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CAZANDO UN ELEFANTE

GEORGE ORWELL

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COMO MATE A UN ELEFANTE

En Moulmein, lugar de la baja Birmania, mucha gente me odiaba. Fue la única vez en
mi vida en que fuí lo suficientemente importante como para que ocurriera esto. Yo era oficial
de subdivisión de policía de la ciudad y, en forma imprecisa y mezquina, el sentimiento
antieuropeo era muy enconado. Nadie tenía el coraje de provocar un desorden, pero si una
mujer europea entraba sola en una feria, con toda probabilidad habría alguien que le escupiría
jugo de betel sobre el vestido. Como oficial de policía yo era el blanco obligado y me
molestaban siempre que había ocasión para ello. Cuando un birmano ágil me hacía una
zancadilla en la cancha de fútbol y el árbitro, birmano también, miraba hacia otro lado, la
muchedumbre lanzaba una espantosa carcajada. Esto ocurría más de una vez. Al final los
burlones rostros amarillos de los jóvenes a quienes encontraba por todas partes y los insultos
que arrojaban cuando me hallaba a distancia prudencial me pusieron sumamente nervioso.
Los sacerdotes budistas jóvenes eran los peores. Había varios miles de ellos en la ciudad y
ninguno parecía tener otra cosa que hacer salvo apostarse en las esquinas y mofarse de los
europeos que pasaban.

Todo esto me dejaba perplejo y turbado, pues por ese entonces yo ya había decidido que
el imperialismo era algo diabólico y que cuanto antes lo dejara y me viera libre de él, tanto
mejor. Teóricamente, y secretamente, por cierto, yo estaba en todo con los birmanos y en todo
contra sus opresores, los ingleses. En cuanto al trabajo que yo hacía, lo odiaba con más fuerza
de la que puedo quizá describir. En un empleo así se puede ver de cerca la sucia obra del
Imperio. Los desdichados prisioneros que se amontonaban en las jaulas hediondas de las
cárceles, los rostros grises y acobardados de los convictos a largo plazo, las nalgas llenas de
cicatrices de los hombres que habían sido azotados con bambúes,. todo eso me oprimía con un
intolerable sentimiento de culpa. Pero no tenía nada en perspectiva. Era joven y mal
acostumbrado y había tenido que resolver mis problemas en el silencio absoluto que se
impone a todo inglés en el Este. Ni siquiera sabía que el Imperio Británico se está muriendo, y
menos aún sabía que es mucho mejor que los imperios más jóvenes que van a suplantarlo.
Todo lo que sabía era que me hallaba clava- do entre mi odio hacia el imperio al cual servía y
mi furia hacia las bestiecillas malignas que trataban de hacerme el trabajo imposible. Una
parte de mi mente pensaba en, la soberanía inglesa como en una tiranía impenetrable, como
algo afianzado in saecula saeculorum sobre el albedrío de pueblos sometidos, y la otra
pensaba que la mayor alegría en el mundo sería hundir una bayoneta en las entrañas de un
sacerdote budista. Sentimientos así son los subproductos normales del. imperialismo;
preguntadlo a cualquier oficial anglohindú, si lo podéis sorprender fuera de su tarea.

Un día ocurrió algo que en forma indirecta arrojó cierta luz. Fue un incidente
insignificante en sí mismo, pero me dio una mejor idea de la que hasta entonces había tenido
de la verdadera naturaleza del imperialismo, de los verdaderos motivos por los cuales actúan
los gobiernos despóticos. Una mañana temprano el subinspector de un puesto de policía situa-
do en el otro extremo de la ciudad me llamó por teléfono para comunicarme que un elefante
estaba devastando la feria,. y pedirme que tuviera la amabilidad de ir a hacer algo. Yo no sabía
en qué podría ser útil, pero quería ver lo que estaba ocurriendo, de modo que subí en un
caballito y partí. Tomé mi rifle, un viejo Winchester 44 demasiado pequeño para matar a un
elefante, pero pensé que el ruido podría ser útil in terrorem. Varios birmanos me detuvieron
por el camino para contarme las fechorías del elefante. Naturalmente, no era un elefante
salvaje sino uno domesticado que había sufrido el "ataque". Había sido encadenado, como se
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hace siempre con los elefantes domesticados cuando se espera que les sobrevenga el ataque,
pero la noche anterior había roto la cadena y escapado. Su cornac, única persona que podía
manejarlo cuando se hallaba en ese estado, había salido en su busca, pero había tomado la
dirección contraria; en ese momento se encontraba a doce horas de distancia y por la mañana
el elefante había reaparecido de pronto en la ciudad. La población birmana no tenía armas y
estaba completamente indefensa. El animal ya había destrozado una choza de bambú, matado
una vaca e invadido unos puestos de frutas, las cuales devoró; también se había encontrado
con el carro municipal de la basura y, cuando el conductor bajó de un salto y echó a correr,
había dado vuelta el carro y descargado su violencia sobre él.

El subinspector birmano y algunos alguaciles hindúes estaban esperándome en el barrio


donde había sido visto el elefante. Era un barrio muy pobre, un laberinto de escuálidas
cabañas de bambú techadas con hojas de palma que serpenteaban por una empinada ladera.
Recuerdo que era una mañana nublada y sofocante, al principiar la estación de las lluvias.
Comenzamos a preguntar a la gente hacia dónde había ido el elefante y, como de costumbre,
no pudimos obtener ninguna información concreta. Esto es lo que invariablemente ocurre en
el Este; una historia siempre parece clara a distancia, pero cuanto más se aproxima uno al
lugar de los hechos más imprecisa se vuelve. Algunos decían que el elefante había ido en una
dirección, algunos decían que en la otra, y los había que pretendían no haber oído siquiera
hablar de ningún elefante. Ya casi estaba seguro de que toda la historia era un montón de
embustes, cuando oí alaridos a corta distancia de allí. Una voz recia y escandalizada gritó:
"¡Vete, niño! ¡Vete inmediatamente!", y una mujer vieja con un latiguillo en la mano dobló la
esquina de una cabaña ahuyentando violentamente a una cantidad de niños desnudos. Seguían
algunas mujeres más, que chasqueaban la lengua y lanzaban exclamaciones; evidentemente
había algo que los niños no tenían que haber visto. Di la vuelta a la cabaña y vi el cadáver de
un hombre tendido en el barro. Era un hindú, un negro coolí dravidiano casi desnudo, y no
haría muchos minutos que estaba muerto. La gente decía que el elefante había aparecido
repentinamente por el recodo de la cabaña, se había abalanzado sobre él cogiéndolo con la
trompa, y le había puesto la pata sobre la espalda, hundiéndolo en la tierra. Era la estación de
las lluvias, en que la tierra está blanda, y su cara había marcado una zanja de un pie de
profundidad y un par de yardas de longitud. El hombre se hallaba tendido boca abajo con los
brazos en cruz y la cara pronunciadamente doblada hacia un lado. Su rostro estaba cubierto de
barro, tenía los ojos completamente abiertos, y los dientes se descubrían en una mueca de
insoportable agonía. Que nadie me diga, de paso, que los muertos parecen tranquilos. La
mayoría de los cadáveres que he visto tenían un aspecto diabólico. El rozamiento de la
enorme pata de la bestia le había desgarrado la piel de la espalda tan nítidamente como se
desuella un conejo. Tan pronto ví el cadáver envié un ordenanza a la casa de un vecino amigo
para pedirle prestado un rifle. Ya había enviado de vuelta el caballito, pues no deseaba que
enloqueciera de terror y me arrojara al suelo si olfateaba al elefante.
El ordenanza regresó al cabo de pocos minutos con un rifle y cinco cartuchos; mientras
tanto habían llegado unos birmanos que nos informaron que el elefante se encontraba en los
arrozales de abajo, a sólo unos centenares de yardas de distancia. Cuando emprendí el camino
en esa dirección prácticamente toda la población del barrio salió en tropel de las casas para
seguirme. Habían visto el rifle y todos gritaban excitados que yo iba a matar al elefante. No
habían mostrado mucho interés por el animal cuando éste estaba simplemente asolando sus
casas, pero todo era diferente ahora que se haría fuego contra él. Para ellos era una pequeña
diversión, como lo sería para una muchedumbre inglesa; además querían la carne. Eso me
hizo sentir vagamente incómodo. Yo no tenía intenciones de disparar contra el elefante; había
enviado a buscar el rifle solamente para defenderme en caso necesario, y siempre es enervante
que un gentío lo siga a uno. Bajé por la pendiente, sintiéndome hecho un tonto con el rifle al
hombro y un ejército cada vez mayor de gente que me pisaba los talones. Al final, lejos de las
cabañas, había un camino afirmado, y más allá de éste una cenagosa extensión de arrozales a
mil yardas, sin arar todavía pero empapada por las primeras lluvias y punteada de pasto duro.
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El elefante estaba parado a ocho yardas del camino, con el lado izquierdo hacia nosotros. No
hizo el menor caso de la multitud que se aproximaba; arrancaba manojos de pasto que
golpeaba contra sus rodillas para limpiarlos y se los echaba luego en la boca.
Yo había hecho alto en el camino. Tan pronto ví al elefante me dí perfecta cuenta de que
no debía hacer fuego contra él. Es cosa seria disparar contra un elefante en actividad; es
comparable a destruir una enorme y costosa maquinaria, y evidentemente uno no debe hacerlo
si es posible evitarlo. Y a esa distancia, comiendo pacíficamente, el elefante no parecía más
peligroso que una vaca. En ese momento pensé y lo pienso ahora que su ataque ya se le estaba
pasando, en cuyo caso el animal se limitaría a vagar inofensivamente hasta que su cornac
volviera y lo llevara. Además, yo no tenía el menor deseo de matarlo. Decidí observarlo
durante un rato para asegurarme de que no se volvería salvaje otra vez, y regresar luego a
casa.
Pero en ese momento lancé una mirada sobre la multitud que me había seguido. Era una
multitud inmensa, dos millares por lo menos, que aumentaba continuamente y bloqueaba el
camino a ambos lados durante largo trecho. Contemplé el océano de rostros amarillos sobre
las llamativas ropas, rostros felices y excitados en su pequeña diversión, seguros de que yo
iba a disparar contra el elefante. Me observaban como observarían a un brujo que estuviera a
punto de hacer una prueba. No me querían, pero el rifle mágico en mis manos hacía que
valiera la pena de ser momentáneamente observado. Repentinamente comprendí que tendría
que matar al animal después de todo. La gente esperaba eso de mí y yo tenía que hacerlo;
podía sentir sus dos millares de voluntades que me empujaban irresistiblemente hacia
adelante. Y fué en ese instante, de pie en ese lugar, con el rifle en las manos, cuando percibí
por primera vez lo vano, lo inútil del dominio del hombre blanco en el Este. Ahí estaba yo, el
hombre blanco con su escopeta, de pie frente a la multitud desarmada de nativos, semejante al
primer actor de la obra. Pero en realidad yo era solamente un títere absurdo llevado de un lado
a otro por la voluntad de esos rostros amarillos a mi espalda. En ese momento comprendí que
cuando el hombre blanco se vuelve tirano es su propia libertad la que destruye. Se transforma
en una especie de maniquí, de figura falsa, en la representación convencional de un sahib.
Pues es la condición de su poder que se pase la vida tratando de impresionar a los "nativos", y
así en cada crisis tiene que hacer lo que los nativos esperan de él. Lleva una máscara, y su
rostro se desarrolla hasta amoldarse a ella. Yo tenía que matar al elefante. Me había
comprometido a hacerlo al enviar a buscar el rifle. Un sahib tiene que actuar como un sahib;
tiene que aparecer resuelto, conocerse a sí mismo y hacer cosas concretas. Haber recorrido
todo ese trayecto, rifle en mano, con dos mil personas marchando a mis talones, y luego
flaquear y alejarme, no habiendo hecho nada..., no; eso era imposible. El populacho se reiría
de mí, y toda mi vida, la vida de todo hombre blanco en el Este, era una larga lucha para que
no se rieran de uno.

Pero yo no quería matar al elefante. Lo observé golpear el manojo de pasto contra sus
rodillas, con ese aire preocupado de abuela que tienen los elefantes. Me parecía que sería un
crimen matarlo. A esa edad yo no tenía escrúpulos en matar animales, pero nunca había
disparado contra un elefante y nunca había querido hacerlo tampoco. Por alguna razón
siempre parece peor matar un animal grande. Además, también había que tener en cuenta al
dueño del animal. Vivo, el animal valdría por lo menos cien libras; muerto, valdría solamente
lo que sus colmillos, cinco libras posiblemente. Pero yo tenía que actuar con rapidez. Me
volví hacia algunos birmanos de aspecto experimentado que habían estado allí cuando
llegamos, y les pregunté cómo se había estado conduciendo el elefante. Todos dijeron lo
mismo, que el animal no hacía caso de uno si se lo dejaba solo, pero que podía atacar si uno
se le acercaba demasiado.
Estaba perfectamente claro lo que yo debía de hacer. Tenía que acercarme hasta unas
veinticinco yardas, digamos, del elefante, y poner a prueba su conducta. Si atacaba yo podría
disparar; si no hacía caso de mí lo más seguro sería dejarlo hasta que regresara el cornac. Pero
también sabía que no iba a hacer tal cosa. Yo era un pobre diablo con el rifle la tierra era
blando barro donde me hundiría a cada paso. Si el elefante atacaba y yo le erraba tendría

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tantas probabilidades de salir vivo como un sapo bajo una aplanadora de vapor. Pero aún
entonces yo no pensaba especialmente en mi propio pellejo, sino en los rostros amarillos
alertas a mi espalda, pues en ese momento, con la multitud que me observaba, no tenía miedo
en el sentido ordinario, como lo hubiera tenido de haber estado solo. Un hombre blanco no
debe tener miedo delante de nativos, y así, en general, no tiene miedo. Mi único pensamiento
era que si algo salía mal esos dos mil birmanos me verían perseguido, cogido, pisoteado y
reducido a un cuerpo con el rostro torcido por una mueca, como ese hindú tendido allá arriba.
Y si eso ocurría era lo más probable que algunos se rieran. Eso no servía. Había una sola
alternativa. Metí los cartuchos dentro de la cámara y me eché a tierra en el camino para tomar
mejor puntería.

La muchedumbre se puso tensa, y un suspiro profundo y bajo de felicidad, como de


gente que ve que por fin se levanta el telón del teatro, brotó de innumerables gargantas. Ya les
llegaba el turno de divertirse. El arma era un hermoso rifle alemán con una cruz en las
mirillas. Por ese entonces yo no sabía que al disparar sobre un elefante uno debía disparar
como para cortar una línea imaginaria que fuera de un agujero a otro de las orejas. En
consecuencia, como el elefante estaba de costado, yo debía de haber apuntado directamente al
agujero de su oreja; en realidad yo apunté varias pulgadas adelante, pensando que el cerebro
estaría más adelante.
Cuando apreté el gatillo no oí el estampido ni sentí el golpe de retroceso; siempre
ocurre esto cuando el disparo alcanza la meta. Pero oí el diabólico rugido de gozo que surgió
de la multitud. En ese instante, en un momento que parecía demasiado corto aún para que la
bala llegara a destino, un cambio misterioso y terrible se produjo en el elefante. Este no se
agitó ni cayó, pero cada línea de su cuerpo se había alterado. Repentinamente pareció
agobiado, encogido, inmensamente viejo, como si el espantoso impacto de la bala lo hubiera
paralizado sin derribarlo. Al final, después de lo que pareció un largo rato, cinco segundos
diría yo que fueron, se desplomó flojamente sobre sus rodillas. Su boca babeaba. Una gran
senectud pareció apoderarse de él. Uno podía habérselo imaginado con miles de años de edad.
Volví a hacer fuego en el mismo sitio. Al segundo tiro el animal no desfalleció, sino que se
incorporó con desesperada lentitud y se quedó débilmente en pie, con las patas dobladas y la
cabeza caída. Disparé por tercera vez. Fué el tiro definitivo. Pudo verse cómo la agonía
sacudía todo su cuerpo y arrancaba de sus patas el último rastro de fuerza. Pero al caer pareció
por un momento levantarse, pues al desaparecer sus patas traseras debajo del cuerpo el animal
pareció elevarse como una roca que se desmorona, con su trompa alzándose hacia el cielo
como un árbol. Bramó, por primera y última vez. Entonces se vino abajo, con el vientre hacia
mí, con un estrépito que hasta pareció sacudir la tierra donde yo me hallaba.
Me levanté. Los birmanos ya estaban corriendo de prisa sobre el barro. Era evidente
que el elefante no se volvería a levantar, pero tampoco estaba muerto. Respiraba muy rítmi-
camente, con boqueadas largas y ruidosas; su enorme tostado se alzaba y bajaba
dolorosamente. Su boca estaba completa mente abierta; yo veía las profundas cavernas de
color de rosa pálido de su garganta. Largo tiempo estuve esperando que muriera, pero su
jadeo no disminuía. Finalmente disparé los dos tiros que me quedaban sobre el lugar donde
pensé que estaría el corazón. Una sangre espesa brotó como terciopelo rojo, pero todavía no
murió. Su cuerpo ni siquiera se sacudió cuando los disparos lo alcanzaron; la torturada res-
piración continuó sin pausa. El animal se estaba muriendo muy lentamente y con gran agonía,
pero en algún mundo remoto donde ni siquiera una bala podía causarle ya daño. Comprendí
que tenía que poner fin a ese ruido espantoso. Parecía, horrible ver a la gran bestia tendida
allí, impotente para moverse y sin embargo impotente para morir, y no poder siguiera acabar
con ella. Envié a buscar mi pequeño rifle y disparé un tiro tras otro sobre su corazón y
garganta. Parecieron no hacerle mella. El torturado jadeo continuó tan constantemente como
el tic tac de un reloj.
Al final ya no pude aguantarlo más y me fuí. Luego me enteré de que había tardado
media hora en morir. Los birmanos estaban trayendo dahs1 y canastas aún antes de que yo me

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Cuchillo grande de tipo birmano.
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fuera, y supe que para la tarde le habían arrancado la piel casi hasta los huesos.
Naturalmente, hubo después interminables discusiones acerca de la muerte del elefante.
El dueño estaba furioso, pero era solamente un hindú y no podía hacer nada. Legalmente,
además, yo había hecho lo correcto, pues a un elefante encolerizado hay que matarlo, como a
un perro hidrófobo, si su dueño no lo puede dominar. Entre los europeos las opiniones se
hallaban divididas. Los más viejos consideraban que yo había procedido bien, y los más
jóvenes decían que era una vergüenza disparar sobre un elefante por haber matado a un coolí,
pues un elefante valía más que cualquier maldito coolí. Después me alegré mucho de que el
coolí hubiera sido muerto; eso me puso legalmente en mi derecho y me dió pretexto suficiente
para matar al elefante. Muchas veces me pregunté si alguien se habría dado cuenta de que yo
lo había hecho simplemente para no parecer un tonto.

EL AJUSTICIAMIENTO

OCURRIÓ en Birmania, en una húmeda mañana de la estación de las lluvias. Una luz
enfermiza, como amarilla hoja de estaño, se colaba sobre las altas paredes hasta el patio de la
cárcel. Estábamos esperando cerca de las celdas de los condenados, que eran una especie de
cobertizos semejantes a jaulitas para animales, con barrotes dobles al frente. Cada celda medía
alrededor de diez pies por diez y se hallaba completamente vacía a excepción de una tabla
para dormir y un jarro para tomar agua. En algunas de ellas se agazapaban contra los barrotes
interiores hombres cobrizos y silenciosos envueltos en sus sábanas. Estos eran los
condenados, que serían colgados en la primera o segunda semana subsiguiente.

Un prisionero había sido sacado de su celda. Era un hindú, un diminuto ejemplar de


hombre con la cabeza afeitada y la mirada vaga y acuosa. Tenía un bigote espeso y saliente,
absurdamente grande para su cuerpo; parecía más bien el bigote de los cómicos de las
películas. Seis altos carceleros hindúes lo custodiaban y lo preparaban para la horca. Dos de
ellos se mantenían cerca con rifles y bayonetas caladas, mientras que los otros lo maniataron,
pasaron una cadena a través de las esposas y la fijaron a sus cinturones, atándole los brazos
apretadamente contra ambos costados. Luego se apiñaron a su alrededor, teniendo siempre las
manos posadas sobre él en un ademán cuidadoso y halagador, como para hacerle sentir
continuamente la seguridad de que se encontraba allí.
Eran como hombres que tienen en la mano un pescado todavía vivo que puede saltar de
vuelta al agua. Pero el hombre. no oponía resistencia; sometía sus brazos a las sogas como si
apenas se diese cuenta de lo que ocurría.
Dieron las ocho, y un toque de corneta desoladoramente débil en el aire húmedo, llegó
flotando desde las barracas distantes. El superintendente de la cárcel, que se hallaba apartado
del resto de nosotros y con aire pensativo pinchaba la grava con su bastón, levantó la cabeza
al oil el sonido. Era un médico del ejército, con un bigote gris que parecía un cepillo de
dientes, y voz áspera.
-¡Por Dios, apúrese usted, Francis! -dijo irritado- El hombre ya tendría que estar
muerto. ¿No están listos todavía?
Francis, el jefe de carceleros, un grueso dravidiano que llevaba traje de dril y anteojos
de oro, agitó su negra mano„
-Sí señor, sí señor -balbuceó-. Todo está satisfactoriamente preparado. El verdugo
espera. Procederemos.
-Bueno, a toda marcha entonces. Los prisioneros no pueden tomar el desayuno hasta
que este trabajo esté terminado..

Nos encaminamos a la horca. Dos guardias marchaban a cada lado del prisionero, con

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los rifles inclinados hacia abajo; otros dos marchaban muy cerca de él, tomándolo por el brazo
y el hombro, como empujándolo y sosteniéndolo al mismo tiempo. Los magistrados y otras
autoridades seguíamos a continuación. Repentinamente, cuando habíamos caminado diez
yardas, la procesión se detuvo en seco sin ninguna orden o advertencia previa. Había ocurrido
una cosa terrible. Un perro, venido Dios sabe de dónde, había aparecido en el patio. El animal
se acercó hasta nosotros brincando y lanzando una andanada de ladridos, y saltó a nuestro
alrededor sacudiendo todo su cuerpo, loco de alegría al encontrar tantos seres humanos juntos.
Era un enorme perro lanudo, mitad Airedale, mitad paria. Durante un momento hizo cabriolas
a nuestro alrededor y luego, antes de que nadie pudiera detenerlo, se abalanzó sobre el
prisionero, tratando de lamerle la cara. Todos se quedaron estupefactos, demasiado
sorprendidos para atrapar al perro.
-¿Quién dejó entrar a este maldito animal? -dijo enojado el superintendente- ¡Agárrelo
alguien!
De la escolta se separó un guardián que cargó atropelladamente contra el perro, pero
éste saltó y se puso fuera de su alcance, tomando todo como parte del juego. Un joven
carcelero eurasiano alzó un puñado de grava y trató de alejar al animal a pedradas, pero éste
esquivó las piedras y vino de nuevo en nuestra busca. Sus ladridos resonaban contra las
paredes de la cárcel. El prisionero, en las garras de los guardianes, miraba sin curiosidad
como si ésta fuese otra formalidad de ajusticiamiento. Pasaron varios minutos antes de que al-
guien se las arreglara para agarrar al animal. Entonces pasamos mi pañuelo a través de su
collar y proseguimos una vez más, mientras el perro todavía se resistía y se quejaba.
Faltaban unas cuarenta yardas para llegar a la horca. Observé la cobriza espalda
desnuda del prisionero, que marchaba delante de mí. Éste caminaba desgarbadamente con los
brazos atados, pero con mucha uniformidad, con ese balanceo hindú que nunca endereza las
rodillas. A cada paso los músculos se le deslizaban nítidamente en su lugar, la mata de pelo de
su cráneo danzaba de arriba abajo, y sus pies quedaban impresos en la húmeda grava. Y en un
momento, a pesar de los hombres que lo tenían asido de ambos hombros, se hizo levemente a
un lado para evitar un charco.

Es curioso, pero hasta ese instante yo nunca me había dado cuenta de lo que significa
matar a un hombre que tiene salud y conciencia. Cuando vi al prisionero hacerse a un lado
para evitar el charco comprendí el misterio, el indescriptible error de tronchar una vida
cuando se halla en todo su vigor. Ese hombre no se estaba muriendo, estaba tan vivo como
nosotros. Todos los órganos de su cuerpo funcionaban: los intestinos digiriendo comida, las
células renovándose, las uñas creciendo, los tejidos formándose, todo trabajando
afanosamente con absurda solemnidad. Las uñas aún estarían creciendo cuando él se hallara
sobre la plataforma, cuando estuviera cayendo por el aire con un décimo de segundo de vida
por delante. Sus ojos veían la grava amarilla y las paredes grises, y su cerebro todavía
recordaba, preveía, razonaba..., razonaba incluso acerca de los charcos. Él y yo éramos un
grupo de hombres que caminábamos juntos, viendo, oyendo, sintiendo, comprendiendo el
mismo mundo. Y en dos minutos con un brusco ruido seco, uno de nosotros no estaría más...
una mente menos, un mundo menos.
La horca se levantaba en un pequeño patio separado del cuerpo principal de la cárcel y
cubierto de una maleza alta y espinosa. Era una instalación de ladrillo como tres lados de un
cobertizo, con un tablaje en lo alto y por encima de éste dos vigas y un travesaño del cual
colgaba la soga. El verdugo, un convicto de cabellos grises vestido con el uniforme blanco de
la prisión, esperaba detrás de su máquina. Cuando entramos nos saludó inclinándose
servilmente. A una palabra de Francis los dos guardianes, asiendo al prisionero más
fuertemente que nunca, medio lo condujeron y medio lo empujaron hacia la horca,
ayudándolo torpemente a subir la escalera. Luego subió el verdugo y colocó la soga alrededor
del cuello del prisionero.
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Nos quedamos esperando, a cinco yardas de distancia. Los guardianes habían formado
un tosco círculo alrededor de la horca. Y entonces, cuando el lazo corredizo estaba puesto, el
prisionero comenzó a llamar a gritos a su dios. Era un grito fuerte y reiterado de "iRam!
¡Ram! ¡Ram!", no urgente y temeroso como un rezo o un pedido de socorro, sino continuo y
rítmico, casi como el tañido de una campana. El perro con testó al sonido con un gruñido. El
verdugo, todavía de pie sobre el tablado, extrajo un saquito de algodón parecido a, los sacos
de harina y lo echó sobre el rostro del prisionero. Pero el sonido, apagado por la tela, persistió
una y otra vez: "¿Ram! ¡Ram! ¡Ram! ¡Ram! ¡Ram!"

El verdugo bajó y sujetó la palanca, listo para actuar. Parecieron transcurrir minutos. El
constante y apagado grito del prisionero proseguía sin cesar: "¡Ram! iRam! ¡Ram!" El
superintendente, con la cabeza inclinada sobre el pecho, removía lentamente la tierra con su
bastón; tal vez estaba contando los gritos, concediendo al prisionero un número determinado
(le éstos, cincuenta quizás, o cien. Todos habían cambiado de color. Los hindúes se habían
puesto grises como café malo, y una o dos de las bayonetas se balanceaban. Mirábamos al
hombre amarrado y encapuchado sobre la plataforma, y escuchábamos sus gritos... Cada grito
representaba otro segundo de vida. En todas nuestras mentes había un mismo pensamiento:
"¿Por favor, mátenlo pronto, acaben de una vez, terminen con ese ruido abominable!".
De pronto el superintendente se decidió. Levantó la cabeza e hizo un rápido ademán
con el bastón.
-¡Chalo! -exclamó casi ferozmente.
Se produjo un ruido estridente, y luego un silencio mortal. El prisionero había
desaparecido y la soga se enroscaba sobre si misma. Solté al perro y éste se encaminó
enseguida hacia la parte posterior de la horca, pero cuando llegó allí se detuvo bruscamente y
luego se retiró a un rincón del patio, donde se quedó entre los arbustos, mirándonos con
timidez. Dimos la vuelta a la horca para inspeccionar el cuerpo del prisionero. Este se
balanceaba con los dedos de los pies apuntando al suelo; giraba muy lentamente, inerte como
una piedra.
El superintendente alargó el bastón y pinchó el cuerpo desnudo y cobrizo, que osciló
levemente.
-Perfecto -dijo el superintendente. Se alejó de la horca y exhaló un profundo suspiro. La
expresión sombría había desaparecido de pronto de su rostro. Echó una mirada a su reloj
pulsera. Las ocho y ocho minutos. Bueno, eso es todo por esta mañana, a Dios gracias.
Los guardianes retiraron las bayonetas de los fusiles y se alejaron. El perro, serenado y
consciente de haberse portado mal, se deslizó tras ellos. Salimos del patio donde se levantaba
la horca, pasamos por las celdas de los condenados con sus prisioneros que esperaban, y
entramos en el gran patio principal de la prisión. Los convictos, custodiados por guardianes
armados con lathis, ya estaban recibiendo el desayuno. Se hallaban sentados en cuclillas,
formando largas filas; cada hombre tenía un cazo de estaño, mientras que dos guardianes con
baldes les servían arroz con cucharones. Después del ajusticiamiento parecía ésta una escena
doméstica y alegre. Experimentábamos un enorme alivio ahora que la tarea estaba terminada.
Uno sentía el impulso de cantar, de echar a correr, de soltar risitas. A un mismo tiempo todo el
mundo empezó a charlar jovialmente.
El muchacho eurasiano que caminaba a mi lado señaló con la cabeza el camino por
donde habíamos venido, sonriendo como persona entendida.
-¿Sabe usted, señor? Nuestro amigo, -dijo refiriéndose al muerto- cuando oyó que se
había desechado su apelación, se orinó sobre el piso de su celda. De miedo. Por favor, señor,
sírvase uno de mi cigarrillos. ¿No admira usted mi nueva cigarrera de plata, señor? Del
boxwallah2; dos rupias y ocho annas3. Excelente estilo europeo.

2
Vendedor ambulante nativo.
3
Moneda india igual a I/16 de rupia o dos centavos de dólar.
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Varios se rieron, aunque nadie pareció estar seguro del motivo de la risa.
Francis caminaba junto al superintendente, parloteando sin cesar.
-Y bien, señor, todo ha transcurrido del modo más satisfactorio.
-Terminó así... ¡clic! No siempre es así, ¡oh! ¡no! He conocido casos en que el doctor
tuvo que ir hasta la horca y tirar de las piernas del prisionero para estar seguro de la muerte.
¡Fue sumamente desagradable!
-¿A tirones, eh? ¡Qué feo! -dijo el superintendente.
-¡Oh! Es peor cuando se ponen tercos, señor. Un hombre, recuerdo, se colgó de los
barrotes de su celda cuando fuimos a buscarlo. Apenas lo creerá, señor, pero se necesitaron
seis guardianes para sacarlo, tres tirando de cada pierna. Nosotros razonamos con él. "Buen
hombre", le dijimos, "piense en todo el dolor y la molestia que nos está causando". Pero,
¡nada! ¡El prisionero no hacía caso! ¡Oh, era de lo más fastidioso!
Descubrí que me estaba riendo muy ruidosamente. Todos se reían. Hasta el
superintendente sonreía indulgentemente.
-Será mejor que salgamos todos a tomar algo -dijo genialmente-. En el coche tengo una
botella de whisky; nos vendrá bien.
Pasamos las grandes verjas dobles de la prisión y salimos al camino.
-¡Tirarle de las piernas! -exclamó de pronto un magistrado birmano, estallando en una
carcajada.
Todos comenzamos de nuevo a reírnos. En ese momento la anécdota de Francis parecía
extraordinariamente divertida. Nativos y europeos bebimos juntos a la par, en completa amis-
tad. El muerto se hallaba a cien yardas de distancia.

COMO MUEREN LOS POBRES

EN el año mil novecientos veintinueve pasé varias semanas en el Hospital X, en el


décimo quinto arrondissment4 de París. En la mesa de entradas los empleados me hicieron
pasar por el clásico interrogatorio, y por cierto que me tuvieron contestando preguntas durante
unos veinte minutos antes de dejarme entrar. El que alguna vez ha tenido que llenar for-
mularios en países latinos conocerá la clase de preguntas a que me refiero. Durante los
últimos días yo tenía dificultad en convertir Réaumur en Fahrenheit, pero sé que mi tempe-
ratura andaba por los 3995, y hacia el final de la entrevista tenía cierta dificultad en
mantenerme de pie. A mi espalda un resignado grupo de pacientes que llevaban paquetes he-
chos con pañuelos de colores, esperaba su turno para ser interrogado.

Después de las preguntas vino el baño, rutina aparentemente obligatoria para todos los
recién llegados, igual que en la cárcel o el hospicio. Se llevaron mis ropas, y después de
haberme tenido unos minutos sentado y transpirando en cinco pulgadas de agua caliente me
dieron un camisón de lienzo y una corta bata de franela azul. Nada de zapatillas; no las tenían
suficientemente grandes para mí, según dijeron. Luego me condujeron afuera. El pabellón al
que nos dirigíamos se hallaba a doscientas yardas y parecía que para llegar a él había que
cruzar el parque del hospital. Delante de mí alguien caminaba a tropezones con una linterna.
El sendero de grava estaba escarchado bajo los pies y el viento azotaba el camisón contra mis
pantorrillas desnudas. Cuando llegamos al pabellón tuve una extraña sensación de
familiaridad cuyo origen no conseguí determinar hasta muy avanzada la noche. Era una
habitación Iarga, más bien baja y mal iluminada, llena de murmullos y con tres filas de camas
asombrosamente cerca una de la otra. Había un olor pestilente, fecal y sin embargo dulzón.
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Distrito.
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Cuando estuve acostado vi, en una cama situada frente a la mía, a un hombrecito
semidesnudo, de hombros redondeados y pelo de color arena que se hallaba sentado, mientras
un médico y un estudiante le efectuaban una extraña operación. Primero el doctor extrajo de
su valija negra una docena de vasitos como los de vino; el estudiante introducía una cerilla
encendida dentro de cada vaso para extraer el aire, y lo aplicaba de golpe sobre la espalda o el
pecho del hombre, y el vacío hacía subir una enorme ampolla amarilla. Sólo después de unos
instantes pude comprender qué le estaban haciendo. Era algo llamado ventosas, tratamiento
que ese puede ver en todos los viejos tratados de medicina, pero en el cual hasta entonces yo
había pensado vagamente como en una de esas cosas que se les hacen a los caballos.
El aire frío de afuera había bajado probablemente mi temperatura, así que observé este
remedio bárbaro indiferentemente y hasta con buen humor. Sin embargo, un momento
después el doctor y el estudiante se acercaron a mi cama, me enderezaron y sin decir palabra
comenzaron a aplicarme la misma serie de vasos, que no habían sido esterilizados en modo
alguno. Algunas débiles protestas que yo emití no obtuvieron más respuesta que las que
hubiere merecido si fuese un animal. Me hallaba sumamente impresionado por la forma
impersonal como los dos hombres la emprendieron conmigo. Nunca había estado en el
pabellón público de un hospital, y esa era mi primera experiencia con los médicos que lo tra-
tan a uno sin hablarle, o, en un sentido humano, sin hacer caso de uno. En mi caso sólo
aplicaron seis vasos, pero después de hacer eso escarificaron las ampollas y volvieron a
aplicarlos. Cada vaso hizo entonces subir alrededor de una cucharada de sangre oscura.
Cuando me recosté de nuevo, humillado, disgustado y aterrado por lo que me habían hecho,
pensé que por lo menos ya me dejarían solo. Pero no, ni por casualidad. Vino otro tratamiento,
la cataplasma de mostaza, aparentemente un asunto de rutina como el baño caliente. Dos
enfermeras desaliñadas, ya tenían preparada la cataplasma que aplicaron de golpe sobre mi
pecho y que ajustaron como si fuese una camisa de fuerza, mientras algunos hombres que
estaban vagando por el pabellón en camisa y pantalones comenzaron a congregarse alrededor
de mi cama haciendo muecas de mediana simpatía. Más adelante supe que observar a un
paciente mientras se le aplica una cataplasma de mostaza era uno de los pasatiempos favoritos
en el pabellón. Estas cosas se aplican normalmente durante un cuarto de hora y por cierto que
son bastante divertidas si uno no es la persona que está adentro. Durante los primeros cinco
minutos el dolor es fuerte, pero uno cree que lo puede aguantar. En los cinco minutos
subsiguientes esta creencia se evapora, pero la cataplasma está abrochada en la espalda y uno
no se la puede sacar. Éste es el período que los espectadores disfrutan más. Durante los
últimos cinco minutos noté que sobreviene una especie de adormecimiento. Después de sa-
carme la cataplasma me metieron bajo la cabeza una almohada impermeable repleta de hielo y
me dejaron solo. No dormí, y que yo sepa fue ésa la única noche de mi vida, quiero decir la
única noche pasada en cama en que no dormí en absoluto, ni siquiera un minuto.
Durante mi primera hora en el Hospital X yo había recibido una serie de tratamientos
diferentes y contradictorios, pero esto era un engaño, pues en general uno recibe un tra-
tamiento muy pequeño, ya sea bueno o malo, a menos que padezca una enfermedad
interesante o instructiva. A las cinco de la mañana vinieron las enfermeras; despertaron a los
pacientes y les tomaron la temperatura, pero no los lavaron. Si uno se sentía bien se lavaba
solo, de otro modo dependía de la amabilidad de algún paciente que pasara. Eran por lo
general pacientes, también, quienes transportaban los orinales y la fea chata, apodada la
casserole. A las ocho llegaba el desayuno, llamado a la manera militar la soupe. Era sopa
también, una aguada sopa de vegetales con viscosas rebanadas de pan que flotaban dentro.
Más avanzado el día efectuaba sus rondas el alto y solemne doctor de barba negra, junto con
un interno y una tropilla de estudiantes que lo seguían pisándole los talones, pero éramos
alrededor de sesenta en el pabellón y resultaba evidente que tenía otros pabellones que
atender. Había muchas camas por las que él pasaba día tras día, seguido a veces por gritos
implorantes. Por otra parte, si uno tenía una enfermedad con la cual los estudiantes querían
familiarizarse, atraía toda la atención. Yo mismo, con un ataque excepcional de catarro bron-
quial, tenía a veces hasta una docena de estudiantes que hacían fila para auscultarme el pecho.
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Era una sensación extraña, extraña sí, debido a su intenso interés en aprender su trabajo, junto
con una aparente falta de percepción de que los pacientes eran seres humanos. Es raro de
contar, pero a veces cuando algún joven estudiante daba un paso adelante para ocupar su turno
en manipular con uno, se lo veía trémulo de excitación, como un niño que por fin ha puesto
sus manos en una costosa maquinaria. Y luego, oreja tras oreja..., orejas de jóvenes, de
muchachas, de negros, apretadas contra la espalda, una- sucesión de dedos que golpeteaban
solemne pero torpemente, y no oír de ninguno de ellos una palabra o una mirada directamente
a la cara. Como un paciente que no paga, con el uniforme de dormir, uno era principalmente
un ejemplar, algo de lo cual yo no me ofendía pero a lo que nunca me pude acostumbrar del
todo.

Al cabo de algunos días me sentí bastante bien como para sentarme en la cama y
estudiar a los enfermos de los alrededores. La sofocante habitación con sus camas estrechas
tan juntas unas a otras que se podía fácilmente tocar la mano del vecino, albergaba toda clase
de enfermedades excepto, supongo, los casos infecciosos agudos. El vecino de mi derecha era
un zapatero pelirrojo con una pierna mas corta que la otra, quien acostumbraba anunciar la
muerte de otros pacientes silbándome y exclamando: "¡Número 43!" o cualquiera que fuese, y
agitando los brazos sobre la cabeza. Esto ocurrió una cantidad de veces y mi vecino fué
siempre el primero en enterarse. Este hombre no estaba tan mal, pero en la ma yoría de las
otras camas que abarcaba mi círculo visual se representaba alguna descarnada tragedia o un
verdadero horror. En la cama que estaba pie con pie con la mía yacía hasta que murió, cosa
que no presencié pues lo trasladaron a otra cama, un marchito hombrecillo que sufría no sé
qué enfermedad, pero algo que hacía a su cuerpo tener una sensibilidad tan intensa que
cualquier movimiento de lado a lado, y a veces hasta el peso de la ropa de cama lo hacía gritar
de dolor. Su peor sufrimiento era el orinar, cosa que hacía con suma dificultad. Una enfermera
traía el orinal y permanecía durante largo rato junto a su cama silbando, como se dice que los
mozos de cuadra hacen con los caballos, hasta que por fin el hombre empezaba con su
agonizante chillido de: "¡Je pisse!" En la cama contigua a la de él, el hombrecillo del pelo
color de arena a quien yo había visto ponerle ventosas acostumbraba toser a todas horas
mucosidades listadas de sangre. Mi vecino de la izquierda era un hombre joven, alto y de
aspecto fláccido que solía periódicamente tener un tubo insertado en la espalda y al que se le
sacaban de alguna parte del cuerpo asombrosas cantidades de un líquido espumoso. En la
cama situada detrás de ésa agonizaba un veterano de la guerra de mil ochocientos setenta, un
noble anciano de blanca perilla alrededor de cuya cama cuatro parientas de edad madura
vestidas de negro se sentaban durante todo el tiempo en que se permitían visitas, aspirando
evidentemente a algún despreciable legado. En la cama que estaba frente a la mía, en la fila de
más allá había un anciano calvo de bigote caído y rostro y cuerpo sumamente hinchados,
quien padecía una enfermedad que lo hacía orinar casi incesantemente. Junto a su cama había
siempre un enorme receptáculo de vidrio. Un día su esposa y su hija vinieron a visitarlo. A la
vista de ellas el rostro abotagado del anciano se iluminó con una sonrisa de sorprendente
dulzura, y cuando su hija, una bonita muchacha de alrededor de veinte años, se acercó a la
cama, vi que la mano del hombre se abría paso lentamente desde abajo de las cobijas. Creí
adivinar el gesto que vendría: la muchacha arrodillada junto a la cama, la mano del anciano
posada sobre la cabeza de ella en su bendición postrera. Pero no, él simplemente le alcanzó la
botella de goma, que ella se apresuró a tomar y vaciar sobre el receptáculo.

A una docena de camas de distancia de la mía estaba la número 57, creo que ése era el
número, un caso de cirrosis del hígado. Todos en el pabellón lo conocían de vista, pues el
hombre era objeto a veces de una conferencia. Dos tardes por semana, el doctor, alto y grave,
daba una conferencia en el pabellón a un conjunto de estudiantes, y en más de una ocasión el
viejo Número 57 fué llevado en una especie de cochecito hasta el centro del pabellón, donde

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el doctor le enrollaba hacia arriba la camisa de dormir, dilataba con los dedos una enorme
protuberancia fofa que había en el vientre del hombre y que supongo era el hígado enfermo, y
explicaba solemnemente que ésa era una enfermedad atribuible al alcoholismo, más común en
los países en que se bebe vino. Como de costumbre el doctor no hablaba con su paciente, ni le
sonreía o daba señal alguna de reconocerlo. Mientras hablaba, muy grave y tieso, sostenía el
consumido cuerpo entre sus manos, y a veces lo hacía girar suavemente de un lado a otro, en
la actitud de una mujer que manejara un rodillo de amasar. No era que al Número 57 le impor-
taran esta clase de cosas. Evidentemente era un viejo residente de hospital, un objeto que
usaban a veces como tema de conferencias y cuyo hígado hacía ya mucho tiempo que estaba
destinado a ser colocado en una botella de algún museo patológico. Totalmente falto de
interés en lo que se hacia de él, permanecía con su mirada descolorida fija en la nada mientras
el doctor lo exhibía como una antigua pieza de porcelana. Era un hombre de alrededor de
sesenta años, asombrosamente encogido. Su rostro, amarillo como el pergamino,se había
achicado hasta parecer no más grande que el de una muñeca.
Una mañana mi vecino el remendón me despertó tironeando de mi almohada antes que
llegaran las enfermeras. "¡Número 57!" dijo agitando los brazos por encima de su cabeza.
Había una luz en el pabellón, que bastaba para ver. Pude ver al viejo Número 57 que yacía
encogido sobre un costado, con el rostro sobresaliendo de la cama en mi dirección. Había
muerto durante la noche, nadie sabe cuándo. Al llegar las enfermeras recibieron la noticia de
su muerte con indiferencia y comenzaron su tarea. Después de mucho tiempo, una hora o más,
otras dos enfermeras entraron marchando de frente como soldados, con fuerte repiquetear de
zuecos, y envolvieron el cuerpo en las sábanas, pero éste no fué retirado hasta más tarde.
Mientras tanto, con la mejor luz, yo había tenido tiempo de echarle una buena ojeada al
Número 57. Por cierto que me puse de costado para mirarlo. Aunque parezca raro, era ése el
primer europeo muerto que vi. Había visto hombres muertos antes, pero siempre asiáticos. Y
por lo general gente que había sufrido muerte violenta. Los ojos del Número 57 estaban
abiertos todavía, su boca también abierta, y su pequeño rostro contraído en un gesto de
agonía. Lo que más me impresionó, sin embargo, fué la blancura de su cara. Había estado
pálida antes, pero ahora era poco más oscura que las sábanas. Mientras observaba ese rostro
diminuto y torcido descubrí que ese repugnante desecho a la espera de ser acarreado y
descargado sobre una losa de la sala de disecciones era un ejemplo de muerte "natural", una
de las cosas que uno implora en la letanía. Ahí la tenéis, pensé, eso es lo que os espera dentro
de veinte, treinta, cuarenta años, así mueren los favorecidos por la suerte, los que viven para
llegar a viejos. Uno quiere vivir, naturalmente; en realidad uno vive por virtud del temor a
morir, pero pienso ahora, como pensé entonces, que es mejor morir violentamente y no
demasiado viejo. La gente habla de los horrores de la guerra, pero, ¿qué arma ha inventado el
hombre que se acerque siquiera en crueldad a algunas de las enfermedades más comunes?
Muerte "natural" significa casi por definición algo lento, fétido y penoso. Aún así, hay una
diferencia entre lograrla en la propia casa y en una institución pública. Ese pobre infeliz que
acababa de vacilar y apagarse corno el cabo de una vela no tenía siquiera la importancia
suficiente como para que hubiese alguien velando junto a su lecho mortuorio. Era
simplemente un número, y luego una pieza de estudio para el escalpelo de los estudiantes. ¡Y
la sórdida publicidad de morir en semejante lugar! En el Hospital X las camas se hallaban
muy cerca unas de otras y no había biombos. Imagináis, por ejemplo, morir como el
hombrecito cuya cama estuvo durante un tiempo pie con pie con la mía, el que gritaba cada
vez que las ropas de cama lo rozaban! Me atrevería a decir que "¡Je pisse!" fueron sus últimas
palabras. Tal vez a los moribundos no les preocupan tales cosas, que por lo menos sería la
respuesta tipo: sin embargo los moribundos son a menudo más o menos normales en sus
mentes hasta uno o dos días antes de morir. En los pabellones públicos de un hospital se ven
horrores con los cuales uno no parece encontrarse entre personas que se las arreglan para
morir en sus propias casas, como si ciertas enfermedades atacaran solamente a las gentes de
los más bajos niveles de ingresos. Pero es un hecho que en ningún hospital inglés se verían
algunas de las cosas que yo vi en el Hospital X. El caso de gente que muere como un animal,
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por ejemplo, sin nadie junto a la cama, nadie que se interese con su muerte recién advertida a
la mañana, ocurrió más de una vez. Por cierto que eso no se vería en Inglaterra, y menos aún
se vería un cuerpo expuesto a la vista de los otros pacientes. Recuerdo que una vez, en un
cottage hospital de Inglaterra murió un hombre mientras estábamos tomando el té, y aunque
éramos solamente seis en el pabellón las enfermeras hicieron las cosas tan hábilmente que el
hombre murió y su cuerpo fué retirado sin que nosotros nos enteráramos siquiera hasta que
terminamos el té. Una de las cosas que tal vez menos apreciamos en Inglaterra es la ventaja de
que gozamos al tener una enorme cantidad de enfermeras bien adiestradas y rígidamente
disciplinadas. Sin duda las enfermeras inglesas son bastante mudas, adivinan la suerte con las
hojas de té, llevan la insignia del pabellón militar de Gran Bretaña y tienen fotografías de la
reina sobre la repisa de la chimenea, pero por lo menos no lo dejan a uno sin lavar y
constipado, en una cama sin hacer, por pura pereza. Las enfermeras del Hospital X todavía
tenían un dejo de la señora de Gamp, y más tarde, en los hospitales de la España republicana,
hube de ver enfermeras que casi ignoraban cómo tomar la temperatura. Tampoco se vería en
Inglaterra la suciedad que había en el Hospital X. Después, cuando estuve bien como para
lavarme solo en el cuarto de baño, descubrí que allí se guardaba una enorme caja dentro de la
cual se arrojaban los restos de comida y los vendajes sucios del pabellón, y las entabladuras
estaban infectadas de grillos.

