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CAPITULO 1

Lectura 1

Decir que nuestra realidad está atravesada por la desigualdad no descubre nada nuevo.
Tampoco quiero afirmar que, en tiempos de crisis, las desigualdades se acentúan. Esto
explica que en la actualidad la desigualdad en los países de la OCDE se encuentre en el
nivel más alto desde que empezaron a registrarse estadísticas.

Muchas investigaciones muestran el aumento de la desigualdad entre ricos y pobres, por


ejemplo. Así quedó bien claro en el informe de 2017 de Oxfam: 8 personas (sí, ocho) tienen
la misma riqueza que la mitad más pobre del mundo (8=3.600.000.000). De alguna forma,
las crisis se convierten en el mejor caldo de cultivo para reafirmar y fortalecer la estructura
desigual de la sociedad. En resumidas cuentas: son rentables para los que se encuentran
mejor situados en la jerarquía. 

Pero no es algo que ocurra sólo en lo referente a la economía. En la última década hemos
visto cómo se ha incrementado el recorte de la inversión pública que afecta a las personas
con diversidad funcional (discapacidad), lo que está poniendo a un colectivo históricamente
maltratado en una precariedad digna de vergüenza. Sin embargo, apenas existe
movilización social en contra de estos retrocesos, y la causa tiene, a mi juicio, un fuerte
interés, porque la discapacidad es una de las formas de opresión más intensas a la vez que
toleradas de la actualidad. 

Las personas con discapacidad son discriminadas en el ámbito educativo y alcanzan


inferiores niveles de estudios que el resto de la población; disponen de menos
oportunidades para acceder al mercado de trabajo; hacen frente a restricciones
extraordinarias para participar activamente en la sociedad, y desarrollar una vida afectiva y
social normalizada. (Huete, 2013:21) 

Todas estas desigualdades son toleradas porque en nuestro fuero interno seguimos
pensando que merecen la posición que ocupan en la pirámide social, buscando para ello
justificaciones biológicas: tiene diversidad cognitiva, luego es lógico que fracase en la
escuela; tiene autismo, luego no puede relacionarse con los demás; se mueve en silla de
ruedas, luego no puede venir. Todas estas justificaciones son creencias y/o mitos que
invitan a la segregación. La biología no explica esta desigualdad que llevan aparejadas las
diferencias, lo que nos debería invitar a mirar al lugar adecuado: a las relaciones
desequilibradas que establecemos entre nosotros. 

Tanto es así que no es raro escuchar que lo mejor para las personas con diversidad
funcional es escolarizarse en un centro específico, porque la escuela ordinaria no atiende a
sus necesidades. 
Actividad 1

Desde este punto de vista, te invito a hacer las siguientes reflexiones: 

 ¿por qué crees tú que la « escuela ordinaria » no atiende a sus necesidades? 


 ¿Atiende a las necesidades del resto del alumnado? 
 ¿La exclusión que sufren los niños y niñas con diversidad funcional en las escuelas
no depende de nosotros?, ¿Qué opinas tu al respecto?

Parecería que no, en vista de los últimos movimientos al respecto del Tribunal
Constitucional en España: en el año 2014 ratificó que Daniel y Rubén no tienen derecho a
acudir a un centro ordinario. El autismo y el síndrome de Down los han tapado hasta
eliminarlos como sujetos con derechos, a pesar incluso de que el último Informe de la
Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos dejara
claro que las evaluaciones psicopedagógicas no pueden ser excusa para la segregación. Esto
me escandaliza. Pero a mí, como pedagogo, me preocupa más que los que deberíamos
haber sido aliados de Daniel y Rubén (los profesionales de la educación) nos hemos
convertido en sus obstáculos. El autismo y la trisomía (aquello que los hace indignos de la
escuela donde mandamos al resto de nuestros hijos e hijas) no está en ellos, sino en nuestras
cabezas. El merecimiento de la exclusión no tiene que ver con sus biologías, sino con la
dominación y la jerarquía que establecemos entre nosotros y ellos. Y en este juego, ellos
son excluidos pero conservan su dignidad; nosotros, incluidos pero la perdemos; y todos
nos deshumanizamos. De ahí que el padre de Rubén me manifestara hace unos días que la
crisis material no era nada frente a la moral. Porque todos y todas con nuestras actitudes
hemos sacado a Daniel, a Rubén y a tantas otras personas de las escuelas comunes. 

Hace 60 años, una niña llamada Ruby Bridges Hall, fue la primera afroamericana que
asistió (escoltada) a un colegio hasta entonces sólo para blancos. Imagino lo que dirían los
demás padres y madres, que sacaron a sus hijos del centro. También imagino lo que
pensarían los jueces, y la mayoría de los docentes... Algo parecido deben estar viviendo las
familias de Rubén y Daniel cuando reclaman el derecho de sus hijos a lo que hoy siguen
siendo colegios sólo para normales. 

Cuando entré vi a una mujer que dijo: «Hola, soy tu maestra -mi nombre es Sra. Henry». Lo
primero que pensé fue, «¡Es blanca!», porque nunca había tenido una profesora blanca y no
sabía qué esperar. Resultó ser la mejor maestra que jamás tuve y amé la escuela por ella.
Era una mujer que había llegado desde Boston para enseñarme porque los profesores de la
ciudad rehusaban darle clase a niños negros. Fue como una segunda madre para mí y nos
convertimos en las mejores amigas. (Ruby Bridges) 

Barbara Henry, la maestra, fue la herramienta que Ruby necesitaba para dejar de ser
discriminada. Las familias de Daniel y Rubén están luchando para que sus hijos puedan
dejar de ser ciudadanos de segunda, y esperan que la Convención Internacional de los
Derechos de las Personas con Discapacidad les ampare en el Tribunal de Estrasburgo. 

Requieren del apoyo de la ciudadanía, como lo debieron necesitar los padres de Ruby. Y no
puedo dejar de preguntarme qué podríamos hacer de la sociedad, en qué se podría
transformar nuestra realidad, si los profesionales de la educación consiguiéramos dar el
paso de entender a Daniel, a Rubén y a Ruby como personas radicalmente iguales a
nosotros mismos. Me ilusiona pensar que esa humilde y singular maestra, que hizo de
puente entre la sociedad injusta y Ruby, podría florecer en nuestro interior. Cada día, en
cualquier sitio, con cada Daniel y con cada Rubén. Dinamitando silenciosamente lo que
hasta hoy es el legítimo derecho a discriminar.

Actividad 2
Visiona este video: El milagro de Ana Sullivan (1962)

La historia que narra la película es un hecho real y muestra la capacidad del ser humano de
aprender cuando se crean las condiciones necesarias para ello. Una de esas condiciones
queda reflejada en la capacidad de la maestra de creer en la niña y buscar y buscar una
forma de comunicarse con ella, de tener paciencia, de ser perseverante en un
acompañamiento respetuoso, que permita establecer un vínculo de confianza entre profesor
y estudiante. 

¿Cuántas veces, en nuestra vida hemos contado con una maestra así, que crea en nosotros
tantas veces como sea necesario? 

Te invito a reflexionar sobre esto y buscar en tu vida actual, qué podrías cambiar o mejorar
para acompañar a tus hijos, a tus estudiantes o a otros seres humanos cuando les cueste
aprender algo.

¿Cómo es la realidad que vives en tu entorno (familia, escuela, amigos) con respecto a la
inclusión o discriminación de personas?, 

¿Te has dado cuenta si en algún momento has discriminado o incluido a alguien por su
discapacidad o color de piel, o nacionalidad, etc.?, 

¿Cómo te has dado cuenta?


CAPITULO 2

Lectura 2

Acabo de llegar de una reunión con un grupo de docentes y familias. Llegué tarde, casi
cuando iba a finalizar. Al sentarme percibí las ganas de terminar con aquella reunión tras
una larga jornada de trabajo. En otras ocasiones he sido yo el que deseaba marchar a
cuestiones más agradables. En realidad también hoy… Pero allí estaba, escuchando la
exposición de un maestro acerca de la búsqueda de apoyos en el aula para niños con
autismo. A esos apoyos, personas que voluntariamente no se separan del niño asignado
durante el horario de clase, les han denominado “sombras”. Otro nombre tétrico para
engrosar la tenebrosa historia de la educación de las personas con discapacidad.

