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Las Piedras Falaces de Marrakech - Stephen Jay Gould (161-180)
Las Piedras Falaces de Marrakech - Stephen Jay Gould (161-180)
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implicaciones filosóficas de su cambio completo al reconocer una inversión
en su jerarquía de las fuerzas naturales, en una de las más interesantes (y
honorables) conversiones intelectuales que yo haya leído nunca.
Lamarck habla todavía de fuerzas de progreso y fuerzas de ramificación, y
afirma ciertamente que a lo largo de cada rama habrá progreso. Pero la
ramificación ha triunfado como tema primario y controlador, y ahora
Lamarck enmarca toda su discusión de taxonomía animal poniendo el énfasis
en puntos sucesivos de división. Por ejemplo, considérese el siguiente
epítome de la evolución de los vertebrados:
Los Reptiles vienen necesariamente después de los Peces. Construyen una secuencia de
ramificación, con una rama que lleva de las tortugas a los ornitorrincos y a los distintos grupos de
Aves, mientras que otra parece dirigirse, a través de los lagartos, hacia los mamíferos. Después las
Aves … forman una serie ramificada y muy variada, una de cuyas ramas termina en las aves
rapaces.
(En modelos previos, Lamarck había considerado a las aves rapaces como
el peldaño superior de una única escala ornitológica).
Pero de manera mucho más radical, su modelo de 1815 basado en dos
linajes de generación espontánea ha desaparecido ahora. En su lugar,
Lamarck aboga por el mismo árbol de la vida que posteriormente se haría
convencional a través de la influencia de Darwin y de otros evolucionistas
iniciales. Lamarck propone ahora un único antepasado común para todos los
animales, al que denomina mónada. A partir de este principio, evolucionan
los infusorios, seguidos por los Pólipos, que surgen «directamente y casi sin
ningún intervalo». Pero después los Pólipos se ramifican para construir el
resto del árbol de la vida: «En lugar de continuar como una serie única, los
Pólipos parecen dividirse en tres ramas»: los radiados, que terminan sin
evolucionar más allá; los gusanos, que continúan ramificándose en todos los
phyla de animales segmentados, que incluyen los Anélidos, Insectos,
Arácnidos, Crustáceos y bellotas de mar, cada uno por un acontecimiento
separado de división; y los Tunicados (organismos marinos que hoy se
considera que están estrechamente emparentados con los vertebrados), que
después se dividen para formar varios linajes de Moluscos y Vertebrados.
Lamarck reconoce a continuación la profunda revisión filosófica que
implica un modelo de ramificación para el orden fundamental de la
naturaleza. Siempre había considerado que la fuerza lineal del progreso era
primaria. Todavía en 1815, incluso después de haber cambiado su modelo
para permitir una amplia ramificación y dos secuencias inducidas
ambientalmente de generación espontánea, Lamarck continuaba resaltando el
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poder primario de la fuerza lineal, en comparación con las excepciones
perturbadoras y anómalas producidas por causas ambientales laterales,
denominadas l’influence des circonstances. Volviendo a exponer el pasaje
clave que se ha citado anteriormente en este ensayo:
Consideremos la causa más influyente para todo lo que hace la naturaleza, la única causa que
puede conducir a una comprensión de todo lo que la naturaleza produce … Se trata, en efecto, de
una causa cuyo poder es absoluto, superior incluso a la naturaleza, puesto que regula todos los
actos de la naturaleza, una causa cuyo imperio abraza todas las partes del dominio de la naturaleza
… Esta causa reside en el poder que las circunstancias tienen para modificar todas las operaciones
de la naturaleza, para forzar a la naturaleza a que cambie continuamente las leyes que hubiera
seguido sin [la intervención de] dichas circunstancias, y para determinar el carácter de cada uno de
sus productos. La diversidad extrema de las producciones de la naturaleza debe atribuirse
asimismo a esta causa.
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propia vida. Podemos distinguir un fulcro, un momento clave, en el desarrollo
de la teoría original de Lamarck: cuando asistió a una conferencia de Cuvier
sobre la anatomía de los Anélidos, y reconoció que tendría que dividir su
clase taxonómica de gusanos en dos grupos distintos. Este reconocimiento,
que Lamarck registró con excitación (y arte original) en forma de inserción
manuscrita en su primer libro publicado sobre evolución, desencadenó una
cascada creciente de consecuencias que, en el último libro de Lamarck, de
1820, había destruido su teoría original de escalones primarios de progreso
frente a desviaciones laterales subsidiarias, y que le llevó a adoptar el modelo
opuesto (tanto en geometría de clasificación animal como en filosofía básica
de la naturaleza) de un árbol de la vida ramificado.
