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NIETZSCH E Y LA MÚSICA
Gustavo Varela
Impreso en Argentina
Printed in Argentine
Gustavo Varcla
flll
No hay dudas de que Nietzsche ama a la filosofía tanto
como a Wagner. En los primeros momentos de su vida teórica
logra convivir con ambos y más tarde, va a necesitar abandonar
al músico para salvar a la filosofía de su asfixia.
El costo de perder el espigón al que estaba amarrado su barco,
de cortar el cabo de la Verdad y lanzarse al mar, es su errancia ex
presiva. Buena parte de la filosofía del siglo xx es el signo de esta
errancia que, lejos de condenarla, la mantiene viva.
III
IV
VI
n
Nietzsche construye otro entrelazado para la filosofía y en
cuentra en su origen una fisura y un desvío. El arte trágico grie
go, Sófocles y Esquilo, la potencia de los instintos creadores, se
suicida de la mano del hombre teórico, de Eurípides y Sócrates.
Una fisura de sentido se abre en el suelo de la historia, para que
un falso sol se levante por encima de la obra de arte: la verda
dera tragedia ateniense se desvía por la senda de un iluminismo
optimista revestido de drama. Eurípides es el racionalismo so
crático hecho tragedia, más un pensador que un poeta cuando
hace del entendimiento el principio motor de la obra de arte.
Es la época de El nacimiento de la tragedia, la primera pi
sada del Nietzsche filósofo. Su logística teórica es la obra de
Schopenhauer; su meta, la conquista de Wagner. Un andamiaje
que lo lleva a dividir, a trazar una línea sucesoria entre arte y
ciencia, entre embriaguez y razón: de un lado, la fuerza trágica,
el dolor de existir hecho obra; del otro, aquello en lo que de
viene, la ordenación y el precepto moral.
Nietzsche ve una falla en el origen, una geografía partida, la
misma que encuentra en su propia época y que traslada hasta Jos
albores del pensar. No porque quiera volver a fundar la filosofía
en otras raíces ni porque tenga la intención de contar una nueva
historia para una historia tantas veces contada. En su primer
libro, Nietzsche carga sobre su hombro un problema que le es
contemporáneo: lo que está en juego es su compromiso político
puesto en la necesidad de edificar las bases para un nuevo Estado
alemán. No alcanza con el contractualismo moderno ni con la
racionalidad mercantil. Es preciso atravesar más de dos mil años
de historia para acertar con otro modelo para Alemania.
Para ello va hasta la polis griega y allí pone sus ojos. Y en
cuentra en la tragedia el motivo del esplendor ateniense, las
razones por las que un pueblo se reconoce a sí mismo para
mantenerse unido y que da origen a un Estado político pode
roso, aquello de lo que carece Alemania. Entonces estudia la
tragedia con los conceptos de Schopenhauer y la mirada ávida
de Wagner, para llevar los mismos fundamentos políticos hasta
el siglo xix. “Excitación patriótica -dice en el prólogo-, un pro
blema seriamente alemán”.
Lo que parece un tratado de estética es en realidad un pro
grama de acción política: en El nacimiento de la tragedia de lo
que se trata es de trasladar los fundamentos de la obra trágica
griega hasta el drama musical wagneriano. Es decir, construir
otra genealogía para el Estado alemán, ir por detrás de todos
los derivados de la filosofía occidental iniciada por Sócrates y
amarrar en la lírica de Sófocles y de Esquilo, una génesis cuyo
sucesor directo es Richard Wagner. Es en su obra que el pue
blo ha de ver reflejado su verdadero carácter. No en Kant o en
Hegel, porque ningún filósofo puede más que la música. Si
es a través del drama musical wagneriano que la potencia del
pueblo emana, el pensamiento político alemán debe encontrar
en Palestrina, en Bach, o en Beethoven sus nombres. La unidad
popular necesita reconocerse en su memoria sonora y no en sus
ideas. Como en la Grecia antigua: los poetas, como Homero
o Píndaro, son en realidad músicos; la tragedia de Sófocles o
de Esquilo, sobre la que se funda el Estado político griego, es
armonía melódica antes que pensamiento.
Pero el espíritu griego se extravió y !a Atenas esplendoro
sa conoció su decadencia, <Por qué fracasa un Estado político
como el griego, si en él, la vida y el arte son lo mismo? Esta es
la pregunta que articula su libro: no por qué surge la tragedia,
ni cuáles son los instintos vitales que la produce, sino por qué
naufraga. Y allí, en la génesis del fracaso, Eurípides y Sócrates,
un dramaturgo y un filósofo, que eligen el cálculo y la espe
culación racional por encima de la potencia instintiva. “Todo
tiene que ser consciente para ser bello” dicen al unísono, Y
combaten: contra el arte, la reflexión; contra la embriaguez, la
oscuridad de la conciencia; contra la música, 3a lógica.
Entonces, la tragedia griega, que daba cuenta de la vida
misma, porque es desesperación y forma, potencia de ser y ex
presión, se vuelve insípida. Con Eurípides, el prólogo razonado
antecede a la expectación trágica. El entendimiento, la con
ciencia, exigen la intriga, es decir, una forma que sea adecuada
para su molicie tranquilizadora y optimista. A partir de allí, la
tragedia griega cambia el lenguaje y abandona la música, pierde
su visión dionisíaca del mundo y se hace una pura forma apo
línea sin virilidad. El pueblo, antes muralla contra la existencia
cotidiana, con Eurípides sube al escenario a contar sus proble
mas. Se representan las vidas privadas, los conflictos ordinarios.
Es decir, la tragedia se convierte en una expresión para la toma
de conciencia y la resolución de dificultades menores. Ya no es
dolor ni arte ni instinto, y mucho menos el fundamento políti
co del vigor helénico.
