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Toda actividad del espíritu es por eso sólo un captarse a sí mismo, y el fin de
toda ciencia que lo sea de verdad es sólo éste: que el espíritu se conozca a sí
mismo en todo lo que hay en el cielo y en la Tierra. Un algo completamente otro
no existe de ningún modo para el espíritu (Enz § 377 Ztz, SN).
Puede tomarse esto con cierta extrañeza, pues cualquiera puede constatar que
una cosa es defender que la razón sea capaz de generar por sí misma sus
contenidos –que es lo que hemos resumido en la infinitud de la razón– y otra
bien distinta que la razón sea el demiurgo de lo real. Pero, estas observaciones, en
las que razón, conocimiento, pensamiento o concepto, no tienen ningún
significado preciso, ni aciertan en Hegel ni se enfrentan en realidad a otra cosa
que a lo que se ha imaginado como idealismo, no al idealismo mismo. La
gravedad del problema reside primero en entender que si la determinación tiene
que ser generada en aquello a lo que llamamos razón, la razón que en adelante
está en juego ya no es más esa razón finita a la que en vano se podría solicitar la
creación del mundo real, sino la razón divina, que no tiene por qué esperar
ninguna llegada del mundo para concebirlo.
Siempre resulta muy desconcertante insistir en que el conocimiento sea sólo
conocimiento, como si alguien pretendiera lo contrario. Y sin embargo, el hecho
es que, por otros caminos inesperados, siempre se pretende, en efecto, lo
contrario. Es, sin duda, un absurdo pretender que la palabra cree el mundo o que
devenga carne ella misma resumiendo el universo en su obra histórica. Sólo la
religión y algunos sistemas filosóficos han tenido el atrevimiento de sostenerse en
semejante ocurrencia. Ahora bien, el abismo que separa mundo y pensamiento no
es menor que el que separa a la ignorancia del saber, y la ideología, que siempre
considera evidente la primera separación, es, sin embargo, ella misma, la que se
encarga de transitar constantemente como si la segunda no existiera. Que lo
indeterminado sea capaz de desenvolverse en lo determinado y reconocerse en él,
que el desenvolvimiento de la ignorancia pretenda aparecer como el saber, es una
aventura cotidiana y completamente natural, pero que encierra, en verdad, un
misterio paralelo –y, desde un punto de vista lógico, idéntico– al que pensaran las
religiones al construir un Dios creador del mundo.
Que el concepto de perro ladre puede ser una absurda pretensión. Pero
también lo sería pretender resumir la zoología canina en la forma indeterminada
con la que la conciencia natural pone en obra ciertas representaciones para señalar
a los perros y regular su comportamiento con ellos. A primera vista, no hay nada
de asombroso en que el conocimiento sea sólo conocimiento, al menos mientras
no se perciba nada de asombroso en el hecho mismo del conocimiento. Pero que
la ignorancia pretenda saber no es nada inhabitual y, sin embargo, es de lo más
difícil sacar a la luz la maquinaria ontológica implicada en esta mediación. Sólo
en el caso de que lo puramente lógico encontrara un procedimiento para devenir
real y efectivo, como en realidad sólo ocurre en el caso de un concepto, del
concepto de Dios, o si se quiere, con el concepto sin más, podrían seguirse los
pasos del famoso argumento ontológico utilizándolo como método efectivo capaz
de mutar lo lógico en realidad, al tiempo que la ignorancia en saber.
Independientemente de la función que ello cobre en su propio sistema, Hegel
ha demostrado que en la espontánea pretensión de la conciencia por la que
pretende saber cuando sencillamente se limita a señalar las cosas y vivirlas de un
modo u otro, se esconde, en verdad, una sorprendente osadía ontológica, en la
que el mundo tendría que ser resultado de la palabra. A la postre, una ignorancia
que pretende saber postula una razón capaz de crear el mundo. Si la ignorancia
albergara alguna profundidad de la que pudiera obtenerse el saber, entonces el
conocimiento no sería mero conocimiento: poseería, él también, una profundidad
en la que se gestaría el mundo mismo. Por eso, Hegel sabía muy bien que no se
podía tratar al conocimiento como una cosa más entre las cosas, y ha llegado
incluso a reprender duramente a Aristóteles por haberlo yuxtapuesto a todas las
demás realidades (cfr. apartado 11.5.1).