Escuchaba a ese profesor, líder del grupo, que se iba creciendo al argumentar que poner una
sombra es permitirle estar en el aula ordinaria. Los demás asentíamos o callábamos. “Es
que es peligroso. Estos niños podrían incluso hincarle un bolígrafo a un compañero…” En
unos minutos el discurso pasa de las sombrías tinieblas para salvar la vida de los
malogrados niños con autismo, al terreno de los miedos: a las familias por la integridad
física de sus hijos; al profesorado por la posible atribución de responsabilidades. El
tenebroso mensaje, sin ser explícito, es claro: deberíamos sacarlos de aquellas aulas
ordinarias…

Sin embargo, hasta aquí habíamos llegado a lugares tristemente comunes. Lo que hizo
acabar con mi silencio en aquella reunión fue algo menos evidente: la apropiación del otro.
Había comenzado el canibalismo. Ese hombre, líder, con reputación, empleo remunerado,
valoración social, afectos… comienza a fagocitar a niños por tener autismo: “Con las
sombras estamos salvando a niños de aula específica, ¡a niños que son de aula específica!”
Como si el aula específica estuviera en los genes. Como si el aula ordinaria fuera suya y de
los docentes y las familias allí reunidas. Como si la madre que unos días antes lloraba al
predecir todo esto no supiera nada de esto de educar. Como si esa aula no fuera también de
su hijo. Como si ella apenas fuera completamente madre.

No pude callar. Y no quise callar. Y no lo hice, porque aunque la mayoría descalificase lo


que yo argumentaba por utópico o teórico, tenía que desenganchar el liderazgo, la
reputación, el empleo, la valoración y los afectos de los presentes del hijo de aquella madre.
¡Nadie salva a nadie! ¡Es esa relación tétrica la que mata, y no la tragedia inventada sobre
el impedimento! ¡Las escuelas son de todos y no son de nadie! 

Estar al lado de la persona con discapacidad nace de dos emociones, bien distintas a las que
tratan de inocular las instituciones: primero la ira, como un movimiento enérgico de
rebelión que supera el miedo. Esa ira es la que hace años me permitió transformar la forma
de pensar la discapacidad, al sentir la opresión en la propia piel. Y es la ira la que me hizo
temblar en esta reunión, porque ese niño peligroso, hijo de esa madre dudosa y necesitado
de esa figura tenebrosa era también yo en aquella mesa. Y es en ese momento que mi
relación con el niño se convierte en incondicional: ese niño y no otro es el niño. El que
tiene que educarse.

Actividad.

Cierra un momento los ojos, respira profundo un par de minutos e identifica que emociones
te produce a ti relacionarte o estar en contacto con niños con alguna discapacidad.

Te invito a indagar contigo mismo ¿Qué entiendes tu por discapacidad?

3. Tomamos partido
En realidad, todos y todas sabemos que a cada momento estamos tomando partido. Siempre
lo sabemos, pero preferimos ignorarlo. Me ayuda a pensarlo, como siempre, el hecho de
situarlo en lo concreto, en lo mundano, en lo cotidiano, en la realidad. No termino de
entender cómo teorizar, cómo se genera un conocimiento desde una realidad concreta para
despojarlo más tarde de la realidad de la que nace. Es un engaño que no paramos de hacer,
y que pudiera justificar las generalizaciones que se desarrollan en el terreno educativo.
Pongo un ejemplo: se caracteriza a un grupo de personas, se extrae de ellas lo que
llamamos “síndrome” y teorizamos generalizando que las características de ese síndrome
están en las personas. A partir de entonces, la persona deja de importar, porque conocemos
el síndrome. Y ya lo sabemos todo sobre ella, luego no hay que conocerla. Es previsible, es
predecible, está predeterminada. Por eso, de forma expresa o implícita, trato de no
abandonar a la persona que me nutre. Cuando generalizamos estamos tomando partido.

Y se trata de una forma de tomar partido, en dos sentidos: en el sentido de engañar para no
decir que mi conocimiento es muy limitado y tiene grandes lagunas, con lo que condiciono
a los demás a demostrar que su conocimiento no tiene fisuras; y tomo también partido en el
sentido de resistir a la construcción del conocimiento pedagógico a través de
generalizaciones que dejan en la oscuridad y los márgenes a las personas a partir de las
cuales se generó.

Tomamos partido, sí. Y de las distintas formas de ese tomar partido, la historia ha dado
cuenta de pedagogías bien diferentes. Porque no es lo mismo educar para mantener el orden
actual, que tratar de transformar la realidad. Y quienes de verdad quieren modificarla son
aquellas personas desheredadas, marginadas y estigmatizadas. Esas son las que buscan y
necesitan los cambios. Las que menos miedo tienen a perder lo que tienen. Por eso quien
vive así, en el filo de la navaja, es quien constituye una esperanza para todos y todas. En
quien siente la realidad (prede)terminada, se agota la posibilidad.

No hay neutralidad. Por eso es importante preguntarnos de qué lado estamos. Porque
siempre tomamos partido, aunque no se perciba; y porque estar del lado de quien sufre o
está en desventaja es también estar del lado de quien es fuerte y tiene ventaja. Es en ese
encuentro radical con la otra persona que renacen los dos. En la medida en que me
encuentro conmigo gracias a la otra persona, tomar partido por el oprimido es también
hacerlo por mí mismo. Lo entiendo como una liberación mutua: yo dejo de presionar para
que la otra persona se adapte al molde que hemos diseñado, y es la otra persona la que me
permite a mí cuestionar los límites invisibles que tampoco me dejan ser. Desde este punto
de vista, yo ya he pasado al otro lado: también constituyo una esperanza. Y este es un
lenguaje que interrumpe el orden natural de las cosas, porque permite la transformación de
las realidades injustas que se han naturalizado. Y eso conlleva la tarea de tener que hacer un
esfuerzo continuado para no seguir ese orden naturalizado. Es interrumpir una cultura que
tiene la inercia de la tradición y de muchos intereses.

Definitivamente la clave está en haber escuchado primero. Permitir que la otra persona te
diga, reconocer la legitimidad de su discurso y dejar que modifique el mío. Porque si no
conozco –si no la conozco–, necesariamente continúo en la generalización, el prejuicio y la
predeterminación. Continúo encarcelando y encerrado en la caverna. Tomando partido por
la muerte del ser humano, porque mi postura es entonces negar las diferencias.

Sólo hallo un riesgo (grande, no lo niego) en esto. Cuando nos hacemos conscientes de
nuestras estrechas percepciones del mundo, a menudo lo dejamos todo igual excepto lo que
atañe a la otra persona. Lo he visto hace poco cuando unos maestros trataban de convencer
a una madre de los beneficios de repetir curso, o de la escasa importancia de las
calificaciones. Relativizamos todo, pero solo para esa niña por su condición. Y las
calificaciones, los agrupamientos y los ritmos endemoniados vuelven, otra vez, a quedar
impensados. Y la niña en cuestión, otra vez pisoteada.

Actividad 1

Cierra un momento los ojos, respira profundo un par de minutos e identifica que emociones
te produce a ti relacionarte o estar en contacto con niños con alguna discapacidad.

Te invito a indagar contigo mismo ¿Qué entiendes tu por discapacidad?

Lectura

En realidad, todos y todas sabemos que a cada momento estamos tomando partido. Siempre
lo sabemos, pero preferimos ignorarlo. Me ayuda a pensarlo, como siempre, el hecho de
situarlo en lo concreto, en lo mundano, en lo cotidiano, en la realidad. No termino de
entender cómo teorizar, cómo se genera un conocimiento desde una realidad concreta para
despojarlo más tarde de la realidad de la que nace. Es un engaño que no paramos de hacer,
y que pudiera justificar las generalizaciones que se desarrollan en el terreno educativo.
Pongo un ejemplo: se caracteriza a un grupo de personas, se extrae de ellas lo que
llamamos “síndrome” y teorizamos generalizando que las características de ese síndrome
están en las personas. A partir de entonces, la persona deja de importar, porque conocemos
el síndrome. Y ya lo sabemos todo sobre ella, luego no hay que conocerla. Es previsible, es
predecible, está predeterminada. Por eso, de forma expresa o implícita, trato de no
abandonar a la persona que me nutre. Cuando generalizamos estamos tomando partido.

Y se trata de una forma de tomar partido, en dos sentidos: en el sentido de engañar para no
decir que mi conocimiento es muy limitado y tiene grandes lagunas, con lo que condiciono
a los demás a demostrar que su conocimiento no tiene fisuras; y tomo también partido en el
sentido de resistir a la construcción del conocimiento pedagógico a través de
generalizaciones que dejan en la oscuridad y los márgenes a las personas a partir de las
cuales se generó.

Tomamos partido, sí. Y de las distintas formas de ese tomar partido, la historia ha dado
cuenta de pedagogías bien diferentes. Porque no es lo mismo educar para mantener el orden
actual, que tratar de transformar la realidad. Y quienes de verdad quieren modificarla son
aquellas personas desheredadas, marginadas y estigmatizadas. Esas son las que buscan y
necesitan los cambios. Las que menos miedo tienen a perder lo que tienen. Por eso quien
vive así, en el filo de la navaja, es quien constituye una esperanza para todos y todas. En
quien siente la realidad (prede)terminada, se agota la posibilidad.