Esta es la matriz de la filosofía para Nietzsche, el punto de
inicio de una decadencia que durará más de dos mil años: querer
lo bueno antes que la fatalidad, la permanencia a la disolución y
la dialéctica antes que el arte. Es el triunfo de Sócrates, de “sus
ojos de cangrejo, sus labios gruesos y su vientre colgante”.4
III
IV
13 Ibid..
r-w¡
la cuarta consideración intempestiva parece sólo un texto apo
logético: Wagner es enorme, tanto como Esquilo, porque es el
dramaturgo dionisíaco y el salvador de la nación alemana. Pero,
solapado detrás de un texto fatigoso, colmado de adulaciones y
dispuesto a aclarar una metafísica del artista mil veces declarada,
Nietzsche denuncia el pantano personal que es Richar d Wagner,
no sin el vértigo de saber que su escrito es la puerta abierta a una
crisis en la relación que puede resultar insalvable.
El esfuerzo teórico que realiza Nietzsche en este texto está
dirigido a situar a Wagner en su época. Bayreuth tiene que ser
la apoteosis definitiva del genio, como aquel que crea una patria
postuma, lejos de todo “el charlatanismo y el ruido que la civiliza
ción ha producido”. Es decir, Wagner está hiera del tiempo: ésta
es su exigencia y su legado. Por ello ía relación con el público es
compleja, como dos esferas disociadas que es necesario acoplar, su
música obliga a una escucha diferente de la que ofrecen los tiem
pos modernos. Y entonces, a una nueva conciencia.
Pero Wagner, el simplificador, el genio, el intérprete y trans-
figurador de un pasado, más grande que Goethe y realizador de
la obra inconclusa de Beethoven; Wagner, aparece situado, en el
texto de Nietzsche, no sólo como el gran dramaturgo universal
sino como hombre. Es necesario ver por detrás de la obra para
encontrar la raíz de sentido que tiene. Por ello Nietzsche descose
el arte de Wagner en su personalidad y encuentra allí una doble
naturaleza. Por un lado, una agitación subterránea, “una voluntad
ardiente, ávida de dominio, hecha de bruscos arrebatos, que trata
de abrirse camino en todas las direcciones, por todas las rendijas,
por todas las cavidades”. Frente a esto, se opone una fuerza total*
mente pura y libre, la esfera creadora, es decir, el alma que se ma
nifiesta en ia obra de arte y que sirve como depuración de aquella
fuerza “oscura, indomable y tiránica”.
La integridad y la grandeza de Wagner dependen de la asocia
ción de estas dos esferas, y esto sólo es posible por fidelidad, es
decir, a través del olvido de sí mismo. La oscilación de estas dos
fuerzas es la fuente de sus sufrimientos: cada uno de estos instin
tos quiere desbordar sus límites y realizarse separadamente. La
salida de esa naturaleza hostil al mundo provoca una imagen de
Wagner asociada al cómico y “de una comicidad singularmente
grotesca”. Éste es el músico que ven sus contemporáneos, que lo
honran, que ejecutan sus obras con éxito. La modernidad hace
de él un autor vulgar; y esa vulgaridad es celebrada.
En uno de sus apuntes, Nietzsche escribe: “El primer pro
blema de Wagner, ¿por qué no se produce el efecto, si yo lo
percibo?”. Entonces acusa al hombre moderno que no ve lo
que es, que no puede situarse a la altura de este genio univer
sal. En este sentido Wagner es un incomprendido que reclama
ser escuchado, por eso no se producen los efectos. Nietzsche,
sujeto a la pasión wagneriana, lo salva acusando a la moderni
dad de su sordera, y lleva a su maestro a los límites del tiempo
presente: él es el futuro, lo que todavía nadie puede ver. Y no
sólo de Alemania sino de la humanidad toda.
Pero a la vez, cuando describe el instinto irrefrenable que
habita en Wagner, mientras agrega más y más una edulcorada
publicidad a su arte, su figura es sombra, tinieblas, una ciénaga
de la que Nietzsche parece no poder sacarlo más. Un tirano,
un mal escritor, con una avidez de grandeza que lo lleva por
un camino ciego. Y ésta es la ubicación definitiva del festival:
Wagner ha de redimirse de su oscuridad en Bayreuth. Para ello,
el oyente deberá reconocer en si mismo ese instinto de violen
cia y terror, esa naturaleza enferma que ve en Wagner a través
de sus obras. Música y vida están unidas. La música es lo que
libera a la modernidad alemana y a Wagner de su naturaleza
oscura y egoísta. Aquellas esferas disociadas, la del público y la
del artista, se acoplarán, se salvarán mutuamente.
Y entonces no será Wagner sino su música, no será la ex
presión de una naturaleza enferma y vanidosa sino una ascesis
estética con efectos políticos. Pero Nietzsche ve que Bayreuth
es algo muy distinto al puritanismo musical que él imaginaba:
VI
17 Ibid.
La aurora de Nietzsche se hace también con soliloquios es
cindidos, pequeños diálogos donde su voz se hace doble y en
los que se ve a sí mismo como en un espejo:
VH
V II bis
21 Notas del diario de Cósima Wagner en. Curt Janz, Friedrich Nietzsche, los
diez años del filósofo errante. Madrid, Alianza Universidad, 1 9 9 4 .
concepción bélica que Schopenhauer había escrito en su libro,
pero ahora sostenida como condición de la existencia y como
afirmación del mundo sensible. Si para aquél el fundamento
de la voluntad de vivir era el dolor, la desgracia de habitar el
mundo y quedar sometido a un deseo siempre insatisfecho,
para Nietzsche la voluntad de poder transita en cada uno y es
dolor y placer a la vez, pero ya no como fundamentos del hacer
del hombre sino que tanto el dolor como el placer son parte de
sus efectos. La vida misma es voluntad de poder, no como una
generalidad metafísica que explica la condición humana, sino
como un querer algo, esto es, como un afirmarse en el mundo
con voluntad de dominio. ¿Qué quiere la voluntad de poder?
