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Macherey de Canguilhem A Foucault La Fuerza de Las Normas
Macherey de Canguilhem A Foucault La Fuerza de Las Normas
a Foucault:
la fuerza de las normas
Pierre Macherey
Amorrortu editores
Buenos Aires - Madrid
Biblioteca de filosofía
De Canguilhem à Foucault: la force des normes, Pierre Macherey
© La Fabrique Éditions, 2009
Traducción: Horacio Pons
www.am orrortueditores.com
ISBN 978-950-518-395-1
ISBN 978-2-91-337296-2, París, edición original
Macherey, Pierre
De Canguilhem a Foucault: la fuerza de las normas. - 1“ ed.
- Buenos Aires ; Amorrortu, 2011.
168 p. ; 20xl2cm. - (Filosofía)
Traducción de: Horacio Pons
ISBN 978-950-518-395-1
1. Filosofía. I. Pons, Horacio, trad. II. Título.
CDD 100
9 Palabras preliminares
10
Al releerlos uno tras otro — tarea que este proyec
to de publicación me brindó la oportunidad de ha
cer— me di cuenta de que, aun cuando fuese de
una manera que podría parecer vacilante y hasta
ciega en algunos aspectos, los im pulsaba el obsti
nado movimiento de una idea que les era común,
como s i esta hubiese procurado trazarse un cami
no a través de ellos, entre oscuridad y claridad,
según la lógica de una investigación que, para
serlo verdaderamente, debe proceder sin saber de
antemano hacia qué confines se dirige, e inventar
su dirección a medida que progresa en su curso,
de un modo que no puede ser del todo premedita
do o preconcebido, pero que no por ello deja de
obedecer a cierta lógica o, como d iría Pascal,
«fuerza de la verdad», de la que extrae su relativa
necesidad. E sa es la idea a la que traté de dar for
ma explícita al escoger como título del presente
volum en La fuerza de la s normas, una fuerza que
decido interpretar en la óptica de una «potencia» y
no tanto de un «poder» de la s normas. Potencia y
poder — potentia y potestas, para hablar en el len
guaje de la filosofía clásica— designan, en efecto,
dos tipos de acción o intervención diferentes, y
hasta opuestos: la dinámica de la potencia es in
m anente, en el sentido de que presupone u n a
completa identidad y sim ultaneidad de la causa
con su s efectos, que guardan a la sazón una re
lación de determinación recíproca; por su parte, la
referencia a un poder im plica una trascendencia,
realizada por medio de un a anterioridad de la
causa con respecto al efecto, de lo cual re su lta
también que debe haber más en la primera, que lo
gobierna, que en el segundo, relegado al rango de
una consecuencia simplemente derivada. Aplica-
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da a la cuestión de las normas, con v ista s a deter
m inar de qué clase de eficacia o «fuerza» disponen
estas para la conducción de la vid a en todos su s
aspectos, esta distinción es crucial; o bien se con
cibe que las normas disponen de un «poder» abso
lutamente fundado en sí mismo, con prescinden-
cia de la materia que él rige entonces en la forma
de una coacción externa — por ejemplo, mediante
la im posición de su s reglas con el máximo vigor
posible— , o bien, al contrario, se la s caracteriza
como anim adas por una potencia en virtud de la
cual se autoproducen y definen su figura a medi
da que actúan, in situ, directamente sobre los con
tenidos que se proponen regular, con lo cual son a
la vez, según la fórmula de Pascal en su fragmen
to sobre los dos infinitos, «causadas y causantes,
ayudadas y ayudantes», sin que haya prioridad o
precedencia alguna de uno de esos aspectos de su
manifestación sobre el otro.
Me parece — así, al menos, los he leído— que
Canguilhem y Foucault giraron de manera incan
sable alrededor de este problema que concentró
su atención, y que esa preocupación constituye el
hilo secreto que los liga desde un punto de vista fi
losófico, dado que fueron, en el siglo XX, los dos
grandes pensadores de la inmanencia de la norma
y de la potencia de las normas, y que además se
reconocieron a sí m ism os como íntimamente aso
ciados en el tratamiento de ese tema cuyas varia
ciones personales propusieron; ello es lo que ex
plica, en particular, la enorme consideración m u
tua que se profesaron, hasta el final y a despecho
de lo que por otra parte podía alejarlos. Para de
cirlo con otras palabras, la principal justificación
de m i interés por los trabajos de C anguilhem y
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Foucault radicaba en el retorno punzante de un
problema, y no en el hecho de presentar su so lu
ción como ofrecida en bandeja: para aquellos se
trataba, ante todo, de comprender cómo actúan las
norm as en los diferentes planos en que operan,
con s u s características propias de tales que im
piden a sim ila rla s a leyes decididas e in stitu id a s
— que exhiben, en consecuencia, el carácter de ar
tefactos— , y afectadas por una dimensión de for
m alism o en virtud de la cual dan pábulo a una re
flexión de tipo esencialm ente jurídico. Ni para
Canguilhem n i para Foucault la s normas se pre
sentan como reglas formales que son aplicadas
desde afuera a contenidos elaborados en forma
independiente de ellas, sino que definen su figura
y ejercen su potencia directam ente sobre lo s
procesos en cuyo transcurso su materia u objeto se
constituye poco a poco y adquiere forma, de una
manera que disuelve la alternativa tradicional de
lo espontáneo y lo artificial: quedan entonces por
aprehender la naturaleza y la s modalidades de
esos procesos en los cuales historia natural e h is
toria social interfieren de un modo que desafía las
representaciones tradicionales de la causalidad,
en particular la s que remiten al modelo de un de
term inism o mecánico. Aunque uno y otro se ha
yan abstenido de examinarla en general, como un
objeto de discusión filosófica que puede ser consi
derado en abstracto, lo cierto es que Canguilhem
y Foucault comparten el hecho de haberse sentido
principalmente absorbidos por esta cuestión, que
orientó su s investigaciones: no la perdieron de v is
ta en n in g ú n momento, la retomaron sin cesar,
con la inquietud permanente de llevar su examen
al terreno donde pudieran revelarse, en un plano
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a la vez in d ivid u a l y colectivo, su s implicaciones
prácticas, que impiden reducirla a la categoría de
una especulación puramente teórica.
Al aludir a ese vínculo, manifestado a través
de la presencia común de un problema, no preten
do en absoluto sug erir que C anguilhem y Fou
cault deberían situarse en una m ism a línea en la
que su s posiciones fueran intercambiables, lo cual
sup ondría una drástica reducción de su conte
nido, alcanzada al cabo de una operación de abs
tracción cuyo principio es inaceptable, puesto que
está claro que ambos encararon la cuestión de la
norm a por v ía s m uy diferentes, y que s i en a l
gunos puntos importantes su s intentos se cruza
ron y llegaron así a conjugarse, no por ello dejaron
de mostrar diferencias que obstan a confundirlos
y hacer como si no fueran sino expresiones de un
m ism o sistem a de pensamiento, que sólo habría
tenido que d esa rro llar de m anera unívoca su s
prem isas. E sa s diferencias obedecen, ante todo, a
los campos de objetos sobre los cuales uno y otro
centraron su reflexión: s i bien Foucault, que co
menzó por ve stir el hábito de «psicólogo», partió
del estudio de problem as relacionados con la s
prácticas médicas, lo cual lo acercaba de entrada
a Canguilhem, rápidamente amplió el terreno de
su s investigaciones, que lo condujeron, en un pe
riplo de asombrosa complejidad, a abordar temas
concernientes de la manera m ás lata a la filosofía
política y moral en todos su s aspectos; temas que
Canguifliem, por su parte, no ignoró, pero que
cónsídiró sólo en función del sentido de lo que pa
ra él era la cuestión primordialidú'fle1S‘vida,:yina
cuestión que, aun cuando tampoco estaba del todo
ausente del pensamiento de Foucault, no ocupaba
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en él, sin duda, el m ism o lugar. Aunque ambos
autores atribuyeron sum a importancia a las inte
rrelaciones entre lo natural y lo cultural, lo bioló
gico y lo social — interrelaciones que ni uno n i otro
interpretaron en el sentido de una armonía con
cordataria— , no encararon su s conflictos y tensio
nes por el m ism o extremo: para sim pliñcar la s co
sa s al máximo, diremos que lo natural — esto es,
lo biológico— fue el polo principal de la reflexión
de Canguilhem, en tanto que para Foucault el po
lo principal fue el de lo cultural y lo social, y esa
diferencia los llevó a efectuar, a través de un m is
mo campo, recorridos inversos, destinados por con
siguiente a encontrarse. Por tal razón, s i tiene al-_
gún sentido leer jun to s a Canguilhem y Foucault
— empresa que, por cierto, n i uno n i otro habrían
objetado— , hay que re sistirse empero a la ten
tación de meterlos en la m ism a bolsa, para decirlo
vulgarmente: la comparación, en efecto, debe su
valor al hecho de que induce a su s intereses res
pectivos, y a los resultados en que desembocó la
plasmación de estos, a reaccionar entre sí y reve
lar de tal modo aquello que, a la vez que los une,
los desplaza, tanto en el plano de s u s centros de
interés como en el de su s referencias intelectuales
y su s estilos de pensamiento, para no hablar de
su s estilos de escritura, que indiscutiblemente los
distinguen, aunque sin oponerlos.
A esa tentación que acabo de denunciar, ¿no he
cedido yo mismo, al menos en parte? La sospecha
podría confirmarse por el retorno obsesivo, en la
mayoría de los textos que he dedicado a relecturas
de Canguilhem y Foucault, de la referencia a Spi
noza, filósofo por el cual ambos sentían sin duda
cierta sim patía intelectual e incluso, tal vez, una
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1
especie de atracción, sin que ello los haya llevado,
no obstante, a hacer de él una piedra angular de
s u reflexión; esto explica, en particular, que en
conjunto lo hayan citado y comentado bastante
poco, porque en el fondo no era allí donde residía
su problema. La insistencia de esa referencia es,
pues, de m i entera responsabilidad y se explica
por las orientaciones personales debidas a m i for
mación, lo cual se traduce en que, sin erigirlo em
pero en una autoridad absoluta — actitud que ha
bría sido, me parece, del todo contraria al espíritu
profundo del esp in osism o— , no haya dejado de
volver a él, animado por la esperanza de penetrar
los m isterios de ese pensamiento austero, «tan di
fícil como raro», para recordar una fórmula que el
propio Spinoza dejó asentada al final de su Ética y
que resume bastante bien el carácter de su proce
der, m ás sin g u la r que ninguno; el del pensador
que fue m ás lejos, sin duda, en el sentido de una
reflexión sobre el problema filosófico de la inm a
nencia considerado en toda su generalidad. Por
consiguiente (debo adm itirlo s in rodeos), me he
valido de Spinoza, a quien creía conocer bastante
bien — lo cual entrañaba, por cierto, una cuota de
ilu sió n — , para comprender mejor lo que, ju n ta s,
permitían pensar las obras de Canguilhem y Fou
cault, dos autores contemporáneos con los cuales,
movido por m is propios intereses espinosistas, yo
sentía la mayor afinidad. En esta orientación con
taba con la ratificación de Louis Althusser, quien
también procuró que el conocimiento que podía te
ner sobre lo s modos de proceder de aquellos le
brindara un medio para nutrir su intento de ela
boración de una filosofía del marxismo, la filosofía
que la empresa de Marx ponía delante de sí mis-
16
ma sin haber tenido o sin haberse procurado los
in stru m e n to s para darle u n a forma explícita,
problema que no dejó de obsesionarlo y para cuya
resolución el recurso a Spinoza le parecía igua l
mente indispensable. Todo esto — lo reconozco—
huele a recuperación al servicio de los propios fi
nes, una recuperación tanto m ás discutible, quizá,
cuanto que se efectuaba en prim er grado, sin
tener siquiera la perspectiva que habría supuesto
luaa tentativa de manipulación consciente y razo
nada. Con esto quiero decir — aunque debería ser
obvio— que algunas cosas que escribí, sobre todo
en el primero de los textos presentados aquí (el
publicado en 1964 en La Pensée, con una extensa
introducción de Althusser), ya no la s escribiría, al
menos bajo esa forma; por ejemplo, en la conclu
sión de la segunda parte del artículo, el comenta
rio abrupto y cuando menos audaz, y hasta aven
turado, sobre la manera en que Canguilhem había
problematizado el conocimiento de la vida: «Pro
ceder propiamente dialéctico y materialista».^ A
esta confesión, que hago sin restricciones, quiero
s in embargo aportar la sig u ie n te precisión; al
fundarme en una concepción del pensamiento de
Marx informado y reformado por el estudio de
Spinoza, no tenía la intención de valerme de ella
como de un prototipo o un modelo listo para ser
aplicado tal cual, rígidamente, a otros contenidos
especulativos, como la filosofi'a biológica de Can
guilhem o la teoría histórico-social de Foucault,
con v ista s a apropiarse de ellas o a incorporarlas a
dicha concepción, de la cual habrían constituido
entonces una mera prolongación o complemento;
17
con la relectura de C anguilhem y Foucault a la
luz de Spinoza y Marx se trataba, en cambio, de
llevar a cabo en forma sim ultánea la operación in
versa, consistente en releer a Spinoza y Marx a la
luz de Canguilhem y Foucault, en una perspecti
va, por ende, no de reducción, fatalmente àrida y
empobrecedora, sino, al contrario, de enriqueci
miento; de manera anàloga, por lo demás, la lec
tu ra conjunta de C anguilhem y Foucault, o de
Spinoza y Marx, no debía conducir a la a sim ila
ción arbitraria de cada uno de los m iembros de
esos dos pares de autores al otro, en la que se los
erigiera en los representantes de un pensamiento
de sentido único destinado a transform arse en
vulgata.
En consecuencia, al releer hoy, con cierta pers
pectiva, los diferentes textos en los cuales procuré
dar razón de lo que era, a m i juicio, el espíritu fun
damental de la s investigaciones de Canguilhem y
Foucault — a saber: el insoslayable aporte de es
tas a la comprensión de lo que im plica vivir, y v i
v ir en sociedad, bajo normas— , estimo que no re
su lta absurdo re un irlo s en un m ism o conjunto,
sin abrigar la ilusión, empero, de que este pueda
tener u n alcance sistemático o dogmático, pues la
perspectiva que yo adopté de manera in stin tiv a
desde el comienzo, consistente en poner la consi
deración de los problemas por delante de la consi
deración de la s soluciones que se les dan, inevita
blemente provisorias, me parece hoy m ás válida
que nunca, e incluso indispensable. Esto me lleva
a proponer una justificación m ás para la concre
ción de esta pequeña antología de artículos, ju s t i
ficación que esta vez no concierne a su contenido
temático, representado por la cuestión de la in-
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r manencia, sino a su propio estatus, en cuanto j a-
lones de una investigación que me guardaré bien
de pretender consum ada, llegada a su térm ino
— para ser breve: de presum ir que ha logrado de
cir la verdad, la últim a palabra, sobre la cuestión
en tomo a la cual no dejó de girar, aunque esto no
signifique, sin embargo, que la fuerza de la idea
verdadera no tuvo papel alguno en su desarro
llo— . En otros términos, considero necesario que
la s investigaciones que he podido realizar alrede
dor de lo que acabo de caracterizar, ante todo, co
mo un problema conserven su naturaleza tam
bién problemática, propia de una indagación en
curso que, a pesar de hallarse inconclusa, no está
por ello privada de toda significación y valor. Esta
significación sería, en primer lugar, la de un docu
mento concerniente a una época en que pude, con
otros o al mismo tiempo que ellos, interesarme de
manera prioritaria en esa clase de problemas e in
tenté precisar su s considerandos con mayor o me
nor éxito, cuestión que no me toca a mí juzgar. Que
esta época no está definitivamente cerrada y ter
m inada es lo que testimonian investigaciones más
recientes, llevadas a cabo por personas de una ge
neración que no es la mía, en quienes reconozco la
persistencia de una sim ila r atención intelectual,
aun cuando no provengan de la m ism a tradición
de pensamiento. Para no mencionar más que esos
ejemplos, dos obras que fueron mucho m ás lejos
de lo que yo había sido capaz de hacerlo en el exa
men de la problemática de la fuerza de la s normas,
y que demuestran que esta últim a ha mantenido
actualidad e incluso cierta urgencia, son La Vie
hum aine: anthropologie et biologie chez Georges
Canguilhem, de Guillaume le Blanc (2002), y Les
19
N ormes chez F oucault, de Stéphane Legrand
(2007), ambas publicadas en la colección «Prati
ques Théoriques» de P resses U n ive rsita ire s de
France.
Al formular el deseo de que los antiguos textos
que yo m ism o pude dedicar a Canguilhem y Fou
cault sean tomados como documentos, y no tanto
como resultados teóricos que deben aceptarse o
dejarse como tales en su forma presuntamente de
finitiva; al sugerir, por consiguiente, un modo de
uso u n tanto indirecto y sesgado, quiero hacer
comprender que el tipo de interés recurrente que
hoy son capaces de conservar depende justam ente
de su carácter provisorio, incompleto, explicable
por el hecho de que toman lugar en un recorrido
efectuado en situación, de manera inevitablemen
te opaca, lo cual no habría sucedido si se hubieran
realizado en el espacio transparente del pensa
miento puro, el espacio donde, parafraseando a
Kant, la paloma emprende libre el vuelo. Por eso
representan indicios y síntomas de la manera en
que tuvo lugar coyunturalmente cierta recepción
de los trabajos de Canguilhem y Foucault, en v ir
tud de la cual estos cruzaron algunos márgenes
del espíritu público y produjeron efectos en él; y en
esa calidad, me parece, puede releérselo s, en
cuanto representan u n esfuerzo de indagación
teórica en el ámbito de la filosofía, esfuerzo del
que puede decirse, con todas la s am bigüedades
asociadas al uso del futuro anterior, que habrá s i
do, pues, bajo la forma de una tentativa de pros
pección sobre la cual aún hoy puede posarse una
m irada retrospectiva, y cuyos resultados, en con
secuencia, están destinados a medirse a la vez, in-
disociablemente, en térm inos de éxito y fracaso.
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Con esas condiciones, en esos límites, la heteroge
neidad de estos textos no constituye por fuerza
una desventaja o un obstáculo para su reunión: al
contrario, puede conferir a esta un interés adicio
nal. E sa es la razón por la cual, al retomarlos, no
intenté redondear su s ángulos para hacer desapa
recer la s irregularidades y la s desigualdades de
la s que m uestran huellas y de la s que no puede li
berárselos, so pena de perder la mayor parte de la
significación que todavía están en condiciones de
re ivind ica r. Las correcciones que introduje en
ellos, sobre todo en lo atinente al primer texto, el
de 1963, que era imperativo arreglar para hacerlo
un poco m ás presentable, no conciernen sino a la
forma y no afectan en absoluto el contenido, que
me prohibí modificar con el fin de conservar lo que
acabo de llam ar su estatus de testimonios y docu
mentos, del cual extraen lo que puede quedarles
de sabor. Con la m ism a intención, me abstuve,
luego de m uchas vacilaciones, de reiterar la ma
nera de indicar la s referencias homogeneizando
la s citas conforme al estado actual de los corpus
en cuestión, porque me pareció que al mantener
procedimientos que hoy están perim idos conse
guía dar una idea m ás ju sta de la s condiciones y
el entorno circunstancial en los cuales los traba
jo s de Canguilhem y Foucault pudieron, en dife
rentes momentos, abordarse de una manera que,
desde la década de 1960, ha sufrido una conside
rable evolución.
21
1
nester ponerlos de nuevo en situación para que
conserven una parte, por leve que sea, de interés.
E l texto titulado «La filosofía de la ciencia de
Georges Canguilhem: epistemología e historia de
la s ciencias», que fue m i primera publicación, ha
bía sido en su inicio una ponencia estudiantil, que
presenté durante el ciclo lectivo universitario de
1962-1963 en la École Normale Supérieure, don
de disfrutaba, tras haber ganado el concurso de
oposiciones de filosofía, de un «año suplem enta
rio» dedicado a investigaciones libres, sin obliga
ción n i sanción; a lo largo de ese año comencé a
trabajar en estrecha relación con A lthu sse r, a
quien conocía desde m i ingreso a la Ecole, pero
con el cual no había tenido nunca la oportunidad
de mantener ese tipo de vínculo. En una carta a
Franca Madonia fechada el 23 de octubre de 1962,
aquel, que pasaba entonces por uno de esos pe
ríodos en que veía la vida color de rosa, escribía:
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había en ello ningún intento de adoctrinamiento,
sino el esfuerzo con v ista s a establecer, sobre la
base permanente de intercam bios y discusiones
totalmente abiertas, un a com unidad de pensa
miento en acto, sin caminos trillados, en un ver
dadero espíritu de indagación — algo que resulta
ba bastante embriagador y por lo que siempre le
estaré agradecido— . A lthusser sabía h asta qué
punto me había marcado la enseñanza de Can-
guilhem, a quien había seguido desde m i ingreso
a la École en 1958, en un contexto y un ambiente
de los que doy una idea en el cuarto de los artícu
los aquí recogidos, el titulado «Georges Canguil-
hem: un estilo de pensamiento»; y por eso me pro
puso hacer una presentación de su obra, entonces
poco conocida por el gran público, aun cuando sólo
fuera a causa de los obstáculos que el propio Can-
guilhem, que no le daba importancia a la notorie
dad — una notoriedad que no rechazó cuando ter
minó por llegar, pero que no se había interesado
en obtener— , había interpuesto con el objeto de l i
m itar el acceso a su s escritos, que estaban agota
dos o dispersos en publicaciones sumamente es
pecializadas. Como es natural, yo acepté la pro
puesta, que me entusiasm aba, y m i prim erísim a
tarea, particularm ente laboriosa, co nsistió en
reunir un corpus para su estudio, el cual aparece
detallado en la primera parte de m i artículo, una
enumeración que he mantenido aquí sin cambios
a fin de dar una idea de la manera en que la obra
de Canguilhem se presentaba en el aspecto mate
rial, a comienzos de los años sesenta, a los ojos de
aquellos cuya curiosidad despertaba. Tras reunir
el paquete de libros y artículos que con gran es
fuerzo había logrado hallar, me fui al campo, a un
23
r
lugar tranquilo, para examinarlos con detenimien
to y procurar extraer de ellos algo que pudiese
constituir la materia de una ponencia m ás o me
nos consistente, no demasiado indigna del tema
tratado, que no podía sin o despertar en m í un
fuerte interés. Sólo volví a la Ecole el día y a la ho
ra fijados para el ejercicio, y al llegar comprobé
que Althusser, sin habérmelo advertido, había to
mado la iniciativa de reservar para la circunstan
cia la sa la del establecim iento destinada a la s
grandes ocasiones: el salón de actos; al entrar a él,
descubrí con sorpresa y estupor que a llí estaba
Canguilhem en persona — a quien A lthusser ha
bía avisado— , sentado a una mesa en primera fi
la, papel y plum a en mano para tomar notas, en la
postura de un alumno atento, lo cual me sum ió en
una profunda turbación cuyo recuerdo aún con
servo en toda su intensidad. Tratando de dominar
el pánico que me invadía, brindé entonces, lo me
jo r que pude, la prestación que se esperaba de mí,
m ien tras procuraba no m irar dem asiado hacia
donde estaba Canguilhem, que se mantuvo sum a
mente tranquilo a lo largo de toda la prueba. En
una carta a Franca Madonia del 25 de enero de
1963, A lthusser informa en caliente a su lejana
corresponsal sobre el episodio que acaba de tener
lugar momentos antes;
24
en la d isc u sió n que sig u ió me m o stré ab so lu tam en te
re la ja d o ..
25
T
servó una im presión favorable de m i presenta
ción, pues a continuación le habló de ella a Fou
cault, quien me propuso transformar la ponencia
en un artículo para publicar en Critique, la presti
giosa revista a cuyo comité de redacción él perte
necía. Con ese fin, preparé entonces un texto que
finalmente, por iniciativa de Althusser, se publicó
en 1964 en La Pensée, aquella de las revistas teó
ricas del Partido Comunista Francés (PCF) a la
que él tenía libre acceso por intermedio de su re
dactor en jefe, Marcel Cornu, de quien era amigo,
y donde apareció una gran parte de su s artículos:
«Sobre el jo ve n Marx (C uestiones de teoría)»,
«Contradicción y sobredeterminación (Notas para
un a investigación)», etc., luego reeditados en La
revolución teórica de Marx {Pour Marx], Publicar
en una revista de obediencia marxista un estudio
sobre C anguilhem que no estuviera destinado a
demolerlo constituía, en esa época, una apuesta y
u n desafío: aquel, a despecho de su s conocidas
proezas en la Resistencia, era catalogado, en efec
to, como u n reaccionario redomado, un adversario
de los com unistas, reputación que debía en gran
medida al papel que había desempeñado durante
unos diez años, después de la Liberación, como
inspector general de filosofía. Esta función lo ha
bía llevado a recorrer Francia con v ista s a resta
blecer una enseñanza pública devastada durante
mucho tiempo a raíz de la política del régimen de
Vichy, de quien Canguilhem había sido feroz opo
sitor. E sa tarea, a la cual había decidido no s u s
traerse porque así se lo exigía su responsabilidad,
la desempeñó con intransigencia, como todo lo que
hacía, y ta l actitud lo lle vó en v a r ia s oportu
nidades a chocar con profesores de filosofía comu-
26
n ista s — eran m uchos en esa época— que, a n i
mados con las mejores intenciones, tendían a me
nudo a confundir su clase con una tribuna políti
ca, un proceder que le parecía inadm isible y al que
se h ab ía opuesto resueltam ente. En tales con
diciones, hacer un elogio de Canguilhem, exaltar
su obra de filósofo y de historiador de la s ciencias
en ese medio particular, en estado de efervescen
cia permanente y donde el anatema volaba con
singular facilidad, era una suerte de provocación:
justam ente lo que había ratificado en su in ic ia
tiva a Althusser, que por entonces tenía la íntim a
convicción de que su tarea política esencial de
filósofo era tomar intelectualmente el poder en el
partido de la s m asas trabajadoras, y de que una
acción perturbadora, desestabilízadora, como
podía serlo esta publicación, era capaz, para re
petir una fórmula por la que él tenía especial ape
go, de «mover la s cosas» en el sentido adecuado.
