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Cuentos reunidos

Cristina Peri Rossi

Lumen
narrativa
Primera edición: enero de 2007

© 2007, Cristina Peri Rossi


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H415912
CuENTOS REUNIDOS
Cuentos reunidos
Cristina Peri Rossi

Prólogo

L
a palabra «cuento» viene del latín contar, que quiere decir
narrar. Contar es una de las capacidades más antiguas del
hemisferio cerebral izquierdo, el del lenguaje. Podemos
pensar que el hombre y la mujer contaron desde que tuvieron uso
del lenguaje articulado; contaron el paso de los bisontes por los des­
filaderos; contaron la secuencia de las estaciones, el transcurso del
día a la noche, las hazañas de los héroes, la historia de la tribu y de la
familia, contaron el pasado y el porvenir, qué plantas podían comer­
se y cuáles eran venenosas, contaron sus viajes y sus amores, sus sue­
ños y sus miedos. Todo es susceptible de ser contado, y el gran
maestro Chejov, uno de los narradores más sutiles e inteligentes de
la literatura, decía que podía escribir cada día un cuento diferente
sobre cualquier objeto. Otra gran escritora, Clarice Lispector, la
mujer que modernizó definitivamente la literatura brasileña con su
finísima percepción interior (algunos de cuyos libros he traducido
al castellano), escribió un cuento sutil y analítico sobre un huevo.
Todo puede ser contado, si encontramos la forma de hacerlo.
Y desde muy temprano, los seres humanos, a diferencia de los ani­
males, aprendimos a contar. De ahí la frase hecha «Vivir para con­
tarlo», con su variación, empleada por Gabriel García Márquez en
sus memorias: Vivir para contarla.
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Como todas las niñas del mundo anterior a la televisión y a In-


ternet (que, a su manera, también narran), amaba los cuentos, me
identificaba con algunos personajes, especialmente con los anima-
les, sufría, lloraba y aprendía a vivir escuchando y leyendo cuentos.
No hay ninguna inocencia en los relatos infantiles. Son tan crueles,
tan terribles como los que escribimos los adultos: hay envidia, sole-
dad, dolor, deseos, anhelos, aunque, a diferencia de la vida, siem-
pre terminan bien, porque derrotan el mal.
Podemos decir que al principio, si alguna vez hubo un princi-
pio, fue el relato. Todas las religiones, todas las cosmogonías co-
mienzan con un cuento mítico que funda la tradición, el pasado, las
estirpes, las relaciones entre los sexos y la cultura.
Fui una escritora precoz. Yo, que me soñaba una escritora to-
tal, en todos los géneros, comencé publicando un libro de relatos,
Viviendo, en el año 1963, en la editorial Alfa, de Montevideo. (So-
bre mi ciudad natal escribí uno de los cuentos que más estimo: «La
ciudad de Luzbel>>, incluido en este volumen. Espero haber atrapa-
do algunos de sus rasgos singulares: el tiempo detenido, la melanco-
lía y el hecho de ser una ciudad de emigrantes que llegaron alguna
vez desde Europa, huyendo de la guerra y de la miseria, arrastrando
una nostalgia incurable, que dio lugar a la poesía más melancólica
de Hispanoamérica y también a las letras de tango, escritas por.
poetas que amaban los arrabales.)
Todavía hoy me parece un hecho misterioso, fruto del destino,
cómo una jovencita de menos de veinte años, rebelde, transgreso-
ra, romántica y pobre consiguió publicar a edad tan temprana un
libro de relatos en la editorial más importante de Montevideo, Al-
fa, fundada y dirigida por un exiliado valenciano y anarquista, Be-
nito Milla. Era la mejor editorial del país, por su calidad literaria y
por la elegancia de su impresión. Yo estaba segura de mi vocación
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de escritora, pero como Jo, la protagonista de MuJercitas, de Loui-


