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De Canguilhem

a Foucault:
la fuerza de las normas

Pierre Macherey

Amorrortu editores
Buenos Aires - Madrid
Biblioteca de filosofía
De Canguilhem à Foucault: la force des normes, Pierre Macherey
© La Fabrique Éditions, 2009
Traducción: Horacio Pons

© Todos los derechos de la edición en castellano reservados por


Amorrortu editores S.A., Paraguay 1225, 7° piso - C1057AAS Bue­
nos Aires
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Queda hecho el depósito que previene la ley n° 11.723

Industria argentina. Made in Argentina

ISBN 978-950-518-395-1
ISBN 978-2-91-337296-2, París, edición original

Macherey, Pierre
De Canguilhem a Foucault: la fuerza de las normas. - 1“ ed.
- Buenos Aires ; Amorrortu, 2011.
168 p. ; 20xl2cm. - (Filosofía)
Traducción de: Horacio Pons
ISBN 978-950-518-395-1
1. Filosofía. I. Pons, Horacio, trad. II. Título.
CDD 100

Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, A vellane­


da, provincia de Buenos Aires, en noviembre de 2011.
Tirada de esta edición: 2.000 ejemplares.
índice general

9 Palabras preliminares

39 La filosofía de la ciencia de Georges


Canguilhem; epistemología e historia
de la s ciencias

86 Para una historia natural de las normas

117 De Canguilhem a Canguilhem pasando


por Foucault

131 Georges Canguilhem: un estilo


de pensamiento

148 Normas vitales y normas sociales en el


E ssa i su r quelques problèmes concernant
le normal et le pathologique
Palabras preliminares

Reunir en un volum en los cinco textos que s i­


guen, como me lo propuso Eric Hazan, a quien co­
rresponde la iniciativa de esta publicación, no re­
sultaba tan evidente. En efecto, los artículos fue­
ron escritos en épocas m uy diferentes: el primero
es de 1963 — acababa de terminar m i ciclo de estu­
dios— y el último de 1993, momento en el cual es­
taba cerca del final de m i carrera de inve stig a ­
dor y docente de filosofía. Entre esas dos fechas
corrió mucha ^ u a bajo los puentes; peira ser sucin ­
tos, digamos que hemos cambiado de época, y que
m i manera de trabajar, que me llevó a interesar­
me en ciertos problemas, a aplicarles modos de in ­
dagación y reflexión que me eran propios, y a ex­
poner precisamente los resultados de esas in ve sti­
gaciones bajo tal o cual modalidad, debió transfor­
marse con arreglo a un proceso que, sin duda, no
pude encauzar del todo a m i antojo, habida cuenta
de que en m is esfuerzos y anhelos personales in ­
terfirieron incitaciones y determinaciones de todo
tipo — para no hablar de u n condicionamiento— ,
que no dependían de mí pero cuyas consecuencias
tuve que a sum ir por la s buenas o por la s m alas:
apropiándomelas, en cierto modo. Acerca del it i­
nerario intelectual que recorrí en el transcurso de
estos últim os treinta o cuarenta años me explayé
ya en una antología de textos publicada, en 1999,
en la colección «Pratiques Théoriques» de Presses
U niversitaires de France, Histoires de dinosaure:
faire de la philosophie (1965-1997)-. en ella se pre­
sentaba, sobre la base de mi propia experiencia,
u n balance de recapitulación del conjunto de ese
período, en el cual se produjo, prácticamente en
todos los ámbitos, una inversión de tendencia que
nada me disuadirá de interpretar como un triunfo
obsceno del espíritu reactivo, causa de una pavo­
rosa regresión temto en el plano de la filosofía co­
mo en casi todos los demás. Nadie, como se acos­
tumbra decir, puede saltar por encima de su tiem­
po, y tampoco, agregaría por m i parte, ignorarlo,
eludiendo la s coacciones im puestas por la evolu­
ción de una situación o un contexto, una evolución
que uno mismo no ha decidido pero de la que debe
hacer, por su cuenta y riesgo, el ámbito donde, en su
nivel y con los medios de que dispone, se dedica a
practicar entre otras cosas la filosofía, en circuns­
tancias que tienen, paradójicamente, algunos a s­
pectos negativos capaces de e stim u la r la refle­
xión, aun cuando por otra parte la refrenen. Los
textos aquí presentados lle va n la marca de la s
transform aciones coyunturales que acaban de
mencionarse, lo cual instaura entre ellos una in ­
so sla yab le heterogeneidad e in c lu so un a d e si­
gualdad, y hace precario su agrupamiento dentro
de un m ism o conjunto. Entonces, ¿por qué reco­
gerlos en el marco de un volumen que, en aparien­
cia, devuelve a su progresión un a coherencia o
continuidad formal, a despecho de su carácter d is­
par, que su comparación, por lo demás, pone aún
más de relieve?
La empresa, no obstante, puede justifica rse,
ante todo por una razón concerniente al contenido
de la s cuestiones encaradas en estos cinco textos.

10
Al releerlos uno tras otro — tarea que este proyec­
to de publicación me brindó la oportunidad de ha­
cer— me di cuenta de que, aun cuando fuese de
una manera que podría parecer vacilante y hasta
ciega en algunos aspectos, los im pulsaba el obsti­
nado movimiento de una idea que les era común,
como s i esta hubiese procurado trazarse un cami­
no a través de ellos, entre oscuridad y claridad,
según la lógica de una investigación que, para
serlo verdaderamente, debe proceder sin saber de
antemano hacia qué confines se dirige, e inventar
su dirección a medida que progresa en su curso,
de un modo que no puede ser del todo premedita­
do o preconcebido, pero que no por ello deja de
obedecer a cierta lógica o, como d iría Pascal,
«fuerza de la verdad», de la que extrae su relativa
necesidad. E sa es la idea a la que traté de dar for­
ma explícita al escoger como título del presente
volum en La fuerza de la s normas, una fuerza que
decido interpretar en la óptica de una «potencia» y
no tanto de un «poder» de la s normas. Potencia y
poder — potentia y potestas, para hablar en el len­
guaje de la filosofía clásica— designan, en efecto,
dos tipos de acción o intervención diferentes, y
hasta opuestos: la dinámica de la potencia es in ­
m anente, en el sentido de que presupone u n a
completa identidad y sim ultaneidad de la causa
con su s efectos, que guardan a la sazón una re­
lación de determinación recíproca; por su parte, la
referencia a un poder im plica una trascendencia,
realizada por medio de un a anterioridad de la
causa con respecto al efecto, de lo cual re su lta
también que debe haber más en la primera, que lo
gobierna, que en el segundo, relegado al rango de
una consecuencia simplemente derivada. Aplica-

11
da a la cuestión de las normas, con v ista s a deter­
m inar de qué clase de eficacia o «fuerza» disponen
estas para la conducción de la vid a en todos su s
aspectos, esta distinción es crucial; o bien se con­
cibe que las normas disponen de un «poder» abso­
lutamente fundado en sí mismo, con prescinden-
cia de la materia que él rige entonces en la forma
de una coacción externa — por ejemplo, mediante
la im posición de su s reglas con el máximo vigor
posible— , o bien, al contrario, se la s caracteriza
como anim adas por una potencia en virtud de la
cual se autoproducen y definen su figura a medi­
da que actúan, in situ, directamente sobre los con­
tenidos que se proponen regular, con lo cual son a
la vez, según la fórmula de Pascal en su fragmen­
to sobre los dos infinitos, «causadas y causantes,
ayudadas y ayudantes», sin que haya prioridad o
precedencia alguna de uno de esos aspectos de su
manifestación sobre el otro.
Me parece — así, al menos, los he leído— que
Canguilhem y Foucault giraron de manera incan­
sable alrededor de este problema que concentró
su atención, y que esa preocupación constituye el
hilo secreto que los liga desde un punto de vista fi­
losófico, dado que fueron, en el siglo XX, los dos
grandes pensadores de la inmanencia de la norma
y de la potencia de las normas, y que además se
reconocieron a sí m ism os como íntimamente aso­
ciados en el tratamiento de ese tema cuyas varia ­
ciones personales propusieron; ello es lo que ex­
plica, en particular, la enorme consideración m u­
tua que se profesaron, hasta el final y a despecho
de lo que por otra parte podía alejarlos. Para de­
cirlo con otras palabras, la principal justificación
de m i interés por los trabajos de C anguilhem y

12
Foucault radicaba en el retorno punzante de un
problema, y no en el hecho de presentar su so lu­
ción como ofrecida en bandeja: para aquellos se
trataba, ante todo, de comprender cómo actúan las
norm as en los diferentes planos en que operan,
con s u s características propias de tales que im ­
piden a sim ila rla s a leyes decididas e in stitu id a s
— que exhiben, en consecuencia, el carácter de ar­
tefactos— , y afectadas por una dimensión de for­
m alism o en virtud de la cual dan pábulo a una re­
flexión de tipo esencialm ente jurídico. Ni para
Canguilhem n i para Foucault la s normas se pre­
sentan como reglas formales que son aplicadas
desde afuera a contenidos elaborados en forma
independiente de ellas, sino que definen su figura
y ejercen su potencia directam ente sobre lo s
procesos en cuyo transcurso su materia u objeto se
constituye poco a poco y adquiere forma, de una
manera que disuelve la alternativa tradicional de
lo espontáneo y lo artificial: quedan entonces por
aprehender la naturaleza y la s modalidades de
esos procesos en los cuales historia natural e h is ­
toria social interfieren de un modo que desafía las
representaciones tradicionales de la causalidad,
en particular la s que remiten al modelo de un de­
term inism o mecánico. Aunque uno y otro se ha­
yan abstenido de examinarla en general, como un
objeto de discusión filosófica que puede ser consi­
derado en abstracto, lo cierto es que Canguilhem
y Foucault comparten el hecho de haberse sentido
principalmente absorbidos por esta cuestión, que
orientó su s investigaciones: no la perdieron de v is ­
ta en n in g ú n momento, la retomaron sin cesar,
con la inquietud permanente de llevar su examen
al terreno donde pudieran revelarse, en un plano

13
a la vez in d ivid u a l y colectivo, su s implicaciones
prácticas, que impiden reducirla a la categoría de
una especulación puramente teórica.
Al aludir a ese vínculo, manifestado a través
de la presencia común de un problema, no preten­
do en absoluto sug erir que C anguilhem y Fou­
cault deberían situarse en una m ism a línea en la
que su s posiciones fueran intercambiables, lo cual
sup ondría una drástica reducción de su conte­
nido, alcanzada al cabo de una operación de abs­
tracción cuyo principio es inaceptable, puesto que
está claro que ambos encararon la cuestión de la
norm a por v ía s m uy diferentes, y que s i en a l­
gunos puntos importantes su s intentos se cruza­
ron y llegaron así a conjugarse, no por ello dejaron
de mostrar diferencias que obstan a confundirlos
y hacer como si no fueran sino expresiones de un
m ism o sistem a de pensamiento, que sólo habría
tenido que d esa rro llar de m anera unívoca su s
prem isas. E sa s diferencias obedecen, ante todo, a
los campos de objetos sobre los cuales uno y otro
centraron su reflexión: s i bien Foucault, que co­
menzó por ve stir el hábito de «psicólogo», partió
del estudio de problem as relacionados con la s
prácticas médicas, lo cual lo acercaba de entrada
a Canguilhem, rápidamente amplió el terreno de
su s investigaciones, que lo condujeron, en un pe­
riplo de asombrosa complejidad, a abordar temas
concernientes de la manera m ás lata a la filosofía
política y moral en todos su s aspectos; temas que
Canguifliem, por su parte, no ignoró, pero que
cónsídiró sólo en función del sentido de lo que pa­
ra él era la cuestión primordialidú'fle1S‘vida,:yina
cuestión que, aun cuando tampoco estaba del todo
ausente del pensamiento de Foucault, no ocupaba

14
en él, sin duda, el m ism o lugar. Aunque ambos
autores atribuyeron sum a importancia a las inte­
rrelaciones entre lo natural y lo cultural, lo bioló­
gico y lo social — interrelaciones que ni uno n i otro
interpretaron en el sentido de una armonía con­
cordataria— , no encararon su s conflictos y tensio­
nes por el m ism o extremo: para sim pliñcar la s co­
sa s al máximo, diremos que lo natural — esto es,
lo biológico— fue el polo principal de la reflexión
de Canguilhem, en tanto que para Foucault el po­
lo principal fue el de lo cultural y lo social, y esa
diferencia los llevó a efectuar, a través de un m is­
mo campo, recorridos inversos, destinados por con­
siguiente a encontrarse. Por tal razón, s i tiene al-_
gún sentido leer jun to s a Canguilhem y Foucault
— empresa que, por cierto, n i uno n i otro habrían
objetado— , hay que re sistirse empero a la ten­
tación de meterlos en la m ism a bolsa, para decirlo
vulgarmente: la comparación, en efecto, debe su
valor al hecho de que induce a su s intereses res­
pectivos, y a los resultados en que desembocó la
plasmación de estos, a reaccionar entre sí y reve­
lar de tal modo aquello que, a la vez que los une,
los desplaza, tanto en el plano de s u s centros de
interés como en el de su s referencias intelectuales
y su s estilos de pensamiento, para no hablar de
su s estilos de escritura, que indiscutiblemente los
distinguen, aunque sin oponerlos.
A esa tentación que acabo de denunciar, ¿no he
cedido yo mismo, al menos en parte? La sospecha
podría confirmarse por el retorno obsesivo, en la
mayoría de los textos que he dedicado a relecturas
de Canguilhem y Foucault, de la referencia a Spi­
noza, filósofo por el cual ambos sentían sin duda
cierta sim patía intelectual e incluso, tal vez, una

15
1
especie de atracción, sin que ello los haya llevado,
no obstante, a hacer de él una piedra angular de
s u reflexión; esto explica, en particular, que en
conjunto lo hayan citado y comentado bastante
poco, porque en el fondo no era allí donde residía
su problema. La insistencia de esa referencia es,
pues, de m i entera responsabilidad y se explica
por las orientaciones personales debidas a m i for­
mación, lo cual se traduce en que, sin erigirlo em­
pero en una autoridad absoluta — actitud que ha­
bría sido, me parece, del todo contraria al espíritu
profundo del esp in osism o— , no haya dejado de
volver a él, animado por la esperanza de penetrar
los m isterios de ese pensamiento austero, «tan di­
fícil como raro», para recordar una fórmula que el
propio Spinoza dejó asentada al final de su Ética y
que resume bastante bien el carácter de su proce­
der, m ás sin g u la r que ninguno; el del pensador
que fue m ás lejos, sin duda, en el sentido de una
reflexión sobre el problema filosófico de la inm a­
nencia considerado en toda su generalidad. Por
consiguiente (debo adm itirlo s in rodeos), me he
valido de Spinoza, a quien creía conocer bastante
bien — lo cual entrañaba, por cierto, una cuota de
ilu sió n — , para comprender mejor lo que, ju n ta s,
permitían pensar las obras de Canguilhem y Fou­
cault, dos autores contemporáneos con los cuales,
movido por m is propios intereses espinosistas, yo
sentía la mayor afinidad. En esta orientación con­
taba con la ratificación de Louis Althusser, quien
también procuró que el conocimiento que podía te­
ner sobre lo s modos de proceder de aquellos le
brindara un medio para nutrir su intento de ela­
boración de una filosofía del marxismo, la filosofía
que la empresa de Marx ponía delante de sí mis-

16
ma sin haber tenido o sin haberse procurado los
in stru m e n to s para darle u n a forma explícita,
problema que no dejó de obsesionarlo y para cuya
resolución el recurso a Spinoza le parecía igua l­
mente indispensable. Todo esto — lo reconozco—
huele a recuperación al servicio de los propios fi­
nes, una recuperación tanto m ás discutible, quizá,
cuanto que se efectuaba en prim er grado, sin
tener siquiera la perspectiva que habría supuesto
luaa tentativa de manipulación consciente y razo­
nada. Con esto quiero decir — aunque debería ser
obvio— que algunas cosas que escribí, sobre todo
en el primero de los textos presentados aquí (el
publicado en 1964 en La Pensée, con una extensa
introducción de Althusser), ya no la s escribiría, al
menos bajo esa forma; por ejemplo, en la conclu­
sión de la segunda parte del artículo, el comenta­
rio abrupto y cuando menos audaz, y hasta aven­
turado, sobre la manera en que Canguilhem había
problematizado el conocimiento de la vida: «Pro­
ceder propiamente dialéctico y materialista».^ A
esta confesión, que hago sin restricciones, quiero
s in embargo aportar la sig u ie n te precisión; al
fundarme en una concepción del pensamiento de
Marx informado y reformado por el estudio de
Spinoza, no tenía la intención de valerme de ella
como de un prototipo o un modelo listo para ser
aplicado tal cual, rígidamente, a otros contenidos
especulativos, como la filosofi'a biológica de Can­
guilhem o la teoría histórico-social de Foucault,
con v ista s a apropiarse de ellas o a incorporarlas a
dicha concepción, de la cual habrían constituido
entonces una mera prolongación o complemento;

^ Ver infra, pág. 56.

17
con la relectura de C anguilhem y Foucault a la
luz de Spinoza y Marx se trataba, en cambio, de
llevar a cabo en forma sim ultánea la operación in ­
versa, consistente en releer a Spinoza y Marx a la
luz de Canguilhem y Foucault, en una perspecti­
va, por ende, no de reducción, fatalmente àrida y
empobrecedora, sino, al contrario, de enriqueci­
miento; de manera anàloga, por lo demás, la lec­
tu ra conjunta de C anguilhem y Foucault, o de
Spinoza y Marx, no debía conducir a la a sim ila ­
ción arbitraria de cada uno de los m iembros de
esos dos pares de autores al otro, en la que se los
erigiera en los representantes de un pensamiento
de sentido único destinado a transform arse en
vulgata.
En consecuencia, al releer hoy, con cierta pers­
pectiva, los diferentes textos en los cuales procuré
dar razón de lo que era, a m i juicio, el espíritu fun­
damental de la s investigaciones de Canguilhem y
Foucault — a saber: el insoslayable aporte de es­
tas a la comprensión de lo que im plica vivir, y v i­
v ir en sociedad, bajo normas— , estimo que no re­
su lta absurdo re un irlo s en un m ism o conjunto,
sin abrigar la ilusión, empero, de que este pueda
tener u n alcance sistemático o dogmático, pues la
perspectiva que yo adopté de manera in stin tiv a
desde el comienzo, consistente en poner la consi­
deración de los problemas por delante de la consi­
deración de la s soluciones que se les dan, inevita­
blemente provisorias, me parece hoy m ás válida
que nunca, e incluso indispensable. Esto me lleva
a proponer una justificación m ás para la concre­
ción de esta pequeña antología de artículos, ju s t i­
ficación que esta vez no concierne a su contenido
temático, representado por la cuestión de la in-

18
r manencia, sino a su propio estatus, en cuanto j a-
lones de una investigación que me guardaré bien
de pretender consum ada, llegada a su térm ino
— para ser breve: de presum ir que ha logrado de­
cir la verdad, la últim a palabra, sobre la cuestión
en tomo a la cual no dejó de girar, aunque esto no
signifique, sin embargo, que la fuerza de la idea
verdadera no tuvo papel alguno en su desarro­
llo— . En otros términos, considero necesario que
la s investigaciones que he podido realizar alrede­
dor de lo que acabo de caracterizar, ante todo, co­
mo un problema conserven su naturaleza tam ­
bién problemática, propia de una indagación en
curso que, a pesar de hallarse inconclusa, no está
por ello privada de toda significación y valor. Esta
significación sería, en primer lugar, la de un docu­
mento concerniente a una época en que pude, con
otros o al mismo tiempo que ellos, interesarme de
manera prioritaria en esa clase de problemas e in ­
tenté precisar su s considerandos con mayor o me­
nor éxito, cuestión que no me toca a mí juzgar. Que
esta época no está definitivamente cerrada y ter­
m inada es lo que testimonian investigaciones más
recientes, llevadas a cabo por personas de una ge­
neración que no es la mía, en quienes reconozco la
persistencia de una sim ila r atención intelectual,
aun cuando no provengan de la m ism a tradición
de pensamiento. Para no mencionar más que esos
ejemplos, dos obras que fueron mucho m ás lejos
de lo que yo había sido capaz de hacerlo en el exa­
men de la problemática de la fuerza de la s normas,
y que demuestran que esta últim a ha mantenido
actualidad e incluso cierta urgencia, son La Vie
hum aine: anthropologie et biologie chez Georges
Canguilhem, de Guillaume le Blanc (2002), y Les

19
N ormes chez F oucault, de Stéphane Legrand
(2007), ambas publicadas en la colección «Prati­
ques Théoriques» de P resses U n ive rsita ire s de
France.
Al formular el deseo de que los antiguos textos
que yo m ism o pude dedicar a Canguilhem y Fou­
cault sean tomados como documentos, y no tanto
como resultados teóricos que deben aceptarse o
dejarse como tales en su forma presuntamente de­
finitiva; al sugerir, por consiguiente, un modo de
uso u n tanto indirecto y sesgado, quiero hacer
comprender que el tipo de interés recurrente que
hoy son capaces de conservar depende justam ente
de su carácter provisorio, incompleto, explicable
por el hecho de que toman lugar en un recorrido
efectuado en situación, de manera inevitablemen­
te opaca, lo cual no habría sucedido si se hubieran
realizado en el espacio transparente del pensa­
miento puro, el espacio donde, parafraseando a
Kant, la paloma emprende libre el vuelo. Por eso
representan indicios y síntomas de la manera en
que tuvo lugar coyunturalmente cierta recepción
de los trabajos de Canguilhem y Foucault, en v ir­
tud de la cual estos cruzaron algunos márgenes
del espíritu público y produjeron efectos en él; y en
esa calidad, me parece, puede releérselo s, en
cuanto representan u n esfuerzo de indagación
teórica en el ámbito de la filosofía, esfuerzo del
que puede decirse, con todas la s am bigüedades
asociadas al uso del futuro anterior, que habrá s i­
do, pues, bajo la forma de una tentativa de pros­
pección sobre la cual aún hoy puede posarse una
m irada retrospectiva, y cuyos resultados, en con­
secuencia, están destinados a medirse a la vez, in-
disociablemente, en térm inos de éxito y fracaso.

20
Con esas condiciones, en esos límites, la heteroge­
neidad de estos textos no constituye por fuerza
una desventaja o un obstáculo para su reunión: al
contrario, puede conferir a esta un interés adicio­
nal. E sa es la razón por la cual, al retomarlos, no
intenté redondear su s ángulos para hacer desapa­
recer la s irregularidades y la s desigualdades de
la s que m uestran huellas y de la s que no puede li ­
berárselos, so pena de perder la mayor parte de la
significación que todavía están en condiciones de
re ivind ica r. Las correcciones que introduje en
ellos, sobre todo en lo atinente al primer texto, el
de 1963, que era imperativo arreglar para hacerlo
un poco m ás presentable, no conciernen sino a la
forma y no afectan en absoluto el contenido, que
me prohibí modificar con el fin de conservar lo que
acabo de llam ar su estatus de testimonios y docu­
mentos, del cual extraen lo que puede quedarles
de sabor. Con la m ism a intención, me abstuve,
luego de m uchas vacilaciones, de reiterar la ma­
nera de indicar la s referencias homogeneizando
la s citas conforme al estado actual de los corpus
en cuestión, porque me pareció que al mantener
procedimientos que hoy están perim idos conse­
guía dar una idea m ás ju sta de la s condiciones y
el entorno circunstancial en los cuales los traba­
jo s de Canguilhem y Foucault pudieron, en dife­
rentes momentos, abordarse de una manera que,
desde la década de 1960, ha sufrido una conside­
rable evolución.

Me queda ahora volver a cada uno de los cinco


textos que siguen, a fin de precisar mejor los con­
textos en que se originaron, algo necesario por­
que, como acabo de tratar de justificarlo, es me-

21
1
nester ponerlos de nuevo en situación para que
conserven una parte, por leve que sea, de interés.
E l texto titulado «La filosofía de la ciencia de
Georges Canguilhem: epistemología e historia de
la s ciencias», que fue m i primera publicación, ha­
bía sido en su inicio una ponencia estudiantil, que
presenté durante el ciclo lectivo universitario de
1962-1963 en la École Normale Supérieure, don­
de disfrutaba, tras haber ganado el concurso de
oposiciones de filosofía, de un «año suplem enta­
rio» dedicado a investigaciones libres, sin obliga­
ción n i sanción; a lo largo de ese año comencé a
trabajar en estrecha relación con A lthu sse r, a
quien conocía desde m i ingreso a la Ecole, pero
con el cual no había tenido nunca la oportunidad
de mantener ese tipo de vínculo. En una carta a
Franca Madonia fechada el 23 de octubre de 1962,
aquel, que pasaba entonces por uno de esos pe­
ríodos en que veía la vida color de rosa, escribía:

«Mi a ctivid a d se d e sa rro lla en u n a forma sum am e n te


satisfactoria; trabajo, y trabajo para hacer tra b a ja r a
lo s otros, aquí m ism o, en la lín e a de m is in ve stig a cio ­
n e s o, en todo caso, en s u espíritu, y la cosa funciona de
m a ra v illa s. Ya verás: de aquí a diez años, s u s h u e lla s y
re su lta d o s se rá n v is ib le s en el u n iv e rso filosófico n a ­
cional y local».^

Una cosa es segura: el trato con A lthusser me


brindó u n estímulo intelectual de una intensidad
incomparable; y cuando él dice que hacía trabajar
a quienes tenían a bien hacerlo «en el espíritu de
su s investigaciones», hay que comprender que no

^ L ouis A lthusser, Lettres à Franca: 1961-1973, París:


Stock/IMEC, 1998, pág. 257.

22
había en ello ningún intento de adoctrinamiento,
sino el esfuerzo con v ista s a establecer, sobre la
base permanente de intercam bios y discusiones
totalmente abiertas, un a com unidad de pensa­
miento en acto, sin caminos trillados, en un ver­
dadero espíritu de indagación — algo que resulta­
ba bastante embriagador y por lo que siempre le
estaré agradecido— . A lthusser sabía h asta qué
punto me había marcado la enseñanza de Can-
guilhem, a quien había seguido desde m i ingreso
a la École en 1958, en un contexto y un ambiente
de los que doy una idea en el cuarto de los artícu­
los aquí recogidos, el titulado «Georges Canguil-
hem: un estilo de pensamiento»; y por eso me pro­
puso hacer una presentación de su obra, entonces
poco conocida por el gran público, aun cuando sólo
fuera a causa de los obstáculos que el propio Can-
guilhem, que no le daba importancia a la notorie­
dad — una notoriedad que no rechazó cuando ter­
minó por llegar, pero que no se había interesado
en obtener— , había interpuesto con el objeto de l i ­
m itar el acceso a su s escritos, que estaban agota­
dos o dispersos en publicaciones sumamente es­
pecializadas. Como es natural, yo acepté la pro­
puesta, que me entusiasm aba, y m i prim erísim a
tarea, particularm ente laboriosa, co nsistió en
reunir un corpus para su estudio, el cual aparece
detallado en la primera parte de m i artículo, una
enumeración que he mantenido aquí sin cambios
a fin de dar una idea de la manera en que la obra
de Canguilhem se presentaba en el aspecto mate­
rial, a comienzos de los años sesenta, a los ojos de
aquellos cuya curiosidad despertaba. Tras reunir
el paquete de libros y artículos que con gran es­
fuerzo había logrado hallar, me fui al campo, a un

23
r
lugar tranquilo, para examinarlos con detenimien­
to y procurar extraer de ellos algo que pudiese
constituir la materia de una ponencia m ás o me­
nos consistente, no demasiado indigna del tema
tratado, que no podía sin o despertar en m í un
fuerte interés. Sólo volví a la Ecole el día y a la ho­
ra fijados para el ejercicio, y al llegar comprobé
que Althusser, sin habérmelo advertido, había to­
mado la iniciativa de reservar para la circunstan­
cia la sa la del establecim iento destinada a la s
grandes ocasiones: el salón de actos; al entrar a él,
descubrí con sorpresa y estupor que a llí estaba
Canguilhem en persona — a quien A lthusser ha­
bía avisado— , sentado a una mesa en primera fi­
la, papel y plum a en mano para tomar notas, en la
postura de un alumno atento, lo cual me sum ió en
una profunda turbación cuyo recuerdo aún con­
servo en toda su intensidad. Tratando de dominar
el pánico que me invadía, brindé entonces, lo me­
jo r que pude, la prestación que se esperaba de mí,
m ien tras procuraba no m irar dem asiado hacia
donde estaba Canguilhem, que se mantuvo sum a­
mente tranquilo a lo largo de toda la prueba. En
una carta a Franca Madonia del 25 de enero de
1963, A lthusser informa en caliente a su lejana
corresponsal sobre el episodio que acaba de tener
lugar momentos antes;

«E sta tarde, clase con u na ponencia sobre un profesor


de la Sorbona, delante de é l . .. (Había aceptado v e n ir a
escu ch ar u n a ponencia de uno de m is a lu m n o s sobre s u
obra: la cosa and uvo m uy bien; se quedó aquí h a sta h a ­
ce u n rato, ¡llegó a la s 14 y se fue d esp ués de la s 18.30!
Todo estuvo OK; y era u n a aventura ante la cu al todo
el m undo tem blaba, m á s que nad ie el alum no que de­
bía h a b la r frente a él, ¡yo no! Yo era s in duda el único, y

24
en la d isc u sió n que sig u ió me m o stré ab so lu tam en te
re la ja d o ..

A pesar de la obstinada preparación que había


dedicado al ejercicio, su ejecución me resultó, en
efecto, ardua y hasta peligrosa. E s indudable que
Canguilhem , que había visto otros, no «tembla­
ba», pero tal vez estaba molesto, pues el hecho de
que hablaran de él en su presencia le parecía in ­
conveniente y fuera de lugar, lo cual no impidió,
empero, que aceptara la invitación. Confieso no
tener un recuerdo m uy nítido de la discusión, sa l­
vo sobre el siguiente punto: C anguilhem había
sorprendido al in s is t ir con fuerza en el papel de­
sempeñado por la referencia nietzscheana en su
orientación filosófica personal, u n aspecto sobre
el cual había m antenido h asta entonces m ucha
discreción. La conversación siguió en el departa­
mento de A lthusser, situado en el piso de abajo,
adonde este había llevado a todo el mundo para
distender el clima: tomamos un buen vino blanco,
que Canguilhem apreciaba, y seguimos hablando
de todo u n poco, sin restricciones. Canguilhem,
que desde siem pre me hab ía dem ostrado una
gran benevolencia, no me hizo grandes comenta­
rios sobre m i exposición, que había escuchado sin
pestañear, con indulgencia incluso cuando le atri­
buí, con desconcertante ingenuidad, inclinaciones
por el m aterialism o dialéctico, lo cual debió de
sorprenderlo mucho: me agradeció cortésmente el
trabajo que había hecho acerca de s u s escritos y
no pasamos de allí, como era de rigor entre gente
de buen tono. Sin embargo, probablemente con-

^ L. A lthusser, Lettres à Franca.. ,,op. c it, pág. 356.

25
T
servó una im presión favorable de m i presenta­
ción, pues a continuación le habló de ella a Fou­
cault, quien me propuso transformar la ponencia
en un artículo para publicar en Critique, la presti­
giosa revista a cuyo comité de redacción él perte­
necía. Con ese fin, preparé entonces un texto que
finalmente, por iniciativa de Althusser, se publicó
en 1964 en La Pensée, aquella de las revistas teó­
ricas del Partido Comunista Francés (PCF) a la
que él tenía libre acceso por intermedio de su re­
dactor en jefe, Marcel Cornu, de quien era amigo,
y donde apareció una gran parte de su s artículos:
«Sobre el jo ve n Marx (C uestiones de teoría)»,
«Contradicción y sobredeterminación (Notas para
un a investigación)», etc., luego reeditados en La
revolución teórica de Marx {Pour Marx], Publicar
en una revista de obediencia marxista un estudio
sobre C anguilhem que no estuviera destinado a
demolerlo constituía, en esa época, una apuesta y
u n desafío: aquel, a despecho de su s conocidas
proezas en la Resistencia, era catalogado, en efec­
to, como u n reaccionario redomado, un adversario
de los com unistas, reputación que debía en gran
medida al papel que había desempeñado durante
unos diez años, después de la Liberación, como
inspector general de filosofía. Esta función lo ha­
bía llevado a recorrer Francia con v ista s a resta­
blecer una enseñanza pública devastada durante
mucho tiempo a raíz de la política del régimen de
Vichy, de quien Canguilhem había sido feroz opo­
sitor. E sa tarea, a la cual había decidido no s u s ­
traerse porque así se lo exigía su responsabilidad,
la desempeñó con intransigencia, como todo lo que
hacía, y ta l actitud lo lle vó en v a r ia s oportu­
nidades a chocar con profesores de filosofía comu-

26
n ista s — eran m uchos en esa época— que, a n i­
mados con las mejores intenciones, tendían a me­
nudo a confundir su clase con una tribuna políti­
ca, un proceder que le parecía inadm isible y al que
se h ab ía opuesto resueltam ente. En tales con­
diciones, hacer un elogio de Canguilhem, exaltar
su obra de filósofo y de historiador de la s ciencias
en ese medio particular, en estado de efervescen­
cia permanente y donde el anatema volaba con
singular facilidad, era una suerte de provocación:
justam ente lo que había ratificado en su in ic ia ­
tiva a Althusser, que por entonces tenía la íntim a
convicción de que su tarea política esencial de
filósofo era tomar intelectualmente el poder en el
partido de la s m asas trabajadoras, y de que una
acción perturbadora, desestabilízadora, como
podía serlo esta publicación, era capaz, para re­
petir una fórmula por la que él tenía especial ape­
go, de «mover la s cosas» en el sentido adecuado.
Por eso se empeñó en que el texto de m i artículo
fuera precedido por una «Presentación» bastante
extensa, firmada con su nombre y que comenzaba
de la siguiente manera:

«El a rticulo que aquí se leerá b rin d a por prim era vez
u n a v isió n sistem á tica de lo s trabajos de Georges Can­
gu ilhe m . E l nombre de este filósofo e h isto ria d o r de la s
ciencias, director del In stitu to de H istoria de la s Cien­
c ia s de la U n ive rsid a d de P arís, es conocido por todos
aq uellos que, en el ámbito filosófico y científico, se in te­
re sa n en la s n u evas in vestig a cio n es sobre la epistem o­
logía y la h isto ria de la s ciencias. Su nombre y s u obra
no tardarán en tener u n a audiencia m ucho m á s gran­
de. E s ju st o que la re vista fundada por L angevin dé s u
acogida al p rim e r estud io ex h a u stivo que se le consa­
gra en Francia».