No hay neutralidad. Por eso es importante preguntarnos de qué lado estamos. Porque
siempre tomamos partido, aunque no se perciba; y porque estar del lado de quien sufre o
está en desventaja es también estar del lado de quien es fuerte y tiene ventaja. Es en ese
encuentro radical con la otra persona que renacen los dos. En la medida en que me
encuentro conmigo gracias a la otra persona, tomar partido por el oprimido es también
hacerlo por mí mismo. Lo entiendo como una liberación mutua: yo dejo de presionar para
que la otra persona se adapte al molde que hemos diseñado, y es la otra persona la que me
permite a mí cuestionar los límites invisibles que tampoco me dejan ser. Desde este punto
de vista, yo ya he pasado al otro lado: también constituyo una esperanza. Y este es un
lenguaje que interrumpe el orden natural de las cosas, porque permite la transformación de
las realidades injustas que se han naturalizado. Y eso conlleva la tarea de tener que hacer un
esfuerzo continuado para no seguir ese orden naturalizado. Es interrumpir una cultura que
tiene la inercia de la tradición y de muchos intereses.

Definitivamente la clave está en haber escuchado primero. Permitir que la otra persona te
diga, reconocer la legitimidad de su discurso y dejar que modifique el mío. Porque si no
conozco –si no la conozco–, necesariamente continúo en la generalización, el prejuicio y la
predeterminación. Continúo encarcelando y encerrado en la caverna. Tomando partido por
la muerte del ser humano, porque mi postura es entonces negar las diferencias.

Sólo hallo un riesgo (grande, no lo niego) en esto. Cuando nos hacemos conscientes de
nuestras estrechas percepciones del mundo, a menudo lo dejamos todo igual excepto lo que
atañe a la otra persona. Lo he visto hace poco cuando unos maestros trataban de convencer
a una madre de los beneficios de repetir curso, o de la escasa importancia de las
calificaciones. Relativizamos todo, pero solo para esa niña por su condición. Y las
calificaciones, los agrupamientos y los ritmos endemoniados vuelven, otra vez, a quedar
impensados. Y la niña en cuestión, otra vez pisoteada.
CAPITULO 3

Lectura 1

No es cierto. Nadie se hace a sí mismo. Como si pudiéramos construirnos al margen de


nuestro entorno… Esa es una de las falacias de una sociedad individualista que requiere de
la escuela una respuesta contundente: somos seres sociales, y debemos buena parte de
quienes somos a los demás, especialmente a nuestras familias. Por eso, las escuelas y los
docentes tenemos tanto que aprender de ellas, porque en ellas podemos encontrar los
esquemas de nuestro alumnado, sus culturas de pertenencia, sus dificultades y retos… sus
mochilas experienciales.

Sin embargo, a menudo lo que hacemos es robar el lenguaje y el discurso al alumnado y a


sus familias. Traigo aquí algunos ejemplos. En una ocasión escuché a una maestra decir a
las familias de su alumnado: “Aquí no se viene a jugar. Aquí se viene a aprender”. Y se
imposibilitó que el aprender coincidiera con el jugar. También en las escuelas sustituimos a
menudo el movimiento por la psicomotricidad, y le damos unas horas a la semana; con ello
convertimos el movimiento en excepción.

Algo parecido ocurre con la comunicación, que la cambiamos por una asignatura. A esa
asignatura la denominamos Lengua, y a menudo impide hablar. Así comunicarse queda
prohibido. Y la vida escolar va siendo obsesivamente controlada. Para ello condicionamos
al alumnado, canjeando aprendizajes por notas, y al conseguirlas eliminamos el valor de lo
aprendido, que se convierte en la anécdota. Y se va destilando lo aprendido, que pierde en
el camino lo que tenía de divertido, de dinámico, de comunicativo, de valioso. Vaciado de
todo, ya solo queda lo que la escuela paga por él.

Todavía más. Hay niños a los que convertimos en un autistas, y les obligamos a serlo
mientras decimos sin pudor que sus madres no lo aceptan. Y lo que una madre no acepta es
que su hijo esté en otro mundo, porque ella quiere que esté en el nuestro, pero los
profesionales ya le hemos robado el lenguaje.

Esta forma de proceder desarma al alumnado y sus familias ante prácticas que conducen a
muchos niños y niñas a itinerarios excluyentes, a la cosificación y a la muerte social y
educativa. Se trata de una realidad que recorre a diferentes colectivos: inmigrantes,
poblaciones empobrecidas, alumnado de clase trabajadora, colectivo LGTB+,  niños y
niñas estigmatizadas con la discapacidad… Cada uno de  ellos son definidos por las
escuelas, y el lenguaje de las escuelas les obliga a abandonar sus demandas. Estos
colectivos, uno a uno, van siendo desarmados y desmovilizados, en buena medida a través
del poder de la normalidad; sus diferencias son transformadas en identidades definidas por
el poder.

Todo esto, aunque pueda no parecerlo, no es algo ajeno al profesorado. Los maestros y
maestras, el profesorado de cualquier materia, orientadores, especialistas… Todos ellos
fueron objeto en su día de una gran transferencia de poder que les convirtió en docentes: el
poder de definir al otro. Los docentes nos hacemos agentes de un proceso en el que se
obliga al alumnado a conformar un esquema dicotómico: camuflarse en la norma renegando
de las diferencias o convertirse en lo contrario, en lo anormal. En esta situación nos
encontramos, aunque no nos guste pensarlo y mucho menos decirlo.

Hay que revolver las aguas mansas de la escuela segregadora y homogeneizadora, y eso
tiene que nacer de las experiencias de la gente. De experiencias reales, que duelen en los
cuerpos y las mentes de personas que tenemos alrededor, a pesar de que no queramos
verlas. Como cuando un estudiante, futuro maestro educación infantil, lloró mientras
hablábamos en clase de las historias de vida de niños en desventaja sociocultural. En su
trabajo final me escribió:

Algunos días me lo has hecho pasar regular -me decía- pero lo que no imaginas es cuánto te
lo agradezco. Eso sí, confieso que en algún momento hubiera corrido como un niño
pequeño a que me abrazaras, y es que al final, lo que vives en la infancia te marca, es algo
que va intrínseco contigo, algo de lo que no te puedes separar aunque duela.

Un niño herido en el interior de mi alumno. ¡Qué etapa sensible es la infancia! El daño,


pero también los cuidados y el afecto, nos acompañan para toda la vida y pasan a formar
parte de nosotros mismos. ¿Cómo podemos obviar esto, que es lo sustancial, para dedicar
nuestros esfuerzos a lo anecdótico?

Tengo una gran esperanza depositada en la educación, como la tengo en los lenguajes
amorosos de las madres. Los docentes tenemos que aprender de ellas a vincularnos con
cada uno de nuestros alumnos y alumnas de forma incondicional, y a asentarnos en los
sueños, que pueden trascender la realidad actual. El mundo es así hasta que decidamos que
cambie, y cada día puede constituir una fiesta para que esas transformaciones necesarias se
produzcan. Como maestros tenemos una gran responsabilidad para alimentar las
necesidades educativas reales de los niños y las niñas, que no las dicta ningún informe
internacional. Muchas de esas necesidades son emocionales, otras tantas requieren un
desafío al poder, y todas ellas requieren un profundo respeto al ser humano.

Tengo esperanza en la educación, sí, como un proceso esencialmente humano y que


trasciende enormemente el rendimiento. Pero por encima de todo tengo esperanza en las
personas, y en especial en aquellas que ejercen el magisterio. He conocido a maestros y
maestras excepcionales, y a futuros docentes dispuestos a subvertir el poder que se les
transfiere para devolver el lenguaje y la palabra a los niños y sus familias. Se necesita
valentía para hacerlo. A veces, esa valentía se manifiesta con un abrazo, como decía mi
alumno. Quizás la mejor herramienta con la que prepararnos sean las actitudes y los
lenguajes de nuestras madres y de las madres de nuestro alumnado. Porque no, nadie se
hace a sí mismo. Y no es fácil aceptar nuestras limitaciones.

Se necesita valor porque es una compleja tarea la de educar, y porque la verdadera


educación es un acto revolucionario que anida dentro de las personas y en el espacio que
hay entre ellas. Se necesita valentía para educar de verdad hoy, y la determinación a valorar
las diferencias. Adelante.

