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Cursos de la filosofía

Universidad Nacional de Quilmes

Rector
Alejandro Villar

Vicerrector
Alfredo Alfonso
Cursos de la filosofía

Carlos Alberto Casali

Bernal, 2017
Colección Textos y lecturas en ciencias sociales
Dirigida por Margarita Pierini

Casali, Carlos Alberto


Cursos de la filosofía / Carlos Alberto Casali. - 1a ed. - Bernal:
Universidad Nacional de Quilmes, 2016.
200 p.; 20 x 15 cm. - (Textos y lecturas en ciencias sociales)

ISBN 978-987-558-403-7

1. Filosofía. 2. Análisis Filosófico. 3. Filósofo. I. Título.


CDD 190

© Carlos Alberto Casali, 2017


© Universidad Nacional de Quilmes, 2017

Universidad Nacional de Quilmes


Roque Sáenz Peña 352
(B1876BXD) Bernal
Buenos Aires

editorial.unq.edu.ar
editorial@unq.edu.ar

ISBN: 978-987-558-403-7

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723


Impreso en Argentina
Índice

Agradecimientos y aclaraciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

Capítulo I. Filosofía y metafísica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17


1. Mito y logos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17
2. Dos versiones sobre Anaximandro: pensador político. . . . . . . . . . . . 20
3. Dos versiones sobre Anaximandro: pensador del ser. . . . . . . . . . . . . 23
4. Parménides y Platón: mitos, alegorías y metáforas
sobre el pensamiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27
5. Parménides: de la oscuridad del ser al ente luminoso . . . . . . . . . . . . 31
6. Parménides: la vía de la opinión. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35
7. Heráclito y el logos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37
8. Aristóteles: los discursos del ser. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41
9. Dios y la filosofía: de Platón a San Agustín. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45
10. Dios y la filosofía: Escoto Erígena y Santo Tomás. . . . . . . . . . . . . 52
11. Dios y la filosofía: Descartes. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 58
12. Dios y la filosofía: Spinoza. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 64
13. La crítica de Hume a la metafísica: la melancolía pensativa. . . . . . 72
14. La superación kantiana de la metafísica: el idealismo
trascendental. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79

Capítulo II. Filosofía y política . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85


1. El rey filósofo y la vida en común de los guardianes. . . . . . . . . . . . . 85
2. Las formas de la comunidad en la Política de Aristóteles. . . . . . . . . 91
3. Las críticas de Aristóteles a la vida en común de los guardianes. . . 98
4. Hobbes: la comunidad disociada y el dios mortal . . . . . . . . . . . . . . 102
5. Locke: el individuo propietario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109
6. Rousseau: la voluntad general y la comunidad
de los ciudadanos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117
7. Carl Schmitt: lo político como comunidad de amigos
frente al enemigo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121
8. Saúl Taborda crítico de Carl Schmitt: lo político
como comunidad de vida. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131
9. Roberto Esposito: el dispositivo biopolítico
del mundo moderno . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141

Capítulo III. Filosofía y ética. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157


1. La filosofía práctica de Aristóteles:
la vida buena, el placer, el bien y la felicidad . . . . . . . . . . . . . . . . 157
2. Calicles y Sócrates: el deseo, la justica y la conciencia moral. . . . . 164
3. La interiorización del hombre: Nietzsche,
genealogista de la moral. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 172
4. La crítica de Heidegger a la interpretación nietzscheana
del nihilismo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 185

Bibliografía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 197
A Mónica, Nicolás, Lucía, Horacio,
Joaquín, Nilda… A mis padres
Agradecimientos y aclaraciones

El conjunto de textos que dan contenido a este libro sigue el ritmo en el


que se fueron desarrollando los cursos de filosofía que organicé y dicté en
la Biblioteca del Congreso de la Nación entre los años 2010 y 2013. La
manera de trabajar los textos de los filósofos en la práctica cotidiana de
los cursos fue la lectura y discusión que aprendí hace muchos años de Sil-
vio Maresca, cuando participé en sus grupos de estudio. Hago explícitos
mi reconocimiento y mi agradecimiento a Silvio por aquella enseñanza. Y
aprovecho también la oportunidad para agradecer a quienes participaron
de esos cursos en la Biblioteca del Congreso porque hicieron posible con
su presencia, intervenciones, interpretaciones y comentarios que las cla-
ses siguieran su curso o tuviesen alguno.
Una última aclaración preliminar. Este libro, como Rayuela de Cortá-
zar, puede ser leído de muchas maneras: siguiendo el orden en el que están
dispuestos los sucesivos apartados o alterando ese orden a gusto del lector.
Entre el mito y el nihilismo, tal vez nos aguarde lo inesperado.

11
Introducción

Si uno no espera lo inesperado nunca lo encontrará, pues


es imposible de encontrar e impenetrable.
Heráclito

El tema de este libro es la filosofía misma: se trata de filosofar sobre la


filosofía, de ponerla en movimiento en torno de sí misma. El movimiento
de la filosofía no va en línea recta. Si así fuese, la filosofía se alejaría de
sí misma abandonando su punto de partida para llegar a otro lugar. Como
sabemos, la idea de progreso es ajena a la filosofía y ninguna meta la espe-
ra al final del camino. La filosofía parece moverse a gusto dentro de un
círculo. El círculo hermenéutico. O en una variante del círculo: la espiral
dialéctica. O, tal vez, dentro de un laberinto. Los laberintos pueden tener
muchas formas. La filosofía parece moverse dentro de un laberinto circular.
Los textos que componen este libro están agrupados en tres partes. En
cada una de ellas, la filosofía se mueve en un ambiente temático: el meta-
físico, el político, el ético.
Los textos agrupados en la primera parte comienzan en el punto en
donde la filosofía se ve a sí misma surgir dentro del universo del pensa-
miento mítico, en tránsito hacia otra forma de pensar articulada por el
logos. Hemos querido mostrar allí, en esos comienzos, las continuidades
y las rupturas entre el mito y el logos. Seguimos luego con la presentación
de algunos de los llamados pensadores “presocráticos”: Anaximandro, Par-
ménides, Heráclito. A estos pensadores se los nombró en la Antigüedad
con la palabra “fisiólogos”: los que dicen o piensan (logos) la fysis (natu-
raleza). De modo que se trata de un pensamiento que se organiza en torno
de la fysis, que no va más allá de ella o que no se ubica por fuera de ella,
como parece sugerirlo la palabra “metafísica”. En este sentido, podríamos
llamarlos “premetafísicos” antes que “presocráticos”. Más allá del proble-
ma terminológico o de los rótulos que podemos ponerles a los pensadores
con fines clasificatorios, hemos querido mostrar aquí qué características
podría tener un pensamiento no metafísico.

13
De cada uno de esos pensadores premetafísicos hemos intentado hacer
una aproximación no demasiado ortodoxa. Así, hemos presentado a Anaxi-
mandro según dos versiones: una que ubica su pensamiento en conexión
con el surgimiento de la comunidad política (polis); otra, que lo vincula con
el ser como eje articulador del logos. Ambas cosas son importantes de
destacar en esta etapa premetafísica del movimiento de la filosofía: cierta
situación política caracterizada por la circulación del logos o el intercam-
bio dialógico y la experiencia de la verdad del ser como eje organizador
del discurso. En el caso de Parménides, en nuestra interpretación lo hace-
mos recorrer un camino inverso al recorrido por Platón y los hemos pues-
to en contraposición. No de la oscuridad del desconocimiento hacia la luz
de la sabiduría, como narran las tres alegorías platónicas –el sol, la línea y
la caverna–, sino de lo luminoso y manifiesto hacia lo nocturno y oculto.
Hemos querido encontrar en esta interpretación, digamos heterodoxa, un
punto de apoyo para sostener la ubicación de Parménides dentro de este
espacio premetafísico y no-platónico, por llamarlo con unos nombres poco
adecuados. Si, de acuerdo con Heidegger, lo que caracteriza a la metafísica
es haber pensado la verdad del ente pero no la verdad del ser, entonces el
camino parmenídeo hacia lo oscuro y oculto puede ser interpretado como
el camino hacia la verdad del ser. Ya veremos que “verdad” en el sentido
griego originario que nombra la palabra a-letheia significa des-oculto; es
decir, salido de lo oculto, mostrarse, revelarse. Finalmente con Herácli-
to, pensador del logos, creemos que se puede hacer visible de qué modo
se mueve la filosofía con un dinamismo muy particular en esta configura-
ción premetafísica. Si lo propio del logos es la circulación de la palabra,
su inestabilidad, las paradojas que plantea el discurso heraclíteo son una
buena muestra de la movilidad de un discurso que juega con las múltiples
dimensiones del pensamiento en su intento de decir lo que es, de atrapar
su sentido, no por fuera del universo donde circulan los discursos, la opi-
nión (doxa), hacia una dimensión que pretende superarla (episteme), como
luego pretenderá Platón, sino produciendo un ligero desplazamiento de la
doxa hacia la para-doxa.
Luego, Aristóteles, del que no hacemos más que ofrecer un muy bre-
ve esquema de lo que podemos llamar pensamiento metafísico. Hemos
querido mostrar allí dos elementos que son clave en la interpretación hei-
deggeriana de la historia de la filosofía en cuanto pensamiento metafísico.
Se trata de la noción metafísica de subjectum (soporte o fundamento) y
de lo que a partir de allí se sigue respecto del logos y sus posibilidades. A
partir de las posiciones que Platón y Aristóteles consolidan para el pensa-
miento articulado ahora en clave metafísica, los textos que siguen inten-

14
tan mostrar de qué modos la filosofía continuó su movimiento sobre una
base pretendidamente sólida: Dios. San Agustín, Escoto Erígena, Santo
Tomás, configuran, cada uno a su manera y en tres momentos diferentes,
el arco de lo que podemos llamar filosofía medieval, que hereda la tradi-
ción de la filosofía griega antigua y la trasmuta sobre un plano teológico.
Por decirlo rápidamente: la pretensión de verdad en sentido metafísico
–es decir, la verdad del ente y no la del ser– se trasmuta en la revelación
de Dios. Y hemos hecho continuar ese vínculo entre Dios y la filosofía ya
en el ciclo histórico de la modernidad: Descartes y Spinoza. Como se verá,
el “Dios” de los filósofos, como el ente de Aristóteles, también se dice de
muchas maneras.
Finalmente, algo de esa tradición que la filosofía vino desplegando por
cursos sinuosos y más bien erráticos parece agotarse y deja a los pensadores
en un estado de melancolía. Hume cuestiona las ensoñaciones monárquicas
del filósofo y Kant declara la imposibilidad de la metafísica como ciencia.
Habíamos dicho que la filosofía comienza con Anaximandro dentro de un
cierto ambiente político, la polis; podemos decir ahora que la metafísica
entra en crisis dentro de un ambiente político distinto: el mundo burgués.
Otros actores pretenden el trono del subjectum: de Dios al hombre.
Llegados a este punto, podemos pasar al ambiente político para ver
cómo se mueve allí la filosofía. Platón y Aristóteles piensan, cada uno a su
modo, lo político en el momento histórico en el que la polis como forma
viviente de la comunidad ya está en crisis y no es más que un recuerdo o
un ideal. Hemos querido poner aquí en tensión a ambos pensadores, puesto
que en esa tensión se contraponen dos formas de comprender la comuni-
dad política: la comunidad cerrada y homogénea y la comunidad abierta y
heterogénea. Sobre esa base de la crisis de la comunidad política pasamos
luego a la modernidad: Hobbes, Locke y Rousseau. Se trata de pensado-
res que intentan dar cuenta de lo político sobre nuevas bases. Aparecen en
escena nuevos conceptos: sociedad civil y Estado. De la polis solo queda
el adjetivo “político”. La comunidad ya no está presupuesta; ahora el punto
de partida es la disociación. Luego, esa disociación se tensa en el carácter
extremo que toma el conflicto a lo largo del siglo xx. La presentación del
pensamiento político de Carl Schmitt nos sirve para contraponer sus con-
ceptos centrales con los del argentino Saúl A. Taborda y, de paso, poner
en tensión también aquí dos compresiones de lo político: una que busca su
significado en la proximidad de lo estatal; otra que lo hace por el lado de la
comunidad. El último texto de esta segunda parte en la que vemos moverse
a la filosofía corresponde a la biopolítica, de acuerdo con la interpretación
que hace Roberto Esposito del paradigma. Pensar en términos biopolíti-

15
cos implica pensar una realidad compleja –la articulación entre la vida y
la polis– que no se deja reducir a los términos del subjectum.
Pasamos entonces al siguiente ambiente, el de la ética. La tercera parte
de este libro agrupa textos diversos cuyo hilo conductor es, por decirlo de
modo aproximado, el proceso de constitución de la subjetividad. No per-
demos de vista aquí la relación terminológica entre “sujeto” y subjectum.
Comenzamos por Aristóteles, porque es el primer pensador que filo-
sofa explícitamente sobre la praxis, es decir sobre la materia misma que
organiza el campo de la ética. Podemos encontrar en Aristóteles elementos
muy interesantes para establecer una conexión o relación entre la fysis y el
pensamiento, entre el deseo como origen de la praxis y la prudencia (phro-
nesis) que la orienta. Y, sobre todo, podemos encontrar allí la posibilidad
de una comprensión no metafísica de la verdad. Podríamos decir que la
praxis pensada de modo aristotélico puede ser referida a un agente pero no
a un sujeto –en el sentido, claro está de subjectum–. Seguimos luego con
Platón. Allí podemos ver cómo se articula la subjetividad en términos de
interioridad y conciencia moral. Todo ese proceso resultará más claro en
el texto siguiente, el que corresponde a Nietzsche, que es, de algún modo,
el presupuesto de nuestra interpretación de los temas que discuten Sócra-
tes y Calicles en el Gorgias. Finalmente, con el último texto, aparece en
escena Heidegger y su interpretación del nihilismo como sentido de todo
ese movimiento en el que hemos visto desplegarse la tarea de la filosofía
desde sus comienzos metafísicos. De modo que el círculo hermenéutico
se cierra y el movimiento puede volver a empezar donde la metafísica lo
había iniciado, con su antes y su después.

16
Capítulo I. Filosofía y metafísica

1. Mito y logos

Un problema filosóficamente interesante se presenta cuando nos pregun-


tamos por qué la filosofía surge en Grecia y en determinado momento his-
tórico y no en otro lugar y en otro momento cualquiera. La pregunta está
directamente vinculada a esta otra: ¿qué cosa es la “filosofía”, cuya tra-
yectoria histórica comienza allá, lejos en el espacio y en el tiempo y cer-
ca de nuestro pensamiento? Comprender el alcance y las características
de la pregunta implica haber entrado ya dentro del círculo de la filosofía, de
su particular manera de orientarse dentro del pensamiento y de orientar al
pensamiento dentro de sus laberintos discursivos en la búsqueda de una
respuesta inevitablemente provisoria e insatisfactoria.
Entremos entonces dentro del círculo laberíntico de la filosofía y ubi-
quemos su origen geográfico e histórico entre el mito y el logos.
Puesto que el mito es un relato sobre el origen, conviene a la natura-
leza del círculo comenzar por allí: por un relato que pretende dar cuenta
de su propio origen; es decir, por un relato circular, que vuelve sobre sus
primeros pasos (¿será una mera tautología decir que el comienzo mismo
afirma ese origen como tal, que no comenzamos por el origen, sino que al
comenzar establecemos ese origen como tal?). “Mito” es una palabra que
se puede vincular con el verbo griego myein, cuyo significado es “‘abrir
y cerrar’ los ojos en un acto de contemplación, por ejemplo ante la luz”;
aunque “el objeto contemplado no es claramente penetrable por esa mira-
da humana, por esa pupila, que sin embargo en el acto dinámico de ‘abrir
y cerrar’ sigue siendo determinada por la luz”.1 La palabra “mito” tiene
estrecha relación con “misterio” y “mística” y tiene, también, otro curio-
so significado de carácter más general: significa “palabra”, del mismo
modo que también significa “palabra” el término “logos”. Estamos bus-

1 Disandro, C. A., Tránsito del mythos al logos, La Plata, Ediciones Hostería Volante,

1969, pp. 21-22.

17
cando entonces el origen de la filosofía en el tránsito del mito al logos o
en su articulación, en el tránsito articulado y laberíntico entre dos formas
de la palabra, la palabra que dice el mito y la palabra que expone el logos.
“Logos”, por su parte, significa a la vez palabra y pensamiento y, de
un modo más primario, reunión, selección. De modo que “logos” es la
palabra en cuanto expresa un significado en la articulación del lenguaje y
a través de esa articulación misma, mientras que el mito hace presente en
su palabra aquello que no puede estar plenamente a la luz del día o que lo
está de tal modo que se confunde con la luz misma y se torna poco visible;
paradójicamente, oscuro de tan visible. La plena luz y la plena oscuridad
coinciden en un punto: no permiten ver.
Lo que está en los orígenes de la filosofía en la articulación entre el
mito y el logos es, precisamente, la relación de la palabra –la del mito y
la del logos– con el origen. Y, puesto que la función cultural y política
del mito es decir el origen (“el mito cuenta una historia sagrada; relata
un acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo
fabuloso de los ‘comienzos’”),2 habrá que ver con mayor detalle en qué
términos se plantea en aquel mundo griego, a la vez lejano y cercano, el
problema del origen (y el origen mismo de nuestro problema: ¿qué cosa
es la filosofía?). Recurramos a Hesíodo para buscar una respuesta y para
situar el origen de la filosofía en esa articulación entre mito y logos que se
produce en Grecia hacia el siglo viii a. C.
Hesíodo afirma en su Teogonía que en los comienzos del mundo exis-
tente, lo primero fue Abismo: “primeramente (protista), por cierto, fue
Caos (khaos)”.3
Se suele ubicar a Hesíodo del lado de un pensamiento que todavía no
ha abandonado el mito pero que, sin embargo, está en el límite de lo que
será la transición o articulación del mito con el logos y esta peculiaridad de
Hesíodo está vinculada a tres elementos presentes en ese breve fragmen-
to: por un lado, la remisión del comienzo a un tiempo que tiene estrecha
relación con el presente. Mientras que “poemas como la Ilíada y la Odi-
sea se mueven en un pasado absolutamente indeterminado e indefinido,
en el ancho campo del ‘érase una vez’, que no guarda ninguna relación
esencial con el presente”, la pregunta de Hesíodo “‘¿Qué fue lo primero
que existió?’ está decididamente relacionada con el presente”.4 En segun-

2 Eliade, M., Mito y realidad, Madrid, Guadarrama, 1968, p. 12.


3 Hesíodo, Teogonía, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1978, vv.
116 y ss., p. 4.
4 Gigon, O., Los orígenes de la filosofía griega, Madrid, Gredos, 1980, p. 23.

18
do lugar, se establece una relación de ese comienzo con la realidad tomada
en conjunto y no con una de sus partes. Se trata aquí de la genealogía de
los dioses, es decir del orden de su sucesión, del principio ordenador del
cosmos. En tercer lugar, la idea abstracta de que eso que está al comienzo
es la condición de posibilidad de lo que viene después: “caos” significa
apertura, tal como se abre la boca al pronunciar la palabra.5 Si ubicamos
el relato hesiódico en ese punto de transición entre el mito y el logos, tal
vez todavía más cerca del mito que del logos, se podría decir que su pen-
samiento se mueve dentro de un círculo en el que la totalidad de lo real
afirma su orden (“kosmos” significa orden, ordenamiento) de acuerdo con
una determinada condición de posibilidad que actúa o produce efectos
sobre el presente de modo permanente o recurrente.
Podríamos comparar esta formulación quizás todavía mítica del
comienzo6 con el fragmento en el que Anaximandro, según Simplicio,
“fue el primero que introdujo este nombre de ‘principio’ (arkhe)” para
indicar aquello que está al comienzo del ordenamiento de lo real y lo sos-
tiene, a la vez que establece ese principio ordenador como algo abstrac-
to (apeiron, lo que no tiene límites, ilimitado, indefinido, infinito). Si nos
preguntamos ahora qué es lo que diferencia el pensamiento y la palabra
todavía mítica de Hesíodo del pensamiento y la palabra posiblemente ya
filosófica de Anaximandro, tendremos que buscar en el logos la respues-
ta y, con mayor precisión, en la vinculación entre el logos y el ambiente
cultural de la polis. “Entre la política –sostiene Jean-Pierre Vernant– y el
logos hay […] una estrecha relación, una trabazón recíproca. El arte polí-
tico es, en lo esencial, un ejercicio del lenguaje; y el logos, en su origen,
adquiere conciencia de sí mismo, de sus reglas, de su eficacia, a través de
su función política.”7
Entonces, en la articulación entre mito y logos de la que veremos surgir
a la filosofía queda transpuesta y transfigurada la palabra mítica. La pala-
5 La palabra “khaos”, que suele traducirse por abismo en el texto de Hesíodo, equivale

a nuestra palabra “caos”, aunque no con el significado que hoy le damos de “desorden”, sino
de condición de posibilidad del orden, de no ordenado o todavía no ordenado, o no ordenado
todavía de determinada manera. En este sentido, nombra la condición de posibilidad de todo
orden porque puede ordenarse de muchos modos. La palabra “khaos”, expresada en idioma
griego, implica un movimiento muy abierto de la boca, de modo que su significado está
probablemente ligada a algo así como su onomatopeya.
6 Aunque sea discutible si Hesíodo está todavía sumergido dentro de la atmósfera cul-

tural del mito; Gigon, por ejemplo, sostiene que “el primero al que podemos llamar filósofo
es precisamente un poeta, Hesíodo de Ascra en Beosia”. Gigon, O., op. cit., p. 13.
7 Vernant, J.-P., Los orígenes del pensamiento griego, Buenos Aires, Eudeba, 1979,

p. 39.

19
bra mítica, que funda el ordenamiento del mundo según un origen lejano e
inalcanzable, queda transpuesta y transfigurada en la palabra que dice ese
orden según el carácter fluyente –discursivo– y argumentativo del logos.
Nuestra pregunta inicial (“por qué la filosofía surge en Grecia y en
determinado momento histórico y no en otro lugar y en otro momento
cualquiera”) nos va llevando por un camino en el que intentamos ver de
qué modo ciertos mitos o ciertas formas del pensamiento mítico (posible-
mente los mitos griegos o, más específicamente, la forma que esos mitos
toman en el relato hesiódico) hacen posible una transposición dentro de
otro orden discursivo, el del logos y en un cierto ambiente político, la polis
griega, que retoma esos mitos y los transfigura.

2. Dos versiones sobre Anaximandro: pensador político

En nuestra exploración del complejo mundo de la filosofía antigua comen-


zamos por Anaximandro (vivó aproximadamente entre 610 y 546 a. C.).
Hay varios motivos para ello. El primero, podríamos caracterizarlo como
un motivo de catalogación: “si Tales mereció el título de primer filóso-
fo griego debido principalmente a su abandono de formulaciones míticas,
Anaximandro es el primero de quien tenemos testimonios concretos de que
hizo un intento comprensivo y detallado por explicar todos los aspectos
del mundo de la experiencia humana”.8 El segundo motivo está más direc-
tamente ligado con la formación y uso de un lenguaje –y un pensamien-
to– que con el tiempo se nombrará a sí mismo como filosofía. Me refiero
aquí puntualmente a que se le atribuye a Anaximandro, vía Teofrasto y
Simplicio, haber sido el primero en emplear la palabra arkhe (“principio”)
como término específico de lo que luego –dentro de la escuela fundada por
Aristóteles y la tradición intelectual que se origina allí– llamaremos len-
guaje o pensamiento metafísico o filosofía primera.9 El tercer motivo está
relacionado con el interés que Heidegger tuvo en 1946 para ocuparse del
fragmento de Anaximandro en cuanto este fragmento es considerado “la
sentencia más antigua del pensamiento de Occidente”10 y a Heidegger le
importa ubicar la originalidad de un pensamiento que resulta poco accesi-
8 Kirk, G. S. y J. E. Raven, Los filósofos presocráticos, Madrid, Gredos, 1970, p. 146.
9 Sin embargo, todo esto es discutible y discutido; de hecho, Kirk y Raven sostienen
que “la cuestión carece de importancia y parece que Teofrasto no atribuyó a Anaximandro
un uso técnico de la palabra arkhe”. Ibid., p. 157.
10 Heidegger, M., Sendas perdidas, Buenos Aires, Losada, 1979, “La sentencia de

Anaximandro”, p. 265.