Una interpretación convencional consideraría que este relato es
fundamentalmente triste, si no trágico, y a buen seguro advertiría un símbolo
y una ironía notables para una conclusión literaria. Lamarck comenzó su
aventura en el mes primaveral de la floración. Pero oyó la conferencia de
Cuvier, y su sistema empezó a desmoronarse, el decimoprimer día de Nivoso:
el mes invernal de la nieve. ¡Qué apropiado! Comenzar con la alegría y la
promesa de la primavera y terminar en el frío y la oscuridad del invierno.
¡Qué apropiado en un sentido distorsionado… pero cuán, cuán
equivocado! No niego ni menosprecio la angustia personal de Lamarck, pero
¿cómo podemos considerar su lento reconocimiento del error lógico, y su
voluntad de construir una explicación completamente nueva y contrapuesta,
que no sea como un acto heroico, merecedor de nuestra mayor admiración y
que identifica a Lamarck como uno de los más sublimes intelectos de la
historia de la biología (el nombre que él inventó para su disciplina)? Hay dos
razones principales que me llevan a considerar la odisea intelectual de
Lamarck bajo esta luz eminentemente positiva. En primer lugar, ¿qué puede
ser más saludable en ciencia que la flexibilidad que permite a una persona
cambiar su mente, y hacerlo no por un punto menor bajo la presión de datos
irrefutables, sino para volver a pensar e invertir el concepto más fundamental
que subyace a una filosofía básica de la naturaleza?
En segundo lugar, argumentaré(30) que el viaje de Lamarck nos enseña
algo vitalmente importante acerca de la interacción entre la naturaleza y
nuestros intentos de comprender sus maneras. Las falacias y las flaquezas del
pensamiento humano generan problemas sistemáticos y predecibles cuando
intentamos comprender las complejidades de la realidad externa. Entre estos
puntos débiles, nuestros intentos persistentes de construir sistemas que son
hermosos en abstracto, lógicamente impecables y globalmente simplificados,
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siempre nos hacen salir del camino. Lamarck superó con mucho a sus colegas
en su atracción por este peligroso estilo de teorizar (este esprit de système), y
por ello cayó más veces y más fuerte, porque asimismo poseía la honestidad y
el poder intelectual para escudriñar sus errores.
La naturaleza, citando una frase moderna, batea siempre la última. No
sucumbirá a las simplicidades de nuestras esperanzas o de nuestras
debilidades mentales, pero sigue siendo eminentemente comprensible. La
evolución sigue los redobles de tambor sincopados de las historias complejas
y contingentes, modeladas por los caprichos y singularidades del tiempo, el
lugar y el ambiente. Las leyes sencillas, con resultados predecibles, no pueden
describir completamente el desfile y las sendas de la vida. Una marcha lineal
de progreso ha de fracasar como modelo para la evolución. Pero un árbol que
se ramifica de forma lujuriante sí que expresa la geometría básica de la
historia.
Cuando Lamarck arrebató la victoria de las fauces de su derrota (al
abandonar su querida escala de la vida y adoptar el árbol), se mantuvo de pie
y con la humildad adecuada ante la complejidad de la naturaleza, en lo que
supone una lección para todos nosotros. Pero también continuó bregando con
la naturaleza, luchando para comprender e incluso domar sus maneras, no
simplemente para doblegarse y reconocer su soberanía. Sólo las personas más
heroicas pueden seguir el gran ejemplo de Job de reconocer el error al tiempo
que continúan arrojando desafíos y gritando: «Estoy aquí». Lamarck saludaba
a la naturaleza (tradicionalmente imaginada como hembra) con el último reto
de Job a Dios (interpretado como macho, en una tradición igualmente
dudosa): «Aunque Él me matara, no me dolería, con tal de defender ante Él
mi conducta» (Job 13, 15).
Por lo tanto, propongo que reinterpretemos el significado simbólico de la
revocación de Lamarck en el mes de Nivoso. El reto de Cuvier desató una
cascada de descubrimiento y reforma, no el apaleamiento de la triste derrota.
