados
—, esta es la verdadera cuestión: Si te devuelvo a la civilización, ¿to-
davía piensas llamarme para seguir discutiendo?
¿Era una amenaza velada? ¿Si te llevo de vuelta? La cadena que
nos unía rmemente ahora parecía una bendita garantía de que no
me apalearían en cuanto me diera la espalda. Todo en su postura era
de una con anza presumida. Esto era un juego para él. Un desafío.
Mordería.
—Sería una tonta si respondiera a eso, ahora, ¿no es así, conside-
rando mi situación?
Un resoplido divertido saltó de su pecho. —Yo diría que serías
una tonta si no lo hicieras.
Lo miré jamente, tratando de juzgar cuánto había de fanfarrone-
ría y cuánto de verdadera amenaza. —Entonces, ¿acordamos simple-
mente seguir caminos separados, una vez que lleguemos al acuerdo?
No hay falta, no hay ganancia.
—Caminos separados —dijo—. De acuerdo.
Tomamos nuestros últimos tragos en el río, ya que no sabíamos
cuándo volveríamos a encontrar agua dulce, y luego me detuve a pi-
sar unas pequeñas rocas que vi en la orilla. Recogí una, dándole vu-
eltas en la mano.
—¿Eso es para mí? —preguntó.
Miré hacia arriba. Esta vez, con humor. Una sonrisa iluminó sus
ojos. Era imposible de predecir, lo que no hacía sino aumentar mis
recelos. Los intendentes y sus codiciosos egos eran tan fáciles de pre-
decir como un día de nieve en invierno. Cada intercambio de palab-
ras entre Jase y yo parecía una danza, un paso adelante, un paso at-
rás, dando vueltas, ambos dirigiendo, anticipando, preguntándose
cuál sería el siguiente movimiento. Él no con aba en mí más de lo
que yo con aba en él.
—Flint —respondí—. Y mi hebilla es de acero de fuego. Puede
que los cazadores me hayan despojado de mis objetos de valor, pero
al menos mi cinturón no tenía ningún valor para ellos. El fuego será
bienvenido esta noche.
Miró mi hebilla, un óvalo marrón de metal con forma de serpien-
te, y asintió con la cabeza para aprobar esta novedad. Un paso ade-
lante.
—Entonces será mejor que esté atento a la cena. —Dio un paso
hacia el bosque para marcharse.
—Espera —dije—. Antes de irnos, necesito que te des la vuelta.
—¿Qué?
—Necesito orinar. Date la vuelta.
—Acabamos de salir de un río. ¿Por qué no has orinado allí?
—Tal vez porque estaba haciendo esta pequeña cosa llamada luc-
har por mi vida.
—Quieres decir que estaba luchando por tu vida. Tú sólo me
acompañaste en el viaje.
—Daté la vuelta —le ordené.
—¿Darte la espalda?
Sonreí. —No te preocupes —respondí, escupiendo sus propias
palabras en su cara—, no me gustaría estar encadenado a un peso
muerto. Estás a salvo, guapo.
—¿Ni siquiera me das un acertijo primero?
Entrecerré los ojos.
Se giró lentamente. —Date prisa.
Había hecho cosas más humillantes, supongo, pero en este mo-
mento no podía recordar cuáles eran. Me ocupé de mis asuntos rápi-
damente. Sacar lo mejor de esto no iba a ser fácil.
Cuando se dio la vuelta de nuevo, extendió la mano hacia mí y
me estremecí. Mi mano se levantó lista para golpear.
—¡Whoa! Espera —dijo, apartándose—. Iba a echarte un vistazo a
la cara. Tienes un buen ojo de la cara oreciendo allí.
Me levanté y me toqué la mandíbula, sintiendo el calor de un mo-
ratón reciente.
Se encogió de hombros. —No digo que no haya valido la pena, ti-
enes las llaves en tus manos, pero me hace preguntarme si hay algo
que no harías para conseguir lo que quieres.
Le miré con cautela. —Algunas cosas —respondí.
Pero no muchas.
CAPÍTULO 9
JASE

Cogí una larga rama de madera a la deriva que había en la orilla


y la partí en dos, entregándole una a ella. Nos serviría de bastón y de
protección si lo necesitábamos. Dudo que los cazadores crucen el río
tras nosotros. Sólo éramos una mercancía para ellos y les costaría
menos tiempo y problemas atrapar a nuevas víctimas, pero aquí
también había amenazas de cuatro patas. —Las a laremos más tarde
—dije.
Salimos por el bosque, maniobrando a través del denso laberinto
de árboles espirituales de anillos amarillos. Los troncos eran delga-
dos, ninguno mucho más ancho que mi brazo, pero crecían estrecha-
mente, haciendo de nuestro camino un zigzag constante. El suelo del
bosque era una gruesa alfombra de hojas en descomposición, un su-
ave cojín para nuestros pies descalzos. Otras partes del viaje no serí-
an tan fáciles. Teníamos por delante un río de arena abrasadora, pero
si lo recorría bien, lo pasaríamos en el frescor de la noche.
Fue una apuesta cuando le dije la dirección del asentamiento. No
estaba seguro de que conociera bien el terreno. Incluso si lo conocía,
era fácil confundir un bosque o una meseta con otra aquí, y ella ha-
bía estado inconsciente todo el tiempo en el carro de heno. Mi apues-
ta dio resultado. Ella no sabía dónde estábamos realmente: al este o
al oeste de la Boca del In erno.
Pensé que sería más fácil para ella si creía que se dirigía a un
asentamiento de Vendan. La alternativa era llevarla atada al hombro
todo el camino, lo que me llevaría aún más tiempo. Ya iba a ser de-
masiado largo. El río nos había desviado del camino, y no podrí-
amos movernos rápido con esta cadena entre nosotros, especialmen-
te sin zapatos.
A ella no le iba a gustar a dónde íbamos, lo que me produjo cierta
satisfacción, ya que no había mucho más de lo que estar satisfecho
en ese momento. Necesitaba llegar rápido a casa. Más que nunca, es-
te era un momento en el que la familia necesitaba unirse, mostrar un
frente uni cado. Teníamos que forti car nuestras posiciones. Ya se
habían enviado exploradores a los puestos periféricos, vigilando las
amenazas. Otras ligas siempre estaban compitiendo por una parte
del lucrativo comercio de Boca del In erno, esperando desplazar a
los Ballengers. Paxton era un lobo que olfateaba el aire en busca de
sangre cada vez que llegaba a la ciudad. Si no estaba allí, percibía la
debilidad y silbaba para que le siguieran más miembros de su mana-
da. Lo mismo con los otros líderes de la liga. Sabrían que algo anda
mal. El pueblo también se inquietaría, preguntándose dónde estaba
yo. Cada día, cada minuto que me ausentaba sólo hacía que mis
problemas se multiplicaran. Los demás me cubrirían, buscarían, es-
perarían lo mejor y harían ver que todo estaba bien. Los planes fune-
rarios tendrían que seguir adelante. Mis dedos se curvaron en la pal-
ma de la mano, deseando poder golpear algo.
Hoy sería la preparación y envoltura del cuerpo de mi padre. Mi
familia lo haría sin mí. Mañana se abriría y limpiaría la tumba, se en-
cendería una linterna y la familia ofrecería una oración diaria en pre-
visión de su entierro, y en dos semanas se depositaría su cuerpo en
la piedra de internamiento para la despedida nal, la visión y la ce-
remonia de sellado. Y entonces, una vez cerrada y sellada la tumba,
la sacerdotisa pronunciaría una bendición sobre el nuevo Patrei. Pero
yo no estaría allí. Los visitantes reunidos para presentar sus respetos
se preguntarían por mi ausencia, y los temores y los susurros correrí-
an como la pólvora. También lo harían los lobos. Mi familia estaba en
peligro. También el pueblo, todo por su culpa.
Me pregunté si ella era realmente Rahtan. Sí, era hábil, pero no te-
nía precisamente fuerza muscular, aunque hubiera conseguido ade-
lantarme y estamparme contra la pared. ¿Pero los malabares? ¿Adi-
vinanzas? Su edad. Su porte y su conducta eran los de un cínico sol-
dado probado, pero su aspecto era joven, más joven que yo, estaba
seguro. Su pelo negro caía en gruesas y largas ondas, y sus manos
eran delicadas, sus dedos eran más adecuados para un piano que pa-
ra una espada.
O para sacar las llaves del cinturón.
Mis dudas se duplicaron y la miré de reojo. Sus mejillas estaban
enrojecidas por el calor, pero seguía mi paso rápido.
Pensé en la reina que la había enviado y en las últimas palabras
de mi padre.
Hazla venir. Las ligas se darán cuenta. Validará nuestra posición en este
continente.
Los Reinos Menores y los territorios no habían participado en la
batalla, pero todo el mundo sabía de la guerra entre los Reinos Ma-
yores y de la reina que había conducido a un ejército enormemente
superado en número a una victoria asombrosa. Podía haber escogido
a cualquier número de soldados hábiles o asesinos elegidos de tres
reinos para investigar las violaciones del tratado. ¿Por qué esta chi-
ca?
—¿Conoces realmente a la reina? —le pregunté.
Su mirada fue aguda, pero su respuesta de una sola palabra fue
lánguida. —Sí.
Incluso en una simple palabra, escuché cien matices, la mayoría
de ellos altivos, condescendientes y superiores.
—¿Cómo se conocieron?
Hizo una pausa, considerando su respuesta. —La conocí cuando
me comprometí como soldado.
Una mentira.
—¿La conoces bien?
—Bastante bien.
Más preguntas sólo produjeron más respuestas escuetas, y no es-
taba seguro de que ninguna fuera cierta.
Me detuve bruscamente y me interpuse en su camino para bloqu-
earla, la pregunta que me prometí no hacer surgió de todos modos.
—¿Por qué no te gusto?
Me miró jamente, confundida. —¿Qué?
—En el río, dijiste que no te gustaba. Quiero saber por qué.
Puso los ojos en blanco como si fuera obvio y trató de esquivar-
me. De nuevo, me moví para bloquear su camino. Entonces me miró,
con los ojos tan suaves y tranquilos como un mar de verano, y dijo
sin pestañear: —Porque eres un oportunista. Eres un tramposo. Eres
un ladrón. ¿Sigo?
Mi espalda se puso rígida, pero me obligué a dar una respuesta
imperturbable. —¿No sería todo eso lo mismo?
—Hay diferencias. ¿Podemos caminar y hablar al mismo tiempo?
—Tal vez tengas razón —respondí, y volvimos a dar el paso—.
Supongo que habría que ser un verdadero ladrón para conocer las
sutilezas. Te vi robar esas naranjas.
Se río. —¿Lo hiciste? Yo pagué por esas naranjas. Tú y tu panda de
matones estaban demasiado borrachos y llenos de con anza como
para ver algo más allá de sus propias narices ebrias. Puedo ver a los
de tu clase venir a una milla de distancia.
—¿Mi clase? —Endurecí los hombros, luchando por mantener la
calma. No tenía respeto ni miedo por los Ballengers, y no estaba
acostumbrada a ello—. No sabes nada de mí.
—Sé lo su ciente. He leído la larga lista de tus infracciones. Robo
de mercaderes. Asaltos a caravanas. Robo de ganado. Intimidación.
Me puse delante de su camino, bloqueándola de nuevo. —Ah, así
que ahí lo tienes: una lista con el toque de Vendan. ¿Los de tu clase ti-
enen idea de lo difícil que es sobrevivir aquí, en medio de todo y de
todos? ¿Rodeado de reinos por todos lados? ¿Todos creen que tienen
derecho a entrar en tu territorio y tomar lo que quieran? ¿Intervini-
endo a la menor señal de debilidad? Mi mundo no es tu mundo. —
Mis sienes ardían y mi voz se elevó—. ¡Los vendedores se sientan
detrás de sus altos y seguros muros en el extremo más alejado de un
continente, garabateando nuevos tratados y entrenando a sus boni-
tos soldados de élite, que son unos listillos y no tienen ni idea de lo
que es luchar para sobrevivir! —Bajé la voz hasta convertirla en un
gruñido—. Y tú, Kazi de Brightmist, no entiendes los problemas que
me has causado. Debería estar en casa con mi familia, protegiéndolos
a ellos, y en cambio estoy aquí fuera, encadenado a ti.
Mi pecho se hinchó de rabia y esperé una respuesta cáustica, pero
en lugar de eso ella parpadeó lentamente y respondió: —Puede que
sepa más de supervivencia de lo que crees.
Sus pupilas eran profundos pozos negros que otaban en un
tranquilo círculo de ámbar, pero sus manos la delataban, rígidas a
los lados, listas para atacar. Una guerra se desató dentro de ella, una
que contuvo mordiéndola como una serpiente venenosa con un
autocontrol perturbador.
—Vamos —dije. Nuestros mundos tenían un abismo infranque-
able entre ellos. Era inútil tratar de hacerla entender.
Caminamos en silencio, el tintineo de la cadena entre nosotros se
ampli có de repente.
Su férreo control hizo que me enfadara conmigo mismo por haber
perdido el mío. No era propio de mí. Esa fue una de las razones que
dio mi padre para llamarme Patrei. No era la mayor, pero sí la menos
impulsiva. Era una fortaleza que mi padre valoraba. Sopesaba las
ventajas y los costes de cada palabra y acción antes de actuar. Algu-
nos me consideraban distante. Mason decía, con admiración, que eso
me convertía en un bastardo frío como una piedra, pero esta chica
me había llevado a un borde ardiente e imprudente que ni siquiera
reconocía, y su tranquila respuesta sólo me empujaba más.
Ella sabía algo de supervivencia. Me pregunté si incluso sabría
más que yo.
El uno al otro. Agárrense unos a otros porque eso es lo que los
salvará.
Contengo las lágrimas porque otros están mirando, ya aterroriza-
dos. Apilo puñados de tierra, maleza, rocas, cosa sobre cosa hasta
que su cuerpo está escondido. Es lo mejor que puedo hacer, pero sé
que los animales lo encontrarán al anochecer. Para entonces estará
muy por detrás de nosotros.
¿Cuántos más tendré que enterrar?
Grito en el aire, una ráfaga de lágrimas y rabia se desata.
No más de nosotros, grito.
La ira se siente bien, salva, un arma cuando no tengo nada más.
Pongo un palo en una mano. Y luego otro, y otro, hasta que hasta
el más joven coge uno. Miandre se resiste. Aprieto mi mano alrede-
dor de la de ella hasta que hace una mueca, obligándola a agarrar su
garrote. Si morimos, moriremos luchando.
—Greyson Ballenger, 14
CAPÍTULO 10
KAZI

Debería estar con mi familia.


Llevaba una hora en silencio.
La muerte de su padre había sido una sorpresa para mí, y ahora
suponía que también había sido inesperada para él. Incluso si Karsen
Ballenger era el despiadado forajido que albergaba una cuadra de
ru anes como el Rey de Eislandia había informado, seguía siendo el
padre de Jase y sólo había estado muerto durante dos días.
Dudaba de que a Jase le importara que me cayera bien o que le
llamara ladrón, pero sí le importaba su familia y no estaba allí con el-
los para enterrar a su padre, o lo que fuera que hicieran con los mu-
ertos en Boca del In erno.
En los últimos meses del reinado del Komizar, había observado a
Wren cuando lloraba la muerte de sus padres. La vi caer sobre sus
cuerpos ensangrentados, masacrados en la plaza del pueblo, gritan-
do para que se levantaran, golpeando sus pechos sin vida y suplican-
do que abrieran los ojos. Había visto a Synové días después de la
muerte de sus padres, con los ojos muy abiertos, sin ver, entumeci-
dos y sin poder llorar.
Había sido extraño envidiar su dolor, pero lo había hecho. Envi-
diaba la explosión y la nalidad de este, sus sollozos y sus lágrimas.
En ese momento, mi madre llevaba cinco años muerta y yo nunca
había llorado su muerte, nunca había llorado, porque nunca la vi
morir. Su fallecimiento se produjo lentamente, a lo largo de meses y
años, en los aburridos trozos, piezas y horas mundanas en las que
trabajé para seguir viva. Día a día se fue desvaneciendo, a medida
que cada puesto que buscaba no encontraba nada, y otro pedazo de
ella se alejaba. Cada tugurio y casa en la que me colaba no contenía
ninguna parte de ella, ni amuleto, ni olor, ni sonido de su voz. Los
recuerdos de ella se convirtieron en imágenes borrosas e inconexas,
manos cálidas ahuecando mis mejillas, un zumbido sin ton ni son
mientras trabajaba, palabras que otaban en el aire, su dedo presi-
onando mis labios. Shhh, Kazi, no digas nada.
Me pregunté si Jase también había perdido su oportunidad de
llorar. Una borrachera de una noche no era una despedida.
—Siento lo de tu padre —dije.
Sus pasos vacilaron, pero siguió caminando, su única respuesta
fue un asentimiento.
—¿Cómo murió?
Su mandíbula se apretó y su respuesta fue rápida y cortante: —
Era un hombre, no un monstruo, como imaginas. Murió como mu-
eren todos los hombres, un aliento a la vez.
Seguía enfadado. Seguía a igido. Su paso se aceleró y supe que el
tema estaba cerrado.

Pasó otra hora. Me dolían las piernas al intentar seguir su ritmo y


tenía el tobillo en carne viva por el grillete. La na tela de mis panta-
lones era poca protección contra el pesado metal. Mantuve los ojos
abiertos en busca de algún helecho de laurel o tallos de deseo para
hacer un bálsamo, pero este bosque parecía tener sólo árboles y nada
más.
—Estás cojeando —dijo, rompiendo de repente el silencio. No
eran las primeras palabras que esperaba de él, pero todo en él era
inesperado. Me hizo descon ar.
—Es sólo el terreno irregular —respondí, pero noté que su paso
se ralentizaba.
—¿Cómo está tu cabeza? — preguntó.
¿Mi cabeza? Levanté la mano, presionando suavemente el nudo y
haciendo una mueca de dolor. —Viviré.
—Te he visto en el carro. Tu pecho. Durante un tiempo, no vi que
se moviera en absoluto. Pensé que habías muerto.
No sabía cómo responder. —¿Estabas mirando mi pecho?
Se detuvo y me miró, pareciendo de repente torpe y joven y no
como un asesino despiadado en absoluto. —Quiero decir… —Empe-
zó a caminar de nuevo—. Lo que quise decir es que estaba observan-
do para asegurarme de que aún respirabas. Estabas inconsciente.
Sonreí, en algún lugar profundo para que no lo viera. Era refres-
cante verlo nervioso para variar.
—¿Y por qué te importaba si estaba respirando?
—Estaba encadenado a ti.
La dura realidad. —Oh, claro —respondí, sintiéndome ligera-
mente desin ada—. No es divertido estar atado a un cadáver. El pe-
so muerto y todo eso.
—También sabía que podrías ser útil. Había visto tu rapidez…
Hizo una pausa como si se arrepintiera de la admisión, así que
terminé su pensamiento por él. —¿Desmantelamiento? ¿Cuándo te
clavé contra la pared en Boca del In erno?
—Sí.
Al menos había algún grado de honestidad en él.

Cuando llegamos a un arroyo por la tarde, nos detuvimos a des-


cansar. El bosque se estaba adelgazando y había poca sombra, el sol
no perdonaba. Jase dijo que creía que pronto saldríamos del bosque
y cruzaríamos la meseta abierta de Heethe. Miré hacia arriba, juz-
gando el lugar del sol en el cielo. Sólo quedaban unas horas de luz.
El frescor de la noche sería bienvenido, pero la perspectiva de una
meseta abierta, un amplio cielo nocturno y dormir sin tienda de cam-
paña era ya una bestia que recorría una garra de advertencia por mi
espalda. Una tienda de campaña. Era ridículo pensar en eso ahora.
Contrólate, Kazi, pensé, pero no era tan sencillo y nunca lo había sido.
No era algo de lo que pudiera disuadirme por mucho que lo intenta-
ra.
—¿Tal vez deberíamos parar aquí para pasar la noche? —sugerí.
Jase miró el sol con los ojos entrecerrados. —No. Podemos hacer
unas cuantas horas más de caminata.
Asentí de mala gana. Sabía que tenía razón: cuanto antes llegara
al asentamiento, antes volvería a la Boca del In erno para que los de-
más supieran que seguía vivo y que la misión no estaba abandona-
da. Él también estaba ansioso por llegar. A pesar de arrastrar un
metro de cadena entre nosotros, su ritmo no había decaído hasta que
notó mi cojera. Pero dormir ahí fuera, totalmente expuestos… ya se-
ría bastante difícil dormir al amparo de estos escasos árboles. Una
respiración oja recorrió mis pulmones.
Metí las manos en el arroyo, me salpiqué la cara, bebí un trago y
me imaginé dentro de una semana, de nuevo en medio de una ci-
udad abarrotada. Jase se arrodilló a mi lado y sumergió completa-
mente la cabeza en el agua poco profunda, restregándose la cara y el
cuello. Cuando salió a la super cie y se alisó el pelo, vi el corte que
tenía en la frente desde que los cazadores lo atraparon. El corte era
pequeño y la sangre seca que le había formado una costra en la cara
había desaparecido, pero me hizo preguntarme por qué había queri-
do que le siguiera por aquella calle vacía de la Boca del In erno.
¿Cuál había sido su plan para mí antes de ser interceptado por los
cazadores? No creo que fuera compartir una taza de té.
Me enjuagué el cuello y los brazos con más agua fría, deseando
que el arroyo fuera lo su cientemente profundo como para darme
un baño completo, pero entonces capté el destello plateado de algo
aún mejor. —¡Minnows! —A pocos metros, docenas de brillantes pe-
cecillos se lanzaban en un oscuro charco de agua creado por un gru-
po de rocas.
—¿Cena? —dijo Jase, con un tono esperanzador. No habíamos
encontrado ni bayas ni hongos, ni siquiera una ardilla a la que arpo-
near con nuestros bastones. Nuestra única perspectiva para la cena
había sido el agua, así que los peces, por pequeños que fueran, me
levantaron el ánimo, y parecía que a él también. Pero atrapar a los
escurridizos ángeles era otro asunto.
—Quítate la camiseta —dije—. Podemos sujetar cada uno un lado
de la tela y acorralarlos. Lo usaremos como red.
Se quitó la camisa con avidez y mi excitación por los pececillos
fue sustituida por la incomodidad, preguntándome si debía apartar
la mirada, pero estábamos encadenados muy cerca y una extraña cu-
riosidad se apoderó de mí. Se puso la camisa en la mano y vi cómo el
agua que goteaba de su pelo se deslizaba hacia abajo, recorriendo su
pecho, su abdomen y los músculos que los de nían. Tragué saliva.
Eso explicaba la fuerza de su puñetazo cuando mató al cazador, y su
agarre cuando me atrajo hacia sus brazos en el río y me estrechó
contra él. Un tatuaje alado revoloteaba sobre su hombro derecho, at-
ravesando su pecho y bajando por su brazo. De repente se me secó la
boca. Synové tendría mucho que decir sobre esto si estuviera aquí,
pero mis pensamientos y palabras se estancaron en mi lengua. Me
sorprendió mirando.
—Es parte del escudo de Ballenger —dijo.
Ahora era yo la que estaba nerviosa, y sentí que mis mejillas se
calentaban.
Se llevó la mano a la comisura de la boca, intentando reprimir
una sonrisa, lo que sólo hizo que me retorciera más. Le arrebaté la
camisa de la mano. —Vamos a cenar, ¿vale?
CAPÍTULO 11
JASE

Nos costó varios intentos atrapar a los babosos bastardos. Eran


astutos y se escabullían fácilmente de nuestra red improvisada, pero
juntos acabamos perfeccionando nuestra técnica, avanzando a hurta-
dillas al unísono, dejando que la tela ondeara para poder recogerlos.
Grité cuando atrapamos nuestra primera captura de dos, y con vari-
os barridos más tuvimos unas cuantas docenas de peces delgados de
cuatro pulgadas apilados en la orilla. No eran gran cosa, pero ahora
mismo mi estómago pensaba que parecían un jugoso cerdo asado.
—¿Cocido o crudo? —preguntó mientras se llevaba uno a la boca.
Le empujé la mano antes de que pudiera comerlo. —Cocidos —
dije con rmeza, sin tratar de ocultar mi asco. Lo último que había
tenido en el estómago era un barril de cerveza, y los peces que se re-
torcían no iban a nadar en él.
—No me mires como si fuera una salvaje —espetó.
—Simplemente tenemos diferentes gustos alimenticios, y los míos
incluyen la caza muerta. —Trabajé en el fuego mientras ella empeza-
ba a ensartar el pescado en dos palos para asarlo.
Mientras los pececillos chisporroteaban sobre el fuego, ella volvió
a mirar mi pecho, esta vez con tranquilidad, sin apartar la vista cu-
ando me di cuenta. —¿Es eso un águila? —preguntó.
—Parte de una.
—Háblame del escudo. ¿Qué signi ca? —preguntó—. No sabía
que tenían uno.
Por supuesto que no lo sabía. No sabía nada de nosotros. —Es di-
fícil hablarte del escudo sin contarte toda la historia de los Ballenger,
y dudo que quieras oírlo teniendo en cuenta tu baja opinión sobre
nosotros.
—Pruébame. Me gusta la historia.
Le lancé una mirada escéptica. Pero ella se quedó sentada, atenta
y esperando.
—Comenzó con el primer Ballenger, el líder de todos los Antigu-
os.
—¿Todos? —Sus cejas se alzaron, ya disputando la a rmación.
—Así es. Años después de los Últimos Días…
—Te re eres a la devastación.
Sabía que había muchas versiones y palabras diferentes para
describir la venganza de los dioses contra el mundo. —De acuerdo,
la devastación, pero no puedes interrumpirme después de cada pa-
labra.
Asintió y escuchó en silencio mientras le contaba que el líder de
los Antiguos, Aaron Ballenger, había reunido a un Remanente super-
viviente perdonado por los dioses, la mayoría de ellos niños, y los
estaba llevando a un lugar donde estarían a salvo. Pero antes de que
pudieran llegar a la Guardia de Tor, fueron atacados por los carroñe-
ros y él murió. Mientras agonizaba, encargó a su nieto, Greyson, que
guiara al grupo el resto del camino. —Greyson encontró este símbo-
lo —expliqué, deslizando la mano sobre mi pecho—, cuando llega-
ron a la Guardia de Tor —al menos una versión de este— en la ent-
rada de un refugio seguro, y lo adoptó como el escudo de Ballenger.
—¿Así que fue su primer líder?
—Sí. Sólo tenía catorce años y tuvo que cuidar de veintidós perso-
nas que no conocía, pero se convirtieron en familia. El escudo ha
cambiado a lo largo de las generaciones, pero algunas partes son
constantes, como el águila y el estandarte.
—¿Y las palabras? —preguntó, señalando mi brazo.
Me encogí de hombros. —No sabemos qué signi can exactamen-
te. Es una lengua perdida, pero para nosotros signi can proteger y
defender a toda costa.
—¿Incluso la muerte?
—A toda costa signi ca todo.
Miré al cielo. Ya era de un púrpura oscuro, y algunas estrellas
empezaban a brillar. —Demasiado tarde para salir ahora. Tendremos
que acampar aquí para pasar la noche.
Ella asintió y casi pareció aliviada.

Hacía horas que el sol había desaparecido y nos quedamos mi-


rando el pequeño fuego que crepitaba a nuestros pies. La luz parpa-
deaba en los troncos de color amarillo que nos rodeaban.
—Nunca he visto árboles así, tantos y tan delgados —dijo.
—La leyenda dice que el bosque surgió del polvo de huesos y que
cada árbol contiene el alma atrapada de alguien que murió en la de-
vastación. Por eso sangran de rojo cuando los cortas.
Se estremeció. —Es un pensamiento espantoso.
Le conté otras leyendas menos horripilantes, algunas sobre los
bosques y las montañas que rodean la Guardia de Tor, e incluso una
historia sobre los imponentes tembris, que se convertían en los esca-
beles de los dioses y albergaban la magia de las estrellas.
—¿Dónde aprendiste todas estas historias?
—Crecí con ellas. Pasé gran parte de mi infancia al aire libre exp-
lorando cada rincón de la Guardia de Tor, normalmente con mi pad-
re. Él me contaba la mayoría de las historias. ¿Y tú? ¿Cómo fue tu in-
fancia?
Su mirada se dirigió a su regazo, y un surco se hizo más profun-
do en su frente. Finalmente levantó la barbilla con aire orgulloso. —
Muy parecida a la tuya —respondió—. Pasé mucho tiempo al aire
libre. —Terminó la conversación, diciendo que probablemente era
hora de dormir un poco.
Pero no lo hizo. Me estiré y cerré los ojos, pero una y otra vez, cu-
ando los abrí, ella seguía sentada allí, encorvada, con los brazos ab-
razando sus rodillas. ¿La había asustado mi historia sobre espíritus
atrapados en los árboles? Era extraño verla tan vulnerable ahora y,
sin embargo, antes había sido agresivamente temeraria cuando le di-
jo al cazador un acertijo, desa ándolo, sabiendo que la golpearía. No
había habido ni una gota de miedo en ella entonces, cuando todas
las probabilidades estaban en su contra. Me pregunté si se trataba de
algún tipo de truco. ¿Estaba tramando algo?
—Es difícil dormir si no te acuestas —dije nalmente.
Se tumbó de mala gana, pero sus ojos permanecían abiertos, su
pecho se elevaba en respiraciones profundas y controladas como si
las estuviera contando. Sus brazos temblaban, pero la noche era cáli-
da. Esto no era un truco.
—¿Tienes frío? —le pregunté—. Puedo añadir más ramas al fu-
ego si lo necesitas.
Parpadeó varias veces, como si se avergonzara de que me hubiera
dado cuenta. —No, estoy bien —dijo.
Pero no estaba bien en absoluto.
La estudié durante un minuto y luego le dije: —Cuéntame una
adivinanza. Para ayudarme a dormir.
Se resistió, pero sólo un poco, y parecía que estaba contenta de te-
ner algo más en lo que ocupar su mente además de lo que había esta-
do acechando. Se puso de lado para mirarme y se acomodó. —Escuc-
ha con atención —dijo—. No lo repetiré una docena de veces como
hice con el cazador.
—No será necesario. Sé escuchar.
Dijo las palabras lenta y deliberadamente, como si imaginara el
mundo que había detrás del cuadro que pintaba. Observé sus labios
mientras formaba cada palabra, su voz relajada y suave, una vez más
con ada, sus ojos dorados observando los míos, asegurándose de
que yo prestara atención y no me perdiera nada.
—Mi cara es llena, pero también ligera,
pálido en el brillo de la luz,
susurro dulce al búho del bosque,
beso el aire con el triste aullido del lobo,
los ojos me siguen de mar a mar,
pero solo en este mundo… siempre estaré.
La miré jamente, tragando saliva, con mis pensamientos repenti-
namente revueltos.
—¿Y bien? —preguntó. Sabía la respuesta, pero la alargué, ofreci-
endo varias respuestas erróneas, lo que la hizo reír una vez. Era la
primera vez que la veía reírse, genuinamente, sin pretensiones, y me
llenó de un extraño calor.
—La luna —respondí nalmente.
Nuestras miradas se mantuvieron, y ella pareció saber lo que es-
taba haciendo.
—Dime otra —dije.
Y lo hizo. Una docena más, hasta que sus párpados se volvieron
pesados y nalmente se quedó dormida.
Preparen sus corazones
Porque no solo debemos estar listos
Para el enemigo de afuera,
Sino también para el enemigo interior.
—Canción de Jezelia.
CAPÍTULO 12
KAZI

Me desperté con el peso que me inmovilizaba. El calor de la piel


sobre la mía. Una mano sobre mi boca. —Shhh. No te muevas. —La ca-
ra de Jase se cernía junto a la mía.
Me sacudí, pero su peso empujó más fuerte. Y entonces lo oí.
Pasos.
El crujido de las hojas.
Una respiración.
La boca de Jase se acercó a mi oído. Un susurro desnudo. —No te
muevas pase lo que pase.
Las hojas se agitaron, pasos descuidados. Pasos pesados a los que
no les importaba el ruido.
El cielo sobre nosotros seguía siendo oscuro, apenas teñido por el
amanecer, la silueta negra de los árboles apenas se per laba sobre
nosotros. La cara de Jase era una sombra cerca de la mía, y su cora-
zón latía contra mi pecho.
Algo grande se acercó a nosotros, imponente, una montaña de
negro que se balanceaba. Cada pisada me estremecía. Jase no podía
hablar ahora; estaba demasiado cerca, pero sentí la tensión de sus
músculos deseando que me congelara. Iba en contra de todos mis
instintos. Corre, Kazi, escóndete. Pero me congelé bajo su peso, el su-
dor brotó entre nuestros cuerpos. La criatura olfateó el aire, nos vio y
su boca se abrió de par en par, una caverna abierta de enormes dien-
tes y un terrible rugido partió el bosque. Mis músculos se tensaron,
pero Jase me sujetó con fuerza, sin moverse. Se acercó, tanto que su
agitado aliento nos rozó la piel, el olor era nocivo y sofocante, como
si todos los hornos del in erno bramasen desde dentro. Un gruñido
de advertencia vibró desde él, su boca probando el aire, probándo-
nos a nosotros, su lengua recorriendo nuestra piel. Resopló, como si
estuviera decepcionado, y se alejó. No nos movimos mientras el
amanecer se deslizaba sobre nosotros, pero cuando los pasos de la
criatura nalmente se desvanecieron, Jase dejó escapar un suspiro
largamente retenido, y su mano se deslizó de mi boca.
Me miró, con nuestros rostros aún cercanos, y el momento se
fragmentó, se salió del paso y se convirtió en largos y congelados se-
gundos, con su pecho aun latiendo contra el mío. Parpadeó como si
por n estuviera orientado de nuevo, y rodó, tumbándose en el suelo
junto a mí.
—No quería aplastarte —dijo—. No hubo tiempo de despertarte.
¿Estás bien?
¿Lo estaba? El miedo estaba disminuyendo, pero mi pulso seguía
acelerado. Todavía sentía la presión de su cuerpo sobre el mío y el
ardor de su piel.
—Sí —dije, con la voz ronca. —¿Qué fue eso?
Me explicó que era un oso Candok y que preferían a los peces an-
tes que a las personas, pero que no había que dejarlos atrás ni matar-
los si te percibían como una amenaza. Si no hacías ningún movimi-
ento brusco, normalmente te dejaban en paz.
Por lo general. Ahora me sentía como Wren, comprendiendo la
certeza que quería cuando se trataba de la racaa y sus preferencias
de carne, especialmente cuando todavía tenía el recuerdo de la infer-
nal lengua húmeda del oso probando mi cara.
—Deberíamos irnos en caso de que vuelva —dijo Jase, poniéndo-
se en pie, pero en dos pasos tropezó y cayó, la cadena se sacudió ent-
re nosotros. Maldijo—. Me olvidé de esta cosa.
Se puso de nuevo en pie y cogió su camisa de la roca donde la ha-
bía puesto a secar la noche anterior. Observé cómo se la ponía, vien-
do cómo las plumas entintadas de su piel desaparecían bajo la tela, y
pensé en cómo se había olvidado de la cadena y del peso muerto al
que estaba atada, y sin embargo se había cernido protectoramente
sobre mí de todos modos.

Durante los días siguientes, entramos en un ritmo sorprendente-


mente fácil. Rara vez había silencio, y por eso estaba agradecida. Me
habló de otros animales que vivían en esta región. Había varios mor-
tales que aún no había tenido el placer de conocer. Esperaba que nos
encontráramos con un montículo de meimoles, señal de un ave car-
nosa y sabrosa que hacía túneles y anidaba bajo el suelo de esta zo-
na. Miró el extremo a lado de su bastón y dijo que el pájaro no era
difícil de alancear.
—¿Cómo sabes tanto de esta región? —pregunté, con la mano
barriendo el horizonte.
—También es territorio de Ballenger.
—¿Aquí fuera? Esto tiene que estar a más de cien millas de Tor’s
Watch.
—Podría ser.
Gruñí, pero no dije nada más. Mi silencio se interpuso y apuñaló
entre nosotros.
Finalmente, suspiró y una sonrisa socarrona le arrancó la boca. —
Muy bien, Kazi de Brightmist, dime, ¿cuál es tu de nición de lad-
rón?
Su tono no era de enfado. Parecía más bien una auténtica súplica
por entenderme, y me pregunté si lo había estado meditando desde
que le llamé ladrón hace unos días.
—La de nición de Vendan no es diferente a la de cualquier otra
persona. Tomas cosas que no te pertenecen.
—¿Como por ejemplo?
—Ganado.
—¿Te re eres a la corneta que tomamos de los Vendans? Fue el
pago por la invasión.
—No tenían derecho ni siquiera a un shorthorn, pero era mucho
más que eso. Era todo. Quemaron sus campos. Destruyeron sus cor-
rales. Te llevaste sus provisiones.
Sacudió la cabeza. —Un shorthorn. Eso fue todo. El resto es un
adorno de Vendan.
—Yo misma vi el daño.
—Entonces alguien más lo hizo. No nosotros.
Miré su per l, preguntándome si estaba mintiendo. Una vena se
movía en su cuello, y parecía absorbido por lo que yo decía. Esta no-
ticia le preocupaba. O tal vez era yo quien le preocupaba. No le di
tregua. —¿Y las caravanas de mercaderes que asaltan?
—Sólo en determinadas circunstancias, cuando cruzan a nuestro
territorio.
—¿Quieres decir que si se cruzan contigo?
Se detuvo y se enfrentó a mí. —Eso también. —No había ninguna
disculpa en su expresión. Su tono fácil había desaparecido.
—Pero ustedes no tienen fronteras de nidas. Ni siquiera se supo-
ne que estés establecido en el Cam Lanteux. Están infringiendo la
ley. Es una violación de los antiguos tratados. ¿Cómo puedes recla-
mar todo esto?
—Bueno, tal vez los antiguos tratados nunca se molestaron en
consultarnos. La Guardia de Tor ha estado aquí más tiempo que cu-
alquiera de los reinos, incluyendo Venda. Y tenemos fronteras, pero
tal vez nuestras líneas están dibujadas de manera diferente a las su-
yas. Se extienden tan lejos como sea necesario para que nos sintamos
seguros. Hemos vivido con nuestras leyes y hemos sobrevivido con
ellas durante siglos. Venda no tiene derecho a entrometerse.
—¿Y su intromisión? ¿Los negocios que esquilmas en la Boca del
In erno? ¿También es una de sus leyes?
El color se intensi có en sus sienes. —Boca del In erno era nuest-
ra mucho antes de que formara parte de Eislandia. Construimos la
ciudad a partir de escombros y ruinas, y protegemos a todos los que
viven allí. Nadie se libra.
—¿Protegerlos de qué?
Miró la cadena que nos separaba. —¿De verdad tengo que darte
una lista? El nuestro es un mundo diferente al tuyo. Mi familia no
necesita explicar nada a Venda.
Estaba dispuesta a discutir más, a señalar que la Boca del In erno
estaba en Eislandia y que era su jurisdicción para protegerla como
consideraran oportuno —no la de los balleneros que extraían el dine-
ro del miedo—, pero traté de recordar que mi objetivo principal no
era educarlo sino obtener información, y su ira iba en aumento.
Pronto volveríamos al silencio.
Ya me había contado parte de la historia de los Ballenger, pero
ahora me preguntaba por su familia, que había mencionado más de
una vez. Era una motivación en su vida, y contemplé la perspectiva
de conocer a toda una familia de matones que posiblemente alberga-
ba a un peligroso traidor. ¿Con qué propósito le darían refugio? Pa-
recía que todo era una transacción para los Ballenger. Nada de viajes
gratis. ¿Qué conseguían con ello?
Suavicé mi tono, intentando reconducir la conversación. Ya reco-
nocía sus tics, la línea recta y rme de sus labios, sus fosas nasales
encendidas, los músculos de su cuello tensos, sus anchos hombros
echados hacia atrás. Su enorme orgullo y ego cuando se trataba de
su familia era su debilidad, y yo tenía que entenderlo, porque para
un ladrón, entender y explotar los defectos de tu oponente era la pri-
mera regla del juego. Y él era mi oponente. Necesitaba recordármelo
porque no había resultado ser lo que esperaba, y una parte de mí lo
encontraba…
No estaba segura de cuál era la palabra. Tal vez la más segura era
intrigante.
Pero mientras hablaba de su familia, no me parecía una debilidad
en absoluto; tal vez lo que me asombraba era el gran número de el-
los. Nadie tenía familias tan grandes en Venda. Nunca. Además de
su madre, tenía seis hermanos y tres hermanas. También había tías,
tíos y primos. Había más familiares que vivían en la ciudad. Me dijo
sus nombres, pero eran demasiados para recordarlos todos, salvo
unos pocos. Gunner y Titus eran sus hermanos mayores, Priya, su
hermana, era la mayor de los hermanos, Nash y Lydia, que sólo tení-
an seis y siete años, eran las más jóvenes, demasiado jóvenes aún pa-
ra asistir a las reuniones familiares. Las reuniones eran un asunto
formal en el que toda la familia se reunía alrededor de una mesa pa-
ra decidir sobre los asuntos familiares. Ellos votaban todas las decisi-
ones importantes.
—Y también está Mason —añadió Jase—. Es otro hermano. Tiene
la misma edad que yo, diecinueve años. Mis padres lo acogieron cu-
ando sólo tenía tres años después de que sus padres murieran. So-
mos la única familia que ha conocido. Él también vota.
—¿Y cuál es tu papel en esto?
—Como Patrei, tomo la decisión nal.
—¿Puedes anular el voto de la familia?
—Sí, si yo estuviera allí. Pero como habrás notado, aún no he teni-
do un día completo como Patrei.
—Y ese es el problema que crees que he causado.
Su respuesta fue un silencio a rmativo, pero luego añadió: —No
debería haber bajado solo a ese callejón, pero sólo esperaba encont-
rarme contigo, no con cazadores, así que hice un gesto con mi straza.
—¿Straza?
Explicó que eran guardias personales. Toda la familia los tenía.
—¿Tienes tantos enemigos?
—Cuando tienes poder, tienes enemigos —respondió—. ¿Y tú?
¿Tienes familia?
Se me hizo un nudo en la garganta. Desde que perdí a mi madre,
había visto a la familia sólo como un lastre. Incluso acercarme a
Wren y Synové me parecía un riesgo terrible. El mundo era mucho
más seguro cuando sólo podías perderte a ti mismo.
—Sí —respondí—. Tengo familia. Mis dos padres viven en Ven-
da.
—¿Cómo son?
Busqué una respuesta, algo que hiciera que sus preguntas cesa-
ran. —Felices. Contentos. Y muy orgullosos de su única hija —dije, y
luego desvié la conversación hacia otro lado.

Aunque el hambre no me era ajena, nuestra búsqueda de alimen-


tos había sido escasa, así que me alegré mucho cuando llegamos a un
arroyo y vi que en sus orillas crecían tallos de deseo. Me sorprendió
que no los conociera. En Venda eran una delicia primaveral, que cre-
cían en amplios matorrales en las ciénagas. Mi madre y yo íbamos a
recogerlos fuera de las murallas de la ciudad. Pide un deseo, Kazi. Con
cada una que recojas, pide un deseo para mañana, para el día siguiente y pa-
ra el siguiente. Uno siempre se hará realidad.
La magia de los deseos, por supuesto, consistía simplemente en
pedirlos, en pescar en las profundidades un deseo oculto, moldearlo
en palabras para hacerlo realidad y lanzarlo a un misterioso desco-
nocido que creías que tal vez, sólo tal vez, te escuchaba. Incluso a los
seis años, sabía que los deseos no se hacían realidad, pero los pedía
igualmente. Se sentía rico y salvaje y tan indulgente y maravilloso
como una rara cena de pichón y chirivías. Durante unos minutos, un
deseo me puso una espada en la mano y me dio poder sobre la cru-
deza de nuestro mundo.
Recogí varios, pidiendo deseos silenciosos con cada uno de ellos.
Jase miró mi puñado de tallos como si fueran malas hierbas. —¿Qué
hacen además de conceder deseos? —Era obvio que nunca se había
saltado una comida en su vida, y mucho menos una semana de co-
midas.
—Ya lo verás —respondí. Nos sentamos en la orilla refrescándo-
nos los tobillos en el arroyo y le dije que masticara—. No te comas el
tallo, sólo traga el jugo. —Le expliqué que el zumo no era diferente
del néctar e igual de nutritivo.
—Pero la verdadera magia es esto —dije y tomé el tallo pulposo
que había masticado y lo abrí para que quedara plano—. Dame tu
tobillo —dije, señalando el encadenado. Lo sacó del arroyo y yo des-
licé el tallo aplanado por debajo del grillete donde tenía la piel corta-
da—. Pronto empezarás a notar la diferencia —dije—. Tiene… —Le-
vanté la vista hacia él y descubrí que sus ojos estaban centrados en
mí, no en su tobillo. Me quedé helada, pensando que había algo que
iba a decir. Nuestras miradas permanecieron jas, y había preguntas
en sus ojos, pero no del tipo que yo pudiera responder. Mi respiraci-
ón se detuvo en el pecho.
—Es incómodo, ¿verdad? —dijo.
—¿Qué cosa? —respondí, con la voz demasiado agitada.
—Estos momentos en los que no nos odiamos.
Tragué saliva y miré hacia otro lado. Pero parecía que no había
nada que mirar y el momento sólo se hacía más incómodo y me do-
lía la mandíbula de tanto apretarla. Tenía razón, era incómodo. Esto
no era algo que se me diera bien. Se me daba bien huir, distanciarme,
desaparecer. Esto no. No para enfrentarme a él una y otra vez, sin te-
ner nunca más de un metro de espacio entre nosotros, y odiaba que
en realidad me pareciera… simpático. No debería haberme gustado
en absoluto. Y también odiaba las otras cosas en las que me jaba, las
pequeñas cosas que me llamaban la atención, como la forma en que
su pelo le caía sobre los ojos cuando se inclinaba para encender el fu-
ego, la interesante curvatura de su ceja derecha cuando se enfadaba,
las cuatro pequeñas pecas de su brazo que formaban una J si las unía
una línea, la forma en que la luz captaba la barba incipiente de su
barbilla. Era un conocedor de los detalles, pero no me gustaban los
detalles que veía. Odiaba que me parecieran atractivos. No sólo su
aspecto, sino la seguridad de sus pasos, los cálculos de su mirada, su
chulería, su maldita voz. Odié el ridículo vuelco que dio mi estóma-
go ahora mismo cuando le sorprendí mirándome. Yo no era Synové.
Tal vez, sobre todo, odiaba haber encontrado alguna bondad en
él. Odiaba haber tenido que tragarme un nudo en la garganta aquel-
la primera noche cuando me di cuenta de que intentaba ayudarme a
dormir, como había hecho cada noche desde entonces. Aquellos a los
que había engañado y robado en el pasado nunca habían sido amab-
les. Eso hacía que fuera fácil convertirlos en tontos y robarles.
—¿Decías? ¿Tiene…? —preguntó. Sabía que intentaba darme al-
gún pensamiento coherente en el que ocuparme.
—Cualidades curativas. Tiene cualidades curativas.
—Toma, déjame ponerte esta en el tobillo.
—Puedo hacerlo yo misma —dije y tomé el tallo masticado de él,
jugueteando con él una y otra vez mientras lo presionaba sobre mi
tobillo.
—Creo que lo tienes en la posición correcta —dijo, y nalmente lo
dejé en paz.
Estuvimos sentados durante minutos en silencio, masticando más
tallos y partiendo varios más por la mitad para meterlos en los bol-
sillos. Se inclinó, mirando su tobillo. —El escozor ha desaparecido.
Gracias—. Su voz. No había duda de la amabilidad que escuché.
Asentí con la cabeza y por n me sentí lo su cientemente serena
como para mirarle. —Gracias a ti también.
—¿Por?
—Por mantenerme quieta cuando el Candok se nos echó encima
—respondí—. Podría haber acabado siendo su desayuno.
Su boca se frunció. —No. Un mordisco y te habría escupido. Ni
siquiera estás cerca de ser lo su cientemente dulce.
Reprimí una sonrisa. Me sentía mucho más tranquila con sus co-
mentarios despectivos.
Se puso en pie y extendió la mano para ayudarme a levantarme.
—Deberíamos irnos, Kazi de Brightmist.
La cogí y me puse en pie. —Parece que te gusta llamarme así.
¿Por qué?
—Porque no estoy seguro de que ese sea tu verdadero nombre.
Parece que tienes muchas facetas ocultas: haces malabares, cuentas
adivinanzas, derribas a los chicos y amenazas con cortarles sus boni-
tos cuellos.
Hice una mueca y sacudí la cabeza, evaluando su cuello. —No es
tan bonito.
Se frotó el cuello como si estuviera ofendido. —¿Tienes algo más
en la manga que deba saber?
—Si te lo dijera, no sería divertido, ¿verdad?
—¿Debería preocuparme?
—Probablemente.
Nos engañaron. Sus voces eran suaves. Sus cabezas se inclina-
ron. No parecían peligrosos. Se parecían a nosotros, asustados.
Hasta que abrimos la puerta.
Apuñalaron a Razim y se rieron. Lo dejaron por muerto, y no pu-
dimos abrir la puerta para buscarlo hasta que se fueron.
Escuché el nombre de uno de ellos mientras se escapaban. Un día
seré más fuerte de lo que soy ahora. Un día lo llamaré por su nombre
y lo mataré.
—Theo, 11
CAPÍTULO 13
KAZI

No estoy seguro de que ese sea tu verdadero nombre.


Curiosamente, eso era probablemente lo menos complicado y
más verdadero de mí. Kazimyrah de Brightmist.
Mi madre había venido de la provincia norteña de Balwood,
aventurándose en Ciudad Sanctum como tantos otros que se amon-
tonaban allí con la esperanza de que ofreciera una vida mejor que el
duro terreno de más allá, pero llegó allí con la carga añadida de un
bebé en su vientre y sólo un puñado de monedas. Nunca habló de
mi padre. No sabía si estaba vivo o muerto, si lo había amado u odi-
ado, o si lo había conocido. Viajar sola por las áridas llanuras era una
perspectiva peligrosa para cualquiera. Se ha ido, Kazi, fue todo lo que
dijo, y parecía triste, así que no volví a preguntar.
El barrio de Brightmist estaba en la parte norte de la ciudad. Se
las arregló para encontrar allí una casucha desocupada que protegi-
era de la lluvia —y una comadrona—, así que fue allí donde se insta-
ló. Jase no fue el primero en cuestionar mi nombre, preguntándose si
era real. La mayoría de las personas con las que nos encontramos en
la ciudad nunca habían oído el nombre de Kazi. Cuando le pregun-
taban, mi madre les decía que era un nombre de las tierras altas que
signi caba “primavera”. En otra ocasión había dicho que signi caba
“pajarito”, y en otra, “mensajero de Dios”. Me di cuenta de que ella
no sabía lo que signi caba en absoluto, y una vez que se fue, el
nombre no pareció importar. Quién o qué era yo se convirtió en un
detalle olvidado. Cualquier nombre valía, y se sacaron de la manga
todo tipo de nombres para echarme. ¡Scat, alimaña asquerosa, mocoso,
plaga, pastel de mierda!
Hasta que ideé una forma de hacer que quisieran que me queda-
ra.
Lo que pasa con una marca es que han creado mentiras en su ca-
beza, una historia que se han inventado y que quieren creer desespe-
radamente, una fantasía que sólo necesita ser alimentada con pacien-
cia: eres más amable, más hermosa, más astuta, más sabia, te lo mereces, co-
me como un pez de boca redonda que rompe la super cie del agua
siguiendo un rastro de migas de pan. Acércalos con un bocado, dos,
y luego engánchalos detrás de las branquias, sin sentido y aleteando,
ajenos a lo que realmente han perdido porque su estómago hinchado
está lleno.
Kazimyrah, me susurraba a veces mientras me escabullía con la
comida escondida bajo el abrigo, porque había días en que hasta yo
olvidaba quién había sido.

Me esforcé más por borrar las sospechas de Jase y convencerle de


que sólo era un soldado, contándole mi entrenamiento y mi vida en
el Santuario. Pero incluso con eso tuve que editar cuidadosamente la
verdad. El entrenamiento como Rahtan era diferente. Los ejercicios,
las horas y el estudio eran interminables. Probablemente lo único en
lo que fallé fue en la natación, pero sólo por falta de práctica. Era
más pequeña que la mayoría de los novatos y tenía que trabajar el
doble para demostrar mi valía. Esa parte fue fácil de hacer. Lo más
difícil que tuve que aprender fue a dormir en una cama, no debajo de
ella. La mayoría de las noches, para ahorrarme la angustia, simple-
mente me escabullía con una manta a un pasillo oscuro escondido
bajo la escalera.
Una noche, la reina se había unido a mí inesperadamente. Recor-
dé que había mirado furiosamente la llama de la linterna, concent-
rándome en ella y no en ella. Había sentido vergüenza por acurru-
carme en la oscuridad. Se sentó en el suelo a mi lado, el túnel era de-
masiado pequeño para que pudiéramos estar de pie.
—Yo también vine aquí—, había dicho. —Era un espacio oscuro y
seguro para mí. Hubo muchos días que temí que fueran los últimos
aquí en el Santuario. Tenía mucho miedo entonces. Algunos días, to-
davía tengo miedo. Tengo tantas promesas que cumplir.
—Pero has cumplido tus promesas.
—Las libertades nunca se ganan de una vez por todas, Kazimy-
rah. Van y vienen, como los siglos. No puedo volverme perezosa.
Los recuerdos son cortos. Es el olvido lo que temo.
Eso era lo que yo también temía.
El olvido.
Pero nada de esto podía compartir con Jase.
Cuando me preguntó si los malabares formaban parte del entre-
namiento de Rahtan, me reí y le dije que era algo que había aprendi-
do por el camino.
—¿Qué camino es ese?
Cavando.
Le dije que me había enseñado un amigo.
—Tienes amigos inteligentes.
—Sí, lo sé —respondí, sin ofrecer más información. Fui autodi-
dacta. La desesperación puede ser una buena maestra, quizá la mej-
or. Tenía que perfeccionar las nuevas habilidades rápidamente o mo-
rir de hambre. Pero su comentario sobre los amigos me hizo pensar
en Wren y Synové. Llegaron al Santuario unos meses después que
yo, ambas atrapadas en refriegas y sin familia inmediata a la que
convocar. Siendo de la misma edad y habiéndonos conocido en la
calle, nos sentimos naturalmente atraídas. Al cabo de dos años, Ka-
den, el Torreón de la reina, tenía la última palabra sobre quiénes
avanzarían al entrenamiento de Rahtan. Nos había echado una larga
y severa mirada, tratando de decidir si las tres pasásemos al siguien-
te nivel. Sorprendentemente, su mujer, Pauline, le había lanzado una
mirada severa a nuestro favor. Habíamos entrenado y trabajado jun-
tas desde entonces. Esperaba que estuvieran a buen recaudo, senta-
das, Synové entreteniendo a Wren con los detalles mundanos de la
racaa. Sí, nuestro plan había salido mal, pero ellas eran ingeniosas y
nosotros teníamos planes de respaldo. A estas alturas probablemente
ya se habían dado cuenta de que no estaba dentro de la Guardia de
Tor.
—¿Cuánto falta para el asentamiento?
—No estoy seguro. Olvidé traer mi mapa y mi brújula. ¿Por qué
no sacas los tuyos?
—¿Crees que todavía estamos en curso?
—Sí —respondió con énfasis. No estaba segura de si le molestaba
que fuera la segunda vez que se lo preguntaba o simplemente le dis-
gustaba que nos adentráramos en el asentamiento de Casswell —y
en territorio de Vendan— le gustara o no.
Siguió contándome más historias sobre la Guardia de Tor que tu-
ve que admitir que me fascinaron. Las esperaba con impaciencia. Es-
ta mañana me había hablado de las Lágrimas de Breda, una serie de
siete cascadas en las montañas de Moro. Se llamaban así por la diosa
Breda, que había venido a la tierra y se había enamorado del simple
mortal Aris. Su amor era tan grande que surgieron nuevas ores tras
sus pasos, ores más hermosas que cualquiera de las que los dioses
habían creado, y los dioses se pusieron celosos. Le prohibieron a Bre-
da volver a la tierra, y cuando desobedeció, mataron a Aris. Su dolor
fue tan abrumador que ríos de lágrimas cayeron de los cielos, preci-
pitándose por las montañas por las que una vez caminaron, creando
cascadas que aún uyen hasta el día de hoy.
—Y hay ores que crecen en la base de esas cascadas, que no cre-
cen en ningún otro lugar de la montaña.
—Así que debe ser verdad —dije.
Sonrió. —Debe serlo. Un día te lo enseñaré.
Se hizo un torpe silencio. Ambos sabíamos que nunca me lo ense-
ñaría, pero sus palabras se habían deslizado con facilidad antes de
que pudiera detenerlas, como si estuviera hablando con un amigo.
Hubo más momentos incómodos.
Ayer por la mañana, me desperté con su brazo colgado sobre mí,
su pecho anidado cerca de mi espalda. No era consciente, probable-
mente buscaba algo de calor mientras dormía. Me quedé allí, sin
apartarme, pensando en el peso de su brazo, en cómo se sentía, en el
suave sonido de su respiración, en el calor de su piel. Fue un minuto
imprudente, indulgente, en el que me pregunté qué había soñado, y
luego el sentido común volvió a invadirme y aparté su brazo con cu-
idado antes de que se despertara. Había hecho un esfuerzo conscien-
te para no tocarlo. Creo que él había hecho lo mismo, pero el sueño
se había convertido en su propio ladrón, robando nuestras intenci-
ones.
Mientras caminábamos, lo acribillé a preguntas, esparcidas cuida-
dosamente para que parecieran improvisadas y casuales, sobre todo
acerca de la Guardia de Tor. Me enteré de que era un extenso comp-
lejo de casas y edi cios que albergaba las o cinas del imperio emp-
resarial Ballenger. Sus ingresos provenían de múltiples fuentes, pero
no me dijo cuáles eran. Cuando creí que percibía que estaba inda-
gando, cambié de tema, pero me enteré de que una parte importante
de sus ingresos procedía del mercado, una gran bolsa a la que acudí-
an compradores y vendedores de todo el continente para intercambi-
ar mercancías. Comenzó con el grano que se cultivaba en Eislandia,
pero con la apertura de más comercio entre los reinos desde los nu-
evos tratados, la arena había triplicado su tamaño cada año desde
entonces.
—¿Estoy oyendo bien? —pregunté, poniendo mi tono de burla
más grueso—. ¿Dices que te has bene ciado de los nuevos tratados?
—En algunos aspectos. Pero no tanto como para renunciar a lo
que somos.
Se frotó el dedo desnudo justo por debajo del nudillo donde antes
había estado su anillo de sello. Era otro tic que había notado. Lo ha-
cía con frecuencia cuando hablaba de su casa. Imaginé el forcejeo
que había tenido lugar cuando el cazador intentó quitárselo. Estaba
segura de que Jase no se había rendido fácilmente. Supuse que había
tenido suerte de que aún tuviera el dedo.
Introduje mi mano en el fondo de mi bolsillo y toqué el cálido cír-
culo de metal y me pregunté si debía dárselo, pero ya parecía dema-
siado tarde. Se preguntaría por qué la había cogido en primer lugar,
y sobre todo por qué había tardado tanto en entregársela. Las llaves
las había cogido para sobrevivir. El anillo fue por una razón total-
mente diferente.
En el año anterior a la llegada de la reina, más de mis robos se ha-
bían convertido en punitivos. Era un impuesto furioso que cobraba
por las respuestas que nunca recibía, y una retribución por todas las
yemas de los dedos de los niños tomados por los intendentes y luego
alimentados a los cerdos. La mayoría de los robos punitivos eran por
objetos que no tenían ningún valor. No podían llenar una barriga,
pero me llenaban de otras maneras.
La cosa más pequeña e inútil que robé fue un brillante botón de
latón que enorgullecía al intendente de Tomac. Sobresalía de su vi-
entre entre una larga hilera de botones brillantes en su chaqueta, un
raro tesoro que había comprado a un conductor de Previzi. Para mí,
parecían gordos remaches dorados que mantenían su vientre en su
sitio. El robo del botón del medio había arruinado todo el efecto de
vistosidad. Lo había acechado durante una semana, sabiendo justo
cuándo pasaría por un pequeño y atestado callejón, con la multitud
empujando contra él, y yo estaba allí, con la gorra calada, mi pequ-
eña hoja curva en la palma de la mano. No supo que había desapare-
cido hasta que llegó al nal del callejón y oí su chillido. Sonreí ante
el dulce sonido. Era toda la cena que necesitaba.
El anillo de Jase era tan inútil para mí como lo había sido ese bo-
tón, y lo había robado por la misma razón. Era un símbolo de poder,
un legado que ellos veneraban, y en un movimiento silencioso lo ha-
bía relegado al fondo de mi oscuro y sucio bolsillo.
CAPÍTULO 14
JASE

Tenía una intensa curiosidad, y yo estaba feliz de alimentarla con


historias sobre la Guardia de Tor, pero cuando se trataba de su pro-
pia vida sus palabras se volvían reservadas y calculadas. Estar enca-
denado a alguien hora tras hora, día tras día, da a cada pausa un pe-
so oculto. Me detuve en los detalles que no quiso compartir.
¿Cómo había sido su vida en Venda? O quizás, más exactamente,
¿qué le habían hecho? Ella no era el resultado de unos padres felices y
contentos. Era como si hubiera estado prisionera en un sótano toda
su vida. Se estremecía ante el sol y el cielo abierto. En cuanto llega-
mos a la meseta de Heethe, mantuvo la vista ja en algún punto lej-
ano, con la mirada como el acero y los hombros rígidos, como si lle-
vara una pesada mochila a la espalda. Cuando le señalé un águila
que volaba por encima de nosotros, apenas le dedicó una mirada.
Volví a centrar la conversación en algo en lo que parecía estar se-
gura: ser una soldado. Me habló de las distintas armas que se forj-
aban para los rahtan, los cuchillos, las ziethes, las espadas, los dardos
de cuerda, las ballestas y más. La Fortaleza evaluó lo que mejor se
adaptaba a sus fuerzas. Su espada y sus cuchillos se los regaló la re-
ina cuando se convirtió en Rahtan.
—¿Los has usado alguna vez?
Levantó una ceja. —¿Quieres decir si alguna vez he matado a al-
guien? Sí. Sólo a dos hasta ahora. Intento evitarlo si puedo.
Si puedo. Lo dijo tan despreocupadamente, sin inmutarse, la mis-
ma chica a la que tenía que sonsacar adivinanzas cada noche para
que pudiera dormir bajo un cielo abierto.
—¿A quién mataste? —le pregunté.
—A los asaltantes —respondió. Frunció el ceño, como si todavía
estuviera disgustada por el encuentro—. Estábamos en la retaguar-
dia de un tren de suministros. No nos vieron quedarse atrás. De eso
se trataba. Pero los vimos. ¿Y tú? ¿Alguna vez has matado a alguien?
Asentí con la cabeza. A más de tres, pero no le dije cuántos y me
alegré de que no preguntara.
Más de una vez me sorprendió estudiándola. Intenté concentrar-
me en el paisaje, pero mis ojos volvían a ella una y otra vez. Me fasci-
naba, sus contradicciones, sus secretos y la chica que a veces salía a
la super cie bajo su exterior de soldado duro, como cuando veía los
tallos de los deseos en la orilla. La chica que olvidó quién era y me
apretó un tallo de deseo en el tobillo. En otro mundo, en otras cir-
cunstancias, creo que podríamos haber sido amigos. O más.
Sabía que pasaba más tiempo del que debía preguntándome por
ella.
Observé las estribaciones de la montaña, tratando de concentrar-
me. Intentando devolver mi mente a donde debía estar. Había recor-
rido este camino antes, pero nunca lo había hecho a pie, sobre todo
descalzo, encadenado y medio muerto de hambre. Era difícil juzgar
las distancias. ¿Cuánto faltaba? ¿Había alguna posibilidad de volver
antes de que sellaran la tumba? ¿Qué pasaba por la mente de todos
ellos? ¿Dónde diablos está Jase? Sin duda se habían enviado grupos de
búsqueda, pero no se había encontrado ningún cuerpo. Estaba segu-
ro de que los Rahtan con Kazi ya estaban bajo la custodia de mis her-
manos, siendo interrogados. Mason podía sacarle información a cu-
alquiera, pero ni siquiera los compañeros de Kazi tendrían alguna
idea de lo que nos había pasado. No podían saber lo de los cazado-
res de mano de obra más que Kazi y yo.
Su comentario, yo misma vi los daños, seguía resurgiendo en mi
mente, la quema de los campos y el robo de todo el ganado de los
colonos. Habíamos querido ahuyentarlos. Tenían que marcharse.
Nuestra visita no había sido agradable. El cuerno corto había sido
una advertencia, una oportunidad para que recogieran sus cosas y se
fueran, pero eso fue todo lo que nos llevamos. ¿Quién se llevó el res-
to?
Gunner era impulsivo, su temperamento era más rápido que el
mío, y los días de vigilia junto a la cama de nuestro padre habían de-
jado todas nuestras emociones a punto de estallar. Gunner siempre
había expresado sus objeciones sobre los colonos con más fuerza que
cualquiera de nosotros, pero yo estaba seguro de que no se lanzaría a
la aventura sin mi aprobación, aunque en aquel momento yo aún no
fuera o cialmente Patrei. En estos asuntos, él se sometía a mí. Pero si
no era él, ¿quién? ¿Mentían los colonos o Kazi?
Esa era otra de las razones que daba mi padre para nombrarme
Patrei. Yo solía ser bueno para detectar las mentiras, mejor que mis
hermanos. Pero ser capaz de discernir las mentiras no revelaba nece-
sariamente la verdad. Eso requería más investigación, y yo quería sa-
ber cuáles eran sus verdades.
Maldita sea.
Quería saber mucho más sobre ella, y eso sólo me traía proble-
mas. Necesitaba que ella y los demás vendedores salieran de mi vida
cuanto antes. Con suerte, no estaríamos encadenados mucho más ti-
empo.
La miré, incansable, con sus pestañas oscuras proyectando una
sombra decidida bajo sus ojos, con su piel cálida brillando, y mi mi-
rada se detuvo demasiado tiempo.
Tal vez era imposible evitar algunos problemas.

—¿Qué es esto? —Oí la inquietud en su voz, como si ya intuyera


lo que se escondía en el río de arena cegadora de media milla de anc-
ho.
Habíamos llegado a la cima de un montículo y yo había calculado
mal cuándo llegaríamos a él. Era mediodía y las arenas estarían abra-
sando y nosotros sin botas.
—Arena —respondí.
—Eso no es arena —dijo ella.
No del todo. Los huesos eran visibles, pequeños, rotos y en su
mayoría humanos. Dientes opacos y picados, alguna que otra vérteb-
ra entera descansando encima como un lirio blanco en un estanque
de alabastro brillante. —Se llama Canal de los Huesos —dije—. Di-
cen que la arena uye desde una ciudad que fue destruida en el des-
tello de la primera estrella. No podemos cruzarlo descalzos con el ca-
lor del día.
Unas gotas de calor ondularon hacia arriba. Kazi se quedó miran-
do como si pudiera ver a los fantasmas sepultados en la arena que
intentaban llegar a la orilla. Su atención se dirigió a las lejanas estri-
baciones del otro lado y a las ruinas que las coronaban —nuestro pri-
mer refugio potencial—, pero entre nosotros había un cementerio en
llamas.
—Nuestras camisas —dijo—. Podemos envolverlas alrededor de
nuestros pies. —Comenzó a desabrocharse la camisa—. Quítate la
tuya también. Las necesitaremos las dos.
—Podemos esperar hasta la noche…
—No —dijo ella—. No voy a dormir aquí en medio de la nada cu-
ando hay ruinas a la vista.
Se quitó la camisa y la rasgó por la mitad. Llevaba una na che-
mise debajo, yo esperaba que se la quitara y que no se la quitara a la
vez. El in erno del demonio, contrólate Jase.
—Tu camiseta —me recordó.
No tenía ganas de romperla por la mitad, pero tampoco quería
esperar a que cayera la noche para que las arenas se enfriaran, y con
el calor del verano no necesitábamos realmente las camisas para ent-
rar en calor.
Nos envolvimos los pies con varias capas de tela, atándolas rme-
mente. Salimos, la arena seguía pareciendo un horno debajo de no-
sotros, pero la tela hizo su trabajo, evitando que nuestros pies se am-
pollasen.
Era más difícil caminar con la tela anudada tirando de nuestros
tobillos, pero sincronizamos nuestros pasos. Intenté entablar conver-
sación, pensando en otras leyendas que contarle, pero me distraje.
No es que antes hubiera visto a una mujer con los hombros desnu-
dos, o con tan poca ropa, pero de alguna manera esto me parecía di-
ferente. Es una soldado, me recordé. Rahtan. Una que tenía un cuchil-
lo en mi garganta y estaba preparada para usarlo. No sirvió de nada.
A mitad de camino dije: —Cuéntame un acertijo.
Me miró, sorprendida. —¿Ahora?
Asentí con la cabeza.
Ella pensó un momento, con su mano deslizándose sobre su ab-
domen, y luego dijo:
—Cuanto menos tengo, más crezco,
Me arremolino y doy vueltas y hago un espectáculo.
No puedes ignorarme, aunque lo intentes,
Gruño, grito y lloro.
Me poso en la oscuridad, pero mi mordida se ve
En la costilla y en la mejilla, y en la muñeca tan delgada.
Con dientes feroces, y garra más a lada,
Nadie puede escapar de mis despiadadas fauces,
Pero una gallina que se pavonea puede derribarme,
Con sus bonitas patas en vestido de plumas.
Mi estómago me dijo la respuesta a esta pregunta. Hablar de pa-
tas de gallina hizo que la bestia enroscada en mis entrañas levantara
su triste cabeza. —Esta noche —dije—. Prometo que la bestia será
alimentada.
Ella no pareció escuchar mi respuesta. Su ceja derecha se levantó,
su mirada se volvió desconcertante. Miró por encima de mi hombro.
—¿Qué es… eso?
Me giré. A lo lejos, en un cielo azul claro, una sola nube estallaba
hacia arriba. No era una nube cualquiera. Ya la había visto antes, pe-
ro sólo cuando estaba en terreno alto y seguro. Era un brazo gordo y
abultado que se extendía kilómetros hacia el cielo, con los músculos
desollados, púrpura y llenos, como un monstruo desbocado.
—Corre —dije.
—Pero…
—Estamos en un lavadero. ¡Corre!
Con ó en la urgencia de mi voz y echó a correr, pero aún estába-
mos muy lejos del otro lado. Dedos plateados de agua comenzaron a
brillar en la distancia, arrastrándose hacia nosotros. —¡Más rápido!
—grité.
Nuestros pasos golpearon la arena y la tela de sus pies comenzó a
deshacerse, agitándose suelta en los tobillos, pero no había tiempo
para arreglarlo. En cuestión de segundos, vimos la pared de agua es-
pumosa que se acercaba a nosotros, una ola agitada y mortal. Ella
soltó la tela de una patada. —Sigue adelante —gritó, pero vi la ago-
nía en su rostro mientras corría por la arena abrasadora. La cogí en
brazos y redoblé el paso, con el corazón latiéndome en el pecho, el
muro acercándose, su rugido como el de un animal, los dedos plate-
ados que me arañaban los tobillos.
Llegamos al otro lado, pero el agua estaba subiendo, ya me llega-
ba a las rodillas, y aún teníamos que subir la empinada orilla. La dejé
en el suelo, el agua nos llegaba a la cintura y nos arrastraba hacia la
corriente. El suelo blando resbalaba bajo nuestros pies y la lluvia caía
ahora también sobre nuestras cabezas. Pero subimos, arañamos, el
agua subiendo con nosotros, ambos clavando nuestros bastones en el
suelo, tropezando, cayendo bajo el agua, agarrándonos de las manos,
y nalmente llegamos a la cresta, tropezando y tirando de nosotros
mismos sobre la parte superior del terraplén justo antes de que la pa-
red rugiera más allá de nosotros. Nos desplomamos, tumbados de
espaldas, jadeando, con la lluvia golpeando el suelo a nuestro alre-
dedor, y entonces ella se rio. La risa se convirtió en una cadena de
largas carcajadas sin aliento, y yo me reí con ella. Era una risa alivi-
ada y febril, como si acabáramos de matar a un monstruo que ya nos
tenía en sus fauces.
Y entonces nuestras risas se apagaron, ambos agotados por nuest-
ra carrera a través del canal, y el único sonido fue el de la lluvia. El
calor de la tierra húmeda nos envolvía y giré la cabeza para mirarla.
Tenía los ojos cerrados, los cabellos pegados a la mejilla, las gotas de
agua que se acumulaban en el hueco de la garganta y una pequeña
vena que latía en su cuello.
Me incorporé y alcancé uno de sus pies para ver la planta. Al
principio se estremeció, pero luego me dejó tocarla. Le pasé suave-
mente el pulgar por la piel. Ya se estaban formando ampollas. Metí
la mano en el bolsillo y saqué un tallo de deseo. Lo mastiqué y se lo
puse en el pie.
—¿Ayuda eso? —pregunté.
Parpadeó, sus ojos evitaron los míos, su pecho se elevó en una
respiración irregular, y nalmente respondió: —Sí.
CAPÍTULO 15
KAZI

El fuego ardía y el olor de la grasa que goteaba del meimol en las


llamas era embriagador, un perfume dulce más no que cualquiera
de los que se encuentran en la jehendra. Lo respiré, embriagado por
su aroma, y el estómago se me revolvió por la expectativa.
El calor de las ampollas desapareció. Me envolvieron los pies con
más tallos de deseo. Jase había utilizado su propia camisa hecha jiro-
nes para hacer un vendaje, y luego me llevó hasta las ruinas. Le dije
que podía caminar, pero él insistió en que tenía que dar a los tallos
de los deseos la oportunidad de hacer su magia. Encontramos un cu-
bículo cómodo y oscuro entre las paredes desplomadas e inclinadas
de las ruinas, y entre el meimol asado y la cueva oscura con un techo
que casi podía tocar, estaba segura de que los dioses se habían api-
adado por n de esa pobre y miserable desdichada, Kazi, o simple-
mente se habían cansado de atormentarla.
La tormenta había pasado rápidamente, se había ido tan rápido
como había llegado. Nada más llegar al pie de las ruinas, Jase había
divisado varios montículos y había conseguido clavar un meimol en
su segundo intento.
Una vez que el meimol hubo chisporroteado a la perfección, nos
sentamos y comimos, saboreando la jugosa carne oscura, chupando
cada hueso, chupándonos los dedos ruidosamente con deleite, y
hablando de algunas de nuestras otras comidas favoritas. Mencionó
muchas de las que yo nunca había oído hablar, como el conejo esto-
fado con salsa de tontos, los hojaldres de merengue de arándanos y
el estofado de bergoo. Me sorprendió saber que en Tor’s Watch había
cuatro cocineros, pero que su tía era la que más cocinaba. Le hablé
del guiso de pescado de Berdi, que era un alimento básico en Sanc-
tum Hall. —Podría comerlo en todas las comidas —le dije—. Y luego
están los pasteles de salvia. —Suspiré con anhelo.
—Nunca he oído hablar de ellos.
—Entonces te has perdido. Son una especialidad celestial de los
vagabundos que puede ponerme de rodillas.
—Y las naranjas. —Su boca se dibujó en una sonrisa de satisfacci-
ón, el fuego proyectando un cálido resplandor en su mejilla—. Te
gustan las naranjas.
Sonreí y acepté. —Sí, probablemente sean mis favoritas. Nunca
tuve una cuando era niña. No fue hasta que… —Me sorprendí a mí
misma antes de revelar demasiado.
Sus cejas se alzaron. —¿Hasta que qué?
—Hasta que viajé a Dalbreck y probé una. Las naranjas no están
disponibles en Venda.
Sus ojos me taladraron, sabiendo que estaba mintiendo, y odiaba
eso de él, que fuera capaz de leer más allá de mi cara y mis palabras.
Se quedó callado y sospeché que re exionaba sobre lo que había dic-
ho o dejado de decir. Finalmente me preguntó cómo estaban mis pi-
es.
—Ya no me pican. Creo que estarán bien por la mañana.
Fue otro de esos momentos incómodos. Nuestras miradas se cru-
zan, se detienen, se apartan. Después de todo lo que habíamos pasa-
do, parecía que no debería haber ninguna incomodidad entre nosot-
ros, pero esto era diferente. Cada pausa estaba llena, como un saco
de grano sobrellenado, las costuras tensas, listas para derramarse,
llenas de algo que no nos atrevíamos a explorar.
—Cuéntame otra historia —dije.
Asintió con la cabeza. —Primero, déjame coger más leña para el
fuego. —Observó la cadena entre nosotros. Donde iba uno de nosot-
ros, iba el otro—. ¿Te animas?
—Ya te he dicho que el dolor ha desaparecido, y tengo estos boni-
tos zapatos que me has hecho. —Se puso de pie y me ayudó a poner-
me de pie. Mis suelas estaban sensibles, pero la incomodidad no era
insoportable, especialmente con el cojín de las vendas. Caminamos
hasta la boca de la cueva y salimos a la larga y ancha cornisa que la
bordeaba. Al subir la colina hacia la ruina, sólo había visto la orilla y
la maleza frente a mí. Ahora, mirando en la otra dirección desde la
cornisa, vi un cielo vertiginoso de estrellas que se encontraba con
una llanura in nita y vacía, iluminada sólo por una luna de tres cu-
artos.
—Mira. Allí arriba —dijo Jase, señalando el cielo—. Ese es el Co-
razón de Aris. Y justo al lado está…
Me giré, con la cabeza nublada, y alcancé la pared de las ruinas.
Jase me agarró y me sostuvo.
—Me levanté demasiado rápido —dije.
Me miró, lo sabía, sin creérselo. Sabía de mi extraño malestar des-
de aquella primera noche en que me había pedido una adivinanza
en el bosque.
—¿Qué te han hecho, Kazi? —Su voz era grave, seria. Incluso en
la penumbra, pude ver la preocupación en sus ojos.
Fingí que no sabía de qué estaba hablando. —¿Quién hizo qué?
—¿Quién te hizo tener miedo de un mundo abierto? ¿Un cielo
abierto? ¿Fue Venda? ¿Tus padres?
—Nadie hizo nada —respondí en voz baja.
—Entonces agárrate a mí —dijo—. Déjame mostrarte las estrellas.

Nos pusimos en la cornisa y me contó historias. Comenzó con la


estrella más baja del horizonte, la llamó Oro de los Ladrones, porque
tenía un claro tono dorado. Me agarré a su brazo, concentrándome
sólo en la estrella y no en todo lo que la rodeaba, concentrándome en
la voz de Jase y en la historia que tejía en torno a la reluciente pepita
de oro y a los ladrones que la habían metido en el cielo, olvidando
dónde habían enterrado su tesoro.
Pasó a otro grupo de estrellas, el Nido de Águila, con sus tres hu-
evos brillantes, y luego a otro grupo, y a otro, hasta que pronto todo
el cielo no era un cielo en absoluto, sino un pergamino oscuro de his-
torias brillantes, cada una conectada con la siguiente. Y mientras
hablaba, algunas estrellas surcaron el cielo, vivas, dejando colas ardi-
entes tras de sí, y para ellas también tenía historias. —Son los Cabal-
los Perdidos de Hetisha, abandonados cuando cayó de su carro a la
tierra. Ahora corren por los cielos, siempre dando vueltas, siempre
buscándola. Se dice que, si alguna vez la encuentran, sus estrellas se
unirán de nuevo a su carro y serán las más brillantes del cielo noc-
turno.
Me quedé mirando donde acababa de desaparecer una estrella fu-
gaz, y un dolor creció en mi interior. Tal vez el latido era por un cielo
reluciente que nunca había visto realmente, o tal vez era la historia
que me contó sobre los Caballos Perdidos. Tal vez era la idea de que
habían surcado los cielos durante milenios lo que me dolía bajo las
costillas. Nunca la encontrarán, pensé. Ella se ha ido.
—Y creo que… —Se volvió hacia mí—. Eso es todo. —Nuestros
rostros estaban inesperadamente cerca, la luz de la luna cortando su
pómulo, y de repente no estaba pensando en las estrellas ni en los
caballos desbocados.
Había olvidado que seguía agarrada a su brazo y a ojé el agarre,
devolviendo la mano a mi costado.
—Supongo que debería recoger algunas ramas para el fuego —di-
jo.
—Te ayudaré. —Me adelanté, ambos dimos pasos rápidos y tor-
pes, y chocamos el uno con el otro, luego tropezamos, la pared de la
ruina impidió que ambos tropezáramos con el suelo. Ahora su cara
estaba aún más cerca, mi espalda pegada a la pared, su brazo apoya-
do en ella. Ya no había más distracciones, ni posibilidades de apartar
la mirada. Era como si ambos hubiéramos cedido a un momento que
había estado dando vueltas, esperando, intentando abalanzarse sob-
re nosotros todo el tiempo. Y ahora lo había hecho.
Tragó saliva, con su cara a escasos centímetros de la mía. Pasaron
largos y silenciosos segundos, y parecía que todo el mundo, las est-
rellas y el cielo se cerraban sobre nosotros, acercándonos el uno al ot-
ro.
—¿Supones —susurró nalmente—, que esto podría ser parte de
hacer… lo mejor posible?
Mi aliento se agitó débilmente en mi pecho. Había cientos de co-
sas que debería haber dicho, pero en lugar de eso respondí: —Creo
que podría ser.
Su cabeza se inclinó hacia un lado, su rostro bajó, y sus labios
apenas rozaron los míos, tiernos, lentos, dejándome tiempo para
apartarme, pero no lo hice. No quise hacerlo. Su mano se deslizó por
mi espalda, atrayendo mis caderas hacia las suyas. Ríos de calor pal-
pitaron en mi interior y, entonces, su boca se pegó a la mía, su len-
gua separó mis labios, cálida, dulce, suave. Su respiración se volvió
pesada y sus brazos se cerraron alrededor, atrayéndome más cerca,
el calor de su tacto como una marca ardiente contra la parte baja de
mi espalda. Mis manos se deslizaron por sus omóplatos, su piel ab-
rasando mis dedos, sus músculos tensos, duros. La cabeza me daba
vueltas, pero de una forma en la que quería hundirme, ahogarme en
su calor. Estaba cayendo en un vasto cielo oscuro y no me importa-
ba. Quería desaparecer en él. Quería más. Nuestras lenguas se explo-
raron, suaves y cálidas, y luego él se apartó, sus ojos buscaron los
míos, preguntando. ¿Debería parar?
No, pensé. No. No pares.
Su mirada se mantuvo, esperando, como si necesitara oírme de-
cirlo en voz alta.
Mi respiración se estremeció, aún caliente en mi pecho. Sabía que
había cometido un gran error, pero era uno glorioso y quería come-
terlo una y otra vez. Pero había algo en sus ojos, algo genuino y sin-
cero y verdadero que me hizo detenerme. Esto era algo más que ha-
cer lo mejor posible, esto era algo que echaba raíces, una semilla que
se plantaba. Pero era una semilla que no podía ser plantada.
Eres Rahtan, Kazi. Tienes una promesa que cumplir, y eventualmente lo
traicionarás. No lo hagas.
Un puño se apretó en mis entrañas. No estaba bien. Esta era una
línea que no podía cruzar. Mis manos se deslizaron hacia su pecho
para apartarlo, pero luego dudé, mis palmas ardiendo contra su piel,
y lentamente se deslizaron hacia arriba, elevándose, mis dedos rast-
rillando su cabello, enlazándose detrás de su cabeza, y atraje su boca
hacia la mía.
CAPÍTULO 16
KAZI

Siempre había escuchado a los fantasmas.


La muerte no era una extraña en Venda. Había caminado por las
calles con valentía, rozando con sus codos huesudos a los transeún-
tes cuyas mejillas estaban tan demacradas como las suyas, su amplia
sonrisa te descubría desde lejos, susurrando: Tú, tú eres el siguiente. Y
yo le susurraba: Todavía no, hoy no. Todo el mundo en Venda estaba
siempre a una estación de la muerte, incluida yo, dependiendo de la
dirección que tomara la muerte, y su sonrisa helada hacía tiempo
que había dejado de asustarme.
Por eso, cuando vi a los fantasmas en el Canal de los Huesos, sus
dedos huesudos extendidos, tocando mis pies, sus voces traquetean-
tes advirtiendo: Vuelve, no pases por aquí, los ignoré.
No pases por aquí.
Pero lo hicimos.
Y ahora no podíamos volver atrás. Habíamos caído por un aguj-
ero y habíamos salido por el otro lado en un mundo diferente, un
mundo temporal que estaba al revés, donde todo sonaba, se sentía y
sabía diferente, y cada sabor fugaz era peligrosamente dulce.
Jase se acercó, levantó mi barbilla y sus labios se encontraron con
los míos: lo mejor de todo, eso es lo que nos decíamos una y otra vez
cuando un día se convertía en otro; sólo estábamos sacando lo mejor
de todo. Era una historia, un acertijo, un deseo que tejíamos en cada
beso, un dulce azúcar en polvo que se derretía y desaparecía en el
extremo de nuestras lenguas, pero por ahora era lo su cientemente
real. ¿Cuál era el daño? Estábamos sobreviviendo.
Pero a medida que los kilómetros recorridos se sumaban, nuest-
ros pasos susurraban un mensaje diferente, cada uno de ellos nos
acercaba al mundo que habíamos dejado. La pesadez se agazapaba
en mis entrañas, un animal oculto que no se dejaba engañar, sin im-
portar las historias que nos contáramos. Puede que aquí sea un tipo
de persona, pero allí era el enemigo, el jefe sin ley de una familia sin
ley, una familia que posiblemente albergaba a un criminal de guerra
asesino que era una amenaza para todo el continente, y si lo hacían,
él y su familia lo pagarían. Aquí, yo podría ser la chica que le había
ayudado a escapar de los cazadores, que le había ayudado a curar
sus heridas, la chica a la que le encantaba escuchar sus historias, pe-
ro allí, en el mundo real, la Reina de Venda me había con ado un
trabajo. Era tan leal a ella como él a su familia, y lo traicionaría cuan-
do llegara el momento. Pondría de rodillas a su familia y a su dinas-
tía. Su mundo estaba a punto de terminar.
Lo mejor de todo.
Sólo estábamos haciendo lo mejor de él.
Por ahora.
Era nuestra historia. No tenía por qué tener un principio o un -
nal feliz, pero el medio era un banquete, un rico baño enjabonado,
una noche de descanso en una posada y el estómago lleno, un cálido
pecho acurrucado contra mi espalda, el suave calor de unos labios en
mi nuca, historias susurradas al oído.
Nos detuvimos a media mañana para beber en una fuente, y lu-
ego descansamos a la sombra de un aliso. El follaje era cada vez más
espeso, las llanuras detrás de nosotros, las estribaciones más empi-
nadas, las montañas coronadas con bosques que se asomaban justo
detrás de ellas. Me tumbé de espaldas y él se quedó a mi lado, apo-
yado en un codo. Su dedo trazó una línea a lo largo de mi mandíbu-
la. Ya no preguntó qué me habían hecho. Ahora parecía que sólo qu-
ería borrarlo, borrarlo de mi memoria, y por ahora, le dejé.
—Kazi —susurró contra mi mejilla. Y entonces sus labios se desli-
zaron por mi cuello, y me olvidé una vez más del mundo al que nos
dirigíamos y sólo pensé en éste.
Otra noche se cerró, un manto de nubes de medianoche cubrien-
do las estrellas, haciendo más seguras nuestras palabras. La oscuri-
dad se tragó misericordiosamente lo que podía verse en nuestros oj-
os.
¿Qué es esto, Kazi?
Sabía a qué se refería. A esto. ¿Qué era esto entre nosotros? ¿A qué
juego estábamos jugando?
Yo también me lo había preguntado. Porque ahora nuestros besos
estaban llenos de pausas, nuestras miradas llenas de más preguntas
en lugar de menos.
No lo sé, Jase.
¿Qué sientes?
Tus labios, tus manos, los latidos de tu corazón.
No, Kazi, aquí, ¿qué sientes aquí?
Su dedo acarició una línea en el centro de mi pecho.
Sentí un dolor que me presionaba por dentro. Una necesidad que
no podía nombrar.
No lo sabía.
No quería saberlo.
Déjame probar tu boca, susurré. No me hagas pensar.

Grité de alegría cuando llegamos a una piscina profunda para ba-


ñarnos. Nos precipitamos hacia ella, tropezando, chillando, saltando
al agua fresca y cristalina. Cuando salí a la super cie, él me salpicó y
comenzó una guerra sin cuartel, la piscina estalló con una vorágine
de agua cegadora y risas, hasta que nalmente me agarró de las mu-
ñecas para que no pudiera moverme. La calma volvió, pero no a sus
ojos. Se agitaron con un tipo diferente de tormenta. Miré su cara, el
agua goteando de su pelo y su barbilla, sus pestañas apelmazadas
por la humedad.
—Me gustas, Jase Ballenger —dije suavemente—. Creo que, si no
fueras un ladrón, podríamos ser amigos.
—Y si no sacaras cuchillos y amenazaras con cortar cuellos boni-
tos, creo que también podríamos ser amigos.
Arrugué la nariz. —Oh, qué obsesión tienes con tu bonito cuello.
Sus manos se apretaron en mis muñecas. Me acercó, sus dientes
mordisqueando mi cuello y, entre besos, susurró: —No es mi cuello
lo que me obsesiona, Kazi de Brightmist.

Una brisa refrescante me levantó el pelo, con el aroma de los pi-


nos, la hierba alta meciéndose alrededor de nuestras rodillas. Habí-
amos salido temprano, el chillido de una racaa nos despertó a am-
bos. Voló bajo, su sombra casi tocaba ambos lados del valle. Jase me
con rmó que su dieta principal eran los antílopes, y que de vez en
cuando arrebataban potros u ovejas, pero me aseguró que nunca ha-
bía oído que se llevaran a los humanos. —Al menos no más de una o
dos veces. Sin embargo, nunca me ha preocupado. He oído que les
gustan las bellezas de pelo negro, con su carne agria y dura y todo
eso.
Le di un codazo. —Donde voy yo, vas tú, así que más vale que
hoy encuentre un buen antílope jugoso.
A media mañana, la brisa había desaparecido, el sol era impla-
cable y el aire quieto parecía contener un zumbido premonitorio. Tal
vez fueran nuestros pasos moviéndose por la hierba o el interminab-
le traqueteo de la cadena que se arrastraba entre nosotros. Tal vez so-
naba como un reloj que marcaba nuestros pasos.
—Hagamos un descanso —dije, y nos dirigimos a un rodal de
abedules y nos tumbamos a la sombra en un espeso lecho de hierba
de verano. Pero incluso sin el traqueteo de la cadena y el traqueteo
de nuestros pasos seguía oyendo un zumbido y un tictac persistentes
en la quietud del aire. Vibró a través de mis huesos como una adver-
tencia silenciosa—. Cuéntame una historia, Jase —dije—. Algo más
sobre tu historia familiar. —Cualquier cosa para bloquear el zumbido
y el tictac.
Me contó la historia de Miandre. Ella fue la primera madre de to-
dos los Ballengers. Llegó a la Guardia de Tor con Greyson como par-
te del Remanente superviviente cuando tenía trece años. Ella misma
era sólo una niña, pero se vio obligada a liderar junto a Greyson por-
que los demás eran aún más jóvenes. Al igual que Greyson, había
visto cómo los carroñeros asesinaban a su último pariente vivo, así
que tenían el objetivo común de crear un refugio donde ningún car-
roñero pudiera volver a hacerles daño. Piedra a piedra, la fortaleza
que fundaron creció a lo largo de los siglos, pero fueron el comienzo
de la Guardia de Tor. —Fuimos el primer país, o como ustedes los
vendedores lo llamarían, el primer reino. —Escuché el orgullo en su
voz. Incluso sus ojos bailaban con luz mientras hablaba.
Las líneas de la historia de Morrighese, Vendan y Dalbretch se
habían desdibujado y solapado hace tiempo, pero todos los reinos
reconocían que Morrighan fue el primero en establecerse, y no una
fortaleza rocosa apartada de la que nadie había oído hablar hasta ha-
ce poco. Y de Morrighan nacieron los demás reinos. Incluso Venda
había sido sólo un territorio salvaje sin nombre o cial hasta que se
trazaron las primeras fronteras. La Guardia de Tor era pequeña y es-
taba aislada. No era de extrañar que Jase no supiera nada de la histo-
ria de todo el continente. Yo misma sólo aprendí la mayor parte des-
pués de ir a vivir al Sanctum.
—¿Y todo esto está escrito en los libros de los que me hablaste?
—Sí —dijo con seguridad—. Cada palabra. Fue la última orden
del comandante Ballenger a su nieto, que lo escribiera todo, y Grey-
son lo hizo, junto con los Remanentes supervivientes, pero fueron
sobre todo él y Miandre los que registraron lo sucedido. No fue has-
ta casi una década después que los dos se casaron, y la línea Ballen-
ger comenzó. Tuvieron ocho hijos juntos.
Bebés. Las mujeres Ballenger parecían ser bastante fértiles.
Había tenido cuidado de no cruzar esa línea no deseada que pu-
diera unirnos a Jase y a mí para siempre; aquí no había protección
para eso. No iba a arriesgarme a crear un hijo, no cuando este mun-
do en el que vivíamos desaparecería en sólo uno o dos días cuando
cayéramos de nuevo en el otro, y pronto volvería a Venda. Jase no
me presionó, como si tampoco quisiera cruzar esa línea. Puede que
nos engañemos por ahora, pero él estaba tan motivado como yo y su
conexión con el hogar era fuerte. Se notaba en su cara y en su paso
decidido. Incluso nuestros descansos eran cortos, y sólo se interrum-
pían cuando llegábamos a un manantial, un arroyo o la sombra.
—¿Te ha dolido? —pregunté, mientras mi mano rozaba las plu-
mas tatuadas en su hombro y pecho.
—Como el in erno. Tenía quince años y era demasiado estúpido
para saber cuánto podía doler. Pero estaba deseando hacérmelo un
año antes. Mis hermanos no se lo hicieron hasta los dieciséis.
—¿Por qué lo querías antes?
Se encogió de hombros. —Para probarme a mí mismo, supongo.
Parecía importante en ese momento. Mi hermano y mi hermana me-
nores habían muerto inesperadamente de una enfermedad, acabába-
mos de recibir noticias sobre los nuevos tratados que ya tenían más
de un año de antigüedad y de los que nadie se había molestado en
hablarnos, y luego había habido un ataque a una de nuestras granjas.
Lo destruyeron todo y mataron a dos de nuestras manos y a mi pri-
mo. Nuestro mundo parecía desmoronarse. Supongo que hacerme el
tatuaje fue mi forma de intentar demostrar que no era así. Era algo
permanente que decía que nuestra familia y nuestro legado sobrevi-
virían. Mi padre trató de advertirme, pero yo era terco e insistía. Llo-
ré como un bebé cuando me lo hice, y eso fue sólo con la primera
pluma.
—¿Tú? ¿Terco? Nunca lo habría imaginado.
Sonrió, y vi cómo un recuerdo de ensueño otaba en sus ojos. —
Sí, mi padre sonrió todo el tiempo que me lo hicieron. Me recordó
que tuviera cuidado con lo que pedía, y se aseguró de que el tatuaje fu-
era bonito y grande. Tuve que volver a hacer tres sesiones más para
terminarlo. Fueron aún más duras, pero sobreviví. Cuando lo termi-
né, mi padre me hizo venir a cenar sin camiseta durante una semana
para enseñarlo. Estaba orgulloso. Creo que fue entonces cuando su-
pe que sería el próximo Patrei. Sólo que no pensé que ocurriría tan
pronto.
Su expresión se tornó sobria, y no estaba segura de si era porque
estaba recordando los deberes que le esperaban o recordando que su
padre había muerto.
Arrastré suavemente mi uña sobre su piel, delineando el borde
dentado de las plumas, tratando de traerlo de vuelta de ese otro
mundo, al menos por unos minutos. Sus ojos volvieron a brillar y
una ráfaga de pájaros me recorrió el estómago como cada vez que
me miraba con tanta atención. Me pregunté cómo no había visto lo
hermosos que eran sus ojos la primera vez que nos vimos. Pero en-
tonces lo supe: fue su amabilidad la que me había destrozado, aquel-
la primera noche en la que me pidió una adivinanza. Había percibi-
do una debilidad en mí que intentó ayudarme a superar sacando a
relucir mi fuerza. Antes de esa amabilidad, el color de sus ojos no
había importado.
Me miró, nuestras pausas se volvieron más temerarias, las pre-
guntas que se escondían detrás de ellas se duplicaron.
—¿Qué? —dije nalmente mientras él seguía estudiándome, co-
mo si todos los misterios del mundo se escondieran detrás de mis oj-
os.
—Esta vez tengo un acertijo para ti —dijo.
—¿Tú? —Me reí.
—No seas tan escéptica. Aprendo rápido cuando estoy motivado.
Acechos de deseos, historias, acertijos… por ahora era su ciente.
—Muy bien, entonces, Jase Ballenger, adelante.
—Lo que es tan brillante como el sol,
Tan dulce como el néctar,
Tan sedoso como el cielo nocturno,
¿Y tan irresistible como una cerveza fría y alta?
—Hmm. ¿Brillante, dulce, sedoso e irresistible? Me rindo.
—Tu pelo entretejido entre mis dedos.
Me reí. —Es un acertijo terrible. No tiene sentido.
Sonrió. —¿Debe tenerlo?
Pasó un mechón de mi pelo por su mejilla, acercando su cara, y
sus labios se posaron en la línea de mi cabello. Cerré los ojos, respi-
rando su tacto, agujas de calor que rozaban mi piel y, luego, tan len-
tos como el jarabe, sus labios recorrieron mi frente, rozaron mis pes-
tañas, bajaron por mi mejilla, trazando una línea hasta mi boca, y allí
sus labios se posaron suavemente, nuestras respiraciones se mezcla-
ron con ligereza de pluma; un dolor de búsqueda, de pregunta, entre
ellos —¿Cuánto tiempo más?, ambos memorizando este momento co-
mo si temiéramos que desapareciera, hasta que nalmente sus labios
presionaron más fuerte, hambrientos, sobre los míos.
Era una pendiente salvaje e indulgente por la que habíamos caído
en cascada, y no me importaba. Por una vez en mi vida, no me im-
portaba el mañana. No me importaba morir de hambre o morir. Me
deleité en el ahora, y no me permití pensar en quién era él o quién
era yo, sólo en quiénes éramos ahora en este momento y en cómo me
hacía sentir en este pedazo de tierra, en este pedazo de sombra. En
este extraño mundo al revés, ignorar el mañana parecía tan natural y
esperado como respirar.
¿Qué es esto, Jase? ¿Qué es esto?
Pero era una pregunta que realmente no quería que se respondi-
era.
Nuestros labios nalmente se separaron, y él rodó sobre su espal-
da. Exhaló un largo y lento aliento. —Es hora de irse —dijo—. Pensa-
ré en un mejor acertijo la próxima vez. —Se puso de pie y me ayudó
a levantarme. Tomamos nuestros últimos tragos en el arroyo, y él es-
tudió el camino por delante. Ya percibí un cambio en él, contando los
pasos hasta su casa. El asentamiento estaba más cerca de lo que pen-
saba.
La próxima vez.
No habría más próximas veces. Esta breve historia que habíamos
creado estaba terminando. Lo sentí en el brillo del sol, en el rizo del
viento, en las voces de los fantasmas que aún llamaban, vuelve. Lo vi
en el cambio de su enfoque. Aquel otro mundo, el que contenía lo
que realmente éramos, le llamaba, abriendo ya un hueco en éste, con
el eco de nuestros pasados. Su voz era fuerte y yo también oí su lla-
mada.

