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LA FILO SO FÍA Y SU D O BLE

NIETZSCH E Y LA MÚSICA

Gustavo Varela

ED ITO R IA L QUADRATA - Biblioteca Nacional


Varela, Gustavo
Nietzsche: una introducción / Gustavo Varela; dirigido por Mariano
Arzadún. - l a cd. - Buenos Aires: Quadrata, 2 0 1 0 ,
1 6 0 p.; 21 x 14 cm. (Pensam ientos locales)
ISBN 9 7 8 -9 8 7 - 6 3 1 -0 1 1 -6
1. Filosofía. 2. Pensamiento Filosófico. I. Título
CD D 190

Colección Pensamientos locales


Dirigida por: Ariel Pennisi - Adrián Cangi

Diseño de cubierta: Kovalsky


Ilustraciones: Micael Queiroz
Diseño de interiores: Natalia Brega
Corrección: Esteban Bértola

Esta obra se edita en el marco de la cooperación con


ediciones de la Biblioteca Nacional.

© Editorial Quadrata de Incunable SRL


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Printed in Argentine

Queda hecho el depósito que indica ta ley 11,723


Imaginamos una colección popular de filosofía en la tradición del
ensayo. Tradición que ha mantenido vivas las voces de la crítica y el
compromiso irrevocable con la insistencia y resistencia vitales. Recono­
cemos tanto las impresiones indecisas como las expresiones conceptua­
les, tanto la silueta o el contorno en el que viven ritmos y figuras como
la fuerza de creación de conceptos que renuevan el sentido e imponen
nuevas circunscripciones a las cosas y acciones. Ambas tradiciones son
parte del ensayo filosófico argentino y del cono sur, que no carece ni
de ritmos locales ni de colores de época que definen una atmósfera en
la que viven movimientos del pensamiento. Valoramos el ensayo de
intervención que no sólo se contenta con la precisión de los saberes
sino que discute experiencias existenciales y modos sensoriales frente a
la apropiación y uso del conocimiento para la vida.
Confiamos en el pensamiento local de autor que, ocupándose de
otros pensamientos al parecer lejanos, crea de improviso un giro en la
lengua, un silencio capaz de provocar tempestades o una constelación
proclive a traer del afuera potencias amputadas en el interior. Creemos
valiosa la composición en nuestro medio de tradiciones que avanzan
hacia la construcción de conceptos o hacia impresiones personales vo­
luntariamente fragmentarias. Para el conocimiento y para la vida una mi­
rada exhaustiva nos parece tan intensa como la primera impresión. Nos
interesa lo singular bajo la figura estilística del nombre propio y creemos
que es posible hacer convivir miradas dispares, tanto las que captan el
mundo de cerca, comprometidas con el detalle, como las que permiten
entrever de lejos, tramadas por los ojos entornados. No proponemos
aquí un estéril debate entre objetividad y subjetividad, sólo creemos que,
por parcial que fuera una mirada, hay caminos hacia el concepto y los hay
hacía la opinión. Nos interesa la posibilidad de hacer convivir en el ensá-
yo filosófico local los mil ojos de la diferencia sin que el prodigio del pen­
samiento se desvanezca. Por ello nos provocan a pensar tanto las miradas
directas como las oblicuas, las que creen atesorar una verdad y aquellas
otras que se disponen en el ángulo que entorpece menos el movimiento
del objeto. Nos aventuramos en una tradición de polemistas y estilistas
en la que las “ideas propias” yacen en el magma indiferenciado de voces
entremezcladas, haciendo convivir la fidelidad a las obras que interrogan
y el punto de vista que recrea los vínculos con las fuentes. Tradición en
!a que eí intérprete con criterio y movimiento afectivo personal inaugu­
ra pensamientos anunciadores de una época aún no avistada en todos
sus términos conceptuales. Como si dijéramos que en ésta conviven el
ímpetu expositivo instruido y la intuitiva y áspera incuria espontánea, la
apropiación fundada en citas de autoridad y el desvío creativo, los modos
cultivados en tiempos de calma y otros imprecisos amasados en tiempos
de convulsión, los gestos serenos de una técnica filosófica y la intuición
inaugural encarnada en ia experiencia, la evocación de una ontología
definidora de un sentido y un modo de autogobierno práctico para la
vida. Nos interesan los escritores a contrapelo que,"hablando idiomas
singulares y estableciendo posición crítica, hacen de los problemas que
plantean una dramaturgia. La filosofía es, para nosotros, una posición
singular de un singular, y por lo tanto, requiere ritmos, figuras y estilos
también singulares. Filosofía inseparable de un modo de escritura, de
apropiación y de transformación de una tradición a la que se valora, pero
no como última palabra, ya que nos interesan, en el conjunto, los puntos
de inestabilidad que sirvan de enlace con un futuro distinto. Cuando
imaginamos esta colección, un solo acto de conciencia y emoción acom­
pañó el entusiasmo. Sabíamos que nos dirigíamos a un público amplio.
Pero la constatación abrió la pregunta: quién será el destinatario de una
colección popular y local de filosofía.
Un texto de filosofía vive en nuestra contemporaneidad como una bo­
tella lanzada a las aguas movedizas de un mar indiferente; sin embargo,
esta colección no se reduce, para nosotros, a un conjunto de libros-bo­
tellas ajustados de antemano a un público acotado, en la medida en que
alcance la forma de una intervención, de una cierta capacidad para evocar
la palabra de pueblos por venir. Una intervención apela a la reserva vir­
tual frente a la actualidad de un estado de cosas dado porque enfrenta, al
mismo tiempo, al nihilismo según el cual “no hay mucho en que creer”
y a la política revocable que piensa de antemano todo lazo social como
precario. Ante una sociedad como la nuestra, constituida por identidades
efímeras —amenazada por vínculos sociales fragilizados, modelos laborales
deleznables y por una única velocidad de vencimiento de las mercancías-
elegimos imaginar una intervención capaz de hacer de la inestabilidad de
nuestro tiempo una apertura del sentido que resiste abierto y vigilante.

Adrián Cangi - Ariel Pennisi


LA FILO SO FÍA Y SU D O B L E
NIETZSCHE Y LA MÚSICA

Gustavo Varcla

E D IT O R IA L QUADRATA - Biblioteca Nacional


P r e l u d io

A partir de la obra de Nietzsche nada permanece en pie. El


hombre queda no sólo huérfano de ideales sino además acusa­
do. Su marea arrasa con ia verdad, la moral, el demócrata, Dios,
Platón, el cristianismo, los alemanes, el comunismo, los prin­
cipios humanistas, la revolución francesa, Hegel, la ciencia. Y
también, con la filosofía misma. En definitiva, cualquier forma
de producción de sentido y toda estructura valorativa conocida
por la humanidad hasta fines de! siglo xix. Nadie es ingenuo
y nadie puede, si lee seriamente filosofía, ignorar su doctrina.
Con Nietzsche se está obligado a tomar partido: rechazar o
escuchar, quedarse a resguardo en viejas playas o soportar el
vendaval a pie firme. Su presencia exige una toma de posición
toda vez que son las condiciones mismas del pensamiento filo­
sófico las que están en juego. No es posible suturar la tormenta
y seguir.
La consecuencia inmediata es que, a partir de Nietzsche, la
filosofía está condenada a errar de un lugar a otro. Su identidad
se vuelve polimorfa: es historia, ciencia, arte, semiótica, eco­
nomía, poesía, cine, religión. Deambula de una materialidad a
otra, no para brindar aquella mirada de excepción que le pro­
veía su carácter de madre exuberante y prolífica, sino para algo
aún más vital: para constituirse.
Las secuelas de esta errancia se hacen visibles a lo largo del
pensamiento del siglo xx: Heidegger encuentra la morada del
Ser en la poesía de Hólderlin; Sartre es también novela, perió­
dico y política callejera; Foucault debe responder más de una
vez que no es historiador y piensa encima de la psiquiatría, o de
Rayinond Roussel, o de Magritte; Deleuze se abraza a Artaud,
a Lewis Carroll, a un cuadro de Bacon o al cine de Godard. Es
decir, el filósofo deja de respirar con el mismo aire con el que
lo hizo a lo largo de toda la historia de la filosofía y necesita
realizar sus pensamientos en un territorio expresivo' que no es
el propio.
Con Nietzsche, la filosofía ha perdido la Verdad como do­
micilio fijo y, con su extravío, se pierde ella misma como una
disciplina autónoma. Ésta es su dinamita para el género, que a
la vez impone una obligación para los filósofos: ya no ser pas­
tores, ya no enumerar principios trascendentes, ya no escribir
y pensar con pretensiones de verdad. Es decir, soltar amarras,
abandonar el puerto y errar.
Por ello la filosofía del siglo xx hace de Nietzsche una nece­
sidad. Su doctrina no puede ser dejada de lado sin que esto sig­
nifique el riesgo de intentar resucitar lo que ya está muerto. La
crítica que realiza en su obra a los fundamentos de la filosofía es
tan devastadora que ninguna pared teórica queda en pie y des­
pués de sus enunciados, pareciera que la posibilidad del pensar
se reduce sólo a profundizar la demolición que él mismo inició.
Sin Dios, sin verdad, sin valores trascendentes -sean éstos reli­
giosos o seculares-, ¿cómo construir un sistema filosófico sin
hacer del pensamiento una expresión metafísica y moralizante?
Si la creencia en la gramática es, incluso, una creencia encu­
bierta en Dios, ¿qué escribir, cómo, qué palabra filosófica no
se convierte, de inmediato y con su sola enunciación, en una
disciplina que anuncia, con sangre religiosa, un más allá?
Con su crítica, Nietzsche se lleva no sólo los contenidos del
pensamiento tal como fueron desplegados a lo largo de más de
dos mil años, sino también su andamiaje verbal. La identidad
de la filosofía se vuelve fragmentaria y el filósofo, un errante
expresivo. Sin voluntad de Verdad, no hay ni cautiverio moral
ni plegaria religiosa en busca de fieles. La escritura se modifica,
se hace abierta: es una palabra estrábica, de doble dirección,
desviada. En su pensamiento, una palabra conceptual y sonora
a la vez, es decir, hecha de sentencias y de música.
Nietzsche ama a Wagner. Ama su grandeza, su música, su
esposa, su mordacidad y su burla; pero lo que más ama es su
amor por Wagner. En él se siente cómodo porque su pensa­
miento fluye sin prejuicios académicos y sin diques morales. Es
un amor íntimo, irreversible, de extrañamiento de sí. La piel
de Nietzsche se estira en Wagner y en su música y le da 3a po­
sibilidad de ser otro del que es: hablar de otro modo, con otro
estilo, y entonces, a partir de alií, habitar otro suelo y encontrar
otros problemas.
Por ello su experiencia es doble: Wagner es sometimiento y
plenitud, una agitación personal y amorosa en la que Nietzsche
se abisma; y a la vez, su música, que le abre un horizonte de
sentido capaz de desplegar la potencia de su pensamiento sin
necesidad de la Verdad.
Es en la relación con Wagner que Nietzsche se hace un pen­
sador estrábico. En su filosofía, escribe conceptos que exigen
un acceso duplicado, comprensivo y sonoro a la vez, relativo al
sentido de las palabras y a una escucha musical de los mismos.
Una escritura desplazada, de objeto doble, repetido como gra­
mática y como melodía.
Si con la crítica queda disuelto por completo el suelo desde
el que era posible pensar, la marea nietzscheana arrasa también
con su forma expresiva. Por eso, el intento de atravesar a los
conceptos con exigencias sonoras, entender a un sistema de
pensamiento como una construcción armónica y a las creacio­
nes teóricas como melodías, es un recurso vital que pretende
liberar a la filosofía del cadalso moral al que está sentenciada.
Desviarle los ojos: esa es la marca Wagner sobre Nietzsche.
El pensamiento estrábico es una necesidad imprescindible.
Si la filosofía se despliega en un lenguaje meramente concep­
tual, se convierte en un decálogo metafísico y se ahoga. Re­
quiere de la música para sobrevivir, exige de su forma, eso es lo
que ve Nietzsche en su amor por Wagner, que debe ataviarse en
otra silueta, mirarse en el espejo y ver en los conceptos, sonidos
y en los filósofos, compositores.

flll
No hay dudas de que Nietzsche ama a la filosofía tanto
como a Wagner. En los primeros momentos de su vida teórica
logra convivir con ambos y más tarde, va a necesitar abandonar
al músico para salvar a la filosofía de su asfixia.
El costo de perder el espigón al que estaba amarrado su barco,
de cortar el cabo de la Verdad y lanzarse al mar, es su errancia ex­
presiva. Buena parte de la filosofía del siglo xx es el signo de esta
errancia que, lejos de condenarla, la mantiene viva.

Hay un mundo oculto que las palabras no dicen. El lenguaje


no es suficiente. El proyecto enciclopedista de definir cada área,
de establecer una racionalidad viva para todos los segmentos de
la realidad, parece naufragar. Si la naturaleza era un poliedro en
el que cada una de sus caras podía ser explicada con certeza, a
lo largo del siglo x íx , esa misma naturaleza hecha de conciencia
y razón, se vuelve ambigua, indescifrable. Ya no es un objeto
mecánico y causal frente a un sujeto ávido de verdades claras
y distintas sino un misterio, algo que no está dicho, que se
esconde por detrás de todo lo que acaece. Como si los hechos
tuvieran una dimensión oculta que se sustrae a la expresión:
por debajo de la realidad, aparece un latido íntimo que la cien­
cia desconoce, una llama secreta que se escapa al análisis gélido
de la razón calculadora.
Pero si las palabras no alcanzan es porque lo que se ha extra­
viado no es la claridad del lenguaje sino el mundo, partido ahora
entre una mentalidad burguesa que lo afirma como racionalidad
y el pensamiento romántico, que se sumerge por debajo de la ci­
vilización en busca de una unidad originaria, enigmática y febril,
de una totalidad clandestina a la razón moderna.
El entendimiento es miope para ver lo inefable: describe,
conquista, trabaja, cifra el tiempo y el espacio con vocación
administrativa y previsora y convierte al destino del hombre,
y al hombre mismo, en una ecuación de resultado irrefutable.
Contra este modelo de civilización, ci artista romántico ofrece
una sensibilidad diferencial que lo aparta de un mundo de sa­
tisfacciones prácticas y que lo lleva, sin descanso, por un paisaje
espiritual colmá#o de sombras, de irracionalidad, de sueños, de
noches profundas y silencios.
En término filosóficos, es la puerta que inaugura Kant: lo
otro del sujeto racional es un caos que ninguna palabra dice y del
que no es posible derivar ninguna lógica. Pretender atravesar esa
frontera, navegar por fuera de los límites que la razón establece,
es exponerse a un sin sentido frente al cual todo enunciado con
pretensiones de verdad, necesariamente fracasa. La filosofía de
Kant separa lo que estaba unido: noúmeno y fenómeno, lo que
es y lo que es para el hombre: la oscuridad, ciega, atávica, inefa­
ble y el esplendor de la razón, solar, luminoso, esperanzado. El
artista se hace romántico porque sigue la senda de esa fisura y
elige transitar por el espesor de lo irracional, es decir, opta por el
fracaso de lo que no tiene palabras. Frente a la verdad pequeña
y llameante que ofrece la ciencia, otra verdad sublime se levan­
ta: ya no es el misterio religioso del Dios único sino otro mar,
opaco, turbulento, un murmullo que se extiende por debajo de
todo y que sólo el artista está destinado a develar.
La obra de arte es el oráculo que abre el fondo ilimitado
sobre el que está asentada la realidad, la totalidad de lo que
es, enorme, inconclusa, colosal, sólo apta para el genio crea­
dor, que deberá desbordar los límites de su obra y desatarse
a otros territorios. El exceso de lo real, el universo que habita
por detrás de lo racionalmente visible, es tan desmesurado que
no sólo exige de un arte abarcador que lo devele sino también
de una potencia creadora capaz de soportar su peso. Es lo uni­
versal lo que está enjuego, ahora inmanente, exagerado para el
hombre común y demasiado extenso para un solo género. Por
ello aparece la figura del genio, porque es necesaria una natura­
leza potente que transite por lo indecible y lo traduzca en arte.
El genio reúne, fusiona, es unificación y plenitud expresiva; no
copia ni reproduce sino que anuda la verdad de lo sublime con
la condición humana a través de su obra.
Entonces, la naturaleza pierde su ingenuidad diurna y se
colma nuevamente de invisibles nocturnos. Ahora ya no son
ni diablos ni espíritus celestiales, ni hace falta un Dios que los
justifique ni un Mesías que los contenga. El genio es tan hu­
mano como cualquiera de los que habitan la tierra. No es un
milagro divino sino arte: su obra es la que lo muestra como un
mediador que dice que lo real es más amplio, que está hecho
de símbolos sin métrica, de fuerzas, de plenitud vital. En sus
manos, lo que era plano se vuelve profundo y lo inasible, una
propiedad de dimensión estética.
Los límites entre las diferentes expresiones artísticas se des­
vanecen: la desmesura no se soporta en una sola modalidad. La
pintura, la arquitectura, la música o la poesía buscan por fuera
de su propio género, se expanden a una creación sin jurisdic­
ciones expresivas. Lo infinito de la vida exige una única explo­
sión: “la obra de arte total” es la expresión directa del lecho
oculto de la naturaleza dispuesto como danza, como melodía o
como poema, todo reunido en un mismo acto.
Genio creador: para Nietzsche es Richard Wagner, que
anuncia su obra de arte del futuro como la expresión de una
naturaleza inconsciente y oculta que puede salir a la luz a tra­
vés de sus dramas musicales. En este caso, el genio no sólo se
ofrece como una respuesta de carácter estético sino como una
forma final de conjugación política. Es decir, Wagner no es sólo
un músico que compone óperas para hacer más bello y tolera­
ble el mundo; su obra sale del territorio de la pura contempla­
ción y se involucra en lo cotidiano: el pueblo logra su unidad
plena con la experiencia estética de sus dramas musicales. Así,
el arte total que él propone es una forma de construcción de
identidad nacional donde lo inefable, aquel absoluto románti­
co, tiene una inscripción en lo real y por lo tanto, de efectos
en la vida práctica. El pueblo es la verdadera obra de arte, que
se reúne con su propia naturaleza en los asientos del teatro
de Bayreuth. La palabra, la danza y la música, los elementos
primarios de sus dramas, permiten edificar un camino que con­
duce al verdadero porvenir de Alemania. Los dramas wagne-
ríanos no entretienen ni generan afectos ni evocan recuerdos
o sentimientos de nostalgia. La música modifica el mundo: a
través de ella, se despierta en el oyente su verdadera naturaleza
inconsciente, su identidad germana, garantía inexorable de la
unidad del Estado.
Entonces, en la propuesta de Wagner, lo romántico subvier­
te, cose una nueva realidad política, más verdadera, más esencial,
no sometida a los intereses de la nueva burguesía industrial, sino
sostenida en las raíces originarias del espíritu alemán. La revolu­
ción empezaba en el teatro y terminaba en el mundo.
Estos son los sonidos que escucha Nietzsche, los de un roman­
ticismo que horada el suelo de las nuevas clases sociales alemanas y
busca lo original, lo propio, inaccesible para la razón y abierto para
el arte. Si hay pueblo, no hay metafísica, hay acción, una dimensión
que no está hecha de fantasmas sino de impulsos, de fuerzas ocultas
que buscan afirmarse como realidad. La obra de arte total conduce
a esa realidad más genuina y, por lo tanto, necesaria.
Entonces el artista se formula las mismas preguntas que
antes eran de la filosofía y que a mediados del siglo xix parecían
propiedad de la política. Le disputa el lugar, se desplaza hasta
el sentido último, cuestiona su historia y su lenguaje: ¿Qué es
la realidad? ¿Cuál es la verdad de esa realidad? ¿Es enunciable?
¿Quién la dice, la ciencia, la filosofía, la política? ¿Un poema
musical, un cuadro?
La separación que inaugura Kant, en términos teóricos, entre
noúmeno y fenómeno, atraviesa también el suelo del mundo
burgués: la realidad queda escindida. Mientras se escriben tra­
tados de economía, se abren industrias y los países europeos se
inundan de bancos; mientras se cuadricula la tierra con líneas
férreas, cables de telégrafos y concentraciones urbanas; en medio
de una cultura que se mueve sobre los rieles del capital, las fi­
nanzas y el progreso, el romanticismo levanta campamentos de
minería espiritual en busca de una capa subterránea hecha de
instintos, de dioses, de símbolos, de individualidad creadora y
donde el arte aparece como la herramienta más eficaz para soca­
var el suelo y llegar hasta esa tierra escondida.
Por eso la pregunta por la realidad se repite en la boca de
poetas, escritores, pintores, arquitectos, músicos. La nebulosa
romántica deposita en el artista la obligación de vincular su
obra con la verdad. Si la ciencia o la filosofía se edifican sobre
una racionalidad acorde a las necesidades del mundo burgués,
el arte carga con el peso ontológico de señalar qué es lo real.
La filosofía se deshidrata en los ojos de Nietzsche y su estra­
bismo crece en dirección a la música, hacia donde está Wagner.
El mundo académico es estéril y está lejos de brindar alguna
respuesta cierta. La vida queda fuera de los Jibros, fuera de las
aulas. La racionalidad sólo es una prótesis que auxilia a lo real
en su camino de invalidez. En el arte, en cambio, la expresión
y la vida se reúnen en un solo acto: alcanza con un princi­
pio musical hecho de un solo acorde, para que la realidad se
muestre a los hombres en toda su exuberancia y diversidad.
El preludio de EL oro del R in de Wagner describe el nacimien­
to del río como una fuente de realidad que está acaeciendo
allí mismo, en la música. Es un acorde grave, sibilino, acuoso,
un Mi bemol que se mantiene durante más de cien compases.
¿Qué pensamiento es capaz de tanta elocuencia? ¿Qué teoría fi­
losófica abrasa al espíritu con el mismo ardor que un Mi bemol?
El telón está bajo y el escenario a oscuras. El oyente escucha
cómo la naturaleza se va despertando lentamente. El principio
de la vida es un acorde que crece, al que se agregan nuevos
sonidos, otros ritmos, una inmensidad que se despliega, hasta
llegar a una agitación sonora que anuncia la plenitud del Rin
como ei elemento originario de todo lo real. Cuando al fin el
telón se levanta, el mundo de la representación y de lo múltiple
ya está terminado. Entonces el arte no imita la realidad, ni la
copia, sino que la produce.
¿Qué le queda a la filosofía? Su lenguaje ya no es suficiente
y repetir viejos esquemas es naufragar. En pleno romanticismo,
lo real se escapa al concepto y anida en el arte. Y si es posible
una obra de arte del futuro, también lo es una filosofía del fu­
turo, sin prejuicios morales. Eso piensa Nietzsche y eso quiere:
una filosofía de aire puro, de soledad y mediodía. No concep­
tual sino sonora.

III

También la pintura del siglo xix se ve erosionada por esta


necesidad de respuesta ontológica. Las cartas de Vincent Van
Gogh son un tratado de la desesperación que genera la búsqueda
de lo real; lo mismo ocurre con los escritos de Gauguin sobre la
verdad de la pintura. La pura representación no alcanza: no hay
arte figurativo ni arte por el arte, sino arte de lo real.
“Hay en la pintura algo de infinito... Hay en los colores mu-
chas cosas ocultas...” le escribe Van Gogh a su hermano Théo,
mientras muda su caballete del atelier al medio del campo, con la
ambición de descubrir en su cuadro la armonía divina que existe
por debajo de la naturaleza. Pinta naturalezas vivas: labradores,
tejedores, una campesina que es toda resignación, un ambien­
te oscuro, de miradas pobres y patatas en la mesa. Entonces se
pregunta cómo es posible que el color de la tierra sea la misma
tierra o por qué París es más París en un cuadro de Corot. El
arte combate y el artista pinta para apropiarse de lo real; ya no se
contenta con ser una mera figuración. “Hubiera preferido ser za­
patero”, le escribe a Théo, porque quiere estar en la naturaleza y
no tener que lidiar con su representación. Entonces, la impoten­
cia de atrapar el mundo es el signo de su obra. A Van Gogh nada
le alcanza: su amarillo con pretensión de realidad y sus girasoles
no alcanzan; ir al campo, estar en el medio del campo creando
sobre un paisaje que le resulta tan ajeno; clavar su caballete en la
tierra, en medio de la siembra, y pintar contra el viento, tampoco
alcanza. Por último y como un gesto propio de la desesperación
romántica, la impotencia se instala en su propia vida: se intoxica,
devora el óleo con el que pinta y bebe el aceite con el que mezcla
los colores, pero tampoco alcanza. El abatimiento y la locura y
su oreja amputada en manos de una puta, todo ello da cuenta
de cómo la pretensión ontológica de la pintura hace del artista
romántico un salvaje.
“Hay algo fuera de mi existencia, ¿qué es?”, escribe rei­
teradamente Van Gogh, una pregunta que corresponde a su
vida, a su arte y a cualquier forma de producción de sentido
estético del siglo xix. Y también a la filosofía. Porque la misma
pregunta es la que se formula Schopenhauer cuando encuentra,
por debajo del mundo causal, un lecho irracional como único
fundamento de todo; o Sóren Kiérkegaard, que elige el silencio
y la angustia de Abraham y no el zumbido verdadero de aquel
tábano llamado Sócrates. O Max Stirner, que hace de la nada el
fundamento de toda causa. O Nietzsche, que rastrea en la mú­
sica una forma expansiva para el pensamiento. Hay algo fuera
de mi existencia, ¿qué es?
En el siglo xix, el artista camina por los mismos senderos por
donde transitó la filosofía: Wagner, Novalis, Berlioz, Gauguin,
Schlegel, Delacroix, todos preguntan lo mismo: ¿qué es lo real?
Y responden con sus obras, abriendo los límites de su arte, mez­
clándose con otras expresiones, exigiendo una nueva modalidad
para la pintura, para la música, la poesía o el teatro.
En este sentido, la reflexión ontológica que se instala en el
arte potencia la actividad del artista y lo obliga a trabajar bajo la
presión de tener que dar una respuesta que excede su placer de
pintar o su talento para componer una melodía. En la tela, en
la partitura o sobre un escenario, lo que está en juego es mucho
más que la satisfacción de escuchar o de disfrutar de una obra:
el artista debe conmover, provocar el encuentro con lo subli­
me, hacer visible una verdad que está en peligro de extinguirse
debajo de la moda y de la frivolidad burguesa. Por esta razón,
muchos artistas deciden abandonar el mundo civilizado de Eu­
ropa y refugiarse en Africa, en América o en Oriente. Y así como
la racionalidad moderna es una perturbación para Kierkegaard,
para Stirner, para Schopenhauer o para Nietzsche, también lo
es para el arte: Baudelaire, Gauguin, Novalis, Rimbaud, se van
fuera, fastidiados con el mundo industrial que hace de la vida
un artificio.
Que el filósofo desconfie de ia razón, es su forma de partir: por
ello la desgarra, la suspende, la hace de predicación moral, la aban­
dona. Abrir otro campo: en la música, en el espíritu religioso, en la
historia. El filósofo contra-moderno es un fugitivo que escapa del
encierro y desconfía de la palabra saludable que brinda la razón.
Hegel es la última frontera de un sistema en el que la filosofía
se muestra con todo su esplendor conceptual. Su pensamiento
totalizador es el edificio más genuino de la modernidad filosó­
fica, puro, inalterable, que reúne lo que fue y lo que será bajo
la métrica de un sistema perfecto. Por ello, pensar- en contra
de Hegel es no sólo oponerse a un pensamiento sino a la mo­
dernidad toda. Schopenhauer, Kierkegaard, Stirner, Nietzsche
son filósofos que salen a derribar aquel edificio conceptual con
dinamitas diferentes, todas de impacto demoledor, con el fin de
remover a la racionalidad moderna.
Como en el arte, los efectos de estos pensamientos se harán
sentir más tarde, cuando el desencanto de la civilización se haga
extensivo y no quede sólo en la mirada desviada del artista o del
filósofo. Es por lo que Nietzsche se llama a sí mismo postumo;
lo mismo que la calificación de vanguardia que utilizan los ar­
tistas. A unos y a otros, a Van Gogh o a Nietzsche, a Wagner o
a Kierkegaard, los mantiene despiertos la misma obsesión: son
insomnes de lo real, de las sombras nocturnas, aquellas que la
razón prefiere ocultar para que el mundo parezca ordenado. Y
así como Gauguin cree que 1a pintura sobrevive a la civilización
si se hace salvaje, para Nietzsche, sólo con la música es posible
que la filosofía se purgue de la enfermedad moral que la con­
duce a su ruina.
Son los rastros dejados por Kant: la fosa que traza alrededor
de Konisberg es una falla que se extiende por debajo de los pies
de la filosofía y del arte. Kant, el ordenador, el que habla de
cosmopolitismo, el que busca trazar los límites de la razón de
manera precisa: debajo de su paraguas teórico de prudencia y
obsesión, crece el universo romántico. Cien años después de que
la cosa en sí comenzara a recorrer su camino por el pensamiento
de occidente, el bueno de Van Gogh y el arte del siglo xx, si­
guieron formulándose la misma pregunta que articula la filosofía
crítica de Kant: “Hay algo fuera de mi existencia, ¿qué es?”

IV

Abraham, Mozart, Superhombre, Beethoven, Único, Job,


Wagner, Goethe, Shakespeare, Héroe trágico, Napoleón: no son
nombres sino la expresión de una síntesis. La totalidad, en el
siglo xix, es vista en Uno. Es la traducción <4e.la idea de genio a
lo real, el anverso de cualquier sistematicidad. Si el mundo mecá­
nico es concepto y aprendizaje y formas racionales de imitación
de la naturaleza, el genio es talento y creación pura. Así lo enun­
cia Kant en su Crítica del juicio: una espiritualidad innata cuya
actividad creadora es una excusa de la naturaleza para manifes­
tarse bella; atrevido y audaz en la expresión, capaz de conducirse
fuera de regla, pero a la vez, fundador de la regla.
La idea del genio, después del pensamiento hegeiiano, es
transpuesta a lo individual, a la vivencia de lo singular. Como
si la objetividad del sistema, su carácter totalizador, inaugura­
se una insatisfacción que necesita resolverse en la experiencia
subjetiva. La expectación iluminista, su confianza en la razón
como ordenadora de todas las prácticas, se vuelve asfixiante: es
necesaria una salida. Ni la religión ni el Estado ni ninguna otra
forma de asociación son plenas. El contractualismo político ya
no da las respuestas que pocos años atrás ofrecía; tampoco el
pacto religioso. La vivencia de io uno, de un yo singular- excede
todo sistema. El genio es subjetividad en tanto es obra de arte,
y en este sentido, no es predicado de ninguna instancia general
sino que se sostiene sobre una ontología singular en la que su
existencia tiene como principio la creación de sí.
“Nada hay fuera de mí”, anuncia Max Stirner, respondiendo
anticipadamente a la pregunta de Van Gogh. Lo mismo para I<ier-
kegaard: “elígete a ti mismo” escribe en Lo uno o lo otro y hace de
la angustia el impulso para la edificación de la singularidad.
y si el genio kantiano es aquel atravesado por lo sublime y
capaz de una expresión única a través de su arte, en el pensa­
miento contra-moderno, la condición creadora es puesta como
matriz de toda actividad humana. De alguna manera, el genio
puede habitar en cada uno y exige de una disciplina singular
para poder dar con él.
Es decir, la existencia ya no queda sujeta a las redes de una
razón abrazadora, sino que encuentra su plenitud en una tarea
cerrada, de toma de posición individual, que se espeja en nom­
bres, en actitudes, en un pensamiento que edifica una salida
de carácter singular. Aquel insomnio por lo real se traduce,
del lado del hombre, en una filosofía que propone al asceta, al
único, al héroe trágico, al superhombre, figuras de construc­
ción subjetiva. Son personajes filosóficos más que modelos a
seguir. No ofrecen dietas ni prescripciones sino experiencias
individuales, es decir, formas teóricas no dispuestas a ia imi­
tación. La conjugación de lo singular no puede convertirse en
un.conjunto de reglas á seguir porque eso significaría sü propia
disolución. La conformación de la propia existencia no es un
ejemplo ni un programa posible de ser repetido por otros sino
que es personal. Y si eso personal es lo mismo para todos, si
la forma en la que se constituye el yo admite ser dicha en un
enunciado de carácter general, entonces lo singular deja de ser
tal para volverse nuevamente un precepto necesario.
Su fundamento se hace complejo: el filósofo deja de ser el
pastor que conduce a su grey de la oscuridad a la luz. No guía
almas perdidas ni ofrece respuestas en un mundo que no las
tiene. Si la construcción de la subjetividad queda en manos de
cada uno, si el acto es individual y no modélico o repetible, la
escritura filosófica pierde su carácter pedagógico: ya no enseña
ni orienta sino que es la pura expresión de uno, del que escribe,
del que firma, sea quién sea, un nombre propio, un seudóni­
mo, Dionisos o “El encuadernador” .
El autor se oculta en su vergüenza de no poder hablar más
que por sí mismo: nada de lo que enuncie la experiencia subjetiva
puede transmitirse; y sin embargo, Stirner o Kierkegaard o Nietzs-
che escriben libros, publican, otros los leen, el riesgo de hacer del
pensamiento un discurso edificante está latente en cada línea.
Por ello, en esta filosofía de lo singular, el autor se desplaza
del centro de la escena como puede: a través de una autobio-
grafía, como en Nietzsche, o con nombres inventádos, como
en Kierkegaard, o en el engaño de una falsa identidad, como en
Max Stirner. Si ia enunciación filosófica ya no tiene su carácter
de proclama moral, el filósofo se ve obligado a dejar su trono
de conductor de almas.
¿Una ficción discursiva? ¿Una mera expresión poética? Los
distintos personajes filosóficos que se crean a lo largo del siglo
xix despiertan un entramado teórico que va a continuarse en
el siglo siguiente. El hombre soberano de Georges Bataille, el
anarca o el emboscado de Ernst Jünger, el hombre absurdo de
Albert Camus, son algunas de las figuras derivadas de esta efer­
vescencia contra-moderna y romántica por lo singular. Ningu­
na de ellas aplicables a vida privada alguna: o se resuelven en
creaciones literarias o quedan dispuestas como una respuesta
permitida ante la lenta derrota de la ontología moderna.
Y aunque no tengan efectos directos sobre la realidad, aunqu
no puedan ser pensadas como prescriptivas para la construcción
de la existencia, estas figuras singulares cumplen una función de
asepsia respecto de las viejas pretensiones conceptuales de la me­
tafísica clásica. Los conceptos como Verdad, Estado, Felicidad,
Dios, todas las mayúsculas con las que se compuso la partitura
de la filosofía, son desplazadas por su ineficacia y su capacidad
de cercenamiento. El sol platónico que iluminaba la eternidad
se instala en cada cara y se limpia de las impurezas divinas. No
hay Verdad sino un yo que la dice; no hay Libertad sino prácticas
singulares de libertad; no hay comunidad sino fuerzas indivi­
duales que tensionan e imprimen sentidos. La vieja edificación
conceptual se agrieta y queda como el hábitat abandonado para
pensamientos en retaguardia.
Nietzsche es el yo sobre el que se tuerce la filosofía. Sin em­
bargo, su doctrina jamás anuncia la necesidad de lo individual
de manera directa, sino que ésta aparece como un efecto teórico
derivado de su pensamiento. En su filosofía no hay Yo, como
en Ficiife; ni Hombre absoluto, como en Feuerbach; ni Único,
como en Stirner; ni Singular, como en Kierkegaard. La idea del
superhombre no aparece ni como un fundamento general ni
como matriz de las prácticas, como tampoco es una identidad
oculta que es necesario develar. No hay en su filosofía un a priori
singular que padezca el martirio de la moral burguesa y al que
es necesario descubrir y poner en primer plano. El superhombre
es un efecto de sentido, una planta solitaria que crece sobre un
terreno yermo, árido, hecho de despojos conceptuales y de ca­
dáveres teóricos. El aire que respira no es el del mundo cálido
sino el de la altura, el de la alta montaña, frío, deshabitado. Su
presencia no es una síntesis totalizadora, como la del genio, sino
que es el signo de una experiencia diferencial.
Y así como el pensamiento romántico de los primeros es­
critos de Nietzsche se invierte en una filosofía tajante, el ideal
del genio muda su piel, pierde su aureola de santificación es­
tética y se hace voluntad de poder. Entonces Wagner no será
el superhombre que anuncia Zaratustra sino el farsante genio
romántico que es necesario abandonar para siempre,

Max Stirner escribió un solo libro: E l único y su propiedad.