Y la nieve sugiere asimismo metáforas de delicadeza, blancura y purificación,
y no sólo de helada, oscuridad y destrucción. Dios, con un talante bastante
más amable que el que demostró al pobre Job, prometió a su pueblo en el
primer capítulo de Isaías: «Aunque vuestros pecados fueran como la grana,
quedarán blancos como la nieve. Aunque fuesen rojos como la púrpura,
vendrían a ser como la lana». Debemos recordar asimismo que este verso
bíblico empieza con una afirmación incluso más famosa, una consigna para
una vida intelectual y un testimonio para el talento y la flexibilidad de
Lamarck: «Venid y entendámonos»[73].
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III
El siglo de Darwin… y el nuestro
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Los pilares de la sabiduría de Lyell
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Plinio el Viejo (23-79 d. C.) escribió un compendio voluminoso, la
Historia Natural, dividido en treinta y siete libri («libros») que trataban de
todos los aspectos, tanto objetivos como folclóricos, de temas que ahora se
reúnen bajo la rúbrica de ciencia. La enciclopedia de Plinio ejerció una
enorme influencia en la historia del pensamiento occidental, en particular
durante el Renacimiento (literalmente, «acción de renacer»), cuando el
redescubrimiento del saber clásico se convirtió en el objetivo fundamental de
la erudición (véase el capítulo 3). Durante las primera décadas de la imprenta,
después de la publicación de la Biblia de Gutenberg en 1455, aparecieron
varias ediciones de la gran obra de Plinio.
En el mes de agosto del año 79 d. C., mientras servía como comandante
de la flota en la bahía de Nápoles, Plinio advirtió que una gran nube surgía del
Vesubio. Siguiendo la invencible combinación de la curiosidad de un
científico y del deber de un comandante, Plinio se hizo a la vela hacia el
volcán, tanto para observarlo más de cerca como para proporcionar ayuda.
Desembarcó en la quinta de un amigo, tomó la nefasta decisión de abandonar
las casas que se estremecían y dirigirse a campo abierto y murió asfixiado en
la misma erupción que sepultó las ciudades de Pompeya y Herculano.
Plinio el Joven, su sobrino e hijo adoptivo, permaneció en su casa de
campo, unos cuantos kilómetros al oeste del volcán, para continuar (según
dijo) sus estudios de los textos históricos de Livio. Una vez se hubo posado el
polvo (lo siento, pero no puedo resistir esta oportunidad para usar literalmente
esta frase hecha), escribió dos famosas cartas al historiador Tácito,
describiendo lo que había oído acerca de la suerte de su tío y lo que había
experimentado por sí mismo. Plinio el Joven explicó todos los horrores de
casas que se estremecen, de rocas que caen y de humos nocivos, pero
destacaba la intensa oscuridad producida por la nube volcánica que se
extendía, una mortaja que sólo pudo comparar con un escenario para el fin de
los tiempos[75]:
Una oscuridad se extendió sobre nosotros, no como la de una noche nublada, o cuando no hay
luna, sino la de una habitación cuando está cerrada y todas las luces están apagadas. Entonces no
se oía nada, salvo los chillidos de las mujeres, los gritos de los niños y el llanto de los hombres …
algunos queriendo morir por el miedo mismo de morir, otros levantando las manos hacia los
dioses; pero la gran mayoría imaginando que había llegado la última y eterna noche, que iba a
destruir a la vez a los dioses y al mundo.
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personaje principal y la inspiración para la novela de Umberto Eco La isla del
día de antes[76]). No obstante, Kircher figuraba entre los más formidables
intelectos del siglo XVIII. Por ejemplo, escribió las más famosas obras de su
tiempo sobre magnetismo, música, la China (donde la orden de los jesuitas ya
había establecido una presencia importante) y la interpretación de los
jeroglíficos egipcios (su sistema fracasó eventualmente, pero en cambio
ofreció importantes pistas e inspiración para los estudiosos posteriores).
Kircher tropezó y cayó en el limbo intelectual en buena parte debido a que su
visión neoplatónica del mundo quedó completamente eclipsada por un
concepto alternativo de causalidad que llamamos ciencia moderna, una
reforma que Galileo (a quien Kircher había más o menos sustituido como
científico importante a los ojos del Vaticano) había adoptado en la generación
inmediatamente anterior, y que Newton habría de llevar al triunfo en la
generación siguiente.