Las montañas de ambos lados se acercaban, el amplio valle se est-


rechaba y nos metía en el hueco de su brazo. Observé la forma en
que escudriñaba el horizonte que se reducía, la forma en que se po-
nía en tensión cuando subíamos cada loma, siempre caminando un
paso por delante de mí. Mis dedos bailaron por los nudos de su co-
lumna vertebral y su pecho se expandió en una profunda respiraci-
ón. Me miró de reojo, con una expresión oscura.
Había interrumpido sus pensamientos.
—Mi padre va a ser enterrado hoy —dijo.
El último adiós.
Me pregunté qué tan rápido había fallecido su padre, si había co-
sas que Jase no tuvo la oportunidad de decirle. Nunca podemos sa-
ber el momento exacto en que alguien dejará nuestras vidas para si-
empre. Cuántas veces había negociado con los dioses por un día
más, una hora, sólo un minuto. ¿Era mucho pedir? Un minuto para
decir las cosas no dichas que aún estaban atrapadas dentro de mí. O
tal vez sólo quería un minuto más para decir un verdadero adiós.
—¿Hay algo más que desearías haberle preguntado?
Asintió con la cabeza. —Pero no supe cuáles eran todas mis pre-
guntas hasta que fue demasiado tarde.
—¿Cómo murió, Jase? —Me pregunté si con aría en mí lo su ci-
ente como para decírmelo ahora, en lugar de eludir la pregunta co-
mo lo había hecho la última vez.
—Su corazón —respondió, pero sonó más como una pregunta,
como si aún no se lo creyera del todo, o tal vez era la primera vez
que podía decirlo en voz alta—. Fue inesperado. Se le agarrotó en el
pecho, haciéndole caer del caballo, y a los pocos días desapareció.
No hubo nada que los curanderos pudieran hacer. —Dejó de cami-
nar—. Te he hablado de mi familia, y tú no me has contado nada de
la tuya. ¿Puedes al menos ser sincera conmigo sobre esto? ¿Cómo
murieron tus padres, Kazi?
Las palabras que habían estado en mi lengua se desvanecieron.
No me lo esperaba. —Nunca he dicho que hayan muerto.
—Has hablado de Berdi y de su guiso, de gente sin nombre con la
que te has entrenado y de otros que has conocido en ciudades lej-
anas, pero nunca mencionas a tus padres. O son monstruos o están
muertos. Puedo ver las cicatrices, Kazi. No me engañas.
¿Ser honesta? Apenas podía ser honesta conmigo misma, pero
después de su confesión, lo que retenía parecía una montaña, tanto
más grande y oscura por su secretismo. Sólo podía crear una monta-
ña más grande para retener la verdad.
—No todas las familias son como la tuya, Jase. Yo no veo a la mía
tan a menudo como tú ves a la tuya. Mis padres son gente muy im-
portante. Mi padre es el gobernador de una provincia del norte, y mi
madre es general del ejército. Siempre están fuera. Casi nunca los
veo.
Se quedó en silencio durante un largo rato, como si estuviera ref-
lexionando sobre mi respuesta, y luego preguntó: —Si no estaban,
¿quién te crio?
Las calles, el hambre, el miedo, la venganza, los mercaderes y los
intendentes que me echaron. La desesperación. Un mundo solitario
en medio de una ciudad bulliciosa, un mundo que no podía empezar
a entender.
—Amigos —respondí—. Los amigos ayudaron a criarme.
Éramos los más pobres entre los pobres. Mi madre era hermosa
pero muy joven. Demasiado joven para tenerme, pero lo hizo, y me
amaba. Rara vez nos separábamos. Cualquier cosa que ella hiciera
para ganarse unos cuantos bocados de comida, yo también estaba al-
lí. Cosía prendas, lavaba la ropa, tejía ataduras para amuletos, y a ve-
ces en la jehendra vendía los fragmentos inútiles de los Antiguos que
desenterraba en las ruinas. Muchos vendedores pensaban que podí-
an alejar a los espíritus furiosos.
Teníamos un lenguaje silencioso entre nosotras, el lenguaje de la
calle, señales que nos ayudaban a mi madre y a mí a sobrevivir. El
sutil movimiento de los dedos. Una mano que se mantiene a un lado,
rígida. Un puño contra un muslo. Un dedo en el pómulo. Corre. No te
muevas. No digas nada. Desaparece. Volveré. Sonríe. Porque en un mo-
mento de tensión, algunas cosas eran demasiado peligrosas para de-
cirlas con palabras.
Era la mitad de la noche cuando llegó. Me despertó de repente
cuando sentí un dedo presionado sobre mis labios, Shhh, Kazi, no di-
gas una palabra, y me empujó lentamente al suelo entre nuestra cama
y la pared para ocultarme. Desde debajo de la cama, vi una luz ama-
rilla parpadeante que danzaba por las paredes mientras se acercaba.
No teníamos otra salida, ni armas, pero ella tenía un pesado palo de
madera en un rincón. No lo alcanzó a tiempo. Él salió de la oscuri-
dad y la agarró por detrás.
—No tengo nada —le dijo inmediatamente—. Ni siquiera comi-
da. Por favor, no me hagas daño.
—No estoy aquí por comida —dijo mientras sus ojos escudriña-
ban la pequeña casucha a la que llamábamos hogar, un espacio redu-
cido en una ruina abandonada—. Alguien ha echado el ojo a una chi-
ca como tú. Le darás una buena ganancia. —La luz móvil de su lin-
terna hacía saltar los planos de su rostro como si llevara una máscara
distorsionada y horrible. Pómulos, barbilla, una frente brillante, aso-
mando de cerca y luego de lejos, retorciéndose como un monstruo
mientras yo me encogía de terror bajo la cama—. ¿Dónde está la mo-
cosa con la que estabas hoy?
Fue entonces cuando supe que lo había visto antes, un conductor
de Previzi, descargando su carro de mercancías en la jehendra mient-
ras los mercaderes se reunían a su alrededor para admirar las mer-
cancías exóticas. Más tarde pasó por el puesto donde mi madre fabri-
caba amuletos. Se detuvo y nos estudió a las dos, pero no compró
nada. Los Previzi nunca lo hacían. Los productos de los vendedores
estaban por debajo de ellos, y no temían a los dioses ni a los espíri-
tus. No necesitaban amuletos.
—¡Sal, niña! —gritó, levantando su linterna para tratar de ver en
los rincones de las ruinas que eran nuestro hogar. Sacudió a mi mad-
re—. ¿Dónde está?
Los ojos de mi madre eran frenéticos charcos negros. —No lo sé.
Ella no es mía. Sólo una huérfana que dejé que me ayudara.
Quise correr hacia ella. Correr hacia el palo de la esquina, pero vi
su mano, desesperada, rígida a su lado. Exigiendo. No te muevas. Su
puño contra su muslo. No digas nada. Vi cómo la obligaba a llevarse
algo a los labios, cómo la mano de ella lo golpeaba, cómo forcejeaba
mientras la hacía beber, cómo se ahogaba y tosía, y cómo en pocos
segundos se quedaba sin fuerzas en sus brazos. Vi cómo se la lleva-
ba, con los brazos inertes balanceándose como si se despidiera.
Corre, Kazi. Coge el palo. Sálvala. Ahora mismo.
Pero no lo hice. Y entonces la luz parpadeante de la linterna desa-
pareció, la oscuridad se cerró de nuevo y me quedé sola.
Cuando amaneció, seguí encogida bajo la cama, demasiado asus-
tada para moverme. Permanecí allí durante dos días, tumbada en
mis propios desechos, cada vez más débil y confusa por el hambre y
la sed. Finalmente me arrastré fuera, aturdida, y la busqué por las
calles, bebiendo en los lavabos, masticando mazorcas amargas de
thannis, porque las plantas silvestres eran lo único que estaba libre.
Aquellos primeros meses fueron borrosos, tal vez porque estaba me-
dio muerta de hambre, pero en algún momento dejé de temer a los
mercaderes que me perseguían. Sólo tenía hambre y determinación.
Alguien le echó el ojo a una chica como tú. ¿Quién? ¿Un mercader ri-
co? ¿Un intendente? Le darás una buena ganancia. Nunca olvidé la cara
del conductor, pero tardé años en entender lo que signi caban sus
palabras. Pensé que la llevaba a hacer amuletos o a lavar la ropa, así
que busqué en todas las tiendas de los mercaderes y en los lavabos
de la ciudad. Y una vez que mejoré mi habilidad para deslizarme
entre las sombras, encontré el camino hacia la casa de cada intenden-
te, pensando que él la hacía trabajar allí. No estaba en ninguna parte.
Había desaparecido, junto con el conductor Previzi que la había lle-
vado, tal vez a una provincia remota de Venda, tal vez a un reino lej-
ano al otro lado del continente. Había desaparecido.
—Estás callada —dijo Jase, sacándome de mis pensamientos.
—Tú también.
—¿Tienes hambre?
Una pregunta estúpida. Un marcador de posición para lo que re-
almente estaba en su mente. Se estaba poniendo nervioso. Inusual-
mente. Me hizo preguntarme qué tipo de animosidad podría tener el
asentamiento de Casswell contra los Ballengers. Estaban muy lejos
de las fronteras de Eislandia y de ninguna manera podía interpretar-
se que estaban en tierra de los Ballenger. Que yo sepa no habían sido
asaltados por ellos. Aun así, podía haber agravios. Incluso los asenta-
mientos tenían que comerciar con bienes, y los Ballenger parecían
controlar el centro de comercio. Podría tener una buena razón para
estar nervioso. Tan nervioso como podría estar entrando en la Guar-
dia de Tor.
CAPÍTULO 17
JASE

Ya casi habíamos llegado. Conocía este tramo tan bien como cual-
quier otro. Mi sangre se aceleró y mi mente corrió de un pensamien-
to a otro. Llegar a casa. Llegar a tiempo. Ya estaba muy cerca. Podrí-
amos llegar. No dejaría que la culpa se interpusiera en lo que había
que hacer. Había demasiado en juego. Vidas. La historia. Gente que
dependía de mí.
Intenté mantenerla concentrada, señalando elementos de la cor-
dillera norte, un grupo de árboles, una formación rocosa, un paso,
cualquier cosa que desviara su mirada de la cordillera sur. Ahora es-
taba comprando minutos, y no me sobraba ni uno. Ya había visto nu-
estro puesto escondido en lo alto de un a oramiento rocoso que do-
minaba el valle. Era difícil de ver si no sabías que estaba allí, pero el-
la tenía un ojo agudo y no seguiría camu ado mucho más tiempo.
Al girar el valle, aparecieron caballos pastando, y más allá nuest-
ra pequeña granja donde vivía el cuidador.
—¿Una pequeña granja? —dijo—. Esto no puede ser el asentami-
ento.
—Tal vez haya más al nal del valle —respondí, todavía tratando
de retrasar lo inevitable.
Y entonces vio a los tres jinetes galopando por un sendero desde
el puesto de avanzada, dirigiéndose hacia nosotros. Se detuvo, y su
bastón sobresalió en una postura protectora para detenerme a mí
también. —Esos no parecen colonos.
—Creo que estaremos bien.
—No —dijo ella, aún no convencida—, los colonos no llevan ar-
mas así a los lados. Van armados para dar problemas.
Cuando se acercaron, con sonrisas evidentes en sus rostros, sus
hombros se echaron hacia atrás y su atención se dirigió lentamente
hacia mí, sus labios se separaron ligeramente, formándose una sorda
comprensión. Sus ojos volvieron a dirigirse a ellos, la verdad se asen-
tó, mi falta de preocupación, el reconocimiento en sus ojos cuando
me miraron. Se detuvieron frente a nosotros y uno de ellos dijo: —
Patrei, te hemos estado buscando, esperando que vinieras por aquí.
Se volvió hacia mí y durante unos segundos sus ojos fueron fríos,
mortales, pero luego explotaron de rabia. —Asqueroso… —Agitó su
bastón, pero yo me lo esperaba y la agarré, empujándola hacia mí—.
¿Qué esperabas que hiciera? —e dije—. ¿Que bailara hasta un asen-
tamiento de Vendan para poder arrestarme o algo peor? Ir por cami-
nos separados nunca estuvo en tu plan. Tus mentiras son fáciles de
detectar, Kazi.
Su pecho se hinchó y me miró jamente, incapaz de negarlo. —
¡Aléjate de mí! —gruñó, soltando el palo. Retrocedió todo lo que le
permitía la cadena, todavía furiosa. No tuve tiempo de explicarme ni
de intentar calmarla. Tendría que intentarlo más tarde.
Miré a Boone, nuestro capataz. —Vuelve al puesto por herrami-
entas para quitarnos esta cadena —ordené—. Foley, trae comida. Y
un caballo más.
—¿Dos caballos?
—No. Ella montará conmigo. —No podía con ar en que se qu-
edara con nosotros, y no había tiempo libre para salir a perseguir.
—¿Tienes un mensajero allá arriba? —pregunté.
—Aleski —respondió.
—Haz que baje también.
Mientras esperábamos el regreso de Boone y Foley, Tiago me dijo
que habían enviado exploradores a todas partes en mi busca. —Por
n localizamos a los cazadores, pero el carro estaba vacío y las huel-
las salían en todas direcciones.
—Había otros cuatro prisioneros —expliqué—. Cuando escapa-
mos, todos se dispersaron. ¿Te encargaste de los cazadores?
Asintió con la cabeza. —Murieron. Pero uno hizo muchos ruegos
por su vida antes de que lo matáramos. Dijo que les habían pagado
por una carga completa por adelantado, y que luego eran libres de
tomar y vender su carga a una mina para obtener más bene cios que
podían mantener.
¿Pagado por adelantado? Eso era imposible. Los cazadores de
mano de obra no eran más que carroñeros. Nadie les pagaba por una
mercancía que aún no habían producido. Las minas ilegales eran las
únicas que trataban con ellos. —Tal vez estaba mintiendo —dije.
Tiago negó con la cabeza. —No lo creo. No con un cuchillo pega-
do a la sien. Dijo que sabían que no debían acercarse a la Boca del In-
erno, pero era una oferta demasiado buena para que se resistieran.
—¿Quién les pagó?
—No lo sabía. Dijo que fue un tipo sin nombre el que se les acer-
có. Les dijo que lo sabría si lo engañaban y no lo cumplían.
Nadie pagaría por una mercancía que no quiere. No era mercan-
cía lo que buscaban. Estaban comprando pánico, y la ira a los Ballen-
gers por no mantener la ciudad segura. Alguien estaba tratando de
sacarnos del medio.
—¿Encontraste a alguno de los otros prisioneros?
—Tres. El herrero estaba muerto, y los otros dos estaban en mal
estado. No estoy seguro de que lo logren, pero los trajimos de vuelta
a la Guardia de Tor. El sanador se está encargando de ellos.
—Bien. Antes de liberarlos de vuelta a la ciudad, asegúrate de
que sepan que no deben decirle a nadie lo que les pasó o que yo es-
tuve allí.
—Ya está hecho. Saben que deben guardar silencio.
—Busca al otro prisionero. Tiene que estar por ahí en alguna par-
te. No queremos que vuelva a tropezar con la ciudad y hable. —Se-
ñalé hacia Kazi—. ¿Y los otros Rahtan que estaban con ella? ¿Los has
encontrado?
Tiago dudó, mirando a Kazi. —Los tenemos detenidos, pero no
hablan.
Sus ojos eran de acero. Esta era otra novedad que no le gustaba.
No iba a conseguir nada más de ella. Al menos no todavía.
—Ha habido algún otro problema —añadió Tiago.
Dijo que desde la primera noche en que desaparecí se habían pro-
ducido seis incendios en seis distritos diferentes. Dos casas habían
ardido hasta los cimientos. Nadie murió, pero todos los incendios
eran sospechosos e inexplicables. El pueblo estaba inquieto. También
hubo un asalto frustrado a una caravana de Gitos. Dos conductores
resultaron heridos.
Maldije. Alguien estaba intentando crear malestar en la Boca del
In erno desde todos los ángulos. O tal vez eran muchos.
Boone trajo leznas y martillos del puesto, golpeando y juguetean-
do con el oxidado candado de mi tobillo hasta que lo rompió. —¿El
suyo también?
Guardó un sorprendente silencio, pero su mirada era condenato-
ria, sin duda calculando cómo me pagaría. —Sí —respondí—. La su-
ya también.
Me froté el tobillo donde el grillete me había raspado y cortado la
piel. Kazi hizo lo mismo mientras me miraba con recelo. Por n nos
separamos.
Foley llegó con el caballo fresco para Kazi y para mí, y Aleski, nu-
estro mensajero de correos llegó justo detrás de él. Aleski montaba
delgado, y su potro fásico podía llegar más rápido. Mientras ajustaba
los estribos de mi propio caballo, le di instrucciones. —Cabalga ade-
lante. Túnel de Greyson. Es importante que nos vean venir desde la
Guardia de Tor, no desde la ciudad. Grita pidiendo ropa. Lo que sea.
Tráiganlas hacia nosotros. Nos cambiaremos sobre la marcha. No
podemos aparecer con esto. Ropa para ella también. Revisa el cuarto
de Jalaine. Entonces, ve allí y ponte en el puesto. ¡Y zapatos! —llamé
mientras se iba.
No tenía más remedio que llevarla. Hablaría con ella mientras ca-
balgábamos. Convencerla de que tenía que hacer lo que yo dijera.
Tratar de hacerle entender lo que estaba en juego. Los lobos ya esta-
ban avanzando en la Boca del In erno. La Guardia de Tor sería la si-
guiente.
CAPÍTULO 18
KAZI

Miré jamente a Jase.


Pero en mi interior rugí secretamente de risa.
En algún nivel todavía estaba furiosa. Habló de honestidad en un
suspiro, y dos minutos más tarde sus mentiras estaban al descubier-
to como los dientes de un Candok. Se hundieron en mí, de forma
aguda e inesperada.
Sin embargo, una vez pasado el susto, tuve que ocultar rápida-
mente mi satisfacción por mi sorprendente buena suerte. Me estaba
llevando directamente a donde quería ir: la Guardia de Tor. No tuve
que colarme ni crear más problemas en la Boca del In erno para lle-
gar allí. Me estaba escoltando el propio Patrei. Era una rica y dulce
ironía que, en algún momento, le iba a hacer tragar con gusto.
Desde el momento en que nos recibieron los jinetes en el valle, le
había visto transformarse. Se convirtió en otra persona. Se convirtió
en el Patrei. Su rostro se endureció mientras ladraba órdenes, y todos
los silenciosos planes que había estado elaborando durante los últi-
mos kilómetros se derramaron, una orden tras otra, como si fuera un
general. Sus soldados, como secuaces, saltaron sin rechistar a cada
una de ellas. Yo había pensado tontamente que en esos tranquilos ki-
lómetros había estado pensando en nosotros.
Sus órdenes no se detuvieron con sus matones. Engullimos unos
bocados de pan, carne salada y un trago de cerveza, y luego me or-
denó subir al caballo que compartiríamos. Sostuvo cuidadosamente
las riendas fuera de mi alcance, se subió detrás de mí y nos fuimos.
Por muy apurado que pareciera, mantuvo al caballo en un galope
parejo para que no se cansara. Supuse que eso signi caba que aún
nos quedaban varios kilómetros por recorrer.
Mantuve el enfado y el silencio, aunque no pude resistir una son-
risa al saber que él no podía ver. Habló mientras cabalgábamos, tra-
tando de explicar su artimaña del destino del asentamiento, diciendo
que temía que yo no siguiera adelante si creía que me estaba llevan-
do detenida.
—¿Es eso lo que estás haciendo? ¿Llevarme bajo custodia?
Las primeras palabras que pronuncié le pillaron desprevenido y
su respuesta salió entrecortada. —Sí, bueno, hasta que podamos re-
solver esto.
¿Resolver qué? Estaba claro que no era yo quien estaba causando
problemas en la Boca del In erno, ni Wren y Synové, a quienes tenía
detenidas. Sólo esa revelación me impactó. ¿Cómo sucedió eso? ¿Estu-
vieron vigilando al nal de la calle por mí durante demasiado tiem-
po? ¿Y por qué motivos los retenían los Ballengers? Estaban en su
derecho de investigar las violaciones de los tratados. Aun así, me
costaba entender cómo se los habían llevado en primer lugar: Wren y
Synové eran más que hábiles, y los que estaban con Jase ese día habí-
an estado tan aturdidos como él. Si estaban siendo retenidas en la
Guardia de Tor…
Sí. Otro pensamiento me hizo pensar. Tal vez no los tenían en ab-
soluto. Tiago había dudado unos segundos cuando Jase las menci-
onó. No están hablando. No podían hablar si no estaban allí, y Synové
no hacía más que hablar. Quizá sus matones seguían buscándolas y
no querían que lo supiera. Otro tipo de ventaja. Iban a sostener su
supuesto encarcelamiento sobre mi cabeza. Reprimí otra sonrisa. Yo
también podía jugar a ese juego.
Volví a sentirme más yo misma. De nuevo en el camino. Las líne-
as borrosas se volvieron claras. Podía olvidar estos últimos días con
Jase tan fácilmente como él.
Redujimos la velocidad para cruzar un arroyo, y Jase se inclinó
cerca, con su barbilla acariciando mi mejilla: —Kaz…
Lo aparté con el hombro, y mi codo se clavó en sus costillas.
Oí un pequeño oof.
Sacudí la cabeza con incredulidad. ¿A qué juego estaba jugando?
Una vez cruzado el arroyo, cabalgó más rápido. —¿No vas a decir
nada en absoluto?
No.
—Vamos al funeral de mi padre. Habrá mucha gente allí. Necesi-
to que respaldes todo lo que diga.
No dije nada.
—Si tengo que hacerlo, te tiraré del caballo aquí mismo y te dej-
aré atrás. ¿Es eso lo que quieres?
No, no lo haría, o me habría dejado atrás en el puesto. Me quería
para algo. Tenía la su ciente curiosidad como para picar, pero no
tanto como para servirle sus deseos en bandeja. Y si me mostraba de-
masiado complaciente, empezaría a sospechar.
—Supongo que tendrás que esperar a ver en qué clase de peso
muerto me convierto.
Sentí sus oleadas de ira a mi espalda, y me pregunté si había sob-
restimado mi valor, observando el paisaje rocoso que me rodeaba.
No sería agradable ser arrojada de un caballo aquí.
Comenzamos a subir y el caballo se esforzaba bajo el ritmo, pero
estaba claro que Jase sabía con precisión lo rápido que podía empuj-
ar a la bestia. El descanso del semental estaba justo delante. Cuando
pasamos por un bosquecillo de árboles, nos recibió la imponente for-
taleza de la Guardia de Tor. Múltiples torretas dentadas se dispara-
ban en el aire, como a lados husos negros que atravesaban el cielo.
Si su objetivo era intimidar, lo hizo bien. Por un lado, el imponente
monstruo se tambaleaba al borde de un desnivel, y alrededor del res-
to, un gran muro de piedra con más torretas se perdía de vista. Era
mucho más grande de lo que había imaginado y sólo podía ver una
parte. Nos dirigimos a una sección de la muralla de piedra que gira-
ba y descendía por la montaña como una cinta negra desgastada. Un
enorme rastrillo se abrió cuando nos acercamos, anticipando nuestra
llegada.
En cuanto atravesamos la entrada, divisé el Túnel de Greyson por
delante. Era una maravilla de la ingeniería en sí misma, una media
luna cortada en la ladera de una montaña de granito macizo, lo su -
cientemente ancha como para que un ejército marchara a través de
ella y lo su cientemente alta como para que cinco hombres altos se
pusieran de pie, uno encima del otro. Los signos reveladores de la
edad arrugaban los bordes de la abertura, como las profundas líneas
erosionadas de la boca de un anciano. Esto no era obra de un homb-
re corriente. Era una creación de los Antiguos. Nos adentramos en la
caverna, con los cascos de nuestros caballos resonando en la cámara
de piedra. El aire era frío y olía a edad y paja, a caballos y a sudor.
Un sabor metálico impregnaba el aire. No podía ver hasta dónde se
extendía el túnel, pero parecía interminable. En algún lugar, oí el so-
nido hueco del agua que goteaba. El túnel bullía de actividad, carros
cargados de mercancías, mozos de cuadra guiando a los caballos y
trabajadores absortos bajando a toda prisa por las escaleras talladas
en los laterales del túnel y saliendo de una abertura en el techo cur-
vo.
Hice un mapa mental de cada metro que recorríamos. No había
muchos lugares para desaparecer aquí, pero había cientos de somb-
ras gloriosas, peldaños hacia lugares aún por explorar. A mitad de
camino, un túnel más pequeño sobresalía en otra dirección y las lin-
ternas proyectaban un inquietante resplandor amarillo desde su bajo
techo. En la pared junto a la entrada, como una señal que anunciaba
un bar en su interior, había un tenue grabado circular, cuyos bordes
de piedra se fundían con el tiempo. El rastro de un ala de águila era
lo único que aún se podía distinguir. ¿El escudo de Ballenger? ¿Así
que la historia de Jase no era sólo una historia? ¿Era este el mismo
escudo que Greyson Ballenger había visto hace siglos? Sin embargo,
una cresta no hacía que la a rmación de Jase de ser el primero fuera
más cierta que siete cascadas demostraran que una diosa lloraba por
un amante perdido.
Resonó un estruendo y un palé bajado por un elaborado sistema
de poleas se precipitó al suelo. Mi pulso se aceleró, como si hubiera
subido al vientre de una oscura máquina macabra, cuyos engranajes
giraban y hacían tictac en un ritmo ordenado al son de las órdenes
de su amo, y el amo era Jase Ballenger. Bajó de su caballo y me agar-
ró por la cintura, haciéndome caer con él. —Por aquí —dijo.
Caminó a paso ligero, esperando que yo lo siguiera, quitándose la
ropa mientras caminaba, su cinturón cayendo al suelo, luego sus
pantalones. Queridos dioses, no sus...
Sus calzoncillos también cayeron por el camino. Estaba tan des-
nudo como los dioses lo habían hecho, pero mi mirada fue rápida-
mente cortada por los sirvientes que descendieron sobre él. Le ofreci-
eron toallas húmedas para lavarse la suciedad de la cara, una camisa
nueva, pantalones, una chaqueta. Se vistió mientras caminaba, sal-
tando sobre un pie mientras se ponía las botas. Iba impulsado, como
si cada segundo perdido fuera crucial. Los sirvientes también habían
descendido sobre mí, y aunque tomé con gratitud los paños húme-
dos y calientes para lavarme la cara, no me atreví a desnudarme en
una caverna concurrida con docenas de personas mirando. Jase de-
bió de oír mis gruñidos detrás de él y se dio la vuelta. —Ponte el ves-
tido por encima de los pantalones. No me importa.
Y eso fue exactamente lo que hice. Los dos estábamos todavía su-
cios con los días del desierto pegados a nuestra piel, pero las toallas
húmedas nos restregaron lo su ciente para guardar las apariencias,
y la ropa fresca hizo el resto. El vestido que tenía era más pequeño
que yo. El dobladillo me colgaba muy por encima de los tobillos y te-
nía que remangar los pantalones hasta las rodillas. Las mangas lar-
gas me llegaban a la mitad del antebrazo, y abotonar el corpiño re-
sultó imposible. Conseguí abrocharlo hasta el pecho.
—Exhala —me dijo la sirvienta, y luego tiró hasta que se estiró
sobre mis pechos y los dos últimos botones quedaron asegurados. ¿Y
cuándo podré volver a respirar? me pregunté. Era una mujer mayor,
con el pelo de un llamativo tono plateado, y parecía no inmutarse
por la inusual actividad—. Oleez —dijo, en una simple presentación,
y luego arrojó unas zapatillas al suelo para que me las pusiera. Tam-
bién eran apretadas, pero para el corto plazo, pasables. Señaló con la
cabeza a Jase y me giré. Estaba preparado ante otro pasillo, un sirvi-
ente le afeitaba la barba de la cara con rápidas y seguras pasadas—.
Ya está bien —dijo Jase, limpiándose la cara con una toalla—. Vamos.
No estábamos exactamente transformados, nuestra apariencia se-
guía siendo desaliñada, pero supuse que presentábamos alguna
semblanza de la imagen que intentaba conseguir. El pasaje sólo era
lo su cientemente ancho para que dos de nosotros camináramos a la
par. Jase y yo íbamos en cabeza, con el estruendo de un ejército sigu-
iéndonos. Nadie hablaba. Miré de reojo a Jase y su mandíbula era
una línea rígida. Llegamos a una puerta y cuando la atravesamos, la
brillante luz del sol me cegó. Mi mano se levantó para taparme los
ojos y se produjo un fuerte frenesí de gruñidos y ladridos. Mis ojos
se adaptaron a la luz y vi a dos enormes perros negros que cargaban
hacia mí, con sus mandíbulas chasqueando con a lados colmillos al
descubierto. Jadeé, y el botón superior de mi vestido se soltó, golpe-
ando los adoquines. Retrocedí hacia la puerta, pero la mano de Jase
estaba en mi espalda, deteniéndome.
—¡Vaster i a! —Jase gritó y las bestias se detuvieron inmediata-
mente. Bajaron la cabeza, gimiendo brevemente, y luego se tumba-
ron—. No te conocen —dijo Jase, imperturbable—, y has hecho un
movimiento repentino.
¿Sombrar los ojos?
Además de las paredes prohibidas, esta era una de las razones
por las que la Guardia de Tor era impenetrable. Nunca había tenido
que lidiar con perros en Venda. No había ninguno. Se los habían co-
mido a todos.
Esto no era un hogar. Era una fortaleza formidable, y los que cu-
idaban las torretas y las puertas no eran simples guardias: eran guer-
reros comprometidos a acabar con cualquier intruso que siquiera
parpadeara de una manera que no les conviniera.
Salimos a un gran patio y continuamos nuestro paso hacia una
puerta custodiada que estaba reforzada con placas de metal, y enton-
ces se me cortó la respiración: a nuestra derecha, la fortaleza, la Gu-
ardia de Tor, que sólo había visto de lejos, ahora se cernía directa-
mente sobre nosotros. Jase me vio mirando hacia arriba, mis pasos
vacilando. Observó el botón que faltaba en mi vestido.
—¿Estás bien?
—Cállate —respondí. No tenía derecho a preguntar eso ahora.
Pero mientras caminábamos, tomé otra nota mental: me estaba pres-
tando más atención de la que yo creía.
Bajamos por un largo camino que atravesaba la montaña, y toda
la Boca del In erno se extendía por debajo de nosotros, una vista ex-
tensa y espectacular, la formación circular de los árboles de tembris
era más evidente desde este punto de vista y parecía más sobrenatu-
ral.
Cuando el camino volvió a cambiar, nos encontramos de repente
en nuestro destino, un cementerio con árboles lleno de tumbas, esta-
tuas y lápidas. La multitud que se reunía en el verde césped nos vio
llegar. Queridos dioses, ¿qué estaba haciendo aquí? ¿Qué propósito po-
sible tenía Jase para mí? ¿Sacri cio humano? ¿Iba a ser encerrada en
la tumba con su padre? Yo sabía que mi imaginación estaba empuj-
ando los límites de las posibilidades, pero él estaba tomando un gran
riesgo trayéndome aquí con él. De alguna manera, con aba en que
yo no revelaría que el Patrei había sido tomado cautivo en su propia
ciudad por unas tontas torpes. Se equivocó al con ar en mí, especial-
mente ahora. Lo que habíamos compartido había quedado atrás.
Mi paso se ralentizó a medida que nos acercábamos y las cabezas
se volvieron para observar nuestra aproximación, pero la mano de
Jase estaba rme en mi espalda, empujándome hacia adelante. Aun
así, me las arreglé para ojear los rostros como siempre hacía, no sólo
buscando uno de mi pasado, sino también el descrito cuidadosamen-
te por la reina. Ninguno de los dos se materializó. Había cientos de
personas reunidas, y se separaron cuando llegamos al borde exterior,
dejando espacio para que Jase pasara, una costura humana que se
abría silenciosa y respetuosamente, hasta que nalmente reveló un
grupo de personas de pie cerca de la entrada de una gran tumba.
Estaban hombro con hombro, estoicos, orgullosos, pero dos niños
se separaron del grupo cuando vieron a Jase y corrieron hacia él, gri-
tando su nombre. Él se arrodilló, los recogió en sus brazos, los abra-
zó con fuerza, su rostro se acurrucó contra una cabeza y luego contra
la otra, absorbiéndolos. Observé cómo sus pequeñas y pálidas manos
se enroscaban en su chaqueta, aferrándose a los pliegues como si
nunca fueran a soltarlos. Parecía que Jase tampoco iba a soltarse
nunca. Podía sentir el nudo en su garganta, el dolor en su pecho, y
mi propio pecho se apretó. Finalmente, a ojó su agarre y limpió las
lágrimas del chico de su mejilla con el pulgar y susurró suavemente:
—Estás bien. Sigue ahora. —Le dio un pellizco en la barbilla a la chi-
ca y les dijo a ambos que volvieran al grupo. El niño me miró, con
las pestañas húmedas juntas, sus ojos del mismo color marrón que
los de Jase, y luego se dio la vuelta e hizo lo que su hermano le orde-
nó. La niña le siguió.
Su familia. Ahora lo sabía. Su madre. Sus hermanos y hermanas.
Tres que reconocí por las descripciones de Jase. Gunner era alto y an-
guloso, con el pelo castaño oscuro peinado hacia atrás en ondas. Ti-
tus era corpulento y musculoso, con el pelo arenoso que se enrosca-
ba alrededor de las orejas. Mason tenía una larga melena negra tren-
zada, y una cicatriz de color rosa en un lado del cuello dejaba una lí-
nea irregular en su piel marrón oscura. Estos eran los que había visto
caminando junto a Jase el primer día que nos conocimos. Intenté re-
cordar los nombres del resto.
A diferencia de los hermanos menores, los demás sabían que Jase
no debía haber desaparecido en absoluto, así que se quedaron de
pie, tranquilos, esperando, como si acabara de llegar de la Guardia
de Tor. Pero la mandíbula rígida de su madre lo decía todo. La vi
respirar en lo que probablemente era la primera respiración comple-
ta que tenía desde que su hijo desapareció. Jase se apartó de mi lado
y se acercó a ella, abrazándola, reservadamente, con respeto, susur-
rándole algo brevemente al oído. Hizo lo mismo con sus hermanos y
hermanas. La emoción que se había desbordado con los dos más
jóvenes fue contenida por los Ballenger más mayores —sólo fue un
saludo respetuoso—; es de suponer que todos acababan de verlo ho-
ras antes, y la multitud que los rodeaba lo observaba todo.
Una de sus hermanas me miró a mí y a mi vestido, y adiviné que
muy probablemente era de ella. Parecía más joven que yo y varios
centímetros más baja. Comprueba la habitación de Jalaine, creo que ha-
bía dicho Jase. Me quedé en medio de la costura abierta, alejada de
Jase y de todos los demás, incómodamente sola y preguntándome
qué debía hacer. Cuando Jase abrazó a su último hermano, se dirigió
al sacerdote que lo esperaba al nal. Hablaron unas pocas palabras
en voz baja, y luego el sacerdote, adornado con uidas túnicas rojas
ribeteadas de oro, se dirigió a la multitud y dijo que prepararía la
tumba con bendiciones antes de que comenzara la procesión de vela-
ción. Entró en la tumba y la familia y la multitud parecieron relajar-
se, Jase seguía de espaldas a mí mientras hablaba con su madre. Ot-
ras conversaciones silenciosas comenzaron de nuevo, pero entonces
un hombre salió a la costura abierta.
—Jase, me alegro de verte por n. Pensé que no vendrías. —Se hi-
zo un profundo silencio mientras el hombre avanzaba. Era joven y
alto, con los lados de su pelo rojizo oscuro recortado cerca de su ca-
beza, el resto recogido en una cola de caballo. Su ajustada chaqueta
negra dejaba ver sus anchos hombros, y sus botas estaban pulidas
hasta alcanzar un gran brillo—. Has estado escaso desde la muerte
de tu padre. Nadie te ha visto. Uno pensaría que un nuevo Patrei se-
ría más visible teniendo en cuenta todos los preparativos necesarios
para hoy.
La espalda de Jase se puso rígida y se giró, mirando al hombre.
Cada uno de sus tics de enfado que yo había llegado a conocer, el le-
vantamiento controlado de su barbilla, la tensa mueca de su labio su-
perior, su mirada sin pestañear, se cincelaron al instante en su rostro.
—Saludos, Paxton. Supongo que no debería sorprenderme de verte.
Me pareció escuchar los aullidos de algunos lobos.
—Jase, somos familia. Ahora lo aprecio. Espero que no sigas guar-
dando rencor por mi arrogancia y mis errores de juventud. Ahora
conozco mi lugar, y hoy ese lugar está aquí. Es justo que presente
mis respetos a mis parientes de sangre.
—Es justo —repitió Jase—. Y mi padre merecía tu respeto.
—Como Jase lo hace ahora —añadió Mason.
Paxton asintió y se acercó unos pasos. Llevaba un arma a su lado.
Jase no. Rápidamente escudriñé a la multitud, preguntándome cuán-
tos podrían estar aquí con este hombre del que ya descon aba. Le-
vantó un dedo, golpeando el aire como si estuviera pensando. —Una
cosa, sin embargo. Tengo entendido que te perdiste la envoltura del
cuerpo. ¿Te ha llamado algo urgente? ¿Dónde has estado, primo?
Jase permaneció en silencio, con la cara de piedra, pero sabía que
su ira estaba surgiendo. No le gustaban las preguntas acusadoras, y
estaba claro que tampoco le gustaba este primo; pero, aun así, los de-
más también esperaban escuchar su respuesta, y los que escuchaban
le importaban más a Jase que su primo. De alguna manera logró son-
reír, luego se volvió tranquilamente hacia mí y me tendió la mano
para que me uniera a él. Aunque todo en él parecía estar seguro y se-
reno, sus ojos estaban jos en los míos con un fuego salvaje de nece-
sidad. Su mirada me atravesó. No dijo nada, pero leí las palabras en
su expresión: Por favor, Kazi, confía en mí. Pero no pude. Aparté la vis-
ta, pero sólo encontré la misma intensidad en la mirada de Jalaine, la
de su madre, y luego la del pequeño Nash, cuyos ojos eran círculos
amplios, esperando, como si supiera que su familia estaba en pelig-
ro.
Volví a mirar a Jase, sus ojos todavía ardientes, su mano todavía
extendida. Avancé, sintiendo cada ojo que se posaba en mí, mis hu-
esos rígidos, mis pasos cohibidos y no propios. Cuando estuve cerca,
Jase me agarró de la mano y me acercó a su lado. Su brazo se deslizó
alrededor de mí, sujetándome cálidamente por la cintura, y su aten-
ción volvió a centrarse en Paxton.
—Estaba haciendo exactamente lo que mi padre me pidió que hi-
ciera: asegurar que haya muchas más generaciones de Ballengers por
venir. Nuestro legado continuará.
Un murmullo de gritos de aprobación recorrió la multitud, y mis
mejillas se calentaron. Al parecer, nadie más que yo pensó que el co-
mentario era inadecuado para un funeral. Me acerqué a la espalda
de Jase y le pinché con el pulgar. Él me acercó. —Y como puedes ver,
me aseguré de que todos los preparativos estuvieran bien atendidos
también.
Paxton me escudriñó, empezando por mis tobillos expuestos. Ob-
servó las sospechosas costras donde los grilletes habían rozado y
cortado mi carne, y su imaginación probablemente se precipitó en
muchas direcciones. Su mirada se elevó lentamente, observando mis
mangas que no llegaban a mis muñecas, mi ajustado corpiño con el
botón que faltaba, y luego mi cara y mi pelo desordenado. Respondí
a sus miradas con una mirada gélida.
Un hombre que estaba detrás de él se inclinó hacia delante y su-
surró algo. Paxton sonrió.
—Así que estás calentando tus sábanas con un Rahtan, nada me-
nos. ¿Es éste el que irrumpió en la ciudad y con el que tuviste aquel
desafortunado incidente?
—Sólo un malentendido —dijo Jase—. Ya se ha aclarado.
Pero ahora todos me miraban de nuevo, recordando lo que habí-
an oído, o dónde me habían visto antes, recordando la ropa de Ven-
dan con la que me habían visto irrumpir en la ciudad, y las armas
que había llevado a mi lado. La dudosa insinuación de Paxton tuvo
el efecto escalofriante deseado.
El artillero se movió nervioso, al notar los susurros, y dio un paso
adelante. —¡Por supuesto, Rahtan! Ha traído la noticia de que la Re-
ina de Venda viene aquí para reconocer formalmente la autoridad de
los Ballengers y su territorio.
Paxton palideció, sacudido por esta noticia, al igual que el resto
de nosotros. Jase miró a Gunner como si se hubiera vuelto loco. Un
rumor complacido recorrió la multitud.
—¿Vienen aquí? ¿A ti? Eso es todo un acontecimiento. —El tono
de Paxton transmitía su genuina sorpresa, pero no parecía tan satis-
fecho por esta noticia como el resto de la multitud.
Es todo un acontecimiento, coincidí en silencio, pero no dije nada.
Paxton me observó, buscando con rmación. No le di nada. No iba a
hundirme en este atolladero que estaban creando los Ballengers y
hacer que la reina quedara como una mentirosa caprichosa cuando
no viniera. Su atención se centró de repente en la mano de Jase, que
seguía enroscada en mi cintura, y sus cejas se alzaron.
—¿El anillo de sello? ¿Ya lo has perdido? —Su tono era condes-
cendiente, como si estuviera avergonzando a un niño descuidado. El
calor se encendió en mis sienes.
Jase retiró su mano de mi lado y se frotó el nudillo donde debía
estar el anillo. Me había dicho que había estado en su familia duran-
te generaciones, con oro añadido, reelaborado y reparado a medida
que se iba desgastando, pero siempre el mismo anillo. Una vez que
se lo ponía, nunca se lo quitaba. Hasta ahora. Paxton estaba minando
públicamente la credibilidad de Jase poco a poco, primero haciendo
notar su ausencia, luego faltando a la ceremonia de envoltura, y aho-
ra extraviando imprudentemente su anillo, que simbolizaba su gobi-
erno como la corona de un rey. O Paxton estaba escarbando para ex-
poner dónde había estado Jase. ¿Podría saberlo? Para mis propósitos,
era demasiado pronto para que las cosas se desenredaran. Todavía
necesitaba volver a la Guardia de Tor y no necesitaba meterme en
medio de una jugada personal por el poder, o enfrentarme a algún
nuevo matón desconocido que quisiera desplazar a los Ballengers.
—El anillo es… —Jase comenzó, sabía que buscaba una explicaci-
ón plausible.
—¡Jase! —dije, sacudiendo la cabeza, como si algo acabara de caer
en la cuenta—. Me olvidé de devolvértelo. —Volví a mirar a Paxton
y le expliqué—: Le queda un poco grande, pero no quería que se lo
volvieran a poner hasta después del funeral. Me lo entregó esta ma-
ñana mientras se bañaba. —Sonreí a Jase—. Te lo traeré. —Me di la
vuelta por privacidad, de cara a su madre, mientras me subía la par-
te delantera del vestido, y luego metí la mano en mi mugriento bol-
sillo, buscándolo entre los restos desmenuzados de los tallos de los
deseos. La mirada de su madre era dura, incrédula, preguntándose
qué estaba tramando, pero un rayo de esperanza residía también en
sus iris azules. Mis dedos rodearon el anillo y le hice un gesto con la
cabeza. Me giré y le tendí el anillo a Jase—. Tendrás que llamar al
joyero pronto —dije. Me miró como si me hubiera sacado un oso
Candok de la oreja. ¿Cómo? ¿Cuándo? Pero esas respuestas tendrían
que esperar. Se inclinó hacia delante y me besó suavemente la mejil-
la, como si fuéramos amantes felices, y luego volvió a deslizar el
anillo en su dedo, con la mirada ja en mí.
Preguntándose.
CAPÍTULO 19
JASE

Cerré las pesadas puertas dobles detrás de mí, aseguré el pestillo


contra cualquier interrupción y me volví para mirar a mi familia. To-
dos estaban presentes excepto Lydia y Nash, que eran demasiado
jóvenes para escuchar la mayor parte de lo que tenía que decir. La fa-
milia había mantenido nuestra farsa durante todo el camino de reg-
reso a Tor’s Watch, incluso a través de la entrada principal y en el
pasillo. Cuando Gunner comenzó a hacer preguntas, lo cerré y le di-
je: Sala de reuniones familiares. Hablaremos allí. Tan pronto como me di
la vuelta, Jalaine corrió a abrazarme, y mi madre se acercó y me abo-
feteó de la manera que solo ella podía. ¡Straza! ¡Qué te he dicho cien
veces! Y luego ella también me abrazó. Miré por encima del hombro a
mis hermanos y hermanas, que esperaban pacientemente las respu-
estas.
Cuando nalmente me soltó, todos tomaron asiento en la mesa
larga que ocupaba el centro de la sala y les conté todo sobre dónde
había estado y qué había hecho. Casi todo. No incluí algunas de las
partes con Kazi.
—¿Cómo consiguió tu anillo? —preguntó Mason—. ¿Crees que
estaba trabajando con los cazadores de mano de obra?
—No. Ella tropezó con ellos, igual que yo. Y corrió por su vida
igual que yo. —Podría haber sido un truco —ofreció Samuel.
Les dije que no otra vez, que no era un truco, pero todavía no po-
día entender cómo consiguió el anillo. Había visto al cazador arrojar
todas las mercancías que nos habían quitado en una caja debajo del
asiento del carro. Cuando escapamos, no hubo tiempo para investi-
garlo. —No estoy seguro de cómo lo consiguió, pero se lo pregunta-
ré.
—¿Se puede con ar en ella? —preguntó Aram.
Titus se rio. —Por supuesto que no. No si Jase tuviera que enviar
a dos hombres fuera de su habitación.
Por ahora, ella estaba en mi habitación mientras se preparaban las
habitaciones para invitados. Había colocado a Drake y Charus al -
nal del pasillo para no ser obvio. Todavía les había dejado claro a to-
dos en Tor’s Watch cuáles eran los límites de su deambular. Había
algunos lugares a los que nadie iba más que a la familia.
—Se puede con ar en ella de alguna manera —respondí—. Pero
ella es Vendan, y vino aquí para investigar las violaciones del trata-
do. Deberemos tener cuidado.
—Violaciones —refunfuñó Gunner. Un estruendo hirviente reso-
nó en los demás.
—Entonces, ¿qué pasó entre ustedes dos? —preguntó Priya.
—Estábamos encadenados por los tobillos. Tuvimos que trabajar
juntos para—
—No seas tímido, Jase. Sabes a lo que me re ero.
Titus intervino. —Hubo un centenar de otras cosas que podrías
haberle dicho a Paxton para explicar tu ausencia. ¿Por qué insinuar
que estabas escondido con ella?
—Porque esa excusa no puede ser refutada —dijo mi madre—.
Sin testigos.
—Ni discutido con delicadeza en profundidad —agregó Mason
—. Terminó el interrogatorio de Paxton.
—Pudo haber dicho que estaba enfermo —dijo Samuel.
Mi madre negó con la cabeza. —No. Habrían llamado al sanador,
y lo último que queremos sugerir es que otro Patrei está mal de sa-
lud.
Todos intervinieron con su propia opinión sobre por qué era o no
una buena excusa. Priya nalmente levantó la mano para detener la
discusión. —Jase, todavía no me has respondido. ¿Qué pasó entre
ustedes dos? ¿Crees que no vi cómo la mirabas?
No recordaba haberla mirado de ninguna manera en particular,
solo con un largo momento de temor cuando extendí mi mano, pre-
guntándome si la tomaría. Había corrido un riesgo calculado de que
ella me ayudara de nuevo, tal como lo había hecho en ese callejón el
primer día que nos conocimos, de que me eligiera a mí sobre lobos
como Paxton, tal como me había elegido a mí sobre los cazadores de
mano de obra. Podría haberse marchado ese día, como le había orde-
nado el cazador. En cambio, sacó su espada. Puede que me odiara,
pero odiaba más a algunas personas y, tal vez esperaba que después
de todo lo que habíamos pasado, no fuera solo el menor de dos ma-
les. Quizás aposté a que ella me elegiría porque quería. —Si imagi-
nas que me vio mirándola de alguna manera, es solo porque logra-
mos mantenernos vivos juntos.
Jalaine hizo un puchero como si estuviera decepcionada, pero sus
ojos se iluminaron con una sonrisa. —Entonces, ¿realmente no esta-
bas haciendo pequeños Ballengers?
Aram y Samuel se rieron disimuladamente.
Mason se encogió de hombros. —Yo estaba convencido.
Les lancé una mirada gélida para dejarlo ir.
—Bueno, la necesitamos ahora —dijo Priya—. Tendrá que escribir
una carta a la reina y decirle que venga ahora que Gunner…
—No —dije—. No volveremos a tomar este camino. Después de
que mi padre…
—Tenemos uno de los principales guardias de la reina bajo custo-
dia —argumentó Gunner—. ¡Ella vendrá! Hemos terminado de ser
rechazados por los reinos.
Mi madre asintió con la cabeza. —Y ahora los ciudadanos lo están
esperando. ¿Escuchaste los murmullos de la multitud?
Mason suspiró como si no quisiera estar de acuerdo. —Ya se ha
extendido a toda la ciudad, Jase. Hacer que ella venga podría ayudar
a las ligas a retroceder.
—Y todos estuvieron allí hoy —dijo Priya—, supuestamente pre-
sentando sus respetos, pero principalmente lamiendo sus chuletas.
Hazla venir. Fue la última petición de mi padre. Eso es en lo que
estaban pensando todos. Él. Lo que él quería. Lo que nunca consigu-
ió.
Cuando nos enteramos de los nuevos tratados, mi padre no se
preocupó al principio, nuestro mundo no tenía nada que ver con el
exterior. No nos preocupamos por ellos ni por lo que hacían. Siemp-
re habíamos estado aislados. Pero cuando las caravanas de asentami-
entos fuertemente vigiladas comenzaron a cruzar nuestro territorio
en ruta a otros lugares, tomó nota. Le dije a mi padre que tenía que ir
a Venda y hablar con la reina como cualquier otro reino. ¡No somos
un reino! se había enfurecido. ¡Somos una dinastía! Estuvimos aquí
mucho antes de Venda y no doblamos una rodilla ante nadie. Ella
vendrá a nosotros. Y le envió una carta diciéndole que fuera a Tor’s
Watch. No hubo respuesta. Fue un error, porque ahora era un insulto
que lo hacía parecer débil. Fue un insulto que nunca olvidó. Tampo-
co el resto de mi familia.
Hacer que la reina viniera aquí se trataba tanto de restaurar el or-
gullo como de hacer retroceder las ligas, pero podía llevar a otros
problemas, mayores.
—No podemos tomar como rehén al guardia de la reina. Si llega,
sería con un ejército enojado detrás de ella. ¿Es eso realmente lo que
queremos?
—No si la carta está redactada con cuidado, felicitándonos —
argumentó Gunner.
Titus resopló. —Que estoy seguro de que ya ha escrito.
—No —respondí—. No necesitamos el reconocimiento de una re-
ina para ser legítimos o para controlar a quienes invaden nuestro ter-
ritorio. Hay desafíos cada vez que hay un cambio de poder o se per-
cibe una debilidad. Mostraremos nuestra fuerza como siempre lo he-
mos hecho.
—Entonces, ¿qué le decimos a la gente cuando preguntan cuándo
vendrá la reina? —preguntó Priya.
Negué con la cabeza y solté un largo y enojado suspiro. —¡Debe-
rías haberte quedado callado, Gunner! ¿Por qué tienes que disparar-
te la boca?
Gunner golpeó la mesa con el puño y se puso de pie. —¡Porque
ella es Rahtan! ¡La ciudad ha estado zumbando sobre cómo te arrojó
contra una pared y te puso de rodillas! ¡Lo vieron con sus propios oj-
os! ¡Un Patrei de rodillas con un cuchillo en la garganta! ¿Crees que
descartar eso como un mero malentendido va a borrar sus dudas? ¡Y
créeme, los tienen! ¡Necesitaban algo grande a lo que agarrarse, y se
los di!
Nuestras miradas enojadas permanecieron cerradas, el silencio
largo y sofocante.
Las discusiones alrededor de la mesa no eran inusuales. Esa fue
una de las razones por las que mantuvimos reuniones a puerta cerra-
da, por lo que nuestras diferencias se ventilaron en privado, pero
una vez que salimos, éramos un frente uni cado. Esa fue una de las
cosas que nos mantuvo fuertes.
—¿Qué pasa con Beaufort? —preguntó Aram—. Ha hecho gran-
des promesas. ¿Alguna vez va a toser los bienes?
—Es una inversión a largo plazo —le dijo Gunner—. Padre sabía
que Beaufort no podía generar de la noche a la mañana. Se está acer-
cando.
—Ha pasado casi un año —dijo Priya—, mientras él y sus amigos
beben nuestra buena voluntad y vino. No me gusta jugar con la ma-
gia de los Antiguos, es como jugar con fuego.
—Pero asegurará nuestra posición en todos los reinos del conti-
nente, no solo en las ligas —le recordé.
—Y nos mantendrá seguros a nosotros y nuestros intereses —
agregó Mason—. El comercio podría triplicarse.
Jalaine gruñó. —Si alguna vez lo cumple.
—Lo hará —dijo mi madre con rmeza. Esperamos lograr más
que solo seguridad. Pero estas fueron solo más promesas. A veces
pensaba que eso era todo lo que mi padre estaba tratando de darle
cuando le dio refugio a Beaufort. Esperanza.
—Hasta entonces —continuó—, tenemos que hacer algo ahora,
Jase. No podemos esperar a que se cumplan las promesas. Los lobos
han dejado sus tarjetas de visita. Seis incendios sospechosos en la
misma cantidad de noches.
—¿Podría ser el Rahtan que estaba con ella? —preguntó Mason.
Escuché el mensaje oculto de Tiago alto y claro y supe cuando
a rmó que los tenía bajo custodia que todavía estaban sueltos. El
hecho de que dos Rahtan se hubieran escondido era sospechoso y
hacía que hablar frente al tercero fuera más arriesgado. ¿Dónde se
escondían y por qué? No me gustó. Pero mi instinto me dijo que
destruir hogares y negocios con incendios no era una táctica de Rah-
tan, y asustar a la ciudadanía fue de nitivamente el enfoque de los
lobos. —No creo que sea el Rahtan quien lo hizo, pero tenemos que
encontrarlos. Están por algún lado, tal vez incluso acurrucados en
ese asentamiento de Vendan. Ya sé lo su ciente sobre ellos como pa-
ra saber que no se irían demasiado lejos sin uno de los suyos. Samu-
el, Aram, llévate a un equipo al asentamiento mañana y husmea.
—Ya hicimos eso. No encontramos nada.
—Hazlo otra vez. La primera vez, esperaban una visita. Esta vez
no lo serán. También tenemos que averiguar quién pagó a los caza-
dores de mano de obra por adelantado para que se desataran los
problemas.
—¿Crees que fue Paxton? —Priya preguntó, su tono lleno de dis-
gusto. Siempre había sido repugnantemente dulce con ella, y eso ha-
cía que le desagradara aún más. Sospechaba que veía a Priya y al
matrimonio como un camino de regreso a la familia Ballenger y su
poder.
—Podría ser —respondí, sin estar seguro de mí mismo, pero sa-
bía que Paxton también odiaba a los cazadores de mano de obra, y
no estaba seguro de que ni siquiera él se rebajara tanto.
—O podría ser una carta de amor de cualquiera de las ligas —dijo
Jalaine—. Han visto la arena prosperar y están hambrientos de una
parte más grande. Los escucho quejarse cuando entran a la o cina a
buscar sus cortes. El vendedor ambulante de Truko prácticamente se
enciende cada vez.
Miré a Mason. —Descúbranlo. Como sea que tengan que hacerlo,
a quien tenga que sujetar o sobornar, averigüen quién pagó a los ca-
zadores. Concéntrense en Truko y su tripulación. Consulten con Za-
ne también, vean si ha visto alguna actividad inusual. —Zane tenía
buen ojo para las caras y registró todas las entregas en la arena—. En
cuanto a los incendios, Titus, coloca más guardias en cada arteria
entrante, día y noche, y diles a los magistrados que todas las caras
nuevas son sospechosas.
—¿Y cómo abordamos las dudas? —preguntó Gunner. No lo dej-
aría ir. Pero luego escuchó el zumbido y yo no. Gunner podía ser
más impulsivo que yo, pero tenía buen oído.
—Me haré más visible la semana que viene. El Patrei no se encoge
de rodillas por nadie. Haré una demostración de con anza y fuerza.
Todos lo haremos. Tíos, tías, todo el mundo. Díganles. Todos cami-
nan por las calles de Hell’s Mouth esta semana. Los Ballengers toda-
vía dirigen esta ciudad y la mantienen a salvo.
—¿Qué hay de ella?
¿El mismo Rahtan que me derribó, caminando por las calles de
Hell’s Mouth conmigo? Podría explotar en mi cara, pero también
podría reforzar mi a rmación de que fue un mero malentendido. Y
si se acecharan algunas leguas, sería un mensaje claro de que un
gran poder no se estaba acercando a nosotros, sino que reconocía nu-
estra autoridad. En unas pocas semanas, las dudas y los miedos se
calmarían y todos se olvidarían de la llegada de la reina.
—Ella también caminará. Conmigo.
Mi madre me dijo que no llorara. Ella me dijo que no olvidara la
bondad.
Ella me dijo que fuera fuerte. Ella me dijo que creyera en el mañana.
Todos los días trato de recordar que más me dijo.
Algo sobre zapatos; algo sobre cumpleaños y baños; algo sobre silbidos y
rosas. No recuerdo lo que dijo.
Solo tenía ocho años cuando ella murió. Espero que las cosas que he olvi-
dado no importen.
—Miandre, 13
CAPÍTULO 20
KAZI

Me sumergí en una tina de lujosa agua caliente. La cámara del ba-


ño era excesivamente grande, al igual que la bañera. Aceites de la-
vanda dulce se arremolinaron en la parte superior en un tapiz de
burbujas relucientes. Mis dedos de los pies se movieron bajo la su-
per cie, deleitándome con los aceites sedosos y decadentes que se
deslizaban entre ellos. Oleez había encendido una vela en la esquina
y me había dejado un plato de queso, pan sin levadura y bayas para
mordisquear mientras buscaba otras prendas para que me pusiera. Si
esto era estar bajo custodia, estaba totalmente de acuerdo.
No había ninguna razón por la que no pudiera absorber la hospi-
talidad de Ballenger mientras me dedicaba a mi trabajo. Jase le pidió
a Oleez que me acompañara hasta aquí mientras iba directamente a
una reunión con su familia. Estaba segura de que después de su
ausencia tenían mucho de lo que ponerse al día, incluyéndome a mí.
Su familia había caminado detrás de nosotros a nuestro regreso a
Tor’s Watch, y sentí sus ojos en mi espalda con cada paso. Eran tan
protectores con él como él con ellos. Jase estuvo callado todo el cami-
no, pero su mano se posó en la parte baja de mi espalda porque sin
duda Paxton y otros observaron mientras partíamos. Tan pronto co-
mo atravesamos las puertas de la Guardia de Tor, su mano cayó y
ordenó que me escoltaran a otra parte. No dijo adiós, y tuve que ap-
laudirlo en silencio por lo bien que masajeaba las apariencias. Pero
no fueron las apariencias cuando abrazó a Lydia y Nash. Algo sobre
ese momento volvió a dar vueltas en mi cabeza una y otra vez. La
ternura. Eso fue real. Algunas partes de Jase fueron…
Me deslicé bajo el agua, frotando mi cuero cabelludo, deseando
que el agua caliente pudiera eliminar no solo la suciedad, sino tam-
bién estos últimos días. Cuando terminó la visita y la puerta de la
tumba nalmente se cerró, la familia permaneció estoica, pero sus oj-
os brillaban y los ojos de su madre se llenaron de lágrimas, su facha-
da de piedra se resquebrajó por n. Me encontré envidiando la na-
lidad de una puerta cerrándose, una certeza que nunca obtendría.
Salí a la super cie y jadeé por respirar. La cálida luz de las velas
bailaba en la pared y el único sonido era el suave chapoteo del agua.
Levanté mi pie, escuchando las gotas que caían en cascada, y exami-
né mis dedos limpios y encurtidos y las costras que todavía rode-
aban mi tobillo como una corona de espinas. Una corona a juego ro-
deaba el tobillo de Jase. La cadena se había ido ahora, pero la conexi-
ón aún tintineaba por los rincones de mi mente. Me puse de pie y me
enjuagué con la jarra de agua caliente fresca que Oleez me había dej-
ado en la mesa. La túnica blanca gruesa que estaba colocada también
era lujosa, y me la rocé la mejilla antes de encogerme de hombros. A
Wren le encantaban las cosas suaves. Ella lo disfrutaría tanto como
yo, si ella y Synové estuvieran aquí. ¿Eran ellas? ¿O estaban escondi-
dos, esperando a que apareciera? Eso fue lo primero que tendría que
averiguar.
Cuando salí de la cámara del baño, se sintió extraño no tener a
Jase a unos pocos pies de mí, extraño no escuchar sus pasos, su voz,
y me encontré mirando hacia un lado por costumbre, esperando que
estuviera allí. Fue sorprendente lo rápido que se podían formar los
hábitos y me pregunté cuánto tardarían en desaparecer. Entonces
una voz débil dentro de mí susurró: ¿Es un hábito que realmente qui-
eres desaparecer?
—Sí —le respondí en un susurro. Sí, era la única respuesta que
podía darme.
Su cama tenía cortinas oscuras y pesadas que se podían correr,
como una tienda, solo que mejor, una cueva cerrada perfecta para
dormir. Creo que me encantó más que la bañera. Pesadas cortinas
cubrían las ventanas y las paredes estaban cubiertas con paneles de
madera pulida en tres lados. Otra pared estaba llena de libros. Todo
era oscuro y delicioso.
Oleez regresó con ropa prestada que pensó que sería más cercana
a mi talla que el vestido de Jalaine y me dijo que mis otros cuartos
estaban listos.
—Gracias, pero me quedaré aquí. Esta cámara me queda bien.
Hizo una pausa, moviendo la cabeza, como si no la hubiera en-
tendido del todo. —Pero esta es la habitación del Patrei.
—Estoy al tanto. Estoy segura de que se sentirá tan cómodo en la
habitación de invitados como yo.
Ella frunció el ceño, dándome la oportunidad de cambiar de opi-
nión. Me mantuve rme.
—Se lo haré saber —dijo y se fue. Ella le estaba pasando esta ba-
talla a Jase.
Los guardias que había apostado al nal del pasillo eran un toque
divertido, pero no me iban a meter en una habitación que sin duda
sería más restrictiva que esta. Esta habitación tenía cuatro ventanas,
sin mencionar que Jase tenía todo tipo de artículos para robar. Ya ha-
bía encontrado un kit de aseo olvidado en el fondo de su guardarro-
pa con una herramienta larga y delgada que podría ser útil para
muchas cosas además del aseo. Una pequeña bolsa de satén negro
que probablemente alguna vez había contenido un regalo caro se
convirtió en un elegante y discreto bolsillo atado debajo de mi ropa.
Estaba segura de que los rincones y las esquinas tenían más que ofre-
cer, pero sobre todo me gustaba su cama oscura como una cueva.
Quería meterme en ella ahora y cerrar las cortinas.
Fui a la estantería y saqué un grueso volumen. Estaba cuidadosa-
mente escrito a mano, la caligrafía en sí misma era fascinante, cabal-
gando con gracia sobre la página con trazos audaces como caballos
con alas. Volví a colocar el libro y mi mano recorrió el lomo de los
demás mientras pensaba en las historias que me había contado Jase:
Las lágrimas de Breda, Los caballos perdidos de Hetisha, Miandre y
los primeros Ballengers, y me pregunté si las había leído aquí.
Un golpe me sacó de mis pensamientos.
—¿Sí?
—Es Jase.
Mi pulso saltó como un conejo atrapado, y di varios pasos, tratan-
do de sacudirme. Me apreté más la bata. —No estoy vestida —res-
pondí.
—Necesito hablar contigo.
Rápidamente peiné mi cabello mojado con mis dedos. —Adelan-
te.
Abrió la puerta vacilante. Esta vez se había bañado y cambiado
adecuadamente, había afeitado toda la barba incipiente y una camisa
blanca impecable acentuaba su piel bruñida, bronceada por los días
de sol. Su cabello rubio estaba recortado y peinado hacia atrás. Hizo
una pausa, mirándome, pero no dijo nada. Una emoción no deseada
me invadió, como si un poco de ese mundo que habíamos dejado at-
rás se hubiera deslizado de alguna manera por la puerta con él.
Dio unos pasos hacia adelante, su mirada nunca dejó la mía. —Lo
siento, Kazi —susurró nalmente—. Siento no haberte dicho.
Solo estaba empeorando las cosas. —No me debías nada. Ahora
lo sé. Yo era un medio para un n. Tráiganme aquí con el menor al-
boroto posible, y tal vez obtengan algo en el camino.
—No fue así…
—Entonces, ¿cómo estuvo, Jase? Fueron millas. Millas, que podrí-
as haberme sincerado y decirme adónde íbamos realmente. Todas
esas veces…
—¿Que pasa contigo? ¿Tuviste mi anillo todo ese tiempo y no me
lo dijiste? ¿Cómo lo conseguiste?
—De nada, Jase Ballenger. ¡No esperaba un agradecimiento!
—Kazi —él negó con la cabeza y se acercó increíblemente, su ma-
no se levantó, acariciando suavemente los mechones de cabello moj-
ados de mi mejilla, luego ahuecándolos, todo sobre su toque familiar
pero nuevo, y mi piel se encendió instantáneamente, deseando más.
Sus ojos buscaron mi rostro y lentamente se inclinó, sus labios esta-
ban a centímetros de los míos. El calor se arremolinaba a través de
mí como una tormenta de viento de verano.
Estás demasiado cerca ahora, Kazi. No vuelvas a cruzar esta línea.
Pero quería, más de lo que había querido la primera vez, porque
ahora sabía lo que había al otro lado de esa línea. Conocía un lado de
Jase que no conocía antes, un lado escondido debajo de todo lo de-
más, la ternura que había allí. Sabía cómo sabían sus labios sobre los
míos. Sabía cómo me hacía sentir y quería sentirlo todo de nuevo.
Pero mi cabeza también daba vueltas con otros pensamientos. Sé
lo que está en juego.
Justo antes de que sus labios se encontraran con los míos, volví la
cabeza. —¿Qué quieres esta vez, Jase?
Se puso rígido ante mis palabras entrecortadas y su mano volvió
a su costado. —La cena es en dos horas. Eso es todo lo que quería de-
cirte. Volveré a buscarte una vez que estés vestida.
Se volvió para irse, pero cuando llegó a la puerta lo detuve. —Tu
anillo estaba en el chaleco del cazador.
Me miró de nuevo, esperando el resto de mi explicación. —Lo ha-
bía visto en el asiento del conductor dándose palmaditas en el bolsil-
lo cada pocos minutos. Esa es una señal segura de un tesoro dentro.
Cuando me incliné para conseguir las llaves, también las agarré.
—No te vi tomarlo.
No estabas destinado a hacerlo, pensé, pero mi respuesta fue solo un
encogimiento de hombros.
—¿Y no me lo diste porque…?
—Te lo di, Jase. Te lo di cuando importaba.

La opulencia no fue abierta. No había molduras doradas, ni su-


elos de mármol reluciente, ni candelabros de cristal ornamentados ni
sirvientes vestidos con uniformes impresionantes, como había visto
en los palacios de Reux Lau y Dalbreck. La simplicidad parecía go-
bernar aquí, pero los amplios muros de piedra, los suelos de madera
y los enormes candelabros de hierro rezumaban una riqueza propia,
algo seguro, con ado y sin edad.
En lugar de Jase, era su hermana quien había venido a buscarme
y llevarme a cenar. Jase está ocupado, explicó. Se presentó como Priya,
la hermana mayor. Llevaba un vestido sin mangas y la parte superi-
or del brazo estaba tatuada con el ala de un águila. A diferencia de
hoy en el momento del entierro, cuando ninguno de los miembros
de la familia usaba armas, noté que ahora llevaba un cinturón bajo
con una daga en el costado. ¿Era este el atuendo habitual para la ce-
na o un mensaje para mí?
—¿Ocurrió algo? —pregunté.
—Eso es para que Jase te lo diga, no yo.
Su cortante respuesta dejó en claro que no estaba contenta con mi
presencia ni con tener que cargar con esta tarea. Caminamos en si-
lencio hasta que ella se detuvo abruptamente a la mitad del pasillo y
me miró. Era más alta que yo y su expresión era innegablemente
hostil. Anticipé algo desagradable y esperaba que no desenvainara
su daga porque realmente no quería lastimarla. Podría ocasionar to-
do tipo de complicaciones.
—¿Te preocupas por mi hermano? —preguntó, un pliegue más
profundo entre sus cejas, y comprendí de qué se trataba su frialdad.
La protección corría caliente en la sangre de Ballenger.
—No, no me importa tu hermano, al menos no de la manera que
creo que estás sugiriendo. Hemos llegado a un entendimiento y eso
es todo.
Pensé que estaría complacida con esta respuesta, que su hermano
no estaba enredado con uno de esos desagradables Vendan Rahtan,
pero su expresión solo se oscureció.
—Pero la forma en que te besó en la mejilla y te miró.
Ella era terca, como su hermano.
—Seguramente tú, Priya, puedes discernir un espectáculo cuando
lo ves. A tu hermano tampoco le importo un pelo de rata. Solo está-
bamos trabajando juntos frente al claro esfuerzo de Paxton por semb-
rar dudas sobre el personaje de Jase. Y es evidente, incluso para mí,
que Paxton es el tipo de problema que nadie necesita.
Entrecerró los ojos. —Soy más que capaz de discernir un progra-
ma cuando lo veo, y he visto a mi hermano con muchas chicas. Pero
también sé que vi algo en él que no se parecía en nada a mi hermano.
—Tocó su daga.
No lo hagas, pensé, o te arrepentirás y yo también.
Se inclinó más cerca y dijo: —Llamemos a esto una advertencia
amistosa. Si lastimas a mi hermano, me aseguraré de que te arrepien-
tas.
Ella se alejó y yo respiré aliviada, deslizando el cuchillo que agar-
raba detrás de mí por debajo de mi corpiño. —Se acepta una adver-
tencia amistosa —dije. No fue solo una amenaza vana. Creí que haría
todo lo posible para cumplir su palabra.

Cuando llegamos al comedor, Jase, Mason, Gunner y Titus aún


no estaban allí, aparentemente todavía estaban ocupados, pero el res-
to de su familia estaba allí hablando y riendo mientras Nash trataba
de pararse sobre sus manos. No se dieron cuenta de que Priya y yo
estábamos paradas en la puerta. Además de la familia inmediata,
Priya señaló a su tío, tía y dos primos. Ya eran doce, pero el comedor
era grande y claramente podía albergar a muchos más. Eran muchos
más de los que me imaginaba.
¿Dónde estaban Wren y Synové si estaban bajo custodia? Y el ca-
pitán que buscamos de nitivamente no estaba entre los presentes.
Tenía una descripción clara de sus rasgos distintivos: alto, de homb-
ros cuadrados, espeso cabello negro, con la barbilla hendida y una
pequeña cicatriz en forma de luna sobre su frente izquierda desde
donde había sido pateado por un caballo. Como había dicho la reina,
si tan solo hubiera sido pateado un poco más fuerte. —¿Son todos los de
Tor’s Watch? —pregunté.
—No, casi. Pero no comemos con todos. Solo familiares y, a veces,
amigos cercanos y, por supuesto, nuestros invitados se unen a nosot-
ros de vez en cuando.
Su mensaje era claro de que yo no encajaba con el primero y que
solo tenía un estatus provisional en el segundo. Pero al menos ahora
sabía que había otros en algún lugar de Tor’s Watch.
En cuestión de segundos, Nash y Lydia, de sólo seis y siete años y
rebosantes de curiosidad, se acercaron y formularon las primeras
preguntas incómodas. —¿Son tú y Jase novios?
Su madre intervino rápidamente. —Es una cosa descortés pre-
guntar, Lydia.
—Solo soy una invitada —dije—. Estoy aquí para presentar mis
respetos por el fallecimiento de tu padre.
—Pero Jalaine dijo…
—No dije nada, Nash —interrumpió Jalaine con severidad—, ex-
cepto que la amiga de Jase se uniría a nosotros para cenar.
La cabeza de Nash se giró instantáneamente hacia mí. —¿Enton-
ces eres nuestra amiga también?
Los ojos de Lydia y él estaban muy abiertos e inocentes y no for-
maban parte de este juego que jugaban los adultos.
Todos esperaron expectantes. Me arrodillé para quedar a la altura
de los ojos de Nash y Lydia. —Por supuesto que lo soy —respondí,
tomando sus manos entre las mías—. Me complace conocerlo, Nash
Ballenger. Y a ti también, Lydia.
Se hicieron más presentaciones. Cada uno me tendió una mano
cautelosa. Ahora que tenía caras que poner a los nombres que Jase ya
había mencionado, era mucho más fácil recordarlos. Primero los ge-
melos, Samuel y Aram, que eran imposibles de diferenciar. Ambos
tenían cabello castaño oscuro que les rozaba los hombros, ojos oscu-
ros y sonrisas fáciles. Hice un esfuerzo por encontrar alguna marca
distintiva y solo pude encontrar una temporal: un rasguño en el dor-
so de la mano de Aram. A continuación, conocí al tío Cazwin y la tía
Dolise de Jase, y sus hijos, Bradach y Trey.
Por último, Vairlyn, la madre de Jase, con quien ya había tenido
un momento de cara a cara en el entierro, dio un paso adelante y se
presentó. Los apretados rizos que había usado hoy antes se soltaron
y su cabello rubio colgaba en ondas sueltas alrededor de sus homb-
ros ahora, suavizando su apariencia. Parecía demasiado joven para
ser la madre de esta extensa prole.
Me indicó que me sentara en la mesa. El tono de la habitación ha-
bía cambiado, reservado y controlado, pero educado. Había ayuda-
do a Jase hoy, pero todavía no estaban muy seguros de qué pensar
de mí. ¿Era amigo o enemigo?
—¿Tus habitaciones son cómodas? —Vairlyn preguntó, como si
tratara de llenar el silencio.
—Sí. Bastante. Gracias.
—Estoy segura de que será bueno volver a dormir en una cama
—dijo Jalaine.
—Sí, lo hará —especialmente la pequeña cueva de Jase.
Lydia se sentó sobre sus rodillas y se inclinó sobre la mesa pre-
guntando en voz baja, pensando que los demás no la oirían. —¿Se
besaron ustedes dos?
—Lydia —dijo Vairlyn con rmeza.
Su pregunta inocente pellizcó algo doloroso dentro de mí. Muchas
veces, Lydia, quise decirle. Cien veces y cada beso fue mejor que el anteri-
or. Todavía pruebo sus labios en los míos; todavía siento su respiración co-
mo la mía. Tal vez el hecho de que nunca pude decir esas palabras en
voz alta es lo que me dolió, más palabras que tendrían que permane-
cer debajo de la super cie, apiñándose por espacio con el resto.
—Ella tiene esa edad —dijo Vairlyn en tono de disculpa—. Si-
empre llena de preguntas.
Sonreí. —Es una buena edad. Las preguntas son importantes.
Jalaine me miró expectante, como si todavía esperara que yo res-
pondiera. No lo hice.
—Jalaine tiene un novio —dijo Nash con orgullo.
—No, no lo hago, Nash —vi crecer la frustración de Jalaine con
su hermano con los labios sueltos.
—Pero Fertig te pidió que te casaras con él —respondió Lydia.
—Y no he dicho que sí —respondió ella entre dientes.
—Sin embargo —murmuró Priya en voz baja.
Afortunadamente, el primer plato lo trajo la tía Dolise y nos pro-
porcionó una distracción bienvenida tanto para mí como para Jala-
ine. Un criado lo siguió con dos grandes cestas de pan. Recordé a
Jase diciendo que su tía hacía la mayor parte de la cocina para la fa-
milia. Dejó una sopera grande de sopa en la mesa y el tío Cazwin co-
menzó a llenar cuencos y a pasárselos. Me sorprendió que empezá-
ramos sin todos los presentes.
—¿Se unirán Jase y los demás? —pregunté.
—Jase dijo que podría llegar un poco tarde —respondió Aram—.
Él y los demás fueron retirados por asuntos.
—¿Y mis amigas? —pregunté—. Jase dijo que ellas también eran
invitados aquí. ¿Vendrán?
—No he visto a nadie más aquí —dijo Nash.
—Yo tampoco —intervino Lydia.
Se intercambió un grupo de miradas rápidas y tensas entre los
Ballengers mayores.
—Creo que estás equivocada —respondió Vairlyn—. Las están
acomodando en otro lugar. Aquí no.
—Pero le haremos saber a Jase que lo preguntaste —dijo Samuel
—. Tal vez pueda traerlos mañana.
Seguro que puede.
Eran una máquina namente a nada, trabajando juntos y termi-
nando los pensamientos del otro. Las únicas llaves en las obras fu-
eron Lydia y Nash. Me sentía más segura de que Wren y Synové es-
taban libres y seguras. De repente mi apetito se duplicó.
Cuando todos fueron servidos, Vairlyn dijo una oración a los di-
oses, no muy diferente al reconocimiento del sacri cio que se daba
en las comidas de Sanctum Hall. Pero aquí no se pasaron bandejas
de huesos en recuerdo.
—Meunter ijotande —me dije en voz baja mientras los demás se
hacían eco del agradecimiento nal de Vairlyn.
—¿Qué fue eso? —Priya preguntó, sin omitir nada de lo que dije
o hice.
—Es solo parte de una oración de agradecimiento de Vendan.
—¿Qué signi ca eso? —preguntó Aram.
—Nunca olvidado. Se re ere al sacri cio que trajo la comida a la
mesa.
Samuel arqueó una ceja con sospecha. —¿Sacri cio?
—El trabajo. El animal. Todos los regalos, incluida la comida, ti-
enen un costo para alguien o algo.
—¿Hablas Vendan? —preguntó Nash—. ¿Me enseñarías?
Miré a Vairlyn. Ella asintió con aprobación.
—Le’en chokabrez. Kez lo mati —dije lentamente, esperando que re-
pitiera.
Luchó por repetir las palabras que eran ajenas a su lengua, pero
sonrió con logro cuando terminó. —¿Qué dije?
—Tengo hambre. Comamos.
—Estoy a favor de eso —dijo el tío Cazwin y comenzó a comer.
Todos se hundieron, Lydia y Nash practicaron las palabras una y
otra vez mientras reían y sorbían bocados.
—Eres inteligente —dijo Vairlyn abruptamente.
Bajé la cuchara y la miré, sin saber si era un cumplido o una acu-
sación.
—Jase me lo dijo —agregó—. Dijo que eras ingeniosa en el desier-
to.
—Como él —contesté—. Trabajamos juntos y lo aprovechamos al
máximo.
Jalaine sonrió. —Estoy segura de que lo hiciste.
No pude verlo, pero estaba segura de que Priya pateó a Jalaine
debajo de la mesa porque Jalaine saltó en su asiento, luego le disparó
a Priya con el ceño fruncido.
Un estruendo de pasos pesados resonó justo afuera del comedor,
y las puertas se abrieron de golpe. Mason entró, miró a su alrededor,
sus ojos se posaron en mí primero, luego en Vairlyn. —Lo siento —le
dijo—. No haremos la cena esta noche.
No pidió más explicaciones, como si ya lo hubiera esperado. —
Mantendremos sus platos en el calentador.
Mason se volvió hacia mí. —A Jase le gustaría verte.
Vi dos pequeños puntos carmesí en su manga. Sangre. Un chorro
de sangre para ser precisos.
—Suena siniestro —dije, esperando que él se riera. No lo hizo.
—¿Lista? —preguntó.
Empujé mi silla hacia atrás, mi mente giraba con posibilidades.
Todos me vieron irme como si estuviera en camino a una ejecución.
—¿Cómo se dice adiós en Vendan? —Lydia llamó.
—Vatrésta —le respondí—, si es un adiós de nitivo.
—¿Es esta una despedida nal?
No lo sabía, y Mason me arrastró antes de que pudiera respon-
der.
CAPÍTULO 21
KAZI

Tengo algo para que robes, Kazimyrah. Lo haría yo misma, pero como
puedes ver, no puedo viajar. Y la verdad es que, independientemente de mi
pasión por esta misión, eres la ladrona más destacada de Venda. Pero el pre-
mio que quiero no es un cuadrado de queso o un hueso de sopa. Es fuerte y
grande. ¿Qué es lo más grande que has robado?
Tenía la sensación de que ella ya lo sabía, se hablaba de eso en su-
surros en las calles. ¿Ten realmente robó eso? No, imposible. ¿Por qué lo
haría ella? Pero el anonimato fue fundamental en lo que hice, si qu-
ería seguir haciéndolo. La reina no cuestionó el si o el qué, quería es-
cuchar el cómo. ¿Podría hacerlo de nuevo? Pensé en mi adquisición
grande, ruidosa y muy peligrosa. Me había costado más paciencia de
la que pensaba que poseía, más de un mes de muchas comidas omi-
tidas, ahorro y escondite, y favores obtenidos robando muchas otras
cosas mucho más pequeñas. No había duda de que lo había visto co-
mo un desafío. Pero había más que eso.
El tigre había atraído a una gran multitud cuando el conductor de
Previzi entró en la jehendra. Nadie había visto uno antes ni siquiera
sabía qué era, pero era obvio que tenía que ser una de las criaturas
mágicas de la leyenda, y cuando de repente se lanzó y rugió, el soni-
do atronador vibró a través de mis dientes. Vi a tres hombres retro-
ceder, mojándose. También vi el grueso collar de hierro y la cadena
que impedían que el tigre saltara desde la parte trasera del carro y, al
inspeccionarlo más de cerca, noté que su glorioso pelaje rayado col-
gaba como un abrigo suelto sobre sus costillas. El conductor de Pre-
vizi, sorprendentemente no le tenía miedo a la bestia. Gritó una or-
den, luego se rio y rascó al animal detrás de la oreja cuando se acos-
tó.
El carnicero había dado un paso adelante, ansioso por un animal
que fuera bueno para los huesos de sopa como mucho. Lo miré mi-
entras se ponía la barba, la piel se arrugaba alrededor de sus ojos,
sus labios brillaban mientras los lamía una y otra vez. Y luego le pre-
guntó al conductor de Previzi si podía hacer que la bestia volviera a
bramar. El rugido. El miedo que provocó, los enormes colmillos blan-
cos. Eso era lo que deseaba el carnicero, y no fue ninguna sorpresa. Y
fue entonces cuando supe que robaría el tigre.
¿Por qué Kazi? ¿Por qué robar algo para lo que no tenías uso?
Solo había una razón por la que podía compartir con ella.
Quería dejarlo ir. Sabía que eventualmente el animal moriría, y el
carnicero lo vería suceder, lentamente, porque se habrían necesitado
todas las preciadas carnes del carnicero exhibidas en su tienda para
alimentar adecuadamente a una bestia así y nunca sacri caría su
sustento por un animal. ni le importaría día a día mientras observaba
cómo las costillas del tigre sobresalían, sus mejillas se hundían y su
carne se hundía. Ya veía eso todos los días entre sus patrocinadores
humanos, y su sufrimiento no lo convenció. Además, también se be-
ne ciaría de la muerte del tigre, vendiendo su carne dura como má-
gica, sacando sus enormes dientes de sus mandíbulas para comerciar
con otros comerciantes, vendiendo parches de su piel rayada a los
chievdars y sus garras con garras a gobernadores que amaban lo exó-
tico. Trofeos de la tierra más allá del Gran Río. Cuando el último ru-
gido del tigre se hubiera ido, la muerte sería una ventaja, trayendo
más recompensas al carnicero. Pagó una suma considerable al con-
ductor de Previzi, pero sabía que triplicaría su inversión en unos po-
cos meses y, mientras tanto, obtendría su máximo placer del miedo
que sembraría, y tendría otra forma de perseguir a los animales. in-
deseables de su puesto.
Ya había experimentado el miedo que le gustaba propagar cuatro
años antes. Mi madre se había ido solo unos días. Estaba perdida sin
ella, y mis ojos picaban de hambre. Me había topado con su tienda,
sus corderos desollados colgando de ganchos, una ráfaga de moscas
zumbando y saboreando su carne rosada resbaladiza, sus palomas
enjauladas picoteando las cabezas calvas de los demás, sus misteri-
osas carnes nacaradas mostrando los arcoíris de la edad, y me había
detenido para mirar, preguntándome cómo podría hacer míos esos
tesoros, cuando sentí un fuerte chasquido en mi rostro. Ni siquiera
había tenido tiempo de estirar la mano para tocar mi mejilla sang-
rante, cuando me cortó las pantorrillas. Y luego lo vi reír, viendo mi
confusión. Levantó la vara de sauce y la volvió a romper, las ágiles
ramas verdes me cortaron la frente. Corrí, pero me gritó, advirtién-
dome que me mantuviera alejada.
Pero el premio era algo que fácilmente podría haberlo matado. ¿Valió la
pena arriesgar tu vida?
Entonces me había mirado pensativamente. Sabía que la reina te-
nía el don, pero no creía que pudiera leer la mente. Aun así, vio la
respuesta en la mía. Si, valió la pena. Cada comida perdida valió la
pena. La agotadora nueva profundidad de la paciencia que tuve que
aprender valió la pena. Cada favor humillado que tenía que pagar
valía la pena.
Pero había más que no podía decirle. Una razón que se enganchó
en mi corazón con tanta fuerza como una garra. Fueron los ojos del
tigre. Su belleza. Su brillo. Su resplandor ámbar que me había envu-
elto con tanta fuerza con la memoria que no podía respirar. Vi el de-
sesperado quebrantamiento en ellos que estaba enmascarado detrás
de un rugido desa ante. Shhh, Kazi. No te muevas.
En el destello de ese momento, ya me vi a mí misma guiándolo a
través de un desvencijado puente de cadenas, liberándolo en un bos-
que donde rugiría, feroz, fuerte e ininterrumpido. Al menos esa era
mi esperanza para él, ser restaurado y libre.
El animal que robes para mí será aún más peligroso, Kazimyrah. Debes
ser tan cuidadosa y astuta, sobre todo, debes usar cada gramo de paciencia
que poseas. No debes ser imprudente con tu propia vida ni con los que están
contigo. Esta bestia se volverá y te matará.
Astucia. Cuidado.
Paciente.
Siempre había sido paciente. Incluso el simple robo de un nabo o
un hueso de cordero requería esperar la oportunidad de cooperar.
Puede que tarde una hora o más. Y cuando la oportunidad no se pre-
sentó, más paciencia para crear oportunidades, o aprender a hacer
malabarismos para distraer a un comerciante, o decirle un acertijo
enigmático para hacer que sus mentes se tambaleen en diferentes di-
recciones, abandonando la guardia. Solo el robo del botón de latón
había requerido una semana de plani cación y paciencia. El robo del
tigre, más de un mes, poniendo a prueba mis límites, siempre inse-
gura de si el tigre sobreviviese el tiempo su ciente para que yo sigui-
era adelante con mi plan, queriendo apresurarme, pero luego repri-
miéndome, mi paciencia mordió y carcomió, como un hueso preocu-
pado. Pensé que nada podría ser más difícil.
Pero este robo de un traidor tuvo complicaciones que no había
previsto, a saber, Jase Ballenger. Y ahora algo más había salido mal,
algo peor que una complicación. Podía escucharlo en los pasos deli-
berados de Mason y el largo silencio entre nosotros. Podía saborear-
lo en el aire, el presentimiento de la sangre y la ira. En Venda, cuan-
do sentía que las cosas iban mal, podía retroceder, alejarme en silen-
cio y desaparecer entre la multitud. Pase a una marca diferente. Aquí
no podría hacer eso.
Paciencia, Kazi. Paciencia. Siempre hay más de qué sacar.
Fue una mentira que me dije a mí misma.
Hasta ahora lo creía y eso era todo lo que importaba.
Observé la sangre en la manga de Mason. ¿Qué asunto los había
tomado a todos por asalto? ¿Encontraron a Wren y Synové? ¿Y si la
sangre fuera…?
—¿Por qué no vino Jase a buscarme? —le pregunté.
Mason sonrió. —¿Realmente soy tan mala escolta? No creas los
rumores.
—Siempre creo en los rumores.
—Relájate. No hay nada de qué preocuparse.
Cuando alguien decía eso, era precisamente el momento de pre-
ocuparse. —Solo me preguntaba…
—Jase tuvo que ir a limpiarse.
¿Limpiar? Estaba impecablemente limpio hace solo unas horas.
—Debía haber sido un asunto muy complicado del que se estaba
ocupando.
—Era.
Sabía que no iba a sacar nada más de él. Mason estaba unido al
círculo íntimo, la familia, una de las muchas piedras angulares r-
memente encajadas y comprometidas, y nada podía hacer que sus la-
bios se deslizaran libres para alguien fuera de ese círculo. Compren-
dí y admiré eso porque una piedra suelta podía hacer que todo un
puente colapsara, pero desafortunadamente, su lealtad no hizo nada
para ayudarme.
Llegamos al nal de un largo pasillo. Tiago y Drake estaban a
ambos lados de las puertas.
—Están dentro —dijo Drake—. Esperando.
¿Quienes? Un sabor salado se hinchó en mi lengua. Paciencia, Ka-
zi. El tigre aún no es tuyo. Y sabía que la paciencia era la línea diviso-
ria entre el éxito y el fracaso.
Mason abrió la puerta y entramos.