Por eso se empeñó en que el texto de m i artículo
fuera precedido por una «Presentación» bastante
extensa, firmada con su nombre y que comenzaba
de la siguiente manera:
«El a rticulo que aquí se leerá b rin d a por prim era vez
u n a v isió n sistem á tica de lo s trabajos de Georges Can
gu ilhe m . E l nombre de este filósofo e h isto ria d o r de la s
ciencias, director del In stitu to de H istoria de la s Cien
c ia s de la U n ive rsid a d de P arís, es conocido por todos
aq uellos que, en el ámbito filosófico y científico, se in te
re sa n en la s n u evas in vestig a cio n es sobre la epistem o
logía y la h isto ria de la s ciencias. Su nombre y s u obra
no tardarán en tener u n a audiencia m ucho m á s gran
de. E s ju st o que la re vista fundada por L angevin dé s u
acogida al p rim e r estud io ex h a u stivo que se le consa
gra en Francia».
27
En efecto: al parecer, no se había llevado a cabo
antes ningún estudio de esta índole, y yo tuve el
privilegio de abrir por m i cuenta y riesgo ese cam
po de estudios, que a continuación ha sido m uy
frecuentado y de manera sin duda menos aventu
rada. La presentación de A lth u sse r fue repro
ducida, en su versión completa, en la antología
Penser Louis Althusser;^ yo mismo cité el que es,
en m i opinión, su pasaje m ás significativo, en m i
artículo «Georges Canguilhem: un estilo de pensa
miento».^
Canguilhera, por su parte, se hallaba perfecta
mente al tanto de la (mala) reputación que tenía
en la esfera de influencia del PCF, lo cual le resul
taba indiferente por completo. Razón de m ás para
que lo sorprendiera el hecho de que acudieran a él
personas a la s que se atribuía la pertenencia a di
cha esfera de influencia, que le testim oniaban,
con acentos de sinceridad que lo habían convenci
do, la m uy grande admiración que sentían por su s
trabajos teóricos, así como por la manera absolu
tamente particular en que ejercía su m agisterio
universitario, con un rigor, una ausencia total de
énfasis y una claridad que contrastaban con los
hábitos entonces im perantes en la Facultad de
Letras de París, donde se había instalado en ge
neral cierto espíritu de rutina. Desde hacía m u
cho tiempo mantenía relaciones profesionales con
A lth u sse r, en lo concerniente a lo s problem as
planteados por la organización de los estudios de
filosofía en la École Normale Supérieure, en los
28
que no había dejado de interesarse, sobre todo
desde que su viejo compañero de estudios y amigo
Jean Hyppolite había asum ido la dirección del es
tablecimiento. E sa s relaciones habían llevado a
Canguilhem y A lthusser a profesarse una estima
recíproca, sentim iento que facilitó mucho la s co
sa s cuando, por intermedio del grupo de alunmos
filósofos de la Ecole del que yo formaba parte, las
relaciones comenzaron a tomar otro cariz al sacar
a la luz, en u n hecho no del todo previsto al princi
pio, ciertas afinidades intelectuales que tenían
como telón de fondo unos desafíos teóricos funda
mentales. Se sabe que AJthusser, que xmos quince
años antes había preparado \ma tesina de m aes
tría sobre Hegel bajo la dirección de Gaston Ba
chelard, apelaba en abundancia a los aportes de
la nueva epistemología a la francesa para dar ba
ses «científicas» sólidas a su empresa de reforma
del marxismo, uno de cuyos pilares debía ser la
noción de «corte epistemológico». Cuando Can
guilhem comprendió en qué sentido y con qué fines
se lo quería utilizar, quedó desconcertado, pero, a
la vez que mantenía una actitud de prudente re
serva, tampoco opuso un rechazo inequívoco a esa
tentativa, en la certeza de que, de todos modos, no
había forma de que se apropiaran de él. En conse
cuencia, acogió con sim patía los llam ados que se
le hacían y, sin comprometerse empero a título
personal, aceptó con mucha cortesía, a pesar de su
fama de irascible — un a leyenda que había a li
mentado cuidadosamente— , los homenajes que le
rendían personas que no pertenecían en absoluto
a su «familia de pensamiento», una noción, esta
últim a, que para él tenía por lo demás m uy poco
sentido. E l hecho de que por prim era vez se le
29
consagrara un extenso artículo teórico en una
revista oficial del PCF no iba a aumentar mucho
su reputación entre su s colegas, pero esto le im
portaba en verdad nada y quizás hasta lo divertía.
Por eso, ja m á s me hizo ningún reproche y no plan
teó reserva algun a con respecto a m i artículo:
sim plemente, m ucho m ás adelante, cuando una
editorial un ive rsita ria brasileña publicó Lo nor
m al y lo patológico [O normal e o patologico], con
la reedición de ese artículo como epílogo, me dio a
entender que a su modo de ver la cuestión estaba
fuera de lugar. Para decirlo sintéticamente: en su
opinión, se había dado vuelta la página.
30
número en homenaje a Canguilhem de la Revue
de Métaphysique et de Morale (luego se reeditó en
el volum en 4 de los Dits et écrits).^ Fue imo de los
últim os grandes textos escritos por Foucault poco
antes de su muerte y, sin duda, uno de los estu
dios m ás bellos que se hayan consagrado al pen
sam iento de Canguilhem. Por temperamento y
por principio, Foucault no era un hombre afecto a
los juram entos de fidelidad, pese a lo cual había
reconocido la jerarquía de «maestro» a C anguil
hem — y, que yo sepa, sólo a él— ; cuando se presen
taba la oportunidad de encontrarnos, siempre me
hablaba, sabiendo del aprecio que yo sentía por
aquel, de «nuestro viejo maestro», y esta fórmula,
teñida de ironía, no estaba en modo alguno des
provista de alcemce real. No creo que Foucault h a
ya seguido ja m á s su s cursos, a pesar de que lo te
nía como su «director de tesis»; el propio Canguil
hem contaba — era uno de su s temas favoritos de
conversación— que no había dirigido nada en ab
soluto, puesto que había recibido en su despacho
el manuscrito de la Historia de la locura en la épo
ca clásica ya plenamente conformado, sin que h u
biera sabido antes una palabra de su contenido,
pues no había tenido ocasión de intervenir. Se
refería, asim ism o, a su estupefacción al descubrir
en ese texto, en negro sobre blanco, cuestiones que
desde hacía tiempo ya él trataba de pensar por
31
su cuenta sin lograr darles una forma tan siste
máticamente consumada, de un a m anera que a
su entender era decisiva. Poco antes de que Fou
cault defendiera esa curiosa tesis, que no tenía
nada del ejercicio u n iv e rsita rio tradicional, yo
veía regularmente a Canguilhem, bajo cuya direc
ción preparaba entonces una tesina de maestría
sobre «Filosofía y política en Spinoza»: él me h a
blaba de la te sis de Foucault como de un aconteci
m iento poco común e importante, que no había
que perderse bajo n in g ún pretexto. Y entonces
sentí la necesidad de a sistir a esa defensa efecti
vamente memorable: todavía veo, en el ambiente
estirado de la Seda Louis Liard donde se celebra
ba esa clase de ceremonias, a Foucault, a quien yo
descubría en esa ocasión, escuchar en silencio los
comentarios altamente elogiosos que Canguilhem
e Hyppolite hacían sobre su obra, y responder, no
sin cierta impaciencia, a la s observaciones m ás
reservadas que le hacía Gouhier y la s objeciones
de rutina de Ganddlac y Lagache, a quienes el es
tilo inusitado de su trabajo había predispuesto de
m anera notoria en su contra. Cuando el texto de
la tesis apareció publicado por Pión, me lo procuré
de inmediato, y su lectura me produjo el efecto de
un sismo: el libro ponía en entredicho todo lo que
solía hacerse en historia de las ideas, y abría pers
pectivas inauditas a investigaciones que se enca
m inaran hacia lo que hoy llam aría una «filosofía
en sentido lato», no replegada en el estudio de s is
tem as doctrinales, sino respaldada en el conoci
miento de la historia y los aportes de las ciencias
hum anas; una filosofía, dicho sea de paso, que pu
diera interesar no sólo a los «filósofos» de profe
sión ■— a decir verdad, estos últim os nunca recono-
32
cieron a Foucault como uno de los suyos, lo cual,
por lo demás, no le causaba disgusto alguno— . A
continuación, comencé a leer con avidez todo lo
que Foucault escribía, a medida que su s libros y
artículos se publicaban, con el m ism o sentimiento
de una radical innovación, fuente permanente de
sorpresas por su tendencia a poner en cuestión la s
ideas convencionales, de manera a veces excesi
vamente abrupta, pues no era él de andarse con
chiquitas; confieso haberme sentido perturbado,
al comienzo, por algunas de la s te sis desarrolla
das en Vigilar y castigar y La voluntad de saber, y
necesité cierto tiempo para advertir su validez y
fecundidad e incluso, simplemente, para apreciar
su alcance exacto. Foucault tenía lazos de con
fianza y amistad con Althusser, de quien había s i
do alum no durante su s años en la École Normale;
este atribuía sum a importancia a la s investigacio
nes de aquel, en la s cuales veía una convergencia
con su s propios esfuerzos destinados a elaborar la
perspectiva de u n marxismo revisado y corregido,
básicamente heterodoxo; por su parte, Foucault,
cuya actitud con respecto al marxismo — como al
psicoanálisis, por lo demás— siempre fue de una
extraordinaria complejidad, no hizo nada, al me
nos en el período previo a 1968, para d isuadir a
A lthusser de ver las cosas de esa manera. Si digo
todo esto es para mostrar que yo tenía todas la s
razones posibles para seguir interesándome en
Foucault, aunque sólo fuera con la intención de
tratar de develar los enigmas de u n pensamiento
tan rico que parecía sustraerse a una aprehensión
exhaustiva; aún hoy quedan por descubrir en esa
obra inm ensa y de una asombrosa variedad, que
no ha dicho su últim a palabra, cosas no vistas. La
33
intervención que yo había preparado con v ista s al
encuentro del Rond-Point representaba, en s u s
tancia, una tentativa de explorar con mayor pro
fundidad algunos aspectos intrigantes del trabajo
de Foucault, y de trazar con mayor exactitud los
contornos de esa filosofía de la s normas que veía
esbozarse en él y en la cual, con razón o sin ella,
adivinaba cierta afinidad con esquemas teóricos
heredados de Spinoza: al menos, me parecía, una
lectura conjunta de este y de Foucault podía ser
adm isible, no para asim ilar uno al otro, lo cual ha
bría sido absurdo, sino para tratar de instaurar y
poner en marcha una relación de intercambio en
tre esos dos m undos de pensam iento que con
fluían — que confluían en m i cabeza, en todo ca
so— . No me corresponde decidir si esa tentativa
fue o no fructífera, y ni siquiera s i tenía algún sen
tido.
34
r el objetivo de poner de manifiesto la dimensión fi
losófica de la obra de un historiador de la s cien
cias que, con una sola excepción — un breve texto
titulado «De la science et de la contre-science», pu
blicado en u n Hommage à Je a n Hyppolite—
siempre se había abstenido de consagrar su s es
critos a cuestiones de filosofía pura consideradas
en cuanto tales. Por pudor, Canguilhem no habia
asistido a la s sesiones del coloquio que le estaba
dedicado, pero se había mantenido al corriente de
su desarrollo y estaba visiblem ente satisfecho con
el conjunto de la operación, que había suscitado
toda clase de polémicas en los medios universita
rios oficiales — lo cual no le fastidiaba en absolu
to— . Yo había considerado natural aprovechar la
oportunidad para tratar de correlacionar el inte
rés que, desde m is años de estudio, les prestaba,
respectivamente, a la s obras de Canguilhem y a
la s de Foucault: de allí el título u n poco extraño
de m i intervención, en la cual me proponía expli
car, y en prim er lugar explicarme, lo que unía a
estos dos autores a la vez que los diferenciaba y,
en razón de los desplazamientos y la s tensiones
que la atravesaban, hacía aún m ás estim ulante
su relación. Una vez m ás encontraba, en el cruce
de los cam inos que no sin trabajo me esforzaba
por seguir, la cuestión teórica de la s normas, que
no h ab ía dejado de preocuparme y cuyo trata
miento, a mi entender, se enriquecía de manera
particularmente significativa con la s enseñanzas
extraídas de la lectura de Canguilhem y de Fou
cault.
® Georges C anguilhem, «De la science et de la contre-
science», en Suzanne Bachelard et al., Hommage à Jean
Hyppolite, Paris: PUF, 1971, pàgs. 173-80.
35
El cuarto texto, «Georges Canguilhem; un esti
lo de pensamiento», me fue encargado por una re
vista de docentes de filosofía. Les Cahiers Philoso
phiques, que en 1996 dedicó uno de su s números a
«La filosofía de Georges Canguilhem». En el m ar
co de esa publicación de carácter conmemorativo,
realizada poco después de la muerte de Canguil
hem, me esforcé por dar razón del efecto de estu
pefacción que habían provocado en mí — y que
siento aún al escribir estas líneas— la persona, la
enseñanza y la obra de aquel, a quien le debo lo
esencial de los fundamentos de m i formación filo
sófica y cuyas obras ja m ás dejaron de darme moti
vos de reflexión.
36
publicaciones de la Facultad de Letras de E stras
burgo en ediciones de Les Belles Lettres, de la te
s is de medicina de Canguilhem, el E ssa i su r quel
ques problèmes concernant le normal et le patholo
gique, que fue reeditado luego, en 1966, por Pres
se s U n iv e rsita ire s de France, aum entado con
n uevas consideraciones, en un volum en titulado
Lo norm al y lo patològico, que constituye uno de
lo s puntos centrales de toda su obra. E sta vez,
Canguilhem se molestó y escuchó sin decir pala
bra la totalidad de la s intervenciones: tuve enton
ces, durante los intervalos y el almuerzo, una de
la s últim a s oportunidades de hablar con él, en rm
clim a de familiaridad y confiímza, lo cual era para
mí una experiencia a la vez emocionante y parti
cularm ente gratificante, por tratarse de quien,
entre los representantes del mundo universitario
e intelectual que llegué a frecuentar, me inspira
ba mayor admiración y respeto. En el transcurso
de la conversación, me enteré de que el ejemplo de
la niñera al que aludí en m i exposición, y que ha
bía extraído de la lectura del E ssa i de 1943 con el
fin de ilu stra r la m anera en que interfieren la s
normas vitales y la s normas sociales, le había sido
inspirado por un recuerdo personEil de vacaciones
fallidas a causa de las indisposiciones de la perso
na que estaba encargada de cuidar a su s hijos. Pa
ra Canguilhem, que atribuía enorme importancia
a la dim ensión existencial de la cuestión de la s
normas — una cuestión con la que yo volvía a to
parme en m i camino— , la reflexión filosófica y la s
preocupaciones de la vida cotidiana nunca esta
ban del todo separadas, conforme a una in sp ira
ción que debía quizás a su maestro Alain, al que
ja m á s dejó de declararse fiel.
37
Una reflexión para concluir e sta s palab ras
preliminares; a m i juicio, Canguilhem y Foucault
fueron, con algunos otros, los representantes de
un pensamiento no ya prefabricado, sino vivo, en
el cual la fuerza de la verdad se traza xm ceunino,
u n camino necesariamente complicado, pues no
puede ir en línea recta hacia una meta que debe
inventar, y remodelar, en función de su desarro
llo, que está destinado a no culm inar nunca y a
proseguirse siempre en nuevas direcciones. Si va
le la pena hacer filosofía, al m argen de lo que
Pascal haya podido decir al respecto, es bajo la
condición de buscar algunos puntos por los que
pasa ese camino, cuestión que he tratado de resol
ver con mayor o menor éxito en los textos consa
grados a «la fuerza de la s normas».
P ierre M acherey
Septiembre de 2008
38
La filosofía de la ciencia
de Georges Canguilhem:
epistemología e historia
de las ciencias*
«La h is t o r ia de la s c ie n c ia s debe cu ra rn o s de e sa
im paciencia, de ese deseo de transp arentar entre sí
lo s m om entos del tiempo. U na h isto ria bien hecha,
cu alq uiera que sea, es la que logra hacer se n sib le la
opacidad y algo a sí como el espesor del tiempo. ( ...)
E se es el elem ento realm ente h istó rico de u n a in
vestigació n, pues la h isto ria , a u n s in se r m ilag rosa
o gratuita, es m u y otra cosa que la lógica, capaz de
exp licar el acontecim iento cuando y a h a ocurrido,
pero incapaz de deducirlo antes de s u momento de
existencia«.^
39
La obra epistemológica e histórica de Georges
C anguilhem impresiona, ante todo, por su espe-
cialización: a los dos títulos recién citados — la in
troducción a la Physiologie de Kayser y «Patolo
gía y fisiología de la tiroides en el siglo XIX»—
hay que agregar tres libros: E ssa i su r quelques
problèmes concernant le norm al et le pathologi
que,^ La Connaissance de la vie'^ y La Formation
du concept de réflexe-^ además, varios artículos,
entre los cuales es lícito destacar los siguientes:
«Note su r la situation faite en France à la philo
sophie biologique»,® «Qu’est-ce que la psycholo
gie?»,^ «Sur une épistémologie concordataire»,®
«L’histoire des sciences dans l ’œuvre épistémolo-
40
gique de G. Bachelard»,® «L’homme et l ’anim al du
point de vue psychologique selon C harles Dar
win»,^® «La n écessité de la diffusion sc ie n tifi
que»,^^ «Gaston Bachelard et les philosophes»^^ y
«The role of analogies and m odels in biological
d is c o v e r y » , y, para term inar, la participación
41
en un nùmero de Thales dedicado a la historia de
la idea de evolución, de redacción colectiva (1960),
y en René Taton (ed.), Histoire générale des scien
ces, cuatro volúmenes, París; PUF, 1957-1964.
En toda esa obra, la reflexión se relaciona de
manera tan rigurosa y continua con objetos preci
sos que, en definitiva, debemos preguntarnos so
bre el estatus de una investigación tan concreta y
adaptada-, puesto que no sólo es erudita, sino que
contiene una enseñanza general, y no sólo cumple
una función de conocimiento de los detalles, tiene
un alcance de verdad. De allí esta paradoja; ¿cuál
es la cuestión enjuego a lo largo de esos estudios
que parecen no deber su consistencia a otra cosa
que su s objetos, entre los cuales, sin embargo, se
manifiesta una asombrosa convei^encia? Un pri
mer inventario nos pone frente a una diversidad
radical. Diversidad de los temas, en primer lugar:
la enfermedad, el medio, el reflejo, los monstruos,
la s funciones de la glándula tiroidea. Diversidad
de la s temáticas, a continuación; dentro de cada
obra y de cada artículo advertimos una m ultiplici
dad de niveles de análisis, a punto tal que parece
posible hacer varias lecturas a la vez, para buscar
y hallar en ellas una teoría de la ciencia, una teo
ría de la historia de la s ciencias y, por último, la
historia m ism a de la s ciencias y la s técnicas, en la
realidad de su s caminos. Esto, sin que un nivel de
anáfisis su stitu y a ja m á s a otro, como si tan sólo
tuviera que servirle de pretexto; con referencia al
reflejo o a la tiroides utilizados como ilustración,
no encontramos una reflexión en lo atinente a la
historia de la s ciencias. Las diferentes líneas que
es posible a isla r van necesariamente a la par, y es
esa un id a d la que hay que pensar, porque la re-
42
lación de los distintos niveles de a n á lisis denota la
coherencia entre una reflexión, su s objetos y su s
métodos.
¿Cómo abordar, empero, esa unidad? E n un
comienzo son posibles dos caminos: se puede b u s
car un contenido común o bien una problemática,
un objeto o una cuestión comunes. Y, como es na
tural, el que más nos atrae es el objeto, porque to
da reflexión sobre la ciencia, sea histórica o esen
cial, parece deber su coherencia a la existencia, la
presencia de hecho de una ciencia constituida.
Pero s i la ciencia es en verdad el objeto buscado,
es menester saber cómo definir este último: h a
brá que acudir entonces a una teoría de la cien
cia, al problema de la existencia de derecho de la
ciencia, de su legalidad: un problema que debe re
solverse dentro de la ciencia m ism a, es decir, en
un a epistemología. S in embargo, ese problema
supone otro, puesto que es la existencia de hecho
de la ciencia la que plantea una cuestión de dere
cho, que ya no es interior a su desarrollo sino otra
cuestión, planteada a la ciencia y ya no por ella.
E n consecuencia, pasamos de la problemática del
objeto a la de la cuestión, y con ello nos vemos en
la necesidad de caracterizar el fenómeno científi
co como una actitud, una toma de posición dentro
de u n debate. Y dado que la ciencia no determina
por sí sola la s condiciones de este, dado que no lo
asum e en su totalidad, porque está condenada a
ser una parte en el proceso, también es posible in
terrogarla desde el exterior. Puesto que la ciencia
es toma de posición, es posible, recíprocamente,
tomar posición con respecto a ella.
E n el caso de los libros de Georges Canguil-
hem estamos, en efecto, frente a un a obra esen-
43
cialmente polémica, no lim itada a la descripción
de su objeto, sino recorrida por la problemática de
una evaluación, que no se aplica tanto a los result
fados como a la formulación de una preg;xnta que
puede plantearse de la siguiente manera: ¿Qué
quiere la ciencia? Habida cuenta de que esta, en el
detalle de su advenimiento, en su realidad discur
siva, elabora una actitud, la s formas de una pro
blem ática, la reflexión sobre ella es tam bién la
búsqueda de una actitud, la formalización de una
cuestión. Para rendir cuentas de vma historia de
la s ciencias no se tratará, pues, de hacer la des
cripción de una descripción; por lo demás, es sólo
cierta postura ideológica de la ciencia sobre sí
m ism a la que la lleva a no ser m ás que la descrip
ción de un universo de objetos, y esa postura tam
bién debe juz g arse. Toda la filosofía de la s cien
cias consiste, por lo tanto, en hacer una pregunta
sobre una pregunta. En consecuencia, no habrá
que detenerse en el inventario de un a serie de
descubrimientos, sino plantearse a cada instante,
por medio de la rigurosa descripción del aconteci
miento que constituye su aparición, la cuestión de
principio de su sentido, su razón de ser. E incluso
— y este vocabulario se aclarará a continuación— ,
no se hará una teoría sobre teorías, lo cual sería
únicam ente tomar nota de cierto número de re
sultados, y se procederá, en cambio, a una concep-
tualización sobre conceptos, que es el esfuerzo
m ism o por rendir cuentas de un movimiento, de
un proceso, remontándose hasta la cuestión que lo
ilu stra en cuanto origen.
Un proceder de estas características está tra
dicionalmente ligado a un modo de investigación
determinado; la exposición histórica. A través de
44
la diversidad de los temas y los puntos de vista,
objeto o cuestión nunca se dan de otro modo que
en la discursividad de una sucesión, un desenvol
vimiento. Parece, desde el inicio, que los fenóme
nos sólo cobran sentido cuando se los resitúa en
su historia. Pero desenvolvimiento e h isto ria no
son aún m ás que términos abstractos, demasiado
generales y h asta ambiguos: quien dice «desen
volvim iento» parece decir «desarrollo» y, por en
de, aparición progresiva de lo que estaría envuel
to en el origen como en un germen. Más que con el
término progreso, afectado de ju icio s de valor con
connotaciones históricas, podríamos conformar
nos provisoriam ente con el térm ino proceso, en
cuanto retomo crítico a sí mismo. Esta vacilación
con respecto a la palabra no es arbitraria: respon
de a la necesidad de nombrar una forma paradó
jic a , que constituye u n problema. E n efecto, en
Canguilhem, la exposición histórica ja m á s es l i
neal: son contadas la s ocasiones en la s cuales se la
presenta en su orden inmediato de sucesión cro
nológica, que term inaría por reducir la h isto ria
de la s ciencias a una adquisición continua de re
sultados positivos; la s m ás de la s veces se la re-
transcribe de una manera m uy elaborada, a me
nudo todavía m ás inesperada de lo que lo sería ex
ponerla en sentido inverso a su orden natural: el
ejemplo m ás sorprendente es el artículo «Medio»
de E l conocimiento de la vida (se parte de Newton
para llegar hasta el siglo XX; de allí volvemos a la
Antigüedad y seguim os de nuevo el orden h istó
rico, hasta Newton); en el capítulo de Lo normal y
lo patológico sobre Comte, nos remontamos de es
te a B roussais y luego a Brown, es decir, un siglo
atrás. Reflexiva o trastocada, esa historia mues-
45
tra una distorsión paradójica de la sucesión inme
diata. Aun antes de revelar el secreto de un sen-
tido, esto puede servir de indicio metodológico: ese
modo de escribir la historia sugiere, en primer lu
gar, una intención crítica. E l punto de partida lo
proporciona, pues, el cuestionamiento razonado
de la manera habitual de escribir la historia de la s
ciencias.
