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Infinitud de la razón e idealismo.


Primera especificación
de un problema propio del materialismo

4.1. Idealismo y filosofía


Parece natural, puesto que el materialismo se ha definido frente a una ilusión
hegeliana idealista, preguntar a Hegel mismo qué ha de entenderse por idealismo
en general. La más conocida de sus respuestas no dejará nunca de sorprender:

La proposición que lo finito es ideal, constituye el idealismo. El idealismo de


la filosofía no consiste en nada más que en esto: no reconocer lo finito como un
verdadero existente. Cada filosofía es esencialmente un idealismo, o por lo menos
lo tiene como su principio, y el problema entonces consiste sólo [en reconocer] en
qué medida ese principio se haya efectivamente realizado. La filosofía es
[idealismo] tanto como la religión; porque tampoco la religión reconoce la finitud
como un ser verdadero, como un último, un absoluto, o bien como un no‐puesto,
inengendrado, eterno (WL, V: 172/136).

Hay que comenzar por llamar la atención sobre un asunto que ha


contribuido muy profundamente a desorientar a la tradición materialista. El
sistema hegeliano demuestra en su conjunto que el idealismo no es una
determinada postura filosófica, sino la filosofía misma. ʺEsta idealidad de lo
finito es el principio fundamental de la filosofía, y toda verdadera filosofía es, por
consiguiente, un idealismoʺ (Enz § 154). Esta afirmación hegeliana y su intrínseca
potencia para mostrarse como verdadera es la que explica que Marx y la tradición
marxista se hayan negado a considerar su polémica con el idealismo en un campo
de batalla filosófico. Lo que se reprocha al idealismo es lo mismo que se reprocha
a la filosofía en general. El idealismo representa la ʺmiseria de la filosofíaʺ en su
conjunto. En principio, Marx no ha pensado el idealismo como una enfermedad
de la filosofía, sino que más bien ha llamado idealismo a una enfermedad del
saber cuyo síntoma fatal sería precisamente la filosofía. El problema es realmente
grave, se entienda este asunto como se entienda, pero es preciso señalar
contundentemente que así planteada la cuestión se ha comenzado por dar la
razón a Hegel en un punto crucial. Se ha aceptado, en suma, la tesis hegeliana de
que toda filosofía no es sino un idealismo más o menos realizado, que nada se ha
jugado en la historia de la filosofía que no sea el idealismo mismo. Y que, por
tanto, como Hegel mismo ha querido, la historia de la filosofía no viene sino a
desenvolver en el tiempo el propio sistema hegeliano.

4.2. Lo finito como momento


Cada filosofía histórica ha sido, pues, un intento de realizar el idealismo. Este
proyecto implica no reconocer a lo finito verdadera existencia, lo que, se nos dice,
es tanto como considerarlo Ideal. Jdeell, se ha dicho en una famosa nota sobre el
concepto de Aufheben (WL, V: 113/5/97), es lo aufgehoben, lo ʺeliminadoʺ, pero
lo ʺeliminadoʺ en el sentido muy específico del término alemán, comentado por
Hegel de esta forma:

El eliminar [Aufheber¡] y lo eliminado (esto es, lo ideal) representa uno de los


conceptos más importantes de la filosofía, una determinación fundamental, que
vuelve a presentarse absolutamente en todas partes, y cuyo significado tiene que
comprenderse de manera determinada, y distinguirse especialmente de la nada. Lo
que se elimina no se convierte por esto en nada. La nada es lo inmediato; un
eliminado, en cambio, es un mediato; es lo no existente, pero como resultado,
salido de un ser. Tiene por tanto la determinación, de la cual procede, todavía en
sí. La palabra Aufheben [eliminar] tiene en el idioma [alemán] un doble sentido:
significa tanto la idea de conservar, mantener, como al mismo tiempo, la de hacer
cesar, poner fin. [...] Algo es eliminado [Aufebheri] sólo en cuanto ha llegado a
ponerse en la unidad con su opuesto; en esta determinación [...], puede con razón
ser llamado un momento (WL, V: 113‐114/97‐98).

Es decir, hay ʺidealismoʺ ahí donde lo finito se muestra como momento de


un único principio. La determinación y la finitud no son meramente nada, no
son lo puramente falso. Son lo verdadero en tanto que son el desenvolvimiento
del absoluto en uno de sus momentos. Nada adquiere, sin embargo, legitimidad,
fuera de su condición de momento: ʺlo ideal es lo finito tal como esʹjá en lo
infinito verdadero, esto es, como una destinación, un contenido, que es distinto,
pero no existente de manera independiente, sino como momentoʹ (WL, V:
165/132).
ʺIdealʺ es, pues, lo puesto por un otro, lo puesto por el principio. Esta
definición no está todavía justificada, pero Hegel convoca a toda la historia de la
filosofía a servir de ilustración de uno de sus llamativos efectos. Incluso cuando
una filosofía histórica ha intentado pensar el principio como algo no ideal, como
por ejemplo el agua de Tales, la materia o los átomos, se comprueba que este
principio, incluso si, como el agua, sigue siendo algo empírico, o como la materia,
una mera abstracción, funciona, a la vez, ʺcomo lo en sí o la esencia de todas las
otras cosas, y éstas no son [por tanto] independientes, fundamentadas en sí, sino
puestas por un otro, el agua; vale decir, son idealesʺ. El agua de Tales, o incluso la
materia o los átomos, son, de todos modos, pensamientos, universales, ideales. Y
el conjunto entero de las cosas sólo puede ser pensado legítimamente en esta
idealidad, como puestas por esta idealidad. En suma: la historia de la filosofía
moderna o antigua ha pensado el principio como idealy las cosas como siendo
eliminidas‐ conservadas en el principio, es decir, como ideales ellas mismas. La
filosofía no ha reconocido verdadero ser a lo finito, a la determinación, más que
en la medida en que ha entendido esta determinación como puesta por algo ideal,
como momento del despliegue de esa idealidad. ʺUna filosofía que atribuye a la
existencia finita en cuanto tal un ser verdadero, último, absoluto, no merece el
nombre de filosofíaʺ (WL, V: 172/136) La proposición ʺlo finito es idealʺ es la
esencia misma de la filosofía.
4.3. Idealidad e Infinito
Pero sería un grave error creer que estas consideraciones tienen el poder de
explicarse por sí mismas. Una vez más ellas no son sino la forma en la que el
problema queda planteado, no la respuesta posible a algún problema. La
verdadera dificultad queda aquí señalada en la necesidad de encontrar una
idealidad capaz de eliminar y conservar todo en ella, de modo que ella misma sea
la absoluta concreción de cada determinación y no la noche abstracta en la que
todas las determinaciones desaparecen. Al decir que lo finito es ideal no hemos
dicho que lo finito no sea en absoluto sino que no es sino en otro: ʺVale decir
que una vez lo ideal es lo concreto, lo existente de verdad, y otra vez al contrario
sus momentos son igualmente lo ideal, lo eliminado en él, pero en realidad se
trata sólo de un único todo concreto, del cual son inseparables los momentos
(WL, V: 172/137).
Lo otro de lo finito es lo Infinito. Todo consiste, pues, en encontrar una
forma de concebir lo Infinito de modo que en él quede integrado lo finito como
momento. Ello es tanto como mostrar que sólo un Infinito que lo sea
verdaderamente puede asumir el papel de la idealidad que hemos descrito, es
decir, tener la capacidad de ser lo mismo siendo todo lo otro, de modo que lo
otro aparezca como momento suyo. La noción de ʺverdadero Infinitoʺ es, afirma
Hegel, la noción de la que depende si se ha de dar o no algo así como ʺfilosofíaʺ,
es la noción fundamental de la filosofía. El infinito ʺpuede ser considerado como
una nueva definición del absolutoʺ, cosa que, en cambio, no puede afirmarse del
ser determinado en ninguna de sus formas, ya que ʺlas formas de esta esfera se
hallan puestas por sí, de modo inmediato, sólo como determinaciones, vale decir,
como finitas en generalʺ (WL, V: 149/121‐122). Sólo puede ser considerado como
ejemplo de absoluto aquello que es capaz de ser lo que es y también lo que no es,
de modo que, precisamente por ello, no pueda ser relativo a nada. En la
Fenomenología el absoluto comparece por primera vez como ʺdiferencia
internaʺ, como diferencia que es capaz de ser su diferenciado. Pues bien, un
infinito que lo sea verdaderamente es una realidad capaz de seguir siendo idéntica
a sí misma en todo lo otro. El infinito logra ser lo mismo incluso cuando es otro.
Si no fuera así, el infinito estaría limitado por lo otro, limitado por lo finito, por
cualquier determinación, por cualquier límite. Y sería, de este modo, un infinito
finito, limitado por cualquier determinación.
Y el problema es que la determinación está ahí, dada como un hecho. El
mundo entero es un mundo de determinaciones y devenires, de escisiones y
separaciones. El mundo entero suspira por la pérdida del todo, del poder uni‐
ficador capaz de conferirle unidad, una unidad que la naturaleza ha buscado
incansablemente en la vida y que la historia ha perseguido, como se comprobó, en
la religión, en lo político, en el amor, a través de la compleja dialéctica entre el
señorío y la esclavitud en la disputa por las condiciones de la vida, y finalmente,
en la instauración de una comunidad de individuos libres. El todo siempre se
encuentra, de hecho, perdido, escindido del mundo. La constatación de esta
escisión es sin duda un problema para el mundo, es, de hecho, el problema de la
religión, del helenismo y del cristianismo. Pero si es un problema para la filosofía
es porque también es un problema para el absoluto mismo, que ya no logrará ser
absoluto si no logra ser todas y cada una de las escisiones en las que él se ha
perdido. Y para el absoluto mismo el problema se plantea mucho antes, podría
decirse, que para el helenismo: la mísera caída de una piedra en la naturaleza o,
más originariamente, el mero surgir lógico del ser determinado, resultado
inevitable de que el puro ser no haya podido evitar su paso a la nada, introduce
en lo absoluto una inquietud que amenaza con destruirle.