Someter, imponer forma, apropiar, “formar y transformar hasta
que finalmente lo sometido entre por completo en el poder
del agresor y lo multiplica”. No se trata entonces, como en
Schopenhauer, de suprimir su acción para evitar el dolor sino,
por el contrario, sostenerla como el impulso fundamental que
lo atraviesa todo, un “mar de fuerzas borrascosas”, un flujo y
reflujo de formas. En definitiva, una afirmación que multiplica
la vida y no su negación.
Si el hombre es voluntad de poder entonces es necesaria
mente relación, lazo, encadenamiento. No hay un yo, ni un in
dividuo, ni un átomo social, ni una singularidad cerrada. Hay
vínculos, “pluralidad de fuerzas que se encuentran en una jerar
quía”: es tensión, resistencia, voluntad contra voluntad, el deseo
que busca su cauce y encuentra en el mundo otro deseo que
se opone. Desde esta perspectiva, el hombre es pluriforme, su
identidad siempre es transitoria porque está expuesta al tiempo
y es relativa a la lucha. No hay una interioridad que debe desple
gar, ni tampoco una meta final que indique su realización. Por
ello cualquier suposición de unidad, sea ésta la de la conciencia,
la del espíritu, la del pensamiento, o la de cualquier otro modo
de someter este contenido múltiple de fuerzas a una sola enti
dad, es sólo una ficción conceptual cuya pretensión es suprimir
el devenir en el que está inmerso el hombre.
Cada ser es una multiplicidad de fuerzas que quiere y en
ese querer, valora, es decir, delimita e interpreta. Porque no es
un querer abstracto, como lo era en Schopenhauer, sino “un
querer algo”, una tensión que no se separa de su objeto, que
sólo es en tanto está referida a él. La voluntad de poder no es
una condición psicológica que antecede a la práctica; no es po
sible verla e o s » una facultad que puede desplegarse o no. No
es anterior al vínculo con el mundo, sino que es en el mundo
mismo. Esto significa que la acción del hombre supone siempre
una actitud valorativa: cada acto y cada pensamiento juzga y
dice qué sí y qué no, funda una perspectiva sobre la vida. Por
ello, detrás de los postulados de la ciencia, de los enunciados de
la filosofía o de los dogmas de la religión, hay una afirmación
previa que oculta una forma de interpretar. Desde esta mirada,
no es conducente preguntarse por la verdad que sostiene la
física moderna o la teoría platónica o la reforma protestante,
sino preguntar qué valor las funda, qué origen tienen estas in
terpretaciones, de qué valor son ellas un síntoma, a favor de
quién se sostienen estos sistemas. Es decir, situarse por detrás
de sus postulados y encontrar el gozne valorativo o, lo que es
lo mismo, la perspectiva sobre la vida a partir de la cual elabo
ran sus tablas morales. Así, “la voluntad de poder interpreta”,
determina grados, define límites y posibilidades. Por ello, un
orden moral no es el reflejo de una necesidad esencial ni un
derivado de la naturaleza, sino una interpretación valorativa del
mundo. Son relaciones de dominio, de fuerza contra fuerza, de
un querer someter y exponerse a ser sometido. Por ello no hay
un sujeto que tiene más o menos voluntad de poder; lo que
hay son puntos, inflexiones concretas, hechos de resistencia y
dominio. No es una intención sino un fin, lo que significa que
es una afirmación del devenir en el hacer, una apropiación del
tiempo en la acción. Nada extraño a la existencia tal como la
entiende Nietzsche: crear es resistir en el mundo, es inaugurar
un modo de afirmar un sentido y, con ello, valorar. La necesi
dad de permanencias, el domesticar a la fuerza en nombre de
lo quieto, responde a un principio de conservación trazado en
nombre de una infinitud imposible. El lenguaje, la conciencia,
el espíritu, todos aquellos conceptos sobre los que se reúnen
los motivos del hacer humano, no son más que “falsas cosifica
dones” que enmascaran la lucha por el dominio. Es decir, su
ponen intención donde sólo hay acción. “Si no hay hechos sino
sólo interpretaciones”, lo que está por detrás de estos concep
tos es una voluntad enmascarada de someter, una generalidad
que en realidad no existe y que sustrae la fuerza de sus seguido
res con el fin de debilitarlos. Por ello el cristianismo es voluntad
de poder; lo mismo la metafísica platónica o el libre pensador
moderno. Se trata de una fuerza reactiva, en tanto tiende a la
supresión de las otras fuerzas como modo de constituirse y per
manecer. Exige fieles, servidores que se arrodillen, sujetos dé
biles expuestos a una voluntad de nada. Lo reactivo adquiere su
forma en la moral del resentimiento, en el espíritu de venganza,
en la impotencia y el odio a la vida. No es creación sobre sí sino
destrucción de todo lo que en el hombre quiere, es decir, de su
fuerza plástica y creadora. El nihilismo es su efecto inmediato
ya que el ideal ofrecido para esta disolución y este dominio, sea
Dios, la Verdad o cualquier otro modo de amparo a la vida, no
resiste. Porque la vida quiere de cualquier modo, y entonces el
ideal se desvanece y aquello que era voluntad de poder en el
hombre se hace voluntad de nada.