46
ta historia absolutamente contingente colecciona
fechas, biografías y anécdotas, pero en definitiva
no da cuenta de nada, y menos que menos del es
tatus histórico de una ciencia constituida.
Contra una historia así de arbitraria, que no es
en el fondo m ás que una historia indiferente, debe
ser posible — y es necesario— escrib ir una h is
toria interesada. A partir de esta exigencia se en
tabla un debate, lanzado por la crítica de una ma
nera de escribir la historia tomada como modelo,
cuyo responsable parece ser el primer interesado
en escribir una historia de la ciencia: el científico.
Se verá que él está demasiado interesado en la
operación, y con ello la condena a no alcanzar su
objetivo: m ás que escribir una historia, el cientí
fico da forma a leyendas, su leyenda, reorganizan
do el pasado en función de su s propias inquietu
des presentes y sometiendo el elemento histórico a
las normas de su pasión fundamental; la lógica de
su ciencia, es decir, de la ciencia actual. Sin em
bargo, debería ser posible escribir otra historia,
que m a n tu vie ra la preocupación por poner en
evidencia u n verdadero sentido y respetara, al
m ism o tiempo, la realidad de los acontecimientos
pasados; una historia que revelara la ciencia como
constitución y descubrimiento a la vez.
De ordinario, el lugar de la historia de las cien
cias se define con claridad dentro de la obra cientí
fica: esa historia se incluye en su totalidad en el
capítulo introductorio, consagrado al «historial»
del problema estudiado en el resto del libro. El
científico no tiene cuentas que rendir a la historia
al cabo de su proceso, sino m ás bien un a cuenta
que arreglar con ella previamente. Los ejemplos
47
abundan; el m ás llam ativo es el de Du Bois-Rey
mond y el historial que este hace del problema del
reflejo, no en un capítulo de introducción sino en
im discurso oficial.^^ En él vemos en toda su ple
nitud cuáles son los elementos que determinan el
retomo ficticio al pasado: una cronología llena de
huecos, entre los cuales se deslizan los elogios re
trospectivos, no gratuitamente repartidos. Resul
ta manifiesto que esta historia es defectuosa; pe
ro, m ás aún, n i siquiera es una historia. Tres son
los rasgos esenciales que exhibe: es analítica, re
gresiva y estática.
A nalítica en un primer sentido, porque a ísla
una línea específica, y no el verdadero historial de
u n problema determinado, lo cual plantea m uy
otras cuestiones; se conforma con un tratamiento
p a rcia l de ese problema. Cuando Gley y Dastre
delinean la historia de la cuestión de la s secrecio
nes internas, «uno y otro de svin cula n la s expe
rie n cia s fisiológicas de la s circu n sta n cia s h i s
tóricas de su creación, la s recortan y la s ligan en
tre sí, y sólo invocan la clínica y la patología para
confirmar observaciones o verificar hipótesis de
fisiólogos», a pesar de que en ese fragmento de
historia la fisiología no tiene un papel protagóni-
co (su papel es «de explotación, y no de funda
ción»).^^ Al estrechar la apertura del campo den
tro del cual se desarrolla una problemática especí
fica, nos im p edim os comprender la lógica pro-
48
pia de su m ovimiento. Pero esta no es sin o u n a
primera forma de division: aún m ás significativa
es la voluntad de efectuar una partición dentro de
la historia m ism a, por medio de los criterios que
proporciona el estado actual de una ciencia. La in
vestigación del pasado coincide entonces con un
trabajo de descomposición: se trata de develar en
retrospectiva parcelas, gérmenes de verdad, y li
berarlos de los márgenes de error. E l descubri
miento científico, por consiguiente, nunca será lo
que su s condiciones de aparición hacen de él, sino
la aparición pura, la manifestación o la revelación
de lo que dehe ser. En el límite, se diagnostican in
venciones fa llid a s reconstituyendo la verdadera
solución de un problema a partir de su s elemen
tos: es lo que sucede, por ejemplo, s i se pasa «revis
ta a los conocimientos de toda clase y origen en los
cuales, al parecer, Müller podría haber encontra
do, en aras de una unificación que con seguridad
era m uy capaz de hacer, las presunciones de lo
que sesenta años m ás tarde habría de contener un
tratado común de fisiología en m ateria de tiroi
des».^® Se omite así lo que debe suscitar la aten
ción prioritaria del historiador de la s ciencias,
como, por ejemplo, esta declaración de Johannes
Müller en su Handbuch: «Se ignora cuál es la fun
ción de la tiroides», que expresa no una elemental
confesión de ignorancia, sino la voluntad del cien
tífico de determinar con precisión lo que él sabe,
para a isla r sobre esa base el contenido de su igno
rancia. En tal perspectiva, hay un desfile de ver
dades científicas amputadas de su contexto real, lo
cual hace creer a la vez en la continuidad de un es-
49
clarecimiento y en la persistencia de una oculta
f
ción: los espacios de ignorancia no hacen, enton
ces, m ás que demorar la marcha del conocimiento,
que no por ello deja de avanzar; se habla a la sa
zón de una «viscosidad del progreso». La verdad
de esa representación de la historia se encuentra
en el reverso exacto de la descripción que se hace
de ella: sólo se muestra el paso de lo falso a lo ver
dadero a condición de presuponer lo verdadero en
el punto de partida. Se supone al comienzo, incon
fesada o inconfesable, una edad de oro científica,
en que la totalidad de la ciencia se lee de derecho
como en transparencia, sin que sea necesaria la
participación de un trabajo y un debate; una ino
cencia de lo verdadero, efectuada a través de su
donación ideal, tras lo cual la historia no es más
que caída, oscurecimiento, crónica de una lucha
vana. El secreto de esta historia es, por lo tanto,
una reflexión puramente mítica, que no por ello
está desprovista de sentido, porque el mito cum
ple una función precisa: la de proyectar en un co
mienzo que reniega de toda temporalidad, ya que
la precede radicalmente, el estado actual de la
ciencia.
En segundo lugar, la presentación espontánea
de la historia del saber es regresiva, porque con
siste en reconstruir verdades a partir de u n ele
mento verdadero ya dado en el presente de la cien
cia y proyectado en un comienzo mítico. Más que
exacta, esta historia decide ser reflexiva: aspecto
importante, porque la otra h isto ria que escribe
Georges Canguilhem, construida sobre la s ruinas
de esta, tam bién será reflexiva', se verá entonces
Ibid.
50
que a partir del método recurrente puede in s t i
tu irse un a representación absolutam ente dife
rente del hecho histórico. La regresión llevada a
cabo por la h isto n a de los científicos cae en una
trampa porque confunde su movimiento con el del
análisis: al m ism o tiempo, la retrospección se re
duce a un recorte, que permite efectuar una selec
ción; en esas condiciones, el despliegue de la s teo
rías se lim ita a ser un surgimiento, cuya posibili
dad se programa sobre la base de la teoría final.
Para terminar, esta presentación es estática,
porque en ella no se atribuye papel alguno a una
duración efectiva: todo se juega en el presente in
memorial de la teoría, que sirve a la vez de punto
de partida y de referencia última. Una vez in sta
lado el decorado (el estado actual de una teoría)
como apariencia engañosa, es im posible escapar
al teatro, y la s intrigas que en él se representan
son todas fingidas. A sí como su comienzo no es
m ás que el resultado de una proyección mítica, el
tiempo de esa historia no es sino el disfraz de una
lógica. Para tomar una de la s imágenes de Can-
guilhem , la s teorías precedentes son «repeticio
nes» de la que llega en últim o lugar, tanto en el
sentido teatral de la palabra, en que la repetición
o el ensayo precede al espectáculo, como en su sen
tido corriente de recapitulación.^^ Dado que al co
mienzo y al final debemos encontrar lo mismo, en
tre uno y otro no pasa nada. Las nociones vienen y
se van, pero a nadie se le ocurriría interrogarse
sobre su ir y venir: la s cosas sólo existen, pues,
porque su naturaleza siem pre h a consistido en
51
existir, y terminamos por hablar de «nociones vie
ja s como el m u n d o » .N a d a aparece, nada nace,
no hay m ás que «desarrollo» continuo de un pasaje.
Nos quedamos, por ende, con la ciencia presen
te constituida, cuya historia no es más que el des
pliegue inverso, la deducción en espejo, retros
pectiva. En esa perspectiva, es im posible hablar
de la formación real de una ciencia, de una teoría
(pero, precisamente, se verá que la s que se «for
man» no son, en rigor, las teorías): con anteriori
dad a la últim a etapa tan sólo hay una prehistoria
a rtificial, tras la cual queda todo por hacer. El
ejemplo m ás característico de esta deformación lo
brinda el concepto de reflejo en su s relaciones con
el cartesianism o (uno de los temas centrales del li
bro acerca del reflejo). El concepto científico de re
flejo, llegado a la adultez, permite elaborar una
teoría del m ovim iento involuntario con prescin-
dencia de cualquier psicología de la sensibilidad;
parece inscribirse con toda naturalidad en un con
texto de inspiración mecanicista, y nada es m ás ló
gico, por ende, que buscar su s orígenes en Descar
tes. De hecho, en el artículo 36 del Tratado de las
pasiones, y en el Tratado del hombre, encontra
mos la palabra o su sombra, y una observación co
rresp ondiente a lo que desde entonces hem os
aprendido a designar como un fenómeno reflejo.
Ahora bien, u n estudio atento de la fisiología
cartesiana revela, en primer lugar, que en los tex
tos utilizados estamos frente a otra cosa, y no a un
fenómeno reflejo) en segundo lugar, que el con
ju n to de la teoría cartesiana (concepción de los
52
e sp íritu s anim ales, de la estructura de los ner
vios, del papel del corazón) hacía en realidad im
posible la formulación del concepto de reflejo. E s
tamos, pues, en presencia de una leyenda, pero de
una leyenda tenaz, verdaderamente constitutiva
y sim bólica de cierta manera de escribir o, mejor,
de reescribir la historia. E l ejemplo m uestra en
medida suficiente que se trata de una historiogra
fía, una historia orientada, apologética, y no siem
pre por razones que obedezcan a la ciencia o la teo
ría: s i Du Bois-Reymond pone por delante a Des
cartes, lo hace para escamotear a Prochaska, y si
el profesor de la Universidad de Berlin borra de la
historia al científico checo, es para afirmar la su
premacía nacionalista de una ciencia «fuerte» so
bre la ciencia de una minoría.
Más que un a ciencia que escribe s u historia,
vemos a llí a un científico que redacta su s memo
rias, y para hacerlo proyecta su presente en un
pasado imaginario. Pero el ejemplo del reflejo no
sólo es demostrativo: nos hace entrar en la s razo
nes de esa desviación y permite describir su for
ma exacta, puesto que el concepto de reflejo, una
vez «formado», parece tener por derecho propio su
lugar en una teoría mecanicista. Habrá que ver,
con todo, s i ese lugar se impone de manera absolu
ta y es excluyente de otro, aunque la historia, tal y
como el científico la reconstruye, traslada el con
cepto al contexto de otra teoría, armoniosa con la
primera. La trayectoria de esa historia ficticia se
traza, pues, entre dos teorías, e incluso entre dos
formas de im a m ism a teoría. El concepto sólo par
ticipa como mediación, pantalla para esa opera
ción de sustitución; y, de hecho, se advierte que se
lo olvida como tal, al extremo de reconocérselo
53
donde no está. Por otra parte, esta historiografía
no es u n puro fantasma, un sim ple fenómeno de
proyección; se apoya sobre datos reales, que u ti
liza o explota como pretextos: se refiere sobre to
do a ciertos protocolos de observación considera
dos «suficientes»; la presencia de un m ism o fenó
meno parece bastar para confirmar la permanen
cia del concepto (por ejemplo: el reflejo palpebral
figura, al parecer, en la s observaciones reprodu
cidas por Descartes; al menos, lo que m ás adelan
te se identificó como reflejo palpebral es efectiva
m ente observado y descripto por él). En conse
cuencia, el mecanismo de la deformación es el s i
guiente: se toman los fenómenos por conceptos y
los conceptos por teorías; en un comienzo, hay una
confusión organizada de los niveles, cuando una
verdadera representación de la historia, que pre
serve su historicidad real, tiene que distinguir ri
gurosamente lo que se relaciona con la observa
ción de los fenómenos, con la experimentación,
con el concepto y con la teoría.
La distinción entre el concepto y la teoría conti
núa siendo lo m ás difícil de lograr, porque en apa
riencia no remite a operaciones separadas. Por el
momento, entonces, tan sólo pueden proponerse
determinaciones aproximadas, que será menester
precisar. Un concepto es una palabra más su defi
nición; el concepto tiene una historia; en u n mo
mento de ella, se dice que está formado, a saber:
cuando permite establecer u n protocolo de obser
vación — «En 1850, el concepto de reflejo está in s
cripto en los libros y en el laboratorio, bajo la for
m a de aparatos de exploración y dem ostración
montados por él y que sin él no hubiesen existido.
El reflejo deja de ser sólo concepto para convertir-
54
se en percepto»— y cuando ingresa a la práctica
de una sociedad; al m ism o tiempo que aparece el
martillo que revela el reflejo rotuliano, la palabra
pasa a la lengua corriente; la difusión del concepto
coincide con su vulgarización, y en ese momento
comienza otra parte de su historia, que no es tanto
la de su deformación como la de constatación de su
inadaptación creciente a lo que se le quiere hacer
decir: es el inicio de su revisión (la inversa de la
formación). Una teoría consiste en la elaboración
general de aquello que por ahora nos conformare
mos con llam ar «aplicaciones» del concepto. Mien
tras que el camino de la historia real va del con
cepto a l fenómeno a través de dos mediaciones ín
timamente solidarias: experimentación y teoría, la
historia vista de manera espontánea por los cien
tíficos se funda en una concepción jerárquica de
los niveles, de la observación a la teoría, que auto
riza a la vez operaciones de sustitución (fenómeno
= concepto = teoría) y una concepción de la histo
ria como encadenamiento de la s teorías: partimos
de ellas y en ellas nos quedamos, ligadas unas a
otras porque constituyen, en apariencia, el ele
mento m ás consumado de la práctica científica, el
que ofrece una indiscutible consistencia y con el
cual, por consiguiente, podemos contar. Proceder
idealista típico.
La idea de u n encadenamiento im plica la de
pendencia con respecto a una lógica, dada por la
últim a teoría en cuanto se la presenta como la ra
zón de todas las otras, la que la s explica. Ahora
bien, Georges Canguilhem sustituye el encadena-
55
miento de la s teorías por la filiación de los concep
tos: de a llí la exclusión de todo criterio interno,
dado por una teoría científica y, por lo tanto, s u
puesto por ella. La meta de Canguilhem es atri
b uir todo su valor a la idea de una historia de las
ciencias, que procure identificar, detrás de la cien
cia que oculta su historia, la historia real que la
gobierna y la constituye. Se trata, pues, de prose
guir la historia en el exterior de la ciencia misma,
lo cual es una manera de decir que esa historia es,
de hecho, el paso de un «no se sabe» a un «se sabe».
Se dirá además que es el esfuerzo por pensar la
ciencia en su cuerpo real, el concepto, m ás que en
su legalidad ideal, constituida por la teoría en su
forma consumada. Proceder propiamente dialécti
co y materialista.
56
que en una logica formal o filosófica. Cada con
cepto tiene, por lo tanto, su historia propia, en la
cual siempre se registran, empero, dos momentos
esenciales: el de su nacimiento y aquel en que ac
cede a su consistem ia característica (ya no se h a
bla de coherencia, porque todos los estados de un
concepto tienen, por derecho propio, su coherencia
correspondiente); se dice entonces que el concepto
está «formado»; en el caso del concepto de reflejo,
se puede estimar que la segunda etapa se cumplió
en 1800, cuando recibió su definición cabal, en la
cual puede encontrarse, como si se organizara en
estratificaciones, toda la historia que lo separa de
su nacimiento.
57
den injertarse en un m ism o concepto. La indife
rencia del concepto naciente respecto del contexto
teórico de ese nacimiento (como escribe Canguil-
hem en su introducción a la Physiologie de Kay-
ser, págs. 18-20 [op. cit., pág. 249]; «los problemas
m ism os (. ..) no se originan necesariamente en el
terreno en que encuentran su solución») es para
aquel la promesa de una verdadera historia, que
tiene por condición la polivalencia teórica. Los de
sarrollos ulteriores del concepto coexistirán en
parte en su paso de un contexto teórico a otro.
Hay que describir con mayor precisión el con
cepto en su nacimiento y la s condiciones de este
último. E l concepto, lo hemos dicho, comienza por
no ser otra cosa que una palabra y su definición.
La definición es lo que permite identificarlo-, lo
especifica entre los conceptos y en su carácter de
tal. Dentro de la sucesión de niveles a la que ya
nos hem os referido, tiene, por consiguiente, un
valor discrim inatorio; «No se puede considerar
equivalente de una noción n i a una teoría general
como lo es la explicación cartesiana del m o vi
miento involuntario ni, con mayor razón, a un re
cordatorio de observaciones que en muchos casos
se remontan m ás allá de nuestro autor»;^^ la con
cepción cientificista de la historia, por el contra
rio, en modo alguno tiene en cuenta los rasgos dis
tintivos de la noción, o concepto, porque confunde
teoría y observación. Al mismo tiempo que d istin
gue la función que le es propia, la definición eleva
el concepto por encima de su realidad inmediata,
al dotar de un nuevo valor al soporte terminológi-
58
co que lo constituye en un inicio; de la palabra ha
ce una noción. Hay que partir, sin duda, del sopor
te terminológico, según escribe Canguilhem en su
artículo sobre «patología y fisiología de la tiroides»
(pág. 80 [op. cit., pág. 295]): «Es cierto, la s pa
labras no son los conceptos que ellas vehicular!,
y lo s conocimientos sobre la s funciones de la tiroi
des no aumentan cuando se restituye, en una eti
mología correcta, el sentido de una comparación
de morfologista. Pero no es indiferente para la h is
toria de la fisiología saber que, en 1905, cuando
Starling propuso por primera vez el término “hor
mona” a sugerencia de W. Hardy, lo hizo luego de
consultar a u n colega, W. Vesey, filólogo de Cam
bridge». Empero, tampoco cabe detenerse allí; co
mo dice el propio Canguilhem en uno de su s ar
tículos sobre Bachelard [«La historia de la s cien
cias. ..», op. cit., pág. 187], «una m ism a palabra no
es u n m ism o concepto. Es preciso reconstituir la
sín te sis en la cual está insertado el concepto, es
decir, reconstruir a la vez el contexto conceptual y
la intención directriz de la s experiencias u obser
vaciones». Develar la aparición de una noción es,
por ende, reducir la ciencia a su materia prima in
mediata, extraída del lenguaje, pero sin perder de
v ista la s condiciones prácticas de su elaboración,
pues son ellas la s que permiten saber s i se trata o
no de sim ples palabras. Así podrá reconstituirse
la invención del concepto, con apoyo en su s instru
mentos reales; y se trata de algo m uy distinto de
una psicología intelectual. Esos instrum entos son
de dos clases, y deberá estudiárselos aparte; el
lenguaje y el campo práctico.
E n primer lugar, el campo práctico: interviene
en el plano de la experimentación, en relación con
59
el papel efectivamente motor cumplido por técni
cas que corresponden a ciencias diferentes de la
que está sobre el tapete; en el inicio, ese papel es
determinante. Aun en el momento de la observa
ción, la ciencia sólo se constituye si la m ovilizan
exigencias que ella es incapaz de encontrar en sí
m ism a y que ponen de manifiesto su s fenómenos
cruciales: en la historia de la fisiología, ese papel
lo juega la clínica, por intermedio de la patología.
El caso de la s funciones de la tiroides es particu
larmente demostrativo de ese tipo de interferen
cias: «En ese ámbito, la fisiología fue tributaria de
la patología y la clínica en cuanto a la significa
ción de su s prim eras investigaciones experimen
tales, y la clínica fue tributaria de adquisiciones
teóricas o técnicas de origen e x tra m é d ic o » .E l
estudio de esos encuentros es capital: si su detalle
parece responder, la mayoría de la s veces, a la
anécdota, se trata de una anécdota determinante,
ilustrada, porque permite medir la am plitud de
u n campo científico, que depende de su carácter
m ultidim ensional. Este estudio tiene un doble al
cance: la distancia puede apreciarse como u n obs
táculo, pues será harto difícil que alo largo de ella
dos lín ea s puedan confluir; pero la profundidad
del campo anuncia tam bién una fecundidad, ya
que posibilitará que m ás líneas se crucen en él. Se
verá que esa distancia, en cuanto une y en cuanto
separa, permite explicar casi todos los aconteci
mientos de una h isto ria científica, que dejan de
ser entonces azares oscuros para convertirse en
hechos inteligibles.
60
La terminología es m ás que xm medio en la gé
n e sis de un pensamiento científico; es la condición
de su movimiento. Detrás del concepto, la palabra
garantiza los traspasos del sentido. La presencia
continua de la m ism a palabra permite el paso de
un concepto de u n ámbito a otro; de u n ámbito no
científico a un ámbito científico, por ejemplo: el
concepto de «umbral», en una psicología científica,
se importa de la teoría filosófica de la s pequeñas
percepciones; el concepto de «tono», en la fisiolo
gía, proviene de la teoría estoica del pneuma. Pero
el traspaso puede también darse de un a ciencia a
otra: el concepto de «intensidad», que después de
Leibniz encontramos en la tentativa de im a ma-
thesis intensorum, se desplazó del terreno de la di
nàmica al de la óptica. Por otra parte, la palabra
m ism a puede cam biar a la vez que desplaza el
concepto, y ese trabajo del lenguaje sobre sí m is
mo precede acaso de hecho — y ayuda, a buen se
guro— a la mutación del sentido; un apéndice de
E l conocimiento de la vida que describe así, sin
abandonar el nivel del vocabulario, el paso de la
teoría fibrilar a la teoría celular, concluye: «Ve
mos, en resumen, de qué manera una interpreta
ción conjetural del aspecto estriado de la fibra
m uscular llevó a los partidarios de la teoría fibri
lar, poco a poco, a utiliz ar una terminología tal
que la sustitución de una unidad morfológica por
otra, s i bien exigía una verdadera conversión inte
lectual, se veía facilitada por el hecho de que en
contraba en gran parte preparado su vocabulario
de exposición: vesícula, célula».^® Esta plasticidad
61
▼
62
cisamente, había omitido. Figurar ya no es, por
lo tanto, ilusionarse o descansar en la vuelta a los
temas míticos de una reflexión bloqueada en im á
genes: la im ag en encubre u n a d in á m ica propia
— u n «esquematismo», diríamos en el lenguaje de
Kant— , en virtud de la cual ya no es sólo una evo
cación, v ista desde lejos como u n puerto de ama
rre, sin o que reactiva el movim iento de la refle
xión. Pero este movimiento también puede sobre
pasar su meta, dejcu: atrás el concepto mismo, al
preferir la sombra que proyecta por delante en el
im p ulso de una difusión galopante, como lo de
m uestra la historia tardía del concepto de reflejo,
su vulgarización, que term ina por no retener ya
sino la imagen, de la que hace una abstracción. Ya
cumpla la función de un obstáculo o la de una esti
mulación, la imagen se ha convertido en el corre
lato y la condición de una definición.
Se logra, así, poner de relieve una lógica singu
lar y particularmente precaria, que es la de la s pa
labras. Empero, no se trata aquí de ponerla en va
lor sin reservas, hacer de la vid a del lenguaje el
fundamento de la invención, puesto que la h isto
ria de la s ciencias no es sólo la historia de la s fun
daciones exitosas. E n la pequeña escala de los
descubrimientos singulares, la razón de su s inno
vaciones no suele ser otra cosa que una aproxima
ción inesperada o una curiosa elevación. Volver a
la s condiciones reales que no siempre embellecen
el momento de la invención es representarse una
sucesión necesaria, a falta de ser, propiamente
hablando, rigurosa. La elevación puede resultar
desafortunada, y aventurada la aproximación; pe
ro estas m ism a s dificultades son «estim ulantes»
63
de la invención, y la historia, aunque fallida, no
deja por eso de estar m ás determinada y ser, a su
manera, m ás racional. Como dice Canguilhem en
su introducción a la Physiologie de Kayser (págs.