Cuando recuperé mi ropa y me pude sostener sobre mis piernas me escapé del Hospital
X antes de que llegara mi tiempo, y sin esperar que me dieran de alta. No era el único hospital
del cual me había escapado, pero su lobreguez y miseria, su olor enfermante y, sobre todo,
algo en su atmósfera mental, permanecen firmes en mi memoria como excepcionales. Me
habían llevado allí porque era el hospital que correspondía al distrito donde yo vivía, y sólo
después de haber estado en él supe que tenía mala reputación. Uno o dos años más tarde
llevaron al Hospital X. a la célebre estafadora Madame Hanaud, quien estuvo enferma
mientras se tramitaba su cambio de jurisdicción, y después de unos cuantos días de estar en él
se las arregló para eludir a sus guardianes, tomó un taxi y volvió a la cárcel, donde aseguró
que se encontraba más cómoda. No me cabe duda de que el Hospital X era el menos típico de
los hospitales franceses aun en esa época. Pero los pacientes, trabajadores casi la mayor parte,
se mostraban extrañamente resignados. Algunos parecían encontrarse casi cómodos, pues dos
por lo menos eran malandrines desamparados que veían en ésa una buena manera de pasar el
invierno. Las enfermeras hacían la vista gorda, pues los malandrines se hacían útiles en tareas
sueltas. Pero la actitud de la mayoría parecía querer expresar: "Claro que éste es un lugar
miserable, pero, ¿qué más quiere?" A ellos no les parecía extraño que lo despertaran a uno a
las cinco de la mañana y luego lo hicieran esperar tres horas antes de comenzar el día con una
sopa aguada, o que la gente muriera sin que hubiere nadie junto a su cama, o que la
posibilidad de obtener atención médica dependiera de que el doctor lo viera de casualidad al
pasar. De acuerdo a sus tradiciones los hospitales eran así. Si uno está gravemente enfermo y
es demasiado pobre para ser tratado en su propia casa, entonces tiene que ir al hospital, y una
vez allí hay que aguantar las asperezas e incomodidades tal como si se estuviera en el ejército.
Pero por encima de esto yo estaba interesado en encontrar una prolongada creencia en los
viejos cuentos que han desaparecido casi de la memoria de Inglaterra... cuentos, por ejemplo,
de médicos que lo abren a uno por pura curiosidad o a quienes les parece gracioso comenzar a
operar antes de que uno esté "inconsciente" como es debido. Había relatos históricos que
hablaban de una pequeña sala de operaciones situada justo debajo del cuarto de baño. Se decía
que de ese lugar provenían gritos aterradores. Nunca vi nada que confirmara estas creencias y
sin duda eran todas patrañas, aunque sí vi mediante un perverso experimento que probable-
mente no hubiesen practicado en un enfermo que paga a dos estudiantes matar a un muchacho
de dieciséis años, o casi matarlo, pues el muchacho parecía moribundo cuando me fuí, pero
podía haberse recobrado. Con toda firmeza se acostumbraba a creer en Londres que en
algunos hospitales se mataba a los pacientes para obtener material de disección. No oí que se
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repitiera esta historia en el Hospital X, pero pienso que algunos de los pacientes del mismo lo
habrían encontrado creíble. Pues era ese un hospital en el cual no los métodos, tal vez, pero
algo de la atmósfera del siglo diecinueve había logrado sobrevivir, y en eso residía su peculiar
interés.
Durante los últimos cincuenta años se ha producido un gran cambio en la relación entre
médico y paciente. Si uno mira casi cualquier trabajo literario anterior a la última parte del
siglo diecinueve descubre que un hospital está popularmente considerado lo mismo que una
prisión, y una prisión antigua y semejante a una mazmorra. El hospital es un lugar de
inmundicia, tortura y muerte, una especie de antecámara de la tumba. Nadie que no hubiese
estado más o menos desamparado habría pensado en entrar en semejante lugar para ser
tratado. Y especialmente en la primera parte del siglo pasado, cuando la ciencia médica se
había vuelto más osada que antes sin tener más éxito por eso, todo lo referente a la medicina
era considerado por la gente común con miedo y horror. A la cirugía, en particular, se la creía
no más que una forma peculiarmente horripilante de sadismo, y la disección, posible sólo con
la ayuda de los ladrones de cadáveres, era incluso confundida con la nigromancia.
Del siglo XIX se podría reunir una cuantiosa literatura de horrores relacionada con
médicos y hospitales. Pensad en el pobre anciano George III, quien en su delirio pedía a gritos
piedad al ver acercarse a los cirujanos para "desangrarlo hasta que desfalleciera"! Pensad en
las conversaciones de Bob Sawyer y Benjamín Allen, que, sin duda, son apenas parodias, o en
los hospitales militares de La Debacle y "La Guerra y la Paz", o en esa espantosa amputación
del "whitejacket" de Melville! Hasta los nombres dados a los médicos en la ficción inglesa del
siglo diecinueve, Slasher, Carver, Sawyer, Fillgrave y otros y el apodo genérico de
"matasanos", son casi tan horrendos como cómicos. La tradición antiquirúrgica está quizá
mejor expresada en el poema de Tennyson "El Hospital de los Niños", el cual es
esencialmente un documento anterior al cloroformo, aunque no parece haber sido escrito antes
de mil ochocientos ochenta. Más aún, la perspectiva que Tennyson registra en este poema dice
mucho. Cuando uno piensa en lo que debe de haber sido una operación sin anestesia, lo que
notoriamente fue, resulta difícil no sospechar los motivos de las personas que acometían tales
empresas. Pues estos sangrientos horrores que los estudiantes esperaban tan ansiosamente,
"un espectáculo magnífico si Slasher lo hace!", eran reconocidamente más o menos inútiles;
el paciente que no moría de postración nerviosa moría por lo general de gangrena, resultado
que se tenía por seguro. Aún ahora se puede encontrar médicos cuyos motivos son dudosos.
Cualquiera que haya estado muy enfermo, de medicina, sabrá a qué me refiero. Pero la
anestesia era un punto decisivo. y los desinfectantes otro. Probablemente o que haya
escuchado las conversaciones de los estudiantes en ningún lugar del mundo se vería ahora una
escena como la descrita por Axel Munthe en "La historia de San Michele", cuando el siniestro
cirujano de sombrero de copa y levita, con la almidonada pechera salpicada de sangre y de
pus trincha paciente tras paciente con el mismo cuchillo y arroja los miembros amputados en
una pila que hay junto a la mesa. Más aún, la seguridad de la salud nacional ha suprimido en
parte la idea de que el paciente de la clase trabajadora es un pobre que merece poca
consideración. Ya bien entrado este siglo era común que a los pacientes gratuitos se les ex-
trajeran las muelas sin anestesia en los grandes hospitales. No pagaban, así que, ¿por qué iban
a ser anestesiados?... Tal era la actitud. Eso también ha cambiado.
Y sin embargo toda institución cargará sobre sí algún recuerdo aislado de su pasado.
Por alguna barraca ronda aún el espíritu de Kipling, y es difícil entrar en un orfanato sin
acordarse de "Oliverio Twist". Los hospitales comenzaron como una especie de pabellón
accidental para que los leprosos y otros por el estilo tuvieran donde morir, y continuaron co-
mo lugares donde los estudiantes de medicina aprendían su arte en los cuerpos de los pobres.
Aún se puede captar una débil sugestión de su historia en su característica arquitectura
sombría. Estoy lejos de quejarme del tratamiento que he recibido en cualquier hospital inglés,
pero sé que es un sano instinto el que previene a la gente para mantenerla alejada de los
hospitales si es posible, y especialmente de los pabellones públicos. Cualesquiera que pueda
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ser la posición legal, es indiscutible que uno tiene mucho menos control sobre su propio
tratamiento, mucho menos seguridad de que no se ensayarán en uno frívolos tratamientos,
cuando es un caso de "acepte la disciplina o retírese". Y es una gran cosa morir en la propia
cama; aunque es mejor morir con las botas puestas. Por muy grandes que sean la amabilidad y
la eficiencia, en cualquier hospital, la muerte es un detalle cruel y descarnado, algo tal vez
demasiado pequeño para ser dicho, pero que deja atrás recuerdos terriblemente dolorosos que
surgen de la prisa, del amontonamiento, de la impersonalidad, allí donde cada día hay gente
que muere entre extraños.
El terror a los hospitales probablemente sobrevive todavía entre los muy pobres, y en
todos nosotros ha desaparecido apenas ahora. Es un triste remiendo no lejos de la superficie
de nuestras mentes. He dicho antes que cuando entré en el pabellón del Hospital X tuve
conciencia de una extraña sensación de familiaridad. Lo que la escena me hizo recordar, claro
está, fue los hospitales fétidos y llenos de dolor del siglo diecinueve, que yo nunca había visto
pero de los cuales tenía un conocimiento tradicional. Y algo, tal vez el médico vestido de
negro con su sucia valija negra, o tal vez simplemente el enfermante olor, me jugaron la
pasada de desenterrar de mi memoria ese poema de Tennyson, "El Hospital de los Niños", en
el cual hacía veinte años que no pensaba. Ocurrió que cuando yo era niño me lo había leído en
voz alta una enfermera cuya propia vida activa podía haberse replegado a la época en que
Tennyson escribió el poema. Los horrores y sufrimientos de los hospitales al estilo antiguo
eran un vívido recuerdo para ella. Nos habíamos estremecido juntos con el poema, y luego
aparentemente yo lo había olvidado. Hasta no me habría recordado nada su título,
probablemente. Pero la primera ojeada a la habitación mal iluminada y llena de susurros, con
las camas tan juntas unas a otras; hizo surgir de pronto la sucesión de pensamientos a los
cuales pertenecía, y durante la noche que siguió me encontré recordando toda la historia y
atmósfera del poema, con muchos de sus renglones completos.

LEAR, TOLSTOI Y EL TONTO

Los folletos de Tolstoi constituyen la parte menos conocida de su obra, y su ataque a


Shakespeare5 no es siquiera un documento fácil de conseguir en una traducción inglesa. En
consecuencia, tal vez sea mejor que haga un resumen del folleto antes de tratar de discutirlo.
Tolstoi comienza diciendo que a través de su vida Shakespeare ha despertado en él
"irresistible repulsión y tedio". Consciente de que la opinión del mundo civilizado está en
contra de él, ha hecho una tentativa tras otra sobre la obra de Shakespeare, leyéndola y
releyéndola en ruso, inglés y alemán, pero "he tenido invariablemente las mismas sensacio-
nes: repulsión, fastidio y perplejidad". Ahora, a la edad de setenta y cinco años, ha releído una
vez más las obras completas de Shakespeare, incluyendo los dramas históricos, y

"He experimentado con más intensidad las mismas sensaciones, si bien esta vez no con
fastidio sino con la firme e indubitable convicción de que la gloria indiscutible de gran genio
de que goza Shakespeare y que impulsa a los escritores de nuestro tiempo a imitarlo, y a los
lectores y espectadores a descubrir en él méritos no existentes, deformando en consecuencia
su armonía ética y estética, es un gran mal, como todo lo que es falso".

Tolstoi agrega que Shakespeare no sólo no es genio, sino que ni siquiera es "un
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Shakespeare y el drama. Escrito alrededor de 1903 como introducción a otro folleto,
Shakespeare y las clases trabajadoras, por ERNEST CROSBY.
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mediano autor", y con el objeto de demostrar este hecho analiza "El Rey Lear", el cual, según
lo que él puede demostrar por citas de Hazlitt, Brandes y otros, ha sido extravagantemente
elogiado y puede ser tomado como un ejemplo del mejor trabajo de Shakespeare.
Tolstoi hace luego una especie de exposición de la trama de "El Rey Lear", y la
encuentra a cada paso estúpida, verbosa, antinatural, ininteligible, ampulosa, vulgar, tediosa y
llena de acontecimientos increíbles, "desvaríos salvajes", "tristes chistes", anacronismos,
irreverencias, obscenidades, convenciones escénicas pasadas de moda y otras faltas tanto
morales como estéticas. Lear es, en cualquier caso, el plagio de un drama anterior y mucho
mejor, "El Rey Leir", de autor desconocido, que Shakespeare robó y luego arruinó. Vale la
pena citar un párrafo de muestra para ilustrar la manera como Tolstoi va a trabajar. El acto III,
escena 2 (en la cual Lear, Kent y el Tonto están juntos en la tormenta) se resume así:

"Lear camina por el matorral y pronuncia palabras destinadas a expresar su


desesperación: desea que los vientos soplen con tanta fuerza que se desgarren (los vientos) las
mejillas y que la lluvia inunde todo, que el relámpago chamusque su cabeza blanca y que el
trueno aplaste al mundo y destruya todos los gérmenes "que hacen al hombre desagradecido".
El tonto sigue articulando palabras con menos sentido aún. Entra Kent. Lear dice que por
alguna razón todos los criminales serán descubiertos y convictos durante esta tormenta. Kent,
no reconocido todavía por Lear, intenta persuadirlo de que se refugie en una cabaña. En este
punto el tonto dice una profecía en ningún modo relacionada con la situación y todos se van".

El veredicto final de Tolstoi acerca de Lear es que ningún observador no hipnotizado, si


tal observador existiese, podría leerlo hasta el final sin tener otra sensación que "aversión y
fastidio". Y exactamente lo mismo ocurre en "todos los otros
enaltecidos dramas de Shakespeare, sin mencionar los cuentos dramáticos sin sentido,
tales como "Pericles", "La duodécima noche", "La tempestad", "Cymbeline", "Troilo y
Cressida".
Después de haberse ocupado de Lear, Tolstoi redacta una denuncia más general contra
Shakespeare. Encuentra que éste posee una cierta destreza técnica que es en parte atribuible al
hecho de que haya sido actor, pero ningún otro mérito. No tiene poder para delinear los
caracteres ni para hacer que las palabras y acciones surjan naturalmente de las situaciones, su
lenguaje es uniformemente exagerado y ridículo, arroja constantemente sus propios
pensamientos casuales dentro de la boca de cualquier personaje que está a mano, despliega
una "completa ausencia de sentido estético" y sus palabras "no tienen absolutamente nada en
común con el arte y la poesía".
"Shakespeare puede haber sido lo que ustedes quieran", concluye Tolstoi, "pero no fue
un artista". Más aún, sus opiniones no son ni originales ni interesantes, y su tendencia es "en
extremo baja e inmoral". Por extraño que parezca, Tolstoi no basa su último juicio en las
propias aseveraciones de Shakespeare, sino en las declaraciones de dos críticos, Gervinus y
Brandes. De acuerdo con Gervinus, o por lo menos lo que Tolstoi leyó de Gervinus,
"Shakespeare enseñaba... que uno puede ser demasiado bueno, mientras que según Brandes
"el principio fundamental de Shakespeare"... es que el fin justifica los medios. Tolstoi agrega
por cuenta propia que Shakespeare fue un patriota jingoísta de lo peor, pero aparte esto
considera que Gervinus y Brandes han dado una verdadera y acertada descripción del
concepto que Shakespeare tuvo de la vida.

Tolstoi recapitula luego en unos cuantos párrafos la teoría del arte que él ha expresado
con mayor extensión en otra parte. Abreviando todavía más, se reduce a exigir dignidad en el
desarrollo del tema, sinceridad y habilidad artística. Una gran obra de arte debe tener cierta
relación con algún asunto que sea "importante para la vida de la humanidad, debe expresar

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algo que el actor sienta genuinamente, y debe usar los métodos técnicos necesarios para
obtener el efecto deseado". Como Shakespeare es rebajado en perspectiva, desaseado en la
ejecución, e incapaz de ser sincero en ningún momento, por lo visto continúa condenado.

Pero aquí surge una pregunta difícil. Si Shakespeare es todo lo que Tolstoi ha
demostrado que es, ¿cómo ha podido llegar a ser tan generalmente admirado? Evidentemente
la respuesta radica únicamente en una especie de hipnosis colectiva o de "sugestión
epidémica". Todo el mundo civilizado ha sido conducido erróneamente, de un modo u otro, a
considerar a Shakespeare como a un buen escritor. Y hasta la más sencilla demostración de lo
contrario no causa impresión, pues uno no está confrontando una opinión razonada sino con
algo afín a la fe religiosa. Tolstoi dice que a través de la historia ha habido series
interminables de estas "sugestiones epidémicas", por ejemplo las Cruzadas, la búsqueda de la
piedra filosofal, el delirio por el cultivo del tulipán que una vez abarcó toda Holanda, etcétera,
y así sucesivamente. Como un ejemplo contemporáneo cita bastante significativamente el
caso Dreyfus, acerca del cual todo el mundo civilizado se excitó violentamente sin razón
suficiente. Hay también repentinas modas de corta duración de nuevas teorías políticas y
filosóficas, o por tal o cual escritor, artista o sabio, Darwin por ejemplo, quien (en 1903) ya
"empieza a ser olvidado". Y en algunos casos un ídolo popular completamente inútil puede
permanecer como favorito durante siglos, pues "también ocurre que esas modas, habiendo
surgido a consecuencia de razones especiales que favorecen accidentalmente su
establecimiento, corresponden en tal grado a los conceptos de la vida desparramados por la
sociedad, y especialmente en los círculos literarios, que son mantenidas durante mucho
tiempo".

En cuanto a la manera cómo comenzó la fama de Shakespeare, Tolstoi explica que fue
"levantado" por profesores alemanes a fines del siglo dieciocho. Su reputación se originó en
Alemania, y de allí fue transferida a Inglaterra". Los alemanes prefirieron elevar a
Shakespeare porque, en una época en que no había drama alemán del cual valiera la pena ha-
blarse y en que la literatura clásica francesa comenzaba a parecer frígida y artificial, fueron
cautivados por el "hábil desarrollo escénico" de Shakespeare, y también encontraron en él una
buena expresión de su propia actitud hacia la vida. Goethe declaró que Shakespeare era un
gran poeta, con lo cual todos los otros críticos se plegaron a él como una bandada de loros, y
el apasionamiento general dura desde entonces. El resultado ha sido una posterior degradación
del drama, dentro de la cual Tolstoi se cuida de incluir los propios al condenar al teatro
contemporáneo; y una corrupción del concepto moral prevaleciente. Sigue que "la falsa
glorificación de Shakespeare" es un mal importante que Tolstoi siente que es un deber
combatir.

Ésta es, entonces, la substancia del folleto de Tolstoi. La primera sensación que se tiene
es que al describir a Shakespeare como un mal escritor está diciendo algo que se puede
demostrar como no cierto. Pero no es ése el caso. En realidad no hay ninguna clase de
evidencia o argumento mediante el cual se pueda demostrar que Shakespeare o cualquier otro
escritor, es "bueno". Tampoco hay forma de probar definitivamente que, por ejemplo,
Warwick Deeping es "malo". Finalmente, no hay prueba del mérito literario salvo la
supervivencia, que es en sí misma índice de la opinión de la mayoría. Las teorías artísticas
tales como las de Tolstoi no tienen absolutamente ningún valor, pues no sólo parten de
suposiciones arbitrarias sino que dependen de términos vagos como "sincero", "importante" y
otros, que pueden ser interpretados en la forma que se prefiera. Correctamente hablando no se
puede "contestar" el ataque de Tolstoi. La pregunta interesante es: ¿por qué lo hizo? Pero
debería notarse, al pasar, que usa muchos argumentos débiles o deshonestos. Algunos de éstos
valen la pena de ser señalados, no porque invalidan su acusación principal, sino porque son,
por así decirlo, evidencia de malicia.

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Para comenzar su análisis de "El Rey Lear" no es imparcial como pretende dos veces.
Por el contrario, es un prolongado ejercicio de tergiversación. Es obvio que cuando uno está
resumiendo "El Rey Lear" para beneficio de alguien que no lo ha leído, uno está realmente
siendo imparcial si introduce un discurso importante, como ser el de Lear cuando Cordelia
está muerta en sus brazos, de esta manera: "De nuevo comienzan los espantosos desvaríos de
Lear, con los cuales uno se siente avergonzado como si se tratara de chistes infructuosos". Y
en una larga serie de ejemplos Tolstoi altera o colorea levemente los pasajes que está
criticando, siempre en una forma tal que haga aparecer el argumento un poco más complicado
e improbable, o el lenguaje un poco más exagerado. Por ejemplo, se nos dice que Lear "no
tiene necesidad o motivo para abdicar", aunque su razón de abdicar, que es la de ser viejo y
desear retirarse de los asuntos de Estado, se ha, indicado claramente en la primera escena. Se
verá que aún en el pasaje que yo cite anteriormente Tolstoi intencionadamente ha entendido
mal una frase y cambiado levemente el sentido de otra, transformando en disparate una
observación que es suficientemente razonable en su contenido. Ninguna de estas malas
interpretaciones es muy sólida en sí misma, pero su efecto acumulativo es para exagerar la
incoherencia psicológica de la obra. Además, Tolstoi no es capaz de explicar por qué las obras
de Shakespeare están todavía impresas, y todavía en la escena, doscientos años después de su
muerte, esto es, antes de que comenzara la "sugestión epidémica"; y toda su explicación de la
elevación de Shakespeare a la fama consiste en conjeturas plagadas de aserciones
completamente erróneas. Y además, varias de sus acusaciones se contradicen unas a las otras,
por ejemplo, Shakespeare es simplemente entretenido y "no de buena fe" pero por otra parte
el está poniendo constantemente sus propios pensamientos en boca de sus personajes. En con-
junto es difícil creer que las críticas de Tolstoi están hechas de buena fe. En todo esto es
imposible que haya creído plenamente en su tesis principal; es decir, que durante un siglo o
más a todo el mundo civilizado se le ha hecho creer una mentira. enorme y palpable que el
sólo era capaz de ver. Por cierto que el desagrado que le causa Shakespeare es verdadero, pero
los motivos del mismo pueden ser diferentes, o en parte diferentes, de lo que él admite. Y en
esto reside el interés de su folleto.
En este punto uno está obligado a comenzar las conjeturas. Sin embargo, hay una sola
pista posible, o por lo menos una pregunta que podría indicar el camino a una pista. Esa
pregunta es: ¿Por que Tolstoi, entre treinta o más dramas para elegir, escogió "El Rey Lear"'
como blanco principal? El verdadero Lear es tan bien conocido y ha sido tan elogiado que
podría justamente ser tomado como eI representativo de la mejor obra de Shakespeare; sin
embargo, con el propósito de un análisis hostil, Tolstoi habría elegido probablemente la obra
que más le disgustaba. ¿No es posible que sintiera una enemistad especial hacia este drama en
particular porque tuviera noción, consciente e inconscientemente, del parecido entre la
historia de Lear y la propia? Pero es mejor acercarse a esta pista en dirección opuesta, esto es,
examinando "El Rey Lear" mismo, y las cualidades de este que Tolstoi no menciona.
Una de las primeras cosas que un lector inglés advertirá en el folleto de Tolstoi es que
apenas se ocupa de Shakespeare como poeta. Shakespeare está tratado como dramaturgo, y
hasta donde su popularidad no es falsa se sostiene que se debe a triquiñuelas del arte teatral
que brindan buenas oportunidades a los actores hábiles. Ahora, en lo que se refiere a los
países de habla inglesa, esto no es cierto. Varios de los dramas más apreciados de los amantes
de Shakespeare, por ejemplo "Timon de Atenas", son rara vez o nunca representados, mientras
que algunos de los más representables, como "Sueño de una noche de verano", son los menos
admirados. Aquellos que más se interesan por Shakespeare lo valoran en primer lugar por su
uso del lenguaje, la "música verbal" que hasta Bernard Shaw, otro crítico hostil, admite como
"irresistible". Tolstoi ignora esto, y no parece comprender que un poema puede tener valor
especial para los que hablan el idioma en que fue escrito. Sin embargo, aun cuando uno se
ponga en el lugar de Tolstoi y trate de pensar en Shakespeare como en un poeta extranjero,
está todavía claro que hay algo que Tolstoi ha omitido. La poesía, parece, no es solamente un
asunto de sonido y asociación, y sin valor fuera de su propio idioma; si así fuera, ¿cómo es
que algunos poemas, incluyendo los escri-
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tos en lenguas muertas, logran cruzar fronteras'? Evidentemen- 1 te una pieza lírica
como "Mañana es el día de San Valentín' no podría ser traducido satisfactoriamente, pero en la
obra principal de Shakespeare hay algo descriptible, como poesía que se puede separar de las
palabras. Tolstoi está en lo cierto al decir que "Lear" no es muy bueno como drama. Es de-
masiado verboso y tiene demasiados personajes y sub-tramas. Una sola hija ruin hubiera sido
suficiente, y Edgar es un personaje superfluo; en realidad sería probablemente mejor drama si
se eliminara tanto a Gloncester como a sus hijos. No obstante eso hay algo, una especie de
modelo, o quizás solamente la atmósfera que sobrevive a las complicaciones y longueurs.
Puede imaginarse a "Lear" como una función de títeres, una farsa, un ballet, "una serie de
láminas".
Parte de su poesía, tal vez la parte más esencial, es inherente a la historia y no depende
de ningún juego particular de palabras ni de presentación en carne y hueso.
Cerrad los ojos y, si es posible, pensad en el Rey Lear sin recordar nada del diálogo;
¿que véis? En todo caso aquí está lo que yo veo: un majestuoso anciano con larga vestidura
negra y ondeante cabello blanco y barba, una figura salida de los dibujos de Blake, pero
también, aunque parezca raro, que vagaba a través de la tormenta y maldecía a los cielos en
compañía de un tonto y un lunático. Luego cambia el decorado y el anciano, todavía
maldiciendo, todavía sin comprender nada, sostiene en sus brazos a una joven muerta mien-
tras el tonto se balancea en una horca situada al fondo. Este es el esqueleto desnudo del
drama, y aún aquí Tolstoi quiere cortar la mayor parte de lo esencial. Pone objeciones a la
tormenta como algo innecesario; al tonto, quien a sus ojos es simplemente un molestador
tedioso y una excusa para hacer chistes malos; y a la muerte de Cordelia, la cual, según dice,
priva al drama de su moral. De acuerdo con Tolstoi, el drama primitivo "El Rey Lear", que
Shakespeare adaptó,
"termina más naturalmente y más de acuerdo con las exi- gencias morales del
espectador que el de Shakespeare, es decir: por el rey de los Galos al conquistar a los maridos
de las hermanas mayores, y por Cordelia, en lugar de resultar muerta, al devolver a Lear su
primera posición".

En otras palabras, la tragedia tenía que haber sido una comedia, o tal vez un
melodrama. Es dudoso si el sentido de la tragedia es compatible con la creencia en Dios; sea
como fuere no es compatible con el escepticismo en la dignidad humana y con la clase de
"exigencia moral" que se siente defraudada cuando la virtud no consigue triunfar. Una
situación trágica existe precisamente cuando la virtud no triunfa, pero cuando se siente aún
que el hombre es más noble que las fuerzas que lo destruyen. Es quizá más significativo que
Tolstoi no ve justificación en la presencia del tonto. Éste es parte integrante de la obra. Actúa
no sólo como una especie de coro, haciendo más clara la situación central al comentarla más
inteligentemente que los otros personajes, sino también como una envoltura a los desvaríos de
Lear: sus chistes, acertijos y fragmentos de rimas, y sus interminables pullas a la magnánima
locura de Lear, fluctuando del mero escarnio hasta una especie de poesía melancólica,
...has entregado todos los otros títulos con los cuales habías nacido...
son como un hilo de cordura que recorre el drama, un recordatorio de que en una u otra
parte, a pesar de las injusticias, crueldades, intrigas, decepciones y malentendidos que se están
desarrollando en el drama, la vida sigue su curso casi como de costumbre. En la impaciencia
de Tolstoi con el tonto se percibe su querella más profunda con Shakespeare. Pone objeciones,
con cierta justificación, a las escabrosidades de las obras de Shakespeare, las irreverencias, las
increíbles tramas, el lenguaje exagerado; pero, en el fondo, lo que probablemente le disgusta
más es una especie de exuberancia, una tendencia a tomar no tanto un placer como
simplemente un interés en el verdadero proceso de la vida. Es un error describir a Tolstoi
como un moralista que ataca a un artista. Él nunca dijo que el arte, como tal, es perverso o sin
sentido, ni siquiera tampoco que el virtuosismo técnico carece de importancia. Pero su
propósito principal, en los últimos años, fue disminuir la esfera del conocimiento humano.
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Los intereses de uno, los puntos de contacto con el mundo físico, la lucha de todos los días
deben ser tan pocos y no tantos como sea posible. La Iiteratura debe consistir en parábolas,
despojadas de detalles y casi independientes del lenguaje. Las parábolas, en las cuales Tolstoi
difiere del puritano vulgar medio, deben ser en sí mismas obras de arte, pero deben excluirse
de ellas el placer y la curiosidad. También la ciencia debe estar divorciada de la curiosidad.
Según él, el objeto de la ciencia no es descubrir lo que ocurre, sino enseñar a los hombres
cómo tienen que vivir. Lo mismo ocurre con la historia y la política. Muchos problemas, por
ejemplo el caso Dreyfus, simplemente no valen la pena de ser resueltos, y él desea dejarlos
como están. En realidad toda su teoría de los "furores" o "sugestiones epidémicas" en las que
él pone juntas a las Cruzadas y la pasión holandesa por el cultivo del tulipán, muestra un
deseo de considerar muchas actividades humanas como simples actividades de hormigas
inexplicables y desprovistas de interes. Evidentemente no podría tener paciencia con un
escritor caótico, detallista y razonador como Shakespeare. Su reacción es la de un anciano
irritable importunado por un muchacho travieso. "¿Por qué saltas en esa forma?" "¿Por qué no
puedes quedarte sentado quieto, como yo?" En cierto modo el anciano está acertado, pero el
asunto es que el muchacho siente en las pantorrillas una sensación que el anciano ha perdido.
Y si el anciano sabe de la existencia de esa sensación, el efecto es, simplemente, aumentar su
irritación; el haría sentar a los niños si pudiera. Tolstoi no sabe, tal vez, qué es lo que no
comprende de Shakespeare, pero se da cuenta de que algo no comprende y está decidido a que
los demás se vean privados de eso también. Por naturaleza él era tan imperioso como egoísta.
Cuando ya era bien adulto golpeaba a veces a su sirvienta en raptos de furia, y algo después,
según su biógrafo inglés Derrick Leori, sentía "por la misma provocación un frecuente deseo
de abofetear a aquellos con los cuales no estaba de acuerdo". Uno no se libera de un
temperamento así necesariamente por medio de la conversión religiosa, y por cierto es evi-
dente que la ilusión de haber nacido de nuevo puede hacer que los vicios innatos de uno
prosperen más libremente que nunca, aunque quizá bajo formas más sutiles. Tolstoi era capaz
de abjurar de la violencia física y de ver lo que esto implica, pero no era capaz de tolerancia ni
de humillación, y aun cuando no se conociera nada de sus otros escritos se podría deducir su
tendencia a través de la fanfarronería espiritual que surge de este simple folleto.
Sin embargo, Tolstoi no trata simplemente de robar a otros un placer que el no
comparte. Lo hace, pero su disputa con Shakespeare va más allá. Es la disputa entre la actitud
religiosa y la humanista hacia la vida. Aquí se vuelve al tema central de "El Rey Lear", que
Tolstoi no menciona, aunque expone la trama en ciertos detalles.

Lear es una de las obras de Shakespeare que menos trata inconfundiblemente de algo.
Como Tolstoi justamente se queja de Shakespeare, se han escrito muchas cosas sin valor
como filósofo, psicólogo, "gran profesor de moral" y qué se yo. Shakespeare no fue un
pensador sistemático; sus más serios pensamientos están formulados de modo indirecto e
inconexo, y no sabemos hasta qué punto escribía con un "propósito" o incluso cuánto de la
obra que se le atribuye fue en realidad escrita por el. En los sonetos el jamás se refiere a las
obras como parte de sus realizaciones, aunque hace lo que parece ser una alusión
semiavergonzada a su carrera como actor. Es perfectamente posible que él considerara por lo
menos la mitad de sus dramas como simples obras hechas para ganarse el sustento, y apenas
se preocupaba de que tuvieran un propósito o una probabilidad en tanto pudiera dar forma a
algo de material, robado por lo general, que pudiera más o menos tener cierta cohesión en el
escenario. Sin embargo no es ésa toda la historia. Para comenzar, como Tolstoi mismo señala,

Shakespeare tiene la costumbre de arrojar por boca de sus personajes reflexiones


generales innecesarias. Éste es un gran error en un dramaturgo, pero no encaja con la
descripción que hace Tolstoi de Shakespeare como un vulgar oportunista que no tiene
opiniones propias y desea simplemente producir el mayor efecto con el menor trabajo. Y más
aún, alrededor de una docena de sus obras, escritas la mayoría después del mil-seiscientos,
tienen sin lugar a dudas un significado y hasta una moral. Giran alrededor de un tema central
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que en algunos casos puede reducirse a una sola palabra. Por ejemplo, "Macbeth" trata de la
ambición, "Otelo" de los celos, y "Timón de Atenas" del dinero. El tema de Lear "es la
renunciación", y solamente siendo voluntariamente ciego se podría dejar de comprender lo
que Shakespeare dice.
Lear renuncia a su trono, pero espera que todos sigan tratándolo como a un rey. No
parece darse cuenta de que, si él entrega el poder, otros se aprovecharán de su debilidad, y
también, que aquellos que más lo adulan, vg. Regan y Goneril, son exactamente quienes se
volverán contra él. En el momento que Lear descubre que ya no puede hacer que la gente lo
obedezca, le domina una ira que Tolstoi describe como "extraña y antinatural", pero que en
realidad está perfectamente dentro del papel. En su locura y desesperación pasa a través de
dos estados de ánimo que son completamente naturales dadas las circunstancias, si bien en
uno de ellos es probable que Lear sea utilizado en parte como intérprete de las propias
opiniones de Shakespeare. Uno es el disgusto que lo hace arrepentirse, por decirlo así, de
haber sido rey, al comprender por primera vez la podredumbre de la justicia aparente y de la
moralidad vulgar. El otro es la furia impotente en que toma aparentes venganzas contra
aquellos que lo han agraviado. "¡No tener mil diablos con sus asadores calientes al rojo, que
vinieran a espetarlos sobre ellos!"
"Sería una delicada estratagema herrar con fieltro los caballos de un escuadrón, lo
probaré, y cuando me haya deslizado hasta esos yermos, entonces: ¡matar! matar, matar!"
Solamente al final comprende, como hombre cuerdo, que el poder, la venganza y la
victoria no valen la pena.

"¡No, no, no, no! Ven, vamos a la prisión... y en nuestra amurallada prisión veremos
sucederse las confederaciones y las sectas de los grandes que están sujetos al flujo y reflujo
como las mareas".
Pero cuando hace este descubrimiento es demasiado tarde, pues ya están resueltas su
muerte y la de Cordelia. Esa es la historia, y, aparte de cierta torpeza en la narración, es una
historia muy buena.
Pero, ¿no es curiosamente similar a la propia historia de Tolstoi? Hay un parecido
similar que casi no se puede dejar de ver, pues el hecho que más impresión causó en la vida de
Tolstoi, como en la de Lear, fue el inmenso e injustificado acto de renunciación. A edad
avanzada renunció a sus bienes, título y derechos de autor e hizo un intento, sincero e infruc-
tuoso, de escapar de su privilegiada posición y vivir como un labriego. Pero el parecido más
profundo reside en el hecho de que Tolstoi, igual que Lear, actuó basado en ideas erróneas y
no consiguió obtener los resultados que esperaba. De acuerdo con Tolstoi, el fin de todo ser
humano es la felicidad, y esta sólo se puede alcanzar cumpliendo la voluntad de Dios. Pero
cumplir la voluntad de Dios significa abandonar todos los placeres terrenales y las
ambiciones, y vivir solamente para los demás. Finalmente, en consecuencia, Tolstoi renuncia
al mundo en la esperanza de que esto lo haga más feliz. Pero si hay una cosa cierta relativa a
sus últimos años, es que no fue feliz. Al contrario, llegó casi al borde de la locura debido a la
conducta de la gente respecto a él, que lo persiguió precisamente debido a su renunciación.
Como Lear, Tolstoi no era humilde ni buen juez de temperamentos. Por momentos se sentía
inclinado a retomar las actitudes de un aristócrata, a pesar de su blusa de labriego, y hasta
tuvo dos hijos en los cuales creía y que al fin se volvieron contra él, aunque naturalmente de
manera menos sensacional que Regan y Goneril. Su exagerada reacción, contra la sexualidad
fue también claramente similar a la de Lear. La observación de Tolstoi, de que el matrimonio
es "esclavitud, saciedad y repulsión" y significa aguantar la proximidad de la "fealdad,
suciedad, olor y dolores" se iguala al bien conocido arranque de Lear:

"Los dioses sólo reinan en ellas6 hasta el talle; de él para abajo pertenecen al demonio;
allí está el infierno, allí las tinieblas, allí el pozo sulfúrico, el incendio, la escaldadura, el
hedor, la consunción, etc., etc.".
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En las mujeres.
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Y aunque Tolstoi no puede preverlo cuando escribió su ensayo acerca de Shakespeare,


también el final de su vida, la repentina fuga no planeada a través del campo, acompañado
solamente por una hija fiel, y la muerte en una choza de una aldea desconocida, parece llevar
en sí una especie de reminiscencia fantasmal de Lear.
Naturalmente, no se puede presumir que Tolstoi supiera de este parecido, o que lo
hubiese admitido si se lo hubiesen señalado, pero su actitud con respecto a la obra debe de ha-
ber estado influido por el tema. Renunciar al poder, deshacerse de las tierras, era un asunto
que él sentía con razón profundamente. Probablemente, en consecuencia, él estaría más
enfurecido y alterado por la moral que Shakespeare describe, que lo estaría en el caso de
cualquier otro drama, "Macbeth", por ejemplo, que no se asemejaba tan íntimamente a su
propia vida. Pero, ¿cuál es exactamente la moral de Lear? Evidentemente hay dos morales,
una explícita, la otra implícita en la trama.
Shakespeare comienza dando por sentado que entregar el poder es invitar a un ataque.
Esto no significa que todos se volverán en contra de uno, pues Kent y el tonto permanecen
junto a Lear del principio al fin, pero con toda probabilidad alguien lo hará. Si uno arroja las
armas, alguna persona menos escrupulosa las recogerá. Si uno ofrece la otra mejilla, recibirá
un golpe más fuerte que el que recibió en la primera. Esto no sucede siempre, pero es de
esperar, y uno no debe quejarse si así ocurre. El segundo golpe es, por decirlo así, parte del
acto de ofrecer la otra mejilla. En primer lugar, por consiguiente, está la moral vulgar, del
sentido común, expresada por el tonto: "No cedáis el poder; no renunciéis a vuestras tierras".
Pero hay también otra moral. Shakespeare nunca la da a conocer en tantas palabras y no
importa mucho si él estaba plenamente enterado de ella. Está contenida en la trama, la cual,
después de todo, él ha compuesto o alterado para que sirva a su propósito, y es: "Renunciad a
vuestras tierras si queréis, pero no esperéis alcanzar por eso la felicidad. Si vivís para otros,
vivid para otros, y no como una manera indirecta de obtener ventaja para vos mismo".

Es evidente que ninguna de estas conclusiones podría haber sido agradable para Tolstoi.
La primera de ellas expresa el egoísmo común de vivir para sí del cual él está tratando
genuinamente de escapar. Los otros conflictos son su deseo de ofrecer el postre y comerlo,
esto es, de destruir su propio egoísmo y ganar por ese medio la vida eterna. Naturalmente,
Lear no es un sermón en favor del altruismo. Se limita a señalar el resultado de practicar la
abnegación por medios egoístas. Shakespeare poseía una considerable veta de mundanalidad,
y si se hubiera visto obligado a tomar posiciones en su propio drama, sus simpatías se habrían
volcado probablemente en el tonto. Pero por fin pudo ver todo el asunto y tratarlo a nivel de la
tragedia. Se castiga el vicio, pero no se recompensa la virtud. La moral de las tragedias
posteriores de Shakespeare no es religiosa en el sentido ordinario, y por cierto que no es
cristiana. Sólo dos de ellas, "Hamlet" y "Oteto'°, se suponen que ocurren dentro de la era
cristiana, y tampoco en ellas hay, aparte de las travesuras del espectro en "Hamlet", indicio de
"otro mundo" donde todo se pondrá en su lugar. Todas estas tragedias comienzan con la
suposición humanista de que la vida, aunque llena de pesares, vale la pena de ser vivida, y que
el Hombre es un noble animal, creencia que Tolstoi no compartió en su ancianidad.
Tolstoi no fue un santo, pero trató con ahinco de convertirse en santo, y las normas que
aplicó a la literatura fueron normas de otro mundo. Es importante comprender que la
diferencia entre un santo y un ser humano común es una diferencia de clase y no de grado. Es
decir, uno no debe ser considerado como una forma imperfecta del otro. El santo, por lo
menos el tipo de santo de Tolstoi, no trata de efectuar un progreso en la vida terrenal, sino de
conducirla hasta el fin y de poner algo diferente en su lugar. Una expresión evidente de esto es
la pretensión de que el celibato es más "digno" que el matrimonio. Tolstoi dice, en efecto, que
si solamente dejéramos de engendrar, de luchar, de esforzarnos y de gozar, si pudiésemos
librarnos no sólo de nuestros pecados sino también de todo aquello que nos ata a la superficie
de la tierra, incluyendo el amor, entonces todo el doloroso proceso acabaría y llegaría el reino
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de los cielos. Pero un ser humano normal no desea el reino de los cielos; desea la vida en la
tierra para continuar. Esto no solamente porque sea "débil", "pecador", y ansioso de
"divertirse". La mayoría de las gentes obtienen un buen promedio de diversión en sus vidas,
pero en la balanza la vida es sufrimiento, y sólo los muy jóvenes o los muy tontos se lo
imaginan de otro modo. Finalmente es la actitud cristiana la interesada en sí misma y la hedo-
nística, ya que el objetivo es siempre librarse del esfuerzo doloroso de la vida terrenal y
encontrar la paz eterna en una especie de reino de Nirvana. La actitud humanista es que la
lucha debe continuar y que la muerte es el precio de la vida. "Los hombres deben soportar su
ida allá, casi como su venida acá; la madurez es todo", el cual es un pensamiento anticristiano.
A menudo hay una tregua aparente entre el creyente humanista y el religioso, pero en realidad
sus actitudes no pueden conciliarse; uno debe elegir entre este mundo y el otro, y la enorme
mayoría de los seres humanos, si es que comprenden la divergencia, elegirían este mundo.
Hacen esa selección al continuar trabajando, engendrando y muriendo en lugar de estropear
sus facultades, en la esperanza de obtener un nuevo contrato de existencia en cualquier otra
parte.