4.4. Lo espiritual como infinito verdadero


Lo infinito se inquieta si lo finito está fuera de él. Pero esta inquietud misma
nos proporciona la clave de un sentido de realidad más alto que todos los hasta
aquí empleados: es el sentido mismo de la realidad espiritual. Una vez que
comparece la determinación por el camino que sea –es decir, según estemos en un
lugar del sistema hegeliano o en otro, o tan sólo con que constatemos el Faktum
de la determinación–, el absoluto tiene que ser capaz de ʺtemblar en sí sin ser
inquietoʺ, de ʺpalpitar en sí sin moverseʺ. El absoluto no puede ya limitarse a ser
idéntico en sí, tiene que ser también idéntico fuera de sí, tiene que ser idéntico en
lo otro, en lo no idéntico. Que no pueda limitarse a ser idéntico en sí es
exactamente lo mismo que decir que tiene que ser idéntico para sí. Todo el
prodigio ʺlógicoʺ de la filosofía hegeliana se juega en el alumbramiento de esta
categoría: el ser para sí.
Ser para sí implica, en efecto, no ser sencillamente ʺen síʺ, es decir, haber
salido ʺfuera de síʺ para retornar a sí desde lo otro. Este movimiento de retorno
es precisamente el que se exigía al concepto de ʺverdadero infinitoʺ. El infinito es
ese ser que incluso cuando se relaciona con otro se está relacionando consigo
mismo. Pues bien, la conciencia, el yo, el espíritu, son ʺejemplosʺ cercanos de este
infinito (Enz § 96 Ztz). La conciencia es conciencia de algo: pero al mismo
tiempo y en el mismo movimiento es conciencia de sí misma. Y según nos ha
mostrado la Fenomenología, según la conciencia va realizando la experiencia de sí
misma, va descubriendo progresivamente que el algo en cuestión no era sino ella
misma, descubriéndose así como autoconciencia precisamente en su ser conciencia
de algo. Ello nos permite a los lectores de la Fenomenología recoger la primera
noción de absoluto ʺverdaderoʺ. La Lógica por sí misma nos podía haber
adelantado este resultado de la experiencia de la conciencia como inevitable:
relacionarse consigo mismo en la relación con lo otro, que relacionarse con lo
otro sea relacionarse consigo mismo, implica precisamente un concepto de
infinito. En efecto: ʺEsta relación que consiste en pasar a su contrario y, pasando
a su contrario, no pasar sino a sí mismo, es la que constituye la verdadera
infinitudʺ (Enz § 94 Ztz).

4.5. La relación infinita

Una relación de ese tipo es lo que Hegel llama ʺrelación infinitaʺ.


Entendemos por tal una relación que no se limita a mediar entre dos extremos
independientes, sino que muestra uno de estos dos términos como siendo la
relación misma. La relación, así pues, no expresa tanto la distancia entre los
extremos como la potencia de uno de ellos para convertirse en vínculo de unión.
Este imprescindible privilegio de uno de los dos términos es fundamental y va a
tener enorme relevancia en la polémica con el materialismo que intentamos
desenvolver. Uno de los términos asume el papel propio que encontrábamos en la
primera definición de lo absoluto: el de diferencia capaz de ser su diferenciado.
Ello equivale a mostrar que uno de los términos no logra ser igual a sí mismo más
que a costa de convertirse en el otro. Planteemos la oposición que planteemos, así
opongamos el sujeto al objeto, lo finito a lo infinito o el espíritu a la materia, el
extremo que resultará privilegiado será el que tenga capacidad de ser retorno hacia
sí a partir de lo otro. Ello es tanto como decir que tiene la potencialidad del
infinito. En todas estas oposiciones Hegel privilegia una de las determinaciones,
con preferencia de la otra, transformándola en infinita en sentido verdadero. La
fórmula general de todo retorno es la ya tantas veces citada definición del
absoluto como ʺidentidad de la identidad y la no identidadʺ. El término
privilegiado, así pues, es el que es capaz de ocupar el lugar de lo absoluto y lo
absoluto es lo que es capaz de ser como retorno hacia sí. Pues bien: la noción de
un retorno hacia sí es precisamente lo que en la lógica aparece como ʺser para síʺ.
Y en efecto, en las citadas oposiciones es siempre el sujeto, el espíritu, el yo, el que
es capaz de operar como ʺrelación infinitaʺ.
Pero la relación infinita es precisamente la totalidad. La totalidad, que es
capaz de constituirse en la inquieta capacidad inmóvil de ser ella misma siendo
cualquier otro: una relación que sólo se relaciona consigo misma. Lo que implica,
en efecto, que la totalidad no pueda aparecer sino como sí mismo, como ser para
sí, y a la postre, como espíritu. El síntoma específico de la totalidad hegeliana
puede diagnosticarse muy precisamente con estas palabras: ʺLa totalidad se
constituye precisamente por la mediación, por el movimiento, gracias al cual los
extremos inertes de las oposiciones engendradas por el entendimiento no
dialéctico se convierten en momentos del todo. Los extremos pierden su
independencia para convertirse en momentos. Entre los momentos posee una
prioridad ontológica aquel que es capaz de ser momento y vínculo de unión de sí
mismo con los otros. Lo cual, a su vez, implica la aparición de un sí‐mismo, de
un Selbst, cuya peculiar condición ontológica antes indicada se refleja en el hecho
de que es capaz de ser‐para‐símismoʺ (Artola, J. M., 1972).

4.6. Idealidad y realidad. Materialismo y "sensibilidad"


La idealidad consiste, pues, ʺen el modo de ser que tiene lo finito en lo
infinitoʺ. Lo finito no tiene verdadero ser más que en la medida en que es
inherente a la totalidad, es decir, en la medida en que puede ser entendido como
momento expresivo del todo, es decir, como una totalización. Cuando se
contrapone idealidad a realidad se está también en este caso relacionando dos
extremos que sólo pueden ser entendidos en su verdad en el caso de que la
relación misma pueda ser entendida como infinita, privilegiando aquel de ellos
que sea capaz de ser paso a lo otro para ser sí mismo. Por consiguiente, la
idealidad no puede sencillamente pensarse al lado de la realidad y no se arreglan
las cosas por situarla en un más allá superior. Ella tiene que ser pensada más bien
como la verdad de la realidad.