Su verdadero nombre era Johann Caspar Schmidt y su tras­
cendencia en la historia de la filosofía fue casi nula. La obra fue
juzgada como inofensiva y ridicula por el tribunal de censura,
que permitió su libre circulación. Tal vez el análisis más ex­
haustivo haya sido el realizado por Marx y Engels en L a ideo­
logía alem ana, donde Stirner es ironizado como San Max y su
libro desmenuzado críticamente. Fuera de algunas referencias
contemporáneas, son pocos los autores que lo nombran y su
posición teórica casi es olvidada.
Aunque no lo cita en ninguna parte de su obra, Nietzsche
conoce El único y su propiedad. Conoce su estilo, su irreverencia,
su propuesta de inversión valorativa, su frescura y la insolencia
para leer la historia. Y su audacia teórica, original, impune, tan
parecida a la que el mismo Nietzsche tiene en sus libros.
Esto escribe Ida Overbeck, amiga personal y esposa de uno
de los amigos más cercanos de Nietzsche:

E n una ocasión, cuando mi marido había salido, [Nietzsche]


conversó un ratito conmigo y mencionó dos elementos que
ocupaban su atención y con los que se sentía emparentado.
C om o en todas las ocasiones en ias que adquiría conciencia de
una relación interna, se mostraba muy animado y feliz. U n poco
después topó con Klinger entre los libros de casa [...]. “ ¡Mira!”,
dijo, “ con Klinger me he equivocado mucho. Era un filisteo,
¡no!, con él no me siento emparentado. Pero Stirner, ¡ése sí!” .
Y al decir esto, un gesto festivo recorrió su cara. Mientras yo me
fijaba en sus rasgos con tensión, éstos cambiaron de nuevo, hizo
con la m ano algo así com o un movimiento de ahuyentar y dijo
susurrando: “Ahora se lo he dicho a usted, cuando en realidad
no quería hablar de esto. Olvídelo dé nuevo. Se hablará de un
plagio, pero usted no lo hará, ya lo sé” .1

Vergüenza, ése parece ser el sentimiento de Nietzsche. Y no


sólo porque Stirner sea un filósofo desacreditado en su época,
sino por la inmediata afinidad teórica que tiene con su pensa­
miento. Están cerca: buena parte de la potencia crítica que va
a desplegar Nietzsche en su obra tiene, en la filosofía escrita en
El único..., su primer esbozo. El estilo es provocativo y belico­
so, de sentencias y no de desarrollo académico; frases breves,
secas, cortantes, que tratan de situar al pensamiento más como
un arma de filo teórico que como un despliegue dirigido de
enunciados. Y en el camino conceptual, dos puentes trazados
entre ellos: por un lado el lenguaje, disecado en El único... y
expuesto en la obra de Nietzsche como jaula moral. Por otro,
la máscara, idea matriz en la doctrina nietzscheana, que Stirner
denomina fantasma y cuya función es develar las formas ocultas
que adquiere el más allá en la vida de los hombres.
Es decir, Nietzsche lee en Stirner los supuestos morales
sobre los que está asentada la filosofía y descubre en ellos una
condición reproductiva que es inhibitoria de la actividad crea­
dora. No importa el objeto sobre el que se edifiquen los pensa­
mientos, no importa si es la razón moderna, la fe cristiana o la
paideia socrática. A lo largo de la historia de las ideas humanas
se ha contado siempre lo mismo, la forma en que los hombres
conjuran el miedo a vivir a través del sometimiento a una espi­
ritualidad que inhabilita y cercena.
Son fantasmas, apariciones, espectros, se llame espíritu o con
ciencia, lo mismo da su nombre si el efecto es el mismo: hacer de
los hombres posesos y de la existencia, el despliegue de una escla­
vitud religiosa. En términos de Stirner, imponer un no yo sobre
la existencia singular; inventar un cielo, sea el judío, el católico,
el protestante o el de la filosofía especulativa, es decir, engendrar
otro mundo y hacer del hombre un ser impotente. Ante lo sa­
grado, este pierde todo su sentimiento de poder, deja de ser un
creador, para convertirse en un sacerdote o en un pedagogo: ya
no inventa sino que aprende, se somete, se hace vigía de sí mismo
e impone sus principios a fuerza de golpes o sermones.
En el mundo moderno, este espíritu religioso inaugura el
imperio de lo razonable, de lo oportuno, del mérito. La razón
es su evangelio y la singularidad queda sometida a la figura del
ciudadano, es decir, a una abstracción política que se reviste de
palabras como libertad, pueblo, derechos, todas ellas formas lin­
güísticas de reducir al individuo a los intereses del Estado bur­
gués. Es la forma de construir al Hombre, abstracto, irreal, un
fantasma que inventa la sociedad política moderna para elaborar
su propio catecismo dogmático: “Si Dios nos ha hecho sufrir
cruelmente, ‘el Hombre’ está en situación de martirizarnos más
cruelmente aún [...]. La religión de la Humanidad no es más
que la última metamorfosis de la religión cristiana”.2 La boca
de Nietzsche se abre para que sus pulmones inhalen un aire de
crítica a ia sociedad burguesa como una forma de enmascara­
miento sacerdotal. Nada previsible, tomando en cuenta que la
racionalidad moderna se ofrecía por entonces como la manera
más eficaz de combatir contra los espectros medievales: los restos
de la espiritualidad religiosa parecían desvanecerse con el huma­
nismo político y con la ciencia. Es el camino que siguen Marx y
Engels, con su materialismo histórico y científico, y las diversas
maneras de interpretación de su obra; el que continúan las dis­
tintas formas del socialismo y del anarquismo, con Proudhon,
Bakunin o Kropotkin; el del positivismo de Comte, John Stuart
Mili o Spencer. En algunos casos, formas bien diferentes de pen­
samiento pero que comparten la idea de un hombre moderno
que encuentra sus respuestas a la época en un entramado social
que brinda normativas de acción, sean éstas de transformación
social o de delimitación científica de la realidad.
La acidez de Stirner, en cambio, corroe del mismo modo
al Dios cristiano y a la Revolución Francesa, al clérigo y al po­
lítico, a la religión y a ia ciencia positiva. Es el efecto reactivo
que generó en él ia filosofía hegeliana, que puesto en manos
de Nietzsche logra desprenderse de su sombra ocasional para
abrirse a una crítica aún más radical, acaso más profunda. Por
ello, después de leer su obra, las fronteras con los principios
teóricos de Stirner parecen no existir. No en relación a cier­
tos contenidos, donde las preocupaciones y diferencias entre
ambos se hacen más evidentes. Pero respecto a la base de sus­
tentación crítica, la homologación resulta inmediata y no hay
dudas de la intersección entre ambos pensamientos. Tal vez sea
la de Stirner la posición teórica y de estilo más afín a Nietzsche
escrita con anterioridad a su filosofía. Sin embargo y a pesar de
esta afinidad, no sólo es la propia época la que recibe su eva­
luación crítica, tal como se desprende de la obra de Stirner; en
Nietzsche, si bien la demolición teórica se inicia en la Alemania

2 Max Stirner, El único y su propiedad, M éxico, Juan Pabio Editor, 197 6 .


del xix, su fuerza destructiva se extiende hasta las bases mismas
del hacer filosófico, algo que el pensamiento de El único... pa­
rece prefigurar pero que no termina por desplegarse.
Stirner escribe: “Estamos en la transformación de una época”.
Esto quiere decir que es necesario dar una respuesta diferente a ia
conocida; si los problemas son otros, aplicar viejos conceptos es
ineficaz. Es el preludio que Nietzsche escucha, un grito anárquico
que él transforma en su propia melodía filosófica. Inaugural.

VI

La música, para Nietzsche, no es una puerta de salida. Como


no lo es el único de Max Stirner ni el ideal romántico del artis­
ta. Wagner fue, en su filosofía, la forma más eficaz de desviar el
pensamiento de la catarata metafísica a la que necesariamente
se ve arrastrado. Ser wagneriano es, para él, una fatalidad, algo
inevitable para cualquiera que pretenda abandonar el ideal y
caminar con alas en los pies. Es preciso entender la apetencia
Wagner como una exhortación: el arte corre el riesgo de ser
también una manera de redimirse y volverse, estúpidamente,
idealmente, religiosamente eterno. La música es la experiencia
de lo evanescente, más una temporalidad que una expresión
de lo inconmensurable. No tiene, en la filosofía de Nietzsche,
el carácter afectivo o sensible con el que normalmente es vista.
No es la preferencia por éste o aquél músico, ni se trata de una
elección de estilos. Que el pensamiento encuentre en la músi­
ca una modalidad expresiva no es el signo de la necesidad de
abandonar la filosofía o su historia, sino el anuncio del fin de
una manera metafísica de pensar. Si la palabra pesa y entonces
detiene, la música es conjugación en presente y, por ello, impo­
sible de infección moral.
Sin embargo, nada más idealista que Wagner, nada más apo­
calíptico y grosero que su metafísica sonora. Por eso su música
es un camino que es necesario abandonar después de haberlo
transitado. Toda una advertencia: no es posible crear sin haber
creído previamente. Como no es posible oponerse a Platón o
al cristianismo, sin haber comulgado, con fiebre de creyente,
en sus templos. Es un ritual de iniciación filosófico que precede
a toda forma creativa, una condición que Nietzsche impone a
todo pensamiento sin ataduras.
El filósofo del futuro es aquel que puede partir y la filosofía, las
huellas de su salida. Los efectos posteriores, las edificaciones que
después se formulen, tendrán la solvencia de aquel que está dis­
puesto a perder aquello en lo que creyó. No es el habitante de la
caverna de Platón, que abandona un mundo por otro verdadero.
Es la afirmación de la propia debilidad delante de la pared oscura
y llena de sombras de la caverna: no salir de lo finito, no amar más
allá. Es decir, reconocer en el pensamiento la voluntad de verdad,
o voluntad de cristianismo o de ideal o de unidad y, a esa voluntad,
someterla al fuego, a la pared o a las sombras.
La inversión del platonismo que lleva adelante Nietzsche es
esto: que aquel que logró liberarse de las cadenas, regresa, como
en la alegoría de Platón. Pero no para pontificar un mundo ver­
dadero sino para saber que lo que está por fuera de la caverna no
es más que una ilusión que, lejos de potenciar a la vida en una
dirección creadora, la vuelve ilusoria, desabrida e imposible.
El amor que Nietzsche siente por la filosofía es enorme.
Tanto como el que siente por Wagner. Es ése el territorio al que
se dirige después de abandonar la filología y donde elige per­
manecer. Y ésa es su caverna: no la música sino la filosofía. Pero
sabe, porque es un enunciado de época, por la desconfianza que
genera la academia, por el carácter religioso que tiene en Ale­
mania, sabe que la filosofía es una forma endémica de la Verdad,
que aleja, somete, encadena a un grillete no visible sino ideal,
que su palabra exige sumisión a lo univoco de la permanencia.
Entonces, en esa asfixia expresiva, se abren sus ojos a Wagner, a
la música y a una forma de ser más vinculada a la temporalidad
de la sombra que a la luz del ideal. Nietzsche anuncia que el sol
está en la pared de la caverna, el sol y el lago y cada cosa o cada
idea que esté infectada de eternidad. Si el filósofo del futuro es
aquel que puede partir, lo es porque extirpa de su cuerpo toda
pretensión de Verdad trascendente que él mismo generó. En esa
cirugía, la palabra como herramienta del ideal, es decir, como
concepto con vocación de universalidad, también se pierde.
La filosofía tiene otras necesidades físicas. Requiere del
gesto, de la sombra, del peligro, de una sonoridad que la sitúe
en el devenir y la desplace de la quietud monástica del con­
cepto. La música es su Doble expresivo, un dominio aéreo sin
petrificación, en el que la filosofía se expande en tanto conjuga
su temporalidad enunciativa con la de aquel que la produce o
la interpreta. Ya no es un sistema de mediación entre la realidad
V el pensamiento sino creación de sentido.
La filosofía de Nietzsche es estrábica, Doble, como el teatro
que pretendía Antonin Artaud, de palabra con vibración musi­
cal y no de conceptos verdaderos y sistematicidad moralizante.
Por ello no se edifica con ideas claras, que son “ideas acabadas y
muertas”, sino con “un lenguaje que exprese io que no expresa
comúnmente; es emplearlo de modo nuevo, excepcional y des­
acostumbrado, es devolverle la capacidad de producir un estre­
mecimiento físico, es dividirlo y distribuirlo activamente en el
espació, es usar las entonaciones de una manera absolutamen­
te concreta y restituirles el poder de desgarrar y de manifestar
realmente algo, es volverse contra el lenguaje y sus fuentes ba­
jamente utilitarias, contra sus orígenes de bestia acosada, es en
fin considerar al lenguaje como forma de encantamiento”.3

3 Antonin Artaud, El teatro y su doble, Buenos Aires, Sudamericana, 2 0 0 5 .


P r i m e r m o v im ie n t o
WAGNER

La existencia duele. Desde la tragedia griega hasta Schopen­


hauer, la historia de la filosofía es, de alguna manera, la historia
de este dolor. Una incomodidad, un miedo: la muerte, la fini-
tud, la desdicha de no ser dioses; la eternidad, bendita eternidad,
siempre como una ilusión en medio del desierto. La filosofía
se escribe, primero en griego, después en alemán, un poco en
francés; una escritura terapéutica hecha de conceptos, de reco­
mendaciones, de caminos posibles. Como si la palabra tuviera
un poder curativo con el que es posible, primero diagnosticar y
después llevar adelante un tratamiento: cómo vivir, qué hacer, de
qué manera comportarse, en qué creer. Debajo de los diferen­
tes sistemas de pensamiento, ei mismo fastidio, la misma astilla,
resuelta de todas las maneras; la misma sed hecha polis, Dios,
Estado, verdad, arte o ciencia, historia, resignación, contrato so­
cial. Detrás, la perpetua insatisfacción humana de querer, siem­
pre querer, a la espera de una plenitud que nunca llega. En este
sentido, la filosofía es la cartografía de ese extravío, los distintos
modos de escribir la forma de suprimir el dolor.
Platón es el primer filósofo. Hace del pensamiento una lite­
ratura pedagógica. Allí se inicia, como una escritura vergonzosa
que se esconde debajo de la túnica y dispuesta para otros. Y en
ella, un doble registro que justifica su comienzo: la filosofía
tiene en su origen un asesinato y una confusión. Un asesinato
político, que es el de Sócrates y una confusión, el vínculo Só­
crates-Platón, un abrazo amoroso que hace del primer filósofo
un ventrílocuo, un escritor que habla en boca de su propia
creación literaria. Platón se refugia en su maestro, pone todo
su pensamiento bajo el nombre de otro. Encuentra a Sócrates
como un lugar de cobijo, como un punto de resguardo. Se
confunde con él, como se confunde el deseo cotí su objeto.
Habla por su boca, muerde con sus dientes y habita sus ideales.
Es el filósofo entrelazado amorosamente al sabio, maestro y
discípulo, hecho el primero un personaje literario y el discípu­
lo, un escritor. Pero el sabio Sócrates es asesinado y a partir de
allí la filosofía se hace política, necesariamente. Entonces, no es
sólo amor sino que es relación, justicia, Bien. El pensamiento
pierde la intimidad del banquete y la escritura filosófica queda
justificada. Si el sabio no escribe, el filósofo está obligado a
hacerlo. Necesita advertir, sancionar, edificar lo necesario. No
para sí sino para otros. Ser pastor.
La muerte de Sócrates es una ofrenda que Platón extiende a
todos, una injusticia que duele y que necesita vivirla dos veces:
en la vida real, íntima, como discípulo; y en sus diálogos, para
afuera, como filosofía. Una deuda que será necesario pagar,
una copa de cicuta que debe beberse, a pesar de todo.

n
Nietzsche construye otro entrelazado para la filosofía y en­
cuentra en su origen una fisura y un desvío. El arte trágico grie­
go, Sófocles y Esquilo, la potencia de los instintos creadores, se
suicida de la mano del hombre teórico, de Eurípides y Sócrates.
Una fisura de sentido se abre en el suelo de la historia, para que
un falso sol se levante por encima de la obra de arte: la verda­
dera tragedia ateniense se desvía por la senda de un iluminismo
optimista revestido de drama. Eurípides es el racionalismo so­
crático hecho tragedia, más un pensador que un poeta cuando
hace del entendimiento el principio motor de la obra de arte.
Es la época de El nacimiento de la tragedia, la primera pi­
sada del Nietzsche filósofo. Su logística teórica es la obra de
Schopenhauer; su meta, la conquista de Wagner. Un andamiaje
que lo lleva a dividir, a trazar una línea sucesoria entre arte y
ciencia, entre embriaguez y razón: de un lado, la fuerza trágica,
el dolor de existir hecho obra; del otro, aquello en lo que de­
viene, la ordenación y el precepto moral.
Nietzsche ve una falla en el origen, una geografía partida, la
misma que encuentra en su propia época y que traslada hasta Jos
albores del pensar. No porque quiera volver a fundar la filosofía
en otras raíces ni porque tenga la intención de contar una nueva
historia para una historia tantas veces contada. En su primer
libro, Nietzsche carga sobre su hombro un problema que le es
contemporáneo: lo que está en juego es su compromiso político
puesto en la necesidad de edificar las bases para un nuevo Estado
alemán. No alcanza con el contractualismo moderno ni con la
racionalidad mercantil. Es preciso atravesar más de dos mil años
de historia para acertar con otro modelo para Alemania.
Para ello va hasta la polis griega y allí pone sus ojos. Y en­
cuentra en la tragedia el motivo del esplendor ateniense, las
razones por las que un pueblo se reconoce a sí mismo para
mantenerse unido y que da origen a un Estado político pode­
roso, aquello de lo que carece Alemania. Entonces estudia la
tragedia con los conceptos de Schopenhauer y la mirada ávida
de Wagner, para llevar los mismos fundamentos políticos hasta
el siglo xix. “Excitación patriótica -dice en el prólogo-, un pro­
blema seriamente alemán”.
Lo que parece un tratado de estética es en realidad un pro­
grama de acción política: en El nacimiento de la tragedia de lo
que se trata es de trasladar los fundamentos de la obra trágica
griega hasta el drama musical wagneriano. Es decir, construir
otra genealogía para el Estado alemán, ir por detrás de todos
los derivados de la filosofía occidental iniciada por Sócrates y
amarrar en la lírica de Sófocles y de Esquilo, una génesis cuyo
sucesor directo es Richard Wagner. Es en su obra que el pue­
blo ha de ver reflejado su verdadero carácter. No en Kant o en
Hegel, porque ningún filósofo puede más que la música. Si
es a través del drama musical wagneriano que la potencia del
pueblo emana, el pensamiento político alemán debe encontrar
en Palestrina, en Bach, o en Beethoven sus nombres. La unidad
popular necesita reconocerse en su memoria sonora y no en sus
ideas. Como en la Grecia antigua: los poetas, como Homero
o Píndaro, son en realidad músicos; la tragedia de Sófocles o
de Esquilo, sobre la que se funda el Estado político griego, es
armonía melódica antes que pensamiento.
Pero el espíritu griego se extravió y !a Atenas esplendoro­
sa conoció su decadencia, <Por qué fracasa un Estado político
como el griego, si en él, la vida y el arte son lo mismo? Esta es
la pregunta que articula su libro: no por qué surge la tragedia,
ni cuáles son los instintos vitales que la produce, sino por qué
naufraga. Y allí, en la génesis del fracaso, Eurípides y Sócrates,
un dramaturgo y un filósofo, que eligen el cálculo y la espe­
culación racional por encima de la potencia instintiva. “Todo
tiene que ser consciente para ser bello” dicen al unísono, Y
combaten: contra el arte, la reflexión; contra la embriaguez, la
oscuridad de la conciencia; contra la música, 3a lógica.
Entonces, la tragedia griega, que daba cuenta de la vida
misma, porque es desesperación y forma, potencia de ser y ex­
presión, se vuelve insípida. Con Eurípides, el prólogo razonado
antecede a la expectación trágica. El entendimiento, la con­
ciencia, exigen la intriga, es decir, una forma que sea adecuada
para su molicie tranquilizadora y optimista. A partir de allí, la
tragedia griega cambia el lenguaje y abandona la música, pierde
su visión dionisíaca del mundo y se hace una pura forma apo­
línea sin virilidad. El pueblo, antes muralla contra la existencia
cotidiana, con Eurípides sube al escenario a contar sus proble­
mas. Se representan las vidas privadas, los conflictos ordinarios.
Es decir, la tragedia se convierte en una expresión para la toma
de conciencia y la resolución de dificultades menores. Ya no es
dolor ni arte ni instinto, y mucho menos el fundamento políti­
co del vigor helénico.
Esta es la matriz de la filosofía para Nietzsche, el punto de
inicio de una decadencia que durará más de dos mil años: querer
lo bueno antes que la fatalidad, la permanencia a la disolución y
la dialéctica antes que el arte. Es el triunfo de Sócrates, de “sus
ojos de cangrejo, sus labios gruesos y su vientre colgante”.4

III

Nietzsche lleva consigo a Richard Wagner a lo largo de toda


su vida. No sólo la música de Wagner sino a Wagner mismo,
desde el primer libro hasta el último. Es una relación clínica, de
enfermedad, síntoma y salud, que exige cirugía y asepsia.
Primero es infección y Nietzsche escribe lo que Wagner quiere
leer, lo que él necesita para llevar adelante sus ideas y su música y
también su vanidad. Entonces la presencia de Wagner es epidemia
en las primeras obras de Nietzsche: su pensamiento va a intentar
justificar que el arte musical wagneriano es superior a cualquier
otra expresión humana. Para ello, será necesario limitar la razón
y la palabra y hacer de los dramas musicales su alimento teórico.
En este sentido, la obra de Wagner no es sólo un proyecto político
que reúne a la tragedia griega con la Alemania del siglo xix, sino
que, para Nietzsche, es una forma de posicionarse en el pensa­
miento filosófico a la vez que una manera de quedar al margen de
la discusión teórica dada en la academia.
Wagner no es un músico cualquiera. Es un teórico que es­
cribe, que lee a Schopenhauer, que participa de la revuelta de
Dresde en 1848, que vive apartado en su castillo de Tribschen,
“un sublime precursor”, lo llama Nietzsche. Su potencia crea­
dora es expansiva y él queda rápidamente atrapado. En realidad
sometido, incluso a Cósima, la mujer de Wagner:

¿C onoce al Sr. Kiefer, frente a Correos? -le escribe ella a N ie­


tzsche— ¿Una tienda herm osa y grande con cosas de to d o tipo?
Sea tan amable de ir allí y pedir para mí un verre d'eau, es decir,
una jarra rodeada de seis o de cuatro vasos sobre una bandeja
de cristal.5

Nietzsche compra la jarra, y los disfraces de ángeles y dia­


blos para los niños, y retira el retrato dei tío Adolf Wagner, y
una lámina de Durero y tiene que hacer encuadernar libros y
después comprar un tul con estrellas de oro para vestir al niño
Jesús en el pesebre de Navidad. Mientras Wagner compone la
Tetralogía, Nietzsche, ya profesor en la Universidad de Basilea,
hace mandados en la ciudad a pedido de Cósima.
A pesar de la infección que padece, escribe en sus cartas
la ventura de pertenecer a la manada wagneriana, su enorme
felicidad de estar tan cerca de aquel gran hombre que ha de
edificar el arte del futuro. Tanto, que sólo el escuchar Los maes­
tros cantores le hace decir de sí mismo que también es músico,
como si estuviera frente a un espejo en el que se ve reflejado
con la cara de Wagner y no con la propia. Nietzsche siente que
su destino está atado al de aquel a quien tanto admira; su pen­
samiento y sus amistades deben corresponderse con el genio al
que conoce de cerca, cuyo nombre está unido a lo mejor y a lo
más bello, es decir, a una nueva cultura alemana.
En este sentido, la presencia de Wagner inaugura un gesto que
Nietzsche va a sostener a lo largo de toda su obra: el anuncio de
un mundo que ha de ser y que todavía no es. Un sello que lo
acompaña siempre: superhombre, gran política, filosofía del futu­
ro, transvaloración, conceptos que subrogan la idea del arte del fu­
turo wagneriana y que a la vez son la expresión de un juicio crítico
a la época presente, siempre decadente, degradada y pobre.
Es el territorio sobre el que Nietzsche concibe a su pensa­
miento como postumo, inactual, una forma de decir que no
tiene oídos para ser escuchada.
Por aquellos primeros años, la música de Wagner es postu­
ma y el planificador teórico es Schopenhauer. Los dos ven hacia
delante, por fuera del mundo del cálculo y de la representa­
ción. Nietzsche ve lo mismo: una metafísica de artista opuesta
a la insatisfacción permanente del griterío plebeyo. Otra vez
la música trágica contra ia mundanidad de Eurípides; ahora es
Wagner contra la ópera italiana, Schopenhauer contra Hegel y
él, Nietzsche, contra la filosofía de corte académico.
Y si hay hombres que tienen que vivir la desdicha de haber
nacido cien años antes, como Wagner, hay pensamientos nue­
vos que han crecido sobre un terreno que ya estaba agotado.
La idea de lo postumo lo exhibe a Nietzsche al borde de un
Mesianismo metafísico que sólo la violencia destructiva de su
pensamiento posterior va a lograr aclarar.

Penetrar mi ciencia de esta nueva sangre; llevar a mis oyentes


el fervor filosófico impreso en la frente del presente hom bre
sublime, tal es mi deseo y mi osada esperanza. La voluntad
de ser algo más que un amaestrador de hábiles filólogos: una
generación de maestros del presente, el cuidado de una joven
nidada que nos ha de seguir, todo esto flota ante mi alma. Si
hemos de llevar al exterior nuestra vida, emplearla de manera
que, cuando nos redimamos de ella con felicidad, los demás la
bendigan com o valiosa. 6

Metafísica, sí. Nietzsche está infectado de ella, de la fiebre tras­


cendente de Wagner, que encuentra en la filosofía de Schopen­
hauer su formulación más adecuada. Es el pensamiento de una
Alemania romántica que ve, en la racionalidad moderna, su per­
dición espiritual y su atrofia política. Si la voluntad de vivir nos
conduce a un deseo mundano siempre insatisfecho y entonces al
sufrimiento; si las voces de la ópera italiana sirven sólo para inun­
dar los oídos de la nueva burguesía, que se instala en sus palcos a
conversar y no a revelarse a través de la música; en definitiva, si es
el espíritu de rebaño el que gobierna, sólo el arte salva. Pero no
un arte de superficie sino de profundidad. Es decir, que el fondo
trágico de la existencia, ei padecimiento de vivir como un ser per­
petuamente deseante, encuentre en la obra de arte su redención.
Es una estrategia estética contra un mundo de abstracciones y cál­
culo, una explicación teórica que sitúa al hombre moderno en su
insatisfacción y de la que sólo el arte ha de liberarlo.
Este carácter pastoril supone el mismo postulado metafísico
escrito en la historia de la filosofía, aquel que anunciaba que
todo querer es un padecer que no se agota nunca, irracional,
ingobernable, que obtiene su objeto y quiere otro, infinita­
mente. De ese modo el hombre es un ser individual que en
cada acción, en cada deseo, tiene la ilusión de completarse. Y
sufre, porque el querer no se termina. Y entonces, en ese afán
de completarse, la realidad es una guerra de voluntades subjeti­
vas; la voracidad del querer transforma la vida en un campo de
batalla, en fuerzas de choque que jamás se detienen y que no
conducen a ningún lado.
Esta es la imagen del mundo moderno que escribe Schopen­
hauer y que Wagner y Nietzsche reinterpretan, la de un campo
devastado por la errancia económica y la avaricia creativa. Es el
gobierno de los apetitos, del alma concupiscente, la misma de
la que hablaba Platón o todo el cristianismo, un instinto devo-
rador, que hasta el siglo xix era fácilmente subsanable con una
trascendencia religiosa y eterna. Y aunque en Schopenhauer
no hay Dios, como no lo hay todavía en Wagner, el principio
motor de sus pensamientos y la voluntad ascética que los sos­
tiene es la misma. En este sentido, la idea de un arte redentor
es la transfiguración estética de las ideas del dogma protestante
en tanto ofrece una reconciliación mundana, pero en ellos, sin
una deidad resolutiva: Schopenhauer abandona el cielo por una
mística oriental; Wagner cree en un arte del futuro como el
aglutinante de un Estado definitivo. Son posibilidades que el
mundo ofrece sin tener que salirse de él, sin tener que recurrir
a una divinidad salvadora.
Éste es el planteo metafísico del que Nietzsche se contagia y
que encuentra en Wagner al genio, al simplificador, que puede
hacer de un drama musical el motivo para que el hombre dé
con su propia esencia y al fin se encuentre con aquello que
verdaderamente es: no un burgués preocupado por una subsis­
tencia plebeya y deseante, sino un espíritu noble, alto y de en­
vergadura estética. Si la existencia duele, la música es el espejo
transfigurador que hace de ese dolor la fuente de la actividad
creadora y la posibilidad de una redención definitiva.
El mundo moderno de cálculo y especulación se desvanece
cuando la verdad deja de ser una puerta de salida. La medida
de la realidad ya no es la regularidad cuantificada de la ciencia,
como tampoco la naturaleza es un territorio de conquista y
exploración racional.
Si sólo el arte redime, la verdad científica ha de tener otro
estatuto. Nietzsche va por el fundamento de esa verdad, con el
fin de desmalezar su terreno y encontrar su raíz.

IV

A partir de la filosofía de ICant, el mundo ya no habla por sí


mismo y se calla para siempre. El silencio en el que se sumerge
hace que la única melodía audible sea la del hombre. Todo lo
que tiene un sentido, es creación humana. No hay un orden de
realidad que hable y que diga su propia condición. La cosa en sí
es muda, extraña, impenetrable. Sólo podemos edificar teorías
o acciones sobre la imposibilidad de acceder a ella. Es decir, no
hay una naturaleza mecánica fuera del hombre, ni es posible
hallar principios éticos que trasciendan la actividad humana. A
partir de Kant, el manual explicativo del Ser se ha extraviado
para siempre.
¿Entonces, no hay dios, no hay leyes, no hay moral, no hay
ciencia? Sí, dice Nietzsche, hay todo eso, pero, a diferencia de
Kant, para él no son más que inventos, metáforas, ilusiones,
todo producto del impulso creador de los hombres.
Desde esta perspectiva, la ley de gravitación universal o el
principio de causalidad son ideas tan quiméricas como la exis­
tencia de los nibelungos que habitan en el río Rin. La ciencia y
el arte tiene el mismo estatuto: son fábulas humanas, ilusiones,
que dan cuenta del espíritu creativo de los hombres.
Sin embargo y a pesar de tratarse de fábulas, Nietzsche ve que
a algunas de estas creaciones se las tiene por verdaderas y que
sobre esas verdades se edifican principios que establecen sentidos
definitivos. Es decir, son ficciones a las que se les adosa un impul­
so hacia la verdad, una voluntad que altera su carácter ilusorio.
Entonces Nietzsche se pregunta de dónde procede ese impulso,
cuál es su origen, sobre qué tierra crece su planta.
No cuestiona las verdades establecidas nr intenta falsear los
enunciados que se suponen verdaderos. Lo que Nietzsche se
pregunta es otra cosa: icuál es la razón por la que los hombres
necesitan edificar verdades.,
Esta forma de interrogar inaugura una nueva perspectiva
crítica que años más tarde va a llamar genealogía: una mane­
ra de cuestionar lo establecido, lo naturalizado, diseccionar en
capas, por quiebres y reconocer causas donde la historia clásica
sólo lee efectos.
Cuando Nietzsche se pregunta en 1873, en un pequeño
artículo que le dicta a su amigo y discípulo Cari Gersdoff, de
dónde procede el impulso hacia la verdad,7 está mirando por
detrás: pregunta quién la exige, qué tipcfcíe vida necesita de
ella. Esto significa reunir a toda la historia de la filosofía en un
mismo espacio y hacer de los filósofos mentalidades monocor-
des con una única preocupación.
En este sentido, la historia de la filosofía es una larga sucesión
de verdades acumuladas en anaqueles. Su búsqueda produjo
tanto sudor y tanta desesperación como páginas escritas., El filó­
sofo es un excitado, un insomne, que teme morir sin haber dado,
al menos, con una de las caras de la verdad'. Preguntarse por su
origen, por el impulso humano del cuál deriva, es desarticular
una noción que llevaba más de dos mil años. En la historia del
pensamiento, la verdad había caminado de la mano de Platón
hasta un mundo ideal. Con el cristianismo, Dios es la verdad, y
entonces la moral religiosa se expande por ta vida cotidiana y el
hombre se confiesa, se hace verdadero, para salvarse. La moder­
nidad hace de ella un juego de encastre, un final a descubrir por
la ciencia, distante, pero posible y cierto.
A pesar de las distintas posiciones, aunque las respuestas
brindadas por los filósofos sean diferentes, la voluntad de ver­
dad es la misma y sus efectos, análogos.
Nietzsche está describiendo como un estanque lo que parecía
un río. La pregunta por el impulso hacia la verdad hace que la
historia del pensamiento ya no sea lineal ni esté direccionada a des­
ocultar lo que está velado. Ni Aristóteles supera a Platón, ni Hegel
a Kant, porque no hay ningún, lugar a dónde ir. Lo que parecía en
movimiento en realidad está detenido bajo una misma voluntad y
los sistemas teóricos que esa voluntad de verdad produce no son
más que expresiones singulares, creaciones cuya extensión no es el
mundo sino la vida privada que los inventa.

Ahora bien, los sistemas filosóficos sólo son completamente


verdaderos para sus inventores; para los filósofos posteriores,
son com únmente un gran e rro r... Quien, al contrario, se com ­
place en los grandes hombres, ama tales sistemas, aunque sean
absolutamente equivocados.*

El problema de la verdad pierde su sustancia trascendente. Ni


la ciencia ni la filosofía van a poder dar con ella nunca. No por­
que no produzcan verdades, que de alguna manera las producen,
sino porque ya no son el reflejo de un en sí del mundo sino sólo
elaboraciones de sentido relativas a un sistema de pensamiento
singular. Es decir, si la verdad es un impulso y ya no la descrip­
ción de lo reai, la verdad entonces es otra cosa, más vinculada a
los instintos humanos y al arte que a la necesidad.

8 Friedrich Nietzsche, La filosofía en la- ¿poca, trágica de los griegos, Buenos


Aires, Los libros de Orfeo, 1994.
Nietzsche comienza su texto Verdad y mentira en sentido ex-
tm m om l con una fábula. Imagina que la tierra es un astro ol­
vidado, uno entre muchos, donde sus habitantes, un conjunto
de “animales inteligentes, inventaron el conocimiento”. Al poco
tiempo, la tierra se heló y todos los que allí vivían murieron.
Y aunque no la escríba, esta historia, como toda fábula, tiene
una moraleja: a pesar dei esfuerzo, a pesar de la inteligencia y
el tiempo dedicado, una vez que los habitantes murieron, no
pasó absolutamente nada. Tal vez hayan escrito cientos de libros,
acaso fundaron universidades y monasterios,, y elaboraron gran­
des sistemas de pensamiento; incluso pudieron imaginar que el
conocimiento por ellos producido era la revelación directa de la
voluntad de Dios. Pero, a pesar de tanto esfuerzo y de tanta ver­
dad, una vez que la tierra se heló y todos sus habitantes murieron
congelados, es como si nada hubiera sucedido. Una glaciación
es suficiente para derribar todo lo que los hombres creen saber
del mundo, del universo o de Dios. ¿Por qué? Porque el conoci­
miento no tiene ningún fin trascendente, es un invento humano
y la verdad que suponen sus enunciados es tan finita como finitos
son los hombres: Sócrates, que murió por amor a la verdad, no
es un sabio sino un suicida, Cristo un tonto, y Rousseau un en­
fermo. No hay, por fiiera del mundo, ningún Estado prometido
ni cielo eterno al que llegar. La verdad nace y muere en ia tierra y
se hace un deshecho, del mismo modo que lo hacen los cuerpos
cuando mueren.
Pero el hombre insiste con su pretensión de acceder a ella.
Entonces, Nietzsche insiste con su pregunta: ¿De dónde pro­
cede semejante impulso?
El problema de la verdad es un efecto de la condición social del
hombre. Habitante de su época moderna, Nietzsche mantiene la
idea de un pacto que da origen a la sociedad, un contrato de paz
que evita que los hombres se maten entre sí. Es en ese momento
donde el impulso hacia la verdad aparece: es necesario, en la vida
gregaria, un acuerdo general sobre cómo designar a las cosas. Es
decir, el lenguaje es el domicilio de la verdad y su poder legislativo
va a ser el que anuncie qué es cierto y qué mentira. No importa la
adecuación de la palabra con los hechos; la diferencia entre verdad
y error dependerá de {os efectos agradables o desagradables que
produzcan. Así, la verdad es una metáfora del mundo inventada
por la conveniencia o el interés por mantener la vida; responde a
una economía de la subsistencia, a un principio de conservación.
No tenemos cuernos ni dentadura afilada, tenemos intelecto que
produce verdades.
Sin embargo, el hombre olvida ese carácter metafórico y
supone que aquello que el lenguaje predica del mundo es una
copia fiel de lo que ocurre en él y llama a esto verdad. Pero para
que esto suceda, para que la verdad emerja con potencia tras­
cendente del seno lingüístico, serán necesarias dos operaciones
de negación: por un lado, la palabra suprime la realidad, en
tanto construye un orden propio que exime a la cosa en sí de
su presencia: “Creemos saber algo de las cosas mismas cuando
hablamos de árboles, colores, nieve y flores y no poseemos, sin
embargo, más que metáforas de las cosas que no corresponden
en absoluto a la esencias primitivas”.
La otra negación que se da en el lenguaje es la supresión de
las diferencias singulares a través de los conceptos. El carácter
general de estos hace que lo particular desaparezca en nombre
de una pretendida universalidad (decir la hoja es decir todas las
hojas aunque sean diferentes).
Doble negación para que la gramática sea el refugio de la
verdad. El terreno está preparado: ni la realidad ni la diferencia
son posibles en el lenguaje. Esta es la condición para que el
concepto conduzca necesariamente a un sistema, para que un
nuevo cielo se extienda por encima de los hombres y en el que
la verdad transita como ley, como principio rector, pero sobre
todo, como orden moral.
El hombre teórico tiene ansias de dominio; su vocación por
enunciar teorías no es aséptica. El impulso hacia la verdad, en
su pretensión de describir el mundo, define relaciones de poder
cuando establece qué es lo que debe pensarse como cierto y qué
como un error. Es decir, los efectos de un discurso verdadero
son, no sólo sistemas, sino también formas de sometimiento
a una única perspectiva posible. Todo lo que este por fuera
de esa perspectiva es señalado como Incorrecto y dispuesto a
ser moldeado. La verdad que la ciencia ofrece no permite otro
modo de pensar ni de actuar que no sea el establecido por eüa.
En este sentido, la mora! no es un efecto de la verdad científica
sino su causa: se hace ciencia para gobernar a otros, para volver
apacible cualquier amenaza.
Pero Nietzsche insiste: la verdad tiene su origen en un im­
pulso estético, en el carácter creador del hombre; es metáfora,
antropomorfismo, es arte de fingir y deslizamiento. Sólo que
el hombre olvida este origen y edifica una arquitectura a la que
se subordina de inmediato. Por temor, por miedo a lo mons­
truoso que siempre lo amenaza. Prefiere la cripta de las abs­
tracciones, se encierra en construcciones regulares y ordenadas
para sentirse seguro,., Es el espanto que le producen sus propios
instintos el que lo lleva hasta allí. Teme habitarse estéticamente
y entonces elige morir de ciencia, de verdades compactas. \
El arte y la verdad tienen el mismo origen y acaso ia misma
voluntad de dominio, sólo que en el primero el hombre asume
la responsabilidad y el riesgo de ser el que es, que no es más que
la tormenta a la que lo conducen sus instintos y frente a la cual
no tiene dónde resguardarse. La ciencia, en cambio, ofrece la
quietud familiar de sus teorías, de sus postulados, de un mundo
cuadriculado y vacío en el que no hay ningún peligro, porque
allí no hay vida sino cadáveres conceptuales.
Mientras Nietzsche piensa genealógicamente a la verdad,
Wagner sigue respirando ideas en su oído. Hay otro cauce para
el impulso estético que no es el de la razón sino el del arte. En
el universo onírico de la obra todo es posible, porque es juego,
serenidad, azar y felicidad. Es decir, liberación: Esta es su meta­
física: que el arte redime, que nos abre las puertas de encierro y
de muerte a la que nos condena la abstracción científica^
Y si todavía es un enfermo de la infección wagneriana, e
porque cree que otro mundo es posible, que el arte salva. En
esa ascesís estética, la figura de Wagner resucita al arte, al pue­
blo y a la Alemania toda.
En Verdad y mentira,...., Nietzsche arroja la verdad por una
alcantarilla pensando en salvar al artista y creyendo, de alguna
manera, que él mismo se salvaba.

