Está en la página 1de 9

Nombre: Clase:

Matar a un elefante
Por George Orwell
1936

George Orwell (1903-1950) fue un novelista, escritor de ensayos, reportero y crítico inglés. Su obra generalmente
aborda temas relacionados con la justicia social y la oposición al totalitarismo. En este ensayo personal, George
Orwell describe su lucha ante la decisión de dispararle a un elefante. ATENCIÓN: el siguiente texto contiene
lenguaje anticuado y ofensivo que con frecuencia era considerado aceptable en la época en la que se publicó el
texto. Mientras lees, toma notas sobre cómo las creencias personales del narrador entran en conflicto con sus
acciones.

[1] En Moulmein, en la Baja Birmania, fui odiado por un


gran número de personas; se trató de la única vez en
mi vida en que he sido lo bastante importante para
que me ocurriera eso. Era subcomisario de la policía
de la ciudad y allí, de un modo carente de objeto y
1 2
trivial, el sentimiento antieuropeo era enconado.
Nadie tenía agallas para promover una revuelta, pero
si una mujer europea paseaba sola por los bazares,
seguro que alguien le escupía jugo de betel al vestido.
Como policía, yo era un blanco evidente y me
atormentaban siempre que parecía seguro hacerlo. Si
un ágil birmano me ponía la zancadilla en el campo
"Sin título" por Lauren Kay utilizada bajo licencia CC0.
de fútbol y el árbitro (otro birmano) se hacía de la
3
vista gorda, la multitud estallaba en sardónicas risas.
4
Eso sucedió más de una vez. Al final, los socarrones rostros amarillos de los chicos que me encontraba por
todas partes, los insultos que me proferían cuando estaba a suficiente distancia, me alteraron los nervios. Los
jóvenes monjes budistas eran los peores. En la ciudad los había a millares y ninguno parecía tener más
ocupación que apostarse en las esquinas y mofarse de los europeos.

5
Todo esto era desconcertante y molesto. Por aquel entonces yo había decidido que el imperialismo era un mal
y que cuanto antes me deshiciera de mi trabajo y lo dejara, mejor. En teoría —y en secreto, por supuesto—
estaba totalmente a favor de los birmanos y totalmente en contra de sus opresores, los británicos. En cuanto al
trabajo que desempeñaba, lo odiaba con mayor encono del que tal vez logre expresar. En una ocupación como
ésa se presencia de cerca el trabajo sucio del imperio. Los desgraciados prisioneros hacinados en las jaulas
malolientes de los calabozos, los rostros grises y atemorizados de los convictos con condenas más largas, las

1. Trivial (adjetivo) que no tiene importancia, trascendencia o interés


2. Encono (sustantivo) rencor hacia una persona, especialmente en la forma de enfrentarse a alguien
3. Sardónico (adjetivo) que no nace de alegría interior
4. modo de expresarse de la persona que se burla de los demás de manera irónica y con apariencia de
ingenuidad
5. una práctica en la que un país extiende su poder e influencia sobre otras áreas del mundo

1
nalgas laceradas de los hombres que han sido azotados con cañas de bambú; todo eso me oprimía con un
insoportable cargo de conciencia. Pero no podía ver la dimensión real de las cosas. Era joven, no tenía muchos
estudios y me había visto obligado a meditar mis problemas en el absoluto silencio que le es impuesto a todo
inglés en Oriente. Ni siquiera sabía que el Imperio Británico agoniza, y menos aún que es muchísimo mejor que
los imperios más jóvenes que van a sustituirlo. Todo cuanto sabía era que me encontraba atrapado entre el
odio al imperio al que servía y la rabia hacia las bestiecillas malintencionadas que intentaban hacerme el
6
trabajo imposible. Una parte de mí pensaba en el Raj británico como en una tiranía inquebrantable, un yugo
impuesto por los siglos de los siglos a la voluntad de pueblos sometidos; otra parte de mí pensaba que la
mayor dicha imaginable sería hundir una bayoneta en las tripas de un monje budista. Sentimientos como éstos
son los efectos normales del imperialismo; que se lo pregunten si no a cualquier oficial angloindio, si se lo
puede pescar cuando no está de servicio.