No se debe, por consiguiente, imaginar que se ha dado a la idealidad lo que le


es propio cuando se concede simplemente que la realidad no es el todo y que hay
que reconocer que hay fuera de la realidad también una idealidad. Una idealidad
tal que estuviera al lado o aún que se mantuviera constantemente por encima de la
realidad, no sería sino una palabra huera. La idealidad no tiene contenido sino
siendo el contenido de alguna cosa. Y esta cosa no es esto o aquello
indeterminado, sino la existencia determinada como realidad, existencia que,
considerada en sí misma y fijada en sus límites, no tiene verdad. En cierto sentido,
se ha representado con razón la diferencia de la naturaleza y del espíritu de modo
que la determinación fundamental de la primera sería la realidad, mientras que la
idealidad constituiría la determinación fundamental de la segunda. Solamente que
la naturaleza no es una esfera fija, acabada, que existe para sí y que podría existir
sin el espíritu, sino que, por el contrario, es en el espíritu donde alcanza su fin y
su verdad; y, a su vez, y precisamente por esta razón, el espíritu no es una esfera
abstracta colocada más allá de la naturaleza, sino que no es espíritu verdadero ni
se afirma como tal sino en tanto que contiene y absorbe la naturaleza (Enz § 96
Ztz).
La realidad se muestra, en principio, como lo dado. Y el idealismo consiste,
precisamente, en no considerar lo dado como originario. La pluralidad, y con ello
el devenir, la determinación y lo finito, es un hecho, y es, en verdad, el problema
más trillado de la historia de la filosofía el encontrar un motivo o una razón para
que la unidad haya decidido escindirse de esa forma en una exterioridad. Al
afirmar la pluralidad de lo finito como ideal, es decir, al afirmar que tiene su
verdad en lo infinito, se está afirmando, por consiguiente, una primacía de la
unidad sobre la diversidad. Hasta 1965, con Althusser y Balibar, no se centró la
atención materialista en este punto (cfr. 1965a, capítulo 6.4) sobre el que, por otra
parte, en España y rodeado de un neotomismo desquiciante, Artola (1972) había
también diagnosticado certeramente: ʺLa vinculación de la verdad con la totalidad
reside en la primacía de la unidad como principio director de la filosofía
hegeliana. Esta unidad es, sin embargo, unidad dinámica. Es un retorno hacia la
unidad, ya que la división está dada ya. Pero esta división dada es necesaria para la
unidad, ya que no es unidad abstracta, sino concreta. Esta concreción exige la
presencia del otro momento que se enfrenta con la unidad abstracta. La
unificación de ambas determinaciones nos dará la unidad verdadera que abarcará
la totalidad. Esta totalidad se ha conseguido aceptando la realidad dada en su
dispersión y descubriendo la unidad inmanente. Este descubrimiento transforma
el objeto mismo. Lo que se manifestaba como pura diversidad se transforma en
unidad. Esta nueva objetividad no elimina simplemente lo anterior, sino que la
guarda, si bien dentro de una unidad superiorʺ (1972: 157, SN).
La tarea del materialismo debería haber consistido, en efecto, en aislar el tipo
de transformación que sufre lo real al ser pensado en la totalidad, con la
consiguiente primacía de la unidad sobre el Facktum de la pluralidad, en lugar de
protestar inútilmente porque la totalidad sea pensada como idealidad. Éste será el
objetivo de los capítulos 9 y 10. En principio, hay que resaltar que el dispositivo
que ha sido extirpado de la maquinaria de la verdad se llama sensibilidad,
entendida ésta como la salvaguarda de la originariedad de lo dado para la razón.
El materialismo tiene que ser descrito, en este sentido, como el empeño por cuidar
de ese lugar llamado sensibilidad. En este ʺcuidadoʺ, que sin duda está incluido
entre las competencias del famoso ʺpastor del serʺ heideggeriano, se trata en
especial de velar por la distancia, impidiendo que la relación se haga,
precisamente, infinita, es decir, cortocircuitando la pretensión de uno de los dos
términos de convertirse en la relación misma. ʺCuidar de la distanciaʺ, ʺmedirlaʺ
constantemente, si se quiere hablar así, es tanto como mantener abierto un claro
en el cual puedan dárselas cosas, sin que ninguna de estas cosas pueda erigirse en
la apertura misma. Impedir que la relación se transforme en infinita significa
velar, pues, por la ausencia de Dios, mientras que la famosa sentencia de San
Pablo, ʺen Dios vivimos, nos movemos y existimosʺ, nos impele a buscar un algo
capaz de tratarse a sí mismo en el tratar de cualquier cosa, es decir, un absoluto
del que las cosas serían, de un modo u otro, sus momentos. La sensibilidad es, por
el contrario, el lugar en el que Dios está ausente, un lugar en el que no se crea,
sino que se ʺdeja serʺ, en el que el mundo es algo que tiene que ser esperado, con
una paciencia desconocida para la idiosincrasia hegeliana. Una razón finita, en el
sentido de una razón que reconoce su apertura en la sensibilidad, es una razón
para la que, al contrario que para Dios, todo ha comenzado siempre ya.
Es patente que lo que suele llamarse la ʺcomunidad científicaʺ en general
consiste en trabajar en el horizonte de esta apertura. Y en este sentido, los
reproches de Hegel a Kant podrían convertirse también en un homenaje:

La filosofía de Kant no ha podido ejercer influencia alguna en las ciencias,


porque ha dejado las categorías y el método del conocimiento ordinario
exactamente en el estado en que estaban. Si en los escritos científicos de su tiempo
se ha comenzado a veces por proposiciones de la filosofía kantiana, se ve que estas
proposiciones no son sino un ornamento superfluo, y que, arrancando las páginas
que ocupan, no disminuiría el contenido empírico de las siguientes (Enz § 60).

Si Kant no ha aportado nada a la comunidad científica, negándose a


introducir en ella la potencia de la relación infinita, es también porque ha
encontrado la forma de ʺdejarla en pazʺ, lo que quizá sea lo más difícil. El
empeño de Kant por sentar las condiciones de posibilidad del saber consiste, ante
todo, en cuidar de un lugar en el cual es posible dejar ser a las cosas, para que
éstas se muestren, ʺcuidadoʺ que se ha resumido –por razones que habrá que
exponer más adelante– en impedir tomar la palabra a ningún supuesto ʺahíʺ en el
cual pudieran ser generadas en tanto que momentos.

4.7. Concepto de materia


Es al pensar la totalidad como lugar de la verdad –lo que parece de lo más
natural– como Hegel pone en marcha un mecanismo capaz de absorber toda
exterioridad, y, en consecuencia, de reducir –a su modo– todo lo material, en
tanto que la idea de materia es precisamente la idea radical de pluralidad como
ʺpartes extra partesʺ. La materia es el principio opuesto al principio monista del
ʺtodo está en todoʺ, sentencia que apunta, en realidad, a una totalidad como
interioridad absoluta (cfr., por ejemplo, Bueno, G., 1972: 306). Y en efecto, si
Hegel ha afirmado lo absoluto como espiritual, es porque para el espíritu nada es
completamente otro:

Toda actividad del espíritu es por eso sólo un captarse a sí mismo, y el fin de
toda ciencia que lo sea de verdad es sólo éste: que el espíritu se conozca a sí
mismo en todo lo que hay en el cielo y en la Tierra. Un algo completamente otro
no existe de ningún modo para el espíritu (Enz § 377 Ztz, SN).