Voy a cumplir treinta años -escribe en 1 8 7 4 -. Espero que se


efectúe en mí un cambio y que en adelante haya en mi espíritu
algo más viril, algo distinto de las continuas oscilaciones de
elevación y depresión que hasta ahora he sufrido. Proseguir la
propia obra, pensando lo menos posible en uno mismo; tal es,
quizás, la cura que necesitamos.9

Lentamente la preocupación de Nietzsche se hace más fuerte


en la crítica que en la afirmación de un orden estético trascen­
dente. Son los primeros síntomas de la separación de Wagner,
traumática, dolorosa. Importa más dinamitar que construir un
nuevo cielo, aunque en él suene el solemne coro de peregrinos
de Tamnhüuser.
Puede leerse toda la obra de Nietzsche en clave amorosa,
como las cartas de una pasión ardiente y de un desengaño. En su
habitación del hospicio lo llama; con los ojos extraviados, repite
su nombre. Wagner es una obsesión y escribe sobre el final de
su vida lúcida: “por más que se diga, hay que empezar por ser
wagneríano” y amar el ideal, aunque sea un engendro femenino
derivado “por los hombres de la costilla de su Dios”. Su fiebre
metafísica hace que lo cite, que lo recuerde, que le escriba, que
lo lleve en la afirmación y en la crítica demoledora. Lo predica,
primero como un genio, después como un enfermo: en un prin­
cipio, Wagner es liberación y aire; más tarde metafísica y encie­
rro. A la cura de esta enfermedad reconoce Nietzsche deberle
toda su salud. O toda su filosofía, que es lo mismo.

9 Friedrich Nietzsche, Epistolario, op. cit.


Poco después de asumir como rey de B aviera, Luis II le
escribe a Wagner: “Llevo mi corona para usted. Dígame lo que
quiere y le obedeceré”.
Financiado por la casa real, Wagner no sólo puede vivir un
poco más holgadamente en su castillo de Tribschen y escribir sus
obras sin apremios económicos, sino que además convence al rey
para que le construya un teatro adecuado a su arte del futuro.
El día de su cumpleaños cincuenta y .nueve, se coloca la
piedra inaugural en Bayreuth con un evento al que asiste Nie­
tzsche, tal vez imaginando que él era el nuevo filósofo del
arte objetivo wagneriano.10 De alguna manera, Bayreuth era
también para él, porque se trataba de la puesta en marcha de
un proyecto en el que se reunía de manera definitiva con su
maestro, los dos postumos, incomprendidos por el presente, él
como pensador y Wagner como músico.
El entusiasmo que tiene es enorme; cualquier indicio de fra­
caso, cualquier rumor de que la construcción dei teatro pueda
llegar a fracasar despiertan en Nietzsche su desesperación y su
encono. Está jugado en la idea de que otra cultura es posible
para Alemania y que Bayreuth es el espacio en el que se va a He
var adelante. Es el entusiasmo de Wagner escrito por Nietzsche
en primera persona, una realización que él siente como propia,
por la que entrega su pensamiento e incluso, el destino de su
carrera académica en Basilea. E l nacimiento de la- tragedia, pu­
blicado en 1872, el mismo año del inicio de la construcción del
teatro, genera una polémica teórica en la que Nietzsche es ata­
cado por sus pares universitarios y su libro acusado de carente
de rigor histórico.

10 “Por mi carácter de filósofo que considera el presente desarrollo de la


música en relación con una venidera cultura que se ha de alcanzar, poseo,
si usted da en permitírmelo amablemente, linas cuantas ideas propias sobre
la composición dramática actual” (Carta de Nietzsche a Hugo Von Senger,
director de orquesta de Ginebra. Noviembre de 1872, en F. Nietzsche, V.piy
talarlo, op. cit).
Su adhesión a Wagner la paga con creces, pero está dispues­
to a seguir, ya no sólo como uno de sus fieles oyentes, sino
como su diseñador teórico.
Mientras Wagner ya está instalado en Bayrcuth, Nietzsche
ayuda a Cósima con la mudanza de Tribschen y toca el piano
para ella. Con el cierre del castillo, se cierra también el aire de
amistad y cofradía que Nietzsche vivió allí. Ya no se van a repe­
tir las visitas, no va a haber navidades juntos ni largas conversa­
ciones. De alguna manera la mudanza de Tribschen es también
la clausura de una intimidad que había durado varios años y
que lo dejan a Nietzsche expuesto a una soledad esperanzada,
pero soledad al fin. Es decir, al aislamiento geográfico de los
Wagner se le suma el del ambiente académico de Basilea.
Su cuerpo comienza a explotar: herpes en la nuca y en el
cuello, dolores de cabeza, serios problemas en la vista que le
impiden leer. Está en soledad y escribe, proyecta lo que ha de
ser, se imagina un futuro pleno mientras padece; Wagner está
lejos, pero su sombra todavía la lleva encima como una espe­
ranza de lo que él mismo ha de ser.
Con Wagner en Bayreuth, la relación se convierte en visitas
esporádicas, en consejos del maestro, en cartas con Cósima.
Nietzsche escribe la consideración intempestiva contra David
Strauss por influencia de él. También Los cinco prólogos para,
libros no escritos, y Verdad y m e n t i r a planea una segunda in­
tempestiva que no escribe (L a filosofía en apuros) y después sí
lo hace ( Sobre el provecho y el inconveniente de la historia, para
la vida). Y proyecta un libro llamado E l filósofo como médico de
la cultura con el que quiere sorprender a Wagner el día de su
cumpleaños número sesenta.
Polemiza, es atacado, conforma nuevas amistades, se dañan
antiguas relaciones. Su escritura se va haciendo un poco más
filosa y entre su estilo y sus ideas la distancia es cada vez menor.
Es decir, lentamente se va haciendo filósofo. Con la tercera
intempestiva se despide del abrazo de Schopenhauer y trata de
convencer a Wagner de la excelencia de la Canción triunfal de
Brahms. Nietzsche la ejecuta al piano, entusiasmado, creyendo
haber descubierto un nuevo discípulo musical para su maestro.
Pero Wagner reacciona a los gritos.
Aunque sigue pensando en Bayreuth, aunque se siente en
deuda con su maestro, la distancia geográfica comienza a ser
una distancia interna. Sin las compañías de Tribschen, sin la
consideración de sus pares, en apenas dos años, entre 1872 a
1874, Nietzsche se queda definitivamente solo.
Le confiesa en una carta a Wagner en mayo de 1873:

¡ Qué sería de nosotros si no hubiéramos podido tenerlo a usted,


y qué otra cosa sería yo, por ejem plo..., que un ser nacido ya
m uerto! M e causa escalofríos pensar que quizá hubiera podido
permanecer apartado de usted: en ese caso no merecería la
pena vivir, y no sabría en absoluto qué hacer con las próximas
horas.11

Apenas unos meses después, en su diario de apuntes, escribe:

A rte sincero y arte no sincero -distinción capital. El llamado


arte objetivo la mayoría de las veces no es más que arte insin­
cero, L a retórica, por eso, es más sincera, porque reconoce el
engaño com o su objetivo.12

Es la confesión y el diario íntimo de un enamorado. No


puede perderlo, no quiere, porque siente que si así lo hicie­
ra, sería la muerte; pero a la vez, está cada vez más lejos. No
son sentimientos encontrados. Es la forma que encuentra una
separación de amor antes de la ruptura, de idas y vueltas, de
admiración incondicional y desengaño.
Por ello Nietzsche sueña con Bayreuth y a la vez se enferma
cada vez que planea ir. Su sentimiento es oscuro, subterráneo
y contradictorio: imagina que la inauguración del festival va
a significar su consagración como filósofo, su establecimien­

11 Curt Janz, op. cit.


12 Ibid..
to permanente como patrono pensante del arte del futuro; al
mismo tiempo, el hombre al que su filosofía va a cobijar, se le
presenta cada vez más como un actor, vanidoso, hueco, poco
profundo. Insincero.
Es con este sentimiento ambiguo que escribe, en 1874, la
cuarta consideración intempestiva, R ichard Wagner en Bayreu-
th, una proclama de amor a un arte que a esa altura lo siente
como falaz, engañoso, no sincero. Va a ser su carta de despedi­
da, hecha por mitades opuestas, de subordinación a la causa y
de lejanía, a la manera de un manifiesto que anuncia la llegada
de lo nuevo y et germen de su propia degradación. Cuando la
escribe, lo hace con la intención de fomentar el festival y con el
convencimiento de que su nombre debe estar asociado nece­
sariamente al de su maestro; pero además, como la declaración
de una verdad encubierta, callada, que en el mismo acto de su
consagración, Wagner debe escuchar.
Nietzsche le envía, en el verano de 1876, su libro, acompa­
ñado de una carta:

Ojalá haya conseguido decir, aquí o allá, en este escrito lo


que ambos tenemos en común [...]. Esta vez no me resta sino
rogarle que lea el escrito como si no se tratara de usted ni
viniera de mí [...]. Cómo vaya a asumir usted esta vez estas
confesiones es cosa que no puedo adivinar. Mi actividad lite­
raria suele tener la desagradable consecuencia para mí de que
cada vez que publico un escrito, algún aspecto de mis rela­
ciones personales viene a hacer crisis y tiene que ser puesto
otra vez en orden con un notable gasto de humanidad Si
reflexiono sobre lo que esta vez he osado, me siento contur­
bado y próximo al vértigo.13

Wagner, como siempre, tan ocupado en sí mismo, recibe el


libro y la carta con un enorme entusiasmo. Si se desconocen los
textos íntimos de Nietzsche y la prosecución de su pensamiento,

13 Ibid..

r-w¡
la cuarta consideración intempestiva parece sólo un texto apo­
logético: Wagner es enorme, tanto como Esquilo, porque es el
dramaturgo dionisíaco y el salvador de la nación alemana. Pero,
solapado detrás de un texto fatigoso, colmado de adulaciones y
dispuesto a aclarar una metafísica del artista mil veces declarada,
Nietzsche denuncia el pantano personal que es Richar d Wagner,
no sin el vértigo de saber que su escrito es la puerta abierta a una
crisis en la relación que puede resultar insalvable.
El esfuerzo teórico que realiza Nietzsche en este texto está
dirigido a situar a Wagner en su época. Bayreuth tiene que ser
la apoteosis definitiva del genio, como aquel que crea una patria
postuma, lejos de todo “el charlatanismo y el ruido que la civiliza­
ción ha producido”. Es decir, Wagner está hiera del tiempo: ésta
es su exigencia y su legado. Por ello ía relación con el público es
compleja, como dos esferas disociadas que es necesario acoplar, su
música obliga a una escucha diferente de la que ofrecen los tiem­
pos modernos. Y entonces, a una nueva conciencia.
Pero Wagner, el simplificador, el genio, el intérprete y trans-
figurador de un pasado, más grande que Goethe y realizador de
la obra inconclusa de Beethoven; Wagner, aparece situado, en el
texto de Nietzsche, no sólo como el gran dramaturgo universal
sino como hombre. Es necesario ver por detrás de la obra para
encontrar la raíz de sentido que tiene. Por ello Nietzsche descose
el arte de Wagner en su personalidad y encuentra allí una doble
naturaleza. Por un lado, una agitación subterránea, “una voluntad
ardiente, ávida de dominio, hecha de bruscos arrebatos, que trata
de abrirse camino en todas las direcciones, por todas las rendijas,
por todas las cavidades”. Frente a esto, se opone una fuerza total*
mente pura y libre, la esfera creadora, es decir, el alma que se ma­
nifiesta en ia obra de arte y que sirve como depuración de aquella
fuerza “oscura, indomable y tiránica”.
La integridad y la grandeza de Wagner dependen de la asocia­
ción de estas dos esferas, y esto sólo es posible por fidelidad, es
decir, a través del olvido de sí mismo. La oscilación de estas dos
fuerzas es la fuente de sus sufrimientos: cada uno de estos instin­
tos quiere desbordar sus límites y realizarse separadamente. La
salida de esa naturaleza hostil al mundo provoca una imagen de
Wagner asociada al cómico y “de una comicidad singularmente
grotesca”. Éste es el músico que ven sus contemporáneos, que lo
honran, que ejecutan sus obras con éxito. La modernidad hace
de él un autor vulgar; y esa vulgaridad es celebrada.
En uno de sus apuntes, Nietzsche escribe: “El primer pro­
blema de Wagner, ¿por qué no se produce el efecto, si yo lo
percibo?”. Entonces acusa al hombre moderno que no ve lo
que es, que no puede situarse a la altura de este genio univer­
sal. En este sentido Wagner es un incomprendido que reclama
ser escuchado, por eso no se producen los efectos. Nietzsche,
sujeto a la pasión wagneriana, lo salva acusando a la moderni­
dad de su sordera, y lleva a su maestro a los límites del tiempo
presente: él es el futuro, lo que todavía nadie puede ver. Y no
sólo de Alemania sino de la humanidad toda.
Pero a la vez, cuando describe el instinto irrefrenable que
habita en Wagner, mientras agrega más y más una edulcorada
publicidad a su arte, su figura es sombra, tinieblas, una ciénaga
de la que Nietzsche parece no poder sacarlo más. Un tirano,
un mal escritor, con una avidez de grandeza que lo lleva por
un camino ciego. Y ésta es la ubicación definitiva del festival:
Wagner ha de redimirse de su oscuridad en Bayreuth. Para ello,
el oyente deberá reconocer en si mismo ese instinto de violen­
cia y terror, esa naturaleza enferma que ve en Wagner a través
de sus obras. Música y vida están unidas. La música es lo que
libera a la modernidad alemana y a Wagner de su naturaleza
oscura y egoísta. Aquellas esferas disociadas, la del público y la
del artista, se acoplarán, se salvarán mutuamente.
Y entonces no será Wagner sino su música, no será la ex­
presión de una naturaleza enferma y vanidosa sino una ascesis
estética con efectos políticos. Pero Nietzsche ve que Bayreuth
es algo muy distinto al puritanismo musical que él imaginaba:

Se ven retratos del maestro en todos ios escaparates de las tiendas,


en las cajas de cigarros y en las tapas de los jarros de cerveza. Su
casa -la “Wahnfried”- es el centro de la ciudad y todo el día largas
hileras de personas acuden a ella, Liszt vive allí y a veces se le ve
dirigirse a la ciudad con su hija Cósima. También algunas veces
Wagner recorre las calles con un coche abierto; la gente se descu­
bre a su paso y él contesta amablemente a los saludos.14

Bayreuth es más el retrato de la enfermedad de Wagner que


ía üerra del arte del futuro. Su imagen está en las vidrieras de
los negocios y el mundo entero tenía la obligación de verlo y
venerarlo. La vanidad de Wagner llevada al extremo, eso es lo
que ve Nietzsche cuando llega hasta allí: el «triunfo de su natu­
raleza más oscura, de su parte cómica y fraudulenta.
Nietzsche se va de Bayreuth antes de que et festiva] termine.
Abandona a Wagner en su pantano. Junto a su nombre queda el
espíritu patriótico y su pensamiento de una Alemania postuma.
Sin embargo, aunque ya casi no cree en él, sigue estando a
su lado. Aimque ahora con la debilidad del convaleciente de una
enfermedad que duró varios años. Su cuerpo necesita más de diez
mil pies de altura para respirar un aire puro y, al fin, curarse.

VI

“El sol volverá a salir, aunque no sea el sol de Bayreuth”,15


le escribe a su. editor, después del fracaso de ventas de H u ­
mano, demasiado humano, su libro de ruptura. Para irse de al
lado de Wagner escribe sobre ia soledad, sobre el Estado, sobre
los sentimientos morales y sobre la mujer, con aforismos que
son estiletes cortos y de penetración profunda. Una escritu­
ra fragmentaria, un estilo de respiraciones entrecortadas, que
abandona la forma ilustrada de hacer filosofía. Con este nuevo
libro, Cósima se siente traicionada, todavía más que Wagner.
Siente que Nietzsche ha decidido salir del círculo áulico de la
peor manera, ignorando el nombre de su esposo, criticando a

14 Kjell B. Sandved, El mundo de la músim, Madrid, Espasa Calpe, 1962.


15 Curt Janz, op. cit.
Schopenhauer -maestre de la cofradía wagneriana-, hablando
de ciencia y no de arte. Nietzsche, para Bayreuth, es otro, por
primera vez un díscolo. En la carta que acompaña al envío de
su Humano..., le escribe a Wagner: “Este libro trata de mí: he
sacado a la luz mi más profimdas percepciones sobre seres hu­
manos y cosas y lie recorrido por primera vez la periferia de mi
propio pensamiento”.16
Intolerable para el matrimonio. Nietzsche debía seguir sien­
do el que era, un súbdito que hacía mandados y no un hereje
de pensamiento autónomo; ahora es un enfermo, tal como lo
sentencia Cósima. La irritación de Wagner se hace sentir rápi­
damente: escribe contra él sin nombrarlo, lo desprecia, lo hu­
milla; incluso lo trata de pederasta.
Por su parte, cuando Nietzsche escribe sobre él públicamen­
te, lo hace con cuidado, sin la virulencia que posteriormente va
a aparecer en sus escritos. Su crítica es más violenta en aquello
que no publica, en sus cuadernos, en cartas, como un secreto
guardado en su diario íntimo o que confiesa sólo a unos pocos.
Su sentimiento fluctúa entre el aire puro de su propia filosofía
-todavía no escrita pero en germen- y la necesidad de seguir
unido al que fue su maestro. Sin embargo Wagner es cada vez
más lo que hay que aborrecer, el punto sobre el que se desata
la tormenta; su pensamiento es la bajeza que Nietzsche quiere
abandonar, la que obliga al espíritu a disolverse fuera de sí; es
la experiencia de la debilidad, del sometimiento, todavía dicho
con otros nombres (Schopenhauer, Kant, los alemanes).
Y aunque hayan pasado más de cuatro años de su partida de
Bayreuth, aunque Wagner sea la piedra contra la que choca su
martillo, Nietzsche escribe, en una carta a su amigo Peter Gast,
en julio de 1880:

Yo por mi parte, sufro terriblemente cuando 110 se me dis­


pensan sentimientos de simpatía; y, por ejemplo, no hay nada

16 Werner Ross, Nietzsche, el águ ila angustiada. Una biografía, Barcelona,


Paidós, 1994.
que pueda subsanar la pérdida, en los úldmos años, de la sim­
patía que sentía W agner hada mí. ¡Cuántas veces sueño con
él, y siempre en nuestras reconfortantes reuniones! Jam ás nos
hem os cruzado palabras malintencionadas, en mis sueños tam ­
p o co , en cambio sí palabras alegres y alentadoras, y puede que
co n nadie me haya reído tan to.17

Se trata, nuevamente, de una acdtud ambigua, de un senti­


miento encontrado. Por un lado, el Wagner todavía objeto de
admiración, del que Nietzsche toma expresiones, actitudes, al
que siente como aliado en una guerra contra la mediocridad
moderna. Por otro, el ideal transfigurado que es necesario ata­
car, la necesidad de desprenderse para poder edificar un pensa­
miento propio, el Wagner actor, vanidoso y hechicero.
Son años de desamparo y Nietzsche ya no ríe: abandona su
cátedra de Basilea, escribe y no es leído, se enferma cada vez
más, piensa que va a morir. Son las siete soledades de las que va
a hablar en su Zar a tusir a, el aire gélido y silencioso de la mon­
taña, el retiro hacia la altura y el grito en el propio desierto. Es
una orfandad destructiva, higiénica: desmalezar la espesura que
impide el camino, crear conceptos, volver a definir el recorri­
do, trazar un nuevo mapa. Con Humano, demasiado humano
(1877) y Aurora (1881) prefigura una nueva topografía para su
territorio. Todavía con pulso frágil, traza un croquis de lo que él
mismo ha de ser, un extracto de su filosofía más penetrante.
No escribe allí de manera directa contra Wagner sino contra el
andamiaje teórico que lo sostiene: Schopenhauer se vuelve oscuro;
el arte ya no tiene que ser revelador y la música puede dar cuenta
más de la vanidad de su autor que de un espíritu libre; el genio es
signo de debilidad y los alemanes, una pasión destructora similar a
la de los borrachos. Es decir, lo que hace es devastar cada centíme­
tro de tierra sobre la que está edificado Bayreuth.

17 Ibid.
La aurora de Nietzsche se hace también con soliloquios es­
cindidos, pequeños diálogos donde su voz se hace doble y en
los que se ve a sí mismo como en un espejo:

D e las relaciones con las celebridades. -A : ¿Por qué huyes de ese


gran hombre? —B: Porque no quisiera juzgarle mal. Nuestros
defectos no se amoldan; yo soy miope y desconfiado, y él luce lo
mismo sus diamantes falsos que sus diamantes verdaderos.18

Y así como en este aforismo Wagner no está nombrado, es


a él a quien Nietzsche le dedica buena parte de ellos sin escri­
bir su nombre. Cuando habla del maestro, de la vanidad, del
tirano, del actor, del lugar de la música, de los límites con el
prójimo, del grillete, de la necesidad de soledad y silencio, allí
está la sombra de Wagner.19
Pero acaso sea en A urom donde Nietzsche acierta con su
estocada más directa sobre aquella sombra. En el aforismo Filo­
sofía de la vejez ( 542) define su lugar y el del músico de manera
elíptica. Si para Wagner, Nietzsche está loco y enfermo, para
Nietzsche, Wagner está viejo. Ésta es su acusación: que ya no es
postumo, tal como pensaba antes a su arte, sino pasado.
Sin bien es un texto escrito en clave, su escritura es tan trans­
parente que no hay dudas respecto de los personajes. Mientras
Nietzsche es la aurora, Wagner es el atardecer, es decir, lo que
tiene fatiga y está pereciendo. Frente al ocaso, advierte, es ne­
cesario tomar las mayores precauciones: la vejez, al igual que ia
tarde, gusta de la máscara, seduce con su antifaz de una “mo­
ralidad nueva y encantadora”. Pero su calma es humillante y
el respeto que inspira, en realidad, da cuenta de una fisiología
degradada, de algo dispuesto a perecer, capaz de engañar y per­
judicar a quien sea.

18 Friedrich Nietzsche, A urora, México, Editores mexicanos unidos, 1994.


19 Los ataques posteriores que Nietzsche va a descargar contra Wagner per­
miten una lectura retrospectiva que aclara la intención de algunos de los afo­
rismos de este período.
La clarividencia de la vejez es signo más de fatiga que de sa­
biduría y la forma que tiene el agotamiento de enmascararse es
en la creencia en el genio, es decir, el anciano se ve a sí mismo
como una vida y un pensamiento excepcional. Por ello, lo ve­
tusto es dogmático; porque en el atardecer de la vida se aban­
dona todo examen y el espíritu se queda detenido en aquellos
pensamientos que se produjeron en la juventud, cuando la fa­
tiga aún no existía. Entonces, si el anciano intenta elevarse por
encima de su obra, lejos de darle el impulso que ella merece, la
termina malogrando. Es ésta la ventura de Wagner- sus dramas
son alcanzados por una personalidad doliente y temerosa; su
música se tiñe de una piedad senil y ya no del instinto creador
propio del amanecer.
El anciano ya no quiere, no está dispuesto a asumir riesgos,
se satisface con lo más cercauo, con lo más grosero. El efecto de
esto es su gusto por fundar instituciones para que su nombre
perdure tallado en un portal, en “un templo duradero”. Ya no
será su obra la que brille, sino que con cada institución levanta­
rá el monumento a su propio agotamiento. Su pensamiento es
un fruto otoñal, insípido y blando, que pierde al hombre como
fundamento de su acción y se recuesta en la seguridad de un
Dios, Quiere descansar en su santuario, quiere una mujer que
lo adule. No busca adversarios y es por eso que no soporta ver­
daderos discípulos. Es que su fuerza, aquella que le daba vigor
y que le permitía ser incluso enemigo de su propia idea, aquella
fuerza es tan débil, que sólo soporta “compañeros sin escrúpu­
los, tropas auxiliares, heraldos, una comitiva pomposa”. Por ello
es sólo pasado y ya no futuro: porque no soporta la soledad de
lo postumo y elige ser venerado como el patriarca de una nueva
religión rodeado de creyentes.
Así ve ahora Nietzsche a Wagner: viejo y en pleno crepús­
culo. Y si en algún tiempo era posible confrontarlo con ios
dramaturgos griegos, si alguna vez Nietzsche lo equiparó con
Esquilo, fue para medir su fortaleza con un hombre de talla,
para mostrarlo como el genio más frío y más libre. Pero la vejez
construye diques. El anciano no tolera el egoísmo de los espí
ritits libres y quiere mostrarse como el último sabio en tanto
desea santificarse a sí mismo como la meta de todo pensar. In­
cluso la propia doctrina pierde el nervio que hasta entonces la
sostenía cuando su creador, fatigado y viejo, se ubica por delan­
te de ella. Para un anciano, nada existe después de él que no sea
él mismo y ésta es su muerte. “Desde entonces su espíritu no
tiene el derecho de desenvolverse; ha pasado ese tiempo para
él; la aguja del reloj se ha parado”.
Cuando Nietzsche escribe Aurora, Wagner todavía vive;
posiblemente por eso no lo nombra en este aforismo. Pero Ba­
yreuth, que no es más que Wagner hecho piedra, el templo
que fosiliza su obra y a él mismo, decreta el final: “Cuando un
gran pensador quiere convertirse en una institución, atando
la humanidad a su porvenir, se puede afirmar con certeza que
ha traspasado la cumbre de su fuerza, que está muy fatigado y
próximo a la decadencia”.
“Las enfermedades no se refutan —escribirá años más tarde-
, se las soporta”. Será necesario para Nietzsche correrse de al
lado de Wagner. Quedar atado a su peso significa hundirse en el
mismo barro. Sólo después de su muerte, en febrero de 1883,
podrá escribir públicamente en su contra. Desde entonces, cada
vez que Nietzsche píense en su relación con Wagner, pensará
sobre sí mismo como un postrado.
Pero antes de la muerte de aquel que tanto lo desveló, hará
un ultimo intento de volver a reconciliarse.

VH

La experiencia Bayreuth consdtuyó, para Nietzsche, un


prisma que partió la imagen de Wagner. En los albores de su
pensamiento éste se presentaba como una única experiencia en
la que se reunían la admiración y el amor personal con la po­
sibilidad de una transformación ontológica. Wagner era uno:
personalidad y especulación, espejo afectivo y aptitud teórica.
Cuando Nietzsche veía su destino unido irremediablemente al
de él, era porque no podía desprender la experiencia del pensar
del afecto incondicional que despertaba en su espíritu la figura
de Wagner. No es más que la relación entre el maestro y el
discípulo, un entrelazado amoroso en el que el discípulo no
reconoce la distancia entre el significado y la expresión, entre el
gesto y la palabra dicha por su maestro. La doctrina que dice,
las enseñanzas que salen de su boca, no pueden ser recortadas
de su persona sino que son vistas como una totalidad. Wagner
era para Nietzsche una única expresión, formada de amor e
idea, de cuerpo vivo y de teoría. Entre la vida y el pensamiento
no hay distancia: el arte del futuro era Tribschen y Cósima y el
mal humor de la mañana y la forma de alimentarse y cada rasgo
de 1a vida privada del maestro. Porque el discípulo, para creer
en la idea, necesita amar el cuerpo que la anima; necesita imitar
el tono de voz, la manera de caminar, la disposición de la mano
sobre las teclas del piano. Todo. Sobre cada gesto particular
está en juego el universo entero y en cada mirada del maestro,
el discípulo quiere más los ojos que miran que el objeto visto.
Se entrega a vivir una vida que no es propia en una experien­
cia de disolución y a la vez, de reconstitución continua de sí
mismo. Así habitó Nietzsche a Wagner, como una totalidad sin
ambigüedades.
Pero Bayreuth escinde lo que estaba reunido y entonces
Wagner deja de ser una plenitud en la que se fusionaban el
afecto y el pensar y se hace doble. Por un lado la vida, la rela­
ción personal, el reconocer en el maestro los pliegues de una
existencia con defectos, con miserias; por otro, la doctrina, lo
que Wagner enseña y dice con su obra.
Es lo que Nietzsche escribió en su cuarta consideración in­
tempestiva, sólo que ahora vive aquella duplicidad de esferas
de manera personal. Por eso la relación es ambigua, de una
mayor diferencia en el pensamiento y de un amor que, aunque
confuso, aún está presente. Es decir, mientras Nietzsche se va
despertando en su propia filosofía, Wagner deja de ser el genio
supremo que era para convertirse en un hombre común.
La distancia en el pensamiento es el desprendimiento de los
principios metafísicos que sostuvo en los primeros años y cuyo
testimonio más definitivo es el ensayo de autocrítica que va a
publicar en la nueva edición de El nacimiento de la tragedia.
Nietzsche sigue escribiendo con sus ojos puestos en un
Wagner que ya está débil. La creación de sus ideas reconoce
el abismo dejado por él; todo el tiempo está ahí, un bajo con­
tinuo, un murmullo hecho de una forma de ver y ocupar el
mundo. La insolencia y el desparpajo de Wagner, sus encen­
didas diatribas contra la moral victoriana; incluso su devoción
cristiana del final, son signos de una vitalidad que a Nietzsche
lo persigue siempre.
La distancia amorosa, en cambio, es más compleja, porque la
soledad hace que los límites afectivos se vuelvan imprecisos. La
memoria del enamorado es selectiva y caprichosa en sus recuer­
dos. La distancia en una relación inaugura la posibilidad de todo
lo que podría haber sido y no fue y en ese sentido agranda a la
persona amada, la hace tan sublime como lo es de intangible. El
amor no gusta de lo cotidiano, ni de las disputas menores, ni de
las opiniones; en el silencio, en la soledad, el enamorado preten­
de amar para siempre aquello que ya no tiene.
En La gaya ciencia, publicada en 1882, deja sellada su inti­
midad con Wagner en uno de sus aforismos; es una confesión
esperanzada, una forma de trazar un destino eterno para lo
que parece irreconciliable. Nietzsche no pide reconocimiento
ni clemencia a su maestro. Intenta abrir las cavidades de la re­
lación, darle un oxígeno que trascienda los enconos personales.
Es una carta oculta entre ideas filosóficas, escrita para él, dicha
en la primera persona del plural. Nosotros, dice, y entonces se
pone por primera vez a la altura de Wagner y, de alguna mane­
ra, anuncia lo que ha de venir.

A m istad estelar. Eramos amigos y luego nos distanciamos. Esto


estaba bien y no pretendamos ocultarlo ni disimularlo como
si tuviéramos que avergonzarnos por ello. Somos com o dos
buques, cada uno con su destino y su rum bo; nuestras trayecto-
rías pueden cruzarse y podemos celebrar juntos una fiesta, com o
en efecto lo hicimos, y entonces los dos buques permanecerían
quietos en un solo puerto y bajo un mismo sol, de m odo que
podría parecer com o si hubieran alcanzado su punto de des­
tino y como si ambos tuvieran una misma meta. Pero luego,
la vigorosa fuerza de nuestras respectivas tareas nos separó de
nuevo para llevarnos a diferentes mares y a diferentes y soleadas
regiones; quizás ya no volvamos a vem os nunca más; quizás nos
encontremos nuevamente pero no nos reconozcam os; diferen­
tes mares y soles nos han cambiado. Q ue .tendremos que volver­
nos extraños uno al otro obedece a una ley que está por encima
de nosotros; pero por eso deberíamos venerarnos también el
uno al otro. Por eso, el recuerdo de nuestra antigua amistad
debería tornarse más sagrado. Probablemente exista una órbita
estelar inmensa e invisible en la que nuestros diferentes caminos
y metas puedan estar incluidos com o pequeñas partes; ¡elevé­
monos a este pensamiento! Sólo que nuestra vida es demasiado
breve y nuestra facultad de visión demasiado débil para que
podamos ser algo más que amigos en el sentido de esta sublime
posibilidad. Creamos pues en nuestra amistad estelar, aún si
estuviéramos obligados a ser enemigos en la tierra.20

Wagner está viejo, Nietzsche lo sabe. Necesita acomodar su


amistad con él, decirle que el antagonismo no es nada personal
sino que es la fuerza íntima de cada uno ellos la que los lleva
por rumbos diferentes. Utiliza, para ello, la metáfora de los bu-
ques, como si su amistad con Wagner estuviera reflejada sobre
el mar. Y esto no es por azar ni por un recurso literario sino
como una propuesta escrita en idioma wagneriano: El holandés
errante, la ópera que significó una transformación radical en la
música y en la vida del músico, es el suelo que anima este afo­
rismo. En aquella obra, Wagner cuenta la historia de un patrón
de buque que desprecia a la religión cristiana y que decide ha­
cerse a la vela un Viernes Santo. El castigo que recibe por haber

20 Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia, Buenos Aires, Ediciones libertador, 2004.


desafiado a Dios es tener que ser un navegante fantasma, un
errante que está obligado a vagar por los mares hasta el día del
juicio final. Por ello, cruzarse con él era un signo de desgracia.
Pero, la leyenda escrita originalmente por Heine en un poema,
es tomada por Wagner y modificada. En su ópera, el holandés
puede salvarse del castigo eterno; podrá descender a puerto
cada siete años y si encuentra una mujer con la que se tribute
fidelidad, será redimido. El perdón de Dios sólo llega, no en la
penitencia ni en el dolor, sino a través del amor.
Siete años, casi el mismo tiempo que permanecen distancia­
dos cuando Nietzsche escribe La /juya cunda,. Desde su salida
de Bayreuth que no se ven, apenas si cambian alguna corres­
pondencia. La relación entre ellos es errante, como si ambos
tuvieran que pagar una condena divina.
Después de navegar por el mar durante siete años, el holandés
conoce a Daland, patrón de un buque noruego, quien le ofrece
llevarlo a su propia casa. A cambio, aquel le regala un cofre lleno
de oro y diamantes, en señal de agradecimiento. Daland le dice
que tiene una hija, Senta, y el holandés se la pide en matrimonio.
Ella conoce la leyenda y está dispuesta a entregarse a él. Cuando
desembarcan en el puerto, la ve hablando con otro hombre e
imagina que la muchacha le está siendo infiel y que ha roto la
promesa. Desesperado, el holandés decide hacerse nuevamente
a la mar para continuar con su castigo. Pero ella, gritando que
sabía quién era él y que estaba dispuesta a serle fiel, se arroja al
mar y así entrega su vida para salvarlo. El barco del holandés
golpea contra una piedra y se hunde. En el final, los dos brotan
mágicamente de las aguas y se elevan al cielo.
Una historia de amor, eso le escribe Nietzsche, un final de
redención similar al de la ópera. El mismo cielo para el holan­
dés y su amada que para ellos. Si el mundo frustra, si en él el
destino es estar en la distancia, el universo estelar redime la
relación y la hace eterna. No importan las contrariedades a las
que está sometida la amistad; dos fuerzas poderosas encuentran
una órbita inmensa, un cielo invisible en el que se reúne lo que
parecía destinado a quedar separado para siempre.
Nietzsche le escribe a Wagner con sus mismos argumentos:
es posible la redención, es posible que aquello que fue vuelva a
ser, aunque de otro modo. Cualquiera de los dos es Senta y cual­
quiera el holandés errante. No se trata de roles: en este aforismo
Nietzsche deja de estar por debajo de Wagner. Ya io sabe viejo, ya
lo imaginó débil y sin fuerzas. Pero no puede dejar que su buque
zarpe del puerto, es decir que Wagner muera, sin arrojarse al mar
por él. Ya no para salvarse él o salvarlo a Wagner, sino para quedar
en el mismo abrazo, uno redimido por el otro.
Abandonar el mundo por una cartografía celestial, eso le
ofrece en este aforismo: ei sacrificio amoroso, el olvido de sí
mismo para redimirse de una condena mutua.
Y aunque leyó L a ¿¡tí?ya ciencia casi en sus últimos días d
vida, aunque le comente a Cósima que “Nietzsche no ha teni­
do ninguna idea propia, ninguna sangre propia, que todo es
sangre extraña que le ha sido trasvasada”,21 Wagner jamás le
responde. Está ocupado en el estreno de Parsifal, su último
drama musical, un panegírico de la fe cristiana. En el ocaso
de sí mismo, no tiene afuera, como no lo tuvo nunca, ni para
Nietzsche ni para nadie. El amor a Cristo es el que lo salva de
las imperfecciones del mundo, no la amistad ni el pensamiento.
Wagner es Parsifal y ya no el holandés errante, como lo imagina
Nietzsche en su aforismo. Antes de morir, necesita ser ungido
rey y que sus súbditos, en silencio, le laven los pies.