La idea de voluntad de poder y su entramado físico en el
mundo componen una realidad sin duplicaciones: no hay pa
raíso, no hay ámbito de las ideas, no hay otro lugar para com
poner que no sea el mundo. Es la afirmación primaria de la vida
sin el consuelo de otra vida posible. Tiene entonces la aridez
del desierto, pero a la vez la posibilidad de crear un sentido
inaugural que determine la forma y despliegue toda la fortaleza
posible. Contra la reacción, la creación; lo activo, lo que quiere
sin más, lo que despliega una potencia de dominio como un
modo de afirmación de la vida.
¿Cómo componer filosofía sin debilitar, sin ofrecer ideales,
sin que la escritura cosifique? ¿Cómo fluye la voluntad de poder
en la palabra que enuncia? ¿Cómo no escribir un único acorde
y redimirse a sí mismo a través de una obra?
El concepto de voluntad de poder es orgánico, entendido
aquí como vital, como expresión de un devenir, que denuncia
la fragua metafísica y a la vez sostiene todos los posibles para
el hombre. Eso será su Zamtustra: la voluntad de poder como
arte -acaso la matriz misma de la voluntad de poder-, donde
lo débil o lo fuerte, lo plebeyo o lo aristócrata, el rebaño o el
señor, serán definidos por una ontología de la creación.
V III
22 Riedrich Nietzsche, Más allá del bien y del m al , Buenos Aires, Alianza,
1997.
Si los franceses aman a Wagner es porque su obra es moda
presente o, lo que es lo mismo, se ha degenerado. El auténtico
heredero debe reconocer dónde esta la potencia y dónde el fra
caso y, entonces, ser histórico, es decir, hacerse cargo de lo que
se hereda y soportar la soledad del hombre postumo.
Nietzsche hace una autopsia sobre el cadáver de Wagner. Se
lecciona aquello que se lleva y abandona las partes fláccidas. Es el
curador de sus bienes, el que distribuye qué sí y qué no. Zaratustra
es, de algún modo, Sigfrido, aquel que produce o anuncia el ocaso
de los dioses; “es un anillo de sentimientos”, l,e escribe a Peter Gast.
Sigfrido, el personaje principal de El anillo de los Nibelungos, es el
nombre del hijo de Wagner; Nietzsche se siente realmente el padre
de Zaratustra. Su libro está compuesto de cuatro partes, al igual
que la obra de Wagner. Y cuando piensa en su escrito, piensa que
debería ser una sinfonía y no un texto literario.
La afectación que aparece en esta época, su nombre propio,
su “Soy Yo” escrito en mayúsculas; la incomprensión que dice
padecer por parte del público; la idea de fundar una academia,
como la de Bayreuth, para reunir a sus amigos; su idea de la filo
sofía del futuro (y no el wagneriano arte del futuro) y él como su
profeta, lo sigue mostrando como el verdadero heredero. Al fin,
los apenas setenta ejemplares que lograron venderse de las tres
primeras partes del Zaratustra fueron comprados por wagneria-
nos y antisemitas (es decir, también wagnerianos).
Como una sífilis que no deja de desplegarse, a Nietzsche, la
posteridad, la misma que anunciaba Wagner para sí mismo, le
consume toda la razón.
IX
XI
26 “La vida es digna de ser vivida, dice el arte; !a vida es digna de ser estudia
da, dice la ciencia” (Friedrich Nietzsche, Hom ero y la filología clásica, Madrid,
Ediciones Clásicas, 1 9 9 5 ).
que se abra a los instintos y no a la lógica. Será la filosofía del
futuro, una rítmica cuyo sostén, como en la música, es el tiem
po y ya no la verdad.
Lo que Nietzsche toma de Schopenhauer lo transfigura y
lo lleva al extremo. Esto significa que, a pesar de la crítica que
posteriormente ha de realizarle a su filosofía, la clave musical
que utiliza es la misma, aunque modifique la altura y la intensi
dad de las notas (voluntad, ya no como voluntad de vivir, sino
de poder), aunque ya no sea una escala menor sino mayor (del
pesimismo a la jovialidad), aunque el timbre de los sonidos
sea otro (el tiempo, no como condición de la representación
sino como eterno retorno). Es decir, de la filosofía de Schopen
hauer, Nietzsche se apropia de sus conceptos y los hace modu
lar de acuerdo con sus propias alteraciones. Esto no significa
que su pensamiento sea una continuación del de aquél; N í c Cz s t
che va a ser crítico de la metafísica de la voluntad en tanto qutj
los derivados a los que puede conducir están más cerca de l,;i
resignación cristiana que del superhombre. Decir que la clave
es la misma es entender que hay una geografía sonora compar
tida, que Nietzsche lee sobre el pentagrama de Schopenhauer
y compone su obra sobre la misma notación musical: voluntad,
artista, música, genio, tiempo, guerra, vida. Son las notas con
las que traza su propia melodía, alterándolas, cambiándoles su
valor y su altura, obligando a la filosofía a tener otra secuencia
armónica y otra intensidad. A la filosofía y a él mismo.37
II
III
[íioj
es el compositor, es decir, Wagner, que debe nadar a contraco
rriente; un destino hecho de sinsabores pero necesario.
Por último, Schopenhauer se detiene en la ópera. Y advier
te: si es la palabra la que gobierna, si la música queda relegada
a ser un mero acompañamiento de los conceptos, pierde su ca
rácter esencial y se convierte en un simple medio de expresión.
Esto significa una inversión grosera: la música se ve obligada a
referirse a los acontecimientos, a la descripción de los hechos
y no a la esencia de los mismos. Es decir, su hacer se vuelve
mundano toda vez que está obligada a ser sirvienta de en un
lenguaje que no es el propio.