Si Hegel dice que el verdadero infinito nos proporciona la clave de un sentido


de ʺrealidadʺ más alto que los habituales, es en la medida en que el infinito en
cuestión no ha sido posible captarlo más que en el tránsito a la categoría de ser‐
para‐sí. Pero ello implica inevitablemente que todo cuanto se presente como
alteridad, como separado o como ʺpartes extra partesʺ, deberá encontrar su
verdad en ese tránsito al ser para sí. Lo que el idealismo introduce es una
modificación crucial en el procedimiento por el que lo otro irrumpe en el ser y el
saber, es decir, en ese negocio de la determinación al que llamamos verdad. Lo
espiritual en Hegel surge como resultado de la supresión (Aufhebung) de lo otro
como independiente (selbstandig) y su transformación en un Selbst, en un sí
mismo. La pluralidad espacial y temporal, eso a lo que llamamos lo material,
obliga a la unidad a devenir para poder seguir siendo unidad. El para sí viene aquí
al caso sin mayor misterio que el de ser la única expresión posible de este
movimiento de retorno a sí en el que nos vemos com‐ pelidos a pensar la
totalidad.
Que todo es espiritual es tanto como decir que lo otro es siempre momento,
momento de lo mismo, lo que equivale a pensar, tal y como diagnosticaba
Althusser, lo finito en tanto que ʺexpresivo de la totalidad entera, como pars
totalisʺ (1965b, II: 65/202). Althusser subrayó que, por el contrario, Marx se había
movido siempre en el horizonte de una eficacia de la totalidad sobre sus partes en
el que tenía primacía la complejidad como algo ʺsiempre ya dadoʺ. Para pensar
este tipo de eficacia que tiene un todo sobre sus elementos, Althusser propuso el
justo concepto de causalidad estructural, ʺla eficacia ausente que tiene una
estructura sobre sus elementosʺ, ʺla presencia de una estructura en sus efectosʺ.
Causalidad, en este sentido, ni ʺtransitivaʺ, ni ʺexpresivaʺ, sino ʺausenteʺ o
ʺmetonímicaʺ. Una estructura combina y legisla una complejidad siempre previa,
siempre ʺya dadaʺ, pero actúa como un poder ʺausenteʺ capaz de definir a sus
elementos: ʺLa existencia de una estructura se agota en sus efectosʺ (cfr. 1965b,
cap. IX).
La encrucijada entre idealismo y materialismo se localizaba, pues, respecto al
tipo de causalidad puesta en juego. Y la sentencia ʺsólo lo espiritual es realʺ debía,
en este sentido, ser rechazada en orden a encontrar alguna razón que nos
impidiera entender la determinación como momento, es decir, como pars totalis,
y no por ninguna protesta del sentido común sobre la innegable tangibilidad de la
materia. Esta razón aún no la hemos encontrado aquí. Lo único que sabemos es
que el problema tiene que centrarse respecto al tipo de ʺpacienciaʺ teórica que el
materialismo tiene que contraponer a la ʺpaciencia del conceptoʺ hegeliana. Pues,
para Hegel, en efecto, la afirmación del sí mismo no puede ahorrarse ninguna
determinación, por superflua que resulte. Lo otro, en sus más mínimos detalles,
no es una mera estrategia para la autoafirmación espiritual, de modo que baste
con trazarlo en cuatro pinceladas. Hemos visto que Marx no ha tenido ninguna
intención de dirigir este reproche a Hegel, sino, paradójicamente, a su
contestación materialista, en la que no ha visto sino una investigación histórica
indigente y ridicula. Ahora bien, el trabajo del concepto en Hegel puede, de todos
modos, no trabajar lo bastante o no trabajar en la dirección adecuada, y esto es lo
que queda abierto en adelante para nuestra discusión.

4.8. Infinitud de la razón y conocimiento. La ideología como


tributo historicista
El hecho es que, tras muchas idas y venidas, para el materialismo, todo el
engranaje hegeliano capaz de convertir la determinación en momento del
despliegue de algún indeterminado inicial acabó por verse traducido al misterio
por el que la ignorancia pretendía, mediante algún escondido resorte o fertilidad,
tomar la palabra y desplegar la determinación a partir de un mero vacío o
confusión. A esta fecundidad de la ignorancia se le llamó ideología, englobando
en este término toda la constelación de imágenes y representaciones que permiten
a los individuos y los pueblos históricos tomar conciencia de su realidad, sin
propocionarles, no obstante, los medios de conocerla. La ideología permite vivir
la relación con lo real; supone la apertura práctico‐social del mundo, mientras que
sólo de la ciencia –desde el puro desinterés que define su actitud– puede esperarse
una apertura teórica de éste.
De esta suerte, y por algún motivo que es preciso sacar aquí a la luz, la
polémica inicial entre idealismo y materialismo acabó por centrarse en el
problema de mantener o suturar la brecha entre lo ideológico y lo científico.
Es importante resaltar que al suprimir la independencia de lo otro y
reabsorberlo en un sí mismo que opera como infinito verdadero, es decir, al
constreñir a lo otro a la condición de momento, se prima la problemática del
despliegue o de la génesis de lo real en la razón sobre la cuestión del
conocimiento en tanto que investigación de lo dado. El conocimiento mismo deja
de ser el verdadero asunto que hay que tomar en serio por sí mismo. La razón
hegeliana nunca se limita a conocer; si conoce es porque se despliega en cada
determinación y, de alguna forma, la genera. El insólito lugar que llamamos
ʺrazónʺ no es, en ese sentido, tanto el lugar del conocimiento, como el lugar
señalado crípticamente por las religiones mediante misterios como el de la
creación o la encarnación.
Para Hegel todo conocimiento es reconocimiento. La conciencia se dirige
hacia la cosa porque no sabe que lo que encontrará tras sus misterios no es sino
ella misma. El conocimiento aparece así como un momento transitorio de un
camino más largo y decisivo, en el cual se desarrolla la vida de lo real como
espíritu. Ya no se trata entonces de que lo real sea accesible a la razón, de que sea,
en suma, cognoscible, sino del proceso mismo de constitución de lo real. El
trabajo del concepto no es sólo el trabajo del conocimiento, sino el trabajo que lo
real vierte sobre sí mismo. En el capítulo anterior localizamos ya en una especie
de ʺdispositivo Jesúsʺ el engranaje fundamental del proceso hegeliano hacia la
realidad efectiva. Que el lógos se ha hecho carne como Humanidad significa en
último término que la Historia misma tiene que ser entendida como un
despliegue de la razón, de modo que es ésta la que tiene que actuar en cada caso y
la que, de cualquier manera, actúa siempre. Los contenidos que se suceden en la
historia son, así, generados por la propia razón. Pero, entonces, la Historia no es
tanto algo que hay que conocer, como algo que es capaz de comprenderse a sí
mismo. La investigación histórica no hace sino mostrar lo que el curso real de la
propia historia ha investigado en sí mismo. El trabajo del historiador es el trabajo
mismo de la Historia.
Y es en este punto en el que Marx protesta contra Hegel en la famosa
Introducción de 1857:

[Para la conciencia filosófica] el movimiento de las categorías se le aparece


como el verdadero acto de producción (el cual, aunque sea molesto reconocerlo,
recibe únicamente un impulso del exterior) cuyo resultado es el mundo; esto es
exacto en la medida en que –pero aquí tenemos de nuevo una tautología– la
totalidad concreta, como totalidad del pensamiento, como un concreto de
pensamiento, es in fact un producto del pensamiento y de la concepción, pero de
ninguna manera es un producto del concepto que piensa y se engendra a sí
mismo, desde fuera y por encima de la intuición y de la representación, sino que,
por el contrario, es un producto del trabajo de elaboración que transforma
intuiciones y representaciones en conceptos. El todo, tal como aparece en la
mente como todo del pensamiento, es un producto de la mente que piensa y que
se apropia del mundo del único modo posible, modo que difiere de la
apropiación de ese mundo en el arte, la religión, el espíritu práctico... (1857, II.1.1:
37/51‐52).