Actividad 1
Te invito a observar, un par de minutos, a distintas personas de tu entorno, cómo caminan,
cómo hablan, sus gestos, movimientos, etc. Tan sólo observar y te invito a indagar en ¿qué
hace diferente a cada uno de ellos?, ¿Dónde crees que está esa línea que separa a la
deferencia entre personas y la discapacidad?, ¿Cómo convives tu con esta dualidad
personas diferentes y/o personas discapacitadas?

Para profundizar en tus apreciaciones te invito a visionar este video.

Video: Lo Invisible, lo indecible, lo detestable


Lectura 2
Hace algún tiempo que, en mi docencia a futuros educadores, vengo tratando de desandar
ese camino que entendemos errado y que ha ido eliminando la realidad con la excusa de
haber hallado la categoría. Como la pretendida solvencia del conocimiento experto sobre la
realidad que desconoce. Llegamos incluso a sustituir la realidad por la teoría, lo que en las
realidades humanas conlleva convertir a las personas en cosas; así se pisotea a las personas.
De ahí que ellas denuncien una y otra vez –con palabras, con gritos, con patadas, con
llantos, hasta con enfermedades– que los reducimos a lo que no tienen o no son. Pero no
queremos oír esas voces en forma de grito, de enfermedad, de violencia; ¿no son acaso esas
las palabras pisoteadas? Hacemos como si no hubiera voz al otro lado. Tanto es así que los
académicos nos creemos comprometidos cuando desarrollamos el discurso de "dar voz",
dando por sentado que no la tienen. Dar voz, o cómo seguir robándola. ¡Qué arrogancia la
nuestra! ¡Qué posiciones tan distintas las que vivimos los profesionales y esa joven madre,
pero sobretodo qué desigualdad las sostiene!

En cualquier caso reconozco que es todo siempre más complejo. Pareciera que
necesitáramos tener todo bajo control. Predecir lo que ocurrirá. Determinar lo
indeterminado. Nos sumergimos en el miedo a lo variable, y esto envenena la realidad. No
sólo a la interpretación de la realidad, sino a la realidad, si es que ambas cosas pudieran
pensarse por separado. Te cuento una historia que creo ilustra bien este proceso.

Ocurrió en clase el pasado curso. Yo me afanaba en hacer ver que las categorías provocan
que nos desentendamos de la realidad. Ejemplificaba que el síndrome de Down no existe en
abstracto, y que al concretarlo eclipsa a la persona que lo porta. Entonces una estudiante
comentó que su experiencia le había demostrado la utilidad de algunas etiquetas, y se
dispuso a compartir una realidad reciente que había vivido al comenzar sus prácticas como
futura maestra de educación infantil: el primer día que entró en el aula, la maestra tuvo que
ausentarse durante un rato, en el que ella quedó al cargo de aquel grupo de niños y niñas
desconocidos. Su relato se dirigió desde entonces a explicar su dificultad para detener a un
niño, que no paraba de moverse por el aula sin prestarle atención. Yo imaginaba a esa
estudiante haciendo lo imposible para que el pequeño le atendiera. Pasado un rato, la
maestra de la clase volvió al aula, e informó a aquella desconcertada estudiante en
prácticas: "Es que ese niño es autista". Entonces mi alumna nos explicó que aquella
categoría, que condensaba el conocimiento científico acumulado, le ofreció mucha
información que le ayudaría para relacionarse con él. Y no niego que ese conocimiento
pueda tener utilidad, pero algo murió al recibir esa explicación. Le pregunté a mi alumna
qué sintió al escuchar aquello, y su respuesta fue un sonoro suspiro. Respiró aliviada.
Aliviada porque lo indeterminado ya se había terminado. La variable se convirtió en
segundos en invariable. La investigación iniciada por ella para conectar con el niño quedó
extinguida. Las posibilidades de comunicación genuina quedaron sustituidas por protocolos
técnicamente adecuados. La inquietud y desasosiego por conocer se desvaneció al oír sólo
dos palabras: "es autista". Esa respuesta mata cualquier pregunta previa. Y lo que toca es
tratar a ese niño como dice el DSM, que desconoce al pequeño y a la aprendiz de maestra,
que son pisoteados de nuevo. Como pisoteado queda el lenguaje que estaban inventando.
Ya nunca podrán conocerse.

Me queda apuntar una última idea. Nos hemos acostumbrado a hablar de educar
prescindiendo del proceso de conocerse y de la relación amorosa. No puedo entender
(siento mi simpleza) una relación educativa como conjunto de técnicas, a pesar de que
contenga espectaculares fuegos de artificio metodológicos. Sólo me cabe entender la
educación como un acto de sinceridad, que responde a esa relación amorosa. Y la
sinceridad no aparece en la aplicación de protocolos que niegan la voz de ambas personas y
la posibilidad de construir nuevos lenguajes. La escuela como institución lleva años
desalojando la sinceridad y la relación verdadera de sus muros, porque no valora a las
personas que la habitan. Ignora, silencia y mutila sus voces. Y al educar no puedo –como
diría Freire– irrespetarte.

CAPITULO 4

A lo largo de nuestras vidas vamos construyendo nuestras identidades en esta sociedad


globalizada capitalista, en la que la hegemonía entra en conflicto con la diversidad y la
subjetividad. Nos interesa revisar algunos retos y oportunidades que tiene la educación para
atender a la construcción de las identidades minoritarias y que éstas no queden en los
márgenes de la globalización.

El análisis que hemos realizado nos induce a pensar que la cultura de la sociedad
globalizada está dominada por ciertos grupos y colectivos, y que en ella apenas se
reconocen los aportes de los colectivos desfavorecidos. La cultura y el currículum sobre los
que se sustenta la institución escolar tampoco son neutrales, ni asépticos, ni recogen los
aportes, valores y significados de los grupos y comunidades culturales que en ella
conviven. Como afirma Bruner, “los currículos escolares y los ‘climas’ del aula siempre
reflejan valores culturales no articulados, así como planes explícitos; y esos valores nunca
están muy apartados de consideraciones de clase social y género, o de las prerrogativas del
poder social” (Bruner, 1997:44).

De ahí que como hemos visto, se produzcan conflictos entre el mundo de significados de la
institución escolar (identidad legitimadora), y el mundo de significados de los alumnos
procedentes de colectivos desfavorecidos (identidad de resistencia). Y el conflicto al que
tendríamos que abrir los ojos está servido. En 2006, la popular revista XLSemanal publicó
un reportaje muy significativo sobre esta realidad. Bajo el título “Profesores en pie de
guerra”, un grupo de docentes hablaba de “sabotaje de las clases”, llevados a cabo por “los
objetores escolares, que van sin libros y están allí como muebles o molestando” (Navarro,
2006:24-28). El alumnado en desventaja, por su parte, nos ha reiterado en diferentes
investigaciones ideas similares a la que nos muestra a continuación Francisco, un alumno
de ESO: “(Los profesores) Son todos iguales (...) En mi instituto están zumbados, no
explican una cosa, a lo mejor no la entendemos y nos ponen un control: vamos a suspender
y nos echan las culpas a nosotros por no estudiar, y no nos explican a nosotros bien.

¿Nosotros qué culpa tenemos si no lo entendemos?” (Sepúlveda y Calderón, 2002). Se trata


de un conflicto que enfrenta a dos grupos, los docentes y el alumnado que sufre fracaso
escolar, con diferentes intereses y un alto grado de incomunicación. Ambos grupos están
construyendo y consolidando sus identidades mediante la adaptación y la resistencia. La
pregunta es cómo dar una salida crítica e interpretativa a ambos colectivos y a las personas
que los integran, de modo que podamos salir airosos de un momento de crisis tan negativo
como potencialmente educativo. Ante estos conflictos, y si queremos propiciar una escuela
más inclusiva que respete y atienda a las diversas identidades, la solución más educativa no
es seguir obviando el conflicto.  

Cuando en las aulas se eluden o anulan los conflictos existentes entre las diversas
identidades que conviven dentro de ella, la institución escolar pasa a convertirse en un mero
agente socializador de las identidades legitimadoras, sometiendo a los chicos y chicas a
interiorizar a la fuerza un sistema de valores, normas y significados que, aunque
legitimados por los grupos hegemónicos, en muchas ocasiones son injustos y no dan
respuestas a sus necesidades materiales y simbólicas. En este sentido, la institución se
convierte en un espacio de dominación, en el que los individuos son represaliados –a través
del sistema productivo y de las sanciones puntuales que desarrolla la escuela a través del
profesorado– si no se adaptan o se resisten a las pautas culturales que la definen. Con ello la
escuela queda lejos de ser ese lugar de encuentro en el que el sujeto (se) interprete y
proyecte, de forma autónoma y libre a través de la comunicación con los otros. La escuela,
para cumplir una función más educativa, debe propiciar la construcción de identidades de
interpretación. 