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No sabemos mucho de las creencias religiosas de Shakespeare, y con la evidencia de
sus escritos sería difícil probar que tenía alguna. Pero de todos modos no fue un santo ni
aspirante a santo; fue un ser humano, y en ciertos aspectos uno no muy bueno. Está claro, por
ejemplo, que le gustaba estar bien con los ricos y poderosos, y era capaz de adularlos de la
manera más servil. Es también notablemente prudente, por no decir cobarde, en su forma de
expresar opiniones impopulares. Casi nunca pone una observación subversiva o escéptica en
boca de un personaje susceptible de ser identificado con él mismo. A través de sus obras los
críticos sociales agudos, los que no se toman por sofismas aceptados son bufones, villanos,
lunáticos o personas que simulan estar locas o se hallan en un estado de histeria violenta.
"Lear" es un drama en el cual está particularmente bien definida su tendencia. Contiene
mucha crítica social velada, detalle que Tolstoi olvida, pero está toda expresada por el tonto,
por Edgar cuan-do pretende estar loco, o por Lear durante sus ataques de locura. En sus
momentos de cordura Lear casi nunca formula una observación inteligente. Y sin embargo el
mismo hecho de que Lear tenía que usar esos subterfugios demuestra la amplitud que
alcanzaban sus pensamientos. ÉI no podía evitar el hacer comentarios acerca de casi todas las
cosas, si bien se ponía una serie de máscaras para poder hacerlo. Si se ha leído una vez a
Shakespeare con atención, no es fácil pasar un día sin citarlo, pues no hay muchos asuntos de
gran importancia que él no discuta o que mencione en algún otro lugar a su manera, falta de
método pero reveladora. Hasta las inconexiones que se encuentran en todas sus obras, tales
como los equívocos y las adivinanzas, las listas de nombres, los chismes, como la
conversación de los mensajeros en "Enrique IV", los chistes obscenos, los fragmentos
rescatados de baladas olvidadas, son simplemente productos de una excesiva vitalidad.
Shakespeare no fue filósofo ni hombre de ciencia, pero sí tenía curiosidad, amaba la
superficie de la tierra y el proceso de la vida, lo cual, repito, no es lo mismo que desear diver-
tirse y permanecer vivo todo el tiempo posible. Claro que

no es debido a la calidad de su pensamiento por lo que Shakespeare ha sobrevivido, y


no debería siquiera ser recordado como dramaturgo si no hubiera también sido poeta. Su prin-
cipal hechizo sobre nosotros es por medio del lenguaje. De los discursos de Pistol puede
probablemente inferirse lo profundamente que fascinaba a Shakespeare mismo la música de
las palabras. Lo que Pistol dice, carece completamente de significado, pero si se considera
cada renglón por separado se observa un verso de magnífica retórica. Evidentemente, trozos
de resonantes desatinos, como Lets floods o'erszwell, and fiends for food howl on, aparecían
constantemente en la mente de Shakespeare y había que inventar un personaje semilunático
que las expresara.
El idioma nativo de Tolstoi no era inglés y no se le puede culpar porque no lo
conmovieran los versos de Shakespeare ni tampoco, quizás, por no querer creer que la
habilidad de Shakespeare con las palabras fuese algo fuera de lo común. Pero también hubiera
rechazado toda la idea de valorar la poesía por su contextura, valorándola, es decir, como una
especie de música. Si se le hubiera probado de algún modo que toda su explicación de la
ascención de Shakespeare a la fama está equivocada, que dentro del mundo de habla inglesa,
por lo menos, la popularidad de Shakespeare es genuina, que simplemente su habilidad en
colocar una sílaba junto a la otra ha causado profundo placer a generaciones de habla inglesa,
todo esto no hubiera contado como mérito para Shakespeare sino más bien lo contrario.
Hubiera sido simplemente una prueba más de la naturaleza irreligiosa y terrenal de Shakes-
peare y sus admiradores. Tolstoi hubiese dicho que la poesía debe ser juzgada por su
significado, y que los sonidos seductores simplemente hacen pasar inadvertidos los
significados falsos. En cualquier esfera el mensaje es el mismo ... este mundo en pugna con el
otro, y por cierto que la música de las palabras es algo que pertenece a este mundo.

Una especie de duda ha pendido siempre sobre el carácter de Tolstoi, igual que el de
Gandhi. No fue un vulgar hipócrita, como muchos han asegurado, y probablemente se hubiera
impuesto a sí mismo sacrificios aún mayores de no tropezar a cada momento con la gente que
lo rodeaba, especialmente con su esposa. Pero por otra parte son peligrosos personas como
Tolstoi para la apreciación de sus discípulos. Existe siempre la posibilidad, o mejor dicho, la
probabilidad, de que ellos no han hecho más que cambiar una forma de egoísmo por otra.
Tolstoi renunció a la riqueza, la fama y el privilegio; abjuró de la violencia en todas sus
formas y se dispuso a sufrir por haber hecho eso, pero no es fácil creer que haya abjurado del
principio de coerción, o por lo menos del deseo de coercer a otros. Hay familias en las cuales
el padre le dice a su hijito: "Tendrás una oreja enorme si vuelves a hacer eso", mientras la
madre, con los ojos brillantes de lágrimas, toma a la criatura en sus brazos y murmura
tiernamente: "Vamos, tesoro, ¿está bien que le hayas hecho a mamita?" ¿Y quién podría
sostener que el segundo método es menos tirano que el primero? La distinción que
verdaderamente importa no está entre la violencia y la no-violencia, sino entre tener y no te-
ner el apetito del poder. Hay quienes están convencidos de la perversidad tanto de las fuerzas
armadas como de la policía, pero que son no obstante mucho más intolerantes, e inquisidores
en perspectiva, que la persona normal que cree que es necesario usar de la violencia en ciertas
circunstancias. No le dirán a otros: "Haga esto, lo otro y lo de más allá si no quiere ir a la
cárcel", pero se introducirán, si pueden, en su cerebro y les dictarán sus ideas hasta el mínimo
detalle. Credos como el pacifismo y el anarquismo, que parecen implicar superficialmente una
renuncia completa al poder, mas bien estimulan este hábito mental. Pues si uno ha abrazado
un credo que parece libre de las bajezas comunes en la política, un credo del cual no se puede
esperar ninguna ventaja material, ¿prueba eso con seguridad que uno está en lo cierto? Y
cuanto más está uno en lo cierto, más natural es que se obligue a todos los demás a pensar del
mismo modo.

Si tenemos que creer lo que dice en su folleto, Tolstoi nunca ha sido capaz de encontrar
mérito alguno en Shakespeare y siempre se asombró al descubrir que sus colegas escritores,
Turgenev, Fet y otros, pensaran diferentemente. Podemos estar seguros de que en sus días no
regenerados la conclusión de Tolstoi habría sido: "a ustedes les gusta Shakespeare; a mí no.
Dejémoslo así". Más tarde, cuando la conclusión de que se necesita de toda clase de gente
para hacer el mundo lo hubo abandonado, comenzó a pensar en las obras de Shakespeare
como en algo peligroso para él mismo. Cuanto más placer sentía la gente con Shakespeare
menos escuchaban a Tolstoi. Por consiguiente a nadie podía permitírsele disfrutar de
Shakespeare, así como a nadie debe permitírsele beber alcohol o fumar tabaco. A decir verdad
Tolstoi no se lo impediría por la fuerza.. No pretende que la policía impugne todos los
ejemplares de las obras de Shakespeare, pero lo ensuciaría si pudiera. Tratará de introducirse
en la mente de todos los amantes de Shakespeare y matar su placer por medio de todas las
tretas que se le ocurran, incluyendo como he demostrado en mi resumen de su folleto,
argumentos contradictorios en sí mismos o incluso dudosamente honestos.

Pero finalmente lo más asombroso es lo poco que importa todo eso. Como dije
anteriormente no se puede replicar al folleto de Tolstoi, por lo menos en sus puntos
principales. No hay argumento mediante el cual se puede defender un poema. Se defiende por
sí mismo al sobrevivir, o es indefendible. Y si esta prueba es válida, pienso que en el caso de
Shakespeare el veredicto es "no es culpable". Igual que cualquier otro escritor, tarde o
temprano Shakespeare será olvidado, pero no es probable que se formule alguna vez alguna
acusación más grave. Tolstoi fue tal vez el literato más admirado de su época, y por cierto que
no fue su folletista menos capaz. Ejerció todos sus poderes de acusación contra Shakespeare
como todos los cañones de un acorazado que tronaran simultáneamente. ¿Y con qué
resultado? Cuarenta años más tarde Shakespeare se mantiene todavía inafectado, y de la
tentativa de destruirlo no queda más que las páginas sensacionales de un folleto que casi nadie
ha leído y que sería olvidado para siempre si Tolstoi no hubiera sido también el autor de "La
guerra y la paz" y "Ana Karenina".
POLITICA VERSUS LITERATURA: EXAMEN DE
LOS VIAJES DE GULLIVER
EN "Los viajes de Gulliver" la humanidad recibe un ataque, o una crítica, por lo menos
desde los tres ángulos diferentes, y el carácter implícito de Gulliver mismo cambia
forzosamente algo durante el proceso. En la primera parte es el viajero típico del siglo
dieciocho, osado, práctico y nada romántico; su aspecto vulgar se imprime hábilmente en el
lector por los detalles biográficos del comienzo, por su edad, pues es un hombre de cuarenta
años, con dos hijos, cuando empiezan sus aventuras, y por el inventario de los objetos que
lleva en los bolsillos, especialmente los anteojos, los cuales aparecen varias veces. En la
segunda parte presenta en general el mismo carácter, pero por momentos, cuando lo pide la
narración, tiene cierta tendencia a convertirse en un imbécil capaz de jactarse de "nuestra
noble patria, maestra de las artes y de los blasones, azote de Francia", etc., etc., y al mismo
tiempo de revelar todo hecho escandaloso que tenga a mano relativo al país que pretende
amar. En la tercera parte es casi igual que en la primera, aunque como está asociado
principalmente con cortesanos y hombres de letras, se tiene la impresión de que ha subido en
la escala social. En la cuarta parte concibe por la raza humana un horror que no es aparente, o
sólo intermitentemente aparente, en los primeros libros, y se transforma en una especie de
anacoreta irreligioso cuyo único deseo es vivir en algún lugar desolado donde pueda dedicarse
a meditar acerca de la bondad de los Houyhnhnms. Sin embargo Swift está obligado a estas
contradicciones por el hecho de que Gulliver se halla allí principalmente para establecer un
contraste. Es necesario como ejemplo, que aparezca sensato en la primera parte y tonto, por lo
menos a intervalos, en la segunda, porque en ambos libros el objetivo esencial es el mismo,
vg., hacer que el ser humano aparezca ridículo al imaginarlo corno una criatura de seis
pulgadas de altura. Siempre que Gulliver no actúa como actor secundario hay una especie de
continuidad en su carácter, la cual se manifiesta especialmente en su ingeniosidad y su
observancia del detalle físico. Es casi la misma clase de persona, con el mismo estilo pesado,
cuando evita e8 desembarco de los acorazados de Blefusco, cuando desgarra el vientre de la
rata monstruosa y cuando sale al océano en su frágil barquilla hecha de pieles de Yahous. Más
aún, es difícil no pensar que en sus momentos más sutiles Gulliver es simplemente el propio
Swift, y hay por lo menos un incidente en el cual este último parece desahogar su propio des-
agrado contra la sociedad contemporánea. Se recordará que cuando el palacio del emperador
de Liliput se incendió, Gulliver apagó el fuego orinando sobre él. En lugar de ser felicitado
por su presencia de ánimo, descubre que ha cometido una ofensa capital al hacer agua en los
precintos del palacio, y

"me aseguraron en secreto que la emperatriz, debido a la aversión que concibiera por lo
que yo había hecho, se había trasladado a la zona más distante de la corte, firmemente
decidida a que nunca se repararan esos edificios para su uso, y que, en presencia de sus
principales, no podía abstenerse de tomar venganza".

Según el profesor G. M. Trevelyau, autor del "Inglaterra bajo el reinado de la Reina


Ana", parte principal del motivo del fracaso de Swift fue que escandalizó a la reina el "Cuento
de una cuba", folleto con el cual probablemente Swift creyó haberle hecho un gran servicio a
la corona británica, ya que critica severamente a los disidentes y católicos, mientras que deja
sólo a la iglesia anglicana. En todo caso nadie podría negar que "Los viajes de Gulliver" es un
libro rencoroso así como pesimista, y que especialmente en la primera y tercera parte
desciende a un mezquino partidismo político. En él se mezclan la pequeñez y la
magnanimidad, el republicanismo y el autoritarismo, el amor a la razón y la falta de
curiosidad. El odio al cuerpo humano legado especialmente a Swift, es dominante sólo en la
cuarta parte, pero por alguna razón su nueva preocupación no resulta una sorpresa. Uno siente
que todas estas aventuras y estos cambios de humor podían haberle ocurrido a la misma
persona, y la relación entre las lealtades políticas de Swift y su desesperación final es una de
las características más interesantes del libro. Políticamente, Swift fué una de aquellas
personas que se entregaban a una especie de torysmo perverso debido a los desatinos del
partido progresista del momento. La primera parte de "Los viajes de Gulliver", sátira
ostensible contra la grandeza humana, puede entenderse, si uno profundiza un poco,
simplemente como un ataque a Inglaterra, en lo que respecta al partido whig, dominante a la
sazón, y a la guerra con Francia, la cual, por perversos que hayan podido ser los motivos de
los aliados, salvó a Europa de ser tiranizada por un solo poder reaccionario. Swift no fué un
jaco-bita ni estrictamente hablando un tory, y su, meta en la guerra fué simplemente un
moderado tratado de paz y no la franca derrota de Inglaterra. Sin embargo, hay un dejo de
Quisling en su actitud que surge al final de la primera parte y estorba ligeramente la alegoría.
Cuando Gulliver huye de Liliput (Inglaterra) hacia Blefuscu (Francia), la suposición de que
un ser humano de seis pulgadas de estatura es inherentemente despreciable parece descartada.
Mientras que la gente de Liliput se ha comportado con Gulliver con la máxima perfidia y ba-
jeza, los de Blefuscu se conducen generosa y honradamente, y en realidad esta parte del libro
termina en un tono diferente de la completa desilusión de los primeros capítulos. Evidente-
mente el ánimo de Swift está, en primer lugar, contra Inglaterra. Son "vuestros nativos", es
decir los compatriotas de Gulliver, a quienes el rey de Brobdingnag considera "la raza más
perniciosa de odiosos gusanos que la naturaleza haya tenido el sufrimiento de arrastrar por la
superficie de la tierra", y el extenso pasaje del final, en que censura la colonización y la
conquista exterior, está sensiblemente dirigido a Inglaterra aunque deliberadamente se
establece lo contrario. Los holandeses, aliados de Inglaterra y blanco de uno de los más
famosos folletos de Swift, son también más o menos licenciosamente atacados en la tercera
parte. Hay incluso un dejo de nota personal en el pasaje en el cual Gulliver expresa su sa-
1 tisfacción de que varios países que él ha descubierto no puedan ser hechos colonias
de la corona británica:
"Los Houyhnhnms, en realidad, parecen no estar tan bien preparados para la guerra,
ciencia a la cual son perfectos extraños, y especialmente contra las armas arrojadizas. Sin
embargo, suponiendo que yo fuese un ministro de Estado, nunca podría aconsejar invadirlos.
Imagínese a veinte mil de ellos irrumpiendo en un ejército europeo, deshaciendo las filas,
dando vuelta los carruajes, convertir los rostros de los guerreros en papilla con las terribles sa-
cudidas de sus cascos traseros..."
Si se considera que Swift no desperdicia palabras, esa frase "convertir los rostros de los
guerreros en papilla" probablemente indica un secreto deseo de ver tratado de manera seme-
jante al invencible ejército del duque de Malborough. En otras partes hay indirectas similares.
Hasta el país mencionado en la tercera parte, donde "la mayoría de la gente consistía
totalmente, hasta cierto punto, en descubridores, testigos, delatores, acusadores, fiscales,
declarantes, juradores, junto con sus varios instrumentos subordinados y subalternos, todo
bajo la bandera, la dirección y el sueldo de Ministros de Estado", se llama Langdon, que es
salvo una letra una anagrama de England. Ahora bien, como las primeras ediciones del libro
contienen errores de imprenta, tal vez éste haya estado destinado a ser un anagrama completo.
La repulsión física de Swift hacia la humanidad es innegable, pero uno tiene la sensación de
que su burla de la grandeza humana, su diatribacontra los lores, políticos, favoritos de la corte,
etc., tienen principalmente una aplicación local y surgen del hecho de que él pertenecía al de
menor prestigio. Censura la injusticia y la opresión, y da pruebas de gustar la democracia, A
pesar de sus fuerzas enormemente grandes, su posición implícita es muy similar a la de los
innumerables conservadores de nuestra propia época, tontos en su sagacidad, gentes como sir
Alan Herbert, el profesor G. M. Young, lord Elton, el comité Reformista Torysta o la larga
lista de apologistas católicos desde W. H. Mallock en adelante, especializados en hacer finos
chistes a expensas de todo lo que es "moderno" y "progresista", y cuyas opiniones son a
menudo tanto más extremas porque saben que no pueden influir en el verdadero curso de los
hechos. Después de todo, un folleto tal como "Argumento para probar que la Abolición del
Cristianismo, etc.", es muy parecido a "Timothy Shy" divirtiéndose inocentemente con el trust
de cerebros, o al padre Ronald Kuox poniendo de manifiesto los errores de Bertrand Russell.
Y la naturalidad con que Swift ha sido perdonado, por creyentes
P devotos a veces, debido a las blasfemias del "Cuento de una cuba", demuestra
claramente las debilidades de los sentimientos religiosos comparados con los políticos.
Sin embargo, la tendencia reaccionaria de Swift no se muestra principalmente en sus
afiliaciones políticas. Lo importante es su actitud hacia la ciencia, y, más en general hacia la
curiosidad intelectual. La famosa academia de Lagado, descripta en la parte tercera de los
"Viajes del Gulliver", es sin duda una sátira justificada contra la mayoría de los llamados
hombres de ciencia de la época de Swift. Las personas que allí actúan están significativamente
descriptas como "progresistas", esto es, no ocupadas en una búsqueda desinteresada, sino
simplemente al acecho de elementos que ahorrarían trabajo y producirían dinero. Pero no hay
señales de que la ciencia "pura" haya impresionado a Swift como una actividad que valga la
pena; antes bien, hay a lo largo del libro muchas señales de lo contrario. El tipo más serio de
científicos ya ha recibido un
puntapié en los fondillos en la segunda parte, cuando los escolares, protegidos por el
rey de Brobdingnag, tratan de explicarse la pequeña estatura de Gulliver:
"Después de un prolongado debate llegaron unánimemente a la conclusión de que yo
era solamente Relplum Scalcath, lo que se interpreta literalmente como Lusus Naturae. Es
ésta una especificación absolutamente agradable a la moderna filosofía de Europa, cuyos
profesores, desdeñando la antigua evasiva de las causas ocultas con la cual los continuadores
de Aristóteles se esforzaban en vano en disfrazar su ignorancia, han inventado esta magnífica
1 solución a todas las dificultades para atroz progreso del saber humano".
Si esto se sostuviera por sí mismo uno podría suponer que Swift es simplemente el
enemigo de la ciencia fingida. En una cantidad de lugares, no obstante, se aparta de esa idea
para proclamar la inutilidad de toda sabiduría o especulación no dirigida hacia un fin práctico.
"La sabiduría de los brobdingnagianos es muy defectuosa y consiste solamente en
moral, historia, poesía y matemáticas,
en las cuales debe admitirse que sobresalen. Pero esta última materia está aplicada por
entero a lo que pueda hacer útil en la vida, al desarrollo de la agricultura, y a todas las artes
mecánicas, de modo que entre nosotros sería poco apreciada. En cuanto a las ideas, entes,
abstracciones y trascendentes, nunca pude introducirles en la cabeza la menor concepción".

Los Honydnhnms, los seres ideales de Swift, se hallan atrasados hasta en un sentido
mecánico. Ignoran los metales, jamás han oído hablar de buques, no practican, por así decirlo;
la agricultura, ya que nos dicen que la avena con la cual se nutren "crece naturalmente", y
parecen no haber inventadolas ruedas.7 No tienen alfabeto y evidentemente no demuestran
mucha curiosidad por el mundo físico. No creen que exista ningún país deshabitado junto al
de ellos, y aunque comprenden los movimientos del Sol y de la Luna y la naturaleza de los
eclipses, "este es el progreso máximo de su astronomía". Por contraste, los filósofos de la isla
flotante de Laput se hallan tan continuamente absorbidos en especulaciones matemáticas, que
antes de dirigirles la palabra hay que llamarles la atención golpeándoles la oreja con una
bolsita de aire. Han catalogado diez mil estrellas rojas, establecido los períodos de noventa y
tres cometas y descubierto, adelantándose a los astrónomos de Europa, que Marte tiene dos

7
Los Houyhnhnms demasiado ancianos como para caminar eran transportados, según los
describe, en "trineos" o en "una especie de vehículos, movidos como trineos". Se presume que
éstos no tenían ruedas.
lunas; toda esta información, Swift la considera evidentemente ridícula, inútil y poco
interesante. Tal como se podía esperar, cree que el lugar del hombre de ciencia, si es que tiene
un lugar, está en el laboratorio, y que el conocimiento científico no tiene relación con los
asuntos políticos.

"Lo que me resultó completamente inexplicable fué la marcada disposición que observé
en ellos hacia las noticias ' la política; investigaban perpetuamente los negocios públicos,
daban su juicio en asuntos de estado, y discutían apasionadamente cada pulgada de una
opinión de partido. En verdad he observado la misma disposición entre la mayoría de los
matemáticos que he conocido en Europa, si bien nunca pude descubrir la menor analogía entre
esas dos ciencias, a menos que esa gente suponga que, como el círculo más pequeño tiene
tantos grados como el más grande, la consecuencia, la regulación y gobierno del mundo no
requiere más capacidad que el manejo de un globo".

¿No hay algo familiar en esa frase "Nunca pude descubrir la menor analogía entre esas
dos ciencias"? Tiene precisamente la marca de los populares apologistas católicos que
pretenden asombrarse cuando un sabio emite una opinión acerca de asuntos tales como la
existencia de Dios o la inmortalidad del alma. Se dice que el sabio es un experto sólo en
determinado campo. ¿Por qué tendrían sus opiniones algún valor en otro? La deducción es
que la teología es una ciencia tan exacta como la química, por ejemplo, y que el sacerdote es
también un experto cuyas conclusiones acerca de ciertos asun- tos deben ser aceptadas. Swift
en realidad reclama el mismo derecho para el político, pero avanza un paso más al no per-
mitir que el sabio, ya sea el sabio "puro" o el investigador od-hoc, sea una persona útil en su
propia especialidad. Aun cuando no hubiera escrito la tercera parte de los "Viajes de
Gulliver", se podría inferir del resto del libro que, igual que Tolstoi y que Blake, odia hasta la
idea de estudiar los procesos de la naturaleza. La "razón" que él admira tanto en los
Houyhnhnms no significa en primer lugar el poder de extraer deducciones lógicas de hechos
observados. Aunque él nunca lo define, parece significar en la mayoría de los contextos ya sea
el sentido común, vg. aceptación de lo evidente y desprecio de las sutilezas y abstracciones, y
a la ausencia de pasión y superstición. En general supone que ya sabemos todo lo que
necesitamos saber, y que usamos nuestro conocimiento incorrectamente. La medicina, por
ejemplo, es una ciencia inútil, pues si viviéramos de una manera más natural no habría en-
fermedades. Sin embargo, Swift no está a favor de la vida primitiva ni es un admirador del
noble salvaje. Está a favor de la civilización y de las artes de la civilización. No solamente
reconoce el valor de los buenos modales, la buena conversación y hasta el aprendizaje del
género literario e histórico; también reconoce que la agricultura, la arquitectura y la na-
vegación necesitan ser estudiadas y podrían mejorar con ventaja. A pesar de esto, su ideal
implícito está representado por una civilización estática e indiferente: el mundo de nuestra
época, un poco más limpio, un poco más cuerdo, sin ningún cambio radical ni deseo de hurgar
en lo incognoscible. Venera el pasado más de lo que se supondría esperar de alguien tan libre
de sofismas comúnmente aceptados, especialmente la antigüedad clásica, y cree que el
hombre moderno ha degenerado profundamente durante los últimos cien años.8 En la isla de
los hechiceros, donde podía llamarse a los espíritus de los muertos a voluntad:

"Deseé que el Senado de Roma apareciese ante mí en una gran cámara, y una moderna
representación de la oposición en otra. El primero pareció una asamblea de héroes y
semidioses, la segunda un grupo de mercachifles, carteristas, salteadores de caminos y
camorristas".
8
La decadencia física que Swift pretende haber observado pudo haber sido una realidad en esa época. El la
atribuye a la sífilis, enfermedad entonces nueva en Europa y que pudo haber sido más virulenta de lo que es
ahora. Los licores destilados también eran una novedad en el siglo XVII y al principio deben de haber conducido
a un gran desarrollo del alcoholismo.
Aunque Swift utiliza esta sección de la tercera parte para atacar la veracidad de la
historia registrada, su espíritu crítico lo abandona en cuanto se trata de griegos y romanos.
Hace notar, naturalmente, la corrupción de la Roma imperial, pero tiene una admiración casi
irrazonable por algunas de las principales figuras del mundo antiguo.

"Sentí profunda veneración a la vista de Bruto, y pude fácilmente descubrir en cada


línea de su rostro la virtud más consumada, la más grande intrepidez y firmeza, el más
verdadero amor por su patria, y una benevolencia general hacia la humanidad... Tuve el honor
de sostener una larga conversación con Bruto, y me enteré que sus antepasados Junio,
Sócrates, Epaminondas, Cato el joven, sir Thomas More y él mismo estaban perfectamente
juntos formando un sextunvirato al cual toda la eternidad no puede agregar un séptimo".

Se observará que de estas seis personas, sólo una es cristiana. Esto es importante. Si al
pesimismo de Swift se agrega la reverencia por el pasado, su falta de curiosidad y su horror
hacia el cuerpo humano, se llega a una actitud común entre los reaccionarios religiosos, esto
es, personas que defienden un orden social injusto pretendiendo que este mundo no puede
mejorar substancialmente y sólo el "otro mundo" importa. Sin embargo, Swift no da muestras
de poseer ninguna creencia religiosa, por lo menos en el sentido ordinario. No parece creer
seriamente en la vida que hay después de la muerte, y su idea de la bondad se halla ligada al
republicanismo, al amor a la libertad, el coraje, la "benevolencia" refiriéndose en realidad al
patriotismo, la "razón" y otras cualidades paganas. Esto hace recordar que hay otra vena en.
Swift, no del todo acorde con su falta de fe en el progreso y su odio general hacia la
humanidad.

Para comenzar, tiene momentos en que es "constructivo" y hasta "adelantado". El ser de


vez en cuando contradictorio es casi una señal de vitalidad en libros sobre Utopía, y Swift a
veces inserta una palabra de elogio en un pasaje que tenía que ser puramente satírico. De este
modo, atribuye sus ideas acerca de la educación de los jóvenes a los liliputienses, que tienen
casi los mismos puntos de vista respecto a este asunto que los houyhnhnms. Los liliputienses
tienen también varias instituciones sociales y legales que a Swift le hubiera gustado ver
prevalecer en su propio país. Por ejemplo, hay pensiones para la vejez, y se recompensa a la
gente por cumplir la ley así como se la castiga por no hacerlo. En medio de este pasaje Swift
recuerda su intención satírica y agrega: "Al relatar estas leyes y las siguientes debe entenderse
solamente que me refiero a las instituciones originales y no a la corrupción más escandalosa
en la que cae esta gente debido a la naturaleza degenerada del hombre". Ahora bien, como se
supone que Liliput representa a Inglaterra y que las leyes de las que él habla nunca han tenido
su paralelo en Inglaterra, está claro que el impulso de hacer sugestiones constructivas ha sido
demasiado para él. Pero la mayor contribución de Swift al pensamiento político en el sentido
más estricto de la palabra es su ataque, especialmente en la tercera parte, a lo que hoy se
llamaría totalitarismo. Tiene una previsión extraordinariamente clara del "Estado policial"
obsesionado por los espías, con sus innumerables cacerías de herejes y juicios por traición,
todo destinado en realidad a neutralizar el descontento popular transformándolo en una
histeria de guerra. Y debe recordarse que aquí Swift está deduciendo el todo de una parte muy
pequeña, pues los débiles gobiernos de su época no le dieron ilustraciones ya hechas. Por
ejemplo, está el profesor de la Escuela de Proyectos Políticos, que "me mostró un enorme
papel con instrucciones para descubrir confabula-dones y conspiraciones" y que presentía que
se podía conocer los pensamientos secretos de la gente examinando sus excrernentos:

"Porque los hombres nunca son tan serios, reflexivos y atentos como cuando están
sentados en la letrina. Esto lo descubrió mediante frecuentes experimentos, pues en tales
oportunidades, en que él acostumbraba simplemente como prueba pensar en la mejor manera
de matar al rey, su excremento tenía un tinte verdoso, pero era completamente diferente
cuando pensaba solamente en provocar una insurrección o incendiar la metrópoli".

Se dice que el profesor y su teoría le fueron sugeridos a Swift por el hecho, ni


sorprendente ni repugnante en especial, según nuestro punto de vista, de que en un reciente
proceso de Estado se habían expuesto cartas encontradas en el retrete de alguien. En el mismo
capítulo, más adelante, parecemos estar positivamente en plena purga rusa:

"En el reino de Tribnia, llamado por los nativos Langdon..., la mayor parte de la gente
consistía, hasta cierto punto en su totalidad, en descubridores, testigos, delatores, acusadores,
fiscales, declarantes, juradores... Primero se ponen de acuerdo, y se establece qué sospechosos
serán acusados de confabulación; luego se toman medidas efectivas para secuestrar todas sus
cartas y papeles, y de encadenar a sus poseedores. Estos papeles se envían a Artistas
Detectores, muy diestros en descubrir los misteriosos significados de las palabras,
sílabas y letras... Cuando este método falla, tienen otros dos más afectivos que sus eruditos
llaman acrósticos y anagramas. Primero pueden descifrar todas las letras iniciales dándoles un
significado político. Así, N significará una conspiración, B un regimiento a caballo, L una
flota marina; o segundo, transponiendo las letras del alfabeto en cualquier papel sospechoso,
pueden descubrir los más ocultos designios de un partido descontento. Por ejemplo, si yo le
digo en una carta a un amigo:
Nuestro hermano Gabriel está enfermo, un descifrador hábil descubriría que las mismas
letras que componen esa oración pueden ser analizadas en las siguientes palabras:
Firmes — No entreguen baluartes — Rhemo.
Y este es el método anagramático".

Otros profesores de la misma escuela inventan idiomas simplificados, escriben libros


con máquinas, educan a sus alumnos inscribiendo la lección en hostias y haciéndoselas
ingerir, o proponen abolir la individualidad para siempre cortando parte del cerebro de un
hombre e injertándola en la cabeza de otro. Hay algo sospechosamente familiar en la
atmósfera de estos capítulos, porque, mezclada con muchas bromas, se percibe la idea de que
uno de los objetivos del totalitarismo no es simplemente asegurarse de que la gente tiene los
pensamientos que ese régimen requiere, sino de hacerla menos consciente. Luego, la
descripción que hace Swift del líder, a quien se encuentra por lo general gobernando una tribu
de Jahoos, y del "favorito" que actúa primero como trapisondista y luego como macho cabrío
emisario9, se ajusta notablemente bien al molde de nuestra propia época. Pero, ¿debemos
deducir de todo esto que Swift fue antes que nada un enemigo de la tiranía y un campeón del
libre albedrío? No; sus propias ideas, hasta donde se las puede discernir, no son
marcadamente liberales. No hay duda de que odia a los lores, reyes, obispos, generales, damas
de la sociedad, clases, títulos y aparatosa vacuidad en general, pero no parece pensar mejor de
la gente corriente que de sus gobernantes, o estar en favor de la igualdad social, o tener
entusiasmo por las instituciones representativas. Los houyhnhnms se hallan organizados sobre
la base de un sistema de castas, de índole racial; los caballos que hacen los servicios
domésticos son de diferente color que los de sus amos y no se cruzan con ellos. El sistema
educacional que Swift admira en los liliputienses da por sentada la distinción de la clase
hereditaria, y los niños de las clases más humildes no van a la escuela, porque "como su
trabajo es solamente el de labrar y cultivar la tierra, su educación es de poca importancia para
el público". Tampoco parece haber estado firmemente en favor de la libertad de palabra y de
prensa, a pesar de la tolerancia de que gozaron sus propios escritos. El rey de Brobdingnag se
muestra asombrado ante el sinnúmero de sectas religiosas y políticas de Inglaterra, y
considera que aquellos que sostienen "opiniones perjudiciales para el público ", con las cuales

9
Ver Levítico XVI. 10
parece querer referirse simplemente a las opiniones heréticas, aunque no necesitan ser
obligados a cambiarlas deben ser obligados a ocultarlas, pues "como era tiranía en cualquier
gobierno exigir lo primero, así era debilidad no hacer observar lo segundo". Hay un indicio
más sutil de la propia actitud de Swift en la manera como Gulliver abandona el país de los
houyhnhnms. Swift fue, por lo menos intermitentemente, una especie de anarquista, y la parte
cuarta de los "Viajes de Gulliver" es el retrato de una sociedad anarquista, no gobernada por la
ley en el sentido ordinario, sino por los dictados de la "razón", los cuales todo el mundo
acepta voluntariamente. La asamblea general de los houyhnhnms "exhorta" al dueño de
Gulliver a librarse de él y sus vecinos lo instigaron a obedecer. Se dan dos razones. Una es
que la presencia de este extraño Jahoo puede perturbar al resto de la tribu, y la otra es que una
relación amis- tosa entre un houyhnhnm y un Jahoo "no es agradable a la razón ni a la
naturaleza, ni a cualquier cosa que se haya conocido antes entre ellos". El dueño de Gulliver
no tiene muchos deseos de obedecer, pero no se puede hacer caso omiso de la "exhortación";
sabemos que a un houyhnhnm nunca se le "obliga a hacer algo", simplemente se le "exhorta"
o "aconseja". Esto demuestra muy bien la tendencia totalitaria explícita en la versión
anarquista o pacifista de la sociedad. En una sociedad donde no hay ley, ni teóricamente
coacción, el único árbitro de la conducta es la opinión pública. Pero esto, debido al tremendo
instinto de conformidad que anima a los animales gregarios, es menos tolerante que cualquier
sistema de leyes. Cuando los seres humanos están gobernados por el "tú no harás", el
individuo puede practicar cierto grado de excentricidad; cuando están supuestamente
gobernados por el "amor" o la "razón", se halla bajo una continua presión que lo hace
comportarse y pensar exactamente igual que todos los demás. Los houyhnhnms eran
unánimes en casi todos los asuntos. El único problema que siempre discutían era cómo tratar
a los jahoos. De otro modo no podía haber discrepancia entre ellos, pues la verdad o bien es
siempre evidente por sí misma, o está oculta y carece de importancia. Aparentemente no había
palabra en su idioma para designar la "opinión", y en sus conversaciones no había diferencia
de "sentimientos". En realidad habían alcanzado el grado más alto de organización totalitaria,
grado en que la conformidad se ha vuelto tan general que no hay necesidad de una fuerza po-
licial. Swift aprueba esto, pues entre sus muchos dones no estaban incluidos la curiosidad ni
la bondad. La discordia le parecía siempre pura perversidad. Dice que entre los houyhnhnms
"la razón no es asunto problemático como entre nosotros, donde los hombres pueden
argumentar plausiblemente sobre ambos aspectos de un asunto, pero lo hiere con inmediata
convicción; como debe hacerse, donde no está mezclada, oscurecida o descolorida por la
pasión y el interés". En otras palabras, sabemos ya todo; entonces, ¿por qué habrían de tole-
rarse opiniones disidentes? La sociedad totalitaria de los houyhnhnms, donde no puede haber
libertad ni evolución, surge naturalmente de esto.
Estamos en lo cierto al pensar en Swift como en un rebelde e iconoclasta, pero salvo en
ciertos asuntos secundarios tales como su insistencia en que las mujeres reciban la misma
educación que los hombres, no puede clasificárselo como de "izquierda". Es un anarquista
tory que desprecia la autoridad, no cree en la libertad, y mantiene el aspecto aristócrata al
mismo tiempo que ve claramente que la aristocracia existente es degenerada y despreciable.
Cuando Swift lanza una de sus características diatribas contra el rico y el poderoso,
probablemente uno debería, como dije antes, replicarle por el hecho de que él mismo
pertenecía al partido menos fuerte, y que se veía personalmente contrariado. Los rechazados
son siempre, por razones evidentes, más radicales que los acomodados.10 Pero lo más esencial
en, Swift es su falta de capacidad para creer que la vida pueda hacerse digna de ser vivida,
10
Al final del libro, como ejemplares típicos de la tontería y la depravación humana, Swift nombra a "un
abogado, un carterista, un coronel, un tonto, un lord, un tahur, un político, un fornicador, un médico, un
declarante, un sobornador, un apoderado, un traidor, o cosas por el estilo". Aquí se ve la violencia irresponsable
del impotente. La lista pone juntos a los que quiebran el código convencional y a los que lo cumplen. Por
ejemplo, si se condena automáticamente a un coronel, como tal, ¿sobre qué base se condena a un traidor?
Asimismo, si se desea acabar con los carteristas hay que tener leyes, lo que significa que hay que tener abogados.
Sin embargo, todo este último pasaje, en el cual es tan auténtico el odio, resulta poco convincente. Se tiene la
sensación de que se halla en juego una animosidad personal.
una vida corriente sobre la tierra sólida y no una versión racionalizada y desinfectada de la
misma. Naturalmente ninguna persona honesta pretende que la felicidad es ahora una condi-
ción normal entre los seres humanos adultos, pero tal vez podría hacerse que fuera normal, y
es acerca de este punto que en realidad se suscita toda controversia política seria. Swift tiene
mucho en común, más de lo que se ha advertido, con Tolstoi, otro incrédulo que no veía
ninguna posibilidad para la felicidad. En ambos hombres se encuentra el mismo aspecto anar-
quista que en una mentalidad autoritaria; en ambos hay una similar hostilidad hacia la ciencia,
la misma impaciencia con los opositores, la misma falta de capacidad para comprender la
importancia de todo problema que no les interesa a ellos mismos, y en ambos casos una
especie de horror por el verdadero proceso de la vida, si bien Tolstoi llegó a este resultado
más tarde y por diferente camino. La infelicidad sexual de los dos hombres no era de la
misma clase, pero tenían esto en común, y era que, en ambos, a una sincera repugnancia se
mezclaba una mórbida fascinación. Tolstoi fue un libertino reformado que terminó predicando
el celibato total, mientras continuaba practicando lo contrario hasta una edad extremadamente
avanzada. Swift fue presumiblemente un impotente, y tenía un horror exagerado por el
estiércol humano; también pensaba incesantemente en eso, cosa evidente a través de sus
obras. Tales personas no son aptas para gozar ni la mínima porción de felicidad que le
corresponde a la mayoría de los seres humanos, y, por motivos obvios, no son aptos para
admitir que la vida terrenal es susceptible de progresar mucho. Su falta de curiosidad, y por lo
tanto su intolerancia, nacen de la misma raíz.

El desagrado, el encono y el pesimismo de Swift tendría sentido si tuviese como fondo


a "otro mundo" del cual éste es el preludio. Como no parece creer seriamente en cosa se-
mejante, se le hace necesario construir un paraíso que existiría supuestamente sobre la
superficie de la tierra, pero algo en todo diferente de lo que conocemos, del cual estaría elimi -
nado todo lo que él desaprueba: mentiras, desatinos, cambios, entusiasmos, placer, amor y
saciedad. Como ser ideal elige al caballo, animal cuyo excremento no es ofensivo. Los houy-
hnhnms son bestias tristes; esto está tan generalmente admitido que no vale la pena aclarar el
punto. El genio de Swift puede hacerlos creíbles, pero en muy pocos lectores puede haber
excitado otro sentimiento que no fuera aversión. Y esto no se debe a vanidad herida al ver que
se han preferido animales a hombres, pues de los dos, los houyhnhnms son mucho más
parecidos a los seres humanos que los yahoos, y el horror de Gulliver por los yahoos unido a
su reconocimiento de que son la misma clase de criatura que él mimso, contiene un lógico
absurdo. Este horror lo domina en cuanto los ve.
"En ninguno de mis viajes contemplé jamás un animal tan desagradable, ni contra el
cual haya concebido naturalmente tan profunda antipatía", dice. Pero, ¿comparados con qué
son tan repulsivos los Yahoos? No con los houyhnhnms, pues hasta ese momento Gulliver no
había visto un houyhnhnm. Sólo pueden serlo comparados con él mismo, es decir, con un ser
humano. Más adelante, no obstante, nos dice que los yahoos son seres humanos, y la sociedad
humana se torna insoportable para Gulliver porque todos los hombres son Yahoos. En ese
caso, ¿por qué no concibió antes esa aversión hacia la humanidad? En realidad nos dice que
los Yahoos son fantásticamente diferentes de los hombres, y sin embargo son iguales. En su
furia, Swift ha pasado sobre sí mismo y le grita a sus congéneres: "¡Sois más inmundos de lo
que sois!" Sin embargo, es imposible sentir mucha simpatía por los yahoos, y no es debido a
que oprimen a los yahoos por lo que los houyhnhnms no son atrayentes. No lo son por que la
"razón" que los gobierna es realmente un deseo por la muerte. Se hallan exentos de amor,
amistad, curiosidad, temor, pena y, salvo en sus sentimientos hacia los yahoos, quienes
ocupan en su comunidad casi el mismo lugar que los judíos en la Alemania nazi, cólera y
odio. "No sienten cariño por sus pequeños, pero el cuidado que ponen en educarlos proviene
enteramente de los dictados de la razón". Aprecian mucho la "amistad" y la "benevolencia",
pero "estos no se hallan limitados a objetos particulares, sino universales a todo la raza".
También valoran la conversación, pero en sus conversaciones no hay diferencias de opinión y
"nada pasaba que no fuera útil, expresado con las palabras más significativas y en la menor
cantidad". Practican un estricto control de la natalidad; cada pareja produce dos vástagos y se
abstiene después de eso del trato sexual. Sus casamientos son dispuestos por los mayores
sobre principios eugenésicos, y en su lenguaje no existe la palabra "amor" en el sentido
sexual. Cuando alguien muere se conducen exactamente como antes, sin sentir ningún dolor.
Se verá cómo su ideal es ser en todo lo posible como un cadáver, mientras conservan la vida
física. Es verdad que una o dos de sus características no parecen ser estrictamente "ra-
zonables" en el propio sentido de la palabra. De este modo, dan gran valor no sólo a la
temeridad física, sino también al atletismo, y son devotos de la poesía. Pero estas excepciones
pueden ser menos arbitrarias de lo que parecen. Swift probablemente hace hincapié en la
fuerza física de los houyhnhnms con el objeto de poner en claro que nunca podrían ser con-
quistados por la odiada raza humana, mientras hace figurar entre sus cualidades el gusto por la
poesía, pues ésta le parecía la antítesis de la ciencia, la más inútil, desde su punto de vista, de
todas las actividades. En la parte tercera nombra a la "Imaginación, la Fantasía y la
Invención" como facultades deseables de las que estaban desprovistos, a pesar de su amor por
la música, los matemáticos de Laput. Debe recordarse que aunque Swift era un admirable
escritor del verso cómico, la clase de poesía que él consideraría preciada sería probablemente
la didáctica. Según nos dice, a la poesía de los houyhnhnms

"debe permitírsele que supere a la de todos los demás mortales, en lo cual la exactitud
de sus símilis, y la minuciosidad, así como la exactitud de sus descripciones, son ver-
daderamente inimitables. Sus versos abundan mucho en ambos aspectos y contienen por lo
general, ya sea exaltadas nociones de amistad y benevolencia, ya alabanzas a aquellos que
resultaron victoriosos en carreras, y otros ejercicios corporales".

¡Ay! ni siquiera el genio de Swift fué capaz de producir un espécimen mediante el cual
pudiéramos juzgar la poesía de los houyhnhnms. Pero suena como si fuese un tema frío,
presumiblemente en pareados heroicos, y no seriamente en conflictos con los principios de la
"razón".
La felicidad es notoriamente difícil de describir, y las pinturas de una sociedad justa y
ordenada son rara vez atractivas o convincentes. No obstante, la mayoría de creadores de
utopías "favorables", están ansiosos por demostrar lo que la vida podría ser si fuera vivida
más completamente. Swift aboga por una simple negativa a la vida, y se justifica alegando
que la "razón" consiste en frustrar los instintos. Los houyhnhnms, criaturas sin historia,
continúan generación tras generación viviendo prudentemente y manteniendo su población
exactamente al mismo nivel, evitando toda pasión, no teniendo enfermedades, yendo
indiferentemente al encuentro de la muerte, instruyendo a sus jóvenes sobre los mismos prin-
cipios ... y todo ¿para qué? Para que el mismo proceso pudiera continuar indefinidamente. Las
ideas de que la vida en este lugar y momento vale la pena de ser vivida, o qué podría hacerse
que valiera la pena, o si debe ser sacrificada por algún bien futuro, se hallan todas ausentes. El
mundo triste de los houyhnhnms era una utopía comparable a la que podía idear Swift,
conviniendo en que nunca creyó en "otro mundo" ni podía sentir ningún placer en ciertas acti-
vidades normales. Pero no está en realidad establecido como algo deseable en sí mismo, sino
como la justificación de otro ataque a la humanidad. Como de costumbre, el objetivo es
humillar al Hombre haciéndole recordar que es débil y ridículo, y sobre todo que apesta. Pero
el motivo fundamental es, probablemente, una especie de envidia, la envidia del espectro por
los vivos, la envidia del hombre que sabe que no puede ser feliz por lo que otros puedan serlo,
corno teme, que sean un poco más felices que él mismo. La expresión política de semejante
perspectiva tiene que ser reaccionaria o nihilista, pues la persona que la sostiene querrá evitar
que la sociedad se desenvuelva en una dirección en que su pesimismo pueda resultar
chasqueado. Se puede hacer esto haciendo volar todo en pedazos en la única forma que era
factible antes de la bomba atómica; esto es, se volvió loco pero, como he tratado de
demostrar, sus objetivos políticos fueron en general reaccionarios.

Dado lo que he escrito podría parecer que estoy en contra de Swift y que mi objeto es
rebatirlo y hasta disminuirlo. En sentido político y moral estoy contra él hasta donde lo
comprendo. Sin embargo, por raro que parezca, es uno de los escritores que admiro sin
reservas, y los "Viajes de Gulliver", en particular, es un libro del que me parece imposible se
pudiera uno cansar. Lo leí por primera vez a los ocho años, un día antes de cumplirlos, para
ser exacto, pues robé y leí furtivamente el ejemplar que me debía ser entregado al día
siguiente en mi octavo aniversario, y por cierto que desde entonces no lo he leído menos de
doce veces. Su fascinación parece inagotable. Si tuviese que hacer una lista de seis libros que
debieran guardarse mientras se destrozaran todos los demás, por cierto que pondría los "Viajes
de Gulliver" entre ellos.

Esto suscita la siguiente pregunta: ¿cuál es la relación entre concordar con las opiniones
de un escritor, y el goce de sus obras?