Un día sucedió algo que, de forma indirecta, resultó esclarecedor. En sí fue un incidente minúsculo, pero me
proporcionó una visión más clara de la que había tenido hasta entonces de la auténtica naturaleza del
7
imperialismo, de los auténticos motivos por los que actúan los gobiernos despóticos. A primera hora de la
mañana, el subinspector de una comisaría del otro extremo de la ciudad me llamó por teléfono y me dijo que
un elefante estaba arrasando el bazar. ¿Sería tan amable de acudir y hacer algo al respecto? No sabía qué podía
hacer yo, pero quería ver lo que ocurría, así que me monté en un poni y me puse en marcha. Me llevé el rifle,
un viejo Winchester del 44 demasiado pequeño para matar a un elefante, pero pensé que el ruido me sería útil
para asustarlo. Varios birmanos me detuvieron por el camino y me contaron las andanzas del animal. Por
supuesto, no se trataba de un elefante salvaje, sino de uno domesticado con un ataque de «furia». Lo habían
encadenado, como hacen siempre que un elefante domesticado va a tener un ataque de «furia», pero la noche
8
anterior había roto las cadenas y se había escapado. Su mahaut, la única persona que sabía cómo tratarlo
cuando estaba en aquel estado, había salido en su busca, pero había errado el camino y se encontraba a doce
horas de viaje. Por la mañana, el elefante había irrumpido de pronto en la ciudad. La población birmana no
tenía armas y se veía bastante indefensa ante el animal. Ya había destrozado la choza de bambú de alguien;
había matado una vaca, asaltado varios puestos de fruta y devorado la mercancía; también se había
encontrado con el furgón municipal de la basura y, nada más bajar el conductor de un salto y poner pies en
polvorosa, había volcado el vehículo y arremetido violentamente contra él.

El subinspector birmano y algunos agentes de policía indios me estaban esperando en el barrio en que había
9
sido visto el elefante. Se trataba de un barrio muy pobre, un laberinto de sórdidas chozas de bambú con
tejados de palma que se extendía sobre la escarpada ladera de una colina. Recuerdo que era una mañana
nublada, bochornosa, al principio de la estación de las lluvias. Empezamos a interrogar a la gente acerca de qué
dirección había tomado el elefante y, como de costumbre, no logramos obtener ninguna información concreta.
Eso es lo que ocurre en Oriente sin excepción; una historia siempre parece estar clara a cierta distancia, pero,
cuanto más te acercas al lugar de los hechos, más confusa se vuelve. Algunas personas decían que el elefante
se había ido en una dirección, otras afirmaban que había tomado una dirección distinta, otras manifestaban no
haber oído hablar siquiera de ningún elefante. A punto estaba de creer que toda la historia no era más que una

6. el dominio británico en la India


7. El despotismo fue una forma de gobierno que tenían algunas monarquías europeas del siglo XVIII, en las
que los reyes, que seguían teniendo poder absoluto, trataron de aplicar medidas ilustradas, es decir,
trataron de educar al pueblo.
8. una persona en el sur y sudeste de Asia que trabaja con un elefante, lo monta y lo cuida
9. Sórdido (adjetivo) que es miserable o sucio

2
sarta de mentiras cuando oímos unos gritos no muy lejos de allí. Fue un berrido agudo y horrorizado de:
«¡Fuera de ahí, niño! ¡Fuera de ahí enseguida!», y una vieja con una vara en la mano apareció detrás de una
choza, espantando con violencia a un montón de niños desnudos. La seguían algunas mujeres más, haciendo
chascar la lengua y dando voces; era evidente que había algo que los niños no deberían haber visto. Rodeé la
10 11
choza y vi el cadáver de un hombre que yacía extendido sobre el fango. Era un indio, un culí drávida negro,
medio desnudo; no podía llevar muerto muchos minutos. La gente decía que, de repente, al doblar la esquina
de la choza, el elefante se había abalanzado sobre él, lo había agarrado con la trompa, le había puesto la pata
sobre la espalda y lo había enterrado en el suelo. Era la estación de las lluvias, el terreno estaba blando y su
12
cara había dibujado una zanja de dos palmos de hondo y un par de metros de largo. Estaba boca abajo con
los brazos en cruz y la cabeza bruscamente torcida hacia un lado. Tenía el rostro cubierto de fango, los ojos
desorbitados, los dientes a la vista y apretados en una mueca de insoportable tormento. (Por cierto, que nadie
me diga jamás que los muertos tienen una expresión apacible. La mayoría de los cadáveres que he visto tienen
un aspecto infernal). La fricción de la pata de la enorme bestia le había arrancado la piel de la espalda con la
13
misma pulcritud con que se desuella un conejo. En cuanto vi al muerto mandé a un ordenanza a la casa
cercana de un amigo en busca de un rifle para elefantes. Ya había enviado de vuelta el poni, porque no quería
que enloqueciera de miedo y me tirara al suelo si olía el animal.