V II bis

La voluntad de poder es múltiple. Es aquella unidad del


querer pensada por Schopenhauer como voluntad de vivir, pero
ahora estallada y diseminada en el mundo y expuesta como
fundamento de una guerra continua. No hay final, ni quietud,
ni experiencia alguna que pueda detener estas fuerzas. Es la

21 Notas del diario de Cósima Wagner en. Curt Janz, Friedrich Nietzsche, los
diez años del filósofo errante. Madrid, Alianza Universidad, 1 9 9 4 .
concepción bélica que Schopenhauer había escrito en su libro,
pero ahora sostenida como condición de la existencia y como
afirmación del mundo sensible. Si para aquél el fundamento
de la voluntad de vivir era el dolor, la desgracia de habitar el
mundo y quedar sometido a un deseo siempre insatisfecho,
para Nietzsche la voluntad de poder transita en cada uno y es
dolor y placer a la vez, pero ya no como fundamentos del hacer
del hombre sino que tanto el dolor como el placer son parte de
sus efectos. La vida misma es voluntad de poder, no como una
generalidad metafísica que explica la condición humana, sino
como un querer algo, esto es, como un afirmarse en el mundo
con voluntad de dominio. ¿Qué quiere la voluntad de poder?
Someter, imponer forma, apropiar, “formar y transformar hasta
que finalmente lo sometido entre por completo en el poder
del agresor y lo multiplica”. No se trata entonces, como en
Schopenhauer, de suprimir su acción para evitar el dolor sino,
por el contrario, sostenerla como el impulso fundamental que
lo atraviesa todo, un “mar de fuerzas borrascosas”, un flujo y
reflujo de formas. En definitiva, una afirmación que multiplica
la vida y no su negación.
Si el hombre es voluntad de poder entonces es necesaria­
mente relación, lazo, encadenamiento. No hay un yo, ni un in­
dividuo, ni un átomo social, ni una singularidad cerrada. Hay
vínculos, “pluralidad de fuerzas que se encuentran en una jerar­
quía”: es tensión, resistencia, voluntad contra voluntad, el deseo
que busca su cauce y encuentra en el mundo otro deseo que
se opone. Desde esta perspectiva, el hombre es pluriforme, su
identidad siempre es transitoria porque está expuesta al tiempo
y es relativa a la lucha. No hay una interioridad que debe desple­
gar, ni tampoco una meta final que indique su realización. Por
ello cualquier suposición de unidad, sea ésta la de la conciencia,
la del espíritu, la del pensamiento, o la de cualquier otro modo
de someter este contenido múltiple de fuerzas a una sola enti­
dad, es sólo una ficción conceptual cuya pretensión es suprimir
el devenir en el que está inmerso el hombre.
Cada ser es una multiplicidad de fuerzas que quiere y en
ese querer, valora, es decir, delimita e interpreta. Porque no es
un querer abstracto, como lo era en Schopenhauer, sino “un
querer algo”, una tensión que no se separa de su objeto, que
sólo es en tanto está referida a él. La voluntad de poder no es
una condición psicológica que antecede a la práctica; no es po­
sible verla e o s » una facultad que puede desplegarse o no. No
es anterior al vínculo con el mundo, sino que es en el mundo
mismo. Esto significa que la acción del hombre supone siempre
una actitud valorativa: cada acto y cada pensamiento juzga y
dice qué sí y qué no, funda una perspectiva sobre la vida. Por
ello, detrás de los postulados de la ciencia, de los enunciados de
la filosofía o de los dogmas de la religión, hay una afirmación
previa que oculta una forma de interpretar. Desde esta mirada,
no es conducente preguntarse por la verdad que sostiene la
física moderna o la teoría platónica o la reforma protestante,
sino preguntar qué valor las funda, qué origen tienen estas in­
terpretaciones, de qué valor son ellas un síntoma, a favor de
quién se sostienen estos sistemas. Es decir, situarse por detrás
de sus postulados y encontrar el gozne valorativo o, lo que es
lo mismo, la perspectiva sobre la vida a partir de la cual elabo­
ran sus tablas morales. Así, “la voluntad de poder interpreta”,
determina grados, define límites y posibilidades. Por ello, un
orden moral no es el reflejo de una necesidad esencial ni un
derivado de la naturaleza, sino una interpretación valorativa del
mundo. Son relaciones de dominio, de fuerza contra fuerza, de
un querer someter y exponerse a ser sometido. Por ello no hay
un sujeto que tiene más o menos voluntad de poder; lo que
hay son puntos, inflexiones concretas, hechos de resistencia y
dominio. No es una intención sino un fin, lo que significa que
es una afirmación del devenir en el hacer, una apropiación del
tiempo en la acción. Nada extraño a la existencia tal como la
entiende Nietzsche: crear es resistir en el mundo, es inaugurar
un modo de afirmar un sentido y, con ello, valorar. La necesi­
dad de permanencias, el domesticar a la fuerza en nombre de
lo quieto, responde a un principio de conservación trazado en
nombre de una infinitud imposible. El lenguaje, la conciencia,
el espíritu, todos aquellos conceptos sobre los que se reúnen
los motivos del hacer humano, no son más que “falsas cosifica
dones” que enmascaran la lucha por el dominio. Es decir, su­
ponen intención donde sólo hay acción. “Si no hay hechos sino
sólo interpretaciones”, lo que está por detrás de estos concep­
tos es una voluntad enmascarada de someter, una generalidad
que en realidad no existe y que sustrae la fuerza de sus seguido­
res con el fin de debilitarlos. Por ello el cristianismo es voluntad
de poder; lo mismo la metafísica platónica o el libre pensador
moderno. Se trata de una fuerza reactiva, en tanto tiende a la
supresión de las otras fuerzas como modo de constituirse y per­
manecer. Exige fieles, servidores que se arrodillen, sujetos dé­
biles expuestos a una voluntad de nada. Lo reactivo adquiere su
forma en la moral del resentimiento, en el espíritu de venganza,
en la impotencia y el odio a la vida. No es creación sobre sí sino
destrucción de todo lo que en el hombre quiere, es decir, de su
fuerza plástica y creadora. El nihilismo es su efecto inmediato
ya que el ideal ofrecido para esta disolución y este dominio, sea
Dios, la Verdad o cualquier otro modo de amparo a la vida, no
resiste. Porque la vida quiere de cualquier modo, y entonces el
ideal se desvanece y aquello que era voluntad de poder en el
hombre se hace voluntad de nada.
La idea de voluntad de poder y su entramado físico en el
mundo componen una realidad sin duplicaciones: no hay pa­
raíso, no hay ámbito de las ideas, no hay otro lugar para com­
poner que no sea el mundo. Es la afirmación primaria de la vida
sin el consuelo de otra vida posible. Tiene entonces la aridez
del desierto, pero a la vez la posibilidad de crear un sentido
inaugural que determine la forma y despliegue toda la fortaleza
posible. Contra la reacción, la creación; lo activo, lo que quiere
sin más, lo que despliega una potencia de dominio como un
modo de afirmación de la vida.
¿Cómo componer filosofía sin debilitar, sin ofrecer ideales,
sin que la escritura cosifique? ¿Cómo fluye la voluntad de poder
en la palabra que enuncia? ¿Cómo no escribir un único acorde
y redimirse a sí mismo a través de una obra?
El concepto de voluntad de poder es orgánico, entendido
aquí como vital, como expresión de un devenir, que denuncia
la fragua metafísica y a la vez sostiene todos los posibles para
el hombre. Eso será su Zamtustra: la voluntad de poder como
arte -acaso la matriz misma de la voluntad de poder-, donde
lo débil o lo fuerte, lo plebeyo o lo aristócrata, el rebaño o el
señor, serán definidos por una ontología de la creación.

V III

“¿Qué hora es?”, le preguntó Wagner a Cósima. Fueron


sus últimas palabras. Unos minutos después se derrumbaba sin
vida sobre su escritorio, encima de las hojas donde escribía un
nuevo artículo sobre música. El mismo día de la muerte de
Wagner, el 13 de febrero de 1883, también en Italia, Nietzs­
che terminaba la escritura del primer libro de su Zara-tustrci,
Apenas unos días después de leer al noticia en un periódico,
le escribe a su amigo Peter Gast: “Ultimamente he tenido que
defenderme contra un Wagner envejecido y senil. Por lo que
respecta al verdadero Wagner, quiero ser su heredero”.
El amor con el que lo había amado a Wagner, lo deja, des­
pués de la muerte del músico, en una soledad aún mayor. Está
nervioso, tenso, encerrado y enfermo. Siente que la debilidad
de su cuerpo va a vencerlo, que debe reconstruirse. “Wagner
me había arrebatado todos los hombres sobre los cuales hu­
biera podido yo pensar en influir en Alemania” ; por ello su
muerte, dice, es un alivio. El fin de la relación significa, para
Nietzsche, la necesidad de su nuevo amanecer. Lo previo, lo
anterior a su aurora, es el ocaso de aquel que era, un pasado
que es necesario ahuyentar.
¿Un alivio? En la obra filosófica posterior, Wagner deja de
ser un hombre para ser un adjetivo, una manera de calificar:
wagneriano, wagneridad, wagnerianamente. Cuando lo utiliza
como nombre propio es para designar una enfermedad: el pro­
blema Wagner, lo llama, es decir, un tipo de trastorno psicoló­
gico, una mezcla de pesimismo, vanidad y gravedad redentora
con pretensiones metafísicas. Es la imagen que Nietzsche tiene
del pensamiento alemán, que ignora sus libros, que lo ve como
un hombre alocado y falto del sentido de la ubicación. Wagner
es la cabeza visible de una cultura alemana degradada y baja,
que reconoce su genealogía filosófica en Kant, en Schopen­
hauer, en pensadores que mantienen su consideración pública
porque son la expresión de un puritanismo teórico sumamente
adecuado para el grave y rencoroso espíritu moderno.
Por ello Nietzsche escribe que su Zaratustra es un libro
para todos y para nadie; por ello en E l etnticristo exige un tipo
de lector, no cualquiera, sino un hiperbóreo, es decir, aquel que
está más allá del norte de lo que la cultura europea ofrece. Por­
que no hay nadie que lea o escuche sus textos. “Se paga caro
el ser inmortal”, escribe en Ecce H om o; “ ¡qué tortura son Los
libros escritos en alemán para quien no posee un tercer oído”,
dice en Más allá del bien y del mal.
¿Vanidad de enfermo? ¿Afirmación delirante de un sifilítico?
No. Soledad, dolor, aislamiento, nadie lo escucha ni lee sus
libros que quedan arrumbados en el sótano de las librerías.
Esa es la soledad a la que lo condena la muerte de Wagner,
Por eso cree que es un alivio, porque esto significa correrse
definitivamente de la conquista de su propio pueblo. Wagner
arrastra con su piedra a la nación alemana y Nietzsche ya no
volverá a pensar en ella salvo para denostarla.
“Soy una necesidad histórica”, dice de sí mismo, sabiendo que
la historia debe comenzar de nuevo y que la filosofía ha perdido
el puerto de la Verdad en donde se encontraba amarrada. Por lo
tanto Nietzsche debe abandonar su idioma, debe encontrar otro
modo de decir distinto al de la filosofía clásica. Si ya no hay alma
infinita ni pueblo al que redimir, si la trascendencia de las ideas
queda suprimida para siempre, sólo queda el camino de torcer el
lenguaje hasta despojarlo de todos sus sentidos morales.
¿Quién escucha, entonces? Si Wagner ha muerto, ¿para
quien escribir? En sus cartas, repite una y otra vez: “ahora más
que nunca desearía ser músico”. Se ha quedado sin un conti­
nente propio; no sólo sin lectores sino también sin una forma
de decir que le permita apartarse de una escritura dogmática.
Porque en la gramática siempre viaja Dios como un polizonte,
como alguien que espera el momento exacto para arrojar el
ancla en la tierra de la verdad.
La muerte de Wagner desata en Nietzsche la violencia de su
estilo, que ya había ensayado en sus libros anteriores, pero que
ahora toma un carácter definitivo.
Por eso su Zaratustra- es para todos y para nadie, porque es
la expresión de mi falso profeta que habla y dice sus discursos
contra toda la corriente alemana. Y si son sordos, es porque los
alemanes sólo tienen oídos para escuchar “un arte suntuoso,
sobrecargado, grave y tardío”, similar a la música de Los maes­
tros cantores de Wagner, hecha de consuelos y piedad democrá­
tica. No son aptos para un nuevo idioma porque siempre quie­
ren ver reflejado su ridículo orgullo. Allí, el ideal del artista, es
decir Wagner, es el ideal a seguir: decadencia, plebeyismo, una
forma de jesuitismo compasivo.
No hay dudas: por su insolencia- y su incomodidad, Nie­
tzsche quiere ser el heredero de Wagner. Y a veces, parece lo­
grarlo. Pero no el continuador del maestro senil que dio vida
a Parsifal sino de aquel que él conoció en Tribschen, que lo
sedujo con su fuerza instintiva y su atrevimiento. Y si bien la
descripción que recibe la cultura alemana es la de haberse wag-
nerizado —no sólo la alemana sino toda la cultura europea-,
Nietzsche intenta encontrar el lugar exacto donde se produce
tal desvío. Es decir, el camino que parecía bien trazado, que lle­
vaba al espíritu alemán por el sendero de la jovialidad creativa,
que tiene en Beethoven, en Heme, incluso en Schopenhauer su
historia, esa potencia que le permitió a Wagner crear un hom­
bre libre como Sigfrido, deviene en una prédica religiosa que
conduce hasta las iglesias de Roma. JParsifal, con su piedad y su
redención final, es el camino de la cruz, es el destino que busca
y ambiciona todo lo alemán.
Wagner es un signo; su figura es el síntoma de que el arte y
ej pensamiento eligen un derrotero moral, donde todo se hace
grave, denso y por ello estérif y tortuoso: “El alemán ama las
nubes y todo lo que es poco claro, lo que se halla en devenir,
lo crepuscular, lo húmedo y velado: lo incierto, lo no configu­
rado, lo que se desplaza, lo que crece, cualquiera que sea su
índole, eso él lo siente como profundo”.22
Es la forma de un romanticismo tardío que reúne el espí­
ritu patriótico de Bismark, el devenir hegeiiano y la debilidad
del último Wagner, Nietzsche no quiere pertenecer a esa raza.
Imagina para su Zaratustm otra genealogía y otro destino. Si
su libro da cuenta de la muerte de Dios y con ello, la del último
hombre, lo que anuncia es el fin de una forma de la cultura.
Wagner es la fisura en la que Nietzsche ve el fin de la metafísica
y la llegada del nihilismo. Dos siglos, dice en L a voluntad de
poder, le va a costar a la humanidad semejante desvarío.
Él está solo, del otro lado, viendo como el camino se des­
barranca. Y en esa soledad, imagina una música que no sepa
nada del bien y del mal; una filosofía de espíritus libres y no de
librepensadores; una escritura que se sostenga en el arte, que
se abra a un stacato, a un rubato, y no a doctrinas dichas para
sordos. Estilo, dice una y otra vez, distancia con un presente
miserable de civilización y progreso, de humanitarismo y deca
dencia. En el aire gélido donde él habita no hay redención; hay
crítica, devastación, dinamita.
Por eso el alemán es de antes “de ayer o de pasado mañana”:
Beethoven, lo que fue; y él, Nietzsche, lo que ha de venir. Ya
no Wagner, porque su vejez es la misma que tiene el presente,
de un aire mórbido y vencido, de una democracia europea que
barre con la raza, con la lengua originaria, con el instinto, con
todo lo original que es necesario mantener.

22 Riedrich Nietzsche, Más allá del bien y del m al , Buenos Aires, Alianza,
1997.
Si los franceses aman a Wagner es porque su obra es moda
presente o, lo que es lo mismo, se ha degenerado. El auténtico
heredero debe reconocer dónde esta la potencia y dónde el fra­
caso y, entonces, ser histórico, es decir, hacerse cargo de lo que
se hereda y soportar la soledad del hombre postumo.
Nietzsche hace una autopsia sobre el cadáver de Wagner. Se­
lecciona aquello que se lleva y abandona las partes fláccidas. Es el
curador de sus bienes, el que distribuye qué sí y qué no. Zaratustra
es, de algún modo, Sigfrido, aquel que produce o anuncia el ocaso
de los dioses; “es un anillo de sentimientos”, l,e escribe a Peter Gast.
Sigfrido, el personaje principal de El anillo de los Nibelungos, es el
nombre del hijo de Wagner; Nietzsche se siente realmente el padre
de Zaratustra. Su libro está compuesto de cuatro partes, al igual
que la obra de Wagner. Y cuando piensa en su escrito, piensa que
debería ser una sinfonía y no un texto literario.
La afectación que aparece en esta época, su nombre propio,
su “Soy Yo” escrito en mayúsculas; la incomprensión que dice
padecer por parte del público; la idea de fundar una academia,
como la de Bayreuth, para reunir a sus amigos; su idea de la filo­
sofía del futuro (y no el wagneriano arte del futuro) y él como su
profeta, lo sigue mostrando como el verdadero heredero. Al fin,
los apenas setenta ejemplares que lograron venderse de las tres
primeras partes del Zaratustra fueron comprados por wagneria-
nos y antisemitas (es decir, también wagnerianos).
Como una sífilis que no deja de desplegarse, a Nietzsche, la
posteridad, la misma que anunciaba Wagner para sí mismo, le
consume toda la razón.

IX

El 10 de enero de 1889 Nietzsche ingresa a la clínica psiquiá­


trica de la Universidad de Basilea. “Mi mujer Cósima me ha traído
aquí” dice, unos días después, enajenado y babeante. Rompe el
cristal de la ventana de su habitación porque cree que una escope­
ta ha de dispararle. Intenta defenderse con un vaso roto. La ima­
gen es tremenda: la guerra que había iniciado con su pensamiento,
y que en el último año se hizo explícita, se le sube encima. Cree ser
Napoleón, y Wagner y Dionisos, todo a la vez.
Durante todo el año anterior vivió en una trinchera: Bece
[lomo, El anticristo, El crepúsculo de los ídolos y El caso Wagner
(y la recopilación Nietzsche contra Wagner) son el efecto de
s l i batalla, junto con cientos de páginas escritas para su Trans­

mutación de los valores (L a voluntad de poder). Casi ninguno


de estos libros se publicó antes de que pierda la razón. Son
postumos a su lucidez. En ellos, se define a sí mismo y ataca:
al cristianismo, al budismo, otra vez a Schopenhauer, a los ale­
manes, a Sócrates. Y a Wagner, nuevamente, en todos ellos,
con expresiones todavía más feroces, como un sigho de rencor
y de odio, un resentimiento que parece inagotable y que por
momentos se vuelve obstinado.
Es el músico el que está en el fondo de esta tetralogía filosó­
fica que Nietzsche escribe durante su último año de vida lúcida.
En El caso Wagnery claramente; El crepúsculo de los ídolos es un
título que está inspirado en la última parte de la tetralogía wag-
neriana; Nietzsche, en más de una ocasión se refirió a Wagner
como El anticristo. Y Ecce Homo, su autobiografía, es el contra­
peso a tanta ocupación externa, una explicación de sí mismo,
un espejo donde ve sus libros, su pensamiento y justifica alguna
de sus debilidades, entre ellas, Wagner.
Cada una de estas obras está escrita sobre un campo de ba­
talla. Es una actitud beligerante, una zanja que delimita lo que
él no es, con los que no quiere ser confundido. En apenas un
año Nietzsche descarga una batería crítica y lleva adelante una
estrategia de expulsión temática que define su propio centro
de gravedad: el conjunto de notas que van a derivar en L a vo­
luntad de poder son su pensamiento filosófico más edificante.
Allí Nietzsche es, no un destructor, sino alguien que compone
y ejecuta, de manera fragmentaria, su propia melodía. Toda su
filosofía encuentra en la voluntad de poder su cámara de reso­
nancia y su dirección. Porque si bien en sus libros anteriores es
posible hallar trazos de un nuevo pensar, en ellos, es más defi­
nitiva la crítica, un método de devastación, pero que ya tiene
algunos conceptos de su propio mapa. Genealogía en lugar de
historia; perspectiva y ya no sistema; fuerza, potencia, máscara,
sentido, guerra, vida, decadencia. Todos ellos son máquinas
que desactivan el entretejido de la metafísica de Occidente y
a la vez, abren la posibilidad de una creación filosófica. Por la
misma cañería teórica se van Dios, la verdad, el libre pensador
y la gravedad filosófica. Es la asepsia que Nietzsche exige para
la salud de su propio pensamiento.
Los libros que escribe en este último 'año de vida lúcida
son páginas sembradas con nombres propios. “Documentos
justificativos de un psicólogo”, advierte en uno de sus textos
contra Wagner, como una señal de posición en la que se define
el blanco de ataque: ya no la obra, no la planta que crece ni sus
frutos, sino la vida, lo que está por detrás, el terreno. Como
no importa la verdad de sus contenidos, toda expresión es una
forma de valorar, un modo de afirmar o negar la vida.
Wagner es el nombre en el que se reúne todo lo que Nie­
tzsche no quiere. De alguna manera, es la última frontera que
debe atravesar el pensador antes de encontrar su propia super­
ficie. Porque Wagner es un mago diestro en el arte del engaño,
alguien que puede mostrarse como un ser irónico y potente
cuando en realidad no hace más que reafirmar una metafísica
que conduce al sometimiento y la carga.
En el primer discurso del Zaratustra, Nietzsche escribe las
tres transformaciones que puede recibir el espíritu humano.
Primero es camello, es decir, aquel que goza con la carga de va­
lores ajenos y que afirma el “Tú debes” como su expresión más
original. Es el modo en que eí espíritu se hace dócil, que goza
con llevar aquello que no es propio y que siempre exige la carga
más pesada. La segunda transformación es la del león: ya no es
el “tú debes” sino el “yo quiero”, una instancia de oposición,
de guerra contra el deber. Esta afirmación sólo puede ser dicha
por un animal feroz, un salvajismo necesario para sostenerse
en el propio querer. Y cuando el león ruge su “yo quiero” lo
hace en el desierto, donde está solo, sin que nadie lo escuche.
Porque es dicho para sí mismo y no para otros, sino sería vani­
dad, es decir, una de las formas más engañosas del ser moral,
donde el propio querer es ser querido por los otros, quedar
sometido a la imagen que se forma en el ojo del otro y no una
afirmación de la propia singularidad. Es decir, el vanidoso es
el más camello de todos los camellos pero enmascarado corno
un león. Si Nietzsche hace gritar al león en el desierto es para
que su expresión no tenga más oídos ni más ojos que los pro­
pios. Este es el mayor desafío para alguien que se prepara para
ser un creador, un niño: saber que está solo, que su expresión
no tiene más extensión que la propia voz ni más geografía que
un desierto. Allí no hay aduladores, ni acólitos, ni cofradías.
Por ello, porque esta soledad es tremenda, Nietzsche afirma
que el “yo quiero” se ve continuamente acechado por el “tú
debes”. Refugiarse en la obligación, regresar para exigir otra
vez una carga, es la tentación más grande que tiene aquel que
se dispone a ser un creador. Por ello el “tú debes” es un dragón
que brilla con escamas de oro ai borde del camino. En la vida
pautada por otro, la tranquilidad con la que habita el espíritu es
enorme, aunque sufra y vea lacerado su cuerpo. El león, solo en
el desierto, está siempre en riesgo; el camello, en cambio, ama
el peso que carga, porque en ese peso está el sentido de su vida,
puesto por otro, edificado por otro.
Al fin, la última transformación del espíritu, el niño, aquel
que afirma, que dice sí, que juega, que hace del mundo su pro­
piedad dándole forma con sus propias reglas.
En este esquema, Wagner es un engañador, alguien que se
disfraza con un querer poderoso pero que no hace más que exi­
gir, nuevamente, la carga más pesada. Y porque se enmascara,
su peligro es todavía mayor. Si en su juventud era un león que
afirmaba su querer, la vejez lo conduce a ponerse de rodillas,
a exigir la cruz más pesada. Pero todo, su piedad y su manse­
dumbre, envuelta en un halo de exuberancia creadora que no
es más que vanidad.
Parsifal es el síntoma de esta decadencia, no sólo musical,
sino de la vida de Wagner. Es la expresión de un anciano, de
un decadente, cuya debilidad consiste en ser consonante con su
época. La pretensión de sus obras ya no es la de edificar un arte
del futuro sino que están escritas con la intención de ser vene­
rado por sus contemporáneos como el monumento música! de
Alemania. A Wagner, la vejez lo vuelve actual.
Para Nietzsche, la fortaleza de un creador se manifiesta en
la capacidad de poder salir del propio tiempo; en términos es­
paciales, estar a diez mil pies de altura. Ésta es la condición de
todo verdadero producir: no quedar arrastrado por la marea
de lo que el presente ofrece como correcto, o permitido. Estar
por fuera, más arriba o más adelante, es decir, ser incómodo,
tener un pensamiento que atraviese a la época desde el punto
ciego que ella misma tiene. Esto significa, para el pensador o
el artista, quedar expuesto a una soledad muda, porque ahora
habita su propio desierto y ya no quiere el lugar que el mundo
le había reservado. El creador, sea un músico o un filósofo, se
queda fuera de época y entonces no es escuchado ni leído. Es
anti, trans, postumo, más allá, hiperbóreo, de mirada distante,
conceptos con tos que Nietzsche quiere definir otra tierra, no
como un idealista, sino la que está por debajo de la maleza de
debilidad del mundo moderno. No se trata de irse, como en
Platón o en toda la historia de la filosofía, sino de estar en el
mundo, soportarlo como es, para inscribir en él una forma.
Por ello Parsifal es el regreso de Wagner a lo que ya había
abandonado. Nietzsche dice amar el anticristo que representa­
ba con su estilo y su música. Pero se decepciona porque “en
el instante en el que ser pagano fue más honesto que nunca,
Wagner se hizo cristiano”.23
El caso Wagner es el panfleto con el que Nietzsche le repro­
cha al músico el haberse vuelto viejo, el querer la fama en vida y
ya no soportar la misión postuma del creador. Por ello lo acusa
de cómico, alguien que sólo quiere entretener para obtener más
dinero, más reconocimiento, despertar enormes entusiasmos en
el público y ya no ser auténtico. Wagner ha perdido la “gaya

2 3 Curt Janz, op. cit.


ciencia, los pies ligeros, el ingenio, el fuego, la gracia, la lógica, la
danza de las estrellas, el insolente gracejo, los destellos de la luz
del mediodía, el mar sereno, la perfección”.
Es decir, se ha extraviado, una pérdida que Nietzsche atri­
buye en más de una ocasión a la senilidad del maestro y que en
El caso Wagner intenta explicar. La vejez del músico se inicia
con Schopenhauer, una idea que ya había planteado en el trata­
do tercero de L a genealogía de la moral, referido al ideal ascé­
tico. Schopenhauer atrofia la obra de Wagner, la hace encallar.
¿De qué manera? Con su concepción de la música, con la idea
de la superioridad sonora por encima del resto de las artes. El
músico es soberano, no está en contacto con la representación
de las cosas sino con su en síi ocupa un lugar de privilegio res­
pecto de la verdad. Esta posición teórica tomada por Wagner
hizo crecer en él una idea de sí mismo que es errónea, como
si hubiera tomado un medicamento que le produjo un efecto
inverso: la filosofía de Schopenhauer lo había convertido en un
oráculo, en un sacerdote, en un “ventrílocuo de Dios”. Por ello
él mismo se convierte en la encarnación de los ideales ascéticos:
la música deja de ser arte para transformarse en una finalidad en
sí misma, ya no un índice de lo real sino lo real.
El daño que le produce Schopenhauer a Wagner es brindarle
un fundamento teórico que lo induce a activar su lado más vani­
doso. Es el principio de su derrumbe; la adhesión a esta filosofía
lo inicia a Wagner en su vejez. La mutación de una música soli­
taria hacia lo cómico y teatral se produce sobre una filosofía pe­
simista. El barco errante encalla en la desgracia del cuarto libro
de El mundo como voluntad y representación y el optimismo de
su música se hizo añicos. La vejez le agrega, a esta metafísica
pesimista, el condimento de una vida que se agota y que per­
manece en pie a través de la fama, de la conquista de la masa,
de la seducción. Es popularidad lo que reclama, incluso aunque
tenga que pagarla con su adhesión ai cristianismo. Son los sín­
tomas de la declinación de un Wagner que queda, con su Parsi
fal, definitivamente inscripto en la modernidad. Si su música se
extiende por todos los teatros, por diferentes países, es porque
expresa ío cómico que necesita la sociedad burguesa para poder
entretenerse; habla de felicidad, de lo sin vida, del efecto sonoro
por encima de la melodía, de libertad individual y de igualdad
para todos. Es el signo exacto de cómo se comporta un tirano:
se enmascara, engaña y manda, disuelve cualquier resistencia e
impone su gusto. Para que este efecto se produzca es necesaria
una enorme dosis de histrionismo, una actitud que permita se­
ducir a las masas y hacerles perder el gusto por lo grande. Parsifal
es el broche de tal hipnosis: la compasión cristiana se impone
revestida de una grandilocuencia orquestal pobre y desmedida.
Es decir, un cómico, alguien capaz de producir “impresión de
verdad donde no hay nada que ser verídico”.
El recurso para que esto sea posible, para que se lo crea grande
cuando en realidad es ínfimo, es producir una literatura seria que
funcione de soporte teórico a su música. Wagner necesita de una
traducción continua, una explicación previa que permita poder
interpretar la profundidad de sus dramas. Revistió con palabras
y deducciones teóricas io que debía ser sólo melodía; “le era
menester, por sus principios, poner siempre por delante su esto
significa". Es decir, la Idea, “la música como idea”. Entonces, el
arte queda atrapado por un orden moral que le quita su centro
de gravedad. Ya no es lo que abre la potencia del hombre sino
la subordinación a una música actual sostenida en un orden que
la trasciende. Por eso Wagner es el heredero sonoro de Hegel,
porque ofrece el infinito como destino necesario; un estilo en el
que todo se vuelve adusto, grave, misterioso. Una música que
exija una explicación previa no es ni siquiera metafísica, es un
arte del engaño, una manera de seducir alemanes que gozan con
creer que sólo la profundidad es seria. Las enfermedades no se
refutan, insiste. Es decir, no es un problema respecto de la ver­
dad de un sistema de pensamiento, es de otra índole: es una
forma de valorar, una manera de establecer sentido; una filosofía,
la de Hegel, o una música, la de Wagner, están hechas sólo con
dos palabras: infinito y significación, es decir, doctrina metafísica
escrita para seducir.
Está claro: para Nietzsche, Wagner no es un artista, es un
cómico. Pero ya no importa tanto su figura sino sus efectos.
Cuánto nos cuesta Wagner, se pregunta Nietzsche nuevamen­
te. Ser wagneriano ya no significa seguir a Wagner sino ser un
decadente, un moderno, perder la altura y quedar otra vez
sobre una tierra de moral fatigada. En definitiva, un verdadero
peligro. Es el imperio de los necios, que intentan imponer su
gusto bajo; es la falta de disciplina y la llegada del diletante
inspirado; es la perversión del instinto en nombre de una de­
mocracia estética; es el hechizo de una sensualidad metafísica y
un signo de la cobardía moderna.
Así como en L a genealogía de la m om l Nietzsche descubre
una inversión valorativa que impone una nueva condición de
ser, lo wagneriano es esa misma inversión puesta en la música
y en todo el arte. El gran error fue hacer de la música un signo
del pesimismo, es decir, decir “no” donde se exige decir “sí”,
un vuelco que hace de lo fuerte, algo débil y de la debilidad,
un axioma. Moral de esclavos y moral de señores, un doble
instinto que habita de manera conjunta también en el arte. El
problema para Nietzsche, no es el instinto de rebaño sino su
enmascaramiento como nobleza. Eso es lo que hace Wagner:
parece afirmar la vida cuando en realidad sigue ofreciendo re
signación cristiana. Por eso lo llama hechicero, porque engaña,
justo con la música, que para Nietzsche es el ámbito en el que
emanan los instintos más altos, el lugar de la belleza y no de la
verdad, de la exaltación y no del disciplinamiento moral.
Es decir, el caso Wagner es la descripción de una ontología
moderna en la que lo bajo y lo alto están invertidos. Por ello
su reconocimiento y su denuncia es una necesidad, porque es
el signo de la seducción que tiene esta nueva metafísica enmas­
carada. Nietzsche advierte que el agua bendita puede filtrarse
por cualquier pared, sea esta la de la ciencia, la de la política o
la del arte. Si Bayreuth es un templo, el ideal de rebaño puede
venir oculto en la voz aguda de un tenor. No hace falta ya la
monotonía sonora de un sacerdote ni escuchar plegarias en la
iglesia para que el ideal se haga presente. El arte bien puede
ser un modo de expresión que conduzca a una metafísica de
resignación y disciplinamiento.
No se trata de buscar culpables. Wagner no es culpable de
nada, es sólo un signo de lo que ei hombre moderno es. Su fi­
gura permite hacer un diagnóstico, no sólo histórico sino tam­
bién médico: es necesario ser wagneriano, dice Nietzsche en el
prólogo. Esto significa que la salud, es decir, la transvaloración,
sólo es posible después de haber amado el ideal, después de
estar lisiado de Wagner y no por Wagner. En este sentido, la
tarea del filósofo es la del cirujano: debe reconocer aquello que
lo enquista, el tumor que habita en él, abrir su cuerpo y extir­
parlo. Es necesario haber estado enfermo para saber cuándo se
respira aire puro, disolverse en el ideal para combatir contra él.
Es decir, primero amar para después partir. En esa partida, en
ese extrañamiento, radica toda la capacidad creadora. Es apren­
der a guerrear contra las propias debilidades, porque es en ellas
donde un pensamiento reactivo puede enquistarse. De allí que
la talla del enemigo defina la potencia del propio pensar en
tanto se es capaz de reaccionar a la seducción que ofrece un sis­
tema. El hombre débil se recuesta en un orden extraño al suyo;
el fuerte, en cambio, se afirma en su propio hacer después de
haber amado el producto de sus propias debilidades. Ser un ci­
rujano significa extirpar el callo de mansedumbre y raquitismo
que produce toda metafísica.
En este sentido, la moral del noble y la moral del esclavo se
dan a la vez, conviven. Por eso Wagner es necesario, porque da
cuenta de una fatalidad: su vejez, su Parsifal, es el signo de que
lo vital puede volverse estéril. Y a pesar de ser El cuso Wagner un
problema de músicos, tal como dice en el subtítulo, no es por
ello una cuestión estética sino moral. Son las condiciones del es­
píritu libre las que Nietzsche piensa sobre él, los riesgos de vivir
engañado por un mago que nos ilusiona con su arte superior
cuando en realidad esconde en su galera la religión de siempre.
No importa si una fuerza es reactiva; no importa el cristianismo,
Wagner o la moral judía. Nietzsche no opone a una moral otra
mejor; lo que le importa es el enmascaramiento, que una expre­
sión revísta un carácter activo y sea, en su esencia, puro rencor.
Wagner deja de ser un músico para transformarse en un ideal
ascético y su arte, en un vehículo sonoro al más allá.