El materialismo localizó perfectamente el problema que aquí se estaba


jugando al insistir con tozudez en la separación insalvable entre lo ideológico y lo
científico. Si el trabajo del historiador y el trabajo de la historia coinciden,
entonces la ciencia no es mero conocimiento. Pero al ser algo más, es también
algo menos que ciencia: ésta se convierte, por una parte, en la manifestación
suprema del trabajo de lo real consigo mismo, pero, de otra, se degrada también
en una realidad histórica más, bajo la forma de espíritu de un pueblo o, si se
quiere, de ideología. Es el tributo historicista que paga la verdad como lugar del
conocimiento de lo real por querer ocupar el lugar de lo real mismo.
Éste es también el motivo de la tozuda insistencia althusseriana en distinguir
el objeto de conocimiento y el objeto real, que encontró su lema en el famoso
aforismo spinozista ʺla idea de círculo no es redondaʺ o ʺel concepto de perro no
ladraʺ; y también de que la suerte de esta distinción se hiciera jugar en la
distinción entre ideología y ciencia. No se puede, se decía, confundir lo real con
su conocimiento. La razón no es el ahí de lo real, sino el de su conocimiento. O,
tal y como diagnosticaba finalmente la obra de Artola sobre Hegel ya citada, si la
razón es capaz de penetrar en los misterios de la naturaleza y de la historia no es
porque descubra en ellas ecos de la palabra originaria que es ella misma: ʺ¿Acaso
no puede explicarse esta coincidencia de la razón con la naturaleza y con la
historia gracias a la capacidad de la razón para escuchar y escudriñar lo que en
ellas se encuentra? Que lo real sea racional puede explicarse por la capacidad de la
razón para penetrar en la realidad [...] La capacidad de comprensión racional no
es lo mismo que la absorción de todo lo dado en la razón [...] La razón que se
sabe a sí misma sabe algo más que a sí misma. Quizá para Hegel ese ʹalgo másʹ
significaba renunciar al conocimiento como Erkenntnis, como conocimiento
absoluto y adecuadoʺ (1972: 464). La razón puede entonces estar sencillamente
abierta a un Lichtungen el que puede recibir lo otro que ella misma: ʺEl área de lo
que es y es pensado con independencia de nuestro propio pensamientoʺ (1972:
459). Pero una razón receptiva es una razón finita, para la que las determinaciones
de lo real no pueden ser generadas a partir de sí misma.

4.9. Anotaciones para una topología de la cuestión general y


programa para su investigación
Como consecuencia de este error, a todos les
ocurre que toman por sabiduría lo que no es más que
su propia ignorancia. De ahí que, sin saber nada, por
lo general, creamos saberlo todo.

Platón, Leyes, 732a

Es ahora la ocasión de abrir un paréntesis para disponer el orden de las


razones y establecer la jerarquía de preguntas y problemas implicados en esta
investigación y de las cuales este libro va a intentar hacerse cargo.
En principio, que el conocimiento sea sólo el conocimiento, o que el
concepto de perro no sea capaz de ladrar, no parece tampoco una verdad que
tenga que ser especialmente defendida más que frente a ciertas ficciones
metafísicas construidas por puro entretenimiento especulativo. Nadie parece
pretender que el conocimiento genere lo real. De hecho, tomado de forma
espontánea, el reproche que Marx vierte sobre Hegel resulta más que nada
desconcertante:

Hegel cayó en la ilusión de concebir lo real como resultado del pensamiento


que, partiendo de sí mismo, se concentra en sí mismo, profundiza en sí mismo y
se mueve por sí mismo, mientras que el método que consiste en elevarse de lo
abstracto a lo concreto es para el pensamiento sólo la manera de apropiarse lo
concreto, de reproducirlo como un concreto espiritual. Pero esto no es de ningún
modo el proceso de formación de lo concreto mismo (ibídem).

Puede tomarse esto con cierta extrañeza, pues cualquiera puede constatar que
una cosa es defender que la razón sea capaz de generar por sí misma sus
contenidos –que es lo que hemos resumido en la infinitud de la razón– y otra
bien distinta que la razón sea el demiurgo de lo real. Pero, estas observaciones, en
las que razón, conocimiento, pensamiento o concepto, no tienen ningún
significado preciso, ni aciertan en Hegel ni se enfrentan en realidad a otra cosa
que a lo que se ha imaginado como idealismo, no al idealismo mismo. La
gravedad del problema reside primero en entender que si la determinación tiene
que ser generada en aquello a lo que llamamos razón, la razón que en adelante
está en juego ya no es más esa razón finita a la que en vano se podría solicitar la
creación del mundo real, sino la razón divina, que no tiene por qué esperar
ninguna llegada del mundo para concebirlo.
Siempre resulta muy desconcertante insistir en que el conocimiento sea sólo
conocimiento, como si alguien pretendiera lo contrario. Y sin embargo, el hecho
es que, por otros caminos inesperados, siempre se pretende, en efecto, lo
contrario. Es, sin duda, un absurdo pretender que la palabra cree el mundo o que
devenga carne ella misma resumiendo el universo en su obra histórica. Sólo la
religión y algunos sistemas filosóficos han tenido el atrevimiento de sostenerse en
semejante ocurrencia. Ahora bien, el abismo que separa mundo y pensamiento no
es menor que el que separa a la ignorancia del saber, y la ideología, que siempre
considera evidente la primera separación, es, sin embargo, ella misma, la que se
encarga de transitar constantemente como si la segunda no existiera. Que lo
indeterminado sea capaz de desenvolverse en lo determinado y reconocerse en él,
que el desenvolvimiento de la ignorancia pretenda aparecer como el saber, es una
aventura cotidiana y completamente natural, pero que encierra, en verdad, un
misterio paralelo –y, desde un punto de vista lógico, idéntico– al que pensaran las
religiones al construir un Dios creador del mundo.
Que el concepto de perro ladre puede ser una absurda pretensión. Pero
también lo sería pretender resumir la zoología canina en la forma indeterminada
con la que la conciencia natural pone en obra ciertas representaciones para señalar
a los perros y regular su comportamiento con ellos. A primera vista, no hay nada
de asombroso en que el conocimiento sea sólo conocimiento, al menos mientras
no se perciba nada de asombroso en el hecho mismo del conocimiento. Pero que
la ignorancia pretenda saber no es nada inhabitual y, sin embargo, es de lo más
difícil sacar a la luz la maquinaria ontológica implicada en esta mediación. Sólo
en el caso de que lo puramente lógico encontrara un procedimiento para devenir
real y efectivo, como en realidad sólo ocurre en el caso de un concepto, del
concepto de Dios, o si se quiere, con el concepto sin más, podrían seguirse los
pasos del famoso argumento ontológico utilizándolo como método efectivo capaz
de mutar lo lógico en realidad, al tiempo que la ignorancia en saber.
Independientemente de la función que ello cobre en su propio sistema, Hegel
ha demostrado que en la espontánea pretensión de la conciencia por la que
pretende saber cuando sencillamente se limita a señalar las cosas y vivirlas de un
modo u otro, se esconde, en verdad, una sorprendente osadía ontológica, en la
que el mundo tendría que ser resultado de la palabra. A la postre, una ignorancia
que pretende saber postula una razón capaz de crear el mundo. Si la ignorancia
albergara alguna profundidad de la que pudiera obtenerse el saber, entonces el
conocimiento no sería mero conocimiento: poseería, él también, una profundidad
en la que se gestaría el mundo mismo. Por eso, Hegel sabía muy bien que no se
podía tratar al conocimiento como una cosa más entre las cosas, y ha llegado
incluso a reprender duramente a Aristóteles por haberlo yuxtapuesto a todas las
demás realidades (cfr. apartado 11.5.1).
El sentido de este libro va a ser sacar a la luz el motivo por el que lo
ideológico se sostiene en una oscura e inconsciente negativa a aceptar que el
conocimiento sea sólo conocimiento o que el concepto de perro no ladre. El
problema que nos va a ocupar es mostrar que lo más difícil es mantener la
distinción entre ignorancia y saber, precisamente porque la ideología consiste
cotidianamente en borrar esta distinción; ella no sospecha en absoluto cuantas
otras distinciones se desvanecen junto con ella. Es natural, pues, que la ideología
se sorprenda de que para apuntalar la distancia entre ignorancia y saber sea
preciso insistir en cosas tan aparentemente evidentes como que la idea de círculo
no es redonda, que el pensamiento es sólo pensamiento o el conocimiento sólo
conocimiento, o que la pura lógica no tiene la capacidad que la religión
reconociera en Dios como potencia creadora de este mundo. Si se trata de discutir
con la conciencia natural –y por mucho que ésta funcione hegeliana‐ mente–, la
cuestión nunca se ventila en los términos utilizados por Marx contra Hegel en el
reproche antes citado, pues ella jamás se sitúa conscientemente en el lugar de una
razón infinita y es verdad que es absurdo pensar ninguna fecundidad respecto a lo
real por parte de una razón finita; la pregunta pertinente que hay que dirigir a esta
última no es cómo puede pretender gestar lo real, sino cómo pretende en cada
caso gestar el saber en su ignorancia.
Y sin embargo, las dos pretensiones están muy entrelazadas, por difícil que
resulte aclarar esta ecuación en la que la pretensión de saber de la ignorancia
queda igualada a la pretensión del pensamiento de contener la gestación profunda
de este mundo. La ideología no comprende que el ingenio filosófico haya llegado
a entender el concepto como demiurgo de lo real; pero los hombres no viven
tampoco su ideología en cuanto que tal: la toman por el propio mundo. Su
sistema de representaciones no es vivido como una constelación de imágenes, sino
como el mundo mismo en tanto que vivido. Este complejo de vivencias y de
imágenes constituye un macizo de evidencias para la conciencia natural, a partir
del cual ésta confunde constantemente imaginación y realidad. La pretensión de
que lo lógico engendre lo real le parece un sinsentido, pero ella se mantiene
constante e inconscientemente suspendida en la misma pretensión de lo
imaginario. Este escamoteo tan sólo se hace patente, en ocasiones, en la recóndita
industria imaginaria con la que algunos caracteres neuróticos construyen
minuciosa y laboriosamente un sueño tan detallado y coherente como para
suplantar toda realidad.
El objetivo de esta investigación se perfila, por tanto, en la tarea de mostrar
que la separación entre la palabra y el mundo –que los misterios religiosos de la
creación o la encarnación se ocuparon de mediar, concediendo a la primera la
potencia de devenir realidad–, puede ser articulada con la separación entre
ignorancia y saber, mediada a su vez por la ideología en tanto que ininterrumpida
mutación de la primera en el segundo. El sistema hegeliano en su conjunto opera,
en realidad, a base de aislar la profunda maquinaria en la que estas dos
mediaciones se explican mutuamente y no cesan nunca, por sorprendente que
parezca, de remitir la una a la otra.