27
En efecto: al parecer, no se había llevado a cabo
antes ningún estudio de esta índole, y yo tuve el
privilegio de abrir por m i cuenta y riesgo ese cam­
po de estudios, que a continuación ha sido m uy
frecuentado y de manera sin duda menos aventu­
rada. La presentación de A lth u sse r fue repro­
ducida, en su versión completa, en la antología
Penser Louis Althusser;^ yo mismo cité el que es,
en m i opinión, su pasaje m ás significativo, en m i
artículo «Georges Canguilhem: un estilo de pensa­
miento».^
Canguilhera, por su parte, se hallaba perfecta­
mente al tanto de la (mala) reputación que tenía
en la esfera de influencia del PCF, lo cual le resul­
taba indiferente por completo. Razón de m ás para
que lo sorprendiera el hecho de que acudieran a él
personas a la s que se atribuía la pertenencia a di­
cha esfera de influencia, que le testim oniaban,
con acentos de sinceridad que lo habían convenci­
do, la m uy grande admiración que sentían por su s
trabajos teóricos, así como por la manera absolu­
tamente particular en que ejercía su m agisterio
universitario, con un rigor, una ausencia total de
énfasis y una claridad que contrastaban con los
hábitos entonces im perantes en la Facultad de
Letras de París, donde se había instalado en ge­
neral cierto espíritu de rutina. Desde hacía m u­
cho tiempo mantenía relaciones profesionales con
A lth u sse r, en lo concerniente a lo s problem as
planteados por la organización de los estudios de
filosofía en la École Normale Supérieure, en los

^ Louis A lthusser, Penser L ouis A lthusser, Pantin; Le


Temps des Cerises, 2006, pàgs. 25-30.
® Ver infra, pâgs. 143-4.

28
que no había dejado de interesarse, sobre todo
desde que su viejo compañero de estudios y amigo
Jean Hyppolite había asum ido la dirección del es­
tablecimiento. E sa s relaciones habían llevado a
Canguilhem y A lthusser a profesarse una estima
recíproca, sentim iento que facilitó mucho la s co­
sa s cuando, por intermedio del grupo de alunmos
filósofos de la Ecole del que yo formaba parte, las
relaciones comenzaron a tomar otro cariz al sacar
a la luz, en u n hecho no del todo previsto al princi­
pio, ciertas afinidades intelectuales que tenían
como telón de fondo unos desafíos teóricos funda­
mentales. Se sabe que AJthusser, que xmos quince
años antes había preparado \ma tesina de m aes­
tría sobre Hegel bajo la dirección de Gaston Ba­
chelard, apelaba en abundancia a los aportes de
la nueva epistemología a la francesa para dar ba­
ses «científicas» sólidas a su empresa de reforma
del marxismo, uno de cuyos pilares debía ser la
noción de «corte epistemológico». Cuando Can­
guilhem comprendió en qué sentido y con qué fines
se lo quería utilizar, quedó desconcertado, pero, a
la vez que mantenía una actitud de prudente re­
serva, tampoco opuso un rechazo inequívoco a esa
tentativa, en la certeza de que, de todos modos, no
había forma de que se apropiaran de él. En conse­
cuencia, acogió con sim patía los llam ados que se
le hacían y, sin comprometerse empero a título
personal, aceptó con mucha cortesía, a pesar de su
fama de irascible — un a leyenda que había a li­
mentado cuidadosamente— , los homenajes que le
rendían personas que no pertenecían en absoluto
a su «familia de pensamiento», una noción, esta
últim a, que para él tenía por lo demás m uy poco
sentido. E l hecho de que por prim era vez se le

29
consagrara un extenso artículo teórico en una
revista oficial del PCF no iba a aumentar mucho
su reputación entre su s colegas, pero esto le im ­
portaba en verdad nada y quizás hasta lo divertía.
Por eso, ja m á s me hizo ningún reproche y no plan­
teó reserva algun a con respecto a m i artículo:
sim plemente, m ucho m ás adelante, cuando una
editorial un ive rsita ria brasileña publicó Lo nor­
m al y lo patológico [O normal e o patologico], con
la reedición de ese artículo como epílogo, me dio a
entender que a su modo de ver la cuestión estaba
fuera de lugar. Para decirlo sintéticamente: en su
opinión, se había dado vuelta la página.

Escribí el segundo texto incluido en esta anto­


logía, «Para una historia natural de la s normas»,
veinticinco años después del anterior. Lo había re­
dactado con v is t a s al Encuentro Internacional
«Michel Foucault filósofo», que se celebró en el
teatro del Rond-Point de París en enero de 1988.
La totalidad de los trabajos presentados durante
esa reunión se publicó el año siguiente en la colec­
ción «Des Travaux» de Editions du Seuil — uno de
cuyos iniciadores había sido Foucault— , precedi­
da por un breve texto de presentación de Canguil-
hem. Este no se contaba entre los veintiocho par­
ticipantes del encuentro, pero había asistido a la s
sesiones y durante un a d iscu sió n tomó la pala­
bra desde la sala para expresar, con la sobriedad
que le era habitual, la conmovida gratitud que le
había suscitado la lectura del artículo escrito co­
mo prefacio para la edición norteam ericana de
un a antología de su s obras. El texto se titulaba
«La vida; la experiencia y la ciencia», y su versión
fremcesa había aparecido en enero de 1985 en un

30
número en homenaje a Canguilhem de la Revue
de Métaphysique et de Morale (luego se reeditó en
el volum en 4 de los Dits et écrits).^ Fue imo de los
últim os grandes textos escritos por Foucault poco
antes de su muerte y, sin duda, uno de los estu­
dios m ás bellos que se hayan consagrado al pen­
sam iento de Canguilhem. Por temperamento y
por principio, Foucault no era un hombre afecto a
los juram entos de fidelidad, pese a lo cual había
reconocido la jerarquía de «maestro» a C anguil­
hem — y, que yo sepa, sólo a él— ; cuando se presen­
taba la oportunidad de encontrarnos, siempre me
hablaba, sabiendo del aprecio que yo sentía por
aquel, de «nuestro viejo maestro», y esta fórmula,
teñida de ironía, no estaba en modo alguno des­
provista de alcemce real. No creo que Foucault h a ­
ya seguido ja m á s su s cursos, a pesar de que lo te­
nía como su «director de tesis»; el propio Canguil­
hem contaba — era uno de su s temas favoritos de
conversación— que no había dirigido nada en ab­
soluto, puesto que había recibido en su despacho
el manuscrito de la Historia de la locura en la épo­
ca clásica ya plenamente conformado, sin que h u ­
biera sabido antes una palabra de su contenido,
pues no había tenido ocasión de intervenir. Se
refería, asim ism o, a su estupefacción al descubrir
en ese texto, en negro sobre blanco, cuestiones que
desde hacía tiempo ya él trataba de pensar por

® Michel Foucault, «La vie: l’expérience et la science», en


B iís et écrits, 1954-1988, edición establecida por Daniel De­
fer! y François Ewald con la colaboración de Jacques La­
grange, Paris: Gallimard, 1994, vol. 4, texto 361, págs. TÒS­
TO [«La vida: la experiencia y la ciencia», en Gabriel Giorgi
y F erm ín Rodriguez (eds.). E nsayos sobre biopolitica:
excesos de vida, Buenos Aires: Paidós, 200T, págs. 41-5T].

31
su cuenta sin lograr darles una forma tan siste ­
máticamente consumada, de un a m anera que a
su entender era decisiva. Poco antes de que Fou­
cault defendiera esa curiosa tesis, que no tenía
nada del ejercicio u n iv e rsita rio tradicional, yo
veía regularmente a Canguilhem, bajo cuya direc­
ción preparaba entonces una tesina de maestría
sobre «Filosofía y política en Spinoza»: él me h a ­
blaba de la te sis de Foucault como de un aconteci­
m iento poco común e importante, que no había
que perderse bajo n in g ún pretexto. Y entonces
sentí la necesidad de a sistir a esa defensa efecti­
vamente memorable: todavía veo, en el ambiente
estirado de la Seda Louis Liard donde se celebra­
ba esa clase de ceremonias, a Foucault, a quien yo
descubría en esa ocasión, escuchar en silencio los
comentarios altamente elogiosos que Canguilhem
e Hyppolite hacían sobre su obra, y responder, no
sin cierta impaciencia, a la s observaciones m ás
reservadas que le hacía Gouhier y la s objeciones
de rutina de Ganddlac y Lagache, a quienes el es­
tilo inusitado de su trabajo había predispuesto de
m anera notoria en su contra. Cuando el texto de
la tesis apareció publicado por Pión, me lo procuré
de inmediato, y su lectura me produjo el efecto de
un sismo: el libro ponía en entredicho todo lo que
solía hacerse en historia de las ideas, y abría pers­
pectivas inauditas a investigaciones que se enca­
m inaran hacia lo que hoy llam aría una «filosofía
en sentido lato», no replegada en el estudio de s is ­
tem as doctrinales, sino respaldada en el conoci­
miento de la historia y los aportes de las ciencias
hum anas; una filosofía, dicho sea de paso, que pu­
diera interesar no sólo a los «filósofos» de profe­
sión ■— a decir verdad, estos últim os nunca recono-

32
cieron a Foucault como uno de los suyos, lo cual,
por lo demás, no le causaba disgusto alguno— . A
continuación, comencé a leer con avidez todo lo
que Foucault escribía, a medida que su s libros y
artículos se publicaban, con el m ism o sentimiento
de una radical innovación, fuente permanente de
sorpresas por su tendencia a poner en cuestión la s
ideas convencionales, de manera a veces excesi­
vamente abrupta, pues no era él de andarse con
chiquitas; confieso haberme sentido perturbado,
al comienzo, por algunas de la s te sis desarrolla­
das en Vigilar y castigar y La voluntad de saber, y
necesité cierto tiempo para advertir su validez y
fecundidad e incluso, simplemente, para apreciar
su alcance exacto. Foucault tenía lazos de con­
fianza y amistad con Althusser, de quien había s i­
do alum no durante su s años en la École Normale;
este atribuía sum a importancia a la s investigacio­
nes de aquel, en la s cuales veía una convergencia
con su s propios esfuerzos destinados a elaborar la
perspectiva de u n marxismo revisado y corregido,
básicamente heterodoxo; por su parte, Foucault,
cuya actitud con respecto al marxismo — como al
psicoanálisis, por lo demás— siempre fue de una
extraordinaria complejidad, no hizo nada, al me­
nos en el período previo a 1968, para d isuadir a
A lthusser de ver las cosas de esa manera. Si digo
todo esto es para mostrar que yo tenía todas la s
razones posibles para seguir interesándome en
Foucault, aunque sólo fuera con la intención de
tratar de develar los enigmas de u n pensamiento
tan rico que parecía sustraerse a una aprehensión
exhaustiva; aún hoy quedan por descubrir en esa
obra inm ensa y de una asombrosa variedad, que
no ha dicho su últim a palabra, cosas no vistas. La

33
intervención que yo había preparado con v ista s al
encuentro del Rond-Point representaba, en s u s ­
tancia, una tentativa de explorar con mayor pro­
fundidad algunos aspectos intrigantes del trabajo
de Foucault, y de trazar con mayor exactitud los
contornos de esa filosofía de la s normas que veía
esbozarse en él y en la cual, con razón o sin ella,
adivinaba cierta afinidad con esquemas teóricos
heredados de Spinoza: al menos, me parecía, una
lectura conjunta de este y de Foucault podía ser
adm isible, no para asim ilar uno al otro, lo cual ha­
bría sido absurdo, sino para tratar de instaurar y
poner en marcha una relación de intercambio en­
tre esos dos m undos de pensam iento que con­
fluían — que confluían en m i cabeza, en todo ca­
so— . No me corresponde decidir si esa tentativa
fue o no fructífera, y ni siquiera s i tenía algún sen­
tido.

E l tercer texto aquí reproducido, «De Canguil-


hem a Canguilhem pasando por Foucault», es fru­
to también de una intervención en el marco de un
coloquio. Este, organizado como parte de las acti­
vidades del Collège International de Philosophie,
tuvo lugar en diciembre de 1990 en el Palacio de
la Découverte y su tema fue «Georges C anguil­
hem, filósofo, historiador de la s ciencias»; los tra­
bajos presentados se recogieron a continuación en
un volum en de la «Bibliothèque du Collège Inter­
national de Philosophie».^ E sta exposición, que
reunió a varios ex alum nos de Canguilhem, tenía

Collège International de P hilosophie (ed.), Georges


Canguilhem, philosophe, historien des sciences: actes du
colloque (6-7-8 décembre 1990), Paris; Albin Michel, 1993,
col. «Collège International de Philosophie». Í

34
r el objetivo de poner de manifiesto la dimensión fi­
losófica de la obra de un historiador de la s cien­
cias que, con una sola excepción — un breve texto
titulado «De la science et de la contre-science», pu­
blicado en u n Hommage à Je a n Hyppolite—
siempre se había abstenido de consagrar su s es­
critos a cuestiones de filosofía pura consideradas
en cuanto tales. Por pudor, Canguilhem no habia
asistido a la s sesiones del coloquio que le estaba
dedicado, pero se había mantenido al corriente de
su desarrollo y estaba visiblem ente satisfecho con
el conjunto de la operación, que había suscitado
toda clase de polémicas en los medios universita­
rios oficiales — lo cual no le fastidiaba en absolu­
to— . Yo había considerado natural aprovechar la
oportunidad para tratar de correlacionar el inte­
rés que, desde m is años de estudio, les prestaba,
respectivamente, a la s obras de Canguilhem y a
la s de Foucault: de allí el título u n poco extraño
de m i intervención, en la cual me proponía expli­
car, y en prim er lugar explicarme, lo que unía a
estos dos autores a la vez que los diferenciaba y,
en razón de los desplazamientos y la s tensiones
que la atravesaban, hacía aún m ás estim ulante
su relación. Una vez m ás encontraba, en el cruce
de los cam inos que no sin trabajo me esforzaba
por seguir, la cuestión teórica de la s normas, que
no h ab ía dejado de preocuparme y cuyo trata­
miento, a mi entender, se enriquecía de manera
particularmente significativa con la s enseñanzas
extraídas de la lectura de Canguilhem y de Fou­
cault.
® Georges C anguilhem, «De la science et de la contre-
science», en Suzanne Bachelard et al., Hommage à Jean
Hyppolite, Paris: PUF, 1971, pàgs. 173-80.

35
El cuarto texto, «Georges Canguilhem; un esti­
lo de pensamiento», me fue encargado por una re­
vista de docentes de filosofía. Les Cahiers Philoso­
phiques, que en 1996 dedicó uno de su s números a
«La filosofía de Georges Canguilhem». En el m ar­
co de esa publicación de carácter conmemorativo,
realizada poco después de la muerte de Canguil­
hem, me esforcé por dar razón del efecto de estu­
pefacción que habían provocado en mí — y que
siento aún al escribir estas líneas— la persona, la
enseñanza y la obra de aquel, a quien le debo lo
esencial de los fundamentos de m i formación filo­
sófica y cuyas obras ja m ás dejaron de darme moti­
vos de reflexión.

Para terminar, el quinto texto, «Normas vita­


les y normas sociales en el E ssa i su r quelques pro­
blèmes concernant le norm al et le pathologique»,
ubicado aquí en últim o lugar debido a s u fecha
tardía de publicación,^ retoma el contenido de
una intervención de 1993, en el curso del décimo
coloquio de la Sociedad Internacional de Historia
de la Psiquiatría y el Psicoanálisis, realizado en el
Hospital Sainte-Anne. Se celebraba a llí el quin­
cuagésimo aniversario de la aparición, entre la s

® Pierre Macherey, «Normes vitales et normes sociales


dans VEssai su r quelques problèmes concernant le normal
et le pathologique», en F rançois Bing, Jean-F rançois
B raunstein y E lisa b e th Roudinesco (eds.), A ctualité de
Georges Canguilhem: Le Normal et le pathologique, actes
du colloque de la Société Internationale d’Histoire de la
Psychiatrie et de la Psychanalyse (4 décembre 1993), Le
Plessis-Robinson; Institut Synthelabo pour le Progrès de la
Connaissance, 1998, col. «Les Empêcheurs de Penser en
Rond», pàgs. 71-84,

36
publicaciones de la Facultad de Letras de E stras­
burgo en ediciones de Les Belles Lettres, de la te­
s is de medicina de Canguilhem, el E ssa i su r quel­
ques problèmes concernant le normal et le patholo­
gique, que fue reeditado luego, en 1966, por Pres­
se s U n iv e rsita ire s de France, aum entado con
n uevas consideraciones, en un volum en titulado
Lo norm al y lo patològico, que constituye uno de
lo s puntos centrales de toda su obra. E sta vez,
Canguilhem se molestó y escuchó sin decir pala­
bra la totalidad de la s intervenciones: tuve enton­
ces, durante los intervalos y el almuerzo, una de
la s últim a s oportunidades de hablar con él, en rm
clim a de familiaridad y confiímza, lo cual era para
mí una experiencia a la vez emocionante y parti­
cularm ente gratificante, por tratarse de quien,
entre los representantes del mundo universitario
e intelectual que llegué a frecuentar, me inspira­
ba mayor admiración y respeto. En el transcurso
de la conversación, me enteré de que el ejemplo de
la niñera al que aludí en m i exposición, y que ha­
bía extraído de la lectura del E ssa i de 1943 con el
fin de ilu stra r la m anera en que interfieren la s
normas vitales y la s normas sociales, le había sido
inspirado por un recuerdo personEil de vacaciones
fallidas a causa de las indisposiciones de la perso­
na que estaba encargada de cuidar a su s hijos. Pa­
ra Canguilhem, que atribuía enorme importancia
a la dim ensión existencial de la cuestión de la s
normas — una cuestión con la que yo volvía a to­
parme en m i camino— , la reflexión filosófica y la s
preocupaciones de la vida cotidiana nunca esta­
ban del todo separadas, conforme a una in sp ira ­
ción que debía quizás a su maestro Alain, al que
ja m á s dejó de declararse fiel.

37
Una reflexión para concluir e sta s palab ras
preliminares; a m i juicio, Canguilhem y Foucault
fueron, con algunos otros, los representantes de
un pensamiento no ya prefabricado, sino vivo, en
el cual la fuerza de la verdad se traza xm ceunino,
u n camino necesariamente complicado, pues no
puede ir en línea recta hacia una meta que debe
inventar, y remodelar, en función de su desarro­
llo, que está destinado a no culm inar nunca y a
proseguirse siempre en nuevas direcciones. Si va­
le la pena hacer filosofía, al m argen de lo que
Pascal haya podido decir al respecto, es bajo la
condición de buscar algunos puntos por los que
pasa ese camino, cuestión que he tratado de resol­
ver con mayor o menor éxito en los textos consa­
grados a «la fuerza de la s normas».

P ierre M acherey
Septiembre de 2008

38
La filosofía de la ciencia
de Georges Canguilhem:
epistemología e historia
de las ciencias*

«La h isto ria de u n a ciencia no puede se r u n a mera


colección de biografías ni, con mayor razón, u n cua­
dro cronológico m atizado con anécdotas. Debe se r
ta m b ién u n a h isto r ia de la formación, la deforma­
ción y la rectificación de conceptos científicos».^

«La h is t o r ia de la s c ie n c ia s debe cu ra rn o s de e sa
im paciencia, de ese deseo de transp arentar entre sí
lo s m om entos del tiempo. U na h isto ria bien hecha,
cu alq uiera que sea, es la que logra hacer se n sib le la
opacidad y algo a sí como el espesor del tiempo. ( ...)
E se es el elem ento realm ente h istó rico de u n a in ­
vestigació n, pues la h isto ria , a u n s in se r m ilag rosa
o gratuita, es m u y otra cosa que la lógica, capaz de
exp licar el acontecim iento cuando y a h a ocurrido,
pero incapaz de deducirlo antes de s u momento de
existencia«.^

* Este texto, cuyo título original es «La philosophie de la


science de Georges Canguilhem: épistémologie et histoire
des sciences», se publicó por primera vez enfia Pensée, 113,
febrero de 1964, págs. 62-74.
^ Georges Canguilhem, «La constitution de la physiologie
comme science», introducción a Charles Kayser (ed.). Phy­
siologie, tres volúm enes, París; Flamm arion, 1963 [«La
constitución de la fisiología como ciencia», en Estudios de
historia y de filosofía de la s ciencias, Buenos Aires: Amo-
rrortu, 2009, pàg. 247].
^ Georges Canguilhem, «Pathologie et physiologie de la
thyroïde au XIX® siècle», Thaïes, 9, 1959, págs. 78 y 91

39
La obra epistemológica e histórica de Georges
C anguilhem impresiona, ante todo, por su espe-
cialización: a los dos títulos recién citados — la in ­
troducción a la Physiologie de Kayser y «Patolo­
gía y fisiología de la tiroides en el siglo XIX»—
hay que agregar tres libros: E ssa i su r quelques
problèmes concernant le norm al et le pathologi­
que,^ La Connaissance de la vie'^ y La Formation
du concept de réflexe-^ además, varios artículos,
entre los cuales es lícito destacar los siguientes:
«Note su r la situation faite en France à la philo­
sophie biologique»,® «Qu’est-ce que la psycholo­
gie?»,^ «Sur une épistémologie concordataire»,®
«L’histoire des sciences dans l ’œuvre épistémolo-

[«Patologia y fisiología de la tiroides en el siglo XIX», en E s­


tudios de h isto ria .. op. eit, págs. 243 y 310-1].
^ Georges C anguilhem , E ssa i su r quelques problèmes
concernant le normal et le pathologique, tesis de medicina,
Clermont-Ferrand: La Montagne, 1943 [Lo norm al y lo
patológico, México: Siglo XXI, 1986].
Georges Canguilhem, La Connaissance de la vie, Paris:
Flammarion, 1952 lEl conocimiento de la vida, Barcelona:
Anagrama, 1976],
® Georges Canguilhem, La Formation du concept de ré­
flexe auX V lF et XVIIF siècles, París; PUF, 1955 {La forma­
ción del concepto de reflejo en los siglos XVII y XVIII, Bar­
celona: Avance, 1975],
® Georges Canguilhem, «Note su r la situation faite en
France à la philosophie biologique», Revue de Métaphysi­
que et de Morale, 57(3-4), julio-octubre de 1947, págs. 322-
32.
^ Georges Canguilhem, «Qu’est-ce que la psychologie?»,
Revue de Métaphysique et de Morale, 63(1), 1958, págs. 12-
25 [«¿Qué es la psicología?», en Estudios de h isto ria ..., op.
cit., págs. 389-406].
® Georges Canguilhem, «Sur une épistémologie concorda­
taire», en Georges Boulingand et al., Hommage à Gaston
Bachelard: études de philosophie et d ’histoire des sciences.

40
gique de G. Bachelard»,® «L’homme et l ’anim al du
point de vue psychologique selon C harles Dar­
win»,^® «La n écessité de la diffusion sc ie n tifi­
que»,^^ «Gaston Bachelard et les philosophes»^^ y
«The role of analogies and m odels in biological
d is c o v e r y » , y, para term inar, la participación

París: PUF, 1957, págs. 3-12 [«Sobre una epistemología


concordataria», en Jean Lacroix et al.. Introducción a Ba­
chelard, Buenos Aires: Calden, 1973],
® Georges C anguilhem , «L’h isto ire des sciences dans
l’œuvre épistémologique de Gaston Bachelard», Annales de
rU niversité de Paris, 33(1), 1963 [«La historia de las cien­
cias en la obra epistemológica de Gaston Bachelard», en
Estudios de histo ria ..., op. cit., págs. 183-97],
Georges Canguilhem, «L’homme et l ’anim al du point
de vue psychologique selon Charles Darwin», Revue d ’His-
toire des Sciences, 13(1), enero-marzo de 1960, págs. 81-94
[«El hombre y el animal desde el punto de vista psicologico
según Charles Darwin», enE studios de histo ria .. ,,op. cit.,
págs. 119-33].
Georges C anguilhem , «La nécessité de la diffusion
scientifique», Revue de l ’Enseignement Supérieur, 3, 1961,
págs. 5-15 [«La necesidad de la difusión científica». Socio­
logia. Revista de la Facultad de Sociología de la Univer­
sid a d Autònoma Latinoamericana, 19, 1996, págs. 26-33],
Georges C a i^ ilh e m , «Gaston Bachelard et les philo­
sophes», Sciences, 24, marzo-abril de 1963 [«Gaston Bache­
lard y lo s filósofos», en E stud ios de h ist o r ia ..., op. cit.,
págs. 198-206],
Georges Canguilhem, «The role of analogies and mo­
dels in biological discovery», en A listair Cameron Crombie
(ed.), Scientific Change: Historical Studies in the Intellec­
tual, Social and Technical Conditions for Scientific Disco­
very and Technical Invention from Antiquity to the Present
(Symposium on the History of Science, Universidad de Ox­
ford, 9 a 15 de ju lio de 1961), Londres: Heinemann, 1963,
págs. 507-20 [«Modelos y analogías en el descubrimiento
en biología», en Ssfwoííos cíe historia. . ., op. cit., págs. 324-
39],

41
en un nùmero de Thales dedicado a la historia de
la idea de evolución, de redacción colectiva (1960),
y en René Taton (ed.), Histoire générale des scien­
ces, cuatro volúmenes, París; PUF, 1957-1964.
En toda esa obra, la reflexión se relaciona de
manera tan rigurosa y continua con objetos preci­
sos que, en definitiva, debemos preguntarnos so­
bre el estatus de una investigación tan concreta y
adaptada-, puesto que no sólo es erudita, sino que
contiene una enseñanza general, y no sólo cumple
una función de conocimiento de los detalles, tiene
un alcance de verdad. De allí esta paradoja; ¿cuál
es la cuestión enjuego a lo largo de esos estudios
que parecen no deber su consistencia a otra cosa
que su s objetos, entre los cuales, sin embargo, se
manifiesta una asombrosa convei^encia? Un pri­
mer inventario nos pone frente a una diversidad
radical. Diversidad de los temas, en primer lugar:
la enfermedad, el medio, el reflejo, los monstruos,
la s funciones de la glándula tiroidea. Diversidad
de la s temáticas, a continuación; dentro de cada
obra y de cada artículo advertimos una m ultiplici­
dad de niveles de análisis, a punto tal que parece
posible hacer varias lecturas a la vez, para buscar
y hallar en ellas una teoría de la ciencia, una teo­
ría de la historia de la s ciencias y, por último, la
historia m ism a de la s ciencias y la s técnicas, en la
realidad de su s caminos. Esto, sin que un nivel de
anáfisis su stitu y a ja m á s a otro, como si tan sólo
tuviera que servirle de pretexto; con referencia al
reflejo o a la tiroides utilizados como ilustración,
no encontramos una reflexión en lo atinente a la
historia de la s ciencias. Las diferentes líneas que
es posible a isla r van necesariamente a la par, y es
esa un id a d la que hay que pensar, porque la re-

42
lación de los distintos niveles de a n á lisis denota la
coherencia entre una reflexión, su s objetos y su s
métodos.
¿Cómo abordar, empero, esa unidad? E n un
comienzo son posibles dos caminos: se puede b u s­
car un contenido común o bien una problemática,
un objeto o una cuestión comunes. Y, como es na­
tural, el que más nos atrae es el objeto, porque to­
da reflexión sobre la ciencia, sea histórica o esen­
cial, parece deber su coherencia a la existencia, la
presencia de hecho de una ciencia constituida.
Pero s i la ciencia es en verdad el objeto buscado,
es menester saber cómo definir este último: h a ­
brá que acudir entonces a una teoría de la cien­
cia, al problema de la existencia de derecho de la
ciencia, de su legalidad: un problema que debe re­
solverse dentro de la ciencia m ism a, es decir, en
un a epistemología. S in embargo, ese problema
supone otro, puesto que es la existencia de hecho
de la ciencia la que plantea una cuestión de dere­
cho, que ya no es interior a su desarrollo sino otra
cuestión, planteada a la ciencia y ya no por ella.
E n consecuencia, pasamos de la problemática del
objeto a la de la cuestión, y con ello nos vemos en
la necesidad de caracterizar el fenómeno científi­
co como una actitud, una toma de posición dentro
de u n debate. Y dado que la ciencia no determina
por sí sola la s condiciones de este, dado que no lo
asum e en su totalidad, porque está condenada a
ser una parte en el proceso, también es posible in ­
terrogarla desde el exterior. Puesto que la ciencia
es toma de posición, es posible, recíprocamente,
tomar posición con respecto a ella.
E n el caso de los libros de Georges Canguil-
hem estamos, en efecto, frente a un a obra esen-

43
cialmente polémica, no lim itada a la descripción
de su objeto, sino recorrida por la problemática de
una evaluación, que no se aplica tanto a los result
fados como a la formulación de una preg;xnta que
puede plantearse de la siguiente manera: ¿Qué
quiere la ciencia? Habida cuenta de que esta, en el
detalle de su advenimiento, en su realidad discur­
siva, elabora una actitud, la s formas de una pro­
blem ática, la reflexión sobre ella es tam bién la
búsqueda de una actitud, la formalización de una
cuestión. Para rendir cuentas de vma historia de
la s ciencias no se tratará, pues, de hacer la des­
cripción de una descripción; por lo demás, es sólo
cierta postura ideológica de la ciencia sobre sí
m ism a la que la lleva a no ser m ás que la descrip­
ción de un universo de objetos, y esa postura tam­
bién debe juz g arse. Toda la filosofía de la s cien­
cias consiste, por lo tanto, en hacer una pregunta
sobre una pregunta. En consecuencia, no habrá
que detenerse en el inventario de un a serie de
descubrimientos, sino plantearse a cada instante,
por medio de la rigurosa descripción del aconteci­
miento que constituye su aparición, la cuestión de
principio de su sentido, su razón de ser. E incluso
— y este vocabulario se aclarará a continuación— ,
no se hará una teoría sobre teorías, lo cual sería
únicam ente tomar nota de cierto número de re­
sultados, y se procederá, en cambio, a una concep-
tualización sobre conceptos, que es el esfuerzo
m ism o por rendir cuentas de un movimiento, de
un proceso, remontándose hasta la cuestión que lo
ilu stra en cuanto origen.
Un proceder de estas características está tra­
dicionalmente ligado a un modo de investigación
determinado; la exposición histórica. A través de

44
la diversidad de los temas y los puntos de vista,
objeto o cuestión nunca se dan de otro modo que
en la discursividad de una sucesión, un desenvol­
vimiento. Parece, desde el inicio, que los fenóme­
nos sólo cobran sentido cuando se los resitúa en
su historia. Pero desenvolvimiento e h isto ria no
son aún m ás que términos abstractos, demasiado
generales y h asta ambiguos: quien dice «desen­
volvim iento» parece decir «desarrollo» y, por en­
de, aparición progresiva de lo que estaría envuel­
to en el origen como en un germen. Más que con el
término progreso, afectado de ju icio s de valor con
connotaciones históricas, podríamos conformar­
nos provisoriam ente con el térm ino proceso, en
cuanto retomo crítico a sí mismo. Esta vacilación
con respecto a la palabra no es arbitraria: respon­
de a la necesidad de nombrar una forma paradó­
jic a , que constituye u n problema. E n efecto, en
Canguilhem, la exposición histórica ja m á s es l i ­
neal: son contadas la s ocasiones en la s cuales se la
presenta en su orden inmediato de sucesión cro­
nológica, que term inaría por reducir la h isto ria
de la s ciencias a una adquisición continua de re­
sultados positivos; la s m ás de la s veces se la re-
transcribe de una manera m uy elaborada, a me­
nudo todavía m ás inesperada de lo que lo sería ex­
ponerla en sentido inverso a su orden natural: el
ejemplo m ás sorprendente es el artículo «Medio»
de E l conocimiento de la vida (se parte de Newton
para llegar hasta el siglo XX; de allí volvemos a la
Antigüedad y seguim os de nuevo el orden h istó ­
rico, hasta Newton); en el capítulo de Lo normal y
lo patológico sobre Comte, nos remontamos de es­
te a B roussais y luego a Brown, es decir, un siglo
atrás. Reflexiva o trastocada, esa historia mues-

45
tra una distorsión paradójica de la sucesión inme­
diata. Aun antes de revelar el secreto de un sen-
tido, esto puede servir de indicio metodológico: ese
modo de escribir la historia sugiere, en primer lu ­
gar, una intención crítica. E l punto de partida lo
proporciona, pues, el cuestionamiento razonado
de la manera habitual de escribir la historia de la s
ciencias.