18-20 [op. cit., pág. 247]), «sólo a ese precio pueden
encuadrarse de acuerdo con su justo valor de sig
nificación los accidentes que impiden a cualquier
investigación un desarrollo sereno, los callejones
sin salida de la exploración, las crisis de los méto
dos, los defectos técnicos — a veces, afortunada
mente convertidos en vías de acceso— , los nuevos
puntos de partida no premeditados». Lo fortuito,
justam ente porque siempre se resitúa en el campo
total de s u aparición, recibe toda su función de
realidad: «si en cierto sentido todo sucede al azar,
o sea, sin premeditación, nada pasa por ca su a li
dad, esto es, gratuitamente».^^ El acontecimiento
se identifica, en el sentido m uy fuerte que la poe
sía dio a veces a esta palabra, como un encuentro:
esto es lo que, paradójicamente — pero no para el
historiador— , e lim in a su s incertidum bres. Hay
encuentros que se hubieran producido de todos
modos, que se producen en varios lugares a la vez,
y hay cadenas de encuentros. Así, el tiempo del
descubrimiento queda siíwado con exactitud. Con
tra la ilu sió n de una viscosidad del progreso, la
historia marcha entonces a su ritmo real. Eso es lo
que legitim a la decisión de estar atento a la opaci
dad y no a la transparencia, fundada en el sup ues
to de una lógica autónoma de la racionalidad cien
tífica. A la decisión de esclarecer lo fortuito a la luz
64
de una necesidad circunstancial responde la in
quietud de poner en evidencia que los conceptos,
en vez de ser deducidos, son producidos. La línea
del desarrollo se quiebra pues ya no corresponde a
una continuidad lógica, pero sobre ella podemos
comenzar a señalar la s «épocas del saber».
Esta puesta en evidencia de los caracteres pro
pios de una formación se basa, en esencia, en una
problemática del origen: el origen es lo que especi
fica desde el inicio un concepto, lo individualiza al
nacer, con prescindencia de cualquier relación con
u n a teoría. Se presenta como un a elección que
pone en marcha, aun cuando sin prefigurarla, la
h isto ria sin g u la r del concepto. No es, por consi
guiente, un comienzo neutro, un grado cero de la
práctica científica. Un curso inédito de Georges
C anguilhem sobre los orígenes de la psicología
científica (1960-1961) se apoya en la distinción,
etimológicamente establecida, entre los conceptos
de comienzo y origen: origo, de orior, significa «sa
lir de»; cum-initiare, del bajo latín, significa algo
m uy distinto: «entrar a», «abrir un camino». Se
gún Canguilhem, «descubrimos los orígenes cuan
do dejamos de preocuparnos por los comienzos».
La cuestión consiste, entonces, en que esos con
ceptos no proponen dos interpretaciones de un
m ism o momento, sin o dos momentos histó rica
mente diferentes: la psicología científica comienza
en el siglo XIX, pero tiene su s orígenes en Locke y
Leibniz. De tal modo, la aprehensión del comienzo
y la del origen remiten a dos momentos de cariz
exactamente inverso: partimos del comienzo, pero
nos remontamos al origen. Este último m ovim ien
to de remonte caracteriza a la historia recurren
te tradicional, la h isto ria retrospectiva y apolo-
65
gética, que se presenta como una determinación
reflexiva de los orígenes, según la paradoja propia
de una arqueología recurrente. A ñ n de que ese
retorno tenga algún sentido es menester que no se
lim ite a la puesta en evidencia de una identidad
(interpreto el concepto de reflejo en un contexto
mecanicista, y sin duda es en ese m ism o contexto,
por lo demás, donde aparece) y desemboque, antes
bien, en la revelación de una especificidad. Se tra
ta, por conducto de un recorrido en sentido inver
so del movimiento de la historia, de reconocer el
verdadero significado de una noción, lo cual supo
ne resituarla, no en un mero contexto teórico re
trospectivo, sin o en su problem ática real: «Los
problemas exigen la reflexión en el presente. Si la
reflexión conduce a una regresión, esta le es nece
sariam ente relativa. Así, el origen histórico im
porta menos, a decir verdad, que el origen reflexi
vo».^® En consecuencia, remontarse hasta el ori
gen del concepto es exponer la perm anencia de
una cuestión y esclarecer su sentido actual. Por
ejemplo, la búsqueda de los orígenes del concepto
de norma, tal como la emprende Canguilhem al fi
nal de su libro Lo normal y lo patológico, implica
mostrar cómo avanzó la idea de una fisiología a
partir de una patología y a través de la s necesi
dades clín icas. Se determ inan pues, al m ism o
tiempo, el sentido y el valor de una disciplina, que
definen su naturaleza.
Este proceder permite precisar con mayor de
talle lo que distingue al concepto de la teoría: la
presencia continuada del concepto, en toda la lí-
66
nea diacrònica que constituye su historia, atesti
gua la permanencia de un m ism o problema. Defi
n ir el concepto es formular un problema', el seña
lam iento de u n origen es tam bién la identifica
ción de un problema. Lo importante, en conse
cuencia, es reconocer, a través de la sucesión de
la s teorías, «la persistencia del problema dentro
de una solución que se cree haberle dado».^® De
esta manera, hacer hincapié en el concepto para
escribir la h isto ria de una ciencia, y proponerse
d istin g u ir su línea particular, es negarse a consi
derar el inicio de esa historia, y cada una de su s
etapas, como germen de verdad, elemento de teo
ría, únicam ente perceptible a partir de la s nor
m as de la teoría ulterior; nos negamos a efectuar
una reconstitución de prem isas im aginarias para
no ver, en lo que inicia en esta historia, m ás que la
fecundidad de una actitud e incluso la elaboración
de un problema. Si el concepto está del lado de las
preguntas, la teoría está del lado de la s respues
tas. Partir del concepto para escribir la historia es
decidir partir de la s preguntas.
E l concepto de norma representa un preciso
ejemplo de esta destitución del punto de vista teó
rico y del privilegio otorgado a la apertura de una
problemática. E s imposible hacer una determina
ción científica exhaustiva del concepto de norma:
todas la s tentativas en ese sentido (por el objeto
de la fisiología, por la idea de media [moyenne] ,..)
se apartan del ámbito propio del conocimiento
científico. Aquí, las respuestas no están en el m is
mo n ive l que la pregunta: así, la respuesta a la
«pregunta» de Quételet sobre el «hombre medio»
Ib id ., pAg. 38.
67
1
le es dada por Dios; las respuestas no pueden ser
v ir de punto de v ista exclusivo sobre la historia,
porque pertenecen en realidad a otra historia; la
respuesta de Dios lo m uestra en suficiente m e
dida. No se puede reducir el concepto a la teoría a
la cual remite ocasionalmente; tampoco se lo pue
de ilustra r por ella. Lo cual no quiere decir que sea
imposible definirlo, o que la pregunta que subyace
en él carezca de sentido; pero se trata de una pre
gunta en busca de su sentido, y por eso im plica en
lo fundamental una historia. En ese aspecto, el
concepto de norma tiene un valor eminentemente
heurístico: la norma no es un objeto a describir ni
un a teoría en potencia; sólo s i se reconoce esto
podrá u tiliz á rse la como regla de investigación.
«Nos parece que la fisiología tiene algo mejor para
hacer que procurar d efinir objetivam ente (es
decir, como un objeto) lo normal, y es reconocer la
original normatividad de la vida».^^iíeconocer el
concepto es mantenerse fiel a la pregunta vehicu-
lada por él y a su naturaleza propia de pregunta,
en lugar de tratar de resolverla y, por consiguien
te, de terminar con ella sin haber revelado su va
lor heurístico. Esta exigencia es válida tanto para
el proceder de la ciencia como para el de la histo
ria de la s ciencias, sin que ello implique reducirlos
a una medida o un punto de v ista comunes. «No
nos importa tanto aportar una solución provisoria
como m ostrar que un problema merece ser plan
teado».^®
En esa perspectiva, sorprendentemente, se re
cupera la fórmula que hace de la filosofía «la cien-
68
cia de los problemas resueltos»,^® en un sentido
que Brunschvicg quizá no le otorgaba; la filosofía
— y aquí, aunque la cuestión sólo deba ser del todo
clara por lo que sigue, filosofía quiere decir histo
ria, es decir, revelación de la historicidad de un
saber— es la ciencia de los problem as con inde
pendencia de su solución, y por ende la ciencia que
no se preocupa por la s soluciones, dado que, en
cierto modo, siem p re la s h a y y lo s problem as
siempre se resuelven en su nivel; en efecto, la h is
toria de la s soluciones no es m ás que una historia
parcial, una historia oscura y que oscurece todo lo
que toca, al generar la ilu sió n de que los proble
m as pueden liquidarse, y olvidarse. La historia,
justam ente, al pasar por detrás de la acumulación
de teorías y respuestas, está a la búsqueda de los
problem as olvidados, a un a través de s u s so lu
ciones.
La diferencia entre la tesis de medicina de Can-
guilh em de 1943 (el E ssa i su r quelques problè
mes. ..) y su s otros libros reside, precisamente, en
que no parece llevar tan lejos como ellos esa exi
gencia de método, habida cuenta de que en m u
chos pasajes propone en apariencia la «solución»;
la vida. En la obra de Gleorges Canguilhem, donde
la fidelidad al «espíritu del vitalismo» se recuerda
en forma regular, podríamos disting uir dos vita
lism os: el primero, sin sombra, aportaría la re s
puesta a la pregunta de la fisiología y por ese m is
mo motivo la fundaría; decimos bien, en condicio
nal, «aportaría», porque ese vitalism o es criticado
enseguida por la interpretación que se da al espí-
69
rîtu del vitalism o, la cual le confiere un lugar de
privilegio con respecto a todas la s teorías posibles:
la de ser teórico sólo en apariencia, puesto que en
el fondo no es m ás que la preservación, en el plano
propio del concepto, de la voluntad de perpetuar
una problemática. La respuesta no es, entonces,
sino una transposición de la pregunta, y el medio
encontrado para conservarla: «El anim ism o o el
vitalism o, es decir, doctrinas que responden a una
pregunta situándola en la respuesta».^® Hay, por
consiguiente, dos fidelidades posibles; la que toma
a la pregunta por un a respuesta, se contenta con
una palabra y se apresura a olvidar aquella en la
repetición incansable de esta, y otra, m ás secreta
y difícil, que se apropia de la pregunta, la reen
cuentra, la reconoce y sólo adm ite el v ita lism o
contra otras teorías porque no es una teoría', no
porque la s critique, sino porque en ellas critica la
teoría (o, mejor, su ilusión) y de ese modo devuelve
a la ciencia — en este caso, a la fisiología— u n a
historia y un porvenir a la vez.
Se llega así a un a de la s m ás grandes dificul
tades en el trabajo de desenterramiento del con
cepto: s i la presencia de este envuelve la perma
nencia de una pregunta, la mayoría de la s veces
sólo lo hace de un a manera oscura, presentando
esa pregunta como una respuesta y disfrazando
de teoría el concepto. Sin embargo, la pregunta
nunca se olvida; transpuesta, persiste, y quien
utiliza el concepto, a fin de cuentas, reflexiona so
bre ella, aunque sea ignorante de esa reflexión.
70
r En síntesis, volver al concepto es exhibir la pre
gunta original, y ese es el sentido de la empresa de
una arqueología: en la medida en que la pregunta
no está atada a su s respuestas por una relación
de necesidad — en tanto que el concepto mantiene
su independencia respecto de un contexto teóri
co— , la h isto ria describe u n auténtico devenir
determinado pero abierto, aplicÉindose a restituir
m utaciones verdaderas; y estas sólo pueden se
ñalarse a través de su relación con un nacimiento
que no tiene valor de medida sino en cuanto no se
h a lla petrificado en el indicio de una inm uta b i
lidad.
71
1
ges Canguilhem, diremos que la primera es una
problemática ideológica — y no se advierte cómo
podría el científico no adherir espontáneamente a
cierta «ideología» de su ciencia— , en oposición a la
segunda, que es una problemática científica: de
ahí la revolución epistem ológica im plicada por
esta manera particular de escribir la historia. Se
reconoce al mismo tiempo el alcance de una tera
tología de los conceptos, en cuanto consideración
rigurosa de lo que compete al no-saber; por ejem
plo, un concepto viab le retrospectivamente, en
razón de su fecundidad, puede parecer aberrante
en el momento de s u nacimiento; dado que no se
apoya en nada, todavía no ha constituido su telón
de fondo teórico. Puede comprenderse entonces
cómo evoluciona el concepto por razones no teóri
cas, en especial a raíz de la intervención de una
práctica no científica, o pautada a partir de otra
ciencia: a la sazón, la mayoría de la s veces, lo falso
revela no ser m ás que la interferencia no codifica
da de dos ámbitos alejados’, s i en ese caso hay des
proporción, es preciso tomarla como la condición
de aparición de una ciencia.
Una historia que se niega a encerrarse en los
términos de una lógica dada en el inicio, indepen
diente de su desarrollo, sabe enfrentarse, llegado
el caso, a cierta lógica de lo imprevisto, que es per
fectamente posible incorporar a la representación
de una racionalidad histórica, en lugar de rem i
tirla a un a ideología de la irracionalidad, o irra
cionalism o. E s menester, por ende, desechar la
tentación de trazar un modelo para toda historia a
partir del tipo de racionalidad así puesto en e vi
dencia. Esto no impide, sin embargo, que un aná
lis is riguroso como el que se acaba de mencionar
72
r
pueda legítimam ente considerarse ejemplar; es
lícito entonces extraer enseñanzas de él: la obra
de Gleorges Canguilhem no nos sirve sólo para re
flexionar sobre determinados episodios de la h is
toria de la fisiología. Sería, empero, un contrasen
tido presentar ese a n á lisis como s i pudiera repro
ducírselo al infinito, e im aginar la posibilidad de
transponerlo sin cambio alguno a otros ámbitos,
puesto que la transposición o, para decirlo todo, el
uso de un resultado teórico tomado como modelo
obedece a Icis reglas de una m uy precisa variación,
de una m anipulación concertada. En otras pala
bras, antes de proceder a la aplicación de im méto
do hay que reflexionar con claridad sobre lo que
significa aplicar, pues un método, que depende de
la s condiciones históricas de su formación, no lle
va prefiguradas en sí m ism o las reglas de su uso;
eso es justam ente lo que Canguilhem nos enseña
con referencia a un caso particular. Por eso hay
que empezar por describir la naturaleza exacta
de un método, como estamos haciéndolo aquí en
este momento; luego, en otro momento, estudiar
la s condiciones de su traslado a otros ámbitos, lo
cual im plica u n conocimiento, s i no completo, al
menos relativamente coherente del terreno de su
trasplante: el método del que se parte puede ayu
dar a hacer ese reconocimiento, pero no basta
para su p rim ir la distancia de principio entre los
dos ámbitos en cuestión. Todavía no es el momen
to de desarrollar este punto. S in embargo, hay
que se ñ a la r que la m ayoría de los epistemólo-
gos reflexionan sobre un objeto que privilegian sin
decirlo, e incluso sin reflexionar sobre ese privile
gio; y quienes los leen y utiliz an hacen como si
aquellos hubieran realizado ese trabajo de refle-
73
y
xión, y generalizan entonces descripciones que
tal vez sólo debían su rigor y su valor al hecho de
estar íntimamente adaptadas a su ámbito inicial.
No habría que dar la im presión de que eso es lo
que sucede aquí. Y para tener la garantía de ello
no se hará alusión, por ejemplo — aunque no care
cería de interés hacerlo— , a una posible confron
tación entre los resultados obtenidos por Canguil-
hem y trabajos llevados a cabo en otros terrenos:
no nos preguntaremos, pongamos por caso, qué
lugar tendría la noción de corte en su historia de
la fisiología, puesto que la cuestión no reside en
saber si él se encuentra con otros o se separa de
ellos, antes de comprender lo que especifica su
propia actitud, al margen de cualquier empresa
de comparación y hasta de apropiación.
74
de pasar por donde la ciencia ya ha pasado. Me
diante esa relación se denota u n pensamiento que
entabla de m anera permanente un vínculo re
flexivo con s u s objetos: por eso la elección de es
tos no es en absoluto indiferente y revela, en cam
bio, una un id a d de estructura, un objetivo deter
minado. E l proyecto de ocuparse de la historia de
la s ciencias con referencia a la biología es profun
damente coherente, y de esa coherencia proceden
a la vez su rigor y su tensión.
Para rendir cuentas sobre el camino seguido
por la ciencia estudiada y el método empleado con
tal finalidad, necesitamos valernos de medios que,
sin ser comunes, son paralelos y remiten unos a
otros. De tal modo, el discurso acerca de la histo
ria de la disciplina está constantemente atravesa
do por resonancias teóricas tomadas de esta ú l
tima, de manera que, en el límite, no parece im
posible transponer algunos pasajes, a despecho
de su participación en el movimiento de la histo
ria científica que describen, y, a costa de ligeras
transformaciones, otorgarles otra significación,
de alcance m ás general; en una palabra: hacerlos
volver reflexivamente sobre sí m ism os para lo
grar que expresen en voz alta la filosofía que h a
bla en ellos sin decirlo. Tomemos como ejemplo
un pasaje del artículo de Georges C anguilhem
acerca de la psicología darwiniana: vam os a com
probar que lo que se dice de la teoría de Darwin
podría decirse también de la manera de entmciar
un d isc u rso a propósito de la teoría; en conse
cuencia, se puede pasar del discurso pronunciado
respecto de una ciencia al discurso de la historia
de la s ciencias en general. Lo cual deriva en lo si-
75
guíente (contra un uso establecido, sólo pondre
mos entre comillas los pasajes modificados):
76
te de aquella, la im agen de u n peligro de caída y deca
dencia latente en el seno m ism o de la apoteosis. La a n i
m a lid a d es el recuerdo del estado preespecífíco de la
h u m a n id a d ; es s u p reh isto ria orgánica, y no s u a n tin a
turaleza metafísica».
77
ción podría ser la de la constitución de una fun
ción. En ese sentido, la historia no es la mera a p li
cación o superposición de una mirada a un objeto;
o, s i lo es, esa m irada prolonga otra y constituye
con e lla un a se rie arm ónica. Sabemos que en
biología, justam ente, el objeto y el sujeto del saber
convergen uno hacia el otro: con independencia de
un paralelismo o una adecuación, se elabora una
historia inscripta en el movimiento de aquello a lo
que ella apunta.
Así, los conceptos de la historia, su s m edios
epistemológicos, están profundamente inspirados
en el «conocimiento de la vida». Hay un concepto
en particular que parece poder transponerse a la
teoría de la historia; el de norma (la reflexión so
bre este concepto enm arca la obra de Georges
C anguilhem : es el tema de su prim er libro, de
1943, y también el del curso que dictó en la Sor-
bona en 1962-1963). Una transposición de esta ín
dole pondría en relación los siguientes niveles;
78
T nés, es decir, de respuesta organizada a condicio
nes imprevistas? El trabajo del concepto coincide
con la negativa a fundar la representación de ese
movimiento en la idea metafísica de potencia o en
la de la vida como invención pura, o ser dotado en
sí m ism o de una plasticidad esencial. Al contra
rio, el concepto contribuye a resituar la cuestión
en su contexto real e incluirlo en otra cuestión: la
de la s relaciones entre el viviente y el medio. Los
propios movimientos orgánicos están condiciona
dos por un m ovim iento fundamental, que es la
historia del medio. «Dado que el viviente califica
do vive en un mundo de objetos calificados, vive
en un mundo de accidentes posibles. Nada ocurre
por azar, y todo sucede bajo la forma de aconteci
mientos. En eso el medio es infiel. Su infidelidad
es propiamente su devenir, su h is t o r ia » . E l v i
viente no está frente a una naturaleza situada co
mo completa exterioridad a su respecto, radical
mente inmovilizada; está en relación con un me
dio habitado por una historia, que es también la
del organism o del que depende su constitución.
El hecho de que el medio plantee problemas al or
ganism o, en un orden im p revisib le por derecho
propio, se expresa a través de la noción biológica
de debate. Esta manera de circunscribir la cues
tión fundamental de la biología no la desplaza ha
cia un indeterm inism o. Al contrario: «La ciencia
explica la experiencia, pero no por ello la a n u
la » .V o lv e m o s a toparnos entonces, como condi
ción de una racionalidad, con la temática de lo
79
im previsible. La biología y su historia se reúnen
b ^ o estos dos conceptos: la cuestión y el aconteci
miento.
¿Qué sería una historia construida sistem áti
camente sobre la base de la idea de norma? Res
pondería en lo fundamental a tres exigencias:
80
r bién empiece a señalar un contenido concerniente
a la historia de los conocimientos científicos.
34
/óí£Í.,pág. 129.
81
to, ver que el historial del reflejo se compone poco 1
a poco como hemos comprobado que lo hace, por
que son motivos no científicos los que conducen a
las fuentes de la historia de la s ciencias».®® Entre
los métodos de la h isto ria y lo que esta describe
hay a la vez correspondencia y discontinuidad, lo
cual lleva a descartar la idea de una «biología del
conocimiento» interpretada en primer grado, cuan
do por otra parte se ha utilizado, como guía filosó
fica, el modelo mismo de la biología para acceder
al concepto de una historia de las ciencias.
82
sió n “objeto de la ciencia” adquirió u n nuevo sentido. E l
objeto de la ciencia ya no es solo el dom inio específico
de lo s problem as y los obstáculos por resolver: tam bién
es la in te n ció n y el objetivo del sujeto de la ciencia, el
proyecto específico que co n stitu ye como ta l u n a con
ciencia teórica».®^
83
clarecedor es el de la psicología científica, que en
el momento de terminar de nacer entra en deca
dencia; ocurre entonces que hace otra cosa y no lo
que quiere, porque se pone a l servicio de intereses
que no son los suyos propios. Se aplica a un domi
nio que no le pertenece, pero que le h a sido dado:
el hombre como herramienta. En ese momento, la
filosofía puede plantear s u s propias preguntas a
la ciencia, lo cual sólo es posible cuando ella ha lle
gado a ser profundamente lo que es: historia (es
así como conoce los orígenes). Esto es el resultado
de haber tomado como punto de partida, como ba
samento, una historia cuyas reglas no dependen
directamente de la s prácticas de la ciencia. He
aquí el final de «¿Qué es la psicología?», la ya refe
rida conferencia de Georges Canguilhem [qp. cit.,
págs. 405-6]:
84
También se podría haber tomado como ejemplo
el artículo sobre la difusión científica, que ter
m ina asim ism o con una advertencia, cuyas razo
nes proporciona la epistemología de la h isto ria
racional de los conocimientos. En la m edida en
que los medios puestos en práctica para describir
un objeto im plican una concepción de este mismo,
se crean la s condiciones de p o sib ilid a d de una
puesta en entredicho de ese objeto.
En vez de hacer, en general, una teoría de la
ciencia, hay que formular el concepto de la cien
cia, es decir, de hecho, el concepto de cada cien
cia; y ese concepto no puede aprehenderse en n in
guna otra parte que en la historia de su s formula
ciones: en el límite, sólo puede extraerse con difi
cultades de ella. Dicho concepto caracteriza a la
ciencia como un a función que es preciso encon
trar a cada paso, siguiendo el camino invertido de
un a arqueología; la función no puede describirse
en sí m ism a, de manera aislada, con prescinden-
cia de su s modalidades de aparición. El concepto,
lejos de dar una idea general de la noción de cien
cia, la especifica. Así, en vm sentido m uy freudia
no, la arqueología es la dilucidación de una espe
cificidad actual. E sta ría fuera de lu g a r tomar
prestado de una d iscip lin a diferente el término
que caracteriza a esa representación: se rechaza
rá, pues, la palabra «psicoanálisis», utilizada sin
embargo por Bachelard en u n sentido mucho m ás
alejado del original que el que tendría aquí. Pero
acaso sea lícito decir que con la obra de Georges
Canguilhem tenemos, en el sentido m uy fuerte y
no especializado que Freud daba a esta palabra, o
sea, en el sentido objetivo y racional, el a n á lisis de
una historia.
85
Para una historia natural
r
de las normas*
86
dividuos en la red que estas constituyen se defini
rán sobre bases completamente diferentes.
A tenor de la conclusión esencial que se des
prende de la H istoria de la locura, esta últim a
puede pensarse, y también, por decirlo de algún
modo, actuarse, contra u n fondo de sinrazón, en
relación con la práctica segregativa de un encie
rro cuya realización ejemplar propuso el Hospital
General, o bien contra un fondo de alienación, en
el momento en que esa segregación se revierte y
ios locos son «liberados», en el asilo que a dm inis
tra la locura de un modo totalmente distinto, al in
tegrarla a aquello que la medicina deja saber del
hombre. En el m ism o sentido. V igilar y castigar
m uestra que la penalidad puede montarse como
un espectáculo, que pone en escena contra un fon
do negro la opacidad de los grandes interdictos,
cuya tra n sg re sió n exp ulsa de la h um a n id ad a
quienes la cometen, a la manera del suplicio de los
regicidas; o como una discip lina , dentro de una
institución penitenciaria que despliega un p rin
cipio de transparencia, a imagen de lo que debería
ser la sociedad entera, conforme a la disposición
ejemplar del panóptico. Para terminar, según la
Historia de la sexualidad, el placer ligado al sexo
puede someterse a un control externo que tienda a
contenerlo en ciertos lím ite s reconocidos como
legítimos, o bien «liberarse», en el m ism o sentido
en que se dijo que el asilo «liberó» a los locos al
convertirlos en alienados, y entonces se ve arras
trado en un movimiento de expansión al parecer
ilim itado, pero no obstante regulado, que lo cons
tituye propiamente como «sexualidad», de acuer
do con el im pulso positivo que le da un poder que
funciona como un «biopoder».