Para ello, es muy ilustrativo el modelo ecológico de Doyle (1977), en el que divide la
actividad de la escuela en la estructura de tareas académicas y la estructura de participación
social. Respecto a la primera, resulta obligado, a la vista de lo argumentado en estas
páginas, revisar nuestra concepción del currículum escolar, demasiado centrado aún en
materias, dominado por el modelo transmisivo y estructurado por niveles, presuponiendo
un desarrollo homogéneo del alumnado. 

Basar el trabajo académico en metodologías de enseñanza que potencien el descubrimiento,


la experimentación y la investigación ofrecería la oportunidad de acercar la cultura escolar
a las realidades del alumnado, lo que resulta imperioso en los casos que abordamos en este
artículo. Los chicos y chicas en desventaja –inmigrantes, personas nombradas por la
discapacidad, chicos y chicas procedentes de contextos marginales, etc. – demandan poner
en contacto sus culturas de procedencia con la que se pretende desarrollar en la escuela.
Esta es la única forma en que puede tener lugar el conflicto cognitivo para desarrollar
aprendizajes significativos y relevantes. 
Sólo así pueden poner en crisis los nuevos significados aportados por la escuela, cuando
tienen que ver con su conocimiento y estructura cognitiva previa. Por ello, la situación
demanda de nosotros redefinir nuestra concepción del profesorado y la docencia (Esteve,
2003), entendiendo que nuestra labor está en provocar aprendizajes más que en profundizar
en la transmisión, ya sea ésta a través de métodos tradicionales o mediada por las nuevas
tecnologías, que se dibujan como la salvación de la educación en la sociedad global.

Sin embargo, esta visión de la enseñanza se queda coja. Al hacer mención a la estructura de
participación queremos hacer hincapié en la necesidad de reestructurar las relaciones que se
establecen en el entorno escolar. Lo dicho anteriormente posibilita la construcción del
pensamiento y la identidad del alumnado de manera relativamente autónoma, pero
continuaríamos viendo acotada su potencialidad debido a las restricciones a las que somete
el contexto social y que ya hemos analizado. Sólo hace frente a la necesidad de provocar el
conflicto interior.

La educación dialógica es la que se convierte en la piedra de toque de la construcción de


identidades más allá de la hegemónica, porque posibilita la transformación de visiones al
poner en contacto real a las diferentes partes implicadas en los conflictos que sufrimos
docentes y alumnado sin abordar decididamente. 

Esto pasa por facilitar a las personas y los grupos que desarrollen la cultura a partir de sus
necesidades, referentes y circunstancias habituales, que en diálogo crítico con los de los
demás, amplíen sus horizontes ideales y materiales, y sirvan como reactivo para mejorar
sus contextos (Ruiz Román, 2003). Por lo tanto, para la construcción de identidades desde
la interpretación, el conflicto no se debe anular ni obviar, sino que de éste se debe hacer un
momento educativo para que, a través del diálogo, los sujetos puedan interpretar los
significados que se ponen en juego en el mismo, para posteriormente proyectarse de manera
autónoma. Educar desde el diálogo supone asumir de manera clara la dimensión política de
la educación (Freire, 1985) haciendo hincapié en dos de los pilares de la actividad
educativa: aprender a vivir juntos, y en un contexto en el que todos podamos participar,
aprender a ser (Delors, 1997). 

Educar desde el conflicto supone entender que la realidad debe ser construida entre todos, y
que con ello todos saldremos ganando, ya que la educación es un proceso en el que la forma
juega un papel decisivo. Educar desde el conflicto parte de la intención de construir un
mundo mejor, en el que cada alumno y alumna pueda decidir cómo ser, pero esto nos exige
a los docentes una apuesta decidida: andar caminos inexplorados, que nos exponen a la
incertidumbre, pero que nos sitúan ante la esperanza de dar sentido a nuestra función como
docentes; de reconstruir nuestra identidad como docentes acercándonos a los márgenes de
la globalización.

Actividad

Partiendo del supuesto que todos podemos somos diferentes e incluso puede que hayamos vivido en
carne propia la discriminación en algún momento de la vida, ¿Qué podrías aportar tú, desde tu
experiencia, para un mundo mejor?, para reducir al mínimo posible el hacer sentir a otros
discrimado?, Piensa en cosas sencillas que podrías hacer, cosas sutiles, sencillas y te invito a por
una semana, elijas una acción que depende solo de ti, para aportar a un mundo mejor, sobre todo es
estos momentos de tanta incertidumbre.

CAPITULO 5

Para analizar la manera en la que se han legitimado muchas de las acciones “educativas”
escolares en base a un modo de concebir las relaciones nos vamos a detener a examinar
cómo se ha ido configurando el modelo hegemónico actual de interacciones, que arrinconan
a aquellos a los que la historia y la ciencia han arrebatado sus derechos y la oportunidad de
demostrar sus competencias. En este sentido, creemos necesario ahondar en la relación que
se establece entre el profesorado y el alumnado. Estas relaciones a menudo generan
dependencia e imposibilitan que el alumnado pueda desarrollarse con confianza en sí
mismo y con suficiente espacio para recuperar la responsabilidad en la toma de decisiones,
y en la creación y recreación del espacio convivencial, tanto en lo referente a las relaciones
humanas como en las que entablamos con la naturaleza (Silva, 2004). 

Freire hace una separación radical de dos concepciones de la educación, muy dependientes
del modo de afrontar el binomio educador-educando: la bancaria, que sirve a la dominación
al entender a las personas como seres pasivos y concibe como bien “educada” a la persona
que mejor se adapta al mundo, la concepción bancaria de la educación “desfigura
totalmente la condición humana del educando” (Freire, 1973:17); y la problematizadora,
que respondiendo a la intencionalidad de la conciencia, implica la acción y la reflexión de
los educandos sobre el mundo para transformarlo, sirviendo de liberación (Freire, 1992).
Estas dos concepciones —bien simplistas, pero para nada ingenuas— entablan estrechas
relaciones con las cosmovisiones que venimos trabajando: la educación bancaria responde
a las ideas de la modernidad, en las que se asientan las teorías estructuralistas, al negar la
agencia individual, constituyendo una herramienta más para la homogeneización y la
negación de la diferencia hasta el punto de restringir la condición humana. Al negar la
diferencia, elimina cualquier atisbo de esperanza y ensoñación. La educación
problematizadora se acerca a las teorías postmodernas, sirviéndose de la diferencia y la
esperanza para la reconstrucción continua de la realidad personal y colectiva. Tener
esperanza es reconocer que el presente siempre está incompleto (Giroux, 2004b).
Ambas concepciones se encuentran mezcladas, en relación dialógica y en continuo
conflicto, aunque a menudo este conflicto es amordazado por la burocracia, el descrédito y
el miedo. 

La resistencia debe consistir en comprender cómo a través de las relaciones de poder que se
establecen en los procesos educativos se elimina el conflicto y se reduce al silencio a los
grupos subordinados. Sin duda, el alumnado es uno de estos grupos, y más aún el alumnado
con discapacidad. Esta es la justificación que está a la base de las propuestas actuales que
parten del reconocimiento de la voz del alumnado (Carlile, 2012; Paxton, 2012; Smyth,
2006; Graham, 2012; Rivas y Herrera, 2009), y particularmente la del alumnado con
discapacidad en nuestro país (Susinos y Parrilla, 2008; Susinos, 2009;; De la Rosa, 2008;
Moriña, 2010a y 2010b; Parrilla, 2009; Celada, 2009; Echeita y Domínguez, 2011; Echeita,
2008 y 2010). 
Las voces del alumnado constituyen una poderosa heterodoxia, o contrapunto, a la raíz
del paradigma de la discapacidad como deficiencia individual innata [...].
Específicamente, la heterodoxia de la voz del alumnado proporciona dos nociones clave
para re-examinar la identidad de la discapacidad desde la imaginación sociológica: la
resistencia y la resiliencia. (Peters, 2010:599) 

Pero a la vez que hay que comprender, es necesario actuar. Esto significa construir una
pedagogía de la posibilidad: si el mundo ha sido construido socialmente se puede rehacer
y construir críticamente (Freire, 2001; McLaren, 2004). En este sentido, las investigaciones
y estudios sobre la voz del alumnado con discapacidad pueden resultar claves para
desarrollar estrategias inicialmente de supervivencia, para dejar paso al empoderamiento y
la resistencia individual y colectiva (French y Swain, 2006:394). Sacar a flote las voces del
alumnado oprimido supone desarrollar una política de esperanza y posibilidad, en tanto que
devuelven el conflicto a la arena educativa. Son experiencias que sirven para otras personas
que comparten su situación de opresión a la vez que son de utilidad para la persona en sí,
que se empodera y construye nuevas posibilidades creativas de ser, estar y relacionarse en
el mundo. Estos estudios contemplan al alumnado como agencia individual, que se expresa
a través de formas particulares de resiliencia y resistencia, transformando con ello la
identidad social estigmatizante (Peters, 2010:600). En este cometido, los pequeños cambios
que se van produciendo han de ser socializados a través de la publicación de los resultados
de las investigaciones, estudios, experiencias e innovaciones desarrolladas. Y estos cambios
y hallazgos deben ser, a su vez, compartidos en lenguajes y canales a los que tengan acceso
personas más allá de los límites de la academia. 