La historia tal y como se la hace:


su crítica

No nos extenderemos sobre el «estilo» histórico


que es, no obstante, el m ás difundido: el de la s
enumeraciones, los recuentos, los inventarios. Se
lo puede demoler con facilidad si se lo ataca en dos
de su s determ inaciones, absurdam ente contra­
dictorias, pero cuya reunión no es fortuita sino,
antes bien, un testimonio del relajamiento de su s
intenciones. Grisalla de hechos amontonados — en
un contexto semejante (el montón), la noción de
hecho científico pierde la mayor parte de su sen­
tido— , la reseña en forma de crónica genera la ilu ­
sión de que hay acumulación de datos: la historia
se reduce a una línea pálida no ensombrecida por
n ing ún obstáculo y que no conoce la regresión ni
la fragmentación. Empero, a la inversa, esa acu­
m ulación, en cuanto parece ser de por sí obvia,
implica, más que la idea de una teleología (luz aún
demasiado intensa), la de un azar. La línea del
relato no es más que la forma dada a una discon­
tinuidad radical-, introducidos uno por uno, se a li­
nean los aportes que no aportan nada a nada. Es-

46
ta historia absolutamente contingente colecciona
fechas, biografías y anécdotas, pero en definitiva
no da cuenta de nada, y menos que menos del es­
tatus histórico de una ciencia constituida.
Contra una historia así de arbitraria, que no es
en el fondo m ás que una historia indiferente, debe
ser posible — y es necesario— escrib ir una h is ­
toria interesada. A partir de esta exigencia se en­
tabla un debate, lanzado por la crítica de una ma­
nera de escribir la historia tomada como modelo,
cuyo responsable parece ser el primer interesado
en escribir una historia de la ciencia: el científico.
Se verá que él está demasiado interesado en la
operación, y con ello la condena a no alcanzar su
objetivo: m ás que escribir una historia, el cientí­
fico da forma a leyendas, su leyenda, reorganizan­
do el pasado en función de su s propias inquietu­
des presentes y sometiendo el elemento histórico a
las normas de su pasión fundamental; la lógica de
su ciencia, es decir, de la ciencia actual. Sin em­
bargo, debería ser posible escribir otra historia,
que m a n tu vie ra la preocupación por poner en
evidencia u n verdadero sentido y respetara, al
m ism o tiempo, la realidad de los acontecimientos
pasados; una historia que revelara la ciencia como
constitución y descubrimiento a la vez.
De ordinario, el lugar de la historia de las cien­
cias se define con claridad dentro de la obra cientí­
fica: esa historia se incluye en su totalidad en el
capítulo introductorio, consagrado al «historial»
del problema estudiado en el resto del libro. El
científico no tiene cuentas que rendir a la historia
al cabo de su proceso, sino m ás bien un a cuenta
que arreglar con ella previamente. Los ejemplos

47
abundan; el m ás llam ativo es el de Du Bois-Rey­
mond y el historial que este hace del problema del
reflejo, no en un capítulo de introducción sino en
im discurso oficial.^^ En él vemos en toda su ple­
nitud cuáles son los elementos que determinan el
retomo ficticio al pasado: una cronología llena de
huecos, entre los cuales se deslizan los elogios re­
trospectivos, no gratuitamente repartidos. Resul­
ta manifiesto que esta historia es defectuosa; pe­
ro, m ás aún, n i siquiera es una historia. Tres son
los rasgos esenciales que exhibe: es analítica, re­
gresiva y estática.
A nalítica en un primer sentido, porque a ísla
una línea específica, y no el verdadero historial de
u n problema determinado, lo cual plantea m uy
otras cuestiones; se conforma con un tratamiento
p a rcia l de ese problema. Cuando Gley y Dastre
delinean la historia de la cuestión de la s secrecio­
nes internas, «uno y otro de svin cula n la s expe­
rie n cia s fisiológicas de la s circu n sta n cia s h i s ­
tóricas de su creación, la s recortan y la s ligan en­
tre sí, y sólo invocan la clínica y la patología para
confirmar observaciones o verificar hipótesis de
fisiólogos», a pesar de que en ese fragmento de
historia la fisiología no tiene un papel protagóni-
co (su papel es «de explotación, y no de funda­
ción»).^^ Al estrechar la apertura del campo den­
tro del cual se desarrolla una problemática especí­
fica, nos im p edim os comprender la lógica pro-

E m il du Bois-Reymond, discurso en conmemoración de


la muerte de Johannes Müller en 1858, citado en G. Can-
guilhem, La Formation du concept. . .,op. cit., pàg, 139.
G. Canguilhem, «Pathologie et physiologie de la thyroï­
de, . op. cit., pàg. 87 («Patología y fisiología de la tiroi­
des. . .», op. cit., pàg. 305].

48
pia de su m ovimiento. Pero esta no es sin o u n a
primera forma de division: aún m ás significativa
es la voluntad de efectuar una partición dentro de
la historia m ism a, por medio de los criterios que
proporciona el estado actual de una ciencia. La in ­
vestigación del pasado coincide entonces con un
trabajo de descomposición: se trata de develar en
retrospectiva parcelas, gérmenes de verdad, y li­
berarlos de los márgenes de error. E l descubri­
miento científico, por consiguiente, nunca será lo
que su s condiciones de aparición hacen de él, sino
la aparición pura, la manifestación o la revelación
de lo que dehe ser. En el límite, se diagnostican in ­
venciones fa llid a s reconstituyendo la verdadera
solución de un problema a partir de su s elemen­
tos: es lo que sucede, por ejemplo, s i se pasa «revis­
ta a los conocimientos de toda clase y origen en los
cuales, al parecer, Müller podría haber encontra­
do, en aras de una unificación que con seguridad
era m uy capaz de hacer, las presunciones de lo
que sesenta años m ás tarde habría de contener un
tratado común de fisiología en m ateria de tiroi­
des».^® Se omite así lo que debe suscitar la aten­
ción prioritaria del historiador de la s ciencias,
como, por ejemplo, esta declaración de Johannes
Müller en su Handbuch: «Se ignora cuál es la fun­
ción de la tiroides», que expresa no una elemental
confesión de ignorancia, sino la voluntad del cien­
tífico de determinar con precisión lo que él sabe,
para a isla r sobre esa base el contenido de su igno­
rancia. En tal perspectiva, hay un desfile de ver­
dades científicas amputadas de su contexto real, lo
cual hace creer a la vez en la continuidad de un es-

I6ÍCÍ., pág. 78 [ibid., pág. 2931.

49
clarecimiento y en la persistencia de una oculta­
f
ción: los espacios de ignorancia no hacen, enton­
ces, m ás que demorar la marcha del conocimiento,
que no por ello deja de avanzar; se habla a la sa ­
zón de una «viscosidad del progreso». La verdad
de esa representación de la historia se encuentra
en el reverso exacto de la descripción que se hace
de ella: sólo se muestra el paso de lo falso a lo ver­
dadero a condición de presuponer lo verdadero en
el punto de partida. Se supone al comienzo, incon­
fesada o inconfesable, una edad de oro científica,
en que la totalidad de la ciencia se lee de derecho
como en transparencia, sin que sea necesaria la
participación de un trabajo y un debate; una ino­
cencia de lo verdadero, efectuada a través de su
donación ideal, tras lo cual la historia no es más
que caída, oscurecimiento, crónica de una lucha
vana. El secreto de esta historia es, por lo tanto,
una reflexión puramente mítica, que no por ello
está desprovista de sentido, porque el mito cum ­
ple una función precisa: la de proyectar en un co­
mienzo que reniega de toda temporalidad, ya que
la precede radicalmente, el estado actual de la
ciencia.
En segundo lugar, la presentación espontánea
de la historia del saber es regresiva, porque con­
siste en reconstruir verdades a partir de u n ele­
mento verdadero ya dado en el presente de la cien­
cia y proyectado en un comienzo mítico. Más que
exacta, esta historia decide ser reflexiva: aspecto
importante, porque la otra h isto ria que escribe
Georges Canguilhem, construida sobre la s ruinas
de esta, tam bién será reflexiva', se verá entonces

Ibid.

50
que a partir del método recurrente puede in s t i­
tu irse un a representación absolutam ente dife­
rente del hecho histórico. La regresión llevada a
cabo por la h isto n a de los científicos cae en una
trampa porque confunde su movimiento con el del
análisis: al m ism o tiempo, la retrospección se re­
duce a un recorte, que permite efectuar una selec­
ción; en esas condiciones, el despliegue de la s teo­
rías se lim ita a ser un surgimiento, cuya posibili­
dad se programa sobre la base de la teoría final.
Para terminar, esta presentación es estática,
porque en ella no se atribuye papel alguno a una
duración efectiva: todo se juega en el presente in ­
memorial de la teoría, que sirve a la vez de punto
de partida y de referencia última. Una vez in sta ­
lado el decorado (el estado actual de una teoría)
como apariencia engañosa, es im posible escapar
al teatro, y la s intrigas que en él se representan
son todas fingidas. A sí como su comienzo no es
m ás que el resultado de una proyección mítica, el
tiempo de esa historia no es sino el disfraz de una
lógica. Para tomar una de la s imágenes de Can-
guilhem , la s teorías precedentes son «repeticio­
nes» de la que llega en últim o lugar, tanto en el
sentido teatral de la palabra, en que la repetición
o el ensayo precede al espectáculo, como en su sen­
tido corriente de recapitulación.^^ Dado que al co­
mienzo y al final debemos encontrar lo mismo, en­
tre uno y otro no pasa nada. Las nociones vienen y
se van, pero a nadie se le ocurriría interrogarse
sobre su ir y venir: la s cosas sólo existen, pues,
porque su naturaleza siem pre h a consistido en

G. Canguilhem, «LTiomme et l ’a n im a l.. op. cit., pág,


85 [«El hombre y el a n im a l..,», op. cit., pág. 123],

51
existir, y terminamos por hablar de «nociones vie ­
ja s como el m u n d o » .N a d a aparece, nada nace,
no hay m ás que «desarrollo» continuo de un pasaje.
Nos quedamos, por ende, con la ciencia presen­
te constituida, cuya historia no es más que el des­
pliegue inverso, la deducción en espejo, retros­
pectiva. En esa perspectiva, es im posible hablar
de la formación real de una ciencia, de una teoría
(pero, precisamente, se verá que la s que se «for­
man» no son, en rigor, las teorías): con anteriori­
dad a la últim a etapa tan sólo hay una prehistoria
a rtificial, tras la cual queda todo por hacer. El
ejemplo m ás característico de esta deformación lo
brinda el concepto de reflejo en su s relaciones con
el cartesianism o (uno de los temas centrales del li­
bro acerca del reflejo). El concepto científico de re­
flejo, llegado a la adultez, permite elaborar una
teoría del m ovim iento involuntario con prescin-
dencia de cualquier psicología de la sensibilidad;
parece inscribirse con toda naturalidad en un con­
texto de inspiración mecanicista, y nada es m ás ló­
gico, por ende, que buscar su s orígenes en Descar­
tes. De hecho, en el artículo 36 del Tratado de las
pasiones, y en el Tratado del hombre, encontra­
mos la palabra o su sombra, y una observación co­
rresp ondiente a lo que desde entonces hem os
aprendido a designar como un fenómeno reflejo.
Ahora bien, u n estudio atento de la fisiología
cartesiana revela, en primer lugar, que en los tex­
tos utilizados estamos frente a otra cosa, y no a un
fenómeno reflejo) en segundo lugar, que el con­
ju n to de la teoría cartesiana (concepción de los

G. Canguilhem, La Formation du concept. .., op. cit.,


pág, 148.

52
e sp íritu s anim ales, de la estructura de los ner­
vios, del papel del corazón) hacía en realidad im ­
posible la formulación del concepto de reflejo. E s­
tamos, pues, en presencia de una leyenda, pero de
una leyenda tenaz, verdaderamente constitutiva
y sim bólica de cierta manera de escribir o, mejor,
de reescribir la historia. E l ejemplo m uestra en
medida suficiente que se trata de una historiogra­
fía, una historia orientada, apologética, y no siem ­
pre por razones que obedezcan a la ciencia o la teo­
ría: s i Du Bois-Reymond pone por delante a Des­
cartes, lo hace para escamotear a Prochaska, y si
el profesor de la Universidad de Berlin borra de la
historia al científico checo, es para afirmar la su ­
premacía nacionalista de una ciencia «fuerte» so­
bre la ciencia de una minoría.
Más que un a ciencia que escribe s u historia,
vemos a llí a un científico que redacta su s memo­
rias, y para hacerlo proyecta su presente en un
pasado imaginario. Pero el ejemplo del reflejo no
sólo es demostrativo: nos hace entrar en la s razo­
nes de esa desviación y permite describir su for­
ma exacta, puesto que el concepto de reflejo, una
vez «formado», parece tener por derecho propio su
lugar en una teoría mecanicista. Habrá que ver,
con todo, s i ese lugar se impone de manera absolu­
ta y es excluyente de otro, aunque la historia, tal y
como el científico la reconstruye, traslada el con­
cepto al contexto de otra teoría, armoniosa con la
primera. La trayectoria de esa historia ficticia se
traza, pues, entre dos teorías, e incluso entre dos
formas de im a m ism a teoría. El concepto sólo par­
ticipa como mediación, pantalla para esa opera­
ción de sustitución; y, de hecho, se advierte que se
lo olvida como tal, al extremo de reconocérselo

53
donde no está. Por otra parte, esta historiografía
no es u n puro fantasma, un sim ple fenómeno de
proyección; se apoya sobre datos reales, que u ti­
liza o explota como pretextos: se refiere sobre to­
do a ciertos protocolos de observación considera­
dos «suficientes»; la presencia de un m ism o fenó­
meno parece bastar para confirmar la permanen­
cia del concepto (por ejemplo: el reflejo palpebral
figura, al parecer, en la s observaciones reprodu­
cidas por Descartes; al menos, lo que m ás adelan­
te se identificó como reflejo palpebral es efectiva­
m ente observado y descripto por él). En conse­
cuencia, el mecanismo de la deformación es el s i­
guiente: se toman los fenómenos por conceptos y
los conceptos por teorías; en un comienzo, hay una
confusión organizada de los niveles, cuando una
verdadera representación de la historia, que pre­
serve su historicidad real, tiene que distinguir ri­
gurosamente lo que se relaciona con la observa­
ción de los fenómenos, con la experimentación,
con el concepto y con la teoría.
La distinción entre el concepto y la teoría conti­
núa siendo lo m ás difícil de lograr, porque en apa­
riencia no remite a operaciones separadas. Por el
momento, entonces, tan sólo pueden proponerse
determinaciones aproximadas, que será menester
precisar. Un concepto es una palabra más su defi­
nición; el concepto tiene una historia; en u n mo­
mento de ella, se dice que está formado, a saber:
cuando permite establecer u n protocolo de obser­
vación — «En 1850, el concepto de reflejo está in s­
cripto en los libros y en el laboratorio, bajo la for­
m a de aparatos de exploración y dem ostración
montados por él y que sin él no hubiesen existido.
El reflejo deja de ser sólo concepto para convertir-

54
se en percepto»— y cuando ingresa a la práctica
de una sociedad; al m ism o tiempo que aparece el
martillo que revela el reflejo rotuliano, la palabra
pasa a la lengua corriente; la difusión del concepto
coincide con su vulgarización, y en ese momento
comienza otra parte de su historia, que no es tanto
la de su deformación como la de constatación de su
inadaptación creciente a lo que se le quiere hacer
decir: es el inicio de su revisión (la inversa de la
formación). Una teoría consiste en la elaboración
general de aquello que por ahora nos conformare­
mos con llam ar «aplicaciones» del concepto. Mien­
tras que el camino de la historia real va del con­
cepto a l fenómeno a través de dos mediaciones ín ­
timamente solidarias: experimentación y teoría, la
historia vista de manera espontánea por los cien­
tíficos se funda en una concepción jerárquica de
los niveles, de la observación a la teoría, que auto­
riza a la vez operaciones de sustitución (fenómeno
= concepto = teoría) y una concepción de la histo­
ria como encadenamiento de la s teorías: partimos
de ellas y en ellas nos quedamos, ligadas unas a
otras porque constituyen, en apariencia, el ele­
mento m ás consumado de la práctica científica, el
que ofrece una indiscutible consistencia y con el
cual, por consiguiente, podemos contar. Proceder
idealista típico.
La idea de u n encadenamiento im plica la de­
pendencia con respecto a una lógica, dada por la
últim a teoría en cuanto se la presenta como la ra­
zón de todas las otras, la que la s explica. Ahora
bien, Georges Canguilhem sustituye el encadena-

G. Canguilhem, La Formation du concept. ., op. cit.,


pág. 161,

55
miento de la s teorías por la filiación de los concep­
tos: de a llí la exclusión de todo criterio interno,
dado por una teoría científica y, por lo tanto, s u ­
puesto por ella. La meta de Canguilhem es atri­
b uir todo su valor a la idea de una historia de las
ciencias, que procure identificar, detrás de la cien­
cia que oculta su historia, la historia real que la
gobierna y la constituye. Se trata, pues, de prose­
guir la historia en el exterior de la ciencia misma,
lo cual es una manera de decir que esa historia es,
de hecho, el paso de un «no se sabe» a un «se sabe».
Se dirá además que es el esfuerzo por pensar la
ciencia en su cuerpo real, el concepto, m ás que en
su legalidad ideal, constituida por la teoría en su
forma consumada. Proceder propiamente dialécti­
co y materialista.

Nacimiento y formación de los conceptos

Antes de elaborarla de manera m ás precisa, la


orientación que sostenemos de aquí en m ás in d u ­
ce a considerar la historia como una sucesión de
acontecimientos reales, y no como el desenvolvi­
miento de intrigas ficticias o como una disem ina­
ción de accidentes. En consecuencia, el método de
investigación será necesariamente empírico y crí­
tico; debe estar abierto a toda posibilidad de in ­
formaciones, tanto m ás cuanto que está en pre­
sencia de u n material esencialmente disfrazado.
De tal modo, la formación de un concepto como el
de reflejo debe ser descripta a través de una serie
de etapas originales, específicas, cuya enumera­
ción se in sp ira m ás en una lógica de la biología

56
que en una logica formal o filosófica. Cada con­
cepto tiene, por lo tanto, su historia propia, en la
cual siempre se registran, empero, dos momentos
esenciales: el de su nacimiento y aquel en que ac­
cede a su consistem ia característica (ya no se h a ­
bla de coherencia, porque todos los estados de un
concepto tienen, por derecho propio, su coherencia
correspondiente); se dice entonces que el concepto
está «formado»; en el caso del concepto de reflejo,
se puede estimar que la segunda etapa se cumplió
en 1800, cuando recibió su definición cabal, en la
cual puede encontrarse, como si se organizara en
estratificaciones, toda la historia que lo separa de
su nacimiento.

1. El tema del nacimiento remite a una doble


exigencia metodológica: los conceptos no son da­
dos para toda la eternidad, y la cuestión de su
aparición precede por derecho propio a la de su
prefiguración y, por lo tanto, la invalida. Al nacer,
un modo de pensar científico aparece con indepen­
dencia de toda elaboración teórica: la teoría pue­
de coincidir o coexistir con el concepto, pero no lo
determina. A sí también, para aparecer, u n con­
cepto no exige u n telón de fondo teórico predeter­
minado', ocurre, por ejemplo, que el concepto de
reflejo no tiene origen en el contexto mecanicista
al que se creyó poder transponerlo retrospectiva­
mente, sino que surge, con la obra de W illis, en el
contexto de u n a doctrina de in sp ira c ió n dina-
m ista y vitalista, en relación con la cual se presen­
ta como u n a anomalía. E n ese sentido, el naci­
miento de un concepto es un absoluto comienzo:
la s teorías, que son como su «conciencia», sólo vie­
nen después, y va ria s excrecencias teóricas pue-

57
den injertarse en un m ism o concepto. La indife­
rencia del concepto naciente respecto del contexto
teórico de ese nacimiento (como escribe Canguil-
hem en su introducción a la Physiologie de Kay-
ser, págs. 18-20 [op. cit., pág. 249]; «los problemas
m ism os (. ..) no se originan necesariamente en el
terreno en que encuentran su solución») es para
aquel la promesa de una verdadera historia, que
tiene por condición la polivalencia teórica. Los de­
sarrollos ulteriores del concepto coexistirán en
parte en su paso de un contexto teórico a otro.
Hay que describir con mayor precisión el con­
cepto en su nacimiento y la s condiciones de este
último. E l concepto, lo hemos dicho, comienza por
no ser otra cosa que una palabra y su definición.
La definición es lo que permite identificarlo-, lo
especifica entre los conceptos y en su carácter de
tal. Dentro de la sucesión de niveles a la que ya
nos hem os referido, tiene, por consiguiente, un
valor discrim inatorio; «No se puede considerar
equivalente de una noción n i a una teoría general
como lo es la explicación cartesiana del m o vi­
miento involuntario ni, con mayor razón, a un re­
cordatorio de observaciones que en muchos casos
se remontan m ás allá de nuestro autor»;^^ la con­
cepción cientificista de la historia, por el contra­
rio, en modo alguno tiene en cuenta los rasgos dis­
tintivos de la noción, o concepto, porque confunde
teoría y observación. Al mismo tiempo que d istin ­
gue la función que le es propia, la definición eleva
el concepto por encima de su realidad inmediata,
al dotar de un nuevo valor al soporte terminológi-

G. Canguilhem, La Formation du concept.. op. dt.,


pág. 41.

58
co que lo constituye en un inicio; de la palabra ha­
ce una noción. Hay que partir, sin duda, del sopor­
te terminológico, según escribe Canguilhem en su
artículo sobre «patología y fisiología de la tiroides»
(pág. 80 [op. cit., pág. 295]): «Es cierto, la s pa­
labras no son los conceptos que ellas vehicular!,
y lo s conocimientos sobre la s funciones de la tiroi­
des no aumentan cuando se restituye, en una eti­
mología correcta, el sentido de una comparación
de morfologista. Pero no es indiferente para la h is ­
toria de la fisiología saber que, en 1905, cuando
Starling propuso por primera vez el término “hor­
mona” a sugerencia de W. Hardy, lo hizo luego de
consultar a u n colega, W. Vesey, filólogo de Cam­
bridge». Empero, tampoco cabe detenerse allí; co­
mo dice el propio Canguilhem en uno de su s ar­
tículos sobre Bachelard [«La historia de la s cien­
cias. ..», op. cit., pág. 187], «una m ism a palabra no
es u n m ism o concepto. Es preciso reconstituir la
sín te sis en la cual está insertado el concepto, es
decir, reconstruir a la vez el contexto conceptual y
la intención directriz de la s experiencias u obser­
vaciones». Develar la aparición de una noción es,
por ende, reducir la ciencia a su materia prima in ­
mediata, extraída del lenguaje, pero sin perder de
v ista la s condiciones prácticas de su elaboración,
pues son ellas la s que permiten saber s i se trata o
no de sim ples palabras. Así podrá reconstituirse
la invención del concepto, con apoyo en su s instru­
mentos reales; y se trata de algo m uy distinto de
una psicología intelectual. Esos instrum entos son
de dos clases, y deberá estudiárselos aparte; el
lenguaje y el campo práctico.
E n primer lugar, el campo práctico: interviene
en el plano de la experimentación, en relación con

59
el papel efectivamente motor cumplido por técni­
cas que corresponden a ciencias diferentes de la
que está sobre el tapete; en el inicio, ese papel es
determinante. Aun en el momento de la observa­
ción, la ciencia sólo se constituye si la m ovilizan
exigencias que ella es incapaz de encontrar en sí
m ism a y que ponen de manifiesto su s fenómenos
cruciales: en la historia de la fisiología, ese papel
lo juega la clínica, por intermedio de la patología.
El caso de la s funciones de la tiroides es particu­
larmente demostrativo de ese tipo de interferen­
cias: «En ese ámbito, la fisiología fue tributaria de
la patología y la clínica en cuanto a la significa­
ción de su s prim eras investigaciones experimen­
tales, y la clínica fue tributaria de adquisiciones
teóricas o técnicas de origen e x tra m é d ic o » .E l
estudio de esos encuentros es capital: si su detalle
parece responder, la mayoría de la s veces, a la
anécdota, se trata de una anécdota determinante,
ilustrada, porque permite medir la am plitud de
u n campo científico, que depende de su carácter
m ultidim ensional. Este estudio tiene un doble al­
cance: la distancia puede apreciarse como u n obs­
táculo, pues será harto difícil que alo largo de ella
dos lín ea s puedan confluir; pero la profundidad
del campo anuncia tam bién una fecundidad, ya
que posibilitará que m ás líneas se crucen en él. Se
verá que esa distancia, en cuanto une y en cuanto
separa, permite explicar casi todos los aconteci­
mientos de una h isto ria científica, que dejan de
ser entonces azares oscuros para convertirse en
hechos inteligibles.

^ G. Canguilhem, «Pathologie et physiologie de la thyroï­


d e . op. cit., pàgs. 78-9 [«Patología y fisiologia de la tiroi­
des. ..», op. cii., pàg. 292],

60
La terminología es m ás que xm medio en la gé­
n e sis de un pensamiento científico; es la condición
de su movimiento. Detrás del concepto, la palabra
garantiza los traspasos del sentido. La presencia
continua de la m ism a palabra permite el paso de
un concepto de u n ámbito a otro; de u n ámbito no
científico a un ámbito científico, por ejemplo: el
concepto de «umbral», en una psicología científica,
se importa de la teoría filosófica de la s pequeñas
percepciones; el concepto de «tono», en la fisiolo­
gía, proviene de la teoría estoica del pneuma. Pero
el traspaso puede también darse de un a ciencia a
otra: el concepto de «intensidad», que después de
Leibniz encontramos en la tentativa de im a ma-
thesis intensorum, se desplazó del terreno de la di­
nàmica al de la óptica. Por otra parte, la palabra
m ism a puede cam biar a la vez que desplaza el
concepto, y ese trabajo del lenguaje sobre sí m is­
mo precede acaso de hecho — y ayuda, a buen se­
guro— a la mutación del sentido; un apéndice de
E l conocimiento de la vida que describe así, sin
abandonar el nivel del vocabulario, el paso de la
teoría fibrilar a la teoría celular, concluye: «Ve­
mos, en resumen, de qué manera una interpreta­
ción conjetural del aspecto estriado de la fibra
m uscular llevó a los partidarios de la teoría fibri­
lar, poco a poco, a utiliz ar una terminología tal
que la sustitución de una unidad morfológica por
otra, s i bien exigía una verdadera conversión inte­
lectual, se veía facilitada por el hecho de que en­
contraba en gran parte preparado su vocabulario
de exposición: vesícula, célula».^® Esta plasticidad

G. Canguilhem, La Connaissance de la vie, op. cit.,


apéndice I, pág. 215.

61

de las palabras, su facultad casi «espontánea» de


moverse para dar cabida al nuevo concepto, tie­
nen sin duda su razón esencial en la imagen que el
concepto sólo oculta en sí para exponerla en los
momentos cruciales de la historia de la s ideas. El
estudio de la s variaciones terminológicas condu­
ce, pues, a una meditación sobre la función de la
im aginación. E sta función es am bigua: cuerpo
preparado para toda anticipación, la im agen se
ofrece a la vez como u n obstáculo y una guía. El
obstáculo: damos aquí con todos los temas bache-
lardianos del retomo a la mitología; la ficción re­
currente es también una regresión teórica. Por eso
puede decirse que hay im ágenes v ie ja s como el
mundo, lo cual es justamente imposible en lo que
atañe a los conceptos: la pendiente de la ensoña­
ción lleva siempre al m ism o punto, donde la histo­
ria se ha detenido. E l capítulo sobre el «alma íg­
nea» de La formación del concepto de reflejo m ues­
tra lo que puede ser ese desfile de figuras precien­
tíficas, que prolonga una noción por debajo de su s
posibilidades reales: como s i la im aginación h u ­
biese ido demasiado lejos en su exploración, se re­
fugia entonces en una imagen familiar y siempre
tentadora. Sin embargo, esto no debe hacer o lvi­
dar el poder de prospección que poseen sim u ltá ­
neamente la s imágenes. W illis forja la noción de
reflejo en el marco de una doctrina que en gran
parte es fantástica. La invención supone la volun­
tad de ir hasta el fin de nuestras propias imáge­
nes, seguir lo m ás lejos posible la lógica de su sue­
ño: porque piensa íntegramente la vida como luz,
W illis puede recurrir, para describir el m ovim ien­
to, a la s leyes ópticas de la reflexión, y lleva a cabo
entre dos ám bitos la un ión que Descartes, pre-

62
cisamente, había omitido. Figurar ya no es, por
lo tanto, ilusionarse o descansar en la vuelta a los
temas míticos de una reflexión bloqueada en im á­
genes: la im ag en encubre u n a d in á m ica propia
— u n «esquematismo», diríamos en el lenguaje de
Kant— , en virtud de la cual ya no es sólo una evo­
cación, v ista desde lejos como u n puerto de ama­
rre, sin o que reactiva el movim iento de la refle­
xión. Pero este movimiento también puede sobre­
pasar su meta, dejcu: atrás el concepto mismo, al
preferir la sombra que proyecta por delante en el
im p ulso de una difusión galopante, como lo de­
m uestra la historia tardía del concepto de reflejo,
su vulgarización, que term ina por no retener ya
sino la imagen, de la que hace una abstracción. Ya
cumpla la función de un obstáculo o la de una esti­
mulación, la imagen se ha convertido en el corre­
lato y la condición de una definición.
Se logra, así, poner de relieve una lógica singu­
lar y particularmente precaria, que es la de la s pa­
labras. Empero, no se trata aquí de ponerla en va­
lor sin reservas, hacer de la vid a del lenguaje el
fundamento de la invención, puesto que la h isto ­
ria de la s ciencias no es sólo la historia de la s fun­
daciones exitosas. E n la pequeña escala de los
descubrimientos singulares, la razón de su s inno­
vaciones no suele ser otra cosa que una aproxima­
ción inesperada o una curiosa elevación. Volver a
la s condiciones reales que no siempre embellecen
el momento de la invención es representarse una
sucesión necesaria, a falta de ser, propiamente
hablando, rigurosa. La elevación puede resultar
desafortunada, y aventurada la aproximación; pe­
ro estas m ism a s dificultades son «estim ulantes»

63
de la invención, y la historia, aunque fallida, no
deja por eso de estar m ás determinada y ser, a su
manera, m ás racional. Como dice Canguilhem en
su introducción a la Physiologie de Kayser (págs.
18-20 [op. cit., pág. 247]), «sólo a ese precio pueden
encuadrarse de acuerdo con su justo valor de sig ­
nificación los accidentes que impiden a cualquier
investigación un desarrollo sereno, los callejones
sin salida de la exploración, las crisis de los méto­
dos, los defectos técnicos — a veces, afortunada­
mente convertidos en vías de acceso— , los nuevos
puntos de partida no premeditados». Lo fortuito,
justam ente porque siempre se resitúa en el campo
total de s u aparición, recibe toda su función de
realidad: «si en cierto sentido todo sucede al azar,
o sea, sin premeditación, nada pasa por ca su a li­
dad, esto es, gratuitamente».^^ El acontecimiento
se identifica, en el sentido m uy fuerte que la poe­
sía dio a veces a esta palabra, como un encuentro:
esto es lo que, paradójicamente — pero no para el
historiador— , e lim in a su s incertidum bres. Hay
encuentros que se hubieran producido de todos
modos, que se producen en varios lugares a la vez,
y hay cadenas de encuentros. Así, el tiempo del
descubrimiento queda siíwado con exactitud. Con­
tra la ilu sió n de una viscosidad del progreso, la
historia marcha entonces a su ritmo real. Eso es lo
que legitim a la decisión de estar atento a la opaci­
dad y no a la transparencia, fundada en el sup ues­
to de una lógica autónoma de la racionalidad cien­
tífica. A la decisión de esclarecer lo fortuito a la luz

G. Canguilhem, «Pathologie et physiologie de la thyroï­


de. ..», op. cit., pág. 85 [«Patología y fisiología de la tiroi­
des. . op. cit., pág. 301].

64
de una necesidad circunstancial responde la in ­
quietud de poner en evidencia que los conceptos,
en vez de ser deducidos, son producidos. La línea
del desarrollo se quiebra pues ya no corresponde a
una continuidad lógica, pero sobre ella podemos
comenzar a señalar la s «épocas del saber».
Esta puesta en evidencia de los caracteres pro­
pios de una formación se basa, en esencia, en una
problemática del origen: el origen es lo que especi­
fica desde el inicio un concepto, lo individualiza al
nacer, con prescindencia de cualquier relación con
u n a teoría. Se presenta como un a elección que
pone en marcha, aun cuando sin prefigurarla, la
h isto ria sin g u la r del concepto. No es, por consi­
guiente, un comienzo neutro, un grado cero de la
práctica científica. Un curso inédito de Georges
C anguilhem sobre los orígenes de la psicología
científica (1960-1961) se apoya en la distinción,
etimológicamente establecida, entre los conceptos
de comienzo y origen: origo, de orior, significa «sa­
lir de»; cum-initiare, del bajo latín, significa algo
m uy distinto: «entrar a», «abrir un camino». Se­
gún Canguilhem, «descubrimos los orígenes cuan­
do dejamos de preocuparnos por los comienzos».
La cuestión consiste, entonces, en que esos con­
ceptos no proponen dos interpretaciones de un
m ism o momento, sin o dos momentos histó rica ­
mente diferentes: la psicología científica comienza
en el siglo XIX, pero tiene su s orígenes en Locke y
Leibniz. De tal modo, la aprehensión del comienzo
y la del origen remiten a dos momentos de cariz
exactamente inverso: partimos del comienzo, pero
nos remontamos al origen. Este último m ovim ien­
to de remonte caracteriza a la historia recurren­
te tradicional, la h isto ria retrospectiva y apolo-

65
gética, que se presenta como una determinación
reflexiva de los orígenes, según la paradoja propia
de una arqueología recurrente. A ñ n de que ese
retorno tenga algún sentido es menester que no se
lim ite a la puesta en evidencia de una identidad
(interpreto el concepto de reflejo en un contexto
mecanicista, y sin duda es en ese m ism o contexto,
por lo demás, donde aparece) y desemboque, antes
bien, en la revelación de una especificidad. Se tra­
ta, por conducto de un recorrido en sentido inver­
so del movimiento de la historia, de reconocer el
verdadero significado de una noción, lo cual supo­
ne resituarla, no en un mero contexto teórico re­
trospectivo, sin o en su problem ática real: «Los
problemas exigen la reflexión en el presente. Si la
reflexión conduce a una regresión, esta le es nece­
sariam ente relativa. Así, el origen histórico im ­
porta menos, a decir verdad, que el origen reflexi­
vo».^® En consecuencia, remontarse hasta el ori­
gen del concepto es exponer la perm anencia de
una cuestión y esclarecer su sentido actual. Por
ejemplo, la búsqueda de los orígenes del concepto
de norma, tal como la emprende Canguilhem al fi­
nal de su libro Lo normal y lo patológico, implica
mostrar cómo avanzó la idea de una fisiología a
partir de una patología y a través de la s necesi­
dades clín icas. Se determ inan pues, al m ism o
tiempo, el sentido y el valor de una disciplina, que
definen su naturaleza.
Este proceder permite precisar con mayor de­
talle lo que distingue al concepto de la teoría: la
presencia continuada del concepto, en toda la lí-

G. Canguilhem, E ssa i su r quelques problèmes. . ., op.


cit., pág. 29.