Este riesgo puesto en la ópera, Nietzsche lo hace extensivo a
toda producción conceptual. Si el concepto gobierna a la músi
ca, se hace grave, profundo, denso. Remite al mundo para de
finir su verdad y pierde la jovialidad estética que lo hace danzar
como creación. La música aliviana; la palabra, entendida a par
tir de su a priori musical, tiene pies ügeros. Así, los conceptos
se vuelven evanescentes, es decir, relativos al tiempo y no a la
permanencia y lejos de precipitarse hacia una verdad, son notas
que se relacionan unas con otras, que componen melodías, que
dan cuenta del devenir.
La historia de la filosofía no es la forma en la que los con
ceptos se foeron volviendo cada vez más verdaderos; es una
genealogía musical, de armonías y melodías. Y de ritmo: sin un
fin trascendente, los filósofos son compositores y sus obras, una
forma de marcar el tiempo.
VI
lili]
Con el imperio de la ciencia moderna, la mordedura de la
razón es tan profunda que permite, no sólo conocer y explicar lo
que ha sido sino además predecir, con pretensión de exactitud
Ío que ha de ser. Basta con deducir la regularidad de los com
portamientos de la naturaleza, para anticipar razonadamente el
futuro. La historia, la naturaleza, el cielo y hasta la voluntad de
Dios son vistas como una ecuación cuyo resultado conducen
necesariamente a un destino prefigurado. El hombre deja de
ser un enigma y su intimidad es traducida por la anatomía, la
fisiología y, años más tarde, por la psicología experimental. Son
los requerimientos de un universo económico y político que
se ordena debajo de una concepción objedva de la naturale
za. Con sus leyes, la naturaleza habla, declara sus principios,
traza recorridos como para que nada quede sin descubrir. Es la
obscenidad moderna, que hace de lo desconocido y oculto un
territorio visible y, por lo tanto, de apropiación inmediata.
En esta distribución de tareas, la filosofía queda obligada
a ser una forma más del cálculo. El librepensador, es decir el
filósofo moderno, es un continuador de la doctrina socrática
en tanto su tarea teórica consiste en acomodar su pensamiento
a una existencia conveniente y agradable. Es decir, es un con
sejero, un pastor, un misionero que anuncia dónde están los
peldaños que guían al cielo tantas veces prometido, cualquiera
sea. En este sentido, toda la filosofía moderna es una matriz
hecha con las manos del beneficio y el resultado, es decir, son
diferentes formas de repetir un mismo discurso, sea el utilita
rismo inglés o el idealismo hegeliano. Si todo es calculable,
el destino del hombre es un tablero de ajedrez movido por
una mano que lo conoce todo y la filosofía, una fábrica teóri
ca encargada de ensamblar las distintas partes en una cadena
de producción hecha de conceptos, ideales, formas de razonar.
El librepensador matriza un pensamiento para la moral de los
hombres probos, es decir, modernos, continuamente acopla
dos a las exigencias del mercado y a una forma definida de las
relaciones sociales.
Contra esta demanda mundana, Nietzsche opone la soledad
del creador. Su Zaratustra es contra-moderno; el superhombre,
trans-moderno. El mundo que lo rodea Se resulta incómodo,
frígid o, parasitario. Este espíritu de rechazo reúne, desde un
origen, a la modernidad con una forma de comprensión filo
sófica: el librepensador es el continuador del racionalismo so
crático. Es la misma línea sucesoria, que no responde ni a los
nombres ni a una ideología, sino a una condición propia del
género. El cálculo exige del concepto, lo que conduce a una
manera de decir vacía, a un lenguaje que es el que ha sostenido
la filosofía a lo largo de su historia. Por eso, una genealogía de
la modernidad arrastra en su crítica a las condiciones mismas
del pensar filosófico, en tanto su edificio de conceptos morales
fue levantado encima de la espalda de Sócrates y redactado por
la pluma modeladora de Platón.
La modernidad es palabra hueca, dialéctica, representación,
conciencia, intriga, deducción matemática. Es la imposición
histórica del cálculo por sobre el misterio, es decir, Sócrates
contra el instinto del artista o Sócrates contra el drama musi
cal griego. Si el espíritu trágico muere de socratismo, Nietzs
che exhuma los restos de la tragedia griega y encuentra dioses,
oyentes hechizados, instintos profundos, poetas dramáticos, un
manantial estético derivado de una única fuente: la música.
Y es la música el arte que, como prisma de análisis, permite
no sólo apreciar la pobreza del pensamiento moderno, sino
también leer a la historia de la filosofía como el desenvolvi
miento de una palabra que petrifica. Para Nietzsche, la música
es lo obstruido por una forma de pensar, es decir, un principio
de liberación que queda sepultado por una filosofía del deber,
del cálculo y de una espiritualidad programada.
Los escritos preparatorios a El nacimiento de la tragedia,
tienen un fuerte sentido crítico hacia el presente. Por ello, no
deben ser leídos como una reconstrucción histórica de la tra
gedia griega sino como un síntoma de la incomodidad de Nie
tzsche hacia su propia época. En los tres (El dram a musical
griego, Sócrates y la tragedia y La visión dionisíaca del mundo),
es la música contra el concepto, el instinto contra la represen
tación y la tragedia contra la modernidad. Si bien es cierto que
fueron escritos bajo la sombra del enorme árbol wagneriano, lo
que importa aquí es que dan cuenta de una toma de posición
que va a conducir a Nietzsche hacia una perspectiva crítica de
la filosofía en la que no importan sus contenidos sino su forma
de producirlos.
De alguna manera, el espíritu de Sócrates trasciende su pro
pia historia y ya no es un filósofo sino un género, una manera
de decir, que se hace epidemia üteraria y extiende su peste, pri
mero hacia el cristianismo y más tarde, a todo el pensamiento
moderno.
¿Cómo salir de semejante encierro? (Cómo recuperar el im
pulso trágico del pensamiento si la filosofía petrifica y hace del
destino humano un problema de conjetura y deducción?