Todo ello significa concebir la profesión docente como una continua deliberación política,
y el rol del profesorado como intelectuales críticos, alejándose de la tarea técnica a la que la
actualidad los aboca. Comprender que alumnado, familias y profesorado forman parte de un
mismo colectivo en busca de un cometido cardinal: provocar la emancipación de la
comunidad escolar para construir juntos un mundo mejor. 

Es necesario recuperar el debate acerca de la función docente, entendiendo el ejercicio del


magisterio como un continuo proceso de reflexión sistemática desde la práctica. Es decir,
estas herramientas pueden sernos de utilidad para desarrollar la función educativa de la
escuela, yendo más allá de nuestro marco de actuación en las funciones socializadora e
instructiva de la institución escolar. 

Si sólo nos limitamos a socializar e instruir, el alumnado aprenderá a desarrollarse dentro


de los marcos a los que está destinado según su procedencia social, características
personales, cultura, etc. Todos sabemos el destino que depara el sistema educativo actual a
las personas con discapacidad cognitiva como Rafael. Sin embargo, poner un mayor énfasis
en las funciones sociales que ayudan al alumnado a poner en crisis el sistema social
vigente, que le aboca a un destino concreto, dándoles las herramientas necesarias para
cuestionar, investigar, poner en duda y construir aprendizajes útiles que ellos mismos
pueden gestionar, entender y diseñar, dirigen la actividad educativa hacia la construcción
activa de la sociedad (ciudadanía) y la conquista individual y social de la libertad. 
Pero esta opción dificulta en buena medida la función docente, ya que se pasa de concebir
al profesorado como técnico a entenderlo como un intelectual crítico que se libera en el
proceso. En el primer caso, el docente se limita a aplicar lo que otros diseñan siempre
siguiendo un esquema de arriba hacia abajo, en el que la construcción teórica viene
determinada por unos expertos que no son ellos, arrancando de su profesión el sentido
crítico y la actitud investigadora. 

Se descualifica, simplifica y elimina en buena parte algunos de los componentes más


relevantes de la profesión: la capacidad de construir conocimiento científico riguroso y
emanado de las condiciones reales del ejercicio docente, y el componente ético, ya que
tiende a observar la actividad del docente como un trabajo neutral y aséptico, en el que la
persona parece no intervenir, erradicándose así las reflexiones morales acerca de lo que
hacemos.

En el camino de búsqueda de respuestas a estos interrogantes es donde el profesorado


puede ir construyendo una identidad profesional asentada en su realidad, y satisfactoria
desde el punto de vista emocional, intelectual, político y moral. 

ACTIVIDAD

Visiona el documental efecto “pigmaleon en la escuela” y luego te invito a responder estas dos
preguntas, fundamentales sobre la labor educativa y que muchas veces, no nos planteamos el
sentido profundo que tienen.

¿qué es educar? 

¿para qué educar?

CAPITULO 6

En las últimas décadas han cambiado muchas cosas en la escuela, pero en realidad la
escuela como institución no ha cambiado tanto. Al principio de la andadura de ir
construyendo instituciones educativas para todos y todas, las escuelas ordinarias
comenzaron a abrirse para el alumnado con discapacidad. Era un camino penoso pero a la
vez ilusionante. A lo largo de estos años, las escuelas han ido regulando lo que
erróneamente llamamos inclusión (categorizando, etiquetando y protocolizando) hasta el
punto de que muchas familias se han visto forzadas a llevar a sus familiares a la educación
especial. Se ha convertido en una trampa, en un callejón sin salida. Todo está cada vez más
regulado y controlado, con prácticas institucionales que encorsetan y constituyen
obstáculos a la inclusión. La ilusión inicial se ha ido perdiendo con los años, puesto que la
inclusión plantea retos complejos a todas las instituciones: a las escuelas, a las
administraciones, a las familias, las asociaciones… Pero son retos que no podemos rehuir,
porque de ello depende nuestro progreso personal y social.
Frente a esta realidad, muchos docentes siguen pensando que el lugar del alumnado con
discapacidad está fuera de las aulas ordinarias. El argumento más utilizado es la mejora de
la atención educativa, pero a cualquier niño o niña podría atendérsele mejor con una ratio
menor, como ocurre en las modalidades de escolarización segregadas. Y pocas personas
pensarían que es apropiado segregar a su hijo sin discapacidad para tener una mejor
atención en la enseñanza. De alguna manera, seguimos pensando que unos tienen derecho y
otros no, que la escuela no es de todos. No hemos aprendido a entendernos unos a otros
como sujetos con los mismos derechos, a defenderlos de manera colaborativa y a cuestionar
la normalidad.

6.1 Liberarse de la normalidad como organizadora de la escuela

En este camino es imprescindible mucha más participación de las familias si queremos que
todo el alumnado pueda tener éxito en la escuela. Está sólidamente demostrado que una de
las variables más intensamente relacionadas con el éxito escolar es precisamente el grado
de participación de las familias, y esto tiene que ver con que las familias establecen puentes
entre las culturas de procedencia y la cultura que se trabaja en la escuela, lo que nos permite
como educadores incidir en la zona de desarrollo próximo. Sin embargo, para que esto
ocurra es necesario que comencemos a ver el aula y el centro como un espacio de vida y
construcción, en lugar de un contexto de instrucción y reproducción. La escuela debe
constituir un espacio de cuestionamiento continuo de la realidad que vivimos, que permita
la transformación social. A los niños y las niñas, pero también a las familias y a los
docentes.

Este cambio cuestiona inevitablemente los privilegios que mantenemos los que nos
autodenominamos “normales”, los intereses que nos mueven. Cada uno de nosotros excluye
por miedo a ser excluido, y en el mantenimiento de este orden social y escolar, creemos
salir ganando. Siempre es el hijo o la hija de otro quien es excluido y en este status quo nos
socializamos, naturalizando las desigualdades. Pero más allá de que puede llegar a ser
nuestro hijo o nuestra hija, ya es nuestro hijo o nuestra hija. Dejar de fingir la normalidad es
necesariamente poner en valor a ese hijo o hija. A pesar de que parezca lo contrario, en la
tarea de desnaturalizar esas desigualdades ganamos todos y todas, porque cuestionar los
privilegios no es cuestionar a las personas, sino liberarlas.

6.2. Con los ojos en la cruda realidad

A pesar de ello, la sociedad y sus instituciones pretenden disuadir cualquier iniciativa que
cuestione fuertemente el actual curso de las cosas. Seguimos entendiendo la educación
como un molde, inamovible e incuestionable. Esto lo ejercemos los padres y madres, los
docentes y en general es así como se produce la socialización. Necesitamos sentirnos
seguros en el grupo, y con esa arma se ejerce una suerte de chantaje social: te doy mi
amparo si te sometes a mis reglas. De esta forma, aprendemos a situarnos del lado de las
instituciones hasta el punto de que cualquier otra opción parece fuera de toda lógica.
Esto es lo que está ocurriendo a muchas familias en nuestro país, y que bien puede ser
ilustrado con un caso sangrante: el que vive Rubén Calleja y su familia. Rubén es un
estudiante obligado por la Junta de Castilla y León a escolarizarse en un centro de
educación especial. Los padres se han negado y denuncian la vulneración del derecho
fundamental a una educación inclusiva, amparados en la Convención sobre los Derechos de
las Personas con Discapacidad (ONU, 2006, ratificada por España en 2008), en su artículo
24. Sin embargo, y a pesar de haber conseguido más de 150.000 firmas solicitando el
reingreso del chico en la escuela ordinaria, Rubén lleva 4 años sin escolarizar con la
vergonzosa actuación de la administración educativa, los tribunales y la comunidad
educativa en general. Sus padres son, por el hecho de defender los derechos de su hijo,
acusados por la Fiscalía de abandono de familia. Recientemente se han elaborado un
Manifiesto jurídico y otro educativo de apoyo a la familia.