66
nea diacrònica que constituye su historia, atesti­
gua la permanencia de un m ism o problema. Defi­
n ir el concepto es formular un problema', el seña­
lam iento de u n origen es tam bién la identifica­
ción de un problema. Lo importante, en conse­
cuencia, es reconocer, a través de la sucesión de
la s teorías, «la persistencia del problema dentro
de una solución que se cree haberle dado».^® De
esta manera, hacer hincapié en el concepto para
escribir la h isto ria de una ciencia, y proponerse
d istin g u ir su línea particular, es negarse a consi­
derar el inicio de esa historia, y cada una de su s
etapas, como germen de verdad, elemento de teo­
ría, únicam ente perceptible a partir de la s nor­
m as de la teoría ulterior; nos negamos a efectuar
una reconstitución de prem isas im aginarias para
no ver, en lo que inicia en esta historia, m ás que la
fecundidad de una actitud e incluso la elaboración
de un problema. Si el concepto está del lado de las
preguntas, la teoría está del lado de la s respues­
tas. Partir del concepto para escribir la historia es
decidir partir de la s preguntas.
E l concepto de norma representa un preciso
ejemplo de esta destitución del punto de vista teó­
rico y del privilegio otorgado a la apertura de una
problemática. E s imposible hacer una determina­
ción científica exhaustiva del concepto de norma:
todas la s tentativas en ese sentido (por el objeto
de la fisiología, por la idea de media [moyenne] ,..)
se apartan del ámbito propio del conocimiento
científico. Aquí, las respuestas no están en el m is­
mo n ive l que la pregunta: así, la respuesta a la
«pregunta» de Quételet sobre el «hombre medio»

Ib id ., pAg. 38.

67
1
le es dada por Dios; las respuestas no pueden ser­
v ir de punto de v ista exclusivo sobre la historia,
porque pertenecen en realidad a otra historia; la
respuesta de Dios lo m uestra en suficiente m e­
dida. No se puede reducir el concepto a la teoría a
la cual remite ocasionalmente; tampoco se lo pue­
de ilustra r por ella. Lo cual no quiere decir que sea
imposible definirlo, o que la pregunta que subyace
en él carezca de sentido; pero se trata de una pre­
gunta en busca de su sentido, y por eso im plica en
lo fundamental una historia. En ese aspecto, el
concepto de norma tiene un valor eminentemente
heurístico: la norma no es un objeto a describir ni
un a teoría en potencia; sólo s i se reconoce esto
podrá u tiliz á rse la como regla de investigación.
«Nos parece que la fisiología tiene algo mejor para
hacer que procurar d efinir objetivam ente (es
decir, como un objeto) lo normal, y es reconocer la
original normatividad de la vida».^^iíeconocer el
concepto es mantenerse fiel a la pregunta vehicu-
lada por él y a su naturaleza propia de pregunta,
en lugar de tratar de resolverla y, por consiguien­
te, de terminar con ella sin haber revelado su va­
lor heurístico. Esta exigencia es válida tanto para
el proceder de la ciencia como para el de la histo­
ria de la s ciencias, sin que ello implique reducirlos
a una medida o un punto de v ista comunes. «No
nos importa tanto aportar una solución provisoria
como m ostrar que un problema merece ser plan­
teado».^®
En esa perspectiva, sorprendentemente, se re­
cupera la fórmula que hace de la filosofía «la cien-

Ibid., pág. 109.


Ibid., pág. 108,

68
cia de los problemas resueltos»,^® en un sentido
que Brunschvicg quizá no le otorgaba; la filosofía
— y aquí, aunque la cuestión sólo deba ser del todo
clara por lo que sigue, filosofía quiere decir histo­
ria, es decir, revelación de la historicidad de un
saber— es la ciencia de los problem as con inde­
pendencia de su solución, y por ende la ciencia que
no se preocupa por la s soluciones, dado que, en
cierto modo, siem p re la s h a y y lo s problem as
siempre se resuelven en su nivel; en efecto, la h is ­
toria de la s soluciones no es m ás que una historia
parcial, una historia oscura y que oscurece todo lo
que toca, al generar la ilu sió n de que los proble­
m as pueden liquidarse, y olvidarse. La historia,
justam ente, al pasar por detrás de la acumulación
de teorías y respuestas, está a la búsqueda de los
problem as olvidados, a un a través de s u s so lu ­
ciones.
La diferencia entre la tesis de medicina de Can-
guilh em de 1943 (el E ssa i su r quelques problè­
mes. ..) y su s otros libros reside, precisamente, en
que no parece llevar tan lejos como ellos esa exi­
gencia de método, habida cuenta de que en m u­
chos pasajes propone en apariencia la «solución»;
la vida. En la obra de Gleorges Canguilhem, donde
la fidelidad al «espíritu del vitalismo» se recuerda
en forma regular, podríamos disting uir dos vita­
lism os: el primero, sin sombra, aportaría la re s­
puesta a la pregunta de la fisiología y por ese m is­
mo motivo la fundaría; decimos bien, en condicio­
nal, «aportaría», porque ese vitalism o es criticado
enseguida por la interpretación que se da al espí-

Cf. G. Canguilhem, La Formation du concept. , op.


cit.

69
rîtu del vitalism o, la cual le confiere un lugar de
privilegio con respecto a todas la s teorías posibles:
la de ser teórico sólo en apariencia, puesto que en
el fondo no es m ás que la preservación, en el plano
propio del concepto, de la voluntad de perpetuar
una problemática. La respuesta no es, entonces,
sino una transposición de la pregunta, y el medio
encontrado para conservarla: «El anim ism o o el
vitalism o, es decir, doctrinas que responden a una
pregunta situándola en la respuesta».^® Hay, por
consiguiente, dos fidelidades posibles; la que toma
a la pregunta por un a respuesta, se contenta con
una palabra y se apresura a olvidar aquella en la
repetición incansable de esta, y otra, m ás secreta
y difícil, que se apropia de la pregunta, la reen­
cuentra, la reconoce y sólo adm ite el v ita lism o
contra otras teorías porque no es una teoría', no
porque la s critique, sino porque en ellas critica la
teoría (o, mejor, su ilusión) y de ese modo devuelve
a la ciencia — en este caso, a la fisiología— u n a
historia y un porvenir a la vez.
Se llega así a un a de la s m ás grandes dificul­
tades en el trabajo de desenterramiento del con­
cepto: s i la presencia de este envuelve la perma­
nencia de una pregunta, la mayoría de la s veces
sólo lo hace de un a manera oscura, presentando
esa pregunta como una respuesta y disfrazando
de teoría el concepto. Sin embargo, la pregunta
nunca se olvida; transpuesta, persiste, y quien
utiliza el concepto, a fin de cuentas, reflexiona so­
bre ella, aunque sea ignorante de esa reflexión.

G. Canguilhem, «La constitution de la physiologie...»,


op. eit., pág. 16 [«La constitución de la fisiología ...», op.
cit., pág. 244].

70
r En síntesis, volver al concepto es exhibir la pre­
gunta original, y ese es el sentido de la empresa de
una arqueología: en la medida en que la pregunta
no está atada a su s respuestas por una relación
de necesidad — en tanto que el concepto mantiene
su independencia respecto de un contexto teóri­
co— , la h isto ria describe u n auténtico devenir
determinado pero abierto, aplicÉindose a restituir
m utaciones verdaderas; y estas sólo pueden se­
ñalarse a través de su relación con un nacimiento
que no tiene valor de medida sino en cuanto no se
h a lla petrificado en el indicio de una inm uta b i­
lidad.

2. Hacer la historia del concepto después de su


nacim iento es dar cuenta de un m ovim iento de
formación, que debe su consistencia a su p o liv a ­
lencia original. No se tratará, por lo tanto, de una
línea reflexiva en sí m ism a, sin o de un trayecto
que existe únicamente por su s cambios de senti­
do, su s distorsiones. Sólo entonces puede desmiti-
fícarse por completo el tema del origen, que se ha
separado de la representación de una edad de oro
de la verdad, realizada positivamente por simple
proyección y negativamente como resistencia a
una infidelidad. Salir de la edad de oro es poner el
acento en lo que justam ente se negaba en el mito:
el caos del error. Volvemos a dar con la idea ba-
chelardiana del valor epistemológico de la false­
dad, el único que permite expresar el paso del no-
saber al saber. En otras palabras, hay que d istin ­
g u ir la problemática verdadero/no-verdadero de
la problemática saber/no-saber, y decidir atener­
se con exclusividad a la segunda; para valernos
de un vocabulario m arxista que no es el de Geor-

71
1
ges Canguilhem, diremos que la primera es una
problemática ideológica — y no se advierte cómo
podría el científico no adherir espontáneamente a
cierta «ideología» de su ciencia— , en oposición a la
segunda, que es una problemática científica: de
ahí la revolución epistem ológica im plicada por
esta manera particular de escribir la historia. Se
reconoce al mismo tiempo el alcance de una tera­
tología de los conceptos, en cuanto consideración
rigurosa de lo que compete al no-saber; por ejem­
plo, un concepto viab le retrospectivamente, en
razón de su fecundidad, puede parecer aberrante
en el momento de s u nacimiento; dado que no se
apoya en nada, todavía no ha constituido su telón
de fondo teórico. Puede comprenderse entonces
cómo evoluciona el concepto por razones no teóri­
cas, en especial a raíz de la intervención de una
práctica no científica, o pautada a partir de otra
ciencia: a la sazón, la mayoría de la s veces, lo falso
revela no ser m ás que la interferencia no codifica­
da de dos ámbitos alejados’, s i en ese caso hay des­
proporción, es preciso tomarla como la condición
de aparición de una ciencia.
Una historia que se niega a encerrarse en los
términos de una lógica dada en el inicio, indepen­
diente de su desarrollo, sabe enfrentarse, llegado
el caso, a cierta lógica de lo imprevisto, que es per­
fectamente posible incorporar a la representación
de una racionalidad histórica, en lugar de rem i­
tirla a un a ideología de la irracionalidad, o irra ­
cionalism o. E s menester, por ende, desechar la
tentación de trazar un modelo para toda historia a
partir del tipo de racionalidad así puesto en e vi­
dencia. Esto no impide, sin embargo, que un aná­
lis is riguroso como el que se acaba de mencionar

72
r
pueda legítimam ente considerarse ejemplar; es
lícito entonces extraer enseñanzas de él: la obra
de Gleorges Canguilhem no nos sirve sólo para re­
flexionar sobre determinados episodios de la h is ­
toria de la fisiología. Sería, empero, un contrasen­
tido presentar ese a n á lisis como s i pudiera repro­
ducírselo al infinito, e im aginar la posibilidad de
transponerlo sin cambio alguno a otros ámbitos,
puesto que la transposición o, para decirlo todo, el
uso de un resultado teórico tomado como modelo
obedece a Icis reglas de una m uy precisa variación,
de una m anipulación concertada. En otras pala­
bras, antes de proceder a la aplicación de im méto­
do hay que reflexionar con claridad sobre lo que
significa aplicar, pues un método, que depende de
la s condiciones históricas de su formación, no lle­
va prefiguradas en sí m ism o las reglas de su uso;
eso es justam ente lo que Canguilhem nos enseña
con referencia a un caso particular. Por eso hay
que empezar por describir la naturaleza exacta
de un método, como estamos haciéndolo aquí en
este momento; luego, en otro momento, estudiar
la s condiciones de su traslado a otros ámbitos, lo
cual im plica u n conocimiento, s i no completo, al
menos relativamente coherente del terreno de su
trasplante: el método del que se parte puede ayu­
dar a hacer ese reconocimiento, pero no basta
para su p rim ir la distancia de principio entre los
dos ámbitos en cuestión. Todavía no es el momen­
to de desarrollar este punto. S in embargo, hay
que se ñ a la r que la m ayoría de los epistemólo-
gos reflexionan sobre un objeto que privilegian sin
decirlo, e incluso sin reflexionar sobre ese privile­
gio; y quienes los leen y utiliz an hacen como si
aquellos hubieran realizado ese trabajo de refle-

73
y
xión, y generalizan entonces descripciones que
tal vez sólo debían su rigor y su valor al hecho de
estar íntimamente adaptadas a su ámbito inicial.
No habría que dar la im presión de que eso es lo
que sucede aquí. Y para tener la garantía de ello
no se hará alusión, por ejemplo — aunque no care­
cería de interés hacerlo— , a una posible confron­
tación entre los resultados obtenidos por Canguil-
hem y trabajos llevados a cabo en otros terrenos:
no nos preguntaremos, pongamos por caso, qué
lugar tendría la noción de corte en su historia de
la fisiología, puesto que la cuestión no reside en
saber si él se encuentra con otros o se separa de
ellos, antes de comprender lo que especifica su
propia actitud, al margen de cualquier empresa
de comparación y hasta de apropiación.

Una epistemología de la historia;


ciencia y filosofía

El encuentro entre la historia y su objeto se ha


señalado en varias oportunidades: ahora hay que
justificarlo. En el camino de una historia de la bio­
logía se elabora no una biología del conocimiento
en el sentido tradicional de la palabra, vale decir,
una explicación m ecanicista del proceso de pro­
ducción de los conocimientos, sino un a reflexión
sobre el conocimiento de la biología precisamente
ilum inado por la s luces de la biología. En otras
palabras, tiene que haber una relación entre el
método y el contenido de la investigación, una ho­
mogeneidad entre los conceptos cuya razón no re­
sida únicamente en la necesidad del historiador

74
de pasar por donde la ciencia ya ha pasado. Me­
diante esa relación se denota u n pensamiento que
entabla de m anera permanente un vínculo re­
flexivo con s u s objetos: por eso la elección de es­
tos no es en absoluto indiferente y revela, en cam­
bio, una un id a d de estructura, un objetivo deter­
minado. E l proyecto de ocuparse de la historia de
la s ciencias con referencia a la biología es profun­
damente coherente, y de esa coherencia proceden
a la vez su rigor y su tensión.
Para rendir cuentas sobre el camino seguido
por la ciencia estudiada y el método empleado con
tal finalidad, necesitamos valernos de medios que,
sin ser comunes, son paralelos y remiten unos a
otros. De tal modo, el discurso acerca de la histo­
ria de la disciplina está constantemente atravesa­
do por resonancias teóricas tomadas de esta ú l­
tima, de manera que, en el límite, no parece im ­
posible transponer algunos pasajes, a despecho
de su participación en el movimiento de la histo­
ria científica que describen, y, a costa de ligeras
transformaciones, otorgarles otra significación,
de alcance m ás general; en una palabra: hacerlos
volver reflexivamente sobre sí m ism os para lo­
grar que expresen en voz alta la filosofía que h a ­
bla en ellos sin decirlo. Tomemos como ejemplo
un pasaje del artículo de Georges C anguilhem
acerca de la psicología darwiniana: vam os a com­
probar que lo que se dice de la teoría de Darwin
podría decirse también de la manera de entmciar
un d isc u rso a propósito de la teoría; en conse­
cuencia, se puede pasar del discurso pronunciado
respecto de una ciencia al discurso de la historia
de la s ciencias en general. Lo cual deriva en lo si-

75
guíente (contra un uso establecido, sólo pondre­
mos entre comillas los pasajes modificados):

E n el árbol genealógico de «la ciencia» — que su stitu y e


la serie lin e a l «que v a de la verdad a l error»— , la s ra ­
m ificaciones m arcan etapas, y no esbozos, y la s etapas
no so n lo s efectos y te stim o n io s de u n poder p lástico
que ap untan m á s a llá de s í m ism o s: so n c a u sa s y agen­
te s de u n a h isto ria s in desenlace anticipado.
A hora bien, al m ism o tiempo que la «ciencia co n sti­
tuida» deja de se r considerada como la prom esa in ic ia l
— y, para a lg u n o s «historiadores», in a cce sib le— de la
«ignorancia», esta ú ltim a deja de verse como la am ena­
za perm anente de «la ciencia», la im agen de u n peligro
de caída y decadencia latente en el seno m ism o de la
ap oteo sis. La «ignorancia» e s el recuerdo d el estad o
«precientífíco» de la «ciencia»; e s s u p reh isto ria «episte­
mológica», y no s u antinaturaleza m etafísica.

Este es el texto en su forma origina], que pre­


sentamos en su totalidad para hacer ver con más
claridad la s modificaciones que se le realizaron;
pertenece al artículo «L’homme et l ’a n im a l du
point de vue psychologique selon C harles Dar­
win» (op. cit., pàg. 85 [«El hombre y el a n im a l..
op. cit.^ pàgs. 123-4]):

«En el árbol genealógico del hom bre — que su stitu y e la


serie a n im a l lin e a l— , la s ram ificaciones m arcan eta­
pas, y no esbozos, y la s etapas no son lo s efectos y tes­
tim o n io s de u n poder plástico que ap untan m á s a llá de
s í m ism o s: so n c a u sa s y ag entes de u n a h ist o r ia s in
desenlace anticipado.
»Ahora bien, a l m ism o tiem po que la h u m a n id a d de­
ja de se r considerada como la prom esa in ic ia l — y, para
a lg u n o s n a t u r a list a s, inaccesib le— de la a n im a lid a d ,
esta ú ltim a deja de verse como la am enaza permanen-

76
te de aquella, la im agen de u n peligro de caída y deca­
dencia latente en el seno m ism o de la apoteosis. La a n i­
m a lid a d es el recuerdo del estado preespecífíco de la
h u m a n id a d ; es s u p reh isto ria orgánica, y no s u a n tin a ­
turaleza metafísica».

Como es obvio, esto es un juego que no habría


que llevar demasiado lejos. Y sería tentador decir
que en él no hay, después de todo, m ás que un en­
cuentro de palabras, si no nos hubieran prepara­
do para atribuir tanta importancia a los medios
de formulación de una idea y para no aislar ja m ás
un sentido del proceso de su figuración y su for­
mulación. Por lo tanto, la persistencia de un len­
guaje es significativa: de hecho, lleva — y no podía
servir sino para una introducción de esa índole—
a reconocer una ligazón más profunda. El artículo
«La experimentación en biología animal», in c lu i­
do en E l conocimiento de la vida, ya m uestra en
qué aspecto pueden lo s propios métodos de la
ciencia considerarse objetos de ciencia (en este
caso preciso, de una m ism a ciencia), e incluso de­
ja ver que sólo toman su verdadero sentido en el
traslado posible del orden de los conceptos al de
los objetos con que ellos se relacionan; si la expe­
rimentación disfruta en biología de un valor p ri­
vilegiado, es porque la experiencia sobre la s fun­
ciones e s en sí m ism a una función. «Es que, a
nuestro juicio, hay una suerte de parentesco fun­
damental entre la s nociones de experiencia y fun­
ción. Aprendemos n u e stra s funciones en expe­
riencias, y nuestras funciones son a continuación
experiencias formalizadas». E l carácter heurísti­
co de la experim entación en biología obedece,
pues, a su función de reconstitución de la realidad
de la s funciones; la h isto ria de la experimenta-

77
ción podría ser la de la constitución de una fun­
ción. En ese sentido, la historia no es la mera a p li­
cación o superposición de una mirada a un objeto;
o, s i lo es, esa m irada prolonga otra y constituye
con e lla un a se rie arm ónica. Sabemos que en
biología, justam ente, el objeto y el sujeto del saber
convergen uno hacia el otro: con independencia de
un paralelismo o una adecuación, se elabora una
historia inscripta en el movimiento de aquello a lo
que ella apunta.
Así, los conceptos de la historia, su s m edios
epistemológicos, están profundamente inspirados
en el «conocimiento de la vida». Hay un concepto
en particular que parece poder transponerse a la
teoría de la historia; el de norma (la reflexión so­
bre este concepto enm arca la obra de Georges
C anguilhem : es el tema de su prim er libro, de
1943, y también el del curso que dictó en la Sor-
bona en 1962-1963). Una transposición de esta ín­
dole pondría en relación los siguientes niveles;

— fisiología / estado actual de una ciencia;


— patología / teratología de los conceptos;
— clínica / inserción en un universo de in stru ­
mentos técnicos.

En el sentido biológico, que hay que comenzar


por presentar en su s términos m ás generales, la
norma im plica la p o sibilidad de hacer ju g a r un
margen de tolerancia', es, por lo tanto, un concepto
esencialmente dinámico, que no describe formas
precisas, sino la s condiciones para la invención de
nuevas formas. El concepto de norma remite así a
esta pregunta: ¿Cómo describir un m ovim iento
en el sentido de la adaptación a nuevas condicio-

78
T nés, es decir, de respuesta organizada a condicio­
nes imprevistas? El trabajo del concepto coincide
con la negativa a fundar la representación de ese
movimiento en la idea metafísica de potencia o en
la de la vida como invención pura, o ser dotado en
sí m ism o de una plasticidad esencial. Al contra­
rio, el concepto contribuye a resituar la cuestión
en su contexto real e incluirlo en otra cuestión: la
de la s relaciones entre el viviente y el medio. Los
propios movimientos orgánicos están condiciona­
dos por un m ovim iento fundamental, que es la
historia del medio. «Dado que el viviente califica­
do vive en un mundo de objetos calificados, vive
en un mundo de accidentes posibles. Nada ocurre
por azar, y todo sucede bajo la forma de aconteci­
mientos. En eso el medio es infiel. Su infidelidad
es propiamente su devenir, su h is t o r ia » . E l v i­
viente no está frente a una naturaleza situada co­
mo completa exterioridad a su respecto, radical­
mente inmovilizada; está en relación con un me­
dio habitado por una historia, que es también la
del organism o del que depende su constitución.
El hecho de que el medio plantee problemas al or­
ganism o, en un orden im p revisib le por derecho
propio, se expresa a través de la noción biológica
de debate. Esta manera de circunscribir la cues­
tión fundamental de la biología no la desplaza ha­
cia un indeterm inism o. Al contrario: «La ciencia
explica la experiencia, pero no por ello la a n u ­
la » .V o lv e m o s a toparnos entonces, como condi­
ción de una racionalidad, con la temática de lo

G. Canguilhem, E ssa i su r quelques problèmes. .., op.


cií., pág. 122.
32 Ibid.

79
im previsible. La biología y su historia se reúnen
b ^ o estos dos conceptos: la cuestión y el aconteci­
miento.
¿Qué sería una historia construida sistem áti­
camente sobre la base de la idea de norma? Res­
pondería en lo fundamental a tres exigencias:

1. Una representación de la ciencia como deba­


te con un contexto (véase todo lo que se dijo de la
importancia de la noción metodológica de campo:
campo técnico, campo im aginario, interferencia
entre los campos científicos o de un campo cientí­
fico con los campos no científicos, sean prácticos,
técnicos o ideológicos). Sólo en la perspectiva de
una d ista n cia puede ju stifica rse el m ovim iento
de la historia (paso de un «no se sabe» a un «se sa ­
be»); paralelamente, el estado actual de una cues­
tión sólo recibe todo su sentido de la posibilidad
de un a puesta en perspectiva diacrònica. Como
ilustración del tema puede proponerse esta nue­
va transposición a partir de una írase tomada del
E ssa i su r quelques problèmes concernant le nor­
m al et le pathologique: «Sólo se comprende bien
cómo, en m edios propios del hombre, el m ism o
hombre, dotado de los m ism os órganos, se consi­
dera en diferentes momentos normal o anormal,
si se comprende de qué manera la vitalidad orgá­
nica se expande en él como plasticidad técnica y
avidez de d o m in a c ió n » .B a sta con reemplazar
«hombre» por «ciencia», «dotado de los m ism os ór­
ganos» por «dotada del m ism o valor de coheren­
cia» y «vitalidad orgánica» por «búsqueda de una
racionalidad científica» para que esta frase tam-

Ibid,, pág. 124.

80
r bién empiece a señalar un contenido concerniente
a la historia de los conocimientos científicos.

2. E l rechazo de una lógica pura, especulativa.


El movimiento de la historia no se explica sobre
la base de la presencia ideal de la verdad, sino
únicam ente a partir de su ausencia real. Ahora
bien, la idea de norma brinda justam ente los me­
dios de rendir cuentas de esa ausencia, en la me­
dida en que la norma sólo existe en forma diná­
mica, a través de los efectos que produce. De ello
resulta que la historia del conocimiento no se re­
duce a la elim inación de lo falso, sino que implica
una recuperación del error dentro del movimiento
por el cual lo verdadero se produce a l manifestar­
se, de la m ism a manera, en fisiología, la enferme­
dad cumple una función normativa: «Lo anormal
despierta el interés por lo normal».

3. La puesta en evidencia de la cuestión de


principio del «valor» de la ciencia. Del m ism o mo­
do, la fisiología debe considerarse una evaluación
del viviente, u n estudio de su s exigencias y su s
posibilidades, en la medida en que estas son obje­
to de un cuestionamiento. De idéntica manera, la
historia, y la inteligencia racional de lo que cons­
tituye la esencia de la «historicidad», interroga­
ción propia de la filosofía, es cuestionam iento
acerca de los cuestionamientos de la ciencia, que
ella evalúa sometiéndolos a su s propias interro­
gaciones: «La historia de la ciencia sólo puede es­
cribirse con ideas directrices sin relación con la s
de la ciencia. (...) No es una sorpresa, por lo tan-

34
/óí£Í.,pág. 129.

81
to, ver que el historial del reflejo se compone poco 1
a poco como hemos comprobado que lo hace, por­
que son motivos no científicos los que conducen a
las fuentes de la historia de la s ciencias».®® Entre
los métodos de la h isto ria y lo que esta describe
hay a la vez correspondencia y discontinuidad, lo
cual lleva a descartar la idea de una «biología del
conocimiento» interpretada en primer grado, cuan­
do por otra parte se ha utilizado, como guía filosó­
fica, el modelo mismo de la biología para acceder
al concepto de una historia de las ciencias.

La filosofía pregunta, entonces: ¿qué quiere la


ciencia? O, mejor: ¿qué quiere cada ciencia? Lo
que la filosofía medita, y la ciencia practica sin
meditarlo, al menos en los m ism os términos, es la
determinación, la lim itación de un ámbito y por
ende de una esencia real. Ese ámbito no está da­
do como u n mundo de objetos colocado frente a la
m irada científica, sin o que depende de la cons­
titución de una objetividad:

«D urante m ucho tiempo se buscó la u n id a d caracterís­


tica del concepto de u n a ciencia en la dirección de s u
objeto. E l objeto dictaría el método utilizado para el e s­
tudio de s u s propiedades. Pero de ese modo, en el fon­
do, se lim ita b a la ciencia a la in ve stig a ció n de u n a cir­
cu n sta n c ia y la exploración de u n dominio. Cuando re­
su ltó evid ente que toda ciencia se a sig n a en m ayor o
m enor m edida s u circu n sta n c ia y se apropia, por ello,
de lo que se lla m a s u “d o m in io ”, el concepto de u n a
ciencia comenzó, poco a poco, a tener m á s en cuenta su
método que s u objeto. O, m á s exactam ente, la expre-

G. Canguilhem, La Formation du concept. ,., op. cit.,


págs. 158-9.

82
sió n “objeto de la ciencia” adquirió u n nuevo sentido. E l
objeto de la ciencia ya no es solo el dom inio específico
de lo s problem as y los obstáculos por resolver: tam bién
es la in te n ció n y el objetivo del sujeto de la ciencia, el
proyecto específico que co n stitu ye como ta l u n a con­
ciencia teórica».®^

E n esas condiciones, la reflexión sobre los orí­


genes accede a la plenitud de su sentido. El objeto
del E ssa i su r quelques problèmes concernant le
norm al et le pathologique consiste, en definitiva,
según lo revelan s u s últim os capítulos, en m os­
trar el terreno exacto donde se constituyó la fisio­
logía, «el espíritu de la fisiología naciente», a sa ­
ber: una ciencia de la s condiciones de la salud.
A sí se pone de relieve una línea histórica, estu­
diada a partir de u n concepto central, que, m ás
que explorar un objeto, bosqueja una figura. De
tal modo, la investigación se apropia, al temati-
zarla, de un a forma conocida; la h isto ria de un
problema científico, desde el punto de vista de la
cual lo determinante, más que el objeto de la fi­
siología, es su s u je t o .L u e g o de caracterizar de
esta m anera el origen conceptual, es posible h a ­
cer el estudio de la ciencia en su realidad de he­
cho, relacionada con lo que la determina en ú lti­
ma instancia, a saber: lo que ella quiere. Puede
suceder que se revele una desproporción, un des­
plazamiento, no entre la s intenciones y los actos,
sino entre el sentido real, tal y como está inscrip­
to en la historia, y su s expresiones: el caso m ás es-

G. Canguilhem, «Qu’est-ce que la psychologie?», op.


cit., pág. 13 [«¿Qué es la psicología?», op. cit., pág. 390].
G. Canguilhem, E ssa i su r quelques problèmes. . .,op.
cit., págs. 143-4.

83
clarecedor es el de la psicología científica, que en
el momento de terminar de nacer entra en deca­
dencia; ocurre entonces que hace otra cosa y no lo
que quiere, porque se pone a l servicio de intereses
que no son los suyos propios. Se aplica a un domi­
nio que no le pertenece, pero que le h a sido dado:
el hombre como herramienta. En ese momento, la
filosofía puede plantear s u s propias preguntas a
la ciencia, lo cual sólo es posible cuando ella ha lle­
gado a ser profundamente lo que es: historia (es
así como conoce los orígenes). Esto es el resultado
de haber tomado como punto de partida, como ba­
samento, una historia cuyas reglas no dependen
directamente de la s prácticas de la ciencia. He
aquí el final de «¿Qué es la psicología?», la ya refe­
rida conferencia de Georges Canguilhem [qp. cit.,
págs. 405-6]:

«Pero nadie puede tampoco im pedir a la filosofía se­


guir interrogándose sobre la jerarquía m al definida de
la psicología: m al definida tanto por el lado de la s cien­
cias como por el lado de las técnicas. Al hacerlo, la filo­
sofía se conduce con su ingenuidad constitutiva, tan
poco semejante a la necedad que no excluye un cinism o
provisorio, y la lle va a volverse una vez m ás hacia el
bando popular, o sea, el bando nativo de los no especia­
listas.
»Así pues, la filosofía plantea m uy vulgarm ente a la
psicología la pregunta: ¿Por qué no me dices hacia dón­
de va s, para saber qué eres? Pero el filósofo tam bién
puede dirigirse al psicólogo en la forma de un consejo
de orientación — una vez no significa siempre— , y de­
cir: Cuemdo se sale de la Sorbona por la calle Saint-Jac­
ques se puede su b ir o bajar; si uno sube, se acerca al
Panteón que es el conservatorio de algunos grandes
hom bres, pero s i bqja desemboca directamente en la
Jefatura de Policía».

84
También se podría haber tomado como ejemplo
el artículo sobre la difusión científica, que ter­
m ina asim ism o con una advertencia, cuyas razo­
nes proporciona la epistemología de la h isto ria
racional de los conocimientos. En la m edida en
que los medios puestos en práctica para describir
un objeto im plican una concepción de este mismo,
se crean la s condiciones de p o sib ilid a d de una
puesta en entredicho de ese objeto.
En vez de hacer, en general, una teoría de la
ciencia, hay que formular el concepto de la cien­
cia, es decir, de hecho, el concepto de cada cien­
cia; y ese concepto no puede aprehenderse en n in ­
guna otra parte que en la historia de su s formula­
ciones: en el límite, sólo puede extraerse con difi­
cultades de ella. Dicho concepto caracteriza a la
ciencia como un a función que es preciso encon­
trar a cada paso, siguiendo el camino invertido de
un a arqueología; la función no puede describirse
en sí m ism a, de manera aislada, con prescinden-
cia de su s modalidades de aparición. El concepto,
lejos de dar una idea general de la noción de cien­
cia, la especifica. Así, en vm sentido m uy freudia­
no, la arqueología es la dilucidación de una espe­
cificidad actual. E sta ría fuera de lu g a r tomar
prestado de una d iscip lin a diferente el término
que caracteriza a esa representación: se rechaza­
rá, pues, la palabra «psicoanálisis», utilizada sin
embargo por Bachelard en u n sentido mucho m ás
alejado del original que el que tendría aquí. Pero
acaso sea lícito decir que con la obra de Georges
Canguilhem tenemos, en el sentido m uy fuerte y
no especializado que Freud daba a esta palabra, o
sea, en el sentido objetivo y racional, el a n á lisis de
una historia.