20
ble desde los parámetros de la filosofía posterior a Sócrates. Dejando de
lado el primero de estos motivos, nos dedicaremos en lo que sigue al aná-
lisis de los otros dos.
Veamos, en primer lugar, cómo se articula el pensamiento de Anaxi-
mandro en torno del arkhe. Tomaremos aquí como guía a Jean-Pierre
Vernant.
Vernant coincide con F. M. Cornford11 en que no puede afirmarse que
el logos haya surgido en Grecia a partir de una ruptura con el pensamiento
mítico que lo precede sino que lo que se observa es que “la primera filoso-
fía se acerca más a una construcción mítica que a una teoría científica”12
y difiere de Cornford en que, pese a esas analogías y similitudes –entre el
pensamiento mítico y el que se ordena en torno del logos–, no hay entre
ellos una clara continuidad, puesto que “el filósofo no se contenta con repe-
tir en términos de physis [naturaleza] lo que el teólogo había expresado en
términos de potencia divina”.13 Las discontinuidades que Vernant advier-
te entre el mito y el logos, y que están en el origen mismo de la filosofía,
se refieren, básicamente, a un cambio de registro: mientras que la base del
pensamiento mítico está constituida por los rituales de soberanía (“para el
pensamiento mítico, la experiencia cotidiana se aclara y adquiere sentido
en relación con los actos ejemplares llevados a cabo por los dioses ‘en el
origen’”),14 la base del pensamiento conforme al logos habrá que ubicarla
en torno de la comunidad política; es decir, de la polis. Ubicado sobre ese
plano, el pensamiento queda despojado de la función ritual que tenía den-
tro del ámbito espiritual del mito y queda despojado también de la dimen-
sión del misterio, “el origen y el orden del mundo adoptan la forma de
un problema explícitamente planteado al que hay que dar una respuesta sin
misterio, a la medida de la inteligencia humana, susceptible de ser expuesta
y debatida públicamente ante la asamblea de los ciudadanos”.15
El cambio de registro que Vernant advierte entre el mito y el logos
queda referido al poder: en el mito, se trata de la palabra (mito, como
decíamos antes, significa “palabra”) en cuanto acompaña un ritual que
afirma el poder soberano del rey; en el logos, se trata de la palabra en cuan-
to reúne en la diversidad de sus significados la opinión de la comunidad
de los miembros de la polis. En el mito, el poder se afirma dividiendo el
11 Vernant remite al texto de Cornford From Religion to Philosophy: a study in the

origins of western speculation, publicado en 1912.


12 Vernant, J.-P., op. cit., p. 83.
13 Ibid., p. 86.
14 Ibid., p. 83.
15 Ibid., p. 86.

21
orden conforme dos planos superpuestos y jerarquizados: arriba y abajo.
En el logos, el poder queda ubicado en el centro de un mismo plano hori-
zontal. De todo esto concluye Vernant que “la función del mito es la de
establecer un distingo y como una distancia entre lo que es primero des-
de el punto de vista temporal y lo que es primero desde el punto de vista
del poder”, y que “el mito se constituye en esa distancia, que es el objeto
mismo de su relato”.16
Desandemos ahora el camino recorrido para ubicar a Anaximandro
dentro de esta historia. Decíamos antes que se le atribuye a Anaximandro
haber sido el primero en emplear la palabra arkhe:

Entre los que dicen que es uno, en movimiento e infinito, Anaximandro


de Mileto, hijo de Praxíades, que fue sucesor y discípulo de Tales, dijo
que el principio y elemento de todas las cosas existentes era lo apeiron
(indefinido o infinito), y fue el primero que introdujo este nombre de
principio (arkhe). Afirma que este no es agua ni ningún otro de los deno-
minados elementos, sino alguna otra naturaleza apeiron, a partir de la
cual se generan todos los cielos y los mundos que hay en ellos (fragmento
12 A 9, según la edición de Diels-Kranz).17

Ahora bien, Vernant sostiene enfáticamente que “el término arkhe, que hará
carrera en el pensamiento filosófico, no pertenece al vocabulario político
del mito”,18 y esto es así porque el uso que hará la filosofía de la palabra
arkhe “suprime aquella distancia en la que se fundaba el mito”19 entre ori-
gen temporal del poder y poder del origen. A partir de Anaximandro –y del
uso que hará del término la filosofía–, arkhe pasará a significar a la vez el
comienzo de algo, su fuente, y el poder que lo gobierna; lo que se traducirá
luego en latín como principio (es decir, aquello que es a la vez primero y
principal). En síntesis, “Anaximandro afirma que nada hay que sea arkhe
respecto del apeiron (pues este ha existido siempre), sino que el apeiron es
arkhe para todo lo demás”.20 Dentro del vocabulario político del logos –ya
fuera del registro mítico, entonces–, el uso que hace Anaximandro de la
palabra arkhe lo remite a la intersección entre el plano temporal del origen
y el plano espacial del poder. El orden del mundo depende del equilibrio

16 Ibid., p. 91.
17 Kirk, G. S. y J. E. Raven, op. cit., pp. 154-156, con modificaciones.
18 Vernant, J.-P., op. cit., p. 91.
19 Ibid., p. 92.
20 Ibid., p. 92.

22
de los poderes y no del predomino soberano de uno de ellos: el apeiron es
arkhe según Anaximandro porque se lo plantea como “una realidad aparte,
distinta de todos los elementos, que forma el origen común de todos ellos,
la fuente inagotable en que todos se alimentan por igual”.21 Que el orden
del kosmos esté fundado en lo apeiron como su fuente originaria y poder
dominante (arkhe) significa que ese orden, múltiple y dinámico, cíclico,
está basado sobre la reciprocidad de las relaciones, es decir, sobre el logos.

3. Dos versiones sobre Anaximandro: pensador del ser

Retomemos ahora aquello que considerábamos como el tercer motivo para


ocuparnos de Anaximandro: el interés que tuvo Heidegger en 1946 para
interrogar un pensamiento que es considerado como “la sentencia más anti-
gua del pensamiento de Occidente”.22 A Heidegger le importa ubicar la
originalidad de un pensamiento que resulta inaccesible desde los paráme-
tros de la filosofía posterior a Sócrates y que se mueve dentro de un terri-
torio cuya clave está determinada por la metafísica.
El fragmento es el siguiente:

[…] pero a partir de donde hay generación (genesis) para los entes, hacia
allí se genera (ginesthai) también la corrupción (phthoros), según la nece-
sidad, pues ellos pagan recíprocamente la pena (dike) y la compensación
(tisis) por su injusticia (adikia) según la ordenanza del tiempo (fragmento
12 A 9, según la edición de Diels-Kranz).23

Después de recordarnos que ya Nietzsche se había ocupado del fragmento


en 1873 y que Hermann Diels lo incluyó en su edición de los presocráticos
de 1903, Heidegger sostiene que ambos hacen una similar recepción del
texto marcada por el peso –y los prejuicios– de la filosofía posterior (“la
norma tácita para la interpretación y juicio de los pensadores de los pri-
meros tiempos es la filosofía de Platón y Aristóteles”)24 y, lo que es toda-
vía más grave, esa recepción no solo está marcada por el prejuicio sino
que ignora “el asunto del pensar” que moviliza el pensamiento de Anaxi-
mandro; el asunto del pensar es, para Heidegger, el ser, pues pensar y ser

21 Ibid., p. 99.
22 Heidegger, M., op. cit., p. 265.
23 Kirk, G. S. y J. E. Raven, op. cit., p. 169, con modificaciones.
24 Heidegger, M., op. cit., p. 266.

23
pertenecen a lo mismo. Ahora bien, ¿cómo vincula Heidegger estas obser-
vaciones con el fragmento de Anaximandro? ¿En qué consiste, según Hei-
degger, la originalidad de Anaximandro como pensador?
En primer lugar, el fragmento habla de los entes, es decir de la tota-
lidad de las cosas que son (“ente” es el participio de presente del verbo
ser, de modo que ente es a ser como cantante es a cantar); el fragmento
se dirige a los entes (ta onta en griego) y pregunta por su ser; es decir, por
su generación y corrupción, aquello que hace que el ente sea y que sea
como es y, también, que deje de serlo. Ahora bien, ¿qué significa pensar
el ser de los entes en términos de generación y corrupción?
Aquí aparece, en segundo lugar, lo que Heidegger caracteriza como
experiencia griega de la verdad: la aletheia. A-letheia significa “desocul-
to” (lethe, “oculto”). De modo que en la experiencia griega de la verdad
acontece el desocultamiento del ser en la evidencia del ente y esto aconte-
ce de tal manera que el ser mismo se oculta en aquello mismo en lo que se
desoculta: el ser se oculta en la desocultación del ente (“el ser se sustrae
desocultándose en lo ente”).25 Entonces, Anaximandro estaría pensando el
ser del ente del siguiente modo: “la sentencia habla de lo que llega apare-
ciendo a lo desocultado y, una vez llegado, se va desapareciendo”.26 Pero
para que esto tenga sentido, habrá que evitar pensar ese llegar aparecien-
do y ese irse desapareciendo como formas de un devenir contrapuesto al
ser “como si el devenir fuera la nada y no perteneciera también al ser”.27
En tercer lugar, volvemos al punto de partida; aquello que Heidegger
veía aparecer en primer lugar: el ente, lo que es. Y encuentra que la expe-
riencia griega del ente es la de su presencia, entendiéndola no como una
representación de “algo temporal interno”,28 en el sentido de un momen-
to –el presente– en la sucesión del tiempo, sino como una determinación
más precisa del ente. De allí que con la palabra “ente” se designe no solo
lo presente actual sino también lo presente no actual, lo ausente; es decir,
lo pasado y lo futuro. Pues “también lo ausente está presente y, en calidad
de ausente de ella [de la región del desocultamiento], está presente en el
desocultamiento”.29 De modo que podemos integrar también aquí lo que
aparecía en segundo lugar: “llegar deteniéndose es lo presente, en cuanto
también sale ya del desocultamiento y va hacia la ocultación […]. El dete-

25 Ibid., p. 278.
26 Ibid., p. 282.
27 Ibid.
28 Ibid., p. 285.
29 Ibid., p. 286.

24
nerse es el paso del venir al ir”.30 Sin embargo, aunque Heidegger interpre-
ta que el fragmento de Anaximandro se refiere al ente (como aquello que
es, es decir, lo presente) y pregunta por su ser (como aquello que deter-
mina o posibilita su presencia, su estar presente), nos advierte que ser y
ente no llegarán a ser “palabras fundamentales del pensar occidental” hasta
Parménides,31 como veremos en el apartado siguiente.
En cuarto lugar, Heidegger lee en el fragmento de Anaximandro la
indicación de un movimiento que va del ser al ente de la misma manera
que la presencia va a lo presente: se trata de la injusticia (adikia). El ente
en cuanto ser presente detiene momentáneamente el flujo del tiempo y en
esa detención lo desordena, no cumple con el mandato de la justicia, comete
una injusticia (adikia): “lo de cada momento se obstina en su presencia. De
esta suerte se sale de su detención pasajera. Se pavonea en la obstinación
del permanecer. Ya no se vuelve al otro presente. Se enrigidece, como si
eso fuera el quedar, en la constancia del subsistir”.32 Y sin embargo…, si
se tratase solo de esto, el fragmento de Anaximandro no tendría más valor
que el de haber sido el primero en recoger en Grecia una experiencia pesi-
mista y aun nihilista del ser: puesto que existir (estar presente, llegar a la
presencia, ser ente) es injusto, la justicia exige la disolución, para restau-
rar el orden del kosmos, la vuelta o retorno a la nada (nihilismo). Contra-
riando esta interpretación, Heidegger sostiene que la experiencia que hace
Anaximandro del ser no es ni pesimista ni optimista, ni tampoco nihilista,
sino trágica: la presencia (el ser) de lo presente (el ente) está determinada
por un desgarramiento, y conforme a ese desgarramiento los entes “pagan
(didonai) recíprocamente la pena (dike) y la compensación (tisis) por su
injusticia (adikia)”. De manera que lo presente considerado como un todo
(la totalidad del ente) no se deje atomizar en las presencias singulares de
cada ente sino que se desagarra en una totalidad imposible tensionada por
los intercambios recíprocos entre lo presente y lo ausente pues lo presen-
te es a la vez injusto respecto de lo ausente y reparación (dike y tisis) de
la injusticia.
Todo esto sucede “según la necesidad (kata to khreon)”, de modo
que “los presentes de cada momento están presentes reparando lo infame
indebido, la adikia, que como posibilidad esencial impera en el detenerse
mismo. La presencia de lo presente es tal reparación”.33

30 Ibid., p. 288.
31 Ibid., p. 289.
32 Ibid., p. 293.
33 Ibid., p. 299.

25
Podemos preguntar ahora: ¿qué es lo que permite afirmar que Anaxi-
mandro sea un pensador del ser?
Para aproximarnos a una posible respuesta a esta pregunta, tengamos
primero bien en cuenta cuál es la naturaleza del problema que Heidegger
se plantea: de lo que se trata es de la diferencia ontológica. El ser es el ser
del ente tanto como la presencia es presencia en y de lo presente; pero ni
el ser ni la presencia son el ente o el presente sin más sino que lo son en
y a través de la diferencia entre ser y ente (y, correlativamente, presencia y
presente). Sin embargo, la historia de la filosofía, que está determinada en
su transcurso por el acontecimiento de la metafísica y sigue el hilo con-
ductor de la historia del ser, comienza o toma su origen (tiene su arkhe)
en ese enigmático juego de la verdad (aletheia) del ser que se muestra
(en el ente) ocultándose (como ser), pasando de este modo al olvido: “el
olvido del ser es el olvido de la diferencia entre el ser y lo ente”.34 Por
su parte, la metafísica, en cuanto disciplina filosófica –y en cuanto dis-
ciplinamiento filosófico del pensamiento– hace todavía más cerrado ese
ocultamiento o ese olvido al ocultar el ocultamiento y olvidar el olvido:
preguntando por la entidad del ente o la presencialidad de lo presente,
generaliza la interrogación y busca un fundamento; de este modo, la uni-
versalidad del ente o el ente supremo pasan a ocupar el lugar del ser (a
la pregunta por el ser del ente, la metafísica responde con un ente que ha
borrado su diferencia con el ser para ocupar su lugar). Heidegger lo dice
de este modo: “el olvido de la diferencia, comienzo del destino del ser
para realizarse en él, no es empero un defecto, sino el acontecimiento más
grávido y amplio en que se resuelve la historia universal del Occidente. Es
el acontecimiento de la metafísica. Lo que ahora es, está a la sombra del
precedente destino del olvido del ser”.35 Si tenemos en cuenta que Hei-
degger está reflexionando sobre estos temas en el año 1946 y que lo hace
en Alemania, no es difícil imaginar en qué términos más bien sombríos se
le presenta esa referencia a “lo que ahora es”. Podemos también mirar su
situación con mayor amplitud, siguiendo sus propias insinuaciones para
preguntarnos “en qué consiste la confusión del actual destino del mundo”.
La respuesta de Heidegger suena en tonos más bien poéticos: “el todo de
lo ente es objeto de una única voluntad de conquista. Lo sencillo del ser
está sepultado en un olvido único”.36 Si lo que estamos buscando es una
cierta comprensión de la “filosofía” y lo venimos haciendo por el camino

34 Ibid., p. 300.
35 Ibid., p. 301.
36 Ibid., p. 307.

26
de ubicar su origen y procedencia (esto podría nombrarse arkhe en grie-
go) en la articulación entre mito y logos, la afirmación heideggeriana de
que “el pensar tiene que poetizar en el enigma (Rätsel) del ser”37 resulta
particularmente sugestiva.

4. Parménides y Platón: mitos, alegorías


y metáforas sobre el pensamiento

Platón nombraba a Parménides (vivó aproximadamente entre 515 y 470


a. C.) como “venerable (aidoios) y temible (deinos)”;38 por su parte, la tra-
dición que conserva nuestra cultura filosófica se refiere a Heráclito como
“el oscuro” (skoteinos).39 Ambos, Parménides y Heráclito, se suelen con-
traponer como pensadores que postulan accesos diferentes a lo real y for-
mas divergentes del conocimiento: uno, el ser, y otro, el devenir; uno, el
discurso identitario, y el otro, el discurso paradojal. Y desde hace tiem-
po ya, también forma parte de esa tradición cultural filosófica el intento
de aproximar a los dos pensadores, sea porque no se advierta entre ellos
ninguna contraposición sino simples diferencias, sea porque es poco pro-
bable que hayan tenido conocimiento de su mutua existencia. Nos gusta-
ría en este breve texto llevar ese último intento de aproximación un poco
más lejos para jugar con las posibilidades hermenéuticas que trae la inter-
pretación de Alfonso Gómez-Lobo del poema de Parménides. Se trata de
“la conjetura de que en el viaje narrado en el proemio Parménides reco-
rre un camino que lo lleva no de las tinieblas a la luz, sino, por el contra-
rio, de un ámbito luminoso a la oscuridad”.40 Si esta interpretación fuese
adecuada o correcta, Parménides podría ser nombrado como “venerable,
temible y oscuro”, recibiendo sobre sí, también el calificativo que la tra-
dición reservó para Heráclito. Por otra parte, estos tres términos nombran
en cierto modo lo mismo: skoteinos significa oscuro y también tenebroso;
por su parte, aidoios significa venerable y también vergonzoso (por este
lado se vincula con aidoion, partes pudendas) y se puede relacionar con
Aidos, Hades, el invisible (“a” privativa más idein, ver, es decir, “el que
no ve” o “el invisible”), el dios del inframundo; finalmente, deinos, signi-
37 Ibid.
38 Platón, Teeteto, 183 e.
39 Sobre esto, véase Kirk, G. S. y J. E. Raven, op. cit., p. 261.
40 Gómez-Lobo, A., Parménides, Buenos Aires, Charcas, 1985, p. 11. Una tesis simi-

lar, aunque desde una perspectiva y conclusiones muy diferentes, sostiene Peter Kingsley en
En los oscuros lugares del saber, Girona, Atalanta, 2006.

27
fica temible y es un adjetivo que se puede vincular con Deimos como per-
sonificación del Espanto, hijo de Ares y Afrodita.
En síntesis, y sin ánimo de hacer aquí una reflexión erudita sobre la
etimología y la mitología griega, sino, antes bien, con la intención de jugar
un poco con las imágenes que suscita el nombre Parménides superpuesto
con las imágenes que van asociadas con el nombre Heráclito y jugando
también con las posibilidades imaginarias que despiertan los calificativos
que describen ambos legados intelectuales, nos interesa explorar aquí el
pensamiento oscuro, difícil de ver y temible de Parménides como un pen-
samiento nocturno, antes que luminoso. Es decir, como un pensamiento
que se configura en mitos, alegorías y metáforas que no preludian a las
platónicas sino que van en dirección contraria.
El complemento teórico de esta interpretación está dado por la tesis hei-
deggeriana de la diferencia ontológica: el ser es el ser del ente, pero ente y
ser son en su diferencia; el haber perdido de vista esta diferencia es lo que
constituye el olvido del ser en la tradición filosófica que toma su origen de
Platón y adquiere su rigor discursivo a través de la metafísica. Para plantear
esto con un sistema de equivalencias similar al que Platón utiliza en la ale-
goría de la caverna, podríamos decir que el ser parmenídeo se ubica dentro
del ámbito de la noche/oscuridad, mientras que el ente se corresponde con
el par día/luz; de modo inverso, entonces, al que plantea el ente platónico
ubicado dentro del ámbito de la oscuridad cavernaria, mientras que el ser del
ente visto desde el ente mismo (y no desde el ser) se corresponde con el sol
y al ámbito abierto y luminoso. Todo esto se complementa con la necesaria
equivalencia entre los significados de ente y presente, por un lado, y ser y
presencia o presentar, por el otro. Mientras que, en Parménides, el camino
ontológico –que es el camino del pensar– va del presentar al presente (del
ser al ente), en Platón va del presente fugaz al presente inmutable (del ente
sensible o mundano al ente inteligible o transmundano).41
Busquemos la guía de Alfonso Gómez-Lobo; la clave de su interpre-
tación está en el proemio del poema de Parménides. El narrador, que no
es otro que Parménides mismo, va en camino hacia un lugar desconocido
y lejano (esa idea de lejanía queda reforzada por la referencia al thymos,
ánimo o impulso vital que mueve al viajero); en ese camino, el viajero fue
puesto previamente, para luego ser llevado por un carro, unas yeguas y la

41 Para esta interpretación heideggeriana de la alegoría de la caverna, véase Heidegger,

M., “La doctrina de Platón acerca de la verdad”, Cuadernos de Filosofía, Buenos Aires,
Nº 10-12, 1953 y, para completar la comprensión del tema “diferencia ontológica”, véase
Identidad y diferencia, Barcelona, Anthropos, 1990, “Identidad y diferencia”.

28
guía de las doncellas Helíades (hijas del sol); el camino mismo pertenece a
una divinidad (daimon) desconocida. El camino es el que “lleva al hombre
vidente”; según la lectura de Gómez-Lobo, se trata aquí de una referencia al
“iniciado” conforme ritos como el de Eleusis: “Parménides, al enfatizar que
va recorriendo precisamente ese camino […], indica que la suya es también
una experiencia de iniciación”.42 Las doncellas Helíades que guían al via-
jero Parménides acaban de abandonar las mansiones de la Noche (Nyktos)
y se dirigen hacia la luz (phaos). Aquí Gómez-Lobo presenta una lectura
divergente de la que realizan la mayoría de los intérpretes del poema: “son
las doncellas las que han salido hacia el ámbito de la luz para ir al encuentro
de Parménides. Este por consiguiente no es quien emerge ‘hacia la luz’, sino
que se halla originalmente sobre la tierra, a plena luz del día”.43 El camino
que las doncellas Helíades recorren va, entonces, de la oscuridad a la luz
y, por eso mismo, trasponen las puertas que separan la Noche (Nyxtos) del
Día (Hematos) no como si se tratase de dos caminos diferentes, sino como
“un mismo trayecto o jornada recorrido sucesivamente por las dos entidades
cósmicas”, es decir, Noche y Día.44 Dike (justicia cósmica) posee las lla-
ves y “cuida de que las puertas se abran y se cierren a su debido tiempo”45
permitiendo, de este modo, la alternancia equilibrada de la noche y el día.
Ahora bien, si Dike necesita ser persuadida por las doncellas Helíades para
que abra las puertas es “porque la llegada del carro no coincide con el rele-
vo normal del acaecer cotidiano”:46 las doncellas han salido hacia plena luz
del día y antes de que su tiempo regulado por Dike termine, están volvien-
do hacia la mansión o morada de la Noche con el carro en el que es trans-
portado el viajero Parménides. Una vez traspuesto el umbral, Parménides
es recibido por una diosa (thea) desconocida que, en la interpretación de
Gómez-Lobo, no es otra que la Noche. Se trata de una Noche transfigura-
da por el discurso parmenídeo: mientras que la Noche en Hesíodo “es peli-
grosa, viaja envuelta en una nube negra y lleva consigo a la Muerte”, para
Parménides “es una divinidad benevolente que lo acoge tomándolo de la
mano”, que le manifiesta al viajero que “no ha sido conducido hasta allí
por una moira kake, ‘una mala porción’, ‘un mal hado’, vale decir, la muer-
te, que es el conducto normal de acceso al mundo subterráneo”,47 sino que

42 Gómez-Lobo, A., op. cit., p. 31. En lo que sigue, citamos a Parménides por la ver-

sión castellana de Gómez-Lobo, con ligeras modificaciones.


43 Ibid., p. 32.
44 Ibid., p. 37.
45 Ibid., p. 38
46 Ibid.
47 Ibid., p. 40.

29
son Themis y Dike, las potencias o divinidades que encarnan la justicia del
orden establecido y lo regulan, quienes permiten la revelación que la diosa
desconocida (según Gómez-Lobo, la Noche) le hará al viajero.
Los elementos mitológicos que Gómez-Lobo presenta para funda-
mentar su interpretación heterodoxa del proemio de Parménides son los
siguientes. En primer lugar, las doncellas Helíades que remiten al mito de
Helios, una de cuyas versiones la trae Hesíodo en la Teogonía: allí, “la
Noche engendra al Éter […] y al Día, es decir en esta concepción es la
potencia de la oscuridad la que engendra la luz”.48 En la oscuridad habitan
“el Sueño y la Muerte, potencias naturalmente ligadas a las tinieblas”.49 En
segundo lugar, Gómez-Lobo aduce varias referencias mitológicas en las
que se narra un viaje hacia el mundo de los muertos o un descenso a las
“entrañas de la tierra”: en la Odisea homérica, en Epiménides, en Orfeo y
en Pitágoras; también en Gilgamesh. En tercer lugar, en algunas cosmo-
gonías de los siglos vi y v “la Noche pasó […] a ser ella misma el origen
del universo”.50
En síntesis, mientras que la lectura más ortodoxa del poema de Parmé-
nides51 encuentra en el proemio una representación alegórica de su pensa-
miento, al modo en que Platón utilizará después alegóricamente la imagen
de la caverna para representar el suyo, la lectura heterodoxa de Gómez-
Lobo no encuentra en el proemio ninguna remisión a otra cosa (alegoría),
sino la expresión directa de una experiencia de iniciación: “Parménides
[…] parece querer expresar lo que muchos chamanes, profetas y poetas
de distintas culturas han querido comunicar: que han tenido una experien-
cia fuera de lo común” y que la comunicación o expresión de este tipo de
experiencias “implica necesariamente el uso de lenguaje poético y simbó-
lico, pero lo simbolizado ciertamente no son los procesos del pensamiento
racional”.52 Si así fuese, si el proemio del poema de Parménides fuese la
traducción simbólica de un pensamiento racional, deberíamos suponer que
Parménides no solo es plenamente consciente de la novedad que su tesis
implica, sino que deberíamos suponer también que es consciente del giro
que tomó posteriormente esa tesis dentro del cauce dado por ejemplo por
Platón que marca una clara línea divisoria entre mito y logos. Contra esta
interpretación, creemos que en Parménides hay todavía una confluencia
48 Ibid., p. 34.
49 Ibid., p. 35.
50 Ibid., p. 43.
51 Véase, por ejemplo, Cordero, N. L., Siendo, se es: la tesis de Parménides, Buenos

Aires, Biblos, 2005, pp. 36-45.