Si se es capaz de apreciación intelectual se puede percibir mérito en un escritor con el


cual uno esté en completo desacuerdo, pero el goce es otra cosa diferente. Supóngase que
existe algo tal como buen arte o mal arte; entonces lo bueno o lo malo debe residir en la obra
de arte propiamente dicha, no independientemente del observador, claro está, sino
independientemente del humor del observador. En un sentido, por consiguiente, no puede ser
cierto que un poema sea bueno el lunes y malo el martes. Pero si se juzga el poema por la
susceptibilidad que despierta, entonces sí puede ser cierto, porque la susceptibilidad, o el
goce, es una condición subjetiva que no puede ser impuesta. Durante gran parte de la vida en
estado de vigilia, hasta la persona más cultivada carece de sentimiento estético de ninguna
clase, y el poder de tener sentimientos estéticos se destruye muy fácilmente. Cuando uno tiene
miedo, o hambre, dolor de muelas o mareo, "El Rey Lear" no le ' parecerá mejor que "Peter
Pan". Podrá saber en un sentido intelectual que es mejor, pero ese es simplemente un hecho
que se recuerda; no sentirá el mérito de "El Rey Lear" hasta que esté normal otra vez. Y el
juicio puede alterarse de manera igualmente desastrosa, porque la causa se reconoce con
menos prontitud, por el desacuerdo político y moral. Si un libro os encoleriza, os hiere u os
alarma no lo gozaréis, cualesquiera sean sus méritos. Si os parece un libro verdaderamente
pernicioso, a propósito para influenciar a otras personas en cierta forma indeseable,
construiréis probablemente una teoría estética para demostrar que no tiene méritos. La censura
literaria corriente consiste mayormente en este tipo de fluctuación de acá para allá entre dos
grupos de normas. Y sin embargo también puede ocurrir el proceso opuesto, que el goce
domine la desaprobación, aun cuando uno reconozca claramente que se está gozando de algo
enemigo. Swift, cuya opinión del mundo es tan peculiarmente inaceptable, pero que a pesar de
eso es un escritor sumamente popular, es un buen ejemplo de esto. ¿Por qué no nos importa
que se nos llame yahoos, aunque estemos sumamente convencidos de que no somos yahoos?
No es suficiente dar la acostumbrada respuesta de que es claro que Swift estaba
equivocado, en realidad era loco, pero era un "buen escritor". Es cierto que la cualidad litera-
ria de un libro es algo aparte, hasta cierto punto solamente, de la materia que trata. Algunas
personas tienen un don especial para usar las palabras, como algunas tienen "buen ojo" para
los juegos.

Es completamente una cuestión de precisión cronométrica y de saber instintivamente


cuánto énfasis usar. Como ejemplo cercano volved a mirar el pasaje que cité anteriormente y
que comienza así: "En el reino de Tribnia, llamado por los nativos Langdon". Debe mucho de
su fuerza a la frase final: "Y éste es el método anagramático". Estrictamente hablando esta
frase es innecesaria, pues ya hemos visto el anagrama descifrado; pero la solemnidad irónica
de la repetición, en la cual a uno le parece oír la propia voz de Swift, hace surgir la idiotez de
las actividades descriptas, como el último golpe a un clavo. Pero ni todo el poder ni la
simplicidad de la prosa de Swift, ni el esfuerzo imaginativo que ha sido capaz de hacer no
sólo a uno -sino a toda una serie de mundos imposibles, más creíbles que la mayoría de los
libros de historia, nada de eso nos habría permitido gozar con Swift si su visión del mundo
fuese verdaderamente hiriente o chocante.
En muchos países millones de seres deben de haber gozado con "Los viajes de
Gulliver" al mismo tiempo que verían sus deduccciones antihumanas, y hasta el niño que
acepta como un simple cuento las partes primera y segunda tiene una sensación de absurdo al
pensar en seres humanos de seis pies de altura. La explicación debe ser que se siente que la
visión de Swift del mundo no es enteramente falsa o, para decirlo más exactamente, no es
falsa todo el tiempo. Swift es un escritor morboso. Conserva permanentemente un humor
deprimido que en la mayor parte de la gente es sólo intermitente, más bien como si alguien
que sufra de ictericia o los efectos posteriores de la influenza, tuviera, energía para escribir
libros. Pero todos conocemos ese humor, y algo en nosotros responde a su expresión. Tomad,
por ejemplo, uno de sus trabajos más característicos, "El cuarto de vestir de las damas"; se
podría agregar el poema afín, "Acerca de una joven y hermosa ninfa que se va a acostar".
¿Cuál está más en lo cierto, el punto de vista expresado en estos dos poemas, o el implícito en
la frase de Blake "La forma humana de la divina hembra desnuda"? No hay duda de que
Blake está más cerca de la verdad, y sin embargo, ¿quién puede dejar de sentir una especie de
placer al ver explotado una vez siquiera el fraude de la delicadeza femenina? Swift falsifica su
retrato del mundo al negarse a ver nada en la vida humana salvo sucia estupidez y maldad,
pero la parte que él substrae del todo existe, y es algo que todos conocemos al mismo tiempo
que evitamos mencionar. Parte de nuestras mentes, que en toda persona normal es la
dominante, cree que el hombre es un noble animal, y que vale la pena vivir, pero hay también
una especie de yo interior que se mantiene estupefacto, por lo menos intermitentemente, ante
el horror de la existencia. Es la forma más extravagante en que se hallan enlazados el placer y
la repugnancia. El cuerpo humano es hermoso; es también repulsivo y ridículo, cosa que se
puede verificar en cualquier piscina. Los órganos sexuales son objeto de deseo y también de
aversión, tanto que en muchos idiomas, si no en todos, se utilizan sus nombres como palabras
de insulto.

La carne es deliciosa, pero la tienda de un carnicero nos hace sentir mal, y en realidad
todo nuestro alimento proviene al fin del estiércol y de cuerpos muertos, las dos cosas que nos
parecen más horribles de todas. Un niño, cuando ha pasado la etapa infantil y todavía
contempla el mundo con mirada inexperta, se horroriza casi tan a menudo como se maravilla.
Horror del moco y la saliva, del excremento de los perros sobre el pavimento, del escuerzo
moribundo cubierto de cresas, del olor a transpiración de los adultos, de la fealdad de los
ancianos con sus calvicies y sus narices bulbosas. Con su interminable cantinela sobre las
enfermedades, suciedad y deformidades, Swift en realidad no está inventando algo, sino
simplemente omitiendo algo. También la conducta humana, especialmente en política, es
como él la describe, si bien contiene otros factores más importantes que él se niega a admitir.
Por lo que podemos ver, tanto el dolor como el horror son necesarios para la continuación de
la vida en este planeta y, en consecuencia, a los pesimistas como Swift les está permitido
decir: "Si el horror y el dolor tienen que estar siempre con nosotros, ¿cómo puede mejorarse
la vida significativamente?" Su actitud es en realidad la actitud cristiana, menos el soborno
del "otro mundo", el cual, no obstante, tiene probablemente menos dominio sobre las mentes
de los creyentes que la convicción de que este mundo es un valle de lágrimas y la tumba lugar
de descanso. Es, estoy seguro, una actitud. errónea, # que podría tener efectos nocivos sobre
la conducta; pero algo dentro de nosotros responde a ella, como responde a las sombrías
palabras del entierro y al olor dulzón de los cadáveres en una iglesia de campo.
A menudo hay quienes arguyen, por lo menos los que admiten la importancia de la
materia de que trata, que un libro no puede ser "bueno" si expresa la visión notoriamente falsa
de la vida. Se nos dice que en nuestra propia época, por ejemplo, cualquier libro que tenga
genuino mérito literario será también más o menos "progresista" en su tendencia. Esto pasa
por alto el hecho de que a través de la historia se ha estado librando una batalla similar entre
progreso y reacción, y que los mejores libros de cualquier época han sido siempre escritos
desde diferentes puntos de vista, algunos de ellos probablemente más falsos que otros. Hasta
cuando un escritor es un propagandista, todo lo que se puede pedir de él es que crea
genuinamente en lo que dice, y que no sea algo completamente tonto. Hoy día, por ejemplo,
uno puede imaginarse un buen libro escrito por un católico, un comunista, un fascista, un
pacifista, un anarquista, tal vez por un liberal al estilo antiguo o un conservador común, pero
no puede imaginárselo escrito por un espiritualista, un buchmanita o un miembro del Ku-Klux
Klan. Las opiniones que un escritor sostiene deben ser compatibles con la higiene, en el
sentido médico, y con el poder del continuo pensamiento; fuera de eso lo que se pide es
talento, el cual es probablemente otro nombre para designar la convicción. Swift no poseía
una sabiduría común, pero sí poseía una terrible intensidad de visión, capaz de tomar una sola
verdad oculta y luego magnificarla y desfigurarla. La durabilidad de "Los viajes de Gulliver"
demuestra que, si la fuerza de la fe está detrás, una visión del mundo que apenas pase la
prueba de higiene es suficiente para producir una gran obra de arte.

LA POLITICA EL IDIOMA INGLES

LA mayor parte de la gente que se preocupa un poco del asunto admitirá que el idioma
inglés se encuentra en mala situación, pero se da por sentado en general que conscientemente
no podemos hacer nada para evitarlo. Nuestra civilización es decadente y nuestro idioma,
según sostiene el argumento, debe compartir inevitablemente el colapso general. De ello
resulta que toda batalla contra el abuso del idioma es un arcaísmo sentimental, como preferir
las velas a la luz eléctrica o los cabriolés a los aeroplanos. Por debajo de esto existe la
creencia semiconsciente de que el idioma es un producto natural y no un instrumento que
adaptamos a nuestros propios propósitos.

Ahora bien, está claro que la decadencia de un idioma debe finalmente tener causas
políticas y económicas; no se debe simplemente a la mala influencia de tal o cual escritor en
particular. Pero un efecto puede transformarse en una causa, reforzar la causa original y
producir el mismo efecto en forma intensificada, y así indefinidamente. Un hombre puede
entregarse a la bebida por sentir que es un fracasado, y luego fracasar tanto más
completamente porque bebe. Es casi lo mismo que le está ocurriendo al idioma inglés. Se
vuelve feo e inexacto porque nuestros pensamientos son disparatados, pero la dejadez del
idioma hace que nos resulte más fácil tener pensamientos disparatados. El asunto es que el
proceso es reversible. El idioma inglés moderno, especialmente el escrito, está, lleno de vicios
que se expanden debido a la imitación y que se podrían evitar si uno estuviera dispuesto a
tomarse la molestia necesaria. Si uno se libera de estos vicios puede pensar más libremente en
el primer paso necesario hacia la regeneración política, de suerte que la lucha contra el mal
inglés no es en vano ni de la exclusiva incumbencia de los escritores profesionales. Pronto
volveré a este punto, y espero que para ese entonces se haya aclarado el significado de lo que
acabo de decir. Mientras tanto, he aquí cinco ejemplos del idioma inglés tal como se lo escribe
habitualmente ahora.
Estos cinco pasajes no han sido elegidos por ser especialmente malos, pues de haberlo
querido podría haber citado otros mucho peores, sino porque ilustran varios de los vicios
mentales de que padecemos actualmente. Se hallan un poco por debajo del término medio,
pero son ejemplos bastante representativos. Los numero para poder referirme nuevamente a
ellos cuando sea necesario.

" (1) No estoy seguro, por cierto, que no sea verdad que el Milton, que en una
oportunidad no pareció diferente de un Shelley del siglo XVII no se haya vuelto, por una
experiencia cada año más penosa, más ajeno (sic) al fundador de esa secta jesuita que nada
podía inducirlo a tolerar".
Profesor HAROLD LASKI
Ensayo en Libertad de Expresión

"(2) Sobre todo, no podemos hacer derroches con una batería vernácula de idiomas
que prescribe tan egregia colocación de vocablos como el básico "estar con" por "tolerar" o
"poner en duda" por "confundir".

Profesor LANCELOT HOGBEN


Interglossa

"(3) Por una parte tenemos la libre personalidad; por definición no es neurótica, pues
no tiene ni conflicto ni
sueño. Sus deseos como tales, son transparentes, pues son justo lo que la aprobación
elemental mantiene en primera fila del consciente; otro modelo elemental alteraría en número
e intensidad; hay poco en ellos que sea natural, irreductible o culturalmente peligroso. Pero
por otra parte el vínculo social mismo no es sino la reflexión mutua de estas integridades de
por sí seguras. Recordad la definición del amor. ¿No es la pintura exacta de un pequeño estu-
diante? ¿Dónde hay un lugar en esta galería de espejos para la personalidad o la fraternidad".

Ensayo sobre psicología en Política


Nueva York

" (4) Todas las "mejores personas" de los clubes de caballeros y todos los frenéticos
capitanes fascistas, unidos en común odio hacia el socialismo y bestial horror por la creciente
marea del movimiento de la masa revolucionaria, han recurrido a actos de provocación, al
detestable vicio de incendiar, a las leyendas medievales de pozos envenenados, a legalizar su
propia destrucción de las organizaciones proletarias, y a despertar en la despreciable clase
media capitalista un fervor chauvinista en nombre de la lucha contra la revolucionaria
solución a la crisis".

Folleto comunista

"(5) Si vamos a infundir un nuevo espíritu a este viejo país hay una ardua y litigiosa
reforma que debe encararse y es la humanización y galvanización de la B.B.C. Aquí la
timidez sería gangrena y atrofia del alma. El corazón de Gran Bretaña puede estar sano y latir
con fuerza, por ejemplo, pero actualmente el rugido del león británico se parece al del de
Botton en "Sueño de una noche de verano" de Shakespeare; es suave como el arrullo de una
paloma. Una nueva Bretaña viril no puede continuar indefinidamente siendo traducida a los
ojos, o más vale las orejas, del mundo, por decrépitas languideces de Lapgham Place que se
disfrazan descaradamente de "inglés standard". Cuando se oye a las nueve la voz de Bretaña,
es mucho mejor e infinitamente menos visible oír cómo se comen honestamente las eses que
el picaresco rebuzno afectado, pomposo, inhibido y colegial de unas ruborosas doncellas sin
tacha!"
Carta en Tribuna

Cada uno de estos pasajes tiene fallas propias pero, completamente aparte de su fealdad
evitable, dos cualidades les son comunes a todos ellos. La primera es la falta de imaginación;
la otra es falta de precisión. El escritor o bien tiene una intención y no la puede expresar, o
dice inadvertidamente otra cosa, o le resulta indiferente que sus palabras tengan o no un
significado. Esta mezcla de vaguedad y cabal incompetencia es la característica más marcada
de la prosa inglesa moderna, y especialmente de toda clase de escrito político. Tan pronto
como se presentan ciertos tópicos lo concreto se confunde con lo abstracto y nadie parece
capaz de pensar en giros lengüísticos que no estén trillados; la prosa consiste cada vez menos
en palabras escogidas por su significado y cada vez más en frases unidas como las secciones
de un gallinero prefabricado. Abajo catalogo, con notas y ejemplos, varios de los trucos
mediante los cuales se efectúa disimuladamente el trabajo de construcción en prosa.

Metáforas agonizantes: Una metáfora recientemente inventada ayuda al pensamiento


evocando una imagen visual, mientras por otra parte una metáfora técnicamente "muerta",
como ser resolución férrea ha retrocedido en realidad hasta ser una palabra común y puede
usarse por lo general sin que pierda intensidad. Pero entre estas dos clases hay un enorme
vaciadero de metáforas gastadas que han perdido todo poder evocativo y que se usan sólo
porque ahorran a la gente la molestia de inventar frases por sí misma. Son ejemplos: hablar
por los codos, salir en defensa de, ser suelto de mano, avanzar contraviento y marea, estar
hombro a hombro con, hacer a uno el caldo gordo, no ir taimadamente tras algo, llevar el agua
para su molino, pescar en aguas revueltas, a la orden del día, el talón de Aquiles, el canto del
cisne, tortura. Muchos de estos ejemplos son usados sin conocer su significado, fisura, por
ejemplo, y frecuentemente se mezclan metáforas incompatibles, señal segura de que el
escritor no se halla interesado en lo que está diciendo. En algunas metáforas que ahora son
corrientes se ha torcido su significado original sin que los que las usan se hayan enterado
siquiera del hecho. Por ejemplo, toe the line se escribe a veces tow the line. Otro ejemplo es el
martillo y el yunque, ahora usado siempre con la deducción de que el yunque se lleva la peor
parte. En la vida real siempre es el yunque el que rompe el martillo, nunca del otro modo. Un
escritor que se detuviera a pensar lo que está diciendo tendría que estar enterado de esto, así
evitaría pervertir la frase original.

Operadores11 o miembros vitales artificiales: Estos evitan el trabajo de elegir verbos y


sustantivos adecuados y al mismo tiempo rellenan cada oración con sílabas extras que le
otorgan una apariencia de simetría. Son frases características: de imperiosa necesidad, militar
contra, ponerse en contacto con, estar sujeto a, dar origen a, dar pie a, tener la impresión de,
jugar un papel importante en, hacerse sentir, mostrar inclinación por, servir los fines de etc.,
etc. El principio fundamental es la eliminación de los verbos simples. En lugar de ser una
palabra simple, como romper, parar, estropear, componer, matar, un verbo se transforma en
una frase hecha de un sustantivo o adjetivo unidos a algunos verbos que sirven para todo uso,
tales como resultar, servir, formar, jugar, volverse. Aparte de esto, siempre que es posible se
usa la voz pasiva con preferencia a la activa y la construcción con substantivos en lugar del
gerundio, por ejemplo mediante el examen de en lugar de examinando. La escala de verbos
disminuye además por medio de las formas izar y des, y se da a las declaraciones banales una
apariencia de profundidad por medio de la formación no in. Simples conjunciones y
preposiciones se reemplazan por frases tales como con respecto a, en consideración a, el
hecho de que, a fuerza de, con vistas a, en beneficio de, sobre la base de que, y se -evita el
anticlimax al final de las operaciones mediante resonantes vulgaridades tales como es de
desear, no puede dejar de tenerse en cuenta, se espera una evolución en un futuro cercano,
11
En el sentido con que se usa en Inglés Básico.
merece profunda consideración, llegar a una conclusión satisfactoria, etc., etc.
Dicción presuntuosa: Palabras como fenómeno, elemento, individual (como
sustantivo) , objetivo, categórico, efectivo, virtual, básico, primario, fomentar, constituir,
exhibir, explotar, utilizar, eliminar y liquidar, se usan para vestir de etiqueta ciertas
declaraciones y dar un aire de imparcialidad científica a juicios torcidos. Adjetivos como
hacer época, típico, histórico, inolvidable, triunfante, añejo, inevitable, inexorable y ver-
dadero se usan para dignificar los sórdidos procesos de la política internacional, mientras que
los escritos que aspiran a glorificar la guerra tornan por lo general un color arcaico; siendo sus
palabras características: dominio, trono, carroza, ataque, tridente, espada, coraje, escudo,
bandera, bota, clarín. Voces y expresiones extranjeras tales como cul de sac, ancien régimen,
deus ex machina, mutatis mutandis, status quo, gleichschaltung, weltanschauung se usan para
dar un aire de cultura y elegancia. Salvo las útiles abreviaturas vg. y etc. no hay ninguna
necesidad de los centenares de frases extranjeras que son hoy en día corrientes en inglés. Los
malos escritores, especialmente los escritores científicos, políticos y sociológicos, se hallan
casi siempre obsesionados por la idea de que las palabras latinas o griegas son más
majestuosas que las sajonas, y así palabras innecesarias como expedir, bonificar, predecir,
extraño, descuajado, clandestino, subacuático y cientos más ganan constantemente terreno a
sus equivalentes anglo sajonas.12 La jerga peculiar de la escritura marxista, como ser hiena,
verdugo, caníbal, despreciable capitalista, esta clase media, sirviente, lacayo, perro rabioso,
Guardia Blanca, etc., consiste mayormente en palabras y frases traducidas del ruso, alemán o
francés, pero la manera normal de inventar una nueva palabra es usar una raíz griega o latina
con el afijo adecuado y, donde sea necesario, la terminación izar. A menudo es más fácil
componer palabras de ese tipo, como despoblar, no permisible, extra-matrimonial, no
fragmentable, y otras, que pensar en las palabras inglesas que expresen lo que uno quiere
decir. El resultado es, en general, que aumenta el desatino y la vaguedad.
Palabras sin sentido: En ciertos tipos de escritos, particularmente en crítica de arte y
crítica literaria, es corriente recorrer largos pasajes casi completamente faltos de significado. 13
Palabras como romántico, plástico, valores, humano, momento, sentimental, natural,
vitalidad, que se usan en crítica de arte, carecen estrictamente de significado en el sentido de
que no sólo no se dirigen a ningún objeto distinguible, sino que el lector difícilmente espera
que lo hagan. Cuando un crítico escribe: "La característica sobresaliente de la obra del señor
Fulano de Tal es su cualidad viviente", mientras que otro escribe: "Lo que antes llama la
atención en la obra de Fulano de Tal es su peculiar falta de vida", el lector acepta esto como
una simple diferencia de opinión. Si se involucraran palabras como negro y blanco en lugar
de las palabras de jerga falta de vida y viviente, veríamos inmediatamente que se estaba utili-
zando el idioma impropiamente. De modo similar se abusa de muchas palabras políticas. La
palabra fascismo no tiene actualmente otro significado que en cuanto significa "algo no
deseable". Las palabras democracia, socialismo, libertad, patriótico, realista y justicia tiene
cada una de ellas varios significados diferentes que no pueden conciliar entre ellos. En el caso
de una palabra como democracia, no solamente no existe una definición convenida, sino el
intento de darle una resistencia por todos lados. Hay una sensación casi universal de que
cuando llamamos democrático a un país lo estamos ponderando; en consecuencia los
defensores de todo tipo de régimen pretenden que el suyo es una democracia y temen que
tenga que dejar de usar la palabra si se tuviera que atener a una definición determinada. Las
12
Un ejemplo interesante de esto es la forma cómo los nombres de las flores inglesas que se hallaban en uso
hasta hace muy poco tiempo están siendo desalojadas por los griegos: así, antirrino se transforma en
antirrhinum, no me olvides en myosotis, etc. Es difícil ver una razón práctica en este cambio de moda;
probablemente se deba a un alejamiento instintivo de las palabras más humildes y a una vaga sensación de que la
palabra griega es científica.
13
Ejemplo: "Catolicismo cómodo de percepción e imagen, extrañamente a lo Whitman en categoría, casi lo
exactamente opuesto en coacción estética, sigue evocando esa temblorosa insinuación atmosférica acumulativa
de una independencia del tiempo cruel e inexorablemente serena... Wrey Gardiner se anota tantos apuntando con
precisión a los simples centros de blanco. Pero no son simples, y a través de esta satisfecha tristeza corre más
que la superficial dulce amargura de la resignación". Publicación práctica trimestral.
palabras de ese tipo se usan a menudo en una forma conscientemente deshonesta, es decir, la
persona que las usa tiene su propia definición privada, pero deja creer al que la escucha que
quiere decir algo completamente distinto. Las declaraciones como: El mariscal Petáin fue un
verdadero patriota; La prensa soviética es la más libre del mundo; La iglesia católica se
opone a la persecución, son hechas casi siempre con la intención de engañar. Otras palabras
que se usan con significados variables, en la mayoría de los casos más o menos
deshonestamente, son: clase, totalitario, ciencia, progresista, reaccionario, capitalista e
igualdad.

Ahora que he hecho este catálogo de etapas y corrupciones, permítaseme dar otro
ejemplo del tipo de escrito a que conducen. Esta vez tiene que ser por naturaleza imaginario.
Voy a traducir un pasaje en buen inglés a un inglés moderno de la peor clase. He aquí un
verso bien conocido del Eclesiastés: "y tornéme y vi debajo del sol que la carrera no es del
ágil ni la batalla del fuerte, ni tampoco el pan del sabio ni las riquezas de los inteligentes, ni el
favor de los hábiles, pero todo fue a su tiempo".
Aquí lo tenéis en inglés moderno:
"La consideración objetiva de los fenómenos contemporáneos nos obliga a llegar a la
conclusión de que el éxito o el fracaso de las actividades competidoras no demuestra ten-
dencia a ser proporcionado a la capacidad innata sino que debe tomarse en cuenta un
considerable elemento de lo imprescindible".
Esta es una parodia, pero no de las gruesas. La evidencia 3 de arriba, por ejemplo,
contiene algunos remiendos de la misma clase de inglés. Se verá que yo no he hecho una tra-
ducción completa. Al comienzo y al final de la frase siguen el significado original bastante
aproximadamente, pero los ejemplos concretos del medio, como carrera, batalla y pan, se
diluyen dentro de la vaga frase "el éxito o el fracaso de las actividades competidoras". Esto
tenía que ser así pues ningún escritor moderno del tipo que estoy tratando, por Io menos
ninguno capaz de usar frases tales como "la consideración objetiva de los fenómenos
contemporáneos", dispondría jamás sus pensamientos en esa forma precisa y detallada. Toda
la tendencia de la prosa moderna se aleja de la concreción. Analicemos ahora un poco más de
cerca estas dos oraciones. La primera contiene cuarenta y tres palabras pero sólo sesenta y
ocho sílabas, y todas sus palabras son las que se usan en la vida de todos los días. La segunda
contiene cuarenta y siete palabras de ciento siete sílabas: son de raíz latina y una de raíz
griega. La primera oración contiene seis imágenes vívidas y sólo una frase que podría
llamarse vaga: "todo fue a su tiempo". La segunda no contiene una sola frase nueva y que
llame la atención, y a pesar de sus ciento siete sílabas ofrece solamente una versión acortada
del significado contenido en la primera. A pesar de eso es sin duda la segunda oración la que
está ganando terreno en el inglés moderno. No quiero exagerar; este tipo de construcción no
es universal todavía, y los afloramientos de simplicidad ocurrirán aquí y allá en la página peor
escrita. Más aún, si a vosotros o a mí se nos solicitara escribir unos cuantos renglones acerca
de la inseguridad de las fortunas humanas, probablemente nos acercaríamos mucho más a mi
oración imaginaria que a la del Eclesiastés.

Como he tratado de demostrar, la escritura moderna en las peores circunstancias no


consiste en escoger palabras por su significado e inventar imágenes con el objeto de aclarar el
mismo. Consiste en pegar con goma largas tiras de palabras a las que ya alguien haya puesto
en orden, y obtener un resultado presentable gracias a un completo fraude. El atractivo de este
modo de escribir reside en que es más fácil. Es más fácil, e incluso más rápido una vez que se
tiene la costumbre, decir En mi opinión no es una suposición injustificable que… en vez de:
Pienso.

Si uno usa frases hechas, no sólo no hay que ir a la caza de palabras sino que tampoco
hay que preocuparse por la armonía de las oraciones, ya que estas frases están por lo general
dispuestas de modo que son más o menos eufónicas. Cuando se está componiendo de prisa,
por ejemplo dictando 'a una estenógrafa o preparando un discurso, es natural caer en un estilo
presuntuoso y latinizado. Notas como una consideración que haríamos bien en tener presente
o una conclusión en la cual convendríamos de buena gana salvan a más de una oración de
estrellarse contra el suelo. Usando metáforas anticuadas, símiles y modismos se ahorra mucho
esfuerzo mental, pero en cambio se deja vago el significado, no sólo para el lector sino para
uno mismo. Esta es la significación de las metáforas mixtas. El único motivo de una metáfora
es provocar una imagen visual. Cuando estas imágenes se chocan, como en el caso de La
organización fascista ha cantado su canto del cisne, ¿s un crisol de razas, se puede dar por
seguro que el escritor no está viendo una imagen mental de los objetos que está nombrando;
en otras palabras, no está realmente pensando. Volved a mirar los ejemplos que di al comienzo
de este ensayo. El profesor Laski (1) usa cinco negaciones en cincuenta y una palabras. Una
de éstas es una negación superflua que convierte todo el pasaje en un abuso, y por añadidura
está el desliz ajeno, por semejante, que lo hace más absurdo aún, y varias torpezas eludibles
que aumentan la vaguedad general. El profesor Hogben (2) derrocha una batería apta para
hacer descripciones y al mismo tiempo que desaprueba la frase de todos los días ser tolerante
con, se muestra reacio a buscar en el diccionario la palabra egregia y ver lo que significa. El
ejemplo (3), si se lo considera sin benevolencia, carece simplemente de sentido;
probablemente se podría llegar a descubrir lo que se quiso decir leyendo todo el artículo en el
cual se encuentra. En (4) el autor sabe más o menos lo que quiere decir, pero la acumulación
de frases gastadas lo sofoca como las hojas de té obstruyen un sumidero. En (5) palabras y
significado casi se han separado. La gente que escribe de esta manera quiere decir por lo
general algo sentimental; le desagrada una cosa y quiere expresar su solidaridad con otras,
pero no le interesa el detalle de lo que dice. Un escritor escrupuloso se formula a sí mismo por
lo menos cuatro preguntas en cada frase que escribe, a saber: ¿Qué estoy tratando de decir?
¿Con qué palabras lo expresaré? ¿Qué imagen o modismo lo hará más claro? ¿Es esta imagen
lo suficientemente vívida como para producir efecto? Y probablemente se formulará a sí
mismo dos más: ¿Puedo hacerlo más breve? ¿He dicho algo feo que pueda evitarse? Pero no
hay obligación de tomarse toda esta molestia. Se la puede evitar simplemente abriendo de par
en par el cerebro y dejando que las frases hechas se agolpen para entrar. Ellas os construirán
frases hechas, incluso pensarán por vosotros, hasta cierto punto, y si es menester os harán el
importante servicio de ocultar en parte aún a vosotros mismos lo que queréis decir. Es en este
punto que se hace más clara la relación entre la política y la degradación del idioma.

En nuestra época es decididamente cierto que lo que se escribe acerca de política se


escribe mal. Donde esto no sea cierto, se encontrará por lo general que el escritor es una
especie de rebelde que expresa sus opiniones privadas y no "ideales de partido". La ortodoxia,
de cualquier color que sea, parece exigir un estilo imitativo y sin vida. Los dialectos políticos
que se encuentran en folletos, editoriales, manifiestos, diarios opuestos al radicalismo y
discursos de subsecretarios varían, naturalmente de un partido a otro, pero todos se parecen en
que casi nunca se encuentra en ellos un giro lingüístico puro, enérgico y propio. Cuando uno
observa a algún orador a sueldo, cansado, que repite mecánicamente sobre la plataforma las
frases familiares, atrocidades bestiales, talón de hierro, tiranía manchada de sangre, los
libres del mundo, estar hombro a hombro, etc., se tiene a menudo la extraña sensación de que
no se está contemplando a un ser humano vivo sino a un maniquí, sensación que de golpe se
hace más fuerte por momentos cuando la luz se refleja en los anteojos del orador y los
transforma en dos discos vacíos que parecen no tener ojos detrás de ellos.
Y esto no es pura fantasía. Un orador que usa esa clase de fraseología ya ha recorrido
parte del camino que lo lleva a convertirse en una máquina. De su laringe salen los sonidos
adecuados, pero su cerebro no está implicado en el proceso como lo estaría si él mismo
eligiera las palabras. Si está acostumbrado a repetir este discurso una y otra vez puede decirlo
casi inconscientemente, como cuando uno repite los responsos en la iglesia. Y este reducido
estado consciente es, si no indispensable, por lo menos favorable para la conformidad política.

En nuestra época, los discursos y escritos políticos son en gran manera la defensa de lo
indefendible. Cosas como la continuación del dominio británico en la India, las purgas y de-
portaciones rusas y el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Japón pueden ciertamente
defenderse, pero sólo mediante argumentos demasiado brutales para ser arrostrados por la ma-
yoría de la gente, y que no encuadran dentro de los objetivos que profesan los partidos
políticos. De este modo el lenguaje político tiene que consistir principalmente en eufemismos,
círculos viciosos y una completa y sombría vaguedad. Se bombardea desde el aire pueblos
indefensos, se arroja a los habitantes campo afuera, se ametralla el ganado, se prende fuego a
las chozas con balas incendiarias, y a esto se le llama pacificación. Millones de campesinos
son despojados de sus granjas y enviados por los caminos sin más que lo que pueden llevar, y
a esto se le llama traslado de población o rectificación de fronteras. Se encarcela a la gente
por años sin juicio previo o se les hace un disparo sobre la espalda o la nuca o bien se la envía
a morir de escorbuto en las zonas madereras del Ártico, y a esto se le llama eliminación de
elementos inciertos. Semejante fraseología es necesaria si se quiere nombrar cosas sin
despertar imágenes mentales de ellas. Considérese por ejemplo un cómo-do profesor inglés
que quiere defender el totalitarismo ruso. El no puede decir abiertamente: "Hay que destruir a
los opositores cuando de hacerlo se pueden obtener buenos resultados". Probablemente, diga
en consecuencia, algo así: "Aun cuando se admita libremente que el régimen soviético exhibe
ciertas características que los filántropos pueden sentirse inclinados a deplorar, creo que
debemos convenir en que una cierta reducción del derecho a la oposición política es asna
concomitancia inevitable de las cláusulas transitorias, y que los rigores que los rusos han sido
llamados a sobrellevar han sido ampliamente justificados en la espera de la realización
concreta".
El estilo afectado es en sí mismo una especie de eufemismo. Una mole de palabras
latinas, cae sobre los hechos como una suave nieve, empaña los contornos y cubre todos los
detalles. El gran enemigo del lenguaje claro es la insinceridad. Cuando hay un resquicio entre
el objetivo verdadero y el declarado, uno se vuelve instintivamente, por decirlo así, a las
palabras extensas y los modismos gastados, como un pulpo que lanza chorros de tinta. En
nuestra época no existe el "mantenerse fuera de la política". Todos los problemas son
problemas políticos, y la política misma es un conjunto de mentiras, evasiones, desatinos,
odio y esquizofrenia. Cuando la atmósfera general es mala el lenguaje debe sufrir. Casi espero
encontrar, y ésta es una suposición para verificar la cual no tengo conocimiento suficiente,
que los idiomas alemán, ruso e italiano se han deteriorado todos durante los últimos diez o
quince años como resultado de la dictadura.

Pero si el pensamiento corrompe el idioma, el idioma también puede corromper el


pensamiento. Un mal uso puede extenderse por la tradición y la imitación, aun entre personas
que tendrían que saber y que saben más. El lenguaje adulterado que he estado tratando es en
cierto aspecto muy conveniente. Frases como una suposición no injustificada, deja mucho
que desear, no sirve para nada bueno, una consideración que haríamos bien en tener en
cuenta, son una continua tentación, un paquete de aspirinas siempre al alcance de la mano.
Retroceded en la lectura de este ensayo y descubriréis por cierto que yo he cometido una y
otra vez las mismas faltas contra las cuales estoy protestando. En el correo de esta mañana he
recibido un folleto que trata de las condiciones en Alemania. El autor me dice que se "sintió
impulsado" a escribirlo. Lo abrí al azar y aquí está casi la primer oración que vi: "Los aliados
tienen la oportunidad no sólo de realizar una transformación radical en la estructura social y
política de Alemania de manera de evitar una reacción nacionalista en la propia Alemania,
sino al mismo tiempo de echar los cimientos de una Europa cooperante y unificada". Como
veis, se "siente impulsado" a escribir, siente, presumo, que tiene algo nuevo que decir y sin
embargo sus palabras, como caballos de regimiento que responden al toque de clarín se
agrupan automáticamente dentro del monótono molde familiar. Esta invasión al cerebro de
frases hechas, entre las que figuran echar los cimientos y realizar una transformación radical
puede evitarse sólo si uno está constantemente en guardia contra ellas, y cada una de esas
frases anestesia parte del cerebro.
Dije antes que la decadencia de nuestro lenguaje tiene probabilidad de cura. Los que
niegan esto argumentarían, si es que pudieran presentar un argumento, que el idioma refleja
simplemente las condiciones sociales existentes, y que no podemos influir en su desarrollo
mediante ninguna compostura directa en las palabras y construcciones. En lo que se refiere al
tono o espíritu de un idioma esto puede ser cierto, pero no es cierto en detalle. Las palabras y
expresiones tontas a menudo han desaparecido, no por ningún proceso evolutivo sino debido a
la acción consciente de una minoría. Dos ejemplos recientes fueron explorar todos los
rincones y no dejar piedra sin remover, asesinadas por las mofas de unos cuantos periodistas.
Hay una larga lista de metáforas infecciosas de las cuales podríamos igualmente deshacernos
si hubiese un número suficiente de personas que se quisieran tomar la molestia, y también
sería posible matar por el ridículo la formación no in14, reducir la cantidad de latín y griego en
la frase corriente, ahuyentar las voces extranjeras y las palabras científicas extraviadas, y, en
general, hacer que la presuntuosidad pase de moda. Pero todos estos son puntos secundarios.
La defensa del idioma inglés significa algo más que esto, y tal vez sea mejor empezar
diciendo lo que no significa.
Para comenzar diré que no tiene nada que ver con el arcaísmo, con el salvamento de
voces anticuadas y giros lingüísticos, o con el establecimiento de un "inglés standard", que
siempre debe respetarse. Por el contrario, atañe especialmente a la supresión de toda palabra o
modismo que haya gastado su utilidad. No tiene nada que ver con la gramática y la sintaxis
correcta, que carecen de importancia en tanto se puede aclarar su significado, o con evitar
americanismos, o con tener lo que se llama "buen estilo de prosa". Por otra parte no atañe a la
simplicidad fingida ni al intento de hacer del inglés escrito un lenguaje familiar. Ni siquiera
implica en todos los casos que se prefiera la palabra sajona a la latina, aunque sí implique usar
las palabras más cortas y el menor número de ellas que abarque Io que se quiere decir. Lo
necesario, sobre todo, es dejar que el significado elija a la palabra y no del modo contrario. En
prosa lo peor que se puede hacer con las palabras es entregarse a ellas. Cuando penséis en
algo abstracto os halláis más inclinados a usar palabras desde el principio, y aunque uno hace
un esfuerzo consciente para evitarlo, el dialecto existente intervendrá rápidamente y hará el
trabajo por vosotros a costa de oscurecer o hasta cambiar el significado. Probablemente sea
mejor evitar el uso de palabras en lo posible y aclarar lo que se quiere decir todo lo que se
pueda mediante descripciones o sensaciones. Después uno puede elegir, y no simplemente
aceptar, las frases que mejor expresen lo que se quiere decir, y luego sintonizar y decidir qué
impresión dan las palabras que no tienen probabilidad de causar la misma a otra persona. Este
último esfuerzo mental excluye toda imagen gastada o confusa, toda frase prefabricada, toda
repetición innecesaria y en general toda farsa y vaguedad. Pero a menudo uno puede dudar del
efecto de una palabra o de una frase, y entonces necesita reglas en las cuales poder confiar
cuando el instinto falte.

Creo que las reglas siguientes abarcan la mayoría de los casos:


I) No usar nunca una metáfora, símil o figura lingüística que se esté acostumbrado a ver
en letras de molde.
II) No usar nunca una palabra larga cuando una corta puede servir.
III) Siempre que sea posible quitar una palabra, hágalo,
IV) No usar nunca la voz pasiva cuando se puede usar la activa.
V) No usar nunca una frase extranjera, palabra científica o jerga si puede hallarse una
palabra corriente.
14
Uno puede curarse de la formación no in memorizando esta oración: Un perro no inhábil perseguía a un conejo
no inexperto a través de un campo no infértil.
VI) Quebrar cualquiera de estas reglas antes que decir algo abiertamente bárbaro.

Estas reglas parecen elementales, y lo son, pero exigen un profundo cambio en la


actitud de todo el que se haya habituado a escribir en el estilo que está hoy de moda. Cabe
ajustarse a todas ellas y todavía escribir en mal inglés, pero no se podrán escribir cosas del
tipo que cité en los cinco ejemplos que aparecen al principio del artículo.

No he estado considerando aquí el uso literario del idioma, sino simplemente el idioma
como instrumento para expresarse y no para ocultar o impedir el pensamiento, Stuart Chase y
otros han llegado casi a pretender que todas las palabras abstractas carecen de sentido, y han
usado esto como pretexto para abogar por una especie de quietismo político. Si no se sabe qué
es el fascismo, ¿cómo se puede luchar contra él? No hay necesidad de tragarse absurdos como
éste, pero hay que reconocer que el caos político actual está relacionado con la decadencia del
idioma, y que probablemente se podría proporcionar alguna mejora comenzando por la
terminación verbal. Si simplificáis vuestro inglés estaréis liberados de las peores necedades de
la ortodoxia. No podéis hablar de cualquiera de los dialectos necesarios, y cuando hacéis una
observación estúpida su estupidez será obvia hasta para vosotros mismos. El lenguaje político,
y con algunas variantes esto es cierto en todos los partidos políticos, desde los conservadores
hasta los anarquistas, está destinado a hacer que las mentiras parezcan verdades y el crimen
algo respetable, y dar a lo que es puro viento una apariencia de solidez. No se puede cambiar
todo esto en un momento, pero por lo menos se pueden cambiar las costumbres de uno, y
hasta de tanto en tanto, si uno se burla en voz bastante alta, enviar algunas frases gastadas e
inútiles como crucial, el talón de Aquiles, tormento, crisol de razas, la prueba suprema, un
verdadero infierno, u otra masa de desperdicios verbales al tacho de basura, al cual
pertenecen.

REFLEXIONES ACERCA DE GANDHI

A los santos debería considerárselos culpables hasta que se probara que son inocentes,
pero los tests que hay que aplicarles no son naturalmente los mismos en todos los casos. En el
caso de Gandhi las preguntas que uno se siente inclinado a formular son: ¿hasta que punto
fumé movido por la vanidad, por la conciencia de su condición de anciano humilde y desnudo
que sentado sobre la alfombra de las preces sacudía imperios por puro poder espiritual, y
hasta qué punto comprometió sus propios principios al entrar en política, la cual por
naturaleza es inseparable de la coacción y el fraude? Para dar una respuesta concreta habría
que estudiar hasta el último detalle los actos y escritos de Gandhi, pues toda su vida fue una
especie de peregrinación en la cual todo acto tuvo significado. Pero esta autobiografía parcial
que termina allá por el año 1920 es una evidencia poderosa en su favor, tanto más cuanto que
abarca lo que él hubiera llamado la porción no renovada de su vida y le recuerda a uno que
dentro del santo, hubo una persona muy astuta y capaz que pudo haber sido, si lo hubiese
querido, un brillante abogado, administrador, o tal vez hasta hombre de negocios.

Alrededor de la época en que apareció la autobiografía 15 recuerdo haber leído sus


primeros capítulos en las páginas mal impresas de un periódico hindú. Me causaron una buena
impresión, que el mismo Gandhi, en esa época, no me causó.
Las cosas que uno asociaba con él, como por ejemplo ropa hecha en-casa, "fuerza del

La Historia de mis Experimentos con la Verdad, por M. K. GANDHI. Traducción del


15

gujarati por Mahadex Desai. Public Affairs Press.


alma" y vegetarianismo, no despertaban simpatías, y su programa medievalista era
evidentemente no viable en un país atrasado, hambriento y superpoblado. Era igualmente
aparente que los ingleses estaban haciendo uso de él, o creían que lo hacían. Estrictamente
hablando, como nacionalista, era un enemigo, pero dado que en todas las crisis se esforzaba
en evitar la violencia, que desde el punto de vista británico significaba evitar cualquier acción
efectiva, podía ser considerado como "nuestro hombre". En privado esto era a veces
cínicamente admitido. La actitud de los millonarios hindúes era similar. Gandhi los exhortaba
a arrepentirse, y naturalmente ellos lo preferían a los socialistas y comunistas, quienes, dada la
oportunidad, se habrían llevado todas sus fortunas. Es dudoso cuánto se puede confiar a la
larga en tales cálculos; como Gandhi mismo dice, "al final los impostores se engañan a sí
mismos", pero de cualquier modo la delicadeza con que fue casi siempre manejado se debió,
en parte, a la sensación de que era útil. Los conservadores británicos sólo se enojaron
verdaderamente con él cuando, como en 1942, volvió en realidad su no violencia contra un
conquistador diferente.

Pero aún entonces pude observar que los oficiales británicos que hablaban de él con una
mezcla de diversión y desaprobación también lo querían y admiraban hasta cierto punto.
Nunca nadie sugirió que fuese un individuo corrompido o ambicioso, o que nada que él
hiciera fuera impulsado por temor o malicia. Al juzgar a un hombre como Gandhi uno parece
aplicar instintivamente otros patrones, de suerte que algunas de sus virtudes han pasado casi
inadvertidas. Por ejemplo, está claro hasta en la autobiografía que su coraje físico natural era
sumamente notorio; la manera cómo murió fue un postrer ejemplo de esto, pues un hombre
público que diese algún valor a su propio pellejo tenía que haber estado custodiado más
adecuadamente. Por otra parte, él parece haberestado completamente libre de esas maniáticas
sospechas que, como dice E. M. Foster en "Un pasaje a la India", es el vicio hindú
característico como la hipocresía es el vicio británico. Aunque no cabe duda de que era
bastante sagaz como para descubrir dónde había fraude, parece haber creído siempre que era
posible que los demás actuaran de buena fe, teniendo un fondo bueno gracias al cual se podía
llegar a ellos, y aunque él provenía de una humilde familia de la clase media, se inició en la
vida en una condición todavía más desfavorable, y probablemente su apariencia física, que no
era imponente, no lo angustió, ni con envidia ni con sentimiento de inferioridad. Cuando se
encontró por primera vez con la conciencia racial en su peor expresión, en Sudáfrica, parece
más bien haberse sorprendido. Aun cuando estaba luchando con lo que era en realidad una
guerra de color, él no pensaba en la gente en términos de raza o estado legal. Todos eran
igualmente seres humanos a los que se podía aproximar casi del mismo modo, así el
gobernador de una provincia, un millonario hindú, un coolie dravidiano casi muerto de
hambre o un soldado secreto británico. Es digno de atención que aún en las peores circuns-
tancias posibles, como en Sudáfrica, cuando Gandhi se estaba haciendo impopular como
campeón de la comunidad hindú, no le faltaron amigos europeos.

Escrita en trozos cortos para ser publicada por entregas. la autobiografía no es una obra
literaria, pero causa más impresión debido a la falta de lugares comunes en gran parte de su
material. Conviene recordar que Gandhi comenzó con las ambiciones normales de un joven
estudiante hindú y que sólo adoptó sus opiniones extremistas gradualmente, y, en algunos
casos, de mala gana. Es interesante saber que hubo una epoca en que él usó sombrero de copa,
tomó lecciones de baile, estudió francés y latín, subió a la torre Eiffel y hasta trató de aprender
a tocar el violín, todo esto con la idea de asimilar la civilización europea lo más
completamente posible. No fue uno de estos santos señalados por su extraordinaria piedad
desde la infancia, ni de los que reniegan del mundo después de un libertinaje sensacional.
Hace plena confesión de los errores de su juventud, pero en realidad no hay mucho que
confesar. Como portada del libro hay una fotografía de los bienes de Gandhi en el momento
de su muerte. Todo el conjunto podría comprarse por unas cinco libras, y los pecados de
Gandhi, por lo menos los pecados de la carne, causarían la misma impresión si los colocaran a
todos en un mismo montón. Toda la colección se compone de unos cuantos cigarrillos, unos
cuantos bocados de carne, unos cuantos annas hurtados en la infancia a la criada, dos visitas a
un burdel, de cada una de las cuales se fue sin haber hecho nada", un desliz con su ama de
Plymouth del cual apenas escapó, y un arranque del mal humor. Casi desde la infancia fue
profundamente serio y tuvo una actitud ética más que religiosa, pero ningún sentido muy
definido de dirección, hasta que estuvo alrededor de los treinta años. Su primera entrada que
podría describirse como perteneciente a la vida pública fue por vía del vegetarianismo. Por
debajo de sus cualidades menos comunes se siente palpitar continuamente los sólidos
hombres de negocios que fueron sus antepasados. Se nota que aún después que hubo
abandonado la ambición personal debió haber sido un abogado listo y enérgico y un perspicaz
organizador político cuidadoso de reprimir los gastos, un hábil dirigente de comités y un
infatigable cazador de suscripciones. Su carácter era extraordinariamente complejo, pero no
había casi nada en él que se pudiera señalar con el dedo como malo, y creo que hasta los
peores enemigos de Gandhi admitirían que fue un hombre interesante y poco común, que
enriqueció al mundo por el mero hecho de estar vivo. Si fue también un hombre digno de ser
amado, y si sus enseñanzas pueden tener mucho valor para los que no aceptan las creencias
relí giosas en las cuales se basan, eso es algo de lo cual no me he sentido nunca
completamente seguro.