El amor que siente Nietzsche por Wagner es una obsesión


personal que, por momentos, se hace densa, pesada. En Wag­
ner se reúne todo lo que él quiere ser, las amistades que quie­
re tener, incluso la mujer que podría llegar a amar (Cósima);
también su deseo de ser músico, de escribir partituras más que
libros. Son casi diez años de disputas, de rodeos, de un vínculo
que transita de la admiración al rechazo y del amor al enfrenta­
miento. Y después, otra vez el amor.
De alguna manera sólo sus amigos y parientes cercanos sa­
bían del distanciamiento que tenía con Wagner, su discusión
estaba cercada a su fuero íntimo. Porque lo que aparecía en sus
libros poco y nadie lo leía. Nietzsche era, en todo caso, en la
consideración del público, aquel que había escrito una alabanza
sobre Wagner con motivo de la inauguración de Bayreuth. No
eí que tomaba distancia, ni el que intentaba situarse a su altura.
Aunque empezaba a tener cierto reconocimiento, no dejaba
de ser uno de los tantos profesores que escribían libros sobre
filosofía. Wagner, en cambio, era una marca de exportación de
la cultura alemana y su nombre estaba a la altura de los grandes
compositores de música.
La aparición de El caso Wagner fue una sorpresa. Hubo irri­
tación, distancia, incomprensión, alguna disputa literaria.
En el verano de 1888, cuando parecía que ya lo había dicho
todo, que la disputa estaba definida, Nietzsche le pide a su
editor que publique un nuevo escrito en el que combinaba
diferentes partes de su obra filosófica referidas al músico. Lo
llamó Nietzsche contra Wagner, un testamento de su batalla, un
signo de la lucha que llevó adelante a lo largo de toda su obra
por quitarse de encima su sombra. Y es también una forma de
declararse a sí mismo, que en el despliegue de su pensamiento,
no ha estado nunca solo, que ha combatido siempre contra
aquello que primero admiró y después llegó a aborrecer.
En este libro, Nietzsche se repite a sí mismo aquello que ya
se había dicho: insiste otra vez con aquello de los alemanes, de
la vanidad, de la decadencia moderna; aquí, mientras Wagner
“es apóstol de la castidad”, él es un psicólogo, un “adivinador
de almas”, que describe el riesgo y la necesidad que es preciso
correr con la enfermedad Wagner.
E insiste nuevamente con Parsifal, una obra que a él parece
indicarle que con Wagner se ha equivocado desde hace mucho
tiempo. Por ello vuelve a repetir aquello que escribió en La
genealogía de la moral, donde imagina que tal vez lo que quiso
escribir Wagner en Parsifal es una ironía, que todo lo que pare­
ce serio en realidad está tomado en broma, que es una parodia,
un signo de superioridad a través de la risa. Y si dice esto, no
es porque quiera salvarlo a Wagner; ya, a esta altura, casi lo ha
perdido. Lo que intenta Nietzsche es agrandar todavía más el
pozo en el que se hunde el músico para salvarse él. Con Parsi­
fal, Wagner se pierde definitivamente. Su contenido dramático
es cristianismo puro, del peor.
Nietzsche contra Wagner es su último libro. En él, no hay tex­
tos nuevos sino que consiste en la reunión de aquellos párrafos de
su obra, seleccionados por él mismo, en ios que se enfrenta a su
maestro. Un escrito en el que parece que aquello que Nietzsche
necesita dejar en claro es que su guerra se había iniciado hacía ya
bastante tiempo, como si expusiera al público un diario de desen­
cuentros, las notas de un cuaderno en el que se describe su estra­
tegia de lucha, su modo de combatir, sus primeras derrotas y su
triunfo final. El título es un signo de lo que fue su vida filosófica,
llevada adelante en derredor de un nombre sobre el que se escribe
el suyo, del que pudo separarse con un enorme esfuerzo.
Algunos años antes, en 1885, Nietzsche había confesado:

H e amado y venerado a Richard W agner com o a nadie más; y


si no hubiera tenido al final el mal gusto - o la triste necesidad-
de hacer causa com ún con una clase imposible de espíritus,
con sus seguidores, los wagnerianos, yo habría, por mi parte,
carecido de motivos para decirle adiós durante toda su vida: a
él, al más profundo y audaz, pero también al peor com pren­
dido de todos los difíciles de comprender de nuestros días, al
hom bre co n quien haber tenido la suerte de encontrarm e más
ha podido beneficiarme en el plano del conocim iento; más,
en cualquier caso, de lo que me ha beneficiado cualquier otro
encuentro. D ejando sentado previamente, claro es, lo que no
deja de resultar primario: que su causa y la mía no deben ser
confundidas y que se precisa una fiierte dosis de autosupera-
ción antes de poder distinguir del m odo más estricto, co m o yo
aprendía a hacerlo en este caso, entre suyo y m ío.24

Nietzsche contra Wagner es la traducción filosófica de lo que


es “suyo y mío”, una distinción compleja que Nietzsche nece­
sita especificar sobre el final de su vida lúcida, ver en letras de
molde los partes de guerra que fue escribiendo a lo largo de su
obra y dejar sellado un título en el que cada uno de los nombre
se vean en trincheras enfrentadas.
Desde esta perspectiva pareciera que no hay herencia posible,
que él no es su sucesor. Si todo es crítica, «Qué es lo que hereda
Nietzsche de Wagner? ¿En qué sentido se declara su heredero?
Música, eso es lo que Nietzsche quiere escuchar cuando es­
cribe filosofía, palabras que se articulen melódicamente y no en
dirección a una verdad. En este registro, sólo Wagner es la música:
ninguna partitura lo acerca tanto a su filosofa como las obras de
su maestro. Nietzsche es su traducción literaria, su fundamento,
y también su continuación. Lo que le brinda la cosmología wag­
neriana no es un contenido, contra el que descarga su dinamita
una y otra vez, sino un lenguaje posible para la construcción de
su pensamiento, A esta altura, con toda una obra publicada y con
Wagner ya muerto, las referencias a su música dejan de ser el signo
de una devoción personal para convertirse en el síntoma de un ex­

2 4 Carta de Nictzsche del verano de 1885 en Curt Janz, op. cit.


travío: Nietzsche sabe que el género filosófico, tal como se había
edificado hasta entonces, está acabado. Es decir, ya no es posible
seguir la senda que el pensamiento filosófico había trazado a lo
largo de su historia. Por eso su obra plantea la exigencia de nuevos
oídos; por eso la continua referencia al carácter musical de sus
escritos o la utilización de metáforas sonoras como escala, tempo,
preludio de un pensamiento, melodía.
La relación con Wagner le permite a Nietzsche tomar di­
mensión de su propia carencia y de la necesidad de tener que
forzar a la filosofía a tomar otra dirección. La palabra está aca­
bada, ni siquiera la metáfora puede conducir por fuera de la
necesidad de verdad a la que ella misma direcciona. El lenguaje
angosta, cierra todo sensualismo, genera ilusiones de verdad
en cabezas sin relieve. La música, en cambio, abre, exige un
espíritu noble, aristocrático, lejos del intelectualismo que hace
del pensamiento una roca pesada. Nietzsche pide pies ligeros,
un bailarín que transite por encima de los conceptos sin hacer
de ellos instrumentos de tortura. La nota musical no tiene nin­
guna moral, está más allá del bien y del mal. Es Dionisos contra
el crucificado, la flauta de pan contra el verbo; y él, Nietzsche,
músico, contra el ideal.
Y al ideal necesitaba llamarlo Wagner, necesitaba ver en su
maestro a un traidor. Porque es esa misma traición la que le
permite respirar y componer su propia melodía, abrirse a un
suyo que no lo confunda con un wagneriano más. Por eso in­
siste una y otra vez con Parsifal, a pesar de estremecerse cuando
ejecuta su obertura en el piano. Porque si Wagner no hubiera
envejecido tan cristianamente, si no fuese su obra un regreso
metafísico, Nietzsche hubiera quedado siendo lo que resta, la
sobra, lo que fue en Bayreuth, un intelectual con un libro bajo
el brazo y olvidado en el camino.
En este sentido, la disputa con Wagner seguida hasta el final,
el hecho de que sus últimos libros estén dedicados a él, son el
testimonio de que un modo de hacer filosofía ha muerto. Si la
verdad está vencida, si el pensamiento ha perdido su puerto de
llegada, queda el arte. Eso es, de alguna manera, lo que escribe
en su primer libro y es lo que escribe en el último. El otro lado
de la palabra moralizante, es decir, filosófica, es la música. Y si ha
de sobrevivir la palabra, si todavía es posible seguir navegando
entre conceptos, lo es en un doble sentido: o bien para destruir o
bien, para dar con la sonoridad propia del pensar creador.
En este doble aspecto, la dinamita que arroja contra toda la
historia del pensamiento es de carácter conceptual, de diges­
tión teórica. Así son El anticristo, La genealogía de la m oral y
todos aquellos libros de ataque crítico. Pero lo que ha de ser el
pensamiento del mediodía, su filosofía de la voluntad de poder,
es canto y no concepto. Por ello quiere que su Zaratustra sea
una sinfonía; o escribe que El caso Wagner es un problema de
músicos; o denomina a algunos de sus libros como operetas.
Tai vez esta interpretación resulte demasiado poética, reves­
tida del mismo romanticismo con el que Nietzsche está teñido.
Pero la presencia de Wagner, su continuo remitirse a él, y todo
el aparejo musical que Nietzsche pretende componer no puede
quedar situado solamente como una mera forma de expresión
lingüística. De ser así, ciertos principios de su filosofía podrían
leerse en clave metafísica y toda su doctrina se convertiría en una
mística haciendo del superhombre un ideal cuasi religioso.
Esta relación íntima entre música y palabra tiene una raíz
wagneriana. Que el lenguaje tenga un asiento musical que ex­
cede su precipitado hacía la verdad es la idea de leitmotiv con
ía que el músico compone sus dramas. Debajo de la palabra y
atravesando su sentido, transita un motivo sonoro que conduce
en una dirección distinta a la verdad que ofrece el lenguaje. No
importa el contenido de lo que se diga sino la estructura musical
sobre la que se sostiene. Esta es la forma que encuentra Wagner
de conducir al espectador del relato a la música: Wotan o los
Nibelungos son personajes cuyos textos están sostenidos por un
motivo musical que es propio para cada uno de ellos. Es decir,
el espectador necesita del argumento para sostener su atención,
necesita que le cuenten una historia. En ella, cada uno de los
personajes canta su guión con un leitmotiv musical que le es pro­
pio. Entonces, por debajo de las razones que el lenguaje ofrece,
la música está haciendo su tarea de guiar al espectador hacia ella.
Son armonías, relaciones entre notas, estructuras tonales sobre
las que se edifican las palabras y que conducen por fuera de la
voluntad de verdad que le es propia.
Si Dios es palabra, verdad o ideal y lo mismo sucede con
la ciencia, la religión o la filosofía, la música es el lenguaje en
el que la potencia de un pensamiento puede desplegarse sin el
riesgo de convertirse en una receta moral.
Es en este sentido que Nietzsche se siente el heredero de
Wagner en tanto que lo que él compone ent.su filosofía no son
argumentos sino partituras, es decir, sonoridades filosóficas. El
leitmotiv del pensar no significa, tal como lo sostenía Rous­
seau, que exista una musicalidad natural de la palabra que está
por debajo del lenguaje objetivo que exige la civilización. No
se trata, en Nietzsche, del regreso a un estado de naturaleza
olvidado y mejor, ni de abandonar la condición humana. Al
contrario, toda la propuesta de su Zaratustra consiste en pen­
sar que es necesario superar al hombre: “yo amo a los hom­
bres”, dice en el prólogo. Entonces, ni volver al buen salvaje de
Rousseau, ni amoldarlo a la fuerza del Estado como Hobbes,
sino trasvasarlo.
“El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el su­
perhombre”, una mediación necesaria que ha llegado a su pro­
pio agotamiento. Esto es lo que viene a proclamar Zaratustra,
el anuncio del último hombre. Su deceso es el fin de una forma
de pensar, el cierre de una forma de hacer filosofía. Si el animal
grita y el hombre se empeña por hacer de ese grito un ideal, a
Nietzsche le interesa transvalorar, es decir, el animal que canta, el
superhombre. Zaratustra es la expresión humana final, la última
palabra con impulso de verdad que hay que decir, el anuncio del
último hombre que todavía seduce con su estilo pastoril.
En este mapa, la música es postuma, porque no es moral ni
verdadera ni pacificadora. Debe estar necesariamente fuera de
época, como lo que ha de venir; el arte del futuro, tal como la
pensaba Wagner en su juventud, o la filosofía del mañana, como
la enuncia Nietzsche. Por eso la acusación contra el maestro, la
que se repite cada vez, es que pertenece a su época, como ale­
mán, como moderno y, después de Parsifal, como cristiano.
Insisto: la obsesión por Wagner es la intranquilidad de un
Nietzsche que se queda huérfano de género. Si la filosofía es
Hegel o Schelling o Herder, él no quiere formar parte de ese
rebaño; porque lo ahoga, porque son sistemas donde el ideal
tiene una densidad moral asfixiante, un sitio en el que el pensa­
miento se vuelve estéril y ya no es creador sino reproductor de
una métrica religiosa.
La modernidad administra la caída de Dios, pero lo hace
con reemplazos humanos; es en el mismo tempo que ejecu­
tan su filosofía San Agustín, Kant o el positivismo. Nietzsche
decreta la muerte de Dios y sus efectos son más amplios que
una crítica a la religión judeocristiana. La onda expansiva se
extiende también a los sistemas de pensamiento y con ellos, a
las condiciones de toda la filosofía de Occidente.
Esto es Nietzsche contra Wagner. No la oposición sino la
continuidad; Nietzsche viene a terminar el camino que el mú­
sico trazó en su juventud, del que se desvió a causa del pesimis­
mo de Shopenhauer y de una vanidad desmedida.
Por eso exige que a sus libros no se los lea sino que se los
escuche. Si no hay más verdad, lo que hay es música. La filo­
sofía del libre pensamiento está agotada; el derrumbe de sus
tabiques morales la deja sin nada nuevo que decir. El último
profeta, el último evangelio teórico es el que dice Zaratustra
en cada uno de sus discursos. Ninguno mejor. Con él se cierra
la cantera; anuncia la llegada del superhombre y se calla. Y su
silencio arrastra cualquier otra verdad que pueda ser dicha.
Las secuelas de ser wagneriano son las de abrirle al pen­
samiento una dimensión transvalorativa. Si el concepto es un
juicio de verdad, la filosofía deberá encontrar otro género para
expresarse. Es necesario buscar por detrás de Sócrates, en el es­
píritu musical de la tragedia griega; en su mundo contemporá­
neo, pensar después de Wagner. De un lado y del otro, música.
Si Sócrates es el comienzo del hombre teórico, el viejo Wagner
es el final; los dos están reunidos en un mismo abrazo.
Ahora bien, cuando la música se hace pensamiento, se mo­
raliza; es lo que le sucede a Wagner con su Parsifal. Si, por el
contrario, el pensamiento se hace música, se expande, es decir,
Zaratustra. Por ello imagina que Parsifal puede ser una ironía,
un forma de reírse de un Wagner que recupera su humor. Pero
no lo es, porque si lo fuera, sería Zaratustra. Y mientras éste se
entrega a vivir su destino, aquél, pudiendo ser un trágico, elige
el regreso a la cruz para poder redimirse. Por lo tanto es música
hecha filosofía.
Nietzsche actúa como psicólogo, elige situarse por detrás y
capturar la potencia musical wagneriana sabiendo que eso modi­
fica su propio hacer. Es el mismo plan trazado en El nacimiento
de la tragedia, pero esta vez no para reeditar en Alemania lo que
alguna vez fue en Grecia, sino para prevenirse del destino fatal
que tuvo la tragedia griega. Es decir, si Sófocles y Esquilo murie­
ron de Sócrates, esto fue una necesidad y no un azar. Cualquier
filosofía que suponga al concepto como motor de su hacer (y con
ello, la verdad y la moral), es una amenaza mortal para el arte. En
este sentido, Nietzsche no es quien viene a matar a la tragedia
wagneriana con sus conceptos sino que es su continuación. Para
ello, es necesario cuidar a la obra de Wagner del mismo Wagner
y entender que la filosofía, como voluntad de verdad, ha muerto
el mismo día que ha muerto Dios.

XI

Lo que queda, después de tanta devastación, es la ficción del


pensar, la potencia creativa, Ja desaprensión del artista con su
obra. Ya no hay anclas: ni Dios, ni la ciencia, -rvfc.1 “Estado, ni la
filosofía. Tampoco el hombre como singularidad es el sustrato o
el fin de todo hacer: no hay autosuperación, ni búsqueda de sí
mismo, ni interioridad. Tampoco una transformación personal a
través de la propia obra sino sólo una potencia creadora que se
expresa, que da forma. Un juego, dice Nietzsche, sin nada de la
seriedad que supone cualquier forma de evolución.
En este sentido, pensar en el Ecce homo como la traducción
en palabras de la vida de Nietzsche es un error. Nada más lejos
de su filosofía. Es sólo un escrito, tanto o más potente que otros.
Trazar una línea entre la vida y la obra es moralizador, es el re­
curso que utilizan los espíritus débiles para justificar el arte. Tal
vinculación no existe sino como un juego creativo. No se trata
de que la obra sea la expresión existencial de su autor ni tampoco
creer que es el cuerpo el que sostiene un texto. El arte no tiene
más fundamento que su propio hacer; no hay nada que realizar,
ni destino que cumplir, ni cuerpo que expresar.
Ecce Homo es la creación literaria de sí mismo y no la descrip­
ción de una realidad íntima. Allí Nietzsche dice lo que come,
cuánto camina, habla de la relación con su padre, todas marcas
de su vida privada que parecen venir a fundamentar su acción
como filósofo. Si sus escritos necesitaran anclar en una verdad
existencial para fundamentar su sentido, es nuevamente la exi­
gencia de un orden de verdad que trasciende a la obra. El mismo
reclamo de Wilamowitz cuando Nietzsche escribió E l nacimien­
to de la tragedia: ser verídico, reclamar adecuación entre los es­
critos y los hechos. Pero Nietzsche inventa una tragedia como
inventa un Nietzsche. No importa si Sócrates y Eurípides se co­
nocieron, si uno es el sostén teórico del otro, o si fueron ellos los
que mataron a la tragedia. Del mismo modo, tampoco importa
si Nietzsche camina ocho horas por día o tomaba té o amaba a
los caballos. Reclamar la verdad es suponer que existe un camino
real en la historia, que hay algo que descubrir, que un orden
suprahumano tiene en el mundo su espejo y que es necesario
reproducirlo fielmente. Si Nietzsche inventó una tragedia griega
es porque necesitó de esa genealogía para su presente, la necesi­
tó para hacer de Wagner un poeta y de Alemania un Estado. Se
escriben ficciones, no verdades; ésa es la potencia y el destino de
todo espíritu creador. Y ésa es la marca propia de Nietzsche.
Entonces, si en el Ecce Homo escribe sobre su vida, de cómo
los alimentos o el clima definen el carácter del espíritu alemán,
de cuál es su propia dieta, esto no significa que su filosofía tenga
a esa dieta como necesaria. Es lo que cree, es lo que escribe, es
lo que respira en él; es, en definitiva, su manera de componerse.
No una guía, ni un orden de verdad, ni una ascética para ser
filósofo. La obra de Nietzsche no traduce su cuerpo, lo inventa.
Y ese invento, es eso, un invento, es decir, algo que se crea para
responder a una necesidad presente.
De esta manera, la pérdida de la verdad, aliviana cualquier
texto, lo sitúa en una dimensión estética, le quita el peso de su
moral; para Nietzsche, se hace música. Eccc Homo es su par­
titura, la que necesita inventar como parte final para su obra.
Entonces, si la filosofía ya no tiene a la verdad como ancla,
tampoco es posible pensar que el cuerpo es ei asiento de su
hacer. Porque todo lo dicho es ficción, arte, que en Nietzs­
che es necesariamente sonoro. Por eso la música, porque es
un continente donde la identidad no se establece de acuerdo
a la posesión, a lo que permanece, sino a lo evanescente, a un
sonido que deja de ser en el mismo acto de su ejecución. Como
toda su filosofía.
Segundo m o v im i e n t o
LA FILOSOFÍA COMO MÚSICA

Cuando el médico le anuncia que va a quedarse comple­


tamente sordo, Beethoven escribe uno de sus testamentos a
los veintiocho años de edad. Se siente aislado, en una soledad
que es cada vez más silenciosa. Vive como un desterrado de sí
mismo. Entonces escribe: “¡Estoy resignado! Pero el tener que
refugiarse en esa indiferencia filosófica, a los veintiocho años
de edad, no es cosa fácil y mucho menos para un artista”.25
Resignación y arte, el testamento de Beethoven parece como
una prefiguración de la filosofía que escribe Schopenhauer en
El mundo como voluntad y representación.
En 1870 Richard Wagner escribe su libro Beethoven como
un homenaje por el centenario de su nacimiento. Allí, la vida
del músico y el pensamiento se reúnen en una sola escritura. El
Wagner revolucionario abandona su trinchera más ideológica
cuando lee a Schopenhauer y encuentra, para su obra musi
cal, un fundamento filosófico que la lleva más allá de la mera
composición o ejecución. Es decir, la filosofía le brinda una
puerta de salida que a él le permite justificar y abrir aún más
los alvéolos de su arte. El pensamiento de Schopenhauer le da
un sentido que trasciende a la pura representación teatral: la
música, deja de ser vista como una forma de entretenimiento
para volverse una necesidad vital, de captura directa de lo que
el mundo es.

25 André De Hevesy, Vida. íntima, de Beethoven, Buenos Aires, Anaconda,


1945
Para Nietzsche, la lectura de estos dos libros, Beethoven y
El mundo como voluntad y representación, son la obertura que
prepara el camino para la elaboración de su propia escena. Con
ellos, se despierta a una expresión donde música y filosofía van
a quedar amarradas, con un privilegio aristocrático para la mú­
sica, en tanto que el pensamiento deberá encontrar en ella el
oxígeno necesario para su subsistencia: con Schopenhauer, de
una forma resolutiva; con Wagner, como un proyecto de ac­
ción política.
Durante buena parte del siglo xix, la filosofía respira de ma­
nera hegeliana; a favor o en contra, nadie puede obviar su pensa­
miento. El sentido unitario de la realidad, su carácter dinámico
y ordenado, la determinación racional de todo lo real, trazan el
plano sobre el que va a edificarse toda la discusión filosófica. La
razón gobierna y devora a través de un sistema que anuncia un
punto resolutivo y de llegada. Nada queda por fuera, ni él arte,
ni la fe, ni el Estado, ni la historia. Toda la actividad humana se
entiende en el despliegue de un Espíritu Absoluto que aijrasa
con todo y cuya lógica es la que la razón define.
Uno de los modos que encuentra el pensamiento de agrie­
tar este imperio hegeliano es a través de una filosofía que expre­
se una existencia desencantada, una marca hecha de angustia o
de dolor y que no es contenida por el sistema. La razón tiene
un punto de fuga que no es otra cosa que el dolor de vivir, es
decir, una angustia radical que no encuentra lugar alguno en la
filosofía sistemática de Hegel.
La influencia que recibe Nietzsche, primero de Schopen­
hauer y después de Wagner, lo sitúan sobre este terreno, donde
la razón es cuestionada en nombre del dolor de existir y cuya
respuesta estará dada por el arte.
Así, los conceptos musicales que Nietzsche utiliza a lo largo
de toda su obra no son sólo metáforas. Su uso responde a una
necesidad: del otro lado del arte, es decir de la música, está la
ciencia; por lo tanto, es la intuición estética contra la razón mo­
ralizante. Es lo que va a escribir en El nacimiento de la tragedia:
Esquilo contra Sócrates; o en Homero y la filología- clásica: la mi­
rada de Goethe sobre los griegos contra la ciencia filológica de
Friedrich Wolff. Es un mundo dividido en dos, porque son dos
las maneras de sostener la vida: o se la vive o se la estudia.26
Por ello, si la filosofía queda inscripta en su registro históri­
co, si la línea sucesoria reconoce a Sócrates como su fundador,
lo mejor que podemos tener es a Hegel, es decir, un sistema
racional moderno. Ej regreso a la tragedia que Nietzsche pro­
pone no está animado por una pretensión de verdad sino por
encontrar el modo en que se dice el devenir sin que se petrifi
que en él hielo dé la razón. Melodía y no palabras, armonía más
que sistemas, tensión sonora más que síntesis superadora.
Es la puerta contra la muralla hegeliana que abre Schopen­
hauer y que el Beethoven de Wagner pone en acto. Para Nietzs­
che no se tratan de meros presupuestos filosóficos sino de una
solución expresiva y de sentido, una gramática que no precipite
a la verdad y, por lo tanto, que no sea el zurcido invisible de
la moral. Es decir, una rítmica filosófica -un tempo-, que, en
última instancia, es lo único que puede producir un filósofo.
A primera vista parece una pretensión absurda para un gé­
nero como la filosofía, que viene cabalgando sobre la verdad
desde, casi, sus comienzos. ¿Cómo hacer música del pensa­
miento? ¿Cómo perder la voluntad de verdad que lo fosiliza y
lo vuelve una gramática moral? ¿De qué manera hacerlo danza,
es decir música, y que el pensador se desplace por encima de los
conceptos sin gravedad?
Si el arte ha de salvar a la filología de ser una simple his­
toriografía, también ha de hacerlo con la filosofía. Para ello,
serán necesarios otros presupuestos, lo que significa una crítica
radical a la filosofía clásica y el anuncio de un nuevo modo de
ser. Es la doble dirección con la que puede interpretarse la obra
de Nietzsche: como destrucción y como acto creativo. Pero
la creación puesta ya en otro registro, en un género diferente,

26 “La vida es digna de ser vivida, dice el arte; !a vida es digna de ser estudia­
da, dice la ciencia” (Friedrich Nietzsche, Hom ero y la filología clásica, Madrid,
Ediciones Clásicas, 1 9 9 5 ).
que se abra a los instintos y no a la lógica. Será la filosofía del
futuro, una rítmica cuyo sostén, como en la música, es el tiem­
po y ya no la verdad.
Lo que Nietzsche toma de Schopenhauer lo transfigura y
lo lleva al extremo. Esto significa que, a pesar de la crítica que
posteriormente ha de realizarle a su filosofía, la clave musical
que utiliza es la misma, aunque modifique la altura y la intensi­
dad de las notas (voluntad, ya no como voluntad de vivir, sino
de poder), aunque ya no sea una escala menor sino mayor (del
pesimismo a la jovialidad), aunque el timbre de los sonidos
sea otro (el tiempo, no como condición de la representación
sino como eterno retorno). Es decir, de la filosofía de Schopen­
hauer, Nietzsche se apropia de sus conceptos y los hace modu­
lar de acuerdo con sus propias alteraciones. Esto no significa
que su pensamiento sea una continuación del de aquél; N í c Cz s t
che va a ser crítico de la metafísica de la voluntad en tanto qutj
los derivados a los que puede conducir están más cerca de l,;i
resignación cristiana que del superhombre. Decir que la clave
es la misma es entender que hay una geografía sonora compar­
tida, que Nietzsche lee sobre el pentagrama de Schopenhauer
y compone su obra sobre la misma notación musical: voluntad,
artista, música, genio, tiempo, guerra, vida. Son las notas con
las que traza su propia melodía, alterándolas, cambiándoles su
valor y su altura, obligando a la filosofía a tener otra secuencia
armónica y otra intensidad. A la filosofía y a él mismo.37

II

Lo irracional es el fundamento de todo lo que acontece en


el mundo: ésta es ia piedra fundacional .con la que Schopen

2 7 El primer encuentro con el libro de Sctiopenhauer El mundo como vo­


luntad y representación produjo en Nietzsche un estado de conmoción: “Me
asaltó un violento deseo de conocerme, de socavarme a mí mismo”, escribe en
su primera autobiografía, De nú vida (Madrid, Valdemar, 1997).
hauer inaugura el pensamiento contemporáneo. La voluntad
de vivir, ciega y sin lógica, es la esencia del mundo y, por lo
tanto, su presencia atraviesa la totalidad de todo lo que es,
desde los minerales hasta el hombre. Una fuerza que carece
de racionalidad y de la que sólo podemos dar cuenta de sus
efectos. Todo quiere, en el peso de un piedra, en el desplegarse
de una flor, en la ferocidad de un animal o en la necesidad de
verdad de los hombres. La voluntad es un único querer que se
manifiesta en grados -inferiores y superiores, de los minerales
a los hombres- y su acción en el mundo está impresa en todo
lo existente.
Hasta aquí, una metafísica más, un principio trascenden­
te que permite explicar todo lo que acontece a partir de un
único componente. Ahora bien, lo paradójico, lo problemático
de esta manifestación, es que la voluntad, siendo una, se hace
múltiple, no porque se divida en partes, sino porque siendo
siempre una totalidad se manifiesta de manera diversa. Por lo
tanto, todo lo que es, cada querer, a la vez que es individual,
es toda la voluntad. Y si es perversa su acción es porque la
individualidad que de ella se desprende como manifestación,
da cuenta de una carencia perpetua: el querer singular es la ex­
presión de la voluntad de pretender ser una, en tanto busca re­
unirse otra vez en su unidad originaria. Si un animal se alimenta
con hierbas, es porque quiere absorber la voluntad impresa en
la hierba; si el hombre se enamora, va en ello el deseo de apro­
piarse de la voluntad del ser amado. Es lo múltiple que busca
continuamente lo uno: todo lo que existe, es carente y, si quie­
re y desea, es porque intenta reunir es sí mismo la totalidad de
lo que es. De este modo, la voluntad de vivir hace del mundo
un campo de batalla y de todo lo existente, seres en guerra, en
tanto cada individuo busca ser toda la voluntad. Las relaciones
son combates, aunque estén cubiertas con el disfraz del amor,
de la educación o de la supervivencia. Por ello, la vida es dolor
y el deseo, el motor de la desdicha; porque cuanto mayor sea
el querer individual, más distante es la unidad de la voluntad.
Los hombres imaginan que la obtención del objeto de su deseo
significa la detención del querer. Pero no. Por el contrario, su
intensidad es ei síntoma de la desesperación que la voluntad
produce en el hombre: cuanto mayor el querer, mayor es la
distancia con una satisfacción final.
Es decir, lo irracional es la trama sobre la que se sostiene el
apetito humano, que lejos de ser la razón de su felicidad, es la
causa de su infortunio.
Ahora bien: una vez comprendidos los efectos de la volun­
tad, Schopenhauer cree necesario desarmar en partes la forma
en que ésta opera sobre los hombres, con el fin de dar una solu­
ción definitiva a tanta desgracia. Como un verdadero ingeniero
metafísico, describe su mecánica de funcionamiento combinan­
do las doctrinas de Platón y de Kant.
La voluntad de vivir tiene en las “Ideas” una forma directa
de objetivarse. Derivado del concepto platónico, éstas son pro­
piedades comunes que comparten los seres individuales. Así, las
propiedades del reino animal dan cuenta del modo en el que la
voluntad se manifiesta en la multiplicidad de todos los animales
existentes en la tierra. Esto significa que entre la voluntad irra­
cional y cada individuo del mundo, Schopenhauer supone una
instancia intermedia, más general, más abstracta, que permite
agrupar a los seres de acuerdo a sus propiedades.
En el hombre, la forma de objetivarse la voluntad es a través
de la representación, de las distintas formas de manifestación
que tiene el principio de razón suficiente. Derivado de la fi­
losofía de Kant, aunque con alteraciones, todo lo que para el
hombre es en el mundo, queda sometido a las condiciones que
él mismo impone: el tiempo, el espacio y la causalidad, no son
sino humanos y permiten componer, a partir de una cuádruple
raíz, la totalidad del sentido. Lo que el hombre representa no
es sino acuñado por su propia actividad, es efecto de su hacer. A
la manera kantiana, para Schopenhauer no hay un sentido pro­
pio de un mundo objetivo sino que el sentido del mundo es,
en tanto hay una actividad humana que lo produce y lo dice. Es
decir, hacemos ciencia y entonces creemos que ios postulados
y leyes que enunciamos son un espejo de lo que es en sí; fun­
darnos una verdad, una moral, una forma de abstracción, con
el convencimiento de que esas formulaciones se corresponden
con lo real, pero 110 son más que el producto de nuestra propia
capacidad. Así nos hace ser la voluntad a los hombres: seres de
representación que crean una totalidad de sentido, a través de
su pensamiento y de su acción.
Navegamos en un mundo de ilusiones, y creemos que esas
ilusiones son ciertas, que hablan de nosotros, que nos dan un
camino de realización. Comprendemos lo que nos rodea, lo or­
denamos en leyes, en prescripciones, trazamos recorridos para
la existencia con la convicción de que nuestro querer va a com­
pletarse de una vez por todas. Pero no, el hombre es arrastrado
por una fuerza inagotable que lo habita todo el tiempo, que
no encuentra satisfacción en nada. Desea una y otra vez, busca
en la verdad, en el amor, en las religiones, en la ciencia, pero
el fluido de ese querer lo sigue como una sombra devoradora
que 110 lo deja en paz. La acción de la voluntad es una fuerza
que nunca se colma, que nos hace seres sufrientes, que nos lleva
de aquí para allá con la sospecha de que en cada nuevo rincón
estará al fin la dicha y lejos de ello, en lugar de quietud encon­
tramos aún más ansiedad.
Éste es el dolor de existir: no sólo el de ser presas de una
potencia irracional, sino además el de estar perpetuamente en­
gañados por mi mundo de ilusiones en el que aquella fuerza
que nos gobierna de la mañana a la noche, que nos mantiene
tensos y con la piel estirada, jamás encuentra descanso.
Ahora bien, si la fuerza de la voluntad nos atraviesa, si el
efecto de su acción irracional es el dolor, y si el hombre es una
objetivación de la voluntad en un grado superior, en tanto ser
de representación, se encuentra en él mismo la posibilidad de
detener semejante desdicha.
Es decir, de lo que se trata es de superar el principio de in­
dividuación o, lo que es lo mismo, interrumpir la acción de la
voluntad. Para el conocimiento, esta posibilidad está vedada
porque la representación es presa de la voluntad, de manera
tal que no puede dar nunca con la cerradura que desate sus
cadenas. El esfuerzo del hombre por conocer lo incondiciona-
do, de hacerlo fundamento de su actividad es imposible para
el entendimiento. La ciencia desconoce que sus afirmaciones
son la expresión de un presidiario, que el límite de su movi­
lidad está marcado por la extensión que tiene la cadena del
mundo fenoménico. Lo que aparece a la razón no es cl.etrn del
mundo, sino apenas una sombra, un ilusión con pretensiones
de universalidad.
El dolor de existir sigue presente mientras el querer indivi­
dual actúe en el hombre. Por lo tanto, es necesario suspender
el deseo y, de esa manera, detener el sufrimiento. Pero esto no
es posible de ser llevado adelante por un individuo sino por
un sujeto puro, es decir, “alguien que reposa y se pierde en
la contemplación”. No por el hombre moderno, que desea y
queda atrapado en la red de su propia individualidad, sino por
aquel que es capaz de olvidarse de sí mismo para extraviarse
y disolverse con el mundo. Schopenhauer cita a Byron: “Las
montañas, los mares, los cielos, <no son una parte de mí mismo
y de mi alma, como soy yo también una parte de ellos?”.
Es decir, es el artista el sujeto puro que contempla, que
puede desprenderse de la voluntad de verdad a la que queda
sometido por la razón, que es capaz de alzarse por encima de
lo que ofrecen las cosas y dar con el en sí del mundo. Una
actividad con riesgos, porque la voluntad coerciona a una in­
telección del mundo, a una comprensión moderna; intenta
imponerse mostrando que lo que está más allá de los límites
del entendimiento, lo que queda por fuera del conocer, es un
abismo sin sentido que es necesario abandonar.
El artista, en cambio, disuelve su propia individualidad y se
hace uno con el mundo en la contemplación. No busca discer­
nir ni pretende enmarcar el mundo a las condiciones de la razón
pues no es uno más de los hombres que angosta el mundo a
sus propios límites. El artista transita por encima del sentido
común, y si está por fuera de la ilusión humana es porque la
obra de arte da cuenta de que el nomadismo doloroso al que
nos somete la voluntad puede detenerse en la contemplación:
es la arquitectura, la pintura, la poesía y la tragedia.
Un poco más allá, la música, para Schopenhauer, el arte su­
perior. Porque, a diferencia de las otras formas de arte, la músi­
ca es una expresión inmediata de la voluntad en tanto 110 imita
ni reproduce nada de la realidad sino que, de algún modo, la
constituye. Podría no haber mundo y sin embargo, la música
sería posible.