Era una habitación pequeña, sin ventanas, con paredes de paneles


oscuros, pero un candelabro en la esquina proporcionaba una suave
luz dorada. Jase se sentó desplomado en una silla, sus botas apoya-
das en el extremo de una mesa larga, Gunner y Titus se sentaron a
ambos lados de él. Gunner revisó papeles dispersos y escribió cuida-
dosamente en otro.
Jase se puso de pie de un salto cuando entré. Llevaba una camisa
nueva. Me miró jamente. Sus ojos marrones que una vez me habían
tragado por completo con su calidez eran fríos y distantes. La ira y la
sangre que probé en el aire no fueron imaginadas.
—Hola, Kazi —dijo formalmente.
Un puño golpeó mi esternón. Era la muerte, feroz y fuerte, y no
podía respirar. —¿A quién has matado? —pregunté de inmediato,
sin esperar más formalidades.
—Quien dice—
—¡Quiero ver a Wren y Synové! ¡Ahora!
Jase se acercó a mi lado y me tomó del codo, tratando de guiarme
hasta un asiento. —Siéntate. Tus amigas están bien, pero no pode-
mos traerlas aquí.
Me liberé de un tirón. —Realmente no las tienes. ¿Es así? —pre-
gunté, rezando por tener razón. Orando para que me confesara esta
única verdad—. Por eso no me dejas verlas.
Gunner se puso de pie y sacó algo de un estuche de cuero del su-
elo. Arrojó dos artículos sobre la mesa. La ziethe de Wren traqueteó y
giró sobre la madera pulida. El guante de arquero de cuero de Syno-
vé se deslizó tan suave y dorado como la mantequilla tibia hacia mí.
Gunner gruñó. —Pensamos que podrías necesitar alguna prueba.
Dejé escapar un suspiro tembloroso, dejándolos pensar que era
miedo en lugar de alivio. Mantuve mi expresión angustiada, pero in-
teriormente me calmé. Ahora sabía, con pocas dudas, que no los te-
nían. Cada una de las hojas de Wren tenía cuero teñido envolviendo
la empuñadura. El rojo era el de repuesto que guardaba cuidadosa-
mente envuelto y enterrado profundamente en su alforja. Los ziethes
azules y violetas eran sus espadas preferidas y las que llevaba a los
costados. El guante de arquero con monograma de Synové fue un re-
galo de la reina, un repuesto que aún no se había puesto. Ella estaba
demasiado asombrada por eso. El cuero aún estaba impecable y sin
manchas. Gunner solo se había hecho cargo de sus alforjas, tal vez
por el magistrado de la librea mientras estábamos en la ciudad. Si re-
almente tuvieran a Wren y Synové, no habrían tenido que escarbar
en sus pertenencias.
—Esto no signi ca que estén vivas. Vi la sangre en la camisa de
Mason —dije, manteniendo la farsa.
Titus negó con la cabeza. —Es difícil de convencer, Jase. No sé có-
mo pasaste todo ese tiempo con ella. —Arrojó un paquete envuelto
sin apretar sobre la mesa frente a mí.
Aparté una esquina del papel y contuve una mordaza.
—¿Parecen las orejas de tus amigas? —preguntó Titus.
—No —prespondí en voz baja.
—Guárdalos, Titus —espetó Jase.
Titus envolvió las orejas en el papel manchado de sangre y lo de-
jó a un lado. Traté de averiguar cómo jugaban en esto los oídos hu-
manos cortados.
—Hemos tenido más problemas en Hell’s Mouth —dijo Jase—.
Necesitamos tu ayuda.
Miré la mancha de ciruela que Jase había pasado por alto descu-
idadamente en la punta de su bota. Me vio mirando y desvió mi
atención, tomó mi brazo y me llevó a un asiento en la mesa. Todos se
sentaron a mi alrededor. Estaban sobrios mientras lo explicaban to-
do. Habían encontrado más cazadores de mano de obra en la ciudad.
Esa era la frialdad que había visto en los ojos de Jase y, ahora escuc-
hé en su voz, su odio absoluto por los depredadores carroñeros. Fue
un odio que compartimos y fue un horror especialmente fresco para
los dos.
Escuché sin interrumpir, todavía preguntándome dónde entraba
en juego “mi ayuda”. Explicaron que estaban siendo atacados por al-
guien que conspiraba para expulsarlos en un momento en que los
Ballengers parecían debilitados. Jase dijo que estaban aumentando la
defensa y las protecciones en la ciudad, lo que se haría cargo del cor-
to plazo, pero saber que un soberano poderoso estaba reconociendo
su autoridad con una visita ayudaría a calmar los nervios, respalda-
ría su derecho a gobernar y podría hacer que quienquiera que estu-
viera orquestando estos ataques retroceden. Sospechaban que podrí-
an ser dos o más ligas trabajando en un esfuerzo concertado.
Me recosté, sabiendo a dónde iba esto. La aparición de más caza-
dores de mano de obra había hecho que el estallido impulsivo de
Gunner volviera a mostrar su fea cabeza.
—Entonces pídele al rey de Eislandia que venga aquí —dije—. Ti-
ene jurisdicción sobre Hell’s Mouth.
Todos se rieron, pero no hubo alegría genuina. Recordé a Griz
poniendo los ojos en blanco cuando describió al rey. Al parecer, los
hermanos tenían una opinión similar sobre él.
Mason se apartó de la mesa. —El rey es apenas un rey.
—Es una broma, es lo que es —agregó Titus.
La expresión de Gunner mostraba un desprecio similar. —Excep-
to por el pago de su impuesto del dos por ciento, no distinguiría
Hell’s Mouth de un pantano en Cam Lanteux. La última vez que es-
tuvo aquí, solo vino a buscar ganado de cría para su granja, y luego
se fue.
Mason se burló. —Y el ganado de cría que eligió era más como un
hazmerreír. Ni siquiera es bueno para ser granjero.
—Como dije —repitió Jase—, necesitamos un soberano poderoso
que reconozca nuestra autoridad. Nosotros necesitamos—
—Ella no vendrá —le dije rotundamente, interrumpiéndolo antes
de que continuara.
Gunner se inclinó hacia adelante. —Lo hará si escribes una carta
solicitándole que venga a Tor’s Watch. De hecho, ya lo hemos escrito.
Solo necesitas copiarlo en tu mano y rmarlo —empujó una hoja de
papel en blanco hacia mí.
Ignoré a Gunner y me volví hacia Jase. —Ellos ya creen que ella
viene —dije—. ¿No es eso su ciente? Estoy seguro de que Gunner
puede tejer más de sus ridículas mentiras cuando ella no aparezca.
—Los labios de Gunner se apretaron contra sus dientes, sus ojos ar-
dían de ira.
—No te costaría nada —la frialdad en la voz de Jase disminuyó.
Su mirada penetró la mía, como si buscara una manera de alcanzar-
me. Sabía que era una posibilidad remota. Aun así, entre todas las ot-
ras cosas que podía hacer, esto le importaba. A su familia le importa-
ba. ¿Por qué?—. ¿Qué daño puede hacer una simple carta? —añadió.
No podía doler, y de alguna manera simpatizaba con ellos. Tam-
bién odiaba a los cazadores de mano de obra, pero se trataba de algo
más que convertir la mentira de Gunner en verdad. Más que cazado-
res de mano de obra y ataques a Boca del In erno. Corrió más pro-
fundo. La debilidad de Ballenger se mostraba, un hilo suelto, una
costura deshilachada, su enorme orgullo expuesto. Realmente creían
que eran el primer reino y querían que se reconociera.
Acerqué la carta y la leí lentamente. Negué con la cabeza ante la
audacia. —No es así como funcionan estas cosas.
Titus golpeó la mesa con impaciencia. —Es la forma en que traba-
jan aquí.
—Suena más como una amenaza velada.
—Sólo porque eliges leerlo de esa manera —dijo Jase.
—Pueden pasar semanas hasta que esto llegue a ella y luego…
—Tenemos Valsprey.
Hice una pausa, preguntándome cómo era posible. Los pájaros
veloces eran de Dalbreck, entrenados por manipuladores y solo re-
galados a los reinos en los últimos años como una forma rápida de
comunicación entre ellos.
—Los comerciantes en la arena ofrecen una sorprendente vari-
edad de productos —explicó Jase.
Bienes robados. No me sorprendió mucho. Las Valsprey solo fu-
eron entrenadas para volar entre ciertas ciudades. Hell’s Mouth no
era uno de ellos. Dijo que la respuesta de la reina a través de otra
Valsprey iría a Parsuss, pero que sería retransmitida aquí por mensa-
jero en solo unos días.
Lo tenían todo resuelto. Casi.
Y el casi fue enorme.
La reina no vendría. Ella nunca les daría lo que querían, legitimi-
dad, porque eran ladrones. Eso fue lo que el Rey de Eislandia había
expresado claramente: los Ballengers recaudaron impuestos de los
ciudadanos y luego se quedaron la mitad de las ganancias antes de
enviar el resto. Tuvieron el descaro de tomar una parte de todo lo
que había en Hell’s Mouth, incluso la bolsa del rey. Incluso el aire
que respiraban los Vendans. El rey le había dicho a Griz que la fami-
lia tenía un dominio absoluto en la región norte y que no sabía cómo
controlarlos. Reconocer su derecho a gobernar era lo más alejado de
la mente de cualquier monarca. Pero una carta podría darme unas
semanas más aquí para buscar un traidor en su recinto, encontrar a
Wren y Synové, conectarme con Natiya y los demás, y seguir nuestro
camino con nuestro prisionero, y lo mejor de todo, podría ser capaz
de abordar otro problema en el proceso. La reina estaría más que
complacida. Pide un deseo, Kazi. Parecía que los míos se estaban volvi-
endo realidad.
Los hermanos me miraron ansiosos, esperando. Dejé que proba-
ran la victoria durante unos minutos, dejé que sus garras se hundi-
eran bien y profundamente, antes de arrebatársela de nuevo.
Cogí el pergamino y comencé a copiarlo. —Necesitaré cambiar al-
gunas palabras e incluir a Wren y Synové, o la reina sabrá que yo no
escribí esto.
—Solo pequeños cambios —dijo Gunner.
Flotaban como comerciantes engañados que se acercaban para
verme hacer malabarismos, ver cómo cada letra encajaba perfecta-
mente en su lugar, su anticipación aumentaba.
Su Majestad, Reina de Venda:
Le escribo para informar que nuestras investigaciones han ido bien, pero
revelaron algunos datos sorprendentes. La dinastía Ballenger es vasta y está
bien administrada, lo cual es asombroso, ya que no es un mundo fácil de go-
bernar.
Hay muchas amenazas para los ciudadanos por parte de forasteros, pero
los Ballengers tienen experiencia y los han protegido durante incontables
siglos, mucho antes de que se estableciera cualquiera de los reinos. Puede
que sus caminos no sean como los nuestros, pero en este territorio salvaje e
indómito hacen lo que es necesario y los ciudadanos de Hell’s Mouth les es-
tán agradecidos por su liderazgo y la protección que brindan.
Solicitamos encarecidamente su presencia aquí, reconociendo el trabajo
de los Ballengers y su autoridad para gobernar esta región. Estamos instala-
das en Tor’s Watch, asimilando todos los aspectos de su hospitalidad y, has-
ta que usted llegue, Wren, Synové y yo nos quedaremos aquí. Estamos ap-
rendiendo mucho—
Dejo mi bolígrafo.
—¿Por qué te detienes? —preguntó Jase.
Me muerdo la uña como si lo estuviera pensando. —Antes de ter-
minar y rmar, tengo una simple condición.
El pecho de Jase se eleva en una respiración profunda. Sabía que
sería cualquier cosa menos simple. —¿Y eso sería?
—Sin condiciones —argumentó Titus.
Los ojos de Gunner se ensancharon. —¿Nos estás chantajeando?
Mason soltó un gruñido de incredulidad. —Creo que eso es exac-
tamente lo que está haciendo.
—Sólo porque eliges leerlo de esa manera —dije y sonreí—. Pre ero
llamarlo pago por los servicios prestados. Una simple transacción
comercial. Ustedes los Ballengers entienden eso, ¿no?
La voz de Jase se volvió plana y al grano. —¿Qué deseas?
—Reparaciones —respondí—. Quiero que se restaure todo lo que
fue robado del asentamiento de Vendan, con intereses, y que se re-
construyan todas sus estructuras, corrales y cercas destruidos.
Los ánimos estallaron. Una serie de airadas objeciones se arremo-
linaron entre ellos. Jase se puso de pie de un salto. —¿Estás loca?
¿No has recibido el mensaje? Queremos que se vayan.
—Es su derecho a estar allí. Venda ha realizado grandes gastos y
esfuerzos para establecer este asentamiento, y el Rey de Eislandia
aprobó especí camente el sitio.
Jase gruñó. —¿El rey que no conoce Hell’s Mouth por su propio
culo?
Me encogí de hombros. —Sin reparaciones. Sin carta.
—¡No! —Jase soltó una perorata, caminando por la habitación,
agitando las manos, golpeando el aire, reiterando que su familia no
había destruido nada y ayudar a los Vendans sería lo mismo que co-
locar un cartel de bienvenida para que cualquiera viniera y se llevara
lo que necesitaban. Querido. Todas sus objeciones fueron puntuadas
y reforzadas por las demás. Se alimentaban como una manada de
chacales—. ¡Son la mitad de la causa de nuestros problemas en pri-
mer lugar! ¡Dejas que uno invada tu territorio, y entonces todos pi-
ensan que eres débil y ellos también quieren un pedazo!
Suspiré. —Son siete familias. Veinticinco personas. Ni siquiera es
la tierra que usas. ¿Son los Ballengers tan pequeños que unas pocas
familias son una gran amenaza? ¿No puedes verlos como un activo?
¿Una forma de hacer crecer tu dinastía?
Me miraron como si estuviera hablando un idioma extranjero.
Me eché hacia atrás, cruzando los brazos. —Esos son mis térmi-
nos.
Las miradas enojadas rebotaron entre ellos, pero sin palabras. Ob-
servé cómo aumentaba su frustración, las mandíbulas se endurecían,
las fosas nasales se dilataban, el pecho se elevaba con furiosa indig-
nación. El silencio hizo tictac.
—Los trasladaremos —dijo nalmente Jase—. Y reconstruiremos
en otro lugar.
Un coro acalorado de gruñidos estalló. Los demás objetaron esta
concesión.
—Pero tiene que ser justo y equitativo —respondí—, agua, buena
tierra y aún a un día de viaje de Hell’s Mouth.
—Será.
—Tengo otra estipulación.
Las manos de Gunner volaron en el aire. —¿Puedo retorcerle el
cuello ahora mismo?
—Los Ballengers deben hacer el trabajo —dije—. Especí camente,
el Patrei. Tú, Jase. Tú personalmente debes ayudar físicamente a re-
construir su asentamiento. No debería tardar mucho. Unas pocas se-
manas como máximo. Tenían muy poco para empezar. Me quedaré
aquí, por mi propia voluntad, para asegurarme de que el trabajo esté
hecho, y tú quitarás a los guardias de mi puerta, así seré una verda-
dera invitada, tal como tu carta tan mal trató de dar a entender.
Las manos de Jase se cerraron en puños. Su mirada era mortal. —
Firma la carta.
—¿Signi ca esto que tenemos un acuerdo?
Su barbilla se hundió en una a rmación rígida.
Titus gimió.
Un siseo atravesó los dientes de Gunner.
Mason negó con la cabeza.
—Firma —repitió Jase y empujó la carta frente a mí.
Lo miré, sabiendo que había destrozado una gran parte del orgul-
lo Ballenger, pero sabiendo algo más sobre Jase también, o esperan-
do saberlo. Lo vi cuando me susurró historias hasta altas horas de la
noche, cuando presionó el tallo de un deseo en mi pie ampollado. Lo
vi cuando sostuvo a Nash en sus brazos y luego se secó las lágrimas.
—Gracias —susurré. Volví a sumergir la pluma en el tintero y r-
mé con oritura.
Todo va bien. De hecho, después de un desafortunado incendio que dest-
ruyó algunas estructuras de asentamientos, los Ballengers han aceptado ge-
nerosamente reconstruirlas en un nuevo sitio que será aún más productivo.
Sé que ha estado muy ocupada viajando, pero espero que esta noticia acelere
su llegada aquí. Por favor traiga agradecimientos de oro como regalo de bu-
ena voluntad; nuestros amables an triones merecen este honor. Esperamos
verle pronto.
Tu siempre el servidora,
Kazi de Brightmist
Jase tomó la carta y la examinó, buscando algún tipo de traición.
—¿Thannis? —preguntó.
—La enredadera espinosa que viste grabada en mi chaleco que se
llevaron los cazadores. También está en el escudo de Vendan. Es una
planta silvestre que es nativa de nuestra tierra; nos enorgullecemos
de ella. Es nuestro obsequio tradicional que damos a todos los visi-
tantes, a menos que, por supuesto, piense que hay una mala hierba
debajo de ti.
—Recuerdo haberlo visto en su chaleco —dijo Titus.
—Un regalo de buena voluntad está bien —intervino Gunner.
Jase asintió. —Nos aseguraremos de tener un buen regalo para el-
la también.

Con la carta rmada, regresé a mi habitación. Drake y Tiago me


escoltaron hasta mi puerta, pero luego se fueron, según mi acuerdo
con Jase. Cuando entré, encontré un pequeño cuenco de fruta en el
tocador. Naranjas. Tres naranjas perfectas.
¿Ya sabía que rmaría la carta? ¿Era este su agradecimiento?
Cogí una, mi uña dibujó un aerosol sobre su piel y la acerqué a
mi nariz, inhalando su magia.
¿O tal vez este fue el agradecimiento que nunca recibí por darle el
anillo?
No, pensé mientras lo despegaba.
Esto fue solo Jase recordando que amaba las naranjas.
CAPITULO 22
JASE

Incluso con ambas ventanas abiertas, el aire estaba caliente, qui-


eto, como si el mundo hubiera dejado de respirar. Mi espalda estaba
húmeda contra las sábanas. Parecía imposible que solo esta mañana,
cuando me desperté, estuviera acostado en un lecho de hierba con
Kazi acurrucada contra mi pecho, una cadena todavía uniéndonos.
Era bastante después de la medianoche y ya debería haberme
desmayado en mi cama de cansancio, pero en vez de eso, me di vuel-
tas y vueltas y caminé de un lado a otro, en una de las habitaciones
de invitados. Oleez había tenido miedo de decírmelo. Finalmente es-
taba de vuelta en Tor’s Watch y fuera de mi propia habitación.
Podría haberme movido fácilmente a Kazi, pero había otras batal-
las por delante y no valía la pena pelear esta y, extrañamente, a una
parte de mí le gustaba la idea de que ella estuviera en mi habitación.
No estaba seguro de por qué. Esta habitación era más grande, más
cómoda, pensada para impresionar a los invitados, y ya sabía que
probablemente ya había explorado todo en mi habitación. ¿Qué pen-
só ella? ¿Había revisado mis libros en busca de las historias que com-
partí con ella? ¿Revolviste mi ropa? ¿El desorden olvidado en el fon-
do de mi armario? Había tres cuchillos que podía recordar. Sospeché
que ya tenía uno encima. No estaba preocupado. ¿Había tomado ot-
ro baño? Vi la repulsión en su rostro cuando Titus arrojó las orejas
sobre la mesa. Después de que ella se fue, lo agarré por el cuello y lo
arrojé contra la pared. No vuelvas a hacer eso, le había dicho. Puede que
tengamos trabajo sucio que hacer, pero no todo el mundo necesita verlo. Es-
pecialmente ella no. Había visto su expresión, el miedo, cuando pensó
que había hecho daño a sus amigas. Las mató. El terror en sus ojos me
había atravesado como un cuchillo sin lo. Ella había visto algo en
mi cara, tal vez todas nuestras caras. Ella conoció la muerte cuando
la vio.
El daño que realmente hice no fue difícil para mí y lo volvería a
hacer.
Foley había venido a contarme lo ocurrido.
Cuando Mason, Gunner, Titus y yo entramos en el almacén, Lot-
har y Rancell ya las tenían de rodillas. Tiago y Drake rondaban cerca.
—Vimos su carro en un callejón —dijo Rancell—. Cuando levan-
tamos la lona vimos al chico del cervecero amordazado y encadena-
do. Las otras cadenas todavía estaban vacías. Todavía no habían reci-
bido el resto de la carga.
Me acerqué a los tres hombres. Dos de ellos empezaron a llorar,
suplicando piedad. El tercero no dijo nada, pero el sudor le perlaba
la frente. Eran una tripulación más andrajosa que los que nos habían
llevado a Kazi y a mí. Sus ropas andrajosas estaban llenas de hedor,
sus nudillos arrugados por la suciedad, pero su historia era la mis-
ma. Les habían pagado por adelantado, pero no sabían por quién. El
tipo que se les acercó con un grueso bolso llevaba un sombrero de
ala ancha bajado y ni siquiera estaban seguros de qué color era su ca-
bello.
—¿Quién de ustedes tomó el dinero? —yo pregunté.
—Él lo hizo —gritaron los dos llorones.
Miré al silencioso, su sudor era la única indicación de que conocía
la gravedad de su situación. Mi odio por él se elevó a un nivel dife-
rente. Fue personal. El chico del cervecero tenía catorce años.
—¿Entonces estás a cargo?
Asintió.
—¿Has hecho esto antes?
—Aquí no. Otros lugares. Es buen dinero. Pero dijo que tenía que
ser Hell’s Mouth y…
—¿Sabes de quién es esta ciudad? —le pregunté.
Tragó, su expresión repentinamente crujió de ansiedad. —Te doy
un corte —dijo—. Podemos hacer un trato. Medio. ¿Quieres la mi-
tad? La mitad por no hacer nada.
—¿Sabes qué le habría pasado al chico que agarraste?
—Una mina. Habría trabajado en una mina. Eso es todo. Buen
trabajo.
No había nada bueno en morir en una mina. No tiene nada de
bueno que te pongan grilletes y te suban a la parte trasera de una
carreta en contra de tu voluntad. No podía concebir que el chico del
cervecero tuviera una vida, un futuro. Solo lo veía como un objeto de
lucro. Saqué mi cuchillo.
—Todo. Puedes tenerlo todo —suplicó—. El dinero está en mi
chaleco. Tómalo.
—¿Todo ello? —me acerqué y me arrodillé para que estuviéra-
mos cara a cara—. Es un buen trato lo que estás ofreciendo, pero ten-
go prisa, así que aquí tienes uno mejor. Te mataré rápidamente en lu-
gar de dejar que mis perros te hagan pedazos, que es lo que te mere-
ces. —No estaba seguro de que las palabras se hubieran registrado
antes de hundir mi cuchillo en su garganta. La sangre salpicó mi ca-
misa y mi cara, y él estaba muerto antes de que yo hubiera sacado mi
arma.
Me paré y mi atención se centró en los otros dos. Comenzaron a
llorar, tratando de retroceder de rodillas, pero Mason y Titus estaban
detrás de ellos, impidiéndoles ir a ninguna parte.
—¿Quieres que lo haga con estos dos? —preguntó Tiago.
Me acerqué, como si los estuviera estudiando. —Quizás no —dije
—. Quizá nos resulten más útiles como mensajeros. ¿Preferirían uste-
des dos estar muertos o entregar un mensaje?
—¡Un mensaje! —Ambos estuvieron de acuerdo—. ¡Por favor, cu-
alquier mensaje! Lo entregaremos.
Hice un gesto a Mason y Titus. Echaron la cabeza hacia atrás por
el cabello y en un segundo rápido, una oreja de cada hombre estaba
en el suelo frente a ellos. Sus gritos rebotaron en las paredes del al-
macén, pero cuando les dije que se callaran, lo hicieron. Ya habían si-
do testigos de lo que les podía pasar.
—Mejor. Ahora aquí está el mensaje. Regresaran al agujero del
que salieron, y dejarán que todos les miren bien los oídos, y les ha-
rán saber quién lo hizo, los Ballengers, y les dirán que este es el tipo
de problema que conseguirán en Hell’s Mouth, y ninguna cantidad
de dinero que alguien les ofrezca valdrá la pena. Los ciudadanos de
esta ciudad están fuera de los límites. Y si alguna vez vuelvo a ver a
alguno de ustedes aquí, aunque sea por un sorbo de agua, estaremos
cortando algo mucho más valioso para ustedes que sus oídos. Mi pa-
labra es buena. Ustedes pueden contar con él. ¿Entendieron?
Ambos asintieron.
—Bueno. Entonces, nuestro negocio está hecho.
Miré a Lothar y Rancell. —Véndalos. No quiero que se desangren
antes de entregar nuestro mensaje.
En nuestro camino de regreso a la casa principal, Gunner dijo que
era hora de que también se enviaran otros mensajes, el que toda mi
familia estaba presionando, y nalmente acepté. No teníamos nada
que perder. O eso pensé.
Todavía no podía creer que, para cumplir la promesa que le había
hecho a mi padre, también había aceptado reconstruir un asentami-
ento en Vendan. Si los dioses le habían llevado esa noticia a los
oídos, probablemente estaría golpeando las paredes de su tumba,
exigiendo que lo dejaran salir, exigiendo nombrar a otra persona co-
mo Patrei.
Salí de la cama y me acerqué a la ventana. Estaba oscuro, el patio
de trabajo abajo estaba tranquilo, una tenue luz azulada en la torre
de la puerta era la única señal de que alguien estaba despierto, y lu-
ego vi una sombra que se movía a través de la oscuridad. O pensé
que sí. Se fue con la misma rapidez. Quizás uno de los perros que
patrulla. Los ladridos estallaron, pero rápidamente se calmaron de
nuevo. Sí, solo los perros.
Me alejé de la ventana, me paseé y me pregunté si a ella le costa-
ba tanto dormir como a mí. Recordé su rostro cuando llegué a su ha-
bitación, al principio suave, feliz de verme, pero luego se volvió agu-
do.
¿Qué quieres, Jase?
Sabía lo que quería.
Ella también lo hizo.

Mi mano otaba mientras debatía si debía tocar. Era tarde. La mi-


tad de la noche. Si estaba dormida, la despertaría.
Ella no está dormida. Sabía que era imposible, pero lo sentí. Podía
sentir sus ojos abiertos, escaneando las paredes, cerrando las corti-
nas, abriéndolas de nuevo, vigilante, incapaz de descansar, necesi-
tando una historia, un acertijo, algo que la llevara a un mundo de su-
eños. Descansé mi mano contra la puerta queriendo entrar, sabiendo
que no debería.
¿Qué es esto, Kazi?
¿Qué sientes?
Ella no pudo responderme antes cuando le había preguntado. O
no lo haría. Quizás era mejor no saberlo. Su lealtad estaba clara.
Y también los míos.
Me aparté de la puerta y regresé a mi habitación.

Las velas brillaban en globos de vidrio rojo en el ábside del temp-


lo y el fuerte aroma del ámbar otaba en el aire. Yo era el único dent-
ro. Los sacerdotes dormían en la mansión. Encontrarían mi ofrenda
por la mañana. Saqué mi cuchillo y me corté el pulgar, lo apreté, dej-
ando que la sangre goteara sobre el plato de monedas debajo de mí.
Una moneda para cada niño de la ciudad. Esto es solo entre tú y los dioses,
Jase. No los sacerdotes. Ni a nadie más. Esta es tu promesa de protegerlos
con tu sangre, tal como Aaron dio con su sangre para salvar al Remanente.
El oro agrada a los hombres, pero la sangre sirve a los dioses, porque al -
nal, tu vida es todo lo que tienes para dar.
Las gotas de sangre se escurrieron por la pila de monedas y se
movieron, un tintineo desnudo, haciendo eco a través del templo si-
lencioso. Las últimas palabras desesperadas de mi padre fueron las
que había escuchado de su propio padre, palabras que todos los Pat-
rei escuchaban. Los había leído en las historias y los había transcrito
a una edad temprana.
La luz de las velas captó el destello de mi anillo de oro. Te lo di cu-
ando importaba. Ella dio un paso adelante de buena gana y me ayudó,
y en lugar de agradecerle, le pregunté por qué no me lo había dado
antes. Todo era más complicado ahora, incluso algo tan simple como
la gratitud.
Pasos se arrastraron detrás de mí. —¿Estás listo?
Mason me había atrapado al salir e insistió en acompañarme.
¿Perdiste la cabeza? ¿Irse sin straza? Y luego se rio. Vámonos.
Caminó por el pasillo central hacia mí y susurró. La ciudad se des-
pertará pronto. Deberíamos irnos mientras aún está oscuro.
Salimos, las calles en silencio, los caminos a oscuras. A mitad de
camino a casa preguntó por Kazi. —¿Cómo terminaron ustedes dos
siendo…?
Sabía que algo había sucedido entre nosotros, pero tropezó con el
resto de su pregunta, como si no supiera cómo elaborarlo, como si
aún no se lo creyera él mismo. La había visto golpearme contra la pa-
red, amenazar con cortarme. No se lo había tomado mejor que yo.
—Era diferente ahí fuera —dije—. Ella era diferente. Yo también.
—¿Qué te parece ahora?
—No lo sé.
—Nunca te había visto así. Sé que no estás pidiendo un consejo,
pero te lo ofrezco de todos modos. Podría haber sido agradable acur-
rucarse con ella, pero aquí no es alguien con quien quieras enredarte.
No se puede con ar en ella.
Odiaba oírle decirlo, pero era verdad. Kazi tenía secretos. Ella re-
alizó un baile hábil alrededor de todo lo que decíamos. Anoche vi
miedo genuino en sus ojos cuando pensó que yo había lastimado a
sus amigas, pero luego vi cómo jugó con nosotros también, el miedo
disolviéndose y siendo reemplazado por algo hábil y calculador. Era
la misma mirada que había visto en su rostro cuando había estudi-
ado al conductor, como si en su cabeza estuviera construyendo algo
sólido, piedra por piedra. Su astucia logró obtener reparaciones que
no debíamos del trato. Incluso con su carta no teníamos garantía de
que la reina vendría, pero había esperanza y era un vendaje a corto
plazo que necesitábamos. Lo usaría a mi favor por ahora. Pronto no
necesitaríamos que nadie nos arrojara migajas de respeto. Pronto
tendríamos una mayor participación en el comercio del continente.
Llegamos a Tor’s Watch, pero antes de que Mason se fuera para
volver a su habitación y recuperar el poco sueño que quedaba de las
oscuras horas de la mañana, dije: —Mañana, cuando vayamos a la ci-
udad, saca a Garvin de la seguridad de la torre y ponlo en su guar-
dia. Ella no lo conoce y él se pierde en el fondo. Agrega a Yursan co-
mo señuelo también.
Mason arqueó las cejas. Una cola de señuelo, especialmente para
alguien como Garvin que era bueno en lo que hacía, fue una gran ad-
misión de mis dudas.
Esperaba que Mason estuviera equivocado. Esperaba estar equ-
ivocado. Porque todavía estaba enredado con ella y no quería que
me soltaran.
Miandre es nuestro narrador. Ella nos cuenta historias de antes.
Era un mundo de princesas y monstruos, castillos y coraje. Aprendió las
historias de la madre de su amiga. Algún día también contaré las historias,
pero mis historias serán sobre diferentes monstruos, los que nos visitan to-
dos los días.
—Gina, 8
CAPITULO 23
KAZI

Los libros estaban amontonados en la cama a mi alrededor, fan-


tasmas asomándose de sus páginas, un susurro aquí, allá… Espera,
no importa lo que tengas que hacer. Los fantasmas de Ballenger sonaban
tan desesperados como los que había conocido. Sobrevive, no importa
a quién tengas que matar. Quizás más desesperado.
Pasé una buena parte de la noche leyendo los libros de los estan-
tes de Jase. Después de hojear varios, me di cuenta de que casi todos
estaban escritos a mano, y la mayoría por Jase. Algunos de los pri-
meros libros del estante superior estaban escritos con un garabato
más infantil. Parecía ser parte de su educación, tener que registrar la
historia y las historias familiares de su propia mano. Quizás esa era
otra razón por la que lo conocía tan bien. Muchas de las historias
eran curiosas, no historias largas, sino cientos, tal vez miles de anota-
ciones breves en el diario, algunas de ellas simples oraciones, comen-
zando con la primera de Greyson Ballenger: escríbalo, escriba cada pa-
labra una vez que llegue allí, antes de la lverdad se olvida.
Era una de las formas en que Pauline nos había enseñado a leer a
Wren, Synové y a mí, copiando algunas de las historias antiguas de
Gaudrel, aunque no había empezado a llenar ni un solo libro con pa-
labras, mucho menos estantes de ellas. Este muro de libros no era so-
lo cuestión de una lección de lectura, era el código Ballenger, una pa-
sión, nunca olvidar de dónde venían. Mientras que algunos de no-
sotros intentamos hacer todo lo contrario.
Me encontré tocando las palabras, imaginándome a Jase mientras
las escribía, imaginándolo como un niño como Nash, imaginándolo
creciendo en esta familia grande, unida y poderosa, imaginando su
concentración mientras escribía cada palabra.
Me desperté sobresaltada por el sonido de unos golpes en la pu-
erta y encontré mi mano todavía en el centro de un libro abierto. Se
sentía como si apenas me hubiera quedado dormida. Acababa de ec-
har la sábana cuando Vairlyn, Priya y Jalaine irrumpieron por la pu-
erta. Vairlyn llevaba una bandeja de desayuno; Priya, un montón de
ropa doblada; y Jalaine dejó caer un par de botas de montar en el su-
elo y luego se acomodó a los pies de mi cama.
Entraron como si me conocieran, como si no fuera solo una invi-
tada a regañadientes, sino otra persona. Priya abrió rápidamente las
cortinas, dejando que la luz entrara, y Vairlyn dejó la bandeja en la
mesa auxiliar junto al sillón y sirvió una bebida caliente en una taza
de una pequeña olla de peltre. Todas parecían de buen humor, inclu-
so la hosca Priya. Sacudió una falda de montar doblada, examinán-
dola por su tamaño. —Esto debería encajar. Soy más alta, pero esta
es una de mis faldas más cortas. Me golpea justo debajo de las rodil-
las. Debería estar bien para ti. No sé qué estaba pensando Jase cuan-
do envió a buscar uno de los vestidos de Jalaine.
—No estaba pensando —dijo Jalaine—. Él estaba—
—Lamento despertarte —dijo Vairlyn—, pero saldremos pronto.
Me entregó la taza que había servido y luego un cuenco de una
especie de budín de huevo.
La mirada de Jalaine recorrió la habitación. Tenía una amplia son-
risa pegada en su rostro. —¿Echaste a Jase? —estaba claro que le di-
vertía ver a Jase solo como su hermano mayor y no como Patrei.
—Yo no exactamente…
—Deja que la niña coma —regañó Vairlyn—. Es demasiado pron-
to para preguntas.
—¿A dónde vamos? —pregunté.
Explicaron que íbamos camino a Hell’s Mouth. Aparentemente,
toda la familia estaba haciendo un espectáculo allí hoy, por lo que la
presencia de Ballenger se vio y se sintió con fuerza. No solo querían
borrar las dudas entre la gente del pueblo, sino que también querían
reforzar entre las ligas que el paso del poder no había debilitado a la
familia. Yo iba a ser parte de ese programa: una soldado de primer
nivel de la reina de Vendan caminando al lado de la familia.
—¿Y Jase? ¿Lo veré?
Priya se rio e intercambió una mirada con Jalaine. —Creo que to-
davía no lo entiende.
—Sí —respondió Jalaine—. De nitivamente verás a Jase.

Salimos por la puerta principal de la casa y Priya notó con un


gruñido que nuestros caballos aún no estaban aquí. Le pregunté si
había tiempo para un pequeño recorrido antes de irnos, y me sorp-
rendió cuando Vairlyn estuvo de acuerdo.
—¿Por qué no? —respondió ella—. Parece que tenemos unos mi-
nutos hasta que traigan a los caballos.
Tal vez conseguir la con guración del terreno en Tor’s Watch no
iba a ser tan difícil como pensaba, al menos ahora que era una cono-
cedora. Moverse anoche había sido imposible. Eludir a los guardias
no fue difícil, pero a diferencia de un tigre muy dispuesto, los perros
fueron entrenados para no tomar comida de nadie, por lo que la car-
ne que había sacado de la cocina para acomodarme a las bestias se
desperdició. Y un siseo más vasto no hizo nada para calmarlos; apa-
rentemente, solo les gustaba escuchar la orden de Jase. Pero con un
poco de paciencia, estaba segura de que encontraría un camino hacia
sus oscuros y gruñidos corazones. Incluso los señores y comerciantes
más duros tenían grietas en su cruel armadura. —¿Dónde están los
perros? —pregunté vacilante mientras bajábamos los escalones del
frente.
—¿Los escuchaste anoche? —preguntó Priya.
—Solo un pequeño gruñido.
—Probablemente sólo persiguiendo un conejo —intervino Jalaine.
Vairlyn palmeó mi hombro. —No te preocupes. Los perros noc-
turnos se guardan en las perreras durante el día. Los únicos que hay
ahora son los perros de la puerta, y probablemente estén descansan-
do en un lugar agradable con sombra. Los días se están poniendo tan
calurosos. —Se echó hacia atrás un grueso mechón de pelo y me
sorprendió de nuevo lo joven que parecía, sin embargo, ya viuda—.
De esta manera —dijo, señalando un camino que corría entre la im-
ponente casa principal y otro edi cio grande. Al pasar junto a ella,
me dijo que cada una de las casas tenía un nombre—. Este de aquí es
Raehouse. Fue nombrado por el primer hijo de Greyson y Miandre.
Tiene las o cinas de los negocios de Ballenger. Priya lo maneja.
—¿Cuántos negocios tienen?
Priya soltó una bocanada de aire—. Docenas. Granjas. Un aserra-
dero. El Ballenger Inn. Pero los principales son la gestión de la arena
y Hell’s Mouth.
Docenas. ¿Cuáles eran los otros que no había mencionado? Eran
aquellos por los que tenía curiosidad, particularmente el propósito
de albergar a un asesino a sangre fría. ¿Cuál era su negocio aquí? Se-
gún la reina, el ex Capitán de la Guardia en la ciudadela de Morrig-
hese no era muy hábil en nada. Es un espadachín promedio, un coman-
dante promedio, pero es un engañador por encima del promedio. Su habili-
dad está en su paciencia. La traición a su familia ardía en la reina tanto
como la traición a los reinos. Ella nunca lo perdonaría ni lo olvidaría.
Además de envenenar a su padre, el Capitán de la Guardia planeó
una masacre que mató a su hermano mayor, e instigó otro ataque
donde su hermano menor perdió la pierna y su tercer hermano re-
sultó gravemente herido. Nunca se recuperó por completo y murió
un año después. Cuando se descubrió toda la trama, descubrió que
la participación del capitán en todo esto, además de una fortuna, era
uno de los muchos reinos que Komizar había planeado conquistar.
Gastineux sería suyo. El capitán Illarion nunca recibió su premio. To-
do lo que el mundo exterior tenía para él ahora era una soga, o tal
vez pensó que había una segunda oportunidad para recuperar lo
que se le había escapado de los dedos. ¿Es eso lo que esperaba ganar
aquí? ¿Su riqueza y poder perdidos? ¿Y por qué estarían dispuestos
los Ballengers a dárselo? ¿Sus ambiciones coincidían con las de él?
—Los registros de todos los negocios se guardan aquí en Raeho-
use. Priya es buena con los números —dijo Vairlyn con evidente or-
gullo.
Priya se encogió de hombros. —Los números no mienten. Son
mucho más con ables que las personas.
—¿De verdad? —cuestioné—. Los números se pueden manipular.
Priya me lanzó una larga mirada de reojo. —No tanto como la
gente.
Un murmullo escéptico resonó en Jalaine. —Lo que realmente le
gusta a Priya es la soledad. Los números no responden. Ella disfruta
de la paz y la tranquilidad aquí, mientras que yo tengo que lidiar
con muchas bocas quejosas en la arena.
—Y eso, hermana mía, es tu especialidad: una boca quejosa.
Jalaine le dio a Priya un empujón juguetón. La hermana mayor se
lo tomó con calma. Sus excavaciones no fueron más profundas que
las bromas del mercado donde el costo ya estaba asegurado. Su de-
voción era tan segura como un precio rme.
—Cuida tu cabeza aquí —dijo Vairlyn, empujando una rama ha-
cia atrás—. Hay que recortarlos, pero me gusta lo salvaje que es.
El camino se había estrechado y atravesamos un largo cenador en
forma de túnel que estaba lleno de rosas trepadoras amarillas. El su-
elo debajo de él estaba sembrado de una lluvia de pétalos. Era un
contraste sorprendente con las estructuras con púas que se elevaban
a ambos lados: una estaba destinada a invitar y la otra a alejarse. Sa-
limos de la glorieta a la parte trasera de la casa principal, donde ha-
bía un extenso jardín con pasillos inclinados, setos bajos y altas hile-
ras de arbustos. Una gran fuente burbujeaba en su centro. Más allá
de los jardines había tres edi cios de piedra más con torretas más
a ladas. Hogares, los llamaba Vairlyn.
—Eso es Riverbend en el otro extremo —dijo Jalaine—. Alberga a
nuestros empleados. Junto a él, en el medio, está Greycastle, donde
vive más familia.
—Mi hermana Dolise y su familia, y algunos primos que no son
demasiado sociables, viven allí. Más familia vive en Hell’s Mouth.
—Somos setenta y ocho Ballengers en total —dijo Priya—, y eso
sin contar a los primos terceros.
—¿Primos terceros como Paxton? —pregunté.
Una pared helada cayó sobre Priya.
—Sí —respondió Vairlyn—, como él.
—Por supuesto, esperamos más pequeños Ballengers pronto —
bromeó Jalaine. Priya golpeó con el codo el costado de su hermana.
Vairlyn intervino rápidamente como si tratara de pasar por alto la
sugerencia de Jalaine. —Y el que está al lado de Greycastle es Dark-
co age.
Darkco age no era una cabaña en absoluto. Se elevó dos pisos
por encima de nosotros con cuatro torretas en espiral que subían aún
más. La cabaña estaba hecha de granito negro reluciente.
—¿Quien vive allí? —le pregunté.
—Está vacío en este momento —respondió Vairlyn—. Solo lleno
de recuerdos e historias —su mirada era melancólica—. A veces los
huéspedes se quedan allí. Y ese es el recorrido, excepto por algunas
dependencias, y los establos por ese camino de allí.
—¿Qué pasa con la bóveda? ¿Puedo verlo?
Las cejas de Priya se arquearon. —¿Abajo en el túnel? ¿Sabes sob-
re eso?
—Jase me lo dijo.
—Es un poco húmedo y polvoriento —dijo Vairlyn con duda.
—Aun así, tengo curiosidad por todas las historias que me contó.
Jalaine y Priya intercambiaron una sonrisa de complicidad como
si les hubiera confesado algo importante.
—Haré que Jase te muestre la bóveda cuando regresemos de la ci-
udad —dijo Vairlyn—. Los caballos probablemente ya estén listos
para nosotros y los demás estarán esperando.
Con esas palabras dichas, Jalaine y Priya se fueron, caminando de
regreso por el camino ansiosas por seguir su camino, pero Vairlyn no
se movió, su atención todavía estaba ja en Darkco age. Esperé, sin
saber si debía irme o quedarme. Cuando estuvieron fuera del alcance
del oído, dijo: —Gracias por tu carta a la reina.
—No estoy segura de que sea necesario dar las gracias. Era la car-
ta de Gunner. Solo lo copié. ¿Y sabe que tiene un precio? No di la
carta gratuitamente.
—El asentamiento. Sí. Soy consciente. Sé algo sobre el compromi-
so. A veces debemos renunciar a algo para ganar algo más que es
más importante para nosotros. Lo veo como una victoria para los
dos.
—¿La reina que viene aquí es tan importante para ti?
—Era importante para mi esposo y eso lo hace importante para
mí. Mantener las promesas es importante. Es importante calmar los
miedos. Proteger la Boca del In erno es importante.
Sí, pensé, entiendo las promesas. Las mías también son importantes.
Mientras caminábamos de regreso a través del senador, se detu-
vo, tocando ligeramente mi brazo. —Me preguntaba, ¿por casuali-
dad Kazi es la abreviatura de Kazimyrah?
La miré, su simple pregunta exprimiendo el aire de mis pulmo-
nes. Traté de averiguar cómo lo sabía. ¿Sospechaba algo sobre cómo
rmé la carta? —¿Ha escuchado el nombre antes?
—Sí. En Candora. No es un nombre poco común entre los etc-
hers, especialmente para las primeras hijas. En su lengua antigua sig-
ni ca ‘ echa dulce’, que es la…
Continuó explicando, pero yo ya sabía qué era la dulce echa, esa
rara echa entre una docena de carcaj que vuela más el y más lejos
que el resto, aquella en la que el arte de un etcher se eleva por algo
tan intangible como el espíritu dentro del bosque.
—No —respondí—. Mi nombre es simplemente Kazi.
Pero mientras caminábamos de regreso a la puerta principal, mi
mente dio vueltas con este nuevo conocimiento que incluso mi pro-
pia madre no había conocido. ¿Mi padre había sido un etcher de
Candora? ¿Me había nombrado? Las viejas heridas se abrieron de
nuevo, cada respuesta que debería haber sido mía fue robada como
si fuera solo una baratija barata para intercambiar en el mercado. Los
Ballengers veneraron miles de años de historia. Mi propia breve his-
toria había sido arrancada de mi alcance. Había cien preguntas que
nunca podría hacerle a mi madre.
Cuando regresamos a la puerta principal, todos nos estaban espe-
rando, el ejército de Ballengers, straza y otros manos, listos para diri-
girse a Hell’s Mouth.
Todos menos Jase.
Todos los ojos se posaron en mí. Podría haber estado en el interi-
or de la puerta, pero todavía era un objeto extraño, una piedra atra-
pada en la herradura de un caballo y arrastrada a su santuario interi-
or. Priya sonrió. Ella me había visto escaneando el grupo.
—No te preocupes. Ya viene —dijo, como para hacerme saber que
no se le escapó nada.
—¡Ven a cabalgar conmigo! —Nash llamó.
—Todavía no, Nash. Primero voy a montar con Kazi —el calor
corrió entre mis costillas. Me volví para ver a Jase acercándose por
otro camino, guiando dos caballos. Uno era negro carbón, el mío.
Corrí hacia él, comprobando su tachuela, todo en su lugar, pero aho-
ra libre de polvo y recién engrasado. Su pelaje brillaba y su melena
estaba cuidadosamente arreglada y trenzada.
Los otros salieron por la puerta, dejándonos a Jase y a mí solos.
Acaricié el cuello de mi caballo y le rasqué el copete. —Mije, gutra
hezo, Mije —susurré, y soltó un fuerte resoplido de aire agradecido,
su expresión de entusiasmo y una señal de que estaba listo para ga-
lopar a través de campos abiertos. Tenía mucha energía y estaba des-
tinado a la velocidad, una venerable raza de Vendan criada especí -
camente para Rahtan y no acostumbrada a los largos con nes de un
establo.
—¿Su nombre es Mije? —preguntó Jase.
Mi atención permaneció ja en el cuello de Mije y asentí, incapaz
de mirar a Jase, sorprendida por la repentina opresión en mi gargan-
ta. Estúpido caballo, pensé, no me hagas esto, pero no pude ocultar que
me alegraba de verlo.
—La melena fue idea de Jalaine. Espero que no te moleste. Ella se
enamoró de él.
—Es un poco elegante para él, pero no creo que le importe. Pro-
bablemente ahora también esperará obsequios extra de mí. —Miré
hacia arriba. Los ojos de Jase estaban jos en mí.
—Tiago lo encontró en la librea cuando te estaban buscando a ti y
a la otra Rahtan. —Se enderezó, sus hombros rígidos e incómodos, y
frunció el ceño—. No tenemos a los demás, Kazi. Nosotros nunca lo
hicimos. Quiero que sepas.
No se trataba de caballos. Estaba hablando de Wren y Synové.
—¿Por qué me lo dices ahora?
—Por lo de anoche. Vi la expresión de tu rostro. El miedo. No qu-
iero que pienses en mí de esa manera. Nunca les haría daño. Lo sa-
bes, ¿no?
Pensé en mi reacción. Tuve miedo. Había sentido la muerte en la
habitación. Se había precipitado sobre mi piel, como un ejército de
fantasmas en estampida, y entonces vi a Jase. Había matado a algui-
en, yo lo sabía, y el terror se apoderó de mí. Mis primeros pensami-
entos saltaron a Wren y Synové, y me di cuenta de que lo que sabía
sobre Jase y lo que sabía sobre los Patrei eran dos cosas diferentes.
Los Patrei gobernaban un mundo diferente al que Jase y yo habíamos
vagado. Todavía estaba conociendo a esta otra persona.
—¿Por qué mentiste y dijiste que los tenías?
—Habían desaparecido y hemos tenido problemas en la ciudad.
Tengo que considerar todas las posibilidades.
—Y si creyera que los tenías bajo custodia, pensaste que podría
confesar algo. Se convirtieron en apalancamiento.
Un pliegue se formó entre sus cejas. —Sí.
—Jase, me había desvanecido en el aire, como tú. Quizás temían
que fueran los siguientes. ¿Alguna vez se le ocurrió que podrían ha-
ber desaparecido porque estaban tratando de mantener sus propios
cuellos a salvo?
—Me sucedió a mí. Pero, ¿dónde están ahora? Todos saben que
estás aquí y a salvo.
—No sé dónde están.
—Kazi—
—No lo sé, Jase. Lo juro.
Me estudió. Fuera lo que fuera lo que vio, tenía que ser verdad,
porque no sabía dónde estaban ahora. No exactamente. Supuse que
estaban en movimiento, probablemente de una ruina derrumbada a
otra en las afueras de la ciudad. Y cada vez que entraba en contacto
con ellas, debían permanecer fuera de la mira de los Ballengers. Pod-
rían estar dentro de Tor’s Watch, pero las necesitaba en el exterior y
no bajo escrutinio.
Finalmente, dejó atrás el tema de la falta de Rahtan y dijo que te-
níamos que ponernos al día con su familia. Comprobó mi cincha y
me entregó las riendas. Miró mis botas como si aún asimilara los
cambios; nuestros largos días de caminar descalzos juntos habían
terminado. —Ayer a esta hora—
—Lo sé —dije—. Todavía estábamos encadenados.
—Un día puede cambiarlo todo, ¿no?
—Menos de un día —respondí—. Un minuto libre puede enviar-
nos a toda velocidad por un nuevo camino y cambiar nuestras vidas.
Dio un paso más cerca. —¿Es eso lo que es tu vida ahora, Kazi? —
preguntó—. ¿Al revés?
Total y completamente, pero respondí como debía. —De ningún
modo. Soy una soldado que ahora es un huésped en una casa muy
cómoda, y hemos llegado a un acuerdo que será ventajoso para mi
reino, si planeas cumplir tu palabra.
El disgusto brilló en sus ojos ante el recordatorio de las reparaci-
ones y el reasentamiento de los Vendans. —Mi palabra es buena —
refunfuñó, y se subió a su caballo.
—No puedo prometer cuándo o si vendrá, ¿sabes?
Él asintió. —Lo sé. Pero haz hecho un esfuerzo de buena fe. No
podemos pedir más que eso.
Buena fe.
Deslicé mi pie en el estribo de Mije, me acomodé en la silla, luego
lo empujé hacia adelante con un toque de mi rodilla. La straza que se
había quedado atrás esperándonos nos siguió. Estábamos justo des-
pués de las puertas cuando Jase preguntó cómo había dormido anoc-
he. Charla cortés. Algo que supuse que la gente que vivía en casas
elegantes preguntaba a los huéspedes.
Supuse que se requería una respuesta cortés a pesar de que ape-
nas había dormido. No pude revelarle a Jase la razón por la que su
cómoda habitación no me dejaba descansar. Parecía que tener su her-
mosa cueva de cama no era su ciente después de todo. Todavía fal-
taba algo. Él. Se había convertido en un mal hábito. Demasiado rápi-
do, me acostumbré al peso de su brazo a mi alrededor, la sensación
de su pecho en mi espalda, sus susurros en mi oído mientras me dor-
mían. Cuéntame otro acertijo, Kazi… Si no fuera por sus libros, no me
habría quedado dormida en absoluto.
—Bien —respondí—, ¿y tú?
—Dormí bien. Fue bueno nalmente dormir en una cama blanda
en lugar de en un suelo duro.
No fue tan difícil. Lo recordé comentando sobre la hierba espesa o
los lechos de hojas que crujían debajo de nosotros. Entonces le había
gustado. Su respuesta me decepcionó extrañamente. Todo fue dej-
ado atrás tan rápidamente. Hojas. Césped. Nosotros. Y, sin embargo,
eso era exactamente con lo que había contado. Me había dicho una y
otra vez que pronto estaría detrás de nosotros, que todo lo que dij-
imos e hicimos estaba bien, porque era solo temporal. Fue nuestra
manera de sacarle el máximo partido. Mis propios sentimientos se
habían convertido en un enigma espinoso para el que no tenía respu-
esta.
El camino que atravesaba hacia adelante y hacia atrás hasta Hell’s
Mouth era empinado. No podía dejar que Mije se lanzara al galope
hasta que llegáramos al nivel del suelo, pero cuando nalmente le di
la ventaja libre, era un espectro negro que no estaba atado a esta tier-
ra, su paso era tan rápido y constante que se convirtió en un viento
oscuro que volaba hacia abajo. El camino y yo era parte de ese vien-
to. Jase trabajó para mantener el ritmo, y los golpes, el ruido, la tensi-
ón en mis muslos y pantorrillas mientras levantaba los estribos, el
golpe en mi corazón y mis huesos me hicieron sentir viva, y el mo-
mento fue todo lo que había, y las respuestas. a los acertijos fueron
olvidados en el rastro de polvo detrás de nosotros.
CAPÍTULO 24
KAZI

Tan pronto como llegamos a Hell’s Mouth, Vairlyn, Priya, Jalaine,


Nash y Lydia me llevaron rápidamente, una tropa entera de nosotros
dirigiéndonos hacia la modista.
—No la retengas mucho. —Nos había gritado Jase, una expresión
exasperada oscureciendo su rostro. Era obvio que esto no era parte
de su plan, pero aparentemente la madre y las hermanas del Patrei
podrían anular incluso a él en algunos asuntos.
Vairlyn dijo que lo mejor sería sacar la visita del camino a prime-
ra hora para que hubiera tiempo para que la modista hiciera algunas
modi caciones. Ella pensó que era necesario que yo tuviera algunas
ropas propias para mi estadía en Hell’s Mouth, en lugar de solo unas
prestadas. Tuve que estar de acuerdo, especialmente en lo que res-
pecta a la ropa interior. Le prometí devolverle el dinero, pero ella me
despidió diciendo que era lo mínimo que podía hacer después de
que ayudé a su hijo a escapar de los cazadores de mano de obra.
La culpa me atravesó. No tenía idea de que me había visto obliga-
da a ayudarlo y que mi intención era usarlo para mis propios nes.
Mis objetivos y lealtades no habían cambiado. Desde que la reina me
había pedido que encontrara a este fugitivo, había imaginado el gran
momento en que entregaría al esquivo traidor. Puedes hacer algunas
cosas bien. El momento había crecido en mis pensamientos. Se convir-
tió en un color que brillaba detrás de mis ojos, una puntada plateada
en una herida que cerraría un corte que había estado abierto durante
demasiado tiempo o una piedra dorada en una pared alta que nal-
mente borraría mis errores. Necesitaba creer que tal vez incluso una
pequeña tonta sin valor como yo podría hacer una diferencia que im-
portara en este mundo. Se convirtió en una necesidad profunda y me
preocupé, ¿y si el Capitán de la Guardia ya había desaparecido? ¿Y
si no estaba aquí en absoluto? A veces, las personas desaparecían y
no importaba cuánto quisieras encontrarlas, nunca las volvían a ver.
Resultaba inquietante verme atraída por su círculo familiar. Des-
de luego, era lo su cientemente buena para conversar, era una de las
herramientas de mi o cio. Cuando me vi obligada a contratar a un
comerciante en lugar de escabullirme con mis bienes robados, tuve
que redirigir sus pensamientos, dejarlos tan paralizados por algo
que no pudieran percibir nada más, como el cazador de mano de ob-
ra que estaba tan concentrado en la respuesta del acertijo que se le
olvidó de que incluso tenía las llaves a su lado.
Pero esto fue diferente. Se sentía mucho más íntimo, su charla, su
risa, los toques y empujones. No parecía correcto que estuviera en
medio de eso y, sin embargo, me intrigaba de la misma manera que
lo haría escuchar un idioma extranjero, tratando de entender los ma-
tices detrás de sus palabras. Me acercaron la tela a la cara y me pre-
guntaron qué pensaba. No lo sabía. Les dejé las decisiones a ellos.
La modista rápidamente tomó medidas y se eligieron las telas. La
única otra vez que me habían preparado ropa fue como una soldado
rahtan. No teníamos uniformes. Elegimos nuestra propia ropa y yo
elegí con cuidado. Extrañaba mis botas y la camisa que me había vis-
to obligada a destrozar para cruzar Bone Channel, pero sobre todo
extrañaba mi chaleco de cuero que los cazadores habían arrancado
de mi posesión mientras estaba inconsciente. No era exactamente co-
mo el anillo de Jase, pero era un símbolo de algo: el venerado than-
nis de Venda estaba graciosamente grabado en el cuero de bronce
profundo. Era la prenda de vestir más hermosa que jamás había teni-
do. Al crecer, solo había conocido capas de trapos que cubrían mi es-
palda, y tuve la suerte de tenerlos.
En poco tiempo, como prometí, me devolvieron a Jase y nuestra
gira por Hell’s Mouth continuó. Caminaba muy cerca de mí, su
hombro de vez en cuando rozaba el mío, su mano a veces en la parte
baja de mi espalda, dirigiéndome por una avenida u otra. Su proxi-
midad fue orquestada, una señal sutil para todos los que miraban y
una con rmación de que los rumores eran ciertos. Todo el mundo
podía ver claramente que, después de todo, era la soldado Rahtan de
Venda quien había terminado siendo arrestada por el encanto de los
Patrei.
Noté la tranquilidad de Jase cuando hablaba con la gente del pu-
eblo, cómo conocía los detalles de sus vidas y ellos conocían la suya,
cómo un viejo comerciante se pellizcaba la barbilla porque era uno
de los indomables Ballenger que ella había perseguido o castigado
varias veces.
—¿Así que tú también eras un problema cuando eras niño? —di-
je.
—Probablemente menos problemas que tú.
No le admití que probablemente tenía razón.
Pero incluso con el pellizco de su barbilla, el movimiento jugu-
etón de un dedo o el alboroto del cabello, para lo cual era demasiado
mayor, pero soportaba con una sonrisa forzada, también había un
respeto innegable por su posición. Patrei, es bueno verte. Patrei, prueba
mi srynka en polvo. Patrei, conoce a mi nuevo hijo y un bebé sería empuj-
ado a los brazos de Jase. Era nueva en esta parte de su papel y, con
torpeza, sostenía al niño que lloraba, le besaba la frente obediente-
mente y se lo devolvía. Aprendí que era una costumbre aquí que los
Patrei se comprometieran a proteger y cuidar a todos los niños de la
ciudad, de la misma manera que lo había hecho el primer líder Bal-
lenger.
Había visto a los comerciantes y ciudadanos de Sanctum City
complacer nerviosamente al Komizar cuando caminaba por las est-
rechas callejuelas de Venda. Lo que vi aquí no fue miedo, excepto cu-
ando hablaron de problemas recientes. Después de mencionar la re-
ciente serie de incendios, un empleado de una tienda dijo que había
escuchado rumores de redadas de caravanas y se preguntaba sobre
el ujo de suministros a la ciudad. Jase le aseguró que solo eran in-
formes falsos y nada más. Todo estaba bien y bajo control.
Estudié todas las avenidas por las que pasamos por costumbre.
Nunca sabías cuándo uno de ellos podría convertirse en una ruta de
escape. También escaneé las sombras en busca de Wren y Synové.
—Podrías intentar sonreír de vez en cuando —dijo Jase, asintien-
do en respuesta a alguien con quien acabábamos de pasar.
—Por supuesto —respondí—. Pero me temo que eso te costará,
Jase Ballenger. Todo tiene un precio, ¿sabes? El asentamiento de
Vendan podría usar algunos cuernos cortos más. ¿O quizás un sóta-
no? ¿Te gusta cavar, Patrei?
—Me temo que al nal del día me costará mucho más que un só-
tano.
Sonreí, amplia y deliberada. —Tú puedes contar con él. Profundi-
za en tus bolsillos. Tengo muchas más de estas sonrisas para lanzar.
Su mano se deslizó alrededor de mi cintura, atrayéndome más
cerca, y mi pulso se aceleró en un latido desigual cuando sus labios
rozaron mi oreja. —Ten cuidado —susurró—, yo también podría
costarte algo.
Un aliento saltó a través de mi pecho. Tu ya lo tienes. Más de lo que
sabes.
La verdad era que era fácil sonreír y era más difícil no hacerlo.
Bebí los olores, las vistas y los sonidos de la ciudad como si me hubi-
eran ofrecido un dulce néctar. Si el viaje enérgico me había hecho
sentir viva y por encima de este mundo, las calles aquí me hicieron
sentir con los pies en la tierra. Estaban ocupados y familiares.
Jase me contó la historia de los tembris, los grandes árboles que no
se parecían a ninguno que yo había visto. La leyenda dice que brota-
ron de una estrella rota que cayó en picada a la tierra durante la de-
vastación. Las estrellas llevaban magia de otro mundo, razón por la
cual los árboles se volvieron hacia los cielos. Era una gran historia de
Ballenger que casi podía creer, y me encantaba que los árboles gigan-
tes crearan un laberinto de sombras que hacía que la ciudad parpa-
deara con magia. Cada rincón cobró vida, siempre cambiante, esti-
mulante, y también memoricé estos detalles. La atención al detalle
era otro tipo de magia. Me había ayudado a sobrevivir en las calles
de Venda, y mientras caminaba, escuché a un fantasma familiar que
me daba clases particulares, mira, mi chiadrah.
Mi amado.
Mi todo.
Chiadrah, el nombre canturreo que me llamaba tan a menudo co-
mo Kazi. Yo había sido su mundo. Mire y encontrará la magia.
Había sido su lección para mí después de escuchar a otros niños
hablar sobre el gran regalo de lady Venda. Dijeron que su vista má-
gica que ayudó a los primeros Vendans era de un tiempo pasado. Di-
jeron que los dioses nos habían abandonado y que ahora la magia es-
taba muerta.
Mi madre negó con la cabeza con furia, negándolo. Hay magia en
todo, solo tú debes vigilarla. No proviene de hechizos ni pociones ni del ci-
elo, ni por entrega especial de los dioses. Está a tu alrededor.
Ella tomó mis manos temblorosas y las apretó entre las suyas.
Debes encontrar la magia que calienta tu piel en invierno, la magia que
percibe lo que no se ve, la magia que se encrespa en tus entrañas con feroz
poder y no te dejará rendirte, no importa cuán largos o fríos sean los días.
Me había llevado a la jehendra y me dijo que mirara con atención.
Escucha el idioma que no se habla, Kazi, las respiraciones, las pausas,
los puños, las miradas vacías, los tics y las lágrimas, porque todos pueden
escuchar las palabras habladas, pero solo unos pocos pueden escuchar el co-
razón que late detrás de ellos.
Al igual que los deseos, mi madre no me permitía que dejara de
creer en la magia, la esperanza que contenía. Ella fue quien me ense-
ñó a discernir de un vistazo el peligro o la oportunidad que no solo
estaba en mi camino, sino mucho más allá. Casi se convirtió en un ju-
ego. ¿Dónde está la ira? ¿Sientes el aire? ¿Quién viene? Cada día, me
hacía ver de una manera más profunda, como si supiera que un día
no estaría ahí para mí, como si supiera que algo tan precioso como
su amor por mí no pasaría desapercibido para los dioses, y ellos lo
harían. Arrebatársela como un mercader celoso.
Pide un deseo, Kazi, uno para mañana, para el día siguiente y el sigui-
ente. Uno siempre se hará realidad.
Porque si pudiera creer en el mañana o en el día siguiente, tal vez
eso le diera tiempo a la magia para hacerse realidad. O mejor, tal vez
para entonces no necesitaría la magia en absoluto.
—Por aquí —dijo Jase, guiándome por otra avenida. Le vi mirar a
unos hombres al nal de la calle. Su comportamiento cambió y su
ritmo se hizo más lento. Pregunté quiénes eran.
—Truko y Rybart, líderes de otras ligas —dijo que controlaban el
comercio en ciudades más pequeñas en regiones distantes y que na-
da les encantaría más que controlar Hell’s Mouth. Todos querían
una mayor parte del poder de Ballenger, si no todo. Eso los hizo sos-
pechar de los incendios y la aparición de cazadores de mano de obra,
pero trajeron negocios a la arena. Creó un difícil sentido de asociaci-
ón, siempre que todos recordaran su lugar.
—¿Como Paxton? ¿Qué pasó entre su rama de la familia y la tu-
ya?
Siseó un suspiro de disgusto. —Demasiados encuentros para con-
tar —explicó que comenzó hace tres generaciones. El control de
Hell’s Mouth había caído de las manos de Ballenger varias veces en
su historia, pero nunca por mucho tiempo. Más recientemente fue
cuando el bisabuelo de Paxton lo vendió por un puñado de monedas
en un juego de cartas borracho con un granjero de Parsuss que se
alojaba en la posada. Resultó que el granjero era el rey de Eislandia.
Boca del In erno era pequeña y aislada, y el rey no tenía ningún in-
terés en ella, salvo cobrar un impuesto. Las fronteras del reino se
volvieron a dibujar, llegando a lo alto para incluir Hell’s Mouth, lo
que explica el extraño reino en forma de lágrima. Todas las ofertas
para recomprarlo fueron rechazadas, pero aún se dejó a los Ballen-
gers mantener el orden. Después de esto, el bisabuelo de Jase tomó el
control de Tor’s Watch y desterró a su hermano mayor, que se había
ido de la ciudad al juego. El hermano se fue al sur, se puso sobrio, y
él y ahora su engendro habían planeado recuperar el control de Tor’s
Watch desde entonces.
—¿Entonces Gunner o Titus podrían expulsarte?
—Si hice algo lo su cientemente estúpido. O Priya o Jalaine. Inc-
luso Nash o Lydia para el caso. Y así debería ser. No se trata de un
solo Patrei, sino de la familia y aquellos a quienes debemos lealtad.
Cuando juras protección, no vas a apostar por otra ronda de tragos.
—Ustedes Ballengers guardan rencor durante mucho tiempo.
¿Nunca perdonan?
—Así como los dioses nos dieron misericordia, nosotros también.
Una vez. Conviértanos en tontos por segunda vez y pagas.
Por paga, no pensé que se refería a una multa.
—¿Qué pasa con la arena que has mencionado? ¿Eso también for-
ma parte de Eislandia?
—No —respondió enfáticamente. Dijo que la arena estaba ubica-
da debajo de Tor’s Watch en su lado occidental. Comenzó hace siglos
en las ruinas de un enorme complejo donde los Antiguos habían ce-
lebrado partidos deportivos. La familia lo había reparado y ampli-
ado a lo largo de los años, y más aún desde que se establecieron los
nuevos tratados y el comercio había aumentado. Lo que solía ser un
lugar solo para agricultores ahora era un sitio principal de comercio
de mercancías de todo tipo, y también para negociaciones y futuros
acuerdos. Se proporcionaron habitaciones de lujo a los embajadores,
los agricultores acomodados, cualquiera que pudiera pagar el precio.
Cuatro de los Reinos Menores tenían apartamentos permanentes allí,
y más mostraban interés.
—¿Qué hay de esos dos? —pregunté, señalando con la cabeza a
Truko y Rybart, que estaban casi sobre nosotros.
—No hay apartamentos, pero tienen espacio en el piso de la are-
na como otros comerciantes.
Los dos líderes de la liga nos miraron brevemente al pasar. Mi-
entras que otros con los que nos habíamos encontrado habían ofreci-
do sus condolencias a los Patrei, estos líderes de la liga solo le devol-
vieron un gesto rígido pero respetuoso a Jase y continuaron su cami-
no.
Doblamos otra esquina, que nos llevó a la amplia plaza en el cent-
ro del pueblo. A pesar de todos los asentimientos, sonrisas y pasos
lentos y tranquilos de Jase, la tensión que se apoderaba de la ciudad
era más notable aquí. Los vagones se detuvieron sin previo aviso, se
inspeccionaron y se tiraron las lonas. Quizás los ciudadanos pensa-
ron que se había robado algo porque las noticias sobre los cazadores
de mano de obra parecían haber sido efectivamente anuladas. Hasta
donde yo sabía, ninguno de los vagones había revelado nada sospec-
hoso, pero vi que los ojos de Jase se volvían agudos cada vez que
uno pasaba pesadamente, como si estuviera memorizando cada rost-
ro desconocido.
Además de la straza que caminaba delante y detrás de nosotros,
los guardias vigilaban las pasarelas elevadas que conectaban los tem-
bris. Más guardias estaban en las esquinas. No había nada que los
distinguiera de los demás en la ciudad, pero vi las miradas de comp-
licidad entre ellos y Jase cuando pasamos. Estaban esperando que es-
tallara una guerra, o tal vez esta era su forma de asegurarse de que
no sucediera.
Estábamos acercándonos al templo cuando Jase refunfuñó en voz
baja. Paxton se estaba acercando a nosotros. Varios hombres grandes
y bien armados caminaban detrás de él. Hoy, Jase también estaba ar-
mado. Una daga de un lado y su espada del otro. Todavía no lo ha-
bía visto usar ninguna de las armas, solo su puño en la garganta del
cazador, que había resultado mortal. Me pregunté sobre su habilidad
con estas otras armas.
Solo tenía el cuchillo pequeño en mi bota, pero como Natiya me
enseñó, un cuchillo pequeño y bien clavado era tan letal para un co-
razón como uno grande, y mucho más fácil de ocultar. El aire cam-
bió a algo más mortal cuando los dos primos se miraron. Inspeccioné
a los hombres detrás de Paxton, ya eligiendo cuál derribar primero si
las circunstancias empeoraban.
—Es bueno verte por ahí, primo —llamó Paxton.
—¿Sigues en la ciudad? —respondió Jase, como si hubiera visto
algo maloliente en la suela de su bota que no podía despegar.
Paxton se detuvo frente a nosotros y, aunque hoy su vestido era
más informal, todavía estaba impecablemente arreglado, su camisa
blanca y pantalones color canela sin arrugas, su rostro brillando con
un afeitado apurado. —Tengo una caravana en camino a la arena —
dijo—. Pensé que sería mejor quedarme y arreglar algunas cosas yo
mismo.
—¿Entonces no se puede con ar en tu vendedor ambulante?
—He contratado a uno nuevo. Lo estoy interrumpiendo. Y los ti-
empos han cambiado.
—No tanto como podrías pensar, primo.
Paxton volvió su atención hacia mí. —Es un placer verte de nu-
evo, perdóname, me temo que no escuché tu nombre ayer.
Con los rumores que volaban por la ciudad, estaba segura de que
él lo sabía, pero jugué su juego de todos modos, esperando que se
moviera rápidamente. Acababa de ver algo que me interesaba muc-
ho más que el grosero primo de Jase, algo que había estado buscan-
do toda la mañana, Wren y Synové. Esperaron en las sombras de los
tembris al otro lado de la plaza, sus ropas rahtanes cambiadas por
ropas con sabor local. Grandes sombreros ensombrecían sus rostros.
—Kazi de Brightmist —respondí.
Paxton se acercó para tomar mi mano a modo de saludo, Jase y
los straza se movieron imperceptiblemente, sus manos un poco más
cerca de sus armas, haciéndome volver a preguntarme sobre la mala
sangre entre los Ballengers y la rama de la familia de Paxton. Esto no
era solo un viejo rencor. ¿Cuáles fueron esos encontronazos que ha-
bía mencionado Jase? Era desconcertante que todavía estuvieran ob-
ligados a hacer negocios juntos, pero supuse que se podían tolerar
muchas cosas en nombre del bene cio. Paxton me apretó los dedos y
me besó el dorso de la mano, lo que me pareció una costumbre de-
masiado familiar. Aparté mi mano.
—Bienvenida a la familia —dijo y miró a Jase—. Ella es bastante
encantadora. Siento haberme perdido la boda. Yo—
—No ha habido boda —le corregí.
—¿Qué? ¿Aún no hay boda? Ayer tuve la impresión de que… —
desechó su pensamiento con un gesto de la mano y luego preguntó
—. ¿Qué están esperando ustedes dos? El templo está justo aquí. —
Su teatro era enloquecedor y deseaba que siguiera adelante con su
punto, pero no estaba segura de que tuviera uno. Tal vez simplemen-
te molestar a Jase era su objetivo—. Oh, es la reina, ¿no? ¿Esperando
su inminente llegada?
—Sí —respondí—. La reina es mi soberana. Soy una soldado de
su ejército y necesito su bendición.
Paxton sonrió, sus ojos vagaron tranquilamente sobre mí. —Por
tu bien, Jase, espero que la reina venga pronto, o alguien podría ve-
nir a robar tu premio.
Por la forma en que lo dijo, supe que consideraba a un soldado de
Vendan cualquier cosa menos un premio, pero llevó la paciencia de
Jase al límite. —Sigue adelante —ordenó Jase—. Hemos terminado
aquí.
El estado de ánimo cambió en un instante y la actitud frívola de
Paxton se desvaneció. Esta no era una orden de un primo a otro, sino
de Patrei a un subordinado, y atravesó el aire con tanta amenaza co-
mo una espada. No había duda de que una palabra más de Paxton y
Jase haría algo desagradable. Paxton se puso rígido, su orgullo Bal-
lenger era evidente, pero no era estúpido. Se fue en silencio sin des-
pedirse, su tripulación lo siguió de cerca.
Los ojos de Jase permanecieron jos en ellos mientras se alejaban,
una vena en su sien levantada y caliente.
—¿No hay nada que no puedas robar, Jase Ballenger?
Me miro confundido.
—¿Superar? —dije, tratando de pinchar su memoria—. ¿Mi frase
para ti? Al menos no amenazó con cortarle el bonito cuello. ¿O tal
vez solo lo dijiste porque te dejaste llevar por un momento nostálgi-
co?
Un brillo iluminó sus ojos, el calor reemplazó la rabia que había
estado allí segundos atrás. —Supongo que tus palabras me quedan
bien. ¿Pedirlos prestados me costará algo más?
Su mirada se posó en mí, tocándome de manera íntima. Necesita-
ba levantar la pared entre nosotros, pero en cambio mi sangre se ace-
leró. Respiré temblorosamente. —No esta vez —contesté—. Considé-
ralo un regalo.
Sus labios apenas se habían abierto, una respuesta inminente, cu-
ando su atención fue desviada por Priya y Mason, interrumpiendo
su nombre mientras se reían y caminaban hacia nosotros, hablando
de que la hora era pasada del mediodía, el sol ardiente, una taberna
fresca, un cerveza fría, venado asado y no escuché qué más. El tiem-
po lo era todo, y el de ellos era perfecto. El ruido se elevó, las somb-
ras se arremolinaron, la sombra moteada del sol se balanceó con la
brisa, y los brazos de la ciudad se extendieron para alejarme.
E incluso los ojos que nos habían estado observando en silencio
desde lejos estaban desconcertados cuando desaparecí.

Wren tenía la intención de estar enojada. Lo vi en sus ojos, pero


una vez que estuvimos lejos de todos los demás, en un pequeño cal-
lejón tranquilo, dejó escapar un suspiro de alivio feroz y me abrazó.
Los abrazos eran raros por parte de Wren. De hecho, la única vez
que pude recordar una fue cuando me abrazó después de que su fa-
milia murió.
—Por los dioses, ¿dónde has estado? —preguntó ella, con la cara
enrojecida por el calor.
—No perdiste la fe en mí, ¿verdad?
Los ojos de Synové se entrecerraron en las sombras de su sombre-
ro, su hielo azul chispeó, una sonrisa maliciosa curvó su boca. —¿A
quién le importa dónde ha estado? ¿Qué ha estado haciendo ella? Di-
nos todo.
Les hablé de los cazadores de mano de obra y de nuestra fuga, y
de la cadena que nos mantenía unidos. Me salté las partes de nuestro
viaje que sabía que Synové estaba esperando. —Pero la mejor parte
es que ahora estoy dentro de Tor’s Watch y tengo una razón para qu-
edarme un rato —expliqué más sobre la carta a la reina y las condici-
ones que había establecido—. Mi pequeño acuerdo comercial con los
Patrei no solo me dará acceso y tiempo para registrar el complejo, si-
no que también proporcionará reparaciones a los colonos en el pro-
ceso. Van a recuperar todo lo que perdieron. —Me miraron, sin pare-
cer tan complacidas como esperaba—. Realmente no podría haber
funcionado mejor —agregué—. ¿Alguna señal de Natiya todavía?
—Espera un minuto —se resistió Synové—. ¿Crees que te vamos
a dejar pasar el tema principal? Él. Ambos estaban buscando sangre
la última vez que los vimos, pero justo ahora, las chispas que vola-
ban entre ustedes dos podrían haber chamuscado mi cabello. ¿Qué
está pasando?
Miré a Wren en busca de ayuda. Ella se encogió de hombros. Bien
podría decirnos. —Sabes que ella no se detendrá.
Le confesé que hubo un momento o dos entre nosotros cuando
estábamos en el desierto, pero ahora todo había terminado.
Synové resopló. —Tan terminado como el rencor de un anciano.
¿Lo has hecho? Tú sabes, eso.
—¡No!
—No seas tan susceptible, Kazi. Cualquier cosa que tuvieras que
hacer para ocupar tu tiempo está bien para mí. Y se limpia bien. Su
amigo también. Ese alto, moreno y guapo. ¿Cuál es su nombre?
La miré con incredulidad.
—Sólo estoy jugando contigo —dijo y empujó mi hombro—. Más
o menos. —Se apoyó contra la pared de la tienda detrás de la que
nos escondíamos y se cruzó de brazos, lista para ponerse manos a la
obra—. No hay señales de Natiya y Eben todavía. Los hemos estado
esperando en la ciudad. Nada.
Fue una preocupación. No era propio de Natiya llegar tarde, pero
nuestro plan tenía cojines para lo inesperado, como el clima o los ca-
ballos cojos. Discutimos las posibilidades, incluso bandidos en la car-
retera, pero entre Eben y Natiya, estábamos seguras de que los ban-
didos estarían en el lado perdedor de cualquier encuentro. Eben ha-
bía sido entrenado para convertirse en el próximo Asesino de Venda,
pero después de la guerra esa posición fue eliminada. La reina de-
saprobaba los asesinatos sigilosos, especialmente porque ella misma
había escapado por poco de uno. Pero sus habilidades seguían ahí.
Su dominio de un cuchillo fue impresionante.
—Sabemos que aparecerán —dijo Wren—. Simplemente se retra-
san por una buena razón. Eso nos dará mucho tiempo para perma-
necer ocultas, como ella ordenó.
—Y que extraigas todo lo que puedas de los Ballengers para el
asentamiento —agregó Synové.
Sonreí. —Sí, eso.
La ceja de Wren se arqueó con escepticismo. —¿De verdad crees
que mantendrán su palabra?
Jase detestaba la idea. Sus hermanos estaban furiosos. Pero sí, cre-
ía que cumplirían su palabra, ese alto orgullo de Ballenger. Era una
transacción comercial que habían acordado. —No solo mantendrán
su palabra, están haciendo el trabajo ellos mismos. Todo era parte de
nuestro trato. Los Ballengers estarán cavando postes de cerca.
Wren sonrió. —Eres malvada —dijo—. Podrías robarle la nariz a
un hombre y él no sabría que se había ido durante una semana.
—Es genial, lo admito —dijo Synové—. Incluso Natiya esbozaría
una sonrisa de satisfacción ante eso. ¿Alguna señal de nuestro homb-
re todavía?
Nuestro hombre. La razón por la que estuvimos aquí. Escuché la
tensión en su voz.
Sacudí la cabeza y le expliqué que era un complejo grande y ex-
tenso con varias casas y o cinas que eran tan grandes como palacios.
—Y también está el túnel, aunque no estoy segura de que conduzca a
mucho. Buscar todo va a llevar un tiempo, además, hay mucha gente
que trabaja allí que yo…
—¡Y perros! —Wren intervino—. ¡Tienen perros locos! ¿Sabías?
¡Docenas de ellos!
Docenas. Solo había visto dos. Hacerme amiga de tantos podría
ser un desafío mayor de lo que pensaba. Wren dijo que sus esfuerzos
por buscarme dentro de las paredes de Tor’s Watch fueron frustra-
dos por las desagradables bestias.
—Unas pocas echas podrían haberlos derribado —respondió
Synové.
Wren frunció el ceño. —Y una docena de perros muertos podrían
despertar las sospechas de los guardias.
Synové se encogió de hombros. —Podría haberlos derribado tam-
bién.
—Y matar a todos los que estaban a la vista podría ir en contra de
las órdenes de la reina —le recordé.
Synové lo sabía. Se nos ordenó no matar a nadie para atrapar nu-
estro juego, a menos que nuestras propias vidas estuvieran amena-
zadas. Todavía había algo de descon anza en lo que respecta a Ven-
da; no debíamos empeorar las cosas para los vendanos que intenta-
ban establecerse en nuevas áreas. Consíguelo y sal. Esa era nuestra ta-
rea, y eso era todo. Como arrancar una manzana podrida de una ca-
ja.
Les dije que también tuvimos el mal momento de caer en el me-
dio de una guerra de poder generada por la muerte de Karsen Bal-
lenger. Otras facciones querían el control de Hell’s Mouth y sus riqu-
ezas. —Y estas otras facciones fueron las que enviaron a los cazado-
res de mano de obra. Les pagaron por adelantado sin otra expectati-
va que asustar a la ciudadanía y crear una especie de motín para ga-
nar el control. Podría ser que ellos también fueran los que realmente
atacaron y quemaron el asentamiento de Vendan.
—No —argumentó Wren—. Caemus dijo…
—Caemus dijo que los Ballengers tomaron un cuerno corto como
pago. Eso es todo.
—Eso es su ciente. Todavía es un robo.
—No estoy en desacuerdo con eso, pero estaba demasiado oscuro
para ver quién atacó y saqueó el asentamiento esa noche. Tal vez al-
guien más esté tratando de provocar la ira de la reina de Vendan.
Jase niega que hayan sido ellos.
—¿Y le crees?
Me encogí de hombros. —Es posible.
Wren y Synové intercambiaron una larga mirada de complicidad.
—Sé lo que estás pensando, pero…
—Te ha engañado, Kaz —gimió Wren—. Tú de todas las perso-
nas. No puedo creer que te hayas enamorado de…
—No me he enamorado de nadie, Wren. Solo quiero que sepas
que hay otros riesgos aquí además de los Ballengers, y debemos te-
ner cuidado con ellos. Alguien también ha estado provocando incen-
dios. Seis hasta ahora. ¿Has visto algo?
—Pusimos uno de ellos —respondió Wren.
—Quizás dos —agregó Synové.
—¿Tú qué?
—¡No tuve elección! —ella dijo—. Era la mitad de la noche y to-
davía estábamos escondidas de esquina en esquina tratando de salir
de la ciudad. Disparé una echa encendida a una lámpara de aceite
y otra a una pila de leña. Tuve que crear una distracción para poder
sacar a nuestros caballos de la librea. ¿Sabes que ese bastardo amo
del establo robó nuestras sillas y equipo?
Queridos dioses, si Jase se entera de que han provocado incluso uno de
esos incendios…
—¿Quemaste una casa? —pregunté, temiendo escuchar la respu-
esta.
—Una pila de leña, Kazi. Y un carro de heno. ¿Por qué estás tan
nerviosa?
—Porque los Ballengers están nerviosos y decididos a encontrar
quién está atacando la ciudad. No quiero que te mezcles en esa batal-
la —pensé en las orejas cortadas—. Ellos no lo entenderían y podría
ponerse feo.
—Nadie sabe que estamos aquí.
Todavía. Jase memorizó detalles. Sus ropas y sombreros cambi-
ados no los esconderían por mucho tiempo. Necesitaban algo más
permanente para protegerlas. Necesitaban la palabra de Jase.
CAPÍTULO 25
JASE

—¿Dónde está ella?


Solo me había dado la espalda durante unos segundos. Ella había
estado a mi lado. Drake y Tiago dieron un salto, la vergüenza inun-
dó sus rostros, sus ojos se dispararon a través de la plaza, por las
avenidas, preguntándose cómo pudo haber desaparecido tan rápido.
Ella se fue.
No pensé que alguien podría haberla llevado. Ella se había ido
porque quería.
Examiné la plaza en busca de Yursan y lo vi fuera del pub. Él se
encogió de hombros. Él también la había perdido. Pero no había ni
rastro de Garvin, lo cual era un buen presagio. Nos trasladamos al
centro de la plaza, mirándolo, esperando.
Y luego sonó un silbato.
Su señal.

—Hola, Kazi.
Caminaba por el malecón frente al boticario cuando la intercepté.
—¿A dónde te apresuraste?
Sus pasos vacilaron, luego se detuvieron. —¿Yo? —respondió ella
inocentemente—. No corrí a ningún lado. Solo estaba contemplando
las vistas. Supongo que debí haberme perdido.
—¿Conocer amigos?
Se giró y vio a sus cohortes al nal de la caminata. Mason sostuvo
por el brazo a la que tenía largas trenzas rojas. Samuel y Aram esta-
ban a ambos lados del otro. El resto de nuestro equipo estaba detrás
de ellos, incluido Garvin, que había hecho bien su trabajo. No habría
más escapatorias. Sus compañeras soldados habían estado aquí todo
el tiempo y estaba seguro de que Kazi lo sabía.
Ella me miró, sus ojos se redujeron a rendijas. Su lengua se desli-
zó lentamente sobre sus dientes y luego caminó hacia mí. —Mira,
Jase —dijo, palmeando la pared—. El lugar de nuestro primer encu-
entro. Apuesto a que esto no es un accidente, ¿verdad?
Miré el cartel de boticario sobre nuestras cabezas, sorprendido. —
En realidad, lo es.
Se acercó y sus manos se deslizaron hacia arriba alrededor de mi
cuello, su rostro acercándose, sus labios a centímetros de los míos.
Fue un momento inusual para un abrazo. No me lo esperaba, pero
tampoco me opuse. Mis brazos se deslizaron alrededor de su cintura
y la acerqué más.
Su mejilla tocó la mía. —Piensa de nuevo —susurró en mi oído—.
Esto no es un accidente. Yo te llevé hasta aquí. Este es un gran mo-
mento que te estoy ofreciendo, si haces lo correcto. Imagínate, la bo-
cona Rahtan cautivada por su encanto y liderazgo mientras todos
miran, jugando con su cabello, riendo, sonriendo, tal vez incluso be-
sándolo. Qué manera tan perfecta de borrar la impactante imagen de
mí golpeándote contra esta misma pared y poniéndote un cuchillo
en la garganta. Todos tendrían una nueva imagen para recordar y
susurrar. Cimentaría su a rmación de que yo y la reina estamos de
su lado.
Ella sonrió, sus dedos jugando con mi cabello como acababa de
describir, jugando con un mechón sobre mi ojo. —Suéltalas —ordenó
en voz baja—. Ahora.
Sin duda, todos los que estaban mirando estaban imaginando
una conversación muy diferente detrás de nuestros susurros. —Man-
tén tu palabra y nuestro acuerdo —dijo—, y reconoce a Wren y
Synové como invitadas de los Ballengers, libres de entrar y salir cu-
ando quieran. De hecho, pre eren quedarse aquí en la ciudad. Estoy
segura de que puedes ponerlas en una de tus posadas. Gratis. No se
hicieron preguntas. Y conservan sus armas.
—¿Y si no lo hago?
—La alternativa es que te golpee contra esta pared de nuevo y ha-
ga permanente la imagen del Patrei de rodillas —ella se encogió de
hombros—. Imagino que eso solo aumentaría tus problemas. Incluso
podría estar escrito en tus libros de historia. La caída de los Ballen-
gers.
—¿Entonces este es otro de tus esquemas de chantaje?
—Una propuesta comercial.
Me reí y apreté mi agarre en su espalda, apretándola contra mí.
—¿Tú? ¿Derribarme de nuevo? Las cosas han cambiado un poco des-
de la última vez.
—¿Eso crees? Ni siquiera conoces la mitad de mis trucos todavía.
¿De verdad quieres arriesgarte? Todo el mundo está mirando. Creo
que incluso vi a Paxton al otro lado del camino.
—¿Por qué estás haciendo esto?
—Te estoy ayudando, Jase. Te estoy dando la oportunidad de ha-
cer lo correcto. Mis amigas no son tu problema. Déjalas ir.
—No necesito un forastero, mucho menos un Vendan que me di-
ga lo que debo hacer.
—Quizá sí. Me prometiste que nunca les harías daño. Retenerlas
contra su voluntad cuando no han hecho nada es un daño. ¿Tu pa-
labra no signi ca nada?
Ninguno de los dos sonreía ahora.
—Esta noche se planea una gran cena en los jardines para famili-
ares y amigos. Sería mejor si tus amigas vinieran tranquilamente con
nosotros. Como nuestras nuevas huéspedes, su ausencia sería sos-
pechosa e insultante.
Ella puso los ojos en blanco. —¿Hay algo que los Ballengers no
encuentren insultante?
—Mucho. Es solo que ustedes, los Vendans, son tan hábiles para
lanzar insultos.
—Multa. Vendrán a tu pequeña esta, pero son libres de irse cu-
ando termine.
Su mirada era rme, implacable.
Rahtan como invitados y en posesión de sus armas, que incluían
carcaj de echas, cuando todavía no sabíamos quién había iniciado
los incendios.
La mirada de Kazi sostenía, sin parpadear como una estatua, su
lealtad hacia ellas era feroz. Finalmente aparté la mirada y llamé a
Samuel. —Muestra a nuestras huéspedes el Ballenger Inn. Asegúrate
de que tengan las mejores habitaciones y todo lo que necesitan.
Su dedo empujó suavemente mi mandíbula, volviendo mi atenci-
ón hacia ella. —Una última cosa, Patrei. No más guardias. Llámalos a
ambos. Soy tu invitada de honor con quien tienes un acuerdo. O no
lo soy.
¿Cómo lo supo? El señuelo, entendí, pero Garvin era casi invisib-
le.
—No más guardias —estuve de acuerdo, y acerqué mi boca a la
de ella antes de que pudiera decir una cosa más. Terminé con las
condiciones.
Pensé que el beso sería incómodo, tenso, pero ella se relajó en mis
brazos, creando el espectáculo que prometió. La presioné contra la
pared, la imagen que ardería en la memoria de todos y borraría la úl-
tima, pero esa fue la última del espectáculo, al menos para mí. Sentí
su lengua en la mía, el calor de sus labios, respiré el aroma de su piel
y cabello, y estábamos en el desierto de nuevo, y nada más importa-
ba.

