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En 1983, Raúl Alfonín ganó la presidencia.

Su discurso de campaña nos


emocionaba a todos los que, por entonces, éramos jóvenes militantes: terminaba
con el preámbulo de nuestra Constitución.
Finalizaba la dictadura y empezaba la democracia. Esa transición significaba salir
del aislamiento y las prohibiciones para entrar a un mundo de asociaciones y
experimentaciones. Para muchos de nosotros, significaba creer en la utopía que el
líder de la Unión Cívica Radical proponía: “con la democracia se come, se cura y
se educa”.
Me emocionó verlo, en un acto de cierre de campaña, en la calle San Martín, en
San Salvador de Jujuy. Entonces, yo estaba haciendo la colimba y ya había
comprobado lo inútil que eran los militares para organizar un cuartel y no dudaba
de que estuvieran incapacitados para conducir los destinos del país. Alfonsín, lo
recuerdo bien, dijo que nuestro país había estado en manos de asesinos y que la
Justicia iba a juzgar a los responsables del genocidio. Esa enunciación era, en
aquel año, una acto de valentía.
Después, recuerdo que conocí, en una de las primeras marchas del Apagón, en
Libertador General San Martín, a Teresa “Kuky” Herrán. Era una poeta que leía,
de manera desaforada, poemas referidos a la masacre que tuvimos que soportar.
No sé si fue en ese mismo año, pero tengo asociada la imagen de Soledad
Silveyra y Vicente Zito Lema, en una puesta en escena, del libro de poemas Mater
(1884) del último y que tenía dibujos de Carlos Alonso. A mí, en aquel tiempo, me
costaba entender que podíamos escribir sobre nuestros desaparecidos sin
traicionar y pensaba, erróneamente, que toda la épica correspondía a las madres
que marchaban alrededor de la pirámide de Mayo, en Buenos Aires.
Esta experiencia, unos días más tarde, la comenté con el grupo de poetas que
integraba. Estela Mamaní (EM1) me dijo: “No te quedés con una interpretación
parcial de la Kuky”. Ella había sido su profesora en la UNSa y –me aclaró EM 1–
tenía a varios de sus compañeros y amigos docentes en las listas de detenidos-
desaparecidos o muertos en el exilio, como es el caso de Holver Martínez Borelli.
En la siguiente reunión, ya está con nosotros Jesús Ramón Vera. Mientras todos
tomamos café, él pide una cerveza que después paga sin chistar. Lee su poema
“Las vueltas de la vida” y, en el acto, decidimos publicarlo en el pliego de poesía
que editábamos. Al poco tiempo, voy a Salta, para arreglar detalles con “Verita” y
publicar mi primer libro de poesía por la editorial Tunparenda. Lo primero que
hicimos fue hablar de estéticas; él me leyó poemas de Leopoldo “Teuco” Castilla y
yo le mostré los borradores del libro de conversaciones con Ernesto Aguirre que
saldría un año más tarde, en 1987. Él me habló de la generación de Manuel J.
Castilla y fuimos hasta su casa, allí hablamos con la “Catu”, la viuda de Manuel. La
vida literaria, por entonces, iba de la casa de los protagonistas a los bodegones
donde terminábamos de arreglar la manera de solventar económicamente la
edición. El trato fue de palabra, sin contratos ni pagarés, y ambos lo respetamos
porque teníamos el mismo código de barrio.
Aquella vez, me quedé a dormir en la casa de Verita y recuerdo que él me regaló
el primer libro que publicó la Kuky: Incesante memoria. Tenía dibujos de Santiago
Javier Rodríguez y me acuerdo que me dijo que había sido criticado por el uso de
una tipografía “pesada” (supongo que usó esta palabra por las letras en negrita);
en su defensa, argumentó que eran poemas referidos a una época pesada. Y
tenía razón.
Volví a Salta unos meses después. A un encuentro de escritores en el que fui con
Ernesto Aguirre, Pablo Baca, Nélida Cañas y Andrés Fidalgo; me acuerdo que
Pablo llevaba un portafolio grande donde cargaba una máquina de escribir portátil
siempre lista para cumplir con su tarea de redactar textos legales. Ahí conocimos,
entre otros, a Elisa Moyano (EM2), Mercedes Saravia, Belén Alemán, Alicia
Poderti, Liliana Bellone y Roberto Salvatierra. Salvo Andrés que pertenece a la
primera generación de escritores importantes de Jujuy, todos éramos recién
llegados al campo literario y sólo Ernesto y Liliana tenían libro publicado. Esas
obras, como lo demuestra EM2 en este libro, son las que van inaugurar la tarea de
renovación estética, en tiempos difíciles hasta para leer poesía, ya que muchas
veces había que armar un acto clandestino, como el que protagonizan Ernesto y
Juan Ahuerma (ver entrevista que figura como anexo).
Alguna vez, Pablo, Raúl Noro y yo fuimos a dormir en la casa de EM 2, en la calle
Los Braquiquitos, nombre que siempre me hizo gracia y me parecía más atractivo
que el título del libro colectivo Manifiesto poético. Desde entonces, recuerdo, que
le reclamaba a EM2 por un ensayo que ordene, pondere y orienta a los lectores
sobre la producción poética local.
¿Por qué mi pedido era para EM 2? Porque ella era docente en la UNSa. Porque
hizo carrera como investigadora. Porque fue testigo clave de todo lo que vivimos
en la apasionante tarea de reconstruir un campo que estaba doblemente
fracturado: por las políticas de represión que desplegó la última dictadura y por la
falta de diálogos entre creadores de Salta y Jujuy.
Quizás, gracias a la tarea ordenadora de Andrés Fidalgo (publicó en 1975 su
Panorama de la literatura jujeña y contribuyó con numerosas notas que fueron
publicadas, en revistas y suplementos literarios, a visibilizar la producción de
escritores en Jujuy, en las décadas siguientes) y porque tenemos menor densidad
poblacional de autores que los salteños; resulta sumamente gratificante la
aparición de un libro, éste que tenés en tus manos, estimado lector, que cubre un
vacío que nadie se atrevía a cubrir.
La tarea de EM2 estuvo, por demasiado tiempo, centrada en la investigación y
publicación de textos que interesaban, casi en exclusividad, a otros
investigadores. Una tarea que, no por eso, resultó menor. Con mucho capital
cultural, ella realizó una tarea importante de difusión en congresos, jornadas y en
clases de grado y posgrado. Y ahora, realiza una tarea mucho más difícil: la
presentación de estas páginas que buscan a lectores no especializados, a jóvenes
escritores y también a vecinos que no necesariamente deben haber pasado por un
campus, para saber de la importancia de corrientes literarias que surgieron en la
posdictadura.

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