[5] El ordenanza regresó al cabo de unos minutos con un rifle y cinco cartuchos. Mientras tanto habían llegado
algunos birmanos y nos habían dicho que el elefante se encontraba en los arrozales de más abajo, a sólo unos
cientos de metros. Al emprender la marcha, casi toda la población del barrio salió de sus casas y me siguió en
tropel. Habían visto el rifle y exclamaban emocionados que iba a matar el elefante. No habían mostrado mucho
interés en el animal cuando se limitaba a arrasar sus hogares, pero era diferente ahora que lo iban a matar.
Para ellos se trataba de un momento de diversión, igual que lo habría sido para un público inglés. Además,
querían la carne. Aquello me hizo sentir un poco incómodo. No tenía intención de matarlo -tan sólo había
ordenado que trajeran el rifle para defenderme en caso de necesidad- y siempre resulta enojoso que te siga
una multitud. Me dirigí colina abajo, con apariencia y sensación de idiota, el rifle echado al hombro y un
creciente ejército de personas empujándose tras de mí. Una vez abajo, cuando las chozas quedaban atrás,
había un camino de grava y, más allá, una lodosa extensión de arrozales de casi un kilómetro de ancho, aún sin
arar, pero empapada por las primeras lluvias y salpicada de malas hierbas. El elefante estaba a unos ocho
metros del camino, dándonos el flanco izquierdo. No le hizo ningún caso a la multitud que se acercaba.
Arrancaba manojos de hierba, los golpeaba contra las rodillas para limpiarlos y luego se los llevaba a la boca.

Me había detenido en el camino. En cuanto vi el elefante tuve la absoluta certeza de que no debía matarlo.
Matar a un elefante útil para el trabajo es algo serio —es comparable a destruir una máquina enorme y cara—
y claro está que no debe hacerse si hay forma de evitarlo. Además, a aquella distancia, comiendo
apaciblemente, el elefante no parecía más peligroso que una vaca. Pensé entonces, y pienso ahora, que el
ataque de «furia» ya se le estaba pasando, en cuyo caso se limitaría a vagar de forma inofensiva hasta que
regresara el mahaut y lo capturara. Es más, no tenía la menor intención de dispararle. Decidí que lo observaría

10. un término que históricamente se refería a un trabajador no calificado en Asia, pero ahora es un insulto
racial ofensivo
11. Los pueblos dravídicos son los habitantes originarios del extremo meridional del subcontinente indio, al
sur de los ríos Narmada y Mahanadi.
12. dos palmos equivalen a 42 centímetros
13. empleado de ciertas oficinas que realiza funciones diversas no especializadas, como hacer recados o
recoger el correo

3
durante un rato para asegurarme de que no volvía a enloquecer y luego me iría a casa.