85
Para una historia natural
r
de las normas*

La mayor preocupación de Foucault fue, sin


duda, comprender de qué manera la acción de la s
norm as en la vid a de los hombres determ ina el
tipo de sociedad a la cual estos pertenecen como
sujetos. Ahora bien, con respecto a este punto, to­
das su s investigaciones giraron en torno a un in ­
terrogante fundamental, de alcance a la vez epis­
temológico e histórico: ¿Cómo se pasa de una con­
cepción negativa de la norma y su acción, funda­
da en un modelo jurídico de exclusión, en relación
con la división entre lo permitido y lo prohibido, a
un a concepción positiva que, al contrario, ponga
en primer plano su función biológica de inclusión
y regulación, no en el sentido de una reglamenta­
ción sino de una regularización, con referencia a
la distinción entre lo normal y lo patológico, veri­
ficada por la s llam adas «ciencias humanas»? Se­
gún prevalezca una u otra de esas formas, la s re­
laciones sociales y el modo de inserción de los in-

* Este texto, cuyo título original es «Pour une histoire na­


turelle des normes», se publicó por primera vez en Associa­
tion pour le Centre Michel Foucault (ed.), Michel Foucault
philosophe: rencontre internationale, Paris, 9, 10, 11 ja n ­
vier 1988, Paris: Seuil, 1989, col. «Des Travaux», pàgs. 203-
21 [«Sobre una historia natural de las normas», en Michel
Foucault, filósofo, Barcelona: Gedisa, 1990, págs. 170-85].

86
dividuos en la red que estas constituyen se defini­
rán sobre bases completamente diferentes.
A tenor de la conclusión esencial que se des­
prende de la H istoria de la locura, esta últim a
puede pensarse, y también, por decirlo de algún
modo, actuarse, contra u n fondo de sinrazón, en
relación con la práctica segregativa de un encie­
rro cuya realización ejemplar propuso el Hospital
General, o bien contra un fondo de alienación, en
el momento en que esa segregación se revierte y
ios locos son «liberados», en el asilo que a dm inis­
tra la locura de un modo totalmente distinto, al in ­
tegrarla a aquello que la medicina deja saber del
hombre. En el m ism o sentido. V igilar y castigar
m uestra que la penalidad puede montarse como
un espectáculo, que pone en escena contra un fon­
do negro la opacidad de los grandes interdictos,
cuya tra n sg re sió n exp ulsa de la h um a n id ad a
quienes la cometen, a la manera del suplicio de los
regicidas; o como una discip lina , dentro de una
institución penitenciaria que despliega un p rin ­
cipio de transparencia, a imagen de lo que debería
ser la sociedad entera, conforme a la disposición
ejemplar del panóptico. Para terminar, según la
Historia de la sexualidad, el placer ligado al sexo
puede someterse a un control externo que tienda a
contenerlo en ciertos lím ite s reconocidos como
legítimos, o bien «liberarse», en el m ism o sentido
en que se dijo que el asilo «liberó» a los locos al
convertirlos en alienados, y entonces se ve arras­
trado en un movimiento de expansión al parecer
ilim itado, pero no obstante regulado, que lo cons­
tituye propiamente como «sexualidad», de acuer­
do con el im pulso positivo que le da un poder que
funciona como un «biopoder».

87
E l a n á lisis de estos tres casos prosigue confor­
me a una orientación aparentemente común por­
que tropieza en cada oportunidad con el mismo di­
lema: la confrontación de dos prácticas opuestas
de la norma, que la erigen en un principio de ex­
clusión o de integración, a la vez que ella revela la
imbricación de las dos formas que también asume
históricamente, o sea, norma de saber, que enuncia
criterios de verdad cuyo valor puede ser restricti­
vo o constitutivo, y norma de poder, que le fij a al
sujeto la s condiciones de su libertad, según reglas
externas o leyes internas. Vemos así que la pro­
blemática de la norma, en la relación que mantie­
ne con la sociedad y con el sujeto, remite asim ism o
a la distinción entre la s dos formas posibles del
conocimiento puestas de m anifiesto en L as p a ­
labras y la s cosas-, la de una grilla abstracta de ra­
cionalidad, que domina desde arriba, al encerrar­
los en su s propios marcos, el ámbito de los objetos
cuya «representación» se le atribuye, y la de u n sa ­
ber que se presenta, al contrario, como incorpora­
do a la constitución de su objeto, que con ello ya no
es sólo su «objeto» sino también su sujeto, u n sa ­
ber cuya forma por excelencia dan la s ciencias h u ­
manas.
De todas maneras, una vez destacadas esas co­
rrespondencias entre los diferentes ámbitos de in ­
vestigación que concitaron sucesivamente la aten­
ción de Foucault, es preciso agregar que, de la
H istoria de la locura a la Historia de la sexuali­
dad, su interés se desplazó no sólo en lo concer­
niente al corpus de objetos y enunciados sobre el
cual trabajó, sino también en lo referido al punto
de aplicación de la alternativa fundamental cu­
yas grandes líneas acaban de ponerse de relieve;

88
y ese desplazamiento impide que los a n á lisis re­
cién mencionados se superpongan con exactitud,
como s i desarrollaran, en paralelo unos con otros,
u n razonam iento formalmente idéntico. Dicho
desplazamiento es aquel que — de una y otra par­
te de lo que la norma, según el modelo con que se
la relacione, divide o distingue— valoriza, con v is ­
tas al estudio de su funcionamiento, el término
que ella connota de manera negativa, al quitarle
importancia, o su polo positivo, que por el contra­
rio realza: lo prohibido o lo patológico, en la pers­
pectiva de la Historia de la locura, o lo lícito o lo
normal, en la perspectiva de la Historia de la se­
xualid ad y, en especial, de su s dos últim os volú­
menes publicados. Ahora bien, vem os esbozarse
aquí u n segundo dilem a, que en cierto modo es
transversal al anterior y sugiere, en lo que respec­
ta a la acción de la norma, dos n uevas p o sib ili­
dades de interpretación, según que ella se oriente
hacia la constitución de una figura de la anorma­
lidad — y este es, en verdad, el problema esencial
de la Historia de la locura— o, en contraste, hacia
la de una figura de la normalidad o al menos de lo
que se percibe como tal, conforme a la perspectiva
que fue, en definitiva, la de la Historia de la sexua­
lidad.
Si esto es exacto, puede considerarse que la
problem ática que h a orientado el conjunto del
trabajo de Foucault se sitúa en la intersección de
esas dos líneas de elección: una concierne a la re­
lación de la norma con su s «objetos», una relación
que puede ser externa o interna, ya se refiera a un
deslinde (la norma en sentido jurídico) o a un lí­
mite (la norma en sentido biológico); la otra con­
cierne a la relación de la norma con su s «sujetos»,

89
los cuales, al m ism o tiempo que resultan exclui­
dos o integrados de acuerdo con la primera rela­
ción, son descalificados o identificados, en térm i­
nos de desconocimiento o reconocimiento, a fin de
situarlos en uno u otro de los lados que la norma
separa o distingue. Al ocuparnos a la vez en esos
dos tipos de problemas, lograremos comprender
en qué aspecto Foucault, que no dejó de interesar­
se en la m ism a cuestión, modificó no obstante su
punto de v ista a medida que su investigación se
desviaba hacia nuevos ámbitos.
Nuestro interés se centrará aquí en conocer lo
que está enjuego, desde el punto de v ista filosófi­
co, con esta problemática de la norma, en los tér­
m inos en que acaba de planteársela. ¿Hay un a
«verdad» objetiva de la s normas y de su acción, en
relación con el tipo de sociedad y de sujeto a que
corresponden? ¿Y cuál es la naturaleza de esa ver­
dad? ¿Sus crjterios de evaluación participan de
una historia o de una epistemología? O bien, ¿en
qué medida concilÍ£m ellos la s perspectivas de un
estudio histórico y de un estudio epistemológico?

II

Partamos de una primera tesis, cuyo alcance,


como veremos, es francamente filosófico: la afir­
mación del carácter productivo de la norma.
Ya se h a señalado que, según se privilegie el
modelo jurídico o el modelo biológico de la norma,
la acción de esta se pensará o bien de manera ne­
gativa y restrictiva, como la imposición — abusiva
por definición— de una línea de demarcación que

90
atraviesa y controla, bajo la forma de una domina­
ción, un ámbito de espontaneidad cuyas in icia ti­
v a s se suponen preexistentes a esa intervención
(que, a posteriori, la s ordena, al contenerlas tal co­
mo un a forma capta u n contenido al imponerle
su s modos de organización), o bien de manera po­
sitiv a y expansiva, como un movimiento extensi­
vo y creativo que, al ampliar progresivamente los
lím ites de su ámbito de acción, constituye en con­
creto y por sí m ism o el campo de experiencia al
que la s normas tienen que aplicarse. En este ú l­
timo caso, puede decirse que la norma «produce»
lo s elementos sobre los cuales actúa, al m ism o
tiempo que elabora los procedimientos y los me­
dios reales de esta acción; es decir que determina
la existencia de esos elementos por el hecho m is­
mo de proponerse dominarla.
Por ejemplo, cuando Foucault, en u n pasaje
crucial de La voluntad de saber,^ presenta la tec­
nología de la confesión — que a su ju icio está en la
base de nuestra scientia sexualis, donde esa con­
fesión interviene como un ritual de producción de
verdad— , quiere decir que los criterios a los cua­
les se ajustem las representaciones de la «sexuali­
dad» sólo son eficaces en cuanto aquella, más que
conformarse con poner de relieve esa verdad co­
mo s i ya estuviera previamente inscripta en una
realidad objetiva del sexo que ella daría a cono­
cer, la «produce» al constituir en todo sentido su
objeto mismo, esa «sexualidad» — las comillas u ti­
lizadas aquí para designarla destacan su carácter

^ Michel Foucault, Histoire de la sexualité, vol. 1, La Vo­


lonté de savoir, Paris: G allim ard, 1976, pàgs. 78 y sigs.
[Historia de la sexualidad, vol. 1, La voluntad de saber,
Mexico: Siglo XXI, 1985],

91
de artefacto— , que no se forma sino en cierto tipo
histórico de sociedad, el m ism o que, a la vez que
arranca o induce confesiones sobre el sexo y su s
prácticas, fabrica también lo confes able en deter­
m inada relación con lo inconfesable. Un a n á lisis
de esta índole lleva a una «historia política de la
verdad»^ e incluso a la «economía política de una
voluntad de saber»,^ En efecto, tal proceder escla­
rece la noción de una «voluntad de saber» que da
su título a la obra: s i no hay saber sin una «volun­
tad» que lo sostenga — como es obvio, no se trata
aquí de la voluntad de un sujeto— , es porque el
discurso de verdad que aquel procura pronunciar
no se reduce a la representación neutralizada de
un contenido de realidad que le sea preexistente,
y porque, al contrario, en él se afirma la m ism a
voluntad o la m ism a necesidad que también pro­
duce históricam ente su objeto, en una forma de
«poder-saber» en que estos dos aspectos, poder y
saber, coinciden por completo, cuando se cumplen
la s condiciones para ello.
Abramos en este punto un paréntesis, que por
lo dem ás sólo cerraremos en forma provisoria.
¿En qué concepción filosófica de la verdad hace
pensar, ante todo, esta idea de una voluntad de
saber que se encam a en un poder-saber? Por de­
trás de un a referencia nietzscheana, demasiado
directamente legible aquí como para ser suficien­
te, ¿no es posible ver otra, m ás lejana, que sería
espinosista? Después de todo, Foucault no hace
otra cosa que explicar que las ideas que podemos
formarnos con respecto a la sexualidad, sobre la

^ Jbid., pág. 80.


^ / ó id , pág. 98.

92
base de los materiales reunidos por el ritual de la
confesión, no son «como pinturas m udas sobre un
cuadro», cuya exactitud fuera testim oniada por
su correspondencia con el objeto que le s sirve de
modelo, a la m anera de una relación externa de
adaptación (Spinoza habla de convenientia) que
liga puntualmente la idea a su ideatunr, pero son
«adecuadas» en la m edida en que dentro de sí
m ism as, a través del movimiento que las origina,
se afirma el m ism o orden de necesidad que pro­
duce también el dominio de realidad, la s «cosas»,
que ellas dan a conocer. Y cuando Spinoza, por su
parte, in siste en la actividad dinámica, de la cual
la idea verdadera es resultado y expresión a la
vez, ¿hace él m ism o otra cosa que relacionar esa
verdad con una «voluntad de saber» que la produ­
ce? Por lo demás, cuando en una fórmula celebé­
rrim a presentaba el intelecto como im «autómata
espiritual», ya sugería, por medio de esta metáfo­
ra de una m áquina que piensa por sí sola, la pre­
sunta necesidad de relacionar la génesis del saber
con una «tecnología» que fuera a la vez la de un
saber y la de un poder. En el transcurso de esta
exposición encontraremos v a ria s veces esa refe­
rencia espinosista.
Volvamos ahora a los aspectos generales de la
productividad de la norma, que involucra en el
m ism o proceso poder y saber, y extraigamos su s
consecuencias. Desde el punto de v ista de dicha
productividad, ser sujeto, es decir — puesto que
para Foucault esta últim a expresión no puede te­
ner otro sentido— , estar expuesto a la acción de
una norma, como sujeto de saber o como sujeto de
poder, im plica depender de esa acción, no sólo en
lo que atañe a ciertos aspectos exteriores del com-

93
portamiento, según la línea de division entre lo lí­
1
cito y lo ilícito, sino también en lo que constituye
el ser m ism o del sujeto pensante y actuante, que
sólo actúa al ser él m ism o actuado, que sólo pien­
sa al ser él m ism o pensado, por norm as y bajo
normas, en relación con la s cuales su pensamiento
y su acción pueden medirse, esto es, integrarse a
u n siste m a de evaluación global donde ellas fi­
guran en concepto de un grado o un elemento.
Desde ese punto de vista — ^reiterémoslo— , ser su ­
jeto es, por lo tanto, estar literalmente «sujetado»,
aun cuando no en el sentido de la sum isión a un
orden exterior que suponga una relación de pura
dom inación, sin o en el de un a inserción de los
in d iv id u o s — de todos los in d ivid u o s sin excep­
ción y sin exclusión— en una red homogénea y
continua, un dispositivo normativo que al produ­
cirlos, o, mejor, al reproducirlos, los transforma
en sujetos.
Tomemos un ejemplo que aparece varias veces
en los últim os textos de Foucault y que fue para
él, sin duda alguna, de particular importancia: el
del opúsculo de Kant sobre la Ilustración, de 1784,
donde aquel descubre la primera aparición h istó ­
rica de una pregunta esencial, para la cual pro­
pone estas dos formulaciones complementarias:
«¿Quién soy ahora?» y «¿Cuál es el campo actual
de las experiencias posibles?». También estos dos
interrogantes remiten implícitamente a la te sis
de la productividad de la norma. En efecto, s i ­
tuarse con respecto a normas, en cuanto estas de­
finen, por un tiempo, un campo de experiencias
posibles, es postularse como sujeto en el contexto
de una sociedad normalizada que hace prevalecer
su s leyes pero no sometiendo a su rigor a sujetos

94
que, en función de su s predisposiciones propias o
de u n principio de autonomía que preexista en
ellos aun antes de exponerse a la acción de una
ley semejante, se muestren dóciles o rebeldes a es­
ta, sino, al contrario, instaurando un ámbito de
subjetividad preparado de por sí para esa acción e
inclinado a ella. Podríamos, además, prolongar
esta lectura del texto de Kant y ver aquí el punto
de partida y hasta el basamento concreto de una
doctrina de la unive rsa lid ad de la ley. Para s u ­
jetos así producidos o reproducidos, la ley ja m á s
se presenta como una prescripción particular con
la que ellos se topen en su camino como un indica­
dor o un obstáculo, y que oriente fácticamente su
destino sin tener en cuenta su propia intenciona­
lidad espontánea, puesto que esa ley se expresa de
manera universal desde el fondo de ellos mismos,
y puesto que, de igual modo, los «nombra», es de­
cir, los designa como sujetos y les asigna normas
de acción que por ello deben reconocer como suyas
propias. En ese sentido, puede decirse que la ley,
en cuanto sistem a que actúa en los dos planos — la
práctica y la teoría— , «interpela» a los individuos
como sujetos.
En otras palabras, ser sujeto es «pertenecer»,
de acuerdo con una fórmula que reaparece de ma­
nera punzante en el texto de la clase que en el Co­
llèg e de France se consagró especialm ente al
opúsculo de Kant sobre la Ilustración (según la
versión inédita de esa clase publicada en mayo de
1984 en el número 207 del Magazine Littéraire).*

* Se trata de la clase del 5 de enero de 1983, correspon­


diente a un curso hoy ya publicado: Michel Foucault, Le
Gouvernement de so i et des autres. Cours au Collège de
France, 1982-1983, Paris; Seuil/Gallimard, 2008, pàgs. 3-

95
y

E n él, la pregunta ya mencionada: «¿Quién soy


ahora?», se reformula en estos térm inos: «¿Qué
es, pues, el presente al cual pertenezco?». E s el filó­
sofo el que plantea aquí la pregunta y se propone
reflexionar sobre esa pertenencia, y su reflexión
se orienta de este modo: «Se trata de mostrar en
qué aspecto y cómo aquel que habla, en cuanto
pensador, en cuanto sabio, en cuanto filósofo, for­
ma parte de ese proceso, y (más que eso) cómo tie­
ne que cum plir cierto papel en ese proceso en el
cual se hallará, entonces, a la vez como elemento
y como actor. E n resum en, me parece que en el
texto de Kant vemos aparecer la cuestión del pre­
sente como acontecimiento filosófico al que perte­
nece el filósofo que hab la de él». Entendám oslo
bien: el enunciado que se atribuye aquí al filósofo
no se refiere sólo a lo que especifica su posición
propia de tal, sino a lo que constituye de manera
general la condición m ism a del sujeto, el ser del
sujeto o, mejor aún, el ser-sujeto; y precisamente
al tomar a su cargo el enunciado de esa condición
y explicitar los requisitos, se postula también co­
mo filósofo. Desde esa perspectiva, «ser sujeto» es,
por lo tanto, «pertenecer», vale decir, intervenir a
la vez como elemento y como actor en u n proceso
global, cuyo desenvolvimiento define el campo ac­
tual de la s experiencias posibles, y dentro del cual
— y sólo dentro del cual— puede situarse el hecho
de «ser-sujeto».
En consecuencia, s i hay una singularidad del
sujeto, a sí definido, no es la de un ser aislado que

39 [El gobierno de s í y de los otros. Curso en el Collège de


France (1982-1983), Buenos Aires: Fondo de Cultura Eco­
nómica, 2009, págs, 17-56]. (N. del T.)

96
se determine por su sola relación consigo, ya remi­
ta esta relación a una original identidad concreta,
la de un «yo» no igual a n in g ún otro, o haga re­
ferencia a un universal abstracto, a la manera de
la «cosa que piensa» revelada por el cogito carte­
siano (según una experiencia racional que, por de­
finición, valdría de entrada para todos los sujetos
a quienes e lla constituye ju n to s en una m ism a
operación primordial). Se trata, en cambio, de una
singularidad que no aparece o no se destaca m ás
que contra un fondo de pertenencia, que liga al su ­
jeto no sólo a otros sujeto s con lo s cuales él se
comunica, sino al proceso global que lo constituye
al normalizarlo y del que extrae s u propio ser. En
la clase del Collège de France antes mencionada,
leemos a continuación:

«Y por eso m ism o vem os que, para el filósofo, plantear


la cu estió n de s u pertenencia a ese presente ya no será
en absoluto la cuestión de s u pertenencia a u n a doctri­
n a o u n a tradición; y a no será la sim p le cu estió n de s u
pertenencia a u n a com unidad h u m a n a en general, s i ­
no la de s u pertenencia a cierto “nosotros", u n nosotros
que se relaciona con u n conjunto cu ltu ra l característi­
co de s u propia actualidad. E s ese nosotros el que está
co nvirtiéndose para el filósofo en e l objeto de s u propia
reflexión; y por eso m ism o se afirm a la im p o sib ilid a d
de que el filósofo se ahorre la interrogación sobre s u
pertenencia sin g u la r a él. Todo esto — la filosofía como
problem atizacidn de u n a actualidad y como interroga­
ción del filósofo acerca de esa a c tu a lid a d de la que él
form a parte y con respecto a la cu a l tiene que s it u a r ­
se— b ien podría caracterizar a la filosofía como d isc u r­
so de la m odernidad y sobre la modernidad».

Ahora bien, al leer estas líneas uno no puede


dejar de preguntarse si, como Foucault parecería

97
afirmarlo aquí, la determinación del sujeto contra
el fondo de la pertenencia a un «nosotros» que
coincide con la s condiciones de una actualidad, es
decir, con un campo actual de experiencias posi­
bles, sólo comienza a surgir con Kant, cuando el
texto de este último al que se hace referencia pa­
rece hablar, s i se lo toma al pie de la letra, de algo
m uy distinto: esboza, entre otras cosas, una teoría
del déspota ilustrado, apoyada en el principio se­
gún el cual el hombre es el ser que para «elevarse»
tiene absoluta necesidad de un maestro, teoría
que Foucault elude por completo en su propia in ­
terpretación, lo cual induce a pensar que esta par­
ticiparía m ás bien del orden de una lectura «sinte­
mal». Si se admite que Kant es el primero en plan­
tear esta pregunta: «¿Quién soy ahora?» con el
sentido de; «¿Cuál es el nosotros al que pertenez­
co?», ¿cómo no hacer valer también la respuesta
que él m ism o propone para ella — una respuesta
que sin lugar a dudas gobierna la formulación de
la pregunta— , a saber: que ser sujeto es definirse
por la pertenencia a una comunidad hum ana en
general? Ahora bien, el concepto de comunidad
hum ana que se requiere en un contexto semejante
está constituido de un extremo al otro por la racio­
nalidad de su derecho, en un doble sentido moral y
jurídico: ella es la que se cumple en un Estado de
derecho.
Desde la óptica adoptada por Kant, bien ca­
be pensar en una productividad de la norma; en
efecto, la ley que me liga a una comunidad hum a­
na en general habla en mí, e incluso puede decir­
se, s i se conservan todos los sentidos de esta ex­
presión, que «me» habla, como lo muestra con cla­
ridad la fórmula de Rousseau a la que Kant era

98
particularm ente afecto: «conciencia, instinto d i­
vino», de donde él había extraído por su propia
cuenta la te sis de la «ley moral en mí», esto es,
dentro de mí. Empero, aquella productividad s i­
gue estando precisamente sometida a la identifi­
cación de la norma y el derecho, una identificación
que es la condición de todas m is acciones: s i la ley
me indica lo que debo hacer, aun antes de prohi­
birme lo que no hay que hacer, lo cierto es que su
discurso es en esencia prescriptivo, es decir que
me obliga como una pura forma, cuya eficacia ra­
dicaría, justamente, en el hecho de estar libre de
todo contenido. F oucault, es evidente, no se
orienta en ese sentido. Aquí daríamos, antes bien,
con la s prem isas de la lectura de Kant esbozada
por Lacan en su texto «Kant con Sade», donde
m uestra que la pertenencia a la ley y al ideal
comunitario prescripto por ella define de entrada
al sujeto deseante, al m ism o tiempo que somete
su deseo al peso de esa ley que, por sí sola, como
forma, le da todo su contenido. Como se ve, plan­
tear la cuestión del sujeto de m anera completa­
mente formal — diríamos, además: en el orden de
lo simbólico— es, sin duda, hacer de él el produc­
to de la ley y, con ello, situarlo desde el inicio en
una relación de pertenencia (con referencia a una
comunidad racional que también es, por paradóji­
co que parezca, com unidad deseante); pero es
igualm ente, al m ism o tiempo, tomar por única
medida de esa productividad el formalismo ju r í­
dico de la ley, o sea, elaborar una concepción ne­
gativa o negadora de dicha productividad, que no
tienda a otra cosa que a la instauración de un lí­
mite «en» el propio sujeto; y este aparece entonces
como necesariamente atravesado por la ley: suje-

99
to escindido o hendido, sujeto de esa falta en ser
que tiene por nombre «deseo», esto es, el sujeto en
el sentido lacaniano. Desde ese punto de vista, el
sujeto es aquel que encuentra s u lug a r ya tra ­
zado por completo en un dominio significante de
legitim idad circunscripto con precisión, dentro del
cual debe mantener y garantizar su identidad de
sujeto.
¿Cómo escapar a esta línea de interpretación
hacia la cual parece conducir la referencia kantia­
na s i se la re sitú a en su lógica propia? Tal vez
haya que hacer intervenir otra referencia filosófi­
ca para definir la noción de pertenencia en cuanto
es constitutiva del ser-sujeto: la referencia espi-
n o sista en la que ya nos apoyamos, que debería
perm itir perfilar otra figura de la modernidad,
d istin ta de la que puede deducirse de la crítica
kantiana. En este aspecto, es posible basarse en
una indicación dada por el propio Foucault en la
Historia de la locura, indicación que, admitámos­
lo, careció de repercusiones en el resto de su obra.
Se trata del capítulo 5 de la primera parte, dedi­
cado a los insensatos,“^ donde hace mención de la
problemática ética que está en el trasfondo de to­
do el pensamiento clásico: «La razón clásica no en­
cuentra la ética al cabo de su verdad, y bajo la for­
ma de la s leyes morales; la ética como elección
contra la sinrazón está presente desde el origen de
todo pensam iento concertado (. . .). En la época
clásica, la razón nace en el espacio de la ética». Pa­
ra respaldar el argumento, Foucault cita la fór-

Michel Foucault, Histoire de la folie à l ’âge classique: fo­


lie et déraison, Paris: Plon, 1961, pàgs. 174-5 [Historia de
la locura en la época clásica, Buenos Aires: Fondo de Cultu­
ra Económica, 1992].

100
m ula del De intellectus emendatione: «¿Cuál es,
pues, esta naturaleza [superior, cuya apariencia
general define la ética]? (.. .) Mostraremos que es
el conocimiento de la unión que tiene el alma pen­
sante con la naturaleza entera». Ahora bien, la
noción de pertenencia o unión se define aquí ya no
en el orden de lo simbólico, sino en el de lo real.
Ser sujeto implica, por consiguiente — de acuerdo
con una fórmula que reaparece en toda la obra de
Spinoza— , postularse, afirm arse, reconocerse
como pars naturae, es decir, en cuanto se está so­
metido a la necesidad (y aquel dice que se trata de
todo lo contrario de im a coacción externa) global
de un todo, un todo que es la naturaleza misma, de
la cual cada una de nuestras experiencias como
sujetos es la expresión más o menos desarrollada
y completa; expresión determinada, dice Spinoza;
expresión normada, diría Foucault en su propio
lenguaje.
En consecuencia, vemos aparecer aquí una mo­
dalidad de la pertenencia que rompe con la que se
piensa en la teoría kantiana del derecho racional,
puesto que, s i hace referencia a un orden — una
referencia de la cual deduce su propia racionali­
dad— , ese orden no es humano sino natural, no es
un orden prescriptivo de los hombres sino un or­
den necesario de la s cosas, que se expresa desde el
punto de v ista de una naturaleza con respecto a la
cual no h a y hombre que tenga el derecho — y
m enos a ú n que esté en condiciones— de p o s­
tu la rse tanquam im perium in imperio, esto es
(aventuremos una traducción), «como un poder en
un poder». Por eso, las leyes de este orden, que son
la s de la naturaleza m ism a, y no la s de una na­
turaleza hum ana independiente, son leyes en el

101
sentido físico del término, y no en su sentido ju ­
rídico. Por consiguiente, la relación de pertenen­
cia ya no debe determinarse de manera lim ita ti­
va, al modo de una coacción, sino de manera posi­
tiva e incluso, conforme a la s palabras del propio
Spinoza, causal: es esa relación, en efecto, la que
constituye, la que hace ser, aquello que se afirma
en ella y por ella. Desde esa perspectiva, acceder
a una naturaleza superior — para retomar la fór­
m ula del De intellectus emendatione— no signifi­
ca en absoluto despojamos de nuestra naturaleza
primera, con v ista s a lo que se presentaría, a la
sazón, como m ás allá de nuestros lím ites propios,
s i razonamos en términos de finitud: es, al contra­
rio, desplegar al máximo toda la potencia que está
en esa m ism a naturaleza, en virtud de la cual esta
se comunica, en cuanto pars naturae, con la natu­
raleza entera a la que tiende a manifestar en su
integridad, habida cuenta de que la infinitud no
se divide; así como toda la extensión «está» en una
gota de agua, así como la totalidad del pensam ien­
to está en la m ás sim ple de las ideas, así también
toda la naturaleza está «en» mí, siempre y cuando
yo aprenda a conocerme como perteneciente a
ella, al acceder a ese saber ético que es también
una ética del saber y que suprime la falsa alterna­
tiva entre la libertad y la necesidad.
E s lícito asociar a esta últim a consecuencia la
fórmula que aparece en la introducción de E l uso
de los placeres,^ mediante la cual Foucault define
el objetivo de su empresa; «Saber en qué medida

® Michel Foucault, Hisioire de la sexualité, vol. 2, L’Usage


des p la isirs, Paris: Gallimard, 1984, pàg. 15 [Historia de la
sexualidad, vol. 2, E l uso de los placeres, México: Siglo XXI,
1986].

102
el trabajo de pensar su propia historia puede libe­
rar al pensamiento de lo que piensa en silencio y
p e rm itirle pensar de otra manera». P ensar su
propia historia, es decir, pensarse como pertene­
ciente a cierto tipo de sociedad en la s condiciones
de una actualidad, es liberar al pensamiento de lo
que piensa sin pensar en ello, y abrirle así el cami­
no de la ún ica libertad que tiene algún sentido
para él: no la de una ilu so ria «liberación» que le
permita experimentarse como plenamente hum a­
no, sino la que lle va a «pensar de otra manera»,
expresión que tam bién podríamos utiliz ar para
presentar el amor intellectualis Dei al cual hace
referencia Spinoza, quien, en el fondo, no dice na­
da distinto.
Si prolongáramos aún m ás esta referencia a
Spinoza llegaríamos a una nueva tesis, que en la
reflexión consagrada por Foucault a los proble­
m as de la norma y su acción es, quizá, la m ás im ­
portante: luego de la tesis de la productividad de
la norma, la de su inmanencia.

III

Pensar la inm anencia de la norma es, desde


luego, renunciar a considerar su acción de mane­
ra restrictiva, como una «represión» formulada
en térm inos de interdicto, ejercida contra un s u ­
jeto dado con anterioridad a dicha acción y que
podría, por su parte, liberarse o ser liberado de
un control semejante: la historia de la locura, co­
mo la de la s prácticas penitenciarias y, asim ismo,
la de la sexualidad, m uestra a la s claras que esa

103
«liberación», le jo s de su p rim ir la acción de la s
normas, no hace sino reforzarla. Mas también po­
demos preguntarnos s i basta con denunciar la s
ilusio n es de ese discurso antirrepresivo para esca­
par a ellas: ¿no corremos el riesgo de reprodu­
cirlas en otro nivel, en el que han dejado de ser in ­
genuas pero, a pesar de ser ahora informadas, no
dejan de estar desplazadas con respecto al conte­
nido al que parecen apuntar? En apariencia, Fou­
cault se encamina en ese sentido en oportunidad
del debate que in ic ia con el p sico a n á lisis en La
voluntad de saber:

«Que el sexo, en efecto, no está “reprim id o” no es u n a


afirm ación m u y novedosa. Hace u n b uen tiem po que
lo s p sic o a n a lista s lo d ijeron. R echazaron la pequeña
m a q u in a r ia sim p le que uno im a g in a de b u e n a gana
cuando se h a b la de represión; la id ea de u n a energía
rebelde que habría que in te rrum p ir les pareció in a d e ­
cuada para descifrar de qué m anera se articulan poder
y deseo; lo s suponen ligados de u n modo m á s complejo
y originario que el juego entre u n a energía sa lv a je , n a ­
tu ra l y viviente , que s in cesar asciende desde abajo, y
u n orden desde arrib a que procura obstaculizarla; no
ha bría que im a g in a r que el deseo está reprim ido, por la
buena razón de que la ley lo constituye y constituye la
falta que lo in sta u ra . La relación de poder ya estaría
a llí donde está el deseo: es ilu so rio , pues, d en u n ciarla
en u n a represión que se ejercería a posteriori, pero v a ­
nidoso, tam bién, p a rtir a la b úsq u ed a de u n deseo al
m argen del poder»,®

Ahora bien, presentar la ley como constitutiva


del deseo es, tal cual acabamos de verlo, pensar la

® M. Foucault, La Volonté de savoir, op. eit., pág. 107.

104
pro ductividad de la norm a; pero no b asta con
analizar la relación de la ley con el deseo como
una relación causal, en la que el deseo del sujeto
se identifica como un efecto cuya causa sería el or­
den m ism o de la ley; es preciso, además, pregun­
tarse por el tipo de causalidad, transitiva o inm a­
nente, que está en juego en esa relación. Se com­
prende, entonces, que para explicar el hecho de
que haya normas que actúan efectiva y eficazmen­
te no sea suficiente reducir esa acción a un modelo
determinista, desarrollado en forma simétrica con
el discurso de la «liberación», como su imagen en
espejo, invertida y, en el juego mismo de esainver-
sión, idéntica.

«Lo que d istin g u e uno de otro el a n á lisis que se hace en


té rm in o s de represión de lo s in stin to s y el que se p lan ­
tea d esde el punto de v ist a de la ley del deseo es, s in
duda, la m anera de concebir la naturaleza y la d in á ­
m ica de la s p u lsio n e s, y no la m anera de concebir el po­
der. A m bos recurren a u n a representación com ún del
poder que, conforme al uso que se le dé y a la posición
que se le reconozca con respecto al deseo, lle v a a dos
consecuencias opuestas: ya sea a la prom esa de u na “l i ­
beración” s i el poder únicam ente tiene u n in flu jo exte­
rio r sobre el deseo, y a sea, s i es c o n stitu tiv o de este
m ism o , a la a firm ació n “y a e stá s entram pado desde
siem p re”».^

Para no demorarnos, digamos que esta últim a


fórmula, «ya estás entrampado desde siempre»
— la ley, debido a su naturaleza de causa, se anti­
cipa siempre a su s efectos posibles— , es la que re­
sultaría de la mera aserción de la productividad

Ibid., pág. 109.