La modernidad, de la que Nietzsche se siente un exiliado,
tiene más de dos mil años. Si la palabra sola no alcanza y la
verdad es una creación cobarde, la filosofía es el lamento de
aquel que no soporta la vida. Es tristeza y gravedad deductiva,
un idioma de almas vencidas.
Es necesario excavar por debajo de Sócrates para reconstruir
las condiciones del pensar filosófico a partir de otro embrión y
encontrar una forma de expresión que no derive en una ciénaga
moral.
Por ello, el problema fundamental en estos escritos prepa
ratorios es delimitar el territorio de la música, ya que es otro
suelo expresivo el que necesita la filosofía para poder salir de su
encierro. Esto quiere decir, por un lado, definir la potencia y el
aliento significativo que tiene la música; por otro, anticipar los
riesgos a los que está expuesta.
La experiencia musical moderna ha hecho de ia música un
arte sin misterio, es decir, ha perdido sus efectos más podero
sos. Por este motivo Nietzsche necesita recurrir a la experiencia
musical de la tragedia griega, para mostrar cómo aquel carácter
trascendente que había escrito Schopenhauer para la música y
que era seguido fielmente por Wagner, se había dado ya alguna
flH]
vez en la historia. El espíritu propio de la tragedia era et de ele
var al hombre por encima de su vida cotidiana, es decir, situarlo
por fuera del mercado y de los intereses de la vida pública. A
través de la música, los ciudadanos atenienses abandonaban su
singularidad mundana y se constituían como pueblo, en tanto
les permitía reconocer aquel instinto primordial inconsciente,
un impulso primaveral común a todos, cuya manifestación era
el coro trágico. En el unísono de la voz coral, la multiplicidad
de lo singular se transformaba en unidad y entonces la repre
sentación trágica era un grito de reconciliación, el primer signo
de la identidad de un pueblo. De este modo, el destino ya no
era un problema de cálculo personal ni el Estado era la suma-
toria de las voluntades individuales. Para Nietzsche, la tragedia
griega es el signo de que no es necesario subordinar los instin
tos a la razón ni hacer de la noción de pueblo un problema de
carácter matemático. Traducido en términos modernos, el arte
no puede quedar subordinado al gusto de la mayoría y tampo
co la música debe ser hija de un placer democrático.
El desarmado de la modernidad, que Nietzsche lleva ade
lante a través de los griegos, es también el rechazo al principio
de cuantificación como fundamento de la acción política. Pue
blo no quiere decir los que son más sino los que disuelven su
destino personal en una única potencia originaria. El camino
de esta unidad es la música, expresado en el coro trágico que
reúne la disolución de lo dionisíaco en la forma apolínea. Este
es el entramado estético de la tragedia griega: Dionisos, un
dios extranjero y de origen bastardo, repulsivo y monstruoso,
invade, con su embriaguez, su desmesura y su náusea, la tran
quilidad escultural de Apolo. Es decir, cada hombre que asiste
a la tragedia griega, para constituirse en pueblo, debe atrave
sar por la experiencia intolerable de lo dionisíaco, que exige el
abandono de la razón y de todo juicio reflexivo. Es un destino
de entrega y no de cálculo. Pero esta manía, esta desmesura
de la embriaguez dionisíaca necesita, para poder ser expresión
artística, de la apariencia de Apolo. Es entonces que el dolor se
hace bello, que todo el padecimiento que produce el existir por
fuera de sí mismo se transforma en obra de arte. Es lo bestial
con mesura, el instinto hecho forma, la potencia de la música
dispuesta en la apariencia y, a través de) genio, posible para un
oyente. Si el origen de la tragedia es musical, se debe a que su
fuerza es la que conduce a una reconciliación con la naturaleza
humana más íntima, aquella que escapa a los designios de la
especulación.
Pero, y esto es lo que percibe Nietzsche en su propia época,
el hombre no está dispuesto a perder su singularidad moderna,
aquella que le advierte que su destino es una .cuestión de con
jetura científica y deducción. Si Dionisos es la experiencia de
la disolución de la propia existencia, si su expresión es brutal
y sus efectos, el desenfreno y la embriaguez, su vivencia resul
ta intolerable. Este abismo era posible para el hombre griego
porque la capacidad de padecimiento, el umbral del dolor, era
mucho más alto. La modernidad, dice Nietzsche, lo ha reduci
do a niveles tan bajos que, en pleno siglo xix, no sería tolerable
la aflicción de Prometeo como tampoco concebible un héroe
trágico como Aquiles.
Ahora bien, es en la misma tragedia griega que está en cier
nes su muerte. Porque, con Eurípides, la lírica se vuelve retóri
ca y el poeta, un moralista. Es el triunfo de la razón, de la pa
labra vuelta reflexión, de la melodía encerrada en la verdad. Si
la disolución ya no es un destino y la desgracia es sólo un error
de cálculo, la potencia de la música se extravía y el instinto se
abandona en nombre de la especulación. Es una tragedia que
habla y ya no canta.
La dialéctica ocupa el lugar de la música y pone en acto su
hueco optimismo toda vez que “cree en la causa y el efecto
y, por lo tanto, en una relación necesaria de culpa y castigo,
virtud y felicidad: sus ejemplos de cálculo matemático tienen
que no dejar resto: ella niega todo lo que no pueda analizar de
manera conceptual”.31
V II
V TTT
¡
ne cada uno de los capítulos y los vincula con la forma musical de
la sinfonía tal como Nietzsche la entiende por entonces.43
42 Ibid.
43 Friedrich Nietzsche, Ecce Homo, op. cit.
4 4 Ibid.