87
E l a n á lisis de estos tres casos prosigue confor
me a una orientación aparentemente común por
que tropieza en cada oportunidad con el mismo di
lema: la confrontación de dos prácticas opuestas
de la norma, que la erigen en un principio de ex
clusión o de integración, a la vez que ella revela la
imbricación de las dos formas que también asume
históricamente, o sea, norma de saber, que enuncia
criterios de verdad cuyo valor puede ser restricti
vo o constitutivo, y norma de poder, que le fij a al
sujeto la s condiciones de su libertad, según reglas
externas o leyes internas. Vemos así que la pro
blemática de la norma, en la relación que mantie
ne con la sociedad y con el sujeto, remite asim ism o
a la distinción entre la s dos formas posibles del
conocimiento puestas de m anifiesto en L as p a
labras y la s cosas-, la de una grilla abstracta de ra
cionalidad, que domina desde arriba, al encerrar
los en su s propios marcos, el ámbito de los objetos
cuya «representación» se le atribuye, y la de u n sa
ber que se presenta, al contrario, como incorpora
do a la constitución de su objeto, que con ello ya no
es sólo su «objeto» sino también su sujeto, u n sa
ber cuya forma por excelencia dan la s ciencias h u
manas.
De todas maneras, una vez destacadas esas co
rrespondencias entre los diferentes ámbitos de in
vestigación que concitaron sucesivamente la aten
ción de Foucault, es preciso agregar que, de la
H istoria de la locura a la Historia de la sexuali
dad, su interés se desplazó no sólo en lo concer
niente al corpus de objetos y enunciados sobre el
cual trabajó, sino también en lo referido al punto
de aplicación de la alternativa fundamental cu
yas grandes líneas acaban de ponerse de relieve;
88
y ese desplazamiento impide que los a n á lisis re
cién mencionados se superpongan con exactitud,
como s i desarrollaran, en paralelo unos con otros,
u n razonam iento formalmente idéntico. Dicho
desplazamiento es aquel que — de una y otra par
te de lo que la norma, según el modelo con que se
la relacione, divide o distingue— valoriza, con v is
tas al estudio de su funcionamiento, el término
que ella connota de manera negativa, al quitarle
importancia, o su polo positivo, que por el contra
rio realza: lo prohibido o lo patológico, en la pers
pectiva de la Historia de la locura, o lo lícito o lo
normal, en la perspectiva de la Historia de la se
xualid ad y, en especial, de su s dos últim os volú
menes publicados. Ahora bien, vem os esbozarse
aquí u n segundo dilem a, que en cierto modo es
transversal al anterior y sugiere, en lo que respec
ta a la acción de la norma, dos n uevas p o sib ili
dades de interpretación, según que ella se oriente
hacia la constitución de una figura de la anorma
lidad — y este es, en verdad, el problema esencial
de la Historia de la locura— o, en contraste, hacia
la de una figura de la normalidad o al menos de lo
que se percibe como tal, conforme a la perspectiva
que fue, en definitiva, la de la Historia de la sexua
lidad.
Si esto es exacto, puede considerarse que la
problem ática que h a orientado el conjunto del
trabajo de Foucault se sitúa en la intersección de
esas dos líneas de elección: una concierne a la re
lación de la norma con su s «objetos», una relación
que puede ser externa o interna, ya se refiera a un
deslinde (la norma en sentido jurídico) o a un lí
mite (la norma en sentido biológico); la otra con
cierne a la relación de la norma con su s «sujetos»,
89
los cuales, al m ism o tiempo que resultan exclui
dos o integrados de acuerdo con la primera rela
ción, son descalificados o identificados, en térm i
nos de desconocimiento o reconocimiento, a fin de
situarlos en uno u otro de los lados que la norma
separa o distingue. Al ocuparnos a la vez en esos
dos tipos de problemas, lograremos comprender
en qué aspecto Foucault, que no dejó de interesar
se en la m ism a cuestión, modificó no obstante su
punto de v ista a medida que su investigación se
desviaba hacia nuevos ámbitos.
Nuestro interés se centrará aquí en conocer lo
que está enjuego, desde el punto de v ista filosófi
co, con esta problemática de la norma, en los tér
m inos en que acaba de planteársela. ¿Hay un a
«verdad» objetiva de la s normas y de su acción, en
relación con el tipo de sociedad y de sujeto a que
corresponden? ¿Y cuál es la naturaleza de esa ver
dad? ¿Sus crjterios de evaluación participan de
una historia o de una epistemología? O bien, ¿en
qué medida concilÍ£m ellos la s perspectivas de un
estudio histórico y de un estudio epistemológico?
II
90
atraviesa y controla, bajo la forma de una domina
ción, un ámbito de espontaneidad cuyas in icia ti
v a s se suponen preexistentes a esa intervención
(que, a posteriori, la s ordena, al contenerlas tal co
mo un a forma capta u n contenido al imponerle
su s modos de organización), o bien de manera po
sitiv a y expansiva, como un movimiento extensi
vo y creativo que, al ampliar progresivamente los
lím ites de su ámbito de acción, constituye en con
creto y por sí m ism o el campo de experiencia al
que la s normas tienen que aplicarse. En este ú l
timo caso, puede decirse que la norma «produce»
lo s elementos sobre los cuales actúa, al m ism o
tiempo que elabora los procedimientos y los me
dios reales de esta acción; es decir que determina
la existencia de esos elementos por el hecho m is
mo de proponerse dominarla.
Por ejemplo, cuando Foucault, en u n pasaje
crucial de La voluntad de saber,^ presenta la tec
nología de la confesión — que a su ju icio está en la
base de nuestra scientia sexualis, donde esa con
fesión interviene como un ritual de producción de
verdad— , quiere decir que los criterios a los cua
les se ajustem las representaciones de la «sexuali
dad» sólo son eficaces en cuanto aquella, más que
conformarse con poner de relieve esa verdad co
mo s i ya estuviera previamente inscripta en una
realidad objetiva del sexo que ella daría a cono
cer, la «produce» al constituir en todo sentido su
objeto mismo, esa «sexualidad» — las comillas u ti
lizadas aquí para designarla destacan su carácter
91
de artefacto— , que no se forma sino en cierto tipo
histórico de sociedad, el m ism o que, a la vez que
arranca o induce confesiones sobre el sexo y su s
prácticas, fabrica también lo confes able en deter
m inada relación con lo inconfesable. Un a n á lisis
de esta índole lleva a una «historia política de la
verdad»^ e incluso a la «economía política de una
voluntad de saber»,^ En efecto, tal proceder escla
rece la noción de una «voluntad de saber» que da
su título a la obra: s i no hay saber sin una «volun
tad» que lo sostenga — como es obvio, no se trata
aquí de la voluntad de un sujeto— , es porque el
discurso de verdad que aquel procura pronunciar
no se reduce a la representación neutralizada de
un contenido de realidad que le sea preexistente,
y porque, al contrario, en él se afirma la m ism a
voluntad o la m ism a necesidad que también pro
duce históricam ente su objeto, en una forma de
«poder-saber» en que estos dos aspectos, poder y
saber, coinciden por completo, cuando se cumplen
la s condiciones para ello.
Abramos en este punto un paréntesis, que por
lo dem ás sólo cerraremos en forma provisoria.
¿En qué concepción filosófica de la verdad hace
pensar, ante todo, esta idea de una voluntad de
saber que se encam a en un poder-saber? Por de
trás de un a referencia nietzscheana, demasiado
directamente legible aquí como para ser suficien
te, ¿no es posible ver otra, m ás lejana, que sería
espinosista? Después de todo, Foucault no hace
otra cosa que explicar que las ideas que podemos
formarnos con respecto a la sexualidad, sobre la
92
base de los materiales reunidos por el ritual de la
confesión, no son «como pinturas m udas sobre un
cuadro», cuya exactitud fuera testim oniada por
su correspondencia con el objeto que le s sirve de
modelo, a la m anera de una relación externa de
adaptación (Spinoza habla de convenientia) que
liga puntualmente la idea a su ideatunr, pero son
«adecuadas» en la m edida en que dentro de sí
m ism as, a través del movimiento que las origina,
se afirma el m ism o orden de necesidad que pro
duce también el dominio de realidad, la s «cosas»,
que ellas dan a conocer. Y cuando Spinoza, por su
parte, in siste en la actividad dinámica, de la cual
la idea verdadera es resultado y expresión a la
vez, ¿hace él m ism o otra cosa que relacionar esa
verdad con una «voluntad de saber» que la produ
ce? Por lo demás, cuando en una fórmula celebé
rrim a presentaba el intelecto como im «autómata
espiritual», ya sugería, por medio de esta metáfo
ra de una m áquina que piensa por sí sola, la pre
sunta necesidad de relacionar la génesis del saber
con una «tecnología» que fuera a la vez la de un
saber y la de un poder. En el transcurso de esta
exposición encontraremos v a ria s veces esa refe
rencia espinosista.
Volvamos ahora a los aspectos generales de la
productividad de la norma, que involucra en el
m ism o proceso poder y saber, y extraigamos su s
consecuencias. Desde el punto de v ista de dicha
productividad, ser sujeto, es decir — puesto que
para Foucault esta últim a expresión no puede te
ner otro sentido— , estar expuesto a la acción de
una norma, como sujeto de saber o como sujeto de
poder, im plica depender de esa acción, no sólo en
lo que atañe a ciertos aspectos exteriores del com-
93
portamiento, según la línea de division entre lo lí
1
cito y lo ilícito, sino también en lo que constituye
el ser m ism o del sujeto pensante y actuante, que
sólo actúa al ser él m ism o actuado, que sólo pien
sa al ser él m ism o pensado, por norm as y bajo
normas, en relación con la s cuales su pensamiento
y su acción pueden medirse, esto es, integrarse a
u n siste m a de evaluación global donde ellas fi
guran en concepto de un grado o un elemento.
Desde ese punto de vista — ^reiterémoslo— , ser su
jeto es, por lo tanto, estar literalmente «sujetado»,
aun cuando no en el sentido de la sum isión a un
orden exterior que suponga una relación de pura
dom inación, sin o en el de un a inserción de los
in d iv id u o s — de todos los in d ivid u o s sin excep
ción y sin exclusión— en una red homogénea y
continua, un dispositivo normativo que al produ
cirlos, o, mejor, al reproducirlos, los transforma
en sujetos.
Tomemos un ejemplo que aparece varias veces
en los últim os textos de Foucault y que fue para
él, sin duda alguna, de particular importancia: el
del opúsculo de Kant sobre la Ilustración, de 1784,
donde aquel descubre la primera aparición h istó
rica de una pregunta esencial, para la cual pro
pone estas dos formulaciones complementarias:
«¿Quién soy ahora?» y «¿Cuál es el campo actual
de las experiencias posibles?». También estos dos
interrogantes remiten implícitamente a la te sis
de la productividad de la norma. En efecto, s i
tuarse con respecto a normas, en cuanto estas de
finen, por un tiempo, un campo de experiencias
posibles, es postularse como sujeto en el contexto
de una sociedad normalizada que hace prevalecer
su s leyes pero no sometiendo a su rigor a sujetos
94
que, en función de su s predisposiciones propias o
de u n principio de autonomía que preexista en
ellos aun antes de exponerse a la acción de una
ley semejante, se muestren dóciles o rebeldes a es
ta, sino, al contrario, instaurando un ámbito de
subjetividad preparado de por sí para esa acción e
inclinado a ella. Podríamos, además, prolongar
esta lectura del texto de Kant y ver aquí el punto
de partida y hasta el basamento concreto de una
doctrina de la unive rsa lid ad de la ley. Para s u
jetos así producidos o reproducidos, la ley ja m á s
se presenta como una prescripción particular con
la que ellos se topen en su camino como un indica
dor o un obstáculo, y que oriente fácticamente su
destino sin tener en cuenta su propia intenciona
lidad espontánea, puesto que esa ley se expresa de
manera universal desde el fondo de ellos mismos,
y puesto que, de igual modo, los «nombra», es de
cir, los designa como sujetos y les asigna normas
de acción que por ello deben reconocer como suyas
propias. En ese sentido, puede decirse que la ley,
en cuanto sistem a que actúa en los dos planos — la
práctica y la teoría— , «interpela» a los individuos
como sujetos.
En otras palabras, ser sujeto es «pertenecer»,
de acuerdo con una fórmula que reaparece de ma
nera punzante en el texto de la clase que en el Co
llèg e de France se consagró especialm ente al
opúsculo de Kant sobre la Ilustración (según la
versión inédita de esa clase publicada en mayo de
1984 en el número 207 del Magazine Littéraire).*
95
y
96
se determine por su sola relación consigo, ya remi
ta esta relación a una original identidad concreta,
la de un «yo» no igual a n in g ún otro, o haga re
ferencia a un universal abstracto, a la manera de
la «cosa que piensa» revelada por el cogito carte
siano (según una experiencia racional que, por de
finición, valdría de entrada para todos los sujetos
a quienes e lla constituye ju n to s en una m ism a
operación primordial). Se trata, en cambio, de una
singularidad que no aparece o no se destaca m ás
que contra un fondo de pertenencia, que liga al su
jeto no sólo a otros sujeto s con lo s cuales él se
comunica, sino al proceso global que lo constituye
al normalizarlo y del que extrae s u propio ser. En
la clase del Collège de France antes mencionada,
leemos a continuación:
97
afirmarlo aquí, la determinación del sujeto contra
el fondo de la pertenencia a un «nosotros» que
coincide con la s condiciones de una actualidad, es
decir, con un campo actual de experiencias posi
bles, sólo comienza a surgir con Kant, cuando el
texto de este último al que se hace referencia pa
rece hablar, s i se lo toma al pie de la letra, de algo
m uy distinto: esboza, entre otras cosas, una teoría
del déspota ilustrado, apoyada en el principio se
gún el cual el hombre es el ser que para «elevarse»
tiene absoluta necesidad de un maestro, teoría
que Foucault elude por completo en su propia in
terpretación, lo cual induce a pensar que esta par
ticiparía m ás bien del orden de una lectura «sinte
mal». Si se admite que Kant es el primero en plan
tear esta pregunta: «¿Quién soy ahora?» con el
sentido de; «¿Cuál es el nosotros al que pertenez
co?», ¿cómo no hacer valer también la respuesta
que él m ism o propone para ella — una respuesta
que sin lugar a dudas gobierna la formulación de
la pregunta— , a saber: que ser sujeto es definirse
por la pertenencia a una comunidad hum ana en
general? Ahora bien, el concepto de comunidad
hum ana que se requiere en un contexto semejante
está constituido de un extremo al otro por la racio
nalidad de su derecho, en un doble sentido moral y
jurídico: ella es la que se cumple en un Estado de
derecho.
Desde la óptica adoptada por Kant, bien ca
be pensar en una productividad de la norma; en
efecto, la ley que me liga a una comunidad hum a
na en general habla en mí, e incluso puede decir
se, s i se conservan todos los sentidos de esta ex
presión, que «me» habla, como lo muestra con cla
ridad la fórmula de Rousseau a la que Kant era
98
particularm ente afecto: «conciencia, instinto d i
vino», de donde él había extraído por su propia
cuenta la te sis de la «ley moral en mí», esto es,
dentro de mí. Empero, aquella productividad s i
gue estando precisamente sometida a la identifi
cación de la norma y el derecho, una identificación
que es la condición de todas m is acciones: s i la ley
me indica lo que debo hacer, aun antes de prohi
birme lo que no hay que hacer, lo cierto es que su
discurso es en esencia prescriptivo, es decir que
me obliga como una pura forma, cuya eficacia ra
dicaría, justamente, en el hecho de estar libre de
todo contenido. F oucault, es evidente, no se
orienta en ese sentido. Aquí daríamos, antes bien,
con la s prem isas de la lectura de Kant esbozada
por Lacan en su texto «Kant con Sade», donde
m uestra que la pertenencia a la ley y al ideal
comunitario prescripto por ella define de entrada
al sujeto deseante, al m ism o tiempo que somete
su deseo al peso de esa ley que, por sí sola, como
forma, le da todo su contenido. Como se ve, plan
tear la cuestión del sujeto de m anera completa
mente formal — diríamos, además: en el orden de
lo simbólico— es, sin duda, hacer de él el produc
to de la ley y, con ello, situarlo desde el inicio en
una relación de pertenencia (con referencia a una
comunidad racional que también es, por paradóji
co que parezca, com unidad deseante); pero es
igualm ente, al m ism o tiempo, tomar por única
medida de esa productividad el formalismo ju r í
dico de la ley, o sea, elaborar una concepción ne
gativa o negadora de dicha productividad, que no
tienda a otra cosa que a la instauración de un lí
mite «en» el propio sujeto; y este aparece entonces
como necesariamente atravesado por la ley: suje-
99
to escindido o hendido, sujeto de esa falta en ser
que tiene por nombre «deseo», esto es, el sujeto en
el sentido lacaniano. Desde ese punto de vista, el
sujeto es aquel que encuentra s u lug a r ya tra
zado por completo en un dominio significante de
legitim idad circunscripto con precisión, dentro del
cual debe mantener y garantizar su identidad de
sujeto.
¿Cómo escapar a esta línea de interpretación
hacia la cual parece conducir la referencia kantia
na s i se la re sitú a en su lógica propia? Tal vez
haya que hacer intervenir otra referencia filosófi
ca para definir la noción de pertenencia en cuanto
es constitutiva del ser-sujeto: la referencia espi-
n o sista en la que ya nos apoyamos, que debería
perm itir perfilar otra figura de la modernidad,
d istin ta de la que puede deducirse de la crítica
kantiana. En este aspecto, es posible basarse en
una indicación dada por el propio Foucault en la
Historia de la locura, indicación que, admitámos
lo, careció de repercusiones en el resto de su obra.
Se trata del capítulo 5 de la primera parte, dedi
cado a los insensatos,“^ donde hace mención de la
problemática ética que está en el trasfondo de to
do el pensamiento clásico: «La razón clásica no en
cuentra la ética al cabo de su verdad, y bajo la for
ma de la s leyes morales; la ética como elección
contra la sinrazón está presente desde el origen de
todo pensam iento concertado (. . .). En la época
clásica, la razón nace en el espacio de la ética». Pa
ra respaldar el argumento, Foucault cita la fór-
100
m ula del De intellectus emendatione: «¿Cuál es,
pues, esta naturaleza [superior, cuya apariencia
general define la ética]? (.. .) Mostraremos que es
el conocimiento de la unión que tiene el alma pen
sante con la naturaleza entera». Ahora bien, la
noción de pertenencia o unión se define aquí ya no
en el orden de lo simbólico, sino en el de lo real.
Ser sujeto implica, por consiguiente — de acuerdo
con una fórmula que reaparece en toda la obra de
Spinoza— , postularse, afirm arse, reconocerse
como pars naturae, es decir, en cuanto se está so
metido a la necesidad (y aquel dice que se trata de
todo lo contrario de im a coacción externa) global
de un todo, un todo que es la naturaleza misma, de
la cual cada una de nuestras experiencias como
sujetos es la expresión más o menos desarrollada
y completa; expresión determinada, dice Spinoza;
expresión normada, diría Foucault en su propio
lenguaje.
En consecuencia, vemos aparecer aquí una mo
dalidad de la pertenencia que rompe con la que se
piensa en la teoría kantiana del derecho racional,
puesto que, s i hace referencia a un orden — una
referencia de la cual deduce su propia racionali
dad— , ese orden no es humano sino natural, no es
un orden prescriptivo de los hombres sino un or
den necesario de la s cosas, que se expresa desde el
punto de v ista de una naturaleza con respecto a la
cual no h a y hombre que tenga el derecho — y
m enos a ú n que esté en condiciones— de p o s
tu la rse tanquam im perium in imperio, esto es
(aventuremos una traducción), «como un poder en
un poder». Por eso, las leyes de este orden, que son
la s de la naturaleza m ism a, y no la s de una na
turaleza hum ana independiente, son leyes en el
101
sentido físico del término, y no en su sentido ju
rídico. Por consiguiente, la relación de pertenen
cia ya no debe determinarse de manera lim ita ti
va, al modo de una coacción, sino de manera posi
tiva e incluso, conforme a la s palabras del propio
Spinoza, causal: es esa relación, en efecto, la que
constituye, la que hace ser, aquello que se afirma
en ella y por ella. Desde esa perspectiva, acceder
a una naturaleza superior — para retomar la fór
m ula del De intellectus emendatione— no signifi
ca en absoluto despojamos de nuestra naturaleza
primera, con v ista s a lo que se presentaría, a la
sazón, como m ás allá de nuestros lím ites propios,
s i razonamos en términos de finitud: es, al contra
rio, desplegar al máximo toda la potencia que está
en esa m ism a naturaleza, en virtud de la cual esta
se comunica, en cuanto pars naturae, con la natu
raleza entera a la que tiende a manifestar en su
integridad, habida cuenta de que la infinitud no
se divide; así como toda la extensión «está» en una
gota de agua, así como la totalidad del pensam ien
to está en la m ás sim ple de las ideas, así también
toda la naturaleza está «en» mí, siempre y cuando
yo aprenda a conocerme como perteneciente a
ella, al acceder a ese saber ético que es también
una ética del saber y que suprime la falsa alterna
tiva entre la libertad y la necesidad.
E s lícito asociar a esta últim a consecuencia la
fórmula que aparece en la introducción de E l uso
de los placeres,^ mediante la cual Foucault define
el objetivo de su empresa; «Saber en qué medida
102
el trabajo de pensar su propia historia puede libe
rar al pensamiento de lo que piensa en silencio y
p e rm itirle pensar de otra manera». P ensar su
propia historia, es decir, pensarse como pertene
ciente a cierto tipo de sociedad en la s condiciones
de una actualidad, es liberar al pensamiento de lo
que piensa sin pensar en ello, y abrirle así el cami
no de la ún ica libertad que tiene algún sentido
para él: no la de una ilu so ria «liberación» que le
permita experimentarse como plenamente hum a
no, sino la que lle va a «pensar de otra manera»,
expresión que tam bién podríamos utiliz ar para
presentar el amor intellectualis Dei al cual hace
referencia Spinoza, quien, en el fondo, no dice na
da distinto.
Si prolongáramos aún m ás esta referencia a
Spinoza llegaríamos a una nueva tesis, que en la
reflexión consagrada por Foucault a los proble
m as de la norma y su acción es, quizá, la m ás im
portante: luego de la tesis de la productividad de
la norma, la de su inmanencia.
III
103
«liberación», le jo s de su p rim ir la acción de la s
normas, no hace sino reforzarla. Mas también po
demos preguntarnos s i basta con denunciar la s
ilusio n es de ese discurso antirrepresivo para esca
par a ellas: ¿no corremos el riesgo de reprodu
cirlas en otro nivel, en el que han dejado de ser in
genuas pero, a pesar de ser ahora informadas, no
dejan de estar desplazadas con respecto al conte
nido al que parecen apuntar? En apariencia, Fou
cault se encamina en ese sentido en oportunidad
del debate que in ic ia con el p sico a n á lisis en La
voluntad de saber:
104
pro ductividad de la norm a; pero no b asta con
analizar la relación de la ley con el deseo como
una relación causal, en la que el deseo del sujeto
se identifica como un efecto cuya causa sería el or
den m ism o de la ley; es preciso, además, pregun
tarse por el tipo de causalidad, transitiva o inm a
nente, que está en juego en esa relación. Se com
prende, entonces, que para explicar el hecho de
que haya normas que actúan efectiva y eficazmen
te no sea suficiente reducir esa acción a un modelo
determinista, desarrollado en forma simétrica con
el discurso de la «liberación», como su imagen en
espejo, invertida y, en el juego mismo de esainver-
sión, idéntica.
105
T
de la norma, sin tener en cuenta el otro aspecto de
su acción que es su carácter inmanente.
¿En qué consiste esta tesis de la inmanencia?
En introducir en la relación causal que defíne la
acción de la norma la siguiente consideración; di
cha relación no es una relación de sucesión, que
vincule térm inos separados, partes extra partes,
conforme al modelo de un determinismo mecani-
cista, sino que presupone la simultaneidad, la coin
cidencia, la presencia recíproca, lo s unos en los
otros, de los elementos reunidos por ella. Desde
esa perspectiva, ya no se puede pensar la norma
m ism a antes de la s consecuencias de su acción, y
en cierto modo por detrás y con prescindencia de
ellas; por el contrario, hay que pensarla tal y como
actúa en su s efectos, y no, propiamente hablando,
sobre ellos, con el fín de conferirles el máximo de
realidad de que son capaces, no de lim itar su rea
lidad a través de un mero condicionamiento. ¿En
qué aspecto representa esta concepción un progre
so en comparación con los a n á lisis efectuados pre
cedentemente?