4.10. Finitud de la razón y conocimiento. El problema de la


articulación de la brecha intuición-concepto con el corte
ideologí-ciencia
Para Kant, como para la tradición materialista primero –de un modo
completamente ingenuo– y para el propio Althusser después, lo importante ha
sido llamar la atención sobre el fenómeno mismo del conocimiento, mostrando:
a) que el conocimiento mismo es una realidad suficientemente prodigiosa como
para que su mera facticidad plantee cuestiones gravísimas a la razón; b) que el
conocimiento, siendo un prodigio en sí mismo, no es un aspecto más o menos
comprensible de un misterio más profundo, es decir, que el conocimiento es sólo
conocimiento y nada más. Entre paréntesis, conviene recordar que, por eso, sin
duda, ha hecho Kant, precisamente, ontología, y no algo así como teoría del
conocimiento; lo malo de lo que se llama teorías del conocimiento es que
comienzan por no ver un problema en lo que pretenden pro‐ blematizar: el
conocimiento mismo, sobre el que se limitan a escudriñar su funcionamiento, de
modo que cuanto más consiguen aislar éste, más se ve cómo el conocimiento deja,
en realidad, de serlo.
La forma kantiana de preservar esta consistencia del conocimiento como
Faktum no reducible a otra cosa más profunda tiene por punto de partida la
brecha abierta entre concepto e intuición. En la Introducción de la Crítica de la
razón pura,, es decir, antes de que la investigación trascendental haya ni siquiera
comenzado, y tras haber mostrado que el Faktum con el que nos enfrentamos es
precisamente que ʺhay conocimientoʺ, es decir, que ʺhay juicios sintéticosʺ y que,
por tanto, tiene que poder haberlos –lo que hace legítima la pregunta: ¿cómo son
a priori posibles juicios sintéticos?–, Kant nos dice que, como cuestión previa,

sólo parece necesario indicar que existen dos troncos del


conocimiento humano, los cuales proceden acaso de una raíz común,
pero desconocida para nosotros: la sensibilidad y el entendimiento. A
través de la primera se nos dan los objetos. A través de la segunda los
pensamos (A 15, B 29).

Un juicio remite un concepto a otro concepto, y así sucesivamente. Pero lo


característico es que Kant considera necesario, como ʺcuestión previaʺ para que
ese remitir de conceptos a conceptos pueda ser llamado conocimiento –y no algo
menos, como, por ejemplo, mera palabrería, o algo más, como creación,
despliegue, emanación, etc., de lo real en el concepto–, que haya forzosamente un
límite en el cual el concepto se refiera a algo que no sea concepto.

El conocimiento de un objeto implica poder demostrar su posibilidad, sea


porque la experiencia testimonie su realidad, sea a priori, mediante la razón.
Puedo, en cambio, pensar lo que quiera, siempre que no me contradiga, es decir,
siempre que mi concepto sea un pensamiento posible, aunque no pueda responder
de si, en el conjunto de todas las posibilidades, le corresponde o no un objeto.
Para conferir validez objetiva (posibilidad real, pues la anterior era simplemente
lógica) a este concepto, se requiere algo más (SN). Ahora bien, este algo más (SN)
no tenemos que buscarlo precisamente en las fuentes del conocimiento teórico.
Puede hallarse igualmente en las fuentes del conocimiento práctico (KrV, B
XXVII).

La última cuestión, crucial en la obra kantiana, no nos concierne ahora, pues


el asunto que nos ocupa es que, en la consistencia teórica del conocimiento, para
que éste sea precisamente ʺconocimientoʺ, se requiere, dice Kant, un ʺalgo másʺ.
Conviene retener por un momento la cuestión en esta forma aún indeterminada,
sin poner en juego nada de lo que va a aparecer en la Crítica: para que haya
conocimiento tiene que haber radicalmente otra cosa: ʺalgoʺ.
Tiene que ser ilustrativo para nosotros (cfr. capítulo 6) que, en sus críticas a
Hegel entre 1822‐1836, Schelling (1836: 213‐214) imprima a sus esfuerzos
filosóficos un sello muy semejante al de Kant:

El mundo entero yace, por decirlo así, en las redes del entendimiento o la
razón, pero la cuestión es justamente, cómo ha entrado en estas redes, ya que en el
mundo evidentemente hay algo más que mera razón, e incluso algo que
ambiciona salir por encima de estos límites.

Pero, volviendo al texto de Kant, hay que señalar lo siguiente. La investigación


de aquello en lo que consiste el conocimiento es la dilucidación de las
condiciones de posibilidad del conocimiento, es decir, la tarea que apunta al eîdos
conocimiento, al qué es el conocimiento. Aquello en lo que conocimiento consiste
es un a priori de cualquier conocimiento. Pues bien, acaba de señalarse el a priori
fundamental sin el cual no hay ningún otro a priori posible, el a priori sin el cual,
la investigación del a priori ni siquiera puede comenzar: de ahí precisamente que
la Crítica de la razón pura aún no haya comenzado en este punto. Ese a priori de
todo a priori es, en realidad, lo a posteriori.

La condición del uso objetivo de todos los conceptos del entendimiento es


sólo la índole de nuestra intuición sensible, que es el medio a través del cual se
nos dan los objetos. Los conceptos carecen de referencia a un objeto si se
prescinde de esa intuición (A 286, B 342).