Nos sentamos en un rincón oscuro de la taberna bebiendo una


cerveza fría. Priya se abanicó con un menú hecho jirones y Mason,
distraídamente, hizo girar una cuchara sobre la mesa. Después de
ver a Wren y Synové escoltadas a la posada, Kazi había regresado a
Tor’s Watch con Jalaine y mi madre.
—Ella te descubrió —le dije.
Garvin bebió los últimos sorbos de cerveza. —No. Ella nunca mi-
ró en mi dirección —respondió—. Pero cuando la detuviste afuera
de la botica, ella me vio entre la multitud.
—¿Ella te había visto antes?
Se mordió la comisura del labio, aun masticando algún recuerdo.
—No la reconocí cuando Mason me la señaló por primera vez. Esta-
ba demasiado lejos. Pero al verla de cerca, la reconocí de alguna ma-
nera, de algún lugar, pero no estoy seguro de dónde. —Me dijo que
cuando solía manejar carros, a veces iba a Venda, sobre todo para el
Komizar, a veces para los comerciantes de la jehendra, pero la última
vez que estuvo allí fue hace unos siete años—. ¿Qué edad tiene ella?
—De diecisiete.
Se frotó la mejilla erizada, tratando de recordar dónde la había
visto. —Eso la convertiría en una niña la última vez que la vi. ¿Y su
nombre?
—Solo Kazi. Sin apellido. Pero ella se llama Kazi de Brightmist.
Supongo que ese es el…
—Es uno de los barrios más pobres de Sanctum City. Bueno, la
verdad es que todos son pobres, pero Brightmist es especialmente
malo. No dejes que el nombre te engañe. No tiene nada de brillante.
Nunca vendí ningún producto allí. Nadie en esas partes tiene dos
monedas para frotar. Sin embargo, su nombre no suena familiar.
—Debe haber algunas familias acomodadas. Dijo que su padre es
gobernador y su madre, general.
Se encogió de hombros, dubitativo. —Es posible, supongo.
Le pregunté por qué un niño de diez años entre miles se destaca-
ría por él. Sacudió la cabeza. —No lo sé. Pero la colocaré eventual-
mente. Los rostros son en lo que soy bueno, incluso si ella era solo
una niña en ese momento.
—Siete años, siete pulgadas y —Priya hizo un gesto hacia su pec-
ho— muchas curvas nuevas tienden a transformar a una niña.
Garvin asintió con la cabeza. —Pero los ojos, esos no cambian. Al-
go en el suyo se pega. El fuego en ellos. Esa chica ha quemado gente
—apartó la silla de la mesa—. Te veré esta noche. Tal vez para enton-
ces ya lo tenga. —Se quitó el sombrero y se fue.
Priya hizo círculos con su dedo en el aire hacia el barman para ot-
ra ronda de cerveza y luego se inclinó hacia adelante con una mirada
de advertencia a Mason, aplaudiendo con la mano sobre la cuchara
que él seguía girando para mantenerlo callado. Ella me miró. —Has-
ta su pequeña desaparición, le fue bien hoy. Seguíamos tu rastro y
todos con los que hablamos la mencionaron. ¿Aparentemente sacó
una moneda de la oreja de la hija del panadero? Ambos quedaron
impresionados.
Me reí. —Sí, yo también. La niña tropezó y estaba llorando por
una rodilla raspada, pero Kazi pudo cautivarla con una moneda bril-
lante que mágicamente encontró escondida en su oído. Las lágrimas
fueron olvidadas. —Pensé en cómo Kazi no dudó, cómo se despojó
de su exterior duro y se arrodilló al nivel de los ojos de la chica. La
bondad era un valor predeterminado para Kazi, incluso si no lo ad-
mitiera, especialmente cuando se trataba de niños.
—Bueno, Nash y Lydia piensan que es mejor que una bagatela de
vacaciones. Todo lo que escuché esta mañana fue Kazi esto y Kazi
aquello. Cuando fuimos al sastre hoy, ella hizo malabarismos con
dedales de bronce para ellos y les dio una lección sobre cómo hacerlo
también. Prepárate para algunos platos rotos en casa —sus ojos se
abrieron de repente—. Y hablando de platos, ¿contrató a un cocine-
ro? ¿Qué estabas pensando? La tía Dolise estaba refunfuñando esta
mañana. Ese es su dominio, ¿sabes?
—¿El Patrei no puede contratar a un cocinero? Necesitábamos ot-
ro. Ella siempre se queja de eso también. Hay mucha gente a la que
alimentar en Tor’s Watch, no solo a la familia. Yo estaba allí justo cu-
ando los guardias de la puerta estaban rechazando a una cocinera es-
ta mañana: una mujer vagabunda que buscaba trabajo, junto con su
esposo. Comenzarán mañana en Riverbend. La tía Dolise todavía
tendrá su cocina, pero también un poco de ayuda adicional cuando
la necesite. —Lo que no le dije a Priya fue que le pregunté a la mujer
si sabía cómo hacer pasteles de salvia, la comida de vagabundo que
Kazi había dicho que podía hacerla caer de rodillas. Cuando la mujer
dijo que era su especialidad, la contraté en el acto. Su marido tambi-
én. Ella dijo que era hábil con un cuchillo en la cocina.
—Bueno, primero deberías haberlo consultado con la tía Dolise
—se quejó Priya—. Ser Patrei no te da ningún tipo de puntos con ella,
y hay dos tipos de personas que no quieres de tu lado malo: las que
protegen tu espalda y las que te llenan el estómago.
—Lo arreglaré con ella.
Priya me lanzó una sonrisa. —Claro que lo harás. —Priya sabía
que la tía Dolise se convirtió en un trozo de mantequilla cuando al-
guno de nosotros, los chicos, entraba a la cocina en busca de algo de
comer.
—La modista también quedó impresionada con Kazi —dijo—.
Buen trabajo en lo que sea que hiciste hoy para mantenerla a raya.
Funcionó.
Fruncí el ceño. —Ella no es un perro entrenado, Priya. Ella no
acepta mis órdenes.
—Todos en esta ciudad saltan a tus órdenes ahora, Jase. Acos-
túmbrate a eso. Lo importante es que, después de verla caminar tan
complaciente a tu lado, todos los que pasamos piensan que ahora he-
mos logrado la ventaja con Venda.
—Quizás no todos —dije.
—¿Viste a Rybart y Truko? —Mason preguntó.
Asentí. —Y no me gustó que estuvieran caminando juntos.
—También los vi hablando con Paxton —dijo Priya—. ¿Cuándo se
pusieron todos tan cómodos?
Era una pregunta que no necesitaba respuesta. Sabíamos. Se vol-
vieron acogedores el día que murió nuestro padre. Es posible que to-
dos se odien al nal, pero por ahora usarían a quienes pudieran para
expulsar a los Ballengers.
—No me gusta que todavía estén aquí —agregó Priya—. Presen-
tar respetos es una cosa. ¿No tienen negocios que administrar?
—Creo que eso es exactamente lo que están haciendo —respondí
—. Asistir a un nuevo tipo de negocio. Deshacerse de nosotros.
—Al menos tenemos al Rahtan bajo custodia. Ya no tenemos que
preocuparnos por ellas —dijo Mason.
—Técnicamente, no los tenemos bajo custodia —le recordé—. Son
invitadas. Recuérdalo.
Mason arqueó una ceja dubitativo. Le pedí que colocara guardias
en las pasarelas de tembris sobre la posada. No eran exactamente
guardias, pero estaban atentos a la actividad sospechosa. Mientras
Wren y Synové no hicieran nada sospechoso, no tendríamos proble-
mas.
—¿Qué piensas de ellas? —pregunté. Mason las había escoltado e
interrogado durante el camino a la posada.
Mason resopló. —Son una pareja extraña. Wren, la aca, no tenía
mucho que decir, pero Samuel y Aram estaban demasiado preocu-
pados con sus ceños fruncidos. Necesitamos sacar a esos chicos más
a menudo. Y la otra… —Mason negó con la cabeza—. Ella nunca de-
ja de hablar, pero ni una palabra de lo que dijo equivale a algo im-
portante, incluso cuando le hice preguntas. —Se inclinó hacia ade-
lante, con una expresión de desconcierto en su rostro—. Ella habló
de mi camisa. Ella sabía todo sobre cómo se tejía la tela y dónde se
hacían los botones, y luego jugó un juego adivinando mi altura du-
rante todo el camino. Creo que estaba tratando de hacerme sonreír.
No me gustó nada de eso. Como dije, una extraña pareja de solda-
dos, pero dudo que hayan tenido algo que ver con los incendios. Su-
pongo que solo se estaban escondiendo porque Kazi desapareció. Y
ahora por supuesto están ansiosas por quedarse y ver el asentamien-
to reconstruido. También lo mencionaron varias veces.
Priya soltó un suspiro de desaprobación. —¿Realmente vas a ha-
cer eso?
—Dimos nuestra palabra —dije—. Y ya he pedido los suminist-
ros.
—Va a—
—Será un compromiso, Priya. Y nos va a costar muy poco en
comparación con lo que ganamos. Disponer un solo cobre para los
intrusos tampoco era una prioridad en mi lista de cosas que quería
hacer, hasta que Gunner disparó su bocaza y dijo que la reina vend-
ría. ¿Qué opción tuve? Al menos ahora hay algo de verdad en nuest-
ra a rmación, y con la carta que escribió Kazi, la reina puede llegar.
Es lo que quería nuestro padre. Si se necesita reconstruir algunas
chozas lejos de nuestro territorio, me tragaré la hiel de mi garganta y
lo haré, y también tú y todos los demás.
—Pero ¿qué derecho tenemos para moverlos, Jase? El rey puede
tener algo que decir al respecto.
—El rey puede ir a comer a sus gallinas en lo que a mí respecta —
respondí—. Él nunca sabrá que han sido trasladados, y recuperare-
mos nuestra tierra.
Era cierto, lo que decía Kazi, que no teníamos fronteras de nidas.
Era algo difícil de explicar a un extraño. Tenía que ver con la como-
didad, y lo que se sentía intrusivo y demasiado cercano. Hasta donde
alcanza la vista. Sabíamos que no éramos dueños de la tierra hasta el
horizonte.
—Entonces, ¿qué pasó con ese beso? Estoy bastante seguro de
que incluso Paxton tuvo que cambiar la mandíbula después de esa
exhibición. Kazi me dijo que no te importaba ni un pelo de rata por
ella.
Mis dedos se apretaron en mi taza. —¿Cuándo te dijo eso?
—Anoche.
Después de mentirle sobre el lugar al que íbamos, amenazar con
tirarla del caballo y luego sospechar que yo había lastimado a sus
amigas, supongo que eso eran motivos para creer que ella no me im-
portaba, y había fallado miserablemente transmitiendo cómo me
sentía realmente, o tal vez seguía esperando que mis sentimientos
desaparecieran. En cambio, solo se hicieron más grandes, como una
roca en mi camino que no podía maniobrar. Esa roca ahora era del
tamaño de una montaña y no podía pasarla.
Priya miró hacia abajo y negó con la cabeza. —Oh, maldita sea,
Jase. Ella te tiene agarrado por el cuello.
—Soy el Patrei, ¿recuerdas? —respondí, tratando de parecer más
seguro de lo que estaba—. Nadie me tiene por nada.
Ella no parecía convencida.
El camarero vino y dejó la nueva ronda de cervezas que Priya or-
denó.
Cuando se fue, ella se acercó y apretó mi mano. —Te amo herma-
no. Sabes que estoy detrás de ti en todo lo que haces. Sólo sé cuida-
doso.
Mason se aclaró la garganta y dio unos golpecitos con la cuchara
en la mesa. Priya extendió la mano y apretó su mano también, pero
mucho más violentamente que la mía. —Yo también te amo, herma-
no —le dijo—. Pero si haces más ruido con la cuchara, te sacaré los
ojos con ella.
Mason dejó caer deliberadamente la cuchara en el suelo para irri-
tarla y empezaron a luchar como si volvieran a tener doce años. Las
ales sufrieron la peor parte de la pelea, las tres resbalaron de la mesa.
Algunos hábitos no murieron y me alegré. Mason nalmente llamó a
rendirse cuando Priya le clavó las uñas en la oreja.
—Muy bien, me he divertido todo lo que puedo estar aquí —dijo,
soltándose y dando a las cervezas caídas una mirada super cial—.
Deberíamos llegar a casa de todos modos. Esta noche hay una esta
en el jardín con nuestras nuevas invitadas especiales. Veamos si estas
Vendans saben bailar.
Ya lo sabía.
Kazi era una bailarina experta, pero no del tipo del que hablaba
Priya.
Mason se frotó la oreja y se puso de pie. —Ahora me llevaré a
esas otras dos a la casa. Allí pueden enfriarse los talones hasta que
comience la esta. No voy a hacer otro viaje aquí en unas horas.
—Ten cuidado, Mason. La última vez que dije que iba a hacer que
un Rahtan se enfriara los talones, me costó más de lo que esperaba.
—¿Esas dos? —Mason respondió—. No estoy preocupado.
Eso es lo que yo también había dicho.
—¿Vienes? —Priya preguntó, reuniendo algunos paquetes que
había comprado.
—Estaré junto. Tengo una reunión tardía en la arena.
Priya puso los ojos en blanco. —¿El embajador?
Asentí.
—Dale el in erno, Jase. Estoy cansado de ese idiota.
El imbécil que era responsable de una buena parte de nuestros
ingresos. Sonreí. —Me aseguraré y le daré tus saludos.
—Ten cuidado —agregó mientras dejaba algunas monedas en la
barra para cubrir nuestra cuenta—. Esos Candoranos están locos.
Dale el in erno y ten cuidado.
Camina por el lo de la navaja.
Eso resumió el papel de Patrei.
El invierno ha llegado. Las paredes están congeladas.
Los pisos están congelados. Las camas están congeladas.
No hay madera, no más aceite, así que quemamos libros de contabilidad
en su lugar.
Cuando esos se hayan ido, tendré que volver afuera, donde esperan los
carroñeros.
—Greyson Ballenger, 14
CAPÍTULO 26
KAZI

—Queridos dioses, Kazi. Tenemos que llamar a un sanador. ¡Fika-


tande dragnos!
No fue solo sorpresa lo que escuché en la voz de Wren. Fue mi-
edo.
—No. Estaré bien —Wren y Synové me ayudaron a acercarme a
la bañera para que no manchara con más sangre al suelo—. Solo
ayúdame a envolverlo otra vez.
—No hasta que esté limpio —argumentó Synové. Ella recordó al-
go sobre eso en nuestro entrenamiento. La verdad es que ninguna de
nosotras había tenido una lesión importante, y eso se debía a que lo
que hacíamos lo hacíamos bien, solo otros salieron heridos. El prob-
lema era que ninguna de nosotras estaba segura de cómo limpiarlo y
yo no estaba segura de querer hacerlo. El dolor ya me estaba di cul-
tando concentrarme. Tomé todo mi control para evitar que mis ma-
nos temblaran, lo cual no tenía sentido porque no estaban heridas.
Doblé mis dedos en mis palmas para mantenerlos quietas.
Wren miró más de cerca y soltó otra larga serie de maldiciones
contra las bestias negras con dientes.
Apenas había regresado a mi habitación cuando Wren y Synové
habían llegado para la cena de esta noche. Mason las había llevado a
mi puerta temprano para esperar la noche conmigo, pero no me ha-
bía visto. Llamé desde la cámara del baño para que entraran.
Un estremecimiento de aire se escapó de mi garganta cuando me-
tí el pie en la bañera. Debería haberme puesto las botas, pero las pan-
tu as eran más silenciosas.
En su mayor parte me tocó el tobillo, pero las mordeduras llega-
ron hasta el hueso. Las heridas punzantes ardían como pinchazos ca-
lientes apuñalando mi carne, y había un desgarre irregular de una
pulgada en el interior de mi pantorrilla. De ahí provenía la mayor
parte de la sangre.
—¿Qué pasa si perfora una arteria? —Synové gimió—. ¡Podrías
desangrarte hasta morir!
—Baja la voz —le advertí—. Si hubiera perforado algo vital, ya
estaría muerta. Fue un largo camino de regreso desde el túnel —Mi
mayor preocupación era si había dejado un rastro de sangre, eviden-
cia de dónde había estado.
Parecía el momento perfecto para hurgar un poco. Jase y los de-
más no habían regresado y los perros nocturnos aún no habían sido
liberados. Primero busqué en Darkco age. Había sido una tarea bas-
tante simple, porque estaba claramente vacío: la despensa vacía, el
horno frío y no había señales de pertenencias personales en ninguna
de las habitaciones.
Riverbend también había sido bastante fácil de navegar. Con tan-
ta actividad en los jardines, preparándose para la cena de esta noche,
el domicilio de los empleados de Ballenger estaba casi vacío. Eso de-
jó a Greycastle. Casi me vieron cuando me arrastré por un pasillo,
asomando a las habitaciones, pero escuché el suelo crujir justo antes
de que el tío Cazwin doblara una esquina. Me deslicé en una alcoba
y pasó sin sospechar nada. El capitán tampoco apareció en ninguna
de las habitaciones.
Hice del túnel de Greyson mi próximo objetivo. Me había desliza-
do sin esfuerzo a través de él. No había muchos trabajadores como la
primera vez que pasé, tal vez porque los habían llamado a los jardi-
nes para ayudar con esos preparativos, y parecía que cada carro que
pasaba y cada sombra oscura estaban conspirando conmigo para
cubrir mis pasos. En minutos, llegué al túnel de intersección marca-
do con la cresta de Ballenger descolorida. Descubrí que había tres tú-
neles más que se bifurcaban y se volvían progresivamente más pequ-
eños. Elegí el más lejano y caminé hasta el nal, usando la misma ló-
gica de buscar objetos de valor en un cofre: las mejores cosas siempre
estaban escondidas en el fondo.
Excepto por el espeluznante eco del agua que gotea, no había es-
cuchado ningún sonido. Y luego doblé una esquina. Primero miré a
escondidas para asegurarme de que no había nadie ahí. El pequeño
túnel oscuro solo se extendía otros seis metros y parecía vacío, una
amplia puerta de metal bloqueaba el nal. Una tenue línea de luz
brillaba en la parte inferior. Caminé hacia adelante para investigar y
probar la cerradura. No había visto a los perros negros encadenados
en oscuros rincones a ambos lados de la puerta.
Pero ellos me vieron.
Eran demonios silenciosos, sabiendo exactamente lo que estaban
haciendo, esperando a que me pusiera a su alcance, y luego se lanza-
ron. Los pateé rápido, pero no antes de que el daño estuviera hecho.
Tuve suerte de que solo alcanzaran mi pierna. Tan pronto como estu-
ve fuera de su alcance, me arranqué la camisa y me envolví el tobillo,
limpiando con cuidado las gotas de sangre del suelo mientras gruñí-
an y se lanzaban al nal de sus cadenas. Si alguien hubiera sido aler-
tado por el ruido, estaría allí en segundos. En esos primeros momen-
tos frenéticos, no sentí dolor, pero sabía que era malo. Sabía que es-
taba en problemas. Las yemas de mis dedos cosquilleaban salvaj-
emente como si fueran agujas disparadas. Todo lo que podía pensar
en ese momento de sorpresa era que tenía que regresar antes de que
alguien me descubriera.
Synové vertió agua sobre mi tobillo en un esfuerzo por limpiarlo.
Un gemido tembló entre mis dientes apretados.
—Lo siento, Kaz —gritó mientras se secaba—. Maldita sea, hay
otra herida aquí atrás que no viste.
No necesitaba verla también. Había más de una docena de mar-
cas de pinchazos alrededor de mi tobillo como una macabra media
de encaje.
—Envuélvela —le dije entre dientes—. Solo envuélvela. Eso es su-
ciente limpieza.
Ambas intentaron convencerme de nuevo de que era necesario
un curandero.
—¿Y cómo explicaré cómo las conseguí? ¿Le diré a Jase que solo
estaba dando un rápido vistazo? —respiré hondo y le dije a Wren
que fuera a la cocina.
Su mirada estaba ja en el agua sanguinolenta que corría por la
bañera hacia el desagüe.
—¡No conozco el camino!
—No te preocupes, no llegarás muy lejos antes de que alguien te
detenga, digamos que tienes un terrible dolor de cabeza y necesita
algo para el dolor. Pide garra de serpiente, capsain, cualquier cosa.
Necesito estar de nuevo en pie antes de la esta —Si el capitán esta-
ba realmente escondido en Tor’s Watch, esperábamos que estuviera
entre los invitados.
—Hay algo más —dije, agarrando el brazo de Wren antes de que
se fuera—. ¿El hombre que me siguió hoy? No siempre ha trabajado
para los Ballengers. Solía ser conductor de Previzi.
Wren negó con la cabeza.
—¿Estás segura? No lo reconocí.
—Estoy segura —dije, y les dije que él era el conductor que había
traído al tigre a la jehendr todos esos años atrás—. Creo que él tambi-
én me reconoció.
—Eso es imposible —dijo Synové—. Nadie sabía que lo robaste.
Wren dejó escapar un suspiro de preocupación.
—Pero ella tenía una reputación. Ella siempre fue sospechosa.
—¡Pero ahora tiene pechos! ¡Caderas! Ni siquiera se ve igual.
Seguía diciéndome eso también. Yo había cambiado. Ahora tenía
carne encima. Mis mejillas ya no eran cuevas huecas. Apenas era la
misma persona en absoluto. Pero sus ojos estaban anclados en los
míos, y en ese momento yo había visto algo parpadear en su memo-
ria.
—Si está aquí en Tor’s Watch, o en la esta de esta noche, evítalo.
Y si dice algo, dile que era una corredora de túmulos para Sanctum
Hall. Guíalo en esa dirección. Niega cualquier otra cosa.
Wren asintió y se fue. Mientras estaba fuera, Synové me envolvió
la pierna con cuidado. La simple presión de la tela contra las heridas
empeoraba las palpitaciones.
—Necesitan ser cosidas, Kazi —dijo Synové en tono de disculpa.
Yo no respondí. Coser estaba fuera de cuestión. Una rasgada de una
pulgada podría sanar sin coser. Sus ojos se llenaron de lágrimas—.
Tuve un sueño la noche que desapareciste. Te vi caer en el agua y te
estabas ahogando, pero nunca vi esto. ¡Estos malditos sueños! Son
inútiles —Se secó las pestañas con enojo.
Extendí la mano y agarré su mano.
—Me caí en el agua, Syn. Y casi me ahogo. Tus sueños estaban en
lo cierto.
Su ceño se disparó.
—¿Fue él quien te salvó?
—Sí. Más de una vez. Me protegió de un oso y me cargó a través
de arena abrasadora. ¿Has tenido otros sueños?
Ella se mordió el labio, vacilante.
—Soñé que estabas encadenada en una celda de prisión.
—Eso no es tan sorprendente. Lo he estado antes. A veces los su-
eños son solo sueños, Synové. Estabas preocupada por mí.
—Pero en mi sueño estabas empapada en sangre. No estaba segu-
ra de si estabas viva.
—Lo prometo, no tengo ninguna intención de volver a pasar ti-
empo en una celda de prisión. Solo fue un sueño. —Eso esperaba.
Wren regresó con un pequeño frasco de cristales. Parecía sal
simple. Olfateé con escepticismo, pero no había olor. Dijo que Mason
la había interceptado al nal de un pasillo tal como lo había predic-
ho. La llevó a la cocina y luego buscó en un cuarto de almacenamien-
to los cristales. Le sirvió un poco de un bote grande en el frasco.
—Lo llamó alas de abedul y dijo que lo mezclara con agua y lo
bebiera para aliviar el dolor.
Synové resopló.
—¿Mason? Yo debería haber ido por la medicina.
—¿Cuánto tomo? —pregunté.
—No lo sé —respondió Wren—. ¿La mitad? ¿Quizás solo una
cucharada? —Su rostro se contrajo por la preocupación—. No estoy
segura de que lo haya dicho.
En este punto, no me importaba. Solo quería que el dolor se detu-
viera. Synové vertió una cuarta parte en una taza de agua. El vaso se
estremeció en mi mano mientras bebía la poción sin sabor. Me ayu-
daron a subir a la cama y me acosté, con el pie elevado sobre una al-
mohada. Wren me apartó el pelo de la cara y se acostó a mi lado.
Synové se arrastró hasta el nal de la cama, su mano frotó mi pie ile-
so, y comenzó a comentar sobre los alojamientos para llenar el silen-
cio. Sonreí mientras evaluaba las pesadas cortinas azules que rode-
aban la cama de Jase. Oh, las historias que apuesto a que estas podrían
contar…

Me dijeron que dormí profundamente durante dos horas.


Cuando me senté, mi pierna estaba rígida y extrañamente pesada
como si no fuera la mía, pero el dolor había desaparecido. Solo sentí
un leve latido cuando pasé el pie por un lado de la cama y apoyé mi
peso. Levanté el frasco de alas de abedul con suprema admiración.
—Me aseguraré de traer esto esta noche en caso de que necesite
más.
—Nop —dijo Wren, arrebatándomelo de la mano—. También es
lo que te dejó inconsciente durante las últimas dos horas —Observé
el frasco engañosamente benigno en la mano de Wren. Cristales po-
derosos como ese podrían ser útiles—. A menos, por supuesto —
agregó Wren—, ¿que quieras que ese chico Ballenger te lleve de reg-
reso a tu habitación?
Synové le guiñó un ojo.
—Por supuesto que quiere —Ella se volvió, señalando a un lado
—. Mira lo que pasó mientras estabas fuera.
Sobre el sillón había tres vestidos.
—El amarillo es mío —sonrió Synové—. Ya me lo probé. Encaja
en todos los lugares correctos, si saben a qué me re ero.
Sabíamos. Synové tenía muchos lugares adecuados y ella lo sabía.
Todos siempre pensaban que ella era mayor a lo que era.
—Tengo que aplaudir a Madame Ballenger —agregó—, muy per-
ceptiva de ella a la luz de la poca antelación. Apenas me vio en la ci-
udad. El violeta es tuyo.
Eso dejó el de en medio para Wren. Ella lo miró como si tuviera
branquias y garras.
—No usaré esa cosa. Ni siquiera sé de qué color es ese.
—Rosa —dije.
—¿Como una lengua?
Synové entrecerró un ojo.
—Una lengua fría y pálida. ¿No te gustaría sentir eso en tu piel?
Le lancé a Synové una mirada de advertencia. A veces tenía que
usar mis habilidades de ladrona incluso con mis amigas y ahora mis-
mo algo necesitaba ser robado: la con anza de Wren. Nada estaba
saliendo como estaba planeado y ella exigía que todo siguiera un ca-
mino ordenado. Le gustaba estar preparada y que una estrategia se
desarrollara como estaba planeada. Habría sido una ladrona terrible,
porque estar lista para girar y cambiar el plan en el aleteo de una
pestaña era lo que había mantenido todos mis dedos intactos. Pivo-
tar era prácticamente una de mis reglas. Nuestro plan había salido
mal, y este último paso en falso, verme en el suelo de la cámara del
baño con sangre salpicando las baldosas, le había pinchado recuer-
dos que ella nunca podría alejar. Y en ninguna parte de nuestro plan
cuidadosamente elaborado se suponía que Wren debía asistir a una
esta en Tor’s Watch con un vestido rosa. Se suponía que debía re-
unir suministros, conseguirme todo lo que necesitaba, mantener su
vivacidad y sus ojos más nítidos y listos para moverse cuando se envi-
ara la señal. Ahora, mientras miraba el vestido, supe que ya se estaba
preguntando a dónde iría su ziethe.
Pero esta noche se ordenaba una esta, y era esencial que pareci-
éramos relajadas, como verdaderas invitadas sin nada de qué pre-
ocuparse, para que los Ballengers también se relajasen. Por no hablar
de los invitados que podrían estar ahí.
Probé mi pie, y cuando pareció estable, crucé la habitación y to-
qué el vestido de Wren. Sabía cómo seducirla.
—Oh, esto es inesperado —dije, recogiéndolo en mis manos. Pasé
ligeramente el dobladillo por mi mejilla.
—¿Qué? —ella preguntó.
—La tela. No estoy segura de haber sentido algo tan suave. Se si-
ente como si estuviera tejida con nubes. Siente —dije, tendiéndolo
hacia ella.
Ella negó con la cabeza, negándose, sus rizos se balancearon, pero
dio un paso adelante de todos modos y le dio un rápido toque con
los dedos.
Wren era mordaz, calculadora, veía cada movimiento que hacía y
sabía, en algún nivel profundo, por qué los hacía. Créeme, Wren. A
pesar de lo dura que era, también conocía sus debilidades y las cosas
que la consolaban. Nunca había sabido por qué se sentía tan atraída
por las cosas suaves, por qué se sintió atraída por ese vellón en el
mercado que robé para ella, o por el patito velloso que había ahueca-
do en sus manos en un estanque y se resistía a dejarlo ir. Estaba se-
gura de que estaba enredado en algo de su pasado, todas esas cosas
de las que ninguno de nosotros hablaba, los secretos que guardamos
profundamente en una parte oscura y rota de nosotros. Tal vez era
algo que ni siquiera ella entendía. Podría ser algo tan simple como el
recuerdo de la mejilla de su madre tocando la suya.
—Es suave —admitió, todavía evasiva—, pero ese color.
—El violeta puede que te quede bien. Podríamos intercambiar.
Me quitó el vestido rosa, sabiendo ya todas las razones por las
que necesitaba usarlo, por qué tenía que sonreír y ngir que estába-
mos ahí por la única razón que todos creían, que éramos invitadas
de honor de los Ballengers.
—Pero todavía usaré mi ziethe —dijo.
CAPÍTULO 27
JASE

El vientre del embajador se apretaba contra la mesa baja como


una hogaza de pan que se elevaba, y sus hebillas, cinturones y cade-
nas con piedras preciosas chocaban con él cada vez que tosía o respi-
raba hondo y jadeaba. Inhaló otro trago largo de su pipa de agua. El
humo de tabaco repugnantemente dulce otaba en el aire viciado.
Los apartamentos en la arena que los Ballengers proporcionaron,
por un precio, habían sido rehechos al estilo Candoran. Pesados tapi-
ces oscurecían las paredes y alfombras de piel cubrían el suelo. Las
persianas estaban bien cerradas y la única luz provenía de una lám-
para de aceite de bronce que brillaba sobre la mesa entre nosotros.
La llama parpadeante proyectaba sombras sobre sus guardaespaldas
que estaban detrás de él, hombres enormes con sables relucientes
colgando a los costados. Todo fue por efecto. Nuestra straza estaba
detrás de nosotros por la misma razón.
El labio superior del embajador se torció de descontento.
—No eres el hijo de tu padre. Se habría reunido conmigo la sema-
na pasada. Él sabía—
—Estoy aquí ahora —dije—. Dígame su negocio. Tengo otras re-
uniones además de la suya.
No tenía más reuniones y mi dura respuesta fue parte del juego.
Le había advertido a Gunner que mantuviera la boca cerrada antes
de entrar en la habitación. No le gustaban los silencios largos. Como
el que estábamos teniendo ahora. Sonreí, fría y tranquilamente, y me
recliné en mi silla, pero por dentro estaba tan tenso como Gunner y
Titus.
El embajador me miró jamente, moviendo sus hinchados labios
rosados hacia adelante y hacia atrás, las comisuras de su boca bril-
lando con saliva. Yo le devolví la mirada.
—Hay otros lugares para comerciar —dijo.
—Pero no tan rentables como aquí. Haces una fortuna en esta are-
na, y ambos lo sabemos. Procesamos los pedidos, ¿sabes?
—Las ganancias solo son buenas cuando no hay pérdidas. Tu
padre hizo promesas de protección y, sin embargo, todavía no tene-
mos ninguna. Tenemos ojos y oídos. Sabemos lo que ha estado pa-
sando. Nuestras caravanas serán las próximas en ser atacadas. Está
el centro comercial de Shiramar y el de Ráj Nivad. Podríamos llevar
nuestro negocio allí. Los alquileres y los recortes son menores y las
rutas menos peligrosas —Dio una larga calada a su pipa—. Y si nos
retiramos… otros nos seguirán.
Los dedos de Gunner se enroscaron en un puño. Le di una patada
con mi bota debajo de la mesa.
—Las promesas de mi padre son en serio —dije—. Las armas que
estamos desarrollando…
—¡Desarrollando! —escupió, su labio levantado con disgusto—.
¿Qué signi ca eso?
—Signi ca que sus mercancías estarán protegidas de puerta en
puerta. Esto es todo lo que necesita saber.
—Esa es una a rmación grandiosa para alguien…
—¡Grandiosa! —respondí con el mismo nivel de disgusto que me
acababa de lanzar—. ¿Qué signi ca eso? ¿Una idea demasiado gran-
de para su pequeña cabeza de Candoran?
Sus cejas nerviosas se arquearon y una sonrisa iluminó sus bril-
lantes ojos negros.
—Tu padre siempre endulzaba la olla cuando teníamos que espe-
rar por algo.
Hice una pausa, aunque ya sabía lo que le daría. Si cedía con de-
masiada facilidad, él se resistiría y discutiría por más, y yo quería sa-
lir de aquí tan pronto como pudiera con lo que necesitábamos, y lo
que necesitábamos eran los Candoranos. Eran nuestros mayores co-
merciantes y tenían quejas legítimas.
Teníamos patrullas en las rutas principales para realizar redadas
contra aquellos que venían con el pretexto de comerciar en la arena,
pero luego, poco antes, solo enviamos a un líder para hacer contac-
tos y atraer a los compradores a donde esperaban sus caravanas. of-
reciéndoles mejores ofertas y evitando nuestros recortes. Nadie nos
usaba como escaparate sin pagar el arrendamiento. Las mismas pat-
rullas que protegían nuestros intereses también ofrecían cierto grado
de seguridad a nuestros comerciantes legítimos, pero no teníamos
su ciente mano de obra para escoltar a todas las caravanas una vez
que abandonaban nuestro territorio, y ahí es donde las otras carava-
nas habían sido atacadas. A cien millas de distancia. Incluso con su
propia seguridad, los conductores murieron y se perdieron bienes. Si
hubiera rumores de que se retiraran debido a las redadas, perjudica-
ría nuestro negocio. Con eso contaban otras sociedades, pero estaba
a punto de cambiar. Pronto, solo una de nuestras manos podría cus-
todiar una caravana completa. La protección era en lo que los Ballen-
gers siempre habían sido buenos. Ahora podríamos extenderlo más
allá de nuestras fronteras.
—¿Nada? —empujó el embajador, revelando su entusiasmo por
seguir trabajando con nosotros. En última instancia, nuestra ubicaci-
ón era más céntrica y mucho más cómoda; nos aseguramos de eso.
Shiramar era un pozo caliente y sucio, y Ráj Nivad estaba fuera del
camino. Sin mencionar que miramos para otro lado en los pequeños
negocios secundarios del embajador de los que su rey no sabía nada,
siempre y cuando también obtuviéramos nuestra parte en ellos.
—Un contrato de arrendamiento gratuito de estos apartamentos
hasta que cumplamos nuestra promesa. ¿Es lo su cientemente agra-
dable para ti?
El embajador asintió, sus regordetes dedos golpeaban alegremen-
te su pecho.
—Estaba equivocado. Eres el hijo de tu padre.
Me paré. Gunner y Titus se levantaron a mi lado.
—Los Ballengers cumplen su palabra —dije—. Ahora no me mo-
leste con más de sus demandas.
Se puso de pie con un bu do, una sonrisa grasienta arrugó su
rostro.
—Patrei. Siempre es bueno hacer negocios contigo.
Una vez que salimos del apartamento, Titus susurró:
—El arrendamiento gratuito nos va a costar una fortuna. Y si los
otros inquilinos se dan cuenta del trato que le dimos…
—Solo nos costará una fortuna si no cumplimos nuestra promesa.
Desde la arena fuimos directamente a ver a Beaufort, preparados
para presionarlo. Para que cumpliéramos nuestra promesa, él y sus
compañeros también tenían que cumplir, y estábamos cansados de
esperar. Sus promesas se habían agotado. Pero tan pronto como atra-
vesamos las puertas, nos saludó como si anticipara nuestra visita y
nos condujo al campo de pruebas, diciendo que habían encontrado
un gran obstáculo.
—Todo fue un problema de traducción —dijo, luego nos hizo una
demostración de las armas que nos habían prometido. Era la mitad
de la escala de la potencia de fuego nal, pero aun así era impresi-
onante. Parecía que era todo lo que esperábamos, y más.
—Un par de semanas más. Un mes como máximo para perfecci-
onar —prometió—. Pero necesitamos más suministros —Gunner y
Titus miraron boquiabiertos al objetivo destruido que estaba a más
de cien metros de distancia, luego estallaron en gritos.
—Solo díganos lo que necesita —dijo Gunner—. Haremos que
Zane te lo haga llegar de inmediato.
—¿Y la cura para la ebre? —pregunté.
Beaufort frunció las cejas y negó con la cabeza.
—Eso es un poco más difícil de apresurar. Phineas lo está proban-
do. No te preocupes, cada día se acerca más.
Cerca. Le había estado dando a mi madre esa misma actualizaci-
ón durante meses. Era un hilo de esperanza que parecía apaciguarla
y, por el momento, a mí también me apaciguó. Las armas que necesi-
tábamos ahora, y acababa de ver pruebas de ese éxito.
De vuelta en mi habitación, me bañé, lavando el fuerte hedor del
apartamento del embajador. Me sentí esperanzado mientras me ves-
tía, pensando en las armas. No había habido más incendios anoche,
y hoy, no había evidencia de más cazadores de o cio. Las cosas pare-
cían volver a la normalidad. Esperaba que el embajador estuviera
equivocado acerca de los ataques de las caravanas, pero si hubo al-
guno, nuestras patrullas tenían instrucciones de actuar con fuerza:
cazar a los atacantes sin importar lo que hiciera falta y averiguar qui-
én estaba ordenando los ataques.

Gunner silbó por lo bajo.


—Eso es algo que no ves todos los días.
Wren, Kazi y Synové salieron del comedor, hombro con hombro.
Miré a Kazi. Ella no me había visto todavía. Su cabello negro esta-
ba trenzado en una elegante corona alrededor de su cabeza, sin duda
una creación de Jalaine. Una capa de pétalos amarillos caídos de la
glorieta se le pegaba al cabello, y su vestido violeta otaba en ondas
de luz más allá de sus tobillos. Sus hombros estaban casi desnudos
excepto por el más pequeño jirón de manga que les cubría. Sus ojos
recorrieron otra parte del jardín, buscando algo, y no pude evitar
preguntarme, o tal vez esperar, que me buscara.
Titus me dio un codazo.
—Cierra la boca, Patrei. Pareces demasiado ansioso.
Estaba ansioso.
—¿Qué está pasando con la de rosa? —preguntó Gunner.
—Esa es Wren —dijeron Aram y Samuel simultáneamente.
Wren también se transformó, apenas luciendo como la asesina
que habíamos visto hoy en el callejón, excepto por la espada curva a
su lado.
—¿Nadie le dijo que podía dejarla en casa? —preguntó Gunner.
Mi atención volvió a Kazi. Palabras desconectadas inundaron mi
cabeza, y escuché la advertencia de mi padre hace mucho tiempo:
Elije tus palabras con cuidado, incluso las palabras que piensas, porque se
convierten en semillas y las semillas se convierten en historia.
Había palabras que había evitado siquiera pensar desde que co-
nocí a Kazi. Cuando mi madre preguntó por ella, solo dije que tenía
recursos, una palabra segura y estable. Pero ahora otros uían libre-
mente, sembrados imprudentemente en mi cabeza. Quería que todos
echaran raíces, crecieran, se convirtieran en historia, parte de mi his-
toria. Astuta, lista, despiadada, decidida, valiente, tortuosa, leal, cariñosa.
Se volvió, sus ojos rozando la parte superior de las cabezas, la brisa
levantando mechones sueltos de cabello a su cuello, y llegó otra pa-
labra, hermosa, y fue la única palabra en la que pude pensar, hasta
que otra oreció sobre sus talones, futuro, y me pregunté si sería una
palabra demasiado peligrosa para pensar en ella. Pero ya la sentía
echando raíces.
Llegaron más invitados, apartando a Kazi y sus amigas de nuest-
ra vista, y Aram y Samuel partieron en dirección a Wren. Mason te-
nía razón: estaban demasiado preocupados por alguien que probab-
lemente podría romperles el cuello a ambos al unísono mientras son-
reía. Tendría que hablar con ellos.
Anoche había sido la pequeña cena familiar, pero esta noche toda
la familia fue invitada para celebrar al nuevo Patrei, junto con amigos
cercanos y colegas. La sacerdotisa, vidente y sanadora que había
atendido a mi padre también estaría aquí.
Beaufort había planteado la idea de venir también, escondido en
las sombras, pero dije que no. Se estaba irritando por tantos años de
estar escondido, y tal vez volviendo un poco arrogante también, des-
pués de haber eludido a los reinos durante tanto tiempo, pero no iba
a ser atrapado en mi guardia, al menos no mientras todavía tuviera
bienes que entregar. Habíamos invertido demasiado en este momen-
to. Se había unido a nosotros para cenar en el pasado, pero esta noc-
he habría demasiados aquí fuera de la familia, especialmente Kazi y
su grupo. Dijo que su apariencia había cambiado y que no era pro-
bable que lo reconocieran, pero era demasiado riesgoso. Los reinos
todavía lo buscaban. Habíamos visto la orden judicial ocasional tra-
ída a la arena por los comerciantes y en su mayoría nos habíamos
vuelto insensibles. Nombraron a personas que era poco probable que
viéramos alguna vez, pero Beaufort había sido diferente. Había veni-
do a nosotros con la orden de se busca en la mano, sin tratar de ocul-
tar quién era. Estaba cansado de correr. Dijo que la razón por la que
realmente lo buscaban era porque había escapado con información
valiosa y preferiría compartirla con nosotros que con personas en las
que no con aba.
Según él, había sido un o cial en la guerra entre los Reinos Mayo-
res y había rencor entre él y el rey Morrighese. Beaufort a rmó que
el rey era corrupto y, a su vez, el rey lo acusó de traición por cambiar
de bando. Después de la guerra, los reinos habían rmado nuevos
tratados, por lo que ahora todos lo buscaban. Habíamos dudado de
que esto fuera del todo cierto, pero tampoco nos importaban las co-
lusiones políticas y los rencores de reinos distantes, excepto los que
afectaban a Tor’s Watch. Aun así, mi padre había enviado un mensa-
je discreto al magistrado del rey en Parsuss con respecto a “una or-
den de arresto otando en la arena” para veri car la historia de Bea-
ufort. El magistrado no tenía detalles que ofrecer sobre Beaufort y no
pudo con rmar ni refutar los cargos.
Podría ser que en realidad estemos haciendo un favor a los reinos: man-
teniéndolo alejado de más problemas, había dicho mi padre, pero fue
principalmente la promesa de la cura para la ebre lo que nos hizo
mirar para otro lado. Y, por supuesto, las armas fueron simplemente
un bene cio que hizo que nuestro arreglo fuera aún más agradable.
Lo que fuera necesario para mantener a la familia, y eso incluía a to-
dos en Hell’s Mouth, a salvo era todo lo que importaba.
—Patrei.
Me volví hacia la voz grave. Era la vidente. De repente estaba a
mi lado, sus ojos azules mirando hacia los míos, una sonrisa torcida
deformando sus labios. Su capucha estaba echada hacia atrás, lo cual
era raro, pero su salvaje cabello negro todavía rodeaba su rostro, en-
sombreciendo sus rasgos. Ella beso mi mano, e hizo una pausa, mi-
rando el anillo, luego sacudió la cabeza con tristeza y canturreó:
—Te encontraron, Patrei. Lo siento.
Por primera vez, se me ocurrió que tal vez su advertencia de que
vendrían por mí había sido sobre los cazadores de o cio y no sobre
las sociedades.
—¿Qué noticias tienes? —le pregunté.
—Percibo sangre nueva. Dan vueltas cerca.
—Ya se ha hecho cargo sobre el tema. Matamos a los que vinieron
por mí.
Sus ojos brillaban con preocupación.
—No ellos —susurró—. Otros. Cuida tu corazón, Patrei. Veo un
cuchillo otando, listo para cortarlo.
Sonreí.
—No te preocupes. Mantendré mi straza cerca. Ve, disfruta de al-
go de comida y bebida. Mi madre tiene un asiento de honor para ti.
Titus te lo mostrará. —Agarré a Titus por la parte de atrás de su ca-
misa, apartándolo de otra conversación, diciéndole que le trajera un
trago a la vidente y la ayudara a sentarse. A veces me preguntaba si
sus advertencias se debían a las preocupaciones de mi madre. Habla-
ban todos los días en el templo y mi madre contribuyó generosa-
mente a su mantenimiento. Había pocos en Hell’s Mouth que tuvi-
eran el don. Se rumoreaba que la reina de Vendan tenía uno podero-
so, y me pregunté sobre Kazi y la forma en que se escabulló tan si-
lenciosamente, casi como por arte de magia. Nuestras historias de
Ballenger mencionaban el don, pero parecía haberse desvanecido
con las generaciones.
Titus se fue con la vidente y yo me esforcé por ver a través de la
multitud. Vi a Garvin. Se quedó solo, mirando. Seguí la línea de su
mirada y se dirigía a Kazi.
Brightmist. Es uno de los barrios más pobres. No dejes que el nombre te
engañe. No tiene nada de brillante.
Garvin estaba equivocado.
Había al menos una cosa brillante al respecto.
CAPÍTULO 28
KAZI

Estábamos fuera de lugar aquí, fraudes en todos los sentidos, in-


terpretando papeles, vistiendo elegantes vestidos como si fuera algo
que hubiéramos hecho cientos de veces cuando nunca lo habíamos
hecho. Ni una sola vez.
Wren seguía levantando su hombro como si todo se le fuera a ca-
er, diciendo que su endeble construcción no tenía ningún sentido,
mientras sus dedos dibujaban distraídamente pequeños círculos en
su abdomen, sintiendo la suavidad rosada una y otra vez. Synové
extendió una copa, tratando de captar su propio re ejo, mirando la
tela amarilla danzar en el cristal ante sus ojos, luego alisaba sus ma-
nos sobre sus curvas sedosas, presionando el vestido allí como si pu-
diera desaparecer. Yo no estaba diferente. Siempre había pensado
que mi chaleco era una extravagancia, pero tenía un propósito. Sus
bolsillos ocultos contenían armas y mapas. El cuero resistente me
protegía del clima. El vestido que usaba ahora no tenía ningún pro-
pósito excepto para sentirme hermosa. No me pertenecía. Nunca me
había sentido hermosa en mi vida. Yo era solo la rata callejera sucia
que nadie quería ver venir.
Y luego estaba la comida.
—¿Hueles eso? —Synové susurró.
Era imposible no oler. El aroma de las carnes asadas marinadas
era un glorioso y complejo tapiz que colgaba sobre nuestras cabezas,
hinchando nuestras mejillas y despertando nuestros estómagos co-
mo una canción. Las mesas estaban llenas de entradas de platos de
queso, panes salados y una abundancia de comida que nos llenó de
asombro y culpa. Todavía había escasez en Venda, que era lo que ha-
cía que los asentamientos fueran tan vitales. Se sentía traicionero
mordisquear un pequeño manjar tras otro.
Pero jugamos nuestros papeles. Comimos. Sonreímos. Improvisa-
mos. Éramos Rahtan, y podíamos cincelar lo que nos hacía sentir in-
cómodas en una escultura de hielo en el in erno si tuviéramos que
hacerlo.
Busqué a Jase. No podía verlo, pero sabía que probablemente es-
taba ocupado con otros invitados. Había tantos. Supuse que alrede-
dor de doscientos.
Lydia y Nash corrían entre mesas y arbustos con sus primos jóve-
nes, riendo y jugando a la mancha. Seguramente si el capitán estuvi-
era aquí estaría entre los invitados, tal vez con un nombre diferente
para ocultar su identidad. ¿Quizás los Ballengers ni siquiera sabían
que tenían un criminal buscado entre ellos? ¿Era eso posible? Fue
una esperanza que me asaltó de repente.
Y luego, en contra de mi voluntad, mis ojos buscaron de nuevo el
rostro pálido y sin sangre, pero encontré otro en su lugar. El hombre
que me había seguido hoy. Avisé a Wren y Synové. Obviamente ya
no me seguía, así que ¿por qué me vigilaba tan intensamente?
—Todavía está mirando —me susurró Wren unos minutos más
tarde.
—Él sabe quién soy —dije.
—Si lo supiera, no seguiría mirando —respondió Synové—. To-
davía está tratando de gurarlo. Incluso si hace la conexión, puedes
negarlo. Ya no te pareces en nada a esa chica.
—Pero su nombre —respondió Wren.
—Ningún conductor de Previzi supo jamás el nombre de una rata
callejera.
—No Kazi. Su otro nombre. Ten. Todo el mundo lo sabía.
—Ella simplemente negará el nombre también.
El nombre que haría que las puertas se cerraran para mí. Nadie
bajaba la guardia ante una ladrona consumada.
Me volví y lo miré directamente y sonreí como sorprendida.
Asintió y se alejó.
—Prueba esto —dijo Synové, ya olvidándose del conductor, em-
pujando un pequeño pan crujiente untado con una espesa salsa pi-
cante en mi mano. Ella puso los ojos en blanco como si estuviera pro-
bando una fruta de los dioses.
Gemí de placer. Wren lamió cada migaja de sus dedos.
Synové sonrió y se puso las manos en las caderas.
—Míranos. Siendo alimentadas y vestidas como la realeza.
Wren chasqueó los labios.
—Disfrútalo mientras puedas.
Todos sabíamos que se trataba de una indulgencia de corta dura-
ción.
—Oh, confía en mí —respondió Synové—. Lo estoy. Pero no tan-
to como lo disfruta Kazi. —Sus ojos se entrecerraron y supe lo que
estaba insinuando. Esperé un sermón, pero en cambio vi una preocu-
pación inesperada—. A mí también me gusta —dijo—, pero sabes
que eso tampoco puede durar. Ni menos una vez que…
Sus cejas se levantaron y dejó el último pensamiento pendiente
para que lo completara. ¿Ni menos una vez que robemos a su invita-
do secreto? ¿Ni menos una vez que se entere de por qué estoy aquí?
—No espero que nada dure —respondí con desdén—. Solo estoy
haciendo mi trabajo lo mejor que puedo.
—Admirable —respondió Wren e intercambió una mirada dudo-
sa con Synové.
Lo que todavía me desconcertaba era, ¿por qué? ¿Qué tenía que
ofrecer a los Ballengers un capitán traidor y fugitivo que no tenía un
ejército que comandar? Apenas había escapado de un campo de ba-
talla con la ropa puesta. Nunca había obtenido su prometida fortuna
del Komizar y, sin embargo, tenía algo. Algo que valía la pena correr
riesgos. Si estuviera aquí. Pero la reina estaba segura de que su infor-
mante era de ar o no nos habría enviado.
Mientras mordisqueábamos más comida, les hablé de la distribu-
ción del recinto, señalando solo con la mirada los distintos edi cios.
—Detrás de Greycastle y Riverbend están los establos y las de-
pendencias. Darkco age está vacío, por lo que no se quedará allí.
Comenzó a sonar la música y un grupo de mujeres empezó a ba-
ilar, Vairlyn entre ellas.
Wren hizo una mueca.
—¿Cómo está tu pie?
—Palpitante —respondí—. Las alas de abedul están empezando a
desaparecer. Ustedes dos tendrán que hacer el doble de baile para
cubrirme. Los Ballengers se insultan fácilmente y si ninguna de no-
sotros baila…
Las cejas de Wren bajaron en una V perturbada.
—No sé nada sobre bailar.
—Claro que sí, Wren —dijo Synové, empujándola con el codo—.
Solíamos bailar con las autas en la jehendra los días de mercado.
—Eso fue dar vueltas, caer de espaldas y reír.
Synové se encogió de hombros.
—Es todo lo mismo. Agrega un poco de balanceo. Solo mira lo
que hacen los demás. Maldita sea, con ese vestido puesto, nadie verá
dónde van tus pies de todos modos. Nosotras—
Lydia vino corriendo hacia nosotras, con los ojos enloquecidos
mientras chillaba:
—¡Escóndanme! ¡Escóndanme, rápido!
La mano de Wren se disparó inmediatamente hacia su ziethe.
Extendí la mano y la detuve.
—Es un juego, Wren —dije en voz baja—. Sólo un juego —Pero
mi corazón también se aceleró.
Escóndanme. Por favor, escóndanme.
Los gritos eran tan vívidos ahora como el día en que los había es-
cuchado, las súplicas llenas de lágrimas mientras la multitud corría
desde Blackstone Square, golpeando las puertas, tratando de escon-
derse en rincones oscuros cuando comenzó la matanza. Escóndanme.
No era ningún juego. Solo teníamos once años. Escondí a tres perso-
nas en mi casucha. No había puerta que cerrar con llave. La única ar-
ma que tenía era el mismo palo pequeño que mi madre no había po-
dido alcanzar a tiempo, inútil contra las espadas y las largas alabar-
das de los guardias. Nadie entró, pero escuchamos el ruido de pasos
mientras los guardias perseguían a la gente. Escuchamos los gritos.
Los clanes habían cometido el error de animar a la princesa después
de que ella apuñalara al Komizar. La princesa lo atacó porque había
matado a un niño: Aster, una niña que trabajaba como corredora de
carretillas en Sanctum Hall. Desafortunadamente, no murió a causa
de la herida y buscó venganza inmediata de los clanes por su desle-
altad.
—¡Rápido! —Lydia suplicó de nuevo.
La empujé detrás de nosotras, y luego Wren, Synové y yo nos
movimos hombro con hombro, creando una pared blindada de seda
y satén. Lydia se rio tontamente detrás de nosotras cuando Nash lle-
gó corriendo y preguntó si la habíamos visto.
—¿Haber visto a quién? —preguntó Wren, su respiración todavía
se aceleró.
—No hemos visto a nadie —con rmó Synové.
Lydia chilló y se lanzó entre nosotras, pasando a toda velocidad
por delante de Nash. Él la persiguió y todos nos quedamos mirando,
todavía hombro con hombro, viéndolos huir.
—Sólo es un juego —repitió Synové y tragó. Ella había sido una
de las que se había escondido en mi casucha.
Tor’s Watch era un mundo diferente al nuestro.
Los juegos eran diferentes.
—Estábamos hablando de bailar —dije, tratando de reenfocar nu-
estros pensamientos.
—Bien —respondió Synové. Su pecho se hinchó contra la seda
amarilla en una profunda respiración puri cadora. Se puso de pun-
tillas y sus ojos recorrieron los con nes de los jardines—. Ya estoy en
eso. Si pudiera encontrar uno muy alto, moreno y… —Se alejó, pero
había pocas dudas de a quién estaba buscando. Eben había sido
desplazado temporalmente por Mason.
Miré a mi derecha y vi a los hermanos gemelos de Jase caminan-
do hacia nosotras, sus miradas enfocadas en Wren. Le di un codazo.
—Aram y Samuel se acercan —susurré—. Los hermanos menores
de Jase. Creo que sienten algo por ti. Sé amable.
—¿Qué te hace pensar que no sé cómo ser amable? —refunfuñó.
Ella levantó su hombro, alisó su manga rosa festoneada en su lugar,
luego torció su ceño en una sonrisa.
—Bueno. ¿Ahora cuál es cuál? —susurró.
—Eso es para que lo averigües, pero no dejes marcas permanen-
tes.
—No eres nada divertida —dijo y se fue a su encuentro.
Era mi oportunidad de entrar en Raehouse, la única casa que aún
no había registrado. Las o cinas estaban cerradas ahora y Priya esta-
ría en la esta. La puerta principal estaba en las sombras y resultó
que estaba abierta, y esta noche debido a la esta no había perros de-
ambulando, solo unos pocos guardias patrullando a los que era fácil
pasar. El tenue resplandor de las linternas de la esta se ltraba por
las ventanas, dándome su ciente luz para maniobrar. Las o cinas
estaban escasamente amuebladas, la mayoría de las habitaciones del
primer piso parecían salas de estar, quizás para discusiones de nego-
cios y, aunque había tres pisos de habitaciones, la mayoría llenas de
almacenamiento, parecía haber solo una o cina: la de Priya.
Esto explicaba la tranquilidad y la soledad de la que había habla-
do Jalaine. La o cina de Priya ocupaba la mayor parte del segundo
piso y era lo opuesto al resto de la casa. Lo que le faltaba en compa-
ñía aquí, lo compensaba con la decoración. Estaba pulcra y excesiva-
mente ordenada, pero desbordada de color y detalle, como si la su-
ma de sus veintitrés años estuviera dispuesta en esta habitación. Ca-
da vez que entraba a la casa de un cuartel o un comerciante, siempre
me tomaba unos minutos para estudiar sus pertenencias. Lo que lle-
naban sus casas era revelador. Tiras puntiagudas debajo de las ven-
tanas, ratas enjauladas con colas cortadas, ropa interior sedosa de co-
lores brillantes y siempre cuchillos debajo de las almohadas. No con-
aban en nadie.
En la o cina de Priya había, por supuesto, libros de contabilidad,
plumas y tinta, mapas y pilas de papel esperando su atención, pero
la colección de pequeños guijarros pulidos dispuestos en una orde-
nada la sobre la parte superior de su escritorio atrapó la luz y mi
atención. Justo debajo de ellos había una diminuta pluma de codor-
niz moteada colocada precisamente en medio de su carpeta. A un la-
do había pequeños bocetos de mariposas en carbón que revelaban
un lado más suave que ella no irradiaba fácilmente.
Al otro lado de su escritorio, una nota me llamó la atención.
Para aprobación de Jase:
Solicitud de suministro de BI
¿BI? ¿El Ballenger Inn?
Revisé la lista: vino Morrighese, aceitunas Gitos, huevos de pes-
cado Gastineux, tabaco de Cruvas, grandes cantidades de carbón y
varios polvos de los que nunca había oído hablar antes. ¿Hierbas?
Al nal de la página estaba la rma de Jase. La lista de Priya ha-
bía sido aprobada. Fue la única solicitud de aprobación que vi en su
escritorio, pero costosa, tal vez por eso requirió la aprobación de
Jase.
Escuché el clic de una puerta y luego una luz brilló en el pasillo
de la planta baja. Para cuando Priya entró en su o cina, yo ya había
salido y había bajado una escalera trasera. Tal vez había recordado
otra solicitud de suministros que no podía esperar hasta la mañana,
o tal vez simplemente necesitaba un descanso de la esta y una dosis
de soledad nuevamente. Ella encontraría eso aquí. El capitán tampo-
co era un invitado en Raehouse.
Cuando me volví a unir a la esta, nalmente vi a Jase. Estaba al
otro lado del jardín cerca de Darkco age, inmerso en una conversa-
ción con dos hombres mayores. Su camisa negra hacía más brillante
su cabello rubio, y sus pómulos todavía tenían el cálido brillo de nu-
estra larga caminata bajo el sol. Lo miré mientras me acercaba y noté
lo que ya había visto hoy, la forma en que llamaba la atención. No
era solo porque llevaba el título de Patrei. Había una presencia en él,
una intensidad que era a la vez apabullante y seductora. Era alto y
sus hombros eran anchos, pero no era su estatura lo que detenía a la
gente. Se trataba más del ángulo de su cabeza cuando te miraba, la
elevación de su barbilla, la conciencia en sus ojos, la forma en que
podías ver los pensamientos girando detrás de ellos, como un sastre
midiendo antes de cortar la tela. Había precisión en su mirada, y esa
precisión podía atravesarte como tijeras de diamante.
No necesito un forastero, y mucho menos un Vendan, que me diga qué
es lo correcto.
Volvió la cabeza como si sintiera que alguien lo observaba. Desde
el otro lado del jardín, sus ojos se encontraron con los míos. No son-
rió, no ofreció ninguna expresión en absoluto, pero su mirada se de-
tuvo, y luego dijo unas pocas palabras rápidas y dejó al hombre a su
lado, dirigiéndose hacia mí.
Un aleteo me atravesó las costillas. Todavía no estaba segura de
nuestra despedida de hoy. Se había ido abruptamente, y el beso que
había querido controlar se había sentido como cualquier cosa menos
un espectáculo.
—Jase —dije cuando se detuvo frente a mí.
Me miró jamente, su mandíbula apretada, una vena levantada
en su sien, y luego extendió la mano y agarró mi mano.
—Necesitamos hablar. A solas.
Me arrastró, su paso febril, y sentí el aumento de presión en mi
tobillo mientras trabajaba para mantener el ritmo. ¿Había averigu-
ado algo sobre mí? ¿Descubrió las gotas de sangre en el túnel? Corri-
mos por el lado oscuro de Darkco age.
—Jase, ¿qué estás…?
Pero luego, de repente, me llevó a un oscuro hueco abovedado. Se
dio la vuelta, sus brazos apoyados contra la pared a cada lado de mí.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Incluso con la oscuridad ocultándonos, vi la humedad que brilla-
ba en su frente. Una tormenta atravesó sus ojos que no entendí. Tra-
gó y se acercó más.
—Quiero besarte, Kazi —dijo nalmente, su voz era un susurro
—. Y quiero que me devuelvas el beso. Pero esta vez no quiero que
sea porque solo lo estamos aprovechando al máximo. Y no quiero un
beso que sea para mostrar o que tenga alguna condición. Quiero que
me beses solo porque quieres. Porque lo deseas profundamente. Na-
die está mirando ahora. Puedes marcharte y no diré nada. Te lo pro-
meto, no volveré a mencionarlo nunca.
Mi respiración se detuvo en mi pecho. Sabía que lo había besado
voluntariamente hoy, pero había condiciones. Todo sobre nosotros
era tan confuso. No era un beso lo que estaba buscando, no importa
cuán sincero fuera. Buscaba una claridad que no podía ser la nuestra.
—Jase, soy una soldado en el ejército de Vendan. Yo—
—No te estoy pidiendo que seas otra cosa.
—En unas semanas, me iré. Cuando el asentamiento…
—El acuerdo puede llevar más de unas pocas semanas. Y podría
hacer que la reconstrucción dure mucho tiempo.
Sus ojos se clavaron en los míos, buscando por algo claro, seguro,
y simple que el retrasar la reconstrucción no le daría.
¿Qué es esto, Kazi? ¿Qué es esto entre nosotros?
La pregunta seguía ahí, pero su zumbido se había vuelto más fuer-
te. Las brasas ardían en mi estómago. Todavía no tenía respuesta, o
tal vez simplemente no quería una.
—Tengo que volver, Jase. Tenemos poco tiempo…
—Muchas cosas pueden cambiar en unas pocas semanas, Kazi.
Los planes pueden cambiar. No hay garantías. Todos podríamos es-
tar muertos.
Tenía experiencia con los destinos siendo tirados, golpeados y
volteados del revés. Sabía que sería lanada por caminos inesperados.
¿Pero Jase muerto? No él. Su presencia era demasiado plena, demasi-
ado sentida, demasiado—negué con la cabeza, rechazando la posibi-
lidad. Lo que pesaba sobre él era la muerte inesperada de su padre.
Sus hombros se echaron hacia atrás y sus manos se deslizaron de
la pared a sus costados, liberándome como si hubiera recibido su
respuesta. Un tic de rabia palpitó en su cuello.
¡No tengo respuestas, Jase! grité silenciosamente. ¡No para esto!
Empezó a darse la vuelta, pero enganché mi dedo en su cinturón,
deteniéndolo.
Hizo una pausa, sus fosas nasales se dilataron, esperando y con
cautela.
—Un beso no hará que todas nuestras diferencias desaparezcan,
Jase. No lo…
—¡No espero que nuestras diferencias desaparezcan! —siseó—.
¡Solo te estoy pidiendo que seas honesta sobre esto! ¿Dejarías de
pensar en el mañana o dentro de mil días? En este momento, ¡qué
quieres, maldita sea!
Lo miré, incapaz de hablar.
Mi corazón martilleaba salvajemente. ¡Firme! ¡Parpadea al último!
Mis reglas cayeron en caída libre. Sentí que se alejaba de nuevo, y le
di un fuerte tirón a su cinturón, obligándolo a pararse. Mi mirada se
jó en la suya, y todo dentro de mí se dividió en diferentes direcci-
ones.
—Sí, quiero besarte, Jase Ballenger. No para mostrarlo o para ap-
rovecharlo al máximo. Quiero besarte porque te quiero a ti, cada par-
te de ti, incluso las partes que me enfurecen más allá de lo contado,
porque me has infectado con un veneno que no quiero eliminar, por-
que eres una víbora loca girando alrededor de mi cintura, cortándo-
me el aliento, pero te quiero más de lo que quiero respirar. Sí, Jase,
quiero besarte, solo porque quiero, pero lo único que no puedo hacer
es prometerte un mañana.
Me miró jamente y pude ver cada palabra que había dicho pa-
sando por sus ojos. Las midió, les dio la vuelta, las rechazó y las ab-
sorbió. Finalmente, sus hombros se relajaron una fracción de pulga-
da.
—¿Veneno? —Su boca se dibujó en una sonrisa—. Bueno, déjame
contagiarte un poco más.

¿Era posible vivir dos vidas una al lado de la otra? ¿Servir a dos
metas que estaban destinadas a chocar? ¿Tejer mentiras con una ma-
no y desenredarlas con la otra?
Era su amabilidad lo que me había seducido, y ahora todo lo de-
más en él me cautivaba. Estaba bailando con fuego y esperaba no qu-
emarme.
Regresamos a la esta, con las manos entrelazadas, la música más
brillante, la comida más suntuosa, los deseos invisibles en los bolsil-
los. Sé honesta sobre esta única cosa. Y lo era.
A pesar de que las mesas estaban puestas, la cena era un asunto
suelto en curso, carnes traídas de fosos humeantes y más comida ser-
vida en largas mesas a medida que avanzaba la noche. Jase me pre-
sentó a casi todos los presentes, y más de un invitado mencionó su
gratitud por el hecho de que la reina viniera de visita y de gira. La
historia ya había evolucionado.
Cuando nalmente tuvimos un momento a solas, Jase se abalan-
zó hacia un lado y sus labios se encontraron con los míos, fácilmente,
y un cálido rubor se extendió por mi pecho.
—¿Ves con quién está bailando tu amiga? —preguntó.
Miré por encima de su hombro. Era Mason y no parecía muy feliz
con la situación. No era un baile que requiriera mucho toque, un
simple baile country que era común en muchas regiones. Pero Syno-
vé estaba dando muchos pasos en falso, y la versión de Ballenger te-
nía un salto adicional o dos. Synové golpeó juguetonamente las cos-
tillas de Mason mientras giraban. Le ofreció una cortés sonrisa forza-
da a cambio, actuando como el cordial an trión, probablemente por
orden de Jase. Estaba radiante, sus mejillas brillaban de calor, sus
largos cabellos brillaban a la luz de la linterna como mermelada do-
rada, balanceándose al ritmo de las citaras4 y autas. Deseaba poder
ser ella a veces, saltando a cada momento por completo, su alegría
cubriendo la oscuridad que aún acechaba profundamente dentro de
ella.
También vi a Wren.
—Me preocuparía más por Aram y Samuel —contesté. Los vi más
lejos a ambos lados de Wren, uno de ellos tratando de maniobrar al-
rededor de su ziethe cada vez que se volvía.
—¿No están a salvo con ella? —preguntó Jase.
—Por supuesto que no, pero probablemente piensen que eso es la
mitad de la diversión.
Jase sonrió y asintió con la cabeza.
—¿Qué pasa con nosotros? —preguntó—. ¿Deberíamos unirnos a
ellos? Aún no hemos bailado.
Ya había desviado su pregunta dos veces. Una tercera vez sería
obvia. No podía ngir que odiaba bailar. Todavía recordaba haber
enganchado mis manos alrededor de su cuello una noche en medio
de la llanura de Jessop, bailando con él bajo un cielo iluminado por
la luna, la hierba ondeando en nuestros tobillos, grillos acompañan-
do la melodía que tarareaba en mi oído. Le había dicho que no qu-
ería que terminara la noche.
Ahora parecía que esta noche nunca lo haría. Mi tobillo había em-
peorado cada vez más. Estaba rígido y caliente, estaba segura, hinc-
hado, pero no me atrevía a mirarlo debajo de mi vestido. La medici-
na había desaparecido y el dolor estaba dando vueltas alrededor de
mi pierna como un hierro con púas, cada movimiento mordía mi car-
ne. Incluso mi muslo ardía ahora. Una na línea de sudor perlaba la
línea de mi cabello. Cuando Jase comentó sobre mi espalda húmeda,
respondí que la noche era cálida.
—Está bien —respondí—. Unámonos a ellos. —Tal vez un baile
corto sería soportable y el tema sería abandonado. Sin saltos, solo ba-
lanceo.
Solo habíamos dado unos pasos hacia la plaza brillantemente ilu-
minada colgada de linternas cuando Jase se detuvo.
—¿Qué pasa?
—¿Qué quieres decir? —pregunté.
—Estás cojeando.
Lo miré y me quité algunos mechones de cabello húmedo de la
frente. Forcé una sonrisa.
—Son solo estas zapatillas. No me quedan bien…
—Entonces quítatelas. Déjame ayudarte… —Empezó a inclinarse.
—¡No! —dije, demasiado alto. El sudor corría por mi espalda y el
dolor apretaba mi cráneo ahora, y se me ocurrió que tal vez los per-
ros estaban enfermos. Y si…
—Kazi —La mirada de Jase estaba sobria. Él sabía.
Pivotea, Kazi. Él ve tus mentiras.
Mi pie cedió debajo de mí y tropecé hacia adelante, pero Jase me
agarró del brazo antes de que golpeara el suelo. Murmuró en voz ba-
ja mientras me levantaba, luego vio el vendaje.
Lo miré con horror. Estaba ensangrentado.
Las heridas se ltraban.
—¿Qué demonios—?
—Jase, por favor…
Mi rostro brilló con un calor repugnante, y Jase llamó a Tiago y
Drake. Me llevó por un camino oscuro, lejos de los invitados, y le or-
denó a Drake que encontrara a la sanadora y a Oleez. Las puertas se
abrieron de golpe contra las paredes y un largo pasillo se balanceaba
y serpenteaba a mi alrededor. Jase me acostó en un sofá, luego buscó
una almohada para apoyarlo detrás de mi cabeza.
—¿Qué pasó? —demandó. Ya me estaba desenrollando el tobillo.
Deliberé arriesgarme con la verdad, al menos alguna versión de
ella. Un escalofrío se apoderó de mí de repente y luego un violento
calambre en el estómago me dobló. Enfermos. Los perros tenían que
estar enfermos.
Vairlyn, Jalaine y otras dos mujeres se apresuraron a pisarle los
talones a Drake, y la habitación se convirtió en un caos de preguntas.
—Fueron los perros —respondí—. Tenía miedo de decírtelo. Lo
siento.
—¿Qué perros?
—¡Baja la voz, Jase! —ordenó Vairlyn.
—En los túneles —dije—. Yo...
—¿Qué hacías en los túneles?
Jalaine empujó a Jase por el hombro.
—¡Madre dijo que dejaras de gritar!
—Esto es mi culpa —dijo Vairlyn—. Le prometí que le mostraría
la bóveda esta tarde.
—Es culpa de Jase —espetó Jalaine—. Le dije que quería un recor-
rido.
—¡Fuera, Jalaine! —gritó Jase—. Tenemos su ciente aquí sin ti.
—Yo no voy...
—Muévanse a un lado. Denme un poco de espacio. —Una mujer
alta y delgada se abrió paso a codazos y tiró mi vestido más alto, mi-
rando mi pierna—. Sí, de nitivamente ha sido mordida por los ashti.
Mire las arañas subiendo por su muslo. Un sirviente está trayendo
mi bolso.
La atención de Jase saltó de la sanadora a mí.
—Los ashti están mucho más allá de la entrada de la bóveda.
¿Qué te hizo ir tan lejos?
—Me acorralaron. Yo...
—¡No hay letreros que digan bóveda, Jase! —Jalaine interrumpió
—. ¿Cómo lo sabría?
Otro espasmo se apoderó de mi abdomen y Jase estaba gritando
de nuevo, esta vez a la sanadora, al parecer. Al menos creo que lo es-
taba. No estaba segura. Sus labios se movieron fuera de sincronía
con el sonido que estaba escuchando, haciendo eco en largas cintas
distorsionadas.
Me retorcí de dolor, mis dedos se clavaron en mi estómago. Y lu-
ego vi a la Muerte apretujarse en la habitación llena de gente, sonri-
endo, esperando en la esquina, con su dedo huesudo apuntándome.
Tú eres la siguiente.
—No —grité—. ¡Aún no! ¡Hoy no!
El espasmo nalmente pasó y vi una mano deslizar el aire, golpe-
ando un lado de la cabeza de Jase. Su madre.
—¡La escuchaste! ¡Muévete a un lado! Dale espacio a la sanadora
para trabajar.
La sanadora acercó un vaso a mis labios, animándome a beber un
líquido azul amargo. Me atraganté mientras lo tragaba.
—Esto ayudará. Ahí, ahora, tranquila. Otro sorbo. Así es.
Usó más polvo azul para hacer una pasta y la aplicó a las heridas
de mi pierna. La escuché gemir.
—Esta tendrá que ser cosido. Eh, aquí hay otra. ¿Qué estabas pen-
sando, niña? Toma, toma un sorbo de esto ahora. Te disgustará mi-
entras coso esto. El antídoto debería entrar en vigor pronto. Estarás
bien por la mañana.
—¿Antídoto?
—Los perros que te mordieron son venenosos —dijo Jase—. Sin el
antídoto, estarías muerta al nal de la semana. Es una muerte larga y
agonizante.
¿Perros venenosos?
El pensamiento se perdió en una nube de otros pensamientos,
mis párpados se volvieron pesados. Lo último que vi fue un tenue
destello de acero y un hilo que le atravesaba el ojo.

4 La cítara o cithara es un instrumento de cuerda de la Antigua Gre-


cia similar al arpa y la lira.
CAPITULO 29
JASE

La cabeza de Kazi descansaba contra mi pecho, profundamente


dormida mientras la llevaba de regreso a su habitación, pero palab-
ras preocupadas salieron de sus labios, No me lastimes… No tengo na-
da… Por favor… no lo hagas. Murmuró palabras similares en el salón
mientras la sanadora la cosía. Por favor, no me lastimes. Sus palabras
habían traído un silencio estrepitoso a la habitación.
— Shhh —susurré mientras dábamos vuelta por el último pasillo
—, nadie te va a hacer daño. —Cuando llegamos a su habitación, su
expresión se había relajado y estaba en silencio, sumida en un sueño
profundo e inconsciente. Todavía no sabía cómo me ocultó las heri-
das durante la mitad de la noche. Las picaduras por sí solas debían
ser insoportables, pero el veneno…
Mi madre caminó delante de mí y abrió la puerta del dormitorio.
Llevé a Kazi adentro y la acosté en la cama. Ella no movió una pesta-
ña. Busqué el pulso en su cuello. Fue lo único que me dijo que estaba
viva.
—Es el elixir del sueño —dijo mi madre, como si pudiera leer mi
mente.
Ambos nos quedamos allí durante largos y tranquilos minutos,
mirándola.
Yo también sabía lo que estaba pensando mi madre. Sylvey.
Su color no era el mismo, pero mientras dormía, Kazi todavía se
parecía a ella en muchos sentidos. Pequeña, vulnerable, engullida
por un mar de sábanas arrugadas. Sylvey tenía once años cuando
murió. Yo fui quien la llevó del baño de hielo a su cama. Ella murió
en mis brazos.
Toma mi mano, Jase. Prométeme que no te soltarás, había llorado con
sus últimas fuerzas. No dejes que me pongan en la tumba. Tengo miedo.
Pensé que solo eran palabras delirantes provocadas por su ebre.
Deja de hablar así, hermana. Vas a estar bien.
Prométemelo, Jase, no me pongas ahí. No en la tumba. Por favor, promé-
temelo.
Pero no se lo prometí. Sus labios estaban pelados y pálidos, sus
ojos hundidos, su piel húmeda, su voz ya era un fantasma, todos sig-
nos de que estaba dejando este mundo. Pero me había negado a ver.
No aceptaba que un Ballenger pudiera morir. Especialmente no
Sylvey.
Vete a dormir, hermana. Dormir. Estarás bien por la mañana.
Entonces se había relajado en mis brazos. Pensé que estaba dur-
miendo. Mi madre había salido de la habitación solo unos minutos
para ver cómo estaban mis hermanos y mi hermana, que también es-
taban enfermos. Cuando regresó, Sylvey estaba muerta en mis bra-
zos.
Mi madre secó la frente de Kazi con un paño.
—Fuiste duro con ella —dijo.
—Solo estaba tratando de obtener respuestas.
—Lo sé. —Acercó un taburete a la cama—. Y estabas asustado.
Me sentaré con ella. Ve a buscar tus respuestas.

El aire estaba húmedo, como siempre lo había estado aquí, como


si el frío aliento de los muertos todavía otara aquí en la oscuridad,
incapaz de escapar. Los túneles eran a la vez santuario y prisión, co-
mo las tumbas de las que Sylvey había rogado que la salvara. Escuc-
hé el silencio, el sonido solitario de mis botas arrastrando los pies
sobre los adoquines, e imaginé a Kazi deslizándose por aquí sin ser
detectada. El túnel estaba desierto ahora excepto por los guardias en
la entrada, pero hoy, cuando ella había pasado, tenía que haber pasa-
do docenas de trabajadores, ¿y ninguno la había detenido?
Aun así, miré los vagones estacionados a lo largo del perímetro,
los pallets, las sombras, todo brindando lugares para esconderse si
tenías cuidado, y solo había un número de pasos libre desde el patio
de trabajo hasta la T, donde se rami caba otro conjunto de sistemas
de túneles fuera del principal. Me detuve en la cresta descolorida
que marcaba la entrada, apenas iluminada con la luz de la linterna,
lo único que indicaba que la bóveda estaba por aquí.
Fuiste duro con ella.
Recordé haber gritado, sintiéndome fuera de control. Un minuto
había estado pensando en bailar, y al siguiente estaba desenvolvien-
do una tela ensangrentada de su pierna mientras ella se doblaba de
dolor. Justo debajo de mi nariz estaba pasando algo y no lo había
visto. Tenía miedo de decírtelo. ¿Me había negado a verlo? Pensé en su
espalda húmeda. También había notado la línea de gotas de sudor en
su frente. Es la noche cálida. No hacía tanto calor y había una brisa.
Pero había aceptado su explicación y me dejé distraer por otros de-
talles.
Pasé por la entrada de la bóveda y caminé hasta el nal donde el-
la había ido, mucho más lejos del camino. Doblé la última esquina y
ladré una orden a los perros que no podía ver. Salieron de sus nichos
para saludarme, gimiendo y chillando, meneando sus colas, esperan-
do que les rascara detrás de las orejas. El ashti se parecía a cualquier
otro perro, aunque más cercano al tamaño de un lobo rojo, y astuto.
Podrían haberla matado. Habían matado antes. Sus re ejos tenían
que haber sido rápidos para escapar de ellos.
Los perros mantenían alejados a los intrusos, pero la mayoría de
los posibles intrusos estaban mucho más aterrorizados de morir a ca-
usa de su mordedura venenosa que de ser destrozados. Era una for-
ma desagradable de morir y no muchos tenían el antídoto. Venía del
lejano norte de donde eran los perros. Los comerciantes de Kbaaki
nos los habían regalado hace generaciones después de que les dimos
refugio durante una tormenta de nales de invierno. El antídoto de
la savia de leche no crecía aquí, y los Kbaaki todavía nos traían un
suministro una vez al año cuando hacían su peregrinaje hacia el sur.
Me agaché, sosteniendo la antorcha más cerca del suelo. Se había
marcado una mancha. Se había tomado el tiempo de limpiar la sang-
re, tratando de cubrir sus huellas. ¿Por qué?
Las palabras de Mason me picaron una y otra vez, como una avis-
pa que no muere.
No se puede con ar en ella.
Me acerqué a la puerta y revisé la cerradura. Era segura y parecía
no haber sido alterada. Me volví y rasqué a cada perro detrás de la
oreja, y ellos se quejaron de agradecimiento.
Era cierto, la bóveda no estaba marcada. Tenías que saber a dón-
de acudir, pero ¿qué la hizo pasar por otros dos pasajes y venir hasta
aquí? ¿Solo curiosidad? Le había hablado de la bóveda en los prime-
ros días que estuvimos juntos. Le había fascinado, la idea de un refu-
gio excavado en una montaña de granito y la historia y las historias
que comenzaron allí. Aunque sabía que ella no lo creía todo, me
alegré de que se hubiera interesado genuinamente. No fue sorpren-
dente que ella quisiera visitar la fuente de mis a rmaciones, y ya de-
bería haber sabido que Kazi no esperaba el permiso para nada.
Asegúrate de ahorrar tiempo para un recorrido, Jase. Kazi quiere ver la
bóveda. Jalaine había intentado decirlo con despreocupación cuando
se dirigía a la arena esta tarde, pero su tono estaba lleno de orgullo.
Kazi era Vendan, una forastera, y quería ver la bóveda. Fue un reco-
nocimiento que para nosotros era una muestra de respeto. Y para
Jalaine, supuse, llevó a Kazi más profundamente a nuestro círculo
íntimo: la bóveda eran nuestros comienzos, donde comenzó nuestra
educación, la fuente de gran parte de nuestra historia.
Sin la bóveda, ninguno de nosotros estaría aquí. Ahora no era
más que una reliquia polvorienta, casi abandonada. Nash y Lydia to-
davía hicieron algunas transcripciones allí, como todos habíamos
hecho una vez, pero yo no había estado dentro en meses. A pesar de
los muebles rotos y deteriorados, todavía era notable en muchos sen-
tidos, la ltración natural de la montaña aún proporcionaba aire fres-
co y agua, pero más allá de eso era inhabitable, en parte por diseño.
Estaba destinado a ser recordado como lo era antes.
Es culpa de Jase.
Regresé a la casa principal. Los criados seguían limpiando los jar-
dines después de la esta, todos los invitados se habían ido o se ha-
bían retirado a Greycastle. Wren y Synové casi habían arrancado a
Kazi de mis brazos cuando irrumpieron en el salón y la vieron. Allí
no había con anza, y asumieron lo peor hasta que vieron a la sana-
dora y las heridas cosidas de Kazi. Entonces una expresión de culpa
se apoderó de ellas. Sabían que la habían mordido, pero tampoco dij-
eron nada. Por supuesto, no tenían forma de saber que las mordedu-
ras de los perros eran mortales. Una vez aseguradas que estaría bien,
permitieron que una tripulación las escoltara de regreso a la posada.
Abrí la puerta de la habitación de Kazi. Mi madre todavía estaba
sentada en el taburete y Oleez estaba en la silla al otro lado de la ca-
ma. Noté que el vestido de Kazi había sido quitado y reemplazado
por un camisón, y que su cabello estaba suelto desde la parte superi-
or de su cabeza, cayendo en ondas sueltas sobre su almohada.
—Me sentaré con ella ahora —dije—. Se pueden ir.
Una vez que se fueron, me acerqué y miré a Kazi, todavía perdi-
da en su drogado mundo de sueños, su pecho elevándose en suaves
respiraciones tranquilas.
¿Estabas mirando mi pecho?
Recordé cuando me sorprendió en esta confesión, cómo me había
tropezado con mis palabras tratando de explicar, como si tuviera do-
ce años. Ambos habíamos descon ado el uno del otro entonces. Ese
día ya parecía hace cien años.
Me quité las botas y me acomodé en la cama junto a ella, acercán-
dola. Ella se acurrucó con un suave murmullo, su brazo rodeando el
mío.
Me has infectado con un veneno que no quiero eliminar.
Me acosté junto a ella, y aunque la sanadora me aseguró que esta-
ría bien, presioné mis dedos en su muñeca, sintiendo el latido de su
pulso.
No puedo prometerte ningún mañana.
Y eso era todo lo que quería.
CAPÍTULO 30
KAZI

Cuando me había movido en las horas previas al amanecer esta


mañana, era un recuerdo, un olor, un toque. Jase. Estaba besando mi
cuello; bailamos bajo la luna; apretó un tallo de deseo en mi tobillo;
susurraba sobre los mañanas. Pero cuando abrí los ojos para alcan-
zarlo, él no estaba ahí, y la pesadilla de la noche anterior me inundó
de nuevo. ¿Lo había soñado todo?
El espantoso dolor de los calambres había desaparecido, pero cu-
ando moví los dedos de los pies sentí un dolor rígido. Recordé la ira
de Jase y sus preguntas acusadoras, y cuando entró por la puerta con
una bandeja de desayuno unos minutos más tarde, me preparé para
lo peor. En cambio, dejó la bandeja en una mesa auxiliar y no menci-
onó la última parte de la noche en absoluto, pero la tensión de lo que
no estaba diciendo se mostró en sus rígidos movimientos.
—Jase, lo de anoche…
—Lamento haber gritado —dijo—, especialmente porque tenías
tanto dolor. Debería haberte advertido sobre los perros. Tal vez en-
tonces no habrías evadido a los guardias.
Ah, ahí estaba. Una acusación expresada en disculpa.
—No evadía a los guardias, Jase. Pasé junto a ellos y no me detu-
vieron. Supongo que con toda la actividad no me notaron. No sabía
que necesitaba permiso para visitar la bóveda. ¿O sí?
Mil preguntas se arremolinaron detrás de sus ojos. Volvió a mirar
la bandeja y me sirvió té caliente.
—Planeo llevarte ahora mismo. ¿Puedes?
¿Ahora? Sabía que mi respuesta tenía que ser sí. Rápidamente de-
voré mi desayuno y salimos hacia la bóveda. Todavía cojeaba, pero
se veía peor de lo que sentía. Jase redujo el paso mientras caminába-
mos.
Dimos la vuelta por el primer pasillo y nos detuvimos a unos ve-
inte metros cuando llegamos a una enorme puerta de acero. Giró la
rueda en el medio de ella, y parecía siempre delante de un fuerte
golpe seco, chink, y zas sonaba, como si cien cerraduras se hubieran
deslizado fuera de su lugar.
—Retrocede —aconsejó.
La puerta parecía demasiado grande para que él pudiera jalarla
por sí mismo (era el doble de su altura y lo su cientemente ancha co-
mo para que pasaran dos carros) pero se movía con facilidad al to-
carla. Se abrió, como las fauces interminables de alguna antigua bes-
tia hambrienta, y reveló una caverna oscura detrás. La edad mohosa
del mundo detrás de la puerta se extendió, agarrándome con antici-
pación. Si los fantasmas caminaban por algún lado, era aquí.
—Espera —dijo Jase, y se deslizó dentro. Escuché algo de movi-
miento, y luego un destello de luz fue seguido por un estallido de
iluminación que alumbró toda la caverna con un inquietante resp-
landor amarillo.
Me hizo señas para que entrara y me explicó que había un siste-
ma de iluminación aquí que usaba miles de espejos. Una sola linter-
na podría iluminar una habitación entera.
Ante nosotros había un pasillo que estaba toscamente excavado
en la montaña de granito, y a ambos lados de este se alineaban estan-
tes de acero vacíos. Al menos la mitad de ellos estaban derrumbados
en montones. Las vigas oxidadas sobresalían hacia arriba como hu-
esos rotos.
—Los alojamientos familiares están en mejor forma. Por aquí —
dijo.
—¿Qué hay de eso? —pregunté, señalando otra puerta de acero.
—Lo llamamos invernadero —dijo—, pero es solo una cueva. La
única otra forma de entrar es a través de un agujero a unos treinta
metros de altura, pero deja entrar su ciente agua y luz solar para
mantener el resto verde —dijo que estaba cubierto de maleza y algu-
nos animales como serpientes, tejones y ardillas que sobrevivieron a
la caída a través del agujero. Una vez se encontraron con un oso
Candok herido. Los primeros Ballengers buscaron alimento allí y de
hecho cultivaron algunas cosas para sobrevivir—. Te lo mostraré en
otra ocasión. No entramos a menos que estemos armados con lanzas
y redes.
Dimos la vuelta por otro pasillo y llegamos a una puerta más pe-
queña y corriente. Jase la abrió y encendió otra linterna.
No fue lo que esperaba. Un escalofrío recorrió mi columna ver-
tebral. Los gruesos marcos de metal de cientos de literas se alineaban
en las paredes como un cuartel del ejército. Algunos estaban der-
rumbados, pero la mayoría se mantenían rmes como si todavía es-
tuvieran esperando a los ocupantes. Los colchones estaban carcomi-
dos por el tiempo y de los marcos colgaban nos lamentos como
faldas fantasmales. Las paredes lisas eran de un misterioso gris mo-
teado.
—¿Qué es este lugar? —pregunté nalmente.
—Aquí es donde empezó —respondió—. Era un refugio destina-
do a cientos. Solo veintitrés lo lograron.
—¿Pero la escritura? —dije mientras caminaba por el pasillo entre
las camas. Garabateadas en cada centímetro de las paredes había pa-
labras. Miles de palabras escritas en un idioma que no conocía. Jase
dijo que era la versión más antigua de Landese, que había cambiado
a lo largo de los siglos, pero reconocí nombres, que no habían cambi-
ado. Vi a Miandre y Greyson. Más nombres, Leesha, Reyn, Cameron,
James, Theo, Fujiko, Gina, Razim.
—Fue el último pedido de Aaron Ballenger: escribirlo todo tan bi-
en como pudieran recordar. Lo hicieron. No había papel, así que
usaron las paredes. Hay más. Por aquí.
Me llevó a otra habitación y a otra. Una cocina, un estudio, una
enfermería, todo cubierto de palabras. No había ninguna razón para
saber dónde o cómo escribieron. Algunas frases se extendían a lo lar-
go de la habitación en grandes letras mayúsculas. Otras eran pequ-
eñas bolas de oraciones, apenas legibles.
—¿Todas estas habitaciones? ¿Con suministros? ¿Y no había pa-
pel?
—Lo quemaron como combustible. —Señaló los estantes vacíos
del estudio—. Estos probablemente estaban llenos de libros. Estuvi-
eron atrapados en el interior durante mucho tiempo. Los carroñeros
los esperaban afuera.
—¿Sabes lo que dice todo esto?
Asintió y miró un grupo de palabras junto a él.
—Este es uno de mis favoritos. —Me lo tradujo.
Odio a Greyson. Mira por encima de mi hombro mientras escribo esto.
Quiero que él lo sepa. Lo odio con el calor de mil carbones encendidos. Es
cruel y salvaje y merece morir.
—Miandre, 13 años
—¿Pero no eran ellos…?
Jase sonrió.
—Años después. Supongo que cambió de opinión.
—Todavía no dice mucho de su venerado líder.
—Tenía catorce años. Los mantuvo a todos con vida. Eso lo dice
todo.
—¿Por qué escriben sus edades después de cada entrada? —pre-
gunté.
—Esto podría explicarlo. —Cruzó la habitación hasta la pared
opuesta y se agachó para leer una entrada cerca del suelo.
Hoy es el cumpleaños de Fujiko. Miandre hizo un pastel con una ración
de harina de maíz. Ella dice que los cumpleaños solían celebrarse y debemos
hacer lo mismo porque no sabemos cuántos más tendremos. Cada año es
una victoria, dice.
Después de comernos el pastel, escribo todas nuestras edades después de
nuestros escritos.
Algún día todos escribiremos 20, 30 o 40, les digo a todos.
Para entonces se nos acabarán las paredes, dice Miandre.
Para entonces tendremos nuevos muros, respondo.
Es la primera vez que pienso en un futuro en un mundo que siempre ha
sido después. Tor’s Watch es nuestro nuevo comienzo.
—Greyson Ballenger, 15 años
—¿No te parece extraño que escribieran sus pensamientos en las
paredes para que todos los vieran?
—Creo que todo en sus vidas fue extraño. Vivir aquí era extraño.
Quizás, cuando luchas por sobrevivir, necesitas compartir cosas con
otras personas, incluso tus secretos más profundos.
Sabía que no era un accidente que sus ojos se posaran en mí con
sus últimas palabras. Excavando. ¿Todavía sospechaba algo sobre mi
encuentro con los perros?
—Quizás —respondí.
—No siempre podemos juzgar un mundo por el nuestro. Intento
verlo a través de sus ojos, no de los míos.
Caminó hacia otra pared y me leyó más. Solo seis de los que viví-
an aquí fueron testigos de las estrellas que cayeron. El resto nació
más tarde. De los seis, solo unos pocos (Greyson, Miandre, Leesha y
Razim) tenían algún recuerdo del mundo de los Antiguos. Vieron las
ruinas antes de que fueran ruinas. Vivían en las torres brillantes que
se elevaban hacia el cielo, volaban en carruajes alados y recordaban
todo tipo de magia que los Antiguos controlaban con las yemas de
los dedos: la luz, las voces, doblando las leyes de la tierra y eleván-
dose por encima de ella. Una cosa era segura, estos eran niños que li-
deraban y protegían a otros niños de los depredadores.
Explicó mucho sobre los Ballengers.
Me hizo preguntarme si su a rmación era cierta, que eran el pri-
mer reino. Tor’s Watch parecía haber comenzado menos de una dé-
cada después de la devastación. Morrighan se estableció seis décadas
después de eso. Los otros reinos, siglos después. Cuando Pauline nos
contó por primera vez historias diferentes de las que conocían los
Vendans, recordé que todos habíamos sido escépticos.
Jase cruzó la habitación para leer más entradas en la pared.
Prometieron que se irían si les dábamos suministros. En cambio, apuña-
laron a Razim y trataron de tomar más. No sabemos si vivirá. Ya no soporto
el llanto. La bóveda está llena de camas, pero sin armas. Utilizo herramien-
tas para romper una y levantar el metal hacia arriba, probándolo con mi
brazo. Si fuera a lado, sería una buena lanza, y cientos de camas podrían
hacer cientos de lanzas.
—Greyson, 15
Razim se ha recuperado. Es un Razim más furioso y duro. Ahora a la
lanzas todo el día. Yo le ayudo. Nunca habrá su ciente, porque siempre vi-
enen más carroñeros.
—Fujiko, 12
Mi abuelo fue un gran hombre y gobernó una gran tierra. Lleva muerto
un año. Si alguna vez salimos de aquí, volveré al lugar donde murió y le da-
ré un entierro. Apilaré rocas en su honor. No soy un salvaje como piensa
Miandre, pero a veces me veo obligado a tomar decisiones salvajes. Hay una
diferencia.
—Greyson, 15
Miré hacia arriba para ver a Jase estudiándome. No me estaba le-
yendo los pasajes, sino recitándolos de memoria. Sus hombros esta-
ban nivelados, su barbilla levantada, su postura era como una pared
que no se podía mover.
—¿Por qué me trajiste aquí, Jase?
—Quiero que conozcas nuestra historia y comprendas un poco
más sobre quiénes somos antes de partir.
—¿Partir? ¿Qué quieres decir?
Lo expuso rápidamente. Habían llegado los suministros y esta
mañana nos íbamos al lugar del asentamiento. El tiempo era bueno.
Las cosas estaban tranquilas aquí por ahora, pero, aun así, no podía
irse por más de un día.
—Pero tu dijiste—
—No más de un día, Kazi. Acepté ayudar. Lo haré. Cavaré uno o
dos postes de la cerca y me aseguraré de que los planes estén estab-
lecidos, pero mañana por la mañana tengo que regresar a Tor’s
Watch. Mis más grandes responsabilidades están aquí. Ya me he ido
demasiado tiempo. No puedo dar la vuelta y desaparecer durante
días de nuevo.
—¿Y quién se asegurará de que se haga el trabajo?
—Uno de mis hermanos o alguien en quien confío siempre estará
supervisando.
Puse los ojos en blanco.
—No Gunner, espero.
—Él hará lo que le pida.
—Así es. Eres Patrei. Para que lo sepas, los títulos no impresionan
a los Vendans.
—Entonces tenemos algo en común.

Cuando salimos de la bóveda, me detuve y miré hacia el lado


opuesto; en algún lugar al nal de este largo y oscuro túnel había
una puerta cerrada con llave, perros venenosos y quizás secretos ve-
nenosos.
—Adelante —dijo Jase—. Pregunta.
—¿Qué hay detrás de la puerta?
—Nosotros, Kazi. Estamos detrás de la puerta. No hay nada al ot-
ro lado. Es solo otro portal de entrada y salida de Tor’s Watch. Toda
buena fortaleza tiene más de una salida. De lo contrario, podrías qu-
edar atrapada. Conduce a un camino que baja por la parte trasera de
Tor’s Watch. Es estrecho y más traicionero, pero es una salida. O una
entrada. Tenemos que mantenerlo vigilado.
¿Una salida? Había imaginado algo mucho más siniestro al otro
lado de la puerta, como una gran habitación oscura con Illarion sen-
tado en el centro escondiéndose del mundo. Pensé en el embajador
al que había apuñalado por error y en el rostro que había buscado
una y otra vez que nunca se materializó. Me preguntaba si el capitán
también podría ser un fantasma esquivo, que no se escondía detrás
de ninguna puerta, tan lejos de este mundo como el rostro que me
perseguía.
La delgada línea de luz que vi podría haber sido de la luz del sol
brillando detrás de ella. Y había sentido una corriente de aire que ve-
nía de debajo. Quizás cuadró. Tal vez fuera un portal simple, custo-
diado por perros tal como lo estaban las puertas de entrada.
—Cuando regresemos, te lo mostraré. Ahora no hay tiempo.
Asentí. Presionar revelaría que había estado buscando algo y no
solo que estaba perdida, y como él estaba dispuesto a mostrármelo,
no parecía que estuviera escondiendo nada.
Pero cuando llegamos al túnel principal, noté que había un guar-
dia apostado en la entrada que no había estado allí antes.
—¿Un nuevo guardia? —pregunté.
—Siempre ha habido un guardia apostado aquí. Debe haberse
alejado cuando pasaste ayer.

Con cada kilómetro que recorríamos, la tensión se hacía más es-


pesa. Jase se adelantó con sus hermanos. Más nos seguían: straza y
conductores con vagones vacíos para llevar a los Vendans y sus per-
tenencias al nuevo sitio. Jalaine y Priya también habían querido ve-
nir, pero Jase dijo que necesitaba que sus músculos vigilaran los lib-
ros y los tratos en la arena más de lo que los necesitaba ensamblando
gallineros o cavando postes de cerca.
Incluso Aram y Samuel, que eran, por mucho, los más cordiales
de los chicos, estaban rígidos y en su mayoría silenciosos. Solo habí-
an mirado a Wren una vez. Ahora estaba claro que lo que Jase quería
que yo entendiera esta mañana era que, aunque los Ballengers
cumplirían su parte del acuerdo, no iban a ngir estar felices por eso.
—Debería ser un momento muy divertido cuando sirvamos la ce-
na esta noche —bromeó Synové. Jase había insistido en que Wren y
Synové también vinieran, como amortiguadores adicionales entre los
Ballengers y los colonos.
Fue difícil para las tres hablar libremente mientras cabalgábamos.
Un viento fuerte a nuestras espaldas alejaba nuestras palabras.
—Parece que has perdido algunos admiradores —susurré.
Wren resopló como si no le importara.
—¿Alguna vez averiguaste quién era quién? —pregunté.
—Tranquila —respondió Wren—. Samuel tiene pestañas más lar-
gas que Aram. Desde atrás, se trata de los rizos del cabello. —Hizo
un gesto a los chicos que iban a ambos lados de Mason—. Samuel a
la derecha. Aram a la izquierda.
Ambos tenían el pelo lacio.
Synové y yo nos miramos, desconcertadas, luego nos reímos.
A pesar de lo descontentos que estaban los chicos Ballenger por el
día, Synové estaba exultante. No le preocupaba que su voz fuera no
se escuchara y, de hecho, a veces ese era su punto. Habló sobre la
extrema estupidez de tener perros venenosos, la superioridad del
acero de Vendan y lo perfectamente que le quedaba el vestido anoc-
he, tan suave como la mantequilla. Más de sus burlas estaban dirigi-
das a Mason. Él la ignoró por completo, pero sus reacciones aún se
podían ver en la inclinación de su cabeza, como si estuviera trabajan-
do para liberar un nudo torcido. Habló de su delicadeza como baila-
rín, de que sería bueno si no fuera por sus cuatro pies. Eran bastante
grandes y siempre estorbaban.
—Y mira eso —dijo Synové en voz alta—. Ojalá alguien lo hiciera
detenerse. ¡No puede apartar los ojos de mí!
Mason, como era de esperar, sacudió la cabeza con frustración,
sin duda contando los kilómetros hasta que llegamos al asentamien-
to. Todas reímos en silencio.
Cuando nos acercábamos al asentamiento de Vendan a media
mañana, Jase galopó de regreso a donde yo cabalgaba. Se acordó que
debería acercarse al asentamiento conmigo a su lado, mientras sus
hermanos y el resto se quedaban atrás —incluido su straza— para que
no pareciéramos un ejército hostil descendiendo sobre ellos.
—Es la hora. Nos estamos acercando —dijo, y yo avancé con él.
Tenía la mandíbula apretada. Esto iba en contra de todo lo que
creía. Lo vio como una recompensa a las personas que habían traspa-
sado la propiedad.
—Recuerda, Jase. No es o cialmente tu tierra. Es parte del Cam
Lanteux y les fue otorgado por el Rey de Eislandia. Ellos también ti-
enen una razón para estar enojados.
Sabía que era un punto doloroso para él, pero tenía que decirlo.
Así como él había querido que yo entendiera la mentalidad de su fa-
milia esta mañana, necesitaba que él entendiera la mentalidad de Ca-
emus y los demás. No iba a ser recibido con los brazos abiertos ni
con gratitud.
Se quedó en silencio y sus ojos permanecieron jos en las colinas,
esperando que el asentamiento emergiera detrás de una de ellas.
—¿Cómo está tu tobillo? —preguntó nalmente.
—Mejor que tu mandíbula.
Se volvió y me miró.
—¿Qué?
—Deja de apretarla.
Sus ojos estaban helados y su mandíbula permanecía rígida.
Por n, el asentamiento apareció a la vista. Nuestra larga la de
caballos y carros tenía que ser un espectáculo formidable. Uno a uno,
los colonos se reunieron frente a sus casas cargando azadones, palas
y picas. Cuando todavía estábamos a una buena distancia, Jase le-
vantó la mano hacia la línea de los que estaban detrás de nosotros
como una señal para detenernos y esperar.
A medida que nos acercábamos, Jase se detuvo para mirar el gra-
nero, quemado hasta las vigas, un esqueleto descomunal listo para
caer en un viento fuerte. A continuación, sus ojos recorrieron los co-
bertizos carbonizados y luego los establos que estaban notablemente
vacíos. Solo unas pocas gallinas picoteaban y arañaban cerca de un
comedero. La hierba quemada llegaba hasta las casas. Lo único que
era verde era el pequeño huerto que habíamos visto cavando a Ca-
emus la última vez que estuvimos aquí. Los colonos parecían dispu-
estos a defenderlo hasta la muerte.
—¡Watavo, kadravés! —llamé—. Sava Kazi vi Brightmist. Le ne porc-
hio kege Patrei Jase Ballenger ashea te terrema. Oso tor.
Caemus miró a Jase.
—¡Riz liet katande chaba vi daka renad!
Miré a Jase pero no me atreví a traducir.
—Está feliz de verte —le dije.
Jase frunció el ceño y se bajó de su caballo, sin pasar por mi medi-
ación.
—¿Entiendes Landese? —le preguntó a Caemus.
—Lo entendemos —respondió Caemus.
—Bueno. Y conozco Vendan su ciente como para saber cuándo
me han llamado idiota. Aclaremos esto ahora mismo, Caemus. Te
voy a ofrecer un trato, y es fantástico. Pero solo es bueno por este mi-
nuto, ahora mismo, aquí mismo, y nunca volverá a suceder porque
espero no volver a verte nunca más después de hoy. Los vamos a
mover. Todo. Y vamos a reconstruir su asentamiento en un terreno
mejor que está lejos de nosotros. —Jase escupió los términos y detal-
les con rmeza, luego tomó otro largo y escrutinio escaneo de los
edi cios quemados—. Tomamos tu Shorthorn como pago por la ent-
rada ilegal, pero no hicimos esto y no sabemos quién lo hizo. Intenta-
remos asegurarnos de que no vuelva a suceder, pero si alguna vez
nos vuelven a acusar erróneamente, será más que un granero lo que
perderán. ¿Aceptas o no?
Antes de que Caemus pudiera responder, un niño que estaba pa-
rado detrás de él corrió hacia adelante empuñando un palo y golpeó
la rodilla de Jase con él un fuerte smack.
Jase se inclinó, hizo una mueca, maldijo, agarró su rodilla con una
mano y tiró al chico por el cuello con la otra.
—Tu pequeño—
—¡No le hagas daño! —dijo Caemus, dando un paso adelante.
Jase pareció desconcertado por la orden de Caemus, pero volvió
su atención al chico.
—¿Cuál es tu nombre? —gruñó.
El niño era más pequeño que Nash, y aunque un hombre enojado
lo sujetaba por el cuello, sus grandes ojos marrones todavía estaban
llenos de desafío.
—¡Kerry de Fogswallow! —replicó él.
—Bueno, Kerry de Fogswallow, tú personalmente me ayudarás a
cavar postes para cercas. Muchos de ellos. ¿Entiendes?
—¡No te tengo miedo!
Los ojos de Jase se entrecerraron.
—Entonces supongo que tendré que trabajar más en eso.
Los ojos del chico se abrieron un poco más. Jase lo soltó y el niño
corrió detrás de Caemus.
—Aceptamos —dijo Caemus.
Solté un suspiro controlado. Como diría Synové, esto era un co-
mienzo alegre.
La siguiente hora la pasé recorriendo la propiedad, haciendo in-
ventario, evaluando lo que se podía salvar, cargando herramientas y
pollos, granos y cajas, platos y personas. Mientras los hermanos ins-
peccionaban los terrenos, sentí que había una conciencia alecciona-
dora del poco tiempo que les llevó recolectar todos los bienes terre-
nales de los Vendans. A veces, Jase simplemente miraba jamente,
como si estuviera tratando de averiguar por qué estaban aquí. Miró
las ataduras de los huesos colgando de sus caderas también. Los
Vendans no los usaban en la ciudad debido a la atención que atraían,
pero aquí los huesos resonaron a sus costados como un recuerdo del
sacri cio.
Wren, Synové y yo rápidamente ayudamos a algunas mujeres a
arrancar frijoles maduros del jardín, desenterrar tubérculos y luego
colocarlos en barriles con paja. Sacamos las hierbas, los cepellones y
todo, y las colocamos en cajas para replantarlas más tarde. Todo lo
que pudieran llevarse, se lo llevarían. Mientras trabajábamos, vi a
Jase, Gunner y Mason subiendo una colina a cierta distancia. Parecía
extraño porque no había nada ahí fuera, ni dependencias ni ganado.
Llevaban piedras en las manos y cuando llegaron a la cima las colo-
caron sobre un montículo de rocas que yo no había notado antes.
Cuando regresaron de la colina, le pregunté a Jase al respecto. Di-
jo que era un monumento que marcaba el lugar donde Greyson Bal-
lenger había cubierto a su abuelo muerto con piedras para evitar que
los animales se llevaran el cuerpo.