Son sonidos, ritmos, melodías o canciones las que se escon
den debajo de un libro que no responde a una escritura clásica
y que por ello no puede inscribirse en ninguna tradición filosó
fica. Por un lado, tiene un idioma evangélico, por momentos
engañoso, y muchos de los títulos y partes de sus discursos son
referencias directas a expresiones bíblicas. De alguna manera,
sobre el tono religioso de Zaratustra, Nietzsche va descubrien
do en él un profundo espíritu anticristiano. Por otro lado, su
escritura musical es un examen de su propia condición; con
este libro, Nietzsche siente estar ubicado a la misma altura que
Wagner, en tanto se ve a sí mismo, por primera vez, como un
creador, a pesar de toda su obra filosófica anterior. Es por ello
que cuando Zaratustra descubre el fracaso de elaborar discur
sos para el pueblo (que no es otra cosa que lo que siempre
hizo Wagner en las representaciones de sus dramas musicales),
cuando se da cuenta de que no tiene sentido actuar como uno
de los tantos eremitas con pretensiones de apóstol, decide ya
no hablar sino cantar. Es el final del prólogo, el momento pre
vio a su nuevo retiro. Cuando regrese y diga a los hombres su
palabra, sus discursos ya no serán una prédica viscosa destinada
a despertar conciencias sino el canto de una voz liviana y feliz:
IX
[Hil
En el tratado segundo Nietzsche define la mecánica de im
posición de este pasado en el presente. .¡Cómo es posible que
se mantengan estas ideas que tienen más de dos mil años de
existencia? <¡Qué tipo de sujeto requiere y cuáles son sus efectos
en el obrar?
El hombre de la moral de rebaño, el sujeto, es un Golem
cuyas partes alteradas son aquellas relativas a la temporalidad.
Los términos que Nietzsche utiliza son ios de olvido y memo
ria, culpa y resentimiento, espíritu de venganza y mala con
ciencia. Ninguno de ellos supone un contenido., definido sino
una forma de ser, donde el tiempo presente, el instante, se ve
suprimido. El sometimiento, la esclavitud, el espíritu de reba
ño, no responde a la sumisión a un orden verdadero sino a una
manera de desviar el instinto, de quitarle su temporalidad y
petrificarlo.
El hombre es, para Nietzsche, por naturaleza, un animal
que olvida. Este olvido no es una “fuerza inercial” sino una
facultad activa, es decir, no es una negligencia sino un hacer efi
caz. Contra esta fuerza, otra de la misma intensidad se impone:
el hombre es criado como alguien a quien le sea “lícito hacer
promesas” . Es decir, se le inventa una memoria. Es la jovialidad
y la posibilidad de lo nuevo fien te la gravidez y la deuda. Cuan
do el hombre hace promesas, ya no hay presente, no hay un yo
quiero, sino un deber, una carga.
Prometer es incrustarle al devenir una estaca que lo desan
gra por lo que ha de ser, por lo que se debe cumplir a futuro.
Esa estaca es la responsabilidad. El hombre ya no es autónomo
sino deudor, por lo tanto, calculador, es decir, aprende “a pen
sar causalmente, a ver y a anticipar lo lejano como presente”;
se hace responsable.
El modelo que sigue Nietzsche para pensar la moral es,
como buena parte del pensamiento del xix, un modelo econó
mico, de deuda y acreencia, un sistema de relaciones que preci
sa del dolor físico para grabarse en la memoria. Aquí el hombre
es un animal que habita en el entendimiento del instante y al
que se lo fuerza a no olvidar, a permanecer atado a aquello que
se instala en él como deuda y que deriva, necesariamente, en
una acción a futuro. Lo que se debe, se paga, es decir, lo que
es pasado se resuelve en el futuro. La manera de imprimir esta
temporalidad diferencial en el presente es a través del dolor: la
crueldad sobre el cuerpo se ejerce hoy, por lo que fue y por lo
que ha de ser. Entonces el presente es un “no quiero” en tanto
ningún deseo actual debe alterar la lógica de lo prometido.
Esta es, para Nietzsche, la condición de la vida gregaria: debe
mos endeudarnos para gozar de las “ventajas” de la vida social.
Es decir, nos volvemos predecibles, anticipables, porque es lo
que una sociedad necesita para poder subsistir: hombres adies
trados que no ofrezcan peligro alguno. Animales domésticos.
En este sentido, la culpa es un mecanismo temporal. No es
un sentimiento ni un contenido definido sino una forma de
retrogradación, un volver hacia atrás que determina el tiem
po presente. El hombre culpable habita sólo en su deuda y es
desde allí de donde se derivan todos ios sentidos de sus prác
ticas actuales, porque debe compensar, debe equilibrar aquel
daño producido. Es decir, es un residente de lo que fue, su
domicilio está en el pasado y desde ese pasado ve el mundo.
Por ello, la culpa hace que todo lo producido sea efecto de una
situación que se sustrae a las determinaciones del presente, una
carga, de la que no importa su origen, sino sus consecuencias.
De este modo, el hombre vive de manera retroactiva y enton
ces su fuerza no es relativa ai devenir sino que está amarrada
a una instancia anterior. El culpable no ve hacia atrás sino que
hace habitar ese pasado en el presente y aunque el mundo sea
otro, no puede vivirlo sino como un sentido derivado de aquél.
Entonces, toda la actividad del hombre culpable es predecible
porque su acción es una reproducción de aquella marca primi
tiva; su cielo está habitado por viejas nubes que lo enferman, lo
debilitan; no respira un aire renovado sino un aire viciado.
El pasado subroga al querer actual, lo retrae y sella su canal
de salida. Pero, en el esquema físico de las fuerzas que plantea
Nietzsche, el instinto quiere siempre y aunque la deuda preten
da determinar todo significado presente, el querer sigue siendo
voluntad de poder que busca instaurar su sentido, Es allí, entre
el querer y el mundo, donde el mecanismo de la culpa opera,
obturando el desahogo hada fuera para conducir a la fuerza
hacía adentro. Es lo que Nietzsche llama la interiorización del
hombre, su “mala conciencia” , Es decir, la fuerza se invierte y
la potencia que le es propia se vuelve contra el hombre mismo:
sus efectos son el resentimiento y el espíritu de venganza.
