Está en la página 1de 2

78

Son los portavoces de un lugar y de un tiempo inventados para ser la encarnación física de una
creencia: la creencia de que no existe un orden natural de propietarios privilegiados; de que
todos somos iguales; de que el mundo pertenece a todos y, por lo tanto, a nadie; de que la
escuela es una aventurera tierra de nadie donde cualquiera puede alzarse por encima de sí
mismo. Tal vez en el principio fue el verbo, pero con la escuela lo que hay es un principio
compartido.

Alegoría de la escuela (o la escuela explicada a nuestros hijos)

Imagina una sociedad en la que todo el mundo es capaz de desarrollar sus talentos. Todos los
talentos se valoran por igual y a todo el mundo se le da la oportunidad de desarrollarlos y de
convertirlos en competencias utilizables. Supón que esa sociedad está organizada de tal modo
que el suministro de destrezas está equilibrado con la demanda y que todo el mundo desea
desarrollar y renovar sus competencias regularmente. Imagina una sociedad en la que todos
abrazan un aprendizaje integral y que dura toda la vida. Todos están en constante movimiento
y todos y todo están en el lugar exacto en el momento exacto. La flexibilidad y la movilidad
están garantizadas -el libre movimiento de talentos y competencias está asegurado y, a través
de él, también el desarrollo y la innovación de la sociedad. Para mantener esa sociedad
armoniosa, por todas partes hay centros de aprendizaje y de desarrollo de competencias. A
cada ciudadano se le ofrecen itinerarios personalizados de aprendizaje para contribuir a que
ese ciudadano-aprendiz desarrolle competencias o asista a los aprendices menos
experimentados para que lleven una vida de aprendizaje. Para mantener todo este movimiento
en la dirección correcta, se mantienen archivos personales de aprendizaje y se crea una
moneda y un banco central de aprendizaje para regular los servicios educativos de acuerdo a
las necesidades de todos. Todos los resultados de aprendizaje son correctamente documentados
y evaluados; todos los itinerarios individualizados de aprendizaje son sometidos a un estrecho
seguimiento; las necesidades educativas específicas se compilan en listas; el grado de
bienestar, de felicidad y de utilidad de cada uno es minuciosamente supervisado. Y eso desde la
cuna -o mejor aún, desde el vientre materno- hasta la tumba. Es una sociedad en la que la
transparencia, la buena comunicación y los servicios de calidad son centrales. Una sociedad en
la que cada individuo es concebido como alumno desde el principio, y donde adquirir una serie
de destrezas básicas es una especie de derecho básico garantizado. En esta sociedad, todo es
virtualmente posible: es una comunidad de aprendizaje amplia, compartida y en constante
evolución.
Quizá no es tan difícil imaginar ese mundo. Pero pongamos a prueba nuestra
imaginación: observa a una persona -la llamaremos pedagogo- que no se dirige a los niños
como aprendices sino que los toma de la mano y los convence para que lo sigan a una cueva
oscura iluminada tan sólo por un fuego que arde lentamente. Este pedagogo parece ser
cómplice de un grupo de idiotas que intentan encadenar a los niños a una silla -y como esos
niños están acostumbrados a la luz brillante y a la transparencia de la sociedad del
aprendizaje, querrán huir de la cueva tan pronto como sea posible. Mantenerlos allí parece un
acto de violencia y una usurpación de sus derechos básicos. Sin duda los cargos formales se
presentarán enseguida. Pero los idiotas son incrédulos; ven las cosas de otro modo. Se llaman
a sí mismos profesores. Reúnen a estos niños ante sí, a todos y a cada uno -la raza y el origen
son aquí irrelevantes, así como esas necesidades individuales de aprendizaje que hacen que
cada niño sea único en el mundo exterior. En la cueva, el profesor se dirige a ellos como
estudiantes y está allí para todos en general y para ninguno en concreto. ¡Alerta a los Servicios
79

de Protección de la Infancia! Pero es aún peor. Imagina que estos profesores proyectan cosas
en el muro de piedra y, todavía más, que obligan a los estudiantes a mirarlas. Y eso sin
preguntarles antes qué es lo que quieren ver. Al contrario, imagina que esos idiotas insisten en
que lo que proyectan es importante. No porque sea útil y utilizable, sino porque quieren
compartir lo que a ellos les ha parecido interesante. Y estos profesores van un paso más allá.
Están convencidos de que el mundo se muestra en lo que ellos proyectan y en lo que ellos dicen
acerca de ello. Están convencidos de que sólo en esta cueva tenuemente iluminada es posible
invocar el mundo y despertar el interés de los estudiantes por el mundo. Estos trovadores de la
formación tienen la intención de alejar a los jóvenes de sus propios mundos para que puedan
empezar a formarse a sí mismos. Exigen práctica y estudio con una clara intención pero sin
resultados predeterminados. Son vistos con aprensión en la sociedad del aprendizaje. ¿Cómo
podría ser de otra manera? Estos idiotas creen en la existencia de un mundo fuera del mundo
del aprendizaje y fuera del mundo de la vida diaria. Merecen ser recibidos con burlas, ridículo
e incluso odio. ¿Por qué? Porque con su amor por el mundo, ellos -y sus estudiantes-
permanecen fuera de las fronteras de la economía reinante. A los miembros más instruidos de
esa sociedad no les tranquiliza saber que tornar inoperantes tanto la economía como la
acumulación de destrezas es algo completamente diferente a poner la economía en cuestión o a
defender su destrucción. Ser utilizable o continuar desarrollando nuevas destrezas: este es el
valor básico del público instruido, un valor que no puede dejarse simplemente a un lado. Supón
que, finalmente, estos profesores acaban por liberar a los estudiantes de sus cadenas. Sin duda
les llevará algún tiempo acostumbrarse al brillo de la luz del día y volver su atención hacia la
economía de las cosas. A primera vista nada habrá cambiado. Y esto es, evidentemente,
munición en manos de los críticos: alienar a los niños de su mundo y negarles el aprendizaje de
cosas útiles es demasiado absurdo como para expresarlo en palabras, por no decir que con
todo eso no se ha producido ningún valor añadido que se pueda discernir. Y observa cómo
progresivamente los estudiantes empiezan a mostrar ligeras desviaciones: la flexibilidad vacila,
se instala el cansancio, algunos quedan atrapados en la rutina. Otra vez, más agua al molino
de los críticos: la caverna -¿qué otra cosa podría ser?- ha corrompido a la juventud y ha
privado a la sociedad de su flexibilidad. Pero eso no es todo... a medida que pasa el tiempo,
esos “bien educados” parecen haber desarrollado una extraña especie de amor, dirigido tanto
a los seres humanos como a las cosas. Y eso suscita preguntas curiosas. Los archivos de
aprendizaje empiezan a acumular polvo. La moneda de competencias educativas empieza a
perder su valor. La economía de la sociedad del aprendizaje sigue activa. Todo sigue siendo
igual, con ligeras diferencias aquí y allá. Pero sus dimensiones sufren una completa mutación,
porque existe un mundo fuera del mundo de la vida de cada uno. Tan sólo imagina.

También podría gustarte