52 Gómez-Lobo, A., op. cit., p. 44, énfasis agregado.

30
entre ambos modos del decir y del pensar y que la experiencia del ser se
le revela a Parménides en su oscura y nocturna proveniencia, a diferencia
de Platón, que ubica esa experiencia a la luz del día, fuera de la caverna y
en lo alto, cerca del sol y más allá todavía (en la idea del bien).

5. Parménides: de la oscuridad del ser al ente luminoso

Tomando como punto de partida la hipótesis planteada por Alfonso Gómez-


Lobo de que el viaje que Parménides narra en el proemio de su poema lo
lleva de la luz (Día) a la oscuridad (Noche) y no de modo contrario como
sostienen las interpretaciones usuales,53 nos proponemos aquí hacer un
recorrido del poema tomando esa sugerencia como clave de lectura.
De acuerdo con esta, tal vez se pueda explicar mejor o de modo más
convincente el tipo de relación que establece Parménides entre la ignoran-
cia y el conocimiento, la verdad y el error, el camino del ser y el camino de
la doxa. Néstor Cordero, por ejemplo, sostiene la versión “más tradicional”
e interpreta el viaje narrado en el proemio según una dirección que va de
la noche al día y, a partir de esa lectura, afirma que “la analogía entre la
oscuridad y la ignorancia es más que evidente” y remite al uso alegórico
que hace Platón con la imagen de la caverna para rematar la observación
con que “quien desea conocer ignora la verdad, y su mente está oscurecida,
velada. Así y todo, esta ausencia total de conocimientos posee en potencia
todo el saber”.54 Esta interpretación del sentido y dirección del viaje de
Parménides nos plantea el siguiente interrogante: ¿qué otra cosa significa
esta idea de que la ignorancia o el desconocimiento posea “en potencia”
la totalidad del saber, sino que, de alguna manera, el conocimiento está
contenido en el desconocimiento y, de alguna manera también, depende
de él, como la luz de la oscuridad o el día de la noche? Este “en poten-
cia” no puede tener en Parménides el significado de una pura nada, de una
“ausencia total” (de conocimiento), sino más bien el de fuerza impulsora
o fuente. Entonces, el saber (según el camino de la verdad) no surge de un
no saber sino de un otro saber que lo alimenta. El viajero de Parménides
que recorre un camino no es equivalente al prisionero de Platón que sale
de la caverna (de hecho, más adelante, Cordero sostiene que “Parménides
no es Platón, que distingue entre ‘ser y aparecer’”).55

53 Ibid., p. 11.
54 Cordero, N. L., op. cit., p. 44.
55 Ibid., p. 46.

31
Entonces, tomando como clave de lectura del poema la sugerencia de
que el viaje va en la dirección del día hacia la noche, podríamos decir que
el conocimiento comienza allí donde hay un otro conocimiento, el de la
doxa, constituido por las opiniones de los mortales; un conocimiento que
se constituye a plena luz del día, es decir, en el ámbito donde transcurre la
vida cotidiana de los mortales que se dicen mutuamente y también para sí
mismos cómo es el mundo que los rodea según los nombres que le ponen
a cada cosa conforme con la diversidad de los entes. Presentes, justamen-
te, a la luz demasiado visible y obvia de lo cotidiano que teje, sin embar-
go –o por eso mismo–, la trama de un “orden engañador” (frag. 8, 52). El
conocimiento según la doxa engaña, porque se detiene en lo presente según
la ley de un discurso que se limita a poner nombres en las cosas (entes)
según la claridad que el propio discurso compartido y habitual es capaz
de proyectar. La obvia evidencia de las cosas impide ver lo que está a la
sombra y desde lo oscuro lo determina: que las cosas (los entes) son y que
el conocimiento según la verdad no es el que sigue el hilo conductor de
las palabras vacías de sentido sino el de la experiencia del ser en el pensar
(noein). Todas las cosas son, pero no como dice la doxa según su desor-
denada diversidad hecha de los pareceres (dokounta) de los mortales, sino
que son según el orden del ser que, por su parte, no es una cosa (un ente)
privilegiado que esté por encima o en otro plano (metafísico) respecto de
las meras cosas cotidianas, sino, más bien, el oscuro horizonte de sentido
desde donde alumbra el desocultar (la verdad).
De esta manera, si aceptamos que el conocimiento que la diosa desco-
nocida le trasmite a Parménides es un conocimiento nocturno o subterrá-
neo, escondido, entonces se comprende por qué ese conocimiento deberá
abarcarlo todo: “el corazón imperturbable de la persuasiva verdad” y “las
opiniones de los mortales” (frag. 1, 29-30); es decir, no solo lo que está
desoculto y a la luz del día entramado por la opinión (doxa) sino que tam-
bién, y esto en primer lugar, lo que permanece oscuro y oculto constitu-
yendo la trama íntima de esa desocultación. Ese conocimiento fundado en
la opinión se refiere a las opiniones o pareceres (ta dokounta) que “habrían
tenido que existir/ser genuinamente, siendo en todo (momento) la totalidad
de las cosas (onta)” (frag. 1, 31-32). Gómez-Lobo comenta: “las aparien-
cias [en el sentido de los pareceres o las cosas que les parecen o aparecen
a los mortales], a lo largo de su existencia temporal, es decir, a lo largo de
la totalidad del tiempo, constituyen la totalidad de lo que hay”.56 Dicho en
otros términos: el ser se desoculta en la totalidad del ente y lo desoculto del

56 Gómez-Lobo, A., op. cit., p. 46.

32
ser, lo que está presente a la luz del día es la totalidad del ente, mientras que
el ser permanece oculto en lo oscuro de su presentar. ¿Qué significa esto?
Que el desocultar, lo mismo que el ser y el presentar tienen un sentido
verbal, una potencialidad o virtualidad, un exceso de significación que se
deja ver mejor con la metáfora de la noche que con la del día, a diferencia
de los sustantivos o las sustantivaciones correspondientes (lo desoculto, el
ente o lo ente, el presente o lo presente) que tienen una significación aco-
tada y una visibilidad que podríamos llamar diurna.
Terminado el proemio, la diosa desconocida transmite un relato
(mythos): solo hay dos caminos para pensar (noesai), el del es/hay (estin)
y del no es/no hay (ouk estin); solo hay pensar en el camino del es, mien-
tras que el camino del no es es intransitable (frag. 2). Dicho en otros
términos: solo hay pensamiento referido al ser y al movimiento de su des-
ocultación, “pues lo mismo es pensar (noein) y ser (estin)” (frag. 3) y “lo
ausente (apeonta) está presente (pareonta) para la mente (nous)” (frag. 4,
1) porque el ser es presencia en el ente según un movimiento que va de la
ausencia al presente (ente) a través del presentar; pensar es hacer presente
esa oculta ausencia del ser. Y como el es lo abarca todo pues todo es y no
hay nada que no sea, y así se ofrece al pensar, “es común para mí donde
comience, pues allí volveré nuevamente” (frag. 5), a diferencia del cono-
cimiento o la experiencia del ente que se dispersa en la diversidad de los
presentes que, para ser precisamente presentes, no tienen nada en común
(cada cosa/ente es nombrado en su irreductible identidad: “idéntico a sí
mismo, pero no idéntico a lo otro”, frag. 8, 57-58).
Llegados aquí, retornemos a la disyunción de los caminos (odos) plan-
teada por la diosa desconocida a Parménides. En el fragmento dos: de un
lado, el camino de la persuasión según la verdad (desocultación): “que es y
que no es posible que no sea”; del otro, el sendero que nada informa: “que
no es y que es necesario que no sea”. El fragmento seis muestra o argu-
menta lo siguiente: “es necesario que lo que es para decir y para pensar
sea, pues es posible ser y la nada no es […] pues tu comenzarás [seguimos
aquí la sugerencia de Cordero] por este primer camino de investigación, y
luego por aquel forjado por los mortales que nada saben, bicéfalos, pues
la carencia de recursos conduce en sus pechos al intelecto (nous) errante.
Son llevados ciegos y sordos, estupefactos, gente sin capacidad de juicio
(akrita), que consideran que ser y no ser son lo mismo y no lo mismo”. Se
trata en esta caso de una senda revertiente o que vuelve al punto de parti-
da (palintropos, que vuelve atrás).
¿Qué significa este mensaje (mytho) que la diosa desconocida transmi-
te a Parménides? Siguiendo nuestra clave de lectura, podríamos interpre-

33
tarlo de este modo: en el mundo de la doxa no es posible pensar (noein) ni
decir (legein) porque se trata de un sendero que no lleva a ninguna parte
(vuelve atrás); el pensamiento y el decir intentan atrapar lo que es (el ente)
pero, al carecer del hilo conductor del ser se extravían y confunden (acríti-
camente) el ser con el no ser (como si fuesen “lo mismo y no lo mismo”),
pues toman cada cosa como separada en su sustantiva presencia. En cam-
bio, para “el hombre vidente” o “el hombre que sabe” (frag. 1, 3), a quien
se le ha revelado (desocultado) el ser, se abre un camino (el camino del
ser) que permite al pensar y al decir, avanzar persuasivamente.
Hagamos aquí una breve parada en el camino para preguntarnos: ¿de
qué nos habla la diosa desconocida a través de Parménides? Antepongamos
a esta pregunta esta otra: ¿a quién le habla la diosa desconocida? Comen-
cemos por intentar responder a esta última: la diosa desconocida nos habla
a nosotros, los que buscamos el conocimiento y lo buscamos recorriendo
un camino incierto, entre el mito y el logos, que con el tiempo tomará el
nombre de filosofía. Jugando con las palabras, el conocimiento tiene su
fuente en lo desconocido (la diosa desconocida); pero, también, si supo-
nemos que esa diosa desconocida no es otra que la Noche, el conocimien-
to tiene su fuente en lo nocturno desconocido. Podemos retomar aquí la
sugerencia de Gómez-Lobo y leer en paralelo el proemio de Parménides
con la Teogonía de Hesíodo: describiendo el movimiento de la Noche y
el Día, Hesíodo dice que

[…] uno [el Día] llevando a los terrestres la luz multivalente; a Hipnos
[sueño], hermano de Tánatos [muerte], la otra, en sus brazos: la Noche
funesta, envuelta en nube brumosa. Allí, los hijos de la Noche sombría
tienen sus casas: Hipnos y Tánatos, dioses terribles; y nunca sobre ellos
Helios resplandeciente, con sus rayos, pone la vista, cuando al cielo sube
o desde el cielo desciende.57

Hay un conocimiento oscuro y nocturno del sueño y la muerte. Ese cono-


cimiento nocturno está referido al ser en su relación y en su no relación, en
su diferencia, con el ente. Es allí en donde tiene su raíz el pensar (noein)
según el ser.
El prisionero de la caverna platónica y el viajero parmenídeo inician
su camino hacia el conocimiento partiendo del mismo lugar: el mundo de
la doxa (dejemos de lado, por ahora, si se trata de la apariencia o del apa-

57 Hesíodo, Teogonía, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1978,

vv. 755-761, p. 26.

34
recer), pero toman direcciones diferentes: el prisionero platónico se diri-
ge hacia la luz (hacia una luz más auténtica o más plena o más luminosa)
mientras que el viajero parmenídeo se dirige hacia la oscuridad. Uno se
eleva, el otro profundiza.

6. Parménides: la vía de la opinión

Si damos por correcta la división del poema de Parménides en tres par-


tes, de acuerdo con los fragmentos o citas conservados (proemio, frag. 1;
vía de la verdad, frags. 2 a 8; vía de la opinión, frags. 9 a 19), podríamos
intentar ahora explorar un poco la tercera parte. Y para hacer posible esta
exploración, podríamos tomar como sugerencia la tesis de Néstor Corde-
ro de que solo hay dos vías posibles: “o se sigue el camino de la verdad
(aletheia), que se apoya en una tesis irrefutable y necesaria, o el pensa-
miento se reduce a opiniones (doxai, plural de doxa) vacías y contradicto-
rias”. Sin embargo, antes de seguir por ese camino, creemos conveniente
trabajar un poco mejor la afirmación según la cual “la presentación de la
posibilidad hipotética que razona como si lo que está siendo no existiese,
es la doxa”.58 ¿Qué significa pensar (o razonar) que lo que está siendo no
existe? ¿Cómo y en qué sentido es posible pensar el ser como no siendo?
La respuesta a estos interrogantes nos la brinda el mismo Cordero un
poco más adelante: lo que Parménides muestra en la vía de la opinión es
“el aspecto oculto del virus que suele contaminar el pensamiento filosófi-
co” y con esto se refiere a que “nadie admite abiertamente […] que no hay
nada, que lo que está siendo no es”, y, sin embargo, “la costumbre invete-
rada nos lleva a relativizar el hecho de ser, a creer que él se agota en ‘las
cosas’ (=‘los entes’, en griego)”.59
Creemos ver aquí una confirmación de nuestra interpretación del poe-
ma de Parménides según la cual la vía de la verdad sigue el camino del ser
que se desoculta al pensar, mientras que la vía de la opinión discurre con
palabras entre la diversidad del ente sin advertir que el ente (sustantivo)
es por el ser (verbo) y, como consecuencia de no advertirlo, la vía de la
opinión discurre confundiendo el uno (el ente) con el otro (el ser) y, tam-
bién, confunde el nombrar (el ente) con el pensar (el ser). La condición de
posibilidad de esta confusión estaría, según nuestra interpretación, en que
el ser es en el ente y es el ente (pero el ente no es el ser) y en que el pen-

58 Cordero, N. L., op. cit., p. 173.


59 Ibid., p. 174.

35
sar piensa en y a través de las palabras o los nombres (pero las palabras o
los nombres no son el pensar): el no advertir esta diferencia constituye “el
orden engañador” que caracteriza la vía de la opinión (frag. 8, 52).
Si esto es así, se puede entender mejor, creemos, por qué la diosa des-
conocida se ocupa en enseñarle a Parménides no solo la vía de la verdad
sino que le muestra también la de la opinión (frags. 1, 30-32; 8, 51-61; 9
y ss.). Puesto que la vía de la opinión no constituye un mundo falso hecho
de apariencias (cuyo sustento ontológico sería la nada o el no ser), sino que
ese mundo tiene la misma consistencia ontológica que la vía de la verdad
aunque según un orden imposible de pensar y de decir, entonces, el pensar
se encuentra ante la disyunción de dos vías (y agregaríamos aquí, respecto
de lo mismo): por una vía dice (de lo mismo) que es según la verdad; por la
otra, dice (de lo mismo) lo que parece según el nombre y la opinión habi-
tual; solo que, en este caso, se trata de un decir sin pensar, puesto que “es
lo mismo pensar y ser” (frag. 3) y que el sendero del no ser “es completa-
mente incognoscible, pues no conocerás lo que no es (pues es imposible)
ni lo mencionarás” (frag. 2, 6-8).
Pero, entonces, ¿de qué habla la doxa?, ¿cuál es su sustento ontoló-
gico? O, como lo plantea Cordero, “¿sobre qué son las opiniones?”. La
respuesta que da Cordero es que “para Parménides el ‘objeto’ de las opi-
niones es lo que es, el ser”. De allí concluye Cordero que “el auténtico
filósofo […] y los mortales que nada saben […] comparten el mismo obje-
to de estudio”.60 La doxa, entonces, habla del ser, de igual manera que lo
hace la verdad, solo que, mientras la doxa dice del ser lo que es manifies-
to a la luz del día y está presente ante la opinión (pública), la verdad dice
del ser su lado oscuro, no manifiesto ante la opinión o el discurso de los
mortales, pero presente al pensar. Veamos entonces cómo habla y cómo
piensa la doxa.
El fragmento 16 dice lo siguiente: “así como en cada ocasión hay una
mezcla de miembros pródigos en movimiento, así el pensamiento (nous)
está presente en los hombres. Pues, para los hombres, tanto en general
como en particular, la naturaleza de los miembros es lo que piensa (phro-
nei); pues el pensamiento (noema) es lo pleno”.
Respecto de este fragmento, Cordero hace la siguiente interpreta-
ción: si el pensar es siempre el pensar del ser, entonces, de “una cons-
trucción doble y ‘conjuntiva’ no podrá surgir sino un pensamiento doble
y ‘conjuntivo’”;61 es decir, una doxa que no discrimina la disyunción que

60 Ibid., p. 177.
61 Ibid., p. 185.

36
plantea el fragmento 2 entre el es y el no es. Gómez-Lobo, por su parte,
remite a la interpretación de Teofrasto: “Parménides identificó el pensa-
miento y la percepción aplicando la misma teoría explicativa a un caso
límite de la percepción sensible, al caso de un muerto. Puesto que la muer-
te consiste en la pérdida del calor (de la luz, en terminología parmenídea
estricta), el cadáver –en virtud del principio similia similibus– no puede
percibir ni la luz, ni lo caliente ni sonido alguno, pero sí percibe lo frío, el
silencio y los demás contrarios”.62
Entonces, la vía de la opinión es la que corresponde a “los mortales que
nada saben, bicéfalos” (frag. 6, 4) y esto puede ser entendido en el sentido
de que, con cierto anacronismo, si decimos que “el sujeto” de la opinión
es el ser mortal, entonces la opinión misma está sometida a la condición
ambigua que porta el sujeto que le corresponde: ser mortal significa vivir
o existir de tal modo que lo otro de la vida, su negación, está mezclado
con la vida misma; del mismo modo que, en la opinión, “el camino […]
vuelve al punto de partida” en la medida en que se considera que “ser y
no ser son lo mismo y no lo mismo” (frag. 6, 8-9). Mientras el hombre es
hombre, es decir mortal, está sometido a la ley de la inestabilidad de la
vida y su vía es inevitablemente la de la opinión; pero puede tener también
el anuncio o la revelación de una vida, que no es humana ni mortal sino
divina, que le muestra un camino que “está fuera y separado del sendero
de los hombres” (frag. 1, 27) y que tiene sentido para el hombre precisa-
mente por ser mortal.

7. Heráclito y el logos

Como veníamos diciendo, logos “significa a la vez palabra y pensamiento


y, de un modo más primario, reunión, selección; de modo que ‘logos’ es
la palabra en cuanto expresa un significado en la articulación del lengua-
je y a través de esa articulación misma, mientras que el mito hace presen-
te en su palabra aquello que no puede estar plenamente a la luz del día (o
a la luz selectiva del logos)”.63 Digamos ahora de qué manera se articula
en el pensamiento de Heráclito (vivó aproximadamente entre 535 y 484
a. C.), este significado de logos en su inseparable relación con el mito. Y,
así como en nuestra primera aproximación a Parménides propusimos adju-

62 Gómez Lobo, A., op. cit., p. 198.


63 Véase en este capítulo el apartado “1. Mito y logos”.

37
dicarle el epíteto heraclíteo de oscuro,64 intentemos ahora llevar un poco
de claridad parmenídea al discurso herácliteo para que su oscuridad nos
resulte un poco más luminosa.
Comencemos por las clasificaciones: la tradición filosófica que toma
su origen en Platón ubica a Parménides como el pensador del ser y a Herá-
clito como el pensador del devenir. Dejando de lado la cuestión en parte
erudita de que tal idea del devenir no está presente en los fragmentos con-
servados de Heráclito,65 nos gustaría retomar aquí esa idea para pensar el
devenir como logos y el logos como reunión: unidad que se diferencia,
diferencia que se reúne. Veamos los textos.

Aunque este logos existe siempre, los hombres se tornan incapaces de com-
prenderlo, tanto antes de oírlo como una vez que lo han oído. En efecto,
aun cuando todo sucede según este logos, parecen inexpertos al experimen-
tar con palabras y acciones tales como las que yo describo, cuando distingo
cada una según la naturaleza y muestro cómo es; pero a los demás hombres
les pasan inadvertidas cuantas cosas hacen despiertos, del mismo modo que
les pasan inadvertidas cuantas hacen mientras duermen (frag. 1).66

El logos aparece aquí ligado al estado de vigilia. Despiertos son los hom-
bres que viven según el logos porque, de este modo, viven en común o tie-
nen la vida en común; es decir, viven en la polis o tienen una vida política:

Para los despiertos hay un mundo único y común (koinon), mientras que
cada uno de los que duermen se vuelve hacia uno particular (idion) (frag. 89).

No se debe hacer (poiein) ni decir (legein) como los que duermen (frag. 73).

Por lo cual es necesario seguir a lo común; pero aunque el logos es


común, la mayoría viven como si tuvieran una inteligencia (phronesis)
particular (idion) (frag. 2).

64 Véase en este capítulo el apartado “4. Parménides y Platón: mitos, alegorías y metá-

foras sobre el pensamiento”.


65 “Las palabras panta rei [todo fluye] no se encuentran en nuestros fragmentos de

Heráclito, y quizá no se remontan a él, sino a alguno de sus secuaces tardíos, como Cratilo”.
Jaeger, W., La teología de los primeros filósofos griegos, México, Fondo de Cultura Eco-
nómica, 1952, p. 231, n. 4.
66 En lo que sigue, referenciamos a Heráclito por la versión castellana de Rodolfo

Mondolfo, con ligeras variantes: Mondolfo, R., Heráclito. Textos y problemas de su inter-
pretación, México, Siglo XXI, 1981.

38
La mayoría (polloi) no comprende cosas tales como aquellas con que se
encuentran, ni las conocen aunque se las hayan enseñado, sino que creen
haberlas entendido por sí mismos (frag. 17).

Es necesario que los que hablan con inteligencia confíen en lo común a


todos, tal como una polis en su ley (nomos), y con mucha mayor confianza
aún; en efecto, todas las leyes se nutren de una sola, la divina (frag. 114).

El logos reúne lo diverso y lo hace común, hace comunidad de la diversi-


dad, en la medida en que el logos deviene reuniendo lo diverso. Si Herá-
clito es un pensador del devenir, lo es, no en cuanto piensa el devenir, sino
en cuanto su logos deviene haciendo comunidad de las diferencias. Quie-
nes cierran su logos sobre sí mismo y lo detienen, viven (hacen y dicen)
de un modo particular o privado (privado de lo común). Lo que deviene
entonces es el discurso (logos) en la circulación de la palabra y en la flui-
dez del sentido. Aquí encontramos una paradoja (y el logos heraclíteo es
paradojal): “lo que distingue la filosofía de las simples opiniones persona-
les de los hombres individuales” es precisamente la “comunidad de com-
prensión”; sin embargo, mientras que los hombres individuales que viven
como dormidos en su mundo privado son mayoría, “la filosofía no es en
modo alguno propiedad común, sino siempre convicción especial de alguna
persona”.67 Podríamos decir aquí que no todo estar juntos uno con el otro
hace comunidad sino solo aquel modo de ser cada uno para sí mismo en
su diferencia y en su relación con el otro; es decir, conforme con el logos.
Pero entonces, el logos mismo debe ser capaz no solo de reunir lo diverso
para hacer comunidad sino que también ha de poder diversificarse a partir
de la unidad; es decir, a partir de una unidad imposible como la plantean
las imágenes de la guerra o el fuego:

Guerra (polemos) es padre de todos, rey de todos: a unos ha acreditado


como dioses, a otros como hombres; a unos ha hecho esclavos, a otros
libres (frag. 53).
Es necesario saber que la guerra (polemos) es común, y la justicia
discordia (eris), y que todo sucede según discordia y necesidad (frag. 80).
Todo sucede según discordia (eris) (frag. 8).
El dios: día noche, verano invierno, guerra paz, saciedad hambre; se
transforma como fuego que, cuando se mezcla con especias, es denomi-
nado según el aroma de cada una (frag. 67).

67 Ibid., p. 116.

39
Este mundo (kosmos), el mismo para todos, ninguno de los dioses
ni de los hombres lo ha hecho, sino que existió siempre, existe y existirá
en tanto fuego siempre-vivo, encendiéndose con medida y con medida
apagándose (frag. 30).
Con el fuego tienen intercambio todas las cosas y con todas las cosas
el fuego, tal como con el oro las mercancías y con las mercancías el oro
(frag. 90).

Se trata aquí de la imposible reunión de la unidad consigo misma según


el principio de identidad: del mismo modo que la unidad de la guerra y la
discordia no se pueden pensar sin la dualidad de los términos en conflicto,
tampoco el fuego se puede pensar en su unidad sin las transformaciones
que produce y en las que existe. Cada cosa remite a otra y ninguna remite
a sí misma o, dicho de otro modo (o del mismo modo), cada cosa remite
a otra cosa remitiendo a sí misma:

Como una misma cosa está en nosotros lo viviente y lo muerto, así como
lo despierto y lo dormido, lo joven y lo viejo; pues estos, al cambiar, son
aquellos, y aquellos, al cambiar, son estos (frag. 88).