Es doloroso ver que un caso de una injusticia tan aberrante se sostiene en una precariedad
argumental que no debería ser difícil derribar (romper el molde), porque decir que la opción
de resistencia de esta familia es fácil o fruto de una dejación de funciones es simplemente
irrisorio. Se pone el foco en el lugar equivocado (Rubén y su familia), y con ello queda
impensado lo que causó el problema: que la institución escolar no está diseñada para todo
el alumnado, a pesar incluso de la legislación internacional que nos obliga a ello. Por eso es
tan importante lograr cuestionar el proyecto homogeneizador de la escuela. Sólo así podrá
transformarse para atender las necesidades de la diversidad del alumnado.

6.3. La transformación de la escuela

Es evidente que las escuelas tienen que cambiar. Y esta improrrogable transformación sólo
puede nacer de un profundo respeto al ser humano. Respeto a la naturaleza de los niños y
las niñas, no como futuros adultos, ni como futuros trabajadores, ni como individuos
estándar. Respeto al valor de la maternidad y la paternidad, como actividades guiadas por el
amor y la realización que trascienden infinitamente las dinámicas de supervisión de las
tareas escolares. Respeto a la docencia, como actividad abierta a la reconstrucción continua
de la realidad a partir de las necesidades de los niños y las niñas. Y respeto a la ciudadanía
en general, como posibilidad que se genera en el ejercicio de la participación real. Tenemos
que hacer un esfuerzo por entender que no podemos delegar las responsabilidades que nos
tocan, y que cada persona y colectivo tiene algo que aportar al resto para construir una
educación para todos y todas. Y eso sólo puede venir de la confianza mutua y del interés
compartido por contribuir al desarrollo de los niños y las niñas, y que tiene que cristalizar
en la participación. Y de la comprensión de que la escuela no es una institución destinada a
la selección, sino a la liberación y la mejora de las personas y las comunidades.

Actividad
CAPITULO 7

Lectura

Este último capítulo esboza algunos análisis sobre el papel que estamos jugando los
profesionales (bajo las directrices de la normalidad) respecto a los lenguajes y discursos de
los colectivos más subordinados, y se apuntan algunas líneas para hacer de las escuelas
espacios de esperanza en los que se acompañen las diferencias, se devuelvan los lenguajes
y se generen alianzas resistentes que doten de sentido educativo y social a la institución. 

Como ya hemos trabajado a lo largo de todo el proyecto docente, persiste en la sociedad en


general y en las escuelas en particular una tendencia a pensar las cuestiones sociales y
culturales en términos biológicos, que ha sido asumida por el funcionalismo y que está en la
base de las relaciones sociales en la sociedad capitalista (y neoliberal). Así se ha justificado
históricamente la subordinación de determinadas personas y colectivos en la sociedad:
mujeres, personas de color, inmigrantes, integrantes de grupos étnicos minoritarios,
personas en situación de pobreza… Esta directriz toma especial vigor cuando se acerca a lo
que se ha venido a llamar “discapacidad”: en este caso, apenas dudamos de la pertinencia
de los destinos sociales, laborales y educativos de las personas incluidas en ese cajón de
sastre, porque entendemos que son sus maltrechos cuerpos (en lo físico, en lo psíquico, en
lo sensorial) los que impiden sus progresos más allá de “lo razonable”. Tanto es así que
algunos de los teóricos más eminentes de los Estudios sobre Discapacidad como Goodley y
Runswick-Cole (2010) en una revista académica de primer orden continúan viéndose
forzados a hacer aseveraciones tan básicas como que la exclusión social no es un proceso
natural, sino socialmente construido. Por poner algún ejemplo en nuestro contexto próximo,
en 2011 destacados académicos de nuestro país tuvieron que volver a cuestionar
públicamente el sentido y la utilidad de la Educación Especial porque refuerza el “status
quo de las perspectivas dominantes” (Echeita, Parrilla y Carbonell, 2011). Algo que por
obvio no deja de ser realidad, como demuestran casos sangrantes que a todos deberían
dolernos: Rubén en León, Daniel en Palencia, Gloria en Málaga... Todos ellos han sido
expulsados de escuelas ordinarias durante la escolarización obligatoria con dictamen de
escuela específica en contra de sus derechos y del deseo de sus familias. En este sentido, la
escuela no está sirviendo más que para certificar y afianzar los procesos de exclusión de
tantos niños y niñas en desventaja, y especialmente aquellos que han sido señalados por
algún rasgo biológico que pareciera justificar su destino social y educativo. Nos
convertimos como profesionales, por tanto, en obstáculos a la inclusión (Echeita y
Calderón, 2014; Calderón y Echeita, 2015).

Todo esto está ocurriendo porque de forma para nada ingenua, se ha implantado el discurso
de “la diversidad” desproveyendo dicha realidad de cualquier carga más allá de las valiosas
diferencias personales. Al hablar de “diversidad” se está eliminando un lenguaje y se están
llevando los discursos, los análisis y las prácticas a terrenos pretendidamente neutrales: las
diferencias son alejadas de la desigualdad que las condiciona. De esta forma, la hermosa
diversidad, el valor de la diferencia, puede encerrar también la pobreza, la miseria, el
fracaso y la segregación escolar, la desventaja o la exclusión social con la naturalidad con
la que hablamos de la biodiversidad. Pero no nos engañemos: no estamos hablando aquí de
diversidad humana, sino del tratamiento desigual de las personas justificado en diferencias
sociales, culturales o biológicas, con la intencionalidad de defender un determinado orden
social.

Como hemos planteado en otros lugares (Calderón, 2014a; Calderón, 2014b; Calderón y
Ruiz, 2015; Ruiz, Calderón y Torres, 2011) hay toda una lógica de control a través de la
normalización que atraviesa las instituciones educativas y los itinerarios que transitan los
colectivos en desventaja. Una red de instituciones, programas y actuaciones de las que es
extremadamente difícil salir. Son lo que Foucault (2002) llama “instituciones
disciplinarias”, que conforman un determinado orden social con la utilización del castigo y
la recompensa, y en el que cada conducta particular es normalizada y distribuida, o por el
contrario, sirve como agente normalizador para el resto.

Lo puesto de manifiesto hasta aquí sólo nos conduce a un lugar: o estamos mirando al sitio
equivocado, o estamos mirándolo de manera errónea, o quizá ambas cosas. Por tanto,
necesitamos desbordar los discursos y las prácticas educativas que están devaluando al otro,
en buena medida a través de desproveerle de su lenguaje.
7.1. El secuestro del lenguaje

Estamos invadidos de saberes y discursos que patologizan, culpabilizan y capturan al


otro, trazando entre él y nosotros una rígida frontera que no permite comprenderle,
conocerle ni adivinarle (Pérez de Lara, 2001:296)

Una de las formas de dominación que aparece insistentemente en la institución escolar se


produce a través de una violencia que los profesionales ejercemos para hacer ver al
alumnado y a su familia que la realidad es la que ve el profesional, y no la que construye la
familia en su relación con el niño o la niña. Los profesionales hacemos esto tomando como
referencia nuestras culturas de pertenencia (lo que ya supone un sesgo, porque apenas están
presentes ciertas culturas y grupos sociales), la cultura académica y la cultura profesional e
institucional (con la tradición e intereses que las sustentan). Por tanto, hay culturas y
prácticas que se encuentran en desventaja por no estar apenas presentes en el haber de los
profesionales. Pero además, estas culturas hacen proyecciones del otro, que lo condenan a
cartografías personales y sociales que tienen que ver con los estereotipos y prejuicios que
desde nuestras culturas profesionales se han depositado en teorías más que cuestionables,
pero de gran calado en las prácticas pedagógicas. Son pre-juicios porque no nacen del
conocimiento, sino del “saber” acumulado, como cuando predecimos que si un niño es
gitano tendrá tal comportamiento, si una niña es marroquí tendrá tal otro o si el alumnado
tiene autismo necesita una adaptación curricular significativa. 

Las familias tienen la capacidad de transformar esta realidad, porque conocen. No tienen la
necesidad de pre-juzgar, porque conocen a su hijo o su hija, y además han desarrollado su
conocimiento mediado por el afecto, lo cual podría contrarrestar el sesgo “racionalista” del
que adolecen la cultura académica, profesional e institucional. Ya lo han hecho antes,
porque desde el nacimiento del hijo o la hija comienza un proceso de cuestionamiento de
las representaciones sociales que le afectan. Sin embargo, las instituciones tienden a ser
impermeables ante estos nuevos lenguajes, que bien podrían transformar las realidades: el
mejor ejemplo es el que tantas veces hacen explícitas las madres de niños y niñas
etiquetados como con necesidades específicas de apoyo educativo, que han de aceptar la
evaluación psicopedagógica y el dictamen de escolarización aunque éste sea excluyente. Se
hace entrar a la familia en la práctica discursiva del profesional, en la que el niño o la niña
pasa a convertirse en patología. De lo contrario, cuando una madre defiende, por ejemplo,
el derecho de su hijo a estar escolarizado en aula ordinaria a pesar del criterio profesional,
se patologiza la conducta: o le “ciega” el amor de madre, o simplemente es tildada de
“loca”. El poder de la institución, que se basa en la normalidad como organizadora de la
realidad, se dirige así también a disciplinar a las familias y a devaluar sus culturas y
lenguajes cuando se desvían de ella.

