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IMPRESIONES Y RECUERDOS

..

LA ÚLTIMA ARMONÍA

ID E p~rece que fué ayer y, SIO embargo,


tema yo entonces 14 años.
Un tío mío, con sus dos hijos, se trasladó, por
uno de esos reveses de la suerte tan comunes en
personas sin fortuna, al tercer piso de una casa
de la calle de San Juan. Un verdadero nido; cin-
co piezas, sin contar la cocina, recién tapizado,
las puertas flamantes, los techos blanquísimos.
Acomodáronse en una semana, con los náufragos
restos del antiguo mobiliario, y resultó la salita
la más favorecida. El tpiano sobre todo, un piano
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vertical, de Rachals, que había sido contemporá-


neo del carruaje en que iban á la escuela cuando
pasaban por niños ricos, hacía en la sala un pa-
pel solemne de majestad caída; echaba de menos
sus vecinos, los muebles de lujo que ya no mira-
ría más, y envuelto en una funda de sarga verde,
diríase que lloraba su actual horfandad. Era tan
grande, que no cupo entre los dos balcones y hu-
bo que dejarlo algo alejado de ellos; sin duda te-
mía que le lastimaran sus primorosas molduras
y su arrogante tapa.
El resto de las.habitacioncs pudieron llenarlo
fácilmente, á causa de su pequeñez. En la de mi
tío colocaron su mesa-escritorio, sus libros, el
sillón de sus lecturas y de sus meditaciones, que
lo mismo conocía á sus hijos que á nosotros; en
la de mi prima, sus muebles todos, que su padre
salvó por el cariño inmenso que le tenía, yen la
de Alberto, su cama, su papelera, su armario y
una máquina de coser á la que cobramos especial
ojeriza; disputábanos la posesión absoluta de
esos dominios y nos obligaba á soportar una cos-
turera tres vec~s por semana.
Fuera de esto, la casita respiraba alegría; el
sol y el aire la hacían reir. Sus inquilinos no po-
dían moverse con holgura pero~ en cambio, á cada
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paso tropezaban los unos con los otros y es muy


grato tropezar con las personas amadas. En las
casas grandes, •.I0s afectos pueden extraviarse, sa-
lir y no volver, en las pequeñas, al contrario, aca-
ban por vivir en tierno y dulcísimo abrazo.
De suerte que, en lugar de quejarse, concep-
tuábanse por muy dichosos y había razón. Tenía
mi prima ilusiones de niña, pájaros y flores; Al-
berto tenía mi edad, 14 años, y su padre, su pa-
dre los tenía á entrambos.
Mi prima estaba de veras enamorada del piano,
que era única y exclusivamente suyo; comprado
para ella cuando pudo tocar delante de la gente.
Cuidaba de él con puerilidades y delicadez~s fe-
meninas, IQ aseaba con esmero y lo tocaba con ca-
riño. Charlábale por lo menos dos horas diarias,
mientras su padre leía á la luz de la lámpara y
Alberto y yo ejecutábamos travesuras con los
muchachos de las viviendas vecinas.
j Cuántas noches en que la lluvia inundaba la
calle y azotaba las vidrieras de los balcones, el
piano y mi prima se decían mil cosas, en tanto
que su padre nos entretenía narrándonos sus cam-
pañas de militar, sus heridas de soldado ó nos de-
jaba adivinar las otras, las amargas, las batallas
de la vida!
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Alberto gustaba más de las primeras, soñaba


con la milicia, con llegar á general; y á mí, que
las segundas me ponían caviloso, aunque las com-
prendiera apenas, el tío me miraba, pasaba sus
manos por mi frente de niño, dulcificaba su ironía
- No creas, no todo es malo en la vida; ofrece
también momentos inefables que no olvidamos
nunca.
y mi prima, atraída por el relato, abandonaba
el piano sin cerrarlo, como para que tampoco él
perdiera detalle de las pláticas del anciano, quien
al ver nuestro as(?ecto meditabundo, sonreía á sus
hijos y variaba de rumbos.
Otras noches, iba yo de visita con mi familia,
y todos se acercaban al piano como á un anti-
guo conocido. Sólo Alberto y yo no debíamos tra-
tarlo con confianza, por superior determinación.
De pronto, el tío se puso sombrío; dos ó tres
días comió silencioso y á ninguno de sus hijos
confesaba el motivo. Hiciéronme partícipe de sus
dudas ¿ qué podría ser? No pudimos dar con la
solución del enigma. En estas cavilaciones, los
sorprendió la nueva que su padre les comunicó
en la mesa, á "la hora de comer. Inclinado el ros-
tro sobre su plato é mse~ura la voz, dijo á su
hija:
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- Tenemos que empet\ar tu piano, ..