Lo que no sale hacia afuera enferma, infecta y, lo que es
peor, contagia. Porque alcanza con que un sentimiento religio
so se apodere de este daño que el hombre se hace a sí mismo,
para que la culpa se convierta en epidemia y ia deuda a saldar
sea eterna, es decir, impagable.
En este sentido, el espíritu religioso es también un tempo
retraído, largo, que detiene el devenir e impone la nada. Para
ello, no duda en sacrificar al Dios único, para que se repita
siempre el mismo ritmo, aquel derivado de un sonido lejano,
de una deuda que tiene más de dos mil años. La culpa hace
que el hombre viva, en todos los periodos históricos y en cada
instante, la misma experiencia, una y otra vez. Haga lo que
haga, sea docto, revolucionario o sacerdote, es un rumiante
que repite en su conciencia un único compás, una sola imagen:
ia de estar, con su martillo de conceptos, clavando a Cristo en
la cruz.
Por último, el ideal ascético, lo que ha de ser, el futuro, cuya
expresión es el efecto del horror al vacío que produce la carencia
de una meta final. Sin un lugar de llegada, la vida queda inmer
sa en el destino, a merced del devenir y no del pensar. Pero la
moral de rebaño tiene un principio económico de constitución,
es deuda y acreencia. Entonces el cálculo es predictivo, permite
anticipar el resultado, cualesquiera sean las cualidades de sus
términos. Lo mismo un número o una formula de geometría,
que la vida misma: porque hay razones, principios de acción
sostenidos en una lógica que permite ordenar cada elemento
en relación a los otros. La existencia es una ecuación financiera,
un asiento de balance donde el deber y el haber se equilibran a
través de la crueldad, encuentran su punto cero en el dolor, en
la marca del cuerpo, en la memoria sufriente.
El señuelo es el mañana, lo que ha de ser; entonces el ideal
se impone como una duplicación de la realidad. Es necesario
que otro mundo aparezca por encima de éste, un mundo de
ofrecimientos futuros, que han de llegar bajo los términos de
una coacción ascética. Otra vez una alteración temporal que se
activa en el presente, que regula las prácticas, ahora no como
deuda pasada sino como un bloque de futuro encajado entre
la fuerza y su objeto: “es el deseo de ser otro, de estar en otro
lugar”.
Atrapado por una pinza que lo ajusta desde el pasado y por
un futuro, el hombre se autodesprecia cuando dice no a la vida,
cuando la niega con la creación necesaria de otra existencia
posible. Ese otro mundo es ofrecido tanto por el filósofo, por
el artista romántico' o por el sacerdote, porque el ideal no es
mía invención religiosa ni una proclama teórica sino que es
“un interés de la vida misma”, una paradoja en la que la vida se
contradice a sí misma, se hace hostil a sí misma. Es el goce en
el fracaso, en la desdicha, en la tristeza y el dolor.
Entonces, lejos de que el ideal potencie e impulse las prácti
cas, las atrofia. Suponer que la libertad es un bien a conquistar
hace de los hombres, esclavos perpetuos, buceadores de la nada.
Los ideales se ofrecen para desactivar la fuerza, para volver im
potente la vida, para despreciar el único suelo posible donde
habitar. Creer en ideales es capitular, resignarse, hacer del fu
turo una proclama que supone al presente como un lugar de
tránsito y no de acción. El ideal paga la impotencia actual bajo
el supuesto de que vate la pena el sacrificio, porque un mundo
mejor nos espera después de tanta lágrima y tanto suplicio.
Pero no hay nada, insiste Nietzsche. Donde está el ideal,
no hay nada. La voluntad de poder es presente, y ninguna an
ticipación puede derivarse de ella, que no sea lo que la misma
fuerza establece en su práctica.
Sin embargo el hombre “prefiere querer la nada a no que
rer”, ése es el modo en el que lo activo se vuelve reactivo, la
condición dei nihilismo: suponer que el devenir tiene un térmi
no, una finalidad en la cual la vida entera se resuelve.
El sacerdote, el artista romántico o el filósofo docto son es
pasmos que detienen la digestión, la hacen pesada. La deuda o
el ideal son sus alimentos predilectos, porque vuelve al hombre
tan grave y espeso que ya no puede levantar los pies y bailar. La
circulación del devenir se detiene; un coágulo presiona sobre la
fuerza y la retrae. Lo que sigue es la nada, con su seducción y
sus máscaras: la verdad, la revolución, la vida eterna, el corona
miento ideal para un futuro inexistente y un presente de rencor
y venganza. Son los efectos de hacer de la voluntad de poder
una potencia quieta, retenida.
Pero el instinto es, a pesar de esta configuración rítmica.
Aquella roca en la que Nietzsche se detuvo, en la que vivió su
iluminación filosófica, la visión del eterno retorno, le permi
te una concepción del tiempo que, adosada a la voluntad de
poder, hace del mundo, de este mundo sensible y único, una
experiencia de creación continua. Para ello, el instante, es decir,
la marca temporal de la voluntad, deberá ser eterno. Sólo allí
las pasiones son música y el querer, una nota necesaria y queri
da para siempre.
X II
P r e l u d i o .............................................................................................................. 0 9
S eg u n d o m o v im ie n t o -. La f il o s o f ía c o m o m ú s ic a ....................... 8 9
F in a l ..................................................................................................................... 1 5 3
B ib l io g r a f ía ..................................................................................................... 1 5 7