105
T
de la norma, sin tener en cuenta el otro aspecto de
su acción que es su carácter inmanente.
¿En qué consiste esta tesis de la inmanencia?
En introducir en la relación causal que defíne la
acción de la norma la siguiente consideración; di­
cha relación no es una relación de sucesión, que
vincule térm inos separados, partes extra partes,
conforme al modelo de un determinismo mecani-
cista, sino que presupone la simultaneidad, la coin­
cidencia, la presencia recíproca, lo s unos en los
otros, de los elementos reunidos por ella. Desde
esa perspectiva, ya no se puede pensar la norma
m ism a antes de la s consecuencias de su acción, y
en cierto modo por detrás y con prescindencia de
ellas; por el contrario, hay que pensarla tal y como
actúa en su s efectos, y no, propiamente hablando,
sobre ellos, con el fín de conferirles el máximo de
realidad de que son capaces, no de lim itar su rea­
lidad a través de un mero condicionamiento. ¿En
qué aspecto representa esta concepción un progre­
so en comparación con los a n á lisis efectuados pre­
cedentemente?
Para volver a los ejemplos tratados por Fou­
cault, ya sabíam os que no hay sexualidad en sí,
así como no debe haber tampoco locura en sí, aun­
que el texto de la Historia de la locura no siempre
haya sido del todo claro al respecto; no hay sexo
sa lva je , cuya verdad irru p tiva se m anifieste a
través de una experiencia originaria, fuera del
tiempo y de la sociedad, porque lo que llam am os
«sexualidad» es un fenómeno histórico-social, de­
pendiente de la s condiciones objetivas que lo «pro­
ducen». Sin embargo, para escapar al mito de los
orígenes no basta con transferir a la ley y su poder
la iniciativa concreta de una acción de la cual las

106
prácticas de la sexualidad dependan con el carác­
ter de consecuencias. También se debe compren­
der que no hay norma en sí, no hay ley pura, que
se afirme como tal en su relación formal consigo, y
que sólo salga de sí m ism a para lim itar o delim i­
tar su s efectos y, así, marcarlos negativamente.
La h isto ria de la sexualidad enseña que no hay
nada detrás del telón: ningún sujeto sexual autó­
nomo con respecto al cual las formas históricas de
la sexualidad no sean m ás que manifestaciones fe­
nom énicas, m ás o m enos acordes a su esencia
oculta, pero tampoco n ing una ley de la se x u a li­
dad, que cree artificialmente el ámbito de su in ­
tervención, sometiendo de entrada a su s reglas al
sujeto de esta última, un sujeto al cual, de tal mo­
do, ella «posea», tanto en el sentido noble de la pa­
labra como en su sentido trivial. En este aspecto,
sucede con la astucia de la norma lo m ism o que
con la astucia de la razón.
En otros términos, la sexualidad no es m ás que
el conjunto de la s experiencias históricas y socia­
les de la sexualidad, sin que estas experiencias,
para ser explicadas, tengan que confrontarse con
la realidad de una cosa en sí, que esté situada en
la ley o en el sujeto al cual se aplica, una realidad
que sería también la verdad de dichas experien­
cias. A llí está la clave del «positivismo» de Fou­
cault; sólo hay verdad fenoménica, sin referencia
a un principio de derecho que se anticipe a la rea­
lidad de los hechos a los cuales se aplica. Por eso,
la h isto ria de la sexualidad no es una h isto ria
«de», en el sentido del estudio de la s transfor­
maciones de un contenido objetivo, sujeto o ley,
que preexista a ellas, y ya se identifique ese conte­
nido a través de la existencia de un sujeto de se-

107
xualidad o de una ley de sexualidad. De ahí este
principio metodológico fundamental que reduce la
h isto ria de la sexualidad a un a h isto ria de los
enunciados sobre la sexualidad, sin que en lo s u ­
cesivo la cuestión consista en relacionar dichos
enunciados con u n contenido independiente que
ellos no hagan m ás que designar real o sim b ó li­
camente. En este aspecto, parece en verdad que
Foucault renunció de manera definitiva a un pro­
ceder de tipo hermenéutico, dirigido a interpretar
enunciados, para desentrañar detrás de ellos un
sentido y h a sta u n a a u se n cia de sentido, con
respecto a los cuales aquellos fueran a la vez algo
a sí como in d ic io s y m áscaras. H isto ria de los
enunciados sobre la sexualidad o, mejor, de los
enunciados de la sexualidad, según la fórmula del
«sexo que habla» que Foucault toma de la fábula
de Los d ije s indiscretos: al no haber detrás del
discurso del sexo nada que sostenga o respalde
su s aserciones, el sexo no es de por sí otra cosa
que el conjunto de su s aserciones, o sea, todo lo
que él m ism o dice de sí mismo. Por esta razón, su
verdad no debe buscarse en n in g una otra parte
que en la sucesión histórica de los enunciados que
constituye, por sí sola, el ámbito de todas su s ex­
periencias.
En consecuencia, si la norma no es exterior a
su campo de aplicación, ello no sólo se debe, como
ya lo mostramos, a que lo produce, sino a que ella
m ism a se produce en él al producirlo. A sí como no
actúa sobre u n contenido que su b sista con inde­
pendencia y al margen de ella, tampoco es de por
sí independíente de su acción, presuntamente de­
sarrollada de manera exterior a ella, en una for­
ma que sería, por fuerza, la de la división y la esci-

108
sión. Sin duda alguna, es en este sentido que hay
que hablar de la inmanencia de la norma, con res­
pecto a lo que esta produce y al proceso por medio
del cual lo produce: lo que norma la norma es su
acción.
E l reproche que Foucault le hace al psicoanáli­
s is — al cual, por otra parte, le reconoce no pocos
méritos— es, justamente, el de haber prolongado
a su manera el gran mito de los orígenes, al rela­
cionarlo con la ley m ism a y constituir a esta como
u n a esencia inalterable y separada: como si la
norma tuviese un valor en sí, que pudiera medir­
se al precio de una interpretación; como s i su ver­
dad se m antuviera por debajo de su s efectos y es­
tos sólo desempeñaran a su respecto el papel de
síntomas.
Por consiguiente, si la acción de la norma no
encuentra u n campo de realidad que sea previo a
su intervención, tam bién hay que decir que ella
m ism a no está preordenada a esta y que sólo orde­
na su función norm ativa a medida que la ejerce,
en u n ejercicio que tiene a la norma por sujeto y
objeto a la vez. Para reiterarlo con otras palabras:
la norma tan sólo puede pensarse históricamente,
en relación con los procesos que la ponen en prác­
tica. Aquí, Foucault sigue, sin lugar a dudas, la
lección de Georges Canguilhem, quien es en nues­
tra época el indiscutib le iniciador de una nueva
reflexión sobre las normas. En su introducción a
la edición norteamericana de Lo normal y lo pato­
lógico (texto publicado con el título de «La vie et la
science» en el número de enero-marzo de 1985 de
la Revue de Métaphysique et de Morale consagra­
do a Canguilhem), Foucault pone de manifiesto
con m ucha claridad esa enseñanza:

109
«Mediante la d ilucid ació n del saber sobre la v id a y de
lo s conceptos que lo a rtic u la n , Georges C a n g u ilh e m
quiere recuperar lo que pasa con el concepto en la vid a,
es decir, con el concepto en cuanto es uno de lo s modos
de la inform ación que todo ser v iv o toma de s u medio.
E l hecho de que el hombre v iv a en u n medio conceptua­
lm ente estructurad o no prueba que se h a y a d esviad o
de la v id a a ra íz de a lg ú n o lv id o o q ue u n d ra m a
histó rico lo h a y a separado de ella; sólo prueba que v iv e
de cierta m anera. (. ..) Form ar conceptos es u n a m an e­
ra de v iv ir y no de m atar la vida» (págs. 12-3).

Elaborar norm as de saber — esto es, formar


conceptos— en relación con normas de poder es,
pues, embarcarse en un proceso que, a m edida
que se desenvuelve, genera por sí m ism o la s con­
diciones que lo verifican y lo hacen eficaz. La ne­
cesidad de esa elaboración no se relaciona con
otra cosa que aquello que ya Pascal, con rma fór­
m ula pasmosa, llamaba «fuerza de la verdad» (cf.
la «Relación de la gran experiencia del equilibrio
de los líquidos» de 1647, y este pasaje de la adver­
tencia al lector que la precede: «Con todo, no dejo
de se n tir pesar al apartarme de esas opiniones
tan generalmente admitidas [acerca del horror al
vacío] ; sólo lo hago cediendo a la fuerza de la ver­
dad que me obliga a ello»). Aqiu se trata sin duda
de la fuerza de la verdad, con la condición de no
esencializarla, a saber, de reducirla míticamente
a la jerarquía de una fuerza v ita l cuyo «poder»
sea preexistente al conjunto de efectos que produ­
ce. Si hay normas que actúan, no lo hacen en v ir ­
tud de una oscura potencia que guardaría en su
orden, en estado virtual, el sistem a de todos su s
efectos posibles, puesto que entonces sería in e v i­
table preguntarse qué legitim a o condiciona una

lio
acción sem ejante, y para responder habría que
recurrir a la ficción de un origen trascendente de
la norma, que le permitiera anticiparse a todo lo
producido por ella. El «ya estás entrampado», que
presupone la existencia previa de la norma, debe
ser sustituido por la idea de que la norma misma,
entrampante y entrampada, no es otra cosa que
el hecho de caer en su propia trampa, que es para
ella como un embuste y un testimonio de verdad.
Ya lo hem os dicho: detrás del telón no hay nada.
Y la astucia de la norma no se apoya en ninguna
fuerza manipuladora, porque su propia acción la
m anipula por completo.
La norma no es, pues, un lím ite ya totalmente
trazado cuya línea divida el destino de los hom ­
bres: Kant veía a la hum anidad en el cruce de dos
caminos y la observaba conquistando su libertad
al elegir el lado bueno de esa bifurcación. Lo que
está enjuego aquí es, desde luego, la relación en­
tre una naturaleza y una cultura. Pero, ¿adopta
esa relación la forma de un clivaje, que pasa entre
dos órdenes de hechos heterogéneos, o es una rela­
ción de constitución e intercambio, que deposita
en la s fuerzas de la naturaleza y la vida la tarea
de elaborar la s normas y hacerlas reconocer? En
este punto, la referencia espinosista quizá pueda,
una vez más, ilustrarnos.
Se sabe que Spinoza elaboró una nueva con­
cepción de la sociedad sobre la base de la de Hob­
bes, pero también en oposición a ella con respecto
a un punto crucial. Según Hobbes, el estado de so­
ciedad impone normas, es decir, leyes, con vista s
a proteger a los hombres contra sí m ism os, y en
particular contra la pasión destructiva, verdade­
ro instinto de muerte, que los atormenta y tiene

111
1
campo libre en el estado de naturaleza. Ahora
bien, siempre en opinión de Hobbes, la regulación
de la v id a por medio de norm as depende de un
cálculo racional que, al encerrar dentro de ciertos
lím ite s lo s comportamientos, los contiene y los
restringe, con el objeto de «superar» la s contradic­
ciones de una naturaleza desordenada; y la con­
dición de ese pasaje-superación — en el cual Negri
ve, sin duda alguna acertadamente, una prefigu­
ración de la dialéctica en el sentido hegeliano—
constituye una transferencia voluntaria de poder,
aceptada por todos los integrantes del cuerpo so­
cial y productora de una nueva forma de poder so­
berano, que rescata en su beneficio el instinto de
dominación propio de todos los hombres, pero lo
vuelve en contra de ellos en la forma de una obli­
gación absoluta. E s aquí donde se deja ver en toda
su pureza la idea de una trascendencia de la nor­
ma, con todos los efectos que de ello se derivan: el
juego de escisiones y contradicciones que podría
hacer leer la obra de Hobbes como la anticipación,
en la época clásica, de una suerte de psicoanálisis
del poder.
Ahora bien, Spinoza, contra Hobbes, se niega a
establecer entre estado de naturaleza y estado de
sociedad esa relación de rup tura y superación
que recuerda, como acabamos de señalarlo, una
dialéctica de tipo hegeliano. A su entender, la na­
turaleza nunca deja de actuar en la sociedad, al
m ovilizar las m ism as leyes y las m ism as pasiones
que im p ulsan a la s arañas a pelear y llevan a los
peces chicos a ser pasto de los grandes, sin que el
sentido de esas leyes se invierta, sin que se vuel­
van contra sí m ism as para in sta la r la dialéctica
de un contra-poder. E s que el poder, por lo tanto.

112
1
no se define necesariamente por la dominación.
Históricamente puede tomar la forma de esta, por
supuesto, pero que lo haga o no es absolutamen­
te circunstancial; y el principio m ism o del tipo
de sociedad que se constituye a partir de un poder
de esas características es víctima, entonces, de un
desequilibrio. V ivir en sociedad, de acuerdo con
normas, no es su stitu ir el derecho de la naturale­
za por un derecho racional; m uy por el contrario,
es m anejar y regular la s m ism a s relaciones de
fuerza que determ inan, sobre la base del juego
libre y necesario de los afectos, el conjunto de las
relaciones interindividuales. Desde ese punto de
v ista , la s p rem isas de una teoría política no se
encuentran en la cuarta parte de la Ética, sino ya
en la tercera, donde Spinoza expone, aun antes de
formular la idea de un poder soberano, la socia­
lización espontánea de los afectos, teorizada por
medio del concepto de im itatio affectuum, una
so cializ ación que para funcionar no n ecesita
otras leyes que la s de la naturaleza. E n conse­
cuencia, la cuestión del orden social se juega de
entrada en el plano de los conflictos pasionales
cuyo desarrollo ese m ism o orden abraza: de ellos
extrae su verdadera potencia, potentia, y no de un
nuevo principio, potestas, que sobreañada a la ex­
presión de dichos conflictos nuevas reglas y nue­
v a s pautas de comportamiento. Desde ese punto
de vista, una vez más, sería m uy posible leer en la
tercera parte de la Ética el esbozo de una teoría
de los micro-poderes. A lo cual hay que agregar
que las normas de poder así introducidas funcio­
nan también, de manera indisociable, como nor­
m as de saber: al m ultiplicar la s relaciones entre
los hombres, al tejer la red cada vez más compleja

113
de su s relaciones m utuas, aumentan en la m ism a
proporción su capacidad de forjar nociones comu­
nes, esto es, nociones necesariamente adquiridas
en conjunto que expresan lo que es común a la ma­
yor cantidad de cosas posibles. Como se advertirá,
la m ism a fuerza de la naturaleza y la vida trans­
forma al in d iv id u o en sujeto cognoscente y ac­
tuante.
¿Qué es, en esencia, lo que distingue a Hobbes
de Spinoza? E s el hecho de que la preocupación
central de Hobbes radica en fundar una política
en una antropología, o sea, en una teoría de la s
pasiones hum anas, que permita desentrañar una
motivación fundamental, rectora de todas la s ac­
ciones de los hombres: el miedo a morir, motiva­
ción que, invertida, otorga al derecho su único
principio y funda la concepción jurídica del poder.
A ju ic io de Spinoza, empero, seguir un proceder
semejante es constituir al hombre «tanquam im ­
perium in imperio», atribuyéndole una naturaleza
totalmente opuesta a la naturaleza m ism a; por
eso, él no intenta apoyar su reflexión política en
una teoría de la s pasiones hum anas, en la que es­
tas delimiten, dentro de la naturaleza, un orden
propiamente hum ano, sin o que elabora, por el
contrario, una teoría natural de la s pasiones en
general, mostrando que todos los afectos, y los de
los hombres en particular, están por completo in ­
mersos en la naturaleza, cuyas leyes siguen y de
la que no son m ás que expresiones diversas y de­
terminadas. Puede decirse, entonces, que de he­
cho la s prem isas de una teoría política deben b us­
carse, antes que en la tercera y la cuarta partes de
la Ética, en la primera y la segunda, que exponen
la s condiciones de aquella inserción.

114
Se ve, pues, adónde conduce el principio de la
inm anencia de la norma a su s efectos, a todos su s
efectos. Contra la idea común y corriente de que el
poder de la s normas es artificial y arbitrario, ese
principio revela el carácter necesario y natural de
su fuerza, que se define y se forma en el tra n s­
curso m ism o de su acción y se produce al producir
s u s efectos, con u n a tendencia a hacerlo s in
reservas n i lím ites, es decir, sin suponer la inter­
vención negadora de un a trascendencia o una
división. Sin duda, es esto lo que Foucault quería
expresar al hablar de la positividad de la norma,
que se da por entero, se produce al producir su s
efectos, a través de su acción, esto es, en su s fenó­
menos, y simultáneamente en su s enunciados, sin
retener en modo alguno por debajo de estos, o por
encima, un absoluto de poder al que deba su efi­
cacia pero cuyos recursos ja m á s agote del todo.
Norma positiva, también, en la medida en que su
intervención no se reduce al gesto elemental de
escindir ámbitos de legitimidad, sino que consis­
te, por el contrario, en una incorporación progre­
siv a y una proliferación continua de su s manifes­
taciones, cuya forma m ás general es la de la inte­
gración.
Necesidad y naturalidad de la norma, por con­
siguiente; pero no se puede dejar aquí interrum ­
pido el cotejo que se ha esbozado con algunos as­
pectos del pensamiento filosófico de Spinoza. Hay
que explorar h asta el final esta hipótesis y pre­
guntarse si debe llevar también a afirmar la sus-
tancialidad de la norma, a reinscribirla en un or­
den de cosas m asivo y global, que someta necesa­
riamente su explicación a una perspectiva meta­
física. En Spinoza, la ley extrae su fuerza del ser

115
de la sustancia; y es evidente que sería in ú til b u s­
car en la obra de Foucault el bosquejo de un razo­
namiento semejante. Hasta aquí, Spinoza nos ha
servido para leer a Foucault, m as también podría­
mos preguntarnos s i este no nos ayuda a leer a
aquel, a través de la confrontación que él m ism o
nos impone llevar a cabo entre el tema de la sus-
tancialidad y el de la historicidad; y está claro
que, al plantear este últim o problema, tampoco
nos hallam os lejos de las cuestiones suscitadas en
Marx por el estatus del «materialismo histórico»,
que es un nuevo esfuerzo por pensar junto s lo h is ­
tórico y lo sustancial.

116
De Canguilhem a Canguilhem
pasando por Foucault*

Al margen de la s consideraciones personales y


particulares que llevan a cotejar los rumbos teóri­
cos tomados por Georges C anguilhem y Michel
Foucault, la comparación se justifica sobre todo
por una razón de fondo: esos dos pensamientos se
desarrollaron alrededor de una reflexión consa­
grada a la problemática de las normas; reflexión
filosófica, en el sentido fuerte de la expresión, aun
cuando en los dos autores se haya asociado direc­
tamente a la explotación de materiales extraídos,
en un principio, de la historia de las ciencias bioló­
gicas y hum anas y la historia política y social. A
ello obedece este interrogante común que, en tér­
m inos m uy generales, podría formularse así; ¿Por
qué la existencia hum ana se enfrenta a normas?
¿De dónde sacan estas su poder? ¿Y en qué direc­
ción lo orientan?
En Canguilhem, estas cuestiones se urden en
torno al concepto de «valores negativos», reelabo­
rado a partir de Bachelard. Este aspecto tiene

* Este texto, cuyo título original es «De C anguilhem à


Canguilhem en passant par Foucault», se publicó por p ri­
mera vez en Collège International de Philosophie (ed.),
Georges Canguilhem, philosophe, historien des sciences: ac­
tes du colloque (6-7-8 décembre 1990), Paris: Albin Michel,
1993, col. «Collège International de Philosophie», pàgs.
286-94.

117
una ilustración ejemplar en la conclusión del ar­
tículo «Vie» de la Encyclopaedia U niversalis, el
cual, sobre la base de una referencia a la pulsión
de muerte, enuncia la tesis siguiente: La vida sólo
se hace conocer y reconocer a través de su s erro­
res, que en todo ser viviente revelan su inacaba­
miento constitutivo. Y por ello el poder de las nor­
m as se atfirma en el momento en que choca, y lle­
gado el caso tropieza, con los lím ites que no puede
franquear y hacia los cuales, por eso mismo, vuel­
ve indefinidamente. En ese sentido, antes de ci­
tar in extenso a Borges, Canguilhem se pregcmta;
«El valor de la vida, la vida como valor, ¿no tienen
su s raíces en el conocimiento de su esencial pre­
cariedad?».
En la exposición que sigue, los problemas que
están enjuego se inscribirán en un marco delim i­
tado con rigor, a partir de una lectura paralela de
la s dos obras de Georges C anguilhem y Michel
Foucault que tratan precisamente esta cuestión:
la relación intrínseca de la vida con la muerte, o
de lo viviente con lo mortal, según se comprueba
sobre la base de la experiencia clínica de la enfer­
medad. Para comenzar, recordemos brevemente
en qué espacio cronológico se despliega esa con­
frontación: en 1943, Canguilhem publica su tesis
de medicina, el E ssa i su r quelques problèmes con­
cernant le norm al et le pathologique-, en 1963,
«veinte años después», presenta en la colección
«Galien», dedicada a la historia y la filosofía de la
biología y la m edicina, que él dirige en P resses
U niversitaires de France, la segunda gran obra
de Michel Foucault luego de la H istoria de la lo­
cura: E l nacimiento de la clínica-, ese m ism o año
dicta u n curso sobre la s norm as en la Sorbona,

118
1

como preparación de la reedición, en 1966, del E s­


sa i de 1943, aumentado con «Nouvelles réflexions
concernant le normal et le pathologique». Recor­
demos la s etapas su c e siva s de ese recorrido {Le
N ormal et le pathologique, de Georges Canguil-
hem, se citará según la edición de 1966, reprodu­
cida en 1988 por PUF en la colección «Quadrige»,
y N aissance de la clinique, de Michel Foucault,
según la edición original de 1963 en la colección
«Galien» de PUF).

En 1943, e lE ssa i de Canguilhem contrapone la


perspectiva objetivadora de una biología positi­
v ista — por entonces representada de modo ejem­
plar en los trabajos de Claude Bernard, que estu­
dia la vida en el laboratorio— a la realidad efecti­
va y, por decirlo así, existencial de la enfermedad:
esta últim a tiene, en esencia, el valor de un pro­
blema planteado al individuo y por el individuo a
causa de los defectos de su propia existencia, y del
que se hace cargo una medicina que no es en prin­
cipio una ciencia, sino un arte de la vida, ilustrado
por la conciencia concreta de ese problema con­
siderado como tal, con prescindencia de lo s in ­
tentos de solución que se proponen resolverlo, es­
to es, hacerlo desaparecer en cuanto problema.
Todo este a n á lisis gira alrededor de un concep­
to central: el del «viviente», sujeto de una «expe­
riencia» — noción que reaparece a lo largo de todo
el E ssa i— que lo expone, de manera a la vez inter­
mitente y permanente, a la posibilidad del sufri­
miento y, m ás en general, del v iv ir mal. En esa
perspectiva, el viviente es ernte todo el individuo o
el ser vivo, aprehendido en su singularidad exis­
tencial, tal y como la revela en forma privilegiada

119
la vivencia consciente de la enfermedad; pero es
T
también lo que podríamos llam ar «lo viviente del
viviente»: ese movim iento polarizado de la vid a
que empuja a todo viviente a desarrollar al máxi­
mo lo que hay en él de ser o de existir. En este ú l­
tim o aspecto, podemos sin duda encontrar un a
inspiración bergsoniana, pero podríamos ver tam­
bién, aunque el propio Canguilhem no mencione
la eventualidad de ese cotejo, la sombra tendida
por el concepto espinosista de conatus.
Ese viviente, que está con vida en la medida en
que se hace vivir, se califica por el hecho de que es
portador de una «experiencia», presentada de ma­
nera sim ultánea bajo dos formas: una consciente y
otra inconsciente. En la primera parte del E ssa i,
en oposición a los procedimientos del biólogo que
tiende a hacer del enfermo un objeto de laborato­
rio, se in siste sobre todo en que el enfermo es un
sujeto consciente, que se afana en expresar lo que
le hace sentir su propia experiencia declarando su
m al a través de la lección vivid a que lo vincula al
médico; en ese sentido, Canguilhem escribe, con
referencia a la s concepciones de René Leriche:
«Estimamos que no hay nada en la ciencia que no
haya aparecido antes en la conciencia y (. . .) que,
en el fondo, el punto de v ista verdadero es el del
enfermo».^
No obstante ello, la segunda parte del libro re­
toma el m ism o a n á lisis y lo profundiza, lo cual
conduce a arraigar la experiencia del viviente en
una región situ a d a antes o en los lím ite s de la
conciencia, a llí donde se afirma, a prueba de los

^ Georges Canguilhem, Le Normal et le pathologique, Pa­


rís; PUF, 1966, pág. 53 [Lo normal y lo patológico, México:
Siglo XXI, 1986].

120
obstáculos que se oponen a su total expansión, lo
que acabamos de llam ar «lo viviente del viviente»,
y que Canguilhem designa también como «el es­
fuerzo espontáneo de la vida»,^ esfuerzo espontá­
neo, por lo tanto, anterior y quizás exterior a su
reflexión consciente; «No vemos cómo podría ex­
plicarse la normatividad esencial para la concien­
cia hum ana si, de alguna manera, no estuviera en
germen en la vida».^ En germen, es decir, bqjo la
forma de una promesa que se revela como tal, so­
bre todo, en lo s casos en que no parece posible
cumplirla.
La puesta en valor de esa «experiencia», con
s u s dos dim ensiones, consciente e inconsciente,
lleva, en oposición al objetivism o propio de una
biología positivista voluntariamente ignorante de
los valores de la vida, a la siguiente conclusión:
«Nos parece que la fisiología tiene algo mejor para
hacer que procurar definir objetivamente lo nor­
mal, y es reconocer la normatividad original de la
vida».'* Lo cual significa que, al no ser la s normas
datos objetivos, y como tales directamente obser­
vables, los fenómenos que originan no son los es­
táticos de una «normalidad», sino los dinám icos
de una «normatividad». Se advertirá que el térmi­
no «experiencia» encuentra aquí otro nuevo senti­
do: el de un im pulso que tiende hacia im resulta­
do sin tener la garantía de alcanzarlo o de soste­
nerse en él; en el caso del v ivie n te hum ano, la
fuente positiva de todas su s actividades es el ser
errático de lo viviente, sujeto a una infinidad de
experiencias.
^Ihid., pág. 77.
® Ibid.
^ Ibid., pág. 116.

121
De ese modo se invierte la perspectiva tradicio­
nal sobre la relación entre la vida y las normas: no
es la primera la que está sometida a la s segundas,
m ientras estas actúan sobre ella desde el exterior;
a n te s b ie n , el m o vim ie n to m ism o de la v id a
produce la s norm as, de manera completamente
inmanente. E sa es la tesis central del E ssai: hay
una normatividad esencial de lo viviente, creador
de norm as que son la expresión de su polaridad
constitutiva. E sa s norm as explican el hecho de
que lo v iv ie n te no pueda re d u cirse a un dato
m aterial y sea en cambio una posibilidad, en el
sentido de una potencia: una realidad que se da
desde el inicio como inacabada porque se confron­
ta de manera intermitente con los riesgos de la en­
fermedad y de m anera permanente con el de la
muerte.

La lectura, luego del E ssa i de 1943, de E l naci­


miento de la clínica, el libro de Foucault publicado
en 1963 en un a colección dirig ida por Canguil-
hem, lleva a la comprobación de una comunidad
de concepciones que no excluyen la diferencia y
h a sta la oposición de los puntos de vista. E stas
dos obras tienen en común una crítica radical de
la pretensión de objetividad del positivism o bioló­
gico, llevada a cabo en su s dos bordes extremos.
Según hem os visto, Georges C anguilhem había
efectuado esa crítica recurriendo a la experiencia
concreta del viviente, con lo cual se halló ante la
necesidad de abrir una perspectiva, que podría­
mos calificar de fenomenològica, sobre el juego de
la s normas, captado en el punto en que surge de la
esencial normatividad de la vida. Ahora bien, Mi­
chel Foucault su stitu y e la consideración de ese

122
origen esencia] por la de un «nacimiento» históri­
co, situado precisamente en el desarrollo de un
proceso social y político; de tal modo, le toca pro­
ceder a una «arqueología» — lo contrario de una
fenomenología— de la s norm as m édicas, v ista s
desde el lado del médico, e incluso, por detrás de
este, de las instituciones médicas, mucho m ás que
desde el lado del enfermo, que parece así el gran
ausente de ese Nacimiento de la clínica. De esta
m anera se explica el despliegue de u n espacio
médico en el cual la enfermedad queda sujeta a
una «mirada» a la vez normada y normadora, que
decide la s condiciones de la norm alidad som e­
tiéndose a la s de una normatividad común:

«La m e d icin a y a no debe se r únicam ente el corpus de


la s técnicas de la curación y del saber que e sta s requie­
ren: tam b ién abarcará u n conocimiento del hom bre s a ­
lud ab le, es decir, a la vez u n a experiencia del hombre
no enfermo y u n a definición del hom bre modelo. E n la
g e stió n de la ex iste n cia h u m a n a , a su m e u n a p o stu ra
n orm ativa, que no la autoriza sim p lem ente a repartir
consejos de v id a prudente, sin o que le da fundam entos
para re gir la s re la cione s físic a s y m o rales del in d iv i­
duo y de la sociedad donde el vive».^

Se diría que el viviente ha dejado de ser el su ­


jeto de la norm atividad para no ser ya otra cosa
que su punto de aplicación, si no fuera porque, en
la práctica. Foucault suprim e de su s a n á lisis toda
referencia a esa noción de viviente, tan escasa en

® Michel Foucault, Naissance de la clinique: une archéo­


logie du regard médical, Paris: PUF, 1963, col. «Galien»,
pàg. 35 [El nacimiento de la clínica: una arqueología de la
m irada médica, México: Siglo XXI, 1966].

123
E l nacimiento de la clínica como frecuente es en el
E ssa i de Canguilhem. Ese es el precio que hay que
pagar para presentar una génesis de la norm a­
lidad, en el doble sentido de un modelo epistemo­
lógico, que regula los conocimientos, y u n modelo
político, que rige los comportamientos.
El concepto de «experiencia» aparece tan a me­
nudo en los a n á lisis de Foucault como en los de
Canguilhem; sin embargo, en relación con la exi­
gencia planteada por aquel de «tomar la s cosas
en su severidad estructural»,® se le da una sig n i­
ficación m uy diferente. Ya no se trata de una ex­
periencia del viviente, en todos los sentidos que
puede adoptar esta expresión, sino de una expe­
riencia histórica, a la vez anónima y colectiva: ex­
periencia de viviente, m ás que experiencia del v i­
viente, de la que se desprende la figura completa­
mente d e sin d ivid u a liz a d a de la clínica. Así, lo
que Foucault llam a «experiencia clínica» procede
simultáneamente en varios niveles: es lo que per­
mite al médico perfeccionar su experiencia, al po­
nerse en contacto con la experiencia por medio de
la observación (la «mirada médica»), en el marco
institucio nal que determina una experiencia so­
cialmente reconocida y controlada. En esta ú lt i­
ma frase, la palabra «experiencia» aparece en
tres posiciones y con significaciones diferentes: la
correlación de esa s posiciones y significaciones
define precisamente la estructura de la experien­
cia clínica.
E s este el triángulo de la experiencia: en un
vértice, el enfermo ocupa el lugar del objeto m ira­
do; en otro se h a lla el médico, m iem bro de un

® Ib id ., pág. 138.

124
«cuerpo», el cuerpo médico, cuya competencia
para convertirse en el sujeto de la m irada médica
se reconoce, y, para terminar, la tercera posición
es la de la institución que oficiediza y legitima so­
cialmente la relación del objeto mirado con el su je ­
to que mira. Vemos, pues, que el juego de lo «di­
cho» y lo «visto» a través del cual se trama esa «ex­
periencia» pasa por encima del enfermo y del mé­
dico m ism o, para realizar esa forma histórica a
priori que se anticipa a la vivencia concreta de la
enfermedad imponiéndole su s propios modelos de
reconocimiento.
Este a n á lisis difiere profundamente y tal vez
incluso diverge del presentado por Georges Can-
guilhem en su E ssa i de 1943, donde buscaríamos
en vano la s h uella s de una posición estructuralis-
ta avant la lettre. No obstante ello, de una manera
que puede parecer inesperada, llega a conclusio­
nes bastante sim ilares, puesto que la experiencia
clínica tal cual acaba de caracterizarse, al tiempo
que le brinda al enfermo una perspectiva de su ­
pervivencia, al devolverlo a u n estado normal cu­
yos criterios define ella m ism a — ^y que sólo a pos­
teriori son convalidados por la s construcciones
del saber objetivo— , lo enfrenta al riesgo y la ne­
cesidad de una muerte que aparece entonces co­
mo el secreto o la verdad de la vida, s i no como su
principio. E s la lección de Bichat, expuesta en el
capítulo 8 de E l nacimiento de la clínica, a la que
Canguilhem, por su parte, se refirió con m ucha
firecuencia.
La estructuración histórica de la experiencia
clínica es, pues, la que establece la gran ecuación
entre lo viviente y lo mortal; inserta los procesos
mórbidos en un espacio orgánico cuya represen-

125
tación está justam ente informada por la s condi­
ciones que promueven esa experiencia; y dichas
condiciones, en razón de su propia historicidad, no
son réductibles a un a naturaleza biológica dada
de inmediato en sí, como un objeto ofrecido de ma­
nera permanente a un conocimiento cuyos valores
de verdad, debido a ello, sean incondicionados.
Por eso.