sa May Alcott, me sorprendí muchísimo cuando Benito Milla me
ofreció editar mi primer libro. Años después, cuando ya era una es-
critora muy leída y muy premiada, contó, en una entrevista, que me
había observado, tarde tras tarde, ojeando la mesa de saldos de su
librería, donde compré algunos de los libros más queridos, edita-
dos por Plaza y Janés en aquellas hermosas ediciones de tapas du-
ras y sobrecubiertas ilustradas a la acuarela: Nena querida, de Wi-
lliam Saroyan, o El cuarto de Jacob, de Virginia Woolf.
Mi visita diaria a su librería le había llamado la atención, y sien-
do un hombre melancólico y de pocas palabras (arrastraba la tris-
teza del exilio, que luego tendría que repetir, cuando huyó de la
dictadura uruguaya), se acercó a mí y me preguntó qué estudiaba.
Le dije que Literatura Comparada. Luego, me preguntó si escribía. Le
dije que sí. Y se ofreció a leer los cuentos inéditos que yo guardaba
en una carpeta, mecanografiados en una Remington que fue mi
amiga más fiel y me acompaiiió también durante el exilio. Un año
después publicó mi primer libro de relatos, Viviendo, en la colec-
ción insignia de la editorial: Carabela.
Entonces, en Uruguay, país de amantes de la literatura, no ha-
bía muchos lectores dispuestos a leer los cuentos, los poemas o las
novelas de los escritores nacionales. Habíamos recibido una educa-
ción y una cultura completamente afrancesadas, y los únicos libros
que leíamos eran los de escritores europeos o norteamericanos. Al
fin y al cabo, tres de los grandes poetas franceses: Lautréamont,Ju-
les Laforgue y Jules Supervielle, habían nacido en Montevideo. Fe-
lisberto Hemández, uno de los mejores cuentistas de la literatura
en castellano, malvivía tocando el piano en los cines de barrio y no
tenía más de diez lectores, pero eso sí: completamente convencidos
de su talento. Le financiaban la edición de sus libros, pero a veces
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el dinero no llegaba para la portada, de ahí esa pequeña joya que


se llama Libro sin tapas. Juan Carlos Onetti había tenido un poco
más de suerte, pero porque se había ido a Buenos Aires, el gran
centro editorial en castellano que sustituyó a España durante el fran-
qmsmo.
La publicación de mi primer libro de relatos, Viviendo, fue una
alegría que no pude compartir con nadie. Ya no vivía con mi fami-
lia, que, por otra parte, consideraba que publicar un libro, en lugar
de casarme y tener hijos confirmaba que yo era una mujer muy ra-
ra, una especie de mutante inclasificable, y los escasos amigos o
amigas que tenía (todos grandes lectores) despreciaban unánime-
mente la literatura nacional; para escribir bien, había que haber na-
cido en Europa (prejuicio que comparte hasta nuestros días Ha-
rold Bloom). Yo no conocía a ningún escritor, y tampoco tenía
mucho interés: de los escritores, me importaba sólo la obra. Empe-
cé a sentirme culpable por haber publicado un libro; tenía la sensa-
ción de haber cometido alguna falta irreparable, como masturbar-
me en público o realizar un streep tease en la plaza Independencia.
En todo caso, el hecho de haber publicado un libro a los veinte
años le complicaba un poco la vida a todo el mundo: a mis profeso-
res, que despreciaban la literatura nacional; a mis compañeros, que
lo consideraban aventurado y precoz, y a mi familia, que no sabía
cómo asumir que yo era, efectivamente, una escritora. Entonces,
trabajaba en un liceo, donde mi libro fue completamente ignorado,
actitud que compartió la crítica literaria de los periódicos locales,
con una valiosísima excepción: Mario Benedetti, que le dedicó una
página muy elogiosa en un diario de gran tiraje.
Pocos años después, me presenté al mayor premio literario de
relatos que había en Montevideo, el de la editorial Arca, que dirigía
el inolvidable crítico Ángel Rama. Los premios, en el país donde
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nací, eran absolutamente limpios. El miembro de un jurado se sen-