Donde mejor se exhibe este significado paradojal del logos como reunión
es en los siguientes aforismos:

Nombre del arco (toxon) es vida (bios); su función es muerte (thanatos)


(frag. 48).
No entienden cómo, al divergir, se converge consigo mismo: armo-
nía propia del tender en direcciones opuestas, como la del arco (toxon) y
de la lira (lyre) (frag. 51).

En el fragmento 48, Heráclito juega con las palabras: al arco (toxon) se lo


nombra también con la palabra biós, casi la misma palabra que nombra la
vida (bíos) ya que solo se diferencian por el acento; sin embargo, su sig-
nificado es muy distinto puesto que el primero produce muerte que es lo
opuesto de la vida. De la misma manera, en el fragmento 51 las oposicio-
nes son múltiples: tanto el arco como la lira son lo que son (arco y lira)
por la tensión que los constituye (entre la fuerza divergente de la estruc-
tura de madera y la fuerza convergente de las cuerdas) y, también, por su
mutua relación; el primero produce la muerte y la segunda canta a la vida.
Comentando esta particularidad del logos heraclíteo –o este parti-
cular uso del logos por parte de Heráclito–, Rodolfo Mondolfo sostiene

40
que “debemos partir de su convicción fundamental de que toda realidad
es siempre unión de tensiones opuestas, y de que el flujo universal, como
paso inevitable de un opuesto a su contrario, está determinado por esta
naturaleza interna de los opuestos” y agrega, un poco más adelante, que
“la concepción heraclítea de un flujo que es relación de contrarios (con-
cidentia oppositorum), podía conciliarse con el hábito etimologizante que
busca en el nombre la esencia de la realidad, solo a condición de que se
reconociera en los nombres la misma coincidencia de los opuestos que se
reconocía en la realidad”, ya que “cuando una palabra parece tener un sig-
nificado unívoco, a Heráclito le parece inadaptada para expresar el valor
pleno de la realidad”.68
Volvamos ahora a nuestro punto de partida, que era la búsqueda del
origen del discurso filosófico entre el mito y el logos. Tal vez, no haya tan-
ta diferencia entre la palabra mítica que dice sin decir del todo, dejando en
las sombras aquello que no puede estar plenamente a la luz (sería este el
caso de nuestra versión de Parménides: el discurso del ser en su relación
con el ente) y el discurso del logos que dice en la circulación intermina-
ble de la palabra un significado que no puede ser atrapado por ninguna
de ellas, como dice Heráclito en el fragmento (discutido en su autentici-
dad) 49 a: “En los mismos ríos ingresamos y no ingresamos, estamos y no
estamos”. La experiencia del logos a la que nos invita Heráclito –o en la
que nos sumerge, para seguir con la imagen del río–, nos lleva de lo par-
ticular o privado, que se corresponde con el mundo de una cotidianeidad
adormecida en la que cada cosa (también cada palabra y nosotros mismos)
es lo que es según el principio de identidad, a lo que es común –el mun-
do despierto y “apartado” de “lo sabio”, frag. 108– según la contrariedad
(polemos, eris) que es propia del principio de diferencia que no permite a
cada cosa, particular o privada, reposar en sí misma. Entonces, vemos a
la filosofía surgir allí donde lo real se muestra y se sustrae según el mito
y, también, allí donde no se deja atrapar según el logos que reúne diferen-
ciando y diferencia reuniendo.

8. Aristóteles: los discursos del ser

Hemos visto cómo, en Parménides, la filosofía se anuncia como un cami-


no de o hacia la verdad del ser en su diferencia (y, también, en su posi-
ble confusión) con la no verdad de la opinión (doxa) que se extravía en la

68 Ibid., pp. 325-326.

41
diversidad del ente; y hemos visto también cómo, en Heráclito, la filosofía
se entreteje como discurso del logos que hace comunidad sobre el borde
mismo de una siempre posible no comunidad (particularidad, apropiación
privada del discurso). Un poco más tarde, Platón (427-347 a. C.) planteará
una filosofía tensionada metafísicamente entre planos bien diferenciados:
entre la sombra cavernaria y la idea solo puede haber remisión alegórica ya
que el tránsito de una a otra supone una alteración radical de la mirada. La
alegoría de la caverna presenta ese tránsito de forma dramática: el prisio-
nero no quiere liberase y el liberado no quiere volver a la caverna (en una
situación similar se encuentra el filósofo que Platón imagina como gober-
nante de la comunidad justa: no quiere gobernar la polis porque se resiste
a abandonar la contemplación de las ideas). Algo del mundo presocráti-
co se ha roto o ha cambiado definitivamente y la filosofía, que iba transi-
tando entre los andariveles del mito y el logos va, poco a poco, separando
ambos términos, alejando el logos del mito, haciendo del mito un discur-
so sombrío (por seguir con la alegoría platónica) y haciendo del logos el
lugar de una verdad cada vez más unívoca y luminosa, de una luminosidad
sin sombras. Sin embargo, la respuesta platónica no satisface a Aristóteles
(384-322 a. C.), que encuentra en semejante distanciamiento entre la idea
y las cosas una paradójica resurrección del mito: la trascendencia de la
idea respecto de las cosas. Entonces, Aristóteles busca una conexión entre
ambas (la idea y las cosas, los entes) y el resultado de semejante intento
constituye a partir de allí un paradigma dominante para la filosofía poste-
rior, probablemente hasta Nietzsche por lo menos.
El libro vii de la Metafísica de Aristóteles comienza con una afirma-
ción tan rotunda como problemática: “ente se dice (leguetai) de múltiples
maneras”.69 La enumeración respecto de esa multiplicidad fue hecha en el
capítulo 7 del libro v. Aristóteles las clasifica en dos grupos: ser por acci-
dente, cuando, por ejemplo, se dice “el hombre es culto”; en este caso, lo
que se está diciendo es que ser culto corresponde accidentalmente al hom-
bre, que el ente (hombre, en este caso) es (no por sí mismo sino acciden-
talmente) en cuanto culto (de modo que aun dejando de ser culto no por
ello dejaría de ser el ente hombre que es). En el otro grupo, Aristóteles
reúne las formas de decir el ente por sí mismo (y no por accidente). En los
escritos lógicos, Aristóteles agrupa la formas múltiples de decir el ente en
diez categorías: ousia (hombre, caballo), cantidad (de tal o cual medida),
cualidad (blanco, gramatical), relación (doble, mitad, más grande), lugar

69 En lo que sigue citamos la Metafísica de Aristóteles por la versión castellana de

García Yebra, con ligeras modificaciones. Aristóteles, Metafísica, Madrid, Gredos, 1982.

42
(en la plaza pública, en el liceo), tiempo (ayer, el año pasado), situación
o posición (estar acostado, estar sentado), posesión (estar calzado, estar
armado), hacer o acción (cortar, quemar), padecer o pasión (ser cortado,
ser quemado).70 De estas diez categorías o formas de decir el ente (o lo
que es, lo real), la primera y principal es la ousia puesto que por medio de
la ousia se dice del ente lo que es (podríamos decir su esencia) y su sin-
gularidad (el esto). Por ejemplo, si decimos de un ente que es “hombre”
o “dios”, decimos lo que es, es decir su ousia. En cambio, las restantes
categorías dicen del ente sus modos de ser, formas derivas de ser: su ser
de este u otro tamaño, su ser o tener una cualidad u otra, su relación con
otros entes, etcétera.
De todo esto resulta, según Aristóteles, que “es por la ousia que cada
una de las cosas mencionadas existe”; de modo que “el ente, en sentido
primario y no en sentido restringido sino absoluto será la ousia” (Metafí-
sica, 1028 a 20). Ahora bien, podemos preguntarnos qué significa ousia,
puesto que con ella se dice el ente de modo absoluto. Veamos primero qué
significa la palabra ousia.
Se trata de “una sustantivación del participio presente femenino, ousa,
del verbo eimi (infinitivo, einai), es decir, ‘ser’”. En este sentido, la pala-
bra ousia dice algo similar a lo que dice la palabra “ente” (sustantivación
del participio presente masculino del verbo ser); solo que, mientras el ente
nombra el ser presente, la ousia nombra la cualidad misma de ese ser pre-
sente, la presencialidad (del presentar). Si el ente es lo real, la ousia es la
realidad (de lo real). Todo esto está relacionado con los usos de un len-
guaje que nombra con la palabra ousia “algo que es propiedad de una per-
sona, […] una riqueza”.71
Retornemos a nuestro punto de partida: “ente se dice de múltiples
maneras” y en este decir (leguetai) hay un modo principal que es el de decir
del ente su ousia, lo que el ente es por sí mismo, su realidad más propia o
auténtica. De modo que, finalmente, la pregunta qué es el ente equivale a
la pregunta qué es la ousia: “así, lo que antiguamente, ahora y siempre se
busca y se cuestiona, ‘qué es ente’, equivale a ‘qué es la ousia (realidad)’
(ya que unos afirman que es ‘una’, otros ‘más que una’, y, entre estos,
algunos que su número es limitado; otros, en cambio, que es ilimitado)”
(Metafísica, 1028 b 3).

70 Aristóteles, Tratados de lógica (El organon), México, Porrúa, 1977, “Categorías,

cap. IV”, p. 24.


71 Ferrater Mora, J., Diccionario de filosofía, Buenos Aires, Sudamericana, 1975, t.

ii, “ousía”, p. 354.

43
Con esto estamos de alguna manera dentro del territorio delimita-
do por Parménides: hay un camino de la opinión (doxa) que transitan los
mortales que dicen (leguein) el ente en su diversidad, y hay un camino de
la verdad que transita el hombre vidente y dice el ente en su ser (y no en
su vana diversidad), y estamos también dentro del territorio delimitado
por Heráclito, en cuanto el decir (leguein) reúne la diversidad en la uni-
dad y dispersa la unidad en la diversidad. Pero seguimos sin entender qué
significa ousia en Aristóteles. Recurramos entonces a la ayuda de Jean
Brun, quien recurre a su vez al auxilio de Joseph Owens: la palabra ousia
forma parte de dos palabras interesantes, parousia (que se puede traducir
por presencia) y apousia (que se puede traducir por ausencia), del mismo
modo que prae-sentia se traduce por presencia y ab-sentia, por ausencia,
sobre la base de la palabra ente. Lo que está en juego aquí es la referencia
a cierta cualidad del ente (y de la ousia) que se manifiesta en el juego de
la presencia y la ausencia: “en cierto sentido, la presencia y la ausencia
[…] participan de la ousia”.72
Volvamos sobre Aristóteles: lo real (el ente) se dice de muchas mane-
ras y hay una que es principal que es decir su realidad (ousia). Pero ¿qué
es la realidad (ousia)? Semejante pregunta tiene valor solo como pregunta
y no hay respuestas que la cancelen, salvo al abandono de la pregunta mis-
ma. Pero, como pregunta, condiciona de algún modo las respuestas. Pre-
guntar por la ousia implica orientar la búsqueda de respuesta dentro de un
ámbito: el de la presencia. Si lo real (el ente) es lo presente y preguntamos
por aquello que hace a lo presente (ente) estar presente, entonces nuestra
búsqueda se encamina hacia el ámbito de la presencialidad (la ousia): lo
que trae a la presencia a lo presente y lo mantiene allí presente, lo siempre
ya presente. Ahora bien, ¿qué es la ousia entonces?
Aristóteles distingue cuatro modos de significar esta palabra: “ousia
(realidad) se dice (leguetai), si no de más, principalmente de cuatro mane-
ras. En efecto, tanto lo-que-es, como el universal y el género comúnmente
se admite que son ousia [realidades] de cada cosa, y, en cuarto lugar, el
sujeto (hypokeimenon)”. Ahora bien: “‘sujeto’ (hypokeimenon) es aque-
llo de lo que todo lo demás se dice, pero que él mismo jamás se dice de
otra cosa. Tendremos pues, que comenzar ocupándonos de él, ya que sue-
le considerarse que ousia es ante todo y en primer término el hypokeime-
non” (Metafísica, 1028 b 33).
Llegamos aquí al final de nuestro recorrido, inevitablemente veloz y
superficial, respecto de un tema complejo y difícil que ha dado que hablar

72 Brun, J., Aristóteles y el Liceo, Buenos Aires, Eudeba, 1979, pp. 115-116.

44
durante más de dos mil años a la filosofía: el ente se dice de muchas mane-
ras pero hay una manera que dice el ente de modo principal que es aquella
manera de decir del ente su ser más propio: la ousia. Por su parte, también
la ousia se dice de varias maneras y, fundamentalmente de cuatro mane-
ras, siendo la manera principal aquella en la que la ousia es puesta como
sujeto. Y este poner como sujeto no es otra cosa que referir el logos a algo
que subyace: el hypokeimenon, término griego equivalente al término lati-
no subjectum. Ambos términos se suelen traducir por substancia (lo que
está debajo y, por lo tanto, sostiene y fundamenta); pero, también se los
puede traducir de un modo más literal, como sujeto: aquello que está allí
siempre como supuesto necesario y soporte de toda presencia, lo siempre
ya presente que posibilita y ordena el logos en los discursos del ser.

9. Dios y la filosofía: de Platón a San Agustín

Las relaciones entre Dios y la filosofía pueden ser planteadas de muchas


maneras; aquí, nos interesará particularmente observar de qué maneras
diversas se produce el encuentro entre, por un lado, la filosofía que hemos
visto surgir en Grecia en los lejanos tiempos de Hesíodo (siglos viii/vii
a. C.), tal vez no casualmente en la Teogonía (sobre el origen, génesis o
genealogía de los dioses), dentro de un entramado discursivo tejido con
elementos míticos y recursos del logos y, por otro lado, la novedad cris-
tiana que aporta a la filosofía algo que no parece haber estado presente
en aquellos comienzos y que, al presentarse, divide el tiempo del mundo
entre un antes y un después. La presencia de Cristo en el mundo, un Dios
hecho hombre, constituye un acontecimiento que desafía los alcances del
logos y parece restituir la potencia expresiva del mito (recordar que “mito”
y “misterio” son términos que derivan de la misma raíz, myein). La filoso-
fía cristiana planteará esta relación en términos del encuentro y desencuen-
tro entre la fe (respecto del logos revelado sobrenaturalmente en la Biblia:
“en el principio era el logos y el logos era con Dios el logos era Dios”,
afirma el Evangelio de Juan) y la razón (conocimiento natural, o, también,
conocimiento que el hombre puede alcanzar de modo natural sin el auxi-
lio sobrenatural de la gracia divina que se expresa en la fe). El catálogo de
las verdades sobrenaturales que la filosofía cristiana acepta por la fe y que
desafían la razón es amplio (que Dios se haga hombre, que sea uno y trino
a la vez, que Cristo hijo de Dios muera y resucite…); sin embargo, tal vez
ese conjunto de verdades que desafían al logos filosófico se podría sinte-
tizar en uno de sus componentes que tomaremos aquí como componente

45
central de la metafísica cristiana: la afirmación de que “Dios ha creado al
mundo de la nada” (ex nihilo fit ens creatum); afirmación que resulta ser
claramente contrapuesta a la noción griega de que toda creación trabaja
sobre un material preexistente puesto que “de la nada, nada se sigue” (ex
nihilo nihil fit). Ya Parménides había sostenido que la única vía para pen-
sar es la vía del ser y que la vía del no ser es intransitable.
Ahora bien, entre fe y razón cabe pensar las siguientes posibilidades
de articulación: afirmar la fe en contra de la razón (Tertuliano sostendrá
en el siglo ii d. C. que credo quia absurdum, “creo porque es absurdo”);
afirmar la razón en contra de la fe (las verdades que se presentan enmas-
caradas bajo el ropaje simbólico de la fe pueden y deben ser comprendidas
racionalmente); separar ambos regímenes de verdad en dos campos inco-
municables; hacer de la fe un presupuesto de la razón (San Agustín dirá
en el siglo iv que credo ut intelligam, “creo para entender”); articular de
modo armónico fe y razón (Santo Tomás sostendrá en el siglo xiii que fe
y razón no constituyen dominios heterogéneos e incompatibles sino arti-
culables y, en cierto modo, complementarios).73
Comenzaremos a recorrer este camino de encuentro entre Dios y la
filosofía a partir de San Agustín (354-430). En Contra los académicos, obra
escrita en Casicíaco (ciudad cercana a Milán) hacia el año 386 (Agustín
recibirá el bautismo, signo de su conversión al cristianismo, en 387), se
puede encontrar una interesante articulación entre la filosofía platónica y
la revelación cristiana. En el capítulo xx del libro iii sostiene Agustín que

[…] una doble fuerza nos impulsa al aprendizaje: la autoridad y la


razón. Y para mí es cosa cierta que no debo apartarme de la autoridad
de Cristo, pues no hallo otra más firme. En los temas que exigen arduos
razonamientos –pues tal es mi condición que impacientemente estoy
deseando de conocer la verdad, no solo por fe sino por comprensión de la
inteligencia– confío entre tanto hallar entre los platónicos la doctrina más
conforme con nuestra revelación.74

Podemos ver en esta obra de Agustín un momento de transición entre la


filosofía griega y el cristianismo tanto desde una perspectiva histórica cuan-
to desde el punto de vista de la propia trayectoria vital del autor. En el pri-

73 Sobre estos temas, puede consultarse Carpio, A. P., Principios de filosofía, Buenos

Aires, Glauco, 1974, pp. 142-145.


74 San Agustín, Obras de San Agustín. iii, Madrid, b.a.c., 1971, “Contra los Acadé-

micos”, p. 190.

46
mer sentido, la recuperación del platonismo originario le permite a Agustín
superar el escepticismo planteado por la Academia nueva dirigida por Car-
néadas a partir del año 160 a. C.; en el segundo sentido, la recuperación del
platonismo le permite a Agustín encontrar una forma de articulación entre
la filosofía que busca la verdad por medio de la argumentación racional y la
fe que acepta la verdad presente en la revelación bíblica. Esta transición
entre el sistema de la filosofía antigua y el de la filosofía cristiana es, tam-
bién, un momento de crisis e inestabilidad que Agustín intenta superar por
medio de la filosofía misma. Después de establecer que “vivir felizmente”
(beata vivere) es “vivir conforme con lo mejor que hay en el hombre” y
que esa porción “puede llamarse mente o razón” (mens aut ratio), Agus-
tín se plantea en Contra los académicos si la vida filosófica que conduce
a la vida feliz puede consistir en la mera búsqueda e investigación de la
verdad o, antes bien, requiere de su plena posesión (libro i, caps. ii y iii).
La fuente de inspiración platónica está, como hemos visto, explíci-
tamente puesta de manifiesto por parte de Agustín; sin embargo, será útil
volver aquí sobre el tema para darle un marco situacional más amplio. En
La República, los argumentos que Platón desarrolla en torno de la supe-
rioridad política y existencial del filósofo por sobre la figura del sofista se
apoyan, en última instancia, sobre la experiencia de la verdad entendida
como tránsito del alma hacia su autenticidad (y en este sentido puede ser
interpretada la alegoría de la caverna como tránsito de lo oscuro y esca-
samente real a la realidad plena y luminosa). La experiencia de la verdad
es también la fuente de la que brotan todas las posibilidades intelectuales
de la argumentación eidética o conceptual en su diferencia con el discurso
sofistico. Así, el filósofo se opone al sofista como el gobernante legítimo
se contrapone al tirano.
En República, el discurso filosófico toma un giro novedoso que Hei-
degger interpreta como mutación en la esencia de la verdad.75 Agregue-
mos a ese dato una referencia al contexto: se trata de la crisis de las formas
tradicionales de la vida en común (la polis) y de las formas posibles de
la superación de esa crisis. El pensamiento filosófico de Platón se mueve
todavía dentro del horizonte espiritual de la polis; sin embargo, su crisis
es definitiva y su recuperación queda instalada sobre el plano utópico de
los ideales que orientan la búsqueda filosófica sin posibilidades prácticas
reales. La disolución de la polis dará lugar después a un nuevo horizon-
te espiritual, el de la cosmopolis, ámbito en el que se pierden los límites
referenciales de la vida en común establecidos por la comunidad política.

75 Véase Heidegger, M., “La doctrina de Platón…”, op. cit.

47
A ese ámbito pertenecen las filosofías postaristotélicas: estoicismo, epicu-
reísmo y escepticismo, por mencionar solo las escuelas o corrientes más
importantes. Finalmente, el cristianismo propondrá una recuperación del
horizonte espiritual perdido, dentro de un ámbito más amplio: la ecúme-
ne cristiana. Para tender un puente, entonces, entre Platón y Agustín, es
necesario situar a ambos dentro de su horizonte espiritual; es decir, dentro
de su mundo histórico. Y, para hacerlo, detengámonos un instante alrede-
dor del problema planteado por Platón en torno de la diferencia entre el
filósofo y el sofista.
En el libro ii de República, Platón sostiene que “nadie, de su volun-
tad, quiere ser engañado en la parte más noble de sí mismo, ni sobre las
cosas más importantes, y nada tememos tanto como abrigar allí la false-
dad” (Rep., 382 a),76 y caracteriza la verdadera falsedad (alethos pseudos)
como “la ignorancia (agnoia) que hay en el alma del engañado; porque
la falsedad en las palabras no es sino una imitación del estado que afecta
al alma, del cual es aquella una imagen posterior, y una falsedad no del
todo pura” (Rep., 382 b-c). En la verdadera falsedad, el alma del engaña-
do carece totalmente de acceso a la verdad y se ve privada, por lo tanto,
de todo tipo de orientación. La falsedad verbal, en cambio, implica en el
mentiroso la presencia de una verdad a partir de la cual este puede dirigir
su acción, en este caso, mentir. Lo divino, que Platón caracteriza como
absolutamente opuesto a la falsedad, está asociado con el elemento supe-
rior y directivo del alma y determina su natural inclinación a la verdad.
Dicho en otros términos, la Idea del Bien “es ella misma la señora y dis-
pensadora de la verdad y de la inteligencia, y tiene que verla quien quie-
ra conducirse sabiamente así en la vida privada como en la vida pública”
(Rep., 517 c). Ahora bien, si la experiencia de la verdad es la condición
de posibilidad de una praxis virtuosa, su realización efectiva depende de
una condición ética: el dominio de sí. En este punto es donde el tipo más
elevado de gobernante, el rey o basileus, se opone al tipo tiránico en una
escala que mensura y distribuye los lugares de un orden de eudaimonia
(felicidad) posible (Rep., 580 b). El tirano es “el hombre que gobierna
mal en su interior”, que empeora su situación “cuando en lugar de pasar
su vida como simple particular, se ve constreñido por algún azar a ejer-
cer la tiranía y trata de dominar a los demás cuando no puede ser señor
de sí mismo” (Rep., 579 c-d). Platón ha desplazado el eje alrededor del
cual giraba la virtud política. El dominio de sí, íntimamente relacionado

76 En lo que sigue, citamos por Platón, La República, México, Universidad Nacional

Autónoma de México, 1971.