III

Se abre así otro mapa de desciframiento ontológico. El ca­


mino de la representación es un teatro en el que el dolor, el
deseo y la ilusión intercambian sus roles. El hombre es una
marioneta conducida por la mano irracional de la voluntad en
dirección a su propia desgracia. Elucidar el mundo como un
sistema de razones es el signo de su extravío, de su alienación
deseante. La modernidad, que hacía de la ciencia su estandarte
guerrero contra la imaginería cristiana, con Schopenhauer, se
muerde a sí misma hasta desangrarse. El optimismo iluminista
del siglo xvni ya no es un oasis en medio del dogmatismo reli­
gioso, sino un espejismo que hace más profunda la desespera­
ción. El dolor de existir no se calma con las leyes de la física, ni
con el Estado, ni con la dialéctica hegeliana. Que todo lo real
sea racional es una quimera que no sólo engaña a los hombres
sino que además hace aún más agudo su dolor. La razón, que
se nos aparece como una tabla de salvación en el medio del mar
de la existencia, en realidad es una piedra que nos hunde, len­
tamente y sin darnos cuenta, hasta su lecho más hondo.
La modernidad fracasa con los mismos argumentos con los
que se había edificado. La civilización de la razón, con su eco­
nomía, su política, su afán de conquista, está destinada a una
tortura errante que no es más que el efecto del misino deseo
sobre el que sostiene su espasmódica alegría.
Para Schopenhauer, la única forma humana de detener esta
fiebre de movimiento inútil y moderno es la música. Su objeto es
la voluntad, es decir, el fundamento de todo io que es, pero no
de la manera racional en la que lo disecciona la ciencia, sino de
forma contemplativa. Esto quiere decir que ya no hay sufrimien­
to porque, a través de la música, la esencia interior del mundo
y la del yo se reúnen. Entonces, cada sonido, es más que una
expresión humana: es la misma voluntad la que dice su ser.
En este sentido, es posible una comprensión musical del
mundo, una ontología sonora que prescinda de cualquier re­
flexión racional y que tenga en la música su fundamento. Esto
significa que todo lo que es, desde la naturaleza inorgánica a
la humana, debe ser apreciado, no como un constructo racio­
nal ordenado por leyes, sino como una forma musical de ser.
Así, por ejemplo, el bajo figurado -con el que Bach creía estar
dando tributo a Dios- da cuenta de los grados inferiores de
objetivación de la voluntad, de la mateiia inorgánica, “la más
grosera, en la cual todo descansa y de la cual nace y se desa­
rrolla todo” .28 Por ello es la materia más lenta, la forma más
elemental de existencia, en donde, debido a la gravedad de sus
notas, es casi imposible realizar variaciones. La mano izquier­
da del clave son las propiedades primordiales de la naturale­
za; su sonido, como el de la materia, es tari originario como
impenetrable.
A diferencia de este grado bajo de objetivación, el hombre
es melodía, variación, en tanto puede desarrollar sus pensa­
mientos como una relación continua y sucesiva de notas.
Insisto que esto no es una metáfora ni una manera musical
de representar la realidad. La música es la realidad misma: por
debajo de un pensar, siempre suena una melodía que, por la vo­
luntad de verdad sobre la que se sostiene ese pensar, se vuelve
inaudible. De alguna manera la música y el pensamiento son lo

28 Ai'thur Schopenhauer, E l mtmdo como voluntad y representación , México,


Porrúa, 1997.
mismo, sólo que la música es la esencia misma, mientras que la
reflexión es un fantasma singular y engañoso de esa esencia.
Así, la música “habla”, no con conceptos, sino con sonidos.
Esto no quiere decir que carezca de significaciones sino que
estas son dichas en otro lenguaje, uno que no es el de la razón,
y que por ello mismo da con el en sí del mundo. La música es
la misma voluntad, una fuerza irracional que se hace armonía,
melodía y ritmo, que “expresa la quintaesencia de la vida y sus
acontecimientos” .
La preocupación de la modernidad por descubrir una ver­
dad racional en cada rincón del mundo, queda sumergida, de
la mano de Schopenhauer, en una densidad sonora: si los con­
ceptos son estériles, si dan cuenta de la generalidad a través de
la abstracción y el sistema, ia música expresa lo universal, llega
hasta donde hay que llegar. Su poder sobre el espíritu del hom­
bre no tiene límites. Es otro género, uno más real, que remite
de manera inmediata a la intimidad del mundo, a lo que es y no
a lo que de él es posible representar.
La irracionalidad de la voluntad encuentra en la música un
lenguaje posible para los hombres, que no está hecho de con­
ceptos, sino de sonidos que abren las puertas de lo incondicio-
nado. Como si el fondo de todo existir, el misterio de la vida,
tuviera sólo una forma melódica de manifestarse. La verdad
de todo lo que es, el en sí del mundo, elige a las notas musica­
les como su única traducción para los hombres. La esencia del
mundo es musical, armonía y melodía reunidas; es puro tiempo
presente, como el tiempo de la voluntad y, por lo tanto, el de
la vida.
En esta configuración, la filosofía entendida como armazón
dialéctica está vencida. No es posible un saber pleno y acabado
sobre la realidad ya que el fondo incondicionado que ésta tiene
no puede ser aprehendido por la razón. Schopenhauer piensa
que una verdadera filosofía sería aquella que pudiera traducir
la música en conceptos: imagina caprichosamente a Rousseau,
como una melodía sin armonía; o a una metafísica sin su ética
correspondiente, como una pura estructura armónica. No se
trata de la intersección entre la filosofía y la música sino de la
disolución de sus fronteras.
Sobre este suelo irregular, de identidades mezcladas, se des­
lizan tanto Wagner como Nietzsche. La filosofía contra-mo­
derna de Schopenhauer es una reacción necesaria para que el
arte no sea una forma más de entretenimiento burgués y para
que la música sea considerada como una expresión aristocráti­
ca. Mientras la muchedumbre vive presa de la representación,
el genio musical vive en soledad, emancipado transitoriamente
del dolor, pero sin la comprensión de su propio entorno. La
multitud moderna habla, especula, razona; pero el músico no
escucha esas palabras. Está sordo para un mundo que se repite
en la especulación y el apetito. Escucha otra cosa, más primor­
dial, más desesperante, más genuina. Y compone una melodía
que es a la vez la suya propia y la del mundo.
Así es Beetheven para Wagner, un que habita su
silencio auditivo como una expresión de su singular beatitud.
Su sordera no es una discap acidad física sino un signo de la
abundancia de su ser, la marca de su santidad. No escucha las
voces desesperadas del mundo moderno sino la inaudible me­
lodía de lo primordial.
Para Wagner, Beethoven es la expresión sonora del pensa­
miento de Schopenhauer sobre la música, del carácter ontoló-
gico que ésta tiene. No alcanza con escuchar sus sinfonías ni
sus cuartetos. Es necesario situarlo en orden a una idea, hacer
articular sus melodías con una finalidad que las trascienda, que
le den cuerpo.
Nuevamente filosofía y música entrelazadas. Wagner, un
ávido lector de la filosofía de Schopenhauer, y luego Nietzsche,
son su cría: la voluntad será el drama musical wagneriano o la
canción de la noche que entona Zaratustra. Sus primeros hijos
mestizos.
En su libro Beethmm-, Wagner traduce el pensamiento mu­
sical de Schopenhauer a sus propias preocupaciones: el músico
como genio, la relación entre la música y la nación alemana
y una crítica a la modernidad. La razón que lo anima a escri­
birlo es doble: por un lado, la conmemoración del centenario
del nacimiento de Beethoven; por otro, la victoria del Ejército
prusiano en la guerra de 1870. Ambas circunstancias están re­
unidas en uña única necesidad que es la de rescatar' el espíritu
profundo y el carácter valeroso de la nación alemana. Es decir,
al igual que El nacimiento de la tragedia, este libro de Wagner
es un escrito político enmascarado en una inquietud estética.
La figura de Beethoven no sólo le permite definir ai músico
como una suerte de padre espiritual del pueblo, sino que ade­
más, la metafísica del artista tomada de El mundo como volun­
tad y representación., es eficaz tanto para hablar de Beethoven
como para situarse él mismo como su único sucesor musical.
La incomprensión del público, las dificultades económicas, el
lugar del drama en relación a la ópera, son algunos de ios ele­
mentos que Wagner encuentra en Beethoven y, aunque no lo
diga de manera explícita, semejantes a los que a él le acontecen.
Por lo tanto, si hay una filosofía que haga de la música una
forma superior de la actividad humana, compromete tanto a
Beethoven como a él mismo.
Por eso dice completar la obra de Schopenhauer, porque
este, “como profano, no estaba familiarizado con la música” y
entonces, muchos de los misterios relativos al oficio sólo pue­
den ser develados por un músico, es decir, por propia pluma y
su “singular” inteligencia.
La cuestión con la que se abre el texto es tratar de explicar
cómo es el lazo que une a un gran artista con su nación. Wag­
ner lo define casi de manera inmediata: a diferencia de las otras
artes, en ia música, la raíz de la relación es profunda. ;Por qué?
Porque el músico está en contacto con lo inconsciente, con lo
íntimo y no visible, es decir, con la interioridad misma de la
realidad. Esa intimidad es eí fundamento de toda la existen­
cia, de lo que es absolutamente. Esto significa que la música
expresa un mundo verdadero, el grito más elemental de la na­
turaleza, sin aditamento ni maquillaje alguno. Lo mismo qüe
dice Schopenhauer, con el mismo síntoma de inconformismo
respecto de la modernidad: es necesario abrir una nueva di­
mensión en una realidad que es puro dolor y banalidad. Como
el ensueño es en la vigilia, la música es en el mundo. Es decir,
si el mundo moderno nos ofrece moda y periódicos y “un arte
postizo desprovisto de alma”, y ópera italiana y ballet francés;
si está “democratizado el gusto artístico” y la vigilia es sólo
novedad y orden civilizado, hay otro mundo, más profundo,
más real, “más alemán”. A través de la música, ese mundo in­
consciente y verdadero se hace visible con otros ojos y no con
aquellos que nos muestra la vida cotidiana. Los sonidos son
una red que alteran las facultades perceptivas, las embriaga,
hasta traspasar el límite de la vida consciente y abrir las puertas
de una “lucidez sonámbula”.
Si el músico tiene esta capacidad casi chamánica es, siguien­
do a Schopenhauer, porque su arte es el mundo en sí mismo y
no su representación, es la voluntad dicha en sonidos, lo ver­
dadero, lo que es y no una copia. En este sentido, el músico
es generoso y su generosidad es política: su actividad es la que
le permite al pueblo situarse por fuera de un mundo sometido
a la falsedad y al engaño. Esto quiere decir que la música tras­
ciende los límites del sentimiento personal y tiene una misión
por fuera del arte en tanto debe conducir al pueblo a la toma de
conciencia de su propia naturaleza. Así, el músico es una guía
metafísica que va delineando el camino en dirección a la intimi­
dad singular e inconsciente de cada uno de sus oyentes. Revela,
descubre lo que está oculto, convoca, a través de los sonidos, a
lo más esencial que existe en cada hombre.
Ahora bien, ;de qué manera el músico trasciende el mundo
de los fenómenos y permite que el pueblo vea en sí mismo ese
otro mundo interior que habita en él? ¿Dónde radica la capa­
cidad de la música para conducir hasta lo más profundo, hasta
lo que se escapa siempre y que no es otra cosa que la fuerza
primaria de la que brota la vida misma?
La música no es plástica, no tiene un vínculo directo con lo
cotidiano ni es una transfiguración del mundo conocido. No
hay conceptos ni formas. A diferencia de la poesía, que funda
sentido a través de la palabra, o de la pintura, que lo hace a
través de la representación, la música es abstracta. Su arte no
es la expresión en sonidos ni de la realidad ni de los afectos. Su
carácter sonoro conduce a un tipo de expectación mucho más
compleja, porque su materia es sutil, inasible, fugitiva. Y al no
precisar del mundo, al no ser una copia de éste, la música pa­
rece no ofrecer ningún argumento y mucho menos un destino
de llegada.
La pregunta que se formula Wagner es por el sentido de la
música en la vida de los hombres. En el resto de las artes está
claro: el mundo se hace más bello ya que se vuelve objeto de
contemplación. Es decir, es imitación revestida de hermosura.
Pero en la música no hay ningún mundo detrás.
Por lo tantó; sí no son los sentimientos, si no es un recreo,
un espectáculo q una forma de entretenimiento, ¿qué es lo que
une al pueblo cón el arte de los sonidos? El elemento esencial
de la música es la armonía; pero como ésta no es imitación, es
imposible que se una a las representaciones habituales de los
hombres. La vida cotidiana no es más bella con la música y, sin
embargo, su acción y sus efectos son más penetrantes.
El contacto entre ese mundo de la embriaguez musical y el
mundo moderno de la representación parece clausurado. Pero
Wagner encuentra un puente, un lazo que hace posible a la
música como un arte para los hombres:

P or el orden rítmico de los sonidos, el músico entra bien pronto


en contacto con el m undo plástico sensible, merced particular­
mente a la analogía de las leyes según las cuales el movimiento
de los cuerpos visibles se manifiesta de una manera inteligible
a nuestra intuición.29

La cara visible y popular de lo inmenso y estremecedor que


es la música, es el ritmo. Es decir, si la música entra en el mundo
de los hombres es a través del tiempo, el mismo principio que
tienen los cuerpos en su movimiento. El tiempo es el pie que se
mueve, la mano que golpea, la sucesión y el silencio. El ritmo
puesto en los cuerpos es la expresión musical de la unidad ori­
ginaria de todo lo existente y, por lo tanto, es lo primario y
común a todos los hombres.
El músico tiene en sus manos la capacidad de abrir el uni­
verso de la irracionalidad de la voluntad de manera rítmica para
ingresar entonces a la armonía, al elemento esencial de la músi­
ca. Allí, la intimidad del hombre y del mundo se reúnen porque
son una y la misma. Es la experiencia de lo sublime, el éxtasis de
estar en presencia, de modo directo, con lo infinito. Pero no a
través de la conciencia, porque la embriaguez de lo incondicio-
nado carece de lógica, sino con “un ojo vuelto hacia el interior,
que dirigido hacia ef exterior, se vuelve órgano auditivo”.
Esto significa que la música no queda sometida a la utilidad
que el mundo moderno exige. Su rango es superior. Debe re­
velar lo que está oculto, debe fundar un principio por encima
de los apetitos burgueses, debe reunir lo que es común a todos
los hombres, para hacer de ellos un pueblo y con el pueblo, una
nación definitiva. Esta es la transformación a la que conduce la
música: el encuentro con la embriaguez de lo en sí., con aquello
que no tiene representación en el mundo, significa un cambio
de dirección. Porque aquello que es inconsciente, lo que se re­
trae a la experiencia de un mundo moderno hecho de novedad
y de moda, es el fundamento para una amalgama profunda.
Por eso la experiencia bélica y Beethoven son dos caras de una
misma moneda: la música hace posible la reunión de lo autén­

2 9 íÜchard Wagner, Beethoven, Buenos Aires> Schapire, 1943.


ticamente alemán. Es decir, contra la dispersión moderna, la
unidad política del pueblo a través de la obra musical.
Ahora bien, las leyes de la rítmica son racionales; el ritmo
puede tender a una regularidad arquitectónica que está lejos
de la esencia de la música que conduce a lo incondicionado.
Y esto constituye un peligro: si el ritmo es lo que gobierna, si
es la simetría y lo regular lo que define la escucha, esto puede
hacer que la música ya no refiera a lo en sí del mundo sino que
se extravíe “en la ilusión de la representación de las cosas exte­
riores”. Perdería, entonces, su fuerza primaria de irracionalidad
y la música sería sólo un espectáculo, como el ballet o la ópera.
Esto quiere decir que lo monstruoso pierde su carácter de tal
para volverse una mera forma exterior. Es lo que Wagner llama
el jesuitismo musical, una manera de falsificar a la música, de la
misma forma que la orden de los jesuítas lo hizo con la verda­
dera religión.
Sólo el genio, es decir Beethoven, es capaz de producir un
arte musical que no sea vacío. De alguna manera la historia de
la música anduvo a la deriva, preocupada más por las sonori­
dades de lo cotidiano, por reproducir las relaciones exteriores
entre las cosas, más cerca de la escultura y de la pintura que de
su propia potencia. Haydn, dice Wagner, era un sirviente de
la corte; Mozart, un alma inquieta que no supo cómo llevar
adelante su obra. Por eso Beethoven es el genio que la música
esperaba, casi como una necesidad histórica. Es a través de su
obra qué se invirtió aquel carácter formal y de superficie y en­
tonces la música pudo Ilegal' hasta lo más profundo, es decir,
“más allá de los montes”. Su naturaleza alemana, su espíritu
serio y dotado, rico en formas, vigoroso, es tanta la fuerza de
la personalidad de Beethoven que su arte tiene la misión de
arrebatarle, no sólo al pueblo alemán, sino a todo el espíritu
humano, su profundo abatimiento: “el espíritu alemán debe
dirigir a su pueblo para que haga felices a los otros pueblos [...]
[porque] el alemán es valiente”.
Pero no se trata de hacer una revolución. El alemán es re­
formador y no revolucionario, como sí lo es el pueblo francés.
Por ello Beethoven es a la música, lo que Lutero al cristianis­
mo, una forma de profundizar y volver sublime lo que tiene
destino de volverse sombra. En esta conversión, ya no va a ser
Haydn su maestro, sino Bach, el único antecedente posible que
es capaz de abrir, en el espíritu de Beethoven, ios enigmas de
toda la existencia.
Beethoven es casi un santo, un vidente, un mago. Es como
el adivino Tiresias, quien lo ve todo siendo ciego, así Beetho­
ven escucha a pesar de su sordera. <Qué ve aquél? ¿Qué escucha
éste? “Al hombre, profundamente feliz en sí mismo.”
¿Qué es lo que su presencia le aporta a la historia de la mú­
sica? El privilegio de la melodía, es decir, “un retorno a la sim­
plicidad suprema de la naturaleza”. Y si la palabra está presente,
si ia Novena. Sinfonía tiene los versos de Schilier, no es porque
necesite del sentido verbal para poder fundar su vitalidad. La
melodía arrasa con cualquier significación; su vigor es tal que
el oyente deja de ser pasivo y se vuelve coro. No importan los
conceptos sino la línea melódica, que es en definitiva lo que
reúne al músico y al pueblo en una misma intimidad cantada.
Es juego, inocencia, simplicidad, alegría, la voz de un pueblo
unido que llega a producir un “estremecimiento sagrado”.
Si la palabra y la música se reúnen, las puertas para el drama
musical están abiertas. Entonces Wagner relaciona a Shakes­
peare con Beethoven, los pone a la misma altura. Son lo mismo
uno y otro: la escritura de Shakespeare se vuelve sonido; los
motivos de Beethoven, formas literarias. Pero la prioridad sigue
siendo de la música y no de! lenguajl^si es posible que una li­
teratura sea drama, lo es porque un a priori musical se impone
sobre el dramaturgo. Es decir, una forma musical previa que
deterrnina los contenidos literarios, que los lleva a ser sonori­
dades y no conceptos. Por lo tanto, lejos de la representación
y la intriga a la que conduce la palabra y en armonía con lo
estremecedor de la voluntad. En este sentido, todo verdadero
escritor, es también un músico.
Wagner describe un pasaje de uno de los cuartetos de cuer­
das de Beethoven. Es la voz de Schopenhauer alterada por el
cifrado de su pluma, por su a priori musical. Una mixtura cuyo
efecto final parece indicar el tono con el que Nietzsche deberá
escribir su filosofía.

Es la danza del mundo mismo: placer salvaje, queja dolorosa,


éxtasis de am or, suprema alegría, gemidos, furia, voluptuosi­
dad y sufrimiento; resplandores cruzan el aire, el trueno ruge;
y por encim a de todo, el formidable violinista que fuerza y
domina to d o , orgulloso y seguro a través de los turbiones nos
conduce al abismo; sonríe sobre él, porque este encantamiento
no era para él, sin embargo, más que un juego.30

Si la palabra tiene un a priori musical, si la condición del len­


guaje escrito es la nota y no el concepto; si por detrás de toda
reflexión hay una leitmotiv como condición de posibilidad, el
pensamiento filosófico cambia su estatuto. El filósofo ya no es­
pecula, canta su propia melodía.

Un pensamiento no influye en otro, se desangra en otro.


Para sostener esta perspectiva de análisis es necesario invertir
el orden cronológico. Así, por ejemplo, la filosofía de Hume
no influye sobre la de Kant sino que Kant desangra a Hume
a su modo, lo hiere en el punto exacto donde él necesita para
despertarse de su dogmático sueño alemán. En esta manera
de comprender la relación entre los pensamientos, lo anterior
no supone necesidad causal sino apropiación: es el presente el
que confisca el pasado y no el pasado el que determina lo que
es presente. Siguiendo con el ejemplo, Hume no influye sobre
Kant sino que éste permite, quiere, exige que aquél sea en su
obra.

30 Richard Wagner, op. cit.


En la música, esta marca está dada por el acento, una indi­
cación gráfica que se escribe en una partitura, justo encima de
una nota, para que esta tenga mayor intensidad que las otras.
Es una manera de subrayar, de arreglar una composición, sin
que esta pierda su propia identidad sonora. No es una fusión ni
una mezcla; es un tajo, una intensidad que hiere y determina
lo que ya fue escrito con anterioridad, a partir de esa marca
presente.
Schopenhauer se desangra en Nietzsche a partir de las mar­
cas que éste escribe en la partitura filosófica de aquél. Los acen­
tos que traza son los que Nietzsche hace necesarios para com­
poner una perspectiva propia y de la cual ha de derivar toda su
música.
Tal vez, de las múltiples relaciones que es posible establecer
entre ambos pensamientos, la idea de una voluntad irracional
como principio del hacer humano sea la más poderosa. Porque
a partir de los dos caminos que traza Schopenhauer como for­
mas de objetivación en el hombre -Ja voluntad como represen
tación y la voluntad como arte—, Nietzsche acentúa el primero
como una voluntad de verdad derivada de un único principio
estético, es decir, de la voluntad objetivada en el arte. Esto
significa que el querer sólo tiene una forma de manifestación
y no dos. El hombre es creador, ésta es la única definición del
ser que admite Nietzsche. De este modo, la ciencia pierde su
autonomía y toda su producción es relativa a esta necesidad de
creación derivada de la voluntad.
Si bien Nietzsche, en los primeros años de su filosofía, está
investido de una metafísica del artista de corte romántico, la
matriz de la voluntad como fundamento estético va a seguir
siendo el sustento, en toda su obra, de un aparato crítico de­
vastador. Si la voluntad de verdad es considerada como uno de
los posibles efectos de una monstruosidad irracional, ía verdad
pierde su suelo de necesidad y se vuelve relativa a una fuerza
externa a su propia condición. Esta es la partitura de Schopen­
hauer en la que Nietzsche acentúa un doble aspecto: por un
lado, el carácter moral de esa verdad y su pretensión de disci-
pijnamiento sobre los hombres; por otro, lo ya dicho, su origen
en un impulso estético, es decir, su definición de toda verdad,
sea la de la ciencia o de la religión, como creación artística.
El carácter de representación inaugurado por Schopenhauer
la vuelve relativa y ya no un éxtasis final, como en Hegel; la
con d ición estética y moralizante acentuada por Nietzsche le
quita su ingenuidad descriptiva y la expone como voluntad de

De este modo, la modernidad científica, que tuvo su origen


en el combate a muerte librado contra el pensamiento religio­
so, reproduce los mismos principios contra los que la ciencia
moderna descargó toda su batería racional. Es decir, son lo
mismo la ciencia objetiva y la religión: Giordano Bruno es un
mártir de la verdad como lo fue Juan el Bautista. Y lo mismo
puede predicarse de toda la filosofía cuando reconoce a Sócra­
tes como su primera víctima. A esa historia común Nietzsche la
califica como un gran error y la llama metafísica.
E1 reconocimiento de un origen estético de la verdad signifi­
ca horadar el carácter moral de cualquier producción humana y
saber que todo pensar no es más que la producción de sombras
o fantasmas derivados del instinto creador de los hombres.
Éste es el pie de la filosofía de Nietzsche: si la actividad
humana es fuerza, impulso, instinto, voluntad de poder; si la
raíz de todo hacer es una potencia creadora y no un fin tras­
cendente que busca un mundo ideal, entonces es posible un
pensamiento extramoral, otra filosofía, que sea conducida por
el espíritu del arte y no por el de la verdad.
Es en este punto, Nietzsche abandona la partitura de El
mundo como voluntad y representación. Para Schopenhauer la
contemplación estética es apenas una anestesia frente al dolor
que supone todo deseo. Inclusive la música, a pesar de su cua­
lidad aristocrática, funciona como un opio que suspende el
dolor de manera transitoria. En última instancia, el arte sólo
tiene una función terapéutica. Para su filosofía, la forma de fre­
nar definitivamente la acción de la voluntad es con la figura del
asceta, aquel que ya no desea pues se resigna al destino doloro­
so del mundo y sólo hace silencio.
Por ello Nietzsche se detiene en el libro iii de la obra de
Schopenhauer, en el artista como genio y en la música como
lenguaje. Porque esto le abre a la filosofía un territorio expre­
sivo diferencial que le permite a Nietzsche atravesar su historia
con un martillo, una herramienta teórica con la que es posible
derribar los monumentos edificados por la verdad y encontrar,
en medio de tanta devastación, a la vida misma. Es decir, la
voluntad de vivir que produce sufrimiento, se hace voluntad de
poder, vital, exuberante, fecunda.
Entonces, el deseo moderno, el apetito burgués contra el
que escribe Shopenhauer y frente al cual no ve más salida que
un refugio budista en medio de la civilización, Nietzsche lo
sitúa de modo valorativo: ya no se trata de negar la voluntad,
sino de evaluar sus efectos morales, toda vez que se edifique, a
partir de esa voluntad, una metafísica que desprecie la vida.
Nietzsche afirma el querer. No hacerlo sería negar el mundo
en nombre de un más allá: es lo que hacen el asceta, el docto
o el religioso, detener la fuerza de la voluntad en nombre de
una verdad estática. En este sentido, el movimiento de la civi­
lización moderna, la insatisfacción burguesa, su progreso y su
evolución, no es más que la máscara que oculta una metafísica
de la renuncia y del desprecio del mundo.
En esta cuadrícula moderna, el artista está por fuera. Scho­
penhauer advierte de la soledad e incomprensión a la que el
mundo burgués lo somete con su heterogeneidad deseante. El
genio está fuera de época y tiene, como en toda la obra román­
tica, una misión trascendente.
Nietzsche llamará postuma a esta actividad del artista. Será
inactual, incomprendido, difícil pero necesario. No es vícti­
ma sino visionario de una realidad que nadie escucha, porque
anuncia lo que ha de ser, frente a un público que sólo puede
habitar un presente angosto y reducido. Para Nietzsche, este
anuncio está hecho de melodías, de creación musical. El genio

[íioj
es el compositor, es decir, Wagner, que debe nadar a contraco­
rriente; un destino hecho de sinsabores pero necesario.
Por último, Schopenhauer se detiene en la ópera. Y advier­
te: si es la palabra la que gobierna, si la música queda relegada
a ser un mero acompañamiento de los conceptos, pierde su ca­
rácter esencial y se convierte en un simple medio de expresión.
Esto significa una inversión grosera: la música se ve obligada a
referirse a los acontecimientos, a la descripción de los hechos
y no a la esencia de los mismos. Es decir, su hacer se vuelve
mundano toda vez que está obligada a ser sirvienta de en un
lenguaje que no es el propio.
Este riesgo puesto en la ópera, Nietzsche lo hace extensivo a
toda producción conceptual. Si el concepto gobierna a la músi­
ca, se hace grave, profundo, denso. Remite al mundo para de­
finir su verdad y pierde la jovialidad estética que lo hace danzar
como creación. La música aliviana; la palabra, entendida a par­
tir de su a priori musical, tiene pies ügeros. Así, los conceptos
se vuelven evanescentes, es decir, relativos al tiempo y no a la
permanencia y lejos de precipitarse hacia una verdad, son notas
que se relacionan unas con otras, que componen melodías, que
dan cuenta del devenir.
La historia de la filosofía no es la forma en la que los con­
ceptos se foeron volviendo cada vez más verdaderos; es una
genealogía musical, de armonías y melodías. Y de ritmo: sin un
fin trascendente, los filósofos son compositores y sus obras, una
forma de marcar el tiempo.

VI

Para Nietzsche, a partir de Sócrates, la relación del hombre


con su destino deja de ser un misterio y se transforma en una
hoja de cálculo. Este pensamiento, que se inicia hace más de
dos mil años, inaugura un derrotero racional para la filosofía
cuya expresión más acabada se pone de manifiesto a lo largo de
toda la modernidad.

lili]
Con el imperio de la ciencia moderna, la mordedura de la
razón es tan profunda que permite, no sólo conocer y explicar lo
que ha sido sino además predecir, con pretensión de exactitud
Ío que ha de ser. Basta con deducir la regularidad de los com­
portamientos de la naturaleza, para anticipar razonadamente el
futuro. La historia, la naturaleza, el cielo y hasta la voluntad de
Dios son vistas como una ecuación cuyo resultado conducen
necesariamente a un destino prefigurado. El hombre deja de
ser un enigma y su intimidad es traducida por la anatomía, la
fisiología y, años más tarde, por la psicología experimental. Son
los requerimientos de un universo económico y político que
se ordena debajo de una concepción objedva de la naturale­
za. Con sus leyes, la naturaleza habla, declara sus principios,
traza recorridos como para que nada quede sin descubrir. Es la
obscenidad moderna, que hace de lo desconocido y oculto un
territorio visible y, por lo tanto, de apropiación inmediata.
En esta distribución de tareas, la filosofía queda obligada
a ser una forma más del cálculo. El librepensador, es decir el
filósofo moderno, es un continuador de la doctrina socrática
en tanto su tarea teórica consiste en acomodar su pensamiento
a una existencia conveniente y agradable. Es decir, es un con­
sejero, un pastor, un misionero que anuncia dónde están los
peldaños que guían al cielo tantas veces prometido, cualquiera
sea. En este sentido, toda la filosofía moderna es una matriz
hecha con las manos del beneficio y el resultado, es decir, son
diferentes formas de repetir un mismo discurso, sea el utilita
rismo inglés o el idealismo hegeliano. Si todo es calculable,
el destino del hombre es un tablero de ajedrez movido por
una mano que lo conoce todo y la filosofía, una fábrica teóri­
ca encargada de ensamblar las distintas partes en una cadena
de producción hecha de conceptos, ideales, formas de razonar.
El librepensador matriza un pensamiento para la moral de los
hombres probos, es decir, modernos, continuamente acopla­
dos a las exigencias del mercado y a una forma definida de las
relaciones sociales.
Contra esta demanda mundana, Nietzsche opone la soledad
del creador. Su Zaratustra es contra-moderno; el superhombre,
trans-moderno. El mundo que lo rodea Se resulta incómodo,
frígid o, parasitario. Este espíritu de rechazo reúne, desde un
origen, a la modernidad con una forma de comprensión filo­
sófica: el librepensador es el continuador del racionalismo so­
crático. Es la misma línea sucesoria, que no responde ni a los
nombres ni a una ideología, sino a una condición propia del
género. El cálculo exige del concepto, lo que conduce a una
manera de decir vacía, a un lenguaje que es el que ha sostenido
la filosofía a lo largo de su historia. Por eso, una genealogía de
la modernidad arrastra en su crítica a las condiciones mismas
del pensar filosófico, en tanto su edificio de conceptos morales
fue levantado encima de la espalda de Sócrates y redactado por
la pluma modeladora de Platón.
La modernidad es palabra hueca, dialéctica, representación,
conciencia, intriga, deducción matemática. Es la imposición
histórica del cálculo por sobre el misterio, es decir, Sócrates
contra el instinto del artista o Sócrates contra el drama musi­
cal griego. Si el espíritu trágico muere de socratismo, Nietzs­
che exhuma los restos de la tragedia griega y encuentra dioses,
oyentes hechizados, instintos profundos, poetas dramáticos, un
manantial estético derivado de una única fuente: la música.
Y es la música el arte que, como prisma de análisis, permite
no sólo apreciar la pobreza del pensamiento moderno, sino
también leer a la historia de la filosofía como el desenvolvi­
miento de una palabra que petrifica. Para Nietzsche, la música
es lo obstruido por una forma de pensar, es decir, un principio
de liberación que queda sepultado por una filosofía del deber,
del cálculo y de una espiritualidad programada.
Los escritos preparatorios a El nacimiento de la tragedia,
tienen un fuerte sentido crítico hacia el presente. Por ello, no
deben ser leídos como una reconstrucción histórica de la tra­
gedia griega sino como un síntoma de la incomodidad de Nie­
tzsche hacia su propia época. En los tres (El dram a musical
griego, Sócrates y la tragedia y La visión dionisíaca del mundo),
es la música contra el concepto, el instinto contra la represen­
tación y la tragedia contra la modernidad. Si bien es cierto que
fueron escritos bajo la sombra del enorme árbol wagneriano, lo
que importa aquí es que dan cuenta de una toma de posición
que va a conducir a Nietzsche hacia una perspectiva crítica de
la filosofía en la que no importan sus contenidos sino su forma
de producirlos.
De alguna manera, el espíritu de Sócrates trasciende su pro­
pia historia y ya no es un filósofo sino un género, una manera
de decir, que se hace epidemia üteraria y extiende su peste, pri­
mero hacia el cristianismo y más tarde, a todo el pensamiento
moderno.
¿Cómo salir de semejante encierro? (Cómo recuperar el im­
pulso trágico del pensamiento si la filosofía petrifica y hace del
destino humano un problema de conjetura y deducción?
La modernidad, de la que Nietzsche se siente un exiliado,
tiene más de dos mil años. Si la palabra sola no alcanza y la
verdad es una creación cobarde, la filosofía es el lamento de
aquel que no soporta la vida. Es tristeza y gravedad deductiva,
un idioma de almas vencidas.
Es necesario excavar por debajo de Sócrates para reconstruir
las condiciones del pensar filosófico a partir de otro embrión y
encontrar una forma de expresión que no derive en una ciénaga
moral.
Por ello, el problema fundamental en estos escritos prepa­
ratorios es delimitar el territorio de la música, ya que es otro
suelo expresivo el que necesita la filosofía para poder salir de su
encierro. Esto quiere decir, por un lado, definir la potencia y el
aliento significativo que tiene la música; por otro, anticipar los
riesgos a los que está expuesta.
La experiencia musical moderna ha hecho de ia música un
arte sin misterio, es decir, ha perdido sus efectos más podero­
sos. Por este motivo Nietzsche necesita recurrir a la experiencia
musical de la tragedia griega, para mostrar cómo aquel carácter
trascendente que había escrito Schopenhauer para la música y
que era seguido fielmente por Wagner, se había dado ya alguna

flH]
vez en la historia. El espíritu propio de la tragedia era et de ele­
var al hombre por encima de su vida cotidiana, es decir, situarlo
por fuera del mercado y de los intereses de la vida pública. A
través de la música, los ciudadanos atenienses abandonaban su
singularidad mundana y se constituían como pueblo, en tanto
les permitía reconocer aquel instinto primordial inconsciente,
un impulso primaveral común a todos, cuya manifestación era
el coro trágico. En el unísono de la voz coral, la multiplicidad
de lo singular se transformaba en unidad y entonces la repre­
sentación trágica era un grito de reconciliación, el primer signo
de la identidad de un pueblo. De este modo, el destino ya no
era un problema de cálculo personal ni el Estado era la suma-
toria de las voluntades individuales. Para Nietzsche, la tragedia
griega es el signo de que no es necesario subordinar los instin­
tos a la razón ni hacer de la noción de pueblo un problema de
carácter matemático. Traducido en términos modernos, el arte
no puede quedar subordinado al gusto de la mayoría y tampo­
co la música debe ser hija de un placer democrático.
El desarmado de la modernidad, que Nietzsche lleva ade­
lante a través de los griegos, es también el rechazo al principio
de cuantificación como fundamento de la acción política. Pue­
blo no quiere decir los que son más sino los que disuelven su
destino personal en una única potencia originaria. El camino
de esta unidad es la música, expresado en el coro trágico que
reúne la disolución de lo dionisíaco en la forma apolínea. Este
es el entramado estético de la tragedia griega: Dionisos, un
dios extranjero y de origen bastardo, repulsivo y monstruoso,
invade, con su embriaguez, su desmesura y su náusea, la tran­
quilidad escultural de Apolo. Es decir, cada hombre que asiste
a la tragedia griega, para constituirse en pueblo, debe atrave­
sar por la experiencia intolerable de lo dionisíaco, que exige el
abandono de la razón y de todo juicio reflexivo. Es un destino
de entrega y no de cálculo. Pero esta manía, esta desmesura
de la embriaguez dionisíaca necesita, para poder ser expresión
artística, de la apariencia de Apolo. Es entonces que el dolor se
hace bello, que todo el padecimiento que produce el existir por
fuera de sí mismo se transforma en obra de arte. Es lo bestial
con mesura, el instinto hecho forma, la potencia de la música
dispuesta en la apariencia y, a través de) genio, posible para un
oyente. Si el origen de la tragedia es musical, se debe a que su
fuerza es la que conduce a una reconciliación con la naturaleza
humana más íntima, aquella que escapa a los designios de la
especulación.
Pero, y esto es lo que percibe Nietzsche en su propia época,
el hombre no está dispuesto a perder su singularidad moderna,
aquella que le advierte que su destino es una .cuestión de con­
jetura científica y deducción. Si Dionisos es la experiencia de
la disolución de la propia existencia, si su expresión es brutal
y sus efectos, el desenfreno y la embriaguez, su vivencia resul­
ta intolerable. Este abismo era posible para el hombre griego
porque la capacidad de padecimiento, el umbral del dolor, era
mucho más alto. La modernidad, dice Nietzsche, lo ha reduci­
do a niveles tan bajos que, en pleno siglo xix, no sería tolerable
la aflicción de Prometeo como tampoco concebible un héroe
trágico como Aquiles.
Ahora bien, es en la misma tragedia griega que está en cier­
nes su muerte. Porque, con Eurípides, la lírica se vuelve retóri­
ca y el poeta, un moralista. Es el triunfo de la razón, de la pa­
labra vuelta reflexión, de la melodía encerrada en la verdad. Si
la disolución ya no es un destino y la desgracia es sólo un error
de cálculo, la potencia de la música se extravía y el instinto se
abandona en nombre de la especulación. Es una tragedia que
habla y ya no canta.
La dialéctica ocupa el lugar de la música y pone en acto su
hueco optimismo toda vez que “cree en la causa y el efecto
y, por lo tanto, en una relación necesaria de culpa y castigo,
virtud y felicidad: sus ejemplos de cálculo matemático tienen
que no dejar resto: ella niega todo lo que no pueda analizar de
manera conceptual”.31