Kircher publicó su obra maestra en 1664, un libro inmenso y asombroso
titulado Mundus subterraneus, que comprendía todos los aspectos de
cualquier cosa que viviera o se encontrara en el interior de la Tierra: desde
lagartos en cuevas hasta volcanes, pasando por fósiles en las rocas,
manantiales de montaña y terremotos. Kircher había tenido la inspiración para
escribir esta obra en 1637-1638, cuando presenció las grandes erupciones del
Etna y el Stromboli. El monte Vesubio, después de siglos de reposo, había
entrado asimismo en erupción en 1631, y Kircher esperaba con ansia la
oportunidad de visitar este famosísimo volcán en su viaje de vuelta a Roma.
Subió a la montaña de noche, guiado por las llamas que todavía surgían
del cráter activo, y después, a la mañana siguiente, descendió por la chimenea
humeante y burbujeante todo lo lejos que pudo. Cuando publicó su gran
tratado veinticinco años después, los recuerdos de su espanto y su asombro
seguían siendo tan fuertes que como prefacio a todo el volumen incluyó el
relato vívido y personal de su encuentro con un símbolo primario del final de
los tiempos. Pero Kircher prefería la situación previsible alternativa del fuego
(la traducción es mía a partir del latín de Kircher):
En plena noche subí con gran dificultad al monte, ascendiendo a lo largo de sendas empinadas
y escarpadas, hacia el cráter que, horrible es decirlo, vi ante mí, iluminado completamente por el
fuego y el betún fluyente, y envuelto por nocivas emanaciones de azufre … ¡Oh, la inmensidad del
poder divino y de la sabiduría de Dios! ¡Cuán incomprensibles son tus caminos! Si, en tu poder,
tales temibles portentos de la naturaleza castigan ahora la doblez y la malicia de los hombres,
¿cómo habrá de ser en el último día, cuando la Tierra, sometida a tu ira divina, sea disuelta por el
calor en sus elementos?
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Me gusta imaginar que, mientras escribía estas líneas, el más grande de
los científicos clericales canturreaba, sotto vote, la impresionante tonada
gregoriana del Dies irae, la oración más famosa sobre el día del Juicio Final:
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desde los humeros que exhalan vapor y las charcas burbujeantes de los
Campos Flégreos hasta las primeras excavaciones de Pompeya y la ascensión
obligada al Vesubio (que todavía presentaba un buen espectáculo después de
haber hecho erupción varias veces a finales del siglo XVIII, durante la larga
estancia en Nápoles del diplomático inglés y aficionado a los volcanes sir
William Hamilton, un nivel de ardiente actividad sólo comparable con la
tórrida, y bastante pública, aventura amorosa de Emma, la esposa de
Hamilton, y el propio lord Nelson).
¿Cómo podía pues Lyell redefinir a Nápoles como una fuente de apoyo
para una teoría tan contraria tanto a las interpretaciones tradicionales como al
significado corriente de las más impresionantes vistas locales? Esta pregunta
ocupaba el primer plano de mi mente mientras preparaba yo mi primer viaje a
Nápoles. Al contemplar esta Meca geológica, apenas podía esperar a visitar
los signos palpables de la desgracia de Plinio (las excavaciones de Pompeya y
Herculano) y a seguir la senda de Kircher hasta su origen inmediato. Pero más
que nada, yo quería pisar el lugar de la epifanía visual de Lyell, el origen de
su frontispicio para los Principles of Geology (1830-1833), quizá el manual
científico más importante que se haya escrito nunca, y el icono primario para
transformar el paisaje vesubiano de un anuncio del catastrofismo en una
prueba paradójica del gradualismo triunfante: las tres columnas romanas del
llamado Templo de Scrapis (que en realidad era un mercado) de Pozzuoli. (En
la segunda parte de este ensayo documentaré de qué manera Lyell utilizó
estas tres columnas como un «marcador de tiempo» para registrar cambios
extensos y graduales de los niveles de la tierra y el mar durante los últimos
dos mil años: un antídoto uniformitario a la imagen del violento Vesubio
como símbolo de los finales globales catastróficos).