48
con la experiencia de la verdad, permite la realización efectiva de esa
praxis interior que define la concepción platónica de la justicia y se pos-
tula como vía de superación de la crisis política. Es importante tener en
cuenta que la noción de “dominio de sí”, que Platón introduce como nue-
vo eje a cuyo alrededor deberá girar la praxis individual y colectiva con-
forme a la virtud, es presentada no sin ciertos recaudos y prevenciones:
“la templanza (sophrosyne) es una especie de orden (kosmos) y señorío
(egkrateia) en los placeres y deseos (epithymion), según lo expresan los
que dicen, no sé en qué sentido, que uno es dueño de sí mismo (kreitto
autou)” (Rep., 430 e). Las reservas de Platón respecto de la noción de
“dominio de sí” parten de la paradójica escisión que esta supone en el
sujeto, a la vez dueño y esclavo de sí mismo, pues todo mando implica
obediencia y, en este caso, un mismo sujeto sería tributario de ambos
predicados. La solución platónica de la paradoja pasa por distinguir den-
tro del alma lo superior y lo inferior: “cuando lo superior por naturaleza
tiene bajo su poder a lo inferior, se dice, y por cierto con alabanza, que
tal sujeto es dueño de sí mismo. Cuando, por el contrario, a causa de la
mala crianza o compañía, lo superior, más endeble, es dominado por
la muchedumbre de lo inferior, censúrase esto como un oprobio, y del
que está en esta disposición se dice que es esclavo de sí mismo y que es
intemperante” (Rep., 431 a-b). El ingreso a la ciudadanía política de una
comunidad organizada conforme con la justicia requiere de la interiori-
zación en los sujetos de la relación intersubjetiva de poder que se consti-
tuye entre los polos del mando y la obediencia. Es decir que, si la praxis
política virtuosa supone determinadas virtudes del ethos individual, este
supone a su vez la vigencia de la relación intersubjetiva de dominio. Es
esta estructura de las relaciones de poder político intra e inter subjetivas
planteada por Platón la que parece quedar desestabilizada junto con el
proceso de disolución de la polis.
Volvamos a Agustín en el punto en que lo habíamos dejado: la vida
feliz implica vivir conforme con la parte del alma que cumple una función
directiva, parte a la que llamamos mente o razón y que tiene una particu-
lar disposición hacia la verdad; de modo que la vida feliz es una vida filo-
sófica en cuanto es allí en donde la verdad se manifiesta. Solo queda por
averiguar –argumenta Agustín– si la mera búsqueda de la verdad y no su
plena posesión nos pone ya sobre el plano de la vida feliz. Emparentada
con esta cuestión de la verdad está la cuestión del error en el doble senti-
do de errancia y de no verdad que Agustín desarrolla en el capítulo iv del
libro i, poniendo el argumento en boca de Trigecio: “el que yerra (errat)
ni vive según la razón ni es dichoso totalmente. Es así que yerra el que

49
siempre busca y nunca halla”;77 de modo que “errar es andar buscando,
sin atinar en lo que se busca”.78 Licencio, en cambio, sostiene la posición
filosófica del escepticismo:

[…] el error, creo yo, consiste en la aprobación de lo falso por verdadero;


y en este escollo no da el que juzga que ha de buscarse siempre la verdad,
pues no puede aprobar cosa falsa el que no aprueba nada; luego es impo-
sible que yerre. Y dichoso puede serlo fácilmente, pues para no ir más
lejos, si a nosotros se nos permitiera siempre vivir tal como vivimos ayer
[intercambiando argumentos como quien filosofa alrededor de un tema
sin otra preocupación], no se me ocurre ninguna razón para no tenernos
por felices.79

Para seguir adelante con la argumentación en torno del problema plantea-


do respecto de la sabiduría y la vida feliz en su relación con la verdad y el
error, Agustín presenta, en el capítulo v del libro ii, la doctrina del escep-
ticismo académico en su oposición con la doctrina estoica de la verdad:

[…] el sabio no da su asentimiento a ninguna cosa, porque necesariamen-


te yerra –y esto es impropio del sabio– asintiendo a cosas inciertas. Y
no solo afirmaban que todo era incierto, sino que apoyaban su tesis con
muchísimos argumentos. Pero que no puede comprenderse la verdad lo
deducían de una definición del estoico Zenón, según la cual solo puede
tenerse por verdadera aquella representación que es impresa en el alma
por el objeto mismo de donde se origina, y que no puede venir de aquello
de donde no es. O más breve y claramente: lo verdadero ha de ser recono-
cido por ciertos signos que no puede tener lo falso. Y que estos signos no
pueden hallarse en nuestras percepciones, se empeñaron en demostrarlo
con mucha tenacidad los académicos.80

Ahora bien, el sabio escéptico que evita el error por medio de la suspen-
sión del juicio acepta, sin embargo, una forma probable de la verdad para
guiar su vida práctica que es la verosimilitud. Y, en la medida en que la
verosimilitud no es otra cosa que “lo semejante a la verdad”, el sabio escép-
tico resulta un personaje contradictorio: conoce y no conoce la verdad al

77 Ibid., p. 83.
78 Ibid., p. 84.
79 Ibid., p. 85.
80 Ibid., p. 113.

50
conocer lo verosímil (capítulo vii, libro ii). Se trata entonces de establecer
si al hombre le es dada la presencia de la verdad y, consiguientemente, la
posibilidad de la sabiduría.
Este problema es abordado por Agustín en el libro iii; después de sos-
tener en el capítulo vi que “solo algún divino numen puede manifestar al
hombre lo que es la verdad”,81 presenta en el capítulo xi el siguiente argu-
mento que, como veremos luego, anticipa al cogito cartesiano, aunque con
las diferencias que desarrollaremos más adelante: tenemos, en primer lugar,
la certeza del mundo, pues si llamamos mundo a “todo esto, sea lo que
fuere, que nos contiene y sustenta; a todo eso, digo, que aparece (apparet)
a mis ojos y es advertido por mí con su tierra y su cielo, o lo que parece
tierra y cielo”, y la certeza de esa presencia sensible del mundo no puede
ser alterada ni por el argumento del sueño ni por el argumento de la locura
pues “llamo mundo a lo que se me ofrece al espíritu (mihi videtur), sea lo
que fuere”, y tenemos también, en segundo lugar, las verdades del mundo
puesto que “tres por tres son nueve y el cuadrado de números inteligibles
es necesariamente verdadero, aun cuando ronque todo el género humano”.
Entonces, si “al sabio pertenece la percepción de la sabiduría y ninguna
razón hay para que niegue el asentimiento a lo que puede percibirse”, solo
resta saber en qué lugar encuentra el sabio la sabiduría. Agustín responde
que “en sí mismo” (in semetipso) (cap. xiv, libro iii); luego, solo le falta
recurrir a Platón para encontrar un modelo de sabiduría en el planteo de un
mundo inteligible “donde habitaba la misma verdad” y un mundo sensible
que es “semejante al verdadero y hecho a su imagen” (cap. xvii, libro iii).
De modo que la sabiduría que podemos encontrar presente en la “filosofía
perfectamente verdadera” no es

[…] la filosofía de este mundo, que nuestras sagradas letras justamente


detestan, sino la del mundo inteligible, al que la sutileza de la razón no
habría podido guiar a las almas, cegadas con las multiformes tinieblas del
error y olvidadas bajo la costra de las sordideces materiales, si el sumo
Dios, descendiendo con su misericordia al seno del pueblo, no hubiese
abatido y humillado hasta tomar cuerpo humano al Verbo divino, para
que, estimuladas las almas con sus preceptos y, sobre todo, con sus ejem-
plos, sin luchas de disputas, pudiesen entrar en sí mismas y volver los ojos
a la patria (cap. xix, libro iii).82

81 Ibid., p. 150.
82 Ibid., pp. 188-189.

51
10. Dios y la filosofía: Escoto Erígena y Santo Tomás

Como hemos visto, en el pensamiento de Agustín de Hipona (354-430)


el encuentro entre la tradición filosófica de Platón y la novedad del Dios
cristiano produce una particular síntesis de filosofía cristiana cuya estruc-
tura metafísica pone de manifiesto tanto el dualismo platónico (entre el
plano inteligible y el plano sensible) cuanto el dualismo cristiano (entre
la fe y la razón como vías de acceso a esos planos y, también, entre el
creador y lo creado, como principios organizadores de lo real, mediados
por el Dios hecho hombre cuya verdad Agustín acepta por la autoridad
de la fe y, también, por medio de la argumentación racional). Hemos vis-
to cómo, por medio de la duda escéptica y en discusión crítica con ella,
Agustín descubre, en la propia conciencia, el plano inteligible cuyas cer-
tidumbres ponen un freno a la errancia de los integrantes de la Academia
Nueva que, si bien logran evitar caer en el error en cuanto se abstienen
de juzgar o de prestar su asentimiento a lo que perciben, no logran ningu-
na certidumbre en cuanto la verdad les resulta esquiva o les está negada.
Agustín encuentra que, en la intimidad de la propia conciencia, un doble
camino hacia la sabiduría es posible pues “a nadie es dudoso que una
doble fuerza nos impulsa al aprendizaje: la autoridad y la razón” (Contra
académicos, cap. xx, libro iii).
En el siglo ix y en un mundo histórico diferente (ya no se trata del
pasaje del mundo pagano al mundo cristiano del siglo iv, como en el caso
de Agustín, sino de la construcción o reconstrucción de un modelo cultural
basado en el Imperio carolingio), Juan Escoto Erígena (810-877) producirá
una síntesis diferente entre la filosofía (transmitida por Platón en este caso
a través de Plotino y del Pseudo Dionisio) y el cristianismo. Detengámo-
nos aquí por un momento.
Escoto Erígena había nacido en Irlanda y hacia los años 845/847 apare-
ce cumpliendo funciones en la corte de Carlos el Calvo, nieto de Carlomag-
no (siendo laico, habría dirigido la Escuela palatina), en donde permanece
hasta el año 877 en que muere el rey. Entre 862 y 866, Escoto Erígena
compone su obra más importante: el tratado sobre División de la naturale-
za (De divisione naturae, en latín, o Periphyseon, en griego), que fue con-
denada oficialmente por la Iglesia en el año 1225 por proponer una visión
panteísta del mundo y de su creación.
Aquellos dualismos presentes en Agustín toman aquí nuevas formas.
Gilson afirma que “el sentido de la doctrina de Erígena deriva de su con-
cepción de las relaciones entre la fe y la razón”; y, más específicamen-
te, sostiene que esa doctrina se mueve sobre el plano de una racionalidad

52
“enseñada por una revelación”; entonces, “puesto que Dios ha hablado, es
imposible para la razón de un cristiano no tenerlo en cuenta” y, por lo tan-
to “la fe es para él, en adelante, condición de la inteligencia”.83 Y agrega
Gilson: “el método que la razón emplea para lograr entender lo que cree
es la dialéctica, cuyas dos operaciones fundamentales son la división y el
análisis”.84 Veamos de qué manera Dios y la filosofía entran en relación
en el sistema de Escoto Erígena.
Lo primero que llama la atención en el tratado de la División de la
naturaleza es el intento de pensar el dinamismo de lo real (o, la realidad
en su dinamismo). De allí que Escoto proponga como punto de partida de
su reflexión aquello que “en griego se pronuncia physis y en latín natura”
puesto que “naturaleza es el nombre general apropiado para todo lo que
es y todo lo que no es” y la primera división o diferencia que se puede
establecer en lo real es entre “aquello que es y aquello que no es”, pues-
to que esa división “resulta apropiada para todas las cosas que pueden ser
percibidas por el espíritu o superan su esfuerzo” (libro i, 441 a).85 Siendo
la naturaleza “el término genérico” habrá que ver entonces en qué espe-
cies se divide, o, para decirlo con el dinamismo que proponen las palabra
physis y natura, qué cosas brotan o nacen de ella, qué cosas se generan
a partir del término genérico, qué diferenciaciones es capaz de producir:

A mi parecer, cuatro diferencias permiten la división de la naturaleza


en cuatro especies. De ellas, la primera es la que crea y no es creada, la
segunda aquella que es creada y crea, la tercera la que es creada y no crea,
la cuarta aquella que ni crea ni es creada. Las cuatro se oponen entre
sí en parejas: la tercera se opone a la primera y la cuarta a la segunda
(libro i, 441 B).86

Dicho en otros términos, la naturaleza produce las siguientes diferencia-


ciones: la primera es Dios como principio de todas las cosas (crea sin ser
creado); la segunda son las ideas consideradas como arquetipos de las
cosas (creadas por Dios y creadoras de las cosas); la tercera son las cosas
del mundo en cuanto están en el tiempo y en el espacio (creadas por la
idea y no creadoras) y la cuarta es Dios como fin o meta del proceso (no
es creado por ser Dios ni crea por estar aquí al final del proceso de crea-

83 Gilson, E., La filosofía en la Edad Media, Madrid, Gredos, 1965, pp. 189 y 190.
84 Ibid., p. 193.
85 Escoto Eriúgena, J., División de la naturaleza, Barcelona, Orbis, 1984, p. 45.
86 Ibid., p. 46.

53
ción). El dualismo metafísico que tensiona la realidad en los dos planos
del creador y lo creado se mantiene en Escoto, puesto que los momentos
primero y cuarto del proceso de división de la naturaleza se corresponden
con la naturaleza increada (Dios como causa y como fin, respectivamen-
te), mientras que los momentos segundo y tercero se corresponden con la
naturaleza creada. Sin embargo, ese dualismo adquiere un carácter diná-
mico: el creador se manifiesta en lo creado; crear es manifestarse; la crea-
ción es una teofanía (manifestación de Dios).
Ahora bien, si este es el movimiento de lo real en cuanto producción
de diferencias internas en la naturaleza que se exteriorizan y luego se inte-
riorizan, habrá que ver qué función cumple el sistema así descripto como
interpretación posible del misterio de la creación del mundo por Dios; o,
lo que viene a ser aquí lo mismo, cómo entra Dios en la filosofía. Esco-
to lo plantea en estos términos: tomando como eje de su argumentación la
idea de que Dios al crear se crea a sí mismo sostiene que esa afirmación
se puede entender por comparación con la actividad intelectual del hom-
bre, puesto que

[…] nuestro intelecto, antes de que comience a pensar y recordar, se dice


razonablemente que no es. En efecto, por naturaleza es invisible, y nadie
puede conocerle salvo Dios y nosotros mismos. Mientras que, cuando
comienza a pensar y cuando recibe la forma de algunas fantasías, con
toda justicia se dice que “se hace”. Se hace, ciertamente, en la memoria
al recibir algunas formas de cosas, o voces, o colores, etc., de las cosas
sensibles. Y quien era informe antes de comenzar a recordar, recibe des-
pués una especie de segunda información al constituir ciertos signos de
formas o voces –me refiero a las letras, que son signos de las voces, y a
las figuras, que son signos de las matemáticas– y otras señales sensibles
por las cuales puede insinuarse en los sentidos de quienes son capaces de
sentir. Esta semejanza, pese a que queda muy remota a la naturaleza divi-
na, creo que puede sugerir cómo esta de un modo admirable “se crea” en
todas aquellas cosas que existen gracias a Ella, mientras lo crea todo y por
nada puede ser creada. En efecto, del mismo modo como la inteligencia
de la mente, el propósito, el razonamiento, o cualquier primero e íntimo
movimiento nuestro se puede afirmar sin incongruencia que “se hace”,
cuando viene el pensamiento, y recibe las formas de ciertas fantasías, y
después progresa hasta los signos de las voces y las señales de los movi-
mientos sensibles, pues “se hace”, conformado en las fantasías, lo que
por sí mismo carece de toda forma sensible. Pues, igualmente la divina
esencia, que subsistiendo por sí supera toda inteligencia, en las cosas que

54
crea desde sí, por sí, en sí y para sí, rectamente se dice que “se crea”, ya
que por ellas es conocida por cuantos la buscan con rectitud, sea con el
intelecto, si se trata de lo que solo es inteligible, sea con los sentidos, si
son sensibles (libro i, 454 b).87

Del mismo modo en que nuestro intelecto se piensa al pensar, Dios se crea
al crear; entonces, Dios entra en la filosofía de Escoto Erígena a partir de
una teofanía. Esto equivale a decir que el plano en el que se mueve el pen-
samiento de Erígena es diferente al que plantean las relaciones de causa
efecto sobre el plano del ser. Gilson sostiene que se trata de una relación
entre signo y cosa significada: “el Dios de Erígena es como un principio
que, sabiéndose incomprensible, desplegase una sola vez la totalidad de
sus consecuencias, a fin de revelarse en ellas”.88 Como principio creador
increado, la naturaleza (physis) es Dios: “De las divisiones de la natura-
leza ya enunciadas, la primera que habíamos descubierto es aquella que
crea y no es creada. Y no sin razón, ya que tal especie de la naturaleza se
predica rectamente solo de Dios, quien, creador único de todas las cosas,
se entiende que es anarchos, es decir, sin principio” (libro i, 451 d);89 de
modo que, al crear el mundo, la naturaleza (o Dios) no hace otra cosa que
manifestarse en el mundo puesto que el mundo mismo no es más que su
manifestación o la manifestación de ese principio. Dicho en otros términos,
el carácter dinámico de la naturaleza consiste en que su realidad coinci-
de con su actividad; es en cuanto se manifiesta y, fuera de esta manifesta-
ción, es nada. “Independientemente de su crear y de su correlación con la
criatura, Dios no solamente no puede ser definido por nosotros ni conoci-
do por lo que es, sino que él mismo no puede definirse y entenderse a sí
mismo: no es nada para sí mismo; y el fondo indefinido de su naturale-
za, la absoluta indeterminación es esa nada de la que, según la Escritura,
Dios creó al mundo”.90
Dejemos aquí a Escoto Erígena y avancemos en el tiempo hasta el
siglo xiii para ver de qué modos Dios entra en la filosofía de Tomás de
Aquino (1225-1274). Lo primero que deberemos tener en cuenta aquí es
que la tradición filosófica que se retoma para pensar la teología cristiana
es la de Aristóteles (y ya no la de Platón). De modo que “la metafísica y la

87 Ibid., pp. 62-63.


88 Gilson, E., op. cit., p. 198.
89 Escoto Eriúgena, J., op. cit., p. 59.
90 Lamanna, E. P., Historia de la filosofía, Buenos Aires, Hachette, 1957, t. ii, p.

106, n. 4.

55
física aristotélicas proporcionan los principios racionales con cuya ayuda
puede construirse una explicación de la realidad, coherente y abierta a la
fe”.91 Ahora bien, podemos observar esta presencia de Dios en la filosofía
de Tomás a través de los argumentos o vías que emplea para demostrar su
existencia. Las cinco vías planteadas tienen similar estructura: todas par-
ten de la experiencia sensible y utilizan la relación causal como principio
explicativo. Siguiendo en esto la tradición de pensamiento y la autoridad
que proviene de Aristóteles (Tomás lo llama “el filósofo”), la relación cau-
sal es entendida en cuatro sentidos: material, formal, eficiente y final y el
dinamismo de lo real en sus diversas formas, en términos de potencia y acto.
El esquema explicativo aristotélico es el siguiente: lo real está en movi-
miento en cuanto se genera y se destruye (cambio sustancial), en cuanto
altera su cantidad (aumento y disminución) o sus cualidades (alteración) y
en cuanto se desplaza en el espacio (cambio de lugar) y, a su vez, el movi-
miento se explica como pasaje de la potencia (dynamis: el poder moverse
según sus posibilidades) al acto (energeia: la consumación o perfección
del movimiento). En la medida en que hay movimiento en el mundo (y este
es un dato de la experiencia y una evidencia imposible de negar) y que el
movimiento como tránsito de la potencia al acto es de carácter inacabado
(ateles, en términos de Aristóteles, es decir, sin telos), puesto que el movi-
miento termina cuando la potencia se realiza (se hace real) enteramente
en el acto (energeia como realidad plena o consumada, aquello que tiene
ergon, es decir, trabajo), entonces, todo movimiento supone algo que es
inmóvil (porque tiene en sí mismo realizada plenamente toda la perfec-
ción ontológica de la que es capaz) y no está en tránsito hacia nada (pues
su realidad es acto y no potencia) y, por lo tanto mueve a todo lo demás
(es motor). De este modo, lo divino (ton theon) en Aristóteles es esta per-
fección inmutable del ser que no tiene que llegar a ser lo que ya es puesto
que toda posibilidad está en él ya realizada (es acto puro; “puro”, es decir,
sin mezcla de potencia alguna).
Este argumento aristotélico es el que utiliza Tomás en la primera vía
(su fuente de inspiración es doble: por un lado los libros vii y viii de la
Física y, por otro lado, el libro xi de la Metafísica):

Es innegable, y consta por el testimonio de los sentidos, que en el mundo


hay cosas que se mueven. Pues bien, todo lo que se mueve es movido por
otro, ya que nada se mueve más que en cuanto está en potencia respecto
a aquello para lo que se mueve. En cambio, mover requiere estar en acto,

91 Carpio, A. P., Principios de filosofía, Buenos Aires, Glauco, 1974, p. 146.

56
ya que mover no es otra cosa que hacer pasar algo de la potencia al acto,
y esto no puede hacerlo más que lo que está en acto […]. Es, pues, impo-
sible que una cosa sea por lo mismo y de la misma manera motor y móvil,
como también lo es que se mueva a sí misma. Por consiguiente, todo lo
que se mueve es movido por otro. Pero, si lo que mueve a otro es, a su
vez, movido, es necesario que lo mueva un tercero, y a este otro. Mas no
se puede seguir indefinidamente, porque así no habría un primer motor y,
por consiguiente, no habría motor alguno, pues los motores intermedios
no mueven más que en virtud del movimiento que reciben del primero,
lo mismo que un bastón nada mueve si no lo impulsa la mano. Por con-
siguiente, es necesario llegar a un primer motor que no sea movido por
nadie, y este es el que todos entienden por Dios (Suma teológica, parte i,
cuestión 2, artículo 3).92

Gilson comenta lo siguiente: “los movimientos sobre cuya serie razonamos


aquí están jerárquicamente ordenados; todo lo que se mueve, en la hipótesis
en la que se coloca la prueba por el primer motor, se mueve por una causa
motora que le es superior”, de modo que “la prueba por el primer motor
no encuentra su pleno sentido sino en la hipótesis de un universo jerárqui-
camente ordenado”.93 Saquemos de este comentario algunas conclusiones.
La estructura metafísica aristotélica sobre la que se apoya la prime-
ra vía supone una comprensión del movimiento que podríamos caracteri-
zar de modo político: así como las relaciones de poder son relaciones de
mando y obediencia que, cuando se plantean entre iguales, constituyen el
ámbito propiamente político y, cuando se plantean entre desiguales, dan
lugar a relaciones de poder despótico (y no político), del mismo modo, las
relaciones entre el primer motor y lo movido se plantean como relacio-
nes entre lo plenamente real (y, por lo tanto inmóvil) y lo deficitariamen-
te real (y, por lo tanto, en movimiento hacia su plenitud). De modo que si
el primer motor aristotélico puede ser identificado por Tomás con el Dios
cristiano es porque el Dios cristiano, a diferencia de lo divino aristotéli-
co, tiene una relación de poder muy concreta con el mundo movido: lo ha
creado de la nada y, por lo tanto, el mundo le pertenece puesto que fuera
de la relación con Dios, el mundo se disolvería en la nada de la que pro-
viene. Esta consecuencia se sigue, como decíamos, de una lectura política
de la metafísica aristotélica pero no es la consecuencia que saca Aristóte-

92 Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, Madrid, Espasa-Calpe, 1979.


93 Gilson, E., El tomismo. Introducción a la filosofía de Santo Tomás de Aquino, Pam-
plona, eunsa, 1978, pp. 104-105.

57
les: su primer motor divino no gobierna el mundo y tampoco lo crea y, de
hecho, el dios de Aristóteles no tiene una relación personal con el mundo
cuyo movimiento le resulta indiferente (es, como objeto de deseo, ajeno
al sujeto deseante).
Por otra parte, la estructura metafísica aristotélica que permite com-
prender el movimiento en términos de potencia y acto dentro de un orden
jerárquico es, también, una estructura cerrada que clausura las posibili-
dades (la potencia, dynamis) del movimiento conforme con determina-
dos fines (acto). Reduce la multiplicidad (de la potencia) a la unidad (del
acto). Entonces, el mundo creado depende del Dios creador como de un
fundamento que lo sostiene y lo unifica y ese fundamento puede subsistir
sin aquello que es fundamentado. El Dios de la filosofía de Santo Tomás
trasciende el mundo creado (Tomás evita el panteísmo) y no necesita del
mundo para ser y, sin embargo, crea al mundo y, por lo tanto, tiene una
relación de poder con el mundo (a diferencia del primer motor aristotéli-
co, Dios es providencia conservadora del mundo). De aquí se sigue, como
conclusión un tanto extraña respecto de los supuestos aristotélicos que sus-
tentan su argumentación, que siendo el hombre un viviente político (como
sostenía Aristóteles), sin embargo “la realización del destino humano […]
está en la vida ultraterrena, y a ese fin deben subordinarse todos los obje-
tivos temporales y mundanos”. De esta manera, “la Iglesia, como orga-
nización ordenada a esta misión eterna y ultraterrena, está por encima de
todas las otras formas de convivencia social; es de ella de quien el Estado
debe recibir las directivas supremas de su acción”.94

11. Dios y la filosofía: Descartes

Hemos visto que Dios y la filosofía se relacionan de diversas maneras. San


Agustín, Escoto Erígena y Santo Tomás, cada uno a su manera, encuen-
tran en Dios el fundamento de su filosofía: la presencia de una verdad que
resiste la errancia escéptica del pensamiento (Agustín); el principio gene-
rador de lo real (la fysis o natura de Escoto Erígena); el fundamento infi-
nito (bueno y necesario) de un mundo finito (imperfecto y contingente)
(Tomás). Algo distinto sucede con Descartes (1596-1650) y esa diferencia
marca, precisamente, el cambio de época: el pasaje del mundo medieval
(teocéntrico) al mundo moderno (antropocéntrico). Porque la modernidad
inaugurada por Descartes o, dicho de otra manera, la modernidad pensada