En resumen, las instituciones y muy concretamente la escolar roban el lenguaje y el


discurso al alumnado y sus familias, lo que las deja desarmadas ante prácticas que
conducen a las personas a itinerarios excluyentes, a la cosificación y a la muerte social y
educativa. Y se trata de una realidad que recorre a diferentes colectivos: inmigrantes,
poblaciones empobrecidas, alumnado de clase trabajadora, personas homosexuales…
Todos ellos son definidos por las escuelas, y el lenguaje (como discurso y práctica) de las
escuelas les obliga a abandonar sus demandas. Los colectivos, uno a uno, van siendo
desarmados y desmovilizados, en buena medida a través del poder de la normalidad; sus
diferencias son transformadas en identidades definidas por el poder. En ese proceso se
obliga al alumnado a conformar un esquema dicotómico excluyente: camuflarse en la
norma renegando de las diferencias o convertirse en lo contrario, en lo anormal.

7.2. Desbordar discursos

Todo este panorama es mantenido, en parte, por las construcciones interesadas que desde
las universidades hemos ido construyendo: hemos elaborado análisis separados para cada
uno de los colectivos (especialmente para el de las personas con discapacidad), hemos
dividido el saber en asignaturas inconexas y a menudo contradictorias, hemos limitado la
capacidad del alumnado para dar sentido a los aprendizajes y crear nuevos caminos…
Hemos colonizado también los discursos de quienes quieren ser maestros y maestras con
las categorías que impone la academia. Por tanto, los profesionales necesitamos subvertir lo
que hemos entendido que es nuestra tarea, porque de lo contrario seguiremos excluyendo.
¡Estamos excluyendo!

Pero podemos deconstruir las exclusiones que ha generado el orden actual, aceptando las
diferencias por encima del proyecto cada vez más homogeneizador que se ha instalado en
las escuelas. La escuela de los estándares y el acatamiento no es la única posible. Cabe
aceptar el conflicto por encima del orden. Como el conflicto que llevó a las personas de
color a las escuelas hasta entonces de blancos; como el que condujo a las mujeres a las
escuelas acaparadas por los hombres. Es necesario romper con ese discurso fragmentado
(por colectivos, por áreas de conocimiento, por teorías diferenciadas y excluyentes) que
sigue sumiendo a determinadas personas en sus situaciones de opresión y exclusión por su
funcionamiento. Necesitamos deshacer esta profunda segregación histórica. De ahí el valor
de desbordar las teorías existentes y sus lógicas, como hemos tratado de hacer en este
Proyecto Docente.

7.3. Las escuelas como sitios de esperanza

Podemos tomar un nuevo posicionamiento ante la realidad y las relaciones educativas,


cargado de incertidumbre ya que debe violentar algunas de las bases sobre las que hemos
ido construyendo el conocimiento pedagógico, las relaciones educativas y el sentido mismo
de instituciones como la escolar. Porque la tradición privilegia un conocimiento pedagógico
restringido a la tematización y a la normalidad, y no hay hecho pedagógico si no se
problematizan las relaciones en lugar de cuestionar al otro (Skliar, 2008). Y en este
cometido, las teorías de la resistencia permiten analizar, desafiar y transformar las
representaciones y prácticas educativas que nombran, marginan y definen la diferencia
como “el otro devaluado”, cuestionando las relaciones de poder que sustentan esta
“colonización de las diferencias” (Giroux, 1994). Podemos devolver los problemas que la
escuela ha convertido en individuales a la arena social: las conductas disruptivas, por
ejemplo, se generan en contexto y pretenden interrumpir lo que Skliar llama el “orden
natural de las cosas”; el fracaso escolar no es personal, sino que encuentra su lógica en unas
relaciones desequilibradas; podemos romper con la burocratización de la tarea docente, y
devolver con ello el respeto a la profesión así como a la sabiduría de la gente común
(Apple, 2013).

Las personas tenemos la capacidad de resistir a los discursos dominantes, y de hecho lo


hacemos. Podemos aprender de esos movimientos, a menudo inconscientes, que están
respondiendo cotidianamente a la lógica mayoritaria de la institución en la actualidad. Las
escuelas pueden contribuir a fortalecer el lenguaje de las personas oprimidas para crecer
juntos, porque es en esos lenguajes y discursos verdaderos en los que la institución puede
recuperar la humanidad. Y las escuelas pueden y deben convertirse en espacios de lucha
por la democracia y la justicia social, porque, como dice Barton (2001), las actuales
condiciones y relaciones son inaceptables. Hay batallas que están librando algunos niños y
niñas junto a sus familias por el derecho a la educación en las escuelas comunes, y lo están
haciendo solos. Están siendo acusados por las instituciones con nuestra connivencia. No es
una cuestión biológica. Tampoco es individual. Es una realidad política que hemos
permitido, que hemos sostenido con nuestras actuaciones y que necesariamente tenemos
que revertir en las escuelas, como sitios en los que se acompañan las diferencias, en los que
se establecen alianzas y en las que se reconocen los lenguajes.

Hay que revolver las aguas mansas de la escuela segregadora y homogeneizadora, y eso
tiene que nacer de las experiencias de la gente. De experiencias reales, que duelen en los
cuerpos y las mentes de personas que tenemos alrededor, a pesar de que no queramos
verlas. Como las mujeres que acaban prostituyéndose en los polígonos industriales de
nuestras ciudades; como los niños y niñas que aprenden en sus primeros años que valen
menos que los demás. Esas experiencias llenan de dolor sus cuerpos y sus mentes, a pesar
de nuestra artimaña por vaciarlos de interior.

Podemos aprender de todas ellas, y eso es lo que hemos pretendido hacer con estos trabajos
que presentamos. Cada uno de ellos muestra alguna experiencia punzante y algún lenguaje
negado, escondido o asustado. Pero también son lenguajes que al partir de las diferencias,
cuando emanan posibilitan insólitos mapas vitales y sociales, y constituyen fuentes de
esperanza hacia nuevas alianzas que cuestionen las fronteras que impiden la transformación
de las relaciones de dominación y las experiencias de opresión. Si desenfocamos lo que
entendemos por escuela aparecen el valor de la amistad, el tiempo desregulado, la
potencialidad del arte, el amor al conocimiento, el camino a la escuela, la compañía
silenciosa, el aprendizaje incontrolado, el valor de la vida, el tiempo del ser… La escuela
puede constituir un sitio privilegiado para la transformación de la humanidad aquí y ahora.
Como la experiencia que compartió mi hermano conmigo al recordar su unión con
compañeros excluidos (probablemente malos alumnos para la institución, con conductas
inapropiadas y fracaso generalizado) cuando sus docentes durante la ESO quisieron
enviarlo a un centro de educación especial. Una metáfora que me hizo reconsiderar el valor
de lo desvalorado en la institución, y abrió en mi mente ventanas insospechadas... 
Yo les aportaba a seguir siendo amigos y seguir en mis estudios. […] Me acuerdo que
Mofli me decía que nunca fumara porros. Parece que son malos amigos (mal
aspecto...), pero en el interior, por dentro decían eso. Me iba con ellos porque, aunque
tenga más amigos, me sentía solo. Porque yo me iba con otros amigos y me hacían caso
pero no demasiado. Y decía: ‘¿Ahora con quién me voy?’ Y me encontré con esta gente,
que parece que son chusmetas pero son buena gente. […]

[C]on ellos el Down no era estar solo. Era como si el Down fuese un asesino en aquel
tiempo. ¿Qué ha hecho el Down? Que me encuentre solo, que me desanime, que esté
cabizbajo. El Down era diferente con ellos. Cuando estaba con ellos era como si no
tuviera Down. Ahí me convertía yo en policía, y quitaba del medio al Down. Y le decía
(mentalmente) a los demás que me apoyaran. Y yo al Down lo atrapo, lo dejo en la
cárcel y yo soy libre. [...] El Mofli y esa gente me ayudaban a que yo fuera libre.
Porque al principio no se daban cuenta de que yo era Down, y cuando se dieron cuenta,
me quieren, y me hacían que yo esté con ellos. Por estar acompañado, yo era más libre.
(Rafael Calderón)

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