tía orgulloso de no premiar a un amigo, o renunciaba a formar par-
te del tribunal si sabía que se había presentado alguno. La prueba
de ello es que yo, una recién llegada al mundo literario, descen-
diente de una familia de emigrantes y con una posición política
muy radical (comenzaba la trascendental década de los setenta),
gané el premio con mi libro Los museos abandonados. Al año si-
guiente, gané el premio de novela de la excelente Biblioteca de
Marcha con la novela El libro de miS primos.
He seguido escribiendo relatos toda mi vida. He publicado
ocho volúmenes, de los cuales me siento muy satisfecha; la mayoría
de esos cuentos están incluidos en este libro, junto a algunos inédi-
tos. Es un género que amo, como lectora y escritora, al que regreso
siempre y al que seré fiel durante toda mi vida. Me gusta la gramá-
tica del cuento, su estructura, su brevedad (he escrito algunos rela-
tos largos también) y el hecho de que hay que prescindir de lo ac-
cesorio, de lo poco significativo. La mayoría de las veces mis
personajes, como los de Kafka, no tienen nombre, porque sería un
dato poco innecesario: el relato tiene una economía tan implacable
como la poesía.
El cuento es el género que más ha evolucionado en el siglo xx,
gracias a los autores de las dos literaturas más importantes de ese
siglo: la norteamericana y la hispanoamericana. Ha tenido un ex-
traordinario auge y gran cantidad de lectores en los países sudame-
ricanos, donde la novela es un género menor, frente al relato y la
poesía, exactamente al revés que en España, donde todavía, con
una visión decimonónica, se considera que el relato es una especie
de novela abreviada. Los grandes escritores en castellano del si-
glo xx fueron excelentes cuentistas: Julio Cortázar, Jorge Luis Bor-
ges, Juan Rulfo, Juan Carlos Arreola, Augusto Monterroso, Juan
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Carlos Onetti, Gabriel García Márquez o Mario Vargas Llosa. Pe-


ro además de estos autores, hay muchísimos escritores de cuentos
originales, llenos de ingenio, especialmente en la fórmula del relato
breve. Y una revista mexicana, El cuento, paradigmática, que du-
rante más de veinte años se dedicó a publicar los relatos de los es-
critores de todo el mundo, además de las colaboraciones espontá-
neas de los lectores.
Se cuenta para algo. El buen narrador oral (y es ampliamente
conocida mi condición de charlatana; a menudo, cuentos que he
narrado en una reunión y no he escrito vuelven a mí, como anécdo-
tas de otros) aplica, sin saberlo, el consejo de Edgar A. Poe, el gran
innovador del género: la unidad de efecto y la economía rigurosa
que debe tener un buen relato. Como la poesía, el cuento moderno
no admite disgresiones, es un mecanismo de relojería donde cada
palabra es imprescindible. No puede ni faltar ni sobrar.
A menudo me ocurre que convierto mis pesadillas en relatos.
Es una de las experiencias literarias más complejas y difíciles, pero
también de las más gratificantes. Es una forma de exorcismo: en la
pesadilla hay una serie de símbolos y una moral, se trata de desve-
larlos. Ya los escritores románticos alemanes habían descubierto
que los sueños son una clase de escritura, la escritura del incons-
ciente.
En este libro hay un relato, «Tsunami», que surgió de una pe-
sadilla repetitiva, pocos días antes del atroz maremoto que destru-
yó ciudades enteras. He dejado de soñar con él, prueba del exor-
cismo que provoca la escritura.
Otras veces una historia me persigue, pero no intento escribir-
la hasta que no se me ocurre la primera frase. No conozco la angus-
tia de la página en blanco, de la que hablan muchos escritores y es-
critoras. Cuando me siento a escribir, ya sé la primera frase, y si no
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la sé, me dedico a otra cosa. Porque la primera frase de un relato es