El sentido de este libro va a ser sacar a la luz el motivo por el que lo
ideológico se sostiene en una oscura e inconsciente negativa a aceptar que el
conocimiento sea sólo conocimiento o que el concepto de perro no ladre. El
problema que nos va a ocupar es mostrar que lo más difícil es mantener la
distinción entre ignorancia y saber, precisamente porque la ideología consiste
cotidianamente en borrar esta distinción; ella no sospecha en absoluto cuantas
otras distinciones se desvanecen junto con ella. Es natural, pues, que la ideología
se sorprenda de que para apuntalar la distancia entre ignorancia y saber sea
preciso insistir en cosas tan aparentemente evidentes como que la idea de círculo
no es redonda, que el pensamiento es sólo pensamiento o el conocimiento sólo
conocimiento, o que la pura lógica no tiene la capacidad que la religión
reconociera en Dios como potencia creadora de este mundo. Si se trata de discutir
con la conciencia natural –y por mucho que ésta funcione hegeliana‐ mente–, la
cuestión nunca se ventila en los términos utilizados por Marx contra Hegel en el
reproche antes citado, pues ella jamás se sitúa conscientemente en el lugar de una
razón infinita y es verdad que es absurdo pensar ninguna fecundidad respecto a lo
real por parte de una razón finita; la pregunta pertinente que hay que dirigir a esta
última no es cómo puede pretender gestar lo real, sino cómo pretende en cada
caso gestar el saber en su ignorancia.
Y sin embargo, las dos pretensiones están muy entrelazadas, por difícil que
resulte aclarar esta ecuación en la que la pretensión de saber de la ignorancia
queda igualada a la pretensión del pensamiento de contener la gestación profunda
de este mundo. La ideología no comprende que el ingenio filosófico haya llegado
a entender el concepto como demiurgo de lo real; pero los hombres no viven
tampoco su ideología en cuanto que tal: la toman por el propio mundo. Su
sistema de representaciones no es vivido como una constelación de imágenes, sino
como el mundo mismo en tanto que vivido. Este complejo de vivencias y de
imágenes constituye un macizo de evidencias para la conciencia natural, a partir
del cual ésta confunde constantemente imaginación y realidad. La pretensión de
que lo lógico engendre lo real le parece un sinsentido, pero ella se mantiene
constante e inconscientemente suspendida en la misma pretensión de lo
imaginario. Este escamoteo tan sólo se hace patente, en ocasiones, en la recóndita
industria imaginaria con la que algunos caracteres neuróticos construyen
minuciosa y laboriosamente un sueño tan detallado y coherente como para
suplantar toda realidad.
El objetivo de esta investigación se perfila, por tanto, en la tarea de mostrar
que la separación entre la palabra y el mundo –que los misterios religiosos de la
creación o la encarnación se ocuparon de mediar, concediendo a la primera la
potencia de devenir realidad–, puede ser articulada con la separación entre
ignorancia y saber, mediada a su vez por la ideología en tanto que ininterrumpida
mutación de la primera en el segundo. El sistema hegeliano en su conjunto opera,
en realidad, a base de aislar la profunda maquinaria en la que estas dos
mediaciones se explican mutuamente y no cesan nunca, por sorprendente que
parezca, de remitir la una a la otra.
El mundo entero yace, por decirlo así, en las redes del entendimiento o la
razón, pero la cuestión es justamente, cómo ha entrado en estas redes, ya que en el
mundo evidentemente hay algo más que mera razón, e incluso algo que
ambiciona salir por encima de estos límites.
Es decir: para que haya conocimiento es preciso que algo sea dado a la razón.
No hay conocimiento más que en el ámbito de una razón para la cual hay ʺalgo
másʺ que ella misma. Para que podamos hablar de conocimiento –y no más bien
de otra cosa más profunda o más superficial– es preciso que la razón sea finita,
que haya una receptividad de la razón a la que llamamos sensibilidad. ʺTodo
nuestro conocimiento comienza con la experienciaʺ (B 1). No todo él procede, sin
embargo, de la experiencia. Interesa advertir que la investigación kantiana no
comienza en la segunda parte de la frase, sino en la primera: pues sin experiencia
no hay, ni siquiera, eso a lo que llamamos conocimiento. Si no todo es a
posteriori, podría decirse, es porque hay un a priori fundamental: lo a posteriori
mismo. Sin la finitud de la razón no hay investigación trascendental del
conocimiento sino otra cosa, y no porque se desvanezca el ámbito de lo
trascendental –pues los ʺtrascendentalesʺ son precisamente el nombre que la
tradición escolástica había reservado para nombrar las nociones vinculadas al
ʺserʺ–, sino porque se desvanece el ámbito del conocimiento.