El nuevo sitio estaba a quince millas al sur, pero con tantos car-
ros, suministros y caballos, tomó toda la tarde llegar allí. En el largo
viaje, Jase y yo viajamos juntos a la cabeza de la caravana. Estaba
mayormente callado, todavía enfrascado en algo.
—¿Entonces entiendes algo de Vendan después de todo? —pre-
gunté.
Sacudió la cabeza y sonrió.
—No, pero algunas palabras no necesitan interpretación. Todo
está en la entrega.
—Bueno, fuiste asombrosamente preciso. Supongo que tampoco
es difícil interpretar un palo en la rodilla. ¿Cómo va?
—Tengo un nudo decente. Tengo suerte de que el pequeño demo-
nio no me rompiera la rótula.
—Supongo que él es el afortunado de librarse de cavar postes de
cerca.
—Será bueno para él. Primero alimentaremos a todos. No pueden
cavar con el estómago vacío —extendió la mano detrás de él y co-
menzó a hurgar en su mochila—. Casi lo olvido. Quería darte esto
antes. —Me entregó una pequeña canasta con tapa—. Adelante. Áb-
rela.
Quité la tapa y miré boquiabierta el pequeño cuadrado.
—¿Es esto lo que creo…? —Acerqué mi nariz para tomar una bo-
canada profunda.
—Pastel de salvia —con rmó Jase.
—¡Lo recordaste! —Rompí una esquina y me la metí en la boca.
Gemí de placer. Fue tan celestial como lo recordaba. Lamí las migas
de mis dedos—. Mira —le dije, inclinándome y metiendo un trozo en
su boca. Él asintió con la cabeza, tragando saliva, pero claramente no
lo amaba tanto como yo—. ¿Cómo? —pregunté. ¿Dolise…?
—No. Contraté a una cocinera nueva. Puedes agradecerle tú mis-
ma cuando volvamos a Tor’s Watch.

Entramos en un valle amplio y apacible. Colinas bajas cubiertas


de bosques estaban a un lado, un río serpenteante al otro, y una hier-
ba oscura y exuberante que aún no estaba marrón por el verano on-
deaba debajo de nosotros. Cuando vi los vagones de suministros a lo
lejos, supe que este era el sitio. A estas alturas Caemus cabalgaba a
nuestro lado, y todos nos detuvimos para asimilarlo. Era impresi-
onante. Caemus se bajó de su caballo y agarró una pala de un carro.
La empujó en la tierra y le dio la vuelta, revelando un trozo de suelo
oscuro, rico y arcilloso. Se desmoronó fácilmente cuando pasó la pa-
la por encima. Lo recordaba cavando el duro suelo de arcilla en el ot-
ro sitio.
Miró a Jase con expresión severa.
—Buena tierra.
—Lo sé —respondió Jase.
El resto de los Vendans salieron de los carros, caminando el resto
del camino. Los vi agacharse, palpando el suelo, pasando las manos
por la hierba. El aroma aquí era fresco y lleno de promesas.
También bajé de mi caballo y caminé en círculos, contemplando
todas las vistas. Un bosque cercano para la caza y la madera. Una fu-
ente de agua abundante y cercana. Buen suelo y terreno llano. Unos
majestuosos robles en el centro para dar sombra. Volví a mirar a
Jase, todavía en su silla, con la garganta hinchada. Caemus y yo ha-
bíamos dudado de él.
—Es perfecto, Jase. Perfecto.
—No es perfecto. Pero obtendrán una mejor producción. Y es un
valle escondido. No los molestarán aquí.
Como lo fueron en el último sitio. Creí en Jase, y creo que tal vez
Caemus también. No fueron los Ballengers quienes habían atacado a
los colonos. Pero quienquiera que lo hiciera quería que se pareciera a
ellos.
Vi a los Vendans seguir caminando por el valle. Vi la maravilla en
sus pasos, y una clase diferente de maravilla se deslizó dentro de mí.
Este sitio era muy superior al anterior. ¿Era el rey de Eisland real-
mente tan inepto y desinformado sobre los con nes del norte que
eligió al azar el sitio antiguo? ¿Fue solo una coincidencia que estuvi-
era cerca de Tor’s Watch y a la vista del monumento de piedra de
Ballenger? ¿O fue una elección deliberada, destinada a provocar
problemas? ¿Ser un tonto en la silla de montar de la familia? ¿Fue
esa su venganza por no obtener la recompensa completa de los im-
puestos que recaudaron los Ballengers?
Jase examinó el valle, los cálculos ya giraban detrás de sus ojos.
Estaba mucho más involucrado en esto de lo que admitiría. La emo-
ción que se había hinchado en mi garganta ahora se arrastró hasta mi
pecho.
¿Qué es esto?
La respuesta nunca estuvo tan cerca de mis labios como ahora.
—Deberíamos ponernos al día —dijo—. Solo quedan unas pocas
horas de luz del día, y quiero establecer parte del diseño del asenta-
miento con Caemus. Tengo algunas ideas sobre dónde debería ir el
granero. Y yo te prometí un poste de la cerca. Quiero cavar todo eso
antes de irme por la mañana.
—Tienes a Kerry para ayudarte ahora también.
Se frotó la rodilla y su boca se torció con una sonrisa malévola.
—Sí, mantendré ocupado al pequeño erizo.
CAPÍTULO 31
JASE

La última vez que estuvimos ahí apenas había echado un vistazo


al asentamiento. Cuando reunimos al ganado en un pastizal exterior,
mi padre había gritado:
—Ya te lo advertimos: nuestra tierra, nuestro aire, nuestra agua.
Transgredes, ¡pagas! Volveremos por más si te quedas. —No regre-
samos, y si lo hubiéramos hecho, solo habríamos tomado una vaca
más. Pero alguien volvió y tomó más. Se llevaron todo.
—¿Quién lo hizo? ¡Encuéntrenlo! —Le gruñí a Mason. Él era qui-
en supervisaba a los magistrados. Uno de ellos tenía que haber visto
u oído algo.
Los Ballengers estaban siendo atacados desde todos los ángulos.
Incluso si no me gustaban los Vendans, esta no era su batalla. Ni si-
quiera sabían para qué los estaban utilizando.
Nos quedamos en silencio cuando vimos la destrucción por pri-
mera vez, pero luego la rabia se apoderó de nosotros. Mientras subí-
amos la colina hacia el monumento rocoso, fuera del alcance de otros
que pudieran escucharnos, todos descartaron las posibilidades de
quién había devastado el asentamiento.
—Rybart y Truko —dijo Mason—. Le robarían los calcetines a un
bebé. Esto tiene sus manos encima.
—Se llevaron cuatro Ravians —agregó Gunner—. Serían bastante
fáciles de detectar en sus establos.
Titus negó con la cabeza.
—No, ya los habrían vendido. Puedo consultar con Previzi cuan-
do regresemos. Que vea si tuvieron intercambios cuestionables.
—La mitad de sus intercambios son cuestionables —le recordé.
Los Previzi manejaban mercancía que era mejor dejar sin rastrear,
como los tratos externos del embajador de Candoran. Como la
Valsprey que había llegado a nuestras manos. Aprovechamos lo que
ofrecían como todos los demás. Algunos bienes deben comprarse y ven-
derse discretamente, me explicó mi padre cuando yo tenía doce años y
le pregunté por qué los usamos. Y es mejor dejar algunas preguntas sin
responder, agregó.
—¿Qué pasa con la docena de cuernos cortos? —preguntó Gun-
ner—. No sería fácil pastorearlos, especialmente en una redada de
medianoche. ¿A dónde los llevaron?
—Muertos en un barranco en alguna parte —respondí—. Quizá
también los Ravians. Starling Gorge no está lejos de aquí y tiene una
buena cobertura forestal. No se trataba de adquirir mercancía. Era
un mensaje.
—Para hacernos quedar mal.
Los incendios y los cazadores de o cio estaban destinados a asus-
tar a la ciudadanía, los ataques de las caravanas para dañar los nego-
cios y ahuyentar a los comerciantes de la arena, pero este ataque es-
taba destinado a derribar los reinos sobre nosotros.
Cuando cargamos las últimas de las escasas pertenencias de Ven-
dan, sentimos como si nuestras preguntas nos hubieran sido arran-
cadas y nos quedamos en silencio nuevamente. Las palabras de Kazi
me pincharon como un codo huesudo en mis costillas. Tenían muy
poco para empezar. No debería llevar mucho tiempo reconstruir.
Las palabras se me quedaron grabadas mientras Caemus y yo ca-
minábamos a lo largo del suelo del valle clavando estacas en su lugar
para marcar los cimientos. Los dos habíamos empezado mal y las co-
sas no habían mejorado mucho desde ahí. Era un buey con cabeza de
toro. ¿Buena tierra? Era tierra muy buena. Tal vez ser un obstinado
bloque de madera con el ceño fruncido perpetuo era lo que se necesi-
taba para que alguien liderara un asentamiento aquí en medio de la
nada.
Ya sabía que la tierra era buena. Había estado en este valle muc-
has veces antes, acampando aquí con mi padre y mis hermanos ma-
yores. El imponente roble todavía se extendía en medio del valle, y
una cuerda con un fuerte palo atado al extremo todavía pendía de él.
Me caí de esa cuerda más veces de las que podía contar. De alguna
manera, nunca me rompí nada.
Cuando tenía nueve años, le dije a mi padre que un día constru-
iría una casa y viviría aquí. Dijo que no, que este valle era solo un lu-
gar para visitar, que mi hogar y mi destino estaban de vuelta en
Tor’s Watch. Este valle era para alguien más por venir. Siempre me
había preguntado quién sería.
Los gritos de los niños nos hicieron girar la cabeza a ambos. Ya
habían encontrado la cuerda y se turnaron para columpiarse del ár-
bol.
—¿Otra casa, aquí? —pregunté.
—Ya hemos marcado cuatro. Eso era todo lo que teníamos. Algu-
nos de nosotros compartimos.
Kazi me había dicho que había siete familias, así que había envi-
ado su ciente madera para siete casas.
—Podemos terminar con madera extra. Si construyeras más ca-
sas, ¿dónde las querrías? —Había tenido cuidado de dejarle las deci-
siones a él. No quería que me acusaran más tarde de sabotear su
asentamiento.
Me miró con recelo. Todavía sospechaba de algún truco.
Al diablo con eso.
Estaba cansado y tenía hambre. Yo mismo marqué los últimos
tres.

Kerry trabajó en silencio, sin quejarse, pero clavando su pequeña


pala de jardín en el suelo como si fuera mi rótula.
—¿Cuantos años tienes? —pregunté.
—Edad su ciente.
—¿Qué tipo de respuesta es esa?
—Lo su cientemente mayor para saber que no me gustas.
—Cuatro —dije—. Debes tener unos cuatro años.
Sus ojos brillaron con indignación.
—¡Siete! —él gritó.
—Entonces deberías saber la forma correcta de cavar un hoyo pa-
ra postes.
—No hay nada malo en mi…
—Ven aquí. Te mostraré.
Se acercó a regañadientes, arrastrando su pala detrás de él. Mar-
qué un pequeño círculo en el suelo y comenzamos un nuevo hoyo
juntos. Frunció el ceño, pero siguió mis instrucciones.
—¿Vas a la escuela? —pregunté.
—Jurga me enseña letras, pero no las conoce todas.
—¿Jurga es tu madre?
—Algo así. Ella me acogió.
Supe que había ocho niños en el asentamiento. Tres eran huérfa-
nos y Kerry era uno de ellos. Solo tenía un vago recuerdo de sus
padres. Habían muerto en un incendio en Venda. Eso explicaba la ci-
catriz rosada que se deslizaba por su brazo.
—¿Te gustaría aprender todas las letras?
Él se encogió de hombros.
—Tal vez. No veo de qué sirve.
—¿Te gustan las historias?
Sus ojos se iluminaron, pero luego recordó que se suponía que es-
taba frunciendo el ceño y frunció el ceño.
—A veces.
—Si aprende todas sus letras, entonces puedes leer historias por
tu cuenta.
—Todavía es inútil. No tengo libros.
Pensé en las pertenencias recogidas de las casas y cargadas en va-
gones. Había vajillas, barriles de comida seca, utensilios de cocina,
herramientas, ropa, algunos muebles básicos y nada más.
—Este agujero está terminado —dije—. Ya es su ciente de exca-
var por hoy. Ve a cenar.

Me quité la camisa y me lavé a la orilla del río. Había varios Ven-


dans ahí abajo haciendo lo mismo. Sentí sus miradas, escudriñando
el tatuaje en mi hombro y pecho, tratando de encontrarle sentido. O
tal vez simplemente tratando de encontrarme sentido.
Pasos pesados pisotearon detrás de mí.
—Canvas está arriba —dijo Mason, luego se inclinó a mi lado pa-
ra lavarse también. Había hecho traer varias carpas grandes al aire
libre para protegerme del sol y la posible lluvia hasta que las casas
estuvieran terminadas. Se inclinó más cerca—. Grupo amistoso, ¿no
es así?
—Al menos una de ellos lo es.
Sabía de quién estaba hablando y frunció el ceño.
—Ella no me soporta. No sé por qué.
—Tal vez porque fuiste tú quien la despojó de sus armas en Hell’s
Mouth.
—Se las devolví, lo que todavía creo que fue un gran error.
—Fue mi acuerdo con Kazi. No creo que debas preocuparte de
que Synové te apuñale.
—Ella es una arquera experta, ¿sabes?
—La mayoría de los que están en nuestras patrullas son arqueros
expertos. Ella es Rahtan. No me sorprende.
—No, cuando digo experta, quiero decir, experta. Podría disparar
la sombra de una mosca a cien pasos.
Me dijo que cuando le devolvió las armas como le ordené, ella sa-
có una echa sin apenas pensar y disparó una cadena suelta a un
carro que pasaba, inmovilizándola en silencio, diciendo que el tinti-
neo la molestaba.
—Creo que estaba tratando de impresionarte más que de amena-
zarte. ¿Nervioso?
Sacudió la cabeza.
—Su boca es lo que me va a poner nervioso.
—Hablando de bocas, ¿Gunner se está portando bien?
—Lo que sea que le dijiste debe haberlo asimilado. No ha dicho
una sola palabra. —No pensé que realmente necesitaba advertir a
Gunner para que mantuviera su temperamento bajo control. Había
estado notablemente callado desde que dejamos el antiguo sitio. Pro-
bablemente estaba pensando lo mismo que el resto de nosotros. Los
Vendans habían quedado atrapados en el fuego cruzado de una ba-
talla que no era de ellos.
Una sombra pasó sobre nosotros y miré hacia arriba. Era Caemus.
Se lavó silenciosamente cerca de nosotros, pero con una larga exten-
sión en ambas direcciones, sabía que podría haber elegido un lugar
más lejos. Había algo en su mente.
Cogió un puñado de arena y se frotó alrededor de las uñas, tra-
tando de quitar la suciedad incrustada.
—¿Kerry hizo un buen trabajo? —preguntó nalmente.
—Está aprendiendo.
Caemus terminó con sus manos, se lavó la cara, luego se puso de
pie y se secó las manos en los pantalones. Me miró, su rostro curtido
aún brillaba por el agua.
—No sabía que tenían parientes enterrados ahí.
Me quedé en silencio por un momento, los viejos enojos volvi-
eron a aumentar, sin sentir que tenía que justi car ninguna de las ra-
zones por las que los queríamos fuera de nuestra tierra.
—No los tenemos —respondí nalmente—. Es un lugar para
marcar dónde murió un antepasado —Me puse de pie para que estu-
viéramos cara a cara—. No sabemos con certeza si sucedió allí, pero
es un lugar tradicional que hemos reconocido durante generaciones.
Y a los Ballengers nos encantan las tradiciones.
Inclinó la cabeza hacia un lado, inclinó la barbilla una vez en re-
conocimiento.
—Nosotros también tenemos tradiciones.
Miré la cuerda de huesos que colgaba de su cinturón.
—¿Esa es una de ellas?
Él asintió.
—Si tienes un minuto, te contaré sobre ellas.
Me senté en la orilla y senté a Mason a mi lado.
—Tenemos un minuto.
CAPÍTULO 32
KAZI

La cocinera sirvió abundante estofado en tazones y puso encima


una gruesa rebanada de pan de centeno negro. Jase había traído coci-
neros de campo de los campamentos madereros de Ballenger. Si inc-
luyes a Wren, Synové y a mí, había aproximadamente la misma can-
tidad de Vendans y Ballengers. Treinta de ellos, treinta de nosotros,
y cuando cada persona cenó, se fue a sentar con los suyos.
El grupo de Ballenger se sentó a un lado de un roble y los Ven-
dans al otro, lo que impedía cualquier conversación entre ellos, pero
tal vez ese era el objetivo. Esta iba a ser una velada larga y lúgubre,
tal vez incluso polémica si alguien tomaba una palabra dura de ma-
nera demasiado personal. Un pequeño fuego ardía en un anillo en el
centro, listo para evitar la oscuridad mientras llegaba el crepúsculo.
Había algunos bancos y sillas de entre las pertenencias de Vendan,
pero no su cientes para todos, por lo que se posaron a los lados de
vagones vacíos o sobre madera apilada mientras comían.
Jase fue el último en llegar al vagón de la cocina. Mientras comía,
Titus lo llamó, ofreciéndole un asiento en una caja a su lado, de su
lado. Ni siquiera me buscó, y me pregunté si mi encuentro con los
perros en el túnel había creado una distancia permanente entre no-
sotros.
Noté que los Vendans todavía observaban a Jase de cerca. Cuan-
do descargamos los carros, escuché sus sentimientos, que iban desde
la incredulidad hasta la continua cautela, pero sabía que todos sentí-
an una cauta gratitud. En su mayoría, todavía estaban desconcerta-
dos por este nuevo desarrollo. Muchos ojos brillaban con lágrimas
mientras descargaban sus mercancías en un lugar designado debajo
de una lona encordada. No había duda de que este era un sitio más
prometedor que el anterior. Una mujer había llorado abiertamente,
pero ahora, mientras comíamos, mantuvieron sus palabras calladas y
sus emociones bajo control, como habían aprendido a hacer con los
forasteros.
Pero también había curiosidad, en ambos lados. Vi las miradas.
Incluso el cocinero del campamento los había mirado con algo que
oscilaba entre la preocupación y la compasión. Fue generoso con sus
porciones.
—Bueno, mira eso —dijo Synové. Sus ojos nos dirigieron a Gun-
ner al otro lado del camino—. El desagradable sigue mirando a Jur-
ga.
Ella había sido la que lloraba hoy.
—¿Cómo puedes estar segura de que la está mirando? —pregun-
té. Había varios Vendans acurrucados cerca de ella.
—Porque ella está mirando hacia atrás.
Observé más de cerca y era cierto, pero Jurga fue cuidadosa, solo
mirándolo de reojo a través de las pestañas bajas cuando apartó la
mirada.
Quizás la división no fue tan grande como pensaba. Si el desagra-
dable podía captar la mirada de Jurga de corazón blando, tal vez la
división solo necesitaba un poco de ayuda para estrecharse.
—Vuelvo enseguida —dije. Caminé por la extensión vacía, y vari-
os pares de ojos me siguieron, como si yo fuera un arado batiendo
un surco de tierra a mi paso. A Gunner no le agradaba. Lo había dej-
ado claro, pero el sentimiento era mutuo, así que no se lo reproché.
Una vez que rmé la carta a la reina, mi propósito estaba hecho y es-
taba muerta para él. Cuando me detuve frente a él, me miró como si
yo fuera un enjambre de moscas bloqueando su vista.
—Ella no muerde, ¿sabes? Podrías acercarte y saludar.
—Solo estoy cenando. No sé de qué estás hablando.
—Tu cuenco está vacío, Gunner. Tu cena se acabó. ¿Sería el n del
mundo conocer a algunas de las personas para las que estás constru-
yendo refugios?
Me agaché y tomé el cuenco de su regazo y lo dejé a un lado, lu-
ego agarré su mano y lo levanté.
—Su nombre es Jurga. ¿La viste llorar hoy? Fue con gratitud por
lo que ustedes, Ballengers, han hecho.
Soltó la mano de un tirón.
—Ya te lo dije, no sé de qué estás hablando. Déjame terminar mi
cena en paz.
Ambos miramos su cuenco vacío.
—Hola.
Jurga se había acercado detrás de nosotros.
Quizás verme hablar con Gunner le había dado valor para hacer
lo mismo. No estaba segura, pero Gunner se calmó, moviéndose tor-
pemente sobre sus pies, y me alejé, dejando los puntos más sutiles de
introducción a los dos.
Ahora dirigí mi atención a otro Ballenger.
Me acerqué a uno de los chicos mayores de Vendan probando no-
tas con una auta. Le pregunté si conocía Wolf Moon, una canción
común de Fenlander que a veces tarareaba Synové. La conocía, y cu-
ando empezó a tocar las primeras notas tentativas, me acerqué a
Jase, todavía inmerso en una conversación con Mason y Titus, e hice
una reverencia frente a él, consiguiendo rápidamente su atención.
—Nunca pudimos bailar anoche, Patrei. ¿Ahora sería un buen
momento?
Me miró con incertidumbre.
—¿Qué hay de tu tobillo?
—He montado durante horas, he desenterrado un barril de chiri-
vías y patatas, y ayudé a descargar dos vagones hoy, ¿y ahora estás
preocupado por mi tobillo? ¿Quizás son tus delicados pies los que
están demasiado cansados? ¿Estás tratando de evitar este baile, Pat-
rei? Solo dilo y encontraré a alguien más para—
Jase estaba de pie, su brazo se deslizó a mi alrededor, llevándome
al centro de la división Ballenger—Vendan. La verdad era que mi to-
billo todavía estaba sensible, pero Jase pareció sentir esto a pesar de
mi protesta, y limitó nuestro baile a un suave balanceo.
—Creo que esto es lo mínimo que podemos hacer para calentar el
frío entre estos dos campos —dije.
—¿Así que todo esto es como espectáculo?
—¿Qué piensas?
—Creo que ya no me importa, siempre que estés en mis brazos.
La melodía era lenta y soñadora, las notas se deslizaban por el
aire como pájaros que se dirigen a casa a través de un cielo oscuro
para posarse. Jase me acercó más, sus labios descansando contra mi
sien.
—Todo el mundo está mirando —susurró.
—Ese es el punto.
—No completamente. —Su boca se acercó más a mis labios.
La cuestión de si se trataba de un espectáculo fue dejada de lado,
olvidada. Puede que hubiera otros secretos entre nosotros, pero esto
era cierto y honesto: yo quería estar en sus brazos y él quería estar en
los míos.
Quizás eso era su ciente.
Quizás momentos como este eran toda la verdad que podíamos
esperar del mundo. Me aferré a él como si lo fuera.
—La última vez que bailamos estábamos hundidos hasta las ro-
dillas en la hierba —dije.
—Y ahora ni siquiera hay una cadena entre nosotros —susurró
Jase.
—Quizás ya no necesitemos una. —Estábamos de nuevo en el de-
sierto, y nos pareció fácil y natural permitirnos deslizarnos por un
agujero que nos era familiar.
Tenía conciencia de que otros se unían a nosotros, pero mis ojos
estaban jos en los de Jase y los de él sobre los míos, y cuando escuc-
hé más pies arrastrándose, otros bailando a nuestro alrededor, me
pregunté si habían caído por el mismo agujero con nosotros, y me
preguntaba si, esta vez, podríamos hacerlo durar.

Cuéntame un acertijo, Kazi.


Jase me había visto, inquieta, caminando, organizando suminist-
ros que ya estaban ordenados. Todos los demás dormían sobre sus
sacos de dormir. Se acercó detrás de mí, sus manos rodeando mi cin-
tura.
—Yo tampoco puedo dormir —dijo. Sus labios rozaron mi cuello
y susurró—. Cuéntame un acertijo, Kazi.
Colocamos una manta sobre un lecho de hierba, las estrellas de
Hetisha’s Chariot, Eagle’s Nest y Thieves’ Gold iluminando nuestro
camino, lejos de todos los demás.
Me acomodé junto a él, apoyando mi cabeza en el hueco de su
hombro, su brazo envolviéndome, acercándome.
—Escucha con atención ahora, Jase Ballenger. No repetiré.
—Soy un buen oyente.
Sé que eres. Lo supe desde nuestra primera noche juntos. Eso es lo que te
hace peligroso. Me haces querer compartir todo contigo.
Aclaré mi garganta, indicando que estaba lista para comenzar.
—Si fuera un color, sería rojo como una rosa,
Hago correr tu sangre y hormiguear tus dedos de los pies
Tengo sabor a miel y primavera, y a un poco de problema,
Pero hago cantar a los pájaros y doblar todas las estrellas.
Puedo ser rápido, un mero picoteo, o lento y divino,
Y ese es probablemente el mejor tipo.
—Hmm… —dijo, como si estuviera perplejo—. Déjame pensar
por un minuto… —Rodó sobre un codo, mirándome, las estrellas es-
polvoreando sus pómulos—. ¿Miel? —Besó mi frente—. ¿Primavera?
—Besó mi barbilla—. Eres un buen problema, Kazi de Brightmist.
—Hago lo mejor que puedo.
—Puede que tenga que tomar esto lentamente… —Su mano viajó
tranquilamente desde mi cintura, a través de mis costillas, hasta mi
cuello, hasta que estuvo ahuecando mi mejilla. Mi sangre se precipi-
tó; las estrellas borrosas—. Muy lentamente… para resolverlo todo.
—Y luego sus labios presionaron, cálidos y exigentes sobre los míos,
y esperaba que le tomara una eternidad resolver el acertijo.

Wren, Synové y yo nos sentamos en una pila de madera, abani-


cándonos a la sombra y tomando un descanso de nivelar un cimien-
to. Era media mañana, pero ya era sofocante con el apogeo del vera-
no.
Pensé que Jase ya se habría ido, que toda la familia estaría de reg-
reso a casa esta mañana, junto con nosotras, pero Jase se vio envuelto
en discusiones con Caemus sobre el granero y luego con Lothar, uno
de sus trabajadores contratados. Se iba para supervisar a las cuadril-
las y, luego, cuando vio a los canteros entrando para poner los cimi-
entos de uno de los cobertizos, decidió que primero tenía que ser un
poco más grande, y luego se detuvo, mirando todo el valle, los niños
columpiándose desde el roble, y su mirada se posó en el futuro co-
bertizo de nuevo. Se volvió hacia Mason y dijo:
—Creo que ellos también necesitan un sótano. ¿Por qué molestar-
se con un jardín más grande si no tienen almacenamiento fresco? Si
ponemos nuestras espaldas detrás, deberíamos poder cavarlo en
unas pocas horas.
¿Un sótano de raíces?
No estaba segura de poder creer lo que estaba escuchando.
Se convirtió en una competencia entre Jase, Mason y Samuel ca-
vando, por un lado, y Aram, Gunner y Titus por el otro. Una compe-
tencia lenta. Ellos también estaban sintiendo el calor, sus camisas ya
se las habían quitado hace tiempo. Sudor brillaba en sus espaldas. Se
detenían a enjugarse la frente con frecuencia y a beber largos tragos
de agua de baldes traídos del río. A veces simplemente se echaban
agua sobre la cabeza.
Synové estaba mayormente en silencio, con los ojos muy abiertos,
olvidándose de parpadear.
—Lo juro, nunca había visto tantas obras de arte hermosas en piel
en toda mi vida.
—Probablemente deberíamos volver al trabajo —dije.
—Campanas del in erno que no deberíamos —dijo con rmeza
—. Estoy segura de que necesitamos descansar un poco más.
No necesitábamos mucho ánimo. Ninguna de nosotras se movió.
Wren tomó un largo sorbo de agua.
—Parece una bandada de pájaros hermosos y musculosos que
emprenden el vuelo.
Sus tatuajes eran todos diferentes, algunos en el pecho, otros en
los hombros, la espalda o los brazos, pero todos tenían alguna forma
de la cresta de Ballenger en ellos, las alas de las águilas aleteando
frente a nosotros. Me quedé mirando a Jase, tan fascinada ahora co-
mo la primera vez que lo había visto. Synové tenía razón; era una
obra de arte, una que contemplé felizmente.
Miró hacia arriba y me sorprendió mirándolo. Él sonrió y las lla-
mas se dispararon a través de mi vientre.
—A mitad de camino —llamó.
Medio camino.
Eso es lo que sentí. Estaba a medio camino entre mundos, tratan-
do de encontrar una historia que encajara perfectamente en ambos.
Cuando el sótano estuvo terminado, se trasladó al granero, y luego a
la rueda hidráulica y una compuerta del río. Pasó un día y luego ot-
ro. Cuatro días, cuatro noches. El valle estaba lleno de golpes, martil-
leos y aserrados. Gunner volvió a Tor’s Watch. Titus regresó. Aram y
Drake regresaron. Había negocios que atender. Pero Jase se quedó.
Estaba renunciando a los mañanas que no le sobraban, los mañanas
que no había podido prometerle.
Empecé a preguntarme si me había equivocado en todo, equivo-
cado sobre la forma en que gobernaron Hell’s Mouth, equivocado
sobre su historia y lugar entre los reinos, equivocado sobre su derec-
ho a gobernar. Su trabajo aquí no fue solo un regalo a regañadientes
para cumplir un acuerdo. Parecía mucho más. Se sentía como un tal-
lo de deseo presionado contra un pie ampollado, como palabras pro-
nunciadas bajo una luna de medianoche para adormecerme.

Nos paramos juntos en el vagón de la cocina, esperando en la la


por nuestra comida. Jase estaba detrás de mí, su cadera rozando la
mía, un recordatorio de que estaba allí, y de repente pensé que había
cosas de las que tenía más hambre que la cena.
—¿Diez?
Un susurro.
Mis hombros se pusieron rígidos. La pregunta vino de algún lu-
gar detrás de mí. No me atreví a darme la vuelta con reconocimien-
to, pero volvió a sonar, esta vez más fuerte.
—¿Diez?
Una niña dio vueltas frente a mí.
—Lo siento, pero ¿no eres Diez? He tratado de ubicarte desde el
primer día y acabo de recordarlo. Mi familia estuvo en Sanctum City
durante un año cuando…
Negué con la cabeza.
—Lo siento. Me has confundido con otra persona.
—Pero—
—Mi nombre es Kazi —dije con rmeza—. Bogeve ya. —Sigue
adelante.
Sus ojos se dirigieron a Jase y luego rápidamente miró hacia aba-
jo, como si se diera cuenta de su error.
—Por supuesto. Perdón por molestarte.
—No te molestes.
—¿Diez? —dijo Jase mientras se alejaba—. ¿Qué tipo de nombre
es ese?
Me encogí de hombros.
—Creo que es un nombre de las tierras altas, abreviatura de Te-
nashe.
—Me sorprende que no supiera ya que tu nombre es Kazi.
—Hay muchos nombres nuevos que aprender. Probablemente
simplemente se confundió.
Agradecí que la atención de Jase se volviera hacia la comida cu-
ando el cocinero cortó de un trozo de venado para nuestros platos, y
decidí que me alegraba que volviéramos a Tor’s Watch por la maña-
na después de todo.
Justo antes del anochecer, Aleski llegó con noticias que hicieron
que nuestro regreso fuera más urgente. Era un mensaje de Gunner.
Ven a casa. Ha llegado una carta de Venda. La reina está en camino.
CAPÍTULO 33
JASE

Mije resopló. Las trenzas que Jalaine había tejido en su melena fu-
eron cepilladas, y creo que tanto él como yo lo preferíamos así. Era
una bestia magní ca, musculoso pero equilibrado, con un pelaje
negro reluciente. Los Vendans sabían algo sobre reproducción. Kazi
terminó de cepillarlo y luego deslizó la manta de la silla por la cruz.
Agarré su silla.
—Puedo hacer eso —dijo Kazi, alcanzándolo. Ella estaba al borde.
Tal vez porque íbamos a regresar a Tor’s Watch, las palabras no dic-
has entre nosotros hervían más cerca de la super cie.
Lo mantuve rme.
—Por favor, déjame ayudarte, Kazi. Además, creo que le agrado.
Ella puso los ojos en blanco.
—Es porque le das golosinas. No creas que no veo.
Me encogí de hombros y le subí la silla.
—Sólo unos pocos guisantes.
Y chirivías.
El traidor Mije me dio un codazo en el brazo, exponiéndome.
—¿Ves? Lo has echado a perder. —Ella le palmeó el costado—. Y
se está poniendo gordo por la mitad.
No lo estaba, y sabía que a ella realmente no le importaba. Ella se
agachó y le apretó la cincha.
—Nos pondremos al día pronto —dijo.
—Nuestros caballos no se moverán rápido —dije, frotando el cu-
ello de Mije—. Tómate tu tiempo.
Ella vio dónde me había cortado el pulgar esta mañana.
—¿Qué pasó?
El corte era un asunto entre los dioses y yo. Los votos de sangre
no solo se hacían en los templos, sino a veces en los prados.
—Nada —respondí—. Solo un rasguño. —Me volví hacia el carro
que estaba conduciendo, comprobando dos veces el enganche y lu-
ego la tachuela de mis caballos.
Mason, Samuel y yo estábamos conduciendo equipos de caballos
de regreso a la arena. Tiago iría con nosotros. Los largos carros de
madera que habían traído suministros estaban especialmente equ-
ipados para cargas pesadas, y pronto serían necesarios en los campa-
mentos madereros. Ahora estaban vacíos excepto por algunas rocas
cargadas en la parte trasera para evitar que rebotaran. Los conducto-
res que los habían traído se quedarían y ayudarían con el trabajo.
Solo tenía la intención de quedarme una noche. Tenía mucho tra-
bajo del que ocuparme en casa, pero las carretas venían cada mañana
con más suministros, y con informes de que todo estaba bien en casa
y en la arena. Gunner tenía todo bajo control. Con el impulso aquí,
parecía importante mantener el progreso en marcha. Los corrales de
animales estaban listos y habíamos levantado el granero en un día.
Pero ahora, durante los próximos días, la mayor parte del trabajo se
dejaba a los canteros, tapiando el sótano, terminando los hornos y
colocando las piedras para los cimientos antes de que se levantaran
las paredes de las casas. Quizás había otras razones por las que qu-
ería quedarme también. Las cosas eran diferentes entre Kazi y yo
aquí. De alguna manera, no quería volver nunca.
Kazi terminó de abrocharse la alforja y se volvió hacia mí.
—Me he preguntado, ¿qué hará el rey si se entera de que los mo-
viste?
—Nunca lo sabrá, y si lo hace, no le importará. Este mundo aquí
arriba no signi ca nada para él. Un pedazo de tierra es igual que el
siguiente en lo que a él respecta.
—¿Estás seguro, Jase? ¿Qué pasaría si eligiera deliberadamente el
otro sitio para agravarte, un sitio que estuviera a la vista de tu monu-
mento?
—Él no tendría ni idea de eso. Es solo un montón de piedras para
él y el resto del mundo, sin mencionar que nunca ha estado allí. Dejó
que los exploradores encontraran un sitio adecuado.
—¿Qué pasa con el dinero de los impuestos que te quedas? ¿Pod-
ría estar enojado por eso?
—Solo nos quedamos la mitad. ¿Quién crees que paga a los ma-
gistrados, las patrullas, los maestros? ¿Repara las cisternas y pasare-
las? Se necesita mucho para mantener una ciudad en funcionamien-
to. Nunca se puso una sola moneda de sus impuestos en esta ciudad
hasta que comenzamos a reprimirnos. Los Ballengers cometieron un
gran error cuando lo vendimos por una ronda de bebidas. No signi-
ca que todos en Hell’s Mouth tengan que pagar el precio. El uno
por ciento que nos queda no empieza a cubrir los gastos. Él lo sabe.
Cubrimos el resto. Está consiguiendo un trato, e incluso él no es tan
estúpido como para alejarse de él.
Ella asintió con la cabeza, como si aún no estuviera convencida,
luego su atención se centró en los niños que jugaban debajo del rob-
le. Habíamos ensartado una cuerda nueva porque la vieja estaba ra-
ída.
—Caemus dice que vas a enviar a un maestro. No pueden pagar
eso, Jase. Apenas…
—Ordenaste reparaciones con intereses. Este es el interés. El pro-
fesor estará en la cuenta Ballenger. Quizás de esa manera Kerry
tendrá otras cosas que le interesarán además de golpearme las rótu-
las la próxima vez que venga.
—¿La próxima vez?
—Cuando volvamos a salir para ver el trabajo terminado. Podría
ser tan pronto como otra semana. Se está moviendo rápido.
—¿Así que has decidido no alargarlo después de todo?
—No voy a jugar contigo, Kazi. Sabes cómo me siento. Tú sabes
lo que quiero. Pero a veces no obtenemos lo que queremos.
—¿Qué nos pasará cuando regresemos?
—Supongo que una vez que el asentamiento esté terminado y la
reina se vaya, eso dependerá de ti.

El sendero era ancho y cabalgamos en línea escalonada para evi-


tar comernos el polvo de los demás. Conducir solo le dio tiempo a
mi mente para volver al asentamiento. Todavía estaba pensando en
algo que había visto anoche. Era tarde y estaba caminando por el
robledal para encontrarme con Kazi, tratando de no hacer ruido.
Una astilla de luna brilló a través de las ramas y vi a Mason inclina-
do hacia adelante contra un árbol. Pensé que estaba enfermo. Escuc-
hé gemidos. Pero luego vi que había algo entre él y el árbol.
Synové.
Ella me había visto y silenciosamente me indicó que continuara.
Más como un márchate, sal de aquí.
Y lo hice, tan rápido y silenciosamente como pude.
¿Mason y Synové? ¿Después de todas sus protestas?
Supuse que había sucumbido a sus avances o se había sentido en-
cantado por ellos todo el tiempo, pero no quería admitirlo. Después
de todo, él fue quien me dijo que no se podía con ar en Kazi. Me
pregunté si todavía se sentía así.
El ritmo era lento y mientras avanzábamos, hice una lista mental
de más suministros que necesitaría el asentamiento. Ovejas, pensé.
Envía algunas ovejas también. Una de las mujeres dijo que solía hilar
lana en Venda. Lo que no usaron para ellos mismos lo podrían ven-
der. El hilo siempre estaba en demanda. También necesitaban más
linternas. Petróleo. Papel. Herramientas de escritura.
Árboles frutales.
La fruta crecería bien en el valle. Kerry me había dado la idea.
Había trabajado con él todos los días, ya sea cavando un hoyo,
apuntalando la compuerta o mostrándole cómo a lar el lo de un
hacha. Hizo todo lo posible por no sonreír a pesar de todo, pero un
día vio a Kazi pasar y sonrió. Pensé que tal vez tenía competencia.
—¿Por qué es la sonrisa? —pregunté.
—Me gusta más ella de lo que me gustas tú.
No puedo culparlo.
—¿Y por qué? —pregunté.
—Ella es la que metió naranjas en nuestro saco. Ni siquiera sabí-
amos que estaban allí hasta que llegamos a casa.
Entonces me volví y vi cómo Kazi ayudaba a una mujer Vendan a
levantar una tina de agua. Pensé en la primera vez que la vi.
Pagué por esas naranjas. Tú y tu grupo de matones estaban demasiado
borrachos para ver más allá de sus propias narices ebrias.
Quizás ella pagó por ellas. Quizás no lo hizo. Ella tenía razón; ha-
bía sido demasiado confuso para estar seguro de lo que vi. Pero nun-
ca me detuve a preguntarme qué pasó con esas naranjas.
Los naranjos también crecerían bien en el valle.
Porque cuando el Dragón ataca,
Es sin piedad,
Y sus dientes se hunden
Con hambriento deleite.

—Canción de Venda
CAPÍTULO 34
KAZI

—¡Date prisa, Synové!


Todavía se estaba frotando la cara y el cabello en el río. Había te-
nido un desafortunado incidente con estiércol de caballo. Había ca-
ído de bruces sobre una gran pila cálida, y todos en el campamento
escucharon sus gritos. Aunque simpatizamos, Wren y yo estábamos
listas para partir, y una regla no escrita del Rahtan era llegar a tiem-
po. Siempre. Eben y Natiya nos habían hecho pagarlo caro cuando
llegábamos tarde a los simulacros. Se suponía que íbamos a partir al
amanecer con los demás. Me sentí como Griz, moviendo impaciente-
mente de un pie a otro.
—La próxima vez, mantén tus ojos en el lugar al que vas, no en la
obra de arte —dijo Wren. No sabíamos con certeza qué la había dist-
raído —se negó a decirlo—, pero teníamos una buena idea.
Salió pisando fuerte del río, goteando agua, indignación y desnu-
dez absoluta, mucho más allá de importarle quién miraba sus her-
mosas curvas. Se puso la ropa de un tirón, la tela se le pegó a la piel
húmeda, y luego procedió a peinarse y trenzar su largo cabello con
fuerza, revisándolo con frecuencia, asegurándose de que no quedara
rastro de excremento de caballo.
Cuando nalmente estuvimos en el camino, una buena media ho-
ra detrás de Jase y los demás, hablamos sobre el sorprendente prog-
reso realizado en el asentamiento.
—Caemus me dijo que Jase va a enviar a un maestro —dijo Wren
—. Él ya le dio el dinero por ello. Una gran bolsa de monedas de oro,
pero con sangre. Caemus se preguntó…
Synové arrugó la nariz.
—¿Sangre?
—Jase se cortó el pulgar esta mañana —dije—. Tal vez todavía es-
taba sangrando cuando contó las monedas.
De todas las cosas inesperadas que habían hecho los Ballengers
(el sótano, las casas adicionales, los suministros), el maestro probab-
lemente nos llenó de asombro. Nuestra escolarización había comen-
zado tarde, no hasta que llegamos al Sanctum. Teníamos once años.
Antes de eso, ninguna de nosotras podía leer una sola palabra. La
mayoría de los Vendans no podían. En seis años de capacitación, ha-
bíamos aprendido a leer y escribir en dos idiomas: Vendan y Morrig-
hese. Fue agotador pasar tanto tiempo con una pluma y un libro co-
mo con una espada. A veces, lo habíamos criticado. Pauline y el Ro-
yal Scholar eran profesores exigentes, pero fue la reina quien hizo de
la uidez un requisito del Rahtan, y Rahtan era algo que todos está-
bamos decididos a ser. Había luchado con los estudios, mi frustraci-
ón a menudo se desbordaba. Hasta que aprendí a apreciar el mundo
silencioso y desconcertante de las palabras, no pude ver el punto, pe-
ro nunca lo vi más que cuando compuse la carta a la reina, moldean-
do cuidadosamente las palabras que Gunner ya había escrito en ot-
ras que enviaría un mensaje diferente a la reina: ignore esta carta.
Sé que ha estado ocupada viajando.
La reina no había viajado en meses. No podía viajar y sabía que yo
no esperaba que lo hiciera.
Trae agradecimientos de oro como regalo de buena voluntad.
Solo regalamos los thannis violetas amargos. El dulce thannis do-
rado era mortal. Casi había matado a su padre.
Nuestros amables an triones merecen este honor.
Con rmación de que no se podía con ar en ellos.
Estamos instaladas en Tor’s Watch, analizando todos los aspectos.
Hemos entrado y hemos comenzado nuestra búsqueda.
Tu siempre el sirviente, Kazi
La reina solo me llamaba por mi nombre completo, Kazimyrah.
Firmar con Kazi sonaría como una campana de advertencia en un ce-
menterio.
Ella no vendría como yo sabía que no lo haría. Cualquier carta
que hubiera enviado tendría su propio mensaje oculto solo para mí.
Todo lo que Gunner vio fueron las palabras que ella quería que él vi-
era.
—Mira allí —dijo Wren—. Al frente. Nos pusimos al día antes de
lo que pensábamos.
En la distancia, una nube de polvo se arremolinaba detrás de un
carro.
—Tal vez algún día pueda conseguir que Mason me enseñe a con-
ducir un equipo de caballos —re exionó Synové—. Si volvemos.
Wren negó con la cabeza.
—Uno, primero necesitas que Mason hable contigo, y dos, no
creo que seamos bienvenidas.
Synové se encogió de hombros.
—Depende. Kazi registró los terrenos y no hemos visto ninguna
señal del capitán. Si no está aquí después de todo, nos iremos en tér-
minos más amigables.
¿Términos más amigables? Synové estaba tejiendo un escenario
que no había considerado.
—Es posible que el cobarde ya se haya ido. —Estuvo de acuerdo
Wren—. Abandonó un campo de batalla. Ha corrido antes. Correr es
en lo que es bueno.
Sí, era un cobarde de alguna manera, pero no temía matar a gran
escala. Vi la preocupación en el rostro de Wren, la forma en que se
mordía la comisura del labio. Nos pesaba a todos. Dondequiera que
estuviera el Capitán de la Guardia, era un peligro. Era como tener
una serpiente venenosa suelta en una habitación oscura. Cualquier
lugar al que pises puede ser mortal. La pista de la reina había sido al
menos un poco de luz arrojada en la esquina donde él acechaba.
Synové soltó un suspiro dramático y batió sus pestañas.
—Pero si aparece en Tor’s Watch, tendremos a nuestro monst-
ruo… y supongo que el pobre Mason tendrá que aprender a vivir sin
mí.
Wren se rio entre dientes.
—¿De la forma en que lo hace Eben?
Synové la miró con el ceño fruncido y luego me estudió.
—¿Y tú, Kazi? ¿Te va a resultar difícil irte?
Sabía que eventualmente cavaría en esta dirección.
—De alguna manera —admití, tratando de andar de puntillas al-
rededor de lo obvio, esperando tontamente que lo dejara caer—. Es-
toy fascinada con cada centímetro cuadrado de Hell’s Mouth. Nunca
había visto una ciudad como esta. Los tembris y las pasarelas son—
—Sabes de lo que estoy hablando —dijo Synové—. Ese otro artí-
culo con el que estás fascinad.
Estuve en silencio por un largo rato.
—No —contesté nalmente—. No será difícil para mí irme. —Qu-
edarse nunca fue una opción.

Observé los carros delante de nosotros, el polvo ondeando a un


lado, cuando algo más llamó mi atención.
—¿Qué es eso? ¿En dirección hacia allá? —Mi estómago se apretó
de terror.
—Jinetes —con rmó Wren.
Muchos de ellos, y mi instinto me dijo que no eran amigables.
—Están acechando los carros —dijo Synové.
—Como lobos —agregó Wren.
No necesitaba decirle una palabra a Mije. El empujón de mi rodil-
la y mi levantamiento de pesas en mis estribos fue todo lo que nece-
sitó para enviarlo a volar, y juntos nos convertimos en un viento os-
curo que atravesaba el paisaje.
Mis pensamientos galoparon tan rápido como Mije, y en algún
lugar de mi cabeza escuché palabras desesperadas que no podían ser
mías. Quiero mañanas contigo, Jase. Quiero toda una vida de mañanas.
CAPÍTULO 35
JASE

—¿Ves eso? —grité, acercando a mi equipo al de Samuel. Tiago se


sentó a su lado.
Samuel asintió.
—Los he estado vigilando.
Yo también. Estaban a una buena distancia, pero habían estado
cabalgando en paralelo a nosotros durante un tiempo, saliendo de
un bosquecillo de árboles que habíamos pasado un cuarto de milla
atrás. Íbamos por un sendero poco transitado. No esperábamos ver a
nadie aquí. Mason se había adelantado mucho a nosotros, fuera del
alcance del oído, y los jinetes se mantenían fuera de su campo visual.
Estaba seguro de que no los había visto o habría disminuido la velo-
cidad y retrocedido con nosotros.
—Cuento diez —dijo Samuel.
—Once —respondió Tiago.
Eran difícil de contar. Estaban lejos y agrupados muy juntos. Por
muchos que fueran, eran demasiados para viajar sin un carro. Y no
estaban pastoreando ganado. No tenían ningún propósito aquí, y no
me gustó la forma en que se quedaron en un grupo apretado. Esta-
ban dialogando. Planeando. Asaltantes.
Respiré hondo, me metí dos dedos en la boca y solté un silbido
agudo, tratando de llamar la atención de Mason. No lo escuchó. El
viento nos devolvió el sonido.
—Ellos van a por él primero —le grité a Samuel. Quitar a los ext-
raviados antes de que llegaran al resto del grupo. Estábamos más
cerca de Mason que ellos, pero los caballos que tiraban de un carro
no podían moverse tan rápido como los jinetes solitarios—. Hacia la
derecha de Mason —dije—. ¿Listo?
—Vamos —respondió Samuel.
—¡Ja! —Rompimos nuestras riendas—. ¡Ja! —Tan pronto como
nuestros equipos tomaron vuelo, también lo hicieron los asaltantes,
en dirección a Mason.
—¡Ja! —grité, una y otra vez. Los equipos atravesaban la llanura,
las plataformas de los carros rebotaban, las piedras que colocamos
en la parte trasera para cargar el peso volaban detrás de nosotros.
Samuel también gritó con todo lo que pudo. Pero al estar contra el
viento y con el ruido de su propio carro y caballos, Mason todavía
no podía oírnos. Incluso si se volviera y los viera, sería uno contra
diez. U once.
Y luego una sombra pasó volando a mi otro lado. Saqué mi cuc-
hillo, pero ya era una mancha negra muy por delante de mí. Sigui-
eron dos sombras más, y pensé que era una emboscada desde todos
lados, hasta que me di cuenta de que eran Kazi, Wren y Synové. Cor-
rieron hacia los asaltantes para alejarlos de Mason. A medida que se
acercaban, la mitad de los jinetes se separaron del grupo y vinieron
por nosotros.
Mantuvimos nuestros carros apresurándose hacia adelante, pero
en segundos estaban sobre nosotros. Dos se dirigieron hacia mi car-
ro, uno hacia mi lado. Saltó a la parte de atrás, viniendo hacia mí, y
no tuve más remedio que soltar las riendas y desenvainar mi espada.
Salté del asiento al banco, con un arma en cada mano, la carreta se-
guía avanzando. Ambos fuimos empujados, nuestra puntería se des-
vaneció cuando el carro chocó con los surcos, pero mi acero aún se
encontró con el suyo, nuestros bordes chocaron, temblando uno
contra el otro. Los sonidos metálicos reverberaron con todos los de-
más ruidos y gritos que nos rodeaban. Sus balanceos eran viciosos y
fuertes, alguien entrenado y decidido a vencer a toda costa.
Vislumbré a Samuel y Tiago, en sus propias luchas, invadidos por
jinetes que los rodeaban. Un golpe me hizo caer de rodillas y luego
todo el vagón se tambaleó cuando el otro asaltante saltó a bordo. Es-
taba atrapado entre ellos, girándome, encontrando sus golpes, y lu-
ego se acercó un tercer jinete. No podía enfrentarme a tres. Me aba-
lancé, haciendo que el primer atacante perdiera el equilibrio, luego
moví mi otra mano, hundiendo mi cuchillo en su muslo. Gritó y se
cayó del carro en movimiento. Me giré de nuevo, listo para encont-
rarme con el otro asaltante, y ahora el tercero también estaba en el
carro, tratando de detener a los asustados caballos.
El segundo hombre saltó hacia adelante antes de que pudiera po-
nerme de pie. Balanceé, golpeando su espada de su agarre, pero él
tuvo impulso y saltó hacia mí, tirándome hacia atrás, su rodilla se
clavó en mis costillas. Mi cabeza colgaba sobre el costado del carro,
encaramada precariamente cerca de la rueca. El polvo voló hacia mis
ojos, y nuestros brazos se tensaron y temblaron uno contra el otro
mientras él presionaba un cuchillo hacia mi pecho. La punta del cuc-
hillo pinchaba mi piel una y otra vez mientras el carro chocaba con el
terreno. Mis ojos se llenaron de arena. Apenas podía ver, pero detrás
de él vislumbré el borroso cuerpo del tercer hombre que venía hacia
nosotros, y luego un cuarto…
Parpadeé, tratando de aclarar mi visión. Era Kazi. Cuando ella
saltó a la carreta, el otro asaltante giró hacia ella y avanzó, sus espa-
das chocaron, pero él era el doble de su tamaño y sus ataques la en-
viaron hacia atrás. Apreté la pierna hacia arriba, tratando de desequ-
ilibrar al hombre que estaba sobre mí, tratando de llegar a ella, pero
cuando cayó, me arrastró con él, y ambos caímos de la parte trasera
del carro, rodando por el suelo. Cuando nalmente me detuve, vi su
cuchillo entre nosotros. Ambos nos abalanzamos. Él estaba más cer-
ca y fue el primero en llegar, pero todavía estaba acostado boca aba-
jo, y yo no. Rodó, pero mi puño ya estaba volando, golpeándolo y
dejándolo sin sentido, lo golpeé una y otra vez, hasta que su cara se
convirtió en una pulpa rota y ensangrentada, y el cuchillo en su ma-
no ya no importaba. Tomé el cuchillo y corrí hacia uno de sus cabal-
los abandonados.
La carreta ya había avanzado mucho, e incluso desde lo alto de
mi caballo al galope no podía ver a Kazi ni al asaltante. Mientras ca-
balgaba, vi destellos borrosos de los demás, Wren luchando al lado
de Samuel, sus ziethes destellando, la sangre brotando del cuello de
un asaltante, Tiago y Samuel derribando a sus atacantes. En la dis-
tancia, más jinetes rodearon el carro de Mason y Synové se soltó con
una andanada de echas. Vi caer a un asaltante y a otro, y Mason se
enfrentó a un tercero. Más adelante, mi carro nalmente se había de-
tenido, los caballos aún brincaban nerviosamente, pero ni Kazi ni su
atacante estaban en él. Me froté los ojos, la arena todavía los hacía
lagrimear. Mis pulmones se quemaron con fuego, y luego me expri-
mieron el último aliento. La vi en el suelo, casi enterrada debajo de
él. Salté de mi caballo, con el cuchillo apretado en mi puño, rogando
a los dioses que no fuera demasiado tarde, mil oraciones y súplicas
pronunciadas en unos pocos segundos frenéticos. No ella, por favor no
ella, el cuchillo listo para cortar al asaltante. garganta, cuando escuc-
hé a Kazi decir:
—Está muerto. Sácalo de encima de mí.
Me arrodillé y lo empujé. Estaba empapada en sangre y mis de-
dos buscaron instantáneamente heridas.
—Su sangre. No es mía. —Vi el cuchillo apretado en su mano. El-
la todavía estaba jadeando por aire, apenas podía hablar, sus pulmo-
nes estaban tan drenados como los míos. Llevé mis labios a su piel,
su frente, su mejilla, respiraciones ahogadas que salían de mi gar-
ganta. —¿Estás bien?
Ella asintió.
—¿Los demás?
—Sigue en pie. Los atrapamos a todos.

Había doce en total. Kazi y Wren habían matado a dos cada una,
Synové, tres. Mason, Samuel, Tiago y yo habíamos matado a los cin-
co restantes. Todos estábamos salpicados de sangre y teníamos mel-
las, cortes, raspaduras y magulladuras, pero Samuel era el único que
había recibido una herida grave, un corte profundo en la palma de la
mano. Requeriría puntadas cuando llegáramos a casa. Wren lo esta-
ba cuidando y se había apoderado de la camisa de Samuel para que
la vendara. Un cuchillo arrojado por uno de los atacantes había roza-
do el cuero cabelludo de Synové y, aunque no parecía ser un corte
grave, sangraba profusamente y había que envolver su cabeza. Kazi
rasgó la camisa de Samuel en tiras. Mi propia camisa tenía una pequ-
eña mancha de sangre sobre mi corazón donde el cuchillo del asal-
tante me había pinchado. Pensé en la advertencia del vidente: Cuida
tu corazón, Patrei. Veo un cuchillo otando, listo para cortarlo.
Casi lo hizo.
Mientras Mason y yo cargamos los cuerpos en la parte trasera de
uno de los vagones, nos miramos el uno al otro, todavía asombrados.
Nunca habíamos visto nada parecido. Los asaltantes tenían números
y la sorpresa de su lado. Teníamos a Rahtan cuidando nuestras es-
paldas.
—Estaría muerto si no fuera por ellas —dijo Mason.
—Todos nosotros podríamos serlo. Apuesto a que te alegra ha-
berle devuelto las armas a Synové. Tienes razón; ella podría dispa-
rarle a la sombra de una mosca.
Él la miró. Llevaba un trapo en la cabeza.
—Pero ella necesita aprender a agacharse.
Me dijo que Kazi había matado a uno de los hombres que estaba
a punto de partirle el cráneo en dos con un hacha.
—Lo que le falta en estatura, lo compensa en velocidad. Ella es rá-
pida.
Había sido el receptor de eso el primer día que la conocí.
Todas ellas habían volado hacia ese valle sin pensar en ellas mis-
mas, impulsadas como demonios furiosos. Sabía que los Rahtan eran
soldados bien entrenados y disciplinados, pero hasta que vi las secu-
elas de todos los cuerpos, no me di cuenta de lo hábiles que eran.
¿A cuántos has matado?
Dos. Intento evitarlo si puedo.
Ahora ella había matado a cuatro. Hoy no había forma de evitar
la muerte. Este no fue un grupo improvisado de bandidos que nos
atacaron. Habían sido un equipo con una misión. Ya habíamos reuni-
do sus caballos y revisado sus maletas en busca de alguna pista sob-
re quiénes eran. Estaban sospechosamente limpios. Incluso sus man-
tas de silla de montar no daban indicios de dónde eran.
Kazi se acercó, los moretones en su cuello comenzaban a oscure-
cerse. El último atacante la había estrangulado antes de que ella lo
apuñalara. Agarró un odre de agua para llevárselo a Samuel, a quien
Wren todavía estaba limpiando.
—Deberías enjuagarte los ojos de nuevo —dijo—. Todavía están
rojos.
—Lo haré. Después de esto.
Hizo una pausa y miró los cuerpos que estábamos apilando.
—¿Por qué atacarían los carros vacíos? No había nada que robar.
—Los grandes vagones vacíos son a veces el mayor premio —res-
pondió Mason—. Se dirigen al mercado para comprar productos, y
eso signi ca que llevan carteras gordas.
Cuando regresó al lugar donde Wren vendó la herida de Samuel,
Tiago dijo lo que todos estábamos pensando.
—O fue otro ataque organizado para desacreditar a los Ballen-
gers.
Posiblemente.
Nos propusimos mirar cada cara mientras cargábamos cuerpos
para ver si reconocíamos alguna mano de la sociedad. ¿Se trataba de
una incursión fortuita de bandidos o un ataque para provocar mi-
edo, o había otro motivo? ¿Un ataque para matar especí camente al
Patrei y sus hermanos?
Cualquiera fuese el motivo, tuvimos que tomar los cuerpos y ti-
rarlos a un barranco. No queríamos que otros comerciantes que pu-
dieran pasar por aquí vieran el baño de sangre. Las noticias se espar-
cirían por la arena como la pólvora. Todos los comerciantes querían
obtener ganancias, pero al igual que el embajador de Candoran, va-
loraban más mantenerse con vida y no querían verse atrapados en
medio de una guerra de poder.
Mason negó con la cabeza.
—Algo en ellos es extraño —dijo—. Algo—
—Están afeitados y limpios —dije—. Su ropa no huele mal. Estos
no son hombres que han estado acechando en el camino durante
mucho tiempo esperando a que llegue la presa. Vinieron aquí con es-
te propósito. Sabían que estaríamos aquí.
¿Pero cómo? ¿Y quién los envió?
Movimos el carro hacia adelante para recoger el último cuerpo, el
que había empujado a Kazi. Estaba boca abajo. Mason y Tiago lo
agarraron y lo arrojaron al carro. Le di la vuelta y su cabeza se incli-
nó hacia un lado, con los ojos aún abiertos.
Los tres lo reconocimos.
Tiago siseó entre dientes.
—Hijo de puta —dijo Mason.
Era Fertig, el novio de Jalaine.

Primero arrojamos el cuerpo de Fertig al des ladero. Desapareció


en el barranco rocoso. Nadie lo detectaría jamás. Les dije a Mason y
Tiago que no dijeran nada a los demás, incluido Samuel, sobre lo que
habíamos descubierto.
Por lo que sabíamos, Fertig no trabajaba con ninguna de las soci-
edades. Él era un mozo en uno de los establos de la arena. Tiago dijo
que a Fertig le gustaban las mesas de juego y que tenía debilidad por
los dados. Quizás alguien se había aprovechado de eso y le había pa-
gado para que mantuviera la oreja en el suelo. ¿Era ése el interés que
había tenido en Jalaine todo el tiempo? Manejaba la o cina de la are-
na y generalmente era discreta, pero no había mejor fuente de notici-
as que ella.
Lo armamos juntos. Se había jactado de la carta de la reina y lu-
ego mencionó el mensaje de Gunner diciéndonos que volviéramos a
casa.
Así fue como Fertig y su banda supieron que estaríamos aquí.
Jalaine se lo había dicho.
Extrañamente, competir lado a lado con mi rabia fue una sensaci-
ón de alivio. Ya sabía que había conspiradores, pero al menos ahora
teníamos una pista. Y una pista siempre desvelaba más. Tenían la
costumbre de dejar senderos desordenados. Ahora, teníamos que se-
guir uno.
CAPÍTULO 36
KAZI

Esta vez, pensé.


Esta vez voy a morir.
Mi cuchillo se había ido, perdido en la caída del carro.
Su peso me había aplastado, sus manos enterraron anillos de ace-
ro alrededor de mi cuello. Mis uñas rasparon la carne, la cara, los
brazos. Un sonido difuso. No tenía más aire, los bordes cubiertos del
mundo se agitaron, desaparecieron, mis dedos hicieron una última
danza desesperada.
Vi a la Muerte de pie detrás de él, sonriendo. Eres la próxima.
Mis dedos tiraron, buscando.
Pide un deseo, Kazi, pide un deseo para mañana.
Sin respiraciones.
Pide un deseo para el día siguiente y el siguiente.
Sin aire.
Uno siempre se hará realidad.
Y luego mi mano chocó con algo duro. Su cuchillo. Su cuchillo to-
davía estaba enfundado a su lado.

Me senté en el asiento del carro al lado de Jase, su brazo alrede-


dor de mí, y todo parecía correcto, fácil y felizmente tranquilo. Mi
ropa todavía estaba empapada de sangre y sus nudillos estaban
amoratados e hinchados. Mije lo siguió, atado a la parte trasera. Los
caballos de los asaltantes estaban atados detrás de otros carros. Me
incliné hacia Jase, a veces cerrando los ojos. A veces soñando. A ve-
ces sintiendo sus labios rozar mi sien.
Mañana.
Al día siguiente y al siguiente.
Los fantasmas, nunca se van. Te llaman en momentos inespera-
dos.
Porque si pudiera creer en el mañana o en el día siguiente, tal vez eso le
daría tiempo a la magia para hacerse realidad.
Hubo un tiempo en el que me preguntaba si todo era un sueño.
Una pesadilla. Que ella nunca había existido. Que salí de un sueño
febril y siempre había sido una sombra hambrienta en la calle. Su
rostro se desvaneció, su toque se desvaneció, de la misma manera
que lo hace un sueño, sin importar cuánto intentes aferrarte a todas
sus partes. Pero su voz permaneció clara como si nunca me hubiera
dejado. El recuerdo fue agridulce, salvándome, cuando ella no pudo
salvarse a sí misma.
Debes encontrar la magia, mi Chiadrah.
Me acurruqué más cerca de Jase.
Quizás lo había hecho.
Quizás podría haber mañanas.
Ya no parecía un pensamiento tan peligroso.

La casa principal estalló de actividad. Habíamos entrado por la


parte de atrás a través del túnel Greyson para no des lar nuestras
heridas y ropa manchada de sangre por la ciudad y crear pánico. Las
noticias corrieron por el túnel, y cuando llegamos a los escalones de
entrada de la casa principal, Vairlyn ya estaba gritando órdenes.
¡Busquen a la sanadora! ¡Llamen a Gunner y Jalaine a casa! ¡Más vendajes
del almacén! ¡Coloquen los suministros en el comedor! ¡Cubos de hielo de la
nevera! Caminó de Tiago a Samuel y luego a Wren, examinándolos
en busca de lesiones, agarrándose la barbilla y volviendo la cabeza
de un lado a otro. ¡Ve al comedor! ¡Adentro! Aunque Synové trató de
alejarse, no pudo escapar de las garras de Vairlyn, y Vairlyn examinó
su cabeza vendada y ensangrentada. Se gritaron más órdenes. ¡Pre-
paren los baños! ¡Preparen las habitaciones de huéspedes! Estaba claro que
ella había hecho esto antes. Quizás demasiadas veces.
Al nal de los escalones, Jase me llevó a un lado antes de que ella
se dirigiera hacia nosotros.
Sus dedos rozaron suavemente los moretones en mi cuello y negó
con la cabeza.
—No quiero decir que no debiste haber venido, pero si no hubi-
eras…
—No es necesario agradecer, Jase Ballenger. Lo hice por una ra-
zón completamente egoísta.
Arqueó las cejas.
—¿Cuál es?
—Aún me debes un acertijo. Uno bueno. No vas a librarte tan fá-
cil.
Él sonrió.
—Siempre cumplo con mi palabra, Kazi de Brightmist. Obtendrás
tu acertijo. —Se inclinó para besarme, pero una mano lo apartó de
repente.
—Habrá tiempo más tarde para eso —dijo Vairlyn. Ella miró mi
cuello—. Queridos dioses, espero que el animal que hizo esto esté
muerto. —Tocó las ronchas con suavidad—. Les pondremos hielo.
Adentro.
Primero miró el pómulo cortado de Jase, luego tomó su mano y
miró sus nudillos.
—Rotos.
Jase liberó su mano.
—No están rotos.
—¡Sé lo que está roto cuando lo veo! Ve al comedor con los de-
más.
—Ahora no —dijo Jase con rmeza, su tono cambió en un instan-
te—. Primero tengo que hablar con Jalaine. Envíala al estudio tan
pronto como llegue.
Vairlyn desaceleró, sus ojos lo estudiaban, un intercambio sin pa-
labras entre ellos, y asintió.
—Ven cuando hayas terminado. —Y luego entendí. Este no era su
hijo. Este era el Patrei.

Sonidos de curación —cortes de vendajes, agua caliente escurri-


endo de los trapos, muecas y gemidos mientras se limpiaban los ras-
guños, cortes y heridas— llenaron el comedor. Tiago tenía la estatura
de un toro, pero fue el más ruidoso cuando Vairlyn le arrancó astillas
del brazo. Maulló como un gato abandonado.
En el otro extremo de la larga mesa del comedor, Oleez aplicó
una tintura en el codo de Wren, raspado y ensangrentado por rodar,
y luego me lavó y examinó mi cuello. Me dio una bolsa de hielo para
aplicar sobre los moretones. Mientras Priya frotaba el labio cortado
de Mason con ungüento, vio a Synové retorcerse mientras el sanador
examinaba el corte en su cuero cabelludo. Había dejado de sangrar,
pero su cabello estaba cubierto de sangre. El curandero le dio un bál-
samo y una nueva venda para que se la aplicara una vez que se hubi-
era bañado. Entonces fuimos libres de irnos.
Wren miró a Samuel cuando nos íbamos. Su brazo estaba tenso,
los músculos y las venas se hinchaban y sus ojos estaban cerrados
mientras la sanadora le cosía la palma. No dijo una palabra, pero su
pecho se elevó en respiraciones cuidadosamente medidas.
—Tendrá una cicatriz —dijo Wren—. Ahora no seré la única que
pueda distinguirlo de Aram.
Casi habíamos llegado a nuestras habitaciones, todas ansiosas por
bañarnos y cambiarnos, cuando una sirvienta sin aliento se apresuró
a seguirnos. Ella extendió un plato que estaba cubierto con una deli-
cada servilleta.
—De la nueva cocinera —dijo—. Ella quería que tuvieras esto.
Le quité el plato y ella se alejó apresuradamente, la casa todavía
ocupada con nuevas tareas. Antes incluso de levantar la servilleta, el
olor aromático oreció a nuestro alrededor. Salvia. Synové arrebató
la tela. Tres pequeños pasteles de salvia yacían juntos en el medio
del plato. Había un mensaje a un lado.
El Patrei me informó sobre tu amor por el pastel de salvia. Tengo otras
especialidades de vagabundos si quieres venir a probarlas en la cocina. Esta-
ré allí toda la noche ya que el cocinero habitual se ha puesto enfermo. Inclu-
so tengo un poco de té de thannis que le gustará.
—¿Thannis? —chilló Synové.
—Santos demonios —susurró Wren—, ¿crees…? —Pero no se at-
revió a decir el pensamiento en voz alta.
Bajamos las escaleras, mordisqueando nuestros pasteles, saludan-
do a los sirvientes, straza, ya nadie se preocupaba por nuestra pre-
sencia. Habíamos luchado codo a codo con el Patrei y sus hermanos.
Estábamos vendadas y magulladas, y nuestras ropas manchadas
mostraban la evidencia de nuestra batalla. Estábamos por encima de
toda sospecha.
Cuando doblamos una esquina, nos asaltaron aromas más glori-
osos que salían de la cocina. Aromas de vagabundos. Si bien la tía
Dolise era una excelente cocinera, estos olores eran familiares: ajo,
eneldo, romero, tomillo y, por supuesto, salvia.
—¿Estás aquí para ver a la cocinera? —preguntó un sirviente mi-
entras salía por la puerta batiente con una pila de platos. —Ella pen-
só que vendrías. Ella tiene dulces preparados para ti. Ella y su espo-
so están adentro.
Nuestros pasos casuales se desvanecieron y todas atravesamos la
puerta a la vez, tropezando hacia el centro de la habitación. La coci-
nera se alejó de una olla humeante en la estufa, su rostro severo, sus
manos encajadas en sus caderas. Su compañero salió de la despensa
y señaló la puerta. La abrió un poco.
—Todo despejado.
Sabía que no nos abrazaría. Él tampoco. Pero su rígido rostro de
piedra que trató de contener la emoción falló miserablemente, y el
alivio brilló en los ojos de Natiya. Quizás en los de Eben también.
—¿Cocineros? —dije—. ¿Entraron como cocineros?
—¿Dudas de mis habilidades? —Natiya se secó las manos en el
delantal—. Cocinar todavía está en mi sangre, ¿sabes? Pero creo que
sólo nos lo dieron porque el Patrei quería complacerte a ti. ¿Algo sob-
re los pasteles de salvia? —Ella levantó una ceja condenatoria—.
Explica eso.
Le di la versión corta, un breve relato del estar encadenado el uno
al otro y las consecuencias. Escuchó en silencio, sus ojos registraron
diversión cuando le conté sobre chantajear a los Ballengers.
—Bien hecho —dijo—. ¿Y nuestro conejo? ¿Alguna señal de él?
Negué con la cabeza.
—He buscado por todas partes excepto por los establos y algunas
dependencias. Nada.
—No hemos visto nada más que el interior de una cocina —mur-
muró Eben.
—Son un grupo sospechoso —explicó Natiya—. Observan cada
uno de nuestros movimientos.
—Pero entonces, no podemos desaparecer como el Hacedor de
Sombras —dijo Eben, aun vigilando la puerta.
Lo que me había servido de poco hasta ahora. Los lugares secre-
tos de Tor’s Watch no habían dado nada.
—Tiene que estar aquí en alguna parte. ¿Qué pasa con la arena?
—Natiya preguntó—. ¿Has mirado allí?
Por lo que me había dicho Jase, la arena estaba llena de gente. No
parecía un lugar probable para que alguien se escondiera, pero valía
la pena investigarlo.
—Jase irá a la arena mañana. Pediré acompañarlo…
—¡Entrante! —susurró Eben.
Natiya señaló el mostrador, y todos rápidamente tomamos un
manjar colocado en los platos, charlando con deleite mientras el sir-
viente entraba por la puerta. Cogió tazas de peltre de un armario.
—¡Celestial! —Synové dijo—. Prueba este, Kazi.
—¡Exquisito!
—¡Delicioso!
—¿Puedo tener otro?
Natiya sonrió en el momento justo, pero tan pronto como el sirvi-
ente se fue de nuevo, su sonrisa se desvaneció y volvimos a pregun-
tas menos sabrosas.
—¿Y cómo sucedió todo…? —Ella agitó su mano hacia nuestras
ropas manchadas de sangre—. ¿Esto? ¿Sin daño permanente? —pre-
guntó ella, mirando debajo del vendaje de Synové.
—Estamos bien —respondí—. Hay otros problemas aquí que no
tienen nada que ver con nosotras. Con Jase convirtiéndose en el nu-
evo Patrei, estamos atrapados en medio de una guerra de poder.
—Eso escuché. También escuché que recibieron una carta de la re-
ina. ¿Realmente creen que ella viene?
—Lo hace. Era parte de nuestro acuerdo, a cambio de las repara-
ciones del arreglo que ya están en curso.
—Buen trabajo, kadravés —dijo Eben, pero sus ojos se posaron en
mí y asintió. Entendió el compromiso, las cosas que nalmente tenía
que dejar ir.
—¿Qué hay de Dolise? —pregunté—. ¿Qué le hicieron ustedes
dos?
Natiya arrugó la nariz.
—Sólo un poco de alga de coral. Se quedará pegada a su orinal
durante unos días.
—Teníamos que llegar a la cocina de la casa principal para hablar
con ustedes de alguna manera —agregó Eben mientras abría la puer-
ta de nuevo.
—Simplemente una buena limpieza, como solía llamarla la tía Re-
ena —dijo Natiya y nos tendió un plato de golosinas—. Ahora vá-
yanse. Límpiense. Descansen. Nos vemos esta noche en la cena.
—¿Y si él tampoco está en la arena? —preguntó Wren.
Natiya frunció el ceño, descontenta con esta posibilidad.
—Si tenemos que hacerlo, seguiremos adelante. Buscamos en otro
lugar hasta encontrarlo.
Seguiremos adelante.
Esa no fue la directiva de la reina. Solo íbamos a venir aquí, y lu-
ego a nuestro hogar. Era imposible buscar en todo un continente a
una persona sin una pista. Eso ya lo sabía íntimamente. Tal vez era
más una esperanza desesperada a la que Natiya se aferraba, que el
hombre que ayudó a orquestar la muerte de tantos fuera encontrado
antes de que volviera a matar.
Le quité el plato.
—Los pasteles de salvia son la perfección, por cierto.
—Incluso mejor que la de su tía —respondió Eben.
Natiya sonrió.
—Es mejor que nunca digas eso delante de ella.
Eben sonrió.
—No soy estúpido. —Su mirada se detuvo en Natiya como si hu-
biera olvidado por un momento que estábamos todos allí.
Recogimos otro plato de los manjares vagabundos para llevarlos
a nuestras habitaciones, Eben y Natiya volvieron a su trabajo. Toda-
vía tenían que continuar su farsa como cocineros y preparar la cena.
Mientras caminábamos hacia la puerta para irnos, Synové se volvió.
—Solo para que sepamos que tenemos la historia clara, ¿ustedes
dos se hacen pasar por marido y mujer?
Eben dejó la olla con agua que acababa de llenar y Natiya dejó de
picar cebolletas, el silencio fue largo y completo.
—No —respondió Eben—. No nos hacemos pasar. —Y luego vol-
vió a su trabajo.
CAPÍTULO 37
JASE

El estudio de mi padre ahora era mi estudio. No había estado


aquí desde que murió. Era una habitación tanto para la contemplaci-
ón como para la condena, un lugar de privacidad. Cuando quiso
hablar a solas con uno de nosotros, aquí es donde nos traían. Dos sil-
las de cuero mullidas se enfrentaban en un rincón oscuro de la habi-
tación.
Jalaine se sentó frente a mí en uno de ellos, temblando, gritando,
todavía sin comprender.
Salté a mis pies.
—¡Mírame, Jalaine! ¡Estoy cubierto de sangre! ¡Y saqué lo mejor!
¡Es posible que Samuel nunca vuelva a usar su mano!
—Pero Jase…
—¡Eso es todo! ¡Mi decisión está tomada! ¡Te voy a sacar de la
arena!
—¡Fue una vez! Un error—
—¡Pero fue enorme! ¡Casi nos matan a todos!
—¿Estás seguro de que no fue tu error? —gritó, tratando de ec-
harme la culpa—. ¿Le preguntaste antes de matarlo?
—Déjame ver, ¿cuándo debería haber hecho eso? ¿Justo antes de
que me atacara con su espada? ¿O mientras as xiaba a Kazi?
—¡No era solo yo! ¡Gunner les estaba contando a todos sobre la
llegada de la reina!
—¡Pero Gunner no les contó a todos sobre el mensaje que me en-
vió para que regresara a casa, o el camino por el que estaría cabal-
gando! ¡Sabían exactamente cuándo estaríamos allí!
Me asaltó una nueva idea: ¿eran el mismo grupo que se había
hecho pasar por Ballengers en el ataque al asentamiento de Vendan?
—¿Y el ganado? ¿Le mencionaste a Fertig que íbamos a hacer el
acuerdo para el pago?
Sus ojos se abrieron como platos y luego sollozó:
—No lo sabía, Jase. Él me amaba. Juró que me amaba.
Lancé mis manos al aire.
—¿Cuándo te volviste tan estúpida, Jalaine?
Se abalanzó sobre mí, golpeando con los puños, sus uñas atra-
pando mi mandíbula. La agarré, sujeté sus brazos a los costados y la
apreté contra mi pecho. Ella tembló con sollozos.
Cuando nalmente se calmó, le susurré:
—¿Sabías que le gustaban los dados?
Ella asintió.
—Ahora me vas a dar una lista de todas las personas con las que
lo viste hablando. No me importa si estaba hablando con su caballo,
quiero saber.
Me paré junto a ella, mirando, mientras escribía en el escritorio.
Sus lágrimas cayeron sobre el papel. Cuando terminó, lo miré y lu-
ego lo doblé por la mitad.
—Estarás en la cena esta noche —dije—, y no dirás una palabra.
Te sentarás ahí y echarás un buen vistazo a todos en esa mesa. Mira-
rás cada rasguño, hematoma y vendaje, y las caras de aquellos que
podrían haber resultado heridos, como Nash y Lydia. Re exionarás
sobre todas las cosas que podrían haberse perdido, solo porque no
pensaste.
Solo quedan fragmentos de Antes, escasos recuerdos que no
juntan nada completo. Antes ya no importa, pero les cuento las pi-
ezas a los niños que lloran, cualquier cosa para callarlos.
Había una vez…
La madre de Gaudrel me contó las historias porque mi madre ya
estaba muerta. A veces tenía demasiado miedo de escucharla. Ojalá
estuviera aquí. Ahora lleno los espacios vacíos con mis propias pa-
labras.
Una gran fortaleza se alzaba sobre una colina…
Los carroñeros golpean fuertemente la puerta exigiendo entrada.
Dicen que nos matarán, mutilarán, torturarán, pero no les dejamos
entrar. Greyson acciona una palanca y escuchamos gritos. Las picas
que colocó han hecho su trabajo.
Miro por encima de la puerta y le hago una señal mientras el res-
to huye. Tira de otra palanca y hay más gritos. Los pocos que aún vi-
ven no volverán a molestarnos. Ahora los superamos en número.
—Miandre, 16
CAPÍTULO 38
KAZI

Me encaramé en el rincón de la ventana de la habitación de Syno-


vé, sosteniendo una bolsa de hielo en mi cuello como me había orde-
nado la sanadora, con las rodillas pegadas al pecho. Desde aquí tenía
una vista clara de los jardines de abajo y de las enormes casas que se
elevaban detrás de ellos como reyes pesados en tronos, con sus coro-
nas de agujas perforando un cielo mandarina.
Nubes delgadas y vaporosas teñidas del mismo color uían en
franjas perezosas sobre ellos, haciendo que la gran fortaleza pareci-
era menos un guerrero de piedra feroz y más como un refugio cáli-
do. Estaba cansada. Estaba adolorida. Un refugio era todo lo que qu-
ería que fuera.
La belleza de repente se volvió mágica cuando una nube oscura y
palpitante cruzó el cielo. Murciélagos. Miles, tal vez millones, una
gruesa línea que giraba y se ondulaba todo en el mismo curso. El cre-
púsculo rebotaba en sus alas como chispas en una tormenta de vien-
to. Jase me había dicho que las montañas Moro estaban plagadas de
cuevas, algunas tan grandes que podían contener toda la Tor’s
Watch. Ahora sabía que también tenían murciélagos.
Ven a ver, iba a decir, pero Wren se sentó cómodamente en una
silla con sus ojos cerrados, sus dedos rasgueando la suave bata que
vestía. Synové todavía se demoraba en su baño, maravillándose del
agua caliente disponible con solo girar una manija.
—¿Cómo crees que lo hacen? —ella preguntó.
Le conté lo que me había dicho Oleez. Había cisternas con cale-
facción en el techo. Las montañas que se alzaban detrás de la fortale-
za proporcionaban abundante agua y presión. Synové se inclinó ha-
cia adelante, agregó más agua caliente, arrullándose en su lujo, luego
se recostó de nuevo.
La estudié, preguntándome por su silencio. Tenía los brazos cru-
zados detrás de la cabeza y el dedo del pie jugaba con el goteo del
grifo. Era curioso que todavía no hubiera mencionado a Eben. Ni
una sola vez. Sus últimas palabras cuando salimos de la cocina debe-
rían haberle provocado horas de especulación. Hace solo unas sema-
nas, ella estaba soñando con él. Ahora parecía más fascinada con su
baño caliente que con la sorprendente noticia: Eben y Natiya no se
hacían pasar por marido y mujer. Ellos ya estaban casados.
Mientras re exionaba sobre Synové, fue Wren quien me sorpren-
dió con sus pensamientos.
—Entiendo por qué Natiya desprecia tanto al capitán. Creo que
podría ser más despreciable que el Komizar.
—¿Cómo es eso? —pregunté. No podía imaginarme a nadie más
despreciable que él.
—El Komizar había sido pobre como nosotros y sabía lo que era
no tener nada, pero el capitán, lo tenía todo, un puesto prestigioso en
Morrighan, un asiento en el gabinete, riqueza, poder, pero no le al-
canzaba. Y con todo lo que tenía, también era cruel. Cuando le dispa-
raron a la reina…
—No —dijo Synové.
Wren y yo nos sorprendimos. Nos volvimos para mirarla, sin sa-
ber qué quería decir. Todavía estaba sumergida en la bañera, con los
ojos distantes, mirando al techo. Ni siquiera estaba segura de que
nos hubiera estado escuchando.
—Fueron los gobernadores y guardias quienes se volvieron cont-
ra nosotros ese día en Blackstone Square —continuó—. Eran los más
despreciables. —Su mirada parecía estar ja en un recuerdo lejano, y
luego parpadeó, como sorprendida de haber dicho las palabras en
voz alta—. Todos tuvimos nuestros propios horrores, pero no habla-
mos de ellos. Rodeamos los bordes, reparamos las grietas exteriores
del otro y nos ayudamos mutuamente a saltar las brechas, pero no
nos metemos en el medio.
Parpadeó de nuevo y sonrió como si eso pudiera borrar los últi-
mos segundos de nuestros recuerdos, luego se sentó en la bañera.
—¿Entonces ninguna de ustedes va a decir una palabra sobre
Eben y Natiya?
Wren tropezó con sus palabras.
—Nosotros… yo no sabía…
—Fue una sorpresa —agregué.
Synové soltó una bocanada de aire.
—Oh, lo vi venir. ¿Cómo ustedes no? Pero supongo que sabemos
la respuesta a la pregunta ahora, ¿verdad?
Supuse que sí.
Wren suspiró.
—Así que no es necesario que lo mencionemos de nuevo.
Synové se levantó y salió de la bañera, envolviéndose en una toal-
la. Caminó hacia el armario, inspeccionó la ropa limpia que Vairlyn
le había enviado, comentando cada pieza, preguntándose si todos es-
taríamos comiendo juntos en el comedor, si Mason estaría allí, qué
tendríamos para cenar, qué extrañamente grande era la familia Bal-
lenger, si a alguien le importaba si se comía la última bola de queso
de cabra, Synové volvía a ser Synové.
—Vairlyn me dio las gracias, ¿sabes? Por ayudar a su hijo. La en-
derecé. No solo ayudé a Mason. Le salvé el culo. Pero—
—Bálsamo —dije, señalando el frasco que la sanadora había envi-
ado para la cabeza de Synové.
Wren se puso de pie y agarró el frasco de la mesa.
—Lo haré.
Me recosté contra la pared del rincón de nuevo, hipnotizada por
los jardines resplandecientes, escuchando a Wren regañar a Synové,
ordenándole que se quedara quieta, sus regaños me hacían sonreír,
agradecida de que todas estuviéramos vivas. Agradecida de que Jase
estuviera vivo. Todo lo que podía pensar mientras galopaba en Mije
era que los segundos importaban. Los segundos podrían cambiarlo
todo. Los segundos podrían borrar un camino y hacerte tambalear
por otro.
—¿Qué es eso? —preguntó Synové, sintiendo con la mano la par-
te posterior de la cabeza.
—Nada —respondió Wren, apartando su mano. Nada más que
una calva. Ninguna de los dos le había dicho a Synové que un pequ-
eño trozo de sus adorables mechones de cobre había sido víctima del
cuchillo que le cortó el cuero cabelludo. Peinarlo cuidadosamente lo
camu aría hasta que volviera a crecer, y Wren ya parecía tener esa
parte manejada.
Mis párpados estaban pesados mientras miraba la fuente burbuje-
ante en el centro del jardín, pero luego algo perturbó mi calma soña-
dora, un movimiento brusco en el rabillo del ojo. Me volví y vi una
gura que se apresuraba a subir los escalones de Darkco age y desa-
parecía en el interior. Me senté, sin estar segura de lo que acababa de
ver, sucedió tan rápido.
Era alto y de hombros cuadrados, pero desde aquí no podía dis-
tinguir ningún rasgo. Fue más la forma en que se apresuró, luego
miró hacia el jardín antes de deslizarse dentro lo que me inquietó.
Tal vez temía que los perros fueran soltados pronto. O tal vez tenía
miedo de otra cosa.
—¿Qué pasa? —preguntó Wren, mi leve movimiento llamó su
atención.
—Alguien acaba de entrar en Darkco age —respondí.
—¿Un empleado?
—Tal vez. Pero era alto y de hombros cuadrados —Esas habían si-
do las palabras exactas de la reina para describir al capitán.
Synové saltó de su silla y miró por la ventana.
—¿De qué color era su cabello?
—Blanco, creo, pero era difícil de decir. Todo se proyecta con una
luz naranja.
—El cabello del capitán es negro —dijo.
Wren se unió a nosotros en la ventana, inspeccionando el terreno
con su ojo agudo.
—Han pasado seis años. El cabello puede cambiar.

Sentí como si un pájaro atrapado golpeara en mi pecho mientras


subía apresuradamente los escalones de Darkco age. Las nubes de
arriba se habían vuelto más densas y amenazadoras. No tenía mucho
tiempo antes de que cayera la noche y soltaran a los perros. Escuché
en la puerta antes de abrirla un poco. Me encontré con el silencio, pe-
ro cuando entré, olí algo. Un aroma.
¿El olor a vino? ¿Sudor? Quizás con la casa cerrada, solo era aire
viciado.
Pero era algo que no había olido la última vez que estuve aquí.
Un delgado rayo de luz se asomó a través de una ventana con
cortinas. Era todo lo que tenía para navegar a través de la oscuridad
cercana. Me quedé en los bordes del piso de madera para evitar cruj-
idos que pudieran revelar mi presencia. Me arrastré, habitación por
habitación, a través de la cocina, el salón, la despensa, el sótano y las
muchas cámaras en los pisos superiores que había registrado la últi-
ma vez que estuve aquí. Una vez más, estaban vacíos, sin cambios.
No encontré a nadie.
Revisé la puerta en la parte trasera de la casa. Cuando lo abrí, el
terreno estaba vacío, tan quieto como solo está el crepúsculo. A tra-
vés de setos y árboles, vislumbré los establos. ¿Había pasado por es-
te camino? Pero ¿por qué pasar por Darkco age? Había caminos
más directos. Yo cerré la puerta. Se estaba haciendo tarde. Necesita-
ba regresar.
Pero cuando me volví un escalofrío me acarició. —Ve. —Una voz
se arrastró por mi columna—. Vete. —Un dedo giró mi mandíbula—.
Date prisa. —Y luego hubo un borrón apresurado de voces, manos,
caras, corriendo por el pasillo—. Shhh, por este camino, corre, no digas
una palabra. La muerte caminó entre ellos, me miró, pero esta vez no
sonrió. Lloró. Tenía los brazos llenos y no podía cargar más.

La puerta de mi habitación estaba entreabierta cuando regresé a


la casa principal. La abrí con cautela y encontré a Jase mirando en mi
armario, abriendo cajones y revolviéndolos. Llevaba sólo pantalones,
sin camisa, sin zapatos, con el pelo todavía húmedo, como si se hubi-
era apresurado a buscar algo.
Cerré la puerta rmemente detrás de mí.
Se volvió, sorprendido.
—Lo siento, llamé, pero no respondiste. Me estaba preparando
para la cena y me di cuenta de que no tenía camisas. Y calcetines. So-
lo tenía unos pocos en la habitación de invitados y ahora están suci-
os en mi alforja.
Mis hombros se relajaron. Era su guardarropa lo que estaba bus-
cando. No el mío.
Casi me había olvidado de que me había apoderado de su habita-
ción.
—Moví tus cosas a los cajones inferiores —dije—. Tómate tu ti-
empo. Estoy disfrutando de la vista. —Y lo estaba. Levantó la mano.
Tenía los dedos vendados. Una sonrisa iluminó su rostro.
—Estoy herido. ¿Quizás podrías ayudarme?
Puse los ojos en blanco.
—Pobre bebé. Tan herido como una araña tejiendo una telaraña, y
me estás atrayendo hacia la tuya.
—¿Pero es una red muy bonita?
—Voy a ser la jueza de eso.
Me acerqué y me atrajo a sus brazos, su beso fue un simple susur-
ro contra mis labios como si temiera que pudiera lastimarme.
—Mi cuello está bien —dije—. Solo magullada, sin daños durade-
ros. Pero tus nudillos… Me aparté y levanté su mano, examinando
sus dos dedos vendados—. ¿Tu madre tenía razón? ¿Rotos?
Se encogió de hombros tímidamente, como si no quisiera admitir-
lo.
—Quizás un poco agrietados. Al menos según la curandera.
—Siempre debes escuchar a tu madre.
—Eso me dice.
Me arrodillé para hurgar en el cajón inferior en busca de una ca-
misa.
—¿Blanco? ¿Gris?
—¿Y tú, Kazi? —preguntó—. ¿Siempre escuchas a tu madre?
Hice una pausa, agarrando los calcetines en mis manos, amasán-
dolos entre mis dedos.
—Es diferente para nosotros, Jase. Ya te dije. Es general y tiene
muchas responsabilidades. No nos vemos a menudo.
—Pero aún debe preocuparse por ti. Y hoy… —Le oí suspirar. Es-
cuché la culpa—. Esta no es tu batalla. Primero los cazadores de o -
cio, y ahora esto. ¿Tu madre sabe siquiera que estás aquí?
¿Ella? La pérdida inundó mi garganta. Me había agarrado hoy
con una mano fresca y cruel, alcanzando mi corazón, tirando, recor-
dándome lo que había perdido. Cuando vi la preocupación en los oj-
os de Vairlyn mientras miraba mi cuello, cuando me envió a la casa
como uno de sus hijos para que atendieran mis heridas, vi los mo-
mentos perdidos con mi propia madre, todos los recuerdos que nun-
ca tuve la oportunidad de hacer. Eso era algo más que me había ro-
bado el conductor de Previzi. Seis cortos años era todo lo que tenía
con ella. La ausencia de mi madre me golpeó de una manera nueva y
amarga, porque a veces no puedes empezar a saber todo lo que has
perdido hasta que alguien te muestra lo que podrías haber tenido.
Rebusqué en otro cajón.
—¿Qué tal esta crema?
—Kazi—
Me paré y lo enfrenté.
—Basta. No tienes que sentirte culpable. Mi madre me crio desde
muy joven para ser una soldado. Y aparentemente lo hago bien. To-
maré mi recompensa ahora.
Acerqué su boca a la mía y lo besé, larga y agresivamente, trabaj-
ando para crear un recuerdo al que pudiera aferrarme. Cuando me
aparté, comencé a abrocharle la camisa. Su pecho se elevó en una
respiración profunda y temblorosa.
—Creo que hay algunas ventajas en tener los dedos vendados.
—Creo que puedes arreglarte los calcetines tú mismo. Yo también
tengo que prepararme. —Lo empujé hacia atrás en el sillón y luego
le arrojé tres pares para elegir—. ¿Cómo fue tu conversación con
Jalaine?
Estaba callado, como si lo estuviera pensando.
—Salió bien —dijo nalmente—. Estoy atrapado en el negocio de
la arena ahora.
—¿Tanto para ponerte al día en solo unos días?
—La arena es un lugar concurrido. Pueden pasar muchas cosas
en poco tiempo.
Le pregunté si podía acompañarlo mañana y parecía complacido,
pero me advirtió que tendría un día completo y que, a veces, me dej-
aría a mi suerte. El que estuviera ocupado era conveniente para mí,
me daría tiempo para mirar a mi alrededor sin restricciones, tal vez
solo para encontrar más de nada. ¿Es eso lo que esperaba encontrar?
¿Nada? Ya no estaba segura. Durante meses, había pensado que en-
contrar al capitán cerraría una puerta en mi vida. Muchas puertas.
No solo borraría los peligros presentes, sino que también borraría los
fracasos del pasado. Haría algo bien. Traería justicia a muchos don-
de no se podía encontrar para uno.
Jase notó mi silencio.
—¿Qué pasa?
Secretos que todavía no puedo contarte, Jase. Juramentos que no puedo
romper. Verdades que quiero compartir, pero no puedo. ¿Qué es esto? Aho-
ra sabía la respuesta con tanta certeza como sabía el tono exacto de
los ojos marrones de Jase.
—Date vuelta —dije—. Necesito cambiarme.
Su boca se dibujó en una sonrisa.
—¿Olvidas que ya te he visto medio desnuda?
La intimidad de estar encadenados y mi delgada camisola húme-
da habían dejado poco a la imaginación cuando estábamos en el de-
sierto.
—Pero solo la mitad. Date vuelta.
Mientras se ponía los calcetines, me puse ropa limpia y comencé
a cepillarme el pelo. Casualmente pregunté:
—¿Habrá invitados a cenar esta noche?
—No, solo la familia.
—¿Qué pasa con el invitado que se aloja en Darkco age? Cuando
estaba en la habitación de Synové, vi que alguien entraba.
Se puso una bota y una expresión de desconcierto llenó su rostro,
pero no perdió el ritmo.
—No hay invitados. Probablemente fue solo uno de los jardineros
comprobando que las ventanas estuvieran cerradas. Parece que se
está acercando una tormenta.
Una tormenta. Tiene sentido. Había visto las nubes espesándose.
Y todas las ventanas y contraventanas estaban bien cerradas.
—Tenía el pelo blanco —agregué.
Jase se puso de pie, pensando por un momento.
—¿Alto?
Asentí.
—Sí. Ese es Erdsa . Buen hombre. Ha estado con nosotros duran-
te años. Las tormentas de verano pueden ser las peores.
Pensé en la repentina y violenta tormenta que había golpeado cu-
ando Jase y yo cruzamos Bone Channel y, mientras lo hacía, la habi-
tación brilló con luz y un trueno sacudió las ventanas, como si fuera
una señal para con rmar que solo había visto a un jardinero…
Los dedos de Jase se entrelazaron con los míos. Caminamos por
los pasillos, un ritmo de nuestros pasos que anunciaba que estába-
mos juntos, un ritmo que se sentía poderoso, imparable. Inevitable.
Hicimos una pausa, nos besamos, nos entretuvimos, como si el mun-
do no nos estuviera esperando, como si los secretos entre nosotros
no importaran, como si toda la casa fuera nuestra y solo nuestra, ca-
da pared, cada rincón, cada rellano. Hoy habíamos escapado de la
muerte y teníamos una segunda oportunidad.
—Eres un buen problema, Kazi —dijo, apretándome contra la pa-
red del vestíbulo—, el tipo de problema que yo… —Las palabras ar-
dían en sus ojos, las palabras que quería decir, pero las reprimía, una
negociación entre nosotros. Sus muslos estaban duros contra los mí-
os, y el aliento me recorría el pecho como una brisa intermitente. Su
pulgar trazó suavemente mi labio inferior—. Podríamos saltarnos la
cena —dijo con voz ronca. Nunca me había presionado, pero yo sa-
bía lo que pensaba. También estaba en mi la decisión.
—Cena, chico lindo —susurré contra su mandíbula—. Tu familia
está esperando.