En los últimos años ha estado de moda hablar de Gandhi como si no solamente fuera
simpático al movimiento izquierdista del oeste, sino que fuera parte integral de él. Los anar-
quistas y pacifistas, en particular, lo han reclamado para sí, admitiendo solamente que él se
oponía al centralismo y la violencia del Estado e ignorando la tendencia antihumanista hacia
el otro mundo y de sus doctrinas. Pero uno tendría que hacerse cargo, creo, de que las
enseñanzas de Gandhi no pueden encuadrar con la creencia de que el hombre es la medida de
todas las cosas y que nuestra tarea es hacer que la vida valga la pena en esta tierra, la cual es
la única tierra que tenemos. Tienen solamente sentido en cuanto a la suposición de que Dios
existe y que el mundo de objetos concretos es una ilusión de la cual hay que escapar. Vale la
pena considerar la disciplina que Gandhi se impuso a sí mismo y que, si bien no insistía en
que sus progenitores observaran cada detalle, la consideraba indispensable si se quería servir a
Dios o a la humanidad. En primer lugar, no comer carne, y en lo posible ningún alimento
proveniente de animal. El propio Gandhi, debido a la salud, tuvo que transigir con las leyes,
pero parece haber sentido esto como una apostasía. Tampoco se podía tomar alcohol o tabaco,
ni especias o condimentos, ni siquiera vegetales, ya que la comida debía ingerirse no por ella
misma sino solamente con el fin de conservar la propia fuerza. En segundo lugar, de ser
posible ningún intercambio sexual. Si el intercambio sexual debía ocurrir, entonces tenía que
ser con el único propósito de engendrar hijos y esto con largos intervalos. El mismo Gandhi
hizo voto de bramahchayra alrededor de los treinta y cinco años, lo que significa no
solamente completa castidad sino la eliminación del deseo sexual. Esta condición parece ser
difícil de alcanzar sin una dieta especial y frecuentes ayunos. Uno de los peligros de beber
leche consiste en que ésta es apta para excitar el deseo sexual. Finalmente, y éste es el punto
cardinal, para el que busca la bondad no debe haber amistades íntimas ni amores exclusivos
de ninguna especie.

Las amistades íntimas son peligrosas, según Gandhi, pues "los amigos reaccionan
mutuamente", y por lealtad a un amigo uno puede llegar a proceder con error. Esto es
incuestionablemente cierto. Más aún, si uno ama a Dios, o a la humanidad como un todo, no
puede dar preferencia a una sola persona en particular. Esto también es cierto y señala el
punto en que dejan de ser compatibles la actitud humanista y la religiosa. Para un ser humano
corriente, el amor no significa nada si no es amar a algunos más que a otros. La autobiografía
deja la incertidumbre de si Gandhi era considerado con su mujer e hijos, pero de todos modos
establece claramente que en tres ocasiones él prefirió dejar morir a su esposa o a uno de sus
hijos antes que administrarles el alimento animal prescripto por el médico. Es verdad que la
muerte que amenazaba nunca ocurrió en realidad, y también que Gandhi, supongo que con
mucha presión moral por el otro lado, siempre dio al paciente la opción a vivir al precio de
cometer un pecado. Sin embargo, si la decisión hubiese sido solamente suya propia, hubiera
prohibido el alimento animal a riesgo de todo. Gandhi opina que debe haber un límite a lo que
podemos hacer para conservar la vida, y el límite está mucho más allá que el caldo de pollo.
Tal vez sea ésta una actitud noble, pero en el sentido que la mayoría de la gente daría a la
palabra, es inhumano. La esencia del ser humano es que no busca la perfección, desea a veces
cometer pecados por lealtad, no lleva el ascetismo al punto en que éste hace imposible el
intercambio amistoso, y finalmente se halla preparado para que la vida lo derrote y lo haga
pedazos, el cual es el precio inevitable por fijar el amor de uno en otros individuos. No hay
duda de que el alcohol, el tabaco y demás son cosas que un santo debe evitar, pero la santidad
es también una cosa que los seres humanos deben evitar. Hay una réplica evidente a esto, pero
se debe ser cauteloso en darla. En esta era dominada por la última yogui se da por sentado
muy fácilmente que la "no adhesión" es no sólo mejor que una total aceptación de la vida
terrenal, sino que el hombre común la rechaza sólo porque es demasiado difícil; en otras
palabras, que el ser humano medio es un santo fracasado. Es dudoso que esto sea cierto.
Genuinamente muchas personas no desean ser santos, y es probable que muchos de los que
logran o aspiran a la santidad nunca han sentido mayor tentación por ser seres humanos. Si
uno pudiera seguir esto hasta sus raíces psicológicas, creo que encontraría que el motivo
principal de la "no adhesión" es un deseo de escapar de la pena de vivir y sobre todo del amor,
el cual, sexual o no sexual, es un trabajo difícil. Pero no es necesario discutir aquí si el ideal
del otro mundo o el humanista es "más elevado". La cuestión es que son incompatibles. Hay
que elegir entre Dios y el Hombre, y todos los "radicales" y "progresistas", desde los más
moderados liberales hasta los anarquistas más extremos, han elegido en realidad al hombre.

Sin embargo, el pacifismo de Gandhi puede hasta cierto punto separarse de sus otras
enseñanzas. Su motivo era religioso, pero él pretendía también que era una técnica definida,
un método capaz de producir resultados políticos deseados. La actitud de Gandhi no fue la de
la mayoría de los pacifistas del Oeste. Satyagraha, que se desarolló primero en Sudáfrica, era
una especie de guerra sin violencia, una forma de derrotar al enemigo sin dañarlo y sin sentir
y provocar odio. Implicaba cosas como la desobediencia civil, las huelgas, el yacer frente a
las vías del tren, el soportar cargos policiales sin escaparse y sin devolver los golpes y cosas
por el estilo. Gandhi se oponía a la resistencia pasiva" como traducción de Satyagraha: parece
ser que en gujarati la palabra significa "firmeza en la verdad". En sus primeros días Gandhi
sirvió de camillero a favor de los ingleses en la guerra de los boers, y estaba pre parado para
volver a hacer lo mismo en la guerra de mil novecientos catorce. Aún después de haber
renunciado completamente a la violencia fue lo bastante honesto como para asentir que en la
guerra sea necesario por lo general tomar un partido. Ya que toda su vida política se concentró
alrededor de la lucha por la independencia nacional, no adoptó la conducta estéril y
deshonesta de pretender que en toda guerra ambas partes son exactamente iguales y que no
importa quien gane. Tampoco se especializó, como la mayoría de los pacifistas del Oeste, en
evitar preguntas embarazosas. En relación con la última guerra, una pregunta que todo paci-
fista tenía la obligación de contestar era: ¿Y los judíos? ¿Se halla usted preparado para verlos
exterminados? Si no, ¿qué propone usted para salvarlos sin recurrir a la guerra? Debo decir
que nunca he oído de ningún pacifista del Oeste una respuesta honesta a esta pregunta, aunque
he oído una cantidad de evasivas, por lo general del tipo de "usted es otro". Pero ocurre que a
Gandhi se le formuló una pregunta bastante similar en mil novecientos treinta y ocho y que su
respuesta está registrada en Gandhi y Stalin, del señor Louis Fischer. De acuerdo con el señor
Fischer, la opinión de Gandhi era que los judíos alemanes tenían que cometer el suicidio
colectivo, lo que "habría despertado al mundo y a la gente de Alemania contra la violencia de
Hitler". Después de la guerra él se justificó a sí mismo: de todos modos a los judíos los habían
matado, y podían del mismo modo haber muerto con un sentido.

Uno tiene la impresión de que esta actitud hizo tambalear hasta un admirador tan cálido
como al señor Fischer, pero Gandhi simplemente era honesto. Si uno no está preparado para
apropiarse de una vida, a menudo tendría que estarlo para que muchas vidas se pierdan de
algún otro modo. Cuando exhortó a la gente a la resistencia no violenta contra una invasión
japonesa, en mil novecientos cuarenta y dos, estaba pronto a admitir que eso podría costar
varios millones de vidas.

Al mismo tiempo hay motivo para pensar que Gandhi, que después de todo nació en mil
ochocientos sesenta y nueve, no comprendía la naturaleza del totalitarismo y veía todo bajo el
aspecto de su propia lucha contra el gobierno inglés. La cuestión importante aquí no es tanto
que el gobierno inglés lo trató indulgentemente como que él era siempre capaz de atraer la
publicidad. Como se desprende de la frase arriba citada, él creía en "despertar al mundo", que
es posible solamente si el mundo tiene oportunidad de oir lo que uno está diciendo. Es difícil
comprender cómo podían aplicarse los métodos de Gandhi en un país donde los opositores al
régimen desaparecían en medio de la noche y nunca se volvía a verlos. Sin prensa libre y sin
el derecho de reunión es imposible no solamente apelar a la opinión exterior, sino provocar un
movimiento colectivo, o aún dar a conocer al adversario las propias intenciones. ¿Hay un
Gandhi en Rusia en este momento? Y si lo hay, ¿qué está haciendo? Las masas rusas sólo
podrían practicar la desobediencia civil si se les ocurriera la misma idea a todos
simultáneamente, y aún así, a juzgar por la historia del hombre de Ucrania, no habría ninguna
diferencia. Pero demos por sentado que la resistencia no violenta puede ser efectiva contra el
propio gobierno de uno, o contra un poder ocupante; aún así, ¿cómo se la pone en práctica
internacionalmente? Las muchas opiniones contradictorias de Gandhi a la última guerra
parecen demostrar que él sentía la dificultad de esto. Aplicado a la política exterior, el
pacifismo o bien deja de ser pacifista o se convierte en apaciguamiento.

Además la suposición, que tan bien sirvió a Gandhi en su trato con individuos, de que
todos los seres humanos son más o menos accesibles y qué responden a un ademán generoso,
debe ser seriamente examinada. No es necesariamente cierto, por ejemplo, cuando uno está
tratando con lunáticos. Entonces surge la pregunta: ¿quién es cuerdo? ¿Era cuerdo Hitler? ¿Y
no es posible que toda una civilización esté demente según las normas de otra? Y hasta dónde
se pueden medir los sentimientos de naciones enteras, ¿hay alguna conexión aparente entre
una acción generosa y una respuesta amistosa? ¿Es la gratitud un factor en la política
internacional?

Esta pregunta y otras similares necesitan discusión, y la necesitan urgentemente en los


pocos años que nos quedan hasta que alguien apriete el botón y los cohetes comiencen a volar.
Parece dudoso que la civilización pueda aguantar otra guerra mayor, y al menos es de pensar
que la solución reside en la no violencia. Es una virtud de Gandhi que él habría estado listo
para dar honesta consideración a la clase de pregunta que he formulado arriba, y, en realidad,
probablemente discutió la mayoría de estas preguntas de un modo u otro en sus innumerables
artículos periodísticos. Uno siente que había muchas cosas que él no comprendía, pero no que
hubiese algo que él tuviera miedo de decir o de pensar. Nunca he podido sentir mucha
simpatía por Gandhi, pero no estoy seguro de que como pensador político estuviera
equivocado en lo principal, ni tampoco creo que su vida fue un fracaso. Es curioso que
cuando fue asesinado, muchos de sus más cálidos admiradores exclamaron apenados que
había vivido lo suficiente para ver la obra de su vida en ruinas, pues la India se hallaba sumida
en una guerra civil que siempre había sido prevista como uno de los subproductos de la
transferencia de poder. Pero no fue tratando de suavizar la rivalidad hindú-musulmana por lo
que Gandhi consumió su vida. Su objetivo político principal, la cesación pacífica del dominio
inglés, se había logrado después de todo. Como de costumbre los hechos relacionados se
entrelazan. Por una parte, los ingleses salieron de la India sin luchar, hecho que muy pocos
observadores podrían haber pronosticado hasta un año antes de que ocurriera. Por otra parte,
esto lo hizo un gobierno laborista, y es cierto que un gobierno conservador, especialmente uno
encabezado por Churchill, habría actuado de modo diferente. Pero, si hacia mil novecientos
cuarenta y cinco había surgido en Inglaterra un gran número de opiniones favorables a la
independencia de la India, ¿hasta qué punto se debió esto a la influencia personal de Gandhi?
Y si, como puede ocurrir, la India e Inglaterra establecen por fin una relación decente y
amistosa, ¿será esto en parte porque Gandhi, al mantener esta lucha obstinadamente y sin
odio, desinfectó la atmósfera política? El que se piense en formular tales preguntas indica su
magnitud. Uno puede sentir por Gandhi, como yo lo siento, una especie de desagrado estético,
uno puede rechazar el pedido de santidad hecho en su nombre, ya que él nunca pidió tal cosa
para sí mismo; también se puede rechazar la santidad como un ideal y sentir en consecuencia
que los objetivos básicos de Gandhi fueron antihumanos y reaccionarios; pero considerado
simplemente como un político, y comparado con otras figuras políticas sobresalientes de
nuestro tiempo... ¡qué limpio aroma ha dejado detrás!

VICISITUDES DE LA PRODUCCIÓN LITERARIA

HACE aproximadamente un año asistí a una reunión del PEN Club realizada con
ocasión del tercer centenario de la Areopagítica de Milton, folleto que, como se recordará, fué
escrito en defensa de la libertad de prensa. La famosa frase de Milton acerca del pecado de
"matar" un libro estaba impresa en las circulares que se habían difundido de antemano para
anunciar la reunión.
Hubo cuatro oradores sobre la plataforma. Uno de ellos pronunció un discurso que
trataba de la libertad de prensa, pero en relación a la India solamente; otro dijo, vacilando y en
términos muy generales, que la libertad era algo bueno; un tercero lanzó un ataque contra las
leyes referentes a la obscenidad en literatura. El cuarto dedicó la mayor parte de su discurso a
la defensa de las purgas rusas. De los discursos del cuerpo disertante de la sala algunos
retrocedieron al problema de la obscenidad y a las leyes que de ella tratan, y otros fueron
simplemente panegíricos de la Rusia soviética. La libertad moral, es decir la libertad de
publicar abiertamente los problemas del sexo, pareció ser unánimemente aprobada, pero no se
mencionó la libertad política. De esta concurrencia de varios centenares de personas, la mitad
de las cuales tal vez estaba relacionada directamente con el mundo literario, no hubo una sola
que pudiera destacar qué significa, si es que significa algo, la libertad de prensa, la libertad de
crítica y de oposición. En concreto, ningún orador citó nada del folleto que se estaba
conmemorando tan ostensiblemente. Tampoco se hizo mención alguna de los muchos libros
que se han "matado" en este país y en los Estados Unidos durante la guerra. En substancia, la
reunión fue una demostración en favor de la censura.16
No había nada particularmente sorprendente en esto. En nuestra época la idea de
libertad intelectual sufre un ataque de dos direcciones. De un lado están sus enemigos
teóricos, los apologistas del totalitarismo, y del otro sus enemigos inmediatos y positivos, el
monopolio y la burocracia. Todo escritor o periodista que desea conservar su integridad se en-
cuentra más obstaculizado por el rumbo general de la sociedad que por una activa
persecución. Actúan en su contra cosas tales como la concentración de la prensa en manos de

16
Es decir, que las celebraciones del P E N Club, que duraron una semana o más, no siempre se mantuvieron al
mismo nivel; a mí me tocó un mal día. Pero un examen de los discursos, impresos bajo el título "Libertad de
Expresión", demuestra que en nuestra propia época casi nadie es capaz de hablar tan francamente en favor de la
libertad intelectual como Milton lo pudo hacer trescientos años atrás, y esto a pesar del hecho de escribir en un
período de guerra civil.
unos cuantos hombres ricos, el apoderamiento del monopolio de la radio y de las películas, la
falta de deseo del público de gastar dinero en libros, lo cual hace en consecuencia necesario
que casi todo escritor se gane la vida trabajando por contrato; la intrusión de entidades fiscales
como el M. O. I.17 y el Consejo Británico, que ayudan al escritor a vivir, pero que también le
hacen perder tiempo y le dictan sus opiniones, y la continua atmósfera de guerra de los
últimos diez años, a cuyos efectos perturbadores nadie ha podido escapar. Todo en nuestra
época conspira para transformar, tanto al escritor como a cualquier otra clase de artista, en un
funcionario inferior que trabaja con asuntos que se le envían desde arriba y que nunca dice lo
que a su juicio es la verdad. Pero al luchar contra este destino no obtiene ayuda de su propio
lado, esto es, no hay una opinión generalmente aceptada que le asegure que está en lo cierto.
Antiguamente, por lo menos en los siglos del protestantismo, la idea de rebelión y la idea de
integridad intelectual se hallaban mezcladas. Un herético, ya fuese político, moral, religioso o
estético, era el que se negaba a ultrajar su propia conciencia. Su punto de vista estaba
resumido en las palabras del himno del predicador protestante:

Atrévete a ser un Daniel.


Atrévete a ser el único.
Atrévete a tener un propósito firme.
Atrévete a hacerlo conocer.

Para poner este himno al día habría que cambiar el comienzo de cada renglón por un
"No te atrevas". Porque es característica de nuestra época que los rebeldes al orden existente,
por lo menos los más numerosos y distintivos, se rebelen también a la idea de la integridad
individual. "Atreverse a ser el único" es ideológicamente criminal, así como realmente
peligroso. La libertad del escritor y del artista está destruída por vagas fuerzas económicas, y
al mismo tiempo se halla socavada por los que deberían ser sus defensores. Es el segundo
proceso el que me interesa aquí.

La libertad de pensamiento y de prensa es generalmente atacada mediante argumentos


por los que no vale la pena preocuparse. Cualquiera que tenga alguna experiencia en
conferencias y debates le conoce bien las fallas. Aquí no estoy tratando de ocuparme de la
conocida pretensión de que la libertad es una ilusión, o de que hay más libertad en los países
totalitarios que en los democráticos, sino de la opinión mucho más definible y peligrosa de
que la libertad es indeseable y que la honestidad intelectual es una forma de egoísmo
antisocial. Aunque por lo general hay otros aspectos de la cuestión en primer plano, la
controversia acerca de la libertad de expresión y de prensa es en el fondo una controversia
acerca de la conveniencia de decir mentiras. Lo que está realmente en discusión es el derecho
a referir sucesos contemporáneos con veracidad, o con tanta veracidad como sea compatible
con la ignorancia, parcialidad y engaño a uno mismo, que sufre necesariamente todo
observador. Al expresar esto podría parecer que quiero decir que el "reportaje" honrado es la
única rama de la literatura que interesa, pero más adelante trataré de demostrar que en todo
nivel literario, y probablemente en todas las artes, surge el mismo problema bajo formas más
o menos refinadas. Entretanto, es necesario destruir la conexión en que por lo general se halla
envuelta esta controversia.

Los enemigos de la libertad individual tratan siempre de presentar su caso como un


alegato de la disciplina versus individualismo. El problema verdad versus mentira es manteni-
do todo lo posible en el olvido. Si bien el punto en que hay que insistir puede variar, el
escritor que se niega a vender sus opiniones está siempre marcado como un simple egoísta. Se
lo acusa de querer encerrarse en una torre de marfil, o de hacer una ostentación exhibicionista
de su propia personalidad, o de resistirse al inevitable curso de la historia en un intento de
17
Iniciales de Ministry of Informacion (Ministerio de Información).
aferrarse a privilegios injustificados. Los estólidos y los comunistas se parecen al pretender
que un opositor no puede ser honesto e inteligente al mismo tiempo. Cada uno de ellos
pretende tácitamente que "la verdad" ya ha sido revelada y que el herético, si no es
simplemente un tonto, está enterado secretamente de "la verdad" y se resiste sólo por motivos
egoístas. En la literatura comunista el ataque a la libertad individual está oculto por lo general
bajo las frases que dicen: "el individualismo de la despreciable clase capitalista", "las
ilusiones del liberalismo del siglo diecinueve", etcétera, y apoyado por palabras de abuso tales
como "romántico" y "sentimental", las cuales, ya que no poseen ningún significado
convenido, son difíciles de responder. En esta forma se aparta la controversia de su tema
principal. Uno puede aceptar, y gente muy instruida lo haría, la tesis comunista de que la
libertad pura puede existir solamente en una sociedad sin clases y que uno es casi libre cuando
trabaja para lograr esa sociedad. Pero deslizada dentro de esta teoría está la pretensión
completamente infundada de que el partido comunista mismo tiene como objetivo la sociedad
sin clases, y que en la URSS este objetivo está en camino de ser alcanzado. Si se permite
vincular la primera pretensión a la segunda, no habrá casi ningún ataque al sentido común y a
la decencia que no pueda justificarse. Pero mientras tanto se ha eludido el verdadero punto. La
libertad del intelecto significa la libertad de referir lo que uno ha visto, oído y sentido, y no
estar obligado a fabricar hechos y sensaciones imaginarias. Las familiares invectivas contra el
"escapismo" y el "individualismo" y otras, son simplemente un invento forense cuyo objetivo
es hacer que la perversión de la historia parezca respetable.

Quince años atrás, cuando uno defendía la libertad del intelecto, tenía que hacerlo
contra los conservadores, contra los católicos y hasta cierto punto, pues no eran de gran
importancia para Inglaterra, contra los fascistas. Hoy hay que defenderla contra los
comunistas y sus "acompañantes". No se debe exagerar la influencia directa del pequeño
partido comunista inglés, pero no puede haber duda acerca del venenoso efecto que causa el
mythos ruso sobre la vida intelectual inglesa. Debido a él se ocultan y desfiguran hechos
conocidos, hasta el punto de hacer dudoso que se pueda escribir jamás una verdadera historia
de nuestros tiempos. Permitidme dar sólo un ejemplo de los cientos que se podrían citar.
Cuando Alemania se derrumbó, se descubrió que grandes cantidades de rusos soviéticos
habían cambiado de posición y estaban luchando para los alemanes; la mayoría, sin duda, lo
hacía por motivos no 'políticos. También una proporción pequeña pero no despreciable de
prisioneros rusos y personas desplazadas se negaron a regresar a la URSS y algunos, por lo
menos, fueron repatriados contra su voluntad. Estos hechos, de los cuales se enteraron al
punto muchos periodistas, casi no se mencionaron en la prensa británica, al mismo tiempo que
los publicistas rusófilos de Inglaterra continuaban justificando las purgas y deportaciones del
mil novecientos treinta y seis al treinta y ocho aduciendo que la URSS "no tenía Quislings".
El conglomerado de mentiras e informaciones falsas que rodea a temas tales como la miseria
de Ucrania, la guerra civil española, la policía rusa en Polonia y otros no se debe enteramente
a una deshonestidad consciente, pero todo escritor o periodista que simpatice en un todo con
la URSS, esto es, que simpatice en la forma como los rusos mismos querrían, tiene que
consentir en una falsificación deliberada 'de problemas importantes. Tengo ante mí un folleto
que debe ser muy raro; fue escrito en mil novecientos dieciocho por Maxim Titvinoff y reseña
los últimos sucesos de la revolución rusa. No hace mención de Stalin, pero en cambio elogia
altamente a Trotsky y también a Zinoviev, Kamenev y otros. ¿Cuál podría ser la actitud del
comunista más intelectualmente escrupuloso frente a semejante folleto? En las mejores
circunstancias, sería la actitud oscurantista de decir que es un documento indeseable y que
sería mejor suprimirlo. Y si por alguna razón se decidiera imprimir una versión falseada del
folleto, en la cual se denigrara a Trotsky y se insertaran alusiones a Stalin, ningún comunista
que permaneciera fiel a su partido podría protestar. Falsificaciones casi tan gruesas- como
éstas se han estado cometiendo en los últimos años, pero el hecho significativa no es que
ocurran, sino que aun cuando se las conoce no provocan ninguna reacción en las clases cultas
de la izquierda en general. No hay respuesta al argumento de que decir la verdad sería
"inoportuno" o "interesado", y a pocas personas les preocupa la perspectiva de que las menti-
ras que ellos condonan, salgan de los periódicos y penetren en los libros de historia.

La mentira organizada practicada por los estados totalitarios no es, como se pretende a
veces, un recurso temporario de la misma naturaleza que eI engaño militar. Es algo integral
del totalitarismo, algo que continuaría todavía aun cuando los campos de concentración y la
policía secreta hubiesen dejado de ser necesarios. Entre los comunistas inteligentes hay una
leyenda oculta al efecto de que si bien el gobierno ruso ahora está obligado a recurrir a
propaganda falsa, procesos arreglados de antemano, etc., está registrando secretamente los
hechos verdaderos y los publicará en un tiempo futuro. Podemos estar completamente
seguros, creo, de que éste no es el caso, pues la mentalidad que implica semejante acción esla
de un historiador liberal que cree que el pasado no puede ser alterado y que un conocimiento
correcto de la historia tiene valor como cosa natural. Desde el punto de vista totalitario la
historia es algo que hay que crear más bien que aprender. Un estado totalitario es en realidad
una teocracia, y su casta dominante tiene que parecer infalible para mantener su posición.
Pero ya que en la práctica nadie es infalible, con frecuencia es necesario rehacer hechos
pasados para demostrar que tal o cual error no se cometió, o que tal o cual triunfo imaginario
ocurrió en realidad. Nuevamente entonces todo cambio importante en el sistema exige un
correspondiente cambio de doctrina y una revaluación de las figuras históricas prominentes.
Este tipo de cosas ocurre en todas partes, pero es evidentemente más probable que lleve la fal-
sificación directa en sociedades donde solamente una opinión es permisible en cualquier
momento dado. El totalitarismo exige, de hecho, la alteración continua del pasado, y proba-
blemente exige a la larga la falta de fe en la propia existencia de la verdad objetiva. En este
país los amigos del totalitarismo tienden por lo general a argumentar que ya que la verdad
absoluta no es realizable, una mentira grande no es peor que una mentira pequeña. Se destaca
que todos los datos históricos son parciales e inexactos, o, por otra parte, que la física mo-
derna ha demostrado que lo que nos parece el mundo real es una ilusión, de modo que creer
en la evidencia de nuestros sentidos es simplemente un filipismo 18 vulgar. Una sociedad
totalitaria que consiguiera perpetuarse establecería probablemente un sistema esquizofrénico
de pensamiento, en el cual las leyes del sentido común, aplicándose en la vida corriente y en
determinadas ciencias exactas, pudieran ser desprecia das por el político, el historiador y el
sociólogo. Ya hay innumerables personas a quienes les parecería escandaloso falsificar un
texto científico, pero que no verían nada malo en falsificar un hecho histórico. En este punto
es donde la literatura y la política coinciden en que el totalitarismo ejerce su gran presión
sobre el intelectual. En esta época las ciencias exactas no están amenazadas en absoluto hasta
ese extremo, Esto explica en parte el hecho de que en todos los países es más fácil para los
sabios que para los escritores formar filas detrás de sus respectivos gobiernos.
Para mantener la perspectiva del asunto permitidme repetir lo que dije al principio de
este ensayo: que en Inglaterra los enemigos inmediatos de la verdad, y en consecuencia de
la libertad de pensamiento, son los lores de la prensa, los magnates de las películas, y los
burócratas, pero que en el fondo el debilitamiento del deseo de libertad entre los intelec-
tuales mismos es el síntoma más serio de todos. Podrá parecer que durante todo este
tiempo he estado hablando de los efectos de la censura, no en literatura en general sino
simplemente en un sector del periodismo político. Dando por sentado que la Rusia
soviética constituye una especie de área prohibida en la prensa británica, que problemas
como Polonia, la ,guerra civil española, el pacto ruso-alemán, etc., son excluidos de una
discusión seria, y que si uno posee alguna información que choca con la ortodoxia reinante
hay que desfigurarla o quedarse callado, ¿por qué tendría la literatura que resultar afectada
en un sentido más amplio? ¿Es todo escritor un político, y es todo libro necesariamente una
obra de honrado "reportaje"? Aun bajo la dictadura más opresiva, ¿no puede el escritor
individual permanecer libre dentro de su propia mente y destilar o disfrazar sus ideas no
18
De Felipe Melanchton.
conformistas en forma tal que las autoridades sean demasiado estúpidas para reconocerlas?
Y en todo caso, si el escritor mismo está de acuerdo con la ortodoxia dominante, ¿por qué
tendría ésta que producirle el efecto de que lo está sujetando? No es la literatura o
cualquiera de las artes, lo más a propósito para florecer en sociedades en las cuales no hay
mayores conflictos de opinión ni una marcada distinción entre el artista y su público. ¿Hay
que dar por sentado que todo escritor es un rebelde, o que como tal es un ser excepcional

Cada vez que uno hace un intento de defender la libertad intelectual contra las
pretensiones del totalitarismo se encuentra en una forma u otra con estos argumentos. Se
hallan basados en un concepto completamente falso de lo que es la literatura y de cómo
(aunque tal vez habría que decir por que) nace. Dan por sentado que un escritor es o bien
un simple animador o un oportunista venal que puede pasar de una línea de propaganda a
otra con tanta facilidad como un orgallinero cambia de tonada. Pero, después de todo,
¿cómo es que llegan a escribirse los libros? Por encima de un nivel completamente bajo, la
literatura es una intento de influir en el punto de vista de los contemporáneos registrando
experien- cias. Y hasta donde se refiere a la libertad de expresión, no hay mucha diferencia
entre un simple periodista y el escritor imaginativo más "apolítico". El periodista no es
libre, y es consciente de su falta de libertad, cuando está obligado a escribir mentiras o
suprimir lo que para él son noticias importantes; el escritor imaginativo no es libre cuando
tiene que falsificar sus sentimientos subjetivos, los que desde su punto de vista son hechos.
Puede deformar y caricaturizar la realidad para aclarar lo que quiere decir , pero no puede
desfigurar el escenario de su propia mente; no puede decir con convicción que le gusta lo
que le disgusta, o cree en lo que no cree. Si se ve obligado a hacerlo, (el único resultado es
que se enmohecen sus facultades creativas. Tampoco puede resol- ver el problema
manteniéndose apartada de los tópicos sujetos a controversia. No hay nada semejant e a la
literatura genuinamente apolítica y menos aún en una época como la nuestra, en que los
temores, odios y lealtades de tipo directamente político están cerca de la superficie
consciente de todos. Hasta un simple tabú puede causar un efecto paralizador general sobre
la mente, pues siempre existe peligro de que cualquier pensamiento que se sigue
libremente pueda conducir al pensamiento prohibido. De ahí resulta, que la atmósfera del
totalitarismo es mortal para toda clase de escritor prosista, si bien el poeta, por lo menos el
poeta lírico, podría posiblemente encontrarla respirable. Y en toda sociedad totalitaria que
sobreviva durante más de dos generaciones es probable que la prosa literaria, del tipo que
ha existido durante los cuatrocientos años últimos, tenga en realidad que llegar a su fin.
La literatura ha florecido a veces bajo regímenes despóticos, pero como a menudo se
ha señalado, los despotismos del pasado no fueron totalitarios. Su aparato represivo era
siempre ineficiente, sus clases gobernantes eran por lo general corrompidas o apáticas o de
tinte semiliberal, y las doctrinas religiosas predominantes se oponían generalmente al
perfeccionismo y a la noción de la infalibilidad humana. Aún así es perfectamente cierto
que la prosa literaria ha alcanzado sus más altos niveles en períodos de democracia y de
libre especulación. Lo nuevo en el totalitarismo es que sus doctrinas no sólo son
irrecusables sino también inestables. Tienen que ser aceptadas so pena de condenación, pero
por otra parte están siempre expuestas a ser alteradas por una noticia del momento.
Considérense, por ejemplo, las variadas actitudes, completamente incompatibles unas con
otras, que un comunista inglés o simpatizante ha tenido que adoptar hacia la guerra entre
Inglaterra y Alemania. Durante los años anteriores a setiembre de 1939 se esperó de él que
viviera en continua ansiedad por "los horrores del nazismo" y que convirtiera todos sus
escritos en una denuncia de Hitler; después de setiembre de 1939, durante veinte meses
tuvo que creer que Alemania era más víctima del pecado que pecadora, y la palabra "nazi",
por lo menos hasta donde llegaba la prensa, tuvo que desaparecer completamente de su
vocabulario. Inmediatamente después de oír el boletín de noticias de las ocho, en la mañana
del 22 de junio de 1945, tuvo que empezar a creer una vez más que el nazismo era el mal
más espantoso que había visto el mundo. Ahora bien, es fácil para un político cambiar así,
pero para un escritor la situación es algo diferente. Si tiene que cambiar su ideología en el
momento preciso, tendrá o bien que mentir acerca de sus sentimientos subjetivos, o
suprimirlos del todo. En cualquiera de esos casos ha destruido su dínamo. No solamente las
ideas se negarán a venir a él, sino que las mismas palabras que usa parecerán endurecerse a
su contacto. La literatura política de nuestra época consiste casi por completo en frases
prefabricadas atornilladas entre sí como las piezas de un juego Mecano para niños. Es el
resultado inevitable de la censura propia. Para escribir en un lenguaje sencillo y vigoroso
hay que pensar sin miedo; y si uno piensa sin miedo no puede ser políticamente ortodoxo.
Podría ser diferente en una "época de fe", en que la ortodoxa predominante estuviera
establecida mucho tiempo ha y no se la tomara demasiado en serio. En ese caso sería
posible, o podría ser posible que grandes extensiones de nuestra mente permanecieran no
afectadas por lo que uno creyera oficialmente. Aún así, vale la pena hacer notar que la prosa
literaria casi desapareció durante la única época de fe de que disfrutó Europa. Durante casi
toda la Edad Media apenas hubo prosa literaria imaginativa y muy poca literatura histórica,
y los líderes intelectuales de la sociedad expresaban sus pensamientos más serios en una
lengua muerta que sufrió poco cambio durante unos mil años.

El totalitarismo, no obstante, no promete tanto una época de fe como de esquizofrenia.


Una sociedad se vuelve totalitaria cuando su estructura se vuelve notoriamente artificial, esto
es, cuando la clase dominante ha perdido su función pero consigue adherirse al poder
mediante la fuerza o el fraude. A semejante sociedad, no importa cuánto persista, no le
conviene ser tolerante o intelectualmente estable. Nunca puede permitir la crónica verídica de
los hechos o la sinceridad emocional que la creación literaria exige. Pero para estar
corrompido por el totalitarismo no es necesario vivir en un país totalitario. El simple
predominio de ciertas ideas puede esparcir una especie de veneno que imposibilita a una
materia tras otra para propósitos literarios. Dondequiera que haya una ortodoxia forzada, o
dos ortodoxias, como a menudo ocurre, cesa la buena literatura. Esto se vió bien demostrado
con la guerra civil española. Para muchos intelectuales ingleses la guerra era una experiencia
profundamente conmovedora, pero no una experiencia que pudieran describir sinceramente.
Había sólo dos cosas que a uno se le permitía decir, y ambas eran mentiras palpables; en
resumen, la guerra produjo toneladas de material impreso, pero casi nada que valiera la pena
leer.
No es seguro que los efectos del totalitarismo sobre el verso deban ser tan mortales
como sobre prosa. Hay toda una serie de razones convergentes que explican por qué es más
fácil para un poeta que para un prosista sentirse cómodo en una sociedad autoritaria. Para
comenzar, los burócratas y otros hombres "prácticos" por lo general, desprecian demasiado al
poeta para interesarse mucho en lo que dice. En segundo lugar, lo que el poeta dice, es decir,
lo que su poema "significaría" si se lo convirtiera en prosa, carece relativamente de
importancia hasta para él mismo. El pensamiento contenido en un poema es siempre simple, y
no es más el propósito primario del poema que la anécdota lo es del cuadro. Un poema es una
disposición de sonidos y asociaciones, igual que una pintura es una disposición de pinceladas.
En muy pocos pasajes realmente como el refrán de una canción, puede la poesía adaptarse
enteramente al significado. Le es por tanto bastante fácil a un poeta mantenerse alejado de los
temas peligrosos y evitar decir herejías, y aun cuando las diga pueden pasar inadvertidas. Pero
sobre todo, la buena poesía, a diferencia de la buena prosa, no es necesariamente un producto
individual. Ciertas clases de poemas, como las baladas o, por otra parte,. formas en verso muy
artificiales pueden ser compuestas en colaboración por grupos de personas. Si las antiguas
baladas inglesas o escocesas fueron producidas en su origen individualmente, eso no se sabe,
pero de todos modos son no individuales en el sentido de que cambian constantemente al
pasar de boca en boca. Ni siquiera impresas hay dos versiones iguales de una balada. Muchas
gentes primitivas componían versos en comunidad. Alguien comenzaba a improvisar,
acompañándose probablemente de un instrumento musical, algún otro contribuía con una
línea o una rima cuando el primer cantor fallaba, y así continuaba el proceso hasta que
aparecía toda una canción o balada que no poseía autor identificable.

En prosa, este tipo de colaboración íntima es completamente imposible. La prosa seria,


por lo menos, debe ser compuesta en la soledad, mientras que la excitación que produce el ser
parte de un grupo es en realidad una ayuda para ciertas clases de versificación. El verso, y tal
vez el buen verso de estilo, aunque no fuera del estilo más elevado, podría sobrevivir aún bajo
el régimen más inquisitorial. Hasta en una sociedad donde han sido extinguidas la libertad y la
individualidad, habría necesidad de canciones patrióticas y de baladas heroicas en celebración
de victorias, o de esmerada ejercitación en lisonjas. Estos son los tipos de poemas que pueden
escribirse a la medida o componerse en común, sin que necesariamente les falte valor
artístico. La prosa es un asunto diferente, ya que el escritor prosista no puede estrechar la
esfera de sus pensamientos sin matar su inventiva, Pero la historia de las sociedades
totalitarias, o de grupos de personas que han adoptado el tinte totalitario, sugiere que la
pérdida de la libertad es enemiga de todas las formas de la literatura. La literatura alemana
casi desapareció durante el régimen de Hitler, y la situación no fué superior en Italia. La
literatura rusa, hasta donde se puede juzgar por las traducciones, se ha deteriorado
notoriamente desde los primeros días de la revolución, aunque parte de los versos parece ser
mejor que la prosa. Pocas y ninguna novela rusa que se pueda tomar en serio se han traducido
durante alrededor de quince años. En Europa occidental y en América grandes sectores de la
clase culta han pasado por el partido comunista o bien han simpatizado cálidamente con el,
pero todo este movimiento izquierdista ha producido un número extraordinariamente pequeño
de libros que valga la pena leer. El catolicismo ortodoxo, por otra parte, parece tener un efecto
demoledor sobre ciertas formas literarias, especialmente la novela. Durante un período de
trescientos años, ¿cuántas personas han sido al mismo tiempo buenos novelistas y buenos
católicos? El hecho es que ciertos temas no se pueden celebrar con palabras, y la tiranía es
uno de ellos. Nadie escribió jamás un buen libro para elogiar la Inquisición. La poesía podría
sobrevivir en una época totalitaria, y ciertas artes o semi-artes, como ser la arquitectura,
podrían incluso encontrar beneficiosa la tiranía, pero el escritor en prosa no tendría opción
entre el silencio o la muerte. La literatura en prosa es, como sabemos, producto del
racionalismo de los siglos del protestantismo, del individuo autónomo, y la destrucción de la
libertad intelectual mutila al periodista, al sociólogo, al historiador, al novelista, al crítico y al
poeta, en ese orden. En el futuro es posible que pueda surgir una nueva 4 clase de literatura
que no involucre el sentimiento individual ni la observación exacta, pero al presente nada
semejante es imaginable. Parece mucho más probable que si la civilización liberal que hemos
vivido desde el Renacimiento llega en realidad a su fin, el arte literario perezca con ella.
La imprenta, naturalmente, se continuará usando, y es interesante especular acerca del
tipo de material de lectura que sobreviviría en una sociedad rígidamente totalitaria. Es de
presumir que los periódicos continuarían hasta que la técnica de la televisión alcanzara un
nivel más alto, pero aparte de los periódicos es dudoso aún ahora que en los países indus-
trializados la gran masa de la gente sienta necesidad por alguna clase de literatura; es reacia a
gastar ni por aproximación en material de lectura tanto como gasta en varios otros esparci-
mientos. Probablemente las novelas y cuentos serán completamente desalojados por el cine y
la radio. Tal vez sobreviva alguna clase de ficción sensacional de último grado, producido por
un proceso de correa de transmisión que reduzca al mínimo la iniciativa humana.

Probablemente no estaría por debajo de la ingenuidad humana el escribir libros por


medio de máquinas. Ya se puede ver actuar una especie de proceso mecanizado en el cine y en
la radio, en publicidad y propaganda, y en los bajos alcances del periodismo. Las películas de
Disney, por, ejemplo, son producidas esencialmente por un proceso de fábrica; el trabajo se
hace en parte mecánicamente y en parte por equipos de artistas que tienen que subordinar su
estilo individual. Los libretos para la radio están escritos comúnmente por fatigados escritores
a contrato a quienes se les dicta de antemano el tema y la manera de tratarlo; aún así, lo que
escriben es simplemente una especie de materia prima, a la que darán forma los productores y
censores. Así también ocurre con los innumerables libros y folletos que encargan los
departamentos de gobierno. Más mecanizada aún es la producción de cuentos cortos,
publicados por entregas y poemas para las revistas más baratas. Periódicos como el "Writer"
abundan en anuncios de escuelas literarias, todos ellos ofreciendo por unos cuantos chelines
argumentos ya hechos. Algunos suministran, junto con el argumento, las frases de apertura y
de cierre de cada capítulo. Otros lo equipan a uno con una especie de fórmula algebraica
mediante cuyo uso uno puede construir los argumentos por sí mismo. Otros ofrecen paquetes
de tarjetas marcadas con personajes y situaciones que no tienen más que ser mezcladas y
repartidas para producir automáticamente ingeniosos cuentos. Probablemente sería en forma
semejante como se produciría la literatura en una sociedad totalitaria, si es que la literatura
fuera aún necesaria. La imaginación, y en lo posible incluso la conciencia, serían eliminadas
del proceso de escribir. Los libros serían planeados en sus líneas generales por burócratas y
pasarían por tantas manos que cuando estuvieran terminados no serían un producto más
individual que un automóvil Ford en la tarea final del montaje en serie. Es innecesario decir
que cualquier cosa producida así sería una bazofia, pero cualquier cosa que no fuera una
bazofia pondría en peligro la estructura del Estado. En cuanto a la literatura sobreviviente del
pasado, tendría que ser suprimida o por lo menos vuelta a escribir.

Mientras tanto el totalitarismo no ha triunfado completamente en ninguna parte.


Nuestra propia sociedad, hablando en general, es liberal todavía. Para poner en práctica el
derecho de libre expresión hay que luchar contra la presión económica y contra poderosos
sectores de la opinión pública, pero no, por ahora, contra la policía secreta. Uno puede decir o
publicar casi cualquier cosa en tanto uno desee hacerlo clandestinamente. Pero lo que es
siniestro como dije al principio de este ensayo, es que los enemigos conscientes de la libertad
son aquellos para quienes la libertad tendría que significar más. El gran público no se
preocupa del asunto de una forma ni otra. No está a favor de perseguir al hereje, pero no se
esfuerza en defenderlo. Es al mismo tiempo demasiado sano y demasiado estúpido para
contraer la modalidad totalitaria. El ataque directo y consciente a la decencia intelectual
proviene de los intelectuales mismos.
Es posible que las clases cultas rusófilas, si no hubieran sucumbido a ese mito
particular, habrían sucumbido a otro de la misma clase. Pero, de todas maneras, el mito ruso
está ahí y la corrupción que provoca apesta. Cuando uno ve cómo hombres con educación
superior contemplan indiferentemente la opresión y la persecución, uno no sabe qué
despreciar más, si su cinismo o su miopía. Muchos sabios, por ejemplo, son admiradores
incondicionales de la URSS. Parecen pensar que la destrucción de la libertad carece de
importancia mientras su propia línea de trabajo no se vea afectada por el momento. La URSS
es un país grande y de rápido desarrollo que tiene profunda necesidad de hombres de ciencia
y, en consecuencia, los trata generosamente. Dado que se mantienen lejos de temas peligrosos
como ser la psicología, los sabios son personas privilegiadas. Los escritores, por otra parte,
son rencorosamente perseguidos. Es verdad que hay literatos necesarios como Ilya Ehrenburg
o Alexei Tolstoy, a los cuales se les pagan enormes sumas de dinero, pero lo único que posee
algún valor para el escritor como tal, su libertad de expresión, le es arrebatado. Algunos, por
lo menos, de los sabios ingleses que hablan con tanto entusiasmo de la oportunidad que gozan
los sabios en Rusia, son capaces de comprender esto, pero su reflexión parece ser: "A los
escritores se los persigue en Rusia, ¿Y qué? Yo no soy un escritor". No ven que cualquier ata-
que a la libertad intelectual y al concepto de la verdad objetiva amenaza a la larga a todos los
sectores del pensamiento.
Por el momento el estado totalitario tolera al sabio porque lo necesita. Hasta en la
Alemania Nazi se trataba relativamente bien a los sabios, siempre que no fueran judíos. Y, en
conjunto, la comunidad científica alemana no ofrecía resistencia a Hitler. En esta etapa de la
historia hasta el gobernante más autócrata se ve obligado a tener en cuenta la realidad física,
en parte debido a la languidez de los hábitos liberales del pensamiento, en parte debido a la
necesidad de prepararse para la guerra. En tanto que no pueda ignorarse por completo la
realidad física, en tanto que dos y dos tengan que ser cuatro cuando uno está, por ejemplo,
dibujando la heliografía de un aeroplano, el sabio tiene la función y puede hasta permitírsele
cierto grado de libertad. Su despertar vendría luego, cuando el estado totalitario este
firmemente establecido. Mientras tanto, si desea salvaguardar la integridad de la ciencia, es su
tarea desarrollar cierta especie de solidaridad con sus colegas literarios y no considerar con
indiferencia el hecho de que los escritores sean silenciados o impulsados al suicidio, y los
periódicos sistemáticamente falsificados.