Es decir: para que haya conocimiento es preciso que algo sea dado a la razón.
No hay conocimiento más que en el ámbito de una razón para la cual hay ʺalgo
másʺ que ella misma. Para que podamos hablar de conocimiento –y no más bien
de otra cosa más profunda o más superficial– es preciso que la razón sea finita,
que haya una receptividad de la razón a la que llamamos sensibilidad. ʺTodo
nuestro conocimiento comienza con la experienciaʺ (B 1). No todo él procede, sin
embargo, de la experiencia. Interesa advertir que la investigación kantiana no
comienza en la segunda parte de la frase, sino en la primera: pues sin experiencia
no hay, ni siquiera, eso a lo que llamamos conocimiento. Si no todo es a
posteriori, podría decirse, es porque hay un a priori fundamental: lo a posteriori
mismo. Sin la finitud de la razón no hay investigación trascendental del
conocimiento sino otra cosa, y no porque se desvanezca el ámbito de lo
trascendental –pues los ʺtrascendentalesʺ son precisamente el nombre que la
tradición escolástica había reservado para nombrar las nociones vinculadas al
ʺserʺ–, sino porque se desvanece el ámbito del conocimiento.
Pues bien, a ese ʺalgo distintoʺ a lo que tiene que remitir el concepto para
que el conocimiento sea ʺsólo conocimientoʺ se le llama en el primer párrafo (A
19, B 33) de la Crítica de la razón pura ʺintuiciónʺ. El conocimiento remite
conceptos a conceptos, pero en último término, tiene que haber una referencia a
algo que no sea concepto: la intuición. Pasa por ser el descubrimiento más
característico de Kant –su famoso ʺgiro copernicanoʺ– la afirmación de que ʺsólo
conocemos a priori de las cosas lo que nosotros mismos ponemos en ellasʺ (B
XVIII), de tal modo que la razón puede legislar sobre la naturaleza en lugar de
limitarse a esperar su presentación empírica. Ahora bien, si el concepto es
legislador sobre lo dado en la intuición empírica, es sólo porque es siervo del puro
hecho de que algo en general se da. La ʺdeducción trascendentalʺ de las categorías
viene a demostrar que éstas expresan sólo el en qué consiste el tiempo, es decir, la
intuición pura, y que, sólo por eso todo lo intuido está ligado y legislado por
ellas: ʺEl entendimiento puro puede permanecer como señor de la intuición
empírica sólo en tanto que, en calidad de entendimiento, permanezca como siervo
de la intuición puraʺ (Heidegger, 1929: § 16).
Todo ello equivale a decir que el concepto sólo puede remitir a la cosa –y no
ser mera palabrería, ʺalgo menosʺ que ʺconocimientoʺ– en tanto que no sea él el
que remita a la cosa. El concepto no puede alcanzar la cosa, en definitiva, si la
cosa no se da además de ser pensada. Luego a lo que remite el concepto es al darse
de la cosa. Y es a ese darse al que llamamos intuición. Si ese darse de la cosa no
fuera finito, si no fuera sensible, es decir, si en lugar de ser un ʺdarseʺ fuera más
bien un ʺgenerarseʺ o una ʺautoexposiciónʺ de la cosa, entonces sencillamente
no sería preciso pensar: bastaría con intuir; pero lo que entonces tendríamos no
sería propiamente conocimiento sino ese algo distinto cuya problemática ha sido
míticamente señalada por las religiones como creación. Lo que tendríamos
entonces sería una intuición creadora, en la que el ver y el generarse de la cosa
misma coincidirían. Si nosotros necesitamos también pensar –es decir, si nos
vemos compelidos a proceder discursivamente, remitiendo conceptos a conceptos
en esa tarea de alcanzar la cosa a la que llamamos conocer– es porque las cosas se
dan, o sea, porque nuestra intuición es finita. De donde se deduce que eso de que
ʺel concepto remita a una cosaʺ significa sencillamente que el concepto conoce...
y nada más. En suma: decimos que hay algo así como ʺconocimientoʺ –y no, por
una parte, creación, emanación, despliegue, exposición o, por otra, mera
palabrería– porque el concepto señala en último término a algo que no es
concepto. Sin ese ʺalgo que no es conceptoʺ ni siquiera podríamos hablar
propiamente de conocimiento (de ese algo que no es concepto). Si todo se juega
en Kant en la brecha insalvable entre intuición y concepto, es porque de ello
depende la separación entre lo real y el conocimiento de lo real. Y lo importante
es notar que, sin esa separación –entre ʺel objeto de conocimiento y el objeto
realʺ, como quiso entenderla la tradición materialista– lo que estaría en cuestión
ni siquiera sería lícito llamarlo ʺconocimientoʺ, porque sería siempre, de algún
modo, más bien otra cosa más profunda.
Pese a ciertas apariencias, el texto de Marx citado más arriba es, en realidad,
muy kantiano. El conocimiento apunta a las cosas, y se las ʺapropiaʺ de ese modo
misterioso que es la ʺteoríaʺ no porque haya algún ʺahíʺ (al que llamaríamos,
por ejemplo, ʺcriterioʺ del conocimiento) desde el cual pueda compararse el
conocimiento con las cosas. En realidad, el conocimiento no puede arrancar de
las cosas sino que parte, simplemente, del conocimiento anterior. Si hubiera algún
ahí desde el cual pudiera compararse las cosas con el conocimiento, ese ʺahíʺ
sería, lógicamente, el conocimiento que buscábamos. El conocimiento no se
compara con la cosa: se compara con el conocimiento. Los conceptos se
comparan, se enlazan y se infieren unos de otros. El milagro –ese extraño milagro
que Grecia introdujo en el mundo– es que el conocimiento, comparándose sólo
con el conocimiento, sea capaz de –como dice el propio Marx– ʺapropiarse
(anzuaeignen) teóricamente de la cosaʺ: lo milagroso es que el conocimiento,
precisamente, conozca.
Que el conocimiento conozca significa que acontece el extraño prodigio por
el cual los conceptos se refieren a conceptos y, sin embargo, en ese referirse se
refieren, en realidad, a las cosas, pretendiendo además decirlas verdaderamente,
por lo que podemos decir que en ese referirse hay alguna ʺapropiaciónʺ o
ʺadueñamientoʺ de algo de ellas: su ʺserʺ, su ʺformaʺ, su ʺen qué consistenʺ. A
este misterio le llamamos razón teórica. Pues bien: Marx y Kant saben que no hay
posibilidad de hacerse cargo de ese problema si no se comienza por distinguir, en
el propio conocimiento, dos tipos de representaciones: intuición y concepto. Si
ʺel conocimiento se apropia cada vez mejor de las cosasʺ es porque el
conocimiento puede ʺcorregir al conocimientoʺ, comparándose a sí mismo, no
desde luego con la cosa –¿desde dónde lo haría que no mereciera el título más
privilegiado aún de ʺconocimientoʺ?–, sino comparando intuiciones con
conceptos y conceptos entre sí. Es verdad que el conocimiento corrige al
conocimiento comparando representaciones seguras por otras más seguras. El
problema es que, en este juego de representaciones, no sólo hay en cuestión un
grado de seguridad: si hay grados de seguridades es porque hay dos tipos de
representación de distinta naturaleza. En este juego de representaciones con
representaciones todo quedaría en ʺmeras representacionesʺ si no hubiera una
separación radical entre intuición y concepto. Lo que buscamos al conocer son
conceptos ʺadecuadosʺ. Pero esta adecuación que nos autoriza a decir que
nuestros conceptos ʺconocenʺ depende de que haya algún tipo de representación
que no sea concepto. Es decir, la estructura de este ʺefecto‐conocimientoʺ que
tienen ciertos conceptos depende de que en el juicio se jueguen intuición y
concepto como dos tipos distintos de representaciones. Y por lo mismo, depende
de que en la práctica científica se jueguen dos tipos de representaciones que la
tradición materialista llamó ideología y ciencia. El fondo trascendental de estas
dos divisiones –la del juicio y la de la práctica científica– es el mismo, aunque en
absoluto se pueda equiparar ideología e intuición, pues, de hecho la intuición no
pretende saber, sino ver, mientras que la ideología tiene más bien relación con un
drama muy bien descrito en la primera figura de Fenomenología del Espíritu: en
ella encontramos una intuición que pretende saber. Lo importante es que el
marxismo dividió el mundo de las representaciones en ideología y ciencia por el
mismo motivo que Kant dividió el juego de representaciones en intuición y
concepto: de lo que se trataba en los dos casos era de que el conocimiento fuera
sólo conocimiento, es decir, de que hubiera precisamente eso que llamamos
conocimiento. Por parte de Kant se trataba de mostrar la finitud de la razón, es
decir, el hecho de que la razón (teórica) fuera precisamente cognoscente (ʺy nada
másʺ). Por parte del marxismo, se trataba de mostrar que el conocimiento sólo
cambia algo en lo real porque le agrega su conocimiento y nada más y no por
ningún otro motivo.
La dificultad del problema no tiene que ser aquí disimulada en modo alguno.
Es precisamente uno de los objetivos fundamentales de este libro sacar a la luz la
forma en que es necesario pensar la articulación profunda de la distinción
intuición‐concepto con la distinción ideología‐ciencia, mostrando que no se trata
de una comparación retórica ni de ninguna manera de una asimilación entre
intuición e ideología, por un lado, y por otra entre concepto y ciencia. Es, sin
embargo, imprescindible demostrar que si se sutura la brecha entre intuición y
concepto, concediendo a la razón cualquier suerte de infinitud, se cierra también,
en otro sitio, la brecha entre ideología y ciencia.
Si la representación no fuera de dos tipos, para el marxismo no habría
ruptura entre ideología y ciencia, y la ideología sería algo así como el efecto más
periférico de lo científico, el cual, a su vez, no sería sino la raíz más profunda de
algo así como el espíritu de un pueblo. La infinitud de la razón siempre termina
por establecer alguna línea de continuidad entre el trabajo científico y el trabajo
de la historia sobre sí misma, entre el trabajo teórico y el trabajo mismo de lo real.
Se puede luego dar cuantas vueltas se quiera a este resultado teórico más o menos
historicista, el punto de partida y de llegada siempre habrá sido contado por
Hegel mejor que por nadie. Es decir, si no hubiera dos tipos de representaciones
se borraría de golpe la frontera absoluta que da todo sentido a eso del
conocimiento, la diferencia entre saber e ignorar, y eso independientemente de
que luego se piense de forma muy compleja su mediación. Es obvio que eso no
tiene nada que ver con que la intuición deba equipararse a un ignorar y el
concepto a un saber, sino con el hecho de que, por algún motivo, si se borra una
frontera se borra también la otra. En este motivo se esconde la pregunta específica
a la que el materialismo tiene que responder y que actuará como motor de toda
nuestra investigación en adelante.
En Kant, por su parte, si la intuición no fuera más que algo así como un
concepto en estado de confusión, no sería posible hablar de conocimiento (es
decir, de algo más que de mera palabrería) más que en la medida en que además
de conocimiento se esté hablando más bien de otra cosa: creación, participación,
emanación, despliegue, dialéctica, etc. Pues: o bien la razón tiene que dar un rodeo
por algo que no es razón (la cosa), y entonces ese rodeo se llama experiencia y al
efecto racional ʺconocimientoʺ, y entonces hace falta una representación que no
sea concepto, que sea pasividad respecto a la cosa, y hace falta, por tanto, en
último término, que la razón sea finita; o bien la razón tiene, entonces, que dar
otro rodeo, siendo capaz de salir fuera de sí sin salir de sí misma, por lo que ya no
tenemos conocimiento más que en la medida en que, en realidad, lo que tenemos
es más bien otra cosa, ya se llame emanación, despliegue, creación, etc., es decir
que entonces hace falta que la razón no se limite a conocer, sino que sea capaz de
ʺcrearʺ de algún modo lo que conoce, por lo que se hace preciso, en último
término afirmar la infinitud de la razón. En el primer caso tenemos que justificar
ese rodeo por la cosa al que llamamos experiencia; en el segundo, ese rodeo por la
cosa al que llamamos creación. En el primer caso se trata del conocimiento, en el
segundo se trata de justificar por qué el concepto ʺaburrido de su mero ser
lógicoʺ –según la feliz expresión de Schelling– ha decidido separarse de sí
generando la naturaleza, o por qué el Uno no ha sabido impedirse desdoblarse en
sus momentos, dando lugar –a través de todas las aporías del tercer hombre– a la
dialéctica de lo uno y lo diverso, o por qué Dios ʺha cometido la locura de crear
el mundoʺ (Heine), o por qué el Bien no ha sabido, serlo sin engendrar el Mal.
De este segundo rodeo en general se ha hecho cargo teórico una estructura
ontoteológica a la que llamamos teodicea. Pero ʺteodiceaʺ en unas condiciones en
las que semejante empresa sólo tenía una posibilidad de resultar exitosa –como
bien demostró finalmente Hegel: la teodicea sólo logra sus propósitos si logra
convertirse en la verdadera teología, es decir, si logra demostrarse que justificar a
Dios frente al Mal es tanto como mostrar en qué consiste Dios, mostrando que
Dios mismo consiste precisamente en el rodeo en cuestión. El hecho de que Hegel
acabe por convertir a la historia misma en la verdadera Teodicea, a la vez que en
el astuto trabajo de la razón, puede ilustrar en qué sentido estamos afirmando que
el problema de la filosofía hegeliana es siempre algo más profundo, pero que
también paga sus tributos, que el mero asunto del conocimiento.
Lo que tenemos no es, pues, dos epistemologías posibles que pueden optar
entre racionalismo o finitud de la razón, sino la necesidad de optar entre
epistemología o teodicea, o si se quiere, entre ontología y ontoteología.