Sin embargo, en aquel momento miré alrededor, a la multitud que me había seguido. Era un grupo numeroso,
de al menos unas dos mil personas, y crecía a cada minuto. Bloqueaba un largo tramo del camino en ambas
direcciones. Contemplé ese mar de rostros amarillos sobre los ropajes chillones; semblantes felices y exaltados
por ese instante de diversión, convencidos de que iba a matar el elefante. Me miraban como habrían mirado a
un prestidigitador a punto de realizar un truco. Yo no les gustaba, pero con el rifle mágico entre las manos valía
la pena mirarme por un momento. Y de repente me di cuenta de que al final tendría que matarlo. La gente
esperaba que lo hiciera y debía hacerlo; sentí sus dos mil voluntades empujándome a actuar, de modo
irresistible. Y fue en ese instante, estando ahí con el rifle en las manos, cuando comprendí por primera vez la
14 15
vacuidad, la futilidad del dominio del hombre blanco en Oriente. Ahí estaba yo, el hombre blanco con su
rifle, ante la multitud nativa desarmada, el presunto protagonista de la obra; pero, en realidad, no era más que
una absurda marioneta manipulada por la voluntad de aquellos rostros amarillos que tenía detrás. Entendí en
ese momento que, cuando el hombre blanco se vuelve un tirano, es su propia libertad la que destruye. Se
16
convierte en una especie de monigote hueco y afectado, la figura estereotipada de un sahib. Porque es
condición de su gobierno pasar la vida intentando impresionar a los «nativos», y por eso en cualquier crisis
debe hacer lo que los «nativos» esperan de él. Se pone una máscara, y su rostro acaba por adaptarse a ella.
Tenía que matar al elefante. Me había comprometido a hacerlo cuando mandé a buscar el rifle. Un sahib debe
actuar como tal; debe parecer resuelto, saber lo que piensa y tomar decisiones. Haber recorrido todo ese
camino, rifle en mano, con dos mil personas desfilando tras de mí, y alejarme luego sin más, sin haber hecho
nada... no, eso era imposible. La multitud se reiría de mí. Y toda mi vida, la vida de todo hombre blanco en
Oriente, era una larga lucha para evitar que se rieran de uno.

Sin embargo, no quería matar el elefante. Lo contemplé mientras golpeaba su manojo de hierba contra las
rodillas, con ese aire de abuela ensimismada que tienen los elefantes. Me parecía que matarlo sería un
asesinato. A mi edad no tenía ningún reparo en matar animales, pero nunca había disparado contra un
elefante ni había tenido nunca ganas de hacerlo. (No sé por qué siempre parece peor matar a un animal
grande.) Además, había que tener en cuenta a su dueño. Vivo, el elefante valía por lo menos cien libras; muerto,
sólo valdría lo que dieran por sus colmillos, quizá cinco libras. Pero debía actuar con rapidez. Me dirigí hacia
unos birmanos que parecían tener cierta experiencia y que ya estaban allí cuando llegamos, y les pregunté
cómo se había comportado el elefante. Todos respondieron lo mismo: no te hacía ningún caso si lo dejabas en
paz, pero podía atacar si te acercabas demasiado.

Tenía perfectamente claro lo que debía hacer. Debía acercarme, digamos, a unos veinticinco metros del
elefante para poner a prueba su comportamiento. Si atacaba, podía disparar; si no me prestaba atención,
resultaría seguro dejarlo tranquilo hasta que regresara el mahaut. Sin embargo, también sabía que no iba a
hacer tal cosa. No era muy bueno con el rifle y el suelo era un fango blando en el que te hundías a cada paso. Si
el elefante atacaba y erraba el tiro, tendría más o menos las mismas posibilidades que un sapo bajo una
aplanadora. Pero ni siquiera entonces pensaba especialmente en mi pellejo, sólo en los atentos rostros
amarillos que tenía detrás. Y es que, en aquel momento, con la multitud observándome, no sentía miedo de la
forma habitual, como lo habría sentido de haberme encontrado solo. Un hombre blanco no debe asustarse en

14. que es superficial y carece de contenido e interés


15. que carece de importancia o interés por su falta de fundamento
16. un término utilizado por los habitantes nativos de la India mientras estaba bajo el dominio británico para
referirse a un europeo de estatus oficial

4
presencia de «nativos»; y por eso, en general, no se asusta. Lo único que podía pensar era que, si algo salía mal,
aquellos dos mil birmanos me verían perseguido, atrapado, pisoteado y convertido en un cadáver con una
mueca en la cara como aquel indio en lo alto de la colina. Y, si eso llegaba a ocurrir, era bastante probable que
unos cuantos se rieran. No podía ser. Sólo quedaba una alternativa. Cargué los cartuchos en la recámara del
rifle y me eché al suelo en mitad del camino para apuntar mejor.