Todos ya estaban sentados cuando llegamos al comedor. Notable-


mente ausentes estuvieron la tía Dolise y su familia.
—Es bueno que nalmente te unas a nosotros —dijo Mason.
—Cuidado con los dioses, te perdiste las oraciones —agregó Ti-
tus.
Priya chasqueó la lengua—. Al menos la sopa fría no se enfriará.
Sus saludos fueron sarcásticos, pero una sonrisa se escondió det-
rás de cada uno. Estaban felices de ver a su hermano. Quizás incluso
de verme a mí.
—Siento que lleguemos tarde —dije—. El tiempo se nos escapó.
Nosotros—
—No hay necesidad de disculparse —dijo Vairlyn—. Ha sido un
día lleno de acontecimientos.
Los cuencos llenos de sopa fría de menta ya estaban colocados
frente a todos. Vairlyn y Gunner se sentaron en un extremo de la lar-
ga mesa y los dos asientos de la cabecera permanecieron vacíos. Jase
sacó una silla para mí y luego tomó la otra.
—Hmm —dijo Priya en voz baja, notando mi lugar en la cabecera
de la mesa.
Wren y Synové se sentaron cerca del medio, y noté que Mason es-
taba sentado al lado de Synové. Me pregunté cómo había orquestado
eso. Samuel se sentó frente a Wren, su mano derecha fuertemente
vendada y su brazo elevado en un cabestrillo. Entre su lesión, la ca-
beza vendada de Synové y los rasguños y cortes en Wren, Mason y
Jase, teníamos un aspecto lamentable, aunque decididamente menos
ensangrentado que hoy.
—¿Lo viste?
—¿Lo viste?
Lydia y Nash brincaron en sus asientos, haciéndose eco de la
emoción del otro.
—¡Abrelo! ¡Léelo! —dijo Lydia.
Junto a mi cuenco estaba la carta de la reina. El sello ya se había
roto. Miré hacia el otro extremo de la mesa y Gunner se encogió de
hombros.
—No estabas aquí. No estaba seguro de si era urgente.
Desdoblé la carta e inmediatamente vi que estaba escrita en Mor-
righese, no en Vendan. Como esperaba, la reina tenía la intención de
que lo leyeran. Lo leí en voz alta, aunque estaba segura de que la
mayoría de los presentes ya lo habían visto.
—Estimada Kazi, el el Rahtan en un valioso servicio a la corona.
Wren se atragantó con el agua y le envié una mirada de adverten-
cia. La reina era más una escritora de notas casual. No le gustaba la
pompa y las circunstancias, y su saludo formal dejó en claro que nin-
guna de sus palabras era lo que parecía. Ella había entendido mi car-
ta hasta el fondo.
—Leí su carta con deleite y gratitud porque la familia Ballenger le está
brindando una cálida hospitalidad a usted y a mis otras estimadas guardias.
El deleite signi caba que todo el Consejo de Vendan se rio mucho
al respecto.
—Tus revelaciones son realmente asombrosas.
No creo una palabra.
—Este territorio salvaje e indómito que has descrito es intrigante, y con-
fío en que estés usando tu tiempo sabiamente para aprender todo lo que pu-
edas sobre él.
Espero que ya hayas encontrado a nuestro hombre.
—Lord Falgriz…
Reprimí un bu do propio. Griz no era un lord y odiaba el título
burlón que la reina a veces le llamaba.
—Lord Falgriz —continué—, está escoltando a mi hermano al palacio
de Merencia, donde tenía la intención de reunirme con él.
Griz está esperando en el punto de encuentro, junto con las tro-
pas.
—Pero puedo dejar algunos de mis planes a largo plazo en espera y ha-
cer una breve parada en Hell’s Mouth.
Incluso una reina no podría poner algunos planes en espera.
—Acepto la invitación de Ballenger para la visita. Espero verte a n de
mes.
Si todavía no has encontrado a la presa para entonces, no está allí.
Ven a casa.
—Tu el servicio es un regalo para mí y para todos los reinos. Nunca se-
rá olvidado.
Ella rmó con sus cuatro nombres de pila, que sabía que nunca
usó.
La carta no trajo sorpresas a excepción de la última línea. Fue un
recordatorio: Creo en ti.
Una charla complacida estalló alrededor de la mesa, todo cortés
porque Wren, Synové y yo estábamos presentes, pero escuché el so-
nido nítido del derecho. Esto era algo que ya sabían que venían, y
era desde hacía mucho tiempo, pero noté que Jase no dijo nada, sus
ojos se enfocaron en Jalaine. No había dicho nada desde que llega-
mos, con la espalda rígida contra la silla y los ojos jos en su regazo.
Mientras seguía mirando a Jalaine, Jase preguntó:
—Samuel, ¿cómo está tu mano?
La alegría de la habitación se apagó.
Samuel luchó por dominar la cuchara con la mano izquierda, la
sopa verde se derramó por los lados con sus movimientos torpes.
—Viviré —respondió.
—Jalaine, levanta la vista de tu regazo —dijo Jase—. Mira alrede-
dor. ¿No tienes nada que añadir?
—Jase —dijo Priya, advirtiendo en su tono.
Le lanzó una mirada gélida para calmarla.
La atención de Jalaine se levantó de su regazo. Tenía los ojos hinc-
hados y rojos. Su mirada recorrió la mesa, como si viera a todos por
primera vez, hasta que sus ojos se posaron de nuevo en Jase.
—No tengo nada que añadir, hermano. Ni una palabra.
Miradas de asombro rebotaron alrededor de la mesa. Sorpren-
dentemente, fue el desagradable quien trató de traer algo de alegría
a la habitación.
—Tengo más buenas noticias —dijo Gunner—. Mientras estabas
fuera, otro reino rmó un contrato de arrendamiento de apartamen-
tos. Cruvas ahora nos convertirá en una base para el comercio tambi-
én. ¿Y ese envío que les prometimos a los Candoranos? Tengo la con-
rmación de que estará aquí en dos semanas.
Ahora Gunner tenía toda la atención de Jase.
—¿Dos semanas? Es una excelente noticia. —Se inclinó hacia ade-
lante, ansioso por discutir más sobre el tema, pero luego se recostó.
—Hablaremos más después.
Los ojos de Vairlyn barrieron nerviosamente la mesa.
—Eso es su ciente sobre negocios —dijo—. Disfrutemos de nu-
estra sopa.
La conversación estalló cuando todos se concentraron. Nash le hi-
zo a Wren una pregunta tras otra, sobre todo sobre sus ziethes, que la
había persuadido de que dejara en su habitación esta noche, aunque
todavía llevaba una daga. Me sorprendió ver a Mason hablando en
voz baja con Synové, preguntándole por su cabeza, susurrando algo
más que no pude oír. Priya preguntó a Samuel sobre el asentamien-
to, pero noté que Jalaine permanecía callada.
—¿Qué le pasa a tu hermana? —Le susurré a Jase.
—Te lo explicaré más tarde —respondió y su mano alcanzó deba-
jo de la mesa mi muslo y lo apretó. Su expresión era tensa, y parecía
que quería estar en cualquier lugar menos aquí ahora mismo.
Un fuerte estruendo detuvo la conversación y todos miraron a Sa-
muel. La cuchara se le había caído de los dedos y la sopa verde salpi-
caba la mesa.
—Lo siento —dijo—. Puede que me tome un tiempo aprender a
usar mi mano izquierda. —Se secó las manchas verdes con su servil-
leta. Wren empujó su asiento hacia atrás y dio la vuelta a su lado de
la mesa, agarrando una taza del aparador mientras caminaba. Ella
colocó la taza frente a él y le sirvió la sopa del cuenco.
—Ahí —dijo—. Bebe. Problema resuelto. —Regresó a su asiento.
Samuel sonrió y se llevó la taza a los labios, pero los ojos de Jala-
ine se pellizcaron de horror mientras lo miraba. Empujó su silla ha-
cia atrás y huyó de la habitación.
—¿Qué le pasa a Jalaine? —preguntó Lydia.
Nash miró a Wren.
—¿Puedo beber mi sopa de una taza también?
—¿Uno de nosotros debería ir tras ella? —preguntó Aram.
—Jalaine estará bien —dijo Jase con rmeza—. Ella está cansada.
Le voy a dar un tiempo libre de la arena.
Gunner se echó hacia atrás y gimió.
—¿Por qué…?
—Gunner —dijo Jase, deteniendo a su hermano a mitad de la fra-
se con una mirada aguda. Vi lo rápido que Jase podía ser dos perso-
nas diferentes, el hermano y el Patrei. Esa era la tensión que había
visto en su rostro antes, el peso de la presión sobre él.
Su enfoque se volvió y lo vi mirando a Lydia y Nash, eligiendo
sus siguientes palabras con cuidado. Se puso de pie y caminó hacia
el aparador. Agarró dos tazas y las puso frente a Nash y Lydia, lu-
ego vació sus tazones de sopa en ellas mientras explicaba.
—Uno de los miembros de la tripulación que encontramos hoy
era un amigo de Jalaine.
La boca de Priya se abrió. Titus se sentó hacia adelante en su asi-
ento. Los labios de Vairlyn se apretaron con fuerza. Todos, excepto
Nash y Lydia, sabían que el “grupo” que encontramos ahora estaba
muerta en el fondo de un barranco.
—¿Quién era? —preguntó Aram.
Jase suspiró.
—Fertig.
Se hizo un silencio al mismo tiempo que Lydia gritó:
—¡Yo conozco a Fertig! Es el novio de Jalaine.
Nash y ella empezaron a sorber felizmente la sopa de las tazas.
Jase rodeó la mesa y regresó a su asiento.
—Hay más. Jalaine le había mencionado el mensaje de Gunner a
Fertig, el que nos llamaba a casa. Así es como supo dónde encontrar-
nos.
Vairlyn se inclinó hacia adelante, con los dedos presionando su
frente.
—¿Fertig? —Priya dijo, como si todavía no pudiera creerlo.
—¿Por qué no dijiste nada cuando estábamos ahí fuera? —pre-
guntó Samuel.
—Primero quería obtener información de Jalaine.
—¿Cuál era él? —pregunté.
Jase miró mi cuello, respondiendo mi pregunta.
Fertig era el que me había estrangulado, el que yo había matado.
CAPÍTULO 39
JASE

Hoy fue todo el in erno que mi padre había descrito. He ido dan-
do tumbos de un incendio a otro. Un asalto. Una traición. Kazi inmo-
vilizada bajo el cuerpo de un asaltante, empapada en un charco de
sangre. El recuerdo me golpeaba una y otra vez. Y todavía tenía más
asuntos que tratar.
Habrá momentos en los que no dormirás, Jase.
Tiempos en los que no comerás.
Momentos en los que tendrás cien decisiones que tomar y no tendrás ti-
empo para tomar una sola. Habrá veces que una elección te hará sentir como
si te arrancaran la carne de los huesos. Veces que te odiarán por las decisi-
ones que has tomado. Veces que te odiarás a ti mismo.
Te desgarrarás de mil maneras. Dudarás de tus decisiones y de en quién
confías, pero por encima de todo, debes recordar siempre que tienes una fa-
milia, una historia y una ciudad que proteger. Es tanto tu legado como tu
deber. Si el trabajo de Patrei fuera fácil, se le habría dado a otra persona.
Ahora comprendo la angustia de mi padre cuando yacía en su
lecho de muerte traspasándome sus obligaciones. Era tanto una car-
ga como un honor.
Irrumpí en Cave’s End, y Beaufort se levantó del diván para reci-
birme, con una copa llena en una mano y una botella en la otra.
—¿Qué demonios creías que estabas haciendo? —dije.
—Bueno, este no era el saludo que esperaba. Especialmente cuan-
do…
—Teníamos un acuerdo de que te mantendrías fuera de la vista.
Uno de los soldados de Rahtan que se aloja con nosotros te vio ent-
rar en Darkco age. Tuve que inventar una historia sobre que eras un
jardinero.
Beaufort se burló. —¿Por qué siguen aquí? ¡Me siento como un
animal enjaulado! Pensé que te había dicho que te deshicieras de el-
los.
Le miré. Miré a través de una puerta arqueada al resto de ellos
desparramados alrededor de la “jaula” como él la llamaba, abasteci-
da de vinos nos, tabacos, cantidades ridículas de aceitunas impor-
tadas de Gitos y huevas de pescado de Gastineux, ¿y ahora estaba
dando órdenes al Patrei? Ya me veía arrojando a todos ellos por las
puertas de la Guardia de Tor en plena noche, maldita sean las armas.
Se dio cuenta de su error. —Patrei, Patrei, me estoy olvidando de
mí mismo. Perdóname. Pasa. ¿Te sirvo una copa?
Explicó que con tantos de nosotros fuera y la Guardia de Tor tan
tranquila, había pensado que era seguro ir a Raehouse y hablar con
Priya sobre más suministros, pero entonces nuestra caravana entró
en el Túnel de Greyson, creando un revuelo de actividad. Esperó
hasta el anochecer, cuando las cosas se calmaron, para volver a Ca-
ve’s End.
¿Más suministros? —Acabamos de llenar un gran pedido para ti.
—Me temo que hay mucho desperdicio con la experimentación,
pero ahora con la fórmula y la artesanía perfeccionadas, estamos lis-
tos para entrar en producción.
No podía negar que estaba feliz de escuchar nalmente esta noti-
cia. Quienquiera que estuviera detrás de Fertig y su banda se arrast-
raría de vuelta a su agujero y no volvería a molestar a la Boca del In-
erno.
—¿Y la cura de la ebre?
Se encogió de hombros. —Cada vez más cerca.
La misma respuesta. Tres niños de Boca del In erno habían mu-
erto el invierno pasado de ebre. Tres niños de más. Beaufort me ha-
bía mostrado las pilas de notas de los eruditos y los extraños frascos
y platos con los que experimentaban, pero los cálculos no signi ca-
ban nada para mí.
—Encuéntralo —dije—. Antes de que llegue el invierno.
—Por supuesto —respondió Beaufort—. Estoy seguro de que lo
tendremos para entonces.
Dejó su copa en el suelo y gritó hacia la otra habitación. —¡Sarva!
¡Kardos! ¡Bahr! ¡Todos ustedes! Vengan aquí y ayúdenme a enseñar-
le al Patrei lo que ha comprado con su dinero. —Puso su brazo sobre
mi hombro, el resto de su sórdida tripulación nos siguió, incluyendo
a los eruditos, Torback y Phineas—. Por aquí —dijo—. Vamos a ver
el producto nal.
Nos pusimos al abrigo del casquete del cielo, la parte de la cueva
que se extendía sobre la casa y una buena parte de los terrenos, pero
los vientos eran feroces y nos seguía lloviendo a cántaros. Al menos
la tormenta y los truenos disimulaban el sonido.
—¿Así? —dije, sujetando el lanzador al hombro de la forma en
que Kardos me había mostrado. Él, Bahr y Sarva eran antiguos sol-
dados. Sarva había sido un herrero, y diseñó el lanzador basándose
en los diseños de los eruditos.
—Manténgalo ajustado —advirtió Bahr—. La montura absorberá
mucho, pero prepárese para el retroceso. Mira a tu objetivo como si
estuvieras disparando una echa. Manténgalo rme mientras tira de
la palanca hacia atrás.
Sonó un fuerte chasquido y un destello iluminó el extremo del
lanzador, clavándolo en mi hombro y haciéndome retroceder un pa-
so, pero el ruido no fue nada comparado con la explosión que se pro-
dujo cuando dio en el blanco a doscientos metros de distancia. Las
montañas circundantes reverberaron con la conmoción.
Hubo vítores por todas partes.
—¿Eso va a solucionar tus problemas? —preguntó Bahr.
—Sí —respondí—. Y algo más. —No podía esperar a ver la reac-
ción del embajador de Candor. Ya no se quejaría del desarrollo, y na-
die volvería a tocar las caravanas de arena.
—Puedes sacar cuatro tiros de cada carga —dijo Sarva—. Aunque
dudo que tengas algo a lo que disparar después del primero.
—¿Tienes todas las especi caciones escritas? —pregunté—. ¿Do-
cumentadas cuidadosamente?
—Por supuesto que sí —respondió Beaufort.
—¿Y el almacenamiento? —pregunté—. ¿Hay algún peligro ahí?
Estamos cerca de las casas de la familia.
—Ninguno —dijo Kardos—. Aunque yo no echaría las cargas en
el horno de la cocina. —Se rieron como si estuvieran instruyendo a
un niño en los fundamentos de la seguridad.
—No tienes que preocuparte por esos detalles ahora —dijo Sarva
—. Lo repasaremos todo cuando entreguemos tu primer envío.
Sonreí, como si el envío fuera la única palabra que necesitaba pro-
nunciar para enviarme por el camino. —¿En dos semanas?
Beaufort asintió. —Así es.
—Bien —dije. Giré el arma entre mis manos, examinándola de
nuevo—. Me llevaré ésta mientras tanto. —Me colgué la correa del
lanzador al hombro.
—Espera —ordenó Sarva—. No puedes llevarte eso. —Me tendió
la mano para que se la entregara.
Le miré jamente. Casi había esperado su respuesta, pero aun así
me sorprendió. —¿Por qué no, Sarva? Es mío, ¿recuerdas? Lo he pa-
gado yo. Llevo casi un año pagándolo. Y tienes todas las especi caci-
ones escritas para hacer más.
Él y Kardos intercambiaron miradas, sin saber qué hacer.
Beaufort se adelantó, sonriendo, con una risa forzada en la gar-
ganta, intentando rebajar la tensión. —Sí, claro que sí, pero…
—Entonces no hay ningún problema. Quiero empezar a entrenar
a algunos de mis hombres en los campamentos madereros para que
trabajen como escoltas de caravanas. Siempre necesitan el trabajo de
invierno. —Me acerqué y barrí los montones de cargas de la mesa en
una bolsa de lona—. Y también me llevaré esto.
Sarva se quedó con la boca abierta cuando me di la vuelta. Toda-
vía había mucho más que quería decir. Cuando me fui, Zane salió
del salón principal al vestíbulo, comiendo un muslo de pollo. Estaba
tan sorprendido de verme como yo de verlo a él. —¿Qué estás haci-
endo aquí? —Le pregunté—. Es tarde para una entrega.
Siseó un suspiro frustrado y negó con la cabeza. —Lo sé. He veni-
do por la parte de atrás para dejar la mercancía. —Puso los ojos en
blanco—. Más vino y aceitunas. La tormenta llegó y ahora estoy atas-
cado.
—¿Podemos alojarte en Riverbend si lo pre eres?
—No hay problema. Ya tengo mis cosas guardadas. Con suerte, la
tormenta pasará por la mañana.
Miró el lanzador en mi hombro. —¿Te lo llevas?
—Así es.
Se encogió de hombros. —¿Quieres que lo entregue en algún lu-
gar por ti? ¿Mientras yo esté aquí? Puedo… —Extendió la mano para
quitármelo.
—No —dije, alejándome—, yo tengo este.

Mi mano se apoyó en la puerta, igual que hacía varias noches, de-


batiendo si llamar. Estaba empapada y mi pelo goteaba en el suelo.
Kazi. Todavía no estaba seguro de cómo había sucedido esto. Cuan-
do estábamos solos, cuando el mundo no miraba por encima de nu-
estros hombros, todo era fácil. Todo lo que quería era estar con ella,
abrazarla, escuchar su voz, escuchar su risa, ni siquiera conoces la mi-
tad de mis trucos todavía. Quería conocerlos todos. Puede que no se
comprometa con los mañanas, pero sabía que los quería tanto como
yo. Era tarde, probablemente demasiado tarde…
La puerta se abrió de golpe, como si ella hubiera percibido que yo
estaba ahí fuera.
—¡Mírate! Estás empapado —dijo y me agarró de la mano, tiran-
do de mí hacia dentro—. Necesitas una camisa seca y…
—Sólo te necesito a ti, Kazi, es todo lo que necesito.
CAPÍTULO 40
KAZI

Nuestro camino brillaba con el agua y pequeños riachuelos cruza-


ban el sendero mientras la tormenta de la noche anterior se escurría
por la montaña. Un cielo azul cegador me guiñó el ojo desde los
charcos y las roderas hinchadas, y bandas de arrendajos graznaron a
nuestro paso.
La parte trasera de Tor’s Watch era verde, los árboles espesos y
los enormes y coloridos líquenes, más altos que un hombre, se exten-
dían por las antiguas ruinas que bordeaban nuestro camino como es-
pectadores alegres. Todo en esta parte del mundo parecía crecer a lo
grande.
Estábamos tomando el camino de vuelta que Jase había menci-
onado para llegar a la arena. Priya, Titus, Gunner y la straza monta-
ban con nosotros.
Jase parecía más como él mismo ahora, sus ojos enfocados, ya hir-
viendo a fuego lento con el trabajo por delante. Pero anoche cuando
vino a mi habitación era un Jase diferente. Me abrazó, empapándo-
me en su abrazo. Sólo te necesito a ti, Kazi. Después de la cena dijo que
había tenido que ocuparse de algunos asuntos de negocios. —¿Ne-
gocios bajo la lluvia? —había preguntado dudosa. La tormenta había
arreciado, las ventanas sonaban con un trueno tan fuerte que pensé
que se romperían. Dijo que el negocio estaba en el túnel de Greyson
y que le había pillado el chaparrón. Quería preguntar por Jalaine. Sa-
bía que ella tenía que ser uno de esos asuntos, pero vi su cansancio,
así que no dije nada.
Nos habíamos puesto ropa seca y nos tumbamos en una gruesa
alfombra frente al fuego. Cuéntame una historia, Jase, le dije, porque
esta vez intuí que era él quien necesitaba ser rescatado de sus propi-
os pensamientos, igual que me había rescatado a mí tantas veces. Sus
hombros se relajaron y su mirada se suavizó, fundiéndose con una
parte de mí que sólo quería más. Más de Jase, más de nosotros. Me
habló del bosque de Moro y de la leyenda de una criatura que vivía
allí. Su cabeza descansaba en mi regazo, el fuego crepitando, mis de-
dos rastrillando su pelo hasta que sus párpados se volvieron pesados
y se cerraron, su historia inacabada, su cara tranquila. Mi chiadrah,
susurré en algún lugar de mi interior donde nadie pudiera oír, y lu-
ego me acurruqué a su lado y ambos nos dormimos.
Sonó un fuerte graznido y ambos nos agachamos. Habíamos gira-
do en una curva y los grajos se acercaban a nuestras cabezas. —Tran-
quilo, Mije —dije, y le froté el cuello para calmarlo.
Jase miró la melena de Mije y frunció el ceño. Estaba trenzado de
nuevo. Sospechaba que Jalaine se había escapado a los establos la
noche anterior y había compartido con Mije secretos que no podía
compartir con nadie más.
Cuando Jase cabalgó delante, para hablar con Gunner sobre algo,
Priya se quedó atrás conmigo.
—¿Cómo está tu cuello? —preguntó.
Me había puesto una camisa de cuello alto y me había dejado el
pelo suelto alrededor de los hombros para ayudar a ocultar los mo-
ratones.
—Bien —respondí.
Ella resopló divertida. —No hay muchas cosas que te molesten,
¿verdad?
Me pregunté si ella sabía que yo había matado a Fertig. Me pre-
gunté si Jalaine lo sabía.
—¿Viste a tu hermana esta mañana? ¿Cómo está?
Priya negó con la cabeza. —Sigue encerrada en su habitación. No
quiere salir.
Seguí pensando en sus ojos rojos e hinchados. Su silencio. —¿Ella
lo amaba? —pregunté.
—Ya no importa —respondió Priya—. En el momento en que
conspiró contra la familia, Fertig quedó muerto para nosotros.
—Pero…
—Jalaine lo superará. Ella entiende el costo de la traición. Ella
misma lo habría atravesado si lo hubiera sabido. El objetivo de Fertig
era matar a sus hermanos. Y tal vez al resto de nosotros también. No
sería la primera vez que el Patrei y su familia son masacrados.
—¿Qué?
Ella sonrió. —Supongo que esa es una historia que Jase no te con-
tó. Pero puedo asegurarte de que Jalaine la conoce bastante bien. Ha-
ce siglos, un Patrei y toda su familia fueron masacrados en…
—Pero pensé que la línea Ballenger nunca había terminado.
—Todos muertos, excepto la hija pequeña. —Priya me dijo que un
tío había sucumbido a los coqueteos de una amante. La dejó entrar a
través de una entrada con cerrojo en medio de la noche. Una ava-
lancha de atacantes la siguió. En su huida, la familia fue abatida por
las potencias rivales, pero un sirviente recogió al bebé y escaparon
por otro camino, llegando a la bóveda. El sirviente acabó saliendo
por una de las cuevas y crio a la hija entre primos en las montañas.
Cuando la muchacha cumplió veinte años, regresó con esos primos a
cuestas y hubo otra matanza en la misma casa, pero esta vez fue la
hija la que vengó la muerte de su familia, y con ella comenzó un nu-
evo reino de Ballengers—. Algunos juran que todavía pueden oír a
los muertos caminando por las habitaciones. Por eso a muchos hués-
pedes no les gusta quedarse allí.
—¿Allí?
—Darkco age. Fue la primera casa Ballenger. —Se encogió de
hombros—. Nunca he oído nada allí.
Pero yo sí.
—¿Tienes miedo de los espíritus? —preguntó.
¿Lo tenía? me pregunté. Te susurraban en momentos inesperados,
y a veces cruzaban los límites de la vida y la muerte y te tocaban con
dedos fríos y a veces te avisaban, pero eso era todo.
—No —respondí—. Los muertos no pueden hacerte daño. Es a
los vivos a quienes temo.
Priya me lanzó una larga mirada de reojo. —Dudé de ti cuando
llegaste. Creí que ibas a ser un gran problema, pero admito que me
equivoqué, aunque me hayas mentido.
—No estoy segura de saber a qué te re eres.
—Nunca fue un espectáculo. Siempre te preocupaste por mi her-
mano. Sólo que no sé por qué trataste de ocultarlo. ¿Va en contra de
tus leyes de Vendan que un soldado caiga en…?
—No —dije en voz baja, cortándola antes de que pudiera pronun-
ciar la palabra que había evitado. Decir amor en voz alta me parecía
peligroso. Lo hacía tangible, más fácil de agarrar y romper. O tal vez
temía que los dioses se dieran cuenta y lo robaran.
—Los Ballengers nunca olvidarán lo que hiciste por mi hermano.
Sí lo harán, pensé. Si alguna vez descubren por qué he venido realmen-
te aquí, que he registrado cada habitación de su casa y rebuscado entre sus
pertenencias privadas, que he peinado su escritorio y tocado sus guijarros
pulcramente ordenados, que he sido un invasor en lugar de un aliado, sólo
me recordarán por eso.
Toda la familia lo recordaría.
Cabalgamos en silencio y mis pensamientos volvieron a la histo-
ria de Priya. Una familia entera masacrada era un horror más allá de
la imaginación. No es de extrañar que los Ballengers fueran tan pro-
tectores, tan diligentes a la hora de enseñar su historia. Pero algo que
dijo Priya me hizo re exionar. Un sirviente recogió al bebé y escaparon
por otro camino.
¿Qué camino?
No había caminos directos a la bóveda desde Darkco age. Habría
tenido que correr al aire libre, a través del patio de trabajo, lo que la
convertía en un blanco fácil, aunque el ataque se produjo por la noc-
he. Mientras el bebé no llorara, podría haberse escondido en las
sombras y llegar hasta allí. Si el bebé no lloraba. Recordaba todo lo
que había tenido que hacer para mantener a un tigre callado cuando
lo sacaba de Ciudad Sanctum, y esa huida estaba muy bien plane-
ada, no era una huida en pánico de los intrusos.
—Sólo falta una milla —llamó Jase. Volvió a rodear para montar
conmigo de nuevo, su negocio con Gunner terminado, y Priya montó
delante.
—Te daré una rápida descripción del terreno cuando lleguemos,
pero mientras yo reviso los arrendamientos y otros asuntos, puedes
explorar el resto por tu cuenta.
—¿Otros negocios? ¿Como Fertig?
—Eso también. Quienquiera que haya conspirado con Fertig reci-
bió un golpe considerable con doce hombres muertos en un barran-
co. Habrá rumores.
—Eran doce hombres bien entrenados, Jase. No habrá rumores.
He visto cómo operaban, se hacían señales unos a otros, marcaban
sus movimientos con la misma suavidad que un reloj. Wren, Synové
y yo nunca habíamos sido heridas. No eran bandidos comunes. Eran
tan fríos como el hielo, incluso Fertig. No tenía alma cuando me as -
xió, y luego, cuando lo apuñalé… sonrió.
Jase se quedó callado, asimilando sobriamente mi evaluación.
—¿Quién es el menos sospechoso? —pregunté—. Ese es tu cul-
pable.
—Sospecho de todos —respondió. Me dijo que había cinco líderes
de la liga, Rybart, Truko y Paxton los más poderosos entre ellos, pero
los otros líderes también habían asaltado caravanas y causado prob-
lemas antes—. Doce tripulantes muertos detendrán sus planes por
un tiempo. Una docena de hombres muertos dañaría nuestras opera-
ciones. Y paralizará las suyas. Aun así, quiero saber quién está detrás
de esto.
Así que pagarán un precio mayor. Las palabras no dichas se cocinaron a
fuego lento en sus ojos.
Giramos en la curva y Jase señaló. —Mira allí. —Tuve mi primera
visión de la arena a través de un claro en los árboles. Parecía una ci-
udad en sí misma. La estructura ovalada y dentada se elevaba seis
pisos hacia el cielo. Ocho torres alrededor de su circunferencia pare-
cían los colmillos de una bestia de dientes pesados que surgía de la
tierra. Su boca estaba abierta y llena de actividad. Detrás de la arena
había más estructuras: almacenes, graneros, silos y pastos cercados.
Jase me habló de los comerciantes de la arena, algunos de los cu-
ales vendían productos reales, y otros exponían artículos para ser
vendidos y entregados por contrato. En la planta baja del centro ha-
bía comerciantes locales que vendían comida, pequeños artículos y
baratijas. En el perímetro estaban los comerciantes más grandes.
—Reux Lau vende artículos de cuero exóticos que no se encuent-
ran en ningún otro lugar del continente, y Azentil vende todos los
sabores de miel que puedas imaginar.
No sabía que había más de un tipo.
—Y el encaje de Quiassé de Cívica tiene un precio desorbitado,
pero siempre hay muchos compradores y poco encaje.
Parecía que todo el mundo ahí fuera era mucho más rico que el
que yo conocía.
—¿Y ustedes se llevan una parte de todo eso?
—Somos justos. Negociamos los recortes, pero si no fuera por la
arena, sólo venderían una fracción de lo que hacen ahora. También
obtienen un bene cio considerable. Por eso vienen.
No es de extrañar que las ligas se empeñaran en controlar la are-
na, hasta el punto de intentar matar al Patrei que la controlaba. Había
visto a gente matar por menos.

Las torres dentadas que había visto desde lejos eran en realidad
largas rampas circulares que conducían a los pisos superiores y a los
apartamentos del nivel más alto. Los apartamentos de los Ballenger
eran sorprendentes: mucho más elegantes y lujosos que los de la Gu-
ardia de Tor. Aquí era donde se entretenían los embajadores, los
mercaderes ricos y, a veces, la realeza que comerciaba en la arena.
Aquí era donde se hacían los tratos. Las habitaciones eran profundas
y oscuras, sin ventanas en tres lados, excepto en las paredes que da-
ban a la arena, por lo que había relucientes lámparas de araña orna-
mentadas para iluminar el interior.
—¿A quién más entretienes aquí? —bromeé, asomándome a uno
de los elaborados dormitorios.
—Me encantaría entretenerte aquí —dijo Jase, acercándose sigilo-
samente por detrás de mí y apartando mi pelo hacia un lado. Me
mordisqueó la nuca mientras sus brazos rodeaban mi cintura.
—Patrei —llamó Gunner con impaciencia desde el vestíbulo.
Jase gruñó. —Tengo una reunión con Candora. Te encontraré en
una hora.
Me giré para mirarle. —¿Y cómo me vas a encontrar en este enor-
me laberinto?
—No eres la única con trucos en la manga.
Me besó y se fue, pero justo antes de llegar al vestíbulo se giró. —
También puedes conseguir naranjas en el suelo. He oído que si men-
cionas que conoces al Patrei conseguirás un buen precio; quizá inclu-
so una gratis.
—¿De verdad? —dije, bajando las cejas con incredulidad—. Y yo
he oído justo lo contrario: mencionar al Patrei podría meterme en un
buen lío.
Sonrió. —Eso también. Vive peligrosamente, arriésgate.
Me dejó sola en el apartamento, libre para explorar todo el esce-
nario, lo que no era señal de alguien que tuviera algo que ocultar.
Aun así, hice un barrido obligatorio por las habitaciones, sin encont-
rar nada sospechoso. Una preocupación se me quitó de encima y ot-
ra ocupó su lugar. Seguir adelante. Aparté el pensamiento y me fui a
terminar mi trabajo: buscar en cualquier rincón oculto de este mun-
do.
Me picaron los dedos en cuanto toqué el suelo de la arena. El ru-
ido, el bullicio, los vendedores ambulantes… era como si estuviera
de nuevo en la jehendra, buscando mi próxima comida. Me recordaba
a mí misma que ahora tenía el estómago lleno y monedas en el bol-
sillo, pero las bromas con los vendedores ambulantes no podían ha-
cer daño.
En el anillo exterior de la planta baja, vi algunos de los comerci-
antes y mercancías que Jase había mencionado: las alfombras oreci-
das de Cortenai, los linos de Cruvas, las mieles de Azentil. Y más.
Todo lo que se podía vender se vendía aquí: muebles, gemas, meta-
listería, trigo, cebada, especias, animales para la cría, madera, nos
papeles para escribir, minerales, intrincadas pesas y medidas, crista-
les… los mejores productos de una docena de reinos que convergían
en un irresistible guiso de sonidos, olores y sabores. Respiré los deli-
ciosos dedos de humo de bosque que otaban en el aire. El murmul-
lo de las voces, el estruendo de las mercancías y el lejano y delicado
trinar de una auta se entrelazaban en una seductora bienvenida. Al-
gunas mercancías andaban sueltas. Un grupo de cuidadores corrió
detrás de una llama sedosa que se les escapó. Corría entre los pues-
tos, siempre un paso por delante de los cuidadores. Admiré su técni-
ca.
Me mantuve alejada de la mayoría de las tiendas, examinándolas
desde la distancia, pero luego me detuve a observar las baratijas de
uno de los puestos centrales de un comerciante local, centrándome
en un anillo que me recordaba a mi hogar: una delicada enredadera
de plata que se enroscaba alrededor de un círculo de oro. Mi madre
solía tejer una corona de enredaderas en mi pelo en los días festivos.
El comerciante me vio inmediatamente mirándolo y, por costumbre,
me preparé para una letanía de abucheos. ¡Caracoles! ¡Sucia alimaña!
¡Fuera! Recurrí a mi bolsa mental de trucos —una adivinanza, un ju-
ego de manos— para calmar su temperamento, pero en lugar de un
abucheo comenzó un tono que me resultaba demasiado familiar, el
tono que siempre se reservaba para los demás. Por fuera, yo parecía
ser uno de esos otros ahora, pero por dentro siempre sería esa chica
que estaba lista para correr.
—¡Tienes un ojo perspicaz! —dijo, sus manos se movían con en-
tusiasmo mientras hablaba—. ¡Este anillo es un hallazgo raro! ¡Una
singular y escasa, esplendorosa lentejuela! Oro puro y la más na
plata.
Dudaba de que fuera plata y oro de verdad.
—¡Te mereces un tesoro así! Una deslumbrante delicia para una
encantadora dama—, continuó con exagerada oritura, su lengua se
retorcía de alegría con sus descripciones. —Para ti, hoy, reduciré el
precio a la mitad. Diez gramos.
Sonreí y negué con la cabeza. —Hoy no…
—¡Pero espera! —dijo, agarrando mi mano—. ¡Tienes que probár-
telo! Está hecho para tu exquisita mano. —Era un hombre bajito y
corpulento, con un rostro alegre y de mejillas redondeadas, con líne-
as de expresión alrededor de los ojos.
—Su lengua es de oro, señor, y sus palabras seductoras, pero no
puedo permitirme gastar dinero en un lujo como éste.
Me puso el anillo en el dedo. —Ya está. Es tuyo. Seguro que ti-
enes algo que ofrecerme a cambio.
Sus métodos eran ciertamente diferentes a los de los mercaderes
de la jehendra. Parecía tan deseoso de comprometerse como de ven-
der. Sonreí, pensando por un momento. —Sólo puedo ofrecerte esto
como testimonio de tu dominio de la persuasión. Un acertijo elabora-
do sólo para ti.
Sus ojos se iluminaron y sus largas y nervudas cejas se movieron
con deleite. Esperaba con ansia. Añadí un extra de teatralidad sólo
para él.
—No tengo dedos, pero puedo descifrarte,
No soy un sanador, pero puedo reparar un corazón,
divierto y callo, engaño y asombro,
y no hay espada forjada que pueda cortarme.
Con la seducción rosada, y el atractivo de los pucheros,
puedo retorcer y dar forma y derramar celo,
estoy hecho de trampa, e ingenio, y oro,
›Y usted, amable señor —dije mientras le tendía el anillo—, añade
un toque de audacia.
Con mi última frase, aplaudió con júbilo. —¿Palabras? —cacareó
—. ¡Sí, palabras! —dijo, soltando de nuevo la respuesta—. ¡La alegría
de mi o cio! —Volvió a enroscar mis dedos alrededor del anillo en
mi palma. —Un pago justo, comprado y pagado.
Cuanto más me negaba, más insistía, y nalmente le agradecí su
generosidad y seguí adelante. No había llegado muy lejos cuando al-
guien se puso a mi lado, alguien tan bienvenido como una pulga en
una cabellera.
—Nunca he visto a ese viejo cuajado tan enamorado de algo que
no sea su propia mercancía.
Era Paxton.
—Es un logó lo.
Paxton cacareó y arrugó la nariz. —Eso suena desagradable.
Me alegré de que, por cortesía del becario real, conociera una pa-
labra que el muy pulido Paxton no conocía.
—¿Qué quieres, Paxton? —pregunté, esperando librarme de él lo
antes posible.
Comenzó a enlazar su brazo con el mío. —Ah. Cuidado con eso.
Sólo si quieres perderlo —dije, observando su brazo.
Miró la daga que tenía a mi lado y sonrió. —Somos prácticamente
primos. Pensé que sería una buena idea que nos conociéramos. Ser
amigos.
—Creo que ya sé lo su ciente sobre ti. La primera vez que te vi
me llamó la atención.
—¿En el funeral? Las emociones estaban a or de piel. Corre en la
sangre de los Ballenger.
—No en la de Jase.
Paxton inclinó la cabeza ligeramente hacia delante, mirando mi
cuello magullado. —Sí, tal vez especialmente la de él.
Me eché el pelo hacia delante para ocultar su vista. Se giró y miró
hacia las torres que había sobre nosotros, sacudiendo la cabeza. —
Sin duda ya me ha visto paseando contigo, así que es hora de que me
vaya. Recuerda que yo también soy un Ballenger, y no uno desagra-
dable la mayor parte del tiempo. Ya casi no me desahogo en la mesa.
—Como no sonreí, tomó mi mano, a riesgo de perder la suya, y la
apretó suavemente—. Si alguna vez necesitas ayuda, estoy aquí para
ti. Ten cuidado, prima. Recuerda que todo el mundo no es siempre lo
que parece, y cruzarte con la persona equivocada puede meterte en
más problemas de los que esperabas.
¿Me estaba amenazando? —Un consejo de sabio que no pedí —
respondí—, pero lo tendré en cuenta…
—¿Paxton? —llamó una voz—. ¡Pensé que eras tú!
Paxton se giró, su compostura se tambaleó por un momento, cu-
ando un hombre con ropas polvorientas y arrugadas le dio una pal-
mada en el hombro. Se reagrupó rápidamente y su preocupación se
convirtió en una amplia sonrisa. —¡Esto es un placer inesperado!
El hombre era alto, delgado, con los pómulos a lados, y su aten-
ción se dirigió a mí. Su pelo oscuro y alborotado por el viento se ba-
lanceaba peligrosamente hacia un lado como una ola en cresta, como
si acabara de bajarse de un caballo y no se hubiera molestado en re-
cogerlo en su sitio.
—¿Y quién sería esta encantadora criatura? —preguntó—. ¿Estás
olvidando tus modales, Paxton? —El hombre sonrió y sus dedos gol-
pearon juntos como un niño ansioso.
—Sí, por supuesto—, murmuró Paxton, volviendo a mirar hacia
las torres. —Su Majestad, esta es Kazi de Brightmist, una soldado vi-
sitante enviado por la Reina de Venda.
Me quedé mirando al hombre, desde su melena alborotada, hasta
sus botas manchadas, pasando por su estúpida sonrisa. —¿Su Majes-
tad?
—El rey Monte de Eislandia —aclaró Paxton.
El rey juntó las manos delante de él, y sus cejas y hombros se le-
vantaron con expectación. —¿Me dan, aunque sea una pequeña reve-
rencia?
Un bufón tal y como lo había descrito Jase. Un bufón con ego. —
Sí, por supuesto, Su Majestad. —Hice una reverencia baja y profun-
da, y cuando me levanté sus ojos oscuros bailaron con diversión. Y
tal vez algo más. ¿Expectativa? ¿Esperaba un poco de humillación?
—Perdóneme por mi error —dije—. No pretendía faltar al respeto.
Simplemente no esperaba verle aquí. Es un gran honor conocerle.
Su sonrisa vaciló. —Sí, supongo que lo es.
Miré sus manos. No tenían callos y sus uñas estaban limpias y cu-
idadas, no eran las manos de un granjero. Pasó un momento de si-
lencio, su mirada se posó en mí durante un tiempo más, el su ciente
para que viera la inquietud detrás de sus bromas. —¿Qué le trae a la
arena? —le pregunté.
—Llama. Suri, para ser exactos —respondió—. Así es la vida de
un rey agricultor, siempre tratando de llegar a n de mes. He oído
que los candoranos tienen un buen ganado de cría que ofrecer. Si me
lo puedo permitir. —Se rio y volvió a levantar los hombros como si
todo fuera una broma—. ¿Y cómo van tus investigaciones sobre las
violaciones del tratado? —preguntó, haciendo por n la conexión
entre la visita de Natiya y el motivo por el que estaba aquí.
—Bastante bien, Su Majestad. —No iba a decirle que el asentami-
ento había sido trasladado. Cuanto menos se dijera, mejor.
Paxton me miró jamente, con una expresión hambrienta de más
información, pero dejé mi respuesta corta y vaga.
—¿Lo es ahora? —respondió el rey—. Me alegro de oírlo. —Se
volvió hacia Paxton, ya aburrido del tema—. Acompáñame a los es-
tablos de Candoran, ¿quieres? Nos estamos preparando para forjar
más arados y equipos agrícolas, y tengo una pregunta sobre tu pró-
ximo envío de hierro de cerdo. Tengo un proveedor que dice que pu-
ede darme un mejor trato. —Se despidieron de mí y los vi alejarse,
con la straza y el pequeño contingente del rey siguiéndolos de cerca,
pero entre la masa de cuerpos alcancé a ver al rey cuando se volvió
hacia Paxton, echando un vistazo por encima del hombro, con su
sonrisa de payaso desaparecida, sus ojos agudos y alerta. Una estra-
za me bloqueó de repente la vista, pero cuando se apartó de nuevo
vi que el rey estaba tocando algo en el bolsillo de su chaleco. ¿Paxton
le había dado algo? ¿O estaba el rey a punto de dárselo a Paxton?
Cogí mi recién adquirido anillo y me lo puse en el dedo meñique,
donde estaba suelto, y luego atravesé la platea hasta el otro lado de
la arena. Di la vuelta al camino principal y caminé, mirando hacia
abajo, admirando mi anillo, esquivando cuidadosamente a otros
compradores hasta que divisé unas botas manchadas en mi pequeña
línea de visión y me lancé de cabeza contra su dueño, casi haciéndo-
nos caer a los dos. El rey me cogió en brazos mientras tropezábamos
juntos, con mis manos agarrando sus costados.
Levanté la vista. —¡Oh, Su Majestad! Lo siento mucho. Soy una
idiota. No estaba prestando atención. Mi anillo…
Sus manos se detuvieron en mis brazos, acercándome un poco
más de lo necesario, como si todavía necesitara que me sostuvieran,
y sonrió, no con su sonrisa inane esta vez, sino con una que insinu-
aba un tipo diferente de interés. —Nos encontramos de nuevo tan
pronto. No pasa nada —respondió, repentinamente galante—. Ahí,
veo tu anillo. Permíteme. —Se agachó, lo recogió y luego sopló el
polvo, antes de volver a ponerlo en mi mano.
—Gracias —dije, sonriendo recatadamente. Los ojos de Paxton
brillaron con sospecha—. Ten cuidado —advirtió—. Podrías encont-
rarte con algo más peligroso la próxima vez.
Arrancamos las páginas y quemamos otro libro. Miandre llora
mientras acerca sus manos temblorosas al fuego. Quiere salir a reco-
ger leña, pero Greyson no la deja. Oímos los aullidos. No sabemos si
son lobos, monstruos u hombres.
—Fujiko, 11
CAPÍTULO 41
KAZI

Mi sangre aún se aceleraba con la euforia. Robar a un rey era la


primera vez que lo hacía, sobre todo con un contingente de guardias
y con la straza cerca, aunque el premio resultó ser menos emocionan-
te de lo que había previsto, simplemente un trozo de papel con un
nombre garabateado en él —Devereux 72— ¿Quizás el comerciante
que había prometido un mejor trato en hierro de cerdo? ¿O tal vez
Paxton había deslizado al rey el nombre de su nuevo buhonero que
cumpliría el trato? No sabía exactamente qué me impulsaba a ir tras
él. Tal vez fue la mirada astuta que el rey lanzó por encima de su
hombro, sus ojos repentinamente a lados, un indicio de que algo
más urgente estaba en su mente que pujar por Suri.
O tal vez fue sólo verlo caminar junto a Paxton. Todo lo relaciona-
do con el primo de Jase era sospechoso, y sus arrogantes palabras de
advertencia, Ten cuidado no ayudaban a infundir con anza.
—¿Disfrutando?
Otro cliente de la arena se puso a mi lado, pero este fue bienveni-
do.
—Inmensamente —respondí—. Han pasado dos horas. He recor-
rido todas las plantas, he comido al menos una docena de naranjas y
le he echado el ojo a una llama muy inteligente y guapa.
—¿Tengo competencia? —preguntó Jase—. Debe ser ese cuello
tan largo que tiene.
Me reí. —Y sus ojos conmovedores. Preocúpate. ¿Qué te retrasó?
—Mis reuniones se alargaron. ¿Así que conociste al rey?
Me detuve y me enfrenté a él. —¿Cómo lo supiste?
Se encogió de hombros tortuosamente. —Ya te dije que yo tambi-
én tengo trucos—. Pero entonces miró hacia las torres—. Cada una
de ellas está tripulada por mis hombres y cada una tiene un catalejo.
Ayuda a mantener los problemas al mínimo.
Entonces, ¿me estaban observando? ¿Cuánto veían? Pero no había
ningún indicio de sospecha en el tono o la expresión de Jase.
—¿Qué tipo de problemas? —pregunté.
—Carteristas, ladronzuelos. O a veces estalla una riña y hay pu-
ñetazos de por medio.
—Entonces supongo que todos deben sentirse muy seguros aquí.
—Ese es el objetivo. Cuando la gente se relaja, gasta dinero. ¿Qué
te pareció el rey? —preguntó.
—Un bufón tal y como has dicho. Y no es un gran agricultor. Sus
manos parecen no haber luchado nunca con algo más peligroso que
una taza de té. ¿Sabías que estaría aquí?
Jase asintió. —Gunner me dijo que lo vieron llegar esta mañana
temprano. Algo sobre la cría de Suri esta vez. Siempre es algo nuevo.
El hombre no sabe cómo manejar su propia granja, mucho menos un
reino entero.
—Tal vez sólo necesita más práctica. ¿Cuánto tiempo ha sido rey?
—Tres o cuatro años. Eso debería ser tiempo su ciente para en-
tenderlo—. Explicó que Montegue se convirtió en rey a los veinte
años cuando su padre fue aplastado contra una pared por un caballo
de tiro—. ¿Y Paxton? ¿Qué quería? —Cada vez que Jase pronunciaba
el nombre de Paxton había un lo letal en él.
—Quería ser mi amigo —respondí—. Y advertirme que no me
mezclara con ciertas personas. Me pregunto a quién podría referirse.
Una vena se movió en el cuello de Jase. —Si se acerca a ti de nu-
evo…
—Entonces me encargaré de él otra vez, guapo. Relájate.
—Me encargaré de él, Kazi —dijo Jase con rmeza—. Ya estoy
harto de sus insinuaciones sarcásticas. La próxima vez, se tragará
una boca llena de dientes.
Entrelazaba mis dedos con los suyos, sintiendo sus callos, recor-
dándole, balanceando hachas y cavando bodegas, y agradecía la as-
pereza de sus manos. —Basta de hablar de Paxton. Muéstrame el res-
to de tu arena.
Nos dirigimos a la salida del túnel trasero que conducía a los ex-
tensos almacenes y a los terrenos de los establos que había detrás de
la arena, y a una caballeriza. Era donde Fertig solía trabajar, y Jase
quería hacer algunas preguntas. Mientras caminábamos, el estado de
ánimo de Jase se aligeró. Los comerciantes le saludaban con sonrisas
y humor desenfadado, en gran parte dirigido a la preciosa joya que
adornaba su brazo tan sencillo. Jase se alegró de ver que Gunner te-
nía todo funcionando sin problemas en su ausencia, lo que también
me tranquilizó. No quería que se arrepintiera de haber reconstruido
el asentamiento. Mientras caminábamos, vi el alivio y tal vez incluso
el orgullo en su rostro. Aquí había cientos de años de historia de los
Ballenger, un legado que había que mantener a salvo, y todo había
recaído sobre sus hombros tan recientemente. Estaba ansioso por se-
ñalar cada detalle, atrayéndome hacia otra parte de su mundo, y yo
caí felizmente en él.
Estábamos a medio camino de la salida del túnel cuando un esca-
lofrío me rozó los brazos. No era una brisa. Lo sentí circular. Unos
dedos fríos me rozaron los hombros. Sentí un cosquilleo en el cuello.
Luego, una voz tranquila: —Para. Vuelve. —Una débil y fría adver-
tencia y luego más seguidas en un apuro. Detente. Vuelve. Los destel-
los de luz se extendieron en una línea a través del nal del túnel, ma-
nos enlazadas bloqueando nuestro paso. —No pases por aquí.
—¿Qué pasa? —preguntó Jase. No me había dado cuenta de que
me había detenido. La gente caminaba a nuestro alrededor, continu-
ando por el túnel.
Una brisa me levantó el pelo. Por aquí no.
—¿Kazi?
Busqué mi daga a mi lado, aunque las voces ya se habían callado.
Había siglos de historia aquí. Estaba obligada a escuchar algo de ella.
La muerte había pasado por aquí muchas veces. —Nada —dije, y se-
guimos adelante.
Salimos a una gran plaza, el sol volvía a calentarme la piel, el olor
a pino me aliviaba el ánimo, todo en orden y tan tranquilo como pu-
ede serlo una arena bulliciosa. Los altos árboles cortaban sombras ra-
yadas a través de una plaza que estaba bordeada por grandes alma-
cenes y graneros. Vi la caballeriza más adelante, pero mientras cami-
nábamos hacia ella vi algo más escondido en un rincón oscuro y
sombreado. En el interior de otro almacén se estaban cargando vago-
nes que estaban cubiertos con lonas. Hay algo en ellos…
Me detuve. —¿Qué es eso, Jase?
Apenas le echó un vistazo. —Sólo otro almacén —respondió,
agarrando mi codo para impulsarme hacia adelante.
Me liberé. —¿Qué clase de almacén? —No esperé su respuesta.
Ya estaba caminando hacia él. Me detuve justo en la entrada. Estaba
oscuro. Genial. Mi estómago se acercaba a mi corazón, todo dentro
de mí era ligero y sin aire, algo se apoderaba de mí, mis pasos se mo-
vían desordenadamente. Estaba entumecida, una parte de mí se ele-
vaba por encima de todo, observando. Se estaban cargando tres va-
gones. Se tejían cuerdas sobre las lonas, lonas con rayas negras. Fu-
eron las rayas las que me detuvieron. Eran clavos a lados que se ar-
rastraban por mi garganta.
—Previzi —dijo Jase, acercándose a mí—. Operan desde este al-
macén.
Un almacén enorme. Pude ver hileras de otros vagones vacíos al-
macenados a lo largo del lateral, esperando a ser cargados. Para en-
tonces, varios de los trabajadores se habían dado cuenta de que está-
bamos en la entrada. Escudriñé sus rostros, ninguno el que buscaba.
Mi piel. Mis ojos. Flotando. No son parte de mí. Mi voz, apenas
mía, sonando como alguien que no conocía. Joven, frágil, quebradi-
za. Una chica demasiado asustada para huir.
—Pero los Previzi son ilegales —dije—. Han sido ilegales durante
años. No están permitidos en los reinos. —Mi voz aún es suave. Per-
dida.
Jase otaba en un mundo diferente, fuerte, seguro. —Quizá o ci-
almente, pero créeme, los mercaderes de todos los reinos les comp-
ran ansiosamente. Ellos proveen…
Me giré, con la voz más fuerte. —¿Suministrar qué? ¿Mercancía
robada?
—A veces hay mercancía que no opera del todo.
—¿Qué quisiste decir con “opera”? —pregunté.
Me miró, confuso, comprendiendo por n que algo iba muy mal.
—Esta es su base —respondió.
¿Base? —¿Desde cuándo? ¿Cuánto tiempo llevan aquí?
—Kazi, ¿qué diferencia…?
—¿Cuánto tiempo? —Mi voz era fuerte ahora, un grito. El aire se
rompió en fragmentos, cada sonido agudo en mis oídos.
—No estoy muy seguro.
—¿Once años, Jase? ¿Llevan once años aquí?
Asintió con la cabeza. —Por lo menos.
Todo lo que había sido ingrávido dentro de mí estaba ahora fun-
dido, corriendo en mi cabeza, quemando mi piel. —¡Son ladrones!
¡Están albergando a ladrones! No venden nada más que…
—Kazi, baja la voz —ordenó Jase entre dientes apretados. Los tra-
bajadores habían dejado de cargar vagones y estaban escuchando.
Una multitud se reunió justo fuera de la puerta, observando. Jase se
acercó—. Los conductores de Previzi son…
—¡Depredadores! —grité—. ¡Escoria! ¡Y no voy a bajar la voz!
¿Cómo puedes mirar para otro lado…?
—¡Detente! —Jase ordenó. Me agarró del brazo y empezó a apar-
tarme. Me solté y mi otro brazo se balanceó, golpeándolo en la man-
díbula. Retrocedió a trompicones, incrédulo, con los ojos clavados en
los míos, y entonces eché a correr. Era una chica que corría a través
de la jehendra, a través de los puestos, a través de las sombras y el
barro y las pesadillas, una chica que corría sin tener a dónde ir.
CAPÍTULO 42
JASE

Di unos pasos, viéndola huir, y luego probé la sangre en mi boca.


Me llevé la mano a la mandíbula.
—¿Debemos ir tras ella? —preguntó Titus. Él y Gunner habían es-
tado cerca cuando estallaron los gritos.
Sacudí la cabeza. —No, déjenla ir. —Ya sabía que nunca la en-
contrarían si ella no quería ser encontrada. Todavía intentaba enten-
der lo que había pasado. Miré a la gente que se había detenido a mi-
rar. Toda la gente que vio cómo un soldado de Vendan de la mitad
de su tamaño golpeaba al Patrei.
Y luego una voz detrás de mí.
La voz equivocada.
Cacareando. Suspirando. —Oh, cielos. ¿Una pelea de amantes? El
afecto es tan fugaz, ¿no?
Cuando me giré, Paxton dio un paso atrás, su straza un paso ade-
lante, quizás viendo algo en mi cara.
No les sirvió de nada. Mi puño salió disparado, enviando a Pax-
ton volando al suelo.

—Si no estaban rotos antes, lo están ahora —dijo Mason. Me est-


remecí cuando tiró de mis dedos y me vendó los nudillos.
Gunner había traído algo de hielo para mi mandíbula. El interior
de mi boca estaba en carne viva donde mis dientes la habían cortado.
—Tiene un swing infernal —musitó Titus con admiración, igno-
rando que su objetivo era mi boca.
—¿Qué está pasando? —preguntó Priya, caminando por el vestí-
bulo del apartamento.
—Al parecer, el soldado Vendan favorito de Jase no aprueba a
Previzi —respondió Mason—. Ella le dio un sermón mordaz sobre
ellos delante de todos.
—¿Y ella te golpeó?
—No era ella misma —respondí. ¿Pero quién era ella? No creo
que haya escuchado la mitad de las cosas que le dije. Se transformó
en cuanto vio el almacén de Previzi. Sus productos eran a veces cu-
estionables, pero, maldita sea, todos los reinos trataban con ellos. Sí,
miramos para otro lado. También lo hicieron todos los demás. Tenían
mercancías que la gente quería. Y también compraban muchas mer-
cancías para comerciar aquí en la arena a un precio justo.
Las cejas de Priya se alzaron. —¿Así que los vendedores son rigu-
rosos con la letra de la ley?
No. Kazi se saltaba demasiados límites para ser riguroso. Algo
más le preocupaba. Había actuado de forma extraña desde el mo-
mento en que entró en el túnel. Sus ojos estaban vidriosos.
—Vamos a hacer el control de daños en la arena —dijo Priya—.
Digamos que ustedes dos son acogedores de nuevo y se ríen de ello.
Sólo una disputa de amantes. Hoy los han visto lo su cientemente
besuqueados y cogidos de la mano como para que se lo crean. —Hi-
zo una pausa, con las manos en las caderas—. Y es verdad, Jase, ¿no?
¿Sólo una disputa?
Asentí con la cabeza. Tal vez. Todavía estaba volviendo sobre nu-
estros pasos y palabras.
—¿Y bien? —refunfuñó Gunner mientras él, Priya y Titus salían
por la puerta—. Vayan a buscarla y vuelvan a ponerse cómodos. Te-
nemos una reina en camino.
Mason se quedó atrás. Ató el vendaje y miró la puerta esperando
que se cerrara. —No quería sacar el tema delante de los demás, pero
pensé que debía mencionarlo. Algo un poco peculiar.
Deslicé la lengua por la carne hinchada de mi boca. —Dilo.
Me dijo que el boticario del pueblo se le había acercado hoy y le
había preguntado cuándo recibiríamos otro cargamento de alas de
abedul. Se había quedado sin existencias y tenía un pedido de un cli-
ente.
—Ya sabes con qué frecuencia lo recibimos, Mason. Una vez al
año, dos si tenemos suerte. —Estaba hecho de un hongo que crecía
como alas en las ramas de abedul en el norte. Los Kbaaki lo traían
junto con otras pociones que inventaban. No me importaban los hon-
gos en este momento—. Lo tendrá cuando…
—No se trata de las alas de abedul. Se trata de quién lo pidió.
Wren. Y ella pidió lo su ciente como para noquear a la mitad del pu-
eblo.
—Tal vez ella no entiende la dosis.
Sacudió la cabeza. —Le di un pequeño vial del almacén la noche
de la esta. Dijo que le dolía la cabeza. Le dije que eran cuatro dosis.
Recordé haber visto el frasco medio vacío cuando rebuscaba en el
armario de Kazi en busca de una camisa.
—¿Por qué crees que querría tanto? —preguntó Mason.
Me encogí de hombros. —No lo sé. Quizá para llevársela a Ven-
da. Puede que allí no tengan medicinas así. —Me puse de pie. Tenía
que ir a buscar a Kazi. Probablemente ya estaba de vuelta en la Gu-
ardia de Tor—. Vigila nuestro almacén. Asegúrate de que esté cerra-
do.
Estaba saliendo por la puerta cuando me encontré con Garvin. Le
hice un gesto para que se fuera, diciendo que tendríamos que hablar
más tarde. —Creo que querrás escuchar esto ahora. Es sobre esa chi-
ca de Brightmist.
Mi pulso se aceleró un poco. —Adelante.
—Por n me di cuenta. Estaba en la torre, vigilándola en la arena,
cuando se me ocurrió. La vi tropezar con el rey—deliberadamente.
Creo que ella le robó.
—¿Ella le robó al rey?
—No puedo estar seguro —respondió—. No desde lo alto de la
torre. Ella fue suave. Pero ella tenía la intención de chocar con él, eso
lo sé. La vi correr entre los puestos, dando vueltas justo en su cami-
no, y luego sus manos estaban sobre él.
Me pasé los dedos por el pelo y solté un suspiro de frustración.
No mencionó haberle quitado nada al rey. Volví a mirar a Garvin. —
¿Dijiste que habías descubierto algo?
—Su nombre. Diez. Era una ladrona de poca monta en Venda.
Probablemente la mejor.
CAPÍTULO 43
KAZI

Respiré a bocanadas. Los brazos de Eben me rodearon.


—Respira, Kazi. Tómatelo con calma —Me susurró al oído.
El agua humeaba en una tetera. El pan caliente estaba sobre una
rejilla. Los nabos a medio cortar estaban abandonados en la tabla de
cortar. Sus voces eran detalles, como el pan y el vapor y la puñalada
en mi garganta, todos ellos astillando a través de mí, como si hubiera
entrado en un mundo que estaba explotando. Eben me había visto ir-
rumpir en el pasillo y me arrastró hasta la cocina. Los ojos de Natiya
aparecían y desaparecían de mi vista. Wren se mordió la uña. Syno-
vé se tiraba de la trenza. Cerré los ojos.
Mientras subía a toda prisa la montaña, sólo podía pensar en once
años. Durante once años, el conductor había ido y venido con la ben-
dición de los Ballengers. Siempre estuvo aquí. Aquí era donde co-
menzaba su viaje, donde dormía y comía y se bañaba, donde su vida
continuaba, cuando la mía se había detenido.
—¿Estás bien?
¿Todo bien? Hice una promesa. No tenía otra opción que estar bi-
en.
Pero mis entrañas sangraban.
Drenado a través de mis poros.
Cada parte de mí volvió a estar hueca.
Recordé la ruptura.
El hambre.
Los años se desvanecieron y volví a esconderme bajo la cama.
¿Dónde está la mocosa? ¿Dónde está ella?
En el almacén, había echado mano de mi cuchillo. Estaba lista pa-
ra matarlos a todos, como lo había estado cuando fui tras el embaj-
ador. Sólo el destello de la prisión en la que había metido a toda mi
tripulación me hizo detenerme.
El hombre que se llevó a mi madre estaba aquí. En algún lugar. Y
si no estaba aquí hoy, llegaría en un carro mañana, o al día siguiente,
y cuando lo hiciera yo haría algo que pondría en peligro a todos los
presentes, porque él me importaba más que mil valles apilados de
muertos. Ansiaba justicia para uno.
Te necesito, Kazimyrah. Creo en ti.
Floté entre los mundos, entre los juramentos y el miedo, las pro-
mesas y la justicia, entre el amor y el odio.
—Bebe esto —ordenó Natiya.
Eben a ojó su agarre y yo tomé el agua que Natiya me tendía.
Terminé el vaso y pedí más, dándome la vuelta, apoyándome en el
mostrador, moldeando la compostura como lo hacía cuando mi pró-
xima comida dependía de ello. Cientos de trucos, uno sobre otro, en-
gañándome a mí misma de que podía hacerlo, clavándome las uñas
en las palmas de las manos hasta que un dolor enmascaraba otro que
no podía soportar.
Me bebí el segundo vaso de agua y nalmente me volví para enf-
rentarme a ellos. Les hablé del almacén de Previzi.
La ira pellizcó el rostro de Wren. —¿Previzi? ¿Con sede aquí?
—Y la alfombra de bienvenida está extendida para ellos —con r-
mé—. También pasó algo más. Le di un puñetazo en la cara al Patrei.
Se hizo un profundo silencio en la sala.
—¿Le has arrancado algún diente? —preguntó nalmente Syno-
vé, con cierta desesperación en su guiño y sonrisa.
—Si lo hice, no fue su ciente.
Natiya suspiró. —Tendrás que suavizarlo con él hasta que nos va-
yamos. Una disculpa…
No me disculparía. Jamás. —Nos vamos mañana —dije.
—Pero…
—Con nuestra cantera —añadí—. Sé dónde está el capitán, al me-
nos eso creo.
Les dije mi corazonada. Fue Jase quien me había dado la respues-
ta. Y Priya. Y mis propios deseos olvidados de que mi madre y yo
hubiéramos tenido una segunda salida.
Mientras había escapado de la arena, mientras Mije me daba todo
lo que valía corriendo por el sendero trasero hacia la Guardia de Tor,
escuché a Priya hablar de nuevo, Escaparon por otro camino, y luego a
Jase, Toda buena fortaleza tiene más de una salida. De lo contrario, podrías
estar atrapado.
Otra salida.

Wren y Synové vinieron conmigo.


—Podrías escuchar voces —le advertí a Synové—. Son inofensi-
vas. Estarás bien. Sólo mantente cerca.
Caminamos despreocupadamente por los jardines, sonriendo por
si alguien nos miraba, girando, señalando mariposas que no existían,
y cuando cada una de nosotras había escudriñado los terrenos y las
ventanas que nos miraban y había dado el visto bueno, bajamos por
el camino que llevaba a la entrada trasera de Darkco age. Nos desli-
zamos silenciosamente hacia el interior y abrí una persiana de la co-
cina, sólo una rendija para que nos diera algo de luz. Sólo utilizamos
señales de mano. Señalé las escaleras que conducían al sótano. Fui
primero, me aseguré de que la habitación estaba vacía y les hice una
señal para que me siguieran. Salvo un círculo de luz tenue en la base
de la escalera, la habitación estaba completamente negra.
Ya les había dicho que palparan las paredes en busca de bisagras,
asideros, piedras sueltas, cualquier cosa que pudiera moverse, que
buscaran grietas de luz y que palparan las corrientes de aire. Nos
movimos en silencio y lentamente, con cuidado de no hacer ningún
ruido que pudiera revelarnos. El sótano era grande, y era un trabajo
lento moverse en la oscuridad. Llegué al nal de una pared sólida y
empecé con otra, encontrándome con Synové en el medio. Nada. To-
davía estaba segura…
Y entonces Wren percibió un sonido suave, que podría confundir-
se con un crujido en una casa antigua. Lo encontró en la pared que
soportaba la escalera, una corriente de aire entre paneles. Escucha-
mos, y cuando estuvimos seguros de que no había nada inmediata-
mente detrás del panel, presioné sobre él. Se abrió una grieta y entra-
mos en el nal de un túnel muy largo. En el otro extremo había una
puerta de la que salía una na línea de luz. Una vez que empezára-
mos a bajar, no tendríamos cobertura. Seríamos objetivos abiertos si
alguien entrara por el otro extremo. Las únicas armas que teníamos
eran las dagas que llevábamos a los lados. Llevar un arco y un carcaj
de echas por los jardines habría sido demasiado llamativo.
—¿Listos? —susurré.
Asintieron con la cabeza. Nos arrastramos por el túnel, con el úni-
co sonido de mi pulso tamborileando en mis oídos mientras nos
acercábamos a la puerta. Extendí la mano para que esperaran mient-
ras yo avanzaba con cuidado para asegurarme de que no había hu-
ecos en los que los perros pudieran esconderse. Estaba despejado y
acerqué la oreja a la puerta, luego apreté suavemente el pestillo. El
débil chasquido nos dejó sin aliento. La abrí de un tirón y entró un
aire fresco, verde, con olor a tierra y a hierba. El otro lado de la puer-
ta era de piedra, igual que las paredes que la rodeaban, imposible de
ver a menos que se supiera que estaba allí. Me asomé a una gran ter-
raza vacía, casi como un vestíbulo, que tenía varios pasillos arque-
ados que se cruzaban. El que estaba enfrente daba a un terreno on-
dulado y vacío, cubierto de hierba, todavía iluminado por la luz del
crepúsculo. Pero algo en la distancia, en el extremo más alejado del
terreno, me llamó la atención: una amplia puerta doble curvada en
un muro de piedra, una puerta que me resultaba extrañamente fami-
liar.
Vigilen, indiqué a Wren y a Synové mientras salía a la terraza, ab-
razando cuidadosamente las paredes y las sombras. Al llegar al nal
de la terraza, miré a través del terreno cubierto de hierba hacia la pu-
erta lejana, y me di cuenta de que estaba mirando una puerta que ya
había visto, pero la había visto desde el otro lado. Jase había a rma-
do que sólo era otra salida. No hay nada al otro lado.
Excepto todo esto.
Un puño frío me apretó la columna vertebral.
Todo esto.
Miré el techo de una cueva que parecía tan alto como el cielo. Se
extendía por la mitad del terreno como una ola a punto de estrellar-
se. De su techo colgaban zarcillos de lianas. Bajo ella, pegada a la pa-
red, había una larga casa, de poca profundidad, con múltiples terra-
zas escalonadas. A sólo unos pasos había otra dependencia. Donde
terminaba el muro de la cueva, comenzaba otro de la fortaleza, que
lo obstruía todo a la vista. Era un enclave oculto dentro de la Guar-
dia de Tor.
Me escabullí a lo largo de la pared exterior de la casa, como una
sombra más que se arrastraba por sus porches, escondiéndose detrás
de los pilares, asomándose a las ventanas. Pasé una habitación tras
otra de dormitorios y salas de estar.
Y entonces oí un rumor bajo de voces. Me detuve y el sudor me
recorrió la piel. Estaba ansiosa y temerosa de lo que encontraría. Es-
cuché, pero las palabras eran indiscernibles. Me acerqué al sonido y
me agaché detrás de una columna cuando vi que alguien cruzaba
una sala con puertas que daban a la amplia terraza.
—Guarda un poco para mí. Ya casi no queda nada.
Otra voz.
—Viene más por la mañana.
—La mañana no es ahora.
Y todavía otra voz.
—Será una pena cuando esta esta se acabe.
—Esta esta no terminará. Gracias a los Ballengers, nuestras riqu-
ezas sólo serán mayores.
Las risas estallaron.
—La Gran Batalla parecerá un picnic de primavera.
—Pronto todos los reinos estarán bajo nuestro dominio. Diremos
que salten, y preguntarán a qué altura.
—Especialmente esa perra de Venda.
—Se llevará una sorpresa cuando llegue, y no será una bienveni-
da real.
—Finalmente tendrá lo que se merece.
—Un lazo.
Hubo un murmullo de acuerdo.
—Todavía no me gusta que se haya llevado nuestra única arma
de trabajo.
—Dentro de una semana, tendremos un arsenal. Un arma pequ-
eña no importará. Probablemente ya ha utilizado todas las cargas
que practican en los árboles.
Hubo una cordial ronda de carcajadas.
¿Un lazo? ¿Un arsenal de armas?
—Voy a necesitar más suministros.
—No te preocupes. Los Ballengers son generosos. Nos darán más.
Están tan ansiosos por esto como nosotros.
Más risas.
¿Ansioso por qué? ¿Qué estaban planeando Jase y su familia? ¿Todos
los reinos bajo sus pulgares? ¿Invitar a la reina aquí era sólo una trampa?
—Por los Ballengers, nuestros generosos patrocinadores.
Oí el tintineo de las copas alzadas en un brindis, una risa, y luego
un largo eructo sin disculpa, seguido de un tropiezo, una maldición
y un lamento cuando una espinilla o una rodilla se encontraron con
un objeto inamovible. Aproveché ese momento para asomarme a la
columna.
Fue lo primero que vi: una vista clara de una cicatriz en forma de
luna en una amplia frente. Mi atención saltó a una profunda hendi-
dura en un mentón ralo, y el hombre que llevaba ambas cosas tan in-
famemente tenía el pelo blanco. No era Erdsa sino el capitán Illari-
on.
Las manipulaciones de Jase se acumulaban. Me había alimentado
con una mentira tras otra.
Entonces el capitán y otros dos hombres que no reconocí se apar-
taron y se me secó la garganta.
Sentado en un diván detrás de ellos estaba el gobernador Sarva
de Balwood. Él era quien había dirigido el ataque contra los clanes
en la plaza de Blackstone. Después de la Gran Batalla, lo único que
se encontró de él fue parte de su peto carbonizado con la insignia de
Balwood. Se le creía muerto. Sentado a su lado estaba Chievdar Kar-
dos, que volvía a beber una jarra de cerveza, otro miembro del Con-
sejo del Komizar que estaba en paradero desconocido pero que se
creía muerto. Y sentado en una mesa cercana a ellos, picoteando car-
ne en una trinchera y chupándose los dedos, estaba Bahr, uno de los
guardias del Sanctum en el ataque al clan…
Me eché hacia atrás detrás de la columna, presionando contra el-
la.
¿Cómo se lo diría a Synové?
Todo se había complicado aún más. Estos hombres eran tan viles
como el capitán, quizá peor, odiaban a los criminales de Venda. Mi
mente daba vueltas. Jase los albergaba a todos. Un sabor agrio se
hinchó en mi lengua. Esta bestia se volverá y te matará. Ahora teníamos
muchas bestias.
¿Llevarlos a todos de vuelta? Teníamos que hacerlo. ¿Pero era eso
posible?
Tal vez, pensé. Tal vez había una manera.
Iba a necesitar un carro de heno.
Cuando estuvimos a salvo en la cocina de Darkco age, les dije.
—Sí, el capitán está allí. Era el del pelo blanco tal y como pensa-
ba.
Wren exhaló un largo y lento suspiro. Lo habíamos conseguido.
Por n lo habíamos encontrado.
—Pero eso no es todo —añadí con cautela—. Hay otros cinco. —
Miré a Synové y apreté sus hombros contra la pared, intentando evi-
tar su reacción—. Uno de ellos es Bahr.
Synové negó con la cabeza. —Pero está muerto. En la batalla. Él…
—No —dije.
Su boca se abrió y la tapé con la mano antes de que pudiera gri-
tar. Los ruidos apagados se ltraron entre mis dedos. Wren me ayu-
dó a sostenerla, y ambas utilizamos todo nuestro peso para mante-
nerla inmovilizada. Las lágrimas corrían por sus mejillas.
—Lo llevaremos de vuelta —susurré—, igual que a los demás.
Ella gimió una violenta objeción amortiguada.
—Pagará —prometió Wren—. Pero volverá para enfrentarse a la
justicia, como quería la reina. La larga cabalgata será la mejor tortura
que podríamos in igir. —El chievdar que había matado a los padres
de Wren había muerto en la batalla, pero su labio temblaba y sus oj-
os también rebosaban de lágrimas, conociendo el dolor de Synové
como el suyo propio.
Permanecimos en nuestro tenso nudo, conteniéndonos y aguan-
tando, con la respiración agitada de Synové como único sonido en la
habitación. Sus hombros nalmente se relajaron bajo nuestras ma-
nos. Su respiración se calmó y asintió, resignada a sus votos y a su
deber.
La tarde caía rápidamente y regresamos a la casa principal con
nuestro plan aún en formación, mis manos aún saladas por las lágri-
mas de Synové. Estábamos justo dentro de la puerta cuando oí que
soltaban a los perros.
Me dolían las piernas mientras caminaba los últimos pasos hacia
mi habitación, como si por n les hubiera arrancado toda la fuerza.
El dolor propio ya estaba en carne viva, y la agonía de Synové no ha-
bía hecho más que profundizarlo.
Temía la cena de esta noche. Temía ver a Jase. ¿Cómo podía ngir
que no lo sabía?
¿Cómo pudo haberme ocultado todo esto? ¿Puertas custodiadas
por perros venenosos que, según él, no llevaban a ninguna parte?
¿Una invitación a la reina que en realidad era una trampa? ¿Un jardi-
nero que en realidad era un fugitivo asesino? ¿Armas para dominar
todos los reinos?
Su pequeño enclave era la oscura guarida de un dragón.
Engáñame una vez, Jase.
Mis pensamientos saltaron, mis propias palabras burlándose de
mí. Lo que pasa con un objetivo es que han creado mentiras en su cabeza,
una historia que han inventado y que quieren creer desesperadamente, una
fantasía que sólo necesita ser alimentada.
Pero esta vez era yo quien había sido ese pez de boca redonda
que rompía la super cie del agua, siguiendo miga tras miga, tragán-
dose cada una entera.
Yo era el objetivo, el tonto de mi propio juego.
Y Jase había jugado conmigo de forma experta.
CAPÍTULO 44
KAZI

—¿Dónde has estado, Kazi?


Jadeé, girando hacia la voz.
Jase estaba sentado en la silla de la esquina de mi habitación. En
la oscuridad.
—Aquí, déjame. —Extendió la mano y giró la rueda de la linterna
de la mesilla de noche justo hasta que pude verlo, el resto de la habi-
tación seguía sumida en las sombras.
Su rostro y su voz estaban aterradoramente vacíos de cualquier
expresión. —No me has contestado —dijo—. Llevo un buen rato es-
perando. ¿Dónde has estado?
Tendrás que suavizarlo con él.
Discúlpate.
Haz malabares, Kazi. Haz malabares como siempre.
—No es asunto tuyo —respondí—. Lárgate.
No me quedaban malabares. No en este momento. No para él.
Su expresión apenas se inmutó. Sólo un leve levantamiento de la
barbilla. Fría. Desapegado.
Se puso de pie.
—Creo que veo el problema aquí. No me he dirigido a ti correcta-
mente. Me disculpo. Debería haberte llamado Diez.
Se acercó un paso, con los hombros echados hacia atrás. Lo sabía.
Se me apretó el estómago. —Yo…
—No lo hagas —advirtió, su mirada tan a lada como una cuchilla,
su fría apariencia desapareció—. Ni siquiera intentes negarlo. Todo
es obvio ahora, el hecho de tocar las llaves, mi anillo, desapareciendo
delante de nuestras narices, la chica del asentamiento llamándote Di-
ez y tú haciéndola callar. —Sus fosas nasales se encendieron—. Es
irónico, ¿no crees?, toda esa indignación santurrona que me lanzaste
cuando estábamos en el desierto porque yo era un ladrón Ballenger.
Debería reírme, ¿no?
Se esforzó por contener su furia, pero incluso en la penumbra vi
que sus sienes ardían de fuego. —¿Y hoy? —Se acarició el hematoma
de la mandíbula donde le había golpeado—. Delante de todos en la
arena, gritaste y me diste un sermón sobre los Previzi, ¡cuando tú
misma no eras más que una vulgar ladrona! ¿Por eso los odias tanto,
porque te recuerdan a ti?
Me temblaron las manos. Tragué, tratando de mantener el cont-
rol. —Sal de mi habitación, Jase, antes de que te haga daño.
Dio un paso hacia mí. —¡Espero una respuesta, maldita sea!
—Quieres decir que la exiges, Patrei, ¿no? —Le escupí de vuelta
—. ¡Porque consigues lo que quieres! ¡Coges lo que te da la gana!
¡Haces lo que quieres!
Sus ojos chispearon, diseccionándome, juzgando, ardiendo. El
moretón en el lado de su cara era de un púrpura furioso. —No me
voy a ir —gruñó—. No hasta que tenga una respuesta.
Mis uñas se clavaron en mis palmas.
No parpadeó. Esperaría aquí hasta la mañana si fuera necesario,
alimentando su propia autoestima. Mi propia rabia se inclinó de re-
pente más allá de un punto que reconocí, las costuras se soltaron, se
rasgaron, estallaron, todo se desgarró. —Muy bien, Jase —grité—,
¡aquí está tu respuesta! Sí, fui una ladrona. Pero no te atrevas a lla-
marme vulgar.
Levanté las manos frente a mí. —¡Mira mis dedos, Jase! Fíjate bi-
en en cada uno de ellos, porque no me falta ninguno. ¡Así es como
obtuve mi nombre! Y estoy orgullosa de ello. En Venda, antes de que
llegara la reina, el castigo del Komizar por robar era cortar la punta
de un dedo, ¡incluso si eras un niño! ¡Incluso si sólo robabas un pu-
ñado de pan!
›Estuve al sol en las calles desde que tenía seis años. Completa-
mente sola. A nadie le importaba si vivía o moría. ¿Puedes imaginar
eso, Jase? No crecí como tú. —Oí que mi voz se hacía más fuerte,
más acalorada, más venenosa, más descontrolada. No me moví, no
me moví. Era una piedra clavada en el suelo—. ¡Robé para sobrevi-
vir! No tenía familia. Ni mesa de comedor en la que sentarme y pa-
sar platos bonitos. Ni alfombras bajo mis pies ni candelabros sobre
mi cabeza. Ni sirvientes que me trajeran comida. Ni estas en el jar-
dín. Tuve que rebuscar en cada bocado podrido que comí. No tenía
abrigos hechos por sastres. Llevaba trapos sobre trapos para mante-
nerme caliente en invierno. Vivía en una casucha tallada en ruinas
caídas. ¡Sin calefacción! ¡Sin baños calientes! Sin jabón. Si me bañaba,
lo hacía en agua helada en los lavabos públicos. A veces me cortaba
el pelo con un cuchillo, porque estaba tan infestado de bichos que no
podía sentir mi propio cuero cabelludo.
Me acerqué a su estantería y tiré un montón de libros al suelo. —
¡Y no tenía tutores, ni libros, ni bolígrafos ni papel! Si no se podía co-
mer, no me servía. Toda mi vida giraba en torno a mi próxima comi-
da y a cómo conseguirla. Viví al borde de la muerte todos los días de
mi vida hasta que me convertí en una buena ladrona, ¡y no me dis-
culparé por ello!
Su rostro había cambiado, la dureza había desaparecido, probab-
lemente tratando de imaginar el mugriento erizo que yo había sido
una vez. —¿Y tus padres? —preguntó.
El veneno que me recorría se convirtió en hielo en mis venas. Sa-
cudí la cabeza. —Nunca conocí a mi padre. No sé si está vivo, muer-
to o es el emperador de la luna. No me importa.
Bajé la mirada. Sabía lo que venía a continuación. Lo que siempre
pendía entre nosotros. Todas las demás preguntas estaban unidas a
ésta, mil puertas abriendo un único portal.
—¿Y tu madre? ¿Qué pasó con ella?
Nunca se lo había contado a nadie. La vergüenza y el miedo se
posaron en mis entrañas, listos para saltar. Me dolían las mandíbu-
las, las palabras encajadas detrás de ellas. Me di la vuelta y me dirigí
hacia la puerta.
—¡Bien! —gritó—. ¡Huye! ¡Enciérrate como siempre lo haces! Vete
a vivir a la prisión que has creado para ti.
Me detuve en la puerta, temblando de rabia. ¿La prisión que yo he
creado? Una nube furiosa se arremolinó en mi visión. Me giré para
mirarle y sus ojos se clavaron en los míos.
—Dime, Kazi.
La humedad se apoderó de mi piel y me apoyé en la puerta para
estabilizarme. Sentí que una parte de mí se dividía en dos, una parte
que seguía acobardada y la otra que observaba a mil kilómetros de
distancia como un observador incierto. —Tenía seis años cuando se
llevaron a mi madre —dije—. Era la mitad de la noche, y estábamos
acostadas juntas en un jergón elevado en nuestra casucha. Estaba
dormida cuando sentí su dedo en mis labios y la oí susurrar. Shhh,
Kazi, no digas nada. Esas fueron las últimas palabras que me dijo. Me
empujó al suelo para esconderme debajo de la cama. Y entonces…
Miré al techo, con los ojos escocidos.
—¿Y luego qué, Kazi?
Mis hombros se crisparon, todo en mi interior se encogió, se resis-
tió. —Observé. Desde debajo de la cama, vi cómo un hombre entraba
en nuestra casa. No teníamos armas, sólo un palo apoyado en una
esquina. Mi madre trató de alcanzarlo. No llegó a tiempo. Quise cor-
rer hacia ella, pero teníamos señales, y ella me indicó que me callara
y que no me moviera. Así que no lo hice. Me quedé allí encogida ba-
jo la cama mientras el hombre drogaba a mi madre y se la llevaba.
Dijo que conseguiría un buen precio por ella. Ella era una mercancía.
También me quería a mí, pero no me encontró. Sal, chica, gritó, pero
no me moví. Mi madre mintió y le dijo que no estaba allí.
Mi visión se nubló y Jase se volvió borrosa. —Estuve dos días ti-
rada en mis propios desechos bajo esa cama, temblando, llorando,
demasiado asustada para moverme. Me aterrorizaba que volviera.
No lo hizo. Tardé años en aprender a dormir encima de una cama de
nuevo. ¿Me preguntaste por qué un mundo abierto me asusta, Jase?
Porque no me da ningún lugar donde esconderme. Esa ha sido mi
prisión durante once años, pero créeme, yo no la he creado.
Parpadeé, aclarando los ojos, y vi el amanecer en su rostro. —
Once años. Por eso querías saber cuánto tiempo…
—Así es, Jase. Era un conductor de Previzi. Mientras yo me moría
de hambre y de frío y robaba en las calles de Venda, y mi madre aca-
baba en dioses saben dónde, tú le proporcionabas un hogar cálido y
seguro. Qué maravilla para él.
—Eso fue hace once años. ¿Cómo puedes estar segura de que inc-
luso era Previzi? Tu memoria…
—¡No! ¡No te atrevas a cuestionar mi memoria! —gruñí—. ¡Soy bu-
ena con los detalles, y he tenido que vivir con ellos todos los días
desde que tenía seis años! ¡Algunos días, he rezado a los dioses para
poder olvidar! Llegó en una carreta esa mañana: ¡cuatro rayas negras
en su lona!
Jase era muy consciente de que esa era una marca distintiva de
los Previzi.
—¡Tenías seis años! ¡Era la mitad de la noche! Puede que ni siqui-
era fuera el mismo hombre. Podría…
—¡Era alto, Jase, ¡como tú! Pero delgado, huesudo. Tenía la piel
blanca y muerta y largos mechones de pelo negro y grasiento. Sus oj-
os eran cuentas brillantes de ónix. ¿Conoces al marido de la nueva
cocinera? Excepto por los ojos, se parecía mucho a él. Supongo que
ahora tiene unos treinta y cinco años. Y sus manos, cuando forzó la
droga en la garganta de mi madre, vi el pelo oscuro en sus nudillos y
un gran lunar en su muñeca derecha—. ¿Qué te parecen los detalles?
No respondió, como si ya estuviera escarbando en once años de
recuerdos.
—Puede que tú también fueras un niño hace once años, pero ya te
los sabes todos —dije—. ¿Hay algún conductor que se ajuste a esa
descripción?
—¡No! —gritó, lanzando las manos al aire. Se dio la vuelta y se
paseó por la habitación—. ¡No hay conductores así!
—¿Cómo puede…?
Se oyó un golpecito en la puerta.
Me giré, tragándome las siguientes palabras. Los dos nos queda-
mos mirando la puerta. Otro ligero golpecito. Crucé la habitación y
la abrí.
Lydia y Nash estaban de pie uno al lado del otro, con los ojos
muy abiertos y preocupados.
—Nash. Lydia. —No sabía qué más decir.
—¿Se han peleado? —preguntó Nash. Su voz era pequeña, delica-
da, y me apuñaló con su inocencia. Me quedé mirando sus ojos asus-
tados. Parecía que le habían dado un puñetazo en el estómago. Odi-
aba la facilidad con la que se podía robar la inocencia, la rapidez con
la que un niño podía pasar de arrancar tallos de deseos en la orilla
de un estanque a aferrarse a un pan robado bajo un abrigo.
Me arrodillé para que estuviéramos frente a frente. —No, claro
que no. —Forcé una sonrisa—. Sólo una discusión fuerte.
—Pero… estabas llorando. —Lydia extendió la mano y me limpió
bajo el ojo.
—Ah, eso. —Me pasé rápidamente las manos por las mejillas—.
Sólo polvo en los ojos por un largo viaje al galope —dije—. ¿Pero
qué es esto? —Me llevé la mano detrás de las orejas de ambos y frun-
cí el ceño—. ¿Han olvidado lavarse hoy?
Sonrieron con asombro cuando saqué una moneda de detrás de
cada una de sus orejas y cacarearon con ngida consternación. Les
metí las monedas en la palma de la mano.
—¿Qué querían ustedes dos? —preguntó Jase.
—Mamá quiere que Kazi baje a cenar temprano para poder hab-
lar de la comida.
—¡De la clase que le gusta a la reina! —Añadió Lydia.
Jase les dijo que bajaríamos pronto. Los vi correr por el pasillo, ri-
endo, olvidando los gritos que habían oído, las lágrimas que habían
visto, y deseé que todos los recuerdos pudieran borrarse tan fácil-
mente.
CAPÍTULO 45
JASE

Nash hizo girar su crema de calabaza en tres círculos verdes. Mi-


ré sus pequeños dedos agarrando la cuchara, jugando con su comida
de la misma manera que yo lo hacía cuando tenía seis años. Lydia
dispuso los trozos de carne que su madre le había cortado formando
un arco iris alrededor de su plato.
Estaba en la calle desde que tenía seis años.
No podía imaginarme a Nash ni a Lydia valiéndose por sí mis-
mos. No podía imaginarlos solos y el terror que sentirían. No podía
imaginar que sobrevivirían en absoluto.
¡Mira mis dedos, Jase! Echa una buena y larga mirada.
Una imagen de los largos y hermosos dedos de Kazi con las pun-
tas perdidas seguía ltrándose en mi mente. ¿Por qué no me lo dijo
antes? Todas las veces en el desierto cuando había preguntado…
No crecí como tú.
Nunca había visto una sola lágrima en los ojos de Kazi. Ni cuan-
do corría por arenas ardientes que le ampollaban los pies. Ni cuando
un cazador de mano de obra la golpeó en la cara. No cuando un asal-
tante casi le ahoga la vida. Pero esto, un recuerdo de hace once años,
la hizo deshacerse. La vi luchar para contenerlo, como si tratara de
diseccionar sus sentimientos de los hechos.
Pero cuando Lydia y Nash llegaron a la puerta, se armó de valor
y se convirtió en otra persona. ¿Cómo se hace eso? había preguntado
mientras caminábamos hacia la cena, ¿cómo se pasa de la angustia a sa-
car monedas de detrás de las orejas?
Es una habilidad adquirida, Jase. Algo que todos los ladrones aprenden.
Escuché el sarcasmo en su respuesta. Sabía lo que ella pensaba
que yo había querido decir, que incluso sus lágrimas habían sido un
acto super cial. Era todo lo contrario. La vi sacri car parte de sí mis-
ma por ellos, como esconder un miembro sangrante detrás de su es-
palda y ngir que no le dolía.
—Jase, estás picando tu comida —dijo Priya, agitando su tenedor
hacia mí—. ¿No tienes hambre?
Miré mi plato, sin tocar.
No tenía ningún sirviente que me trajera comida.
Ni estas en el jardín.
Llevaba trapos sobre trapos para mantenerme caliente en invierno.
Recordé en el desierto cuando estaba dispuesta a comer pececillos
antes de que los hubiéramos cocinado. Tuve que hurgar en cada bocado
podrido que comí. Y ahora lo sabía: había cosas peores que los pececil-
los crudos, y ella los había comido.
Mi madre miró mi plato lleno. —¿Puedo pedirle a Natiya que te
prepare algo más si quieres?
—No —respondí—. Esto está bien. —Apuñalé un trozo de carne
y mastiqué.
Me esforcé por concentrarme en las múltiples conversaciones que
se desarrollaban en la mesa. Esta noche parecían más llenas y ruido-
sas. Tal vez era un esfuerzo por evitar cualquier silencio incómodo.
Un esfuerzo por cubrir la ausencia de Jalaine. Para evitar lo obvio, el
arrebato de Kazi en la arena, aunque la evidencia en mi mandíbula
era un poco más difícil de ignorar. Lydia me había preguntado qué
había pasado. —Una caída —respondí, y eso no estaba lejos de la
verdad. Le había dicho a Garvin que mantuviera su revelación sólo
entre nosotros, así que al menos nadie sabía que ella había sido una
vez una ladrona.
Y tal vez, en ocasiones, todavía lo era.
Ella robó al rey.
¿Qué le quitó? ¿Y por qué?
Todavía había muchas preguntas que no había hecho. Cosas que
quería saber. ¿Cómo es que un ladrón callejero huérfano se convierte
en un guardia principal de la reina? ¿Dónde había estado en esas ho-
ras que no podía encontrarla? Pero después de que Lydia y Nash se
fueran, entró en la cámara de baño y cerró la puerta. La oí correr el
agua y salpicarse la cara. Cuando salió, el enrojecimiento de sus ojos
había desaparecido, pero me pareció que todavía se tambaleaba en
un borde y que yo tenía miedo de empujarla sobre él. Mis preguntas
se retiraron. Al menos durante un rato.
—¿Más cerveza, Patrei? —Natiya estaba a mi lado, con una jarra
en la mano sobre mi jarra vacía.
Asentí con la cabeza. —Gracias.
Al parecer, tenía más sed que hambre.
Synové siempre estaba muy habladora, pero esta noche más, ape-
nas terminaba una frase antes de empezar otra. Incluso Wren, la cal-
lada de ojos ardientes que siempre me llenaba de cierto nivel de in-
quietud, estaba más habladora que de costumbre. Aram y Samuel
estaban pendientes de cada palabra mientras ella explicaba la histo-
ria del ziethe, un arma del clan Meurasi del que procedía.
Kazi hablaba con entusiasmo con mi madre sobre los alimentos
que prefería la reina, como si no acabáramos de tener una conversa-
ción a gritos en su habitación. Como si no acabara de romper a llorar
delante de mí. Como si nada de eso hubiera ocurrido.
—Tal vez podamos reunirnos con la cocinera por la mañana —di-
jo Kazi—, y discutir qué platos recomendaría. Sé que a la reina le
gusta la comida de los vagabundos.
Algo en todo esto estaba fuera de lugar.
No parecía correcto.
La cocinera y su marido habían entrado varias veces para reponer
los platos o llevárselos. Me quedé mirando al marido cada vez. Era
reservado, distante, todo lo contrario de su mujer. Desde que estaban
aquí, ella me había expresado varias veces su gratitud por darles tra-
bajo. El primer día, se había palmeado el abdomen y había dicho que
su familia pronto se ampliaría, por lo que estaba especialmente agra-
decida. No había mostrado ninguna emoción. Se limitó a seguir con
su trabajo en la cocina, cortando verduras con rápidos y suaves mo-
vimientos. Ella tenía razón en una cosa: era buena con el cuchillo.
Y Kazi tenía razón en otra cosa: su aspecto. Ahora, cada vez que
entraba por la puerta de la cocina, su aspecto me revolvía el estóma-
go.
Lo que le había dicho a Kazi era cierto. No había ningún conduc-
tor de Previzi que se pareciera a él.
Pero antes lo había.
Ahora trabajaba para nosotros.
Mi padre lo había contratado hace un año.