31 Friedrích Nietzsche, “Sócrates y la tragedia” , en E l nacimiento de la tra ­


ged ia, op. cit.
Éste es el riesgo mayor que tiene el drama musical: que lo
dionisíaco se licúe en nombre de la apariencia, que se vuelva
razón y virtud moral, que la forma imponga sus reglas a lo ins­
tintivo. En definitiva, que la potencia creadora resida sólo en la
quietud del entendimiento.
La pandemia de una razón moralizante iniciada por Sócra­
tes se extiende también hasta la música. Por eso es necesario
advertir, tomar precauciones, para que el efecto devastador que
ésta tiene no sea absorbido por la esterilidad de los conceptos.
Una “música para leer” es un callejón sin salida; una canción
que se entienda, que reflexione, que nos hable en el idioma
de la especulación, no es música sino un tratado. La palabra
adosada a la melodía es un señuelo que atrapa a ios espíritus
más débiles, a todos aquellos que necesitan de un diagrama
del mundo para poder transitar por él. Es el mismo problema
tratado por Wagner en su Beethoven: la presencia del poema en
una sinfonía debe tener un estatuto tal que no conduzca a la
razón sino al instinto.
En L a visión dionisíaco. del mundo, el último de estos escri­
tos preparatorios, Nietzsche dedica el apartado final a pensar
esta relación entre la palabra y la música. El problema no es
de exclusión, como sí se repelen la ciencia y el arte, sino que
se trata de la posibilidad de encontrar una forma en la que la
palabra sea musical, fundamentalmente porque el drama wag-
neriano tiene en ella una de sus partes constitutivas. Wagner
no compone sinfonías sino dramas musicales, “obras teatrales
solemnes para el escenario”, como a él le gustaba llamarlas; en
ellas, la palabra es más una necesidad vinculada a la perspectiva
que éste tiene sobre el oyente, que una elección artística.
Lo que Nietzsche pone de manifiesto, tanto en este texto
como en otros de su filosofía, es una preocupación relativa a
una época histórica que, en diferentes áreas, manifiesta el ago­
tamiento del propio género. Así como Nietzsche piensa que la
palabra necesita de una dimensión musical para abandonar sus
efectos de racionalidad, así la música del siglo xix busca refu.-
giarse en la palabra poética o en una representación plástica del
mundo.
La preocupación por describir situaciones a través de melo­
días, de convertir a los sonidos en formas de representar ele­
mentos de la naturaleza, empezaba a contar su historia. Héctor
Berlioz proporcionaba un programa previo para algunas de sus
obras y daba una imagen sonora de escenas detalladas. Así, su
Sinfonía fantástica, escrita en 1830, es, según confiesa en sus
memorias, la expresión de “la abrumadora tristeza que sien­
te un espíritu joven cuando empieza a atormentarle un amor
desgraciado”. La música se pone al servicio de una idea, de un
programa verbal que la antecede: el violín es la voz de la amada;
los tambores, una tormenta rabiosa que anuncia oscuras pre­
moniciones; una escala descendente conduce al cadalso y una
fuga, es la marcha de los espíritus malignos.
Los artistas románticos, en sus obras, muestran que los gé­
neros pierden su identidad e intentan refugiarse en otros ám­
bitos. Aquel programa de Berlioz, será, más tarde, el poema
sinfónico de Liszt y el fundamento del leitmotiv wagneriano.
Es decir, no se trata de una mezcla o combinatoria de ele­
mentos heterogéneos correspondientes a diferentes géneros
artísticos, sino de una necesidad estructural donde la forma
expresiva precisa otra,
Nietzsche deriva esta fusión entre música y palabra del con­
cepto de sentimiento schopenhaueriano, a saber, una forma de
afectividad que, a pesar de manifestarse en la conciencia, no es
un conocimiento abstracto de la razón. La manera de comuni­
car este sentimiento es, por un lado a través del lenguaje de los
gestos (la pintura, la escultura, el teatro); por otro, del lenguaje
de los sonidos (la música). La comprensión es completamente
instintiva y está posibilitada a través de los símbolos que estas
artes elaboran.
En el caso del primero de los lenguajes, el símbolo que pro­
duce la pintura, la escultura o el teatro es “una copia comple­
tamente imperfecta, fragmentaria, un signo alusivo”. ¿Alusivo
de qué? De la voluntad, responde Nietzsche. Es decir, el en sí
del mundo no se muestra como una mera representación ni
como un concepto abstracto, sino como arte. Es la dimensión
apolínea del ensueño: el efecto que debe producir el artista, a
través del lenguaje de los gestos, no es el de la belleza sino el
de ía verosimilitud, de que se crea verdadero. Esto significa que
Ja pintura, por ejemplo, no es una representación ni una copia
deJ mundo sensible, sino que sus imágenes son símbolos ve-
rosímiles del fundamento de todo lo que es. El pintor, a pesar
de reflejar con su obra el mundo de las cosas, a su manera da
cuenta del principio ontológico que la constituye.
El lenguaje de los sonidos, por su parte, simboliza de mane­
ra directa lo grados de placer o de displacer con que se expresa
la voluntad. Y lo hace a través de dos modos: el ritmo, que
como en el Beethoven de Wagner, puede conducir a la música a
una forma degradada; y la armonía, que ya no es un simbolis
mo del sentimiento sino del mundo. Con la música ya no hay
apariencia alguna sino voluntad pura.
Ambos lenguajes se reúnen para conformar la obra de arte
dionisíaca. En ella, el gesto, aunque necesario, no alcanza: lo
verosímil se queda en el mundo de las apariencias y no llega
hasta dar con el dolor primario de la existencia. La mirada no
es suficiente. Es entonces que el sonido se convierte en música
y la unidad es el grito, es decir, la sonoridad pura.
¿Qué es lo que ocurre con la palabra? En ella se reúnen el
gesto y la música. No se trata aquí de conceptos abstractos sino
de un tipo de expresión lingüística que está en la conciencia
pero sin mediación de la razón. Entonces son palabras que dan
cuenta de la intensidad, donde el ritmo y la armonía son ne­
cesarios para poder establecer su fuerza. Es la palabra musical
del recitado, donde la relación entre los conceptos es sonora,
depende de su colocación, de su altura, como en una línea me­
lódica. Por ello el sentido de un concepto no está definido de
antemano sino en relación a los otros conceptos con los que
opera. Una cadena de conceptos conforma un pensamiento,
pero la potencia de éste está dada en cuanto sonido, en cuanto
es pensamiento cantado.
La epopeya responde al lenguaje de Los gestos; la lírica, al de
la música. Pero es en el ditirambo dionisíaco donde se reúnen
ambos, la posibilidad plástica y la embriaguez sonora. Eí diti­
rambo se abre al mundo de las apariencias pero lleva consigo
la potencia primaria de la música. Comunica sentidos relativos
al mundo de los hombres y a la vez, se despliega con una vi­
talidad creadora. Es decir, son pensamientos dispuestos como
ritmo y armonía donde las palabras son sonidos que conforman
melodías.
En este sentido, es posible entonces una* filosofía de otro
orden, cuyos pensamientos no sean ordenaciones dialécticas
ni desarrollos deductivos sino armonías. Nietzsche enuncia,
en uno de sus primeros escritos, la necesidad de una escritura
diferencial, donde la palabra sea más fuerte, más “real”. Para
ello, debe estar siempre atravesada por la potencia musical que
le es inherente. No debe representar ni remitir su sentido por
fuera de la expresión. Es una sonoridad conceptual, un grito
primario que se articula con otros, que tiene un ritmo, pero
fundamentalmente una armonía y una melodía propia. Es el
ditirambo dionisíaco frente al diálogo platónico; no una efu­
sión delirante ni una poesía incompresible. Los ditirambos no
tienen una forma definida: pueden ser aforismos, tratados, pan­
fletos, una catarata evangélica o un testamento autobiográfico.
La condición es que se desplieguen en la página como sonidos
articulados, que constituyan su propio sentido, sin ser repre­
sentación de nada. De esta manera la filosofía es un pensamien­
to que canta y no que habla.
¿Cómo es posible que la filosofía sea música? En principio,
abandonando la idea de una verdad trascendente, es decir, ya
no suponer que el pensamiento filosófico es reproductivo de
una realidad en sí, sea ésta la del mundo, la del ser o la de
Dios. Esto hace que los enunciados de un pensar se encuen­
tren desprendidos de la obligación de referenciarse por fuera
de sí mismo. Desde esta perspectiva, toda la historia anterior,
los otros sistemas de pensamientos, no son antecedentes ne­
cesarios ni tampoco forman parte de una cadena evolutiva en
dirección al deveiamiento de una verdad final. El fundamento
de todo pensar es estético ya que remite a una disposición crea­
dora del hombre, en tanto compone, crea, produce acordes
conceptuales que se ordenan a través de una escritura. En este
registro, acordes conceptuales son, en la filosofía de Nietzsche,
la relación entre la memoria, la culpa y el resentimiento, es
decir, sonidos simultáneos cuyo carácter <s relativo a la relación
que se establece entre ellos. La moral de la víctima no es, como
sistema, más verdadera que otras articulaciones morales com­
puestas por la filosofía; es una secuencia armónica que permite
el uso de notas diferentes, extraer otras conclusiones, derivar
nuevas relaciones. Cada uno de los conceptos son voces que, a
la manera de un coro, producen un estado de cosas, una base
armónica de la que es posible edificar una melodía crítica a toda
la moral de Occidente.
Lo mismo puede pensarse de la idea de voluntad de poder:
su existencia conceptual tiene un estatuto ontológico similar al
de un acorde, es decir, no es más verdadero, más descriptivo o
más real que otro concepto.
Por ello no es posible contrastar los enunciados filosóficos
con una realidad exterior. En este sentido, la noción de perspec­
tiva, a la que continuamente alude Nietzsche, debe ser tomada
como una secuencia armónica que genera las condiciones de
constitución de un orden de lo real y que funciona a la manera
de la tónica fundamental en la música, es decir, como una nota
alrededor de la cual gira todo el sistema. No es más verdadera
una sinfonía en Do mayor que otra escrita en Si bemol, como
no es más verdadera una filosofía que otra. En todo caso, y a
diferencia de la música, de la tónica de un pensamiento será
posible derivar sus efectos: su carácter afirmativo o negativo,
activo o reactivo.
De esta manera, cuando Nietzsche hace una crítica a la me­
tafísica y en ella pone en un mismo plano a expresiones filosó­
ficas tan diferentes y distantes en el tiempo (el platonismo y la
doctrina socialista, por ejemplo), lo que hace es reconocer una
misma estructura armónica que deriva, necesariamente, en una
única forma de producción de sentido, aunque los conceptos
sean otros y las consecuencias posibles, aparentemente contra­
rias (la diferencia entre Platón y el socialismo es sólo de modu­
lación, ía base armónica es la misma).
La armonía de un pensamiento es necesario entenderla
como la distribución en la que se respalda una polifonía ideati-
va sostenida únicamente sobre su propia formulación y sin una
referencia externa que la defina como verdadera. Esto no sig­
nifica que resulte estéril o que carezca de efectos. Simplemente
las posibilidades de ejecutar una melodía son relativas a una
forma de distribución de notas y de ello derivará una forma de
establecer sentido y de valorar.
La relación entre la música y la palabra no se trata, entonces,
de una traducción de un sistema a otro: no es sólo un cambio
en el lenguaje sino una necesidad genérica derivada de la misma
crítica que Nietzsche formula a la historia de la filosofía y que,
a la vez que le quita su fondo moralizante, le da garantías de
subsistencia.
Podría el pensamiento haber tenido este destino. Platón, de
alguna manera, era consciente de ello: “Con mucha frecuencia,
según cuenta Sócrates en la cárcel a sus amigos, tenía uno y el
mismo sueño, que le decía siempre lo mismo: ¡Sócrates, cultiva
la música!”.32
Pero la filosofía eligió otro camino, que no sólo condenó
a muerte a la tragedia, sino que se inoculó ella misma con su
propio veneno.

V II

La condición musical del pensamiento es un audífono que


le permite a Nietzsche amplificar las voces de la filosofía y reco­
nocer su homofonía histórica. En una misma tonalidad teórica,

32 Referencia a Fedón , de Platón, citado por Nietzsche en "Sócrates y la tra­


gedia”, op. cit.
los filósofos han unificado sus voces para cantar un solemne
himno a la Verdad.
Su mayúscula agrieta al pensamiento porque lo seca, lo en­
durece, lo hace dogmático. Con el veneno de la Verdad, el
cuerpo de la filosofía se pone tan rígido como un cadáver y los
filósofos son las plañideras que expresan su queja con lágrimas
conceptuales.
Sobre esta única tonalidad, Nietzsche canta, en una pregun­
ta, todas las notas desafinadas de la escala dogmática: ¿por qué
no elegir la mentira, por qué no el engaño, la voluntad de no
verdad, la ilusión?
Esto significa, para la filosofía, una nueva condición, y para
el pensador, un nuevo rango: es el anuncio del filósofo artis­
ta, aquel que ya no tiene necesidad de la Verdad, que no está
intoxicado con su veneno, sino que entiende como imprescin­
dible inventar su propia melodía más allá de cualquier sustrato
moralizante.
La diferencia entre el filósofo docto o librepensador y el
filósofo artista no es una preferencia de contenidos sino de
perspectiva: si el mundo no tiene sentido por sí mismo, si es
contradictorio, cruel, seductor, si no hay ningún fin ulterior,
el hombre necesita inventar un orden para volverlo propio y
entonces habitable. No se trata de descubrir una verdad oculta
sino de crear una mentira para poder alojarse en el mundo,
volverse dueño de la materia y hacerlo familiar. Éste es el fun­
damento de cualquier teoría, sea ésta la religión, la ética o el
arte: un engaño que funcione como amalgama de sentido, un
andamiaje aparente que haga tolerable la vida.
Por lo tanto, sin la voluntad de Verdad como tónica funda­
mental, es el espíritu artístico el que gobierna la creación teóri­
ca, un espíritu que compone formas y que le permite soportar
su condición temporal. Esto no supone que todo pensamiento
escrito deberá ser una literatura de ficción compuesta de ele­
mentos intencionadamente ilusorios o falaces. Si la voluntad
de no verdad responde a la condición vital de la existencia hu­
mana, el hombre es creador para poder sobrevivir. Por ello in­
venta la moral, la metafísica, Ja ciencia y éstas “no son más que
una interpretación o un arreglo del mundo (¡según nosotros!,
dicho sea con permiso) y no una aclaración del mundo” .33
Con esta idea Nietzsche horada dos mil años de historia. Ya
no se trata de discutir verdades sino formas (en términos musi­
cales: estructuras armónicas), que no por ello son inocentes o
ingenuas, sino que son ficciones que instituyen sentido y fun­
dan valores. La elección de la no verdad, es decir, la perspectiva
estética del pensar, no le quita a las producciones humanas sus
consecuencias y no hace que tas teorías científicas o las religio­
nes sean cuentos infantiles que seducen a algunos sí y a otros
no. Los efectos del cristianismo, a pesar de ser una ficción teó­
rica, fueron devastadores y sus principios no se desactivan cues­
tionando la verdad de sus dogmas. Para Nietzsche, La Biblia, la
física de Newton o la Crítica, a la razón pura de ICant tienen el
mismo rango ontológico y no existe un lugar “más verdadero”
que otro para poder desacreditar una teoría, porque esto signi­
ficaría, nuevamente, la voluntad de verdad como fundamento.
Por ello su Zaratustra no anuncia que Dios no existe, sino que
muere (Nietzsche no es ni ateo ni un materialista extremo sino
un pensador trans-religioso). Y para que esto sea posible, para
que anuncie la muerte de Aquel que Es, es necesario entender a
Dios como un concepto creado por los hombres y no como un
ser eterno. Lo que está agotado, al morir, es la potencia creativa
que lo anima, la teoría que lo sostiene.
Así, tampoco es posible predicar la falsedad de la teoría críti­
ca de ICant o del mundo de las ideas de Platón. Todas ellas son
creaciones humanas a las que, la fe en la verdad, las vuelve tras­
cendentes. Lo que Nietzsche sí reconoce es que desde Sócra­
tes hasta Schopenhauer, la estructura armónica sobre la que se
sostienen estas creaciones es la misma: el desprecio de la vida.
Crear un mundo verdadero es despreciar este, es modificar el
centro de gravedad de la vida y situarlo, no en la vida, sino en
el más allá. Entonces la voluntad de verdad es, en realidad, una

33 Friedrich Nietzsche, M ás allá d d bien y del m al, op. cit.


voluntad metafísica, es decir, una forma de despreciar lo que es,
en nombre de un ideal que debería ser.
Frente a la filosofía dogmática y “monotono teísta”, el fi­
lósofo artista: es lo que toma Nietzsche de Schopenhauer y
de Wagner y que va a seguir sosteniendo después de la rup
tura con ellos; es lo que escribe tanto en El nacimiento de la
tragedia, como en su cuaderno de apantes antes de ser inter­
nado en el psiquiátrico; es lo que encuentra en Heráclito, en
Sófocles, por momentos en Wagner y, con Ecee Homoy en él
mismo: “La entera imagen del artista ditirámbico es la imagen
det poeta preexistente del Zamtustra, dibujado con abismal
profundidad”.34
En este sentido, la idea que enuncia Nietzsche de que el
mundo verdadero presentado por la metafísica se convierte en
una fábula es más una sanción estética que un atentado gno
seológico: los filósofos son fabuladores antes que productores
de nna verdad trascendente. Es decir, la historia de la filosofía
cuenta el modo en cómo la gravidez del más allá completó los
pensamientos con una adiposidad extraña a su carácter creati­
vo, los encerró, los hizo profundos y de una enorme torpeza
para conquistar a una hembra (la verdad) de la que no saben
nada.

Suponiendo que la verdad sea una mujer, ¿cómo?, ¿no está


justificada la sospecha de que todos los filósofos, en la medida
en que han sido dogm áticos, han entendido poco de mujeres?,
¿de que la estrem ecedora seriedad, la torpe insistencia con que
hasta ahora han solido acercarse a la verdad eran medios inhá­
biles e ineptos para conquistar los favores precisamente de una
m ujer?35

A diferencia del docto, el filósofo artista danza sobre los


conceptos, es liviano, de superficie. Es sobre esta idea que Nie-

34 Friedrich Nietzsche, Ecce H om o , Buenos Aires, Alianza, 1997.


35 Friedrich Nietzsche, M ás allá,.., op. cit.
tzsche abandona eí pensamiento de Schopenhauer y Wagner,
no para renunciar al concepto, sino para marcarlo con su pro­
pia grafía. Ya no será la metafísica del artista la que sosten­
ga el hacer filosófico sino la voluntad de poder hecha arte, es
decir, el espíritu libre sin ninguna misión por fuera de su propio
hacer. La voluntad de vivir, aquella que exigía su redención en
el silencio santificado de Schopenhauer o en la contemplación
de la ópera wagneriana, es transmutada en voluntad de poder.
Ahora es instinto, pulsión, fuerza e importa, no su origen, sino
los efectos que produce.
Que la voluntad de vivir sea voluntad de poder significa una
modificación teórica que lo afirma a Nietzsche en su época. Ya
no va a compartir la torre escéptica en la que habita Schopcn-
hauer para quien la filosofía es una doctrina que denuncia el
interés personal como fuente de dolor. Frente al despliegue de
una modernidad deseante, que se va afirmando a lo largo del
siglo xix sobre la base de una nueva economía, la voluntad de
vivir aparecía como la fuente de todas las desgracias y a la que
era necesario detener a través de una ascética de base oriental.
De este modo, Schopenhauer enfrenta a la Revolución Indus­
trial que se extiende por toda Europa con el rezo de una plega­
ria compuesta por los Upanishad. No tolera su propio tiempo
histórico y ofrece, como respuesta, una ataraxia del deseo al
ritmo de los textos sagrados del hinduismo. Si el destino del
hombre, tal como lo plantea el mundo moderno, es deseo y
cálculo, Schopenhauer despliega esa fórmula hasta el final y no
encuentra más que el retraimiento del querer como única sali­
da. Vivir es el engaño representativo del deseo, dice en su doc­
trina. Entonces, hagamos silencio y vayámonos de aquí.36

36 De alguna manera, el pensamiento de Schopenhauer anticipa el escepticis­


mo y el descreimiento sobre su propia civilización que va a vivir Europa a fines
del siglo xix. Baudelaire escribe en su poema Voyagc en 1859: “Este país nos
aburre, ¡oh Muerte! Despleguemos las velas”. El decadentismo que anuncia
Huysmann y el exilio de diferentes artistas a Japón, África, India o Brasil, dan
cuenta de la necesidad de los artistas de fugarse de un modelo civíiizatorio que
creen que ha fracasado.
Para Nietzsche, en cambio, que la voluntad sea voluntad
de poder significa un acto de afirmación del mundo y no su
desprecio. El querer es siempre querer -algo, no una abstrac­
ción ni un esencia trascendente al vivir, sino una obra, sea ésta
la de la propia existencia, la de un sistema religioso o la de un
orden moral-. Es decir, “tenemos necesidad de ia mentira para
lograr la victoria sobre esta realidad, esta ‘verdad’, esto es, para
vivir”.37
Si ya no hay mortificación, no hay penitencia. El mundo
vuelve a estar delante como único lugar posible para la acción
humana. Esto no significa una actitud apaciguada respecto de
la propia época sino, por el contrario, un lugar de crítica a todo
lo que ella produce. Nietzsche enfrenta al utilitarismo inglés
lo mismo que al sistema democrático de origen continental.
Habla de nobles, de aristócratas, y los enfrenta al plebeyismo
moderno con una actitud desafiante y sin nada de resignación.
No elige apartar las manos del plato sino ponerse los guantes,
tal como lo enuncia en su Ecce Homo.
Si para vivir necesitamos sólo de la mentira, entonces la vo­
luntad de poder es arte, y “nada más que arte. El es el gran
posibilitador de la vida”, en tanto se instituye como afirmación
de la existencia en medio de una realidad que ha sido despojada
de su valor.
La condición sigue siendo la misma: la existencia duele,
porque lo que tiene delante de sí es nada: ni verdad, ni dios, ni
bien, ni voluntad. Nada. Frente a esta nada, lejos de resignarse,
el hombre crea, inventa formas, inserta su propio hacer en el
devenir y afirma el mundo como único lugar de su hacer. En­
tonces todos los contenidos que produce también son formas,
incluida su propia vida.
En esta nueva ingeniería estética, la música ocupa otro
lugar: si antes era el modo de fusión de lo individual de la exis­
tencia con la generalidad de la voluntad, si ésta era la manera de
refrenar, aunque sea transitoriamente, el dolor de vivir, ahora

37 Friedrich Nietzsche, Fragmentos postumos, Bogotá, Norma, 1992.


la música es un dispositivo que hace fluir al pensamiento por
fuera de los diques que le ofrece la verdad.
La voluntad de poder como arte es negación o afirmación
de la vida en la creación. Será de ello -en la filosofía—el libre­
pensador o el espíritu libre, el docto o el filósofo artista, el
que está apresado por el poder moralizante de la palabra o el
músico:

Comparándola con la música, toda comunicación de palabra


tiene una forma, en cierto aspecto, desvergonzada. La palabra
diluye y entontece. La palabra despersonaliza, haciendo más
vulgar lo que suele ser extraordinario.38

V TTT

Nietzsche se alcanza a sí mismo como músico en la escritura


de su Así habió Zaratustra. Allí, convaleciente de las sirenas
wagnerianas, elige no seguir fundamentando teóricamente las
melodías ajenas sino componer su propia sinfonía. “Acaso sea
lícito considerar el Zaratm tra entero como música”,39 dice, y
afirma recomponer su oído. Ya no más Wagner, ya no más de
un romanticismo decadente y pesimista sino que busca su es­
tirpe en otra cuna musical, más originaría, más poderosa. Por
ello va más atrás en el tiempo, hasta descubrir un antecedente
que le sea afín a su Zamiuslra. Es entonces que encuentra en
la Novena Sinfonía de Beethoven, aquella que ponía en acto la
reunión de la palabra y la música, la estructura para edificar su
gran obra. Si Wagner se consideraba, con sus dramas musicales,
el único heredero del maestro de Leipzig, Nietzsche le arrebata
el trono con una obra filosófica a la que supone más sonora que
teórica. Es así que su libro, como una sinfonía, tiene actos y no
partes ni capítulos; en ellos, lo que sostiene los contenidos es

38 Friedrich Nietzsche, L a voluntad de poderío, Madrid, EDAF, 1974.


39 Friedrich Nietzsche, Bcce Homo , op. cit.
una tonalidad y no una idea. Así lo expresa en alguna de las car­
tas que escribe cercana de la fecha de publicación: “Mi estilo es
una danza”, le confiesa a Erwin Rodhe en 1B84. Está convenci­
do de que su libro tiene una perfección del idioma que lo ubica
más cerca de la música que del pensamiento. Dice elegir las
vocales, componer, saltar y burlar las simetrías en las expresio­
nes, compuestas sus páginas con un “elemento ondulatorio”,
una confesión que ubica su escritura por fiiera del conjunto de
ideas que sostiene: es decir, Nietzsche está convencido de que
su obra es más un poema que una sucesión teórica de concep­
tos. “¡Cuánto necesito ahora de la música!” había escrito unos
días antes, también en una de aquellas cartas.
Son confidencias, que se suman a las canciones que canta
Zaratustra en sus discursos, al estilo metafórico y casi de plega­
ría religiosa que tiene la palabra del solitario ante sus discípulos.
Ya en sus apuntes, dos años antes de la publicación, Nietzsche
busca la influencia directa de la música de Beethoven para com­
poner las partes de su obra: ‘'''Libro primero, al estilo de la pri­
mera frase de la Novena Sinfonía”. Después, en el último acto:
“Libro cuarto. Englobado en forma de ditirambo”.40
La misma obsesión le escribe a su amigo Franz Overbeck:
“si por el final echas de ver qué es lo que realmente quiere decir
con la sinfonía entera (muy artísticamente y paso a paso, tal
como se construye una torre, por ejemplo) entonces no podrás
evitar un horror y un escalofrío atroces”.41
En su Zaratustra, Nietzsche escribe música y piensa que su
obra tiene la misma importancia que la Novena Sinfonía. Tam­
bién compuesta por cuatro movimientos, Curt Paul Janz, su
biógrafo, muestra cuáles son los elementos formales parecidos
entre los contenidos del libro y la estructura musical sobre la que
se sostiene. Analiza y relaciona la cantidad de páginas que contie­

4 0 Werner Ross, op. cit


41 Curt Janz, op. cit.

¡
ne cada uno de los capítulos y los vincula con la forma musical de
la sinfonía tal como Nietzsche la entiende por entonces.43

En Ecce Homo, insiste con el espíritu musical de su obra al


referirse el momento en que siente por primera vez la inspira­
ción que lo conduce a su ZareUuslra. No es el ave de Minerva
hegeliana, que levanta su vuelo de verdad al anochecer, la que
lo encuentra, sino la música:

En una pequeña localidad termal de m ontaña, no lejos de


Vicenza, en R ecoaro, donde pasé la primavera del año 1 8 8 1 ,
descubrí juntamente con mi maestro y amigo Peter Gast, tam ­
bién él un “renacido” , que el fénix Música pasaba volando a
nuestro lado con un plumaje más ligero y más luminoso del
que nunca había exhibido. Si, por el contrario, cuento a par­
tir de aquel día hacia delante, hasta el p arto, que ocurrió de
manera repentina y en las circunstancias más inverosímiles en
febrero de 1 8 8 3 -la parte final, esa misma de la que he citado
algunas frases en el Prólogo, fue concluida exactam ente en la
hora sagrada en que Richard W agner rnoría en Venecia, resul­
tan dieciocho meses de embarazo.43

Nietzsche se dice a sí mismo que es un poeta inspirado que


ha recibido una revelación que lo conduce a escribir su obra,
“Se oye, no se busca”, dice en su autobiografía cuando recuer­
da su momento de arrebato emocional y define el éxtasis vivido
como

un instinto de relaciones rítmicas que abarca amplios espacios


de formas, la longitud, la necesidad de un ritmo amplio son
casi la medida de la violencia de la inspiración, una especie de
contrapeso a su presión y a su tensión.44

42 Ibid.
43 Friedrich Nietzsche, Ecce Homo, op. cit.
4 4 Ibid.
Son sonidos, ritmos, melodías o canciones las que se escon­
den debajo de un libro que no responde a una escritura clásica
y que por ello no puede inscribirse en ninguna tradición filosó­
fica. Por un lado, tiene un idioma evangélico, por momentos
engañoso, y muchos de los títulos y partes de sus discursos son
referencias directas a expresiones bíblicas. De alguna manera,
sobre el tono religioso de Zaratustra, Nietzsche va descubrien­
do en él un profundo espíritu anticristiano. Por otro lado, su
escritura musical es un examen de su propia condición; con
este libro, Nietzsche siente estar ubicado a la misma altura que
Wagner, en tanto se ve a sí mismo, por primera vez, como un
creador, a pesar de toda su obra filosófica anterior. Es por ello
que cuando Zaratustra descubre el fracaso de elaborar discur­
sos para el pueblo (que no es otra cosa que lo que siempre
hizo Wagner en las representaciones de sus dramas musicales),
cuando se da cuenta de que no tiene sentido actuar como uno
de los tantos eremitas con pretensiones de apóstol, decide ya
no hablar sino cantar. Es el final del prólogo, el momento pre­
vio a su nuevo retiro. Cuando regrese y diga a los hombres su
palabra, sus discursos ya no serán una prédica viscosa destinada
a despertar conciencias sino el canto de una voz liviana y feliz:

Cantaré mi canción para los eremitas solitarios o en pareja; y


quien todavía tenga oídos para oír cosas inauditas, a ése voy a
abrumarle el corazón con mi felicidad.45

Este canto es metafórico y ambiguo. Sus contenidos pa­


recen derivados de una fantasía inexistente, debajo de la cual
viajan enmascarados los elementos definitivos del pensamien­
to de Nietzsche. A sí habló Zaratustra es una ficción filosófica:
las ideas se mezclan con animales, con moralejas, con cantos
y situaciones, algo tan extraño para un filósofo alemán y tan
distante de las demostraciones teóricas de un Kant o de la sis-
temacidad de un Hegel.

45 Fricdrich Nietzsche, A sí babU Zaratustra. Madrid, 1994.


Y si Nietzsche 110 duda en exigir la comprensión de este
libro como condición para el conocimiento real de su obra, tal
vez sea porque sus discursos deben cumplir una tarea higié­
nica: es preciso reconocer en su Zaratustra la voz del último
hombre, su potencia seductora, su carácter casi religioso de
enunciar verdades. En este sentido, sus discursos son como los
versos de Schiller en relación a la música de la Novena Sinfonía,
es decir, una palabra que es necesario abandonar.
“Mis hijos están cerca” anuncia Zaratustra después de cantar
su canción de ronda, en la que afirma que el placer es superior
al dolor, porque el placer quiere la eternidad. Casi como un
profeta, Nietzsche vislumbra la llegada de su progenie mien­
tras canta y vaticina, en un ditirambo, su metáfora del tiempo,
la que dice otra vez el eterno retorno. Esta es la conmoción
que Nietzsche recibe súbitamente, como una iluminación, sin
pensamiento previo ni especulación alguna. El eterno retomo,
como condición temporal, es el signo de que el ritmo sigue
siendo la matriz de la acción.
Por debajo de la palabra de Zaratustra, tan seductora y tan
sedienta de verdad, el fénix Música aletea el tiempo de un com­
pás que indica el mediodía, es decir, un presente continuo y sin
sombras.

IX

La idea de una temporalidad como sustrato de todo querer


es prioritaria para la comprensión de los efectos que ese querer
produce. Es, como en el compás musical, la determinación rít­
mica que opera sobre el conjunto de notas que van a escribirse
sobre una partitura y que, si bien no define ni su altura ni su
intensidad, sí lo hace respecto del valor de cada una de esas
notas.
Esto significa, en términos filosóficos, que toda acción hu­
mana, toda creación supone, o bien la afirmación del devenir, o
bien su negación y de allí es posible derivar los efectos valorati-
vos que produce. En este sentido, la evaluación de un sistema
moral no es relativa a la verdad de los enunciados que elabora
sino a la modalidad temporal sobre la que se sostiene y a la
armonía conceptual que de ella se derive. La frecuencia rítmica
de un pensar es la que determina el movimiento o la quietud
de las fuerzas, su fluidez o su estancamiento.
Es ésta ia noción de tempo musical, que Nietzsche utiliza
reiteradas veces y que le permite evaluar un pensamiento sin
necesidad de discutir la verdad de sus principios. Digamos que,
así como una partitura tiene una marca escrita que define la
velocidad de su ejecución, el concepto de eterno retorno es el
que exige Nietzsche para toda su concepción filosófica. No es
una idea más dentro de la doctrina nietzscheana, sino que es la
condición rítmica de su pensar, el tempo de su filosofía. Desde
esta perspectiva, todo pensamiento no es más que una forma
de marcar el tiempo.
Si bien Nietzsche afirma en su Ecce homo haber recibido
este pensamiento del eterno retorno como efecto de una ins­
piración,46 su génesis es posible encontrarla en el libro IV de
El mundo como voluntad y representación. Allí, Schopenhauer
escribe:

La objetivación de la voluntad tiene por forma necesaria el pre­


sente, punto indivisible que corta una línea que se prolongase
infinitamente en ambas direcciones y que permanece incon­
movible, como un mediodía eterno que no fuera interrumpido
por noche alguna.47

Schopenhauer utiliza la metáfora del mediodía -la imagen


solar que en Nietzsche es signo de la voluntad de poder afirma­
tiva-, para referirse a la temporalidad de la voluntad objetivada:

46 “Aquel día caminaba yo junto al lago de Silvaplana a través de los bosques;


me paré junto a una poderosa roca no lejos de Surlei... Entonces me vino esa
idea” {Friedrích Nietzsche, Ecce Homo, op ai).
4 7 Arthuf Schopenhauer, op. cit.
todo lo que es, es necesariamente presente: “Yo soy definitiva­
mente el dueño del presente y me acompañará por toda una
eternidad como mi sombra”.48
Si el presente se repite eternamente, el pasado y el futuro
son creaciones de la razón, es decir, meros fantasmas.
Como en el Zamtustru de Nietzsche, Schopenhauer tiene
la imagen del tiempo como la de un círculo, en el que el pasado
y el futuro se reúnen. La tangente, la línea que está por fuera
del círculo y que lo toca a éste en uno solo de sus puntos, es el
presente, es decir, una instancia que no forma parte del movi­
miento del tiempo y que, por lo tanto, es inextenso. El hombre
puede representar su pasado o su futuro, ésa es la configuración
de su temporalidad. El presente es inasible, fugitivo, de alguna
manera, imposible de ser apresado por la razón y, por ello, con­
trario a ser representado.
En este sentido, el presente sólo es el habitar de la voluntad
de vivir, una resistencia contra la que el fue y el será chocan
irremediablemente. No porque no haya pasado o no exista ei
futuro sino porque éstos son sólo posibles -como fantasmas-
desde un presente, es decir, son en la medida en que la vida
es. Se ama y se afirma la vida solamente en un presente eterno,
inextenso y, porque está fuera del tiempo, es su fundamento.
Por ello la voluntad de vivir es la superación de la angustia
frente a la muerte, porque no es posible que la existencia anti­
cipe su conocimiento ya que la vida sólo puede conjugarse en
presente y no en tiempo futuro. La voluntad de vivir es siempre
hoy, ahora, y un hombre que amase así la vida, dice Schopen­
hauer, “descansaría con sólida planta sobre el redondeado y
eterno suelo de la tierra” .
Nietzsche lee en Schopenhauer un croquis para el mapa
temporal de su filosofía: únicamente en el presente la voluntad
se afirma en el suelo de la tierra; y como este presente es eterno,
cualquier otra representación, inclusive el temor la muerte, son
tan sólo fantasmas.
Para Schopenhauer, como es necesario pagar con dolor
el placer de habitar tan sólidamente el mundo, es necesario
suspender el deseo y llamarse a un silencio piadoso y místico.
Lo que hace Nietzsche es, a la idea de ia temporalidad de la
voluntad, de esta afirmación continua del presente, le extirpa
el dolor y la vuelve el regulativo ético de toda acción. Sin la
deuda metafísica que supone la filosofía de Schopenhauer, la
temporalidad de la voluntad es la del eterno retorno y funcio­
na como el principio rítmico que marca la secuencia de todo
querer afirmativo.
A partir de esta determinación temporal para el querer (y
con ello la disolución de todo pesimismo), lo que Nietzsche
llama, en sus primeros escritos, lo dionisíaco se resignifica como
voluntad de poder.
Entonces, el concepto de voluntad de vivir de Schopen­
hauer estalla: de ser una se hace múltiple, polifónica, ya no
como un instinto dionisíaco que anuncia el dolor de lo uno,
sino como voluntad de poder que deviene en forma plural, y de
la que no tenemos, a partir de las configuraciones que produce,
más que sus efectos temporales. Es la experiencia del coro de
la Missa P apae Marcdli de Paiestrina, que desafía la ortodoxia
homofónica de la plegaria cristiana, para abrirse a una variedad
de voces, en la que cada una de ellas sigue su curso, de algu­
na manera, de forma individual. Como la voluntad de poder
en el mundo, la polifonía coral es el efecto armónico de una
guerra: cada registro vocal es un querer someter a los otros
registros, un intento de imponer su línea melódica y su altura.
La armonía sonora que el coro produce es el efecto de esta
guerra interna, de este querer apropiar y resistir. Y así como el
contrapunto da cuenta de dominios transitorios, así también
los acordes consonantes entre las voces lo hace de ciertos con­
venios placenteros. El coro polifónico no es una unidad sino
una multiplicidad bélica.
Éste es el mundo que ve Nietzsche, de apropiación y re­
sistencia, de ‘‘voluntad contra voluntad”, de interpretaciones
diversas que quieren algo, que delimitan, que fijan sentido. Es
decir, un mundo de fuerzas que valoran.
Y así como el tenor valora con su registro e intenta impo­
nerlo por sobre la voz del bajo, el efecto que ello produce es
un aria en !a que cada una de esas voces se agreden mutuamen­
te por poseerse. Porque todo querer es “querer someter, un
formar y transformar hasta que finalmente lo sometido entre
por completo en el poder del agresor y lo multiplica”.49 Eso
es lo que uno escucha: no ya el develamiento de la naturaleza
ni la disolución de ésta en la interioridad humana, sino una
polifonía valorativa, centros de dominio en tensión, que no
producen síntesis sino formas, donde cada una de las fuerzas
contrarias se requieren para ser. El tenor no es el bajo como
éste no es aquél. No buscan reconciliarse ni están paridos uno
por el otro; buscan imponerse, y en ese querer, en esa batalla,
a la vez que intentan vencer se potencian hasta producir una
armonía sonora.
Esta es la metalurgia de la creación nietzscheana, un querer
sin límites, cromático, casi atonal, porque define su centro de
gravedad, no previamente, sino en la voluntad de dominio, en
su hacer, que es siempre contra algo.
La diferencia entre Schopenhauer y Nietzsche respecto de
la voluntad es la que existe entre la homofonía y la polifonía: ya
no es lo uno que exige quietud, sino lo múltiple que impone
la guerra. Una diferencia que no es conceptual sino rítmica: el
eterno retorno es el tempo en el que se conjuga la voluntad de
poder como un valorar y, por lo tanto, una instancia ética que
compromete a la existencia a ser eterna. Ni más ni menos,