Los estereotipos de la literatura de viajes exigen un trayecto arduo
salpicado de relatos de aventura y peligro. Pero nunca he conseguido trabar
amistad con dicha convención estilística, y sigo siendo un chico de ciudad en
el corazón (y, por lo tanto, poco temeroso de tipos de peligros bastantes
distintos). La verdad es que nunca subí a la cima del Vesubio. Mi automóvil
de alquiler no tenía cadenas para las ruedas, y una capa de hielo de enero
había cortado la carretera. En cuanto a Pozzuoli, no puedo alardear de
aventura distinta a la que proporcionarían un trayecto a South Ferry u Ozone
Park[78]. Pozzuoli es la última parada del ferrocarril metropolitano de
Nápoles.
Pero ¿por qué razón el contenido intelectual tendría que estar
correlacionado con la dificultad de acceso físico, una suposición común que
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debe situarse entre los más tontos de los mitos románticos? Algunos de los
mayores descubrimientos en la historia de la ciencia han tenido lugar en
bibliotecas o han permanecido, insospechados durante décadas, en cajones de
museos. Por supuesto, tomemos este trineo tirado por perros para atravesar los
desiertos helados si no existe otra alternativa, pero si el tren A también va al
mismo destino, ¿por qué no ir junto con Duke Ellington en un viaje más
tranquilo[79]?
Para alcanzar los detalles de Pozzuoli en un viaje literario, hemos de
seguir el camino de la teoría general de Lyell. Lyell, que era abogado de
profesión, pretendía reformar la ciencia de la geología sobre bases a la vez
permanentes y metodológicas. Basaba su sistema (se podría decir «su
alegato») en dos proposiciones fundamentales. Primera, la doctrina del
gradualismo: las causas modernas, operando enteramente dentro de la gama
de tasas que ahora observamos, pueden explicar todo el espectro de la historia
geológica. Los acontecimientos que aparentemente son grandiosos o
catastróficos surgen realmente por la suma de pequeños cambios a lo largo de
la inmensidad del tiempo geológico: el profundo cañón excavado grano a
grano, la alta montaña elevada en numerosos incrementos de terremotos y
erupciones a lo largo de millones de años.
Segunda. La afirmación de una Tierra no direccional o de estado
estacionario. Las causas geológicas típicas (erosión, deposición,
levantamiento, etc.) no muestran ninguna tendencia, ni al aumento ni a la
disminución, en su intensidad general a lo largo del tiempo. Además, incluso
el estado físico de la Tierra (temperaturas relativas, posiciones de los
cinturones climáticos, porcentajes de tierras y mares) tiende a permanecer
aproximadamente igual, o bien a desarrollarse en ciclos una y otra vez a lo
largo del tiempo. El cambio nunca se ralentiza o cesa; las montañas se elevan
y se erosionan; los mares vienen y se van. Pero el estado promedio de la
Tierra no experimenta ninguna tendencia sistemática en ninguna dirección
determinada. Lyell incluso creía al principio, aunque había cambiado de
parecer hacia la década de 1850, cuando llegó finalmente a la conclusión de
que no se encontrarían mamíferos en los estratos más antiguos, que la
complejidad media de la vida se había mantenido constante. Las especies
viejas se extinguen, y se originan especies nuevas (por creación, o por algún
mecanismo natural desconocido). Pero las almejas siguen siendo almejas, y
los mamíferos, mamíferos, desde la historia más temprana de la vida hasta la
actualidad.
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Cuando un científico propone un sistema tan general, a menudo
conseguimos nuestras mejores revelaciones de los orígenes y la causa racional
de su reforma si explicamos el punto de vista alternativo de sus oponentes.
Las nuevas teorías raramente entran en un vacío conceptual previo; más bien
surgen como mejoras o sustituciones putativas(33) de los convencionalismos
previos. En este caso, los adversarios advertidos de Lyell(34) abogaban por
una aproximación a la geología que con frecuencia se suele calificar de
catastrofismo o de direccionalismo (en oposición a los dos principales
dogmas de Lyell de cambio gradualista en una Tierra en estado estacionario).
Los catastrofistas argumentaban que la mayor parte del cambio geológico
tenía lugar en raros episodios de paroxismo realmente global, marcados por
los «sospechosos habituales»(35) del vulcanismo, la formación de montañas,
los terremotos, las inundaciones y otras catástrofes parecidas. La mayoría de
catastrofistas sostenía asimismo que la frecuencia e intensidad de tales
episodios se había reducido de forma considerable a lo largo del tiempo, con
lo que comparaban una Tierra joven y activa con un planeta mucho más
calmado en su madurez actual.