[10] La multitud se quedó en silencio e innumerables gargantas exhalaron un suspiro profundo, grave, emocionado,
como el del público que ve por fin alzarse el telón en el teatro. Después de todo, iban a tener su instante de
diversión. El rifle era un hermoso artefacto alemán con mira de precisión. Por aquel entonces no sabía que
para matar a un elefante hay que disparar trazando una línea imaginaria de un oído a otro. Por lo tanto, ya que
el elefante se encontraba de lado, debí haber apuntado directamente a un oído; en realidad, apunté varios
centímetros por delante, pensando que el cerebro estaría algo avanzado.

Cuando apreté el gatillo no oí la detonación ni sentí el culatazo —eso nunca sucede si el disparo da en el
blanco—, pero sí escuché el infernal rugido de júbilo que se alzó de la multitud. En aquel instante, en un lapso
de tiempo demasiado breve, habría cabido pensar, incluso para que la bala llegara a su destino, un cambio
misterioso y terrible le sobrevino al elefante. No se movió ni cayó, pero se alteraron todas las líneas de su
cuerpo. De pronto pareció abatido, encogido, inmensamente viejo, como si el horrible impacto de la bala lo
hubiese paralizado sin derribarlo. Al final, después de un rato que pareció larguísimo —me atrevería a decir
que pudieron haber sido cinco segundos— le fallaron las rodillas y cayó con flaccidez. Babeaba. Una enorme
senilidad pareció apoderarse de él. Podría haberse imaginado que tenía miles de años. Volví a dispararle en el
mismo lugar. Al segundo impacto no se desplomó sino que se puso en pie con desesperada lentitud y se
mantuvo débilmente erguido, con las patas temblorosas y la cabeza gacha. Realicé un tercer disparo. Ése fue el
que acabó con él. Pudo verse cómo la agonía le sacudía todo el cuerpo y le arrebataba las últimas fuerzas de
las patas. Al caer, no obstante, pareció por un momento que se levantaba, ya que mientras las patas traseras
se doblegaban bajo su peso, se irguió igual que una gran roca al despeñarse, con la trompa apuntando hacia el
cielo como un árbol. Barritó, por primera y única vez. Y entonces se vino abajo, con el vientre hacia mí, y
produjo un estrépito que pareció sacudir el suelo incluso donde yo estaba tumbado.

Me levanté. Los birmanos ya me habían rebasado y se apresuraban a cruzar el lodazal. Era evidente que el
elefante no volvería a levantarse, pero no estaba muerto. Respiraba de forma muy acompasada, con largos y
sonoros jadeos, el enorme bulto de su flanco subía y bajaba con dolor. Tenía la boca muy abierta; alcancé a ver
las profundas cavernas rosa pálido de la garganta. Esperé durante largo tiempo a que muriera, pero su
respiración no se debilitaba. Por último descargué los dos tiros que me quedaban en el lugar donde pensé que
estaría el corazón. La sangre espesa manó como terciopelo rojo, pero siguió sin morir. Ni siquiera se
estremeció cuando lo alcanzaron los disparos, su torturada respiración continuó sin pausa. Se estaba
muriendo, muy despacio y con gran agonía, pero en un mundo alejado de mí en el que ni siquiera una bala
podía hacerle ya daño. Sentí que debía poner fin a aquel espantoso sonido. Era espantoso ver a la enorme
bestia allí tumbada, incapaz de moverse y, aun así, incapaz de morir, y no lograr siquiera acabar con ella.
Mandé a buscar mi rifle pequeño y le descerrajé un tiro tras otro en el corazón y por la garganta. No parecieron
causar ningún efecto. Los torturados jadeos continuaron con tanta regularidad como el tictac de un reloj.

Al final no pude soportarlo por más tiempo y me marché. Más tarde oí que había tardado media hora en morir.
Los birmanos acarreaban dagas y cestos incluso antes de que me fuese, y me contaron que por la tarde ya lo
habían despojado de la carne casi hasta los huesos.

Después, cómo no, hubo interminables conversaciones sobre la muerte del elefante. El dueño estaba furioso,
pero no era más que un indio y no pudo hacer nada. Además, según la ley yo había hecho lo correcto, ya que a
un elefante loco hay que matarlo, como a un perro loco, si su dueño no consigue dominarlo. Entre los europeos

5
hubo división de opiniones. Los mayores me dieron la razón, los más jóvenes dijeron era una auténtica lástima
sacrificar un elefante por haber matado a un culí, porque un elefante era más valioso que cualquiera de esos
17
dichosos culís coringhee. Y después me alegré mucho de que el culí hubiese muerto; así la ley me ponía de su
lado y me daba el pretexto suficiente para matar al elefante. A menudo me pregunté si alguno de ellos se dio
cuenta de que lo había hecho sólo para evitar parecer un idiota.