Desde esta perspectiva rítmica, es posible pensar Lctgenea-


hgíci de lñ m oral como un tratado sobre el tiempo. Ordenado

49 Friedrich Nietzsche, Fragmentos postumos, op. cít.


en tres partes, cada una de ellas se edifica sobre la base de cada
una de las tres dimensiones temporales. Así, el pasado, escrito
en el primer tratado ( “Bueno y malvado, bueno y malo”), hace
referencia a la génesis valorativa de la concepción moral mo­
derna; el presente, “cuipa, mala conciencia y similares” son las
formas opresivas que se edifican para mantener la vigencia de
dicho orden moral; por último, “¿qué significan los ideales as­
céticos?” es el título del tercer tratado y allí el tema es el futuro,
es decir, el ideal como ordenador del sistema moral.
Este libro, contemporáneo en su escritura a los apuntes
sobre la transmutación de todos los valores, es la exégesis de
la contracara reactiva de la voluntad de poder. Es el libro del
contra-devenir, un ensayo cuyo tema es el estancamiento de la
fuerza y la manera en la que, a partir de allí, se construye todo
un modelo de constricción moral.
En Ecce homo, Nietzsche describe su genealogía como si se
tratase del argumento de una ópera dividida en tres actos. Si
bien es Dionisos, el dios que baila, el que gobierna todas las
escenas, esta vez no lo hace como una divinidad estética sino
como el dios de las tinieblas. Aquí no se trata de transitar por
los caminos de la creación artística sino de atravesar un bosque
denso y oscuro, el de la moral moderna con raíz juedeo-crsitia-
na, hecho de inversión valorativa, de crueldad y de ideales.
Los contenidos de cada uno de los tratados corresponden a
una estructura escénica común:

Siempre hay un com ienzo que debe inducir a error, un comienzo


frío, científico, incluso irónico, intencionadamente situado en
primer plano, intencionadamente demorado. P o co a poco,
más agitación; relámpagos aislados; desde lejos se hacen oír
con un sordo gruñido verdades muy desagradables, hasta que
finalmente se alcanza un tempo feroce [ritmo feroz], en el que
todo empuja hacia delante con enorme tensión. Al final, cada
una de las veces, entre detonaciones completamente horribles,
una nueva verdad se hace visible entre espesas nubes.50

Los conceptos se hacen oír como una música que acelera su


ritmo hasta que una verdad surge como canto final, pero que
previamente debe atravesar por sonidos desagradables, deto­
naciones, relámpagos, toda una trama auditiva que describe el
horrible teatro de la moral de Occidente,
El problema aquí, insiste Nietzsche, es el devenir, en tanto
éste está obturado en su fluidez por un antimovimiento, por
un instinto que revierte su marcha o por un ideal que define lo
que debe ser y detiene la fuerza. Son toda forma de la inmo­
vilidad, del sosiego, que exige una concepción del tiempo que
le sea afín.
El hombre moral exige reposo. ¿Cómo llama a ese reposo?
Felicidad humana. Para evitar quedar sometido a la fatalidad
de su destino, el hombre busca la supresión de todo lo que lo
conduce al peligro y por ello demanda la conformación de un
estado de seguridad que le garantice la paz perpetua, un equi­
librio duradero en un sociedad en la “que no haya nada que
temer”. Así, dice Nietzsche, el miedo es el padre de la moral y
el amor al prójimo es en realidad temor al prójimo. Es lo que
llama moral de rebaño; un acuerdo social en el que todo riesgo
está conjurado.
¿A qué teme el rebaño? A la libertad excesiva, y entonces, a
la multiplicidad de perspectivas que se enfrentan y tensionan.
Teme a la rapacidad, a lo que quiere imponerse, al poder y la
astucia, a lo que arrastra al individuo más allá de lo espera­
do. Es decir, a los instintos fuertes y peligrosos. La moral de
rebaño exige sumisión: la dialéctica, gregaria y apaciguadora,
ocupa el lugar de los instintos e inaugura un tempo, un ritmo
grave y sutil que se impone sobre los hombres, cualquiera sea
el rostro que tome: la rítmica de la moral de rebaño es la misma
para el espíritu cristiano, para la democracia europea o para los

SO Friedrich Nietzsche, Ecce Homo, op. cit.


ideólogos del socialismo o del anarquismo, aunque anuncien
efectos distintos. A todos ellos los reúne el mismo tempo, el
de la compasión comunitaria y el del idea!, sea éste el reino
de los cíelos, el de la igualdad de todos los hombres o el de la
sociedad libre.
Lo inmortal, lo no perecedero, lo perpetuo es aquello que
ansia el hombre del rebaño con todas sus fuerzas. Es decir,
supone que en el más allá existe un estado de cosas en el que
el devenir se detiene, un universo donde ya no exista amenaza
alguna; hacia allí dirige todas sus fuerzas y entonces tiñe su
vida presente con el color de aquello que ha de ser para siem­
pre. A esa paz perpetua la llama ideal y embandera su práctica
cotidiana con diferentes nombres: libertad, amor al prójimo,
compasión, igualdad, humanismo, verdad, etc.
Pero, anuncia Nietzsche, más allá no hay nada. Ni dios, ni
espíritu absoluto, ni polis ideal. Entonces:

Cuando se coloca el centro de gravedad de la vida, no en la vida


sino en el más allá - e n la n ad a- se la ha quitado a la vida com o
tal el centro de gravedad. L a gran mentira de la inmortalidad
personal destruye toda razón, toda naturaleza existente en el
instinto [...]. Vivir de tal m odo que ya no tenga sentido vivir,
eso es lo que ahora se convierte en el sentido de la vida.51

Es decir, la vida sin centro de gravedad es quieta, es la forma


en que el instinto pierde su potencia. Ya no hay devenir sino
voluntad de nada y necesariamente, nihilismo.
Pero la forma que adquiere la moral de rebaño está lejos de
mostrarse como nihilista porque se muestra como un pensa­
miento esperanzado, como un querer superior, en tanto anun­
cia la llegada segura de la inmortalidad personal o de un estado
de bienestar permanente. Es decir, se enmascara y su poder de
seducción, al tratarse de suplantar el peligro por la seguridad,
es enorme.
Sin embargo los instintos quieren -a pesar de todo, de tanta
religión y de tanto cielo prometido- y no se adhieren a los
sentidos ofrecidos sino que interpretan, se apropian, instauran
nuevas formas por fuera de la moral imperante.
Por ese motivo, para que la moral de rebaño se mantenga,
es necesario toda una mecánica que conduzca a debilitar las
fuerzas que se revelan, hasta volverlas inofensivas. Para ello es
necesario imponerle a la voluntad de poder una condición tem­
poral que la esterilice, que la haga inocua y que le quite toda
peligrosidad. Es decir, es preciso disolver la relación entre el
ser y el devenir o, lo que es lo mismo, separar el querer de su
obrar. Es necesario trazar un hiato que distancie a la fuerza de
aquello que quiere. Se inventa, entonces, una figura a la que se
supone libre de elegir y se la llama espíritu, conciencia, alma,
ciudadano, feligrés.
La condición de este sujeto es la de permanecer por fuera
del devenir. Posee una esencia, siempre la misma, que no recibe
del tiempo ninguna alteración sino apenas la posibilidad de su
propio despliegue. Es, por ejemplo, el concepto de interioridad
cristiana, que siempre es idéntico a sí mismo, porque el hombre
es hijo de Dios y por la tanto, eternamente bueno y protegido
de tas contingencias del mundo.
Es decir, el hombre de “conciencia pura” ya no tiene la tem­
poralidad de la vida sino la del concepto y entonces es inmune a
cualquier transformación: es definible y “sólo es definible aque­
llo que no tiene historia”.
Así, la L a genealogía, de la moral es un ensayo que explica
las formas de aniquilar el tiempo, un manual de la atrofia rít­
mica. Podría haber escrito una genealogía de la verdad, sea la
de la ciencia o la de la filosofía, y el resultado hubiera sido el
mismo.
En el primer tratado de Lagenealogía- de la m oral Nietzsche
temporaliza los valores morales, ios muestra como el producto
de las condiciones y circunstancias históricas en los que emer­
gieron. Este es su reclamo: no una historia de la moral sino
“el poner en entredicho el valor mismo de esos valores”, lo
que conduce a historizarlos, con el fin de exponerlos como una
mera actividad humana y no como principios trascendentes. Lo
que hoy creemos como una verdad en sí, como nn precepto de
acción moral inmutable, en realidad tiene un origen temporal:
son relaciones de poder en tensión las que producen un orden
valorativo.
En este rastreo genealógico, Nietzsche encuentra un quie­
bre de sentido, una inversión, lo que él llama “la rebelión de los
esclavos”, una forma de construcción axiológica que ha resul­
tado vencedora. Es la moral del impotente la que se establece
por encima de la moral del noble: lo no egoísta, lo desinteresa­
do es lo bueno; los que mandan, lo aristocrático, aquello que
impone formas, lo malvado. Una inversión casi punto a punto,
que altera los principios e impone formas de comportamiento
y nuevas figuras: el débil por encima del guerrero, el prudente
por sobre el noble, el calculador como superior al artista.
Nietzsche pone a toda la moral en una pendiente histórica
que hace desbarrancar todo el carácter trascendente que tenían
los valores hasta entonces y los deja a la mano de la interpreta­
ción humana. En el pasado hay inversión axiológica y después
olvido: el efecto de ello es el sujeto moderno, es decir, una con­
figuración cuya permanencia disuelve todo devenir. A través
de este espíritu histórico Nietzsche vuelve relativo lo que tenía
pretensión de absoluto, una perspectiva que hace de todo siste­
ma de pensamiento un acto de creación y de la moral que de él
se derive, una ficción con voluntad de verdad y por lo tanto, de
poder. Es decir, la historización de los valores morales le quita a
éstos su ingenuidad y los muestra como efectos de una lucha.

[Hil
En el tratado segundo Nietzsche define la mecánica de im­
posición de este pasado en el presente. .¡Cómo es posible que
se mantengan estas ideas que tienen más de dos mil años de
existencia? <¡Qué tipo de sujeto requiere y cuáles son sus efectos
en el obrar?
El hombre de la moral de rebaño, el sujeto, es un Golem
cuyas partes alteradas son aquellas relativas a la temporalidad.
Los términos que Nietzsche utiliza son ios de olvido y memo­
ria, culpa y resentimiento, espíritu de venganza y mala con­
ciencia. Ninguno de ellos supone un contenido., definido sino
una forma de ser, donde el tiempo presente, el instante, se ve
suprimido. El sometimiento, la esclavitud, el espíritu de reba­
ño, no responde a la sumisión a un orden verdadero sino a una
manera de desviar el instinto, de quitarle su temporalidad y
petrificarlo.
El hombre es, para Nietzsche, por naturaleza, un animal
que olvida. Este olvido no es una “fuerza inercial” sino una
facultad activa, es decir, no es una negligencia sino un hacer efi­
caz. Contra esta fuerza, otra de la misma intensidad se impone:
el hombre es criado como alguien a quien le sea “lícito hacer
promesas” . Es decir, se le inventa una memoria. Es la jovialidad
y la posibilidad de lo nuevo fien te la gravidez y la deuda. Cuan­
do el hombre hace promesas, ya no hay presente, no hay un yo
quiero, sino un deber, una carga.
Prometer es incrustarle al devenir una estaca que lo desan­
gra por lo que ha de ser, por lo que se debe cumplir a futuro.
Esa estaca es la responsabilidad. El hombre ya no es autónomo
sino deudor, por lo tanto, calculador, es decir, aprende “a pen­
sar causalmente, a ver y a anticipar lo lejano como presente”;
se hace responsable.
El modelo que sigue Nietzsche para pensar la moral es,
como buena parte del pensamiento del xix, un modelo econó­
mico, de deuda y acreencia, un sistema de relaciones que preci­
sa del dolor físico para grabarse en la memoria. Aquí el hombre
es un animal que habita en el entendimiento del instante y al
que se lo fuerza a no olvidar, a permanecer atado a aquello que
se instala en él como deuda y que deriva, necesariamente, en
una acción a futuro. Lo que se debe, se paga, es decir, lo que
es pasado se resuelve en el futuro. La manera de imprimir esta
temporalidad diferencial en el presente es a través del dolor: la
crueldad sobre el cuerpo se ejerce hoy, por lo que fue y por lo
que ha de ser. Entonces el presente es un “no quiero” en tanto
ningún deseo actual debe alterar la lógica de lo prometido.
Esta es, para Nietzsche, la condición de la vida gregaria: debe­
mos endeudarnos para gozar de las “ventajas” de la vida social.
Es decir, nos volvemos predecibles, anticipables, porque es lo
que una sociedad necesita para poder subsistir: hombres adies­
trados que no ofrezcan peligro alguno. Animales domésticos.
En este sentido, la culpa es un mecanismo temporal. No es
un sentimiento ni un contenido definido sino una forma de
retrogradación, un volver hacia atrás que determina el tiem­
po presente. El hombre culpable habita sólo en su deuda y es
desde allí de donde se derivan todos ios sentidos de sus prác­
ticas actuales, porque debe compensar, debe equilibrar aquel
daño producido. Es decir, es un residente de lo que fue, su
domicilio está en el pasado y desde ese pasado ve el mundo.
Por ello, la culpa hace que todo lo producido sea efecto de una
situación que se sustrae a las determinaciones del presente, una
carga, de la que no importa su origen, sino sus consecuencias.
De este modo, el hombre vive de manera retroactiva y enton­
ces su fuerza no es relativa ai devenir sino que está amarrada
a una instancia anterior. El culpable no ve hacia atrás sino que
hace habitar ese pasado en el presente y aunque el mundo sea
otro, no puede vivirlo sino como un sentido derivado de aquél.
Entonces, toda la actividad del hombre culpable es predecible
porque su acción es una reproducción de aquella marca primi­
tiva; su cielo está habitado por viejas nubes que lo enferman, lo
debilitan; no respira un aire renovado sino un aire viciado.
El pasado subroga al querer actual, lo retrae y sella su canal
de salida. Pero, en el esquema físico de las fuerzas que plantea
Nietzsche, el instinto quiere siempre y aunque la deuda preten­
da determinar todo significado presente, el querer sigue siendo
voluntad de poder que busca instaurar su sentido, Es allí, entre
el querer y el mundo, donde el mecanismo de la culpa opera,
obturando el desahogo hada fuera para conducir a la fuerza
hacía adentro. Es lo que Nietzsche llama la interiorización del
hombre, su “mala conciencia” , Es decir, la fuerza se invierte y
la potencia que le es propia se vuelve contra el hombre mismo:
sus efectos son el resentimiento y el espíritu de venganza.
Lo que no sale hacia afuera enferma, infecta y, lo que es
peor, contagia. Porque alcanza con que un sentimiento religio­
so se apodere de este daño que el hombre se hace a sí mismo,
para que la culpa se convierta en epidemia y ia deuda a saldar
sea eterna, es decir, impagable.
En este sentido, el espíritu religioso es también un tempo
retraído, largo, que detiene el devenir e impone la nada. Para
ello, no duda en sacrificar al Dios único, para que se repita
siempre el mismo ritmo, aquel derivado de un sonido lejano,
de una deuda que tiene más de dos mil años. La culpa hace
que el hombre viva, en todos los periodos históricos y en cada
instante, la misma experiencia, una y otra vez. Haga lo que
haga, sea docto, revolucionario o sacerdote, es un rumiante
que repite en su conciencia un único compás, una sola imagen:
ia de estar, con su martillo de conceptos, clavando a Cristo en
la cruz.
Por último, el ideal ascético, lo que ha de ser, el futuro, cuya
expresión es el efecto del horror al vacío que produce la carencia
de una meta final. Sin un lugar de llegada, la vida queda inmer­
sa en el destino, a merced del devenir y no del pensar. Pero la
moral de rebaño tiene un principio económico de constitución,
es deuda y acreencia. Entonces el cálculo es predictivo, permite
anticipar el resultado, cualesquiera sean las cualidades de sus
términos. Lo mismo un número o una formula de geometría,
que la vida misma: porque hay razones, principios de acción
sostenidos en una lógica que permite ordenar cada elemento
en relación a los otros. La existencia es una ecuación financiera,
un asiento de balance donde el deber y el haber se equilibran a
través de la crueldad, encuentran su punto cero en el dolor, en
la marca del cuerpo, en la memoria sufriente.
El señuelo es el mañana, lo que ha de ser; entonces el ideal
se impone como una duplicación de la realidad. Es necesario
que otro mundo aparezca por encima de éste, un mundo de
ofrecimientos futuros, que han de llegar bajo los términos de
una coacción ascética. Otra vez una alteración temporal que se
activa en el presente, que regula las prácticas, ahora no como
deuda pasada sino como un bloque de futuro encajado entre
la fuerza y su objeto: “es el deseo de ser otro, de estar en otro
lugar”.
Atrapado por una pinza que lo ajusta desde el pasado y por
un futuro, el hombre se autodesprecia cuando dice no a la vida,
cuando la niega con la creación necesaria de otra existencia
posible. Ese otro mundo es ofrecido tanto por el filósofo, por
el artista romántico' o por el sacerdote, porque el ideal no es
mía invención religiosa ni una proclama teórica sino que es
“un interés de la vida misma”, una paradoja en la que la vida se
contradice a sí misma, se hace hostil a sí misma. Es el goce en
el fracaso, en la desdicha, en la tristeza y el dolor.
Entonces, lejos de que el ideal potencie e impulse las prácti­
cas, las atrofia. Suponer que la libertad es un bien a conquistar
hace de los hombres, esclavos perpetuos, buceadores de la nada.
Los ideales se ofrecen para desactivar la fuerza, para volver im­
potente la vida, para despreciar el único suelo posible donde
habitar. Creer en ideales es capitular, resignarse, hacer del fu­
turo una proclama que supone al presente como un lugar de
tránsito y no de acción. El ideal paga la impotencia actual bajo
el supuesto de que vate la pena el sacrificio, porque un mundo
mejor nos espera después de tanta lágrima y tanto suplicio.
Pero no hay nada, insiste Nietzsche. Donde está el ideal,
no hay nada. La voluntad de poder es presente, y ninguna an­
ticipación puede derivarse de ella, que no sea lo que la misma
fuerza establece en su práctica.
Sin embargo el hombre “prefiere querer la nada a no que­
rer”, ése es el modo en el que lo activo se vuelve reactivo, la
condición dei nihilismo: suponer que el devenir tiene un térmi­
no, una finalidad en la cual la vida entera se resuelve.
El sacerdote, el artista romántico o el filósofo docto son es­
pasmos que detienen la digestión, la hacen pesada. La deuda o
el ideal son sus alimentos predilectos, porque vuelve al hombre
tan grave y espeso que ya no puede levantar los pies y bailar. La
circulación del devenir se detiene; un coágulo presiona sobre la
fuerza y la retrae. Lo que sigue es la nada, con su seducción y
sus máscaras: la verdad, la revolución, la vida eterna, el corona­
miento ideal para un futuro inexistente y un presente de rencor
y venganza. Son los efectos de hacer de la voluntad de poder
una potencia quieta, retenida.
Pero el instinto es, a pesar de esta configuración rítmica.
Aquella roca en la que Nietzsche se detuvo, en la que vivió su
iluminación filosófica, la visión del eterno retorno, le permi­
te una concepción del tiempo que, adosada a la voluntad de
poder, hace del mundo, de este mundo sensible y único, una
experiencia de creación continua. Para ello, el instante, es decir,
la marca temporal de la voluntad, deberá ser eterno. Sólo allí
las pasiones son música y el querer, una nota necesaria y queri­
da para siempre.

X II

La diferencia entre un sonido y un ruido es la frecuencia


de la vibración. Si ésta es regular, entonces es una nota musi­
cal. Por otra parte todas las notas tienen un valor, es decir una
duración, que en la escritura van desde la redonda (de máxima
duración) a la semifusa. Del mismo modo los silencios: lo que
se indica con su marcación es tiempo. Es decir que una melo­
día, la ejecución sucesiva de notas y silencios, es un despliegue
de regularidades temporales en el tiempo.
Desde su base más elemental, el tiempo es la condición on-
tológica de la música. No es una representación del mundo
sino que es una forma, una expresión, cuyo ser es indisociable
del devenir. Detrás de una nota, de una melodía o de toda una
obra musical no hay nada, ninguna esencia que la haga posible,
ninguna dirección hacia la cual llegar, ningún propósito que
trascienda su mera expresión. Es tiempo que produce efectos
sin intención significativa alguna.52
Es en este sentido que Schopenhauer afirma que la música
duplica el mundo en tanto es la otra forma de objetivación de
la voluntad. Pero, a diferencia de la representación, cuya mani­
festación es temporal, la música es el tiempo mismo. Es por eso
que inaugura una forma propia para el ser, ya no sostenida en
la pretensión de permanencia -tal como se da en el ámbito del
conocimiento-, sino en lo evanescente. Cada nota o cada silen­
cio, es el instante, es decir, es la voluntad conjugada en tiempo
real, ya que en su misma expresión se fusionan la generación y
la corrupción. Un sonido, en el mismo acto de su nacimiento,
muere.
El eterno retorno, ya dijimos, es una idea rítmica, es una
marca de determinación temporal para la acción. La palabra
retorno significa repetición y lo que eternamente retorna es el
instante. Como en la música, ese instante no es representación
de nada sino sólo la temporalidad de lo que acaece. Y si es
eterno es porque es el instante lo que se ha de repetir siem­
pre, sin importar cuál sea su contenido ni su regularidad. O en
todo caso, no es posible trazar una lógica para la repetición del
instante, no tiene la racionalidad de un metrónomo. Si fuera
así, la definición temporal del devenir sería hegeliana, es decir,
marcada con anterioridad a las fuerzas que operan y bajo una
racionalidad definida. En Nietzsche, el eterno retorno no res­
ponde a un compás cifrado previamente, ya que el devenir es

52 Es cierto que algunas formas de marcación tienden a generar en el oyente


una escucha definida: ia intensidad de algunos sonidos (de piimíssimo a fortis-
simo), !a velocidad de ejecución (adagio, presto, etc.) o las modificaciones del
tempo (decelerando, fi u allegro, etc.) son indicaciones de una partitura que, en
muchos casos, pretenden producir efectos de sentido por parte del compositor.
Pero no son más que prescripciones de interpretación, es decir, de representa­
ción, que nada tienen que ver con el aspecto ontológico de los sonidos.
relativo a la expresión y no una prescripción rítmica anterior a
lo que deviene.
¿Qué es lo que deviene? (Cuál es la melodía que se escribe
en aquella partitura abierta?
Así como en la música no hay distancia entre el instante y la
nota, para Nietzsche, tampoco la hay entre el eterno retorno
y la voluntad de poder. Es decir, el instante no es una huella
temporal donde la voluntad de poder se inscribe sino que ella
misma es el instante. Por lo tanto, es expresión que nace y pe­
rece, como las notas musicales y también como ellas, se enlazan
y establecen relaciones que derivan en distintas melodías.
Por eso Nietzsche encuentra en la música una modalidad
teórica que le permite abrir una perspectiva tan incómoda. Por­
que así como la metafísica es un tempo y la moral que produce
se constituye como un antimovimiento, la forma de dinami­
tar sus contenidos no es oponiendo una melodía teórica más
fiierte sino inaugurando una temporalidad diferencial, que él
encuentra en la música y que extiende a su interpretación fi­
losófica. Es decir, sabiendo que es imposible para él, como fi­
lósofo, apartarse del concepto, adopta una perspectiva musical
para poder conformar su idea. Esta es la herencia más fiierte de
Schopenhauer y, en todo caso, de su amor por Wagner. Si el
título completo de su primer libro es El nacimiento de la tra­
g ed ia en el espíritu de la- música, de alguna manera lo que Nie­
tzsche intenta llevar adelante es una filosofía en el espíritu de
la música. Pero no de manera extrapolada, sino aplicando a su
concepción de la fuerza, del instinto, de la voluntad de poder,
la condición temporal que aquel espíritu de la música ofrece.
Entonces, lo que se repite no es el mundo sino el querer en
el mundo. El eterno retomo no dice que vamos a volver a repe­
tir este momento que vivimos, esta mesa, esta silla, este amor.
No se trata de creer que una melodía infinita vuelve una y otra
vez, porque esto significaría una meditación sobre la muerte de
raíz nihilista, es decir, una metafísica con base oriental, tan co­
nocida y denostada por Nietzsche. Lo que retorna es él querer
mismo y no el objeto del querer. En este sentido, confundir
el eterno retomo como algo que vuelve a repetirse, como un
contenido específico que se reitera, es confundir el tempo con
una melodía escrita.
Ahora bien, el instante no significa fugacidad, no responde
a la idea de vivir el presente cualesquiera sean sus consecuen­
cias. Esta lectura de la filosofía de Nietzsche como la de un
anarquista estetizante confunde el placer transitorio con la vo­
luntad de poder y el instante con lo fugaz. Para Nietzsche su
idea del eterno retorno implica el imprimir lo eterno Sobre la
vida. En este sentido, se opone tanto a las religiones que sostie­
nen el desprecio del instante en nombre de un más allá, como
también contradice a aquellas teorías que no son más que se­
cularizaciones de principios religiosos. Allí ubica al socialismo
y a cualquier otra doctrina cuya meta sea el individuo fugaz, es
decir, un hombre débil que sólo aspira al goce transitorio del
puro presente y a una vida fácil y ligera.
Temporalizar la vida en el instante exige la eternidad. De lo
contrario sería una mecánica de estímulo-respuesta, lo que sig­
nificaría un retorno a la animalidad, a una vida puramente ins­
tintiva. Nietzsche habla de superhombre, que si bien significa
que los instintos drenan en el mundo sin un caparazón moral,
principalmente lo entiende como una transvaloración, es decir,
como el agotamiento de lo humano. Por ello no es un regreso
a lo primitivo sino un transponer. Que el hombre -lo huma­
no, demasiado, humano- se asfixie en su propia configuración
de domesticidad es, para Nietzsche, un efecto necesario de su
práctica de sentido, pero también una necesidad histórica para
que “el hombre nuevo” sea posible. Lo fugaz y el regreso a una
condición animal, a la manera de Rousseau, es la expresión de
una impotencia: si el mundo de los hombres está agotado, es
necesario exiliarse de él retornando a la naturaleza salvaje de
los instintos. Para Nietzsche, en cambio, no se trata de abando­
nar la civilización sino de combatir sus miserias anunciando la
muerte del hombre y con ello, el fin de una manera metafísica
de habitar el mundo. Por ello, el superhombre no es ni un ideal
ni una meta: es sólo el efecto sonoro de la voluntad de poder
conjugada en el instante. Es decir, no existe una realidad a la
que hay que llegar; el superhombre no es un modelo futuro ni
una aspiración concreta. Visto de este modo, suponer que es
posible una realidad efectiva para un nuevo ejemplar, es leer a
Nietzsche con los ojos de un idealista. El superhombre üene la
misma condición ontológica que una nota musical: damos con
él cuando reconocemos su presencia en una vibración regular
que instituye el dempo.
Por otra parte, el carácter eterno del retorno, además de
desplazar cualquier interpretación romántica de vivencia fugaz
o de regreso a una existencia cínica, significa una condición
temporal del querer que, unida a la vida, deriva en un impera­
tivo ético:

¡N o estar a la expectativa de bienaventuranzas y de bendicio­


nes e indultos lejanos y desconocidos, sino vivir de tal manera
que queramos vivir otra vez y queram os vivir así por la eterni­
dad! Nuestra tarea se nos plantea en cada instante/’3

Esto significa que el querer presente tiene que ser supuesto


como eterno. De este modo, Nietzsche plantea un regulativo
ético para la acción que no tiene contenidos ni define una pauta
de valores a seguir. Es, como decíamos, rítmico, lo que significa
que no importa el objeto del querer sino que ese querer sea
eternamente querido, cualquiera sea su contenido o los efectos
que de él se deriven. Lo que hace el instante respecto de la vo­
luntad de poder es otorgarle una anchura vital de afirmacióñ:
si el querer es eterno, la vida que se vive en ese instante es irre­
batible y plena. Así, el eterno retorno resume todo lo que fue
y lo que será en una sola dimensión temporal, que es la del ins­
tante, el momento del mediodía, el portal debajo del cual todo
el pasado, que es eterno, y el futuro, que también es eterno,
se reúnen. Todo lo que ha sido tiene sentido sólo en la acción
presente, en el querer presente: la plenitud del instante hace del
pasado una necesidad y no una deuda, es decir, es preciso estar
dispuesto a repetir eternamente todo lo que fue como condi­
ción para habitar este presente. Es tanta la potencia del querer
actual, que todo el pasado que condujo hasta allí es querido
de tal manera, que uno estaría dispuesto a vivirlo nuevamente,
eternamente. El mismo regulativo y la misma plenitud se es­
tablece respecto del futuro: si ya no hay ideales, es necesario
suponer que el querer presente ha de repetirse eternamente
hacia delante. En este sentido, el hacer actual define éticamente
lo que ha sido y lo que será. Éste es su peso.
Por eso Nietzsche dice que su pensamiento del eterno re­
torno es insoportable, que sólo los espíritus fuertes pueden to­
lerarlo. Situar al hombre en lo que es, y no en lo que fue o en lo
que ha de ser, exige de una disciplina singular para el ejercicio
actual de la propia pasión que compromete a la vez todo el
devenir. Porque ya no es un sujeto ni una interioridad ni un
creyente, sino sólo una fuerza que jamás ha de redimirse, ni en
la gloria pasada ni en el ideal futuro.
Voluntad de poder y eterno retorno son conceptos relativos
uno al otro. Sobre esta relación armónica, tal como decíamos,
es posible pensar al superhombre no como una idealidad sino
como expresión melódica. Esta figura nietzscheana es efecto y
no causa de un hacer, es una sucesión sonora que da cuenta del
obrar de las fuerzas en el tiempo y no de la prefiguración de
una forma del existir. En la filosofía de Nietzsche no hay meta y
por lo tanto no puede ofrecerse ninguna prescripción dietética
en dirección a un ideal.
Que el tiempo y la fuerza se requieran, es la condición pri­
maria de la música y es también la necesidad de un pensamien­
to que se ubica más allá del bien y del mal.
Eso es la filosofía para Nietzsche: no una obsesión por la
verdad ni una acumulación de saberes; sino una línea melódica,
una expresión que suena, que tiene ritmo, volumen, tempo,
alteraciones: La filosofía, ya no como el amor a la verdad, sino
como el arte de saber oír.
F in a l

La filosofía precisa de un doble para su subsistencia. Que


Nietzsche lo encuentre en la música es efecto de sus propias
obsesiones, de su turbación por Wagner, de un espíritu de
época, de su frustración como músico: las razones y el tcrri-
torio expresivo que él elije no importan. Su filosofía no invita
a entonar canciones ni a cambiar conceptos por corcheas sino
que tiene como efecto la necesidad de desactivar mecanismos
de encierro. En términos de Gilíes Deleuze, una nueva imagen
del pensar: desplazar definitivamente a la Verdad como única
preocupación; ya no preguntar qué es sino quién dice; “hacer
del pensamiento algo agresivo, acdvo y afirmativo”54 y de la
filosofía una actividad intempestiva en cada época; olvidarse del
sabio, detestar la estupidez y crear. En definitiva, “hacer hom­
bres libres, es decir, hombres que no confundan los fines de la
cultura con el provecho del Estado, la moral o la religión” .55
Las formas de encierro son variadas; no hace falta que una
filosofía sea enunciada por un párroco para reconocer en ella
un fuerte olor a clausura y monasterio. Cualquier pensamiento
que se ofrezca como una puerta de salida definitiva, como una
solución futura a un presente desdichado, no hace más que
inaugurar nuevas formas de retiro del mundo y, con ello, una
nueva moral de dominio. Lo que necesita de un evangelio, sea
en 1a política, en la filosofía o en la religión, exige sirvientes.
La música, para Nietzsche, tiene una modalidad expresiva
que potencia el pensar y aleja al filósofo de la necedad: ése es su
efecto. Su misma condición, extraña a cualquier determinación

5 4 Gilíes Deleuze, Nietzsche y la filosofía , Barcelona, Anagrama, 1986,


55 Ibid..
conceptual, obliga a la filosofía a conjugarse de otro modo,
a derramarse en otro territorio, a no ser un instrumento de
dominio para hombres de conciencias ilustradas ni cartas de
reconocimiento teórico entre intelectuales grises.
Lo que huele a monasterio obtura, condiciona, encierra; lo
que indica cómo vivir, qué pensar, de qué manera valorar, es el
reflejo de una filosofía apresada por un orden conceptual que
busca domesticar y someter. Nietzsche reconoce estos síntomas
en sistemas de pensamientos que, aunque en apariencia puedan
resultar contrarios, edifican sus discursos desde un mismo pul­
pito. Estos sistemas son los que funcionaron, en la filosofía, a
lo largo de toda su historia. El revés de Nietzsche abarca más
de veinte siglos, desde Platón hasta Schopenhauer. La perspec­
tiva crítica que surge de su demolición, se extiende por fuera de
su época y arrastra, no sólo a lo que fue, sino a lo que vendrá,
en la medida en que es la misma condición expresiva de la filo­
sofía la que es necesario abandonar.
¿Dónde situarse entonces? ¿Cómo es posible ofrecer una
nueva ontología después de Nietzsche? ¿La filosofía está conde­
nada a ser ficción, a ser música, a ser literatura? ¿Sus enunciados
son sólo un juego del lenguaje, una pura expresión subjetiva?
El esfuerzo al que se ve sometida la filosofía del siglo xx no
escapa a esta sentencia: el fantasma de la metafísica acecha en
cada nueva línea que se escriba. La posibilidad de caer en una
forma enunciativa que se ofrezca como respuesta a la condición
humana, la propuesta de valores trascendentes, la afirmación
de dioses heterodoxos o el regreso a una religiosidad iluminista
son derrames posibles para el género.
El filósofo contemporáneo carga con este desafío, transita
con él, sabe que corre el riesgo de volver nuevamente a un
refugio que ya fue dinamitado.
Nietzsche ama a la filosofía, ya lo dijimos: si su pensamiento
pretende salvarla del destino de repetición metafísica al que su
mismo género expresivo la conduce es porque confía en ella.
Desde esta perspectiva exige una rearmonización de los con­
ceptos que es llevada adelante a través de la música y su conse­
cuencia inmediata es una transmutación de todos los valores.
No se trata de combatir a Platón o al cristianismo o al pensa­
miento moderno: no es un problema de piel sino de cimientos,
de dar con el punto donde se apoya la palanca que mueve a la
filosofía a su catástrofe moralizante. La música como modali­
dad expresiva es la advertencia de que las cosas ya no son como
eran sino que es preciso desplazarse e inventar nuevamente el
oficio det filósofo. Espíritu libre lo llama Nietzsche, aquel que
se eleva “por encima de la credulidad en la gramática” y a pesar
de todo, escribe, dice, se apropia de viejos conceptos y los de­
fine de acuerdo a sus necesidades.
Que la filosofía tenga su doble es la exigencia que lo des­
plaza a Nietzsche del siglo xix y lo sitúa como una necesidad
para el pensamiento posterior. La cercanía con este pensamien­
to hace que la ingesta sea enmarañada, de bocas combinadas,
de interpretación múltiple y en bloque: Nietzsche-Heidegger,
Nietzsche-Foucault, Nietzsche-Deleuze, amalgamas que se
ofrecen para potenciar a la filosofía en una nueva dirección,
desconocida para su propia historia y, por ello, sin guías mora­
les ni andamiajes valorativos.
Esto no significa subordinarse a su pensamiento y reproducir
sus contenidos como un mantram. Mucho menos proclamar su
presencia como la de un Mesías filosófico que necesita de após­
toles. La filosofía del siglo XX vive de Nietzsche, dice Deleuze:
algunos negativamente, para ponerlo en misa; otross de manera
afirmativa, para apropiarse de él y desplegar su inactualidad.
Del mismo modo para Foucault:

La presencia de Nietzsche es cada día más importante. Pero me


cansa la atención que se le presta para hacer sobre él los mismos
comentarios que se hacen o se harían sobre H egel o Mallarmé.
Y o, a ía gente que amo, la utilizo. L a única manera de reco­
nocim iento que se puede testimoniar a un pensamiento como
el de N ietzsche es precisamente utilizarlo, deformarlo, hacerlo
chirriar, gritar. Mientras tan to , los comentaristas se dedican a
decir si es o no fiel, cosa que no tiene ningún interés.56

Entonces, no importa Nietzsche, ni la música, ni Wagner,


sino otra cosa: que la filosofía no describe, ni sensibiliza, ni es
un conjunto de obsesiones labradas en torno a la verdad.
La filosofía, después de Nietzsche, intenciona, abre hacia
adentro,

5 6 Mschel Foucault, Microfisim del poder, Madrid, Ediciones de La Piqueta,


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P ensam ientos l o c a l e s .................................................................................. 0 3

P r e l u d i o .............................................................................................................. 0 9

P rim er m o v im ien to : W a g n e r .................................................................,3 1

S eg u n d o m o v im ie n t o -. La f il o s o f ía c o m o m ú s ic a ....................... 8 9

F in a l ..................................................................................................................... 1 5 3

B ib l io g r a f ía ..................................................................................................... 1 5 7

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