.Mi prima empalideció mucho. tanto, q.e Alber-
to le preguntó' IICilas si se sentia mal, alarmado
por su palidez,". viva Cuerza logro !erenarse y
tomando una mano de su padre, que no le daba
la cara, repuso :
- y haces muy bien, precisamente quería yo
proponútelo. No estamos para piano y se con-
cluyó. Cuando mejorC9, lo sacarás y volverás á
dármelo; eso si, no quiero ningún otro, aunque
sea mejor que éste ...
Pero al través de su discurso, se dejaba ver una
hondísima pena, sofocada y cruel. En eeguida NI-
taron los consuelos relativoe; prestaban seiscien-
toe pesos, la separación Beria por corto tiempo.
unos cuantos dlas. Y se interrumpió la comida;
mi tio encendió al cigarro, se paseaba nervioso,
y mi prima cn su cuarto, se puso á bordar, aun-
que presumo que nada bordarla; de cuando en
cuando, cala una lágrima cn el blanco")' cstir8d<'
lienzo, Curtiva, sin ruido, para luego extcndenc
y cKtendene como el sudario de un Bueilo que
termina.
Nadie en alucHa noche tocó ni se acercó al pia-
no~, dirigiansele á lo sumo miradas de soelayo y
adioses postrimeros en la velada muda. Cual ata-
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cado de repentina y mortal dolencia, temerosos


de que nos oyera y se enterara de su gravedad,
no lo mencionamos. Quizá porque se marchaba,
le descubríamos nuevos encantos y atractivos
nu«vos.
Creo que en la casa no durmieron; hasta el sue-
ño de Alberto, pesado de ordinario, fué medroso é
intranquilo, y una ó dos veces que despertó en las
altas horas, juróme haber oído sollozos fugitivos
en el cuarto de su hermana.
El drama principió á la mañana siguiente. A eso
de las 10, prel¡entóse el valuador del Monte de Pie-
dad, lleno de cumplimientos y actitudes eursís, con
afán manifiesto de disculparse ¿ disculparse de qué
si no tenía la culpa de nada? Mi prima no .:¡uiso
verle y mi tío lo recibió de pie, ceñudo, lacónico;
dándole á entender que anhelaba una ep-trevista
corta. El pobre hombre todo encogido, sin imagi-
narse la herida que iba á causar ni lo sangriento
del contraste, se acercó al mueble, que le despertó
con su contacto, su oficio y sus brusquedades de
perito. Sus manos comerciantes lo recorrían gro-
seramente, sin omitir pormenor, pedales, forros,
bisagras, candelabros; acercó el banquillo para
la prueba final, abrió la tapa y, entresacando de
su reducido repertorio lo mejorcito en su sentir,
y RECUERDOS 1,
tocó una polka de moda, cuyas notas cancanescas
y 'ácanalladas parecían mofarse del fúnebre silen-
cio que embargaba á los dueños ...
Concluído el trato, despidióse el valuador; esa
misma tarde mandarían por el piano, á las 5 ó las
6, según lo desearan.
- A las 6 será mejor, e:tclamó mi tío, y procure
vd, que lo saquen con el menor ruído posible.
Una jornada interminable; comióse mal, muy
mal, con más lágrimas que alimentos.
- t Quieres que alquilemos un piano cualquie-
ra mientras éste regresa?, ..
- t Para qué, si acordándome de éste no tocaré
ninguno?
y no se habló más; todas las palabras las su-
ponían alusivas y prefirieron no cambiarlas. Sólo
el canario cantó la tarde entera ; sus mejores pie-
zas, sus improvisaciones más sentidas llenaban la
casita, mecían las flores del corredor y se marcha-
ban por los balcones abiertcs, después de ofreoer
á mi prima csa especie de compensación.
Quiso el tío obligarla á salir, que fuera á pagar
visitas :
- Anda, te distraeras; al 6n no han de sacarlo
hasta mañana ...
- Déjame aquí, te lo ruego; ya sé que se va
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esta tarde, te oí cuando fijabas la hora. Déjame
que lo vea salir, temo que lo maltraten ...
Mi tío se fué á su cuarto, y mi prima armada de
valor, púsose junto al piano, alistó la funda, le
sacó los candelabros; aquí soplaba"el polvo, aJlá le
ponía la mano como si á escondidás lo acariciara;
en realidad, prolongando la postrer entrevista.
Me a;omé á ver lo que hacía mi tío; estaba en
su sillón, apoyada la cabeza en el respaldo y los
ojos cerrados, muy cerrados, cual si temiera en-
contrarse al abrirlos, con desagradable espectá-
culo ó cual si se mirara por dentro, allá en el fon-
do de su pecho atribulado y melancólico. Y á mí
que era muchacho, superficial é intranquilo, el
asunto acabó por llegarme á lo vivo; hízome va~
lorizar los sufrimientos queá mi alrededor gemían;
comprender la sublimidad de los grandes sacrifi-
cios íntimos, de esos que nunca van al vulgo sino
que se quedan en el hogar y lo engrandecen y
santifican. i Qué impresión me hizo el cuadro!
Salí á un balcón, para divisar de lejos á los car-
gadores que no tardarían en venir por el piano;
por ninguna de las dos esquinas de la calle los di-
visé. ¿ Acaso se habrían olvidado ó 10s del Monte-
pío prescindirían del negocio? Principió el sol á
abandonar la ciudad; doraba ya las torres de los
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templos, los pisos superiores de los edificios y la