Pero sea como fuere con las ciencias físicas, o con la música, pintura y arquitectura, es
cierto, como he tratado de demostrar, que la literatura está sentenciada a muerte si desaparece
la libertad de pensamiento. No sólo está condenada en cualquier país que conserve una
estructura totalitaria, sino que cualquier escritor que adopte el tinte totalitario y que encuentre
excusas para la persecución y falsificación de la realidad, se destruye por consiguiente como
escritor. No hay otro camino. Ninguna invectiva contra el "individualismo" y "la torre de
marfil", ninguna piadosa perogrullada que sostenga "la verdadera individualidad se obtiene
solamente por medio de una identificación con la comunidad" puede pasar por encima del
hecho de que una mente comprada es una mente estropeada. A menos que la espontaneidad
pueda manifestarse de un modo u otro, la creación literaria es imposible y el lenguaje mismo
se osifica. En un tiempo futuro, si la mente humana se transforma en algo totalmente diferente
de lo que es ahora, podremos aprender a separar la creación literaria de la honestidad
intelectual. Por ahora sólo sabemos que la imaginación, al igual que ciertos animales salvajes,
no puede multiplicarse en el cautiverio. Todo escritor o periodista que niegue ese hecho (y
casi todo elogio corriente de la Unión Soviética contiene o implica esa negativa) está en
realidad pidiendo su propia destrucción.

RECONSIDERACIONES ACERCA DE JAMES BURNHAM

EL libro "La Revolución de los Directores", de James Burnham, provocó una intensa
conmoción en los Estados Unidos y en este país, en la época en que se publicó, y su tesis
principal ha sido tan comentada que apenas sería necesaria una exposición detallada de la
misma. Resumiéndola lo más brevemente posible, la tesis es ésta:
El capitalismo está desapareciendo, pero el socialismo no lo está reemplazando. Lo que
surge ahora es un nuevo tipo de sociedad planeada y centralizada que no será ni capitalista ni
democrática en ningún sentido aceptado de la palabra. Los gobernantes de esta nueva
sociedad serán las personas que controlen efectivamente los medios de producción, es decir,
dirigentes técnicos, burócratas y soldados, agrupados por Burnham bajo el nombre de
directores.
Estas personas eliminarán a la vieja clase capitalista, aplastarán a la clase trabajadora, y
organizarán de tal modo la sociedad, que todo poder y privilegio económico quedarán en sus
manos. Se abolirán los derechos de la propiedad privada, pero no se establecerá la propiedad
común. Las nuevas sociedades "directrices" no consistirán en un damero de pequeños estados
independientes, sino en grandes super-estados agrupados alrededor de los principales centros
industriales de Europa, Asia y América. Estos super-estados lucharán entre sí por la posesión
de las restantes partes de la tierra, pero probablemente no serán capaces de conquistarse uno
al otro completamente. Internamente, cada sociedad será jerárquica, con una aristocracia de
gente talentosa en la cumbre y una masa de semiesclavos al pie.
En el libro que publicó a continuación, "Los maquiavelistas", Burnham elabora y
también modifica su declaración original. La mayor parte del libro es una exposición de las
teorías de Maquiavelo y de sus discípulos modernos: Mosca, Michels y Pareto; Burnham
agrega a éstos, con dudosa justificación, al escritor sindicalista Georges Sorel. Lo que Burn-
ham se halla principalmente interesado en demostrar es que jamás ha existido una sociedad
democrática, y, por lo que podemos ver, jamás existirá. La sociedad es por naturaleza
oligárquica, y el poder de la oligarquía descansa siempre sobre la fuerza y el fraude. Burnham
no niega que los "buenos" motivos pueden obrar en la vida privada, pero mantiene que la
política consiste en la lucha por el poder y nada más. Todos los cambios históricos se reducen
finalmente al reemplazo de una clase gobernante por otra. Todo lo que se habla de
democracia, libertad, igualdad, fraternidad todos los movimientos revolucionarios, todas las
visiones utópicas, "la sociedad sin clases" o "el reino de los cielos en la tierra" son patrañas no
necesariamente conscientes, que encubren las ambiciones de alguna nueva clase que se está
abriendo camino a codazos hacia el poder. Los puritanos ingleses, los jacobinos, los
bolcheviches, fueron en cada caso simples cazadores de poder que utilizaban las esperanzas
de las masas con el objeto de ganar para sí mismos una posición privilegiada. El poder puede
a veces conseguirse o mantenerse sin violencia, pero nunca sin fraude, pues es necesario hacer
uso de las masas, y éstas no cooperarán si saben que están simplemente sirviendo los
propósitos de una minoría. En cada gran conflicto revolucionario las masas son guiadas por
vagos sueños de hermandad humana, y entonces, cuando la nueva clase gobernante 'está bien
asentada en el poder, son arrojadas de nuevo en la esclavitud. Esta es, prácticamente, la
totalidad de la historia política tal como la ve Burnham.
Donde el segundo libro se aparta del primero es en la aseveración de que todo el
proceso podría ser algo moralizado si se encararan los hechos más honestamente. "Los
maquiavelistas" se subtitula "Defensores de la libertad". Maquiavelo y sus discípulos
enseñaron que en política la decencia simplemente no existe, y, al hacerlo así, según
Burnham, hicieron posible conducir los asuntos políticos más inteligentemente y menos
opresivamente. Una clase gobernante que no reconociera que su objetivo real es permanecer
en el poder reconocería también que sería más probable tener éxito si sirviera al bien común,
y podría evitar fosilizarse en una aristocracia hereditaria. Burnham pone mucho más énfasis
en la teoría de Pareto de la "circulación de los selectos". Si una clase gobernante va a
permanecer en el poder debe admitir constantemente reclutamientos adecuados de las clases
inferiores, de manera que los hombres más capaces puedan estar siempre en la cumbre y no
pueda llegar a surgir una nueva clase de malcontentos ávidos de poder. Burnham considera
que esto es más probable de ocurrir en una sociedad que conserve costumbres democráticas,
esto es, donde la oposición esté permitida y ciertos cuerpos como la prensa y los gremios
obreros puedan conservar su autonomía. Aquí Burnham contradice indudablemente su
opinión anterior. En "La Revolución de los Directores" escrita en 1940 se tiene como cosa
natural que la Alemania "directora" es en todo sentido más eficiente que una democracia
capitalista como Francia o Gran Bretaña. En el segundo libro, escrito en 1942, Burnham
admite que los alemanes podrían haber evitado algunos de sus errores estratégicos más serios
si hubiesen permitido la libertad de expresión. Sin embargo, no se abandona la tesis principal.
El capitalismo está condenado, y el socialismo es un sueño. Si captamos lo que está en
discusión podemos dominar hasta cierto punto el curso de la revolución de los directores, pero
esa revolución está ocurriendo, nos guste o no. En ambos libros, pero especialmente en el
primero, hay una nota de inconfundible goce de la crueldad y perversidad de esos sistemas
que se están discutiendo. Aunque Burnham afirma reiteradamente que él está simplemente
exponiendo los hechos y no expresando sus propias preferencias, está claro que se halla
fascinado por el espectáculo del poder y que sus simpatías estaban con Alemania mientras
parecía que ésta estaba ganando la guerra. Un ensayo más reciente, "El heredero de Lenin",
publicado en "Partisan Review" hacia principios de 1945, sugiere que esta simpatía ha sido
trasladada desde entonces a la URSS. "El heredero de Lenin", que provocó violentas
controversias en la prensa de izquierda americana, todavía no se ha reimpreso en Inglaterra, y
más adelante deberé volver a ese ensayo.

Se observa que la teoría de Burnham no es nueva, estrictamente hablando. Muchos


escritores anteriores han previsto la aparición de una clase de sociedad, ni capitalista ni socia-
lista y probablemente basada en la esclavitud, si bien la mayoría ha diferido de Burnham al no
considerar inevitable este desarrollo. Un ejemplo de esto es el libro de Hilaire Belloc, "El
Estado Servil", publicado en 1911. "El Estado Servil" está escrito en un estilo pesado, y el
remedio que sugiere, un regreso a la propiedad del campesino en pequeña escala, es imposible
por muchas razones; sin embargo, predice con notable perspicacia las cosas que han estado
ocurriendo desde los alrededores de 1930 en adelante. Chesterton predice, en forma menos
metódica, la desaparición de la democracia y de la propiedad privada y el surgimiento de una
sociedad de esclavos que podría llamarse o capitalista o comunista. En "El talón de hierro",
escrito en 1909, Jack London pronosticó algunas de las características esenciales del
fascismo. Otros libros tales como "El durmiente se despierta", de Wells (1930), "Nosotros", de
Zamyatin (1923) y "Este bravo nuevo mundo", de Aldous Huxley (1930), describen todos
ellos mundos imaginarios en los cuales los problemas especiales del capitalismo han sido
resueltos sin producir más libertad, igualdad o verdadera felicidad, en absoluto. Más
recientemente, escritores como Peter Druker y F. A. Voigt han argüido que el fascismo y el
comunismo son substancialmente lo mismo. Y, por cierto, siempre ha sido evidente que una
sociedad planeada y centralizada está expuesta a transformarse en una oligarquía o una
dictadura. Los conservadores ortodoxos eran incapaces de comprender esto, porque los
consolaba el dar por sentado que el socialismo "no iba a servir" y que la desaparición del
capitalismo significaría el caos y la anarquía. Los socialistas ortodoxos no podían
comprenderlo, porque querían creer que ellos mismos estarían pronto en el poder, y en
consecuencia daban por sentado que cuando el capitalismo desapareciera, el socialismo
tomaría su lugar. Como resultado, fueron incapaces de prever el surgimiento del fascismo o de
formular predicciones acertadas acerca del mismo después que hubo aparecido. Más tarde, la
necesidad de justificar la dictadura rusa y de explicar el evidente parecido entre el comunismo
y el nazismo, complicó el asunto más aún. Pero la noción de que el industrialismo debe
terminar en monopolio y de que el monopolio debe implicar tiranía no tiene por qué asustar.
Donde Burnham difiere de la mayoría de los otros pensadores es en tratar de planear el
curso de la "revolución directriz" correctamente en escala mundial y en suponer que la
tendencia hacia el totalitarismo es irresistible y no debe ser combatida, si bien debe ser
guiada. De acuerdo con Burnham en su escrito de 1940, el "directivismo" ha alcanzado su
máximo desarrollo en la URSS, pero está casi igualmente bien desarrollado en Alemania, y ha
hecho su aparición en los Estados Unidos. Describe el "New Deal" como "directivismo
primitivo" pero la tendencia es la misma en todas partes. Siempre el capitalismo laissez-f aire
abre camino a un planeamiento e intervención del Estado, y el simple propietario pierde
poder comparado con el técnico y el burócrata, pero el socialismo, es decir, lo que se
acostumbra a llamar socialismo, no da señales de vida:
"Algunos apologistas tratan de excusar el marxismo diciendo que "nunca ha tenido
oportunidad". Esto está lejos de la verdad. El marxismo y los partidos marxistas han tenido
docenas de oportunidades. En Rusia tomó el poder un partido marxista; al poco tiempo
abandonó el socialismo, si no en palabras, por lo menos en el significado de sus acciones. En
la mayoría de las naciones europeas hubo, durante los últimos meses de la primera guerra
mundial y los años inmediatos posteriores, crisis sociales que dejaron una puerta abierta para
los partidos marxistas; sin excepción se mostraron incapaces de tomar y mantener el poder. En
gran número de países, o sea en Alemania, Dinamarca, Noruega, Suecia, Austria, Inglaterra,
Australia, Nueva Islandia, España y Francia, los partidos marxistas reformistas han
suministrado las autoridades y han fallado uniformemente en introducir el socialismo o dar un
verdadero paso hacia éste... En la práctica, a cada texto histórico (y ha habido muchos) estos
partidos han fracasado con el socialismo o bien lo han abandonado. Este es el hecho que ni el
enemigo más encarnizado, ni el amigo más ardiente del socialismo puede borrar. Este hecho
no prueba nada, como algunos piensan, acerca de la cualidad moral del ideal socialista. Pero
sí constituye una evidencia palpable de que, cualesquiera sea su cualidad moral, el socialismo
no va a venir.

Burnham no niega, naturalmente, que los nuevos regímenes "directrices" como los de
Rusia y de Alemania nazi, puedan llamarse socialistas. Quiere decir simplemente que no son
socialistas en ningún sentido de la palabra que pudiera haber sido aceptado por Marx, o Lenin,
o Keir Hardie, o William Morris, o en realidad por ningún socialista importante anterior a los
alrededores de 1930. Hasta hace poco se suponía que el socialismo implicaba la democracia
política, la igualdad social y el internacionalismo. No existe la más leve señal de que algunas
de estas cosas se vayan a establecer en alguna parte, y el único gran país en que alguna vez
ocurrió algo descrito como una revolución proletaria, vg. la URSS, se ha estado alejando
constantemente del viejo concepto de una sociedad libre y equitativa que aspirara a la
hermandad humana universal. En un progreso casi ininterrumpido desde los primeros días de
la revolución, se ha coartado la libertad y suprimido las instituciones representativas, mientras
que han aumentado las injusticias, y el nacionalismo y el militarismo se han hecho más
fuertes. Pero Burnham insiste en que, al mismo tiempo, no ha habido tendencia en regresar al
capitalismo. Lo que está ocurriendo es simplemente el crecimiento del "directivismo", el cual,
según Burnham, se halla en marcha en todas partes, si bien la manera como se desarrolla
puede variar de un país a otro.

Ahora bien, como interpretación de lo que está ocurriendo, la teoría de Burnham es


extremadamente plausible, considerada desde el punto de vista más simple. Los hechos de los
últimos quince años en la URSS, al menos, pueden ser mucho más fácilmente explicados por
esta teoría que por ninguna otra. Evidentemente la URSS no es socialista, y sólo puede
llamarse socialista si se le da a la palabra un significado diferente del que tendría en cualquier
otro contexto. Por otra parte, siempre han sido falsificadas las profecías de que el régimen
ruso volvería al capitalismo, y ahora parecen más lejos que nunca de cumplirse. Burnham
probablemente exagera al pretender que el proceso había ido casi igualmente lejos en la
Alemania nazi, pero parece cierto que la tendencia se alejaba del capitalismo de viejo estilo en
dirección a una economía planeada con una oligarquía adoptiva dominadora. En Rusia,
primero destruyeron a los capitalistas y luego aplastaron a los trabajadores. En Alemania
primero aplastaron a los trabajadores, pero la eliminación de los capitalistas ya había
comenzado de todos modos y los cálculos basados en la suposición de que el nazismo era
"simplemente capitalismo" se vieron siempre contradichos por los hechos. Donde Burnham
parece estar más descarrilado es en creer que el "directivismo" está en ascenso en los Estados
Unidos, el único gran país donde el capitalismo libre es todavía fuerte. Pero si se considera el
movimiento mundial como un todo, es difícil resistir a sus conclusiones, y hasta en los
Estados Unidos la fé ciega en el laissez-f aire puede no sobrevivir a la gran crisis económica.
Se ha atacado a Burnham por conceder demasiado importancia a los "directores" en el más
estrecho sentido de la palabra esto es, de fábricas, proyectistas y técnicos, y que parece creer
que en la Rusia soviética es esta gente, y no los jefes del partido comunista, quien tiene
verdaderamente el poder. Sin embargo este es un error secundario, que se encuentra corregido
en parte en "Los maquiavelistas". El verdadero problema no es si las gentes que se encarguen
de despreciarnos durante los próximos cincuenta años se van a llamar "dirigentes" burócratas
o políticos; el problema es si el capitalismo, que evidentemente ya está condenado, va a abrir
camino a la oligarquía o a la verdadera democracia.
Pero lo curioso es que cuando uno examina las predicciones en que Burnham ha basado
su teoría general, se encuentra con que, hasta donde son verificables, han sido falsificadas.
Gran cantidad de gente ya ha señalado esto. Sin embargo, vale la pena seguir en detalle las
predicciones de Burnham, pues forman una especie de modelo que está relacionado con los
sucesos contemporáneos y que revela, según creo, una falla muy importante en el
pensamiento político presente.

Para comenzar, cuando escribe en 1940, Burnham da más o menos por segura la
victoria alemana. Describe a Gran Bretaña como "decadente" y como si exhibiera "todas las
características que han distinguido a las civilizaciones decadentes de los períodos de
transición en la historia", mientras que la conquista e integración de Europa que Alemania
llevó a cabo en 1940 está descrita como "irrevocable". "Inglaterra, no importa con qué aliados
no europeos, no puede tener la esperanza de conquistar el continente europeo", escribe Burn-
ham. "Aun cuando Alemania se las arreglara de algún modo para perder la guerra, no podría
ser desmembrada o reducida al estado de la república de Weimar, pues está destinada a
permanecer como el núcleo de una Europa unificada. Sea como fuere, el futuro mapa del
mundo, con sus tres grandes super-estados, ya está establecido en sus contornos principales, y
los núcleos de estos grandes super-estados son, cualesquiera puedan ser sus nombres futuros,
las naciones previamente existentes Japón, Alemania y los Estados Unidos".
Burnham también se indina a opinar que Alemania no atacará a la URSS hasta después
que Gran Bretaña haya sido derrotada. En un resumen de Su libro publicado en Partisan
Review de mayo-junio de 1941, y escrito probablemente después que el propio libro, dice:

"Igual que en el caso de Rusia y Alemania, la tercera parte del problema del
"directivismo", la lucha con otros sectores de la sociedad "directiva" por el poder, queda para
el futuro. Primero tenía que venir el golpe mortal que aseguró el derrumbe del orden
capitalista mundial, lo que significó sobre todo la destrucción de los cimientos del Imperio
Británico, llave del orden capitalista mundial, tanto directamente como mediante la ruina de la
estructura política europea, que era un puntal necesario del Imperio. Esta es la explicación
básica del pacto nazi-soviético, que no es inteligible en otros campos. El futuro conflicto entre
Alemania y Rusia será un verdadero conflicto directivo; previamente a las grandes batallas
mundiales directivas, debe asegurarse el fin del orden capitalista. La creencia de que el
nazismo es un "capitalismo decadente"... hace imposible explicar razonablemente el pacto
nazi-soviético. De esta creencia surgió la siempre esperada guerra entre Alemania y Rusia, no
la verdadera guerra a muerte entre Alemania y el Imperio Británico. La guerra entre Alemania
y Rusia es una de las guerras directivas del futuro, no de las guerras anti-capitalistas de ayer y
de hoy".

Sin embargo, después vendrá el ataque a Rusia, y es seguro, o casi seguro, que será
derrotada. "Existe toda la razón para creer... que Rusia se va a escindir con la mitad occidental
gravitando hacia la base europea y la oriental hacia la asiática". Esta cita viene de "La
revolución de los directores". En el artículo arriba citado, escrito probablemente unos seis
meses después, está dicho más enérgicamente: "la debilidad rusa indica que Rusia no está
capacitada para resistir, que se quebrará y caerá hacia el este y hacia el oeste". Y en una nota
suplementaria que se agregó a la edición inglesa (Pelican) y que parece haber sido escrita a
fines de 1941, Burnham habla como si el proceso de "quebrarse" ya estuviese efectuándose.
La guerra, según él, "es parte del modo por el cual la mitad occidental de Rusia está siendo
integrada en el super-estado europeo".
Ordenando estas variadas declaraciones, tenemos las siguientes profecías:

1. Alemania está destinada a ganar la guerra.


Alemania y Japón están destinados a sobrevivir como grandes estados, y a
1.
permanecer como núcleos del poder en sus respectivas áreas.
2. Alemania no atacará a la URSS hasta después de la derrota de Gran Bretaña.
3. La URSS está destinada a ser derrotada.

Sin embargo, Burnham ha formulado otras predicciones además de éstas. En un breve


artículo aparecido en "Partisan Review" en el verano de 1944, da su opinión de que la URSS
formará parte de la pandilla junto al Japón con el objeto de evitar la derrota total de este
último, mientras que los comunistas americanos serán puestos a trabajar para sabotear el
extremo oriental de la guerra. Y finalmente, en un artículo de la misma publicación aparecido
en el invierno de 1944-45, pretende que Rusia, destinada tan poco tiempo atrás a "quebrarse",
está a punto de conquistar a toda Eurasia. Este artículo, que es motivo de violentas
controversias entre las clases cultas americanas, no ha sido impreso en Inglaterra. Debo dar
aquí alguna explicación del mismo, porque su modo de considerar y su tono emocional son de
una clase especial, y estudiándolo, podemos acercarnos más a las verdaderas raíces de la
teoría de Burnham.

El artículo se intitula "El heredero de Lenin", y se pone a demostrar que Stalin es el


verdadero y legítimo guardián de la revolución rusa, que él no ha "traicionado" en ningún
sentido, sino simplemente llevado adelante planes que estaban implícitos desde el comienzo.
En sí ésta es una opinión más fácil de digerir que la acostumbrada declaración trotskista de
que Stalin es un simple partidista que ha tergiversado la revolución para sus propios fines, y
que las cosas hubiesen sido diferentes si Lenin hubiera vivido o Trotsky hubiera permanecido
en el poder. En realidad no hay una razón poderosa para pensar que las líneas principales de
su desarrollo hubiesen sido muy diferentes. Mucho antes dé 1923 ya eran muy evidentes las
semillas de una sociedad totalitaria. Lenin, a la verdad, es uno de esos políticos que ganan una
inmerecida reputación muriendo prematuramente.19 Si hubiese vivido, es probable que
hubiese sido arrojado del poder, como Trotsky, o se hubiese mantenido en el poder por
métodos tan bárbaros como los de Stalin. El título del ensayo de Burnham, en consecuencia,
manifiesta una tesis razonable, y uno esperaría que la sostenga mediante una demostración de
los hechos.

Sin embargo, el ensayo trata escasamente de su tema aparente. Es obvio que cualquiera
que se hallara genuinamente interesado en demostrar que ha habido continuidad de política
como paralelo entre Lenin y Stalin, comenzaría bosquejando la política de Lenin y luego
explicaría en qué forma la de Stalin se ha asemejado a la misma. Burnham no hace esto. A
excepción de una o dos frases al pasar, no dice nada de la política de Lenin, y el nombre de
Lenin aparece sólo cinco veces en un ensayo de doce páginas; en las primeras siete páginas,
aparte del título, no aparece para nada. El verdadero objeto del ensayo es presentar a Stalin
como una descollante figura sobrehumana, una especie de semidiós en realidad, y al
bolchevismo como una fuerza irresistible que fluye sobre la tierra y no se la puede detener
hasta que alcance los confines más lejanos de Eurasia. En tanto intenta demostrar su caso,
Burnham lo hace repitiendo una y otra vez que Stalin es un "gran hombre", lo cual
probablemente sea cierto, pero está casi por completo fuera de lugar. Más aún, si bien él
ofrece algunos argumentos sólidos por creer en el genio de Stalin, está claro que en su mente
la idea de "grandeza" se halla estrictamente mezclada con la idea de crueldad y deshonestidad.
Hay curiosos pasajes en los cuales parece sugerirse que Stalin debe ser admirado debido a los

19
Es difícil pensar en algún político que haya vivido hasta los ochenta años y fuera considerado todavía eficaz.
Lo que llamamos un gran "estadista" significa normalmente uno que muere antes que su política haya tenido
tiempo de surtir efecto. Si Cronwell hubiese vivido unos cuarenta años más probablemente hubiese caído del
poder, en cuyo caso lo consideraríamos ahora un fracaso. Si Petáin hubiese muerto en 1930, Francia lo habría
venerado como un héroe y un patriota. Napoleón hizo notar una vez que si una bala de cañón lo hubiese llegado
a herir cuando él estaba entrando en Moscú, habría pasado a la historia como el más grande hombre que vivió
jamás.
ilimitados sufrimientos que ha causado:

"Stalin demuestra ser un "gran hombre" en gran estilo. Los informes de los banquetes
ofrecidos en Moscú a los dignatarios visitantes, fijan el tono simbólico. Con sus enormes
menús de esturiones, asados, aves, dulces, sus ríos de licor, docenas de brindis con los cuales
terminaban, el silencioso e inmóvil policía secreto detrás de cada invitado, todo contra el
invernal telón de fondo de las hambrientas multitudes de la sitiada Leningrado, los millones
que estaban muriendo en el frente, los repletos campos de concentración, el gentío de la
ciudad al cual mantenían mediante sus diminutas raciones justo al borde de la vida; hay poco
rastro de apagada mediocridad o de la mano de Babbit. Reconocemos más bien latradición del
más espectacular de los zares, de los grandes reyes medos o persas, del kanato de la Horda de
Oro, del banquete que asignamos a los dioses de las Edades Heroicas en tributo a la
comprensión de que la insolencia, la indiferencia y Ja brutalidad en semejante escala arrancan
a los seres del nivel humano... La técnica política de Stalin demuestra una libertad de
restricciones convencionales que es incompatible con la mediocridad: el hombre mediocre
está atado a la costumbre. A menudo es la escala de sus operaciones la que las pone aparte. Es
común, por ejemplo, que hombres activos en la vida práctica inventen confabulaciones de vez
en cuando y las pongan en escena. Pero llevar a cabo una seudo-confabulación contra decenas
de miles de personas y altos porcentajes de capas sociales enteras, incluyendo la mayoría de
los propios camaradas de uno mismo, está tan lejos de lo común, que la conclusión de la masa
es, a la larga, que la seudo-confabulación debe ser cierta o por lo menos tener algo de cierto, o
que a un poder tan inmenso hay que someterse. Es una necesidad histórica, como dicen los
intelectuales... No hay nada inesperado en dejar que unos cuantos individuos se mueran de
hambre por razones de estado, pero que varios millones se mueran de hambre por una
decisión deliberada es un tipo de acción atribuida comúnmente sólo a los dioses".

En éste y en otros pasajes similares puede haber un toque de ironía, pero es difícil no
sentir que hay también una especie de fascinada admiración. Hacia el final del ensayo
Burnham compara a Stalin con esos héroes semifabulosos, como Moisés o Asoka, quienes
sintetizan en sí toda una época y a los que precisamente se les atribuyen hazañas que no han
ejecutado en realidad. Al escribir de la política exterior soviética y de sus supuestos objetivos,
toca una nota más mística todavía:

"Comenzando desde el centro magnético del corazón de Eurasia, el poder soviético,


como la realidad del primer príncipe del Neoplatonismo que abunda en las series des-
cendientes de la progresión emanante, fluye hacia Europa por el oeste, hacia el cercano
Oriente por el sur, hacia China por el este, lamiendo ya las playas del Atlántico, el mar
Amarillo y de la China, el Mediterráneo y el Golfo Pérsico. Como el primer principio que no
se diferencia, en su progresión, desciende por las etapas de la Mente, el Alma y la Materia y
luego por su fatal regreso a sí mismo; así el poder soviético, emanando del centro
integralmente totalitario prosigue hacia afuera por Absorción (los Bálticos, Besarabia,
Bukovina, Este de Polonia), Dominación (Finlandia, Los Balcanes, Mongolia, Norte de China
y, mañana, Alemania). Influencia Orientadora (Italia, Francia, Turquía, Irán, centro y sur de
China) hasta que se disipe en Mhon, la esfera material exterior, por debajo de los límites
eurasiáticos, de momentáneo Apaciguamiento e Infiltración (Inglaterra y los Estados
Unidos)".

No creo que sea fantasioso sugerir que las innecesarias letras mayúsculas de que está
recargado este pasaje están para causar un efecto hipnótico sobre el lector. Burnham está tra-
tando de construir la pintura de un poder terrífico e irresistible, y de transformar una maniobra
política normal como es la infiltración en Infiltración agregada a la prodigiosidad general. El
ensayo debería ser leído por completo. Aunque no es la clase de contribución que el rusófilo
medio consideraría aceptable, y aunque Burnham mismo pretendería probablemente ser
estrictamente objetivo, está en realidad realizando un acto de homenaje y hasta de
humillación. Entretanto, este ensayo nos brinda otra profecía para agregar a la lista, a saber,
que la URSS conquistará toda Eurasia, y probablemente mucho más. Y debe recordarse que la
teoría básica de Burnham contiene en sí misma una predicción que debe ser examinada aún,
esto es, que ocurra lo que ocurriere, está destinada a prevalecer la sociedad "directiva".

La primitiva profecía de Burnham, de una victoria alemana en la guerra y la integración


de Europa alrededor del núcleo alemán, fué falsificada, no solamente en sus líneas prin-
cipales, sino en algunos detalles importantes. Burnham insiste continuamente en que el
"directivismo" es no sólo más eficiente que la democracia capitalista o el socialismo marxista,
sino también más aceptable para las masas. Los gritos de combate de democracia y
autodeterminación nacional, según dice, ya no contienen un llamamiento a las masas; el
"directivismo", por otra parte, puede provocar entusiasmo, presentar objetivos de guerra
inteligibles, establecer quintas columnas por todas partes, e inflamar a sus soldados con un
espíritu fanático. Se hace mucho hincapié en el "fanatismo" de los alemanes, comparado con
la "apatía" o "indiferencia" de los ingleses, franceses, etc., y se representa al nazismo como
una fuerza revolucionaria que arrasa toda Europa y extiende su filosofía por "contagio". Las
quintas columnas nazis "no pueden ser destruidas" y las naciones democráticas son
completamente incapaces de idear ningún sistema que las alemanas u otras masas europeas
prefirieran al Nuevo Orden. De cualquier modo, la democracia sólo podrá derrotar a Alemania
si va "aún más lejos por el camino del directivismo de lo que ha ido Alemania".

El germen de la verdad en todo esto es que los estados europeos más pequeños,
desmoralizados por el caos y la paralización de los años de la preguerra, desfallecieron
bastante más rápidamente de lo que necesitaban hacerlo, y habrían aceptado de modo
concebible el Nuevo Orden si los alemanes hubiesen mantenido algunas de sus promesas.
Pero el verdadero ejercicio del dominio alemán levantó casi inmediatamente tal frenesí de
odio y venganza como pocas veces había visto el mundo. Después de los comienzos de 1941
apenas había necesidad de un objetivo de guerra positivo, ya que librarse de los alemanes era
un objetivo suficiente. El asunto del estado de ánimo y de su relación con la solidaridad
nacional es nebuloso, y la evidencia puede ser manipulada a fin de demostrar casi cualquier
cosa. Pero si uno va desde la proporción de prisioneros a otras pérdidas, y la cantidad de
quislinguismo, los estados totalitarios resultan en la comparación peor que las democracias.
Cientos de miles de rusos parecen haberse pasado a los alemanes durante el transcurso de la
guerra, mientras que un número similar de alemanes e italianos se habían pasado a los aliados
antes de que comenzara la guerra: el número correspondiente de renegados americanos o
ingleses habría llegado a unas cuantas docenas. Como ejemplo de la incapacidad de las
"ideologías capitalistas" para buscar apoyo, Burnham cita "el completo fracaso del
reclutamiento militar voluntario en Inglaterra, al igual que en todo el Imperio Británico, y en
los Estados Unidos". De esto se infería que los ejércitos de los estados totalitarios estaban
compuestos por voluntarios. En realidad ningún estado totalitario ha considerado jamás el
reclutamiento como voluntario en ninguna circunstancia, ni tampoco, en toda la historia, se ha
formado un gran ejército por medios voluntarios.20 No vale la pena registrar los muchos
argumentos similares que Burnham presenta más adelante. Lo cierto es que él supone que
Alemania tiene que ganar la guerra de propaganda tanto como la militar, y que, por lo menos
20
En la primera parte de la guerra de 1914-18, Gran Bretaña reclutó un millón de voluntarios. Este debería ser un
record mundial, pero la presión aplicada fué tal que es dudoso que el reclutamiento tenga que ser descrito como
voluntario. Hasta las guerras más "ideológicas" han sido hechas por hombres presionados. En la guerra civil
inglesa, en las guerras napoleónicas, en la guerra civil americana, en la guerra civil española, etc., ambas partes
recurrieron al alistamiento o a los grupos reclutadores.
en Europa, esta apreciación no se vió confirmada por los hechos.
Se verá que las predicciones de Burnham no solamente han resultado, cuando eran
verificables, equivocadas, sino que a veces se han contradicho unas a otras de manera
escandalosa. Es este último hecho el significativo. Las predicciones políticas son equivocadas
por lo común, porque se basan generalmente en deseos personales, pero pueden tener valor
sintomático especialmente cuando cambian abruptamente. A menudo el factor revelador es la
fecha en que son hechas. Si fechamos los diversos escritos de Burnham con tanta exactitud
como puede obtenerse de la evidencia interna y señalamos luego con qué sucesos coincidieron
encontramos las siguientes relaciones:
En la "Revolución de los Directores", Burnham .profetiza una victoria alemana,
postergación de la guerra ruso-alemana, hasta que Gran Bretaña sea derrotada, y,
posteriormente, la derrota de Rusia. El libro, o gran parte de él, fué escrito en la segunda
mitad de 1940, esto es, en una época en que los diversos escritos de Burnham con tanta
exactitud como puede obtenerse de la evidencia interna y señalamos luego con qué bastante
estrechamente, y en lo que parecía, de todos modos, ser un espíritu de apaciguamiento.
En la nota suplementaria agregada a la edición inglesa del libro, Burnham parece
suponer que la URSS ya está vencida y el proceso de división está por comenzar. Fué
publicado en la primavera 1942 y escrito presumiblemente a fines de 1941, es decir, cuando
los alemanes se hallaban en los suburbios de Moscú.
La predicción de que Rusia se uniría a Japón contra los Estados Unidos fué escrita en
los principios de 1944, poco después de la conclusión de un nuevo tratado ruso-japonés.
La profecía de una conquista mundial rusa fué escrita en el invierno de 1944, cuando
los rusos avanzaban rápidamente por Europa Oriental, mientras los aliados occidentales
estaban aún retenidos en Italia y en Francia septentrional.
Se verá que en cada punto Burnham predice una continuación de lo que está
ocurriendo. Ahora bien, la tendencia a hacer esto no es simplemente un mal hábito, como la
inexactitud o la exageración, que uno puede corregir usando la cabeza. Es una enfermedad
mental normal, y sus raíces descansan en parte en la cobardía y en parte en el culto del poder,
el cual no es totalmente separable de la cobardía.
Supóngase que en 1940 se hubiese hecho una encuesta en Inglaterra sobre la pregunta:
"¿Ganará Alemania la guerra?" Se habría encontrado, por curioso que parezca, que el grupo
que contestó "Sí" contenía un porcentaje mucho más elevado de gente inteligente, gente con
un cociente de inteligencia superior a 120, digamos, que el grupo que contestó "No". Lo
mismo hubiera subsistido a mediados de 1942. En este caso los números no habían sido tan
sorprendentes, pero si se hubiese formulado la pregunta "¿Capturarán Alejandría los alema-
nes?, o: ¿Serán capaces los japoneses de retener los territorios que han capturado?", entonces
habría habido una vez más una muy marcada tendencia en los inteligentes a concentrarse en el
grupo afirmativo. En ambos casos la persona menos dotada habría sido la más a propósito
para dar una respuesta correcta.

Si uno se dejara guiar completamente por estos ejemplos, podría suponer que la
inteligencia superior y el juicio militar erróneo van siempre juntos. Sin embargo, no es tan
simple como eso. Las clases cultas inglesas, en general, eran más derrotistas que la masa de la
gente, y eso que algunos continuaron siéndolo en una época en que la guerra estaba
sencillamente ganada, en parte porque estaban más capacitados para imaginarse los tristes
años de luchas que había por delante. Sus estados de ánimo estaban peor porque sus
imaginaciones eran más fuertes. La manera más rápida de terminar una guerra es perderla, y si
uno encuentra intolerable la perspectiva de una guerra prolongada es natural no creer en la
posibilidad de ganar. Pero había algo más que eso. Estaba también el descontento de grandes
cantidades de intelectuales, que les hacía difícil no ponerse de parte de cualquier país hostil a
Gran Bretaña. Y lo que es más grave aún, estaba la admiración, si bien sólo en muy pocos
casos consciente, por el poder, la energía y la crueldad del régimen nazi. Sería una tarea útil
aunque tediosa examinar la prensa izquierdista y enumerar todas las referencias hostiles al
nazismo durante los años de 1935 a 1945. Se encontraría, no lo dudo, que alcanzaron su
marca más alta en 1937-8 y 1944-5, y decayeron notablemente en los años 1939 a 1942, esto
es, durante el período en que parecía que Alemania estaba ganando. Se encontraría también
que la misma gente que abogaba por una paz conciliadora en 1940 aprobaba la
desmembración de Alemania en 1945. Y si se estudian las reacciones de las clases cultas
inglesas hacia la URSS, también ahí se encontrarían impulsos genuinamente progresivos
mezclados con admiración por el poder y la crueldad. Sería grossly unfair sugerir que el culto
del poder es el único motivo del sentimiento rusófilo, pero es un motivo, y entre los
intelectuales es probablemente el más fuerte.

El culto del poder entorpece el juicio político porque conduce casi inevitablemente a la
creencia de que continuará la tendencia actual. Quien quiera esté ganando en este momento
siempre parecerá invencible. Si los japoneses han conquistado el sur de Asia, entonces tendrán
el sur de Asia para siempre; si los alemanes han capturado Tobruk, capturarán infaliblemente
el Cairo; si los rusos están en Berlín, no tardarán mucho en estar en Londres, y así
sucesivamente. Este hábito de la mente conduce también a la creencia de que las cosas
ocurrirán más rápida, completa y catastróficamente de lo que es en la práctica. Se cree que el
nacimiento y la caída de imperios, la desaparición de civilizaciones y religiones, son re-
pentinos como los terremotos, y se habla de procesos que acaban de comenzar como si ya
estuvieran llegando a su fin.
Los escritos de Burnham están llenos de visiones apocalípticas. Describen
constantemente naciones, gobiernos, clases y sistemas sociales como si se expandieran,
contrajeran, declinaran, disolvieran, vinieran abajo, despedazaran, desmoronaran, cristaliza-
ran, y, en general, se comportaran de una manera inestable y melodramática. Nunca es
suficientemente tenida en cuenta la lentitud del proceso histórico y el hecho de que toda época
contiene siempre gran parte de la anterior. Semejante manera de pensar está destinada a
conducir a profecías erróneas, porque, aún cuando gradúe correctamente el curso de los
sucesos, calculará mal el tiempo. En el espacio de cinco años Burnham predijo la dominación
de Rusia por Alemania y la de Alemania por Rusia. En cada caso él estaba obedeciendo al
mismo instinto: el instinto de inclinarse ante el conquistador del momento. de aceptar la
tendencia existente como irrevocable. Teniendo esto presente se puede criticar más
ampliamente su teoría.

Los errores que he señalado no refutan la teoría de Burnham, pero sí arrojan luz sobre
sus probables razones para sostenerla. En esta conexión no se puede dejar de tener en cuenta
el hecho de que Burnham es americano. Toda teoría política tiene un determinado tinte
regional, y toda nación, toda civilización, tiene sus propios prejuicios, y lagunas de
ignorancias característicos. Hay ciertos problemas que deben ser completados inevitablemente
en una perspectiva diferente de acuerdo a la situación geográfica desde la cual uno los está
mirando. Ahora bien, la actitud que Burnham adopta, de clasificar al comunismo y al fascismo
como si fueran la misma cosa, y al mismo tiempo de aceptar a ambos, o por lo menos, de no
suponer que uno u otro debe ser violentamente combatido es esencialmente una actitud
americana que sería imposible para un inglés o cualquier otro europeo occidental. Los
escritores ingleses que consideran al comunismo y el fascismo como lo mismo sostienen
invariablemente que ambos son monstruos malignos que deben ser combatidos hasta la
muerte; por otra parte, todo inglés que cree que el comunismo y el fascismo son opuestos
sentirá que tiene que ponerse de parte de uno u otro. 21 El motivo de esta diferencia de opinión
es bastante simple y, Como de costumbre, está ligada a los anhelos íntimos. Si el totalitarismo
triunfa y los geo-políticos se vuelven realidad, Gran Bretaña desaparecerá como poder
mundial y toda Europa occidental será absorbida par algún gran estado. No es esta una
perspectiva que un inglés pueda contemplar con despego. O bien no querrá que Gran Bretaña
desaparezca, en cuyo caso tenderá a construir teorías que demuestren lo que él desea, o, como
una minoría de intelectuales, decidirá que su país está agotado y transferirá su lealtad a algún
poder extranjero. Un americano no está obligado a hacer la misma elección. Ocurra lo que
ocurra, los Estados Unidos sobrevivirán como un gran poder, y desde el punto de vista
americano no tiene mayor importancia que Europa sea dominada por Rusia o por Alemania.
La mayoría de los americanos a quienes les preocupa algo el asunto preferirían ver al mundo
dividido entre dos o tres estados enormes que hubieran alcanzada sus límites naturales y
pudieran comerciar entre ellos con beneficios económicos sin ser molestados por diferencias
ideológicas. Semejante pintura del mundo concuerda con la tendencia americana de admirar el
tamaño por sí mismo y de sentir que el éxito constituye una justificación, y concuerda con el
sentimiento antibritánico predominante. En la práctica, Gran Bretaña y los Estados Unidas se
han visto forzados dos veces a aliarse contra Alemania, y probablemente antes de mucho
tiempo se vean forzados a aliarse contra Rusia, pero subjetivamente, una mayoría de
americanas preferiría a Rusia o a Alemania antes que a Gran Bretaña, y, entre Rusia y
Alemania, preferiría la que pareciera más fuerte en ese momento. 22 No sorprende, en
consecuencia, que el panorama mundial de Burnham se hallara a menudo notablemente cerca
de los imperialistas americanos, o del de los aislacionistas por el otro. Es un panorama
mundial "duro" o "realista" que encuadra con la manera americana de pensar lo que se quiere
que ocurra. La admiración casi abierta que Burnham muestra en el primero de sus dos libros
por los métodos nazis, y que podría aparecer chocante para casi todo lector inglés, depende en
última instancia del hecho de que el Atlántico es más ancho que el Canal de la Mancha.
Como he dicho antes, Burnham ha estado probablemente más acertado que equivocado
acere del presente y del pasado inmediato. Durante los cincuenta años últimos la corriente ha
sido casi decididamente hacia la oligarquía. La concentración siempre en aumento del poder
industrial y financiero; la decreciente importancia del capitalista o accionista individual, y el
nacimiento de la nueva clase "directiva" de sabios, técnicos y burócratas; la creciente
impotencia de los países pequeños contra los grandes; la decadencia de las instituciones
representativas y la aparición de los regímenes de un solo partido basados en terrorismo
policial, plebiscitos fingidos, etc., todas estas cosas parecen apuntar en la misma dirección.
Burnham ve esta tendencia y supone que es irresistible, más bien como un conejo fascinado
por una boa constrictor podría suponer que una boa constrictor es lo más poderoso que hay en
el mundo. Cuando uno mira un poco más hondo, ve que todas sus ideas descansan sobre dos
axiomas que se dan por sentado en el primer libro y se hallan explícitos en parte en el
segundo. Son ellos:

a) Lapolítica es esencialmente la misma en todos los tiempos.


b) Laconducta política es diferente a otras clases de conducta.
Tomemos primero el segundo punto. En, "Los maquiavelistas" Burnham insiste en que
la política es simplemente la lucha por el poder. Todo gran movimiento social, toda guerra,
21
La única excepción que recuerdo es Bernard Shaw, quien, durante algunos años por lo menos, declaró que el
comunismo y el fascismo eran la misma cosa, y estaba a favor de ambos. Pero Shaw, después de todo, noes
inglés y probablemente no siente su destino ligado al de Gran Bretaña.

22
Por el otoño de 1945, una encuesta efectuada entre las tropas americanas que se hallaban en Alemania,
demostró que el cincuenta y uno por ciento "pensaba que Hitler hizo mucho bien antes de 1939". Esto ocurría
después de cinco años de propaganda anti-hitlerista. El veredicto, como se relata, no es muy decididamente
favorable a Alemania, pero es difícil de creer que un veredicto igualmente favorable a Gran Bretaña seria dado
en un cincuenta y uno por ciento del ejército americano ni mucho menos.
toda revolución, todo programa político por edificante y utópico que sea, tiene detrás de sí las
ambiciones de un grupo local que sale a la calle para asir el poder para sí mismo. El poder
nunca puede ser restringido por ningún código ético o religioso, sino solamente por otro
poder. El mayor acercamiento posible a la conducta altruista es que el grupo dominante
perciba que probablemente permanecerá más tiempo en el poder si se conduce decentemente.
Pero es curioso comprobar que estas generalizaciones sólo se aplican a la conducta política,
no a otra clase de conducta. Como Burnham lo ve y lo admite, en la vida corriente no se
puede explicar cada acción humana aplicando el principio de cuibono? Evidente mente los
seres humanos tienen impulsos que no son egoístas. El hombre, por consiguiente, es un
animal que puede actuar moralmente cuando actúa como individuo, pero que se vuelve animal
cuando actúa colectivamente. Pero incluso esta generalización subsiste solamente para los
grupos más elevados. Las masas, al parecer, tienen vagas aspiraciones de libertad y her-
mandad humana, que fácilmente burlan los individuos y las minorías sedientas de poder. De
esta suerte, la historia consiste en una serie de etapas, en las que las masas son primero
inducidas a rebelarse mediante la promesa de Utopía y, entonces, cuando han cumplido su
tarea, esclavizadas otra vez por los nuevos amos.