Está atormentada por la culpa, Jase. He intentado hablar con ella. Tienes
que hablar con ella.
Mi madre me había interceptado después de la cena, me llevó a
un lado. Habla con ella.
Vi a Kazi alejarse hacia su habitación, la nuestra. Quise ir tras ella,
pero vi la preocupación en los ojos de mi madre.
Llamé a la puerta de Jalaine.
No respondió.
Llamé un poco más fuerte.
—Jalaine, abre. Necesito hablar contigo.
Un Patrei nunca se disculpa por las decisiones que ha tomado. Y mi
padre nunca lo hizo. Esta fue una de sus instrucciones en el lecho de
muerte, justo después de haber dicho que me enfrentaría a innume-
rables decisiones. No me arrepiento de haber sacado a Jalaine de la
arena. No me arrepentía de nuestra charla en el estudio ni de haberla
reprendido, pero mi ira seguía suelta y caliente cuando estábamos en
el comedor aquella noche. Cuando había visto a Kazi inmovilizada
bajo Fertig y empapada de sangre, algo furioso y feo me había des-
garrado. Quería destrozar algo. O a alguien. Avergoncé a Jalaine de-
lante de la familia.
Tenía dieciséis años. Cometió un error. Uno grave que casi nos
cuesta la vida, pero seguía siendo mi hermana. Era de la familia. Y el
Patrei también cometió errores.
—No debería haberte avergonzado delante de la familia —susur-
ré a través de la puerta—. Lo siento.
No hubo respuesta.
Si el trabajo de Patrei fuera fácil, se le habría dado a otra persona.
A veces, deseaba que lo hubiera hecho. No sólo tenía que vivir
con mis malas decisiones, sino también con las suyas, incluso con las
que parecían correctas en su momento pero que ahora estaban mal,
las que se habían podrido con el tiempo, como los huevos olvidados
en la despensa.

Caminé suavemente por el pasillo, con cuidado de no despertar a


nadie. Tenía una nueva comprensión de mi padre. Había decisiones
que él había tomado con las que yo había estado vehementemente en
desacuerdo. Decisiones que había pospuesto y que yo había rechaza-
do. Y decisiones que había tomado y ante las que yo nunca parpade-
aba. Como contratar a los conductores de Previzi.
¿Cómo puedes mirar hacia otro lado?
Y ahora no podía. Kazi había descrito a Zane, nuestro hombre
que coordinaba las entregas en la arena, y el único en quien con -
ábamos para hacer entregas discretas en Beaufort. No queríamos que
se supiera que él y sus hombres estaban aquí. Zane tenía treinta y
tres años, una versión mayor del marido de la cocinera.
—Mason —susurré y empujé su hombro para despertarlo.
Se levantó de su sueño, tirándome al suelo, con un cuchillo en la
mano.
Parpadeó, dándose cuenta de que era yo. —¿Estás loco? —pre-
guntó, con los ojos desorbitados, aun despertando—. Podría haberte
matado.
Debería haber sabido que no debía empujar su hombro para des-
pertarlo. Mason siempre dormía con un cuchillo bajo la almohada.
Era demasiado joven para recordar los detalles de la muerte de sus
padres, pero aún tenía vagos recuerdos de la noche en que murieron.
Los mataron mientras dormían: un ataque de una liga que ya no
existía. Mi padre los había aniquilado. El padre de Mason era el mej-
or amigo de mi padre. Fue entonces cuando se convirtió en parte de
nuestra familia.
—Es la mitad de la noche —gimió, todavía molesto—. ¿Qué qui-
eres? —Se apartó de mí y se levantó, dándome una mano.
—Tengo hambre.
—¿Hambre?
—Vamos a la cocina a buscar algo para comer.
Siseó, pero cogió una camisa del extremo de la cama y se la puso
por encima de la cabeza.
Encendí una lámpara de aceite y traje una jarra de leche de la des-
pensa y dos gruesos trozos de pastel de grosellas.
—Hace tiempo que no hacemos esto —dijo Mason, más como una
pregunta que como una a rmación. Las visitas de media noche a la
cocina se reservaban para los desastres o para plani carlos. Unas po-
cas brasas todavía brillaban a través de la parrilla de la estufa. La
tranquilidad de una cocina de medianoche parecía más silenciosa
que cualquier otro lugar de la casa, tal vez porque en una familia nu-
merosa como la nuestra solía estar llena de mucho ruido: los sonidos
constantes de la masa que se golpea, los platos que traquetean, la
carne que se trocea, el corte, el revuelto, el vertido, el parloteo y al-
guien que siempre entra para probar. Era la habitación más reconfor-
tante de la casa, su único propósito era nutrir. Tal vez por eso quería
hablar con Mason aquí.
Me miró, esperando. —Deberías haber cenado. —Sabía que no se
trataba de tener hambre.
—¿Conoces a Zane? —le pregunté.
Cogió unos tenedores del cajón del aparador. —¿Qué clase de
pregunta es esa? Por supuesto que lo conozco.
Puse los platos en la mesa de la cocina, y ambos sacamos sillas y
nos sentamos. —Lo que quiero decir es que ¿conoces detalles sobre
él? ¿Las rutas que conducía cuando era un Previzi? Tal vez lo más
importante, ¿recuerdas… si tiene un lunar en la muñeca?
Las cejas de Mason se bajaron. —¿Qué pasa?
Le expliqué por qué Kazi reaccionó como lo había hecho al ver a
los Previzi en la arena, y cómo me había descrito a Zane hasta su
grasiento pelo negro.
Mason siseó, tratando de asimilarlo. —¿Por su cuenta desde los
seis años?
Asentí con la cabeza, pero no le dije cómo había sobrevivido sien-
do huérfana.
Cortó un trozo de su pastel con el lado de su tenedor. —No sé de
rutas, tal vez Zane se fue a Venda, pero sí recuerdo su muñeca. —Me
miró y suspiró—. Hay un gran lunar.
Si Kazi había recordado correctamente, tanto Mason como yo sa-
bíamos lo que signi caba. Zane tenía un pasado con los cazadores de
mano de obra. Y eso signi caba que probablemente también tenía un
presente con ellos. Él no era sólo el problema de Kazi. Él podría ser
nuestro también.
Acordamos que íbamos a tener que interrogarlo, con cuidado, pa-
ra que no sospechara nada. Previzi tenía el olfato de un lobo y podía
oler los problemas antes de que llegaran, y eran igual de buenos de-
sapareciendo. Si creía que sospechábamos que estaba involucrado
con los cazadores de mano de obra que habían llegado a la Boca del
In erno, no volveríamos a verlo. Y si estaba involucrado, necesitába-
mos saber para quién trabajaba, tal vez la misma persona de la que
Fertig había recibido órdenes. Puede que hayamos paralizado sus
operaciones matando a doce de sus tripulantes, pero yo también qu-
ería al resto. Quería que pagaran por la mano de Samuel, que paga-
ran por incendiar el asentamiento de Vendan, que pagaran por qu-
emar casas en la Boca del In erno y robar ciudadanos de la calle, que
pagaran por asaltar caravanas, que pagaran por as xiar a Kazi y casi
matarla. Su deuda era profunda.
—Es difícil creer que Zane esté involucrado —dijo Mason—. Es
un gran trabajador. Con able.
—Lo averiguaremos. Tengo que hacer esto bien.
—Lo siento, hermano, pero algo así no se puede hacer bien.
—Pero puedo asegurarme de que no vuelva a ocurrir bajo nuest-
ras narices. —Le dije que iba a convocar una reunión familiar a pri-
mera hora de la mañana; los planes de todos quedaban en suspenso
hasta que habláramos de expulsar a los Previzi o de hacer que se ad-
hirieran a un nuevo conjunto de normas.
Me froté la cabeza. —Hay algo más —dije. Y tal vez era mi pre-
ocupación más oscura, porque no estaba exactamente seguro de lo
que era. Era algo que no me parecía bien—. ¿Notaste algo raro en la
cena de esta noche?
Me miró, sorprendido. —Sí… de hecho, lo he notado. Synové
habló mucho, más de lo habitual, pero volvió a lo de adivinar mi al-
tura, sacando a relucir viejas conversaciones como si estuviera dist-
raída, como si nos acabáramos de conocer…
—¿Como si no hubieras recorrido ya cada centímetro de su cuer-
po con tus manos?
Mason bajó el tenedor de pastel que estaba a punto de meterse en
la boca.
—Sí, sé lo de ustedes dos. ¿Por qué me lo has ocultado?
Gimió y se recostó en su silla. —No lo sé. vergüenza, supongo.
Después de decirte que no te enredaras con Kazi… —Sacudió la ca-
beza—. No sé cómo me he liado con Synové, pero me hace reír. Y el-
la es tan malditamente…
No necesitó terminar la frase. Su fuerte atracción por ella era evi-
dente.
—¿Y tú y Kazi? —preguntó—. Pensé que ya estaríamos recibien-
do una citación en el templo. ¿Qué les retiene?
Bajé la mirada, aplastando las migas de mi plato con el tenedor.
—Dice que está obligada por el deber a volver a Venda. Evitamos
hablar del futuro, y le prometí que no volvería a sacar el tema.
—Pero tú… —Dudó en usar la palabra, pero nalmente la dijo de
todos modos. —¿La quieres?
Lo miré. Amor ni siquiera parecía la palabra adecuada para expli-
car lo que sentía por ella. La palabra parecía demasiado pequeña, de-
masiado usada, demasiado simple, y todo lo que sentía por ella pare-
cía complicado y raro y tan amplio como el mundo. Asentí con la ca-
beza.
Debió de ver algo en mi expresión. —Ella también te quiere, her-
mano. No te preocupes. Estoy seguro de ello. Nadie hace una actu-
ación tan buena.
Yo también lo creía, pero esta noche había visto odio en sus ojos.
Incluso a través de las lágrimas, era tan puro y caliente como el vid-
rio fundido. Ella y yo nunca dijimos la palabra amor. Era un acuerdo
extraño entre nosotros y no estaba seguro de por qué. Tal vez había
comenzado en el desierto. Todo era tan temporal. Pero lo había senti-
do crecer entonces. ¿Qué es esto, Kazi? Porque incluso entonces se
sentía como algo más, algo duradero y seguro. Sé que ella también lo
sintió. Pero habían sido los secretos entre nosotros. Yo había mentido
sobre el acuerdo. Ella me había mentido sobre…
Nadie actúa tan bien. Volví a mirar a Mason. —No con aste en ella
cuando la conociste. ¿Y ahora?
Se llevó a la boca el último bocado de pastel y lo regó con el resto
de su leche. —Es difícil no con ar en alguien cuando se ha jugado la
vida por ti. Todos lo hicieron.
Se levantó, recogiendo sus platos y llevándolos al fregadero. —
Puede que esta noche no haya estado bien porque Kazi estaba nervi-
osa por haber visto a los Previzi, y Synové y Wren intentaban llenar
todos los vacíos con conversaciones. Cuando Synové se pone nervi-
osa, eso es lo que hace. Son un equipo muy unido.
Tenía razón. Lo eran. Y esta noche, cuando no pude encontrar a
Kazi, tampoco pude encontrarlas a ellas. Había ido a sus habitaci-
ones, tratando de encontrarla.
Me levanté y cogí mis platos. —Vete a la cama. Yo los lavaré.
Hablaremos más por la mañana sobre Zane.
Mason se fue y yo abrí el grifo, el agua caliente salpicó en el fre-
gadero. El agua caliente era una característica que mi abuelo había
añadido al Reloj de Tor. Nunca había pensado mucho en ello. No te-
nía calefacción. Ni baños calientes. Ahora lo veía todo a través de sus oj-
os. Sabía que Venda era pobre, y Garvin había dicho que Brightmist
era el barrio más pobre, y sabía que su educación había sido difícil,
pero ni siquiera mi imaginación había sondeado las solitarias pro-
fundidades por las que tuvo que luchar. A nadie le importaba si vivía o
moría.
Tal vez eso era lo que estaba mal. A mí. Porque cada palabra que
había dicho me carcomía como un gusano. Volví sobre nuestros pa-
sos en el desierto, viéndolo de otra manera, su enfoque febril mient-
ras caminábamos por una llanura abierta, sus pasos mareados cuan-
do miraba hacia un cielo lleno de estrellas.
Si Zane era responsable de esto, lo pagaría.
Después de guardar los platos, me detuve, mirando el almacén
que estaba justo al lado de la cocina, donde se guardaban las medici-
nas. Lo abrí y entré. Los frascos y los frascos, las bolsas y las hierbas
secas estaban ordenados en los estantes. Con tantas personas en la
Guardia de Tor —tanto familiares como trabajadores— teníamos
muchos remedios a mano. Encontré el frasco con la etiqueta Alas de
Abedul, por el que Wren había preguntado. Estaba lleno. Su ciente
para noquear a la mitad de la Boca del In erno. Volví a pensar en la
pregunta de Mason, ¿Por qué querría tanto? Mi respuesta, que quería
llevárselo a Venda, me pareció razonable. Teníamos aquí mercancías
inusuales de todo el continente. Probablemente había muchas mara-
villas en la Boca del In erno que querrían llevarse. Birchwings era
sólo una de ellas.
Cuando salí, comprobé la cerradura de la puerta. Serían cinco mi-
nutos fáciles para un ladrón común.
Y menos que eso para uno poco común.
CAPÍTULO 46
KAZI

Era el nal de la mañana, y el heno fresco y dulce perfumaba el


aire. El mozo de cuadra silbaba mientras realizaba su trabajo, y las
golondrinas se lanzaban por las vigas con la comida matutina para
las ruidosas crías, una mañana que a primera vista tenía los colores
perfectos de un cuadro. Pero al mirar más de cerca, vi el cabestro
deshilachado que colgaba de un clavo, el poste podrido del primer
establo, la cola de una rata en el montón de leña. Me pregunté si si-
empre había cosas que no veíamos, sólo porque decidíamos no mirar
demasiado. Había repetido el día de ayer una y otra vez en mi men-
te.
Las asombrosas mentiras.
Los secretos.
La cara de enfado de Jase cuando me llamó Diez.
Pero algo más me despertó de mi sueño anoche. Las risas. Escuché
al capitán y al resto de ellos, riendo. El tintineo de sus vasos. Me pun-
zaba, pero no estaba segura de por qué. Tal vez era sólo la conmoci-
ón de verlos juntos, ver mucho más de lo que esperaba.
Cuando el mozo de cuadra terminó de echar el heno en el establo,
me acerqué deambulando, evaluando el carro. Era un carro de heno
pequeño, lo cual era una ventaja. Aún podía albergar a seis hombres,
pero sería más fácil de maniobrar por la parte trasera de la Guardia
de Tor hasta el sendero del Túnel de Greyson. Ese camino llamaría
menos la atención. No podíamos atravesar el pueblo, y en el sendero
de atrás la cubierta de la noche nos tragaría. Sólo podíamos contar
con unas horas de ventaja.
Pero enganchar un equipo de caballos sería ruidoso. Miré la caba-
ña del mozo de cuadra, al nal de los establos. Su cena tendría que
venir a través de Eben también. Estaría atado con alas de abedul, al
igual que el cuidador de las perreras. Si se desmayaba, no se soltarí-
an los perros. Las alas de abedul también mantendrían tranquila a
nuestra presa de seis en el camino.
Me había colado en el almacén de la cocina en plena noche. La
cerradura había sido un juego de niños. El pequeño frasco de alas de
abedul que Wren había conseguido para mí todavía tenía dos dosis,
que se encargarían del mozo y del guardián, pero iba a necesitar
más. El bote completo de alas de abedul era la solución, pero era im-
portante que no se notara mi robo, al menos no hasta mucho despu-
és de que nos hubiéramos ido, así que había vertido las alas de abe-
dul en una bolsa y había puesto sal en su lugar. Nadie notaría la di-
ferencia inmediatamente, aunque la sal no haría mucho por el dolor
de cabeza.
Wren y Synové entraron a caballo, desmontando y llevando sus
caballos a los establos. Habían estado en el pueblo reuniendo provi-
siones —bobinas de cuerda, más pieles de agua y comida seca—,
probablemente para nuestro viaje a casa en caso de que alguien se
diera cuenta. Aunque Synové era más que capaz de abastecernos de
caza fresca, no sería seguro encender una hoguera durante un tiem-
po, al menos no hasta que nos reuniéramos con Griz y las tropas.
—¿Has hablado con Jase? —preguntó Wren.
Sacudí la cabeza. Anoche había permanecido despierta durante
horas esperando un toque en mi puerta, un crujido fuera de ella, una
sensación de que se apoyaba en ella, pero no llegó nada. La abrí dos
veces, imaginando que estaba allí. No estaba. Nunca vino. Tenía una
docena de excusas para rechazarlo si lo hacía, pero no necesitaba
ninguna de ellas.
—¿Vas a estar bien? —Las cejas de Synové se fruncieron. Había
preocupación en su voz, pero en sus ojos también se percibía una ira
obstinada. Ahora que sabía que Bahr estaba entre los fugitivos, esta
misión se había convertido en algo personal. La promesa de Wren de
que el viaje de vuelta sería una tortura parecía ser un objetivo que la
tranquilizaba.
—Por supuesto que estará bien —respondió Wren, y luego me
miró, esperando que lo con rmara.
—Sí —respondí. Y lo estaba. No estaba segura de si era un alivio
o no, pero cuando Jase dijo que no había conductores como el que le
había descrito, al menos supe que no doblaría una esquina y me en-
contraría con él cara a cara. No en medio de todo esto, donde podría
poner en peligro todo. No quería deshacerme como lo había hecho
Synové la noche anterior cuando Wren y yo tuvimos que contenerla.
Había demasiado en juego. Saber que no estaba aquí me permitió
apartar de mi mente los pensamientos de volver al almacén de Previ-
zi y concentrarme en lo que había que hacer.
Pensé en la pregunta de Jase: ¿Cómo se pasa de la angustia a sacar
monedas de detrás de las orejas? Le había dado una respuesta airada,
pero la verdad era que, al proteger a Nash y a Lydia, sentía que ha-
bía recuperado una pequeña parte de mí. Y eso era lo que estaba ha-
ciendo ahora, recuperar esa parte de mí que creía que aún podía ar-
reglar algunas cosas. Era todo lo que tenía.
—¡Buenos días, señoritas! —Natiya dobló la esquina, con una tina
de comida apoyada en su cadera—. Voy de camino con un regalo pa-
ra la cerda —dijo en voz alta, por si el novio se preguntaba por qué
estaba aquí.
Se acercó y sonreímos mientras charlábamos, pero nuestra con-
versación no versaba sobre cáscaras de patata para los cerdos. Ya ha-
bíamos hablado la noche anterior. Les había hablado de nuestros fu-
gitivos adicionales y de los motivos de los Ballenger para albergar-
los: armas, dominación y una trampa para la reina. Eben estaba con-
vencido de que los dos hombres que no conocía eran eruditos, más
traidores atraídos lejos de Morrighan por el Komizar. Dijo que nunca
se supo cuántos habían acechado en las catacumbas bajo Ciudad
Sanctum, desvelando los misterios de los Antiguos, ni con qué habí-
an escapado. El capitán debió de reunirse con su tripulación de com-
pinches, con la esperanza de tener una segunda oportunidad de con-
seguir las riquezas que se les habían escapado.
Pusimos en marcha nuestros planes, a nando los detalles para
acomodar a cinco prisioneros más.
—No lleguen tarde a la cena. El tiempo es crítico —ordenó Nati-
ya. Dijo que enviaría a Eben con las cenas de los establos una hora
antes del anochecer para asegurarse de que los perros no fueran libe-
rados. La cena familiar tenía que coincidir con la hora de la cena de
los mozos de cuadra—. Podríamos tener más tiempo, pero sólo po-
demos contar con un margen de dos horas. ¿Y el Patrei? Es cómplice
de esto. ¿Lo llevamos a él también?
Todos me miraron, esperando. Sabían que era imperativo que me
sintiera bien con esto, y como yo era la líder, Natiya me dejaba la úl-
tima palabra, pero algo me molestaba. Tal vez era el afán de Vairlyn
por hablar de menús para la reina. ¿Jase también había engañado a
su madre? ¿O todos eran maestros del engaño? O tal vez todavía no
había abandonado todo lo que creía sobre Jase: que había una bon-
dad en su interior, que quería hacer lo correcto. Volví a mirar a Nati-
ya. Su mirada permanecía ja, esperando. Sí, Jase era cómplice, pero
nuestra misión había sido recuperar a un solo fugitivo y ahora tení-
amos seis, más de lo que podíamos manejar. —Esta vez no —respon-
dí—. Ya tenemos una carga completa. Confía en mí, Jase no va a dej-
ar la Boca del In erno. Este es su hogar, no va a desaparecer. El
asunto de la culpa de los Patrei puede ser tratado más tarde.
—¿Qué pasa con Jalaine? —Wren preguntó—. Ella podría ser un
problema si no viene a la cena de nuevo.
—Hablaré con ella —dije—. Me aseguraré de que ella…
—¡Kazi, ahí estás!
—Oh serpientes, es la desagradable —retumbó Synové en voz ba-
ja.
Gunner caminó hacia nosotros. —Te he estado buscando. —Se
frenó al notar la presencia de Natiya—. ¿Qué estan haciendo aquí?
—¡Buenos días, señor! —dijo Natiya, moviendo la cabeza—. Y es
una hermosa, ¿no? Voy de camino con la comida para la cerda. Su
parto debería llegar cualquier día. —Señaló con la cabeza el montón
de restos en la bañera—. Un poco de plani cación con antelación da
grandes recompensas, y lechones regordetes. Buenos días, señoras.
—Se alejó rebotando alegremente, y la atención de Gunner volvió a
dirigirse a mí.
—Y yo estaba aseando a Mije después de un paseo matutino —di-
je—. ¿Qué puedo hacer por ti, Gunner?
—Jase quiere verte.
—¿No pudo venir él mismo?
—Está liado con algo ahora mismo, pero quiere reunirse contigo
junto a la fuente de los jardines en diez minutos. Es importante.
¿Junto a la fuente? Era más que extraño, pero no quería alterar el
carro de manzanas de Gunner, que se derrumbaba con facilidad, cu-
ando sólo quedaban horas en la Guardia de Tor.
—De acuerdo —respondí—. ¿Sabes de qué se trata?
Se encogió de hombros. —Algo sobre la llegada de la reina. —Su
cara de póker era patética. Obviamente no compartía la consumada
habilidad de su hermano para mentir.
—Claro. Estaremos allí.
—No —dijo con rmeza—. Sólo tú.
CAPÍTULO 47
JASE

Teníamos el tiempo calculado para que pareciera una casualidad.


Zane estaba abriendo la puerta trasera de Cave’s End para hacer una
entrega cuando llegué cabalgando por el camino desde los establos.
—¡Patrei! —llamó—. ¿A dónde vas?
—Un asunto inesperado para el que necesito una respuesta rápi-
da. ¿Qué más hay de nuevo, verdad? —Detuve mi caballo como si
estuviera meditando algo—. En realidad, tenía una pregunta para
Garvin, pero tal vez puedas ahorrarme un viaje. Es sobre Venda.
¿Alguna vez has llevado carros allí?
—Claro, pero hace años. ¿Cuál es la pregunta?
—En Ciudad Sanctum, tienen algo llamado el jen—der, el ja…
—¿El jehendra? Sí, es su mercado.
—¿Así que has entregado mercancías allí?
—Muchas veces. Lo que el Komizar no quería, lo descargábamos
allí. Es enorme, pero nada como la arena.
Me bajé del caballo. —Aquí, déjame ayudarte. —Abrí la puerta
mientras él conducía su carro y luego le expliqué que tenía un visi-
tante, un mercader de la jehendra que tenía un trato que parecía de-
masiado bueno para ser verdad. Yo era escéptico, pero seguía intri-
gado. Podría darnos la primera incursión en el comercio con Venda,
y ella me ofrecía un muy buen trato que al menos debía investigar—.
A rma que dirige la mayor tienda textil de la jehendra…
Zane asintió. —Puede que la conozca. Siempre tenía algunas telas
en mi carga. Al Komizar le gustaba mantener a ciertos amigos bien
vestidos.
—Bien. Me sentiría mejor si le echaras el ojo por mí. Discretamen-
te. Con rma que es realmente quien dice ser.
Le conduje por el túnel que llevaba a Darkco age, diciendo que
cuando me fui ella estaba paseando por los jardines con Gunner y
que tal vez todavía estaba allí. Lo vi caminar delante de mí por las
escaleras del sótano, sus pasos pesados y seguros, no los pasos de un
hombre que tuviera algo que ocultar, sus brazos balanceándose al
caminar. El detalle que había ignorado cientos de veces era ahora lo
único que podía ver: el lunar de su muñeca. Cuando llegamos al sa-
lón delantero, abrí la persiana y miré por la ventana. —Ahí están —
dije—. Junto a la fuente.
Estaba de espaldas a nosotros, pero Gunner vio la señal de que yo
abriera la persiana y engatusó a Kazi para que se pusiera de cara a
nosotros. La distancia y el re ejo en la ventana bastarían para ocul-
tarnos de su vista, pero yo ya no miraba a Kazi. Sólo observaba a Za-
ne. Si él era realmente el que Kazi había visto, dudaba que pudiera
reconocerla después de todos estos años; pero su madre era otra co-
sa, y me arriesgué a que Kazi se pareciera lo su ciente a ella como
para que pudiera provocar algún reconocimiento.
Se quedó mirando a Kazi, con la cabeza ligeramente girada hacia
un lado, como si estuviera confundido. La estudió y su expresión se
a ojó como si viera un fantasma. Se quedó con la boca abierta y se
volvió hacia mí, con las pupilas en punta. Percibió el truco. —No, no
la conozco.
Pero ya era demasiado tarde. —¡Hijo de puta! —Lo agarré y lo es-
tampé contra la pared. Kazi lo había descrito perfectamente, hasta
sus ojos de ónix. Ahora estaban aterrorizados. Él también me quería a
mí, pero no podía encontrarme. La habitación que me rodeaba giraba,
oscura y furiosa. Zane retrocedió, luchando contra mí, pero le devol-
ví el golpe—. ¡Sucio comerciante de carne! —grité y golpeé, mi puño
chocó con su mandíbula. Cayó sobre una mesa, pero se puso en pie
rápidamente, sacando un cuchillo de su bota, pero entonces vio que
Mason, Titus, Drake y Tiago entraban en la habitación. Dejó caer el
cuchillo, sabiendo que era inútil. Sus ojos se abrieron de par en par.
La sangre le corría por la nariz.
—¡Lo juro! No la conozco.
Lo empujé hacia Drake y Tiago. —Tengo que ir a ver a Kazi. Me
está esperando. Cuando esté despejado, llévalo al almacén.
Los gritos no se oían desde allí.
Zane respondía a nuestras preguntas, aunque fuera con una uña
—o una punta del dedo— a la vez.
CAPÍTULO 48
KAZI

Gunner era parlanchín. No es Gunner en absoluto. Se disculpó


por el retraso de Jase y parecía distraído, como si no quisiera estar al-
lí. Se inquietó y luego dio la vuelta al otro lado de la fuente. Me giré
para mirarlo.
—Creo que está claro que Jase no va a venir —dije—. Hablaré con
él más tarde.
—Dale cinco minutos más —contestó, pero poco después se fue,
diciendo que iría a buscarlo.
No es que Jase y yo no tuviéramos mucho de qué hablar, pero me
parecía extraño que quisiera hablar aquí, en los jardines, donde las
voces elevadas se oirían fácilmente. Suavizarlo. Con sólo horas para
ir, sabía que el consejo de Natiya era prudente, pero Jase no era un
conocido como Gunner al que pudiera ignorar. Jase era…
Ya no estaba segura de lo que era.
Me quedé mirando la fuente burbujeante.
¿Poniendo trampas para la reina? ¿Un arsenal de armas para do-
minar los otros reinos? Ese no era Jase. Todavía me costaba reconcili-
arlo. Jase amaba la Boca del In erno. Este era todo su mundo. Su his-
toria. Era todo lo que quería. Todo lo que quería proteger. Pero los
hechos eran evidentes. Sus mentiras, esconder a los fugitivos, un
enclave custodiado por perros venenosos, las armas. ¿Es eso lo que
eran esos montones de papel? ¿Planos de armas? ¿Fórmulas? ¿Y los
talleres llenos de suministros? Recordé la extraña lista de ingredien-
tes en el escritorio de Priya que Jase debía aprobar personalmente.
Suministros para BI, no para la posada Ballenger, sino para el capitán
Beaufort Illarion. ¿Qué clase de armas estaban ideando que podrían
poner a todos los reinos bajo sus pulgares?
Volví a mirar a mi alrededor. ¿Dónde estaba?
Temía hablar con él, pero me encontré escudriñando los pasillos
entre las casas, buscando un atisbo de su cabello rubio oscuro, sin sa-
ber de qué dirección vendría. Mi expectación crecía y nalmente me
di la vuelta, con la frustración rebosando en mi interior. Estaba a me-
dio camino de la larga rosaleda cuando oí pasos. Corriendo. Me de-
tuve y me giré.
Era Jase.
Estaba al nal de la glorieta. Sus pasos se ralentizaron cuando me
vio. Estaba sin aliento, como si hubiera corrido un largo camino. No
me moví mientras se acercaba, preparándome para lo que tuviera
que decir. Tenía el pelo desordenado, con mechones que le caían
sobre la frente. Se detuvo frente a mí y los apartó. Su mirada inundó
la mía, se metió en todos los rincones de mi mente.
El silencio se prolongó y oí tintinear una cadena que ya no estaba
allí. Sentí que Jase me sostenía en un río, manteniendo mi cabeza por
encima del agua. ¿Para qué? El latido de mi pecho se hizo más pro-
fundo. Si había sido cruel entonces, sus mentiras ahora me dolerían
menos.
—Kazi…
Su voz era más de lo que podía soportar y empecé a apartarme,
pero él me detuvo, volviéndome suavemente para mirarlo.
—Por favor, Kazi, escúchame. Hay muchas cosas de las que tene-
mos que hablar. Siento haber perdido los nervios ayer. Siento todo lo
que has pasado. Mi familia ha cometido errores, lo sé, y voy a inten-
tar arreglarlos, pero ahora mismo hay que decir algo más. Sé que
nunca has querido escuchar esto, pero después de lo de ayer tengo
que decirlo… —Hizo una pausa, tragó saliva, como si tuviera miedo
—. Te amo. Te amo con cada aliento, con cada pensamiento que hay
dentro de mí. Te he amado desde la primera vez que te besé en aqu-
ella cornisa. Incluso antes de eso.
Sacudí mi cabeza, tratando de alejarme. —Jase, no… —Pero él me
acercó más y no se detuvo.
—Cuando pregunté, ¿Qué es esto? Ya lo sabía. Sabía lo que sentía,
lo que estaba seguro de que tú también sentías, pero tenía miedo de
decirlo, porque todo era nuevo para mí. Parecía demasiado pronto,
demasiado imposible. Pero todo lo nuestro no sólo se sentía bien, si-
no que se sentía como algo raro, algo delicado que tenía miedo de
romper. Algo que sólo aparece una vez en la vida.
Me levantó la barbilla para que tuviera que mirarle.
No me hagas esto, Jase. Es demasiado tarde. El dolor me acuchilló,
mis entrañas en pedazos. Todo lo que quería era creer cada palabra,
olvidar todas sus mentiras, alimentar mi fantasía. Mil deseos lanzan-
do súplicas al universo para que volviéramos a estar perdidos y so-
los en una cornisa llena de estrellas.
—No quiero perderte, Kazi. No te pido promesas. Ni siquiera qu-
iero una respuesta ahora, pero quiero pedirte que al menos pienses
en quedarte aquí conmigo. Para siempre.
Acunó mi cara entre sus manos. —Ya está. Ya lo he dicho, y no
me retractaré. Te quiero, Kazi de Brightmist, y nunca dejaré de decir-
lo, ni por mil mañanas.
Bajó lentamente su boca hasta la mía y, en lugar de apartarme, le
devolví el beso. Saboreé la dulzura de su lengua, y un páramo se
hinchó a nuestro alrededor, con la hierba alta balanceándose a nuest-
ros tobillos. Repetí mi primer y glorioso error una y otra vez, pero
esta vez, me dije, sólo lo estaba suavizando.

Jalaine no estaba en su habitación. Oleez me dijo que podía en-


contrarla en el solarium del último piso de la casa. En verano, el solá-
rium estaba casi abandonado. Incluso con todas las ventanas abier-
tas, el aire podía ser sofocante. Hoy no había brisa, y ya sentía la rá-
faga de calor mientras subía a duras penas los últimos escalones.
Las anchas puertas dobles se abrieron de un empujón. Era una
amplia habitación con altos techos abovedados, amueblada con sen-
cillos muebles de madera. Supuse que en invierno estaban cubiertos
con cojines y colchas de colores. El aroma de la vegetación cortada
otaba en el aire pesado. Jalaine estaba en un rincón, de espaldas a
mí, cuidando una especie de gran arbusto en maceta, pero lo miraba
jamente, como si estuviera perdida en sus pensamientos. Un par de
tijeras de podar colgaban sin fuerza en su mano. Unas cuantas hojas
cortadas estaban esparcidas a sus pies.
—O entras o te vas —dijo sin volverse.
No estaba tan ensimismada como había supuesto. Pero entonces
me di cuenta de que me había visto en el re ejo de una de las muc-
has ventanas que estaban abiertas en ángulo. Entré y ella volvió a re-
cortar las pequeñas hojas. Su delgado vestido blanco se pegaba a el-
la, húmedo de sudor. Observé las tijeras en su mano. Todavía no sa-
bía si ella sabía que yo era quien había matado a Fertig.
—Te hemos echado de menos en la cena —dije.
Ella volvió a prestar atención al arbusto. El rápido y furioso corte
de sus tijeras cortó el aire. —Lo dudo.
Decidí que lo mejor era ir al grano. —Siento lo de Fertig.
Se giró hacia mí, con las pequeñas hojas crujiendo bajo sus pies.
—¿Por qué ibas a sentirlo? Casi te mata. —Me miró el cuello, con los
moratones de color púrpura.
—Lo siento porque te preocupaste por él.
—¿Fertig? —Su labio se torció con desprecio—. No amaba a Fer-
tig. ¿Es eso lo que pensabas? ¿Viniste a consolarme por el pobre Fer-
tig?
Ella se rio y su boca se apretó en una miserable sonrisa. —Me
sentí halagada por sus atenciones. Eso es todo. Las disfruté. —Era
extraño escuchar la profunda amargura en su voz. La envejeció—.
Todo parecía inofensivo. Era divertido. Incluso me pregunté si pod-
ría crecer en mí de una manera más permanente. Con el tiempo. Lo
sacaba, jugaba con él, porque era una distracción de la aburrida ruti-
na de la o cina de la arena.
Tiró las tijeras sobre la mesa y las miró jamente, con la mirada
perdida en un mundo lejano de nuevo. —Pero resultó que era él qui-
en jugaba conmigo. Utilizándome. Dijo que me amaba y yo le creí.
Fui un instrumento crédulo.
Tragué saliva. —Cualquiera puede ser engañado. Nadie te culpa.
—Jase lo hace. Por eso me sacó de la arena. Y tiene razón. Me cul-
po a mí misma. Defraudé a la familia.
—Todos cometemos errores, Jalaine. Pero tenemos que seguir
adelante. Ven a cenar esta noche. Por favor. Tu familia sigue siendo
tu familia. Te quieren allí.
Me miró, con los ojos rotos. Vi su deseo de ser perdonada, pero
perdonarse a sí misma era otra cosa. Su dolor me atravesó, algo de-
masiado familiar.
—Lo pensaré —dijo y se dio la vuelta, aún sin estar convencida.
Cogió una escoba apoyada en la pared y empezó a barrer los recortes
en un montón.
Me fui con el chirrido de la escoba, Jalaine barriendo sin pensar,
vagando en un mundo rebosante de su propia vergüenza, y aún no
sabía si el problema de que Jalaine viniera a cenar estaba resuelto.
La sofocante escalera parecía dar vueltas y vueltas eternamente
hasta que pensé que no volvería a respirar profundamente. Decepci-
oné a la familia.
Corrí hasta el último tramo de la escalera, secándome el sudor de
la frente, y salí por n al fresco rellano. No son mi familia, me recordé.
CAPÍTULO 49
JASE

—¡Lo juro! ¡Yo no tra co con carne! Nunca lo he hecho.


Después de una hora de interrogatorio, y con unas tijeras de jar-
dinería sujetas a su dedo, confesó haberse llevado a la madre de Ka-
zi. —¡Era una mendiga medio muerta de hambre! Iba a tener una vi-
da mejor.
La forma en que los comerciantes de carne siempre trataban de
justi car sus acciones.
—¿Por eso tuviste que drogarla? ¿Por qué querías a su hija tambi-
én?
Su cara se a ojó. Finalmente se dio cuenta de quién había visto en
el jardín. No era un fantasma, sino la hija de la mujer que había to-
mado. Sus ojos iban de un lado a otro, mirando alrededor del alma-
cén, como si buscara una salida que había pasado por alto. No había
ninguna. Estaba atado a una silla, rodeado por cinco de nosotros.
Volvió a mirarme. —Fue una vez. Sólo lo hice una vez.
Pude oír cómo se retorcía en su voz, cómo se aferraba, tratando
de encontrar alguna manera de salir de esto. Lo había hecho docenas
de veces, pero incluso una vez era demasiado. Una vez cambió la vi-
da de Kazi, y la de su madre, para siempre.
—¿Y la mejor vida que consiguió? ¿A quién se la vendiste?
Sus ojos se abrieron de par en par. Vi cómo se formaba la mentira
en ellos. —Nunca la vendí. Murió en el camino. Te dije que estaba
débil y medio muerta de hambre. —Ahora mismo tenía más miedo
de otra persona que de mí. Eso cambiaría.
Ahora estaba seguro de que estaba envuelto con los cazadores de
mano de obra que habían bajado a la Boca del In erno, todavía tra-
bajando sus viejas conexiones.
Me incliné hacia delante, con las manos en el brazo de su silla, mi
cara era lo único que podía ver. —Dime, Zane, ¿conoces a Fertig?
Asintió con la cabeza.
—Está muerto. Él y toda su tripulación. No van a volver a casa.
Quienquiera que esté trabajando para ellos acaba de recibir un gran
golpe. Pero los quiero fuera del negocio por completo. Dime quiénes
son y tú y yo llegaremos a un acuerdo.
Sacudió la cabeza. —¡No sé nada!
Di un paso atrás y miré a Tiago. —La familia está esperando. Ten-
go que ir a cenar. Si no tiene las puntas de los dedos cuando vuelva,
no pasa nada. Luego pasaremos a los dedos de los pies. Sólo asegú-
rate de que no se desangre. Vamos a mantenerlo vivo hasta que ten-
gamos nuestras respuestas.
Me di la vuelta y me dirigí hacia la puerta, y Tiago cogió las tij-
eras de jardinería.
—¡Espera! —gritó Zane, luchando contra sus ataduras, la silla se
tambaleaba debajo de él. —¡Me dio una bolsa de dinero alguien lla-
mado Devereux que me dijo que contratara a cazadores de mano de
obra! Estaba en un callejón detrás de la taberna. Estaba oscuro. Nun-
ca vi su cara. ¡Eso es todo lo que sé! ¡Lo juro! No me dijo para quién
trabajaba.
Me detuve en la puerta sin mirar atrás. La herrería murió por cul-
pa de Zane. Otras innumerables vidas fueron robadas. Kazi y yo casi
morimos. —Eso es un comienzo. Hablaremos más cuando vuelva.
Tiago, puedes ir a cenar también. Por ahora dejaremos de lado sus
dedos.
En unas horas, Zane estaría cansado, hambriento y enloquecido
de miedo. Tendría tiempo de replantearse qué valoraba más, sus de-
dos o la gente a la que protegía. No quedaría ninguna mentira en él.
Estaba seguro de que para entonces incluso recordaría más nombres.
Me froté el pelo con una toalla y me detuve frente al espejo, mi-
rando mi tatuaje como si lo viera por primera vez. Acababa de ba-
ñarme, tratando de lavar el asco y la baba de Zane. Me pasé la mano
por el hombro, el pecho, las alas, las palabras, el ojo escrutador de un
pájaro que me miraba jamente. Podemos insensibilizarnos ante las
cosas, tanto que ya no las vemos. No sé cuándo fue la última vez que
lo miré de verdad. Proteger.
Mi padre había estado a mi lado mientras tenía cada pluma, cada
garra, cada letra grabada en mi piel. Protege y de ende todo, me dijo.
Esto es lo que eres. Siempre ha estado en tu sangre, Jase. Ahora está en tu
corazón.
Greyson Ballenger había tenido a veintidós y una bóveda que
proteger. La Guardia de Tor había crecido. La familia había crecido.
Ahora había cientos, miles de personas que proteger. Una ciudad en-
tera que defender. Y gracias a la arena, el mundo Ballenger seguía
expandiéndose. Había hecho un voto de sangre para resguardar el
asentamiento de Vendan. Y parecía que a veces también tenía que
salvaguardar a gente que nunca había visto, gente del otro lado de
un continente, gente que ni siquiera conoceré nunca: gente como Ka-
zi y su madre.
Ahora también me preguntaba por Garvin, por las preguntas que
no hicimos y que deberíamos haber hecho. Todo esto había llegado a
un punto crítico en nuestra reunión familiar de esta mañana. Me en-
contré con una fuerte resistencia a la creación de nuevas normas pa-
ra los Previzi o a su expulsión, ya que podríamos sufrir un fuerte
golpe en los bene cios y enfadar a algunos comerciantes a largo pla-
zo que dependían de ellos para vender mercancías que no tenían co-
nocimiento de embarque. Les contesté que cuando cruzábamos cier-
tas líneas invitábamos a que se cruzaran otras también, y luego les
hablé de mis sospechas sobre Zane. No obtuve más argumentos.
Una vez que tuviéramos toda la información que necesitábamos
de Zane, iba a tener que hablarle a Kazi de él. Pero del cómo no esta-
ba seguro.
Tal vez por eso me había apresurado a decirle lo que sentía hoy y
le había pedido que se quedara. Tenía miedo. Necesitaba que supiera
con certeza mis sentimientos por ella, antes de decirle que el hombre
que se llevó a su madre trabajaba para nosotros.
CAPÍTULO 50
KAZI

Nos dirigimos al comedor, tratando de ngir que era una noche


como cualquier otra. Nuestras armas estaban guardadas en nuestras
habitaciones, listas para ser puestas, los cueros de montar y las botas
dispuestas, otros suministros ya metidos en las alforjas. Escuché el
suave repiqueteo de nuestras zapatillas sobre el suelo de madera, el
silencio, mientras mi corazón revoloteaba como una polilla atrapada
en una telaraña. No era así como debía ser. No era propio de mí. Cu-
ando levantaba un vellón, palmeaba un huevo, metía un higo en el
bolsillo, incluso cuando cogía el tigre, siempre caía una calma en los
momentos nales de la ejecución, como si cada detalle me perteneci-
era y fuera mío para moldearlo. Durante unos breves minutos, fui
dueña de un pequeño universo. Ahora sabía por qué esa calma me
era esquiva. Jase. Mi universo se inclinaba por él.
—Ahí están —dijo Mason, su mirada iluminando a Synové.
En el momento siguiente, los ojos de Jase se encontraron con los
míos. Me atravesaron como si buscaran algo. Finalmente sonrió, y mi
estómago reaccionó contra mi voluntad.
Todavía no había nadie sentado. Todos habían estado hablando
en voz baja en el extremo de la sala. Ahora todos se acercaban a sus
asientos. Jase me acercó la silla y me besó la mejilla. —¿Estás bien?
—susurró en voz baja.
—Por supuesto. —Sabía que tenía que esforzarme más por actuar
con normalidad, aunque ya no estaba segura de qué era eso. Su ma-
no se deslizó hacia mi muslo por debajo de la mesa, y yo bajé y ahu-
equé mi mano alrededor de la suya.
—¿Qué es eso? —preguntó y levantó mi mano para que pudiera
verla. Miró el anillo en mi dedo.
—Lo compré ayer en el estadio —le expliqué.
No hizo la pregunta, pero se le quedó grabada en los ojos: ¿Pagas-
te por él?
—Fue un regalo de un comerciante —dije.
Un ligero tirón en la comisura de los labios. Claro que sí.
—Es bonito —respondió con gran esfuerzo, deslizando nuestras
manos de nuevo bajo la mesa.
Como de costumbre, estalló el ajetreo de una cena familiar, las
conversaciones se entrecruzaban a través de la mesa, se pasaban jar-
ras de agua y cerveza, las copas tintineaban al llenarse. Natiya trajo
cestas con bollos de trébol y colocó cuidadosamente los platos del
primer plato delante de todos. Todos admiraron el arte de los ele-
gantes rollos de calabacín en forma de rosa, con una pasta de judías
negras entre los nos pétalos. —Nos estás mimando, Natiya —dijo
Vairlyn.
—Espero que disfrute, señora. —Natiya estaba haciendo el doble
de trabajo esta noche, cubriendo a Eben mientras él estaba ocupado
con la entrega de cenas especiales a los guardias de la puerta y otras
tareas.
Vairlyn estaba a punto de dar las gracias cuando Jalaine apareció
en la puerta y se hizo el silencio. Dudó en la entrada. —Siento llegar
tarde.
Jase pareció sorprendido por su llegada y se levantó de un salto
de su asiento. Se dirigió a su lugar y le retiró la silla. —No es demasi-
ado tarde, hermana —dijo. Cuando la alcanzó, Jase la atrajo hacia
sus brazos y la abrazó. No era sólo un hermano abrazando a su her-
mana, sino un Patrei, abrazándola por toda la familia, atrayéndola a
su círculo. Susurró algo al oído de Jalaine. ¿Perdón? ¿Una disculpa?
Vairlyn parpadeó, con una leve sonrisa en los labios.
Una vez que ambas estuvieron sentadas de nuevo, Vairlyn inclinó
la cabeza y dio gracias a los dioses por nuestra comida. Cuando ter-
minó, Lydia y Nash dijeron, como todas las noches desde que les en-
señé las palabras, —Le’en chokabrez. Kez lo mati.
Me miraron en busca de aprobación, y yo asentí. —Yo también.
—Qué rápido me habían metido en las pequeñas rutinas de sus vi-
das. Se me hizo un nudo en la garganta.
Wren, Synové y yo nos metimos de lleno, esperando dar ejemplo.
—Es mi plato vagabundo favorito —dijo Synové—. ¿Qué te pare-
ce, Mason?
Masticó y tragó su primer tenedor. —Bien —estuvo de acuerdo
—. Muy bueno.
Jase hizo una pausa con su primer bocado, como si no le gustara,
pero luego tragó. —¿No te gusta? —pregunté en voz baja. Contuve
la respiración. Los Ballenger no eran quisquillosos con la comida, y
éste era uno de los platos más irresistibles de los vagabundos. Las ra-
ciones de Aram y Samuel ya se habían acabado.
—No —respondió—. Está muy bueno. Sólo un sabor diferente. —
Se comió el resto, pero parecía que sólo estaba siendo educado.
Cuando se acabó el último roscón, Priya y Titus recogieron los
platos, poniéndolos en el aparador, y pronto llegó Natiya con bande-
jas de gallinas de caza asadas y zanahorias. Vairlyn llenó y pasó los
platos.
Wren y Synové intentaron comer su comida con cierto entusias-
mo. Me di cuenta de que Samuel fruncía el ceño mientras apuñalaba
una zanahoria. Normalmente era el más alegre del clan Ballenger, y
me pregunté si se estaba impacientando con su mano vendada. A
pesar de que Wren intentaba atraerlo, la mayoría de las veces bajaba
la vista a su plato y emitía respuestas sencillas. Jalaine estaba calla-
da, pero al menos estaba aquí.
Jase anunció que esta mañana había recibido la noticia de que las
casas del asentamiento estaban terminadas. Wren, Synové y yo exp-
resamos nuestro agradecimiento. —Quizá podamos ir todos la sema-
na que viene a ver los avances —sugirió. Me miró expectante, espe-
rando mi respuesta. Nuestros pocos días en el asentamiento habían
sido un nuevo comienzo para nosotros. Tal vez esperaba que se repi-
tiera—. Eso sería maravilloso —respondí, forzando la cantidad justa
de sonrisa, la cantidad justa de mi mirada clavada en la suya, la can-
tidad justa de malabarismo.
—El profesor se ha ido hoy a la colonia —dijo Gunner—. Le dije
que pidiera ayuda a Jurga. Ella también tendrá que enseñar a los
adultos. —Sus ojos se iluminaron cuando mencionó a Jurga.
Wren y yo intercambiamos una mirada, y supe que la conversaci-
ón le resultaba tan difícil como a mí. Me sentí agradecida cuando Ti-
tus mencionó la nueva yegua que habían adquirido de los criadores
de Gastineux. Sin embargo, cada minuto se alargaba como una hora.
Y entonces llegó el primer bostezo.
Vairlyn se frotó los ojos y sacudió la cabeza. —Lo siento, pero me
temo que voy a tener que excusarme y acostarme temprano esta noc-
he. Supongo que ha sido un día largo. —Apresuró a Lydia y Nash, a
pesar de sus protestas de que no estaban cansadas, y las llevó con el-
la. Priya y Jalaine aceptaron, ambas parpadeando y bostezando, y se
fueron también. Minuto a minuto, el comedor se fue calmando a me-
dida que otro Ballenger se iba, repentinamente abrumado por el can-
sancio. Excepto Jase.
Finalmente dije que yo también estaba cansada y que me iba a la
cama. —Te acompaño —se ofreció Jase, pero al ponerse en pie vi un
ligero tropiezo. Sonrió—. Sólo he tomado una cerveza. Lo prometo.
—Intentó quitársela de encima, pero mientras subíamos el tramo de
escaleras volvió a tropezar.
—Creo que Titus te ha rellenado la jarra dos veces —dije—. Tal
vez hayas tomado más cerveza de la que creías. Vamos a llevarte di-
rectamente a tu habitación.
Se apoyó fuertemente en mí, y cuando llegamos a su habitación
cayó contra la puerta. —No sé qué…
—Está bien, Jase. Ya casi hemos llegado. —Abrí la puerta y él ent-
ró tambaleándose. Le alivié la caída mientras se desplomaba en el
suelo. Me arrodillé a su lado y vi que sus ojos trataban brevemente
de concentrarse en mí. Y luego se cerraron.
—Jase —susurré. No se movió.
Le eché el pelo hacia atrás y le miré jamente, toqué el corte que
se desvanecía en su pómulo, el moratón que le hice ayer en la mandí-
bula. Sentí su cálida piel bajo las yemas de mis dedos y el dolor en
mi pecho por todos los mañanas que me robó, los que me hizo creer
que podrían ser nuestros. Me mentiste, Jase. Me has mentido una y otra
vez. Has conspirado con fugitivos contra todos los reinos. Pero incluso mi-
entras avivaba las brasas de mi ira, a oraron otros sentimientos de
traición, sentimientos que detestaba pero que no podía sacudir. Un
veneno que no podía expulsar. Se me hizo un nudo en la garganta.
Me puse de pie, mirándolo por última vez antes de irme. —Mal-
dito seas, Jase Ballenger —susurré—. Le pavi ena.
Y me temo que lo haré para siempre.

Nos arrastramos por el túnel de Darkco age. Synové, Natiya y


Eben llevaban echas desenfundadas, protegiéndonos por delante y
por detrás. Todos llevábamos bandoleras tachonadas con cuchillos
arrojadizos —pequeños, silenciosos y mortales—, un último recurso.
Queríamos que nuestra caza estuviera viva. Las espadas largas eran
demasiado arriesgadas por el ruido que podían hacer, pero Wren lle-
vaba sus ziethes y los demás teníamos dagas largas en el cinturón. Yo
llevaba una más pequeña en la mano y una bolsa de alas de abedul
colgada de la cadera. El resto de nuestro equipo estaba guardado en
el carro de heno. Natiya llevaba un reloj y nos señalaba cada vez que
pasaban diez minutos. Desde que salimos del comedor, ya habían
pasado veinte minutos.
Abrí un poco la puerta al nal del túnel. Cuando vi que estaba
despejado, me escabullí a la terraza y me escondí detrás de un pilar.
Me detuve, observando cada sombra, sonido y movimiento. Uno a
uno, indiqué a los demás que salieran cuando estaba segura de que
todo estaba bajo control, señalando la posición que debía tomar cada
uno.
Las terrazas de la larga casa estaban envueltas en la oscuridad,
pero de algunas habitaciones salía una suave luz. Debido al calor ve-
raniego, la mayoría de las puertas estaban abiertas, tratando de atra-
par la brisa. Atravesé la siguiente sección de la terraza. Cuando estu-
vo despejada, volví a hacer una señal al resto para que me siguieran.
Giré la cabeza, escuchando, y oí el débil rumor de unas voces. Señalé
la habitación de la que procedía e indiqué al resto que esperara mi-
entras me acercaba para ver cuántos había allí. La habitación estaba
iluminada con velas. Sarva y el capitán estaban inclinados sobre una
mesa jugando a algún tipo de juego. Kardos, Bahr y uno de los eru-
ditos estaban recostados en sillas acolchadas alrededor de una fría
chimenea, bebiendo y lanzando pozos a las cenizas grises mientras
comían aceitunas, riendo y compitiendo por dar en algún blanco.
Ninguno de ellos iba armado. Uno de los eruditos, el más joven, ha-
bía desaparecido. Levanté los dedos hacia los demás. Cinco. Fui en
busca del otro, mirando en una habitación y luego en la siguiente. Lo
encontré dos habitaciones más abajo, encorvado ante un escritorio,
estudiando papeles y escribiendo notas en un libro de contabilidad.
Hice una señal a Eben para que se reuniera conmigo. Cuando llegó
el momento, emitió un gemido bajo en el tono perfecto de un lobo.
La atención del erudito se agudizó. Se levantó para investigar, pro-
bablemente para cerrar la puerta de la terraza, pero le pilló despre-
venido verme a mí, agachado sobre una rodilla en la terraza, ngien-
do atarme la bota. Cuando salió, Eben lo agarró por detrás, tapándo-
le la boca con una mano y poniéndole un cuchillo en la garganta con
la otra.
Me puse de pie. —Haz cualquier ruido —susurré— y será el últi-
mo. ¿Entendido?
El blanco de los ojos del erudito brilló en la oscuridad, y asintió
con la cabeza tanto como se atrevió. Eben a ojó el agarre de su boca
el tiempo su ciente para que yo supiera su nombre. Phineas.
Lo revisé en busca de armas ocultas, pero, como era de esperar,
no había ninguna. Estos hombres estaban en un enclave protegido; la
única amenaza que debían temer era una caída por las escaleras en
estado de embriaguez.
—Interior —le susurré a Eben. Entró en la casa con el erudito aún
en su poder, y yo volví con los demás.
Nos pusimos en posición y esperamos. Fue casi demasiado fácil.
Hombres desarmados y medio borrachos que no sospechaban nada.
Mi mayor preocupación era Synové y el momento en que viera a
Bahr cara a cara, aunque ya me había asegurado de que el shock ha-
bía pasado. Se había aferrado a la idea del largo viaje a casa y la ago-
nía que iba a in igir. Cuando vi la sombra de Eben en el pasillo, le
hice un gesto a Wren y ella silbó seis notas de un tordo nocturno.
Eben irrumpió por la parte trasera de la habitación, empujando al
erudito hacia el centro, y nosotros entramos por el otro lado. Synové,
Natiya y Eben tenían los arcos tensos con echas, sus ojos de cuentas
frías en sus objetivos. Los ziethes de Wren estaban desenfundados.
Tenía un cordón en una mano y una daga en la otra.
Se produjo un momento de confusión e incredulidad, todos se
pusieron en pie de un salto, sin saber qué estaba ocurriendo, y el ca-
pitán se quejó de la intrusión como si fuéramos sirvientes que habían
olvidado llamar a la puerta. Pero incluso en medio del caos, hubo un
segundo en el que la plenitud me envolvió. El dragón estaba por n
a nuestro alcance.
La verdad del amanecer llegó primero a Chievdar Kardos. Reco-
noció al Rahtan cuando lo vio. —An ade katad.
—Por orden de la Reina de Venda, del Rey de Morrighan y de la
Alianza de Reinos, están todos arrestados y serán juzgados por tra-
ición y asesinato —anuncié como una necesidad—. Y ahora, caballe-
ros, hagan exactamente lo que les ordenemos porque no estamos ob-
ligados a llevarlos con vida.
La echa de Synové estaba dirigida a la cabeza de Bahr, y sus ojos
estaban jos en ella. Sabía que bastaba con hacer un movimiento
brusco para que la echa saliera disparada.
El capitán seguía intentando disuadirnos. —Me temo que todos
ustedes han cometido un terrible error. No estamos…
—Ningún error, capitán Illarion. —Hice un gesto hacia el suelo—.
Todos ustedes, al suelo sobre sus estómagos. Ahora. Tenemos que
hacer algunas tareas domésticas antes de ir a dar un pequeño paseo.
Nadie se movió, y Synové dejó volar una echa, cuyo silbido ab-
sorbió el aire de los pulmones. Rozó la oreja de Bahr, que aulló y se
llevó la mano a la carne ensangrentada.
—Puede que la cera ya esté fuera de tu oreja —dijo—. Les han
dicho que se pongan boca abajo.
Todos obedecieron.
Wren y yo les atamos las manos a la espalda mientras el goberna-
dor Sarva intentaba convencernos de que no nos saldríamos con la
nuestra. —¡No reconocemos el derecho de la reina a gobernar!
—Pero el pueblo de Venda sí lo reconoce, al igual que todos los
reinos del continente —dijo Eben, poniéndolo de nuevo en pie—.
Ahora cállate.
Mezclé las alitas de abedul con una jarra de agua y les serví un
vaso a cada uno, ordenándoles que bebieran. —Hará que el viaje sea
más agradable.
El erudito más viejo, Torback, se lamentó, negándose a beber lo
que creía que era veneno. Synové le apuntó con su echa al pecho y
bebió. Les expliqué que pronto se dormirían. Mientras tanto, íbamos
a amordazarlos para asegurar su silencio, pero les recordamos que
había formas más permanentes de silencio y que no dudaríamos en
utilizarlas.
Bahr escupió y murmuró en voz baja: —Asqueroso Rahtan.
Miré a Synové, con la mano sobre el cuchillo. Un temblor agitaba
sus párpados como si un millar de púas se agitaran detrás de ellos, y
me pregunté si era mejor dejar a Bahr aquí degollado que enfrentar-
se a las agonías que ella planeaba para él.
—Cuarenta minutos —dijo Natiya. Nos adelantamos al horario
previsto. Sólo faltaba un corto paseo por la pasarela cubierta de la
terraza hasta la puerta trasera, donde esperaban el carro de heno y
los caballos. Le quité la mordaza a Phineas.
—Los planos de las armas, ¿dónde están?
El capitán gimió bajo la mordaza, moviendo furiosamente la ca-
beza. Sarva y los demás tuvieron respuestas similares, aun tratando
de conservar sus tesoros. Phineas dudó, escuchando sus gemidos.
Me encogí de hombros. —¿A quién crees que debes escuchar? ¿A el-
los o a nosotros? —Todas nuestras armas estaban apuntando a él.
—La segunda dependencia cerca de la puerta —respondió—. Es
nuestro taller. Todas las fórmulas están allí.
Estaba en nuestro camino. Los dioses velaban por nosotros.
Antes de salir a la terraza, señalé la hilera de cuchillos arrojadizos
que llevábamos en el pecho por si se les ocurría alguna tontería de
huir en la oscuridad. —Yo no intentaría huir. Diles lo que signi ca
Rahtan, Kardos.
Murmuró bajo su mordaza.
—Así es. Nunca falla. ¿Entendido, capitán?
Asintió con la cabeza, con una línea de enfado en la cicatriz de la
media luna de su frente.
Salí a la terraza. El terreno más allá estaba negro por la noche sin
luna. Si había algún guardia extraviado que no estuviera durmiendo
a estas alturas, no nos vería. El aire estaba quieto, no había ni siqui-
era el murmullo de una brisa, y el único sonido era el gorjeo de un
tordo que respondía a la llamada de Wren.
Bajamos las escaleras hacia el terreno cubierto de hierba que con-
ducía a la puerta, los seis hombres arrastrando los pies entre los de-
más, silenciosos y temerosos, mientras yo caminaba delante explo-
rando nuestro camino. Estábamos a medio camino de la puerta cu-
ando oí un susurro. Estaba demasiado oscuro como para hacer seña-
les, así que silbé, un murmullo bajo para detenerlos.
Otro susurro.
Y entonces el cielo se iluminó como el amanecer.
CAPITULO 51
KAZI

—¡Posiciones! —grité.
En menos de un segundo, teníamos a nuestros prisioneros arro-
dillados. Synové, Eben y Natiya estaban detrás de ellos con las ec-
has desenfundadas, y el ziethe de Wren rodeaba el cuello del capitán.
Yo estaba a una docena de metros delante de todos ellos, con una da-
ga empuñada en la mano.
El olor a azufre quemaba el aire, y mis ojos se ajustaron a las re-
pentinas llamas cegadoras de un centenar de antorchas en la noche.
Y entonces vi a Jase.
Estaba de pie frente a mí, a sólo unos pasos, bloqueando mi cami-
no.
Su familia estaba detrás de él: Vairlyn, Priya, Gunner, Titus, Ma-
son, Aram, Samuel, incluso Jalaine. Sus expresiones eran de conde-
na, de dolor, de furia. El terreno estaba repleto de guardias, con sus
echas apuntando, y la straza con las espadas desenvainadas.
Los ojos de Jase brillaban, su cabeza temblaba, parecía que le ha-
bían dado una patada en el estómago. Su boca se abrió, pero le costó
encontrar palabras. —¿Esto? —preguntó por n, sosteniendo un bote
de cristales blancos. —¿Es esto lo que querías conseguir?
¿Cambió las alas de abedul? Toda su familia le había seguido el ju-
ego, incluso Jalaine. Eso fue el susurro de Jase en el último minuto en
su oído. —Lo sabías —dije.
—No con seguridad. No quería creerlo—. Lanzó el bote y se hizo
añicos en algún lugar de la oscuridad. Volvió a mirar a Eben y Nati-
ya, a la cocinera y a su marido que ahora se revelaba como Rahtan
también.
—Han estado planeando esto todo el tiempo. —Sus ojos me atra-
vesaron, acusadores. —¿Sólo se trataba de eso?
Con esto, supe que se refería a nosotros. Mi ira se disparó. Había
albergado a asesinos despiadados, había conspirado con ellos, había
mentido sobre ellos, me había utilizado para atraer a la reina hasta
aquí. Fui yo quien fue traicionada. No tenía derecho a reprochárme-
lo.
Mis siguientes palabras fueron a ladas, tratando de soltarlo. —
Así es. Sólo se trataba de eso. Estos hombres están bajo nuestro arres-
to por asesinato y traición, y tú eres culpable de albergarlos. Ahora
hazte a un lado antes de que te arrestemos a ti también.
Exhaló un suspiro incrédulo. —¿Has perdido la cabeza? Mira
dónde estás. Están rodeados. Bajen las armas. Ahora —ordenó.
No nos movimos. Los arcos se tensaron más, estirándose con más
amenaza en ambos lados. Los brazos enhiestos temblaban.
La tensión se hacía más tensa con cada segundo que pasaba. Los
gritos estallaron.
—¡No los llevarás a ninguna parte! —bramó Titus—. ¡Están inva-
diendo el territorio de Ballenger!
—Pagarás por esto —se burló Aram.
—Somos un dominio soberano —gritó Priya—. ¡Tu reina no tiene
jurisdicción en Tor’s Watch, y tú de nitivamente no la tienes!
—¡Ahora son nuestros prisioneros! ¡Suelten sus armas! —gritó
Mason, con su espada desenvainada.
Nuestros cautivos gritaron a través de sus mordazas.
Salva esto, Kazi. De alguna manera salva esto.
—Hazte a un lado, Jase. Ahora. —Por favor. No quiero hacerte daño.
Di un paso adelante, y más espadas se liberaron de las vainas.
Jase miró a su alrededor ante la creciente tensión. —¡Contengan
sus armas! —gritó, y levantó la mano en un movimiento de detenci-
ón hacia mí. —No te muevas, Kazi. Vas a conseguir que te maten.
Vas a hacer que maten a tus amigos.
—¡Deja que disparen, Jase! —Titus gritó—. ¡Los superamos en
número!
Y lo éramos. Por mucho.
—¡Cállate! —Jase gritó por encima de su hombro y se volvió ha-
cia mí—. Bájala, Kazi. No hay ningún sitio al que puedas ir. Necesi-
tamos a estos hombres. Tenemos un acuerdo con ellos para…
—No hay nada que me haga devolvértelos, Jase. Nada. Si mori-
mos, ellos mueren con nosotros, y los becarios morirán primero. —
Yo estaba en el camino de la mayoría de sus disparos. Yo caería pri-
mero, pero habría tiempo para que los otros cortaran las gargantas
de nuestros cautivos.
Los eruditos gimieron bajo sus mordazas.
La mirada de Jase se jó en la mía. No había vuelta atrás, pero
aún veía súplicas en sus ojos. ¿Por estos hombres? Se acercó lenta-
mente como si yo no me diera cuenta.
—Dame tu cuchillo —exigió.
—Te lo pido por última vez, apártate.
—No puedo hacer eso, Kazi. Todo lo que hemos dicho es cierto.
Nosotros somos la ley aquí, no tú ni tu reina. —Se acercó un paso
más, con la mano aún extendida—. Hay treinta guardias con sus
echas apuntando, y un montón de strazas nerviosos. Alguien va a
cometer un error y uno de ustedes…
Y entonces se oyó un grito en la oscuridad. De Gunner. —Esto es
lo que realmente quieres, ¿no? —llamó—. Vamos a intercambiar.
Gunner dio un paso adelante, con su brazo torcido alrededor del
cuello del hombre. El hombre luchó bajo el agarre de Gunner, y nu-
estras miradas se encontraron. Unos brillantes ojos de ónice miraron
hacia los míos.
Me ardió el pecho.
El aire se desvaneció.
Mi daga tembló en mi mano.
Oí a Jase gritar ¡Gunner, no!
Más gritos. Pero todo parecía muy lejano.
Kazi.
Kazi.
¿Dónde está el mocoso?
El tiempo daba vueltas. El sudor resbalaba por mi espalda.
Las antorchas parpadeaban y todo lo que podía ver era la luz do-
rada que rebotaba en las paredes. Mi madre cogiendo un palo.
¡Sal, niña!
Aquí.
Estaba aquí.
¿Cómo era posible?
Era como si no hubiera pasado el tiempo. Tenía el mismo aspecto.
El miedo se hinchó en mi garganta. Mis rodillas se convirtieron
en líquido caliente.
Ya no eres impotente.
Era mío. Mío por un simple intercambio. Por un capitán sin valor
y sus secuaces.
Conoce lo que está en juego. Kazimyrah, te necesito.
Justicia para miles, o justicia para uno. Mis pies iban por dos ca-
minos diferentes, mis entrañas se dividían, dando tumbos en dos di-
recciones.
El conductor Previzi vio la daga en mi mano y luchó por alejarse.
Oí que Mason lo llamaba Zane. Lo conocían. Tenía un nombre. Zane.
Tanto Mason como Gunner lo estaban sujetando ahora. Había visto
el asesinato en mis ojos. Me alimentó, deseándolo aún más, una ne-
cesidad hambrienta, sedienta, voraz de derramar su sangre gota a
gota. —¿Qué le pasó? —llamé—. ¿Qué le hizo a mi madre? —Las
preguntas salieron silenciosas, vacilantes e inesperadas. El sonido
me heló el estómago. Escuché la voz de la niña que solía ser. El
hombre llamado Zane me miró como si supiera que no tenía ningu-
na posibilidad.
Abrió la boca para hablar, pero Gunner le tapó la mano y lo em-
pujó a los brazos de otra persona detrás de él. —Primero intercam-
bia. Luego tendrás tus respuestas.
Me quedé mirando a Gunner, deseando su muerte, con una rabia
tan grande que podría haberlo partido en dos con mis propias ma-
nos, pero al mismo tiempo me quedé paralizada. También podría ha-
ber tenido una espada cortando mi alma. El hombre que me había
perseguido durante toda mi vida estaba aquí y Jase lo sabía. Sabía su
nombre.
Lo había sabido todo el tiempo.
Lo miré.
No necesitaba decirlo. Sabía que él podía verlo en mis ojos.
¿Esto? ¿También has mentido sobre esto?
Se acercó más. —Kazi, yo estaba…
Haz una elección, Kazi. Sólo había una elección. Tenía que renunci-
ar a una cosa para ganar otra.
Jase se lanzó hacia mí, pero yo lo esperaba. Yo también sabía co-
sas. Cosas como el momento en que un ladrón se acerca a su objeti-
vo, siempre es cuando está más débil.
Lo puse de rodillas y le tiré del pelo, tirando de su cabeza hacia
atrás con una mano y apretando mi cuchillo contra su garganta con
la otra. Un rápido juego de manos, una danza, un movimiento rápi-
do y practicado que me había mantenido con vida durante años, qu-
izá sólo para este momento.
—Te di una oportunidad —dije entre dientes apretados. Me acer-
qué a su oído—. Te di todas las oportunidades. —Le tiré del pelo ha-
cia atrás un poco más fuerte, apreté el cuchillo un poco más cerca. —
Ahora diles que se alejen.
—Retrocede —dijo Jase con cuidado. Incluso hablar era arriesga-
do con la hoja tan apretada contra su piel—. Ella lo hará —advirtió
—. Ella me cortará la garganta.
—¡Ya le has oído! —grité—. El Patrei viene con nosotros.
Todo el mundo estaba gritando ahora, gritando para que me sol-
tara, diciéndome las cosas horribles que me iban a hacer. Ya no sabía
si Zane estaba entre ellos. Mi cuchillo arrojadizo. ¿Por qué no lo tiré mi-
entras tuve la oportunidad?
Porque había demasiado en juego. Demasiados se agolpaban a su
alrededor. Un cuchillo perdido podría haber hecho que todo se sali-
era de control. Mi lógica luchaba con mi hambre.
No lancé el cuchillo porque Zane no era mi misión y devolver los
criminales a la reina sí lo era.
—Arriba —ordené y acerqué mi cuchillo a la base del cráneo de
Jase—. Conozco todos los puntos vulnerables de tu cuerpo. No más
trucos. Enlaza las manos detrás de la cabeza. Despacio.
Hizo lo que le ordené, y comencé a guiarlo hacia la puerta con mi
equipo siguiéndolo de cerca. La familia de Jase, la straza, y los guar-
dias con sus echas todavía apuntadas siguieron al margen, sólo es-
perando una oportunidad.
—No te saldrás con la tuya, Kazi —dijo Jase mientras caminába-
mos—. ¿Cuánto tiempo puedes mantener un cuchillo pegado a mi
cuello? En cuanto sueltes la mano, te matarán.
—Once años, Jase. Puedo mantenerlo aquí durante once años si
es necesario.
—Todavía podemos llegar a un acuerdo.
—Cállate. Guarda tus historias para Zane.
Cuando pasamos por una dependencia, ordené a Synové que dis-
parara una echa de fuego a través de la ventana. Golpeó la pared
trasera e iluminó el interior. Había montones de papeles desparra-
mados sobre una mesa de trabajo.
El capitán se esforzaba contra el agarre de Wren, gimiendo y tra-
tando de liberar su mordaza.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Gunner.
—¡Kazi, no lo hagas! —Jase suplicó—. Tenemos demasiado inver-
tido—
—Hazlo —ordené.
Synové disparó otra echa de fuego, esta vez haciendo añicos una
lámpara de queroseno que había sobre la mesa, y la habitación ardió
en llamas. Oí los gemidos, las maldiciones, condenándonos a todos
al in erno, y vi el furor en los ojos del capitán. Sentí la rabia que
desprendía Jase.
—Abran las puertas —dije a Drake y Tiago.
Miraron a Jase en busca de con rmación. Él asintió.
El carro de heno y los caballos seguían allí, sin haber regresado a
los establos. No esperaban que llegáramos tan lejos.
Natiya y Eben fueron metódicos, encadenando a cada hombre a
la barandilla dentro del carro. Se gritaban más órdenes, esta vez de
Mason. Llamaba a los caballos de los establos. Tenían la intención de
seguirnos.
No había espacio en la parte trasera de la carreta para Jase y para
mí, y tenía que quedarme con él. Mi cuchillo en su cuello era todo lo
que nos mantenía con vida. Le ordené que subiera al asiento delante-
ro. —Conduce, Patrei. Vamos a ver a la reina.
CAPITULO 52
JASE

El horizonte pasó de negro a azul nebuloso. Las estrellas del Car-


ro de Hetisha se retiraron. El sol estaba saliendo. —Los caballos ne-
cesitan descansar —dije.
—Te diré cuando los caballos necesitan descansar.
—Muy bien entonces, necesito descansar. —Y en verdad lo nece-
sitaba. Me dolían los hombros, la espalda, la cabeza, los ojos. No es-
taba seguro de cuánto tiempo más podría mantenerlos abiertos y
concentrados.
—Dígale a su familia que se vaya a casa, y entonces podremos
descansar todos.
Nos habíamos detenido una hora durante la noche para dar de
beber a los caballos, pero no habíamos descansado. Mi familia, la
straza y los guardias nos rodearon, con las antorchas encendidas, es-
perando que Kazi a ojara, cometiera un error, sucumbiera a la fatiga
o a sus burlas.
No lo hizo.
Ni siquiera cuando Sarva y los demás empezaron a entrar. Una
vez que les quitaron las mordazas para que pudieran beber, fueron
implacables. Sabía lo que estaban haciendo, tratando de provocarla,
intentando que perdiera la concentración y se volviera hacia ellos
para poder desarmarla. Pero fueron demasiado lejos.
—Apuesto a que Zane se lo ha pasado muy bien con tu madre —
se mofó Bahr.
Entonces Sarva empezó a describir las cosas que le habría hecho.
—¡Cállate, Sarva! —grité. Dijo cosas que yo no diría ni para salvar mi
vida. Sentí que el brazo de Kazi se estremecía contra mi espalda, pe-
ro la hoja permanecía rme sobre mi hombro, con los ojos congela-
dos en el oscuro sendero que tenía por delante.
Pensé que ya se tambalearía o se derrumbaría, o al menos se qu-
edaría dormida mientras la carreta avanzaba a través de la oscuridad
y los tediosos kilómetros. No me dijo a dónde íbamos. Su tripulaci-
ón, que cabalgaba cerca, tampoco me lo dijo. En este momento, nos
dirigíamos al sur, pero supuse que pronto cortaríamos hacia el este.
—¿Vamos hasta Venda?
—No es de tu incumbencia.
Apenas había pronunciado una palabra para mí, y las que tenía
eran hostiles. Sabía que ella también debía estar agotada. Se desplo-
mó a mi lado, pero su cuchillo seguía al alcance de mi garganta. Par-
padeé, tratando de deshacerme del cansancio. Oí ronquidos detrás
de nosotros. Al menos alguien estaba durmiendo.
Tiré de las riendas. —¡Váyanse!
Kazi se incorporó. —¿Qué crees que estás haciendo?
—Decirles que se vayan a casa.
Wren, Synové, Eben y Natiya dieron vueltas, defendiendo el car-
ro mientras Mason, Gunner y los demás se acercaban.
—¡Vete a casa, Gunner! —llamé—. Llévate a todos contigo. Vigila
el pueblo hasta que yo regrese.
Mason montó su caballo cerca del de Synové, tratando de intimi-
darla, con sus ojos oscuros y furiosos. —No nos iremos sin ti —me
dijo.
—Sí, lo harán. —Les dije que en algún lugar más adelante habría
tropas esperando, y que no podía permitirme el lujo de que se los
llevaran a todos ellos también. Estábamos dejando la arena y todo lo
demás en riesgo. Mi madre, Nash y Lydia no podían hacerlo solos.
El resto tenía que estar allí para mantener las cosas en marcha y se-
guras hasta que yo volviera.
Mi a rmación de que volvería descansaba en sus ojos como una
pregunta.
Gunner hizo una mueca, pero nalmente asintió. Sabía que yo te-
nía razón. —Seguiremos adelante. —Hizo una señal al resto para
que le siguieran mientras giraba en dirección a casa.
Priya se acercó audazmente a la carreta. Wren se movió para blo-
quear su camino, pero Priya siguió haciendo contacto visual con Ka-
zi. —Te advertí que haría que te arrepintieras si hacías daño a mi
hermano. Lo harás. Esto nunca se olvidará. Jamás. Pagarás por esto.
Kazi no respondió. Se limitó a mirar con jeza la gélida mirada
de Priya. Priya me miró, con una expresión llena de preocupación.
—Cuídate, hermano.
—Lo haré —respondí, y ella se dio la vuelta y se marchó.
Cuando estuvieron lo su cientemente lejos, Kazi bajó su cuchillo
y descendió del carro. La seguí y me dejé caer en el suelo, con la es-
palda apretada contra la tierra irregular y los músculos crispados.
Kazi y su equipo se ocuparon de los caballos y sus cautivos en la
parte trasera del carro, y luego se turnaron para vigilar y dormir el-
los mismos. Todo el mundo estaba agotado, excepto quizá Beaufort
y el resto, a quienes había oído roncar durante la noche. Yo dormita-
ba y dormía a trompicones, y me preguntaba en qué in erno me ha-
bía metido por segunda vez desde la muerte de mi padre, era un pri-
sionero al que arrastraban a algún lugar contra mi voluntad.
Nos dieron raciones de agua y carne seca, y cuando Bahr fue de-
sencadenado para poder ir a hacer sus necesidades, Synové se burló
de él, diciéndole que debía huir mientras pudiera. Creo que lo consi-
deró por un momento, pero no tenía ningún arma y no había ningún
lugar al que huir. El terreno era mayoritariamente llano, con sólo
unas pocas arboledas lejanas que ofrecían algún lugar donde escon-
derse.
Me apoyé en la rueda del carro, masticando mi trozo de carne se-
ca, mirando a Kazi, preguntándome qué pasaba por su cabeza. Ella
vio que la observaba y apartó la mirada. Recordé lo que me había
dicho la vidente: Cuida tu corazón, Patrei. Veo un cuchillo rondando, listo
para cortarlo.
Ahora me daba cuenta de que no se refería a los asaltantes. Me
estaba advirtiendo sobre Kazi.
De repente se giró, con los ojos encendidos. —¡Para! —me ordenó
—. ¡Deja de mirarme!
—¿O qué? —respondí—. ¿Qué vas a hacer, Kazi? ¿Qué te queda
por hacerme a mí?

Como no había espacio en la parte trasera de la carreta para mí,


seguí conduciéndola, pero Kazi ahora iba al lado de Mije, aparente-
mente demasiado repugnante para sentarse siquiera en el asiento de
la carreta a mi lado. Al desaparecer mi familia y su amenaza, podía
vigilarme su cientemente desde la distancia. Incluso eso no duró
mucho. Cambió de posición con Wren y se quedó con Eben y Natiya,
nuestros supuestos cocineros convertidos en captores.
Sacudí la cabeza, pensando en Darkco age y su historia, y en el
amante asesino que fue introducido en la fortaleza en medio de la
noche por un tal Ballenger. ¿Cuándo te volviste tan estúpida, Jalaine?
Mis propias palabras furiosas volaron de vuelta a mi cara como un
puño bien dirigido.
Te di una oportunidad. Te di todas las oportunidades.
Lo hizo. ¿Por qué no me hice a un lado? ¿Por qué no la dejé ir?
No fue sólo porque quería mantener nuestra inversión a salvo. La
tensión era alta, los ánimos más altos, todo a punto de salirse de
control. Había tenido miedo. Tenía miedo de que la mataran.
¿Cuándo te volviste tan estúpido, Jase?
Ella invadió mi familia, mi hogar.
Con cada milla que viajábamos, mi ira crecía, no sólo contra Kazi
y su tripulación, sino también contra la propia reina, por ordenar a
los soldados entrar en mi reino, en mi tierra, detrás de mis muros.
Era una invasión en mi territorio. Si yo hubiera hecho lo mismo, se
consideraría un acto de guerra, y me enfrentaría a la soga.
—Fuiste muy lento ahí atrás, ¿no es así Patrei?
Miré a Wren. Me miró con su mirada letal. —Ve a atormentar a
otra persona.
Sorprendentemente lo hizo. Se adelantó con Synové. Sin duda era
ella quien me vigilaría de cerca a continuación. No era como si pudi-
era ir a cualquier parte. Mi equipo de caballos nunca podría dejarlos
atrás, y si lo intentara, mi espalda sería un blanco seguro para una de
las echas de Synové.
—Podemos con ellos —dijo Beaufort cuando se dio cuenta de que
no había nadie para escuchar.
Le miré por encima del hombro. —No —respondí—. Están arma-
dos y son Rahtan.
El labio de Sarva se levantó en un gruñido. —Pero siguen tenien-
do cráneos blandos como cualquier otro.
Bahr levantó sus muñecas encadenadas. —La próxima vez que
nos desencadenen para ltrar nuestras lagartijas, cogemos una pied-
ra y les golpeamos la cabeza…
—No vamos a golpear cabezas —dije.
—Es fácil para ti decirlo —se burló Kardos—. No conoces a su re-
ina. Ella tendrá todas nuestras cabezas en picas antes de que poda-
mos decir hola, incluyendo la tuya.
—Tiene razón —dijo Beaufort—. Tiene una vena viciosa, y una
venganza contra cualquiera que la desafíe.
—¿Todos lucharon contra ella?
—Excepto los eruditos —respondió Sarva. Como siempre, los
eruditos permanecieron en silencio. Ambos parecían aterrorizados.
—El resto de nosotros luchó con el Komizar —dijo Bahr—. Ese
hombre era un verdadero líder.
¿El hombre que cortaba los dedos a los niños?
Había oído rumores sobre él. Que medía tres metros de altura.
Que su espada estaba hecha con los dientes de los dragones. Que era
un Antiguo que había sobrevivido a los siglos. Que no fue realmente
asesinado porque era imposible matar a un hombre que era en parte
dios. Las historias que le rodeaban estaban tan adornadas como las
que explicaban las estrellas en el cielo. Cuando la información llegó a
la Boca del In erno, era difícil distinguir los hechos de los mitos. Inc-
luso el relato de primera mano de Bahr parecía más un mito que una
verdad. Nadie desobedecía sus órdenes. Podía silenciar al diablo con un su-
surro.
Su cruel castigo a los niños era la única historia que no parecía un
mito. Recordé los ojos de Kazi cuando lanzó sus dedos frente a mí.
¡Mira mis dedos, Jase! Míralos bien. En ese momento, sus ojos me lo dij-
eron todo. Vi la vida desesperada que se había visto obligada a vivir.

Synové había cazado un antílope pequeño, y su carcasa partida


chisporroteaba sobre un asador. Estábamos acampados en un bosqu-
ecillo de árboles espirituales que brotaban entre las ruinas. Los árbo-
les subían por escaleras circulares y se posaban en las ventanas como
delgados fantasmas. Bahr ya no parecía tan valiente a la hora de gol-
pear cabezas. Su cabeza giraba a cada susurro, y dudaba que ahora
quisiera adentrarse solo en la oscuridad para ltrar algo.
Estaba encadenado a un árbol. Todos lo estábamos. Volvía a tener
un grillete alrededor del tobillo.
Kazi estaba fuera atendiendo a Mije. Se las arregló para evitarme
todo el día, lo que le costó un poco de esfuerzo ya que íbamos en la
misma dirección.
Natiya se acercó al fuego y partió las costillas del antílope para
que se cocinara más rápido.
—¿Tienes hambre? —pregunté—. ¿Sigues comiendo por dos? ¿O
tal vez ya son ocho? Tus mentiras parecen multiplicarse como los gu-
sanos.
—Cuidado con lo que dices, Patrei —advirtió Eben, blandiendo
su cuchillo. Al menos eso que había dicho Natiya era cierto, era bu-
eno con el cuchillo.
—Sólo comía para mí —respondió ella, palmeando alegremente
su vientre plano.
—Tu reina nunca tuvo intención de venir, ¿verdad? No sólo es
una invasora, sino también una mentirosa.
—¡He dicho que cuides tu boca! —Eben se quejó.
—Su carta era una farsa —gruñí.
—Mi carta para ella era una farsa —respondió Kazi. Todas nuest-
ras cabezas se volvieron. Salió de las sombras a la luz del fuego—. Y
la reina lo sabía. Le di muchas pistas, unas que tú y tus hermanos no
vieron. ¿Tannis dorado? Es veneno. Le pedí que te trajera un regalo
de veneno. —Su tono estaba cargado de sarcasmo—. Nunca le habría
pedido que viniera a la Guardia de Tor.
Lo dijo con desprecio, como si mi hogar estuviera por debajo de
la reina. La miré jamente. Desde el principio, todo era una mentira
—. ¿Alguna vez hubo algo de verdad en ti?
Ella se encontró con mi mirada. —No me darás lecciones sobre la
verdad. Nunca.
—No tenía ninguna obligación de hablarte de los negocios de la
familia.
—¿Negocios? ¿Así es como lo llamas? ¿Acumular un arsenal de
armas?
—¡Sí! ¡Ese es nuestro negocio! Y teníamos todo el derecho…
—¿Poner todos los reinos bajo tu control? ¿A poner una cuerda
alrededor del cuello de la reina?
—¡Ya estás otra vez con tus adornos vandeanos!
—¡Estabas escondiendo a fugitivos conocidos!
—Y tú estabas…
—¡Atrás, los dos! —Eben se interpuso entre nosotros, separándo-
nos, con los pechos aún agitados. No me había dado cuenta de que
me había levantado o de que se había acercado tanto que estábamos
gritando a centímetros el uno del otro.
Me miró jamente, con la respiración entrecortada. —La reina no
es una mentirosa. No pudo acceder a tu exigencia apenas velada de
venir a la Guardia de Tor porque está con nada en su cama. No pu-
ede viajar. O te prometo que estaría aquí para llevar a esta escoria a
enfrentarse a la justicia ella misma.
Sus ojos brillaron. —No vuelvas a hablarme de la verdad. —Su
voz estaba rota, temblorosa. Giró sobre sus talones y desapareció
entre las sombras.
CAPITULO 53
KAZI

Me agaché al borde del arroyo, llenando la última piel de agua.


Paredes de piedra rotas sobresalían del paisaje a mi alrededor. Había
agradecido las ruinas de la noche anterior y la oscura cueva que me
dieron para dormir lejos de todos los demás. Era probablemente el
último refugio que tendríamos durante un tiempo.
Tapé el pellejo lleno de agua, y cuando me puse de pie y me giré,
Eben estaba allí mirándome.
—Te ayudaré con eso —dijo. Recogió cinco pieles en sus brazos,
se detuvo y me miró de nuevo—. ¿Estás bien?
No era propio de Eben hacer una pregunta así. Había que estar
bien, siempre. —¿Qué quieres decir?
Me miró vacilante. —¿Era él el que estaba allí atrás?
Él. Mi sangre se aceleró un poco. Ahora lo entendía. De todos sus
secretos, ¿cómo podría Jase no haberme dicho esto? Él sabía lo que
Zane había hecho. —Sí —respondí—. Fue él.
El labio de Eben se levantó con disgusto. —El bastardo. Pero hi-
ciste lo correcto, Kazi. Sé que no fue fácil para ti dejarlo atrás. Habrá
otra oportunidad. Volveremos.
Sacudí la cabeza. —No, Eben. Los dos sabemos que no estará allí.
Para entonces habrá desaparecido hace tiempo, escondiéndose en al-
gún otro agujero lejano. No puedo pasar otros once años buscándo-
lo.
—Lo siento.
—No hace falta que lo sientas —dije, tratando de forzar la alegría
en mi voz. En cambio, mis palabras salieron de madera—. Mira a los
otros bastardos que atrapamos. El que nos propusimos y un bonus
de cinco.
—Seis —corrigió—. ¿Y el Patrei?
Tragué saliva. —Sí. Seis. El Patrei también.
Pero había algo que tenía que decirle a Eben.
Algo que tenía que decirles a todos, incluyendo a Jase.

Era la risa.
Siempre había sido la risa la que me punzaba, una puntada repe-
tida que a oraba una y otra vez.
La risa revela de la misma manera que un suspiro o una mirada.
Es un lenguaje involuntario. La preocupación, el miedo, el engaño se
esconden en las cosas no dichas.
Algo en la risa no me pareció bien aquella primera noche en que
descubrí al capitán y a los demás en el enclave, pero la conmoción de
sus palabras lo había eclipsado.
Anoche, cuando desaparecí en las sombras, volví a oírla, todos ri-
endo, pensando que Jase había sacado lo mejor de mí. Que me había
alejado.
No era una risa llena de alegría. Era una risa llena de burla. El ti-
po de risa que recordaba haber oído de los comerciantes cuando en-
gañaban a alguien para que pagara más de lo que debía, el tipo de ri-
sa que siempre llegaba más tarde, después de que su pringado se
hubiera ido.
Era ese tipo de risa el que había escuchado aquella primera noche
cuando los oí discutir sobre los Ballengers. No era una risa de alegría
sino de burla. El capitán y sus secuaces se habían reído de los Ballen-
gers.
¿Era una traición?
¿Una traición?
Gracias a los Ballengers, nuestras riquezas sólo serán mayores.
¿Illarion los estaba utilizando?
La reina había dicho que era un espadachín y comandante pro-
medio, pero es un engañador por encima del promedio. Su habilidad está en
su paciencia.
Así como había jugado dos papeles en la ciudadela de Morrig-
han, ¿había jugado dos papeles en la Guardia de Tor? ¿El papel que
quería que la familia de Jase viera, y su papel oculto para bene ciar-
se a sí mismo? Estaba seguro de que los Ballengers habían sido enga-
ñados.
—Seamos sinceros, Kazi —dijo Natiya cuando los reuní en la oril-
la del arroyo para contarles mi sospecha—. ¿Estás segura de que no
estás viendo las cosas que quieres ver porque todavía te importa
Jase?
—Eso se acabó —respondí—. Algunas traiciones son demasiado
profundas. —Su mentira sobre Zane me dejó en carne viva, y vi la
amargura en sus ojos también, cuando me sorprendió en el enclave.
Nuestras traiciones mutuas habían destrozado todo lo que una vez
tuvimos. Sacudí la cabeza—. Esto no es sobre Jase y yo. Se trata de
conocer la verdad. ¿Tendiendo una trampa para la reina? El rechazo
de Jase a la acusación fue rápido y genuino. Eso lo sé de él.
—También pensaste que otras cosas de él eran genuinas —dijo
Wren.
Me senté en la pared derrumbada a la orilla del arroyo tratando
de resolverlo, lo que era real y lo que era falso, pero sabía lo que ha-
bía oído y la sed de venganza contra la reina había sido espesa en la
voz de Illarion. Jase no tendría nada que ganar con ello. —Ponerle la
soga al cuello a la reina era el objetivo del capitán —dije—. Para él,
se trata tanto de venganza como de riqueza. Cuando se alió con el
Komizar, esperaba convertirse en un hombre rico, y en cambio la re-
ina lo convirtió en un perseguido. ¿Y poner a todos los reinos bajo su
pulgar? El mundo de Jase es la Boca del In erno, la Guardia de Tor,
la arena, y eso es todo. No quiere más que eso. —Miré a Wren y a
Synové en busca de con rmación—. Ambas lo saben.
Asintieron.
—Aunque fuera un doble cruce, eso sigue sin exonerar a los Bal-
lengers —rebatió Natiya.
Eben estuvo de acuerdo. —Estaban ocultando a conocidos fugiti-
vos para lo que creían que eran sus propios nes. Armas.
Y ese era el quid de la cuestión, lo único que no podíamos igno-
rar.
—Para ser exactos, los Ballengers sólo escondían a un fugitivo —
corrigió Wren—. Ni siquiera nosotros sabíamos que los demás esta-
ban vivos, y no había ninguna orden de búsqueda.
—Albergar a un solo fugitivo es su ciente para acusarlo de cons-
piración —dijo Natiya—. La Alianza de Reinos es muy clara al res-
pecto. Está en los tratados. Tendremos que dejar que la reina decida
su destino.
Eben y Natiya se fueron para empezar a cargar a los prisioneros
de nuevo en el carro. Hoy nos reuniríamos con Griz y las tropas que
nos escoltarían el resto del camino.
—¿Cuándo vas a decirle a Jase? —Wren preguntó.
—Antes de salir. Quiero que lo sepa antes de que lleguemos al
Valle de los Centinelas.
Synové frunció el ceño, moviendo sus pies descalzos por el agua
poco profunda. —No puedes dejar que conduzca el carro una vez
que lo sepa. Podría llevar a todo el grupo a un des ladero. Bahr no
irá por ahí.
Wren y yo la miramos con descon anza. La había visto observan-
do a Bahr, con una expresión de hambre. Más de una vez lo había in-
citado a huir. —¿Cómo irá, Synové? —le pregunté.
Salió del agua de un salto y nos salpicó a los dos. —Como decida
la reina, por supuesto —respondió y se alejó diciendo que iba a ayu-
dar con los prisioneros.
—Tiene razón con lo del carro —dijo Wren—. Algo intentará. Los
Ballengers no se toman bien la traición.
Qué bien lo sabía. Priya ya había prometido vengarse de mí de
múltiples y feas maneras. Probablemente ya era el criminal número
uno que guraba en una orden de arresto en la Boca del In erno.
—Encadenaremos su pierna a la plantilla —dije—. Jase se toma
su papel de Patrei demasiado en serio como para quitarse la vida. —
Y así tampoco podría saltar sobre el asiento y atacarlos. Había visto
de lo que era capaz con su puño.
—No estaría aquí en absoluto si se hubiera hecho a un lado como
le ordenaste. Y además dejó que lo derribaras para usarlo como escu-
do. No estoy segura de que hubiéramos salido de allí de otra mane-
ra. Cada uno de esos Ballengers tenía sangre en sus ojos.
—¿Qué? Eso es una locura. Lo tomé por sorpresa.
—Ya conoce tus trucos. No creo que se haya sorprendido. Y lo vi
en el asentamiento, luchando con sus hermanos. Es rápido.
—Aun así, sé lo que pasó, y tú estabas detrás de mí donde no po-
días ver tan bien.
Se encogió de hombros. —Tal vez sea así. Pero algunas cosas se
ven mejor desde la distancia.
CAPITULO 54
JASE

—¿Es este el punto en el que se supone que debo suplicar por mi


vida?
Mientras Eben y Natiya cargaban a los otros prisioneros en un
carro, Wren y Synové me llevaron al bosque y luego me ataron a un
árbol.
—Podría ser —dijo Wren—. Sólo estate callado y escucha.
¿Escuchar qué?
Se dieron la vuelta y se fueron, y me pregunté si el plan era dejar-
me aquí para que me pudriera, o para que me comiera un Candok.
Minutos más tarde, oí crujidos detrás de mí. Pasos humanos. No
eran Candok. No estaba seguro de que eso me preocupara menos.
Kazi apareció. Se puso delante de mí y me dijo que quería que es-
cuchara y no dijera ni una sola palabra. Había cosas que necesitaba
oír. Me amordazaría si fuera necesario.
—Puedes ahorrarme otro sermón sobre ser un ladrón…
—He dicho que ni una palabra.
Me enfurecí. Me tensé contra la cuerda que me sujetaba. —Tienes
un verdadero público cautivo.
No dije ni una palabra más. Ella se paseó frente a mí mientras
hablaba, tratando de convencerme de que Beaufort me había enga-
ñado. Su voz no contenía ninguna emoción, y sus ojos eran igual de
distantes.
—Déjeme explicarte los detalles de sus crímenes. —Me dijo que
Beaufort había sido un miembro de con anza del gabinete de Mor-
righese, un hombre rico y de posición, pero que quería más, y cons-
piró con el Komizar para conseguirlo. Entró en grandes detalles, sus
crímenes iban desde in ltrarse en la ciudadela de Morrighese con
soldados enemigos, hasta envenenar al rey, pasando por planear un
ataque que mató al príncipe heredero.
Mi mente repasaba los detalles que me daba, asimilando su versi-
ón y la de Beaufort, dos escenarios, dos posibles mentiras, dos posib-
les verdades. Siguió caminando, con una conducta carente de emoci-
ón, excepto por el tenso baile de sus manos contra los muslos.
—¿He mencionado a los treinta y dos jóvenes soldados que tam-
bién murieron en la masacre que él orquestó? En ese momento sólo
estaba calentando motores. Sus crímenes continúan a partir de ahí.
Pronto lo verás.
—Me doy cuenta de que no sabías lo de los otros hombres —con-
tinuó—. Torback y Phineas son eruditos morrigheses capaces de des-
cifrar los secretos de los Antiguos y devolverles la vida. También son
traidores. Hicieron votos para servir a los dioses, pero en su lugar se
sirven a sí mismos.
Me dijo que Sarva, Kardos y Bahr eran Vendans. —Todos pensa-
ron que habían muerto en el campo de batalla. Había tantos cuerpos
carbonizados que era difícil saberlo, pero se encontraron algunos de
sus efectos personales. Obviamente, esceni caron sus muertes antes
de huir —dijo que Kardos era un general del ejército de Komizar que
utilizaba a niños tan jóvenes como Lydia y Nash en su frente. Era su
método para desconcertar a los soldados enemigos antes de hacer
avanzar a su caballería.
—Sarva era el gobernador de una provincia de Vendan, y Bahr un
guardia de Sanctum —dijo que dirigieron un ataque contra ciudada-
nos desarmados, descuartizándolos en las calles. Familias enteras
murieron. Niños, padres, abuelos. Una de esas familias era la de
Wren. Ella sostuvo a su padre mientras moría en sus brazos—. Y
Synové vio a Bahr decapitar a sus dos padres. No tuvo más remedio
que huir, porque él también la persiguió. Tenía diez años.
Se volvió hacia mí. —Estos son los hombres a los que diste refu-
gio, los que prometieron hacerte armas. ¿Para qué los querías, Jase?
¿Para proteger la Boca del In erno? ¿La arena? Puedo asegurarte que
tenían planes mucho más grandes. Verás cuán grandes son hoy. Los
escuché deleitarse con el hecho de que pronto tendrían los reinos ba-
jo sus pulgares. Que la Gran Batalla parecería un picnic de primave-
ra. Los planes del capitán son de dominación. Los Ballengers eran un
trampolín afortunado para ellos, su medio para un n.
—Se rieron de ello. Se burlaron de ti. Supongo que planeaban ma-
tar a toda tu familia una vez que les dieras todo lo que necesitaban,
que aparentemente eran suministros para armas. ¿Quién mejor para
adquirir las materias primas que una familia rica que tiene acceso a
todo a través de la arena? Los oí reírse del arsenal que pronto tendrí-
an. Ellos, no tú. No sería la primera vez que el capitán Illarion hace
algo así, pero sabía que cuando escondía a un fugitivo para consegu-
ir lo que quería se estaba arriesgando.
Dejó de pasearse y me miró jamente como si estuviera esperan-
do algo. —¿Y bien?
—¿Oh? ¿Tengo permiso para hablar ahora?
Asintió con la cabeza.
Mi mirada se jó en la suya y hablé despacio, para que cada pa-
labra tuviera tiempo de asimilarla. —Déjame ver si lo entiendo bien.
Lo que me estás diciendo es que se in ltraron en la Guardia de Tor
bajo pretextos. Violaron la con anza de mi familia. Los pusieron en
riesgo. Se comieron nuestra comida. Durmieron en nuestras camas.
Nos utilizaron. Hicieron promesas que no tenían intención de cump-
lir. Nos traicionaron.
Ella tragó, mi punto de vista fue hecho.
—Entonces dime, ¿en qué se diferencian de ti?
Me miró como si le hubiera abofeteado la cara. —Yo no te habría
matado, Jase. No habría masacrado a tu familia. ¿Puedes decir lo
mismo de ellos?
—¡Pensabas envenenar a mi familia! ¡Pensabas poner alas de abe-
dul en nuestra comida!
—¡No es un veneno y lo sabes! Sólo es un sedante.
—¡Nash y Lydia son niños! ¡No me importa lo que sea!
—¡No lo pusimos en su comida!
—Y sin embargo, Beaufort y sus hombres ni siquiera nos hicieron
eso.
—Todavía.
—Somos un reino independiente, el primer país, y ustedes viola-
ron nuestra soberanía. ¿A quién se supone que debo creer? ¿A un
soldado de Rahtan que deshonró la con anza de mi familia? ¿Quién
se burló de mí? ¿O a la palabra de una reina que nunca he conocido
y que se apoderó de una tierra que era nuestra?
—No tienes fronteras, Jase. La tierra estaba en el Cam Lanteux.
Ella la eligió basándose en lo que le dijo el rey. ¿Cómo iba a saberlo?
—¿Así que esa excusa sirve para ella, pero no para mí? Yo no sa-
bía cuáles eran los crímenes de Beaufort más allá de una factura and-
rajosa que él refutó.
—Todo lo que tenías que hacer era preguntar.
—¡Lo hicimos! Mi padre preguntó al magistrado del rey, que dijo
que no tenía información sobre él.
—¡Entonces deberían haber preguntado a la reina!
—¿La reina que no responde a nuestras cartas? ¿La reina que ni
siquiera sabe que existimos?
—Lo escondiste, Jase. Eso lo dice todo. —Hizo una pausa, con sus
ojos clavados en los míos—. Escondiste muchas cosas.
—¿Por qué crimen estoy realmente aquí, Kazi? ¿Esconder a Bea-
ufort, o esconder a Zane?
Le tembló el labio. Se dio la vuelta y se alejó, diciendo por encima
del hombro: —Wren y Synové volverán a buscarte. —Me tensé cont-
ra las cuerdas, con pensamientos locos en la cabeza, pensamientos
que no tenían sentido.
—¡Kazi, espera! —La llamé.
Se detuvo y durante largos segundos miró al suelo.
—Iba a hablarte de Zane —dije—. Te juro que lo iba a hacer.
Se giró para mirarme. —¿Cuándo, Jase? Cuando tomé tu anillo, te
lo devolví cuando era importante. Cuando te ayudó a salvar todo lo
que te importaba. Tuviste la oportunidad de hablarme de Zane, cu-
ando me importaba. Pero no lo hiciste.
Se fue, y deseé que hubiera habido ira en su voz o miseria en sus
ojos o algo así. En lugar de eso, no había nada, vastas llanuras vacías
de nada, y me golpeó más fuerte que si me hubiera golpeado en la
mandíbula otra vez.
El viento, el tiempo,
Dan vueltas, repiten,
Enseñándonos a estar siempre atentos,
Porque las libertades nunca se ganan,
de una vez por todas,
Pero deben ser ganadas una y otra vez.