«hay que dejar a la s fenomenologías la tarea de d escri­


b ir en té rm in o s de encuentro, d ista n c ia o “com pren­
sió n ” lo s avata res del par médico-enfermo. ( ...) E n el
n iv e l o rig in a rio se tram ó la figura com pleja que u n a
psicología, au n en profundidad, apenas es capaz de do­
m in a r; a p artir de la anatom ía patológica, el m édico y
el enfermo ya no so n dos elem entos correlativos y exte­
riores, como el sujeto y el objeto, lo que m ira y lo m ira ­
do, el ojo y la superficie; s u contacto sólo es posible con­
tra el telón de fondo de u n a estructura en que lo m éd i­
co y lo patológico se pertenecen desde adentro en la
p le n itud del organism o (...). E l cadáver abierto y exte­
riorizado es la v e rd a d in te rio r de la enferm edad, la
p ro fu n d id a d e x p u e sta de la re la c ió n médico-enfer-
mo».*7

En la s condiciones que hacen posible la expe­


riencia clínica, la muerte, y con ella también la v i­
da, deja de ser u n absoluto ontològico o existen­
cia! y adquiere, al m ism o tiempo, una dimensión
epistemológica. Por paradójico que esto parezca,
«ilumina» la vida:

«Desde lo alto de la m uerte pueden verse y analizarse


la s dependencias orgánicas y la s secu en cias patológi­
cas. E n lu g a r de ser lo que h a b ía sid o d u ra n te tanto

Loe. eit.

126
tiempo, esa noche en que la v id a se borra y la enferme­
dad se confunde, está dotada ahora del gran poder de
ilu m in a c ió n que dom ina y saca a la luz, a la vez, el e s­
pacio del organism o y el tiempo de la enfermedad».®

Señalemos que aquí aparece una de la s m uy


contadas referencias de E l nacimiento de la clín i­
ca a la noción de «viviente», y lo hace en relación
con Bichat y con vista s a relativizar su contenido;

«La irre d u c tib ilid a d de lo v iv ie n te a lo m ecánico y lo


quím ico sólo tiene u n lu g a r secundario con respecto al
lazo fu n d a m e n ta l entre la v id a y la m uerte. E l v it a ­
lism o aparece contra el trasfondo de ese mortalismo».®

Por esta razón, descomponer esa experiencia


clínica y revelar la estructura que la sostiene es
también exponerlas reglas de una especie de arte
de v iv ir , en relación con todo lo que se incluye
dentro de la s nociones de salud y normalidad, que
por su parte ya no tienen nada que ver con la re­
presentación de lo que el propio Georges Canguil-
hem llam aría «inocencia biológica». Y podríamos
ver aquí el esbozo de lo que Foucault, en su s ú lti­
mos escritos, denominará «estética de la existen­
cia», a fin de hacer comprender cómo nos valemos
de la s normas al ju g a r con ellas, es decir, al po­
nerlas en funcionamiento y abrir al mismo tiempo
el margen de in ic ia tiv a liberado por su «juego».
Este arte de v iv ir supone, en quien lo ejerce, sa ­
berse mortal y aprender a morir: Foucault tam­
bién desarrolló esta idea ese mismo año, 1963, en
su obra sobre Raymond Roussel, donde la expe-

® Ibid., pág. 145.


® Ibid., pág. 147.

127
riencia del lenguaje toma de alguna manera el lu ­
T
gar de la experiencia clínica.

E n 1963, al tiempo que descubre el libro de


Foucault, Canguilhem se relee a sí m ism o y pre-
para su s «Nuevas reflexiones», que se publicarán
tres años después. En ese últim o texto, su autor
no deja de in sistir en que no ve razón alguna para
retractarse de la s te sis defendidas en 1943 y mo­
dificarlas o desecharlas. Empero, s i realmente es
eisí, ¿cómo explicar la necesidad de presentar esas
reflexiones, en la s cuedes es m enester que tam ­
bién salga a la luz algo «nuevo»?
Ahora bien, su novedad obedece, ante todo, a
que vuelven a plantear la cuestión de las normas
pero desplazada hacia otro terreno, que am plía
de m anera considerable s u campo de funciona­
miento. Para decirlo m uy sucintamente, esa am­
pliación procede de lo vita l a lo socicd. De allí esta
interrogación, que de hecho está en el centro de
las «Nuevas reflexiones»: E l esfuerzo de pensar la
norma contra un fondo de norm atividad y no de
normalidad, que había caracterizado cd E ssa i de
1943, ¿puede extenderse de lo vita l a lo social, en
particular cuando se toman en cuenta todos los fe­
nómenos de normalización concernientes al tra­
bajo humano y su s productos?
La respuesta a esta pregunta sería globalmen­
te negativa en rcizón de la imposibilidad, demos­
trada por Greoiges Canguilhem, de hacer inferen­
cias de lo v ita l a lo social, esto es, de alinear el
funcionamiento de un a sociedad en general, en
cuanto portadora de u n proyecto de norm aliza­
ción, con el de un organismo. E n esta argum en­
tación puede verse u n resurgim iento del debate

128
tradicional entre finalidad interna y finalidad ex­
terna. ¿Significa esto que habría que hacer un a
d istin c ió n radical entre dos tipos de norm as, y
oponer sin m ás lo vita l y lo social?
También a esta últim a pregunta se dará, pese
a todo, un a resp uesta negativa, en esencia por
dos razones. En primer lugar, la s «Nuevas refle­
xiones» destacan el hecho de que la s norm as vita­
les, al menos en el mundo del hombre — ¿y acaso
no es este el ser que tiende a incorporar todas la s
cosas a su propio mundo?— , no son la expresión
de una «vitalidad» natural, en realidad abstracta
porque está rigurosam ente confinada en su or­
den; expresan, a decir verdad, u n esfuerzo en pro­
cura de superar dicho orden, un esfuerzo que sólo
tiene sentido porque está condicionado desde u n
punto de v ista social. Por otra parte, esas m ism as
«Nuevas reflexiones» ponen de relieve la idea de
un a norm atividad social que procede por «inven­
ción de órganos»,^® en el sentido técnico de la pa­
labra «invención». Esto sugiere la necesidad de
dar vuelta la relación de lo v ita l con lo social: no
es lo vita l lo que impone su modelo insuperable a
lo social, como quenÍEm hacerlo creer la s metáfo­
ras del oi^anicism o; antes bien, en el mundo h u ­
mano, lo social lanza lo v it a l por delante de sí
mismo, aunque sólo sea porque imo de los «órga­
nos» que incumbe a su «invención» es el propio co­
nocimiento de lo vital, un conocimiento cuyo prin­
cipio es social.
Pensar la s normas y su acción es, por lo tanto,
reflexionar sobre un a relación entre lo v ita l y lo

G. Canguilhem, Le Normal et le pathologique, op. cit.,


pág. 189.

129
social que no sea réductible a un determ inism o
causal unilateral. Esto recuerda el estatus m uy
particular del concepto de «conocimiento de la v i­
da» en Georges Canguilhem, quien recurrió a él,
como es sabido, para dar título a uno de su s l i ­
bros. Ese concepto corresponde simultáneamente
al conocimiento que se puede tener con respecto a
la v id a considerada como un objeto y al conoci­
miento producido por la vida que, en cuanto su je ­
to, promueve el acto del conocer y le confiere su s
valores. Quiere decir, entonces, que la vida no es
n i totalmente objeto n i totalmente sujeto, así co­
mo no es del todo conciencia intencional y tampo­
co m ateria expuesta a ser labrada, inconsciente
de los im pulsos que la movilizan. Es potencia, es­
to es, como dijim os para comenzar, inacabamien­
to, y por eso sólo se experimenta al confrontarse
con «valores negativos».
Al final de la s «Nuevas reflexiones» podemos
leer lo siguiente:

«Es en el furor de la culpa, a sí como en el grito del s u ­


frim iento, que la inocencia y la sa lu d su rg e n como los
té rm in o s de u n a regresión tan im p o sib le como b u sca ­
da».

Quizá Michel Foucault podría haber escrito


esta frase para ilustra r los inevitables mitos de la
normalidad; los m itos que, a través de su expre­
sión idealizada, no hablan de otra cosa que del su ­
frimiento y la muerte, es decir, de la amenaza que
devuelve a todo viviente a sí mismo, a la vez a su
ind ividualidad de tal y alo viviente que vive en él.

Ibid., pág. 180.

130
Georges Canguilhem:
un estilo de pensamiento*

Georges C anguilhem publicó relativam ente


poco y sólo aceptó de manera tardía, y no sin reti­
cencias, poner al alcance de un público m ás am­
plio escritos que hasta allí él se había ingeniado
bastante bien en dispersar y disim ular en lugares
elegidos con discreción. Para quienes fueron su s
allegados, esta reserva era un rasgo constitutivo
de su personalidad, que rechazaba todo aquello
que pudiera emparentarse con el hecho mismo de
aparecer, en cualquier sentido de la palabra. Aho­
ra bien, la influencia que ejerció — sin duda puede
hablarse, a este respecto, de un verdadero m agis­
terio intelectual, que marcó a va ria s generacio­
nes— estaba directamente ligada a esa voluntad
de reserva, a la decisión, respetada hasta el final
sin concesiones n i componendas, de atenerse a lo
indisp ensable en el desempeño de su función de
profesor y filósofo. Esa economía de pensamiento,
por lo demás, era tanto mejor observada cuanto
que la practicaba con obstinación, s in hacerla
objeto de comentarios o glosas, pues hubiese sido
absolutamente ocioso proponerlos, y terminó por
adoptar la característica de lo que podemos de-

* Este texto, cuyo título original es «Georges C anguil­


hem: un style de pensée», se publicó por primera vez en Ca­
hiers Philosophiques, 69, diciembre de 1996, «La philoso­
phie de Georges Canguilhem», págs. 47-56.

131
finir como estilo filosófico: una manera determi­
nada de situarse en la empresa del pensamiento y
proseguir su trabajo, es decir, de a su m ir con el
máximo rigor su s condiciones y consecuencias. En
Georges Canguilhem, ese rigor tuvo una naturale­
za ejemplar.
Para dar una idea de ello, querría basarme en
un a experiencia personal y tratar de re viv ir la
fuerza de la im presión que embargó a u n e stu­
diante — formado por la mediocre enseñanza de
la s preparatorias parisinas de letras [khâgnes] de
entonces, en la s cuales no había aprendido mucho
m ás que la retórica de los ejercicios de concurso—
que en 1958 se proponía obtener im a licenciatura
de filosofía en la Facultad de Letras de París, y se
encontró — u n poco por casualidad, empujado por
la curiosidad y sin prever en absoluto lo que iba a
sucederle— sentado en los bancos del anfiteatro
bastante raleado donde Canguilhem dictaba un
curso de agregación sobre la filosofía de A u g u s­
te Comte (que en aquella época no era todavía el
autor maldito que ha llegado a ser en la actuali­
dad). Quien hoy escribe e sta s lín ea s, cerca de
cuarenta años después, sigue sintiendo con igual
intensidad aquella impresión: a tal punto era so­
brecogedor el efecto producido por esa palabra in ­
transigente. En u n anfiteatro vecino, que estaba
— este sí— atestado, Raymond Aron daba ig u a l­
mente un curso sobre Comte, cuyo sistem a des­
montaba, con una ironía irrefutable, mediante le­
ves pinceladas, con lo cual hacía pensar que no
había gran cosa que extraer de esa filosofía, sobre
todo en lo concerniente al concepto de sociedad,
cuya versión comteana era, desde su punto de v is ­
ta, una suerte de m istificación: la operación de

132
dem olición, llevada a cabo con in d iscutib le ele­
gancia, era divertida y eficaz, pero dejaba una im ­
presión de malestar, porque no hacía lugar a n in ­
gún resultado positivo y se limitaba, de acuerdo
con la tradición de una crítica en primer grado, a
exponer la nadería de una nada. Canguilhem, por
el contrario, tomaba en serio el pensamiento de
Comte, como correspondía tratándose de uno de
los fundadores de la tradición no sólo de una filo­
sofía biológica, sino también de una epistemología
histórica; se sentía obligado a seguirlo en el por­
m enor y la lógica in te rn a de s u s operaciones
teóricas, y dedicaba tiempo y esfuerzo, por ejem­
plo, a retranscribir en negro sobre blanco y co­
mentar en detalle la totalidad del cuadro de la s
funciones cerebrales, para devolverle, a despecho
de su s extravagancias aparentes, su interés filo­
sófico, equivalente, en un orden m uy distinto de
ideas, al de la tabla kantiana de la s categorías.
Tal y como Canguilhem lo presentaba en su cur­
so, Comte no era, sin duda, el poseedor de una
verdad ex clusiva que diera lugar a un a exposi­
ción dogmática: antes bien, representaba en la
h isto ria de la verdad un a posición atipica, cuya
especificidad merecía la pena reconocer s i uno
m ism o aspiraba a tomar posición en el m ovim ien­
to de esa historia, que fue el objeto al que Can­
guilhem consagró principalmente su atención de
filósofo y en tomo al cueil construyó lo esencial de
su obra.
No parecía indispensable seguir adelante con
el curso de Aron: en él, todo — es decir, nada— es­
taba dicho desde el inicio. En cambio, después de
haberlo disfrutado im a sola vez, ya no era posible
abandonar el de Canguilhem, de manera que los

133
años que siguieron viví, semana tras semana, a la
espera de la próxima clase — ^los miércoles por la
tarde, s i la m emoria no me engaña— , a la cual
a sistía siempre con la m ism a avidez y el m ism o
asombro. Así, luego del curso sobre Comte dicta­
do en 1958-1959, escuché sin perder una sola pa­
la b ra los dedicados a la ciencia de D escartes
(1959-1960), los orígenes de la psicología (1960-
1961), el e sta tu s so cia l de la ciencia m oderna
(1961-1962) y por último, en 1962-1963, el curso
sobre la s norm as, que se integró en parte a la
nueva edición del E ssa i su r le normal et le patho­
logique. Cada una de esas clases duraba una ho­
ra, a lo largo de la cual la s personas presentes,
cuyo número aumentaba con el paso de los años,
vivía n una intensa experiencia intelectual, reno­
vada sin cesar, que la s ponía en contacto directo
con segmentos enteros de la historia del pensa­
miento, presentados sobre la base de textos de di­
fícil acceso. En boca de Canguilhem, estos se car­
gaban de una signifícación esencial: para no citar
m ás que u n ejemplo, difícilmente pueda olvidar
un comentario del artículo «Aplicación», redacta­
do por d’Alembert para la Encyclopédie, asociado
a extractos de la Science des ingénieurs de Béli-
dor, de donde se desprendían los elementos funda­
cionales de un a filosofía de la técnica apoyada
en ciertos aspectos característicos de la historia
de su concepto, aprehendido en el corazón de su s
transform aciones y, por eso m ism o, rem itido a
su s principales desafíos especulativos y prácticos.
A llí estaba íntegro el método de C anguilhem ,
consistente en reproducir ciertos hechos funda­
mentales de la historia del pensamiento, caracte-

134
rizados en su esencial sin gularidad, de manera
que actuaran en el presente, como hechos que es­
taban produciéndose y no como la materia muerta
de una historia ya pasada, sin que importara que
estuviese perimida o sancionada. Para u n lector
de Spinoza, una experiencia semejante no dejaba
de emparentarse con la práctica del conocimiento
del tercer género, y puedo aseverar que, al sa lir de
la s clases de Canguilhem, uno tenía cierta idea de
lo que podía ser el amor intellectualis Dei,
Canguilhem tenía un talento especial para s u s ­
citar nuevo interés por autores considerados me­
nores, a quienes sacaba del olvido con el fin de se­
ñalar el papel que habían cumplido en la elabo­
ración de la s obras de los grandes científicos y los
grandes filósofos, al ofrecer a e llas un campo de
resonancia dentro del cual su discurso se carga­
ba de un sentido completamente nuevo. Esto equi­
v a lía a m ostrar que la verdad, que en caso de
asignársele una localización estricta corre el rie s­
go de transformarse en ilu sió n dogmática coagu­
lada, se despliega y difunde por doquier en el
derrotero irregular seguido por el pensamiento
hum ano bajo todas su s formas, un derrotero a
través del cual ella se propaga por caminos m uy
a menudo oscuros y que casi podríamos calificar
de inconscientes. De allí se desprendían las gran­
des líneas de una historia del conocimiento funda­
da en el principio de la genealogía de los concep­
tos, en la cual no eran la s ciencias la s únicas invo­
lucradas.
La secreta alquim ia de las pequeñas verdades
permitía así comprender cómo «la ciencia, activi­
dad estrictamente teórica, tiene una historia, y no

135
sólo un destino o u n a lògica».^ E ntendám oslo
bien: explicar la ciencia por s u historia — opera­
ción que no tiene nada que ver con la de \ana teo­
ria del conocimiento, e incluso se sitú a en parte
como alternativa con respecto a ella— no sign ifi­
ca en absoluto negarle su carácter de actividad
teòrica; es, al contrario, dar raíces a dicho carác­
ter, lo cual no lleva fatalmente a reducir esa cien­
cia a una serie de «datos» exteriores, por defini­
ción, a su campo propio de producción; «Una cosa
es rechazar una explicación sociológica siempre
m ás o menos reductiva, y otra, rechazar una ex­
plicación del contenido de la ciencia en la medida
en que mantiene una relación obligada con una
situación»,^ E l punto de partida del proceder filo­
sófico de Georges C anguilhem era el hecho de
que, desde una perspectiva histórica, el conoci­
miento se produce siempre en situación y, por lo
tanto, de im a manera que no es frontal sino nece­
sariam ente sesgada, y de que, en consecuencia, a
la vez que no puede reducírselo a determinacio­
nes extrateóricas, tampoco es identificable con el
e sta tu s de un conocimiento puro, formado por
completo como fuera de campo; se comprenderá,
pues, que la senda particularmente angosta que
ese proceder tomaba requería el exigente estilo
de pensam iento a l que nos hem os referido en el
comienzo.
La dificultad asum ida y sostenida hasta el fi­
n a l por Canguilhem puede, además, formularse
de este modo: al no haber conocimiento s in his-

^ Frase de G e o i^ s Canguilhem extraída de las notas to­


madas durante el curso sobre el estatus social de la ciencia
moderna.
^Ibid.

136
toña, tampoco puede haber h isto ria general del
conocimiento, porque la historicidad de esa histo­
ria obedece precisamente a su singularidad, que
es la condición de su fecundidad teórica. Eso lo
llevaba, en particular, a hablar, en el curso dicta­
do en 1961-1962, de un «estatus social de la cien­
cia»: por «estatus social» había que entender, en­
tonces, no un condicionamiento impuesto por le­
yes de naturaleza sociológica, y en consecuencia
extracientífíco, sin o el hecho de que el conoci­
miento no es el producto de una lógica pura del
pensamiento, que lo haga avanzar en derechura
sobre u n a lín e a previam ente definida a la que
nada pueda desviar de su orientación primera, co­
mo s i contuviera en sí m ism a el principio desenca­
denante de su progresión, a la manera de una «in­
vestigación» tendida hacia la persecución de su
meta y, por lo tanto, definida en función de esta,
tal como la presenta el modelo platónico del cono­
cimiento. Si la ciencia no existe por la sociedad, en
el sentido de una relación vmívoca de determina­
ción causal, que la convierta en vm sim ple instru­
mento, existe en ella y con ella, como una forma
de pensamiento concreto, es decir, como im a figu­
ra indisociablemente v iv a e individuada.
La atención teórica prestada por Canguilhem
a los problemas de la vid a y la existencia in d iv i­
duada, con los «valores negativos» propios de es­
ta, era pues inseparable de su interés por la h is ­
toria del conocimiento, concebido como práctica
hum ana, cuyo estudio im plica tomar en conside­
ración acontecimientos ligados al desarrollo acci­
dentado y contrastado de esa práctica, un desarro­
llo que, al no estar predeterminado en modo algu­
no, m antiene h a sta el final el carácter de un a

137
1
aventura. Así, en su concepción, el conocimiento
de la vid a tenía por correlato la vida del conoci­
miento; una y otro se enfrentaban por igual al pro­
blema crucial del error, ya que hay errores de la
vid a como hay errores de la ciencia, y revelaban
en esa confrontación lo que es esencial en ellos.
Desde ese punto de vista , y a fin de lle va r es­
ta cuestión a un dilem a tradicional, Canguilhem
consideraba la h isto ria del pensamiento, y m uy
en particular la del pensamiento científico, m ás
como una invención que como un descubrimiento.
E llo lo conducía a devolverle, en oposición a un
condicionamiento, su dim ensión de libertad, en el
sentido de una libertad en situación, enfrentada a
la constante exigencia de adaptar su s respuestas
a la s preguntas planteadas por la actualidad, sin
tener, no obstante, la capacidad de forjar arbitra­
riamente esas preguntas y, por lo tanto, de fabri­
carlas en todas su s partes. Conocer sería así, en
cierta forma, descubrir preguntas e inventar res­
puestas para ellas, a la manera en que un orga­
n ism o dialoga con s u medio de existencia. Las
palabras de Pascal; «Somos en el medio», comen­
tadas por Canguilhem en el capítulo «Medio» de
E l conocimiento de la vida, tienen pues, en la pro­
longación de su s resonancias existenciales, una
significación epistemológica. En otras palabras,
la h isto ria de la s teorías no puede considerarse
únicamente una historia teórica, a menos que se
la rebaje al plano de una historia virtual, que de­
duce lo m ism o a partir de lo m ism o y, en conse­
cuencia, no da cabida alguna a los accidentes que
jalonan e im p ulsa n el movimiento de la historia
real. La reflexión de fondo que Canguilhem con­
sagró a la cuestión de los falsos precursores se

138
apoya precisamente en esta idea: atribuir a Leo­
nardo da Vinci o a Mende] el papel de precxirsores
im plica reescribir la historia a partir de su final
supuesto, que se proyecta entonces en un origen
ideal desde el cual esa h isto ria parece d esen ­
volverse de manera lineal, directa y sin ruptiira
— por ende, sin que se pueda apartar de su cami­
no ya trazado de antemano, y sin que su s efectos
de verdad, que competen al orden del conocimien­
to, puedan ja m ás nacer de su s desviaciones o su s
errores— .
En una perspectiva diferente de la de Marx pe­
ro no fatalmente incompatible con ella, todo esto
lleva a aprehender el conocimiento como u n hecho
social, y no sólo como un resultado del funciona­
miento puramente intelectual de la mente hum a­
na. Por «hecho social» hay que entender, entonces,
no un hecho determinado en últim a instancia so­
bre la base de condiciones sociales fijadas con an­
terioridad a su producción y que lo explican en su
totalidad, sino un hecho que no puede producirse
sin la intervención correlativa de circunstancias
que no tienen su origen en la teoría pura, sino que
aparecen y sobre todo adquieren una significación
en un plano distinto de aquel en el que la teoría
hace reconocer la pertinencia de su s leyes.
Ese era el sentido en que Canguilhem, en su
curso de 1961-1962 sobre el estatus social de la
ciencia, retomaba, criticándola, la d ivisa comtea-
na: «Ciencia, de donde p re visió n [prévoyance];
previsión, de donde acción», a la que negaba el ca­
rácter de deducción continua sugerido por el giro
«de donde... de donde. . al m ism o tiempo, la d i­
v is a quedaba escindida en dos secuencias sucesi­
vas heterogéneas desplegadas en planos diferen-

139
tes; «ciencia, de donde previdencia \prévision]» y
«previsión, de donde acción», en que el esquema
teórico de la previdencia no puede superponerse
directamente al esquema práctico de la previsión;
«Se puede decir “previsión, de donde acción”, pero
no “ciencia, de donde previsión”; la previsión es un
comportamiento. Corresponde al segundo s i s ­
tema».^ Este segundo sistem a es propiamente el
de la vida social, para utilizar una fórmula, «vida
social», en que la referencia a la vida y a su s pro­
blem as no tiene sólo un papel metafórico: expresa
el hecho insoslayable de que la sociedad, mucho
más allá de un contexto material inm óvil que im ­
pone determinaciones ya desarrolladas de ante­
mano, o de una forma institucio nal únicam ente
vinculante en el plano del derecho, constituye pa­
ra el pensamiento u n interlocutor, el par de u n in ­
tercambio incesante en cuyo transcurso el pensa­
miento roismo elabora y rehace su s propias figu­
ras. Y la historia del pensamiento humano no es,
justam ente, m ás que la prosecución, es decir, la
recuperación perpetua, de ese diálogo.
En otras palabras, el proceder epistemológico
de Canguilhem equivale a desintelectualizar tan­
to como sea posible los fenómenos de la ciencia y el
conocimiento, no con el fin de negar o rechazar el
carácter teórico propio de algunos de ellos, sino, al
contrario, de confirmarlo, poniendo de relieve su s
condiciones de posibilidad y su s límites. De ahí la
te sis así formulada en el curso sobre el estatus so­
cial de la ciencia moderna: «La ciencia debe apa­
recer en u n un ive rso que la haga posible». Ese

® Nota tomada en el curso de Cang^uilhem sobre el estatus


social de la ciencia moderna.

140
universo, que no es réductible a datos materiales,
es ante todo im mundo de objetos técnicos produ­
cidos por el trabajo humano, en formas indisocia-
blemente m anuales y mentales; y es también un
mundo informado, en el sentido fuerte del térm i­
no, por la s técnicas de desarrollo y propagación de
la cultura — la enseñanza en prim era fila— que
hacen de él un mundo instruido. Al elaborar estas
ideas, Canguilhem retomaba de manera manifies­
ta u n cam ino que Bachelard ya había abierto;
pero no se quedaba ahí, porque duplicaba la tesis
precedente con la te sis inversa, al explicar que la
ciencia m ism a, originada en ciertas prácticas so­
ciales, también está destinada, en la lógica de su
desarrollo, a convertirse en una práctica social,
incorporada como tal al funcionamiento de la so­
ciedad, en el doble plano de la infraestructura y
de la s superestructuras, según se interprete que
procura a la comunidad m ás bienestar o m ás lu ­
ces — una idea que ya constituía el núcleo de la
em presa filosófica de Comte— . La función del
científico, y la historia de esa función, que radica
principalmente en su profesionalización gradual,
son ilu m in a d a s por esa tendencia a la socializa­
ción del saber, que lo incorpora a la organización
de la sociedad con arreglo a un movimiento cada
vez m ás consustancial a su significación propia­
mente teórica.
¿Hablar de una función social de la ciencia y
del científico significa, empero, que estos deben
conformarse a un plano estrictamente funcional e
instrum ental, que los prive de manera definitiva
de su autonomía? No, al menos en la medida en
que se conciba cierta autonomía de la sociedad
m ism a con respecto a su s propias funciones o a al-

141
gunas de e llas; ahora bien, precisam ente a eso
conduce la idea de una vida social. Para que la so­
ciedad pueda utilizar la ciencia y a los científicos
es preciso que disponga de la s normas correspon­
dientes, pero esas normas no son en modo alguno
previas a su puesta en práctica, porque son en sí
m ism as el producto de una historia sometida a la
incertidum bre del acontecimiento, un a h isto ria
en cuyo transcurso la sociedad inventa, por su
cuenta y riesgo, maneras de ser y obrar que no es
posible definir en un plano estrictamente in stitu ­
cional pero que representan, siempre bajo cierto
sesgo, certo oc determinato modo, un estado de­
terminado de las luchas y los trabajos hum anos,
cuya realidad concreta no agota n in g un a inter­
pretación finalista o formalista.
Ciencia, conocimiento y pensamiento en gene­
ral participan, pues, de una historia natural que
es simultáneamente una historia social: esta h is ­
toria es natural porque su movimiento no puede
explicarse sobre la base de decisiones particula­
res asum idas en conciencia y capaces, como tales,
de desviar de manera artificial su curso; y es so­
cial porque los incidentes que la jalonan destacan
su singularidad en un contexto en que la colectivi­
dad entera, considerada en el conjunto de las acti­
vidades que la constituyen, está solidariam ente
implicada. En otro vocabulario, diríam os que el
conocimiento científico es un hecho social total.
Podríamos decir también que la verdad es histó­
rica en su esencia porque es indisociable del pro­
ceso de su producción: este, habría dicho A lthus­
ser, que admiraba la obra de Canguilhem y sacó
de ella un gran provecho, es producción de efectos
de verdad.

142
En ese aspecto, quizá no carezca de interés re­
m itirse a un texto de A lthusser dedicado a la tra­
dición de la epistemología histórica promovida por
Bachelard, Canguilhem y Foucault, y cuya redac­
ción es u n poco anterior a la publicación de La
revolución teórica de Marx [Pour Marx]:

«La ciencia y a no aparece como la m era co nstatació n


de u n a verd ad d e sn u d a y dada, que encontraríam os o
re ve la ría m o s, s in o como la producción (poseedora de
u n a h isto ria ) de conocim ientos, u n a producción dom i­
n ad a por elem entos com plejos, entre ello s la s teorías,
lo s conceptos, lo s m étodos, y la s re la cio n e s in te rn a s
m ú ltip le s que lo s lig a n orgánicamente. Conocer el tra­
bajo real de u n a ciencia supone el conocimiento de todo
ese conjunto orgánico complejo. (. . . ) E ste conocim ien­
to su p o n e otro, el d el d e v e n ir real, la h ist o r ia de ese
conjunto orgánico de teorías, conceptos y métodos, y de
s u s re su lta d o s (co nq uistas, d e scu b rim ie n to s científi­
cos), que vie n e n a integrarse poco a poco a él y m odifi­
can s u figura o s u estructura. Con ello, la h isto ria , la
verdadera h isto ria de la s ciencias, aparece como in s e ­
parable de toda epistemología, como s u conducta esen ­
cial. Em pero, la h isto r ia que d e scu b re n e so s in v e s t i­
gadores es u n a h isto r ia n u e va , que y a no tiene el ca­
rácter de la s filosofías de la h isto ria id e a lista anterio­
re s y abandona, ante todo, el v ie jo esq uem a id e a lista
de u n progreso mecánico (acum ulativo: d’Alembert, Di­
derot, C ondorcet, etc.) o d ia léctico (Hegel, H u sse r l,
B r u n sc h v ic g ) co n tin u o , s in ru p tu r a s, s in p a ra d o ja s,
s in retrocesos, s in saltos. Aparece u n a nu e va histo ria :
la del d even ir de la razón científica, pero despojada del
s im p lis m o id e a lista tra n q u iliz a d o r se g ú n e l cual, a sí
como el hacer el b ien s in m ira r a q uién ja m á s deja de
tener s u recompensa, no h a y cuestión científica alguna
que quede s in re sp u e sta y, antes bien, siem p re la e n ­
cu en tra. La re a lid a d tie n e u n poco m á s de im a g in a ­
ción; h a y cuestio n es que ja m á s tendrán re sp ue sta por-

143
que son im a g in a ria s y d ejan s in verdadera re sp ue sta el
prob lem a re a l que e lu d e n ; h a y c ie n c ia s que se dicen
ciencias y que no so n m á s que la im p o stu ra cientifícis-
ta de u n a ideología social, y h a y ideologías no científi­
ca s que, en confluencias paradójicas, dan a luz ve rd a ­
deros descubrim ientos, a sí como vem o s brotar el fuego
del choque de dos cuerpos extraños. De ese modo, toda
la com pleja realid ad de la h isto ria , en la totalidad de
s u s determ inaciones económicas, sociales, ideológicas,
entra en juego en la inte ligencia de la h isto ria científi­
ca m ism a . La obra de B achelard, C an g u ilhe m y F ou­
ca ult da prueba de ello».^

E sta s reflexiones esclarecen la fórm ula de


Canguilhem antes citada; «La ciencia debe apare­
cer en un universo que la haga posible». Ese u n i­
verso, en el cual la s ideas cumplen en plenitud su
papel de transformación e información de la reali­
dad, no puede reducirse empero a un mundo de
ideas, s i se entiende por tal un mundo de ideas ya
prefabricadas que no tengan m ás que reproducir
o «reflejar» u n orden de cosas que está, por su par­
te, determinado con anterioridad a su interven­
ción. Cuando sostenía que la hum anidad sólo se
plantea los problemas que puede resolver, Marx
parodiaba la te sis hegeliana de que nadie puede
saltar por encima de su tiempo. Ahora bien, Can­
guilhem , y Foucault tras él, desarrollaron una
concepción de la historia irreductible a ese histori­
cisme. Y s in duda es a sí como A lthusser los lee,
con el objeto de integrarlos a la perspectiva de su
marxismo heterodoxo, depurado en la medida de

^ Louis Althusser, presentación de m i artículo «La philo­


sophie de la science de Georges Canguilhem: épistémologpe
et histoire des sciences», La Pensée, 113, febrero de 1964,
pàg. 53.

144
lo posible de la referencia a un finalism o que sitúe
la s épocas sucesiva s de la historia en la línea de
lin a única progresión, en la cual cada una tendría
su lugar ya asignado.
Uno de los últim os textos publicados por Can-
guilhem , consagrado a «la decadencia de la idea
de progreso»,® explica la formación de esta idea,
en la segunda mitad del siglo XVIII, a partir del
principio cosmológico de conservación que es una
ley de la astronomía newtoniana, lo cual lo lleva a
formular la siguiente hipótesis: «La asim ilación
de la idea de progreso a un principio de conserva­
ción perm itiría explicar su decadencia de otra ma­
nera, y no por un retorno imprevisto del irraciona­
lismo».® En otras palabras, la idea llevaba en su
seno desde el comienzo la s condiciones de su mar­
chitamiento, sin que para comprenderla fuese ne­
cesario apelar a una teoría general de la negativi-
dad dialéctica. ¿Adónde quiere llegar Canguilhem
al embarcarse en ese tipo de razonamiento?: al
hecho de que la idea de progreso, como todas la s
ideas, está marcada por la singularidad de su h is ­
toria, en la cual la referencia científica aparece
junto a otras, en condiciones que, si empleamos un
lenguaje que no es el suyo, podemos calificar de
sobredeterminadas. Al explicar, como lo hace en
su artículo de 1987, que la m áquina de vapor, y
con ella la instauración de una nueva configura­
ción sociotécnica y cultural, que sustituyó los mo-

® Georges Canguilhem, «La décadence de l ’idée de pro­


grès», Revue de Métaphysique et de Morale, 92(4), octubre-
diciembre de 1987, pàgs. 437-54 [«La decadencia de la idea
de progreso». Revista de la Asociación Española de Neuro-
psiquiatria, 19(72), 1999, pàgs. 669-83],
® Ibid., pàg. 440.