La actividad política, en consecuencia, es una clase especial de conducta, caracterizada


por su completa inescrupulosidad y que se da solamente entre pequeños grupos de la
población, especialmente entre grupos insatisfechos cuyos talentos no logran juego libre bajo
la forma existente de sociedad. La gran masa de la gente, y es aquí donde (b) se liga a (a),
siempre será apolítica. En realidad, por consiguiente, la humanidad se divide en dos clases; la
minoría hipócrita y egoísta, y el populacho insensato cuyo destino es siempre ser conducido o
manejado, como se hace para que un cerdo vuelva a la pocilga, dándole patadas en el trasero o
haciendo sonar un palo dentro de un balde de bazofia, de acuerdo a las necesidades del
momento.
Y este hermoso patrón va a continuar para siempre. Los individuos pueden pasar de una
categoría a otra, clases enteras pueden destruir otras clases y elevarse., la posición dominante,
pero la división de la sociedad entre gobernantes y gobernados es inalterable. En sus
aptitudes, así como en sus deseos y necesidades, los hombres no son iguales. Hay una "ley de
hierro de la oligarquía" que funcionaría aun cuando la democracia no fuera imposible por
razones mecánicas.
Es curioso que en toda esta charla acerca de la lucha por el poder Burnham nunca se
detenga a preguntar por qué la gente quiere el poder. Parece suponer que la sed de poder, si
bien sólo dominante comparativamente en pocas personas, es un instinto natural que no
necesita ser explicado, igual que el deseo de comer. También supone que la división de la so-
ciedad en clases sirve al mismo propósito en todas las épocas. Esto es prácticamente ignorar
la historia de cientos de años. Cuando el maestro de Burnham, Maquiavelo, escribía, las
divisiones de las clases no eran sólo inevitables sino deseables. Mientras los métodos de
producción fueran primitivos, la gran masa de la gente se hallaba necesariamente encadenada
al pesado y agotador trabajo manual, y unas cuantas personas tenían que ser liberadas de ese
trabajo, pues de otro modo la civilización no podría mantenerse; sola no podía hacer ningún
progreso. Pero desde la llegada de la máquina se ha alterado todo el patrón. La justificación
para las distinciones de clases, si es que hay una justificación, ya no es más la misma, porque
no hay ninguna razón mecánica por la cual el ser humano medio tuviera que continuar rienda
un ganapán. En verdad, la faena penosa persiste; las distinciones de clases se están
restableciendo probablemente bajo una nueva forma, y la libertad individual va cuesta abajo,
pero como estos desarrollos ahora se pueden técnicamente evitar, deben tener alguna razón
psicológica que Burnham no intenta descubrir. La pregunta que tiene que hacer, y que nunca
hace, es ¿por qué el anhelo vehemente de poder absoluto se transforma en un tema humano
principal, justamente ahora, cuando el dominio del hombre sobre el hombre está dejando de
ser necesario? En cuanto a la pretensión de que "la naturaleza humana", o las leyes
inexorables de esto o lo otro, hacen imposible el socialismo, es simplemente una proyección
del pasado en el futuro. En realidad, Burnham arguye que como una sociedad de seres
humanos y libres nunca ha existido, no puede existir jamás. Con el mismo argumento se
podría haber demostrado la imposibilidad de los aeroplanos en 1900, o de los automóviles en
1850.

La noción de que la máquina ha alterado las relaciones humanas, y que en consecuencia


Maquiavelo está fuera de época, es muy evidente. Si Burnham falla al tratarlo, sólo puede ser,
creo, debido a que su propio instinto de poder lo lleva a echar de lado cualquier sugerencia de
que el mundo maquiavélico de fuerza, fraude y tiranía pueda de algún modo llegar a su fin. Es
importante tener presente lo que he dicho arriba, esto es, que la teoría de Burnham es sólo una
variante, variante americana e interesante debido a su comprensión, de la admiración por el
poder que es actualmente tan predominante entre los intelectuales. Una variante más normal,
por lo menos en Inglaterra, es el comunismo. Si se examinara a la gente que, teniendo alguna
idea de lo que es el régimen ruso, es fuertemente rusófila, se encontraría que por lo general
pertenece a la clase "directiva" a la que se refiere Burnham. Es decir, no son "directores", en
el sentido más estrecho sino sabios, técnicos, maestros, periodistas, locutores, burócratas,
políticos profesionales; en general, gentes medianas que se sienten sujetadas por un sistema
todavía aristócrata en parte, y que están sedientas de más poder y más prestigio. Estas
personas miran hacia la URSS y ven en ella, o creen ver, un sistema que elimina las clases
altas, mantiene a la clase trabajadora en su lugar, y pone ilimitado poder en personas muy
similares a ellos. Sólo después de que el régimen soviético se volvió inconfundiblemente
totalitario fue que los intelectuales ingleses comenzaron en grandes cantidades a demostrar
interés en él. Aunque las clases cultas inglesas rusófilas lo repudiarían, Burnham está en
realidad proclamando el secreto deseo de ellas; el deseo de destruir la vieja e igualitaria
versión del socialismo y asentarse en una sociedad jerárquica donde el intelectual podría por
fin empuñar el látigo. Burnham tiene al menos la honestidad de decir que no se aproxima el
socialismo; los otros dicen simplemente que sí se aproximan, y dan entonces a la palabra
"socialismo" un nuevo significado que transforma al viejo en un absurdo. Pero esta teoría, por
toda su apariencia de objetividad, es la racionalización de un deseo. No hay una razón
poderosa para pensar que nos dice algo acerca del futuro, excepto quizás el futuro inmediato.
Simplemente nos dice en qué clase de mundo le gustaría vivir a la clase "directiva" misma, o
por lo menos a sus miembros más conscientes y ambiciosos.

Afortunadamente los "directores" no son tan invencibles como Bunrham cree. En "La
Revolución de los directores" es curioso con cuánta persistencia ignora las ventajas, tanto
militares como sociales, que goza un país democrático. En cada punto se exprime la evidencia
con el objeto de demostrar la fuerza, vitalidad y durabilidad del disparatado régimen hitlerista.
Alemania se está expandiendo rápidamente, y "la rápida expansión territorial ha sido siempre
señal no de decadencia sino de renovación". Alemania hace la guerra con éxito, y "la
capacidad para hacer la guerra bien nunca es señal de decadencia sino lo contrario. Alemania
también "inspira en millones de personas una fanática lealtad. Esto tampoco acompaña jamás
a la decadencia". Hasta la crueldad y deshonestidad del régimen nazi son citadas en su favor,
ya que "el joven y nuevo orden social surgente es, comparado con el viejo, más inclinado a
recurrir en gran escala a las mentiras, el terror y la persecución". Sin embargo, transcurridos
solamente cinco años, este joven orden social surgente se había hecho trizas y transformado,
según el uso que Burnham da a la palabra, en decadente. Y esto había ocurrido, más que todo,
debido a la estructura "directiva", es decir, antidemocrática, que Burnham admira. La causa
inmediata de la derrota de Alemania fue la inaudita tontería de atacar a la URSS mientras
Gran Bretaña no estaba vencida todavía y América se hallaba preparándose manifiestamente
para el combate. Errores de esta magnitud sólo pueden cometerse, o por lo menos son más
probables de cometerse, en países donde la opinión pública no tiene poder. En tanto que el
hombre común pueda informarse, las reglas elementales tales corno no luchar contra todos los
enemigos al mismo tiempo son menos probables de ser violadas.
Pero de todos modos, uno podía haber visto desde el principio que un movimiento
como el nazismo no sabría producir ningún resultado bueno estable. En realidad, mientras
estaban ganando, Burnham no parece ver nada malo en los métodos de los nazis. Tales
métodos, según él, sólo parecen perversos porque son nuevos:
"No hay ley histórica que puedan conquistar las maneras corteses y la "justicia". En la
historia está siempre el asunto de las maneras de quién y la justicia de quién. Una clase social
surgente y un nuevo orden de sociedades han tenido que abrirse paso a través de los viejos
códigos morales, del mismo modo que tuvieron que abrirse paso a través de las viejas
instituciones políticas y económicas. Naturalmente, desde el punto de vista de las viejas, son
monstruos. Si ganan, se ocuparán a su debido tiempo de los modales y la moral".
Esto implica que literalmente cualquier cosa puede volverse cierta o equivocada si así
lo desea la clase dominante del momento. Ignora el hecho de que ciertas reglas de conducta
tienen que ser observadas si la sociedad humana quiere mantenerse unida. Burnham, en
consecuencia, fué incapaz de ver que los crímenes y desatinos del régimen nazi debían
conducir por un camino u otro al desastre... Así también en su recién descubierta admiración
por el stalinismo. Es demasiado pronto para decir justo en qué forma el régimen ruso se
destruirá a sí mismo. Si yo tuviera que hacer una profecía, diría que una continuación de la
política rusa de los últimos quince años, considerando, naturalmente, que la policía interna y
externa son simplemente dos facetas de una misma cosa, sólo puede llevar a una guerra
dirigida por bombas atómicas, lo cual haría que la invasión de Hitler pareciera una reunión
para tomar el té. Pero, de todos modos, el régimen ruso, o bien se democratizará, o perecerá.
El enorme, invencible x eterno imperio de esclavos con el cual Burnham parece soñar,, no se
establecerá, o, si se establece, no durará, porque la esclavitud ya no es una base estable para la
sociedad humana.

No siempre se pueden hacer profecías positivas, pero hay ocasiones en que uno tendría
que ser capaz de hacerlas negativas. No podía esperarse que nadie previera los resultados del
tratado de Versalles, pero millones de personas que reflexionan pudieron preveer y previeron
que esos resultados serían malos. Muchísima gente, aunque no tanta en este caso, pudo
preveer que los resultados del sistema impuesto ahora en Europa también serán malos. Y
abstenerse de admirar a Hitler o Stalin tampoco requiere un enorme esfuerzo intelectual. Pero
en parte es un esfuerzo moral. Que un hombre de las dotes de Burnham hubiera sido capaz
durante un tiempo de pensar en el nazismo como algo admirable, algo que podría construir y
probablemente construiría un orden social factible y duradero, demuestra qué daño causa al
sentido de la realidad el cultivo de lo que ahora se llama "realismo".

ESCRIBO COMO QUIERO

CONFESIONES DE UN CRITICO DE LIBROS

EN un frío y mal ventilado salón dormitorio regado por colillas de cigarrillos y tazas de
té semivacías, un hombre vestido con una bata apolillada se halla sentado frente a una mesa
desvencijada tratando de hacer lugar para su máquina de escribir entre los montones de
polvorientos papeles que la rodean. No puede arrojar los papeles al canasto porque éste ya
desborda, y además es posible que entre las cartas sin responder y las facturas sin pagar haya
algún cheque por dos guineas que él está casi seguro de haberse olvidado de depositar en el
banco. Hay también cartas con direcciones que deberían ser anotadas en la libreta, pero él la
ha perdido, y la idea de buscarla, o en realidad de buscar cualquier cosa, le produce agudos
impulsos suicidas.
Es un hombre de treinta y cinco años, pero parece tener cincuenta. Es calvo, tiene venas
varicosas y lleva anteojos, o los llevaría si su único par no estuviera crónicamente perdido. Si
las cosas van normalmente sufrirá de desnutrición, pero si ha tenido recientemente un rasgo
feliz padecerá, y tendrá que trabajar después de hora. En este momento son las once y media
de la mañana, y de acuerdo a su plan tenía que haber comenzado a trabajar hace dos horas,
pero aun cuando hubiese hecho un serio esfuerzo para comenzar se habría visto frustrado por
el sonido casi continuo de la campanilla del teléfono, los alaridos del recién nacido, el
matraqueo de una barrena eléctrica en la calle, y las pesadas botas de sus acreedores subiendo
y bajando las escaleras. La interrupción más reciente ha sido la llegada del segundo correo,
que trajo consigo dos circulares y una boleta de impuesto a los réditos impresa en rojo.
Es innecesario decir que esta persona es un escritor. Podría ser un poeta, un novelista o
un escritor de libretos cinematográficos o piezas de radio, pues todos los literatos se parecen
mucho, pero digamos que es un crítico de libros. Semioculto entre la pila de papeles hay un
abultado paquete que contiene cinco volúmenes enviados por un editor con una nota sugirien-
do que "deben marchar bien". Los libros llegaron hace unos cuatro días, pero durante cuarenta
y ocho horas una parálisis moral le impidió abrir el paquete. Ayer, en un momento de
resolución, rompió el piolín y se encontró con los cuatro volúmenes: "Palestina en la
encrucijada", `Breve historia de la de. mocracia europea", de 680 páginas y cuatro Iibras de
peso; "Costumbres de las tribus del Africa Oriental Portuguesa" y una novela, "Es más lindo
acostado", probablemente incluída por error. La crítica, unas ochocientas palabras, digamos,
tiene que estar lista para mañana al medio día.

Tres de estos libros tratan de asuntos que él ignora tan absolutamente que tendrá que
leer por lo menos cincuenta páginas si quiere evitar un mal papel que lo traicione no sola-
mente ante el autor, quien conoce perfectamente la costumbre de los críticos de libros, sino
ante el lector corriente. Hacia las cuatro de la tarde habrá sacado los libros del papel que los
envolvía, pero aún estará sufriendo una incapacidad nerviosa para abrirlos. La perspectiva de
tener que leerlos, y hasta el olor del papel, lo afecta como la perspectiva de comer un pastel
frío de arroz condimentado con aceite de castor. Y sin embargo, por raro que parezca, su copia
llegará a la oficina a tiempo. De alguna manera siempre llega a tiempo. Alrededor de las
nueve de la noche su mente se despejará relativamente, y hasta las primeras horas se quedará
sentado en una habitación que se pone más y más fría, mientras el humo del cigarrillo se pone
más y más denso, saltando expertamente de un libro a otro y dejando cada uno con la
observación final: "Cielos, ¡qué estupidez!". A la mañana, legañoso, malhumorado y sin
afeitar mantendrá la mirada clavada en una hoja en blanco durante una o dos horas, hasta que
`.
el dedo amenazador del reloj lo asuste y obligue a entrar en acción. Entonces arrancará
repentinamente. Todas las viejas frases gastadas "un libro que nadie debería dejar de leer",
"algo memorable en cada página", "de especial valor son los capítulos que tratan de ...",
etcétera, se colocarán de un salto en sus lugares como limaduras de hierro atraídas por un
imán, y la crítica hermanará exactamente dentro del espacio debido y justo con tres minutos
de tiempo para salir. Y así siempre. Y sin embargo, ¡con qué elevadas esperanzas comenzó su
carrera esta dominada criatura de nervios desechos, hace tan sólo unos años!

¿Parece que exagero? Pregunto a cualquier crítico corriente, cualquiera que analice,
digamos, un mínimo de cien libros por año, si puede honestamente negar que sus costumbres
y su carácter son tales como los he descrito. Todo escritor, de todos modos, pertenece más
bien a ese tipo de persona, pero la crítica prolongada y discriminada de libros es una tarea
excepcionalmente ingrata, irritante y agotadora. No solamente involucra adulaciones, si bien
no lo involucra, como demostraré en seguida, sino que inventa constantemente reacciones
hacia libros acerca de los cuales uno no tiene ningún sentimiento espontáneo. El crítico, por
más agotado que esté, se halla profesionalmente interesado en los libros, y de los miles que
aparecen por año, hay probablemente cincuenta o cien acerca de los cuales le agradaría
escribir. Si en su profesión es una lumbrera, puede que sean diez o veinte, pero lo más
probable es que no pasen de dos o tres. El resto de su trabajo, por escrupuloso que sea en
alabar o reprobar, es en esencia una patraña. El crítico de libros vacía su espíritu inmortal por
el desaguadero, a media pinta por vez.

La gran mayoría de los críticos presentan un relato inadecuado o engañoso del libro del
cual se trata. Desde la guerra, los editores han sido menos capaces que antes para acicatear a
los redactores literarios y elevar un himno de alabanza por cada libro que presentan, pero por
otra parte el nivel de la crítica de libros se ha venido abajo debido a la falta de espacio y otros
inconvenientes. Al ver los resultados, la gente a veces sugiere que la solución reside en sacar
la crítica de libros de las manos de los oportunistas. Los libros que tratan de materias
especializadas deberán ser analizados por expertos, y por el contrario, gran parte de la crítica
de libros, especialmente de novelas, podría muy bien ser realizada por novicios. Casi todo
libro es factible de despertar un sentimiento apasionado, si es solamente una aversión
apasionada, en algún lector u otro, cuyas ideas acerca del cual valdrían seguramente más que
las de un profesional aburrido. Pero desafortunadamente, como todo editor sabe, una cosa así
es muy difícil de organizar. En la práctica el editor siempre se encontrará volviendo a su
equipo de escritores a sueldo, sus "regulares", como los llama.

Nada de esto es remediable mientras se dé por sentado que todo libro merece ser
analizado. Es casi imposible mencionar libros a granel sin alabar toscamente la gran mayoría
de ellos. Hasta que uno no tenga cierta especie de relación profesional con los libros no puede
descubrir lo malos que son en su mayor parte. En mucho más de nueve de cada diez casos la
única crítica objetivamente verdadera sería: "Este libro no vale nada", mientras que la verdad
acerca de la propia reacción del crítico probablemente sería: "Este libro no me interesa de
ningún modo y no escribiría nada acerca de él a menos que me pagaran". Pero el público no
va a pagar para leer semejante cosa. ¿Por qué tendría que hacerlo? Ellos quieren alguna guía
para los libros que se les pide que lean, y quieren algún avalúo. Pero tan pronto como se
mencionan los valores, los patrones de apreciación se derrumban. Pues. si uno dice, y casi
todo crítico dice una cosa así por lo menos una vez por semana, que el "Rey Lear" es una
buena obra y "Los cuatro hombres justos" es un buen libro policial, ¿qué significado encierra
la palabra bueno?

La mejor práctica, siempre me ha parecido así, sería simplemente ignorar la gran


mayoría de los libros y hacer críticas muy extensas de los pocos que parecen importar; mil
palabras como mínimo. Las notas breves de una o dos líneas en libros futuros pueden ser
útiles, pero la longitud media usual de una crítica de alrededor de seiscientas palabras está
propensa a ser inútil aun cuando el crítico desee genuinamente escribirla. Normalmente, él no
desea escribirla, y de semana en semana la producción de retacitos pronto lo reduce a la figura
abrumadora vestida con una bata que describí al principio de este artículo. Sin embargo, y
debo decir, por experiencia en ambos trabajos, que el crítico de cine, quien ni siquiera puede
trabajar en su casa, sino que tiene que asistir a las funciones comerciales a las once de la
mañana y de quien se espera, salvo una o dos excepciones notables, que venda su honor por
una copa de jerez de mala calidad.

LIBROS VERSUS CIGARRILLOS


Unos dos años atrás, un amigo mío, director de un periódico, estaba charlando con
algunos obreros en un momento de descanso. Estos principiaron a hablar de su periódico que
la mayoría de ellos leía y aprobaba, pero cuando él les preguntó lo que pensaban acerca de la
sección literaria, la respuesta que obtuvo fue: "Usted no pensará que leemos eso, ¿eh?
¡Vamos; la mitad del tiempo se la pasa hablando de libros que cuestan doce chelines y medio!
Los muchachos como nosotros no podemos gastar doce chelines y medio en un libro". Estos
eran hombres a quienes no les importaba gastar varias libras en un viaje de un día a
Blackpool.

Esta idea de que comprar libros, o siquiera leerlos, es una manía costosa y fuera del
alcance del individuo medio, se halla tan ampliamente difundida que merece un examen deta-
llado. Es difícil hacer una apreciación exacta de lo que cuesta la lectura, calculada en términos
de penique por hora, pero lo he intentado haciendo un inventario de mis propios libros y
sumando el precio total. Después de tener en cuenta varios otros gastos, puedo hacer una
conjetura bastante aproximada de mi desembolso en los últimos quince años. Los libros que
he numerado y puesto precio son los que tengo aquí, en mi departamento. En otro lugar tengo
guardada más o menos la misma cantidad, de manera que multiplicaré por dos el resultado
final con el objeto de llegar a la suma completa. No he tenido en cuenta sobras, tales como
ejemplares de prueba, volúmenes estropeados, ediciones baratas, folletos o revistas, a menos
que estén encuadernados como libros; tampoco he tenido en cuenta otra clase de libros; como
viejos textos escolares, que se acumulan en el fondo de los armarios. He computado
solamente aquellos libros que he adquirido voluntariamente, o que hubiera adquirido
voluntariamente, y que pienso conservar. En esta categoría tengo cuatrocientos cuarenta y dos
libros, adquiridos de la siguiente manera:

Comprados (la mayoría de segunda mano) ...251


Recibidos o comprados con firma del autor ....33
Libros para crítica o de regalo ...................... 143
Solicitados en préstamo y no devueltos ..........10
Provisionalmente en préstamo ..........................5
Total .............................................................. 442

Veamos ahora el método para ponerles precio. Aquellos libros que yo he comprado los
he registrado en su precio total, lo más aproximadamente posible. También he registrado con
su precio total los libros que he recibido y los que he pedido prestados provisionalmente, o
pedido y conservado. Esto es porque el dar, prestar o robar libros más o menos se equilibra.
Poseo libros que estrictamente hablando no me pertenecen, pero muchas otras personas tienen
libros míos también, de manera que los que no he pagado pueden ser tomados para equilibrar
otros que he pagado pero que ya no obran en mi poder. Por otra parte, he registrado los de
regalo y para criticar a mitad de precio. Eso es más o menos lo que habría pagado
adquiriéndolos de segunda mano, y son en su mayoría libros que hubiese comprado de
segunda mano, en caso de comprarlos. Para los precios he tenido que basarme en conjeturas,
pero mis números no van a estar muy lejos. Los costos fueron como sigue:

Comprados ................................ 36 9 0
Regalos ...................................... 10 10 0
Para crítica, etcétera .................. 25 11 9
Pedidos y no devueltos .... .................. 4 16 9
En préstamo ............................... 3 10 0
Varios ......................................... 2 0 0

Total .......................................... 82 17 6
Agregando el otro número de libros que tengo por otras partes, parece ser que poseo en
conjunto casi novecientos libros al precio de £ 165 15 chelines. Esta es la acumulación de
quince años, o más, en realidad, ya que algunos de estos libros datan de mi infancia, pero
digamos quince años. Esto determina 11 £ 1 chelín al año, pero hay otros gastos que deben
agregarse para poder calcular mi desembolso total en lecturas. El más grande será para
periódicos y publicaciones, y para esto creo que £ 8 al año sería un número razonable. Ocho
libras por año cubre el costo de dos periódicos de la mañana, uno de la tarde, dos dominicales,
una revista semanal y una o dos mensuales. Esto sube a la cifra de £ 19, 1 chelín, pero para
llegar al total general hay que hacer suposiciones. Evidentemente, uno gasta a menudo dinero
en libros sin poder exhibir después ningún conocimiento adquirido en ellos. Hay
suscripciones de bibliotecas, y están también los libros, principalmente Penguins23 y otras
ediciones baratas, que uno compra y luego pierde o tira. Sin embargo, sobre la base de mis
otros cálculos parece como si £ 6 al año sería suficiente para agregar para gastos de esta
especie. Por lo tanto mis gastos totales en lecturas durante los últimos quince años ascienden
alrededor de 25 £ al año.
Veinticinco libras por año parece mucho, hasta que uno empieza a compararlos con otra
clase de gastos. Es casi 9 chelines, 9 peniques por semana, y actualmente 9 chelines, 9 pe-
niques es el equivalente a ochenta y tres cigarrillos (Players); aun antes de la guerra se hubiera
'comprado con ellos menos de doscientos cigarrillos. Con los precios como están ahora, estoy
gastando mucho más en tabaco que en libros. Yo fumo seis onzas por semana, a media corona
la onza, lo que hace casi £ 40 por año. Aun antes de la guerra, cuando el mismo tabaco
costaba 8 peniques la onza, yo gastaba arriba de £ 10 por año en él, y si también considerara
una pinta de cerveza por día, a seis chelines, estas dos cosas juntas me habrían costado £ 20
por año. Esto probablemente no se hallaba muy por encima del promedio nacional. En 1938
los habitantes de este país gastaban anualmente cerca de £ 10 por cabeza en alcohol y tabaco,
no obstante, veinte por ciento de la población eran niños por debajo de los quince años y otro
cuarenta por ciento eran mujeres, de manera que el fumador y bebedor medio debe haber
estado gastando mucho más de £ 10. En 1944 el desembolso anual por cabeza de estos ar-
tículos no era inferior a £ 23. Teniendo en cuenta como anteriormente a las mujeres y niños,
tendremos que £ 40 es una cifra razonable. Cuarenta libras por año equivaldrían exactamente
a un paquete de Woodkines todos los días y media pinta de cerveza seis días por semana, la
cual no es una ración extraordinaria. Naturalmente, ahora todos los precios están inflados,
incluyendo el precio de los libros; sin embargo, parece como si el costo de los libros, aun
cuando uno los compre en vez de pedirlos prestados y adquiera un gran número de periódicos,
no sobrepasa el costo combinado de los cigarrillos y la bebida.

Es difícil establecer una relación entre el precio de los libros y el valor que uno obtiene
de ellos. La palabra "libros" incluye novelas, poesías, textos, libros de consulta, tratados v
muchos más, y la longitud y el precio no corresponden entre uno y otro, especialmente si uno
acostumbra comprarlos de segunda mano. Uno puede gastar diez chelines en un poema de
quinientos renglones, y seis peniques en un diccionario que consultará a ratos perdidos en un
período de veinte años. Hay libros que se leen una y otra vez, libros que se vuelven parte del
mobiliario de la mente y alteran toda la actitud de uno hacia la vida, libros en los que uno se
zambulle pero nunca lee hasta el final, libros que se leen de un tirón y se olvidan una semana
más tarde, y el costo, en términos de dinero, puede ser el mismo en cada caso. Pero si se
considera la lectura simplemente como un pasatiempo, igual que ir al cine, entonces es
posible hacer un cálculo aproximado de lo que cuesta. Si uno no lee sino novelas y literatura
"amena", y compró cada libro que lee, estará gastando, considerando ocho chelines el precio
del libro y cuatro horas el tiempo empleado en leerlo, dos chelines por hora. Esto es más o
menos lo que cuesta sentarse en una de las butacas más caras del cine. Si uno se concentrara
en libros más serios y comprara por añadidura todo lo que leyera, el gasto sería más o menos
el mismo. Los libros costarían más, pero llevarían más tiempo en ser leídos. En cualquiera de
ambos casos uno poseería los libros aun después de haberlos leído, y podrá venderlos a un
tercio del precio de compra. Si uno comprara solamente libros de segunda mano el gasto sería,
naturalmente, mucho menor, tal vez seis peniques por hora. Y por otra parte, si uno no compra

23
Edición muy popular en Inglaterra
libros sino que simplemente los pide en biblioteca circulante, el gasto será de un medio
penique por hora; si uno los pide en la biblioteca pública, el gasto será prácticamente nulo.

He dicho bastante para demostrar que la lectura es uno de los entretenimientos más
baratos; después de la radio, probablemente el más barato. Entretanto, ¿cuál es la suma real
que el público inglés invierte en libros? No puedo presentar ninguna cifra, si bien no hay duda
que existen. Pero sí sé que antes de la guerra este país publicaba anualmente unos quince mil
libros, incluyendo reimpresiones y textos escolares. Si se vendieran tanto como diez mil
ejemplares de cada libro, lo cual sea probablemente un cálculo muy elevado, aun
considerando los libros escolares, el individuo medio sólo compraba, directa o indirectamente,
alrededor de tres libros por año. Estos tres libros juntos podrían costar £ 1, o tal vez menos.
Estas cifras son conjeturas, y me interesaría que alguien me las pudiera corregir. Pero si
mi cálculo se aproxima algo a la realidad no es corno para enorgullecerse en un país en el cual
casi el cien por ciento de la gente sabe leer y escribir y donde el hombre corriente gasta más
en cigarrillos que lo que un labrador hindú tiene para toda su subsistencia. Y si nuestro
consumo de libros permanece tan bajo como hasta ahora, admitamos al menos que se debe a
que la lectura es un pasatiempo menos excitante que arruinarse, ir al cine o al bar, y no porque
los libros, ya sean comprados o pedidos, sean demasiado caros.

BUENOS LIBROS MALOS

No hace mucho un editor me encargó que escribiera la introducción de una novela de


Leonard Merrick para reimprimir. Esta editorial, según parece, va a volver a publicar una
larga serie de novelas menores y semiolvidadas del siglo veinte. Es un valioso servicio en
estos tiempos tan escasos en libros, y casi envidio a la persona cuyo trabajo será el de explorar
las tiendas baratas a la caza de ejemplares de sus favoritos de la infancia.

Un tipo de libro que tan difícilmente parece producirse en estos días, pero que floreció
en gran abundancia a fines del siglo diecinueve y a principios del veinte, es lo que Chesterton
llamó el "buen libro malo", o sea el libro que no tiene pretensiones literarias pero que
mantiene el interés cuando otras obras más serias lo han perdido. En este renglón sobresalen
evidentemente "Rafles" y los cuentos de Sherlock Holmes, los cuales han mantenido su
puesto mientras innumerables "novelas de problemas", "documentos humanos" y "terribles
acusaciones" de esto y aquello han caído en un merecido olvido. (¿Quién ha perdurado más,
Ganan Doyle o Meredith?). Casi en la misma categoría de éstos pongo los primeros cuentos
del Rey. Austin Freeman: "El hueso cantarín", "El ojo de Osiris", y otros; "Max Carrados", de
Ernest Bramah, y, bajando un poco la escala apreciativa el excitante tibetano de Goy Boothby
"Dr. Nikola", especie de versión infantil de los "Viajes de Tartana" de Huc, el cual
probablemente haría parecer opaca una verdadera visita al Asia Central.
Pero aparte de los libros de emociones estaban los escritores humoristas menores del
momento. Por ejemplo, Pett Ridge, aunque admito que sus extensos libros ya no parecen
interesar; "Los buscadores del tesoro", de E. Nesbitt; George Birmingham, que fué bueno
mientras se mantuvo alejado de la política; el pornográfico Biustead ("pitcher", del "Pink
Un") y, si se pueden incluir los libros americanos, los cuentos Penrod de Booth Tarkington.
Una variación sobre la mayoría de éstos fué Barrie Pain. Algunas de las obras humorísticas de
Pain están impresas todavía, supongo, pero a cualquiera que se encuentre con él le
recomiendo lo que ahora debe ser un libro muy raro, "La octava de Claudio", un brillante
ejercicio en lo macabro. Algo más tarde estuvo Peter Blundell, quien escribió en el estilo de
W. W. Jacobs acerca de las ciudades portuarias del lejano Este, y que parece estar
inexplicablemente olvidado a pesar de haber sido elogiado en la prensa por H. G. Wells.
Sin embargo, todos los libros de los que he estado hablando son francamente literatura
de "evasión". Forman agradables remiendos en la memoria, silenciosos rincones donde la
mente puede retozar en los momentos de ocio, pero difícilmente pretenden tener algo que ver
con la vida real. Hay otra clase de buenos libros malos concebidos con un propósito más serio
y que nos dicen algo acerca de la naturaleza de la novela y los motivos de su actual
decadencia. Durante los últimos quince años ha habido toda una serie de escritores, algunos
de los cuales todavía escriben, a quienes es completamente imposible calificar de "buenos" en
ninguna clase de valores estrictamente literarios, pero que son novelistas naturales y que
parecen lograr sinceridad, en parte porque no están inhibidos por el buen gusto. En esta
categoría coloco al propio Leonard. Merrick, \V. L. George, J. D. Beresford, Ernest Raymond,
Max Sinclair y, en un nivel más bajo que los otros pero no obstante especialmente similar a A.
S. M. Hutchinson.
La mayoría de éstos han sido escritores prolíficos y su producción total ha variado
naturalmente de calidad. En cada caso estoy pensando en uno o dos libros sobresalientes, por
ejemplo: "Cynthia", de Merrick; "Un candidato para la verdad", de J. D. Beresford; "Caliban",
de W. L. George; "El laberinto combinado", de May Sinclair, y "Nosotros, los acusados", de
Ernest Raymond. En cada uno de estos libros el autor ha podido identificarse con sus
personajes, sentir con ellos y provocar simpatías en su nombre, con una especie de abandono
que personas más listas encontrarían difícil de alcanzar. Estos libros ponen de manifiesto el
hecho de que el refinamiento intelectual puede ser una desventaja para un narrador, como
podría serlo para un comediante de café cantante.

Tomen, por ejemplo, "Nosotros, los acusados", de Ernest Raymond, una historia de
crímenes peculiarmente sórdida y convincente basada probablemente en el caso Crippen.
Creo que gana mucho debido al hecho de que el autor capta sólo parcialmente la patética
vulgaridad de la gente acerca de la cual escribe, y en consecuencia no los desprecia. Tal vez
hasta gane algo, como "Una tragedia americana", de Teodore Dreisser, debido a la manera
chabacana y tediosa en que está escrito; los detalles se amontonan con casi ningún intento de
selección y en el proceso se reconstruye lentamente un efecto de terrible y agobiante crueldad.
Así también ocurre con "Un candidato para la verdad". Aquí no encontramos la misma
chabacanería, pero sí la misma capacidad para tomar seriamente los problemas de la gente
vulgar. Lo mismo ocurre con "Cynthia" y la primera parte, al menos, de "Caliban". La mayor
parte de lo que escribió W. L. Geodge fue una bazofia vulgar, pero en este libro singular,
basado en la carrera de Northcliffe, logró algunas pinturas memorables y reales de la vida de
la clase media baja de Londres. Algunas partes de este libro son probablemente
autobiográficas, y algunas de las ventajas de los buenos escritores malos es su falta de
vergüenza al escribir autobiografías. El exhibicionismo y la autocompasión son la ruina del
novelista, y si está demasiado atemorizado por ello, sus dotes creadoras pueden sufrir.
La existencia de la buena literatura mala (el hecho de que uno puede divertirse o
excitarse o hasta conmoverse con un libro que el intelecto se niega a tomar en serio) es un
recordatorio de que el arte no es lo mismo que la celebración.
Me imagino que sometiendo a Carlyle a cualquier prueba que pudiera idearse se
encontraría que fue un hombre más inteligente que Trollope. Sin embargo, a Trollope todavía
se lo lee y a Carlyle no; con toda la inteligencia, éste no tuvo siquiera el ingenio de escribir en
un inglés sencillo y directo. En los novelistas, casi tanto como en los poetas, es difícil
establecer la conexión entre la inteligencia y el poder creador. Un buen novelista puede ser un
prodigio de autodisciplina como Flaubert, o un intelectual extenso como Dicheus. En las
llamadas novelas de Wyndham Lewis, tales como "Tarr" o "Suooty Baronet", se ha vertido
talento suficiente para abastecer a una docena de escritores comunes. Sin embargo, sería una
labor muy pesada leer del principio al fin uno de esos libros. Les falta una cualidad
indefinible, una especie de vitamina literaria que existe hasta en un libra tal como "Si viene el
invierno".
Quizá el ejemplo supremo del "buen libro malo" sea "La cabaña del Tío Tom". Es un
libro involuntariamente ridículo, lleno de absurdos incidentes melodramáticos; es también
profundamente conmovedor y esencialmente real; resulta difícil determinar qué cualidad
sobrepasa a la otra. Pero, después de todo, "La cabaña del Tío Tom" trata de ser seria y de
habérselas con el mundo real. ¿Y qué se puede decir de los escritores francamente
"escapistas", los abastecedores de emociones y de humor ligero? ¿Qué se puede decir de
"Sherlock Holmes", "Viceversa", "Drácula", "Los niños de Helen" o "Las minas del Rey
Salomón"? Todos estos son libros decididamente absurdos; al leerlos, uno se siente más
inclinado a reirse de ellos que con ellos, pues hasta sus autores apenas los tomaron en serio.
Sin embargo han sobrevivido y probablemente continúen así.
Todo lo que se puede decir es que mientras la civilización siga siendo tal, que uno
necesite distraerse de cuando en cuando, la literatura ligera tiene su puesto determinado; asi-
mismo, que existen cosas tales como la habilidad pura o la gracia natural, que pueden tener
más valor de supervivencia que la erudición o el poder intelectual. Hay emociones de café
cantante que son mejores poemas que las tres cuartas partes del material que se encuentra en
las antologías:

Ven donde es más barata la bebida,


Ven donde contienen más las copas,
Ven donde el patrón gasta bromitas,
Ven a la taberna vecina
o bien:

Dos bellos ojos morados...


¡Oh, qué sorpresa!
Al llamar a un hombre por otro,
Dos bellos ojos morados.

Yo hubiera preferido escribir cualquiera de ellos antes que, por ejemplo "La dama
bendita" o "Un amor en un valle". Y con igual criterio apostaría que "La Cabaña del Tío Tom"
sobrevivirá a las obras completas de Virginia Woolf o de George Moore, aunque no sé de
ninguna prueba estrictamente literaria que pueda demostrar dónde reside la superioridad.

POESIA DISPARATADA

Se dice que en muchos idiomas no hay poesía disparatada y ni siquiera hay mucha en el
idioma inglés. La mayor parte consiste en rimas infantiles y fragmentos de poesía popular,
algunos de los cuales pueden no haber sido estrictamente disparatados al principio, pero que
han, llegado a serlo porque se ha olvidado su texto original. Tenemos por ejemplo la poesía
que se refiere a Margery Daw:

Si, no, Margery Daw24,


Dobbin tendrá un amo nuevo,
Tendrá un solo penique por día,
Pues no puede marchar más ligero.

o la otra versión que aprendí en Oxfordshire cuando era pequeño:

24
Pronúnciese "Do"
Sí, no, Margery. Daw,
Su cama vendió y en la paja se echó.
¿No fué ella muy tonta y muy sucia
Si su cama vendió y durmió en la basura?
Puede ser que haya existido una persona verdadera llamada Margery Daw, y tal vez
hasta hubo un Dobbin que de un modo u otro apareció en el cuento. Cuando Shakespeare hace
decir a Edgar en el "Rey Lear": "Pillicock", y fragmentos similares, está diciendo disparates,
pero sin duda esos fragmentos provienen de baladas olvidadas que alguna vez tuvieron un
significado. El típico fragmento de poesía popular que uno cita casi inconscientemente no es
exactamente disparatado sino una especie de comentario musical de algún suceso ocurrido,
tales como "One a penny, two a penny, Hoy-cross buns", o "Polly, pon la tetera, todos
tomaremos el té". Algunas de estas rimas, aparentemente frívolas expresan en realidad un
punto de vista profundamente pesimista, la sabiduría de comentario campesino. Por ejemplo:

Salomón Grundy
El lunes nació,
El martes se bautizó,
El miércoles casó,
El jueves enfermó,
El viernes empeoró,
El sábado murió,
El domingo se le enterró,
Y Salomón Grundy así terminó.

la cual es una triste historia, pero notablemente similar a la vuestra o a la mía.


La poesía que aspiraba a ser disparatada, aparte de los refranes sin significado de las
canciones, no parece haber sido común hasta que el surrealismo hizo una irrupción deliberada
en el incosciente. Esto le da una posición especial a Edward Lear, cuyas rimas disparatadas 25
acababan de ser editadas por el señor R. L. Megroz, quien fué también autor de la edición
Penguin uno o dos años antes de la guerra. Lear fué uno de los primeros escritores que
trataron con fantasía pura, con países imaginarios y palabras artificiales, sin ningún propósito
satírico. No todos sus poemas son igualmente absurdos; algunos de ellos logran su efecto
mediante una perversión de la lógica, pero todos se asemejan en que su sentimiento funda-
mental es triste y no amargo. Expresan una especie de locura amable, una simpatía innata
hacia todo lo que es débil y absurdo. Lear podría ser justamente llamado el creador de la
quintilla jocosa, si bien se pueden encontrar versos de casi la misma forma métrica en
escritores anteriores, y lo que a veces se considera una debilidad en sus quintillas, esto es, el
hecho de que la rima es la misma en la primera y última línea, es parte de su encanto. El
mismo leve cambio aumenta la impresión de ineficacia, la cual podría estropearse si hubiera
alguna sorpresa. Por ejemplo:

Una joven había en Portugal


De náuticas ideas sin igual.
El mar examinó,
Y juró no dejar nunca a Portugal.

Es significativo que casi ninguna quintilla después de las de Lear haya sido al mismo
tiempo imprimible y lo suficientemente graciosa como para que merezca ser mencionada.
Pero llega realmente a su máximo en ciertos poemas más largos, tales como "El buho y el

25
El ómnibus Lear. Editado por R. L. Melgrog.
gatito" o "La corte del Yonghy-Bónghy-Bo":

En la costa de Coromandel,
Donde nacen tempranas calabazas,
Allí justo en mitad de los bosques,
Yonghy-Bónghy-Bo tenía su casa.
Sus dos sillas y media candela,
Un cacharro ya viejo y sin asa,
Eran todos sus bienes terrenos;
Allí justo en mitad de los bosques,
Eran todos los bienes terrenos
De Yonghy-Bónghy-Bo.
De Yonghy-Bónghy-Bo.

Más tarde aparece una dama con algunas gallinas Dorking blancas, y luego un amor
inconcluso. El señor Melgroz cree, bastante plausiblemente, que esto puede referirse a cierto
incidente en la propia vida de Lear. Nunca se casó, y es fácil conjeturar que hubo algo
seriamente irregular en su vida sexual. Un psiquiatra podría sin duda encontrar toda clase de
cosas significativas en sus esbozos y en la repetición de ciertas palabras artificiales tales como
"dientudo". Su salud era mala, y como fue el menor de los veintiún hijos de una familia pobre,
debe haber conocido ansiedades y penalidades desde muy temprano. Está claro que fué infeliz
y por naturaleza solitario, a pesar de tener buenos amigos.

Aldous Huxley ha señalado, al elogiar las fantasías de Lear como una especie de
aseveración de la libertad, que el "Ellos" de las quintillas representan el sentido común, la
legalidad y en general las virtudes moderadas. "Ellos" son los hombres prácticos y realistas,
los sobrios ciudadanos de sombrero hongo siempre ansiosos por impedirle a uno hacer
cualquier cosa digna de hacerse. Por ejemplo:

Un anciano en Whitehaven había,


Con un cuervo bailaba una cuadrilla;
Pero ellos dijeron: es absurdo
Darle tanto valor al avechucho.
Y destrozaron al anciano que en Whitehaven vivía.
El destrozar a alguien sólo por bailar una cuadrilla con un cuervo es exactamente lo que
"Ellos" harían. Herbert Read también ha elogiado a Lear, y se inclina a preferir sus versos a
los de Lewis Carroll, por ser fantasía más pura. Por mi parte debo decir que encuentro a Lear
más gracioso cuando es menos arbitrario y cuando hace su aparición en toque burlón o de
lógica falseada. Cuando le da rienda suelta a su fantasía, como en los nombres imaginarios o
cosas como "Tres recetas de cocina", puede resultar tonto y aburridor. "El Pobble que no tenía
dedos en los pies" se halla obsesionado por el fantasma de la lógica, y creo que es el elemento
de sensatez en él lo que lo hace gracioso. "El Pobble que no tenía dedos en los pies", como
recordarán, fué a pescar en el Canal de Bristol:

Que están mejor los Pobbles sin dedos en los pies.


Y todos los marinos y almirantes gritaron,
Al ver que se acercaba al extremo lejano:
-Fué a pescar para el gato de la tía Jobisca,
Ese gato dientudo de rojizas patillas.
Lo que es gracioso aquí es el toque burlón, los almirantes. Lo arbitrario, la palabra
"dientudo" y los bigotes rojos, es simplemente más bien embarazoso. Mientras el Pobble
estaba en el agua vinieron algunas criaturas no identificadas que le comieron los dedos, y
cuando llegó a su casa, su tía dijo:

Es un hecho que todos conocen muy bien


Que están mejor los Pobbles sin dedos en los pies.

lo cual nuevamente es gracioso, porque tiene un significado, y hasta se podría afirmar


que es un significado político: pues toda la teoría del gobierno autoritario se resume en la
declaración de que los Pobbles eran más felices sin dedos. Así también ocurre con la conocida
quintilla:

Había un anciano allá en Basing26,


De una serenidad sorprendente; Un caballo compró
Que rápido montó,
Y escapó de la, gente de Basing.

Esto no es del todo arbitrario. Lo gracioso está en la suave crítica implícita de las gentes
de Basing, quienes son una vez más "Ellos", los respetables, la mayoría de -pensamiento recto
y enemigos del arte.
El escritor más cercano de Lear entre sus contemporáneos fué Lewis Carroll, quien, no
obstante, fué menos esencialmente fantástico y, en mi opinión, menos gracioso. Desde
entonces, como señala el señor Megroz en su introducción, la influencia de Lear ha sido
considerable, pero es difícil creer que haya sido del todo buena. La disparatada extravagancia
de los actuales libros para niños podría quizá adjudicársele en parte a él. De cualquier manera,
la idea de escribir deliberadamente ridiculeces, aunque it carne off en el caso de Lear, es algo
dudosa. Probablemente la mejor poesía disparatada se produzca gradual y accidentalmente
por comunidades más que por individuos. Por otra parte, la influencia de Lear como dibujante
cómico quizá haya sido beneficiosa. James Thuber, por ejemplo, le debe seguramente algo a
Lear, directa o indirectamente.

VINIENDO DE BANGOR
La reaparición de "Los niños de Halen", en su época uno de los libros más populares
del mundo, pues sólo dentro del Imperio Británico fué elogiado por veinte firmas publicitarias
diferentes, de lo cual el autor recibió un beneficioso total de £ 40 por una renta de varios
cientos de miles o millones de ejemplares, evocará recuerdos en cualquier persona literata que
esté por encima de los treinta y cinco años. No es que la presente edición sea del todo
satisfactoria; es un librito barato con ilustraciones más bien impropias; varias palabras de
dialecto americano parecen haber sido suprimidas, y falta la continuación, "Los niños de
otros", que fué a menudo incluida en ediciones anteriores. Sin embargo es agradable volver a
ver impreso "Los niños de Helen". Ha llegado a ser casi una rareza en los últimos años, y es
uno de los mejores de la pequeña biblioteca de libros americanos en la cual fueron educados
los nacidos a fin de siglo.
Los libros que uno lee en la infancia, y quizá la mayoría de los malos y buenos libros
malos, crean en la mente una especie de falso mapa del mundo, una serie de países fabulosos
donde uno puede recrearse en los ratos de ocio para el resto de la vida, y que en algunos casos
hasta pueden sobrevivir a una visita a los países reales que se supone que representan. Las
pampas, el Amazonas, las islas coralíferas del Pacífico, Rusia, tierra de los abedules y el
samovar; Transilvania, con sus boyars y vampiros; la China de Guy Boothby, el París de Du
26
Pronúnciese "beising"
Maurier; se podría continuar la lista por un largo rato. Pero otro país imaginario que adquirí
siendo muy joven se llamaba América. Si hago una pausa en la palabra América y, apartando
deliberadamente la realidad existente, hago un llamado a mi visión infantil, veo dos figuras,
figuras superpuestas, naturalmente, de las cuales estoy omitiendo una buena parte de los
detalles.

Una es un muchacho sentado en un aula de colegio de paredes blanqueadas. Lleva un


gabán y tiene parches en la camisa, y si es verano tiene los pies desnudos. En un rincón del
cuarto hay un cubo de agua potable y un cazo. El muchacho vive en una granja, también de
piedras y con las paredes blanqueadas, y sobre la cual pesa una hipoteca. Aspira a ser
presidente y tiene la obligación de mantener llena la pila de leña. En alguna parte del fondo de
la figura, pero dominándola completamente, hay una enorme Biblia negra. La otra figura es de
un hombre alto y anguloso, con un sombrero deformado caído sobre los ojos, que se apoya
contra una h valla de madera mientras corta un palo con un cuchillo. Su mandíbula inferior se
mueve lenta pero incesantemente. Con intervalos muy prolongados emite trozos de sabiduría,
tales como "La mujer es el animal más terco que hay después de la mula", o "Cuando no
sepáis lo que hacer, no hagáis nada", pero más a menudo es un chorro de jugo de tabaco lo
que sale de la abertura que hay entre sus dientes delanteros. Entre esas dos figuras resumían
mi primera impresión de América. Y de las dos, la primera, la cual supongo representaba a
Nueva Inglaterra, mientras que la otra representaba el Sur, era la que tenía mayor influencia
sobre mí.