Pues bien, a ese ʺalgo distintoʺ a lo que tiene que remitir el concepto para
que el conocimiento sea ʺsólo conocimientoʺ se le llama en el primer párrafo (A
19, B 33) de la Crítica de la razón pura ʺintuiciónʺ. El conocimiento remite
conceptos a conceptos, pero en último término, tiene que haber una referencia a
algo que no sea concepto: la intuición. Pasa por ser el descubrimiento más
característico de Kant –su famoso ʺgiro copernicanoʺ– la afirmación de que ʺsólo
conocemos a priori de las cosas lo que nosotros mismos ponemos en ellasʺ (B
XVIII), de tal modo que la razón puede legislar sobre la naturaleza en lugar de
limitarse a esperar su presentación empírica. Ahora bien, si el concepto es
legislador sobre lo dado en la intuición empírica, es sólo porque es siervo del puro
hecho de que algo en general se da. La ʺdeducción trascendentalʺ de las categorías
viene a demostrar que éstas expresan sólo el en qué consiste el tiempo, es decir, la
intuición pura, y que, sólo por eso todo lo intuido está ligado y legislado por
ellas: ʺEl entendimiento puro puede permanecer como señor de la intuición
empírica sólo en tanto que, en calidad de entendimiento, permanezca como siervo
de la intuición puraʺ (Heidegger, 1929: § 16).
Todo ello equivale a decir que el concepto sólo puede remitir a la cosa –y no
ser mera palabrería, ʺalgo menosʺ que ʺconocimientoʺ– en tanto que no sea él el
que remita a la cosa. El concepto no puede alcanzar la cosa, en definitiva, si la
cosa no se da además de ser pensada. Luego a lo que remite el concepto es al darse
de la cosa. Y es a ese darse al que llamamos intuición. Si ese darse de la cosa no
fuera finito, si no fuera sensible, es decir, si en lugar de ser un ʺdarseʺ fuera más
bien un ʺgenerarseʺ o una ʺautoexposiciónʺ de la cosa, entonces sencillamente
no sería preciso pensar: bastaría con intuir; pero lo que entonces tendríamos no
sería propiamente conocimiento sino ese algo distinto cuya problemática ha sido
míticamente señalada por las religiones como creación. Lo que tendríamos
entonces sería una intuición creadora, en la que el ver y el generarse de la cosa
misma coincidirían. Si nosotros necesitamos también pensar –es decir, si nos
vemos compelidos a proceder discursivamente, remitiendo conceptos a conceptos
en esa tarea de alcanzar la cosa a la que llamamos conocer– es porque las cosas se
dan, o sea, porque nuestra intuición es finita. De donde se deduce que eso de que
ʺel concepto remita a una cosaʺ significa sencillamente que el concepto conoce...
y nada más. En suma: decimos que hay algo así como ʺconocimientoʺ –y no, por
una parte, creación, emanación, despliegue, exposición o, por otra, mera
palabrería– porque el concepto señala en último término a algo que no es
concepto. Sin ese ʺalgo que no es conceptoʺ ni siquiera podríamos hablar
propiamente de conocimiento (de ese algo que no es concepto). Si todo se juega
en Kant en la brecha insalvable entre intuición y concepto, es porque de ello
depende la separación entre lo real y el conocimiento de lo real. Y lo importante
es notar que, sin esa separación –entre ʺel objeto de conocimiento y el objeto
realʺ, como quiso entenderla la tradición materialista– lo que estaría en cuestión
ni siquiera sería lícito llamarlo ʺconocimientoʺ, porque sería siempre, de algún
modo, más bien otra cosa más profunda.