Para volver a los ejemplos tratados por Fou
cault, ya sabíam os que no hay sexualidad en sí,
así como no debe haber tampoco locura en sí, aun
que el texto de la Historia de la locura no siempre
haya sido del todo claro al respecto; no hay sexo
sa lva je , cuya verdad irru p tiva se m anifieste a
través de una experiencia originaria, fuera del
tiempo y de la sociedad, porque lo que llam am os
«sexualidad» es un fenómeno histórico-social, de
pendiente de la s condiciones objetivas que lo «pro
ducen». Sin embargo, para escapar al mito de los
orígenes no basta con transferir a la ley y su poder
la iniciativa concreta de una acción de la cual las
106
prácticas de la sexualidad dependan con el carác
ter de consecuencias. También se debe compren
der que no hay norma en sí, no hay ley pura, que
se afirme como tal en su relación formal consigo, y
que sólo salga de sí m ism a para lim itar o delim i
tar su s efectos y, así, marcarlos negativamente.
La h isto ria de la sexualidad enseña que no hay
nada detrás del telón: ningún sujeto sexual autó
nomo con respecto al cual las formas históricas de
la sexualidad no sean m ás que manifestaciones fe
nom énicas, m ás o m enos acordes a su esencia
oculta, pero tampoco n ing una ley de la se x u a li
dad, que cree artificialmente el ámbito de su in
tervención, sometiendo de entrada a su s reglas al
sujeto de esta última, un sujeto al cual, de tal mo
do, ella «posea», tanto en el sentido noble de la pa
labra como en su sentido trivial. En este aspecto,
sucede con la astucia de la norma lo m ism o que
con la astucia de la razón.
En otros términos, la sexualidad no es m ás que
el conjunto de la s experiencias históricas y socia
les de la sexualidad, sin que estas experiencias,
para ser explicadas, tengan que confrontarse con
la realidad de una cosa en sí, que esté situada en
la ley o en el sujeto al cual se aplica, una realidad
que sería también la verdad de dichas experien
cias. A llí está la clave del «positivismo» de Fou
cault; sólo hay verdad fenoménica, sin referencia
a un principio de derecho que se anticipe a la rea
lidad de los hechos a los cuales se aplica. Por eso,
la h isto ria de la sexualidad no es una h isto ria
«de», en el sentido del estudio de la s transfor
maciones de un contenido objetivo, sujeto o ley,
que preexista a ellas, y ya se identifique ese conte
nido a través de la existencia de un sujeto de se-
107
xualidad o de una ley de sexualidad. De ahí este
principio metodológico fundamental que reduce la
h isto ria de la sexualidad a un a h isto ria de los
enunciados sobre la sexualidad, sin que en lo s u
cesivo la cuestión consista en relacionar dichos
enunciados con u n contenido independiente que
ellos no hagan m ás que designar real o sim b ó li
camente. En este aspecto, parece en verdad que
Foucault renunció de manera definitiva a un pro
ceder de tipo hermenéutico, dirigido a interpretar
enunciados, para desentrañar detrás de ellos un
sentido y h a sta u n a a u se n cia de sentido, con
respecto a los cuales aquellos fueran a la vez algo
a sí como in d ic io s y m áscaras. H isto ria de los
enunciados sobre la sexualidad o, mejor, de los
enunciados de la sexualidad, según la fórmula del
«sexo que habla» que Foucault toma de la fábula
de Los d ije s indiscretos: al no haber detrás del
discurso del sexo nada que sostenga o respalde
su s aserciones, el sexo no es de por sí otra cosa
que el conjunto de su s aserciones, o sea, todo lo
que él m ism o dice de sí mismo. Por esta razón, su
verdad no debe buscarse en n in g una otra parte
que en la sucesión histórica de los enunciados que
constituye, por sí sola, el ámbito de todas su s ex
periencias.
En consecuencia, si la norma no es exterior a
su campo de aplicación, ello no sólo se debe, como
ya lo mostramos, a que lo produce, sino a que ella
m ism a se produce en él al producirlo. A sí como no
actúa sobre u n contenido que su b sista con inde
pendencia y al margen de ella, tampoco es de por
sí independíente de su acción, presuntamente de
sarrollada de manera exterior a ella, en una for
ma que sería, por fuerza, la de la división y la esci-
108
sión. Sin duda alguna, es en este sentido que hay
que hablar de la inmanencia de la norma, con res
pecto a lo que esta produce y al proceso por medio
del cual lo produce: lo que norma la norma es su
acción.
E l reproche que Foucault le hace al psicoanáli
s is — al cual, por otra parte, le reconoce no pocos
méritos— es, justamente, el de haber prolongado
a su manera el gran mito de los orígenes, al rela
cionarlo con la ley m ism a y constituir a esta como
u n a esencia inalterable y separada: como si la
norma tuviese un valor en sí, que pudiera medir
se al precio de una interpretación; como s i su ver
dad se m antuviera por debajo de su s efectos y es
tos sólo desempeñaran a su respecto el papel de
síntomas.
Por consiguiente, si la acción de la norma no
encuentra u n campo de realidad que sea previo a
su intervención, tam bién hay que decir que ella
m ism a no está preordenada a esta y que sólo orde
na su función norm ativa a medida que la ejerce,
en u n ejercicio que tiene a la norma por sujeto y
objeto a la vez. Para reiterarlo con otras palabras:
la norma tan sólo puede pensarse históricamente,
en relación con los procesos que la ponen en prác
tica. Aquí, Foucault sigue, sin lugar a dudas, la
lección de Georges Canguilhem, quien es en nues
tra época el indiscutib le iniciador de una nueva
reflexión sobre las normas. En su introducción a
la edición norteamericana de Lo normal y lo pato
lógico (texto publicado con el título de «La vie et la
science» en el número de enero-marzo de 1985 de
la Revue de Métaphysique et de Morale consagra
do a Canguilhem), Foucault pone de manifiesto
con m ucha claridad esa enseñanza:
109
«Mediante la d ilucid ació n del saber sobre la v id a y de
lo s conceptos que lo a rtic u la n , Georges C a n g u ilh e m
quiere recuperar lo que pasa con el concepto en la vid a,
es decir, con el concepto en cuanto es uno de lo s modos
de la inform ación que todo ser v iv o toma de s u medio.
E l hecho de que el hombre v iv a en u n medio conceptua
lm ente estructurad o no prueba que se h a y a d esviad o
de la v id a a ra íz de a lg ú n o lv id o o q ue u n d ra m a
histó rico lo h a y a separado de ella; sólo prueba que v iv e
de cierta m anera. (. ..) Form ar conceptos es u n a m an e
ra de v iv ir y no de m atar la vida» (págs. 12-3).
lio
acción sem ejante, y para responder habría que
recurrir a la ficción de un origen trascendente de
la norma, que le permitiera anticiparse a todo lo
producido por ella. El «ya estás entrampado», que
presupone la existencia previa de la norma, debe
ser sustituido por la idea de que la norma misma,
entrampante y entrampada, no es otra cosa que
el hecho de caer en su propia trampa, que es para
ella como un embuste y un testimonio de verdad.
Ya lo hem os dicho: detrás del telón no hay nada.
Y la astucia de la norma no se apoya en ninguna
fuerza manipuladora, porque su propia acción la
m anipula por completo.
La norma no es, pues, un lím ite ya totalmente
trazado cuya línea divida el destino de los hom
bres: Kant veía a la hum anidad en el cruce de dos
caminos y la observaba conquistando su libertad
al elegir el lado bueno de esa bifurcación. Lo que
está enjuego aquí es, desde luego, la relación en
tre una naturaleza y una cultura. Pero, ¿adopta
esa relación la forma de un clivaje, que pasa entre
dos órdenes de hechos heterogéneos, o es una rela
ción de constitución e intercambio, que deposita
en la s fuerzas de la naturaleza y la vida la tarea
de elaborar la s normas y hacerlas reconocer? En
este punto, la referencia espinosista quizá pueda,
una vez más, ilustrarnos.
Se sabe que Spinoza elaboró una nueva con
cepción de la sociedad sobre la base de la de Hob
bes, pero también en oposición a ella con respecto
a un punto crucial. Según Hobbes, el estado de so
ciedad impone normas, es decir, leyes, con vista s
a proteger a los hombres contra sí m ism os, y en
particular contra la pasión destructiva, verdade
ro instinto de muerte, que los atormenta y tiene
111
1
campo libre en el estado de naturaleza. Ahora
bien, siempre en opinión de Hobbes, la regulación
de la v id a por medio de norm as depende de un
cálculo racional que, al encerrar dentro de ciertos
lím ite s lo s comportamientos, los contiene y los
restringe, con el objeto de «superar» la s contradic
ciones de una naturaleza desordenada; y la con
dición de ese pasaje-superación — en el cual Negri
ve, sin duda alguna acertadamente, una prefigu
ración de la dialéctica en el sentido hegeliano—
constituye una transferencia voluntaria de poder,
aceptada por todos los integrantes del cuerpo so
cial y productora de una nueva forma de poder so
berano, que rescata en su beneficio el instinto de
dominación propio de todos los hombres, pero lo
vuelve en contra de ellos en la forma de una obli
gación absoluta. E s aquí donde se deja ver en toda
su pureza la idea de una trascendencia de la nor
ma, con todos los efectos que de ello se derivan: el
juego de escisiones y contradicciones que podría
hacer leer la obra de Hobbes como la anticipación,
en la época clásica, de una suerte de psicoanálisis
del poder.
Ahora bien, Spinoza, contra Hobbes, se niega a
establecer entre estado de naturaleza y estado de
sociedad esa relación de rup tura y superación
que recuerda, como acabamos de señalarlo, una
dialéctica de tipo hegeliano. A su entender, la na
turaleza nunca deja de actuar en la sociedad, al
m ovilizar las m ism as leyes y las m ism as pasiones
que im p ulsan a la s arañas a pelear y llevan a los
peces chicos a ser pasto de los grandes, sin que el
sentido de esas leyes se invierta, sin que se vuel
van contra sí m ism as para in sta la r la dialéctica
de un contra-poder. E s que el poder, por lo tanto.
112
1
no se define necesariamente por la dominación.
Históricamente puede tomar la forma de esta, por
supuesto, pero que lo haga o no es absolutamen
te circunstancial; y el principio m ism o del tipo
de sociedad que se constituye a partir de un poder
de esas características es víctima, entonces, de un
desequilibrio. V ivir en sociedad, de acuerdo con
normas, no es su stitu ir el derecho de la naturale
za por un derecho racional; m uy por el contrario,
es m anejar y regular la s m ism a s relaciones de
fuerza que determ inan, sobre la base del juego
libre y necesario de los afectos, el conjunto de las
relaciones interindividuales. Desde ese punto de
v ista , la s p rem isas de una teoría política no se
encuentran en la cuarta parte de la Ética, sino ya
en la tercera, donde Spinoza expone, aun antes de
formular la idea de un poder soberano, la socia
lización espontánea de los afectos, teorizada por
medio del concepto de im itatio affectuum, una
so cializ ación que para funcionar no n ecesita
otras leyes que la s de la naturaleza. E n conse
cuencia, la cuestión del orden social se juega de
entrada en el plano de los conflictos pasionales
cuyo desarrollo ese m ism o orden abraza: de ellos
extrae su verdadera potencia, potentia, y no de un
nuevo principio, potestas, que sobreañada a la ex
presión de dichos conflictos nuevas reglas y nue
v a s pautas de comportamiento. Desde ese punto
de vista, una vez más, sería m uy posible leer en la
tercera parte de la Ética el esbozo de una teoría
de los micro-poderes. A lo cual hay que agregar
que las normas de poder así introducidas funcio
nan también, de manera indisociable, como nor
m as de saber: al m ultiplicar la s relaciones entre
los hombres, al tejer la red cada vez más compleja
113
de su s relaciones m utuas, aumentan en la m ism a
proporción su capacidad de forjar nociones comu
nes, esto es, nociones necesariamente adquiridas
en conjunto que expresan lo que es común a la ma
yor cantidad de cosas posibles. Como se advertirá,
la m ism a fuerza de la naturaleza y la vida trans
forma al in d iv id u o en sujeto cognoscente y ac
tuante.
¿Qué es, en esencia, lo que distingue a Hobbes
de Spinoza? E s el hecho de que la preocupación
central de Hobbes radica en fundar una política
en una antropología, o sea, en una teoría de la s
pasiones hum anas, que permita desentrañar una
motivación fundamental, rectora de todas la s ac
ciones de los hombres: el miedo a morir, motiva
ción que, invertida, otorga al derecho su único
principio y funda la concepción jurídica del poder.
A ju ic io de Spinoza, empero, seguir un proceder
semejante es constituir al hombre «tanquam im
perium in imperio», atribuyéndole una naturaleza
totalmente opuesta a la naturaleza m ism a; por
eso, él no intenta apoyar su reflexión política en
una teoría de la s pasiones hum anas, en la que es
tas delimiten, dentro de la naturaleza, un orden
propiamente hum ano, sin o que elabora, por el
contrario, una teoría natural de la s pasiones en
general, mostrando que todos los afectos, y los de
los hombres en particular, están por completo in
mersos en la naturaleza, cuyas leyes siguen y de
la que no son m ás que expresiones diversas y de
terminadas. Puede decirse, entonces, que de he
cho la s prem isas de una teoría política deben b us
carse, antes que en la tercera y la cuarta partes de
la Ética, en la primera y la segunda, que exponen
la s condiciones de aquella inserción.
114
Se ve, pues, adónde conduce el principio de la
inm anencia de la norma a su s efectos, a todos su s
efectos. Contra la idea común y corriente de que el
poder de la s normas es artificial y arbitrario, ese
principio revela el carácter necesario y natural de
su fuerza, que se define y se forma en el tra n s
curso m ism o de su acción y se produce al producir
s u s efectos, con u n a tendencia a hacerlo s in
reservas n i lím ites, es decir, sin suponer la inter
vención negadora de un a trascendencia o una
división. Sin duda, es esto lo que Foucault quería
expresar al hablar de la positividad de la norma,
que se da por entero, se produce al producir su s
efectos, a través de su acción, esto es, en su s fenó
menos, y simultáneamente en su s enunciados, sin
retener en modo alguno por debajo de estos, o por
encima, un absoluto de poder al que deba su efi
cacia pero cuyos recursos ja m á s agote del todo.
Norma positiva, también, en la medida en que su
intervención no se reduce al gesto elemental de
escindir ámbitos de legitimidad, sino que consis
te, por el contrario, en una incorporación progre
siv a y una proliferación continua de su s manifes
taciones, cuya forma m ás general es la de la inte
gración.
Necesidad y naturalidad de la norma, por con
siguiente; pero no se puede dejar aquí interrum
pido el cotejo que se ha esbozado con algunos as
pectos del pensamiento filosófico de Spinoza. Hay
que explorar h asta el final esta hipótesis y pre
guntarse si debe llevar también a afirmar la sus-
tancialidad de la norma, a reinscribirla en un or
den de cosas m asivo y global, que someta necesa
riamente su explicación a una perspectiva meta
física. En Spinoza, la ley extrae su fuerza del ser
115
de la sustancia; y es evidente que sería in ú til b u s
car en la obra de Foucault el bosquejo de un razo
namiento semejante. Hasta aquí, Spinoza nos ha
servido para leer a Foucault, m as también podría
mos preguntarnos s i este no nos ayuda a leer a
aquel, a través de la confrontación que él m ism o
nos impone llevar a cabo entre el tema de la sus-
tancialidad y el de la historicidad; y está claro
que, al plantear este últim o problema, tampoco
nos hallam os lejos de las cuestiones suscitadas en
Marx por el estatus del «materialismo histórico»,
que es un nuevo esfuerzo por pensar junto s lo h is
tórico y lo sustancial.
116
De Canguilhem a Canguilhem
pasando por Foucault*
117
una ilustración ejemplar en la conclusión del ar
tículo «Vie» de la Encyclopaedia U niversalis, el
cual, sobre la base de una referencia a la pulsión
de muerte, enuncia la tesis siguiente: La vida sólo
se hace conocer y reconocer a través de su s erro
res, que en todo ser viviente revelan su inacaba
miento constitutivo. Y por ello el poder de las nor
m as se atfirma en el momento en que choca, y lle
gado el caso tropieza, con los lím ites que no puede
franquear y hacia los cuales, por eso mismo, vuel
ve indefinidamente. En ese sentido, antes de ci
tar in extenso a Borges, Canguilhem se pregcmta;
«El valor de la vida, la vida como valor, ¿no tienen
su s raíces en el conocimiento de su esencial pre
cariedad?».
En la exposición que sigue, los problemas que
están enjuego se inscribirán en un marco delim i
tado con rigor, a partir de una lectura paralela de
la s dos obras de Georges C anguilhem y Michel
Foucault que tratan precisamente esta cuestión:
la relación intrínseca de la vida con la muerte, o
de lo viviente con lo mortal, según se comprueba
sobre la base de la experiencia clínica de la enfer
medad. Para comenzar, recordemos brevemente
en qué espacio cronológico se despliega esa con
frontación: en 1943, Canguilhem publica su tesis
de medicina, el E ssa i su r quelques problèmes con
cernant le norm al et le pathologique-, en 1963,
«veinte años después», presenta en la colección
«Galien», dedicada a la historia y la filosofía de la
biología y la m edicina, que él dirige en P resses
U niversitaires de France, la segunda gran obra
de Michel Foucault luego de la H istoria de la lo
cura: E l nacimiento de la clínica-, ese m ism o año
dicta u n curso sobre la s norm as en la Sorbona,
118
1
119
la vivencia consciente de la enfermedad; pero es
T
también lo que podríamos llam ar «lo viviente del
viviente»: ese movim iento polarizado de la vid a
que empuja a todo viviente a desarrollar al máxi
mo lo que hay en él de ser o de existir. En este ú l
tim o aspecto, podemos sin duda encontrar un a
inspiración bergsoniana, pero podríamos ver tam
bién, aunque el propio Canguilhem no mencione
la eventualidad de ese cotejo, la sombra tendida
por el concepto espinosista de conatus.
Ese viviente, que está con vida en la medida en
que se hace vivir, se califica por el hecho de que es
portador de una «experiencia», presentada de ma
nera sim ultánea bajo dos formas: una consciente y
otra inconsciente. En la primera parte del E ssa i,
en oposición a los procedimientos del biólogo que
tiende a hacer del enfermo un objeto de laborato
rio, se in siste sobre todo en que el enfermo es un
sujeto consciente, que se afana en expresar lo que
le hace sentir su propia experiencia declarando su
m al a través de la lección vivid a que lo vincula al
médico; en ese sentido, Canguilhem escribe, con
referencia a la s concepciones de René Leriche:
«Estimamos que no hay nada en la ciencia que no
haya aparecido antes en la conciencia y (. . .) que,
en el fondo, el punto de v ista verdadero es el del
enfermo».^
No obstante ello, la segunda parte del libro re
toma el m ism o a n á lisis y lo profundiza, lo cual
conduce a arraigar la experiencia del viviente en
una región situ a d a antes o en los lím ite s de la
conciencia, a llí donde se afirma, a prueba de los
120
obstáculos que se oponen a su total expansión, lo
que acabamos de llam ar «lo viviente del viviente»,
y que Canguilhem designa también como «el es
fuerzo espontáneo de la vida»,^ esfuerzo espontá
neo, por lo tanto, anterior y quizás exterior a su
reflexión consciente; «No vemos cómo podría ex
plicarse la normatividad esencial para la concien
cia hum ana si, de alguna manera, no estuviera en
germen en la vida».^ En germen, es decir, bqjo la
forma de una promesa que se revela como tal, so
bre todo, en lo s casos en que no parece posible
cumplirla.
La puesta en valor de esa «experiencia», con
s u s dos dim ensiones, consciente e inconsciente,
lleva, en oposición al objetivism o propio de una
biología positivista voluntariamente ignorante de
los valores de la vida, a la siguiente conclusión:
«Nos parece que la fisiología tiene algo mejor para
hacer que procurar definir objetivamente lo nor
mal, y es reconocer la normatividad original de la
vida».'* Lo cual significa que, al no ser la s normas
datos objetivos, y como tales directamente obser
vables, los fenómenos que originan no son los es
táticos de una «normalidad», sino los dinám icos
de una «normatividad». Se advertirá que el térmi
no «experiencia» encuentra aquí otro nuevo senti
do: el de un im pulso que tiende hacia im resulta
do sin tener la garantía de alcanzarlo o de soste
nerse en él; en el caso del v ivie n te hum ano, la
fuente positiva de todas su s actividades es el ser
errático de lo viviente, sujeto a una infinidad de
experiencias.
^Ihid., pág. 77.
® Ibid.
^ Ibid., pág. 116.
121
De ese modo se invierte la perspectiva tradicio
nal sobre la relación entre la vida y las normas: no
es la primera la que está sometida a la s segundas,
m ientras estas actúan sobre ella desde el exterior;
a n te s b ie n , el m o vim ie n to m ism o de la v id a
produce la s norm as, de manera completamente
inmanente. E sa es la tesis central del E ssai: hay
una normatividad esencial de lo viviente, creador
de norm as que son la expresión de su polaridad
constitutiva. E sa s norm as explican el hecho de
que lo v iv ie n te no pueda re d u cirse a un dato
m aterial y sea en cambio una posibilidad, en el
sentido de una potencia: una realidad que se da
desde el inicio como inacabada porque se confron
ta de manera intermitente con los riesgos de la en
fermedad y de m anera permanente con el de la
muerte.
122
origen esencia] por la de un «nacimiento» históri
co, situado precisamente en el desarrollo de un
proceso social y político; de tal modo, le toca pro
ceder a una «arqueología» — lo contrario de una
fenomenología— de la s norm as m édicas, v ista s
desde el lado del médico, e incluso, por detrás de
este, de las instituciones médicas, mucho m ás que
desde el lado del enfermo, que parece así el gran
ausente de ese Nacimiento de la clínica. De esta
m anera se explica el despliegue de u n espacio
médico en el cual la enfermedad queda sujeta a
una «mirada» a la vez normada y normadora, que
decide la s condiciones de la norm alidad som e
tiéndose a la s de una normatividad común:
123
E l nacimiento de la clínica como frecuente es en el
E ssa i de Canguilhem. Ese es el precio que hay que
pagar para presentar una génesis de la norm a
lidad, en el doble sentido de un modelo epistemo
lógico, que regula los conocimientos, y u n modelo
político, que rige los comportamientos.
El concepto de «experiencia» aparece tan a me
nudo en los a n á lisis de Foucault como en los de
Canguilhem; sin embargo, en relación con la exi
gencia planteada por aquel de «tomar la s cosas
en su severidad estructural»,® se le da una sig n i
ficación m uy diferente. Ya no se trata de una ex
periencia del viviente, en todos los sentidos que
puede adoptar esta expresión, sino de una expe
riencia histórica, a la vez anónima y colectiva: ex
periencia de viviente, m ás que experiencia del v i
viente, de la que se desprende la figura completa
mente d e sin d ivid u a liz a d a de la clínica. Así, lo
que Foucault llam a «experiencia clínica» procede
simultáneamente en varios niveles: es lo que per
mite al médico perfeccionar su experiencia, al po
nerse en contacto con la experiencia por medio de
la observación (la «mirada médica»), en el marco
institucio nal que determina una experiencia so
cialmente reconocida y controlada. En esta ú lt i
ma frase, la palabra «experiencia» aparece en
tres posiciones y con significaciones diferentes: la
correlación de esa s posiciones y significaciones
define precisamente la estructura de la experien
cia clínica.
E s este el triángulo de la experiencia: en un
vértice, el enfermo ocupa el lugar del objeto m ira
do; en otro se h a lla el médico, m iem bro de un
® Ib id ., pág. 138.
124
«cuerpo», el cuerpo médico, cuya competencia
para convertirse en el sujeto de la m irada médica
se reconoce, y, para terminar, la tercera posición
es la de la institución que oficiediza y legitima so
cialmente la relación del objeto mirado con el su je
to que mira. Vemos, pues, que el juego de lo «di
cho» y lo «visto» a través del cual se trama esa «ex
periencia» pasa por encima del enfermo y del mé
dico m ism o, para realizar esa forma histórica a
priori que se anticipa a la vivencia concreta de la
enfermedad imponiéndole su s propios modelos de
reconocimiento.
Este a n á lisis difiere profundamente y tal vez
incluso diverge del presentado por Georges Can-
guilhem en su E ssa i de 1943, donde buscaríamos
en vano la s h uella s de una posición estructuralis-
ta avant la lettre. No obstante ello, de una manera
que puede parecer inesperada, llega a conclusio
nes bastante sim ilares, puesto que la experiencia
clínica tal cual acaba de caracterizarse, al tiempo
que le brinda al enfermo una perspectiva de su
pervivencia, al devolverlo a u n estado normal cu
yos criterios define ella m ism a — ^y que sólo a pos
teriori son convalidados por la s construcciones
del saber objetivo— , lo enfrenta al riesgo y la ne
cesidad de una muerte que aparece entonces co
mo el secreto o la verdad de la vida, s i no como su
principio. E s la lección de Bichat, expuesta en el
capítulo 8 de E l nacimiento de la clínica, a la que
Canguilhem, por su parte, se refirió con m ucha
firecuencia.