Los libros de los cuales derivaban estas dos figuras incluían, naturalmente, libros que
todavía es posible tomar en serio, tales como "Tom Sawyer" y "La cabaña del Tío Tom;", pero
el sabor más ricamente americano se podía encontrar en obras menores que ahora están casi
olvidadas. Me pregunto, por ejemplo, si alguien lee todavía "Rebeca la de la granja de
Sunnybrook", que tuvo el favor del público el tiempo suficiente como para ser filmada con
Mary Pickford en el papel principal. Y los libros "Katy", de Susan Cooleridge ("Lo que hizo
Katy en el colegio, etc."), los cuales, si bien eran libros para niñas y en consecuencia insulsos,
tenían el hechizo de lo extraño. "Mujercitas" y "Lo que fué de las mujercitas", de Luisa M.
Alcott, creo que aún son impresos periódicamente, y por cierto que todavía tienen sus
devotos. De niño adoraba a ambos, aunque estuve menos satisfecho con el tercero de la
trilogía, "Hombrecitos". Esa escuela modelo donde el peor castigo era tener que golpear al
maestro, basándose en el principio de que "esto me duele a mí más que a usted", era algo
difícil de digerir.
"Los niños de Helen" pertenece más o menos al mismo mundo de "Mujercitas" y debe
de haber sido publicado alrededor de la misma fecha. Después estuvieron Artemus Ward, Bret
Harte, y diferentes canciones, himnos y baladas, además de poemas que trataban de la guerra
civil, tales como "Bárbara Fritchie" ("Destroza, si debes, mi blanca cabeza —dijo—, pero
salva la bandera de tu patria) y "El Pequeño Gifford de Tennessee". Hubo otros libros tan
oscuros que apenas parece valer la pena mencionarlos y cuentos de revistas de los cuales no
recuerdo nada, excepto que la vieja heredad siempre parecía tener una hipoteca sobre ella.
Estaba también "El hermoso Joe", la réplica americana de "La belleza negra", del cual se
podría conseguir un ejemplar en un tenducho de seis peniques. Todos los libros que he
mencionado fueron escritos bastante antes de 1900, pero algo del especial sabor americano se
filtró en este siglo, por ejemplo, en los suplementos en colores de Buster Brown y hasta en los
cuentos "Penrod" de Booth Tarkington, los cuales habrían sido escritos alrededor de 1910. Tal
vez hasta hubo un dejo de él en los libros de animales de Ernest Thompson Seton ("Animales
salvajes que he conocido", etc.) que ahora ya no gozan del favor popular, pero que arrancaron
lágrimas a los niños antes de 1914, del mismo modo que "Malentendido" a los niños de una
generación anterior.
Un poco más tarde mi figura del siglo diecinueve cobró mayor precisión con una
canción bien conocida todavía y que puede encontrarse, creo, en "El libro de canciones del
estudiante escocés". Como de costumbre, en estos días escasos en libros no puedo conseguir
un ejemplar y tengo que citar fragmentos de memoria. Comienza así:

Viniendo desde Bangor


En la línea Este del tren,
Después de haber cazado
Y de tostarse en Maine27,

Con sus largas patillas,


Bigote y barba también,
Viajaba un estudiante
Alto, esbelto y muy bien.

Al poco tiempo suben una pareja de edad y una doncella de pueblo, descrita como
"hermosa y pequeña". Una cantidad de cenizas vuelan alrededor y pronto una se introduce en
el ojo del estudiante; la doncella del pueblo se la saca, para escándalo de la pareja de edad.
Poco después de esto el tren entra en un largo túnel "negro como una noche egipcia". Cuando
vuelve a salir a la luz del día, la doncella está completamente ruborizada, y la causa de su
confusión aparece cuando:

Apareció de repente
Un pequeño pendiente
En la barba enmarañada de aquel estudiante.

No conozco la fecha de la canción, pero lo primitivo del tren (ninguna luz en el coche y
una ceniza en un ojo como accidente normal) sugiere que bien pertenece al siglo diecinueve.

Lo que relaciona a esta canción con libros como "Los niños de Helen" es en primer
lugar una especie de dulce inocencia: la culminación, lo que se espera que va a escandalizar
levemente, es un episodio con el cual comenzaría cualquier obra moderna traviesa. En
segundo lugar,, una tenue vulgaridad de lenguaje, mezclada con cierta presuntuosidad cultural.
"Los niños de Helen" se propone ser un libro humorístico y hasta ridículo; pero rondan
continuamente a su alrededor palabras como "elegante" y "tierno", y es gracioso, porque sus
pequeños desastres ocurren contra el telón de fondo de un consciente donaire. "Hermosa,
inteligente, serena, elegantemente vestida, sin sombra de coquetería o de la lánguida mujer de
moda, despertaba al máximo mi más ferviente admiración", así es la heroína descrita,
representada en otras partes como "erguida, Fresca, pulcra, sosegada, de mirada brillante,
rostro bien formado, sonriente y observadora". Se obtienen hermosos vislumbres de un mundo
ahora desvanecido en frases como: "Entiendo que el invierno pasado preparó las decoraciones
florales en la exposición de St. Zephaniah, verdad, señor Burton? Fué la exhibición más
elegante de la temporada". Pero a pesar del uso ocasional de arcaísmos tales como
"parlatorio" por "sala", "cámara" por "alcoba", "real" como adverbio, etc., el libro no se pone
en época muy marcadamente, y muchos de sus admiradores imaginan que ha sido escrito
alrededor de 1900. En realidad fué escrito en 1875, hecho que se podría inferir por evidencia
interna, dado que el héroe, de veintiocho años de edad, es un veterano de la guerra civil.

El libro es muy breve y la historia es simple. A un joven soltero su hermana lo convence


27
Pronúnciese "Mein"
de cuidar su casa y sus niños, mientras ella y su marido se van a pasar quince días de vaca-
ciones. Los niños casi lo vuelven loco mediante una interminable sucesión de actos tales
como caerse en lagunas, ingerir veneno, arrojar llaves a los pozos, cortarse con navajas y
cosas por el estilo, pero también facilitan su compromiso matrimonial con "una encantadora
joven a la cual, durante un año, ya había estado adorando de lejos". Estos sucesos tienen lugar
en un suburbio de Nueva York, en una sociedad que parece extraordinariamente sosegada,
formal, domesticada, y, de acuerdo al concepto corriente, antiamericana. Cada acción está go-
bernada por la etiqueta. Pasar por un carruaje lleno de damas con el sombrero torcido es un
tormento; reconocer una amistad en la iglesia es mala educación; comprometerse en
matrimonio después del noviazgo de diez días es una severa falta social. Estarnos
acostumbrados a pensar en la sociedad americana como una más cruda, temeraria y, en un
sentido cultural, democrática como la nuestra, y en escritores como Marte, Twain, Whitman y
Bret Harte, sin mencionar las historias de vaqueros y de indios pielrojas de los semanarios
ilustrados. Uno se forma un retrato de un mundo salvaje y anárquico poblado por excéntricos
y desesperados sin tradición ni afecto a un lugar. Claro que ese aspecto de la América del
siglo diecinueve existió, pero en los más populosos estados del Este parece haber sobrevivido
durante más tiempo que en Inglaterra una sociedad similar a la de Jane Austen. Y es difícil no `
comprender que fué una sociedad mejor que la que surgió de la repentina industrialización de
la última parte del siglo. Los personajes de "Los niños de Helen" o de "Mujercitas" podrán ser
ligeramente ridículos, pero no están corrompidos. Tienen algo que tal vez esté mejor descrito
como integridad, o moral, fundadas en parte sobre una piedad irreflexiva. Es cosa natural que
todo el mundo vaya a la iglesia el domingo a la mañana y diga Gracias antes de las comidas y
rece a la hora de acostarse; para distraer a los niños se les cuentan historias bíblicas y si piden
una canción será probablemente "Gloria, Gloria, Aleluya". Quizá es también una señal de
salud espiritual en la literatura ligera de esta época el que la muerte se menciona libremente.
"El pequeño Phil", el hermano de Budge y Toddie, ha muerto poco antes que comience la
historia de "Los niños de Helen", y hay varias conmovedoras referencias a su "diminuto
ataúd". Un escritor moderno que intentara escribir una historia de esta clase habría dejado
fuera a los ataúdes.

Los niños ingleses están todavía americanizados por medio de las películas, pero no se
debería admitir en general que los libros americanos son los mejores para los niños. ¿Quién
educaría sin recelo a un niño con las "historietas" en colores en las cuales siniestros profesores
manufacturan bombas atómicas en laboratorios subterráneos, mientras que el "Super-hombre
cruza zumbando las nubes, las balas de ametralladoras rebotan en su pecho como arvejas, y
las rubias platinadas son raptadas, o poco menos, por robots de acero y dinosaurios de
cincuenta pies? Hay gran diferencia entre el Super-hombre y la Biblia o la hoguera. Los
primeros libros para niños o que pudieran leer los niños, tenían no sólo inocencia, sino una
especie de jovialidad natural, un sentimiento alegre y despreocupado que era
presumiblemente el producto de la inaudita libertad y seguridad de que gozaba la América del
siglo diecinueve. Este es el punto de unión entre libros tan aparentemente separados como
"Mujercitas" y "Vida en el Misisipí".
La sociedad descrita en uno es sumisa, estudiosa y amante del hogar, mientras que el
otro nos habla de un mundo enloquecido de bandidos, minas de oro, duelos, embriagueces y
garitos; pero en ambos se puede hallar una subyacente confianza en el futuro, una sensación
de libertad y oportunidad.

La América del siglo diecinueve era un país rico y vacío que yacía fuera de la corriente
principal de los sucesos mundiales y en el cual las pesadillas gemelas que acosan a casi todo
hombre moderno, la pesadilla de la desocupación y la pesadilla de la intervención estatal,
apenas habían empezado a surgir. Había distinciones sociales más marcadas que las de hoy en
día, y había pobreza, como se recordará en "Mujercitas", cuando la familia estaba tan
necesitada que una de las muchachas vendió su cabello al peluquero; pero no había como
ahora un predominante sentimiento de impotencia. Había lugar para todos, y si uno trabajaba
duro podía estar seguro de su subsistencia; hasta podía estar seguro de enriquecerse. Esta era
una idea general, y para la mayor parte de la población hasta era completamente cierta. En
otras palabras: la civilización de la América del siglo diecinueve -era una civilización ca-
pitalista al máximo. Poco después de la guerra civil comenzó el inevitable deterioro, pero
durante algunas décadas, al menos, la vida en América fué mucho más alegre que en Europa;
había más sucesos, más colorido, más variedad, más oportunidades, y los libros y canciones
de ese período tenían cierta lozana e infantil cualidad. De ahí la popularidad de "Los niños de
Helen" y demás literatura "light", lo que hizo que fuera normal para el niño inglés de treinta o
cuarenta años atrás crecer con un conocimiento teórico de coatíes, marmotas, ardillas, topos,
nogales, sandías y otros fragmentos poco familiares del paisaje americano.

EL ESPIRITU DEPORTIVO

Ahora que ha llegado a su fin la breve visita del equipo de fútbol Dínamo 28 es posible
decir públicamente lo que muchas personas juiciosas han estado diciendo en privado antes de
que los Dínamos llegaran. Es decir, que el deporte es una causa infalible de mala voluntad, y
que si semejante visita llegó a tener algún efecto sobre las relaciones anglo-soviéticas, pudo
ser sólo para empeorarlas.
Hasta los periódicos han sido incapaces de ocultar el hecho de que por lo menos dos de
los cuatro partidos jugados terminaron en resentimiento. En el partido del Arsenal, según me
dijo alguien que estuvo presente, un jugador inglés y uno ruso se vinieron a las manos y la
multitud silbó al árbitro. En Glasgow, me informó otro, hubo juego libre desde el comienzo. Y
luego hubo la controversia, típica de nuestra era nacionalista, acerca de la composición del
equipo del Arsenal. ¿Fue en realidad un equipo puramente inglés como sostuvieron los rusos,
o simplemente mixto, como sostuvieron los ingleses? Y terminaron los Dínamos
abruptamente su jira, con el objeto de evitar el juego con un equipo inglés. Por lo general,
cada uno responde a estas preguntas de acuerdo a sus predilecciones políticas. No hay duda de
que la controversia continuará repercutiendo durante años en las notas al pie de las páginas de
los libros de historia. Mientras tanto, el resultado de la jira de los Dínamos, si es que hubo
algún resultado, habrá sido el de crear una nueva animosidad en ambos lados.

¿Y cómo podría ser de otro modo? Siempre me sorprendo cuando oigo decir a la gente
que el deporte crea buena voluntad entre las naciones y que si sólo las personas corrientes del
mundo se pudiesen encontrar en el fútbol o el cricket, no tendrían inclinación a encontrarse en
el campo de batalla.
Aun cuando uno no supiese mediante ejemplos concretos, como ser los juegos
Olímpicos de 1936, que las competencias deportivas internacionales conducen a orgías de
odio, podría deducirlo de principios generales.
Casi todos los deportes que se practican hoy en día son de competencia, se juega para
ganar, y el juego tiene poco significado a menos que se haga todo lo posible por ganar. En el
prado del pueblo, donde se toma partido y no hay implicado ningún sentimiento de
patriotismo local, es posible jugar simplemente por distracción y ejercicio, pero tan pronto
como surge la cuestión del prestigio, tan pronto como se siente que uno y una unidad más
grande se verán deshonrados si uno pierde, se despiertan los más salvajes instintos
combativos. Cualquiera que haya jugado, aunque fuera en un equipo de fútbol escolar sabe
esto. En el nivel internacional, el deporte es francamente una lucha mímica. Pero lo
significativo no es la conducta de los jugadores sino la actitud de los espectadores y, detrás de
los espectadores, de las naciones, que se convierten en furias y creen seriamente, por lo menos
durante cortos períodos, que correr, saltar y patear una pelota son pruebas de virtud nacional.
28
Los Dínamos de Moscú, equipo ruso de fútbol que recorrió Gran Bretaña el otoño de 1945, jugando contra los
clubes de primera división.
Hasta un juego pausado como el cricket, que exige gracia antes que fuerza, puede
provocar mucha mala voluntad, como vemos en la controversia acerca del "body-line
bowling" y de las bruscas tácticas del equipo australiano que visitó a Inglaterra en 1921. El
fútbol, juego en que todos se lastiman y donde cada nación tiene su propio estilo para jugar,
que parece desleal a los extraños, es mucho peor. Lo peor de todo es el boxeo. Uno de los
espectáculos más horribles del mundo, es una lucha entre boxeadores blancos y de color
frente a una concurrencia mixta. Pero el público de box siempre es repugnante, y la conducta
de las mujeres en particular es tal, que la Armada, según creo, no les permite presenciar sus
competencias. De todos modos, hace dos o tres años, cuando las Home Guards y las tropas
regulares estaban llevando a cabo un torneo de box, me pusieron de guardia en la entrada con
orden de no dejar entrar mujeres.

En Inglaterra la obsesión del deporte ya es bastante dañina, pero pasiones más feroces
se despiertan en países jóvenes donde tanto la práctica de juegos como el nacionalismo son
evoluciones recientes. En países como la India o Birmania son necesarios fuertes cordones
policiales en los partidos de fútbol para impedir que la multitud invada la cancha. En
Birmania he visto a los partidarios de un equipo romper el cordón policial e imposibilitar la
acción al arquero del equipo contrario en un momento crítico. El partido de fútbol que se
disputó en España unos quince años atrás llevó a un incontrolable tumulto. Tan pronto como
se despiertan fuertes sentimientos de rivalidad, siempre se desvanece la noción de jugar de
acuerdo a las reglas. La gente quiere ver un equipo en la cumbre y al otro humillado, y se
olvida de que la victoria obtenida con trampa o mediante la intervención de la muchedumbre
carece de significado. Aun cuando los espectadores no intervengan física mente, tratan de
influir en el juego vitoreando a su equipo favorito y bombardeando a los jugadores contrarios
con silbidos e insultos. El deporte serio no tiene nada que ver con el juego limpio. Se halla
ligado al odio, los celos, la jactancia, el desconocimiento de todas las reglas y un sádico placer
en ser testigo de la violencia; en otras palabras: es la guerra, menos las bombas. En lugar de
parlotear acerca de la limpia y sana rivalidad del campo de batalla y la gran parte des-
empeñada en los Juegos Olímpicos para unir a las naciones, sería más útil averiguar cómo y
por qué surgió este culto moderno del deporte. La mayoría de los juegos que practicamos
actualmente son de origen antiguo, pero el deporte no parece haber sido tomado muy en serio
entre los tiempos romanos y el siglo diecinueve. Hasta en las escuelas públicas inglesas el
culto de los deportes no comenzó hasta la última parte del siglo pasado. El doctor Arnold,
considerado generalmente como el fundador de la escuela pública moderna, veía en los
deportes simplemente una pérdida de tiempo. Después, principalmente en Inglaterra y los
Estados Unidos, los deportes fueron convertidos en una fuerte actividad financiera, capaz de
atraer vastas multitudes y despertar salvajes pasiones, y la infección se extendió de país en
país. Los deportes más violentamente combativos son el fútbol y el boxeo, los que se han
extendido más. No puede haber mucha duda de que todo el asunto está relacionado con el
surgimiento del nacionalismo, es decir, con el loco hábito moderno de identificarse con
unidades de gran poder y de ver todo el aspecto del prestigio del competidor. También los
juegos organizados son más fáciles de florecer en comunidades urbanas donde el ser humano
corriente lleva una vida sedentaria y no tiene mucha oportunidad para la labor creadora. En
una comunidad rural un muchacho o un hombre joven dan salida a buena parte de su energía
sobrante caminando, nadando, jugando con pelotas de nieve, trepándose a los árboles, yendo a
caballo y mediante varios deportes que involucran crueldad para los animales, tales como la
pesca, las peleas de gallos y ferreting for rats. En una gran ciudad uno tiene que entregarse a
las actividades en grupo si quiere dar salida a la fuerza física o dos impulsos sádicos. Los
deportes se toman en serio en Londres y Nueva York, y se tomaron en serio en Roma y
Bizancio; en la Edad Media se practicaban, y probablemente con mucha brutalidad física,
pero no se los mezclaba con la política ni eran motivos de odios de grupos.

Si quisiéramos aumentar la enorme reserva de mala voluntad que existe actualmente en


el mundo, no podríamos hacerlo mejor que con la serie de partidos de fútbol entre judíos y
árabes, alemanes y checos, hindúes e ingleses, rusos y polacos, italianos y yugoslavos, cada
uno observado por una concurrencia mixta de cien mil espectadores. No estoy sugiriendo,
naturalmente, que el deporte es una de las causas principales de la rivalidad entre naciones; el
deporte en gran escala es en sí mismo simplemente otro efecto de las causas que han
producido el nacionalismo. Más aún se empeoran las cosas enviando un equipo de once
hombres, clasificados corno campeones nacionales, para luchar contra algún equipo rival y
dejando sentir en ambos bandos que, cualesquiera que fuese, la nación derrotada perderá su
prestigio.

Espero, por consiguiente, que no reforzaremos la visita de los Dínamos enviando un


equipo inglés a la URSS. Si es que debemos hacerlo, enviemos entonces un equipo de
segunda categoría que sea derrotado con seguridad y del cual no pueda decirse que representa
a Inglaterra completamente. Ya hay bastantes motivos verdaderos de preocupación, y no
necesitamos aumentarlos alentando a los jóvenes a darse patadas en la tibia en medio de los
rugidos de espectadores enfurecidos.

LA DECADENCIA DEL ASESINATO INGLES

Es la tarde de un domingo, preferiblemente antes de la guerra. La esposa ya está


durmiendo en el sillón y los niños han sido enviados a dar un largo paseo. Usted coloca los
pies sobre el sofá, se pone los anteojos y abre las "Noticias del Mundo". La carne vacuna y el
Yorhsire, o la carne de cerdo y la salsa de manzanas, reforzados por un budín de grasa, y
llegado al máximo, por decirlo así, con una taza de té bien oscuro, lo han puesto a usted
exactamente de un humor adecuado. La pipa tira dulcemente, los almohadones del sofá son
blandos, el fuego está bien encendido, el aire está tibio y estancado. En estas felices
circunstancias, ¿qué es lo que usted desea leer?
Naturalmente, algo que trate de un asesinato. Pero, ¿qué clase de asesinato? Si uno
examina los crímenes que han estado causando mayor placer al público inglés, los crímenes
cuya historia casi todos conocen en sus contornos principales y que han sido utilizados como
argumentos de novelas, y refundidos una y otra vez por los periódicos dominicales, encontrará
un acentuado parecido familiar entre la mayoría de ellos. Nuestro gran período de crímenes, el
período isabelino, por decirlo así, parece haber existido aproximadamente entre 1850 y 1925,
y los asesinos cuya reputación ha ganado la prueba del tiempo son los siguientes: el doctor
Palmer de Rugely, Jack el Destripador, Neil Cream, la señora de Maybrick, el doctor Crippen,
Seddon, Joseph Smith, Armstrong, Bywaters y Thompson. Por añadidura, hacia 1919, hubo
otro caso muy celebrado que encaja dentro del patrón general, pero que será mejor no men-
cionar por su nombre, dado que el acusado fué absuelto.

De los nueve casos arriba mencionados, por lo menos cuatro han tenido exitosas
novelas basadas en ellos, uno ha sido utilizado para un popular melodrama, y la cantidad de
literatura que los rodea, bajo la forma de descripción detallada de diario, tratados de
criminología y memorias de abogados y oficiales de policía, formaría una biblioteca
considerable. Cuesta creer que pueda recordarse ningún crimen inglés durante tanto tiempo y
tan íntimamente, y no sólo debido a que la violencia de los sucesos externos ha hecho creer
que el crimen parezca poco importante, sino porque el tipo prevaleciente de crimen parece
estar cambiando. La principal causa célebre de los años de guerra fue el llamado Clef Chin
Murder,-que ahora ha sido detallado en un popular folleto 29; el relato verbal del juicio
publicado el año pasado por los señores Jarrolds con una introducción por el señor Bechhofer
Roberto. Antes de volver a este caso lastimoso y sórdido, interesante sólo desde el punto de

29
The Cleft Chin Murder, por R. Alwyn Raimond.
vista sociológico y tal vez legal, permitidme definir qué es lo que quieren decir los lectores de
los periódicos dominicales cuando dicen indignados que "parece que no se puede encontrar un
buen asesinato hoy en día".
Para considerar los nueve crímenes que he citado arriba, se podría comenzar
excluyendo el caso de Jack el Destripador, que constituye una clase en sí mismo. De los ocho
restantes, seis fueron casos de envenenamiento, y ocho de los diez criminales pertenecían a la
clase media. En una forma u otra, el sexo fue un motivo poderoso en todos los casos menos
dos, y por lo menos en cuatro casos la respetabilidad, es decir, el deseo de llegar a una
posición segura en la vida, o de no perder la posición social de uno mediante un escándalo tal
como el divorcio, fue una de las principales razones para cometer el crimen. En más de la
mitad de los casos el objeto era apoderarse de cierta suma de dinero, tal como un legado o una
póliza de seguros, pero la cantidad implicada era casi siempre pequeña. En la mayoría de los
casos el crimen surgió a la luz lentamente, como resultado de cuidadosas investigaciones que
se iniciaron con la sospecha de vecinos o parientes, y en casi todos los casos hubo una
dramática coincidencia en la cual podía verse claramente el dedo de la Providencia, o uno de
aquellos episodios que ningún novelista se atrevería a realizar, tal como el vuelo de
Crippen a través del Atlántico con su mistress vestida de muchacho, o Joseph Smith tocando
"Más cerca de Ti, Dios mío" en la armónica, mientras una de sus mujeres se estaba ahogando
en la habitación contigua. El telón de fondo de todos estos crímenes, excepto el de Neill
Creams, era esencialmente doméstico; de doce víctimas, siete fueron marido o mujer del
criminal.
Teniendo presente todo esto, se podría construir lo que sería, desde el punto de vista de
un lector de "Noticias del Mundo", el crimen "perfecto". El asesino sería un hombrecito de la
clase profesional, digamos un dentista o procurador que llevara una vida intensamente
respetable en una casa seria y solitaria lo que permitiría a los vecinos oir ruidos sospechosos a
través de la pared. Sería presidente del partido conservador local, o principal disidente y
fuerte defensor de la templanza. Iría por mal camino debido a que alimentaría una culpable
pasión por su secretaria o por la esposa de un profesional rival, y sólo llegaría al punto de
cometer el crimen después de prolongadas y terribles luchas con su conciencia. Habiendo
decidido el crimen, lo planearía todo con la mayor astucia y sólo se deslizaría un ínfimo
detalle imprevisible. El medio elegido sería, naturalmente, un veneno. Según un análisis
concluyente cometería el crimen porque esto le parecería menos vergonzoso y menos nocivo
para su carrera, que el ser sorprendido en adulterio. Con esta clase de telón de fondo un
crimen puede tener cualidades dramáticas y hasta trágicas que lo hagan memorable y susciten
compasión tanto para la víctima como para el asesino. La mayoría de los crímenes arriba
mencionados tienen un toque de esta atmósfera, y en tres casos, incluyendo aquél al cual me
referí pero que no nombré, la historia se aproxima a la que bosquejé.

Comparemos ahora el Cleft Chin Murder. No hay profundidad de sentimiento en él. Fue
casi una casualidad que las dos personas interesadas cometieran ese crimen en particular, y
fue una suerte que no cometieran varios otros. El telón de fondo no era la domesticidad, sino
la vida anónima de los salones de baile y los falsos valores de las películas americanas. Los
dos reos eran una ex-camarera de dieciocho años llamada Elizabeth Jones, y un desertor del
ejército americano, que pretendía ser oficial, llamado Karl Hulten. Estuvieron juntos sólo
durante seis días, y parece dudoso que hubieran aprendido siquiera sus verdaderos nombres
hasta que fueron arrestados. Se encontraron por casualidad en un salón de té, y esa noche
salieron a pasear en un camión robado del ejército. Jones se describía a sí misma como una
"strip-tease"30, lo cual no era estrictamente cierto, pues había dado una desafortunada re-
presentación en este renglón, y declaró que quería hacer algo peligroso, "como ser ayudante

30
Corista de teatros ínfimos de Nueva York, que permiten al público desnudarlas en escena.
de un pistolero". Hulten se describía a sí mismo como un importante pistolero de Chicago, lo
cual tampoco era cierto. Encontraron a una muchacha que iba en bicicleta por el camino, y
para demostrar lo villano que era, Hulten la atropelló con el camión, después de lo cual la
pareja la despojó de los pocos chelines que llevaba encima. En otra ocasión acogotaron a una
muchacha a la que habían; ofrecido llevarla, tomaron su abrigo y su cartera y a ella la
arrojaron a un río. Finalmente, y de la manera más injustificable asesinaron a un conductor de
taxi que tenía ocho libras en el bolsillo. Poco después se separaron. Hulten fue capturado
porque se había quedado tontamente con el automóvil de la víctima, y Jones hizo espontáneas
confesiones ante la policía. ''En la corte ambos prisioneros se incrementaron mutuamente.
Entre un crimen y otro, ambos parecen haberse conducido con la mayor insensibilidad;
gastaron en las carreras de perros las ocho libras del conductor asesinado.
A juzgar por sus cartas, el caso de la muchacha tiene cierta cantidad de interés
psicológico, pero este crimen ocupó probablemente los títulos porque proporcionaba
confusión en medio de las bombas voladoras y ansiedades de la Batalla de Francia. Jones y
Hulten cometieron su crimen al son de la Vi, y fueron convictos al son de la V2. Hubo también
mucha excitación porque, como se ha hecho usual en Inglaterra, el hombre fue sentenciado a
muerte y la muchacha a prisión. De acuerdo con el señor Raymond, la suspensión de la
ejecución causó gran indignación y toneladas de telegramas afluyeron al Ministro del Interior;
en el pueblo natal de Jones se leía escrito con tiza en las paredes: "Hay que colgarla", junto a
dibujos de una figura que colgaba de una horca. Considerando que sólo diez mujeres han sido
colgadas en Gran Bretaña en este siglo, y que la costumbre está mayormente extinguida de-
bido a que el sentimiento popular era contrario a ella, es difícil no comprender que ese
clamoreo para colgar a una muchacha de dieciocho años se debía en parte a los efectos
embrutecedores de la guerra. En realidad, toda esta historia sin sentido, con su atmósfera de
salones de baile, cines, perfume barato, nombres falsos y coches robados, pertenece
esencialmente a un período de guerra.

Quizá sea un hecho significativo que el crimen inglés más comentado en los últimos
años haya sido perpetrado por un americano y una muchacha inglesa que se había
americanizado en parte. Pero es difícil creer que este caso será recordado tanto tiempo como
los antiguos dramas domésticos de envenenamiento, productos de una sociedad estable donde
toda la hipocresía reinante aseguraba por lo menos que crímenes tan serios como el asesinato
albergaban fuertes emociones.

ALGUNOS PENSAMIENTOS ACERCA DEL SAPO COMUN

Antes que la golondrina, antes que el narciso, y no mucho después que la campanilla
blanca, el sapo común saluda la llegada de la primavera según su propia manera, que es la de
emerger de un agujero de la tierra, donde ha permanecido enterrado desde el otoño anterior, y
arrastrarse lo más rápidamente posible al charco de agua más próximo. Algo, una especie de
temblor en la tierra, o tal vez simplemente un ascenso de temperatura de unos cuantos grados,
le ha indicado que es tiempo de despertarse. Sin embargo, de vez en cuando unos cuantos
sapos parecen no oír el despertador y pasan por alto un año; por lo menos, yo he desenterrado
alguno más de una vez, vivo y aparentemente bien, en mitad del verano.
En esta época, después de su prolongado ayuno, el sapo tiene un aspecto muy espiritual,
como un anglo-católico estricto hacia el final de la cuaresma. Sus movimientos son lánguidos
pero determinados, su cuerpo está encogido, y por contraste, sus ojos parecen anormalmente
grandes. Esto le permite a uno observar, cosa que no se podría hacer en otra época, que el
sapo tiene casi los ojos más hermosos que cualquier viviente. Se parece al oro, o más
exactamente a la piedra semi-preciosa de color dorado que se ve a veces en los anillos de
sello, y que crea se llama crisoberilo.
Después de entrar en el agua, durante unos cuantos días el sapo se concentra en
recuperar su fuerza comiendo insectos pequeños. Pronto se hincha hasta volver a su tamaño
normal, y entonces atraviesa una fase de intenso sexualismo. Todo lo que él sabe, por lo
menos si es un sapo macho, es que quiere poner sus brazos alrededor de algo, y si uno le
ofrece un palo, o incluso el dedo, se adherirá a él con fuerza asombrosa y tardará mucho
tiempo en descubrir que no es un sapo hembra. Frecuentemente uno se encuentra con
informes masas de diez o veinte sapos que ruedan unos sobre otros en el agua, adhiriéndose
entre sí sin distinción de sexo. Poco a poco, no obstante, se ordenan en parejas con el macho
debidamente sentado en la espalda de la hembra. Entonces se pueden distinguir los machos de
las hembras, porque el macho es más pequeño, oscuro y se sienta encima, con los brazos
ceñidos fuertemente alrededor del cuello de la hembra. Al cabo de uno o dos días colocan la
freza en largas hileras que serpentean por entre los junquillos y pronto se vuelven invisibles.
Unas cuantas semanas más, y el agua estará animada por montones de diminutos renacuajos
que crecen rápidamente, echan patas traseras, luego delanteras, y luego se desprenden de la
cola. Finalmente, hacia la mitad del verano, la nueva generación de sapos, más pequeña que el
dedo pulgar pero perfecta en cada detalle, sale arrastrándose del agua para comenzar el juego
otra vez.

CUANDO LLEGA LA PRIMAVERA

He mencionado el desove de los sapos porque es uno de los fenómenos de la primavera


que más me llaman la atención, y porque el sapo, a diferencia de la alondra y la bellorita,
nunca ha sido elogiado por los poetas. Pero sé que a muchas personas no les gustan los
reptiles o anfibios, y no estoy tratando de sugerir que para gozar de la primavera hay que
interesarse en los sapos. Están también el azafrán, el tordo, el cuclillo, el endrino, etc. El
asunto está en que los placeres de la primavera son asequibles a todos, y no cuestan nada.
Hasta en la calle más sórdida la llegada de la primavera se registra por uno u otro indicio, sea
solamente un azul más brillante entre los cacharros de la chimenea o el verde intenso de un
retoño de saúco en un lugar devastado por la guerra. En realidad es digno de mencionar cómo
la Naturaleza continúa existiendo no oficialmente, por decirlo así, en el propio corazón de
Londres. He visto a un cernícalo volar sobre las fábricas de gas de Deptford, y he oído una
representación de primera categoría por un mirlo en Euston Road. Debe de haber cientos de
miles, si no millones, de aves que viven dentro del radio de cuatro millas, y es agradable
pensar que ninguna de ellas paga un penique de renta.

En cuanto a la primavera, ni las calles más estrechas y sombrías que rodean el Banco de
Inglaterra son completamente capaces de excluirla. Se cuela por todas partes, como uno de
esos nuevos gases venenosos que pasan a través de todos los filtros. Comúnmente se habla de
la primavera como de "un milagro", y durante los cinco o seis años últimos esta gastada figura
lingüística ha cobrado nueva vitalidad. Después de la clase de inviernos que hemos tenido que
soportar recientemente, la primavera parece milagrosa, porque gradualmente se ha ido
haciendo más y más difícil creer que va a venir. Desde 1910, todos los febreros me he
encontrado pensando que esta vez el invierno va a ser permanente. Pero Pomona, al igual que
los sapos siempre resucita aproximadamente al mismo tiempo. Repentinamente, hacia fines de
marzo, se produce cl milagro, y el arruinado barrio en donde vivo se transfigura. En la plaza
los ligustros cubiertos de hollín se han vuelto de un verde brillante, las hojas se espesan en los
castaños, brotan los narcisos, brotan los alelíes, el traje de los agentes de policía ofrece
positivamente una agradable sombra azul, el pescador saluda a sus clientes con una sonrisa, y
hasta los gorriones son de un color completamente diferente, al haber sentido la fragancia del
aire y animarse a tomar un baño, el primero desde septiembre último.
¿FLAQUEZA URBANA?

¿Es una maldad sentir placer con la primavera y otros cambios de estación? Para decirlo
con más precisión, ¿es políticamente reprensible, mientras todos gemimos bajo las cadenas
del sistema capitalista, hacer notar que la vida frecuentemente vale más la pena de ser vivida
gracias al canto de un mirlo, a un olmo amarillo en octubre, o a algún otro fenómeno natural
que no cuesta dinero y que no tiene lo que los editores de los periódicos de izquierda llaman
la clase elevada? No hay duda de que muchas personas piensan así. Sé por experiencia que
una referencia favorable a la "Naturaleza" en cualquiera de mis artículos está expuesta a pro-
porcionarme cartas ofensivas, y aunque en estas cartas la palabra llave es por lo general
"sentimental", parece haber en ellas dos ideas mezcladas. Una es que todo placer en el ver-
dadero proceso de la vida fomenta una especie de quietismo político. La gente, según se
piensa, tiene que estar descontenta, y es nuestra tarea multiplicar nuestras necesidades y no
simplemente aumentar nuestro goce de las cosas que ya tenemos. La otra idea es que ésta es la
época de la máquina y que no gustar de la máquina, e incluso querer limitar su dominación es
ser retrógrado, reaccionario y ligeramente ridículo. Esta idea se halla apoyada por la
proposición de que el amor a la Naturaleza es una flaqueza de gente urbanizada que no tiene
noción de cómo es la Naturaleza realmente. Según este argumento, los que .tienen
verdaderamente que luchar con la tierra no la aman, y no se toman el menor interés en las
aves o en las flores, excepto desde un punto de vista estrictamente utilitario. Para amar el
campo hay que vivir en la ciudad, y tomarse simplemente un ocasional fin de semana en las
épocas cálidas.

Se puede demostrar que esta idea es falsa. La literatura medieval, por ejemplo,
incluyendo las baladas populares, está llena de un entusiasmo casi geórgico por la Naturaleza,
y el arte de los pueblos agricultores, tales como los chinos y japoneses, se concentra siempre
alrededor de árboles, flores, aves, ríos y montañas. La otra idea me parece equivocada en un
sentido más sutil. Claro que tenemos que estar descontentos, no simplemente limitarnos a
descubrir el modo de sacar el mayor provecho de todo, y sin embargo, si matamos todo placer
en el verdadero proceso de la vida, ¿qué clase de futuro nos estamos preparando? Si un
hombre no puede gozar del regreso de la primavera, ¿por qué tendría que estar feliz en una
utopía que le ahorrara trabajo? ¿Qué hará con la comodidad que la máquina le proporcionará?
Siempre he sospechado que si se llegan a resolver realmente nuestros problemas económicos
y políticos, la vida se volverá más simple en vez de más compleja, y que la clase de placer que
uno obtiene al descubrir la primera bellorita, se prolongará más que la clase de placer que se
obtiene al comer un helado al tiempo que se escucha un Wurlitzer. Creo que es reteniendo el
amor que se siente en la infancia por cosas tales como árboles, peces, mariposas, y volviendo
a mi primer ejemplo, sapos, cómo hace uno que sea más probable un futuro pacífico y
decente, y que predicando la doctrina de que nada debe admirarse salvo el acero y el concreto,
uno simplemente afianza un poco más que los seres humanos no encuentren otra salida para
su energía sobrante que el odio y la adoración de un guía.

De todos modos la primavera está aquí, en Londres, y nadie puede impedirnos gozarla.
Esta es una reflexión satisfactoria. Cuántas veces he observado a los sapos, o a un par de
liebres disputar un encuentro de box en el maizal, y pensado en todas las personas importantes
que me impedirían gozar de ello si pudiesen. Pero afortunadamente no pueden. En tanto uno
no esté realmente enfermo, hambriento, atemorizado o emparedado en una prisión o una
colonia de vacaciones, la primavera es siempre la primavera. Las bombas atómicas se apilan
en las fábricas, la policía merodea por las .ciudades, las mentiras fluyen por los altavoces,
pero la tierra sigue girando alrededor del sol, y ni los dictadores, ni los burócratas, así pro-
fundamente desaprueben el proceso, son capaces de evitarlo.
UNA PALABRA PARA EL VICARIO DE BRAY
Hace algunos años un amigo me llevó a la pequeña iglesia de Berkshire, de la cual el
famoso Vicario de Bray fue una vez el beneficiado. En realidad está a unas cuantas millas de
Bray, pero tal vez en esa época los dos beneficios fueron uno solo. En el cementerio se alza un
magnífico tejo que, según una nota al pie, fue plantado nada menos que por el mismo Vicario
de Bray. Me sorprendió en esa época como cosa curiosa que semejante hombre hubiese
dejado semejante reliquia tras sí.

El Vicario de Bray, si bien estaba bien equipado para ser uno de los principales
redactores de "The Times", difícilmente podría ser descrito como una persona admirable. Sin
embargo, todo lo que queda de él después de este lapso es una canción cómica y un hermoso
árbol, en el cual ha descansado la vista de una generación tras otra y que seguramente debe de
haber preponderado sobre los malos efectos que produjo con su quislinguismo político.
Thibaw, el último rey de Birmania, también se hallaba lejos de ser un buen hombre. Era un
borracho, tenía quinientas esposas, principalmente para exhibición, según parece, y cuando
subió al trono, su primer acto fue decapitar a setenta u ochenta de sus hermanos. Sin embargo,
le jugó una buena pasada a la posteridad al hacer plantar las polvorientas calles de Mandalai
con tamarindos que dieron una agradable sombra hasta que los quemaron en 1942 las bombas
incendiarias japonesas.
El poeta James Shirley parece haber generalizado demasiado libremente cuando dijo
que "sólo las acciones de los justos huelen fragantes en su sepultura". A veces las acciones de
los injustos saben muy bien después del lapso apropiado. Cuando vi el tejo del Vicario de
Bray recordé algo, y después conseguí un libro de selecciones de los escritos de John Aubrey
y releí un poema pastoral que debe haber sido escrito allá por la primera mitad del siglo
diecisiete y que fué inspirado por una tal señora de Overall.
La señora de Overall era la esposa de un deán al cual fué sumamente infiel. De acuerdo
a Aubrey, ella "apenas podía negarse a nadie" y tenía "los ojos más hermosos que se han visto,
pero asombrosamente lascivos". El poema, en el cual el pastor enamorado parece haber sido
alguien llamado Sir John Selby, comienza así:

Se hallaba Swaine, el pastor,


Muy serio y acongojado
Allá sobre la colina
Pensando en su ser amado.
Ansió tener junto a sí
A su buena muchachita
Para él por siempre perdida.
Que sí, que no; que no, que sí.
Era tan dulce y tan buena
Que jamás amor así
Ni el pastor ni otro cualquiera
Disfrutaran para sí.
Sé que ni una parecida
Encontraréis entre mil.
Lo digo porque lo siento,
Que sí, que no; que no, que sí.

Al continuar el poema durante otros seis versos, el refrán "que sí, que no; que no, que
sí", adquiere un significado inconfundiblemente obsceno, pero termina con la exquisita
estrofa:
Mas se fué la más bonita
Que en las praderas veréis.
Fueran cual fueren sus cuitas
Al buen Swaine no acuséis.
Fue ella sola la culpable
De lo que aconteció allí,
Por ser en extremo amable.
Que sí, que no; que no, que sí.

La señora no era una persona más ejemplar que el vicario de Bray, pero sí más
atractiva. Sin embargo, todo lo que queda de ella al final es un poema que aún causa placer a
mucha gente, si bien por alguna razón nunca se lo incluye en las antologías. El sufrimiento
que ella presumiblemente causó, y la miseria e inutilidad en que debe de haber terminado su
propia vida, se han transformado en una especie de fragancia persistente como el olor de las
plantas de tabaco en una tarde de verano.
Pero volvamos a los árboles. El plantar un árbol, especialmente uno de los de larga vida
y madera dura, es un regalo que uno le puede hacer a la posteridad casi sin que cueste nada y
casi sin molestia, y si el árbol echa raíces sobrevivirá por mucho al efecto visible de cualquier
otra de nuestras acciones, sea buena o mala.
Hace uno o dos años escribí en "Tribune" unos cuantos párrafos acerca de algunas rosas
de seis peniques de Woolworth que yo había plantado antes de la guerra. Esto me hizo llegar
de un lector una carta indignada en la que me decía que las rosas son burguesas; pero todavía
pienso que mis seis peniques estuvieron mejor invertidos que si se hubieran ido en cigarrillos
o aun en uno de los excelentes folletos de Fabian Research.
Recientemente pasé un día en la casa de campo donde solía vivir y noté con agradable
sorpresa, aunque para ser más exacto tuve la sensación de haber hecho bien inconscien-
temente, el progreso de los vegetales que había plantado aproximadamente diez años atrás.
Creo que vale la pena registrar lo que costaron, simplemente para demostrar lo que se puede
hacer con unos pocos chelines si uno los invierte en algo que crece.
En primer lugar estaban las dos enredaderas de rosas de Woolworth, y tres rosas
"polyantha", a seis peniques cada una. Después estaban los dos rosales que formaban parte del
surtido de un vivero. Este surtido consistía en seis árboles frutales, tres arbustos de rosas y dos
de grosella, todo por diez chelines. Uno de los árboles frutales y uno de los arbustos murieron,
pero el resto está floreciente. La suma total es cinco árboles frutales, siete rosales y dos
arbustos de Gooseberry, todo por doce chelines seis peniques. Estas plantas no han
ocasionado mucho trabajo ni gasto alguno después de la cantidad original. Ni siquiera han
recibido ningún abono, excepto el que yo recogí ocasionalmente en un cubo cuando uno de
los caballos de la granja se detuvo frente a la entrada.

Entre ellos, en nueve años, esos siete rosales habrán dado lo que sumaría cien o ciento
cincuenta meses de floración. Los árboles frutales, que eran simplemente vástagos cuando los
puse, están justamente ahora por comenzar a florecer bien. La semana pasada uno de ellos era
un montón de capullos, y las manzanas parecían que iban a salir muy bien. Lo que
originalmente había sido el debilucho de la familia, un naranjo Cox, que difícilmente habría
sido incluido en el lote si hubiese sido una buena planta, se había transformado en un robusto
árbol lleno de espinos de frutas. Sostengo que el plantar ese Cox fué una acción patriótica,
pues estos árboles no dan fruto rápidamente y yo no pensaba permanecer en ese lugar mucho
tiempo. Yo nunca le saqué una manzana, pero da la impresión de que alguien sacará una
buena cantidad. Por sus frutos lo conoceréis, y el Cox's Orange Pippin es una buena fruta que
vale la pena conocer. Sin embargo yo no lo planté con la intención consciente de jugarle una
buena jugada a alguien. Simplemente vi que el lote era barato y lo planté todo sin muchos
preparativos.

Una cosa que lamento, y que trataré de remediar alguna vez, es que nunca planté un
nogal. Nadie los planta hoy día; cuando se ve un nogal es casi invariablemente un árbol viejo.
Si uno planta un nogal lo está haciendo para sus nietos, ¿y a quién se le da un bledo de sus
nietos? Tampoco planta nadie membrillos, moreras o nísperos. Pero éstos son árboles de jar-
dín que uno planta sólo si tiene un trozo de terreno propio. Por otra parte, en cualquier seto o
porción inculta de tierra por la cual uno esté caminando, se puede hacer algo para remediar la
espantosa masacre de árboles, especialmente robles, fresnos, olmos y hayas, que ha ocurrido
durante los años de guerra.
Hasta un manzano puede vivir unos cien años, de manera que el Cox que planté en
1936 podrá dar frutos aún en el siglo veintiuno. Un roble o una haya pueden vivir cientos de
años y constituir un placer para miles o decenas de miles de personas antes de ser aserrado.
No estoy sugiriendo que se pueda uno descargar de todas las obligaciones hacia la sociedad
por medio de un plan privado de replantación. Sin embargo, no sería una mala idea cada vez
que uno cometiera un acto antisocial, poner una nota en el diario íntimo y luego, en la
estación adecuada, meter una bellota en la tierra.

Y si por lo menos una de cada veinte llegara a madurar, uno podría causar un sinnúmero
de daños durante la vida y no obstante, como el Vicario de Bray, terminar después de todo
como un benefactor público.

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