94 Lamanna, E. P., op. cit., pp. 173-174.

58
filosóficamente por Descartes en sus claves metafísicas, no encuentra su
fundamento (ni su principio generador ni su certeza inconmovible) en Dios
sino en el cogito. Recorriendo el camino (método significa camino) de la
duda, Descartes llega a un punto en donde el camino se detiene y la duda
no puede seguir avanzando: es posible dudar de todo contenido de pensa-
miento y reducirlo a falsedad, pero no es posible dudar de la duda misma
(pues si se duda de la duda, se duda; y si no se duda, también se duda por-
que es cierto que se duda); es decir, no se puede dudar de la presencia del
pensamiento ante sí mismo independientemente de todo contenido repre-
sentacional. Presente el pensamiento ante sí mismo en el acto instantáneo
de estar presente el pensamiento ante sí mismo y mientras dure ese instante
(es decir, en el acto de la duda), el pensamiento encuentra el fundamento, es
decir, el punto más allá del cual no se puede ir y a partir del cual se pue-
de recorrer un camino (método) de regreso al mundo. Solo que ese mun-
do no será ya el mundo de la presencia ingenua o inmediata de lo real en
el pensamiento sino el de la presencia crítica de lo real: su representación
(“representar” significa, precisamente, volver a presentar: aquello que se
presentaba de modo “natural”, ahora es representado de modo “racional”,
es decir, racionalizado; la modernidad cartesiana racionaliza la naturaleza,
la transforma en objeto producido por el sujeto y esto significa “objeto”: lo
puesto ob, es decir frente, al sujeto, que está puesto sub, es decir debajo).
El relato de esta fundación subjetiva del mundo podemos encontrarlo
en las Meditaciones metafísicas que Descartes publicó en 1641. Funda-
ción subjetiva del mundo significa aquí que el mundo (moderno) encuen-
tra su fundamento (subjectum: lo yecto, arrojado, sub, debajo; y que por
estar allí tendido debajo, sostiene a lo demás) en el sujeto (el yo, el ego)
que se lo representa, es decir, en el sujeto de la representación. De modo que
confluyen aquí, por un lado, la vieja noción aristotélica de la ousia (lo
más auténticamente real, su núcleo valioso) entendida como hypokeime-
non (palabra griega que podemos traducir en latín como subjectum y viene
a significar más o menos lo mismo: lo puesto debajo, hypo) con, por otro
lado, la disposición del hombre como agente central y activo de lo real,
como protagonista del mundo. Esta confluencia es posible porque, por un
lado, el hypokeimenon griego es el sujeto de la predicación, aquello de lo
que se dice el ente (que, recordémoslo, “se dice de muchas maneras”)95
y, entonces, lo fundamenta en cuanto centro referencial; y, por otro lado,
el sujeto cartesiano que piensa (cogito significa, precisamente, “pienso”)
es el representante del mundo según su (es decir, la del sujeto) verdad (es

95 Véase en este capítulo el apartado “8. Aristóteles: los discursos del ser”.

59
decir, según su realidad pensada): en ambos casos el sujeto es aquello a
partir de lo cual se dice el ente (es decir, lo real) y lo determina en su ser.
Pero, para que todo este edificio conceptual cartesiano se sostenga
sobre su fundamento es necesario que el fundamento encontrado por Des-
cartes (el cogito) pueda tener una relación de fundamentación con aquello
que fundamenta. Dicho de otra manera, es necesario que el fundamento
pueda salir de sí mismo hacia algo otro; es necesario superar el solipsismo
(solus ipse, solo sí mismo). A esta tarea se dedica Descartes en la medi-
tación tercera que lleva por título De Dios; que existe. Acompañemos a
Descartes en este recorrido.96
Primer paso: “sé con certeza que soy una cosa que piensa” (en esto
consiste el cogito: aquello de lo que se está cierto porque no se puede dudar
de ello). Segundo paso: “sé también lo que se requiere para estar cierto de
algo”, pues “en ese mi primer conocimiento, no hay nada más que una per-
cepción clara y distinta de lo que conozco, la cual no bastaría a asegurarme
de su verdad si fuese posible que una cosa concebida tan clara y distinta-
mente resultase falsa” (y la certeza del cogito es inconmovible; es decir no
puede ser falseada, no puede devenir falsedad) “y por ello me parece poder
establecer desde ahora, como regla general, que son verdaderas todas las
cosas que concebimos muy clara y distintamente”.97 Tercer paso: toman-
do como criterio de verdad el pensamiento claro y distinto, habrá que dife-
renciar entre aquello que es auténticamente claro y distinto de aquello que
solo aparenta serlo. Se trata de diferenciar entre aquello que está presen-
te en nuestro pensamiento y aquello que no lo está (pero parece estarlo):

[…] he admitido antes de ahora, como cosas muy ciertas y manifiestas,


muchas que más tarde he reconocido ser dudosas e inciertas. ¿Cuáles
eran? La tierra, el cielo, los astros y todas las demás cosas que percibía
por medio de los sentidos. Ahora bien: ¿qué es lo que concebía en ellas
como claro y distinto? Nada más, en verdad, sino que las ideas o pensa-
mientos de esas cosas se presentaban a mi espíritu. Y aun ahora no niego
que esas ideas estén en mí. Pero había, además, otra cosa que yo afirmaba,
y que pensaba percibir muy claramente por la costumbre que tenía de
creerla, aunque verdaderamente no la percibiera, a saber: que había fuera
de mí ciertas cosas de las que procedían esas ideas, y a las que estas se
asemejaban por completo. Y en eso me engañaba; o al menos si es que

96 En lo que sigue, citamos por Descartes, R., Meditaciones metafísicas con objeciones

y respuestas, Madrid, Alfaguara, 1977.


97 Ibid., p. 31.

60
mi juicio era verdadero, no lo era en virtud de un conocimiento que yo
tuviera.98

Cuarto paso: una vez reducido el ámbito de lo claro y distinto al pensa-


miento puro, es decir a la forma del pensamiento y a la relación del pen-
samiento consigo mismo (y dejando de lado, entonces, la pretensión de
extender ese ámbito hacia lo que está fuera del pensamiento, es decir, a
las cosas externas al pensamiento) como “cuando consideraba algo muy
sencillo y fácil, tocante a la aritmética y la geometría, como, por ejemplo,
que dos más tres son cinco o cosas semejantes”, Descartes podrá afirmar
que esas cosas “las concebía con claridad suficiente para asegurar que eran
verdaderas”. Quinto paso: sin embargo, “acaso Dios hubiera podido dar-
me una naturaleza tal, que yo me engañase hasta en las cosas que me pare-
cen más manifiestas” (tal es la hipótesis del genio maligno que Descartes
había presentado en la meditación primera). Sexto paso: la hipótesis del
genio maligno le había permitido a la meditación cartesiana ir más allá de
las evidencias matemáticas, hasta el fondo (fundamento significa fondo)
último que sostiene todo pensamiento; es decir, el pensamiento mismo (el
cogito). Sin embargo, la certidumbre que brinda el cogito no es más que
la forma subjetiva de la verdad: una verdad cierta, pero subjetiva, una ver-
dad reducida al sujeto, una verdad que no puede ir más allá del sujeto. Y
más allá del sujeto, lo que hay no es el mundo “real” (realidad cuyo signi-
ficado resulta problemático) sino el mundo objetivo. Salir del sujeto hacia
el objeto implicará entonces eliminar la hipótesis del genio maligno que
encierra al sujeto dentro del perímetro estrecho del cogito (solipsismo):

[…] ciertamente, supuesto que no tengo razón alguna para creer que haya
algún Dios engañador, y que no he considerado aún ninguna de las que
prueban que hay un Dios, los motivos de duda que solo dependen de dicha
opinión son muy ligeros y, por así decirlo, metafísicos. Mas a fin de poder
suprimirlos del todo, debo examinar si hay Dios, en cuanto se me presente
la ocasión, y, si resulta haberlo, debo también examinar si puede ser
engañador; pues, sin conocer esas dos verdades, no veo cómo voy a poder
alcanzar certeza de cosa alguna.99

Séptimo paso: como se trata entonces de saber “si hay Dios” y “si puede
ser engañador”; es decir, de establecer estas dos verdades tomando como

98 Ibid., pp. 31-32.


99 Ibid., p. 32.

61
punto de partida las certidumbres del cogito, lo primero que Descartes ten-
drá en cuenta son los riesgos que asume al pensamiento (cogito) al salir de
su ámbito (certidumbre). Dicho de otra manera: habrá que examinar en qué
géneros de pensamientos están propiamente las posibilidades de la verdad
y los peligros del error. Descartes dibuja el mapa del territorio que se pro-
pone explorar y conquistar en los siguientes términos: primero divide los
pensamientos en tres tipos, ideas, voluntades o afecciones y juicios y esta-
blece que “solo en los juicios debo tener mucho cuidado de no errar” y que
“el principal y más frecuente error que puede encontrarse en ellos consis-
te en juzgar que las ideas que están en mí son semejantes o conformes a
cosas que están fuera de mí, pues si considerase las ideas solo como cier-
tos modos de mi pensamiento, sin pretender referirlas a alguna cosa exte-
rior, apenas podrían darme ocasión de errar”. Luego, clasifica las ideas en
tres tipos según la “ocasión de errar” que ofrecen: las innatas (“me pare-
cen nacidas conmigo”), las facticias (“extrañas y venidas de fuera”) y las
ficticias (“hechas e inventadas por mí mismo”). Octavo paso: siendo que
la posibilidad del error está en “juzgar que las ideas que están en mí son
semejantes o conformes a cosas que están fuera de mí” y que son las ideas
facticias las que sugieren una procedencia extraña y una referencia externa
(“extrañas y venidas de fuera”), “lo que principalmente debo hacer […] es
considerar, respecto de aquellas que me parecen proceder de ciertos obje-
tos que están fuera de mí, qué razones me fuerzan a creerlas semejantes a
esos objetos”. Noveno paso: Descartes no encuentra razones para sostener
semejante creencia y concluye que “hasta el momento, no ha sido un jui-
cio cierto y bien pensado, sino solo un ciego y temerario impulso, lo que
me ha hecho creer que existían cosas fuera de mí, diferentes de mí, y que,
por medio de los órganos de mis sentidos, o por algún otro, me enviaban
sus ideas o imágenes, e imprimían en mí sus semejanzas”. Décimo paso:
el error puede ser evitado siempre y cuando el pensamiento quede reteni-
do dentro del ámbito de evidencias que caracterizan al cogito (la claridad
y distinción que constituyen su certidumbre), pero esto tiene como conse-
cuencia que el solipsismo es inevitable.
Entonces, sugiere Descartes, “se me ofrece aún otra vía para averiguar
si, entre las cosas cuyas ideas tengo en mí, hay algunas que existen fue-
ra de mí”. Y esa vía consiste en establecer una distinción entre las ideas
consideradas “en cuanto que son ciertas maneras de pensar”, es decir en
cuanto tienen una determinada realidad formal, y las ideas consideradas
“como imágenes que representan unas una cosa y otras otra”, es decir, en
cuanto tienen una determinada realidad objetiva. En el primer caso, todas
las ideas tienen la misma realidad formal porque dependen de la realidad

62
del cogito que las fundamenta (las res cogitans; es decir la cosa o realidad
pensante). En el segundo caso su realidad depende del objeto que las ideas
representan. En el “Resumen de las seis meditaciones siguientes” con el
que Descartes inicia su texto, se ejemplifica el uso y el concepto de “rea-
lidad objetiva” de la idea

[…] por medio de la comparación con una máquina muy perfecta, cuya
idea se halle en el espíritu de algún artífice; pues, así como el artificio obje-
tivo de esa idea debe tener alguna causa –a saber, la ciencia del artífice,
o la de otro de quien la haya aprendido–, de igual modo es imposible que
la idea de Dios que está en nosotros no tenga a Dios mismo por causa.100

En esto diez pasos que hemos enumerado están puestos los elementos que
le permitirán a Descartes salir del cogito hacia Dios. Con ello, por un lado,
quedará superado el solipsismo:

[…] si la realidad objetiva de alguna de mis ideas es tal que yo pueda


saber con claridad que esa realidad no está en mí formal ni eminentemen-
te (y, por consiguiente, que yo no puedo ser causa de tal idea), se sigue
entonces necesariamente de ello que no estoy solo en el mundo, y que
existe otra cosa, que es causa de esa idea.101

Y, por otro lado, Descartes podrá eliminar la hipótesis del genio maligno
que inhabilitaba la evidencia formal de las ideas matemáticas. De modo
que “debe concluirse necesariamente que, puesto que existo, y puesto que
hay en mí la idea de un ser sumamente perfecto (esto es, de Dios), la exis-
tencia de Dios está demostrada con toda evidencia”102 y, además, dado que
la idea de Dios (cuya existencia quedó probada) implica la idea de perfec-
ción como parte fundamental de su contenido representacional (es decir,
de su realidad objetiva) y que, por lo tanto, “posee todas esas altas perfec-
ciones, de las que nuestro espíritu puede alcanzar alguna noción, aunque
no las comprenda por entero, y que no tiene ningún defecto ni nada que sea
señal de imperfección”, se puede concluir que “es evidente que no puede
ser engañador, puesto que la luz natural nos enseña que el engaño depen-
de de algún defecto”.103

100 Ibid., p. 15.


101 Ibid., p. 37.
102 Ibid., p. 43.
103 Ibid., p. 44.

63
Dios entra en la filosofía cartesiana como garante del pensamiento
racional cuyo fundamento es el cogito. El sujeto pensante finito (el hom-
bre) está sostenido por el sujeto pensante infinito (Dios), y como ese sujeto
pensante infinito no puede ser engañador, la relación entre ambos resulta
transparente y la racionalidad personal del hombre se corresponde con la
racionalidad del mundo. En esto radica la modernidad de Descartes. No se
trata ya de que Dios fundamente la racionalidad (esto podría ser propio de
la filosofía medieval), sino de que garantice las operaciones intelectuales
del sujeto pensante. Más adelante, la filosofía moderna logrará prescindir
de Dios y hará del mundo un campo de pura experimentación subjetiva.

12. Dios y la filosofía: Spinoza

En el Tratado de la reforma del entendimiento, Spinoza (1632-1677) se


propone seguir el mismo camino recorrido por Descartes aunque en una
dirección diferente. Mientras que Descartes iba por el camino de la duda
hacia el cogito para luego salir de allí hacia un Dios capaz de garantizar
la comprensión racional del mundo que tiene al sujeto pensante por fun-
damento, Spinoza irá por el camino de la certeza hacia la idea verdadera
de Dios para luego sacar de allí deductivamente el orden de la naturaleza
que se sigue de un Dios identificado con la naturaleza misma (Deus sive
natura; es decir “Dios o naturaleza”, Dios identificado con la naturaleza,
según la fórmula compacta que utiliza Spinoza). Mientras que Descartes
postulaba la existencia de tres tipos de realidades sustanciales, la exten-
sa, la pensante finita y la pensante infinita (res extensa, res cogitans finita
y res cogitans infinita), que constituyen el núcleo inteligible de las cosas
corpóreas, de nosotros mismos y de Dios, respectivamente, Spinoza pos-
tula la existencia de una única realidad sustancial que es principio gene-
rador de sí misma y de todas las cosas que son a partir de ella y, también,
de su inteligibilidad. Esa única sustancia que es Dios como causa de sí se
expresa o manifiesta a través de infinitos atributos, de los que el hombre
conoce solo dos, el pensamiento y la extensión; a su vez, las ideas y las
cosas materiales son modos o modificaciones de la sustancia según su atri-
buto correspondiente, el pensamiento o la extensión. Como causa de sí,
Dios es principio generador (naturaleza naturante) de todas las cosas que
son efecto (naturaleza naturada) de esa causa.104

104 Se podrán advertir en esto resonancias del panteísmo de Escoto Erígena. Véase el

apartado “10. Dios y la filosofía: Escoto Erígena y Santo Tomás”.

64
Ahora bien, si lo anterior caracteriza la estructura del sistema meta-
físico de Spinoza tal y como es presentado en la Ética,105 en el Tratado
de la reforma del entendimiento Spinoza irá recorriendo el camino que lo
lleva hasta allí.106
Lo primero que llama nuestra atención es que el objetivo planteado por
Spinoza es vincular el entendimiento (intellectus) con la felicidad (felici-
tas). En esto hay ya una clara divergencia con Descartes. Mientras que este
último comenzaba sus Meditaciones con que “he advertido hace ya algún
tiempo que, desde mi más temprana edad, había admitido como verdaderas
muchas opiniones falsas, y que lo edificado después sobre cimientos tan
poco sólidos tenía que ser por fuerza muy dudoso e incierto”,107 Spinoza
comienza su tratado planteando que:

Después que la experiencia me había enseñado que todas las cosas que
suceden con frecuencia en la vida ordinaria, son vanas y fútiles, como
veía que todas aquellas que eran para mí causa y objeto de temor, no
contenían en sí mismas ni bien ni mal alguno a no ser en cuanto que mi
ánimo era conmovido (animus movebatur) por ellas, me decidí, final-
mente, a investigar si existía algo que fuera un bien verdadero y capaz
de comunicarse, y de tal naturaleza que, por sí solo, rechazados todos
los demás, afectara al ánimo (animus afficeretur); más aún, si existiría
algo que, hallado y poseído, me hiciera gozar eternamente de una alegría
(laetitia) continua y suprema.108

Descartes comienza su meditación sobre el plano de la conciencia y sus


objetos para plantear allí un interrogante sobre la verdad o falsedad de la
presencia de esos objetos en la conciencia. Spinoza, en cambio, comienza
su meditación sobre el plano de las afecciones, planteando un interrogante
respecto de la naturaleza de los objetos que nos afectan y de nuestra capa-
cidad de ser afectados. En este sentido, mientras que la meditación carte-
siana busca en el pensamiento un fondo último que ponga punto final al
deslizamiento de los objetos, la meditación de Spinoza busca reformar el
entendimiento de modo que el bien verdadero pueda afectarnos.

105 Spinoza, B., Ética demostrada según el orden geométrico, Madrid, Alianza, 2011.
106 En lo que sigue, citamos, con ligeras modificaciones, por Spinoza, B., Tratado de la
reforma del entendimiento. Principios de filosofía de Descartes. Pensamientos metafísicos,
Madrid, Alianza, 1988.
107 Descartes, R., op. cit., p. 17.
108 Spinoza, B., op. cit., § 1, p. 75.

65
Así, la reforma del entendimiento implica un primer paso que consiste
en el abandono de los bienes aparentes e inconstantes (riquezas, honores
y placeres) pero ciertos, por un bien verdadero y constante, pero incierto
(aunque, “a primera vista, parecía imprudente querer dejar una cosa cier-
ta por otra todavía incierta”).109 Dicho en otros términos, el camino que
conduce a la reforma del entendimiento comienza en el punto en el que se
decide a abandonar el ámbito de esas certidumbres (aparentes) para reorien-
tarse en la dirección de lo aparentemente incierto (el bien verdadero). Spi-
noza nos advierte sobre las dificultades que presenta el camino propuesto,
pues la posibilidad de “alcanzar esa nueva meta o, al menos, su certeza”,
sin cambiar “mi forma y estilo habitual de vida”, resulta inviable ya que
los bienes aparentes (riquezas, honores y placeres) “tanto distraen […] la
mente humana, que le resulta totalmente imposible pensar en ningún otro
bien”.110 Se trata aquí del alcance limitado del poder de la mente sobre el
mundo de los afectos y las fuerzas que los producen y combinan.
Ahora bien, ¿en qué consisten esta certidumbre (de los bienes apa-
rentes) y esta incertidumbre (del bien verdadero)? Comencemos por este
último. Spinoza distingue entre aquello que es cierto o incierto por su natu-
raleza de aquello que es cierto o incierto respecto de nosotros. Así, el bien
verdadero nos resulta incierto en cuanto a “su consecución” pero cierto
“por su naturaleza”, puesto que se trata de “un bien estable”; y lo contrario
sucede con los bienes aparentes que parecen ciertos en cuanto a su conse-
cución pero son claramente inciertos “por su propia naturaleza”.111 Spino-
za (que se apoya aquí en el argumento aristotélico expuesto en la Ética a
Nicómaco)112 sostiene que la incertidumbre por naturaleza del placer (libi-
do) consiste en que “tras ese goce viene una gran tristeza (tristitia) que,
aunque no impide pensar, perturba, sin embargo, y embota la mente”;113 y,
en cuanto produce tristeza (tristitia), el placer (libido) se opone a la alegría
(laetitia) que es el afecto que caracteriza la posesión del bien verdadero.
Más difícil es advertir la incertidumbre por naturaleza que se oculta detrás
de los otros dos bienes aparentes ya que “en los honores y en la riqueza no
existe, como en el placer (libidine), la penitencia (poenitentia), sino que
cuanto más se posee de cada uno de ellos, más aumenta la alegría (laeti-
tia)”, y solo aparece la tristeza cuando vemos frustrado nuestro propósito
109 Ibid., § 2, p. 75.
110 Ibid., § 3, p. 76.
111 Ibid., § 6, p. 77.
112 Véase en el capítulo iii el apartado “1. La filosofía práctica de Aristóteles: la vida

buena, el placer, el bien y la felicidad”.


113 Ibid., § 4, p. 76.

66
de alcanzar esos bienes.114 En esta encrucijada del camino estaba Spino-
za (“me encontraba ante el máximo peligro”), cuando advierte que “con
mi asidua meditación llegué a comprender que, si lograra entregarme a la
reflexión, dejaría males ciertos por un bien cierto”, ya que “todas aquellas
cosas que persigue el vulgo, no solo no nos proporcionan ningún remedio
para conservar nuestro ser (esse conservandum), sino que incluso lo impi-
den y con frecuencia causan la muerte de quienes las poseen y siempre
causan la de aquellos que son poseídos por ellas”.115 Para Spinoza toda
cosa existe en cuanto tiende a perseverar (conatus) en el ser y este esfuer-
zo o perseverancia se manifiesta en el hombre como afecto de alegría (lae-
titia), que es la idea del aumento de la perfección, o de tristeza (tristitia),
que es la idea de disminución de esa perfección. El bien no es otra cosa
que aquello que favorece esa tendencia a perseverar en el ser y el mal, de
modo contrario, lo que se opone a esa tendencia.
De lo que se trata, entonces, es de la conservación del propio ser, y
solo un bien cierto por naturaleza puede contribuir a ese propósito. Y como
la incertidumbre respecto del verdadero bien está referida a nuestra capa-
cidad de conseguirlo, de lo que se trata es de reformar el entendimiento
como para que el hombre pueda tener certidumbre al respecto.
La reforma del entendimiento está puesta al servicio de la compren-
sión del verdadero bien. Entonces, será necesario contar con alguna idea
de lo que es el verdadero bien. Puesto que “la debilidad humana no abar-
ca con su pensamiento ese orden [eterno y según leyes fijas de la Natu-
raleza] y, no obstante, el hombre concibe una naturaleza humana mucho
más firme que la suya y ve, además, que nada impide que él la adquiera,
se siente incitado a buscar los medios que le conduzcan a esa perfección”;
esos medios constituyen lo que Spinoza llama “verdadero bien” y el fin
al que esos medios se dirigen es lo que Spinoza llama “el sumo bien”.116
Siendo el fin perseguido adquirir esa “naturaleza humana mucho más fir-
me que la suya” a la que llama “sumo bien”, adquisición en la que consiste
la felicidad (felicitate), será necesario disponer de los medios adecuados:
“entender (intelliegere) la Naturaleza, en tanto en cuanto sea suficiente
para conseguir aquella naturaleza (humana)”.117
Puesto, entonces, en esa tarea, Spinoza comienza por examinar “los
modos de percibir (modos percipiendi) que he empleado hasta ahora para

114 Ibid., § 5, pp. 76-77.


115 Ibid., § 7, pp. 77-78.
116 Ibid., § 13, p. 79.
117 Ibid., § 14, p. 80.

67
afirmar o negar algo con certeza”118 y encuentra cuatro principales: la
percepción que se obtiene “de oídas” (como por ejemplo “la fecha de mi
nacimiento”);119 la que proviene de una “experiencia vaga” (como por
ejemplo “sé que he de morir, puesto que esto lo afirmo simplemente porque
he visto que otros como yo han muerto”);120 la que resulta de una deduc-
ción inadecuada (como por ejemplo “una vez que hemos percibido clara-
mente que nosotros sentimos tal cuerpo y no otro cualquiera, de ahí […]
concluimos claramente que el alma está unida al cuerpo”;121 es decir, la
percepción deductiva e indirecta en la que una causa es percibida a través
de su efecto) y, por último, “la percepción en que una cosa es percibida por
su sola esencia o por el conocimiento de su causa próxima”122 (es decir, la
percepción intuitiva y directa). Como ejemplo de este cuarto modo, Spino-
za ofrece, en primer lugar, el siguiente: “por el hecho de que he conocido
algo, sé qué es conocer algo”.123 Si estos son los cuatro principales modos
de percibir y se trata entonces de elegir el mejor de esos modos, habrá que
tener en cuenta que el fin perseguido (adquirir el sumo bien) requiere de la
utilización de los medios adecuados pues se trata de “conocer exactamente
nuestra naturaleza […] y conocer también, cuanto sea necesario, la natu-
raleza de las cosas”.124 El modo de percepción que mejor conviene a este
medio es el cuarto porque “comprende la esencia adecuada de la cosa” y
no contiene “peligro alguno de error”.125 Ahora bien, si el mejor modo de
percepción es el cuarto, habrá que ver con qué método ese modo de perci-
bir puede permitirnos conocer “las cosas que hay que conocer”.126
El punto de partida del método (o camino) es la idea verdadera que
el entendimiento posee como una suerte de “instrumento innato”127 o de
“fuerza natural”128 cuya realidad Spinoza descompone, siguiendo en esto a
Descartes129 y la escolástica, en dos aspectos: su realidad formal, esto es,
la que se sigue del hecho de ser una realidad mental, y su realidad objeti-
va, esto es, la que se sigue del hecho de representar algo o de ser idea de
118 Ibid., § 18, p. 81.
119 Ibid., § 20, p. 82.
120 Ibid.
121 Ibid., § 21, pp. 82-83.
122 Ibid., § 19, p. 82.
123 Ibid., § 22, p. 83.
124 Ibid., § 25, p. 84.
125 Ibid., § 29, p. 85.
126 Ibid., § 29, p. 86.
127 Ibid., § 32, p. 87.
128 Ibid., § 31, p. 86.
129 Véase en este capítulo el apartado “11. Dios y la filosofía: Descartes”.