La estructuración histórica de la experiencia
clínica es, pues, la que establece la gran ecuación
entre lo viviente y lo mortal; inserta los procesos
mórbidos en un espacio orgánico cuya represen-
125
tación está justam ente informada por la s condi
ciones que promueven esa experiencia; y dichas
condiciones, en razón de su propia historicidad, no
son réductibles a un a naturaleza biológica dada
de inmediato en sí, como un objeto ofrecido de ma
nera permanente a un conocimiento cuyos valores
de verdad, debido a ello, sean incondicionados.
Por eso.
Loe. eit.
126
tiempo, esa noche en que la v id a se borra y la enferme
dad se confunde, está dotada ahora del gran poder de
ilu m in a c ió n que dom ina y saca a la luz, a la vez, el e s
pacio del organism o y el tiempo de la enfermedad».®
127
riencia del lenguaje toma de alguna manera el lu
T
gar de la experiencia clínica.
128
tradicional entre finalidad interna y finalidad ex
terna. ¿Significa esto que habría que hacer un a
d istin c ió n radical entre dos tipos de norm as, y
oponer sin m ás lo vita l y lo social?
También a esta últim a pregunta se dará, pese
a todo, un a resp uesta negativa, en esencia por
dos razones. En primer lugar, la s «Nuevas refle
xiones» destacan el hecho de que la s norm as vita
les, al menos en el mundo del hombre — ¿y acaso
no es este el ser que tiende a incorporar todas la s
cosas a su propio mundo?— , no son la expresión
de una «vitalidad» natural, en realidad abstracta
porque está rigurosam ente confinada en su or
den; expresan, a decir verdad, u n esfuerzo en pro
cura de superar dicho orden, un esfuerzo que sólo
tiene sentido porque está condicionado desde u n
punto de v ista social. Por otra parte, esas m ism as
«Nuevas reflexiones» ponen de relieve la idea de
un a norm atividad social que procede por «inven
ción de órganos»,^® en el sentido técnico de la pa
labra «invención». Esto sugiere la necesidad de
dar vuelta la relación de lo v ita l con lo social: no
es lo vita l lo que impone su modelo insuperable a
lo social, como quenÍEm hacerlo creer la s metáfo
ras del oi^anicism o; antes bien, en el mundo h u
mano, lo social lanza lo v it a l por delante de sí
mismo, aunque sólo sea porque imo de los «órga
nos» que incumbe a su «invención» es el propio co
nocimiento de lo vital, un conocimiento cuyo prin
cipio es social.
Pensar la s normas y su acción es, por lo tanto,
reflexionar sobre un a relación entre lo v ita l y lo
129
social que no sea réductible a un determ inism o
causal unilateral. Esto recuerda el estatus m uy
particular del concepto de «conocimiento de la v i
da» en Georges Canguilhem, quien recurrió a él,
como es sabido, para dar título a uno de su s l i
bros. Ese concepto corresponde simultáneamente
al conocimiento que se puede tener con respecto a
la v id a considerada como un objeto y al conoci
miento producido por la vida que, en cuanto su je
to, promueve el acto del conocer y le confiere su s
valores. Quiere decir, entonces, que la vida no es
n i totalmente objeto n i totalmente sujeto, así co
mo no es del todo conciencia intencional y tampo
co m ateria expuesta a ser labrada, inconsciente
de los im pulsos que la movilizan. Es potencia, es
to es, como dijim os para comenzar, inacabamien
to, y por eso sólo se experimenta al confrontarse
con «valores negativos».
Al final de la s «Nuevas reflexiones» podemos
leer lo siguiente:
130
Georges Canguilhem:
un estilo de pensamiento*
131
finir como estilo filosófico: una manera determi
nada de situarse en la empresa del pensamiento y
proseguir su trabajo, es decir, de a su m ir con el
máximo rigor su s condiciones y consecuencias. En
Georges Canguilhem, ese rigor tuvo una naturale
za ejemplar.
Para dar una idea de ello, querría basarme en
un a experiencia personal y tratar de re viv ir la
fuerza de la im presión que embargó a u n e stu
diante — formado por la mediocre enseñanza de
la s preparatorias parisinas de letras [khâgnes] de
entonces, en la s cuales no había aprendido mucho
m ás que la retórica de los ejercicios de concurso—
que en 1958 se proponía obtener im a licenciatura
de filosofía en la Facultad de Letras de París, y se
encontró — u n poco por casualidad, empujado por
la curiosidad y sin prever en absoluto lo que iba a
sucederle— sentado en los bancos del anfiteatro
bastante raleado donde Canguilhem dictaba un
curso de agregación sobre la filosofía de A u g u s
te Comte (que en aquella época no era todavía el
autor maldito que ha llegado a ser en la actuali
dad). Quien hoy escribe e sta s lín ea s, cerca de
cuarenta años después, sigue sintiendo con igual
intensidad aquella impresión: a tal punto era so
brecogedor el efecto producido por esa palabra in
transigente. En u n anfiteatro vecino, que estaba
— este sí— atestado, Raymond Aron daba ig u a l
mente un curso sobre Comte, cuyo sistem a des
montaba, con una ironía irrefutable, mediante le
ves pinceladas, con lo cual hacía pensar que no
había gran cosa que extraer de esa filosofía, sobre
todo en lo concerniente al concepto de sociedad,
cuya versión comteana era, desde su punto de v is
ta, una suerte de m istificación: la operación de
132
dem olición, llevada a cabo con in d iscutib le ele
gancia, era divertida y eficaz, pero dejaba una im
presión de malestar, porque no hacía lugar a n in
gún resultado positivo y se limitaba, de acuerdo
con la tradición de una crítica en primer grado, a
exponer la nadería de una nada. Canguilhem, por
el contrario, tomaba en serio el pensamiento de
Comte, como correspondía tratándose de uno de
los fundadores de la tradición no sólo de una filo
sofía biológica, sino también de una epistemología
histórica; se sentía obligado a seguirlo en el por
m enor y la lógica in te rn a de s u s operaciones
teóricas, y dedicaba tiempo y esfuerzo, por ejem
plo, a retranscribir en negro sobre blanco y co
mentar en detalle la totalidad del cuadro de la s
funciones cerebrales, para devolverle, a despecho
de su s extravagancias aparentes, su interés filo
sófico, equivalente, en un orden m uy distinto de
ideas, al de la tabla kantiana de la s categorías.
Tal y como Canguilhem lo presentaba en su cur
so, Comte no era, sin duda, el poseedor de una
verdad ex clusiva que diera lugar a un a exposi
ción dogmática: antes bien, representaba en la
h isto ria de la verdad un a posición atipica, cuya
especificidad merecía la pena reconocer s i uno
m ism o aspiraba a tomar posición en el m ovim ien
to de esa historia, que fue el objeto al que Can
guilhem consagró principalmente su atención de
filósofo y en tomo al cueil construyó lo esencial de
su obra.
No parecía indispensable seguir adelante con
el curso de Aron: en él, todo — es decir, nada— es
taba dicho desde el inicio. En cambio, después de
haberlo disfrutado im a sola vez, ya no era posible
abandonar el de Canguilhem, de manera que los
133
años que siguieron viví, semana tras semana, a la
espera de la próxima clase — ^los miércoles por la
tarde, s i la m emoria no me engaña— , a la cual
a sistía siempre con la m ism a avidez y el m ism o
asombro. Así, luego del curso sobre Comte dicta
do en 1958-1959, escuché sin perder una sola pa
la b ra los dedicados a la ciencia de D escartes
(1959-1960), los orígenes de la psicología (1960-
1961), el e sta tu s so cia l de la ciencia m oderna
(1961-1962) y por último, en 1962-1963, el curso
sobre la s norm as, que se integró en parte a la
nueva edición del E ssa i su r le normal et le patho
logique. Cada una de esas clases duraba una ho
ra, a lo largo de la cual la s personas presentes,
cuyo número aumentaba con el paso de los años,
vivía n una intensa experiencia intelectual, reno
vada sin cesar, que la s ponía en contacto directo
con segmentos enteros de la historia del pensa
miento, presentados sobre la base de textos de di
fícil acceso. En boca de Canguilhem, estos se car
gaban de una signifícación esencial: para no citar
m ás que u n ejemplo, difícilmente pueda olvidar
un comentario del artículo «Aplicación», redacta
do por d’Alembert para la Encyclopédie, asociado
a extractos de la Science des ingénieurs de Béli-
dor, de donde se desprendían los elementos funda
cionales de un a filosofía de la técnica apoyada
en ciertos aspectos característicos de la historia
de su concepto, aprehendido en el corazón de su s
transform aciones y, por eso m ism o, rem itido a
su s principales desafíos especulativos y prácticos.
A llí estaba íntegro el método de C anguilhem ,
consistente en reproducir ciertos hechos funda
mentales de la historia del pensamiento, caracte-
134
rizados en su esencial sin gularidad, de manera
que actuaran en el presente, como hechos que es
taban produciéndose y no como la materia muerta
de una historia ya pasada, sin que importara que
estuviese perimida o sancionada. Para u n lector
de Spinoza, una experiencia semejante no dejaba
de emparentarse con la práctica del conocimiento
del tercer género, y puedo aseverar que, al sa lir de
la s clases de Canguilhem, uno tenía cierta idea de
lo que podía ser el amor intellectualis Dei,
Canguilhem tenía un talento especial para s u s
citar nuevo interés por autores considerados me
nores, a quienes sacaba del olvido con el fin de se
ñalar el papel que habían cumplido en la elabo
ración de la s obras de los grandes científicos y los
grandes filósofos, al ofrecer a e llas un campo de
resonancia dentro del cual su discurso se carga
ba de un sentido completamente nuevo. Esto equi
v a lía a m ostrar que la verdad, que en caso de
asignársele una localización estricta corre el rie s
go de transformarse en ilu sió n dogmática coagu
lada, se despliega y difunde por doquier en el
derrotero irregular seguido por el pensamiento
hum ano bajo todas su s formas, un derrotero a
través del cual ella se propaga por caminos m uy
a menudo oscuros y que casi podríamos calificar
de inconscientes. De allí se desprendían las gran
des líneas de una historia del conocimiento funda
da en el principio de la genealogía de los concep
tos, en la cual no eran la s ciencias la s únicas invo
lucradas.
La secreta alquim ia de las pequeñas verdades
permitía así comprender cómo «la ciencia, activi
dad estrictamente teórica, tiene una historia, y no
135
sólo un destino o u n a lògica».^ E ntendám oslo
bien: explicar la ciencia por s u historia — opera
ción que no tiene nada que ver con la de \ana teo
ria del conocimiento, e incluso se sitú a en parte
como alternativa con respecto a ella— no sign ifi
ca en absoluto negarle su carácter de actividad
teòrica; es, al contrario, dar raíces a dicho carác
ter, lo cual no lleva fatalmente a reducir esa cien
cia a una serie de «datos» exteriores, por defini
ción, a su campo propio de producción; «Una cosa
es rechazar una explicación sociológica siempre
m ás o menos reductiva, y otra, rechazar una ex
plicación del contenido de la ciencia en la medida
en que mantiene una relación obligada con una
situación»,^ E l punto de partida del proceder filo
sófico de Georges C anguilhem era el hecho de
que, desde una perspectiva histórica, el conoci
miento se produce siempre en situación y, por lo
tanto, de im a manera que no es frontal sino nece
sariam ente sesgada, y de que, en consecuencia, a
la vez que no puede reducírselo a determinacio
nes extrateóricas, tampoco es identificable con el
e sta tu s de un conocimiento puro, formado por
completo como fuera de campo; se comprenderá,
pues, que la senda particularmente angosta que
ese proceder tomaba requería el exigente estilo
de pensam iento a l que nos hem os referido en el
comienzo.
La dificultad asum ida y sostenida hasta el fi
n a l por Canguilhem puede, además, formularse
de este modo: al no haber conocimiento s in his-
136
toña, tampoco puede haber h isto ria general del
conocimiento, porque la historicidad de esa histo
ria obedece precisamente a su singularidad, que
es la condición de su fecundidad teórica. Eso lo
llevaba, en particular, a hablar, en el curso dicta
do en 1961-1962, de un «estatus social de la cien
cia»: por «estatus social» había que entender, en
tonces, no un condicionamiento impuesto por le
yes de naturaleza sociológica, y en consecuencia
extracientífíco, sin o el hecho de que el conoci
miento no es el producto de una lógica pura del
pensamiento, que lo haga avanzar en derechura
sobre u n a lín e a previam ente definida a la que
nada pueda desviar de su orientación primera, co
mo s i contuviera en sí m ism a el principio desenca
denante de su progresión, a la manera de una «in
vestigación» tendida hacia la persecución de su
meta y, por lo tanto, definida en función de esta,
tal como la presenta el modelo platónico del cono
cimiento. Si la ciencia no existe por la sociedad, en
el sentido de una relación vmívoca de determina
ción causal, que la convierta en vm sim ple instru
mento, existe en ella y con ella, como una forma
de pensamiento concreto, es decir, como im a figu
ra indisociablemente v iv a e individuada.
La atención teórica prestada por Canguilhem
a los problemas de la vid a y la existencia in d iv i
duada, con los «valores negativos» propios de es
ta, era pues inseparable de su interés por la h is
toria del conocimiento, concebido como práctica
hum ana, cuyo estudio im plica tomar en conside
ración acontecimientos ligados al desarrollo acci
dentado y contrastado de esa práctica, un desarro
llo que, al no estar predeterminado en modo algu
no, m antiene h a sta el final el carácter de un a
137
1
aventura. Así, en su concepción, el conocimiento
de la vid a tenía por correlato la vida del conoci
miento; una y otro se enfrentaban por igual al pro
blema crucial del error, ya que hay errores de la
vid a como hay errores de la ciencia, y revelaban
en esa confrontación lo que es esencial en ellos.
Desde ese punto de vista , y a fin de lle va r es
ta cuestión a un dilem a tradicional, Canguilhem
consideraba la h isto ria del pensamiento, y m uy
en particular la del pensamiento científico, m ás
como una invención que como un descubrimiento.
E llo lo conducía a devolverle, en oposición a un
condicionamiento, su dim ensión de libertad, en el
sentido de una libertad en situación, enfrentada a
la constante exigencia de adaptar su s respuestas
a la s preguntas planteadas por la actualidad, sin
tener, no obstante, la capacidad de forjar arbitra
riamente esas preguntas y, por lo tanto, de fabri
carlas en todas su s partes. Conocer sería así, en
cierta forma, descubrir preguntas e inventar res
puestas para ellas, a la manera en que un orga
n ism o dialoga con s u medio de existencia. Las
palabras de Pascal; «Somos en el medio», comen
tadas por Canguilhem en el capítulo «Medio» de
E l conocimiento de la vida, tienen pues, en la pro
longación de su s resonancias existenciales, una
significación epistemológica. En otras palabras,
la h isto ria de la s teorías no puede considerarse
únicamente una historia teórica, a menos que se
la rebaje al plano de una historia virtual, que de
duce lo m ism o a partir de lo m ism o y, en conse
cuencia, no da cabida alguna a los accidentes que
jalonan e im p ulsa n el movimiento de la historia
real. La reflexión de fondo que Canguilhem con
sagró a la cuestión de los falsos precursores se
138
apoya precisamente en esta idea: atribuir a Leo
nardo da Vinci o a Mende] el papel de precxirsores
im plica reescribir la historia a partir de su final
supuesto, que se proyecta entonces en un origen
ideal desde el cual esa h isto ria parece d esen
volverse de manera lineal, directa y sin ruptiira
— por ende, sin que se pueda apartar de su cami
no ya trazado de antemano, y sin que su s efectos
de verdad, que competen al orden del conocimien
to, puedan ja m ás nacer de su s desviaciones o su s
errores— .
En una perspectiva diferente de la de Marx pe
ro no fatalmente incompatible con ella, todo esto
lleva a aprehender el conocimiento como u n hecho
social, y no sólo como un resultado del funciona
miento puramente intelectual de la mente hum a
na. Por «hecho social» hay que entender, entonces,
no un hecho determinado en últim a instancia so
bre la base de condiciones sociales fijadas con an
terioridad a su producción y que lo explican en su
totalidad, sino un hecho que no puede producirse
sin la intervención correlativa de circunstancias
que no tienen su origen en la teoría pura, sino que
aparecen y sobre todo adquieren una significación
en un plano distinto de aquel en el que la teoría
hace reconocer la pertinencia de su s leyes.
Ese era el sentido en que Canguilhem, en su
curso de 1961-1962 sobre el estatus social de la
ciencia, retomaba, criticándola, la d ivisa comtea-
na: «Ciencia, de donde p re visió n [prévoyance];
previsión, de donde acción», a la que negaba el ca
rácter de deducción continua sugerido por el giro
«de donde... de donde. . al m ism o tiempo, la d i
v is a quedaba escindida en dos secuencias sucesi
vas heterogéneas desplegadas en planos diferen-
139
tes; «ciencia, de donde previdencia \prévision]» y
«previsión, de donde acción», en que el esquema
teórico de la previdencia no puede superponerse
directamente al esquema práctico de la previsión;
«Se puede decir “previsión, de donde acción”, pero
no “ciencia, de donde previsión”; la previsión es un
comportamiento. Corresponde al segundo s i s
tema».^ Este segundo sistem a es propiamente el
de la vida social, para utilizar una fórmula, «vida
social», en que la referencia a la vida y a su s pro
blem as no tiene sólo un papel metafórico: expresa
el hecho insoslayable de que la sociedad, mucho
más allá de un contexto material inm óvil que im
pone determinaciones ya desarrolladas de ante
mano, o de una forma institucio nal únicam ente
vinculante en el plano del derecho, constituye pa
ra el pensamiento u n interlocutor, el par de u n in
tercambio incesante en cuyo transcurso el pensa
miento roismo elabora y rehace su s propias figu
ras. Y la historia del pensamiento humano no es,
justam ente, m ás que la prosecución, es decir, la
recuperación perpetua, de ese diálogo.
En otras palabras, el proceder epistemológico
de Canguilhem equivale a desintelectualizar tan
to como sea posible los fenómenos de la ciencia y el
conocimiento, no con el fin de negar o rechazar el
carácter teórico propio de algunos de ellos, sino, al
contrario, de confirmarlo, poniendo de relieve su s
condiciones de posibilidad y su s límites. De ahí la
te sis así formulada en el curso sobre el estatus so
cial de la ciencia moderna: «La ciencia debe apa
recer en u n un ive rso que la haga posible». Ese
140
universo, que no es réductible a datos materiales,
es ante todo im mundo de objetos técnicos produ
cidos por el trabajo humano, en formas indisocia-
blemente m anuales y mentales; y es también un
mundo informado, en el sentido fuerte del térm i
no, por la s técnicas de desarrollo y propagación de
la cultura — la enseñanza en prim era fila— que
hacen de él un mundo instruido. Al elaborar estas
ideas, Canguilhem retomaba de manera manifies
ta u n cam ino que Bachelard ya había abierto;
pero no se quedaba ahí, porque duplicaba la tesis
precedente con la te sis inversa, al explicar que la
ciencia m ism a, originada en ciertas prácticas so
ciales, también está destinada, en la lógica de su
desarrollo, a convertirse en una práctica social,
incorporada como tal al funcionamiento de la so
ciedad, en el doble plano de la infraestructura y
de la s superestructuras, según se interprete que
procura a la comunidad m ás bienestar o m ás lu
ces — una idea que ya constituía el núcleo de la
em presa filosófica de Comte— . La función del
científico, y la historia de esa función, que radica
principalmente en su profesionalización gradual,
son ilu m in a d a s por esa tendencia a la socializa
ción del saber, que lo incorpora a la organización
de la sociedad con arreglo a un movimiento cada
vez m ás consustancial a su significación propia
mente teórica.
¿Hablar de una función social de la ciencia y
del científico significa, empero, que estos deben
conformarse a un plano estrictamente funcional e
instrum ental, que los prive de manera definitiva
de su autonomía? No, al menos en la medida en
que se conciba cierta autonomía de la sociedad
m ism a con respecto a su s propias funciones o a al-
141
gunas de e llas; ahora bien, precisam ente a eso
conduce la idea de una vida social. Para que la so
ciedad pueda utilizar la ciencia y a los científicos
es preciso que disponga de la s normas correspon
dientes, pero esas normas no son en modo alguno
previas a su puesta en práctica, porque son en sí
m ism as el producto de una historia sometida a la
incertidum bre del acontecimiento, un a h isto ria
en cuyo transcurso la sociedad inventa, por su
cuenta y riesgo, maneras de ser y obrar que no es
posible definir en un plano estrictamente in stitu
cional pero que representan, siempre bajo cierto
sesgo, certo oc determinato modo, un estado de
terminado de las luchas y los trabajos hum anos,
cuya realidad concreta no agota n in g un a inter
pretación finalista o formalista.
Ciencia, conocimiento y pensamiento en gene
ral participan, pues, de una historia natural que
es simultáneamente una historia social: esta h is
toria es natural porque su movimiento no puede
explicarse sobre la base de decisiones particula
res asum idas en conciencia y capaces, como tales,
de desviar de manera artificial su curso; y es so
cial porque los incidentes que la jalonan destacan
su singularidad en un contexto en que la colectivi
dad entera, considerada en el conjunto de las acti
vidades que la constituyen, está solidariam ente
implicada. En otro vocabulario, diríam os que el
conocimiento científico es un hecho social total.
Podríamos decir también que la verdad es histó
rica en su esencia porque es indisociable del pro
ceso de su producción: este, habría dicho A lthus
ser, que admiraba la obra de Canguilhem y sacó
de ella un gran provecho, es producción de efectos
de verdad.
142
En ese aspecto, quizá no carezca de interés re
m itirse a un texto de A lthusser dedicado a la tra
dición de la epistemología histórica promovida por
Bachelard, Canguilhem y Foucault, y cuya redac
ción es u n poco anterior a la publicación de La
revolución teórica de Marx [Pour Marx]:
143
que son im a g in a ria s y d ejan s in verdadera re sp ue sta el
prob lem a re a l que e lu d e n ; h a y c ie n c ia s que se dicen
ciencias y que no so n m á s que la im p o stu ra cientifícis-
ta de u n a ideología social, y h a y ideologías no científi
ca s que, en confluencias paradójicas, dan a luz ve rd a
deros descubrim ientos, a sí como vem o s brotar el fuego
del choque de dos cuerpos extraños. De ese modo, toda
la com pleja realid ad de la h isto ria , en la totalidad de
s u s determ inaciones económicas, sociales, ideológicas,
entra en juego en la inte ligencia de la h isto ria científi
ca m ism a . La obra de B achelard, C an g u ilhe m y F ou
ca ult da prueba de ello».^
144
lo posible de la referencia a un finalism o que sitúe
la s épocas sucesiva s de la historia en la línea de
lin a única progresión, en la cual cada una tendría
su lugar ya asignado.
Uno de los últim os textos publicados por Can-
guilhem , consagrado a «la decadencia de la idea
de progreso»,® explica la formación de esta idea,
en la segunda mitad del siglo XVIII, a partir del
principio cosmológico de conservación que es una
ley de la astronomía newtoniana, lo cual lo lleva a
formular la siguiente hipótesis: «La asim ilación
de la idea de progreso a un principio de conserva
ción perm itiría explicar su decadencia de otra ma
nera, y no por un retorno imprevisto del irraciona
lismo».® En otras palabras, la idea llevaba en su
seno desde el comienzo la s condiciones de su mar
chitamiento, sin que para comprenderla fuese ne
cesario apelar a una teoría general de la negativi-
dad dialéctica. ¿Adónde quiere llegar Canguilhem
al embarcarse en ese tipo de razonamiento?: al
hecho de que la idea de progreso, como todas la s
ideas, está marcada por la singularidad de su h is
toria, en la cual la referencia científica aparece
junto a otras, en condiciones que, si empleamos un
lenguaje que no es el suyo, podemos calificar de
sobredeterminadas. Al explicar, como lo hace en
su artículo de 1987, que la m áquina de vapor, y
con ella la instauración de una nueva configura
ción sociotécnica y cultural, que sustituyó los mo-
145
délos teóricos y la s metáforas im aginarias de la
T
luz por los del calor — instauración interpretada,
en prim er lugar, como un producto del progreso
humano— , condujo a poner en cuestión la idea de
progreso, C anguilhem hace volar en pedazos la
representación de una historia unificada a partir
de su s condiciones de posibilidad, tal y como es in
terpretada, precisamente, por lo que no debe du
darse en llam ar «ideología del progreso». Lo cual
lo lleva, de paso, a destacar lo que en el fondo d is
tingue, e incluso se sitúa como ruptura con respec
to a ella, el concepto m arxista de revolución de la
representación burguesa del progreso:
146
presenta a la vez los caracteres de un error de la
vida y un error de la ciencia— , Canguilliem m ues
tra mediante el ejemplo que un filósofo puede in
teresarse en los problemas planteados por la h is
toria del conocimiento, que son inseparables de
todos los que se plantean, por lo demás, a través
de la totalidad del desarrollo de la historia hum a
na, buscando en otra parte y no en un evolucionis
mo metafisico im a garantía contra las derivas del
irracionalismo. Esta lección es la que hace que su
estilo de pensamiento sea irreemplazable e in im i
table.