4.11. Conclusiones
La conclusión a la que venimos a desembocar es que el postulado de la
infinitud de la razón borra la diferencia de naturaleza entre ideología y ciencia. El
motivo por el que el materialismo se empeñó en mantener a todo precio esta
diferencia –que en un determinado momento fue entendida decididamente bajo el
signo del corte epistemológico de Bachelard, y la forma en la que se pensaron
entonces las complejas relaciones entre lo ideológico y lo científico –siempre
tomando por base el famoso texto de Marx en la Introducción de 1857– no puede
ser expuesto ahora. Lo importante es haber acertado a diagnosticar que, al centrar
su interés en la tensión entre lo ideológico y lo científico, el materialismo se
enfrentaba, en realidad, a la infinitud de la razón y, por ende, a la definición
misma del idealismo. Desde la infinitud de la razón, el conocimiento no puede
ser pensado como mero conocimiento y se transforma más bien en algo así como
la vida profunda en la que una realidad, o especialmente un pueblo histórico,
logra coincidir consigo mismo o transitar a otro momento de la historia. El
concepto ya no es sólo el conocimiento de lo que se está jugando en una
formación histórica, sino lo que verdaderamente se está jugando en ella: la vida
interna que anima y mueve el desarrollo histórico de ese pueblo, su ʺespírituʺ. La
ciencia aparece así en una línea de continuidad real con la ideología, como su
momento más profundo o crítico, como lo verdaderamente buscado por la
historia y todas las fuerzas espirituales que en ellas se han dado cita.
Pero, al mismo tiempo, se juegue lo que se juegue en cada momento histórico,
entre todos sus intereses y todos sus charcos de sangre, siempre será de algún
modo un concepto el verdadero motivo de litigio. De este modo, toda la labor del
tiempo se condensa en un despliegue lógico que sería su verdad. El tiempo es el
ʺser ahíʺ del concepto, el Dasein del sujeto; es ʺel poder del conceptoʺ (Enz §
258).
El tiempo es la inquietud de la pluralidad, la forma en la que la pluralidad se
somete al poder del concepto, de modo que la contradicción inherente a todo lo
finito resuelve así su propia inadecuación, transformándose en unidad viviente. La
historia aparece entonces como el espíritu alienado en el tiempo, el lugar en el que
la Idea se conoce en su ser fuera de sí.
Éste es el motivo de que esa aventura lógica, que comienza en el sistema
hegeliano con Dios pensado antes de la creación del mundo, culmine, a través del
desgarramiento natural e histórico, de nuevo, en el elemento lógico, ya que la
Historia universal encuentra finalmente su verdad en la historia de la filosofía.
Eso que llamamos ʺrealidad efectivaʺ es la impresionante mediación de un
retorno lógico, que permite a la Idea ser finalmente absoluta ya no como mera
idea sino como espíritu, lo que permite afirmar, a su vez, que ʺsólo lo espiritual es
realʺ, por encima, en efecto, de lo meramente lógico y lo meramente real.
En resumen, si el materialismo no ha podido nunca renunciar a la ʺfunción‐
sensibilidadʺ, es decir, a la finitud de la razón, ha sido en la medida en que ha
estado interesado en mantener abierta una brecha entre ideología y ciencia, y en
último término entre ignorancia y saber. Que la ignorancia hable y que, además,
no pueda hacerlo sino hegelianamente es algo que todavía está aquí por
demostrar. Todo ello puede, sin embargo, arrojar alguna luz sobre el motivo que
inspiró todas las manifestaciones clásicas del materialismo sobre la necesidad de
distinguir entre lo real y su conocimiento, así como de su insistencia en entender
éste como ʺmero conocimientoʺ y ʺnada másʺ.

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