Pese a ciertas apariencias, el texto de Marx citado más arriba es, en realidad,
muy kantiano. El conocimiento apunta a las cosas, y se las ʺapropiaʺ de ese modo
misterioso que es la ʺteoríaʺ no porque haya algún ʺahíʺ (al que llamaríamos,
por ejemplo, ʺcriterioʺ del conocimiento) desde el cual pueda compararse el
conocimiento con las cosas. En realidad, el conocimiento no puede arrancar de
las cosas sino que parte, simplemente, del conocimiento anterior. Si hubiera algún
ahí desde el cual pudiera compararse las cosas con el conocimiento, ese ʺahíʺ
sería, lógicamente, el conocimiento que buscábamos. El conocimiento no se
compara con la cosa: se compara con el conocimiento. Los conceptos se
comparan, se enlazan y se infieren unos de otros. El milagro –ese extraño milagro
que Grecia introdujo en el mundo– es que el conocimiento, comparándose sólo
con el conocimiento, sea capaz de –como dice el propio Marx– ʺapropiarse
(anzuaeignen) teóricamente de la cosaʺ: lo milagroso es que el conocimiento,
precisamente, conozca.
Que el conocimiento conozca significa que acontece el extraño prodigio por
el cual los conceptos se refieren a conceptos y, sin embargo, en ese referirse se
refieren, en realidad, a las cosas, pretendiendo además decirlas verdaderamente,
por lo que podemos decir que en ese referirse hay alguna ʺapropiaciónʺ o
ʺadueñamientoʺ de algo de ellas: su ʺserʺ, su ʺformaʺ, su ʺen qué consistenʺ. A
este misterio le llamamos razón teórica. Pues bien: Marx y Kant saben que no hay
posibilidad de hacerse cargo de ese problema si no se comienza por distinguir, en
el propio conocimiento, dos tipos de representaciones: intuición y concepto. Si
ʺel conocimiento se apropia cada vez mejor de las cosasʺ es porque el
conocimiento puede ʺcorregir al conocimientoʺ, comparándose a sí mismo, no
desde luego con la cosa –¿desde dónde lo haría que no mereciera el título más
privilegiado aún de ʺconocimientoʺ?–, sino comparando intuiciones con
conceptos y conceptos entre sí. Es verdad que el conocimiento corrige al
conocimiento comparando representaciones seguras por otras más seguras. El
problema es que, en este juego de representaciones, no sólo hay en cuestión un
grado de seguridad: si hay grados de seguridades es porque hay dos tipos de
representación de distinta naturaleza. En este juego de representaciones con
representaciones todo quedaría en ʺmeras representacionesʺ si no hubiera una
separación radical entre intuición y concepto. Lo que buscamos al conocer son
conceptos ʺadecuadosʺ. Pero esta adecuación que nos autoriza a decir que
nuestros conceptos ʺconocenʺ depende de que haya algún tipo de representación
que no sea concepto. Es decir, la estructura de este ʺefecto‐conocimientoʺ que
tienen ciertos conceptos depende de que en el juicio se jueguen intuición y
concepto como dos tipos distintos de representaciones. Y por lo mismo, depende
de que en la práctica científica se jueguen dos tipos de representaciones que la
tradición materialista llamó ideología y ciencia. El fondo trascendental de estas
dos divisiones –la del juicio y la de la práctica científica– es el mismo, aunque en
absoluto se pueda equiparar ideología e intuición, pues, de hecho la intuición no
pretende saber, sino ver, mientras que la ideología tiene más bien relación con un
drama muy bien descrito en la primera figura de Fenomenología del Espíritu: en
ella encontramos una intuición que pretende saber. Lo importante es que el
marxismo dividió el mundo de las representaciones en ideología y ciencia por el
mismo motivo que Kant dividió el juego de representaciones en intuición y
concepto: de lo que se trataba en los dos casos era de que el conocimiento fuera
sólo conocimiento, es decir, de que hubiera precisamente eso que llamamos
conocimiento. Por parte de Kant se trataba de mostrar la finitud de la razón, es
decir, el hecho de que la razón (teórica) fuera precisamente cognoscente (ʺy nada
másʺ). Por parte del marxismo, se trataba de mostrar que el conocimiento sólo
cambia algo en lo real porque le agrega su conocimiento y nada más y no por
ningún otro motivo.
La dificultad del problema no tiene que ser aquí disimulada en modo alguno.