Para la mayoría de catastrofistas, estos dos postulados esenciales fluían de
manera lógica de una única teoría acerca de la historia de la Tierra: el origen
del planeta como una bola de fuego fundida que había surgido del Sol (según
la hipótesis, entonces preferida, de Kant y Laplace), seguido de un
enfriamiento progresivo. A medida que este enfriamiento se producía, la
corteza exterior se solidificaba, mientras que el interior fundido se contraía
continuamente. La inestabilidad resultante (causada, casi literalmente, por una
brecha creciente entre la corteza solidificada y el interior fundido en
contracción) inducía eventualmente un reajuste global súbito, al fracturarse y
hundirse la corteza sobre el núcleo fundido contraído. Así, el direccionalismo
basado en el enfriamiento continuo relacionaba el catastrofismo del reajuste
ocasional por hundimiento cortical con la hipótesis de una «flecha del
tiempo» general que llevaba desde un principio violento, repleto de
paroxismos más frecuentes e intensos, a nuestra era actual de calma relativa y
más rara fractura.
Incidentalmente, este relato del catastrofismo como alternativa científica
genuina e interesante a la uniformidad de Lyell refuta la patraña
convencional, que originalmente lanzaron como artificio retórico Lyell y sus
partidarios, pero que después fue incorporada de manera acrítica como
sabiduría convencional de la profesión. En este relato maniqueo, el
catastrofismo representaba el último bastión para los enemigos de la ciencia
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moderna: dogmáticos inficionados de teología que deseaban conservar tanto
la escala de tiempo literal del Génesis como la mano milagrosa de Dios como
primer motor, al invocar una doctrina de paroxismo global que comprimía la
gran panoplia del cambio geológico en unos pocos miles de años. En realidad,
hacia la década de 1830, todos los científicos, tanto catastrofistas como
uniformitaristas, habían aceptado la inmensidad del tiempo geológico como
hecho fundamental y comprobado de su profesión emergente (véase el
capítulo 5). Los catastrofistas sostenían una teoría distinta del cambio en una
Tierra igualmente antigua, y sus teorías no pueden juzgarse menos
«científicas» o más influidas por la teología que cualesquiera de las que
cabildearon Lyell y su escuela.
Las razones personales, sociales y científicas que había detrás de los
compromisos elegidos por Lyell representan un tema complejo y fascinante
que queda fuera del ámbito de este ensayo. Pero al menos podemos señalar la
estrategia patente, elegida por este maestro de la retórica persuasiva, este
abogado frustrado, para promulgar su doctrina uniformitaria como pieza
central de su manual Principles of Geology. En parte, eligió el camino
positivo de razonar que el mundo, tal como revelan los indicios geológicos,
resulta que opera mediante el cambio gradual y no direccional. Pero Lyell dio
preferencia a una afirmación metodológica: sólo dicho enfoque uniformitario,
propugnaba, podía liberar a la ciencia naciente de la geología de los grilletes
previos y de la especulación fantasiosa, en gran parte de café.
Si el paroxismo global forja la mayor parte de la historia, razonaba Lyell,
entonces, ¿cómo podremos desarrollar una ciencia de la geología factible?
Porque no hemos presenciado estos acontecimientos en la duración de la
historia humana, que hay que conceder que es limitada, y por lo tanto no
podemos identificar ninguna base observacional para el estudio empírico. Y si
un pasado tumultuoso operaba de manera tan diferente a un presente más
tranquilo, entonces, ¿cómo podemos usar los procesos modernos (los únicos
mecanismos sujetos a observación directa y a experimentación, después de
todo) para resolver el pasado? Pero en una Tierra en estado estacionario,
construida completamente por causas modernas que actúan a las intensidades
actuales, el presente se convierte, como en un viejo cliché pedagógico, en «la
llave del pasado», y toda la historia de la Tierra se abre al estudio científico.