De Shooting an Elephant and Other Essays de George Orwell. Copyright © 1950 por Sonia Brownell Orwell y renovado
1978 por Sonia Pitt-Rivers. Reimpreso con permiso de Harcourt, Inc. y A. M. Heath.

A menos que se indique lo contrario, este contenido está licenciado bajo CC BY-NC-SA 4.0

17. grupo étnico del sur de la India

6
Preguntas de Evaluación
Instrucciones: Lee las siguientes preguntas y subraya la respuesta correcta or responde utilizando oraciones
completas.

1. ¿Qué afirmación describe el tema principal del ensayo?


A. Nadie tiene una inclinación natural hacia la violencia y la conquista, más bien es algo
que se enseña y se aprende.
B. Intentar ejercer el control sobre otra persona o criatura solo terminará en violencia y
en la posible muerte de una persona.
C. Es más seguro actuar como otras personas esperan que lo hagas en lugar de llamar la
atención hacia aquello que te hace diferente.
D. En el proceso de intentar ejercer el control sobre los otros, podemos perder el sentido
de quiénes somos y de nuestro propio poder.

2. ¿Qué afirmación captura el punto de vista del autor en el ensayo?


A. El punto de vista en primera persona permite que el autor describa las motivaciones
de las personas en posiciones de autoridad.
B. El punto de vista en primera persona permite que el autor describa cómo las personas
pueden reconocer el valor de las criaturas vivas.
C. El punto de vista en tercera persona permite que el autor les explique a los lectores de
qué modo las personas tienen el mal dentro de ellos.
D. El punto de vista en tercera persona permite que el autor les explique a los lectores
que nuestros códigos morales están cambiando constantemente.

3. ¿Qué efecto tiene en el tono del texto la elección de palabras del autor en el párrafo 12?
A. ayuda a crear un tono poderoso y triunfante
B. ayuda a crear un tono depresivo y de tristeza
C. ayuda a crear un tono desamparado y desvalido
D. ayuda a crear un tono desesperado, aunque alegre

4. ¿De qué modo Orwell se ve afectado por la muerte del elefante?


A. Orwell está devastado porque el elefante sufre.
B. Orwell se siente aliviado de que el elefante esté muerto.
C. Orwell está orgulloso de haber tenido éxito en matar al elefante.
D. Orwell siente curiosidad por la anatomía del elefante agonizante.

7
5. ¿De qué modo se desarrolla el personaje del autor a lo largo del ensayo?

8
Preguntas de Discusión
Instrucciones: Responde las siguientes preguntas. Prepárate para compartir tus opiniones en el grupo

1. En el contexto del ensayo, ¿cómo la interacción entre el policía y el elefante podría ser una
metáfora sobre el conflicto entre el colonizador y el colonizado? Si vemos el conflicto entre el
policía y el elefante como una metáfora, ¿qué es lo que el colonizador está intentando "matar" en
el colonizado? ¿De qué modo responde el colonizado?

2. En el contexto del ensayo, ¿quién tiene el control: el policía o la multitud? ¿De qué modo las
personas se ven influenciadas por el poder que tienen sobre otros? ¿Cómo las personas en el
poder se ven forzadas a mantener una reputación? ¿Cuál es el costo de esto?

3. En el ensayo, el narrador sabe que él no debería matar al elefante, pero lo hace de cualquier modo.
¿Por qué lo hace? Describe un momento en que sabías que algo estaba mal, pero lo hiciste de
todos modos. ¿Cuál fue la motivación detrás de tus acciones?

4. En el ensayo, la decisión del narrador de "Matar a un elefante" está influenciada por la multitud de
espectadores. ¿Por qué piensas que las personas son fácilmente influenciadas por una multitud?
Describe un momento en que permitiste que las expectativas de otras personas influyeran en tus
acciones.

También podría gustarte