68
algo: “la idea verdadera (pues tenemos una idea verdadera) es algo distin-
to de su objeto” (de lo ideado por ella: ideato). Spinoza ejemplifica esta
diferencia con lo siguiente: “una cosa es el círculo y otra la idea del círcu-
lo”. Ahora bien, “al ser algo distinto de su objeto ideado (ideato), también
será algo inteligible por sí mismo; es decir, la idea en cuanto a su esen-
cia formal (essentiam formalem) puede ser objeto de otra esencia objetiva
(essentiam objetivae)”.130
Entonces, ¿qué alcance tiene este argumento que sostiene en simultá-
neo que, por un lado, el método o camino debe partir de la idea verdade-
ra y que, por el otro, tenemos una idea verdadera? Dos consecuencias se
siguen de allí: la primera es que, a diferencia de Descartes, el método no
recorre el camino de la duda, es decir, de la incertidumbre, sino el de la
verdad, es decir, el de la certidumbre; la segunda es que, a diferencia de
Descartes, el método no lleva hacia el cogito subjetivo como fundamento
de la verdad sino hacia Dios como principio causal del orden entero de lo
real. Aclaremos esto con mayor detalle.
Respecto de lo primero, sostiene Spinoza que “la certeza no es nada
más que la misma esencia objetiva, es decir que el modo como sentimos la
esencia formal es la certeza misma. De donde resulta, además, que para
la certeza de la verdad no se requiere ningún otro signo, fuera de la pose-
sión de la idea verdadera”.131 Dicho en otros términos, la certeza no es
más que el registro o sentimiento que tiene la mente de su propia realidad
(formal) ante la presencia del objeto ideado (realidad objetiva), es decir,
ante la presencia de la idea verdadera: “nadie puede saber qué es la máxi-
ma certeza, sino aquel que posee la idea adecuada o esencia objetiva de
alguna cosa”.132 Respecto de lo segundo, afirma Spinoza que “el método
no es más que el conocimiento reflexivo o la idea de la idea. Y como no
hay idea de la idea, si no se da primero la idea, no se dará tampoco método
sin que se dé primero la idea”.133 Esa idea verdadera dada que el método
nos enseña a entender (y a ello apunta el Tratado de la reforma del enten-
dimiento: a permitir que el entendimiento entienda precisamente esta idea
verdadera dada) no es otra que la idea de Dios: “el método más perfecto
será aquel que muestra, conforme a la norma de la idea dada del ser más
perfecto, cómo hay que dirigir la mente”.134 Más adelante, Spinoza lo

130 Ibid., § 33, p. 87.


131 Ibid., § 35, p. 88.
132 Ibid.
133 Ibid., § 38, p. 89.
134 Ibid.

69
dice en estos términos: “para que nuestra mente reproduzca perfectamen-
te el modelo de la Naturaleza, debe hacer surgir todas sus ideas a partir
de aquella que expresa el origen y la fuente de toda la Naturaleza, a fin de
que también ella sea la fuente de las mismas ideas”.135 Sobre este tema,
téngase en cuenta que, para Spinoza,

[…] la verdad de las ideas es su adecuación y perfección; la falsedad de las


ideas es su mutilación y su confusión. Si el orden y conexión de las ideas
es el mismo que el orden y conexión de las cosas, es porque no hay sepa-
ración estricta entre una cosa y la idea perfecta y adecuada de ella, esto
es, porque la cosa no se concibe sin su idea perfecta y adecuada y la idea
perfecta y adecuada es la cosa misma en tanto conocida perfectamente.136

El método conduce hacia la idea verdadera de Dios que no es otra cosa que
la Naturaleza misma según el orden necesario que la constituye y que ella
expresa a través de sus atributos y modos. El hombre puede conocer ese
orden de modo adecuado según el entendimiento (que percibe la necesidad)
o de modo inadecuado según la imaginación (que percibe la contingencia).
La cumbre de la sabiduría consiste en el amor intelectual a Dios (amor Dei
intellectualis).
El objetivo de reformar el entendimiento supone, para Spinoza, la
doble tarea de superar las incomprensiones que brotan de la imaginación
tanto como las resistencias de los escépticos que no admiten que la ver-
dad esté dada:

[…] si, después de todo, todavía algún escéptico siguiera dudando de la


misma verdad primera y de todas las que deduciremos tomándola como
norma, o es que él habla contra su propia conciencia o habremos de
confesar que existen hombres cuyo ánimo está completamente obcecado,
bien sea de nacimiento o bien a causa de prejuicios, es decir, por algún
azar externo.137

La percepción verdadera se diferencia de las percepciones falsas, ficticias


y dudosas. Así, la percepción ficticia se refiere a cosas posibles (posible
es aquella cosa “cuya existencia no implica, por su naturaleza, contradic-
ción que exista o que no exista”), pero no a cosas necesarias (necesaria

135 Ibid., § 42, p. 91.


136 Ferrater Mora, J., op. cit., t. ii, “Spinoza”, p. 713.
137 Spinoza, B., op. cit., § 47, pp. 92-93.

70
es aquella cosa “cuya naturaleza implica contradicción que no exista”) o
imposibles (imposible es “aquella cosa cuya naturaleza implicación con-
tradicción que exista”).138 De esto se sigue que “una vez que he conoci-
do que existo, no puedo fingir que existo o que no existo; como tampoco
puedo fingir que un elefante pasa por el ojo de una aguja”.139 Se podrá
advertir aquí una suerte de alteración del cogito cartesiano: mientras que
Descartes iba de la duda (fingiendo que nada existe) al cogito (certeza de
la existencia), Spinoza parte de la evidencia del cogito para hacer imposi-
ble la ficción. En conclusión, “no hay, en modo alguno, que temer que la
ficción sea confundida con las ideas verdaderas”.140 Del mismo modo, la
percepción falsa tiene similitud con la percepción ficticia solo que le agre-
ga el asentimiento: es decir que “al presentarse a la mente las representa-
ciones, no se le presentan las causas por las que se puede colegir, como
cuando finge, que no provienen de las cosas externas”.141 Ahora bien, “el
pensamiento verdadero se distingue del falso, no solo por una denomina-
ción extrínseca, sino, ante todo, por una denominación intrínseca”,142 y
agrega: “existe en las ideas algo real por lo que las verdaderas se distin-
guen de las falsas”.143 La idea es verdadera en cuanto presenta adecuada-
mente a su objeto. Respecto de la percepción dudosa, Spinoza sostiene
contra Descartes que “no podemos poner en duda las ideas verdaderas,
porque quizá exista algún Dios engañador, que nos engañe incluso en las
cosas más ciertas”,144 puesto que la duda “no es más que la suspensión
del ánimo ante una afirmación o una negación, que afirmaría o negaría, si
no surgiera algo cuyo desconocimiento hace que el conocimiento de esa
cosa [sea] imperfecto. De donde se desprende que la duda siempre surge
de que se investigan las cosas sin orden”.145 Más adelante, Spinoza lo dice
en estos términos: “hemos mostrado que las ideas ficticias, falsas, etc., tie-
nen su origen en la imaginación, es decir, en ciertas sensaciones fortuitas
y (por así decirlo) asiladas, que no surgen del mismo poder de la mente,
sino de causas externas, según los diversos movimientos que, en sueños o
despiertos, recibe el cuerpo”.146

138 Ibid., § 53, p. 95.


139 Ibid., § 54, p. 95.
140 Ibid., § 65, p. 102.
141 Ibid., § 66, p. 103.
142 Ibid., § 69, p. 104.
143 Ibid., § 70, p. 104.
144 Ibid., § 79, p. 109.
145 Ibid., § 80, p. 110.
146 Ibid., § 84, pp. 111-112.

71
El Dios de Spinoza, a diferencia del Dios cartesiano, no se limita a
garantizar la comprensión racional del mundo que tiene o soporta el suje-
to pensante, sino que la produce: produce a la vez ese orden racional y la
actividad del entendimiento que lo comprende.

13. La crítica de Hume a la metafísica: la melancolía pensativa

En 1748 David Hume (1711-1776) publica la primera versión de su Inves-


tigación sobre el conocimiento humano.147 Lo que el escocés se propu-
so investigar en esta obra coincide con lo que Spinoza se había propuesto
investigar en su Tratado de la reforma del entendimiento, aunque con
una diferencia decisiva en cuanto a los presupuestos y a los resultados de
esa investigación y, también, a su desarrollo mismo. Como sabemos, el
entendimiento (intellectus) de Spinoza se despliega dentro del ámbito de
la razón formal (su método es el de la geometría), en cambio, el enten-
dimiento (Understanding) de Hume intenta avanzar sobre el territorio de
los hechos (matters of facts) y su método es el de las ciencias naturales: la
experimentación. Mientras que en Spinoza culmina el desarrollo filosófi-
co del racionalismo iniciado por Descartes, en Hume culmina el desarro-
llo del empirismo que caracteriza una corriente de pensamiento que había
comenzado con Francis Bacon (1651-1622) para continuar luego con John
Locke (1632-1704) y George Berkeley (1685-1753). Se tratará, por un lado,
de la filosofía continental y, por el otro, de la filosofía insular y de sus res-
pectivas tradiciones intelectuales.
Todos estos son datos que van conformando el perfil de los perso-
najes y las características de las corrientes y tradiciones de pensamiento
y la diversidad de las escuelas que las conforman y tienen utilidad en la
medida en que permiten hacer comparaciones y ordenar la diversidad de
las filosofías dentro de algunos cuadros generales. Pero, también por esto
mismo, el recurso resulta limitado en su alcance: solo permite ver aquello
que el cuadro general (racionalismo y empirismo, en este caso) permite
ver. Entonces, tomaremos aquí otro punto de vista que nos permita tener
una mirada más amplia.
En la sección primera de su Investigación, Hume sostiene que

[…] la filosofía moral, o ciencia de la naturaleza humana, puede tratarse


de dos maneras […]. La primera considera al hombre primordialmente

147 Hume, D., Investigación sobre el conocimiento humano, Madrid, Alianza, 1981.

72
como nacido para la acción y como influido en sus actos por el gusto y el
sentimiento […]. La otra clase de filósofos considera al hombre como un
ser racional más que activo, e intenta formar su entendimiento más que
cultivar su conducta.148

Mientras que la filosofía que considera al hombre como nacido para la


acción construye sus argumentos de modo “fácil y asequible” y goza de “la
preferencia de la mayor parte de la humanidad”, la filosofía que considera
al hombre como un ser racional más que activo construye sus argumentos
de modo “abstruso” y “al exigir un talante inadecuado para el negocio y
la acción (business and action), se desvanece cuando el filósofo abandona
la oscuridad y sale a la luz del día”; allí, a la luz del día, es decir, en el tra-
jín de la vida cotidiana agitada por las pasiones, sus principios racionales
carecen de influjo sobre la conducta y “el filósofo profundo” queda redu-
cido a “un mero plebeyo”.149 No es difícil advertir aquí una irónica utiliza-
ción de la alegoría de la caverna platónica: en el mundo burgués de Hume
la vida social gira en torno de la producción e intercambio de mercancías
(el negocio, es decir, la negación del ocio), mientras que en el mundo aris-
tocrático de Platón la vida social giraba en torno de discusión política (lo
que supone el ocio, como libre disponibilidad del hombre que no trabaja,
como condición de posibilidad para el cultivo de la filosofía). En el mun-
do burgués, el rey-filósofo de Platón no es más que un plebeyo.
Sin embargo, estas dos determinaciones antropológicas resultan uni-
laterales y Hume encuentra que el hombre es ambas cosas: un ser racio-
nal (reasonable being) y un ser activo (active being) (y, también, un ser
sociable); de modo que “la naturaleza ha establecido una vida mixta como
la más adecuada a la especie humana”. Ahora bien, mantener el equili-
brio entre ambas disposiciones exige estar en guardia contra los exce-
sos de la razón. Entonces, la naturaleza recomienda a los hombres que
su ciencia sea humana “y que tenga una referencia directa a la acción y
a la sociedad” y prohíbe “el pensamiento abstracto y las investigacio-
nes profundas” y castiga (punish) el incumplimiento de esa prohibición
con “la melancolía pensativa (pensive melancholy) que provocan”, con
“la interminable incertidumbre en que le envuelve a uno” y con “la fría
recepción con que se acogerán tus pretendidos descubrimientos cuando
los comuniques”.150

148 Ibid., pp. 19-20.


149 Ibid., pp. 20-21.
150 Ibid., pp. 22-23.

73
Seguiremos luego a Hume en el desarrollo de esta filosofía humana –es
decir, equilibrada entre las determinaciones racionales, activas y sociales
que constituyen su naturaleza– y que tomará la forma de la reivindicación
de una metafísica auténtica en contra de la metafísica falsa y adulterada.
Detengámonos ahora un momento para insistir sobre este aspecto afecti-
vo de la melancolía pensativa que, según afirma Hume con cierta ironía,
arrebata al pensador profundo como una suerte de castigo por haber trans-
gredido los límites que la naturaleza impone al entendimiento humano.
En el mundo griego, organizado en torno del equilibrio, la proporción y la
armonía, esa transgresión recibía el nombre de hybris: se trata de la falta de
medida o desmesura que tiene origen en el hecho de transgredir los lími-
tes que el destino (moira) asigna al hombre. Podemos preguntarnos aquí
quiénes son esos pensadores que transgreden los límites del entendimiento
humano para abismarse en una búsqueda sin fondo. Y podemos ensayar
como respuesta que tal vez sea Spinoza el principal destinatario de la crí-
tica de Hume. Cuando Spinoza se propone en el Tratado de la reforma del
entendimiento abandonar el plano de “la vida ordinaria” (in comuni vita),
porque “la experiencia” le enseña que todo es allí “vano y fútil” (vana et
futilia), para iniciar un nuevo camino de investigación que lo lleve hacia
la posesión de “un bien verdadero y capaz de comunicarse” que lo hiciera
“gozar eternamente de una alegría (laetitia) continua y suprema”, lo hace
o intenta hacerlo a través del entendimiento reformado.151 Esto es, de un
entendimiento curado (medendi) y purificado (expurgandi) “para que consi-
ga entender las cosas sin error y lo mejor posible”152 y pueda de este modo
entender la idea verdadera que está en el origen de todas las ideas que se
van siguiendo a partir de ella según un orden necesario, del mismo modo
en que los diversos efectos se siguen de esa causa originaria. Y como el
fin perseguido es adquirir esa “naturaleza humana mucho más firme que
la suya” a la que llama “sumo bien”, adquisición en la que consiste la feli-
cidad (felicitate), será necesario disponer de los medios adecuados; esto
es, “entender (intelliegere) la Naturaleza, en tanto en cuanto sea suficiente
para conseguir aquella naturaleza (humana)”.153 En la culminación de esta
metafísica racionalista que presenta Spinoza aparece un ideal de sabidu-
ría que pone a la razón en el punto límite en el que sus bordes coinciden
con los de la mística: el amor intelectual a Dios (amor Dei intellectualis).
Podemos suponer que así como Hume ironiza sobre el carácter plebeyo del

151 Spinoza, B., Tratado de la reforma del entendimiento…, op. cit., § 1.


152 Ibid., § 16.
153 Ibid., § 14.

74
rey-filósofo platónico puesto en un mundo no aristocrático sino burgués,
ironiza también contra el ideal de beatitud del sabio spinozista que bus-
ca bienes durables transmundanos sin comprender que el entendimiento
humano no puede transgredir su límite burgués (es decir, mundano). “Sé
filósofo –le hacía decir Hume a la naturaleza–, pero en medio de toda tu
filosofía continúa siendo un hombre”.154 Si para Hume el filósofo no debe
olvidar que es ante todo hombre, en Spinoza el hombre se realiza como
filósofo para desaparecer como hombre. Spinoza sostiene que, en esta rea-
lización, el hombre encuentra la beatitud; Hume cree que pega un salto al
vacío y es castigado por ello con la melancolía pensativa.
Sin embargo, aunque la diferencia entre la filosofía fácil y sencilla y
la filosofía abstracta y profunda es notoria y las preferencias de “la mayo-
ría de la humanidad” no solo se dirigen hacia la primera sino que lanzan
contra la segunda su “desprecio y censura”, Hume cree conveniente reha-
bilitar algo de ese “razonamiento profundo” al que “vulgarmente se llama
metafísica”. Los argumentos de Hume a favor de esta metafísica no adul-
terada son los siguientes: en primer lugar, que la “filosofía rigurosa y abs-
tracta” es útil para la “filosofía fácil y humana” en cuanto le permite a esta
“alcanzar un grado suficiente de exactitud en sus sentimientos, preceptos
o razonamientos”;155 en segundo lugar, esa filosofía rigurosa y abstracta
viene a dar satisfacción a una natural curiosidad humana y “el más dulce e
inofensivo camino de la vida conduce a través de las avenidas de la ciencia
y del saber”.156 Ahora bien, esa posibilidad de la metafísica resulta fal-
seada y adulterada (false and adulterate) toda vez que en ella el entendi-
miento transgrede su límite y deja de ser ciencia; en este caso, el impulso
metafísico brota o de “los esfuerzos estériles de la vanidad humana, que
quiere penetrar en temas que son totalmente inaccesibles para el entendi-
miento” o de “la astucia de las supersticiones populares”.157 Pero enton-
ces, la posibilidad misma de una metafísica verdadera (true metaphysics)
consiste en “liberar inmediatamente el saber (learning) de estas abstrusas
cuestiones” mediante una investigación del entendimiento humano que
permita determinar “sus poderes y capacidad (powers and capacity)”.158
Esta investigación no es fácil de realizar porque “las operaciones de
la mente” (the operations of the mind) pierden su claridad cuando se las

154 Hume, D., op. cit., p. 23.


155 Ibid.
156 Ibid., p. 25.
157 Ibid.
158 Ibid., p. 26.

75
convierte “en objeto de reflexión” (object of reflexion) y resulta entonces
que “el ojo no puede encontrar con facilidad las líneas y límites que las
separan y distinguen”. Estas operaciones de la mente, en cuanto son obje-
to de reflexión, se vuelven sumamente inestables y no permanecen “lar-
gamente bajo el mismo aspecto y en la misma situación” y solo pueden
ser aprehendidas (apprehended) de modo instantáneo “mediante una pene-
tración superior, derivada de la naturaleza y perfeccionada por el hábito
y la reflexión”.159 Del mismo modo que la filosofía de Newton encontró
“las leyes y fuerzas” que gobiernan y dirigen el movimiento de los plane-
tas, Hume se propone encontrar en la mente humana las leyes y principios
generales que gobiernan sus operaciones.160
Y lo que Hume encuentra como resultado de su investigación es algo
que ya había advertido en su punto de partida: que “hay una diferencia
notable entre las percepciones de la mente” (perceptions of the mind) y
que esa diferencia se puede observar y determinar en términos de “fuerza
o vivacidad” (force and vivacity). De este modo, “podemos dividir todas
las percepciones de la mente en dos clases o especies, que se distinguen
por sus distintos grados de fuerza o vivacidad”. Comenzando la investiga-
ción sobre el entendimiento humano a partir del análisis de las operacio-
nes de la mente, Hume observa que los elementos o componentes de esas
operaciones, esto es, las percepciones, difieren entre sí según su modo de
estar presentes en la mente; de modo que, las percepciones serían algo así
como estados de la mente, modos de estar o de ser de la mente. La inves-
tigación de la mente encuentra entonces en las percepciones dos grandes
grupos: por un lado, “las menos fuertes e intensas” (forcible and lively)
que reciben el nombre de “pensamientos o ideas” (Thoughts or Ideas);
por el otro, una especie que no tiene nombre preciso y que Hume propo-
ne llamar impresiones (Impressions) y designan “nuestra percepciones
más intensas”. Ahora bien, si Hume puede establecer la diferencia entre
las percepciones en términos de fuerza y vivacidad, es porque su punto
de partida es el supuesto empirista según el cual la mente es una pági-
na en blanco que se va llenando de contenidos a través de la experiencia
sensible. La experiencia originaria deja una impresión en la mente como
“cuando un hombre siente el dolor que produce el calor excesivo”, mien-
tras que la experiencia derivada se limita a evocar “en la mente esta sen-
sación o la anticipa en su imaginación”; de modo que estas facultades de
evocar o anticipar “podrán imitar o copiar las impresiones de los senti-

159 Ibid., p. 27.


160 Ibid., pp. 29-31.

76
dos, pero nunca alcanzar la fuerza o vivacidad de la experiencia inicial
(original sentiment)”.161
En síntesis, Hume distingue en la mente dos estados o percepciones:
el estado presente que se corresponde con la sensación y se manifiesta
por la presencia misma (la fuerza y vivacidad) y dos formas derivadas de
la presencia que se corresponden con el pasado y el futuro (la presencia
del pasado como recuerdo o evocación y la presencia del futuro como
anticipación o fantasía), en las que la presencia está ausente (es decir, no
tiene fuerza y vivacidad).
Ahora bien, podemos preguntarnos con qué objetivo hace Hume esta
distinción o a qué finalidad más amplia responde o de qué modo se vincu-
la este análisis de las operaciones de la mente humana con aquella reco-
mendación de la naturaleza personificada que advertía al filósofo sobre
los riesgos del “pensamiento abstracto y las investigaciones profundas”.
Recordemos que “la melancolía pensativa” acecha las desmesuras del pen-
samiento. Vemos ahora que esas desmesuras son posibles porque el pensa-
miento puesto ante sí mismo cuando reflexiona (es decir cuando se flexiona
sobre sí) parece carecer de todo límite hasta el punto en que “ni siquiera
está encerrado dentro de los límites de la naturaleza y de la realidad (nature
and reality)”. Mientras que “el cuerpo está confinado a un planeta a lo largo
del cual se arrastra con dolor y dificultad, el pensamiento, en un instante,
puede transportarnos a las regiones más distantes del universo”;162 y estas
desmesuras solo encuentran un límite en el principio de no contradicción.163
Según parece, la crítica de Hume al racionalismo impacta aquí con-
tra el centro mismo de la metafísica cartesiana: el cogito. Vuelto sobre sí
mismo en la duda reflexiva, Descartes encuentra un fundamento metafísico
(dudando de que dudo o, lo que viene a ser lo mismo para Descartes, pen-
sando que pienso, soy o existo) a partir del cual cree poder reconstruir el
orden mismo del mundo mediante la mera fuerza de la razón. Sin embargo,
la investigación de Hume pone de manifiesto que estamos aquí ante una
engañosa apariencia puesto que “este poder creativo de la mente no vie-
ne a ser más que la facultad de mezclar, trasponer, aumentar, o disminuir
los materiales suministrados por los sentidos y la experiencia (senses and
experience)”.164 Entonces, en la medida en que Hume sostiene que “todas
nuestras ideas, o percepciones más endebles, son copias (copies) de nues-

161 Ibid., sección 2, pp. 32-33.


162 Ibid., pp. 33-34.
163 Ibid., p. 34.
164 Ibid.

77
tras impresiones o percepciones más intensas”, la naturaleza de la idea no
es originaria sino derivada (copia). Y esto tiene alcance general para todas
nuestras ideas, incluyendo la idea de Dios que, según hemos visto con Des-
cartes y también con Spinoza, era una idea innata, es decir, originaria. De
modo contrario, Hume sostiene que en la medida en que toda idea toma
su origen de “un sentimiento o estado de ánimo precedente” (precedent
feeling or sentiment), también la idea de Dios “surge al reflexionar sobre
las operaciones de nuestra mente y al aumentar indefinidamente (without
limit) aquellas cualidades de bondad y sabiduría” que allí encontramos.165
Adviértase que la tesis empirista es formulada por Hume de modo
rotundo y consecuente con los principios generales del empirismo (cuyas
afirmaciones son singulares y contingentes): a diferencia de la tesis racio-
nalista que no admite excepciones (puesto que allí se trabaja con el material
universal y necesario de la racionalidad formal), Hume refuerza su afir-
mación sobre la base del consenso empírico puesto que “no es totalmen-
te imposible que las ideas surjan independientemente de sus impresiones
correspondientes” y pueden darse situaciones que prueben (empíricamente)
que “las ideas simples no siempre se derivan de impresiones correspon-
dientes”; aunque se tratará de situaciones tan excepcionales que “no mere-
ce que, solamente por su causa, alteremos nuestro principio”.166 Entonces,
la fuerza de la argumentación empirista no proviene de las rotundas abs-
tracciones de la razón sino de la utilidad práctica de los argumentos y del
consenso, de modo que si se acepta que “la única manera en que una idea
puede tener acceso a la mente [es] por la experiencia inmediata y la sen-
sación (the actual feeling and sensation)”167 se podría “desterrar toda esa
jerga que, durante tanto tiempo, se ha apoderado de los razonamientos
metafísicos y los ha desprestigiado”.168
La metafísica no adulterada que Hume propone deja fuera de juego la
jerga racionalista de las causas y la necesidad en el ordenamiento de los
hechos del mundo y afirma que “aunque no hubiera azar en este mundo,
nuestra ignorancia de la causa real de un suceso tendría la misma influen-
cia sobre el entendimiento y engendraría un tipo de creencia u opinión
similar”.169 Se trata de una metafísica empirista o de los desafíos que plan-
tea la relación entre ambas cosas: por un lado, la búsqueda metafísica de

165 Ibid., p. 35.


166 Ibid., pp. 36-37.
167 Ibid., p. 36.
168 Ibid., p. 37.
169 Ibid., sección 6, p. 80.

78
los primeros principios y causas de las cosas físicas que son aquellas de
las que podemos tener experiencia; por el otro, de la remisión de esos
principios y causas metafísicos al plano físico de la experiencia humana
comprobable. Como podrá advertirse, la conciliación entre ambos térmi-
nos no es fácil de realizar y tal vez sea Kant quien lo logre.