cima de las montañas en el horizonte desvanecido
y lejano, cuando descubrí á los cargadores en ale-
gre grupo, por en medio del arroyo, y sobre la
acera, el valuador de por la mañana, flaco, apre-
surado, rectificando el número de las casas.
Indeciso entre comunicar ó nó mi descubrimien-
to, les dí tiempo de subir y, á poco, todos sentimos
que llamaban á los cristales de la salita. Sin acuer-
do previo, reuniéronse mi tío y sus dos hijos,
como para aumentar la resistencia; y quedaron
de pie, buscándose las manos con estremecimien-
tos de dolor.
Hízose la operación en silencio; el valuador,
ni se atrevió á saludarnos. El piano se hallaba
delicadamente amortajldo dentro de su propia
funda, con pedazos de periódicos doblados en los
sitios salientes, para aminorar la presión de las
ligaduras de las cuerdas que, á los cuantos minu-
"

tos, resbalaban con un rumor apagado y siniestro;


lo abrazaban, entraban, salían, lo abrazaban de
nuevo, hasta que q~edaron sujetándolo en todos
sentidos, como se ata y martiriza á lo insensible,
á lo que ·ño puede quejarse.
- Ya está, declararon los cargadores.
Todavía hasta la puerta, el piano fué deslizán-
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dose sobre sus carretillas que, de cuando en cuan-


do, rechinaban y se despedían; y por patética co-
incidencia, á la vez se marchaban el piano y la luz,
las ilusiones de una virgen" y el crepúsculo de una
tarde!
Cuando cI piano franqueó la puerta, mi prima
no pudo más; dobló la cabeza sobre el hombro de
su padre y un llanto desgarrador y contenido le
brotó á raudales. En el mismo momento, los
cuatro cargadores luchaban con el piano que pa-
recía resistirse á la fuga. Lo dominaron al fin en
contra de Su voluntad; vi que se doblegaba, que
materialmente se iba de espaldas y me acerqué á
comtemplarlo hasta lo último.
Muy lento fué el descenso; bufaban los hombres
en los seis tramos de la escalera y, en cada me-
seta, detenianse á tomar resuello. Del fondo ne-
gro de la escalera, subían roncos resoplidos, frag-
mentos de esas frases que la fatiga corporal re-
corta:
- Vuclta L.. Saca la mano !. .. Álzalo más!
Un resoplido múltiple anuncióme que habían
concluido la escalera y que se daban el descanso
final.
Y entonces, sin que nadie se acercara al piano,
cI piano produjo un sonido intenso y apaci ble. Creí
y RECUERDOS

que alguna de i~s cuerdas metálicas se rompía


y de ahí la vibración; pero al volverme, mI P9-
'bre prima, que no sé cuánto tiempo llevaba de
contemplar lo mismo -que contemplaba yo, me
aseguró que era ese sonido la despedida de su
piano, una brevísima y verdadera romanza SIn
palabras, asunt(j'de decir adiós á su dueña, la úl-
tima armonía_,,!

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