Así, en una famosa declaración de abogacía, Lyell condenó el catastrofismo
como una doctrina de desesperanza, al tiempo que calificaba su reforma
uniformitarista como la senda a la salvación científica:
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Nunca hubo un dogma más calculado para propiciar la indolencia y para embotar el agudo filo
de la curiosidad, que esta hipótesis de la discordancia entre las causas anteriores y las actuales del
cambio. Produjo un estado mental desfavorable en el mayor grado concebible para la cándida
recepción de la evidencia de estas mutaciones minúsculas pero incesantes, que todas y cada una de
las partes de la superficie de la Tierra están experimentando … Al estudioso, en lugar de verse
animado con la esperanza de interpretar los enigmas que se le presentan en la estructura de la
Tierra, en lugar de verse impelido a realizar laboriosas investigaciones acerca … de las causas que
operan en la actualidad, se le enseñó a desanimarse desde un principio. La geología, se afirmaba,
no podrá llegar nunca a la categoría de una ciencia exacta, el mayor número de fenómenos seguirá
siendo inexplicable para siempre …
En nuestro intento de desenredar estas difíciles cuestiones, adoptaremos una dirección distinta,
restringiéndonos a las operaciones conocidas o posibles de las causas existentes … Adoptaremos
este plan … porque … la historia nos informa de que este método ha situado siempre a los
geólogos en el camino que conduce a la verdad, sugiriendo puntos de vista que, aunque
imperfectos al principio, han resultado ser capaces de mejora, hasta que al final se han adoptado
por anuencia universal (Del capítulo inicial del tercer y último volumen de los Principles de Lyell,
1833).
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erupción a erupción, a lo largo de un tiempo extenso. Todo lo más, el Vesubio
nos enseña que los incrementos de gradualismo pueden ser grandes a la escala
humana (el campo de lava frente al grano de arena erosionado), pero todavía
pequeños según las normas humanas. En 1830, Lyell resumió un largo
capítulo, «Historia de las erupciones volcánicas en la provincia alrededor de
Nápoles», escribiendo:
Pero ¿cuál era la situación real de la Campania durante estos años de convulsión espantosa?
«Un clima», dice Forsyth, «en el que el aliento del cielo huele dulce y galante, una naturaleza
vigorosa y lujuriante que no tiene parangón en sus producciones, una costa que fue antaño el
mundo mágico de los poetas y el retiro favorito de grandes hombres» … Sus habitantes, en
realidad, no han gozado de inmunidad frente a las calamidades que son el sino de la humanidad;
pero los principales males que han sufrido han de atribuirse a causas morales, no físicas: a
acontecimientos desastrosos sobre los que el hombre pudo haber ejercido un control, y no a
catástrofes inevitables que resultan de la acción subterránea. Cuando Espartaco acampó a su
ejército de diez mil gladiadores en el viejo cráter extinguido del Vesubio, el volcán era más
justificadamente un asunto de terror para la Campania que lo que ha sido desde que sus fuegos se
reavivaron.
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del que se conservan muy pocas páginas, muy pocas líneas de estas páginas,
pocas palabras de las líneas, y pocas letras de las palabras). Además, los
orígenes de la imperfección suelen actuar de manera traicionera porque la
información no desaparece al azar, sino más bien de una manera fuertemente
sesgada; así, nos vemos tentados a considerar que algunas causas son
dominantes simplemente porque la evidencia de su acción tiende a
preservarse, mientras que las señales de factores realmente más importantes
pueden desaparecer del registro de forma diferencial.
Lyell reconocía que las catástrofes suelen dejar sus rúbricas, porque las
coladas extensas de lava o la amplia fractura de estratos por terremotos se
resisten a ser borrados del registro geológico. Pero los editores del tiempo
publican a veces indicios igualmente importantes para el cambio gradual (los
pocos centímetros de sedimento que pueden acumularse durante millones de
años en mares claros y calmos, o la continuada erosión de un lecho fluvial
grano a grano) sobre las páginas que faltan del libro geológico. Este sesgo no
sólo destaca el papel de las catástrofes en general, sino que asimismo puede
introducir la falsa impresión de que la intensidad del cambio geológico ha
disminuido a lo largo del tiempo; porque si el pasado favorece la preservación
de catástrofes mientras el presente suministra datos más equilibrados para
todos los modos de cambio, entonces una lectura literal y acrítica de los
indicios geológicos puede inspirar inferencias erróneas acerca de un pasado
más tumultuoso.
Lyell resumió su argumento crucial sobre los sesgos de la preservación en
una brillante metáfora para el Vesubio. Escribe:
Supongamos que hubiéramos descubierto dos ciudades enterradas al pie del Vesubio, una
superpuesta inmediatamente sobre la otra, separadas por una gran masa de toba y lava, como si
Portici y Resina, si hoy estuvieran cubiertas de cenizas, se encontraran sobre Herculano.