—Canción de Jezelia
CAPITULO 55
KAZI

Mira bien y recuerda las vidas perdidas. Personas reales que alguien
amaba. Antes de seguir con la tarea que les he encomendado, vean la devas-
tación y recuerden lo que hicieron. Lo que podría ocurrir de nuevo. Sepan lo
que está en juego. Los dragones eventualmente despiertan y se arrastran
desde sus oscuras guaridas.
Estábamos en la boca del Valle de los Centinelas, y lo supe. Había
hecho al menos una cosa correcta. Ni siquiera la justicia podía borrar
las cicatrices; sólo cumplía la promesa a los vivos de que el mal no
quedaría impune. Y tal vez también entregó la esperanza de que el
mal podría ser detenido para siempre.
Esa promesa orecía ahora, en el cielo, en la tierra, en el viento.
Los espíritus me susurraban. Mi madre me susurró. Shhh, Kazi. Es-
cucha. Escucha el lenguaje que no se habla, porque todo el mundo puede oír
las palabras habladas, pero sólo unos pocos pueden oír el corazón que late
detrás de ellas.
Oí el corazón del valle, el latido que aún se hinchaba en él.
—¡No! —Bahr gritó—. ¡No voy a bajar ahí! No! —En cuanto vio
nuestro destino, empezó a tirar de sus cadenas.
Sarva y Kardos hicieron protestas similares. Algunos soldados
creían que los desertores podían ser absorbidos por el inframundo, y
que los muertos reconocían sus pisadas y subían a través de la tierra
para arrastrarlos.
—Irás y recorrerás todo el camino, si es que llegas hasta allí —di-
jo Synové, queriendo aumentar su sufrimiento. Nos retrasaría, pero
le habíamos prometido a Synové que el largo paseo sería la mejor
tortura que podía in igir, y esta agonía se la debía Bahr.
Incluso el capitán, que no tenía esas supersticiones vandeanas,
parecía palidecer ante la perspectiva de volver al lugar de la infame
batalla que había ayudado a orquestar. Phineas se agachó y vomitó,
y aún no había visto nada.
Sólo Jase miraba con curiosidad. Nunca había estado aquí. Sus oj-
os recorrieron los imponentes acantilados, las ruinas que se asenta-
ban sobre ellos y los peculiares montículos verdes de hierba que se
alzaban en la distancia.
Eben conducía el carro detrás de nosotros, y Natiya y Wren cabal-
gaban a su lado, listos para disparar o cortar a cualquiera que hiciera
un movimiento errante que no fuera caminar en línea recta. Synové
y yo caminábamos a ambos lados de los prisioneros.
Durante al menos un kilómetro y medio, nadie habló. Para algu-
nos de nosotros, el valle exigía reverencia, pero para otros, como
Bahr, estaba segura de que temían que un ruido pudiera despertar a
los muertos. Una sombra pasó por encima de nosotros y Bahr cayó al
suelo, mirando frenéticamente hacia arriba, con los nervios a or de
piel. Sobrevolando lo alto de nosotros había dos racaa, probablemen-
te deseando que fuéramos antílopes. Synové sonrió al verlos. —Mu-
évanse —ordenó, haciendo un gesto con su espada. Kardos observa-
ba un carro en descomposición, con aspecto desesperado, dispuesto
a arrancar cualquier cosa para usarla como arma. Quizá también oyó
las voces, o quizá sintió que los muertos le arañaban los pies.
El viento crujía, la hierba se movía en ondas, como si se tratara de
un mensaje. Ya vienen.
Jase se detuvo ante los huesos de un brezalot, sus gigantescas cos-
tillas blanqueadas apuntaban como lanzas al cielo. —¿Qué es? —pre-
guntó.
Los brezalots no se encontraban en esta parte del continente. —
Son similares a los caballos —le expliqué. —Criaturas majestuosas y
gigantescas, en su mayor parte salvajes e imparables, pero los Komi-
zar consiguieron subvertir su belleza y convertirlos en armas. Cien-
tos de ellos también murieron aquí.
A mitad de camino, vimos un monumento de roca, con una cami-
sa blanca hecha jirones encima, ondeando con la brisa. Observé a
Jase asimilarlo todo, las fosas comunes, los huesos humanos esparci-
dos y desenterrados por las bestias, las armas oxidadas y abandona-
das, cubiertas de hierba, alguna que otra calavera, sonriendo hacia
los acantilados. Sus ojos eran nubes oscuras, que barrían de un lado
a otro. —¿Cuántos murieron? —preguntó.
—Veinte mil. En un día. Pero como mencionó Sarva, esto fue sólo
un picnic de primavera comparado con lo que habían planeado.
No dijo nada, pero su mandíbula estaba rígida. Se volvió, miran-
do largamente a Sarva, con el mismo tipo de hambre en sus ojos que
veía en los de Synové cuando miraba a Bahr.
Kardos gritó de repente y su pie cayó en el suelo hasta la rodilla.
Se apartó y miró hacia atrás. No era más que una madriguera der-
rumbada, pero todos la miraban con horror, incluso el capitán, espe-
rando que emergiera una mano huesuda. Sí, esto era una tortura de
su propia creación.
Cuando nos acercamos al nal del valle, vimos a unos jinetes que
se acercaban a nosotros. Noté que el capitán se animaba visiblemen-
te, pero luego maldijo. Eran tropas morrighesas. Un escalofrío recor-
rió a Torback.
—Comenzó con las estrellas —soltó de repente Phineas. Me giré y
le miré. Sus ojos estaban vidriosos, su expresión perdida—. Fueron
los tembris los que nos mostraron. Las estrellas trajeron un…
—¡Cállate! —ordenó el capitán.
—¿Por qué? —preguntó Phineas. —¿Qué diferencia hay ahora?
Todos vamos a morir de todos modos.
—¿Qué quieres decir con que empezó con las estrellas? —pregun-
té.
—¡Silencio! —Torback gritó.
—¡No vamos a morir! —Bahr gruñó—. ¡Todavía hay tiempo!
—Es demasiado tarde —dijo Phineas—. Es demasiado tarde para
todos nosotros. —Miró a Jase—. Lo siento. Nunca hubo una cura pa-
ra la ebre. Sabía lo que te haría escuchar. Traté de—
—Estúpido bastardo. —Sarva se lanzó hacia él. Una echa de ad-
vertencia silbó en el aire, pero al mismo tiempo, Bahr se lanzó tambi-
én hacia Phineas, clavándole el puño en las tripas. Wren, Synové y
yo nos movimos con rapidez, derribando a Bahr y Sarva y clavándo-
les las espadas en la espalda. Eben y Natiya clavaron echas y orde-
naron a Jase, Torback, Kardos y el capitán que se arrodillaran.
Phineas se quedó congelado, con la boca abierta y los ojos muy
abiertos, como si estuviera aterrorizado por el repentino remolino de
conmoción. Pero entonces vi un hilillo de sangre en la parte delante-
ra de su camisa. Cayó de rodillas, aún sin poder hablar. Dejé a Bahr
boca abajo, ordenándole que no se moviera, y me acerqué a Phineas
justo cuando caía hacia delante. Una gigantesca costilla de brezalot
sobresalía de su espalda. Miré al capitán, que había estado directa-
mente detrás de Phineas. Su expresión era de su ciencia y despiada-
da.
Estábamos preparados para que nos atacaran, pero no entre ellos.
Hice rodar a Phineas hacia su lado y lo levanté en mis brazos. Su
cara estaba manchada de lágrimas. —Lo siento —jadeó, cada palabra
era un esfuerzo—. Las aceitunas. Los barriles. —Tosió, la sangre le
salía por la boca—. La habitación. Donde me encontraste. Los pape-
les. —Dejó escapar un largo y jadeante aliento—. ¿Qué pasa con los
papeles? —le pregunté.
—Destrúyelos. Asegúrate…
Sus labios se callaron. Su pecho se calmó. Pero sus ojos permane-
cieron congelados en mí, todavía con miedo.

El capitán ya no parecía presumido. Vi el sudor en su labio supe-


rior mientras el rey se acercaba. Habíamos llegado al campamento
situado a las afueras de la entrada sur del valle. El hermano de la re-
ina, Bryn, era el recién coronado Rey de Morrighan, su padre había
fallecido el año pasado. Caminaba hacia nosotros apoyándose fuerte-
mente en su bastón. Era un hombre joven, robusto y sano, pero había
perdido la parte inferior de la pierna derecha en el atentado contra
su vida. A cada paso que daba, el rey tenía un recuerdo de la traición
del capitán. Teníamos a los prisioneros en la para inspeccionarlos,
pero el rey se acercó a mí primero.
—Su Majestad —dije, haciendo una reverencia. Wren y Synové
hicieron lo mismo. Él nos detuvo a mitad de la reverencia, extendi-
endo la mano y tocando mi hombro.
—No —dijo—. Debería ser yo quien doblara la rodilla ante todos
ustedes. Lo haría, pero podría no volver a levantarme. —No tenía
pretensiones, como su hermana.
Sonrió. Sabía que intentaba ngir que este momento no le afecta-
ba tanto como lo hacía. Era un hombre apuesto, pero viejo para sus
años. La reina dijo que una vez había sido su hermano humorista, el
bromista con el que a menudo se metía en problemas cuando era ni-
ña. Ya no había humor en sus ojos. Su familia había sido diezmada.
Me dijo que dejaría veinte soldados con nosotros como escolta y
apoyo, y luego caminó conmigo por la la de prisioneros, mirando a
cada uno mientras le decía quiénes eran y qué habían hecho. Prime-
ro Kardos, Sarva y Bahr, y luego llegamos a Torback. En realidad,
había sido uno de los tutores del rey cuando era niño.
—Encontró un nido de serpientes completo. No sabíamos de él.
—Miró jamente a Torback durante un largo rato, y cuando éste se
doblegó bajo el calor de su escrutinio, balbuceando por su vida, el
rey lo hizo callar.
—Había otro erudito —explicaba—. El capitán lo asesinó en el ca-
mino.
—Eso he oído —dijo—. Phineas apenas era un niño cuando desa-
pareció de Morrighan. La conspiración llevaba mucho tiempo plane-
ándose. —Se puso delante del capitán, con un escrutinio abrasador
—. Como bien sabe, capitán Illarion. Lo único que conseguirás que
mis hermanos y miles de otros que no consiguieron, es justicia. Des-
de que te alineaste con el Komizar, te enfrentarás al juicio de Ven-
dan. Mi hermana tiene un tribunal esperándote.
El capitán le devolvió la mirada, en silencio, tal vez viendo al ni-
ño—rey que había traicionado, tal vez descifrando las decisiones que
podría haber tomado. Veía a la Muerte de pie detrás de él, esperando
para llevárselo. Tal vez no aquí. Hoy no. Tal vez en una torreta ven-
tosa de Venda se haría justicia, cuando el cuello del Capitán de la
Guardia se rompiera y fuera el momento de pasar a su juicio nal.
—¿Y quién es éste? —preguntó el rey, poniéndose delante de
Jase.
—El Patrei de la Boca del In erno —respondió Jase, mirando al
rey—, y exijo ser liberado.
El rey se volvió hacia mí. —¿Y está aquí porque…?
—Díselo, Kazi —dijo Jase—. Explícale por qué estoy aquí y no en
casa protegiendo a mi familia y mi imperio.
Tragué, la respuesta atrapada en mi garganta.
Griz se adelantó y respondió antes de que yo pudiera hacerlo. —
Dio a los fugitivos un santuario y los suministros para construir un
arsenal de armas.
—Entonces él también se enfrentará a una soga.
CAPITULO 56
JASE

Una y otra vez, mientras caminaba por el valle, pensé: Nuestras


armas no están hechas para esto. Nunca para esto. Miré jamente a Sarva,
recordando cuando intentó quitarme el lanzador, recordando todas
sus promesas, tendremos la cura pronto. Le habían mostrado a mi pad-
re los libros de contabilidad de los Antiguos, la magia de las curas en
fórmulas que no podíamos entender, pero prometieron que los eru-
ditos las estaban descifrando y nos lo creímos. Los meses estuvieron
salpicados de falsos avances y progresos cada vez que nuestra paci-
encia se agotaba.
Sarva y Beaufort parecían demasiado engreídos, como si todavía
hubiera una posibilidad de escapar. Veinte tropas de Morrighese nos
escoltaban de vuelta a Venda, por no hablar del tipo llamado Griz,
que era tres hombres en uno. Había mala sangre entre él y los vande-
anos, y nunca los perdería de vista. No habría escapatoria, aunque
todavía estaba en mi mente. Tenía que volver a casa. Sea cual sea la
liga que intentaba desplazarnos, no tardaría en reagruparse y venir
de nuevo a por nosotros. ¿Había conspirado Beaufort con alguno de
ellos? Parecía poco probable. Llevaba casi un año encerrado en la
Guardia de Tor sin contacto con el exterior. Excepto por Zane. Él era
el único contacto de Beaufort con el mundo exterior.
En algún lugar profundo, había sabido que no se podía con ar en
ellos. Mi padre lo sabía. Por eso había enviado una carta al magistra-
do del rey. Sin embargo, a pesar de la vaga respuesta, los dejó entrar
en la Guardia de Tor.
Lo siento. Nunca hubo una cura para la ebre. Sabía lo que le haría es-
cuchar.
¿Cómo? ¿Cómo sabía un fugitivo sobre mi hermana y mi herma-
no? Sylvey y Micah murieron hace cuatro años, años antes de que
Beaufort llegara a Tor’s Watch. Ya no era noticia. De alguna manera
había hecho su investigación. Encontró la grieta en nuestra armadu-
ra, lo único que abriría la puerta a la Guardia de Tor y a la bolsa Bal-
lenger, una herida que aún lloraba.
Yo había sido el primero de los hijos de mi padre en aceptarlo. La
culpa de Sylvey había permanecido en mí, incluyendo las cosas que
hice después de su muerte. Me habían perseguido sus súplicas, su
miedo a quedar atrapada en una tumba fría y oscura, la simple pro-
mesa que no le hice en sus últimos momentos. Dos días después de
su funeral, robé su cuerpo. Hice lo impensable y profané su tumba
en medio de la noche. Nadie lo supo nunca. Todo el mundo pensó
que había desaparecido por el dolor, pero me había llevado su cuer-
po envuelto a lo alto de las montañas de Moro y lo había enterrado
en el lugar más hermoso que pude encontrar, el tipo de lugar que a
ella le gustaría, en la base de las Lágrimas de Breda, justo debajo de
la séptima cascada donde orecían los helechos y las ores, donde el
sol brillaba de día y la luna de noche. La marqué con una sola piedra
y las lágrimas que la mojaban no eran las de Breda sino las mías.
La falsa promesa de Beaufort había dado en el blanco con rotun-
da precisión. Me asqueaba lo bien que nos había engatusado, la per-
fección con que explicaba un retraso tras otro, cómo los demás le ha-
bían respaldado. Qué humildes y serios habían sido todos, hasta el
nal. Cuando estuvieron a punto de conseguir lo que querían, su ar-
rogancia empezó a manifestarse.
Los miré, sentados juntos, cenando. La rabia se apoderó de mí.
Nos obligaban a comer con las manos encadenadas —una zanja de
pan y carne solamente—, sin platos, sin utensilios, sin nada que pu-
diera usarse como arma contra los demás. Nuestros guardianes no
querían que murieran más prisioneros en el camino.
¿Qué habían tratado de evitar que Phineas dijera? Las pocas pa-
labras que dijo fueron sólo balbuceos. ¿Estrellas? ¿Los tembris que le
mostraban? Se había estremecido por la asombrosa muerte y dest-
rucción en el valle. Yo también lo había estado. Pero algo más le cor-
roía. Era sólo un picnic de primavera comparado con lo que habían plane-
ado.
¿Qué era lo que habían planeado? Kazi había mencionado la do-
minación de los reinos. Lo que había parecido ridículo cuando me lo
dijo por primera vez no parecía inverosímil ahora. Supongo que plane-
aban matar a toda tu familia una vez que les dieras todo lo que necesitaban.
Miré a Sarva, que se metía en la boca lo último que quedaba de su
cena. No puedes tomar eso. Había intentado impedir que me llevara
el lanzador porque no quería que estuviera armado. ¿Por qué? ¿Por-
que podría evitar que matara a mi familia? Después de ver todo un
valle hinchado de muertos, sabía que una familia no era nada para
él. Se chupó los dedos y me miró. Una sonrisa de satisfacción cruzó
su labio, tonto, y eso fue todo lo que necesitó.
Volé a través de la extensión, lo agarré con las dos manos encade-
nadas y lo lancé al otro lado del claro. Él cayó sobre la tierra, se puso
en pie de un salto y yo volví a atacarle con las dos manos encadena-
das, golpeándole las tripas y doblándole. Oí los gritos, alguien que
decía: Déjenlos luchar. Dudo que alguien pudiera detenernos. Me de-
volvió los golpes, y sus grilletes no disminuyeron el impacto de sus
puños al golpearme en el estómago. Otro potente golpe en el homb-
ro me tiró al suelo, pero fueron las palabras que siseó entre los gol-
pes cuando nuestros puños se tensaron el uno contra el otro, burlán-
dose de mi padre, de mi familia, de las cosas que les haría, las que
me cegaron de furia. No podía creer que hubiéramos dejado entrar a
ese monstruo en nuestra casa.
Le clavé el codo en el costado, el antebrazo en la cara y, cuando se
tambaleó hacia un lado, le pasé las manos encadenadas por la cabe-
za, tirando de la cadena contra su cuello. Se ahogó y jadeó, y sus de-
dos lucharon por apartarla. —Ahora, déjame decirte lo que voy a ha-
certe, Sarva…
Sentí una espada a mi espalda. —Es su ciente, Patrei. Morirá por
la justicia de Vendan, no por la tuya. —Eben me ordenó que lo dejara
ir. Dudé, y él empujó la espada con más fuerza—. Ahora. —A ojé
mi agarre, soltando la cadena, y Sarva cayó al suelo, jadeando.
Miré a Beaufort con un claro mensaje: Tú eres el siguiente antes de
que un guardia me arrastrara.

Los Caballos Perdidos surcaron el cielo en su interminable búsqu-


eda de su dueña. Normalmente, verlos me hacía pensar en la lealtad
y la determinación, pero ahora sólo me llenaban de una sensación de
inutilidad, una búsqueda que nunca se realizaría. Me hizo pensar en
mi padre y en su deseo en el lecho de muerte: Hazla venir. Debería
apreciar la ironía: iba a conocer a la reina, pero no de la manera que
él había previsto.
Me habían encadenado en la parte más alejada del campamento,
lejos de Sarva y los demás, esta vez con la pierna sujeta al tronco de
un árbol caído para asegurarse de que no me fuera a ninguna parte.
Natiya se acercó y me vendó un corte en el brazo donde los grilletes
de Sarva me habían cortado. Me senté en el tronco, hurgando en los
bordes deshilachados de la venda, mirando al cielo, preguntándome
si los dioses estarían mirando hacia atrás.
Todo empezó con las estrellas. Las palabras de Phineas eran las mis-
mas que Greyson Ballenger había escrito en nuestras historias. Todo
comenzó con las estrellas. Incluso—
Intenté quitármelo de la cabeza, pero no pude.
Kazi y yo empezamos con las estrellas.
En una cornisa en medio de la nada, contamos las estrellas juntos
y luego nos besamos. Nos convertimos en parte de algo tan intermi-
nable como el cielo nocturno, y yo había creído que podía ser igual
de duradero. Incluso cuando descubrí su traición, una pequeña parte
de mí aún mantenía la esperanza. Ella me había amado, estaba segu-
ro, aunque no lo dijera. Quería creer que había una explicación, que
lo que teníamos podía salvarse de alguna manera. Todavía no estaba
listo para dejarlo ir.
Pero nuestro nal era tan claro como nuestro principio: el mo-
mento en que ella vio a Zane. Fue el golpe nal. Cuando pasó de Za-
ne a mí, la mirada en sus ojos no era de odio, vi morir algo en ella.
Nosotros.
Te devolví el anillo cuando era importante.
Ella nunca creería una palabra más de lo que dije. La verdad que
llegaba demasiado tarde era tan útil como una comida para un
hombre muerto.
—Parece que no puedo alejarme ni un minuto. Metiéndote en
más problemas, ¿no?
Me sobresalté al oír su voz, pero mantuve la vista ja en el hori-
zonte. Kazi estaba en algún lugar cerca de mí. No respondí, esperan-
do que su curiosidad quedara satisfecha y se marchara. No podía
con ar en mí mismo cuando estaba cerca de ella.
Mi silencio no la hizo cambiar de opinión. —Estaba en la tienda
del rey —explicó—. Estaba cenando con él, así que no escuché el al-
boroto.
—¿Cenando con el rey? Estás ascendiendo en el mundo. Y pensar
que hace unas noches cenabas con gente como yo.
Escuché la amarga insinuación de que me importaba e inmediata-
mente me arrepentí. —Lo siento. Estoy enfadado por muchas cosas,
pero no porque hayas cenado con el rey.
Pasó por encima del tronco y se colocó frente a mí para que tuvi-
era que mirarla.
Las emociones luchaban en mi interior: ira, resentimiento, culpa
y, sorprendentemente, deseo. Luché contra el impulso de estrecharla
entre mis brazos, de apretar mis labios contra los suyos, de susurrar-
le al oído, de hacer que los últimos días desaparecieran, de explicarle
cosas que deberían haber sido explicadas hace tiempo, de hablarle
de Zane cuando sabía que eso sólo haría que me odiara más, porque
después de todo lo que había pasado era una verdad que se merecía,
pero esos mismos pensamientos giraban con otros y la rabia me gol-
peaba en las sienes por el hecho de que estuviera aquí, de que se hu-
biera colado en mi vida y en la Guardia de Tor con falsos pretextos.
Que me haya engañado a gran escala.
Su mirada era tan cálida como la escarcha. —¿Por qué estás enfa-
dado? —preguntó.
Me reí. —¿De verdad? ¿No es obvio? —Hice sonar la cadena de
mi pierna—. Me han engañado casi todas las personas en las que
con aba o con las que contaba, hasta la cocinera que contraté. —Me
puse de pie para mirar hacia abajo—. La cocinera que contraté para
ti. —Las palabras estaban destinadas a apuñalarla, pero en cambio
me apuñalaron a mí. Nunca me prometió mañanas, y ahora sabía
por qué.
Parpadeó por n, la escarcha se astilló. La emoción se apresuró de
nuevo a través de mí y no pude con ar en ella. —Deberías irte.
Ella no se movió. —¿Cuál es la cura de la ebre? —preguntó.
—Otra cosa que nunca existió. Por favor, Kazi, necesito que te va-
yas.
—Escuché a Phineas decir él sabía que te haría escuchar. ¿Qué
quiso decir?
Suspiré y me senté de nuevo en el tronco. —Mi hermano y mi
hermana de los que te hablé, Micah y Sylvey— —Me aclaré la gar-
ganta—. Murieron de ebre. Beaufort lo descubrió. Encontró un
punto débil en mi familia y lo utilizó para ganarse nuestra simpatía.
A rmó que tenía una cura. Eso fue todo lo que necesitó decir para
que mi madre lo invitara a entrar. Y a mi padre. —La miré jamente
—. Sí, nosotros también queríamos las armas. Sí, le dimos los sumi-
nistros. Sí, miramos hacia otro lado para conseguir lo que queríamos.
¿Es eso lo que querías oír? Sabíamos que era un problema, aunque
no supiéramos exactamente de qué tipo. —Me pasé las manos por el
pelo, aun deseando que se fuera. En cambio, se sentó a mi lado.
—No, eso no es lo que quería oír —dijo en voz baja.
Me incliné hacia delante y negué con la cabeza. —¿Por qué no me
hablaron de Beaufort cuando llegaron?
—No sabíamos con certeza si estaba allí, y si estaba allí era obvio
que era con la bienvenida de Ballenger. Si te lo hubiera dicho, ¿qué
habrías hecho, Jase? Sé honesto. ¿Alertarlo? ¿Interrogarlo para que
volviera a desaparecer? ¿Negarlo? ¿No es eso exactamente lo que hi-
ciste cuando lo vi fuera de Darkco age? Dijiste que era un jardinero.
Me mentiste y ocultaste quién era. Viste la devastación de hoy, y
ahora conoces sus crímenes incluso más allá de ese valle. Estos
hombres merecen rendir cuentas. Hice un juramento a la reina y a
los dioses de que traería al capitán de vuelta. No podía arriesgarme a
perderlo por decírtelo.
—No íbamos a usar nuestras armas para eso —dije, señalando en
dirección al valle—. Si alguna vez me conociste, ya lo sabes.
Ella asintió. —Ahora está en manos de la reina.

Era tarde. El campamento dormía, excepto los soldados de guar-


dia y Kazi. La había visto pasearse, vigilando a las demás prisioneras
como si no con ara su cuidado a nadie más. Hice un voto a la reina y a
los dioses. Puede que hayamos crecido de forma diferente, pero había
muchos aspectos en los que Kazi y yo nos parecíamos.
Finalmente descansó, apoyándose en un árbol delgado y sin hoj-
as, pero sin dejar de mirar a la oscuridad.
¿Me preguntaste por qué me asusta el mundo abierto, Jase? Porque no
me da ningún lugar donde esconderme.
Pensé en todas las historias que le había contado cuando estába-
mos encadenados en el desierto, las historias que podría contarle
ahora para ayudarla a dormirse. Pensé en el acertijo que le había
prometido, el que aún daba vueltas en mi cabeza. El que ahora no
podría contarle. Me di la vuelta para no tener que mirarla y traté de
recordar que no debía importarme.
CAPITULO 57
KAZI

—Y a veces le gusta cortar los párpados primero para que tengas


que mirarla. Depende de su estado de ánimo…
Me alejé mientras Synové preparaba otro castigo más, describién-
dolo con espantoso detalle para torturar a Bahr y a los demás prisi-
oneros. Sobre todo, a Bahr. Estas últimas semanas, siempre se las ar-
reglaba para sumergirse en un pozo de creatividad más profundo,
asegurándose de que él estuviera al alcance de su oído mientras se
preguntaba en voz alta sobre los castigos que la reina repartiría. Veía
que eso lo desgastaba. Ya no la maldijo, sino que escuchó en sombrío
silencio.
Mije y los demás caballos estaban en medio del arroyo Misoula,
bebiendo y refrescándose. El sol estaba alto y caluroso, los últimos
días del verano haciendo una última reverencia. El descanso era un
respiro bienvenido. Incluso con las tropas que nos relevaban, rara
vez me había alejado de los prisioneros, manteniéndolos siempre vi-
gilados, receloso de que desaparecieran antes de que pudiera entre-
garlos a la reina. El capitán tenía una historia escurridiza, pero este
amplio y árido valle de arenisca y altos acantilados era casi una prisi-
ón en sí mismo. Aquí no iría a ninguna parte.
Me detuve en una chispeante poza donde el oro de los tontos bril-
laba a través del agua clara, y me agaché para salpicarme la cara. La
caravana estaba esparcida a lo largo de las orillas del arroyo, pero mi
atención se posó en Jase. Tenía las manos desencadenadas por la pa-
rada de descanso y se estaba enjuagando la camisa. Se había metido
en otra pelea, esta vez con Sarva y Bahr. Habían dicho algo que le hi-
zo estallar, pero no dijo lo que era. Fue Synové quien interrumpió la
pelea, diciendo que quería asegurarse de que Bahr durara lo su ci-
ente para enfrentarse a la justicia que merecía.
A Jase le había sangrado la nariz en la escaramuza y había utiliza-
do su camisa para limpiarse la cara. Mientras se la lavaba, me di cu-
enta de que un grupo de soldados miraba su tatuaje, probablemente
preguntándose por su signi cado, pero sin duda sin entender la his-
toria que había detrás, sin entender las razones por las que se lo ha-
bía hecho con tan solo quince años, sin entender nada del hombre
que lo llevaba, igual que yo no lo había hecho la primera vez que lo
había visto. Me encontré con ganas de contarles la larga historia de
la Guardia de Tor, el reciente asentamiento que Jase había ayudado a
construir, la esclusa, el sótano de raíces, el pequeño niño de Vendan
al que enseñó a cavar agujeros de poste. Quería hablarles de las con-
tinuas guerras de poder que amenazaban el hogar de Jase, el pueblo
que mantenía a salvo, los enemigos secretos que luchaban por to-
marlo, la familia que me había vestido y acogido en su mesa. Jase era
algo más que un prisionero al que miraban con curiosidad. Era un
Patrei, y ese símbolo tatuado en su pecho era una promesa, siglos de
promesas, de proteger. Estaba en su sangre. Su mundo no era nuest-
ro mundo.
Pero yo había querido que lo fuera.
Ahora, cuando nuestros días juntos llegaban a su n, me di cuen-
ta de que, con todo lo que sabía de él, aún había mucho más que no
conocía, o que no me había molestado en conocer. Como Sylvey. Ha-
bía escuchado la voz de Jase quebrarse cuando dijo su nombre.
Iba a decírtelo, lo juro.
A veces parecía que el mundo entero no era oportuno, que nuest-
ras intenciones llegaban demasiado pronto o demasiado tarde, que
la vida se agolpaba para nublar nuestra visión y que sólo después,
cuando el polvo se asentaba, podíamos ver nuestros pasos en falso.
Podría haberle dado el anillo antes. Podría haberle ahorrado la pre-
ocupación. Pero había preguntas que yo había querido evitar, igual
que él había querido evitar las mías.
—Deja de mirar y disfruta del descanso mientras puedas —dijo
Wren. No la había oído caminar detrás de mí.
—¿Alguien sigue con ellos? —pregunté, estirando el cuello para
buscar entre los soldados y los caballos a Beaufort y los demás. Wren
sabía que con alguien me refería a uno de nosotros. No es que no con-
ara en los soldados morrigheses, pero con aba más en nosotros.
Ahora estábamos demasiado cerca como para arriesgarnos. Había te-
nido que elegir entre Zane y estos hombres; no iba a perderlos a ellos
también.
—Relájate. Eben y Synové están con ellos.
Volví a mirar a Jase. Después de dos peleas, ahora lo mantení-
amos separado de los demás prisioneros.
—Tienes que dejar de castigarte, Kazi —dijo Wren—. Le diste la
oportunidad de apartarse. Y según Griz, fue una oportunidad inme-
recida.
—Sé lo que le parece a Griz, pero los hechos desnudos no siemp-
re dicen toda la verdad. No le di ninguna oportunidad. Un Ballenger
nunca se hace a un lado. Se mantienen rmes. Protegen lo que es su-
yo a toda costa. Y yo lo sabía.
Wren negó con la cabeza. —Es ese orgullo obstinado que tienen.
—Es más que eso. Es su historia. Es lo que son.
Nos sentamos juntos en la orilla y nos refrescamos los pies en el
agua. —Todavía me preocupa lo que Bahr le dijo a Phineas.
—¿Ese todavía hay tiempo?
Asentí con la cabeza. Habíamos interrogado a todos los prisione-
ros individualmente, pero ninguno decía una palabra, ni siquiera
con la esperanza de un trato que les perdonara la vida, como si toda-
vía existiera alguna otra esperanza. —Es como si estuvieran esperan-
do un rescate, y si lo están, eso signi ca que no estaban trabajando
solos.
—Podría haber querido decir que todavía hay una oportunidad
para que escapen. Lo han hecho antes.
Posiblemente. Los había visto buscando oportunidades, obser-
vando las armas y los rodales de los bosques para desaparecer. —Pe-
ro hubo otra cosa: cuando el capitán vio por primera vez a las tropas
cabalgando hacia nosotros, su rostro se iluminó, como si pensara que
eran otra persona.
Wren pensó por un momento. —Podría ser que estuvieran trabaj-
ando con una liga. ¿Paxton tal vez?
—Sí. O uno de los otros. —O en el peor de los casos, varios de el-
los juntos. Recordaba a Rybart y Truko caminando juntos por las cal-
les en la Boca del In erno.
—Aunque estuvieran trabajando con una liga para acabar con los
Ballengers, lo importante es que, según sus propias palabras, aún no
tenían un arsenal. Llegamos a tiempo y destruimos sus planes. Los
vimos arder en llamas. Además, tenemos a los arquitectos de esas ar-
mas en custodia. Cualquier plan que tuvieran está terminado. La vi-
da seguirá como siempre en Tor’s Watch.
Pensé en la reacción del capitán cuando destruimos los planos,
los montones de documentos que eran su llave de la riqueza. Su fu-
ria por su pérdida fue real. Lo mismo con Torback, todo su trabajo
en llamas. Por sus reacciones, estaba segura de que todo estaba qu-
emado, pero entonces, ¿qué eran los documentos que Phineas quería
que destruyera? También había mencionado las aceitunas en su últi-
mo aliento. ¿Aceitunas? Tal vez, mientras luchaba con sus últimas pa-
labras, se confundió. Tal vez se refería a los papeles que ya había
destruido.
—¡Se acabó el descanso! —Griz llamó—. Vamos a salir.
Wren sumergió su pañuelo en el agua y lo ató en una banda ref-
rescante alrededor de su cabeza—. Será mejor que vuelva antes de
que Synové empiece con otro nal espantoso. Nunca conseguiremos
que se mueva. —Pero ninguno de los dos le envidió el miedo que
quería in igir. Bahr se lo había ganado. Synové y muchos otros tend-
rían que vivir con el miedo que Bahr les había in igido durante el
resto de sus vidas.
Con la llamada a las, los soldados comenzaron a ponerse las bo-
tas y a ensillar los caballos. Jase se escurrió la camisa y se echó la tela
retorcida al hombro. Volvió a deslizarse por la orilla del arroyo con
las botas en la mano. Su caballo estaba atado en el arroyo cerca del
mío. El eje de la carreta se había roto hacía más de una semana y nos
habíamos visto obligados a cambiar los prisioneros por caballos.
Aunque avanzamos más rápido, el viaje fue más tenso. Incluso con
las manos atadas por delante y dos caballos atados juntos, tuvimos
que vigilar constantemente a nuestros cautivos.
Esperé en el borde de la orilla hasta que nos alcanzó, con los de-
dos de los pies enroscados en la arena. Hacía días que no hablába-
mos de verdad. La última vez que intenté hablar con él, me pidió
que me fuera. No quería hablar conmigo. Lo entendí.
Se detuvo frente a mí. —¿Me acompañan hasta mi caballo? —pre-
guntó.
Miré su pecho desnudo, el barrido del ala tatuada parecía alejar-
me ahora. Volvía a ser un extraño. Recordé cuando mi uña solía deli-
near el borde dentado de las plumas. —Deberías volver a ponerte la
camiseta para que no te arda la espalda.
Se quedó de pie con los tobillos metidos en el agua, sin moverse,
con la camisa todavía goteando por el hombro, la inclinación de la
cabeza llena de irritación. —¿Qué es lo que realmente te preocupa,
Kazi? —Me recordó el aspecto que tenía aquel día en la orilla del río,
después de que escapáramos de los cazadores de mano de obra. En-
tonces, parecía dispuesto a golpearme la cabeza, y yo había pensado
que la cadena era lo único que me salvaba. Aquello parecía haber pa-
sado hace años. Cambió de peso, indicando su impaciencia.
—Estuve hablando con Wren y Synové esta mañana —dije—. Te-
men que tu familia tome represalias contra el acuerdo. A mí también
me preocupa. ¿Lo harán?
—¿Y provocar la ira adicional de la reina de Vendan? No tienes
que preocuparte. —Empezó a caminar.
—Jase…
Se giró. —Hice un voto de sangre para protegerlos, Kazi. Y el vo-
to del Patrei es el voto de su familia. No faltamos a nuestra palabra.
Llámalo ese orgullo Ballenger del que te gusta burlarte. ¿Algo más?
Su expresión era tensa, como si no pudiera soportar estar a mi la-
do. Pensé que no quedaba nada dentro de mí para desmoronarme,
pero me equivoqué. Su desprecio era más de lo que podía soportar.
—No. Nada.
Empecé a alejarme cuando él se abalanzó, arrastrándome con él
mientras caíamos al suelo. No tuve tiempo de gritar o reaccionar. Se
cernió sobre mí, su pecho golpeando el mío, su expresión imposible
de discernir. —Un escorpión —explicó—. Casi lo has pisado. —Me
miró un segundo más y me pregunté si estaría pensando lo mismo
que yo. ¿Qué nos ha pasado? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Pero la
respuesta estaba clara. Una vez más, habíamos sido empujados por
un camino inesperado, y no había forma de volver al que habíamos
recorrido. Una simple cadena que ambos habíamos maldecido había
hecho lo impensable: nos obligó a ver el mundo a través de los ojos
del otro. Ahora teníamos que olvidar esos mundos. O tal vez siemp-
re nos perseguiría el recuerdo del otro.
Su agarre en mis brazos se tensó por un momento, con un aliento
estremecido en su pecho, pero luego me soltó y se puso de pie. Agar-
ró una de sus botas caídas y la derribó. —Está muerta. Deberías vol-
ver a ponerte las botas.
Me levanté y miré el escorpión roto. Un cola de anillo negro. Su
veneno podía matarte en segundos. Miré a Jase alejarse, sin saber si
incluso él sabía lo fuerte que era la protección en su sangre.
Cuando volvimos a donde estaban atados nuestros caballos, hubo
una conmoción. Bahr había montado en su caballo antes de que le
encadenaran las manos o le ataran la correa del caballo a otro. Mient-
ras algunos soldados tenían sus echas desenfundadas y le ordena-
ban bajar del caballo, Synové gritó por encima de ellos. —¡Retírense!
¡Yo tengo esto! He dicho que se retiren.
Griz hizo un gesto a los soldados y éstos bajaron sus armas. Co-
nocía las habilidades de Synové en el tiro con arco, que podía derri-
bar fácilmente a Bahr por sí sola. Pero no lo hizo. Ella estaba hacien-
do lo contrario. Tentando a que huyera como lo había hecho antes.
Sus ojos estaban enloquecidos y sus labios torcidos. Tal vez las histo-
rias de Synové estaban nalmente sacando lo mejor de él. —No te
preocupes —le dijo ella—. Tienes mi palabra de que no te atravesaré
el cráneo con una echa. Pero eres un cobarde, Bahr. Un cobarde llo-
rón y débil que se esconde detrás de una espada. Apuesto a que no
sobrevivirías ni un día ahí fuera solo. Nos ahorrarás el desperdicio
de una buena cuerda si corres. ¡Toma! Incluso te ayudaré a salir. —
Ella le lanzó su piel de agua, y él se la colgó del hombro—. Ve —le
ordenó ella—. ¡Vete!
Él la miró jamente, sin saber qué hacer, con la libertad en la pun-
ta de los dedos. Sus nudillos estaban blancos, agarrando las riendas.
—No te mataré —dijo Synové en voz baja. —Te lo prometo.
Los ojos de Griz eran cuentas apretadas. Miró a Synové como si
hubiera perdido la cabeza.
Todo el campamento estaba en silencio, esperando, cada respira-
ción contenida.
Y entonces Bahr corrió. Giró su caballo y salió disparado como si
los demonios lo persiguieran por detrás.
Griz miró jamente a Synové. —¡Haz algo o lo haré yo! —Synové
sonrió. Se acercó a su carcaj de echas y sacó una contundente. Sus
movimientos eran lentos, suaves y calculados. Levantó la barbilla y
giró la cabeza, evaluando el ligero viento.
Bahr se alejaba cada vez más. Un romo no lo detendría. Estudió el
horizonte, esperando, ajustando el guante impoluto que le había re-
galado la reina, y luego clavó la echa. Levantó el arco y tiró lenta-
mente hacia atrás, preparada y tranquila, como si hubiera coreogra -
ado cada aliento y cada brisa. Pasaron unos segundos y nalmente
dejó volar la echa.
¿Qué estaba haciendo?
No lo mataría. A esta distancia, probablemente ni siquiera lo
aturdiría. Ahora estaba al menos a doscientos metros de distancia.
Perdí de vista la echa en el cielo brillante, pero de repente la piel
de agua en la espalda de Bahr explotó con un líquido oscuro.
—¿Qué diablos es eso? —gritó Griz.
Un escalofrío me recorrió la espalda mientras Synové sonreía. Lo
sabía.
—Sangre —respondió—. Sangre rica y madura de antílope.
Sólo pasaron unos segundos antes de que una nube oscura se
abalanzara sobre el horizonte. Rozó el suelo reseco del valle como un
jinete alado que se dirigía hacia nosotros, hacia Bahr, que seguía cor-
riendo por delante. Sucedió rápidamente. Lo atrapó con sus garras y
en segundos volaba sobre nosotros, con Bahr retorciéndose en sus
garras, gritando, y luego, con la misma rapidez, ambos desapareci-
eron, el silbido de las alas de la racaa ahogando los últimos gritos.
Los ojos de Synové se entrecerraron, con una sonrisa aún en los
labios. —Supongo que me equivoqué. Después de todo, no está solo
ahí fuera.
CAPITULO 58
JASE

No puedo decir que no me haya alegrado de ver partir a Bahr, pe-


ro después me hizo pensar que, si la reina tenía la mitad de la furia
creativa de Synové, yo estaba en un gran problema. Pero la reina es-
taba supuestamente postrada en la cama, así que al menos había eso.
Tenía que buscar cualquier punto positivo que pudiera.
Me preguntaba por qué estaba con nada en su cama. ¿Habría si-
do herida en la Gran Guerra? Se rumoreaba que era fuerte y que ha-
bía logrado derribar a Komizar, un semidiós de tres metros. Tal vez,
como su hermano, tenía una herida de la que nunca se había recupe-
rado.
Griz tuvo palabras fuertes con Synové después de la partida de
Bahr, y ella las tomó estoicamente. Al parecer, había infringido algu-
na norma suya, o quizá Griz no quería llegar a la puerta de la reina
con las manos vacías y con todos los prisioneros arrebatados. Dos ya
estaban muertos. Observé que los demás prisioneros habían guarda-
do silencio, tal vez tratando de evitar llamar la atención de Synové.
Anoche, durante la cena, el único sonido que escuché de ellos fue un
eructo. En cierto modo, lamenté que Griz la hubiera reprendido. No
me habría importado que hiciera esa maniobra al menos una vez
más, en Beaufort.
Anoche, cuando acampamos, había observado a Kazi estudiando
a Synové, y me había preguntado en qué estaría pensando. ¿Estaba
deseando ver a Zane sufrir como lo había hecho Bahr? Pero esa opor-
tunidad se había esfumado. Durante once años, ella lo había busca-
do, y yo lo había mantenido fuera de su alcance. Nunca había llega-
do el momento de decírselo.
Kazi me dijo esta mañana que no íbamos a Venda, sino a un lugar
llamado Marabella. Estaríamos allí hoy. Pensé que tendría más tiem-
po. Me pilló desprevenido, y tal vez ese era el objetivo: mantener a
los prisioneros en la oscuridad. Estaba seguro de que los demás aún
no lo sabían. Dijo que Marabella era un antiguo puesto de avanzada
de Dalbretch que había sido convertido y ampliado para servir como
lugar de gobierno mutuo para dos reinos. Cuando el rey de Dalb-
retch y la reina de Vendan se casaron, dividieron su tiempo entre los
dos reinos y también el puesto de avanzada a medio camino entre el-
los.
Kazi cabalgaba delante con Wren, Synové, Eben y Natiya, rode-
ando a los demás prisioneros. Los custodiaban como si fueran oro.
Había visto la tensión en su rostro esta mañana cuando ensilló a Mi-
je, como si pudiera perderlos en estas últimas horas. Las ruinas se
habían vuelto más abundantes a medida que viajábamos, y tal vez
eso era lo que contribuía a la tensión: había más lugares para que los
bandidos se escondieran. Me tocó cabalgar al nal de nuestra carava-
na, con Griz a un lado y un soldado morrighese al otro. Si los bandi-
dos me cogían, supuse que no importaría tanto.
Mientras cabalgábamos sobre una elevación del paisaje, alguien
gritó: —¡Ahí está! —Todavía estaba muy lejos, pero pude ver por
primera vez Marabella. Sus altas y blancas murallas brillaban en la
distancia, y una ciudad se extendía a su alrededor. Natiya me había
dicho que era el primer lugar designado como asentamiento. Supuse
que faltaba menos de una hora para llegar a él.
—Tengo que hablar con Kazi —dije.
Griz resopló, desinteresado por mis peticiones. —No.
—Es importante.
Entrecerró un ojo. —¿Sobre qué?
—Es entre ella y yo, cabrón; ve por ella. —Sus ojos chispearon y
sus dedos se crisparon y supe que estaba a punto de recibir una bo-
canada de nudillos de un hombre tres veces más grande que yo y
añadí—: Por favor.
Kazi volvió a cabalgar, con la cara brillante de sudor y un pliegue
tenso entre las cejas. —¿Qué pasa? —preguntó—. Necesito quedar-
me con los otros prisioneros. Están nerviosos.
Ella también lo estaba. Me miró, esperando, impaciente, y me di
cuenta de que lo que tenía que decir ya no importaba.
—Jase —dijo, tratando de apresurarme.
En su lugar, solté algo más. —¿Tendré la oportunidad de hablar?
—Sí —respondió ella—. Cuando te presentes ante la reina para
responder a los cargos. Ella te escuchará.
—¿Al lado de su cama? ¿Se está muriendo?
—¿Qué?
—Dijiste que no podía viajar y que estaba con nada en su cama.
Pensé que tal vez…
—No. No es nada de eso. Su médico ordenó no viajar. Abortó su
primer hijo y ahora está esperando otro.
CAPITULO 59
KAZI

Los exploradores se habían adelantado a nosotros, así que mucho


antes de que llegáramos la noticia se había extendido. Cuando nos
acercamos a las puertas de Marabella, se había reunido una gran
multitud. Los soldados se alinearon en nuestro camino para mante-
ner a todo el mundo a raya, pero la mayoría de la gente estaba quieta
y sorprendentemente silenciosa. Había caído un velo de muerte, co-
mo si los fantasmas cabalgaran a nuestro lado. Estos no eran prisi-
oneros que esperaban ver. Las bocas colgaban abiertas. Los ojos bril-
laban. Un hombre tan grande como Griz lloraba. Puede que no reco-
nocieran a Beaufort y Torback, pero conocían al gobernador Sarva y
a Chievdar Kardos. Observé cómo los rostros atónitos se llenaban de
terror y luego de odio. Sin duda, muchos habían sufrido pérdidas a
manos de estos hombres o conocían a alguien que las había sufrido.
Sarva y Kardos miraron al frente, negándose a encontrar sus mira-
das.
Beaufort empezó a mirar a su alrededor, inclinando la cabeza ha-
cia atrás con nerviosismo.
—¿Siguen esperando un rescate? —pregunté.
Me miró, y fue entonces cuando vi el verdadero terror. No espe-
raba volver a enfrentarse a la reina, al menos no en sus condiciones.
Había pensado que su paciencia daría sus frutos una vez más, y que
no encontraría su destino.
—Se acabó, capitán. Nadie va a venir a por ti. Este es el nal del
camino.
Su rostro se contorsionó como si estuviera luchando con esta ver-
dad y nalmente su labio se levantó en un gruñido mientras me es-
cudriñaba. Sacudió la cabeza con asco. —Por una basura callejera sin
valor. Por una basura como tú.
Así es. Por alguien como yo.
Una gota de sudor se deslizó sobre su cicatriz en forma de media
luna. —Nunca se acabará. Ahora no. Se ha abierto una puerta. Si-
empre vendrán más como yo.
—Tal vez sea así. Pero siempre habrá más como yo para detener-
los.
Miró por encima de su hombro una última vez, como si todavía
tuviera esperanzas, pero todo lo que vio fueron las multitudes de
Vendan acercándose, borrando el camino detrás de él.

Agarré el cuaderno de la cárcel en la mano. Como líder de la mi-


sión, era mi trabajo presentárselo a la reina: los nombres de los prisi-
oneros que habíamos entregado a la custodia del alcaide. Ella se diri-
giría a los prisioneros más tarde.
Me senté en un banco de piedra fuera de su cámara personal, es-
perando, con mi rodilla rebotando. Me toqué el tallo de los deseos
que llevaba en el bolsillo y que había comprado a un mercader a las
afueras de los muros del puesto de avanzada.
Un sirviente abrió la puerta y me puse en pie de un salto. —La re-
ina te recibirá ahora —dijo. Me acompañaron al interior y el sirviente
se marchó. La habitación era fresca y tenue. La dulce fragancia de las
rosas otaba en el aire. Con las cortinas corridas, no la vi al princi-
pio.
—Kazimyrah —dijo suavemente, caminando hacia mí. Llevaba
una bata y el pelo suelto sobre los hombros.
Me arrodillé. —Su Majestad.
—Ya está bien. —Me tocó ligeramente el brazo para que me pusi-
era de pie y me atrajo hacia sus brazos. Me abrazó con fuerza, como
si estuviera preocupada, y yo me encontré abrazándola a su vez, ab-
razándola de una manera que nunca había hecho antes, con la respi-
ración entrecortada, la garganta punzante, y en algún lugar de mi in-
terior sentí un tirón, como una puntada que tiraba con fuerza, e ima-
giné que su color era plateado. —Bienvenida a casa —susurró.
Cuando se alejó me jé en su vientre. El gran bulto redondo había
desaparecido y mi corazón dio un salto. Debió ver el miedo en mi ca-
ra.
—No. Todo está bien. Ven. —Me guio hasta una cuna junto a su
cama.
Mi pecho se hinchó. —Ella… es hermosa.
La reina sonrió. —Ella. No puedo dejar de mirarla. Observo cada
movimiento, cada sonrisa, cada mohín de sus labios. —Se inclinó y
cogió al bebé dormido en sus brazos, besando su frente, luego tocan-
do sus pequeños dedos, el asombro llenando su cara.
—¿Le ha puesto nombre? —le pregunté.
Asintió con la cabeza y sus ojos brillaron. —Aster —respondió—.
La llamé Aster. El ángel salvador. —Volvió a besar al bebé y lo colo-
có suavemente en la cuna.
—Y tú has hecho su mundo más seguro, Kazimyrah. Estoy en de-
uda contigo y con tu equipo. Un agradecimiento no es su ciente.
Se me hizo un nudo en la garganta. —Es un honor servir, Su Maj-
estad.
—¿Alguna vez me llamarás Lia?
—Griz no lo aprueba.
Sacudió la cabeza. —Ven —dijo—. Háblame de tu viaje.
Nos sentamos en el sofá bajo la ventana y nos sirvió un vaso de
agua a cada una. Le presenté el diario de la prisión, pero ella quería
que yo le hablara de los prisioneros. Ya se había enterado de que ha-
bíamos regresado con más de lo que habíamos previsto. Primero le
hablé de los prisioneros que habían muerto en el camino, luego de
Torback, y después le hablé del capitán. Dejó escapar una lenta boca-
nada de aire, y vi en su rostro el alivio de que por n lo hubieran
capturado. Pero también había confusión en sus ojos, como si revisa-
ra el dolor que él había causado, no sólo a Morrighan y Venda, sino a
su familia. Dijo que deseaba que su padre hubiera vivido lo su cien-
te para ver este día.
Cuando le hablé del gobernador Sarva y de Chievdar Kardos, sa-
cudió la cabeza con incredulidad, sorprendida de que siguieran vi-
vos. Los había conocido cuando estaba prisionera en el Santuario y
recordaba sus maneras crueles y vengativas.
—El capitán Illarion sigue pensando que se va a escapar —adver-
tí.
—Eso no me sorprende, pero ya no hay ninguna posibilidad —di-
jo—. Asesinó al capitán Azia, uno de los mejores o ciales de mi ma-
rido. Probablemente Rafe vigilará a Illarion en persona hasta que lo
vea colgado de una cuerda.
Me aseguró que todos los prisioneros permanecerían bajo fuerte
vigilancia mientras esperaban el juicio.
—Hay otro prisionero del que tengo que hablarle —dije. Me clavé
las uñas en las palmas de las manos, tratando de forzar el temblor de
mi garganta—. Este puede tardar un poco.
Las cejas de la reina se alzaron con interés, y se sentó de nuevo en
el sofá, encorvando los pies bajo ella. —Te escucho.
Algunos dicen que empezó con las estrellas.
Trajeron una magia que el mundo no podía contener.
No, mi abuelo dijo que comenzó con la ira de los hombres.
Como sea que haya comenzado, nosotros somos el n. Yo tenía
cinco años cuando la primera estrella cayó.
No recuerdo a mi familia, sólo a mi abuelo, uno de los hombres
más poderosos del mundo, el líder de una nación que fue grande,
cogiéndome en brazos y corriendo.
Correr es todo lo que recuerdo.
Años de correr.
Nunca volveré a correr.
—Greyson Ballenger, 16 años
CAPITULO 60
JASE

Cuando llegué a la sala de recepción, estaba furioso. Me habían


metido en una celda y me habían dado un cubo, y mis preguntas
sobre cuándo vería a la reina se encontraron con el silencio. Ni una
palabra. Pasó una hora de espera y de paseo. Y luego tres, con la luz
del sol entrando por la pequeña ventana de mi celda. Podría estar
aquí durante días, semanas. Conocía el juego al que jugaba. Lo había
jugado con los prisioneros muchas veces. Dejarlos esperar y temer lo
peor.
Tal vez su táctica estaba funcionando. Kazi dijo que la reina me
escucharía, pero ¿cuándo? E incluso entonces, ¿realmente me escuc-
haría? En lo que respecta a los reinos, la Guardia de Tor no era más
que una mancha menor en el paisaje. Todo lo que sabían de nosotros
era lo que el Rey de Eislandia les había dicho, y él no sabía nada. Ha-
bía terminado de cumplir los términos del idiota bisabuelo de Pax-
ton: todo un pueblo por una ronda de bebidas. Si alguna vez salía de
aquí, recuperaría la Boca del In erno. Ya no seríamos rehenes de una
deuda de juego ni estaríamos a las órdenes de un rey que no tenía
ningún interés en el pueblo que no se molestaba en mantener. Ya no
seríamos ignorados. Sentí que la voz que retumbaba en mi cabeza
era la de mi padre. Después de al menos cuatro horas, me sacaron de
mi celda dos guardias fornidos que, de nuevo, no tenían nada que
decirme, salvo que me callara. Me arrastraron a través del puesto de
avanzada y me arrojaron a una sala vacía para esperar a la reina, con
las manos todavía atadas detrás de mí. Pero ella no estaba allí.
Pasaron veinte minutos. Luego cuarenta. El silencio pasó. ¿Más
espera? El extremo elevado de la sala tenía dos pasillos a cada lado.
Esperé a que viniera alguien, pero nadie lo hizo.
—¿Dónde está la reina? —grité nalmente. No hubo respuesta.
Me solté con una letanía de gritos, exigiendo que viniera alguien. Oí
el llanto de un bebé en la distancia y luego pasos. Pasos fuertes y fu-
riosos. El llanto cesó, pero un hombre irrumpió por uno de los pasil-
los, sus ojos azules ardientes se posaron en mí. Bajó los escalones y
cruzó la habitación, me agarró de la camisa y casi me sacudió. Me
acercó para que estuviéramos frente a frente. —La reina llegará cu-
ando llegue, pero si despiertas a mi hija una vez más, te arrancaré la
cabeza de los hombros. ¿Entendido?
—¿Quién eres tú? —pregunté.
—Un hombre que ha dormido muy poco en las últimas cuarenta
y ocho horas. Pero para ti soy el Rey Jaxon.
El Rey de Dalbreck. También había oído rumores sobre él, otra le-
yenda de doce pies, uno con temperamento. Ahora mismo, parecía
un hombre agotado y enloquecido. Y uno protector. Me soltó la ca-
misa con un empujón.
Y entonces oí un movimiento. Ambos nos giramos. Cuatro solda-
dos salían del pasillo de la derecha, o ciales de Dalbretch por el as-
pecto de sus uniformes, y luego, justo detrás de ellos, más o ciales,
pero estos eran de Vendan. Griz era uno de ellos. Se alinearon en el
estrado, frente a mí, con las espadas largas a los lados, y me pregun-
té si esto iba a ser una ejecución improvisada.
Hubo otro movimiento, más silencioso, y desde el pasillo opuesto
una mujer salió al estrado. Llevaba un bebé en brazos. El rey se olvi-
dó de mí y subió los escalones para recibirla. Su rostro se transformó
al mirarla, su rabia fue sustituida por la ternura. Ella le miró de la
misma manera. Contemplaron juntos al bebé en sus brazos y el rey
besó a la reina, larga y pausadamente, como si yo no estuviera allí.
Era la reina Jezelia de Venda, la que tenía mi destino en sus ma-
nos. Era más joven de lo que pensaba, y más suave y serena de lo
que esperaba. Tal vez esto no sería tan difícil después de todo. Ella le
entregó el bebé al rey, y él sostuvo a su hija en el pliegue de su bra-
zo, con el nudillo rozando su mejilla.
La reina se volvió hacia mí, y en un instante su suavidad desapa-
reció. Los ojos soñadores que tenía para su bebé y el rey se habían
vuelto duros y cortantes. Era una monarca que no toleraba ninguna
tontería. Se acercó al nal del estrado, con un paso seguro y una ceja
arqueada en señal de irritación. —Así que tú eres el que hace todo el
ruido.
—Soy el Patrei de la Guardia de Tor y exijo…
—Corrección —dijo ella, cortándome enérgicamente. —Eres mi
prisionero y…
—¿Qué quieres que haga? ¿Inclinarme? Porque no lo haré. Mi re-
ino tiene siglos de antigüedad antes de que se pusiera la primera pi-
edra en el tuyo. Porque…
Ella levantó la mano en un rápido movimiento de parada y sacu-
dió la cabeza. —Vas a dar problemas, ¿verdad?
—¡Me dijeron que tendría la oportunidad de hablar!
—Lo harás, pero yo tengo que hablar primero, porque soy la re-
ina, acabo de pasar por veinte horas de parto y soy la que lleva una
espada. —Ella no llevaba una espada, pero entendí su punto. Tambi-
én podría haberlo hecho—. Me dijeron que eres un buen oyente, pe-
ro tal vez mi fuente está equivocada.
¿Un buen oyente?
—Kazimyrah, ¿es este el prisionero del que me hablaste?
Me sobresalté cuando Kazi salió del pasillo. Sus pasos eran su-
aves y compuestos. Se giró para mirarme, con una expresión somb-
ría, pero sus ojos sólo se clavaron en los míos brevemente antes de
volver a apartar la mirada. —Sí, Su Majestad. Es él.
La reina se volvió hacia mí. —Entonces espero que me escuches,
Patrei, porque mis Rahtan nunca se equivocan.
Yo hervía por dentro como una tetera recalentada, pero permane-
cí en silencio esperando mi oportunidad de hablar. Hizo que un gu-
ardia me desatara las manos, y luego repitió los cargos contra mí, vi-
olar los tratados del reino albergando a fugitivos, además de conspi-
rar para dominar los reinos. Abrí la boca para responder, y ella me
cerró con una rápida mirada y una inclinación de cabeza.
—Sin embargo, como me señaló Kazimyrah, no has rmado un
tratado con la Alianza de los Reinos, porque no eres un reino en ab-
soluto, ni siquiera formas parte de Eislandia, y sin embargo eres ma-
yordomo de Boca del In erno, que forma parte de ese reino, lo cual
es todo un acuerdo muy curioso y complicado. No me gustan las
complicaciones. Kazimyrah me explicó cómo se llegó a eso —Sacu-
dió la cabeza—. Un consejo, Patrei, nunca juegues a las cartas con un
monarca. Hacen trampa.
Los soldados que estaban detrás de ella retumbaron de acuerdo,
y el rey sonrió.
—Además, también me ha hecho saber que el rey de Eislandia
puede no haber actuado de buena fe, ni haber mantenido los princi-
pios de la Alianza a la hora de encontrar tierras adecuadas para un
asentamiento y, de hecho, puede haber elegido intencionadamente
tus tierras como forma de provocarte. Esto no me parece bien. Utili-
zar a mis ciudadanos para saldar rencores no es algo que me guste.
Ya han pasado por incontables penurias, y no soportaré a los tontos
que les traen más. No obstante, tengo entendido que has recti cado
la situación reconstruyendo el asentamiento a tu costa en un lugar
mejor, y que has sido muy generoso en el proceso.
Miré a Kazi. Estaba a un lado de la reina, mirando al frente, evi-
tando el contacto visual conmigo.
La reina bajó los escalones, estudiándome. Me pregunté si alguna
vez tendría la oportunidad de hablar, pero mi instinto me decía que
esperara, porque nada de esto estaba saliendo como yo esperaba. Me
sentí descon ado, sin saber si me estaban llevando a un precipicio y
en cualquier momento me empujarían por él.
—Aun así, conspiraste para construir armas —continuó—, pro-
porcionando a los fugitivos materiales que podrían haber traído
gran destrucción a los reinos, pero mi Rahtan me dice que el Capitán
de la Guardia te engañó y que sus propósitos no eran los tuyos. Que
sólo querías proteger tus intereses contra los agresores. ¿Debo creer-
la?
Empecé a responder, pero ella me cerró de nuevo. —Era retórica.
Siempre creo y confío en el juicio de mi Rahtan. Es de ti de quien si-
go descon ando. —Frunció los labios—. Pero el capitán Illarion es
un mentiroso consumado y, de hecho, hasta mi padre y yo fuimos
muy engañados por él.
Caminó en círculo alrededor de la habitación como si estuviera
pensando. Miré a Kazi, cuyos ojos estaban ahora jos en mí, con las
pupilas apretadas. Los ojos del rey también se clavaron en mí. Algo
en todo esto estaba mal. Me sentía como un pez solitario en un bar-
ril, y todos los demás en la sala tenían una lanza.
La reina dejó de dar vueltas y volvió a enfrentarse a mí. —Tambi-
én me han informado sobre la larga historia de tu familia, quizá la
más larga de todos los reinos. Kazimyrah dice que a rmas ser des-
cendiente del líder de los Antiguos, la primera familia, y ella misma
ha visto algunas pruebas de ello.
—No es una a rmación. Es la verdad —dije, sin esperar a que me
invitaran a hablar.
—Cuéntame algo al respecto, entonces. Quiero oírlo con tus pro-
pias palabras.
—¿La historia de Ballenger? —pregunté.
—Sí.
Dudé, todavía sin saber a dónde iba esto, preguntándome qué le
había contado Kazi a la reina, porque parecía que había dicho muc-
ho. La reina esperó mi respuesta. —Muy bien —respondí lentamen-
te. No era de lo que pensaba que iba a hablar. Empecé por el princi-
pio con Aaron Ballenger, el comandante en jefe de los Antiguos—. Se
vio obligado a huir, como todos los demás durante los Últimos Días,
cuando la sede de su mando fue destruida. —Le expliqué su lucha
por sobrevivir, y su último esfuerzo por llevar a un grupo de niños a
un refugio lejano, y luego su asesinato a manos de los carroñeros. —
Antes de morir, pasó la responsabilidad del liderazgo a su nieto,
Greyson. Era el mayor, pero sólo tenía catorce años. —Le conté cómo
él y otros veintidós niños luchaban por sobrevivir en la bóveda de la
Guardia de Tor mientras los depredadores esperaban fuera. Ella es-
cuchaba atentamente, pero parecía estar estudiándome también a
mí, y yo me volvía consciente de cada movimiento que hacía—. Fi-
nalmente aprendieron a defenderse y nalmente se aventuraron a
colocar las primeras piedras de Tor’s Watch. Y esa fue la primera ge-
neración. Tenemos siglos de historia después de eso.
—Eso es bastante impresionante —respondió ella—. Tengo un
gran interés en la historia. He descubierto que hay varias historias en
este continente, y he aprendido algo de todas ellas, pero la suya es
especialmente intrigante. Parece que quizás todos los reinos han sido
negligentes al no reconocer el lugar de la Guardia de Tor en el conti-
nente, por pequeño que sea.
Se dio un golpecito en los labios, su mirada me diseccionó, pasa-
ron largos segundos, y luego su barbilla se levantó, como un comer-
ciante experimentado en la arena listo para hacer una oferta nal. —
Esto es lo que me gustaría proponer, Jase Ballenger. Me gustaría su-
gerir a la Alianza que tome en consideración a la Guardia de Tor pa-
ra ser reconocida y aceptada como otro reino en el continente. Sin
embargo, como dice Kazimyrah, sus formas no son nuestras formas
y eso presenta algunos problemas espinosos. —Ella declaró las cosas
que tendríamos que cambiar para que esto sucediera y eso incluía
poner n a nuestro descarado apoyo al comercio del mercado negro
—. Puede que sea desenfrenado en todo el continente, pero sigue si-
endo un robo. Y luego está la cuestión de sus fronteras. Tendrás que
establecerlas claramente.
No respondí, todavía pensando que todo esto era una especie de
truco.
—¿No estás dispuesto a hacerlo? —preguntó.
—¿Cuál es la trampa?
—No hay trampa. Algunas cosas son simplemente lo que hay que
hacer. Kazimyrah me dijo que entendías ese concepto. Y también
serviría a nuestros intereses, tener un aliado able en esa región.
Ahí estaba. Escuché la insinuación de que el Rey Monte era in-
competente. No podía estar en desacuerdo, aunque parecía que Kazi
había adornado la historia sobre la elección del lugar de asentamien-
to. Todavía no estaba convencido de que supiera que era nuestra ti-
erra.
—¿Y es así de sencillo? ¿Así de simple somos una nación recono-
cida?
—No —contestó el rey, moviendo el bebé que se agitaba en su
hombro—. No es tan sencillo en absoluto. Podrían pasar meses, inc-
luso años, para que todos los reinos se pusieran de acuerdo, e inclu-
iría varios viajes de investigación de los embajadores. Pero la reina es
muy persuasiva, por no hablar de que tiene una incursión con el rey
de Dalbreck. Los reinos estarán de acuerdo, eventualmente, siempre
y cuando acepten los términos.
—Cincuenta millas —dije—. Esas son nuestras fronteras. Cincu-
enta millas en todas las direcciones desde Tor’s Watch.
—Pero eso incluiría la Boca del In erno —señaló la reina.
—Así es —con rmé—. Siempre ha sido nuestra. Es hora de resol-
ver cualquier duda al respecto.
Se mordió la comisura del labio. —Eso podría ser un poco más
complicado si el rey de Eislandia no quiere cederte las tierras de bu-
ena gana. Todavía es el monarca en ejercicio.
—Le convenceremos —dije.
—Por medios legales, supongo.
¿Las leyes de quién? quise preguntar. Tenía en mente la racaa y la
sangre de antílope, pero respondí: —Por supuesto.
—Tal vez sería mejor dejarnos la persuasión a nosotros —dijo el
rey, como si hubiera leído mi mente—. Y teniendo en cuenta la larga
historia de Ballenger como administrador de la tierra, no debería ser
difícil argumentar a favor de que vuelva a sus manos.
La reina asintió. —Muy bien, entonces, si los otros reinos están de
acuerdo, Tor’s Watch se convertirá en el decimotercer reino.
—El primero —corregí.
Los ojos de la reina se entrecerraron, pero vi un brillo detrás de
ellos. Esto la divertía. —Eres un problema, tal como me advirtió Ka-
zimyrah. —Suspiró—. Muy bien entonces, el primero.
Me dijo que me alojarían en los aposentos esta noche, que tendrí-
an los papeles para que los rmara por la mañana y que luego pod-
ría irme. Tendría noticias de ellos en varias semanas. Se haría una
entrega de Valsprey y un entrenador para ellos para ayudar en las
comunicaciones. Por ahora, me proporcionarían suministros para mi
viaje a casa y una escolta si la requería. —Eres libre de irte.
¿Irme? ¿Salir por la puerta y no mirar atrás? Miré a Kazi. Era una
soldado rígido, con la mirada ja en una pared vacía, pero con las
manos en un puño. Acababa de conseguir todo lo que mi padre ha-
bía soñado, lo que generaciones de ballenatos habían soñado: el re-
conocimiento de todos los reinos que establecería nuestra autoridad
de una vez por todas. Nosotros mismos seríamos una nación recono-
cida. Y, sin embargo, me quedé allí, incapaz de irme. Debería haber-
me sentido ligera por la victoria, pero en su lugar un gran peso tira-
ba de mí.
Volví a mirar a la reina. —Gracias —dije. Sabía que me habían
despedido, pero seguí allí de pie. La reina me miró con extrañeza,
como si hubiera notado mi vacilación. Miró a Kazi y luego a mí. De
repente, sus ojos volvieron a ser a lados.
—Pensándolo bien —dijo la reina—, sería el colmo de la insensa-
tez hacer un trato con una banda de forajidos. No estoy segura de
poder con ar en ti, Jase Ballenger. Podrías volver a tus viejas cos-
tumbres sin ley. ¿Qué piensas, Rey Jaxon?
Él pareció sorprendido por un momento, luego respondió: —
Estoy completamente de acuerdo. —Se acercó a su esposa, moviendo
la cabeza con desaprobación—. No me fío de él. Mira esa sonrisa que
tiene. No creo que sea seguro dejarlo ir.
¿Era este el truco que habían estado planeando todo el tiempo?
Mi sangre se aceleró. —¿Qué?
—Aunque podría enviar a un representante de con anza para
que te vigile —sugirió la reina—. Una especie de embajador. ¿Qué
opinas, Patrei? ¿Crees que debería con ar en ti?
Me quedé mirándola, con el aire a or de piel, pero entonces, el
brillo de nuevo… vi el brillo en sus ojos, y me sorprendió. Entendí lo
que estaba haciendo.
CAPITULO 61
KAZI

La reina no me hizo ninguna promesa. Había escuchado atenta-


mente todo lo que le decía, y observé cómo cambiaban sus expresi-
ones a medida que yo hablaba. A veces veía ira, sorpresa, confusión,
y otras veces veía tristeza, o tal vez sólo me veía a mí misma re ej-
ada en sus ojos. Me ceñí a los hechos, y sólo le conté las cosas que te-
nían que ver con los reinos y lo que había observado. No le hablé de
Jase y de mí juntos, ni de las tierras salvajes, porque esa era una his-
toria que me llevaría toda la vida contar.
Cuando terminé, me dijo que consideraría todo lo que dije —
incluyendo lo que había pedido audazmente— pero que tenía que
ver al prisionero por sí misma. Tenía que hablar con él, mirarlo a los
ojos, hacerse una idea de quién era realmente, y entonces decidiría,
pero aceleró el proceso, llamándolo a la sala de recepción inmediata-
mente.
Estaba justo detrás de la reina en el pasillo mientras caminaba pa-
ra dirigirse a Jase, pero justo antes de entrar, me detuve y me apreté
contra la pared. No podía entrar. No podía enfrentarme a él. Había
oído sus gritos de enfado resonando por el pasillo: su resentimiento
y amargura. Había algunas cosas que podía intentar arreglar para él,
pero otras se romperían para siempre.
—Kazimyrah —llamó la reina— ¿es éste el prisionero del que me
hablaste?
No tuve más remedio que entrar en la habitación. Me aparté de la
pared y me creé una compostura donde no la había, moldeando mi
temor y mi arrepentimiento en un paso y luego en otro, invocando
viejos trucos, engañándome a mí misma una vez más de que podía
hacerlo. Hacer malabares con Kazi. Pivotar. Pero ya no había nada
con lo que hacer malabares, no había más direcciones a las que girar.
—Sí, Su Majestad. Es él.
Fijé los ojos en la pared del fondo, escuchando las cargas, espe-
rando. Sentía como si unas manos gigantescas me apretaran los
hombros, como si cada uno de mis huesos estuviera a punto de res-
quebrajarse por el esfuerzo. No estaba segura de cuánto tiempo más
podría aguantar, pero después de unos minutos, lo supe. Lo oí en su
voz. Era rme y familiar, una voz que había escuchado por primera
vez hacía seis años, cuando le escupí a la cara. Llévala al Santuario.
En aquel entonces, no pude escuchar la compasión en su voz. Estaba
demasiado asustada, demasiado enfadada. Pero ahora la oí, y me
pregunté si se trataba de otra de esas cosas que sólo se pueden perci-
bir desde la distancia.
La observé atentamente mientras le escuchaba contar la historia
de Ballenger, calibrando e interpretando cada uno de sus movimien-
tos y parpadeos. Sabía que ella oía el orgullo en su voz, la determina-
ción y la responsabilidad que tenía. Ella estaba viendo todo lo mis-
mo que yo veía en Jase, lo que realmente era, y todo lo que aún po-
día ser.
Todo iba bien, mejor de lo que podía esperar. La Guardia de Tor
iba a ser reconocida como lo que era, el primer reino de la tierra. Me
arriesgué y miré a Jase. Se estaba yendo. Regresaba. Era lo que había
querido, lo que esperaba, porque Boca del In erno lo necesitaba. Su
familia lo necesitaba. Pero entonces me miró, y mi mente se convirtió
en una tormenta de viento, los recuerdos se arremolinaban en un tú-
nel alborotado, y vi que todo se alejaba, fuera de mi alcance.
De repente, el camino se desvió terriblemente y todo se descont-
roló, la tormenta estalló justo en medio de la sala de recepción. Mi
cabeza latía con fuerza, tratando de recordar rápidamente dónde ha-
bía salido todo mal.
No estoy segura de poder con ar en ti, Jase Ballenger.
No creo que sea seguro dejarlo ir.
¿Qué piensas, Patrei? ¿Crees que debería con ar en ti?
Me quedé congelada, con miedo a moverme, mis ojos clavados en
los suyos, mi respiración atrapada en el pecho esperando la respues-
ta de Jase. ¡Di que sí, Jase! ¡Dile! ¡Dile que mantendrás tu palabra!
Pero en lugar de eso, dudó.
Díselo.
Volvió a mirar a la reina. —No —respondió—. No creo que pu-
edas con ar en mí en absoluto. Podría volver a mis viejos hábitos.
¿Qué estaba diciendo? ¿Se habían vuelto todos locos?
—Eso es justo lo que pensaba —respondió la reina—. Me temo
que necesitaría a alguien que estuviera a la altura de tus astucias, al-
guien lo su cientemente inteligente como para mantenerte a raya.
Alguien que ya conozca la Guardia de Tor. —La reina me miró—. ¿Y
tú, Kazimyrah? ¿Estarías dispuesta a ocupar este puesto? ¿Estarías
dispuesta a volver con los Patrei?
La miré, intentando comprender lo que decía. ¿Volver? La habita-
ción se llenó de un calor sofocante, el aire fue aspirado en un súbito
silbido. ¿Embajador? No lo entendía. —Me temo, Majestad, que eso
sería imposible. He dejado considerables rencores tras de mí en la
Guardia de Tor. No sería una elección sabia para un enlace. —Miré a
Jase, con los ojos escocidos—. Y estoy segura de que el Patrei no qu-
erría que volviera con él. Todo el mundo allí me desprecia a estas al-
turas.
Hubo un largo y frágil silencio, luego Jase sacudió la cabeza. —
No todo el mundo.
Cruzó la habitación y nadie intentó detenerlo. Subió los escalones
y me miró, con sus ojos buscando los míos, y luego me atrajo hacia
sus brazos, aplastándome, con su cara acurrucada en mi pelo. —Ya
te lo he dicho —me susurró al oído—, y no me retractaré. Te amo,
Kazi de Brightmist, y nunca dejaré de amarte, ni por mil mañanas.
Vuelve conmigo. Por favor.
Mi cara se enterró en su hombro, la respiración saltó en mi gar-
ganta. Pide un deseo. Uno siempre se hará realidad. Mis dedos se
enroscaron en su camisa, aferrándose a lo que había creído que esta-
ba más allá de mi alcance, tratando de entender lo que estaba sucedi-
endo, y entonces las palabras salieron de mi boca, palabras que no
quería retener por más tiempo, sin importar lo arriesgadas que fu-
eran. No me importaba que todos los dioses de los cielos estuvieran
escuchando. —Le pavi ena —jadeé—. Te amo, Jase Ballenger.
—Lo sé —dijo—. Siempre lo he sabido.
Volví mi cara hacia la suya y nuestros labios se encontraron, un
beso salado por las lágrimas. —Mis mañanas son tuyas, Jase. Quiero
que todos sean contigo.
Nos aferramos el uno al otro, con fuerza, como si tejiéramos algu-
na parte sólida de nosotros para que nada pudiera separarnos de nu-
evo, y cuando nalmente nos separamos no quedaba nadie en la ha-
bitación más que nosotros, y supuse que la reina sabía que mi respu-
esta a ella era sí.

Jase me ayudó con la montura y la mochila de Mije. Esta vez, en


nuestra travesía por el desierto juntos, tendríamos abundantes provi-
siones y botas en los pies. Ya nos habíamos despedido de la reina y el
rey, y Jase había rmado los papeles necesarios para comenzar el
proceso de que la Guardia de Tor se convirtiera en una nación reco-
nocida en el continente.
Abrochó la correa de mi bolsa. —Entonces, ¿esto signi ca que
ahora tengo que llamarte Embajadora de Brightmist? —preguntó.
—O quizás Magistrada de Brightmist —respondí—. Creo que esa
es la intención de la reina.
Me atrajo a sus brazos. —De nitivamente me portaré mal, sólo
para asegurarme de que tienes algo que informar. No quisiera que
perdieras tu trabajo.
Nos besamos de nuevo, como si todo fuera delicado y nuevo, ma-
ravilloso, un giro que ninguno de los dos vio venir, y supe que luc-
haría ferozmente por seguir en este camino, sin importar lo que cos-
tara o lo que me costara.
—Detente, ¿quieres? —Synové llamó.
Jase y yo nos apartamos mientras ella y Wren se acercaban. Syno-
vé sostuvo un pequeño paquete atado con cordel—. Sólo un pequ-
eño regalo de despedida para el camino.
—No estoy segura de que haya espacio para una cosa más —dije.
—Créeme, lo agradecerás una vez que estés ahí fuera, en medio
de la nada.
—Encontraré espacio —se ofreció Jase y lo tomó de mí. Cuando le
dio la espalda, Synové hizo todo tipo de señales oculares sugerentes.
Wren sólo rodó los suyos. Yo también deseaba que pudieran volver a
la Guardia de Tor, pero la reina tenía otra misión para ellas una vez
que hubieran descansado. También sospechaba que quería pasar al-
gún tiempo con Synové para repasar cómo Bahr encontró su destino.
Ya se estaba convirtiendo en una leyenda en todo el asentamiento.
Wren se movió sobre sus pies. Siseó. Sacó su ziethe, la hizo girar y
la volvió a meter en su vaina. Sacudió la cabeza. —¿Estás segura de
esto? ¿Quién te cubrirá la espalda?
—Estaré bien —respondí, aunque yo también seguía inquieta. Sa-
bía que Wren había escuchado las mismas amenazas mortales que
yo en aquellas primeras horas después de que hubiéramos tomado a
Jase y a los prisioneros. Su familia había sido bastante elocuente en
su rabia. Sin duda, todo el pueblo tenía pensamientos similares aho-
ra también. Yo sería un objetivo principal.
Jase terminó de meter el paquete en mi bolsa y se dio la vuelta. —
La tendré de vuelta, y te prometo que una vez que le cuente todo a
mi familia, estarán agradecidos con Kazi. —Jase me dijo que Bahr y
Sarva le habían confesado que planeaban matar a toda la familia,
burlándose de él con algunos de los feos detalles, especialmente en
lo que respecta a sus hermanas y a su madre. Eso había provocado
su última refriega. Una vez que ya no les era útil Jase, provocarlo les
producía un placer enfermizo.
Wren aún parecía poco convencida, pero asintió.
Synové se inclinó inesperadamente y besó la mejilla de Jase. —
Dale eso a Mason de mi parte, ¿quieres? —chistó—. Sé que debe es-
tar extrañándome mucho ahora. Hazle saber que llegué bien. Será un
gran alivio para él.
Jase no pudo reprimir una sonrisa, y tal vez un poco de una eye-
roll. Habíamos escuchado las amenazas de Mason también, sin men-
cionar que sólo lo habíamos visto tolerar a regañadientes sus atenci-
ones en primer lugar. —Se lo haré saber.
Nos quedamos de pie, incómodos, sin querer despedirnos. Me
encogí de hombros. —Entonces supongo que esto es todo.
—Nooo —dijo Synové y guiñó un ojo—. Viene después.
Wren la pinchó con el codo y luego me abrazó. Synové se unió a
ella. —Parpadea el último —susurró Synové antes de soltarme.
—Siempre —respondí.
—Recuerda, Patrei —advirtió Wren mientras se alejaban—, vigila
su espalda o iremos por la tuya.

A última hora de la tarde nos detuvimos en un manantial para


dar de beber a los caballos y descansar. Habíamos calculado el tiem-
po que tardaríamos en volver a Tor’s Watch. De tres a cuatro sema-
nas como mínimo, dependiendo del tiempo. La frescura del otoño
rozaba el aire.
—Lo primero que tengo que hacer cuando llegue a casa es arreg-
lar las cosas con Jalaine y ponerla de nuevo en la arena —dijo Jase—.
Le encanta su trabajo, aunque se queje de él. —Hizo una pausa y mi-
ró el anillo en mi dedo mientras llenaba un odre de agua. El oro bril-
laba bajo el sol—. Y tendrás que quitártelo antes de que volvamos.
—¿Esto? —Hice girar el anillo en mi dedo— ¿Por qué?
—¿Crees que es prudente llevar algo que has robado al rey? Espe-
cialmente cuando queremos que esté de buen humor hacia nosotros
cuando reciba la propuesta.
—¿De qué estás hablando? Ya te he dicho que lo conseguí limpi-
amente. —Le expliqué lo del mercader que me lo dio a cambio de un
acertijo.
Jase descorchó su pellejo de agua y se tumbó en el sombreado
trozo de hierba junto a la fuente. Cruzó las manos detrás de la cabe-
za. —Mi error. Garvin me dijo que creía que habías robado algo del
rey y supuse…
—Bueno, en realidad… lo hice —admití y me senté a su lado—,
pero sólo era un trozo de papel con un nombre, tal vez de un comer-
ciante de hierros. Creo que Paxton puede habérselo dado. Devereux
algo.
Jase giró la cabeza como si no me hubiera oído bien. —¿Qué?
—Devereux setenta y dos. Eso es todo lo que decía.
Se sentó. —¿Devereux? ¿Estás segura?
—¿Por qué? ¿Lo conoces?
Y fue entonces cuando me habló de Zane. Todo sobre Zane. Que
había sido un empleado de Ballenger. Sobre la trampa y que Gunner
me llevó a la fuente para ver si Zane me reconocía. Sobre el interro-
gatorio que siguió. Así fue como Gunner pudo traérmelo tan rápido
esa noche. Lo habían tenido prisionero en el almacén.
—Por eso no te lo dije enseguida, Kazi. Intentaba encontrar las
palabras adecuadas y el momento oportuno una vez que supe con
certeza que era el mismo hombre que describiste. Temía perderte si
sabías que había sido nuestro empleado.
Tardé un minuto en asimilar esta revelación: un empleado, pero
ahora su prisionero. Todavía estaría en Tor’s Watch cuando llegára-
mos allí.
—¿Estás seguro de que Zane dijo que el hombre que le dio dinero
también se llamaba Devereux? —pregunté nalmente.
Jase asintió.
Discutimos lo que esto podría signi car. ¿Era el hombre que le
dio dinero a Zane para los cazadores de mano de obra el mismo
hombre que se nombraba en el papel del rey, el papel que Paxton
podría haberle dado? ¿Para quién trabajaba Devereux? Estas últimas
semanas alguien había estado haciendo campaña para expulsar a los
Ballengers. Había cinco ligas que habían tenido enfrentamientos con
la familia de Jase a lo largo de los años, todos ellos hambrientos por
el control de Boca del In erno y la muy rentable arena. Devereux
probablemente trabajaba para uno de ellos, y ahora el dedo señalaba
a Paxton.
—Quizá Devereux sea el nuevo buhonero de Paxton de día —se
preguntó Jase en voz alta—, y de noche se ocupa de otro tipo de ne-
gocios.
—¿Y el rey? —pregunté—. Encontré la nota sobre él. ¿Podría ser
Devereux su hombre?
Jase frunció el ceño. —No es el rey que conozco. Creo que Monte-
gue se mojaría si se encontrara con alguien que frecuenta los callej-
ones oscuros, y ni hablar de tener las agallas de contratarlo. ¿Y para
qué? No dirige una liga. Es un granjero. No tiene ningún interés en
este juego
Y entonces ambos nos preguntamos sobre Beaufort. ¿Era posible
que hubiera estado trabajando con una de las ligas? ¿Haciendo que
socavaran la posición de los Ballenger en la ciudad a cambio de una
parte del pastel? ¿Era Zane su intermediario? ¿O los planes no esta-
ban relacionados? ¿Una facción conspiradora? ¿O dos diferentes? La
amenaza de Paxton resurgió, cruzar a la persona equivocada puede
meterte en más problemas de los que esperabas. Ten cuidado con lo
que haces.
Jase sacudió la cabeza, pensando. Sabía que le quemaba no estar
en casa. —La última vez que estuve fuera, Gunner lo gestionó todo
bien —dijo nalmente—. Esta vez también lo hará. Y todavía tene-
mos a Zane en custodia. Mi familia no lo dejará ir. Le sacaremos más
respuestas cuando volvamos. —Apretó mi mano—. Y también ob-
tendremos tus respuestas, Kazi. Eso es lo primero. Siento lo que hizo
Gunner.
Miré hacia abajo, recordando las burlas de Gunner. —Las emoci-
ones estaban encadenadas, y él temía por ti —respondí, tratando de
comprender, pero la crueldad de Gunner seguía siendo una herida
abierta en mi interior. Colgó a Zane delante de mí como si fuera co-
mida para un animal hambriento, y luego lo arrebató. Me preocupa-
ba que la familia me perdonara, pero ahora me preguntaba si alguna
vez sería capaz de perdonar a Gunner. Nosotros también obtendre-
mos sus respuestas. El pensamiento me heló. ¿Y si me equivocaba?
¿Y si mi madre no estaba muerta? ¿Y si la Muerte me había engaña-
do?
Jase me miró, sus ojos oscuros de preocupación.
Exhalé un largo y puri cador aliento. —No te preocupes. Lo re-
solveremos —dije—, pero esta vez no habrá secretos entre nosotros,
y trabajaremos en el mismo bando.
Sonrió. —Las probabilidades de Ballenger acaban de duplicarse.
—Me dio un codazo en el hombro hasta que me recosté en la hierba
y me besó la mejilla—. Antes de que se me olvide, todavía te debo al-
go.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—El acertijo que te prometí. El bueno. Me llevó un tiempo. Resul-
ta que no es tan fácil encontrar las palabras adecuadas. —Levantó mi
mano, besando las yemas de mis dedos como si apreciara cada una
de ellas—. Pero a veces hay que decir lo que hay en el corazón mi-
entras se puede, porque tal vez no se tenga la oportunidad más ade-
lante. Cada palabra es tan verdadera como puedo hacerla, Kazi, así
que también puedo decírtela ahora.
Se quitó la camisa del pantalón.
—Jase —dije. —¿Qué estás…?
—Shhh —susurró—. Espera. —Tomó mi mano y la deslizó por
debajo de la tela, presionándola contra su pecho. Su piel estaba cali-
ente bajo mi palma y sentí el ligero latido de su corazón bajo mis de-
dos—. ¿Lista? —preguntó—. Escucha con atención, porque no voy a
repetirme, embajadora Brightmist.
Sonreí. —No te preocupes, Patrei. Sé escuchar. Comenzó, todavía
apretando mi mano contra su pecho.
—No tengo boca, pero mi hambre se alimenta,
Con la mirada, el tacto y la bondad dicha.
No tengo ojos, pero veo un alma,
La única que me hace completo.
Me hincho bajo la palma de un soldado,
Su toque mi aliento, mi sangre, mi calma.
Estoy totalmente perdido, pero completamente encontrado,
Capturado, tomado… un prisionero atado.
Me dolía la garganta. Sabía la respuesta, pero me la jugué. —
¿Una llave? ¿El viento? ¿Un mapa? —Sus labios rozaron los míos
entre cada adivinanza errónea.
—Puede que me lleve un tiempo averiguarlo —dije.
Su boca era cálida contra la mía, su lengua suave, sus manos en-
roscadas en mi pelo. —Tómate el tiempo que quieras.
No teníamos prisa.
Estábamos solos, nos teníamos el uno al otro y teníamos todo un
desierto por delante.
CAPÍTULO 62
El pájaro estaba muerto. Lo había visto caer del cielo. Una docena
de echas habían seguido su vuelo. Una de ellas se había clavado en
el pecho del pájaro. La recogió con sus huesudos dedos y acunó al
pájaro. Tenía el cuello roto y la cabeza caía hacia atrás en un elegante
desvanecimiento sobre su brazo. Ya sabía lo que decía la nota que
llevaba en la pata. Había estado detrás de Jalaine mientras la escri-
bía.
Jase, Kazi, cualquiera,
¡Vengan! ¡Por favor! Samuel está muerto.
Están golpeando la puerta.
Tengo que…
Él había sabido que ella no tendría tiempo de terminar la nota.
Apenas había tenido tiempo de soltar el pájaro. Miró hacia abajo,
donde la echa atravesaba su pecho manchado. Agarró el astil y lo
sacó del pájaro. Un reguero de plumas blancas y vellosas otó hasta
el suelo. No sabía si serviría de algo, pero se lo había prometido a
Jalaine y siempre cumplía sus promesas. Se llevó el pájaro a la boca y
susurró contra las plumas. Todavía no. Hoy no, y luego lanzó el páj-
aro al aire.
Sus alas se tensaron, atrapando la corriente, y voló lejos de la Gu-
ardia de Tor.
ACERCA DEL AUTOR

Mary E. Pearson es la autora de muchas novelas para adolescen-


tes, entre ellas las Crónicas del Remanente, superventas del New
York Times: El beso del engaño, El corazón de la traición, La belleza
de la oscuridad y las aclamadas Crónicas de Jenna Fox. Escribe a ti-
empo completo desde su casa en Carlsbad, California. Visítela en lí-
nea en marypearson.com, o suscríbase a las actualizaciones por cor-
reo electrónico aquí.
CRÉDITOS
Traducción

Hada Isla
Hada Gwyn
Hada Arion
Hada Rose
Corrección Y Revisión Final

Hada Calin
Diseño

Hada Edeielle
Diagramación

Hada Zephyr

También podría gustarte