147
Normas vitales y normas sociales
en el E ssa i su r quelques problèmes
concernant le normal et le
pathologique*
(Hospital Sainte-Anne, 4 de diciembre de 1993)
148
tiva filosófica, que se apoya en la dialéctica o, me
jor, la dinámica de la potencia y su s límites. Esta
posición fue resum ida así en la conferencia de re
capitulación de su s trabajos pronunciada en 1987,
cuíuido el Centre National de la Recherche Scien
tifique [CNRS] lo homenajeó con una medalla de
oro: «Puede adm itirse que la biología se distanció
de la mecánica en virtud de la inteligencia de la
anomalía». Reparar una m áquina porque se h a '
descompuesto o desgastado es m uy distinto que
atender o tratar a un organismo expuesto al ries
go de la enfermedad, la monstruosidad y la muer
te, que no son sólo fallos de la vida, riesgo que
constituye, en forma negativa, su experiencia de
viviente y le otorga su realidad e incluso su valor
de organismo.
Esta tesis general es desarrollada enseguida a
través de esta otra: la noción de normalidad, apli
cada a esa experiencia, no puede designar un con
tenido objetivo unilateralm ente positivo, y con
ello ofi-ecido sin mediación como un objeto dado a
una racionalización científica que adopta directa
mente la forma de una medida, es decir, de una
determinación en térm inos cuantitativos de la s
condiciones de esa normalidad, alineada entonces
con la representación de una media. Se rechaza de
ta l modo el postulado p o sitivista , que tiende a
neutralizar la diferencia entre lo normal y lo pato
lógico al reducir esto último a no m ás que una for
m a o u n grado, apreciable en térm inos cua n ti
tativos, del primero, en nombre del principio ele
mental de que sólo habría ciencia de lo m ensura
ble, un principio que encontrana aquí su s últim os
requisitos en lo que podemos llam ar un «optimis
mo tecnológico». Si hay una experiencia de lo v i
149
viente, se efectúa y se da a conocer y reconocer a
T
través del rechazo activo de una actitud de indife
rencia o indiferenciación con respecto a la esen
cia l diferencia que, desde dentro de s í m ism a,
constituye esa experiencia, m ientras que para el
biólogo positivo el cuerpo viyp es como un cuerpo
muerto, y, a la inversa, debe suceder de muy oGï^
manera para el paciente y su médico, que están
directamente enfrentados a los valores negativos
de la enfermedad y la muerte, a través de los cua
les la vida se afirma, en la figura de m a negación
afirmativa, expresiva del im pulso fundamental a
perseverar en su ser que existe en cada viviente y
que se da a conocer, entonces, tomando la s formas
de la protesta y el rechazo. •
Por eso, en la fórmula extraída de la conferen
cia de recapitulación de 1987, que acabamos de ci
tar, aparece, para designar el tipo de inte lig ib ili
dad propio del conocimiento de lo viviente, la ex
presión «inteligencia de la anomalía». La in te li
gencia de la anomalía es, precisamente, el trabajo
de un pensamiento unido a la experiencia y deseo
so, ante todo, de operar en los lím ites que esta le
fija en concreto; trabajo del pensamiento que, m ás
allá de la s formas dadas de la existencia orgánica,
disposición anatómica y a n á lisis cualitativo de la s
funciones asociadas a cada órgano o grupo de ór
ganos, pone al desnudo, dando u n sentido a los
valores negativos de la existencia, los indicios de
u n poder de v iv ir que no se deja observar o medir
objetivamente, esto es, reducir a m a escala gra
dual de formas que constituyan el objeto de una
abstracta comparación mecánica. En últim a in s
tancia, s i hay que dar cabida a una relación entre
lo orgánico y lo mecánico, lo mejor sería comparar
150
la s m áquinas con los organismos a los cuales es
tán efectivamente vinculadas como órganos arti
ficiales, y no a la inversa; y, de tal modo, s i hay
una filosofía de la técnica, es ella la que pertene
cería al orden del conocimiento de lo viviente, en
lug a r de ser este conocimiento no m ás que una
parte del orden global de una naturaleza interpre
tada en función del modelo de vma máquina.
Este tipo de razonamiento lleva, justamente, a
su stitu ir una reflexión en torno a la s cuestiones
tradicionales de la normalidad por una investiga
ción orientada hacia m problema m ás fundamen
tal: el de la normatividad. Si la s formas normales
— casi estaríamos tentados de decir «vivibles», por
no hablar de via b les— de la vida, en cuanto son
precisamente formas de vida, no se dejan analizar
de manera objetiva en los términos de una medi
da estática que se reduzca a la determinación de
un a m edia estadística, es porque la experiencia
con la cual se relacionan debe ser interpretada co
mo la actualización dinám ica de norm as vita les
que definen el poder o la potencia de existir propia
de todo viviente, tal y como se afirma negativa
mente en los momentos privilegiados en los cuales
se enfrenta de modo directo a los lím ite s de su
efectuación.
E s indudable que la referencia a normas vita
les es problemática: s i estas se interpretan como
la s manifestaciones de una potencia que en s u s
tancia ya está toda constituida, la dinámica que
im p ulsan se encuentra de alguna manera deteni
da, fija en su origen, donde idealmente se prefigu
rarían asim ism o su s sucesivas manifestaciones; y
ya no habría motivo entonces para hablar de una
dinámica de la vida, sino sólo de m a dinámica de
151
su s manifestaciones, a la s que esa entidad metafí
T
sica que se lla m a «la vida» daría s u respaldo a
priori: en eso estriba la aporía fundamental del v i
talism o. Empero, también es posible interpretar
de m anera m uy d istin ta el concepto de norma
vital, renunciando a presuponer u n poder ideal de
v iv ir que esté dado en sí con anterioridad a la ex
periencia a través de la cual las normas que acom
pañan la manifestación de ese poder se asum en
efectivamente; se dinamiza entonces desde aden
tro la noción de norma, lo cual es justam ente el
objetivo del paso de una doctrina de lo normal a
una doctrina de la normalidad. En lugar de consi
derar la puesta en vigor de la s norm as como la
aplicación mecánica de un poder preconstituido,
hablar de norm atividad es, s in duda, mostrar de
qué m anera el m ovim iento concreto de la s nor
m as, que son esquemas vitales para la búsqueda
de la s condiciones de su realización, elabora, a
medida que se desarrolla, ese poder que produce,
a la vez, en el plano de su forma y de su contenido.
La vida deja de ser entonces una naturaleza su s
tancial para convertirse en un proyecto, en el sen
tido propio del im pulso que la desequilibra al pro
yectarla sin cesar hacia adelante de sí m ism a, a
riesgo de verla, en su s momentos críticos, trope
zar con los obstáculos que se oponen a su avance.
Se plantea, a la sazón, una nueva cuestión: la
de saber cómo se definen las orientaciones de ese
proyecto, que confieren a su realización s u apa
riencia de conjunto, y por lo tanto una necesidad
intrínseca, en vez de dejarlo divagar al capricho
de la s intervenciones de un determinismo que ter
ciaría en o, mejor, sobre su curso desde afuera y
sobre la marcha, con v ista s a fijar las etapas de su
152
realización, puesto que s i el poder de v iv ir tuviera
que explicarse en su totalidad por tales relaciones
de causalidad, en el sentido, desde luego, de la
causalidad mecánica externa, ya no habría razón
para interpretarlo en términos de normatividad.
¿Significa esto que para restituir su dinámica in
terna a la vida hay que reinyectar en s u concepto
cierta dosis de finalism o y, por lo tanto, con el fin
de poner de relieve el carácter normativo de su
proyecto, interpretar su movimiento en una pers
pectiva intencional, cuya dimensión sea esencial
mente subjetiva? ¿Y no es a esta dimensión esen
cialmente subjetiva a la que hace referencia, en
efecto, la idea de una experiencia de lo viviente,
que no puede ser m ás que una experiencia vivid a
en concreto?
En este punto hay que tomar en cuenta el he
cho de que la experiencia de lo viviente no es y no
puede ser otra cosa que un a experiencia in d iv i
duada: no hay experiencia de lo viviente en gene
ral, sino tan sólo experiencias de vida singulares,
que deben su singularidad precisamente a que se
enfrentan de m anera permanente a los valores
negativos de la vida, para los cuales cada viviente
debe en principio descubrir, por su cuenta y ries
go, su s propias respuestas de viviente, adaptadas
a su s disposiciones y su s aspiraciones particula
res de tal. E s esta la razón por la cual el proceso
normativo de la vida no se reduce a la puesta en
aplicación de normas preestablecidas, con el valor
de prescripciones fijadas ne varietur, que objeti
ven al viviente sometiéndolo a un orden extrínse
co a su naturaleza de viviente para hacerlo entrar
en un tipo ideal, a la manera de lo que había im a
ginado el estadístico Quételet cuando forjó su con-
153
cepto de hombre medio. Las normas, en cuanto no
corresponden a una mera constatación de norma
lidad y son, en cambio, la afirmación de un poder
de normatividad, expresan dinámicamente un im
pulso que tiene su nervio en cada viviente, con
forme a una orientación determinada por su esen
cia singular de viviente. ¿Hay que concluir que las
formas de esa experiencia, cuyas manifestaciones
son irreductiblemente plurales, se inventan con
libertad? Si así fuera, la noción de norma, al in
corporarse a un a perspectiva de norm atividad,
quedaría privada de su carácter de necesidad y, al
m ism o tiempo, puesta del lado de la singularidad
subjetiva de iniciativas concretas, que serían co
mo otros tantos modelos de vida fragmentados, ya
sin ningún lazo efectivo entre ellos. Si se siguiera
este camino, ¿no se llegaría entonces a pensar
una especie de libre normatividad, una norm ativi
dad sin normas y a la vez despojada de toda s u s
tancia?
Para superar estas dificultades hay que volver
a la noción de experiencia individuada y adm itir
que, sobre todo en el caso del ser humano, ella no
se reduce a la de experiencia individual, esto es, a
una experiencia asum ida por el individuo como
tal, en el sentido de una individualidad abstracta,
independiente, determinada en su totalidad por
su s rasgos biológicos y, así, aislada en su natura
leza de individuo que, con su s propiedades y su s
insuficiencias, su s cualidades y su s defectos, sería
completamente autosuficiente. Si en el plano de
la vid a hum ana hay individuación, la hay al cabo
de u n proceso que produce individuos a partir de
condiciones que no son estrictamente in d ivid u a
les, en el sentido de que no se realizan al comienzo
154
en el mero indivìduo, porque suponen la interven
ción del medio humano, en el que prevalecen for
m as de existencia que no son individuales sino co
lectivas. Lo que llam am os con una expresión sin
crética «la vida humana» — en un sentido, toda v i
da ha terminado por ser humana, habida cuenta
de que el orden hum ano tendió a imponerse a la
mayor parte de la naturaleza viva, a la cual aplicó
su s formas de regulación y control, con la conse
cuencia de exponerla, al mismo tiempo, a la s posi
bilidades de desarreglo y error asociadas a ellas—
se encuentra, de tal manera, en la confluencia de
dos modos de determinaciones, unas biológicas y
otras sociales, y la cuestión consiste entonces en
comprender cómo se efectúa la articulación entre
ambos tipos de principios.
Precisamente al tomar en consideración esta
articulación entre lo biológico y lo social es posible
devolver a la dinámica de la s normas, comprendi
das en el sentido de la normatividad, una necesi
dad interna, en lugar de abandonar el rumbo de
esa dinámica a la s libres iniciativas de individuos
juzgados autónom os e independientes unos de
otros. El poder de vivir, en cuanto ha llegado a ser
poder humano, se realiza en formas que, lejos de
ser librem ente in ve n ta d a s por in d iv id u o s sólo
condicionados por su s rasgos biológicos, es decir,
por la s disposiciones naturales que los distinguen
entre sí, responden a condiciones que son las que
definen la constitución del medio humano a tra
v é s de su historia. A la teoría del hombre medio
como tipo a la vez natural e ideal, sostenida por
Quételet, Halbwachs ya le había opuesto el argu
mento siguiente: ese tipo, lejos de estar fijado de
m anera definitiva, se ve expuesto a variaciones
155
que llevan necesariamente la marca del modo his-
tórico-social de estructuración e información del
mundo viviente. Comte fue, sin duda, el primero
en comprender la importancia de ese modo histó-
rico-social de estructuración e información, aun
cuando, al teorizarlo a la luz del principio de la
preponderancia del punto de vista estático sobre
el punto de v ista dinámico, de alguna manera lo
renaturalizó, al representar a la hum anidad con
forme al modelo de u n solo individuo que se enca
m in a hacia la s m etas a la s cuales lo in c lin a su
constitución fundamental.
Contra ese principio de la preponderancia de lo
estático sobre lo dinámico, h a y que sostener la
idea de que la vida no es un dato previo, una cau
sa, sino un producto, un efecto; o, mejor, hay que
proponer, en una perspectiva dinámica, que es ca
da vez menos un dato previo y cada vez más un
producto. Esto es, justamente, lo que permite pen
sar una normatividad de las normas que la s apar
te de un modelo mecánico de norm alidad. Las
normas que ordenan la vida, en el sentido de una
vida que ha llegado a ser o se ha vuelto humana,
no están preestablecidas o preconstituidas, sino
que se elaboran en el transcurso del m ism o pro
ceso antagónico que hace y deshace las formas de
esa vid a hum ana, puesto que, por una suerte de
retroacción, los efectos que produce o contribuye a
producir la acción de esas normas intervienen en
el proceso de su propia producción, cuya aparien
cia general bosquejan y modifican. Determinantes
y determ inadas a la vez — o, para retomar los
términos que Pascal había extraído, a su vez, de
una de las m ás antiguas tradiciones de la filosofía
biológica, la de los pensadores estoicos: «causadas
156
y causantes, ayudadas y ayudantes» (y podríamos
agregar: normadas y normadoras)— , las normas
que im p u lsa n el m ovim iento de la v id a — y no
tanto que lo dirigen como una materia muerta en
un sentido susceptible de ser identificado de una
vez por todas, en relación con una intención, un
«designio inteligente» cuya razón de ser no podría
m ás que estar oculta y deberse al m ism o tiempo a
im principio sobrenatural— se confunden con ese
movimiento del que no es posible separarlas, pues
to que sin él no existirían, así como él no existiría
sin ellas.
Hay motivos, entonces, para volver al concepto
de valor negativo, que cobra en este contexto un
relieve m uy especial. Si la experiencia de lo v i
viente es de naturaleza tal que se expresa, ante
todo, a través de los valores negativos que revelan
la s anom alías de su trayectoria, es porque estas
son constitutivas de su esencia de viviente, cuya
manifestación también exponen: la enfermedad,
la m onstruosidad y la muerte no son accidentes
exteriores que vengan a injertarse en esa esencia
para alterar su naturaleza en cuanto ella estaría,
por sí, determinada en sí; son, en cambio, formas
consustanciales al proceso de la vida, cuyos lím i
tes especifican necesariamente, y desde adentro.
Estar enfermo, ser un monstruo, morir, continúa
siendo vivir; y quizá lo sea incluso en un sentido
m ás fuerte, m ás intenso que el banalizado por el
curso ordinario de la existencia, porque esos mo
mentos o estados de c risis son tam bién aquellos
en v irtu d de los cuales la vid a alcanza un valor
más elevado. El modo histórico-social de estructu
ración e información de la vida, que condiciona su
carácter normativo, en relación con el poder que
157
ella tiene de producir normas, y no sólo de some
terse a estas, encuentra así vm irreemplazable re
velador en esos fenómenos críticos, a través de los
cuales la dinámica vita l se enfrenta a su s límites:
no por casualidad Durkheim escogió, para poner
en evidencia las figuras concretas de la regulari
dad social, el tema del suicidio, fenómeno típica
mente anómico cuando se lo considera desde el
punto de v ista de la existencia in d ivid ua l y que,
pese a ello, demuestra estar sometido a leyes s i se
lo aborda desde el punto de vista de la existencia
colectiva. En lo concerniente a la enfermedad, tal
fue sin duda la perspectiva desde la cual Michel
Foucault analizó la experiencia clínica, cuya es
tructura engloba, junto al enfermo que consulta
porque le duele algo, al médico que diagnostica la
enfermedad cuyo síntoma es esa demanda, así co
mo a la institución médica que aporta su legitim i
dad a esa relación entre un paciente observado y
el profesional que lo examina. El propio Foucault,
en su s estudios sobre la locura, la penalidad y la
sexualidad, se propuso mostrar que la monstruo
sidad de seres reputados infames se integra a la
dinám ica de lo que él denominó «biopoder», que
define el marco dentro del cual esa m on struosi
dad es reconocida y, sobre la base de este reconoci
miento, atendida o sancionada, en cuanto se tra
ta, desde luego, de una forma de vida. Con refe
rencia al problema de la muerte, los trabajos de
Anne Fagot-Largeault sobre la asignación causal
de aquella, que aparecieron con prefacio de Geor
ges Canguilhem,* ayudan a comprender de qué
158
manera la muerte, transformada en «deceso», se
ha convertido en un acto legal, sometido en cuanto
tal a criterios de clasificación que, por extraño que
parezca, manifiestan a su modo, en el sentido de
hacerla legible, cierta normatividad de la vida que
no puede separarse de la institucionalización de
s u s acontecimientos fundamentales.
Las investigaciones que acaban de mencionar
se fueron indiscutiblemente inspiradas por el exa
men que Georges Canguilhem dedicó a los proble
m as de lo normal y lo patológico. La cuestión con
siste ahora en saber si la hipótesis a la cual rem i
ten, esto es, la de una constitución histórico-social
del poder normativo que en cada viviente define
su realidad de tal, se ajusta a la s tesis planteadas
en 1943 en el E ssa i su r quelques problèmes con
cernant le norm al et le pathologique. A primera
v ista , parecería que no. En efecto, en esa obra
podemos leer, por ejemplo, lo siguiente:
V rin /In stitu t Interd iscip lina ire d’Études É pistém ologi
ques, 1989. {N. del T.)
^ Georges Canguilhem, Le Normal et le pathologique, Pa
rís: PUF, 1988, col. «Quadrige», pág. 120 [Lo normal y lo
patológico, México: Siglo XXI, 1986].
159
periencia estrictamente individual, en la que es el
T
individuo , por decirlo de alguna manera, el que
siempre tiene la últim a palabra, sobre todo en los
casos en que se enfrenta a los valores negativos de
la vida.
Empero, ¿qué significa exactamente la iniciati
va aquí reconocida al viviente individual? Ello se
refiere al hecho de que no hay norma o normas de
vida en general que valgan de manera indistinta
para todos los individuos, cuyas formas de exis
tencia quedarían así sometidas a un principio de
orden o de clasificación determinado al margen de
ellas. Es precisamente esta idea la que Spinoza
formuló en la proposición 57 de la tercera parte de
s^x Ética: «Quilibet uniuscujusque in d iv id u i affec-
tus ab affectu alterius tantum discrepai quantum
essentia u n iu s ab essentia alterius differt», que se
puede traducir de este modo: «Un afecto cualquie
ra en cada individuo está en ruptura con el afecto
de otro individuo en la m ism a relación en que la
esencia de uno difiere de la esencia de otro». En el
escolio que acompaña a esta proposición, Spinoza
ilu stra la te sis explicando, en primer lugar, que la
diferencia entre la esencia o la naturaleza del
hombre y la del caballo es tan grande, que el deseo
de procrear adopta en uno y otro form as no
comparables, con referencia a un tipo de determi
nación esencial que concierne, pues, no al in d iv i
duo, u n hombre o un caballo considerados en par
ticular, sino a la especie hum ana o equina en ge
neral; de todas m aneras, a continuación afirma
que, en virtud del mismo principio, la alegría debe
igualmente tomar formas distintas y no a sim ila
bles — por lo tanto, imposibles de resituar en una
m ism a escala de evaluación— en el borracho y el
160
filósofo, que por su parte son seres de la m ism a
especie, aprehendidos con ello en su esencia sin
gular de existentes o vivientes individuados. Aho
ra bien, si nos ubicamos en el punto de v ista del
conocimiento del tercer género, que no tiene pre
cisamente otro objetivo que el de comprender las
esencias singulares, está claro que ese principio
de in d ivid u a ció n , en cuanto no se reduce a un
principio de especificación, condiciona en últim a
instancia la s modalidades de existencia corporal
y mental de lo viviente, en relación con la forma
que adopta en concreto, en cada viviente, el cona-
tus por cuyo intermedio aquel está en comunica
ción con la naturaleza entera.
En su tesis de medicina publicada en 1932, es
to es, unos diez años antes que la de Canguilhem,
el propio Jacques Lacan cita en exergo esta propo
sición de la Ética de Spinoza, que él traduce de la
siguiente manera: «Una afección cualquiera de un
in d iv id u o dado m uestra con la afección de otro
tanto m ás discordancias cuanto m ás difiere la
esencia de uno de la esencia de otro».^ Y comenta
así esta referencia: «Queremos decir con ello que
lo s conflictos determinantes, los síntom as inten
cionales y la s reacciones pulsionales de una psico
s is discuerdan con la s relaciones de comprensión,
que definen el desarrollo, la s estructuras concep
tuales y la s tensiones sociales de la personalidad
norm al, según una medida determ inada por la
161
historia de las afecciones del sujeto».® Aunque lle
gue a ella por caminos diferentes, Lacan defiende
pues la m ism a idea que también habrá de formu
larse en la obra de Canguilhem; la distinción en
tre lo normal y lo patológico, tal y como la impone
la discordancia de ciertos comportamientos in d i
viduales — y el término «discordancia» aquí u tili
zado hace un a referencia directa a lo s valores
negativos de la vida— , no tiene otra medida que
la que le comunica la historia o, mejor, la s h isto
ria s de los sujetos in d ivid u a le s considerados en
su esencial singularidad.
Hay que preguntarse entonces qué es exacta
mente una historia singular del sujeto. Tomemos
el ejemplo de una de esas h isto ria s según se la
menciona en la tesis de medicina de Canguilhem,
en respaldo de la idea de que la s normas de vida
sólo valen, en últim a instancia, para los in d iv i
duos y en la medida impuesta por su situación de
individuos;
162
mas diferentes que, en cuanto tales, son igualmente
válidas. Por ello son todas normales».^
163
lugar alto, que es también «esta» niñera, con la h i
potensión co nstitutiva de su ser sin g u la r, está
literalm ente sobredeterminada por condiciones
que competen a normas vitales y sociales.
El hecho de que normas vitales y normas socia
les conjuguen su s acciones al intervenir sobre el
transcurso de la s existencias individuales, ¿signi
fica que esas acciones son homogéneas entre sí?
¿Y hay que concluir de ello que esas normas están
constituidas sobre la base de un m ism o modelo,
cuya inteligibilidad dependa del concepto general
de organización? Por la manera en que está plan
teado, parecería que este último interrogante no
tiene sentido n i mucho menos objeto, puesto que
no hay modelo normativo que pueda postularse o
pensarse en general y cuyas aplicaciones sean la s
normas particulares, cada una en el ámbito que le
es propio. Las normas no tienen realidad al m ar
gen de la acción concreta a través de la cual se rea
lizan afirmando, contra los obstáculos que se opo
nen a dicha acción, su valor normativo; y esa afir
mación no es en absoluto la expresión de un esta
do de hecho objetivamente dado, sino que ella es
axiológicamente prim era con respecto a la s for
m as reales de organización im puestas por ella, en
los momentos en que se enfrenta a los lím ites que
definen el horizonte de su acción. En el apéndice
agregado unos veinte años después, cuando el E s
sa i se reeditó en un copjunto m ás vasto bajo el tí
tulo de Lo norm al y lo patológico, esta tesis se for
m uló con claridad de la siguiente manera: «Para
retomar una expresión kantiana, postularíamos
que la condición de p o sibilidad de la s reglas es
intrínseca a la condición de posibilidad de la expe
riencia de la s reglas. La experiencia de la s reglas
164
es la puesta a prueba, en una situación de irregu
laridad, de la función reguladora de la s reglas»
(pág. 179). Si algo tienen en común la acción de las
normas vitales y la acción de la s normas sociales,
es precisamente este hecho negativo en su esen
cia: ni im a s n i otras están en condiciones de pro
poner modelos de existencia prefabricados que lle
ven en sí m ism os, en su forma, la potencia de im
ponerse; son apuestas o provocaciones, cuyo único
impacto real se da a través de la aprehensión de la
anomalía y la irregularidad, sin las cuales senci
llamente no tendrían razón de ser. Ese es el moti
vo por el cual la experiencia de normatividad, tan
to en el plano de la vida individual como en el de la
existencia social, supone, en la puesta en práctica
de su s formas de organización, la «prioridad de la
infracción sobre la regularidad»,® es decir, la pri
m acía de valores negativos sobre valores p o si
tivos.
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Biblioteca de filosofía
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