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desencadenado una mutación repentina desde el latín al italiano, y desde las
ruedas de los carros romanos a los neumáticos de automóvil (porque
advertiríamos las relaciones genuinas al tiempo que nos perderíamos todos los
estadios intermedios), simplemente porque los indicios de cerca de dos mil
años de transiciones graduales no pudieron entrar en un registro histórico
fuertemente sesgado hacia la preservación de acontecimientos catastróficos.
Una campaña exitosa para una reforma intelectual sustancial requiere
también un símbolo o icono nuevo y positivo, no sólo un conjunto de
argumentos (como los presentados hasta aquí) para refutar las interpretaciones
previas. El Vesubio en llamas, el icono de Plinio o Kircher, ha de tener un
contrapeso: alguna imagen napolitana, consecuencia asimismo del
vulcanismo vesubiano, que ilustre la eficacia de las causas modernas y los
extensos resultados producidos cuando se acumulan una serie de cambios
pequeños y graduales a lo largo de un tiempo sustancial. Por ello Lyell eligió
las columnas romanas de Pozzuoli, imagen que utilizó como frontispicio para
todas las ediciones de los Principles of Geology (y asimismo como una figura
repujada en oro en la portada de ediciones posteriores). Al asumir esta
condición como imagen introductoria del más famoso libro de geología que
jamás se haya escrito, las columnas de Pozzuoli se convirtieron en el icono
número uno[81] de las ciencias de la Tierra. No puedo recordar ni un solo
manual moderno que no comente la interpretación de Lyell de estas tres
columnas, acompañada invariablemente por una reproducción de la figura
original de Lyell, o por la instantánea que el autor obtuvo en su propio
peregrinaje.
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El frontispicio de los Principles of Geology, que muestra las tres columnas de Pozzuoli, con
indicios de ascensos y descensos sustanciales del nivel del mar en tiempos históricos.
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Al cambiar los fuegos del Vesubio por los pilares de Pozzuoli como símbolo
napolitano de la esencia del cambio geológico. Lyell hizo una brillante
elección y una interpretación legítima. Las tres altas columnas (originalmente
interpretadas como restos de un templo dedicado a Serapis, una deidad
egipcia a la que los romanos tenían asimismo en mucha estima, pero que
ahora se reconoce que era el portal de acceso a un mercado) habían sido
sepultadas por sedimentos posteriores y excavadas en 1750. Las columnas de
mármol, de unos doce metros de altura, son «lisas y están indemnes hasta una
altura de unos tres metros y medio por encima de sus pedestales». Lyell hizo
después su observación clave, que se ilustra claramente en su frontispicio:
«Por encima hay una zona, de unos tres metros de altura, en la que el mármol
ha sido perforado por una especie de bivalvo perforador marino,
Lithodomus».
A partir de esta simple configuración derivan una abundancia de
consecuencias, todas ellas acordes con la visión uniformitaria de Lyell, y
todas producidas por los mismos agentes geológicos que modelaron el icono,
previamente imperante, del Vesubio en llamas. Las columnas, evidentemente,
fueron construidas por encima del nivel del mar en el primer o segundo siglo
d. C. Pero después toda la estructura quedó parcialmente llena de restos
volcánicos, y fue posteriormente cubierta por el agua de mar hasta una altura
de seis metros por encima de las bases de las columnas. Los tres metros de
agujeros de bivalvos marinos (los mismos animales que, con el mal nombre
de «bromas», perforan los pilotes, desembarcaderos y cascos de buques en
todo el mundo[82]) prueban que las columnas se hallaban entonces
completamente bajo el agua hasta este nivel, pues estos bivalvos no pueden
vivir por encima del límite de la marea baja, y en cualquier caso el mar
Mediterráneo tiene una marea medible muy reducida. Los tres metros de
perforaciones de dátiles de mar, por debajo de los cuales hay tres metros y
medio de columna incólume, implican que un relleno de sedimentos
volcánicos[83] había protegido las partes inferiores de las columnas, porque
estos bivalvos sólo viven en aguas despejadas.
Pero ahora las bases de las columnas se hallan a nivel del mar, de modo
que esta inmersión de seis metros tuvo que verse invertida por una ulterior
elevación de la tierra hasta un nivel cercano al de la construcción original.
Así, en un momento geológico de menos de dos mil años, el «templo de
Serapis» experimentó al menos dos movimientos principales de los terrenos
circundantes (sin que las columnas se vinieran abajo): un descenso de más de
seis metros, seguido de un ascenso de magnitud comparable. Si dicha
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