Es precisamente uno de los objetivos fundamentales de este libro sacar a la luz la
forma en que es necesario pensar la articulación profunda de la distinción
intuición‐concepto con la distinción ideología‐ciencia, mostrando que no se trata
de una comparación retórica ni de ninguna manera de una asimilación entre
intuición e ideología, por un lado, y por otra entre concepto y ciencia. Es, sin
embargo, imprescindible demostrar que si se sutura la brecha entre intuición y
concepto, concediendo a la razón cualquier suerte de infinitud, se cierra también,
en otro sitio, la brecha entre ideología y ciencia.
Si la representación no fuera de dos tipos, para el marxismo no habría
ruptura entre ideología y ciencia, y la ideología sería algo así como el efecto más
periférico de lo científico, el cual, a su vez, no sería sino la raíz más profunda de
algo así como el espíritu de un pueblo. La infinitud de la razón siempre termina
por establecer alguna línea de continuidad entre el trabajo científico y el trabajo
de la historia sobre sí misma, entre el trabajo teórico y el trabajo mismo de lo real.
Se puede luego dar cuantas vueltas se quiera a este resultado teórico más o menos
historicista, el punto de partida y de llegada siempre habrá sido contado por
Hegel mejor que por nadie. Es decir, si no hubiera dos tipos de representaciones
se borraría de golpe la frontera absoluta que da todo sentido a eso del
conocimiento, la diferencia entre saber e ignorar, y eso independientemente de
que luego se piense de forma muy compleja su mediación. Es obvio que eso no
tiene nada que ver con que la intuición deba equipararse a un ignorar y el
concepto a un saber, sino con el hecho de que, por algún motivo, si se borra una
frontera se borra también la otra. En este motivo se esconde la pregunta específica
a la que el materialismo tiene que responder y que actuará como motor de toda
nuestra investigación en adelante.
En Kant, por su parte, si la intuición no fuera más que algo así como un
concepto en estado de confusión, no sería posible hablar de conocimiento (es
decir, de algo más que de mera palabrería) más que en la medida en que además
de conocimiento se esté hablando más bien de otra cosa: creación, participación,
emanación, despliegue, dialéctica, etc. Pues: o bien la razón tiene que dar un rodeo
por algo que no es razón (la cosa), y entonces ese rodeo se llama experiencia y al
efecto racional ʺconocimientoʺ, y entonces hace falta una representación que no
sea concepto, que sea pasividad respecto a la cosa, y hace falta, por tanto, en
último término, que la razón sea finita; o bien la razón tiene, entonces, que dar
otro rodeo, siendo capaz de salir fuera de sí sin salir de sí misma, por lo que ya no
tenemos conocimiento más que en la medida en que, en realidad, lo que tenemos
es más bien otra cosa, ya se llame emanación, despliegue, creación, etc., es decir
que entonces hace falta que la razón no se limite a conocer, sino que sea capaz de
ʺcrearʺ de algún modo lo que conoce, por lo que se hace preciso, en último
término afirmar la infinitud de la razón. En el primer caso tenemos que justificar
ese rodeo por la cosa al que llamamos experiencia; en el segundo, ese rodeo por la
cosa al que llamamos creación. En el primer caso se trata del conocimiento, en el
segundo se trata de justificar por qué el concepto ʺaburrido de su mero ser
lógicoʺ –según la feliz expresión de Schelling– ha decidido separarse de sí
generando la naturaleza, o por qué el Uno no ha sabido impedirse desdoblarse en
sus momentos, dando lugar –a través de todas las aporías del tercer hombre– a la
dialéctica de lo uno y lo diverso, o por qué Dios ʺha cometido la locura de crear
el mundoʺ (Heine), o por qué el Bien no ha sabido, serlo sin engendrar el Mal.
De este segundo rodeo en general se ha hecho cargo teórico una estructura
ontoteológica a la que llamamos teodicea. Pero ʺteodiceaʺ en unas condiciones en
las que semejante empresa sólo tenía una posibilidad de resultar exitosa –como
bien demostró finalmente Hegel: la teodicea sólo logra sus propósitos si logra
convertirse en la verdadera teología, es decir, si logra demostrarse que justificar a
Dios frente al Mal es tanto como mostrar en qué consiste Dios, mostrando que
Dios mismo consiste precisamente en el rodeo en cuestión. El hecho de que Hegel
acabe por convertir a la historia misma en la verdadera Teodicea, a la vez que en
el astuto trabajo de la razón, puede ilustrar en qué sentido estamos afirmando que
el problema de la filosofía hegeliana es siempre algo más profundo, pero que
también paga sus tributos, que el mero asunto del conocimiento.