145
délos teóricos y la s metáforas im aginarias de la
T
luz por los del calor — instauración interpretada,
en prim er lugar, como un producto del progreso
humano— , condujo a poner en cuestión la idea de
progreso, C anguilhem hace volar en pedazos la
representación de una historia unificada a partir
de su s condiciones de posibilidad, tal y como es in ­
terpretada, precisamente, por lo que no debe du­
darse en llam ar «ideología del progreso». Lo cual
lo lleva, de paso, a destacar lo que en el fondo d is­
tingue, e incluso se sitúa como ruptura con respec­
to a ella, el concepto m arxista de revolución de la
representación burguesa del progreso:

«Para la filosofía del progreso, la razón d isip a los pre­


ju ic io s y la s in ju s t ic ia s como el so l la s tin ie b la s. Pero
para el so cia lism o dialéctico, la in d ig n id a d de la condi­
ció n obrera no es, como la o scurida d, del orden de la
p rivación . E s el efecto de u n a expoliación. La correc­
ción no co nsiste en recuperar lo que falta, sin o en con­
q u ista r aquello de lo que uno h a sid o despojado. E l pro­
greso sólo se ha rá efectivo para todos luego de u n a se ­
gund a revolución, la verdadera, la revolución que s u s ­
titu irá la s anticip aciones id e a lista s por u n a teoría m a ­
te ria lista de la historia».^

E s lo que el propio A lthusser trató de decir con


otras palabras. Y al escoger, para terminar su ar­
tículo sobre la decadencia de la idea de progreso,
una referencia a Freud y a su tesis del instinto de
muerte, y no a Marx — sospechado, no sin razón,
de in sp ira r en el siglo XX, a pesar de haber pro­
puesto los instrum entos para criticarla, un resur­
gim iento patológico de la idea de progreso, que

^ Ibid., págs. 449-50.

146
presenta a la vez los caracteres de un error de la
vida y un error de la ciencia— , Canguilliem m ues­
tra mediante el ejemplo que un filósofo puede in ­
teresarse en los problemas planteados por la h is ­
toria del conocimiento, que son inseparables de
todos los que se plantean, por lo demás, a través
de la totalidad del desarrollo de la historia hum a­
na, buscando en otra parte y no en un evolucionis­
mo metafisico im a garantía contra las derivas del
irracionalismo. Esta lección es la que hace que su
estilo de pensamiento sea irreemplazable e in im i­
table.

147
Normas vitales y normas sociales
en el E ssa i su r quelques problèmes
concernant le normal et le
pathologique*
(Hospital Sainte-Anne, 4 de diciembre de 1993)

El tema central desarrollado en la tesis de doc­


torado en medicina publicada por Georges Can-
guilhem , en el año 1943, con el título de E ssa i su r
quelques problèmes concernant le normal et le p a ­
thologique es «la experiencia de lo viviente», en
cuanto se articula en torno a cierta relación de lo
normal con lo anormal, que determina de manera
específica esa experiencia y le confiere su carácter
propiamente biológico de experiencia de lo vivie n ­
te, de tal modo que esta expresa lo que podemos
lla m ar «lo vivien te del viviente». En otras pala-
■''bras, s i hay un poder de la vida, sólo se deja apre­
hender a través de s u s errores o s u s flaquezas,
cuando tropieza con los obstáculos que impiden o
traban su manifestación: de ahí la importancia,
reafirmada sin cesar por Canguilhem, de los «va­
lores negativos», cuyo concepto funda su perspec-

* Este texto, cuyo título original es «Normes vita le s et


normes sociales dans l ’E ssa i su r quelques problèmes con­
cernant le normal et le pathologique«, se publicó por prime­
ra vez en François Bing, Jean-François Braunstein y É lisa ­
beth Roudinesco (eds.), Actualité de Georges Canguilhem;
Le Normal et le pathologique. Actes du colloque de la
Société Internationale d ’Histoire de la Psychiatrie et de la
Psychanalyse (4 décembre 1993), Le Plessis-Robinson: In s­
titut Synthélabo pour le Progrès de la Connaissance, 1998,
col. «Les Empêcheurs de Penser en Rond», pàgs. 71-84.

148
tiva filosófica, que se apoya en la dialéctica o, me­
jor, la dinámica de la potencia y su s límites. Esta
posición fue resum ida así en la conferencia de re­
capitulación de su s trabajos pronunciada en 1987,
cuíuido el Centre National de la Recherche Scien­
tifique [CNRS] lo homenajeó con una medalla de
oro: «Puede adm itirse que la biología se distanció
de la mecánica en virtud de la inteligencia de la
anomalía». Reparar una m áquina porque se h a '
descompuesto o desgastado es m uy distinto que
atender o tratar a un organismo expuesto al ries­
go de la enfermedad, la monstruosidad y la muer­
te, que no son sólo fallos de la vida, riesgo que
constituye, en forma negativa, su experiencia de
viviente y le otorga su realidad e incluso su valor
de organismo.
Esta tesis general es desarrollada enseguida a
través de esta otra: la noción de normalidad, apli­
cada a esa experiencia, no puede designar un con­
tenido objetivo unilateralm ente positivo, y con
ello ofi-ecido sin mediación como un objeto dado a
una racionalización científica que adopta directa­
mente la forma de una medida, es decir, de una
determinación en térm inos cuantitativos de la s
condiciones de esa normalidad, alineada entonces
con la representación de una media. Se rechaza de
ta l modo el postulado p o sitivista , que tiende a
neutralizar la diferencia entre lo normal y lo pato­
lógico al reducir esto último a no m ás que una for­
m a o u n grado, apreciable en térm inos cua n ti­
tativos, del primero, en nombre del principio ele­
mental de que sólo habría ciencia de lo m ensura­
ble, un principio que encontrana aquí su s últim os
requisitos en lo que podemos llam ar un «optimis­
mo tecnológico». Si hay una experiencia de lo v i­

149
viente, se efectúa y se da a conocer y reconocer a
T
través del rechazo activo de una actitud de indife­
rencia o indiferenciación con respecto a la esen­
cia l diferencia que, desde dentro de s í m ism a,
constituye esa experiencia, m ientras que para el
biólogo positivo el cuerpo viyp es como un cuerpo
muerto, y, a la inversa, debe suceder de muy oGï^
manera para el paciente y su médico, que están
directamente enfrentados a los valores negativos
de la enfermedad y la muerte, a través de los cua­
les la vida se afirma, en la figura de m a negación
afirmativa, expresiva del im pulso fundamental a
perseverar en su ser que existe en cada viviente y
que se da a conocer, entonces, tomando la s formas
de la protesta y el rechazo. •
Por eso, en la fórmula extraída de la conferen­
cia de recapitulación de 1987, que acabamos de ci­
tar, aparece, para designar el tipo de inte lig ib ili­
dad propio del conocimiento de lo viviente, la ex­
presión «inteligencia de la anomalía». La in te li­
gencia de la anomalía es, precisamente, el trabajo
de un pensamiento unido a la experiencia y deseo­
so, ante todo, de operar en los lím ites que esta le
fija en concreto; trabajo del pensamiento que, m ás
allá de la s formas dadas de la existencia orgánica,
disposición anatómica y a n á lisis cualitativo de la s
funciones asociadas a cada órgano o grupo de ór­
ganos, pone al desnudo, dando u n sentido a los
valores negativos de la existencia, los indicios de
u n poder de v iv ir que no se deja observar o medir
objetivamente, esto es, reducir a m a escala gra­
dual de formas que constituyan el objeto de una
abstracta comparación mecánica. En últim a in s­
tancia, s i hay que dar cabida a una relación entre
lo orgánico y lo mecánico, lo mejor sería comparar

150
la s m áquinas con los organismos a los cuales es­
tán efectivamente vinculadas como órganos arti­
ficiales, y no a la inversa; y, de tal modo, s i hay
una filosofía de la técnica, es ella la que pertene­
cería al orden del conocimiento de lo viviente, en
lug a r de ser este conocimiento no m ás que una
parte del orden global de una naturaleza interpre­
tada en función del modelo de vma máquina.
Este tipo de razonamiento lleva, justamente, a
su stitu ir una reflexión en torno a la s cuestiones
tradicionales de la normalidad por una investiga­
ción orientada hacia m problema m ás fundamen­
tal: el de la normatividad. Si la s formas normales
— casi estaríamos tentados de decir «vivibles», por
no hablar de via b les— de la vida, en cuanto son
precisamente formas de vida, no se dejan analizar
de manera objetiva en los términos de una medi­
da estática que se reduzca a la determinación de
un a m edia estadística, es porque la experiencia
con la cual se relacionan debe ser interpretada co­
mo la actualización dinám ica de norm as vita les
que definen el poder o la potencia de existir propia
de todo viviente, tal y como se afirma negativa­
mente en los momentos privilegiados en los cuales
se enfrenta de modo directo a los lím ite s de su
efectuación.
E s indudable que la referencia a normas vita ­
les es problemática: s i estas se interpretan como
la s manifestaciones de una potencia que en s u s ­
tancia ya está toda constituida, la dinámica que
im p ulsan se encuentra de alguna manera deteni­
da, fija en su origen, donde idealmente se prefigu­
rarían asim ism o su s sucesivas manifestaciones; y
ya no habría motivo entonces para hablar de una
dinámica de la vida, sino sólo de m a dinámica de

151
su s manifestaciones, a la s que esa entidad metafí­
T
sica que se lla m a «la vida» daría s u respaldo a
priori: en eso estriba la aporía fundamental del v i­
talism o. Empero, también es posible interpretar
de m anera m uy d istin ta el concepto de norma
vital, renunciando a presuponer u n poder ideal de
v iv ir que esté dado en sí con anterioridad a la ex­
periencia a través de la cual las normas que acom­
pañan la manifestación de ese poder se asum en
efectivamente; se dinamiza entonces desde aden­
tro la noción de norma, lo cual es justam ente el
objetivo del paso de una doctrina de lo normal a
una doctrina de la normalidad. En lugar de consi­
derar la puesta en vigor de la s norm as como la
aplicación mecánica de un poder preconstituido,
hablar de norm atividad es, s in duda, mostrar de
qué m anera el m ovim iento concreto de la s nor­
m as, que son esquemas vitales para la búsqueda
de la s condiciones de su realización, elabora, a
medida que se desarrolla, ese poder que produce,
a la vez, en el plano de su forma y de su contenido.
La vida deja de ser entonces una naturaleza su s­
tancial para convertirse en un proyecto, en el sen­
tido propio del im pulso que la desequilibra al pro­
yectarla sin cesar hacia adelante de sí m ism a, a
riesgo de verla, en su s momentos críticos, trope­
zar con los obstáculos que se oponen a su avance.
Se plantea, a la sazón, una nueva cuestión: la
de saber cómo se definen las orientaciones de ese
proyecto, que confieren a su realización s u apa­
riencia de conjunto, y por lo tanto una necesidad
intrínseca, en vez de dejarlo divagar al capricho
de la s intervenciones de un determinismo que ter­
ciaría en o, mejor, sobre su curso desde afuera y
sobre la marcha, con v ista s a fijar las etapas de su

152
realización, puesto que s i el poder de v iv ir tuviera
que explicarse en su totalidad por tales relaciones
de causalidad, en el sentido, desde luego, de la
causalidad mecánica externa, ya no habría razón
para interpretarlo en términos de normatividad.
¿Significa esto que para restituir su dinámica in ­
terna a la vida hay que reinyectar en s u concepto
cierta dosis de finalism o y, por lo tanto, con el fin
de poner de relieve el carácter normativo de su
proyecto, interpretar su movimiento en una pers­
pectiva intencional, cuya dimensión sea esencial­
mente subjetiva? ¿Y no es a esta dimensión esen­
cialmente subjetiva a la que hace referencia, en
efecto, la idea de una experiencia de lo viviente,
que no puede ser m ás que una experiencia vivid a
en concreto?
En este punto hay que tomar en cuenta el he­
cho de que la experiencia de lo viviente no es y no
puede ser otra cosa que un a experiencia in d iv i­
duada: no hay experiencia de lo viviente en gene­
ral, sino tan sólo experiencias de vida singulares,
que deben su singularidad precisamente a que se
enfrentan de m anera permanente a los valores
negativos de la vida, para los cuales cada viviente
debe en principio descubrir, por su cuenta y ries­
go, su s propias respuestas de viviente, adaptadas
a su s disposiciones y su s aspiraciones particula­
res de tal. E s esta la razón por la cual el proceso
normativo de la vida no se reduce a la puesta en
aplicación de normas preestablecidas, con el valor
de prescripciones fijadas ne varietur, que objeti­
ven al viviente sometiéndolo a un orden extrínse­
co a su naturaleza de viviente para hacerlo entrar
en un tipo ideal, a la manera de lo que había im a­
ginado el estadístico Quételet cuando forjó su con-

153
cepto de hombre medio. Las normas, en cuanto no
corresponden a una mera constatación de norma­
lidad y son, en cambio, la afirmación de un poder
de normatividad, expresan dinámicamente un im ­
pulso que tiene su nervio en cada viviente, con­
forme a una orientación determinada por su esen­
cia singular de viviente. ¿Hay que concluir que las
formas de esa experiencia, cuyas manifestaciones
son irreductiblemente plurales, se inventan con
libertad? Si así fuera, la noción de norma, al in ­
corporarse a un a perspectiva de norm atividad,
quedaría privada de su carácter de necesidad y, al
m ism o tiempo, puesta del lado de la singularidad
subjetiva de iniciativas concretas, que serían co­
mo otros tantos modelos de vida fragmentados, ya
sin ningún lazo efectivo entre ellos. Si se siguiera
este camino, ¿no se llegaría entonces a pensar
una especie de libre normatividad, una norm ativi­
dad sin normas y a la vez despojada de toda s u s ­
tancia?
Para superar estas dificultades hay que volver
a la noción de experiencia individuada y adm itir
que, sobre todo en el caso del ser humano, ella no
se reduce a la de experiencia individual, esto es, a
una experiencia asum ida por el individuo como
tal, en el sentido de una individualidad abstracta,
independiente, determinada en su totalidad por
su s rasgos biológicos y, así, aislada en su natura­
leza de individuo que, con su s propiedades y su s
insuficiencias, su s cualidades y su s defectos, sería
completamente autosuficiente. Si en el plano de
la vid a hum ana hay individuación, la hay al cabo
de u n proceso que produce individuos a partir de
condiciones que no son estrictamente in d ivid u a ­
les, en el sentido de que no se realizan al comienzo

154
en el mero indivìduo, porque suponen la interven­
ción del medio humano, en el que prevalecen for­
m as de existencia que no son individuales sino co­
lectivas. Lo que llam am os con una expresión sin ­
crética «la vida humana» — en un sentido, toda v i­
da ha terminado por ser humana, habida cuenta
de que el orden hum ano tendió a imponerse a la
mayor parte de la naturaleza viva, a la cual aplicó
su s formas de regulación y control, con la conse­
cuencia de exponerla, al mismo tiempo, a la s posi­
bilidades de desarreglo y error asociadas a ellas—
se encuentra, de tal manera, en la confluencia de
dos modos de determinaciones, unas biológicas y
otras sociales, y la cuestión consiste entonces en
comprender cómo se efectúa la articulación entre
ambos tipos de principios.
Precisamente al tomar en consideración esta
articulación entre lo biológico y lo social es posible
devolver a la dinámica de la s normas, comprendi­
das en el sentido de la normatividad, una necesi­
dad interna, en lugar de abandonar el rumbo de
esa dinámica a la s libres iniciativas de individuos
juzgados autónom os e independientes unos de
otros. El poder de vivir, en cuanto ha llegado a ser
poder humano, se realiza en formas que, lejos de
ser librem ente in ve n ta d a s por in d iv id u o s sólo
condicionados por su s rasgos biológicos, es decir,
por la s disposiciones naturales que los distinguen
entre sí, responden a condiciones que son las que
definen la constitución del medio humano a tra­
v é s de su historia. A la teoría del hombre medio
como tipo a la vez natural e ideal, sostenida por
Quételet, Halbwachs ya le había opuesto el argu­
mento siguiente: ese tipo, lejos de estar fijado de
m anera definitiva, se ve expuesto a variaciones

155
que llevan necesariamente la marca del modo his-
tórico-social de estructuración e información del
mundo viviente. Comte fue, sin duda, el primero
en comprender la importancia de ese modo histó-
rico-social de estructuración e información, aun
cuando, al teorizarlo a la luz del principio de la
preponderancia del punto de vista estático sobre
el punto de v ista dinámico, de alguna manera lo
renaturalizó, al representar a la hum anidad con­
forme al modelo de u n solo individuo que se enca­
m in a hacia la s m etas a la s cuales lo in c lin a su
constitución fundamental.
Contra ese principio de la preponderancia de lo
estático sobre lo dinámico, h a y que sostener la
idea de que la vida no es un dato previo, una cau­
sa, sino un producto, un efecto; o, mejor, hay que
proponer, en una perspectiva dinámica, que es ca­
da vez menos un dato previo y cada vez más un
producto. Esto es, justamente, lo que permite pen­
sar una normatividad de las normas que la s apar­
te de un modelo mecánico de norm alidad. Las
normas que ordenan la vida, en el sentido de una
vida que ha llegado a ser o se ha vuelto humana,
no están preestablecidas o preconstituidas, sino
que se elaboran en el transcurso del m ism o pro­
ceso antagónico que hace y deshace las formas de
esa vid a hum ana, puesto que, por una suerte de
retroacción, los efectos que produce o contribuye a
producir la acción de esas normas intervienen en
el proceso de su propia producción, cuya aparien­
cia general bosquejan y modifican. Determinantes
y determ inadas a la vez — o, para retomar los
términos que Pascal había extraído, a su vez, de
una de las m ás antiguas tradiciones de la filosofía
biológica, la de los pensadores estoicos: «causadas

156
y causantes, ayudadas y ayudantes» (y podríamos
agregar: normadas y normadoras)— , las normas
que im p u lsa n el m ovim iento de la v id a — y no
tanto que lo dirigen como una materia muerta en
un sentido susceptible de ser identificado de una
vez por todas, en relación con una intención, un
«designio inteligente» cuya razón de ser no podría
m ás que estar oculta y deberse al m ism o tiempo a
im principio sobrenatural— se confunden con ese
movimiento del que no es posible separarlas, pues­
to que sin él no existirían, así como él no existiría
sin ellas.
Hay motivos, entonces, para volver al concepto
de valor negativo, que cobra en este contexto un
relieve m uy especial. Si la experiencia de lo v i­
viente es de naturaleza tal que se expresa, ante
todo, a través de los valores negativos que revelan
la s anom alías de su trayectoria, es porque estas
son constitutivas de su esencia de viviente, cuya
manifestación también exponen: la enfermedad,
la m onstruosidad y la muerte no son accidentes
exteriores que vengan a injertarse en esa esencia
para alterar su naturaleza en cuanto ella estaría,
por sí, determinada en sí; son, en cambio, formas
consustanciales al proceso de la vida, cuyos lím i­
tes especifican necesariamente, y desde adentro.
Estar enfermo, ser un monstruo, morir, continúa
siendo vivir; y quizá lo sea incluso en un sentido
m ás fuerte, m ás intenso que el banalizado por el
curso ordinario de la existencia, porque esos mo­
mentos o estados de c risis son tam bién aquellos
en v irtu d de los cuales la vid a alcanza un valor
más elevado. El modo histórico-social de estructu­
ración e información de la vida, que condiciona su
carácter normativo, en relación con el poder que

157
ella tiene de producir normas, y no sólo de some­
terse a estas, encuentra así vm irreemplazable re­
velador en esos fenómenos críticos, a través de los
cuales la dinámica vita l se enfrenta a su s límites:
no por casualidad Durkheim escogió, para poner
en evidencia las figuras concretas de la regulari­
dad social, el tema del suicidio, fenómeno típica­
mente anómico cuando se lo considera desde el
punto de v ista de la existencia in d ivid ua l y que,
pese a ello, demuestra estar sometido a leyes s i se
lo aborda desde el punto de vista de la existencia
colectiva. En lo concerniente a la enfermedad, tal
fue sin duda la perspectiva desde la cual Michel
Foucault analizó la experiencia clínica, cuya es­
tructura engloba, junto al enfermo que consulta
porque le duele algo, al médico que diagnostica la
enfermedad cuyo síntoma es esa demanda, así co­
mo a la institución médica que aporta su legitim i­
dad a esa relación entre un paciente observado y
el profesional que lo examina. El propio Foucault,
en su s estudios sobre la locura, la penalidad y la
sexualidad, se propuso mostrar que la monstruo­
sidad de seres reputados infames se integra a la
dinám ica de lo que él denominó «biopoder», que
define el marco dentro del cual esa m on struosi­
dad es reconocida y, sobre la base de este reconoci­
miento, atendida o sancionada, en cuanto se tra­
ta, desde luego, de una forma de vida. Con refe­
rencia al problema de la muerte, los trabajos de
Anne Fagot-Largeault sobre la asignación causal
de aquella, que aparecieron con prefacio de Geor­
ges Canguilhem,* ayudan a comprender de qué

’ Referencia a Anne Fagot-Largeault, Les Causes de la


mort: histoire naturelle et facteurs de risque, Paris y Lyon:

158
manera la muerte, transformada en «deceso», se
ha convertido en un acto legal, sometido en cuanto
tal a criterios de clasificación que, por extraño que
parezca, manifiestan a su modo, en el sentido de
hacerla legible, cierta normatividad de la vida que
no puede separarse de la institucionalización de
s u s acontecimientos fundamentales.
Las investigaciones que acaban de mencionar­
se fueron indiscutiblemente inspiradas por el exa­
men que Georges Canguilhem dedicó a los proble­
m as de lo normal y lo patológico. La cuestión con­
siste ahora en saber si la hipótesis a la cual rem i­
ten, esto es, la de una constitución histórico-social
del poder normativo que en cada viviente define
su realidad de tal, se ajusta a la s tesis planteadas
en 1943 en el E ssa i su r quelques problèmes con­
cernant le norm al et le pathologique. A primera
v ista , parecería que no. En efecto, en esa obra
podemos leer, por ejemplo, lo siguiente:

«Al d is t in g u ir ano m alía y estado patológico, va rie d a d


biológica y v a lo r v it a l negativo, se h a delegado en su m a
en el v iv ie n te m ism o , considerado en s u polaridad d i­
nám ica, la tarea de d istin g u ir dónde comienza la enfer­
medad. E s decir que en m ateria de no rm a s biológicas
h a y que r e m itirse sie m p re a l in d iv id u o » (sig u e u n a
referencia tom ada de Goldstein).^

En apariencia, esto reduce la experiencia in d i­


viduada propia de lo viviente a la forma de una ex-

V rin /In stitu t Interd iscip lina ire d’Études É pistém ologi­
ques, 1989. {N. del T.)
^ Georges Canguilhem, Le Normal et le pathologique, Pa­
rís: PUF, 1988, col. «Quadrige», pág. 120 [Lo normal y lo
patológico, México: Siglo XXI, 1986].

159
periencia estrictamente individual, en la que es el
T
individuo , por decirlo de alguna manera, el que
siempre tiene la últim a palabra, sobre todo en los
casos en que se enfrenta a los valores negativos de
la vida.
Empero, ¿qué significa exactamente la iniciati­
va aquí reconocida al viviente individual? Ello se
refiere al hecho de que no hay norma o normas de
vida en general que valgan de manera indistinta
para todos los individuos, cuyas formas de exis­
tencia quedarían así sometidas a un principio de
orden o de clasificación determinado al margen de
ellas. Es precisamente esta idea la que Spinoza
formuló en la proposición 57 de la tercera parte de
s^x Ética: «Quilibet uniuscujusque in d iv id u i affec-
tus ab affectu alterius tantum discrepai quantum
essentia u n iu s ab essentia alterius differt», que se
puede traducir de este modo: «Un afecto cualquie­
ra en cada individuo está en ruptura con el afecto
de otro individuo en la m ism a relación en que la
esencia de uno difiere de la esencia de otro». En el
escolio que acompaña a esta proposición, Spinoza
ilu stra la te sis explicando, en primer lugar, que la
diferencia entre la esencia o la naturaleza del
hombre y la del caballo es tan grande, que el deseo
de procrear adopta en uno y otro form as no
comparables, con referencia a un tipo de determi­
nación esencial que concierne, pues, no al in d iv i­
duo, u n hombre o un caballo considerados en par­
ticular, sino a la especie hum ana o equina en ge­
neral; de todas m aneras, a continuación afirma
que, en virtud del mismo principio, la alegría debe
igualmente tomar formas distintas y no a sim ila ­
bles — por lo tanto, imposibles de resituar en una
m ism a escala de evaluación— en el borracho y el

160
filósofo, que por su parte son seres de la m ism a
especie, aprehendidos con ello en su esencia sin ­
gular de existentes o vivientes individuados. Aho­
ra bien, si nos ubicamos en el punto de v ista del
conocimiento del tercer género, que no tiene pre­
cisamente otro objetivo que el de comprender las
esencias singulares, está claro que ese principio
de in d ivid u a ció n , en cuanto no se reduce a un
principio de especificación, condiciona en últim a
instancia la s modalidades de existencia corporal
y mental de lo viviente, en relación con la forma
que adopta en concreto, en cada viviente, el cona-
tus por cuyo intermedio aquel está en comunica­
ción con la naturaleza entera.
En su tesis de medicina publicada en 1932, es­
to es, unos diez años antes que la de Canguilhem,
el propio Jacques Lacan cita en exergo esta propo­
sición de la Ética de Spinoza, que él traduce de la
siguiente manera: «Una afección cualquiera de un
in d iv id u o dado m uestra con la afección de otro
tanto m ás discordancias cuanto m ás difiere la
esencia de uno de la esencia de otro».^ Y comenta
así esta referencia: «Queremos decir con ello que
lo s conflictos determinantes, los síntom as inten­
cionales y la s reacciones pulsionales de una psico­
s is discuerdan con la s relaciones de comprensión,
que definen el desarrollo, la s estructuras concep­
tuales y la s tensiones sociales de la personalidad
norm al, según una medida determ inada por la

^ Cf. sobre este punto las esclarecedoras consideraciones


expuestas por Elisabeth Roudinesco en Jacques Lacan: es­
quisse d ’une vie, histoire d ’un système de pensée, Paris: Fa­
yard, 1993, pàgs. 81-6 [Lacan: esbozo de una vida, historia
de un sistema de pensamiento, Buenos Aires: Fondo de Cul­
tura Econòmica, 1994].

161
historia de las afecciones del sujeto».® Aunque lle­
gue a ella por caminos diferentes, Lacan defiende
pues la m ism a idea que también habrá de formu­
larse en la obra de Canguilhem; la distinción en­
tre lo normal y lo patológico, tal y como la impone
la discordancia de ciertos comportamientos in d i­
viduales — y el término «discordancia» aquí u tili­
zado hace un a referencia directa a lo s valores
negativos de la vida— , no tiene otra medida que
la que le comunica la historia o, mejor, la s h isto ­
ria s de los sujetos in d ivid u a le s considerados en
su esencial singularidad.
Hay que preguntarse entonces qué es exacta­
mente una historia singular del sujeto. Tomemos
el ejemplo de una de esas h isto ria s según se la
menciona en la tesis de medicina de Canguilhem,
en respaldo de la idea de que la s normas de vida
sólo valen, en últim a instancia, para los in d iv i­
duos y en la medida impuesta por su situación de
individuos;

«Cierta niñera, que cum ple a la perfección con la s o b li­


gaciones de s u puesto, sólo se entera de s u hipotensión
por lo s trastorno s neurovegetativos que experim enta
el d ia que la lle v a n de veraneo a la m ontaña. A hora
hien, nadie está obligado, s in duda, a v iv ir en la altura.
S in embargo, la capacidad de hacerlo im p lica u n a s u ­
perioridad, p u es en a lg ú n momento aquello puede lle ­
gar a se r in evitab le. U na norm a de v id a es sup erio r a
otra cuando comporta lo que esta ú ltim a perm ite y lo
que prohíbe, pero en situ a c io n e s diferentes h a y nor-

^ Jacques Lacan, De la psychose paranoïaque dans ses


rapports avec la personnalité, reedición, Paris: Seuil, 1980,
col. «Points», pàg. 343 [De la p sic o sis paranoica en su s
relaciones con la personalidad, México; Siglo XXI, 1976].

162
mas diferentes que, en cuanto tales, son igualmente
válidas. Por ello son todas normales».^

Resumamos: todo es cuestión de «situación», y


por eso la distinción entre lo normal y lo patológi­
co no está en posición dominante sobre la varie­
dad de existencias individuales, sino que se aplica
a ellas de manera necesariamente indirecta y ses­
gada, en relación con la singularidad asociada a la
h isto ria de cada sujeto. Empero, en el caso que
ilu stra esta explicación, el término «situación» co­
bra un relieve m uy particular: estar obligada, en
el carácter de niñera, a seguir a su s empleadores
cuando van a veremear a la montaña es v iv ir una
experiencia singular que en los hechos demuestra
ser una prueba, a través de la cual la existencia de
la persona expuesta a ella se enfrenta a valores
negativos que le revelan su s límites. No obstante,
esta experiencia, que es sin duda una experiencia
de individuo en el sentido de que la vive un in d iv i­
duo, ¿es, propiamente hablando, una experiencia
individual? Manifiestamente, no, pues el medio
vivo en el cual hay lugar para empleos de niñera y
para veraneos en la altura debe estructurarse de
m anera tal que haga posible una experiencia se-
mej ernte que, aunque vivid a «en situación» por in ­
dividuos, corresponda a formas colectivas de orga­
nización de la vida sin la s cuales ese tipo de «si­
tuación» sencillamente no tendría lugar. Y gracias
a este ejemplo se ve con claridad en qué aspecto la
«situación» de niñera, cuando la asum e «una»
niñera, expuesta por su condición a v ia ja r a un

^ G. C anguilhem , Le Normal et le pathologique, op. cit.,


pág. 119.

163
lugar alto, que es también «esta» niñera, con la h i­
potensión co nstitutiva de su ser sin g u la r, está
literalm ente sobredeterminada por condiciones
que competen a normas vitales y sociales.
El hecho de que normas vitales y normas socia­
les conjuguen su s acciones al intervenir sobre el
transcurso de la s existencias individuales, ¿signi­
fica que esas acciones son homogéneas entre sí?
¿Y hay que concluir de ello que esas normas están
constituidas sobre la base de un m ism o modelo,
cuya inteligibilidad dependa del concepto general
de organización? Por la manera en que está plan­
teado, parecería que este último interrogante no
tiene sentido n i mucho menos objeto, puesto que
no hay modelo normativo que pueda postularse o
pensarse en general y cuyas aplicaciones sean la s
normas particulares, cada una en el ámbito que le
es propio. Las normas no tienen realidad al m ar­
gen de la acción concreta a través de la cual se rea­
lizan afirmando, contra los obstáculos que se opo­
nen a dicha acción, su valor normativo; y esa afir­
mación no es en absoluto la expresión de un esta­
do de hecho objetivamente dado, sino que ella es
axiológicamente prim era con respecto a la s for­
m as reales de organización im puestas por ella, en
los momentos en que se enfrenta a los lím ites que
definen el horizonte de su acción. En el apéndice
agregado unos veinte años después, cuando el E s­
sa i se reeditó en un copjunto m ás vasto bajo el tí­
tulo de Lo norm al y lo patológico, esta tesis se for­
m uló con claridad de la siguiente manera: «Para
retomar una expresión kantiana, postularíamos
que la condición de p o sibilidad de la s reglas es
intrínseca a la condición de posibilidad de la expe­
riencia de la s reglas. La experiencia de la s reglas

164
es la puesta a prueba, en una situación de irregu­
laridad, de la función reguladora de la s reglas»
(pág. 179). Si algo tienen en común la acción de las
normas vitales y la acción de la s normas sociales,
es precisamente este hecho negativo en su esen­
cia: ni im a s n i otras están en condiciones de pro­
poner modelos de existencia prefabricados que lle­
ven en sí m ism os, en su forma, la potencia de im ­
ponerse; son apuestas o provocaciones, cuyo único
impacto real se da a través de la aprehensión de la
anomalía y la irregularidad, sin las cuales senci­
llamente no tendrían razón de ser. Ese es el moti­
vo por el cual la experiencia de normatividad, tan­
to en el plano de la vida individual como en el de la
existencia social, supone, en la puesta en práctica
de su s formas de organización, la «prioridad de la
infracción sobre la regularidad»,® es decir, la pri­
m acía de valores negativos sobre valores p o si­
tivos.

® Ibid., pág. 216.

165
Biblioteca de filosofía
T

Theodor W. Adorno, Consignas


Henri Arvon, La estética marxista
Kostas Axelos, Introducción a un pensar futuro
Gaston Bachelard, E studios
Gaston Bachelard, La filosofía del no
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tación, excentricidad, manerismo
Otto F. BoUnow, Introducción a la filosofía del conocimiento
Bernard Bourgeois, El pensamiento político de Hegel
Bruce Brown, Marx, Freud y la crítica de la vida cotidiana. Ha­
cia una revolución cultural permanente
J u d it h Butler, Sujetos del deseo. Reflexiones hegelianas en la
Francia del siglo XX
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la s ciencias de la vida
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