decisiva: si consigue seducir al lector, si consigue atraparlo, insta-
larlo, de plano, en el tiempo y en el espacio de la ficción (aunque
sea un tiempo sin tiempo y un espacio innominado) seguirá leyen-
do. De lo contrario, dejará de leer.
Para esa unidad de efecto de la que habla Edgar A. Poe, tan im-
portante como la primera frase es la última. A veces, se trata de un
golpe definitivo, de un K. O. magistral. Pero, en otros casos, con-
viene a la emoción que se desea causar un final ambiguo, abierto,
lleno de incertidumbre.
La editorial Lumen me ha dado la posibilidad, que agradezco
muchísimo, de publicar casi todos mis cuentos, pertenecientes a
diferentes libros, la mayoría agotados desde hace largo tiempo. He
agregado otros, inéditos. Desde 1963 hasta 2007, cuando se publi-
ca este volumen, han transcurrido muchos años, y, sin embargo, los
cuentos que he escrito conservan toda su fuerza, a veces su extra-
ñamiento, su ironía, su humor, su poesía y su observación psicoló-
gica. Lo único que lamento es no poder volver a escribirlos: sé que
he gozado haciéndolo y, a veces, también he sufrido. Como me gus-
taría que hiciera el lector: gozar y sufrir.
Dijo Jorge Luis Borges que todo encuentro casual es una cita
previa. Los cuentos me los encuentro casualmente, en apariencia,
viviendo, observando, soñando, escuchando, pero, como Borges,
creo que al escribirlos, cumplo con una cita previa. Como él, pien-
so que están escritos en alguna parte y que mi tarea es descifrarlos,
quitarles el polvo y la paja, para que su moralidad aparezca como
en una parábola. Siempre se escribe para algo. Una de las frases
más hermosas y terribles de Jesús, en los Evangelios, dice: <<Hablo
para que los que quieran entender, entiendan». La suscribo. Escri-
bo para que los que quieran entender, entiendan.
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Los relatos son una especie sofisticada de parábolas, en el sen-


tido pedagógico y moral del término, aunque la forma haya evolu-
cionado muchísimo. Y son parábolas porque los seres humanos, a
diferencia de los animales (por los que siento gran respeto y cariño)
aprendemos a través de historias. El goce de los niños y de las niñas
cuando escuchan un cuento (están concentrados, atentos, con la
mirada brillante) y su resistencia a aceptar cualquier modificación
demuestran que para ellos, como para cualquier lector, un relato es
una experiencia de conocimiento, contiene una clase de verdad,
aunque la verdad, en literatura, sea relativa y paradójica. Un cuen-
to es una ficción que esconde una verdad a veces difícil de asumir.
La historia de la humanidad y la ética personal se han formado
a través de grandes relatos, de la Ilíada a la Biblia, de El Corán a
Gilgamesh.
Primero se siente, luego se sabe. Éste es el principio con el que
escribo los relatos, para que, como en una galería de espejos, el lec-
tor goce, sufra, se sonría, se reconozca o aprenda a comprender lo
diferente.
Un cuento es una pequeña incisión en el tiempo que permite
profundizar en una sensación, en una idea, en un sueño. Renuncia
a lo accesorio y, como un escalpelo, se hunde en las entrañas de la
emoción o del sentimiento.
Lo único que lamento es no poder volver a escribirlos, porque
ya los he escrito.
Pero estoy segura de que seguiré escribiendo relatos, porque la
vida me fascina, y en los cuentos, la vida vibra.

Rossr
CRISTINA PERI

Barcelona, 10 de septiembre de 2006


De hermano a hermana

e ada vez que miro a mi hermana pienso en mamá. Y sé que


hubiera preferido que mi madre fuera ella, mi hermana, y
no la otra, tal vez mi madre hubiera podido ser mi herma-
na y yo no notaría tanto la diferencia. Cada vez que la miro, cada
tanto. Pongo un disco, miro por la ventana, el cuarto está vacío, so-
lamente las fotografías que he dispuesto sobre la pared, claroscu-
ros femeninos, delicadas poses que invitan a soñar y a meditar, una
mujer fina y esbelta suavemente desperezándose, como una felina,
no se le ve la cara, solamente las líneas estilizadas del cuerpo, es una
gran fotografía, no sé cuántos premios recibió y yo compré ei
Anuario fotográfico y allí estaba, junto a otras hermosas fotografías
de mujeres, todas no cabrían en el cuarto, cuando las veo pienso en
cosas dulces y sensuales, tomar fotografías, escribir poemas, amar a
la hermana, cada una de las cosas por separado y después todas las
cosas juntas. Quiero fotografiar a Alina desnuda. Se lo he pedido,
se lo estoy pidiendo todos los días. Cuando sale del baño y deja un
rastro de agua que me gusta seguir, como un perro y me voy co-
miendo las gotitas, me inclino sobre el suelo y las lamo, Alina se ríe,
me revuelve la cabeza, me llama monstruo, su monstruo (¿su
monstruo?, acaso, acaso, no, lo sé bien), lamo una a una las gotas,
ya que no la piel, le insisto sobre el asunto de la fotografía.

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