Lo que tenemos no es, pues, dos epistemologías posibles que pueden optar
entre racionalismo o finitud de la razón, sino la necesidad de optar entre
epistemología o teodicea, o si se quiere, entre ontología y ontoteología.
4.11. Conclusiones
La conclusión a la que venimos a desembocar es que el postulado de la
infinitud de la razón borra la diferencia de naturaleza entre ideología y ciencia. El
motivo por el que el materialismo se empeñó en mantener a todo precio esta
diferencia –que en un determinado momento fue entendida decididamente bajo el
signo del corte epistemológico de Bachelard, y la forma en la que se pensaron
entonces las complejas relaciones entre lo ideológico y lo científico –siempre
tomando por base el famoso texto de Marx en la Introducción de 1857– no puede
ser expuesto ahora. Lo importante es haber acertado a diagnosticar que, al centrar
su interés en la tensión entre lo ideológico y lo científico, el materialismo se
enfrentaba, en realidad, a la infinitud de la razón y, por ende, a la definición
misma del idealismo. Desde la infinitud de la razón, el conocimiento no puede
ser pensado como mero conocimiento y se transforma más bien en algo así como
la vida profunda en la que una realidad, o especialmente un pueblo histórico,
logra coincidir consigo mismo o transitar a otro momento de la historia. El
concepto ya no es sólo el conocimiento de lo que se está jugando en una
formación histórica, sino lo que verdaderamente se está jugando en ella: la vida
interna que anima y mueve el desarrollo histórico de ese pueblo, su ʺespírituʺ. La
ciencia aparece así en una línea de continuidad real con la ideología, como su
momento más profundo o crítico, como lo verdaderamente buscado por la
historia y todas las fuerzas espirituales que en ellas se han dado cita.
Pero, al mismo tiempo, se juegue lo que se juegue en cada momento histórico,
entre todos sus intereses y todos sus charcos de sangre, siempre será de algún
modo un concepto el verdadero motivo de litigio. De este modo, toda la labor del
tiempo se condensa en un despliegue lógico que sería su verdad. El tiempo es el
ʺser ahíʺ del concepto, el Dasein del sujeto; es ʺel poder del conceptoʺ (Enz §
258).
El tiempo es la inquietud de la pluralidad, la forma en la que la pluralidad se
somete al poder del concepto, de modo que la contradicción inherente a todo lo
finito resuelve así su propia inadecuación, transformándose en unidad viviente. La
historia aparece entonces como el espíritu alienado en el tiempo, el lugar en el que
la Idea se conoce en su ser fuera de sí.
Éste es el motivo de que esa aventura lógica, que comienza en el sistema
hegeliano con Dios pensado antes de la creación del mundo, culmine, a través del
desgarramiento natural e histórico, de nuevo, en el elemento lógico, ya que la
Historia universal encuentra finalmente su verdad en la historia de la filosofía.
Eso que llamamos ʺrealidad efectivaʺ es la impresionante mediación de un
retorno lógico, que permite a la Idea ser finalmente absoluta ya no como mera
idea sino como espíritu, lo que permite afirmar, a su vez, que ʺsólo lo espiritual es
realʺ, por encima, en efecto, de lo meramente lógico y lo meramente real.
En resumen, si el materialismo no ha podido nunca renunciar a la ʺfunción‐
sensibilidadʺ, es decir, a la finitud de la razón, ha sido en la medida en que ha
estado interesado en mantener abierta una brecha entre ideología y ciencia, y en
último término entre ignorancia y saber. Que la ignorancia hable y que, además,
no pueda hacerlo sino hegelianamente es algo que todavía está aquí por
demostrar. Todo ello puede, sin embargo, arrojar alguna luz sobre el motivo que
inspiró todas las manifestaciones clásicas del materialismo sobre la necesidad de
distinguir entre lo real y su conocimiento, así como de su insistencia en entender
éste como ʺmero conocimientoʺ y ʺnada másʺ.