14. La superación kantiana de la metafísica:


el idealismo trascendental

La filosofía parecía haber llegado con Hume al punto límite de sus posi-
bilidades metafísicas. Después de haber recorrido el sinuoso pero seguro
camino de las abstracciones racionales, un espíritu menos teológico y unos
requerimientos más burgueses comienzan a dirigir su camino, orientan-
do sus viejos temas sobre nuevos escenarios y, sobre todo, mediante nue-
vos procedimientos. La argumentación filosófica toma su fuerza ahora del
mundo de la experiencia y deja en un cono de sombras a las, hasta enton-
ces, claras evidencias de la pura razón. Hume observa con entusiasmo que
“la única manera en que una idea puede tener acceso a la mente [es] por la
experiencia inmediata y la sensación”, y abriga la esperanza, entonces, de
que se podría por fin “desterrar toda esa jerga que, durante tanto tiempo,
se ha apoderado de los razonamientos metafísicos y los ha desprestigiado”
(banish all that jargon, which has so long taken possession of metaphysi-
cal reasonings). La vieja metafísica no solo se revelaba como incapaz de
cumplir sus promesas, sino que –y tal vez por causa de ese mismo imposi-
ble cumplimiento– inducía al filósofo a un lamentable trance de melanco-
lía pensativa. En su reemplazo, el filósofo escocés propone una metafísica
empirista que busca los primeros principios y causas de las cosas físicas
–que son aquellas de las que podemos tener experiencia– dentro del mismo
plano físico de la experiencia humana comprobable. Tal vez algo de esta
actitud metafísica empirista sea lo que le permitirá luego a Marx encontrar
en la mercancía “un objeto físicamente metafísico”.170
Sin embargo, Hume no lograba llegar tan lejos y su empirismo, más
que plantear una superación de la metafísica, parecía abandonar el proble-
ma o detenerse ante su umbral. De modo que, si lograba evitar la melan-
colía pensativa, parecía hacerlo al precio de cierta liviandad utilitaria que
ponía orden en la “jerga” metafísica en la medida en que aplanaba las

170 Véase Marx, C., El capital. Crítica de la economía política, México, Fondo de

Cultura Económica, 1959, p. 37.

79
dimensiones del lenguaje privándolo de profundidad. Si admitimos que
aquello que le da dimensión de profundidad al lenguaje es el problema
del sentido –algo que el hombre encuentra en la experiencia pero que no
se limita a ella ni está determinado por ella sino que está como enredado
en la trama que la constituye y posibilita como tal experiencia, de modo
similar a como el hombre hace la experiencia de intercambiar mercancías
sin que el sentido de esa experiencia se le ofrezca claramente en ese inter-
cambio–, entonces, la posibilidad de superar la metafísica racionalista por
otra mejor orientada hacia la experiencia requerirá de ciertas sutilezas con-
ceptuales que el mero empirismo de Hume no lograba alcanzar. La expe-
riencia perceptiva supone un horizonte de sentido sin el cual la experiencia
misma es imposible.
Será Kant (1724-1804) quien plantee una superación de la metafísi-
ca (racionalista) mediante el recurso a una metafísica empirista que toma
la forma del idealismo trascendental: conocer es hacer la experiencia de
un objeto; pero, para que esa experiencia sea posible, el objeto tiene que
constituirse como el objeto de una experiencia posible; entonces, la expe-
riencia adquiere un carácter metafísico, remite más allá de sí misma, a su
condición de posibilidad, se trasciende y se configura como un ámbito
trascendental. “Trascendental”, significa en Kant, todo aquello que cons-
tituye las condiciones de posibilidad a priori (es decir no empíricas) de los
objetos del conocimiento (que son objetos empíricos).
Veamos de qué se trata haciendo centro en lo que el mismo Kant des-
cribe como revolución copernicana. No estará de más recordar aquí que
Kant publica la Crítica de la razón pura en 1781, pocos años antes de la
Revolución Francesa de 1789 y algunos años después de que Hume diera
a conocer su Investigación.
Como hemos visto, la búsqueda de una metafísica racionalista estaba
orientada por el criterio de que el conocimiento en sentido estricto debe
tener las características de la universalidad y la necesidad; es decir, que
conocer, en sentido estricto, es tener un conjunto de representaciones sobre
el mundo que esté articulado, como conjunto, de modo necesario y tenga
alcance universal, de modo que ninguna representación le resulte extraña
o ajena, sea por venir de fuera del sistema (en cuyo caso, la mera exte-
rioridad privaría al conocimiento de universalidad al poner en evidencia
que existe un universo más amplio al que pertenece ese exterior), sea por
venir del interior del sistema (en cuyo caso lo privaría de necesidad por-
que eso extraño interno al sistema pondría en evidencia cierta indetermi-
nación). El tipo de conocimiento que funciona aquí como modelo es el
conocimiento matemático que enuncia verdades universales y necesarias

80
tales como “la suma de los ángulos interiores de un triángulo es igual a dos
rectos”; verdades que no pueden dejar de serlo, que no pueden convertirse
en su contrario, en la medida en que no es posible que haya excepciones
a la universalidad y a la necesidad (que alguna vez se descubriese algún
tipo de triángulo cuyos ángulos interiores no sumasen dos rectos o que el
triángulo mismo pudiese sumar sus ángulos interiores aleatoriamente).
Como se recordará, los fundadores modernos de esta metafísica raciona-
lista, Descartes y Spinoza, tomaban el método geométrico como paradigma
de un conocimiento auténtico (dejemos de lado por ahora lo que implica
la problemática relación entre la autenticidad del conocimiento y el cono-
cimiento de la verdad). Para esta metafísica racionalista, la experiencia es
incapaz de conocer porque, por su naturaleza misma, implica la singula-
ridad del contacto con lo extraño: la no universalidad (la particularidad) y
la no necesidad (la contingencia) de sus representaciones. Esta metafísica
racionalista se apoya sobre supuestos que tienen a sus espaldas la larga
tradición del dualismo platónico que llega a la modernidad a través de la
reinterpretación teológica que hace la Edad Media cristiana: el alma (que
conoce lo perdurable y gobierna), por un lado; el cuerpo (que experimenta
lo efímero y obedece), por el otro. No será casual que los temas más recu-
rrentes de esta metafísica estén ligados a reforzar esas líneas de derivación
que establecen la continuidad de una interpretación del mundo: la existen-
cia de Dios, la inmortalidad del alma, la libertad humana, demostrados o
argumentados racionalmente.
Contra este dogmatismo viene a reaccionar el empirismo (y Kant agra-
dece explícitamente a Hume el haberlo “despertado del sueño dogmático”),
toda vez que advierte allí –en el dogmatismo– “la pretensión de avanzar
solo con un conocimiento puro formado de conceptos […] y con el auxi-
lio de principios como los que la Razón emplea desde largo tiempo, sin
saber de qué manera y con qué derecho los ha adquirido”.171 Contra este
dogmatismo (metafísico), el empirismo había levantado la voz crítica del
escepticismo (metafísico): si todo conocimiento proviene de la experiencia
(puesto que no hay ideas innatas sino que la mente humana es una “hoja
en blanco” o una “tabla rasa”, según dos de las más conocidas imágenes
que los empiristas utilizaron para dar cuenta de esta situación) que deja
en nosotros ciertas impresiones, y las ideas no son más que una especie
de impresión desvanecida (o que se desvanece), y la razón opera con esas
ideas, puesto que no tiene otras mejores o más sólidas, entonces, todo lo

171 Kant, I., Crítica de la razón pura, Buenos Aires, Losada, 1938 [1787], “Prefacio

de la segunda edición”.

81
que la razón construye no va más allá de la razón misma y no es más que
la sombra de una sombra y no hay justificación para referirlo a la reali-
dad empírica y mucho menos como si fuese una realidad superior a esta.
Entre aquel racionalismo (que busca un conocimiento universal y nece-
sario) y esta crítica empirista (que se orienta conforme las características y
posibilidades de un conocimiento particular y contingente), Kant encuen-
tra, sin embargo, un punto en común: en ambos casos, se supone que “el
conocimiento debe regularse por los objetos”. Dicho en otros términos,
ambas metafísicas, la racionalista y la empirista, suponen que el conoci-
miento, sea cual fuere su naturaleza (universal y necesaria, para la prime-
ra; particular y contingente, para la segunda), consiste en cierta recepción
más bien pasiva de algo (real) que es exterior al conocimiento mismo y
lo determina. Eso real que determina el conocimiento será, para la meta-
física racionalista, aquello que lo real tiene de universal y necesario (es
decir, lo que tiene de racional) y, para la metafísica empirista, aquello que
lo real tiene de experimentable en el momento mismo de la experiencia
(es decir, la particularidad y contingencia). Pero, si bien Kant se encuen-
tra más cómodo en la proximidad de la metafísica empírica que lo pone a
salvo del dogmatismo, advierte, sin embargo, que hace falta dar un paso
más –que el mero empirismo no lograba dar– y, sobre todo, un paso en otra
dirección. Advierte que es necesario realizar una revolución copernicana.
Entonces propone “ver si no tendríamos mejor éxito en los problemas de
la metafísica, aceptando que los objetos sean los que deban reglarse por
nuestros conocimientos”.172 No será entonces el sujeto quien gire en torno
de los objetos para conocerlos, ya sea por vía estrictamente racional, ya
sea por vía empírica, sino que el sujeto será el centro gravitacional a cuyo
alrededor girarán los objetos. Será el sujeto quien determinará las condi-
ciones de posibilidad de los objetos.
Si puede haber algo así como una experiencia de lo real es porque lo
real es experimentable. Lo experimentable supone lo siguiente: por un lado,
cierta capacidad del sujeto que experimenta (lo real) a su modo y según
sus posibilidades; por otro lado, que lo real desconocido se presente (en
la experiencia). De modo que la solución que Kant aporta al problema de la
metafísica tiene algo de la solución racionalista (el conocimiento tiene en
sí mismo una estructura racional) y, también, algo de la solución empirista
(el conocimiento necesita que lo real le sea dado en la experiencia). Forma
(racional) y materia (empírica) confluyen y se articulan para hacer posible
el conocimiento (el encuentro del sujeto con el objeto), de modo tal que si

172 Ibid., p. 132.

82
uno de los elementos faltase, el conocimiento sería imposible: la mera for-
ma racional no permite el conocimiento puesto que sería una forma vacía
de contenido (empírico) y la mera materia empírica no constituye conoci-
miento porque carece de toda forma (racional). Recordemos que, para Kant,
esas formas racionales son, por un lado, las formas puras de la sensibilidad
(espacio y tiempo); y, por el otro, las formas puras del entendimiento (las
categorías). Ahora bien, si el conocimiento supone esta confluencia entre
forma y materia, entonces la metafísica racionalista deja de ser posible, ya
que, por definición, los objetos metafísicos (Dios, el alma, la libertad) no
son objetos reales que puedan darse en la experiencia sensible.
En esto consiste la superación kantiana de la metafísica: en haber
logrado fundamentar racionalmente la crítica que el empirismo le había
hecho a la metafísica racionalista (y dogmática): la crítica kantiana consiste
en la demarcación del territorio dentro del cual la razón puede conocer sin
auxilio de la experiencia. Pero, como suele suceder, en esta superación de
la metafísica algo de la metafísica se mantiene y se consolida: lo real, tal
y como es en sí mismo (esto es, lo que la metafísica dogmática pretendía
conocer) es, por definición, incognoscible (puesto que no es para al suje-
to); lo real, en cuanto se manifiesta al sujeto bajo la forma de un objeto de
conocimiento es, por definición, cognoscible (puesto que es para el suje-
to) y constituye el mundo fenoménico. Cosa en sí y fenómeno vuelven a
dividir lo real en dos planos inconciliables. Y, aunque la racionalidad kan-
tiana no es ahora tan ingenua como lo era la racionalidad dogmática de la
metafísica, sus reservas y sus recaudos críticos pronto se revelarán como
un exceso que limita injustificadamente los alcances de la razón.
El mismo Kant se plantea este problema: “¿qué tesoro es este el que
pensamos legar a la posteridad en una metafísica así depurada por la crítica,
pero también inmovilizada?”; es decir, mediante el planteo rigurosamente
crítico de los verdaderos alcances de la razón. Y el mismo Kant se responde
que traspasar esos límites que la crítica pone en evidencia no produce “una
verdadera ampliación, sino ineludiblemente una restricción del empleo de
nuestra razón”.173 En este punto, Kant presenta una distinción entre cono-
cer y pensar: “para conocer un objeto se exige que podamos demostrar su
posibilidad (ya por el testimonio de la experiencia de su realidad, o a priori
por la Razón). Pero yo puedo pensar lo que quiera, con tal que no me ponga
en contradicción conmigo mismo”. Entonces, si bien “todo conocimiento
especulativo posible de la Razón debe limitarse únicamente a los objetos
de la Experiencia” y, consecuentemente, los objetos de la Experiencia no

173 Ibid., pp. 136-137.

83
pueden ser conocidos como “cosas en sí” (es decir, fuera de la experien-
cia), sin embargo, esos objetos pueden ser pensados “pues si así no fuera,
se seguiría de ahí la absurda proposición de que habría apariencias (fenó-
menos) sin algo que en ellos apareciera”.174 Este punto es muy importante
y sugestivo: las cosas se presentan a nuestra conciencia según las formas
que nuestra conciencia les aplica o imprime; pero, entonces, las cosas se
nos presentan según sus modos de aparecer (que son, en verdad, nuestros
modos de hacerlas aparecer); es decir, en cuanto apariencias o fenómenos.
De este modo, podemos conocer las cosas. Pero, aquello que se muestra
en el fenómeno, también puede ser pensado en cuanto no es coincidente
con lo que el fenómeno mismo muestra.
Kant agradece al empirismo no solo el haberlo hecho despertar del
sueño dogmático sino que también inscribe su programa filosófico den-
tro del mismo camino terapéutico: Hume nos advertía de los peligros de
la melancolía pensativa a los que induce la metafísica falsa y no depurada
y Kant abriga la manifiesta esperanza de que, por medio de la Crítica de
la razón pura (es decir, no empírica y, a la vez, depurada), la metafísica
logrará por fin entrar “en la senda segura de la ciencia, en vez de vagar
locamente y a ciegas y de entregarse a vagas divagaciones”; puesto que “el
asunto capital y más importante de la Filosofía es, pues, concluir de una
vez para siempre con toda su perniciosa influencia [se refiere a la Metafí-
sica dogmática], suprimiendo la fuente de los errores”.175
Mediante el conocimiento, el hombre dicta las leyes que la naturale-
za debe cumplir; de modo que, conocer significa, en sentido estricto, esta-
blecer las condiciones de posibilidad del conocimiento empírico que son
también las condiciones de posibilidad del mundo fenoménico. Pero, sea
como fuere que, junto con el conocimiento que dicta leyes a la naturaleza,
el hombre también legisla para su propia conducta, resulta que, además
de conocer, el hombre piensa. De modo que, si por un lado el hombre en
cuanto ente empírico está sometido a la legalidad natural, en cuanto persona
es libre. Y el pensamiento de esa libertad es lo que queda como detrás de
escena del fenómeno de la legalidad racional que hace posible el conoci-
miento de la naturaleza. Poner en contacto todo lo que la solución kantia-
na del problema metafísico había puesto por separado será tarea de Hegel.
De allí que, en sentido estricto, Hegel tendrá la pretensión no de superar
la metafísica sino de realizarla.

174 Ibid., pp. 137-138.


175 Ibid., p. 140.

84
Capítulo II. Filosofía y política

1. El rey filósofo y la vida en común de los guardianes

En el libro v de la República, Platón (427-347 a. C.) recurre a la imagen


de una ola que nos sorprende en medio del mar para referirse a tres temas
difíciles de aceptar en la medida en que contrarían al sentido común. La
primera ola aborda la dificultad presente en el planteo de la no diferencia
entre los guardianes de la comunidad política en lo que respecta a la natu-
raleza de hombres y mujeres; la segunda, plantea la comunidad de vida
entre los guardianes, es decir, la no diferenciación entre mujeres e hijos
como propios; la tercera, postula el gobierno de los filósofos. Veamos
cómo se van desarrollando estas olas sucesivas, de qué modo las presen-
ta Platón y qué función cumplen sus argumentos dentro del universo dis-
cursivo de la República.
En el comienzo de ese libro v se van generando ciertas expectativas,
cierto clima de misterio respecto de los temas que se van a tratar. Las pre-
venciones de Sócrates parecen estar referidas a la escasa evidencia que tie-
nen sus argumentos: “cuando […] se expone una teoría, como yo lo hago,
con desconfianza y como quien investiga, está uno en posición peligrosa
y resbaladiza”, y aclara que el peligro consiste en “dar el resbalón fuera de
la verdad” (450 e).1 Y no solo eso, sino que también Sócrates tiene preven-
ciones motivadas por la naturaleza misma de los temas abordados, respec-
to de los cuales, o “se dudará de que sea realizable lo que se diga”, o “aun
suponiéndolo hacedero, podrá dudarse de que sea lo mejor” (450 d). ¿De
qué temas se trata? De “cómo ha de ser la comunidad de mujeres y niños
entre guardianes, y cómo ha de ser la crianza de los pequeños en el perío-
do intermedio entre su nacimiento y el principio de la educación” (450 c).
Sobre estos temas, el saber parece estar fundamentado en la costum-
bre y las prevenciones de Sócrates tienen su punto de apoyo en que viene

1 En lo que sigue citamos, con ligeras modificaciones, por Platón, La República, Méxi-

co, Universidad Nacional Autónoma de México, 1971.

85
a presentar un saber que contraría la costumbre al proponer que los hom-
bres y las mujeres cumplirán en común su función de guardianes y reci-
birán la misma educación: música y gimnasia y, también, las artes de la
guerra. “Es de temerse –sostiene Sócrates– que muchas cosas de las que
estamos diciendo nos puedan parecer ridículas, por oponerse a la costum-
bre (ethos), cuando de la teoría pasáramos a la ejecución” (452 a). Ahora
bien, ¿cuál es el punto crítico en el que un saber cuestionador de la cos-
tumbre queda a su vez cuestionado? La respuesta es simple y directa: el
ridículo o lo risible (gelos). Y ¿qué es propiamente lo ridículo o risible?
También aquí la respuesta de Sócrates es simple y directa: la desnudez.
Aquello que tiene de más ridículo la propuesta de una vida en común para
los hombres y las mujeres que han de cumplir la función de guardianes
consiste en “ver a las mujeres ejercitarse desnudas en las palestras junto
con los hombres” puesto que ese espectáculo resultaría ridículo “de acuer-
do, por lo menos, con las costumbres actuales” (452 b). Sócrates advier-
te que no hay nada más cambiante que el saber fundado en la costumbre
y recuerda que, poco tiempo antes, tanto a griegos como a bárbaros les
resultaba también ridículo el ejercicio desnudo de los hombres; y que esa
costumbre cambió cuando “la experiencia […] les hizo ver que era mejor
desnudarse del todo que cubrir tal o cual parte del cuerpo” y “lo que había
de ser ridículo ante los ojos hubo de disiparse ante lo que la razón (logos)
mostró ser lo mejor” (452 d). Recuérdese que la palabra gimnasio deriva
de la palabra griega gymnos y significa “desnudez”, de modo que el gym-
nasium es el lugar donde se va desnudo.
Sin embargo, el conflicto planteado entre el saber fundado en la cos-
tumbre y el saber que se fundamenta en el logos no le da todavía la victo-
ria a este último, puesto que la posible comunidad de hombres y mujeres
guardianes encuentra todavía un obstáculo: que “entre la naturaleza de la
mujer y la del varón hay una enorme diferencia” (453 b). ¿En qué consiste
este obstáculo? ¿Cuál es su consistencia? En que los argumentos quedan
enredados en cuestiones de palabras (onoma) y no tienen en cuenta el sen-
tido (logos) (454 a). De modo que, si se pregunta de modo correcto por la
diferencia entre el hombre y la mujer, se puede observar que “hay […] en
la mujer y en el varón identidad de naturaleza en lo que atañe a la vigilan-
cia de la ciudad, solo que es más débil en un caso y más fuerte en el otro”
(456 a). De este modo, la diferencia natural entre hombres y mujeres (“que
las mujeres paren y los varones procrean”, 454 e) resulta indiferente respec-
to de una diferencia política que no es posible establecer razonablemente.
La primera ola que Sócrates logra superar mediante su argumentación
consiste en establecer una identidad de naturaleza entre hombres y muje-

86
res respecto de su aptitud para cumplir con las funciones del guardián de
la polis: “que las mujeres de nuestros guardianes, por tanto, se desnuden,
ya que se cubrirán con la virtud (arete) en lugar del vestido” (457 a). Se
hace visible así aquello que ocultan los vestidos y que la desnudez revela,
del mismo modo que las palabras ocultan también un logos que la argu-
mentación filosófica, cuando es auténtica, puede desocultar.
Tras la primera ola vendrá la segunda. Pero, antes de acompañar a
Sócrates en esta aventura, tengamos en cuenta que la comunidad política
que está intentando pensar encuentra su clave organizativa en cierta armo-
nía de las partes que la constituyen; es decir, en el modo en que organizan
sus diferencias constitutivas. Mientras que la producción de los bienes que
son necesarios para la vida queda en manos de los artesanos y los labra-
dores, es decir, de los que trabajan y forman la base de la pirámide social,
los gobernantes ocupan el lugar del vértice y le dan a la comunidad la ley
que la organiza. Pero, para que la ley del gobernante se transmita al tra-
bajador, hace falta un elemento mediador: los guardianes de la ley. Den-
tro de este esquema se entiende cuál es el sentido de las dificultades que
presenta la segunda ola, la que plantea que las mujeres de los guardianes
“serán todas ellas comunes a todos estos varones” y que “ninguna coha-
bitará privadamente con ninguno, y que los hijos igualmente serán comu-
nes, sin que el padre conozca a su hijo ni el hijo al padre” (457 d). Una vez
propuesto el tema, Sócrates se explaya sobre los detalles de un programa
eugenésico destinado a “conservar pura” y a mejorar “la raza de los guar-
dianes” (460 c); programa que incluye una manera ingeniosa de evitar el
incesto, cosa que resulta difícil cuando se plantea que, dada la comunidad
de vida, es imposible diferenciar entre padres, madres e hijos (461 c-d).
Roberto Esposito se ocupa de comentar estos pasajes para sostener que
“alimentaron una lectura biopolítica de Platón llevada a sus consecuen-
cias extremas en la propaganda ideológica nazi”, aunque advierte que ese
programa eugenésico “no tiene una específica inflexión étnico-racial, ni
siquiera social, sino aristocrática y aptitudinal, y, sobre todo, no tiende a
preservar al individuo, en sentido inmunitario, sino que está claramente
orientada, en sentido comunitario, hacia el bien koinon”.2 Para no aden-
trarnos por ahora en la interpretación que Esposito hace de la biopolítica
en clave del paradigma inmunitario, digamos que eugenesia y aristocracia
están estrechamente vinculadas en la República platónica: lo mejor (aris-

2 Esposito, R., Bíos. Biopolítica y filosofía, Buenos Aires, Amorrortu, 2006, “El para-

digma de inmunización”, pp. 85-87. Véase más adelante el apartado “Roberto Esposito: el
dispositivo biopolítico del mundo moderno”.

87
tos) y lo peor imponen una ley selectiva de mejoramiento en los procesos
de la vida social, del mismo modo que los entes sensibles se esfuerzan por
ascender hacia la perfección de la idea.
Ahora bien, ¿qué es lo que se propone Sócrates mediante esta comu-
nidad de hijos y mujeres? Evitar el “mal mayor” para la polis que consiste
en “aquello que la desgarra y hace de ella muchas en lugar de una sola”
(462 b) y no es otra cosa que la individualización de los modos de sentir.
Es para evitar ese mal que Sócrates propone la comunidad de mujeres y
de hijos entre los guardianes, de modo que, a partir de allí, se pueda lograr
“la comunidad de penas y alegrías” (464 a). Pues “si entre ellos no hay
disturbios (stasis), no hay por qué temer que los demás ciudadanos pro-
muevan sediciones contra los guardianes o entre sí mismos” (465 b). A lo
largo del desarrollo de su argumentación, Sócrates logra demostrar aque-
llo mismo que estaba presupuesto en su punto de partida. Si la vida en la
polis es una vida en común, entonces, vivir políticamente es vivir comu-
nitariamente y, para lograrlo, es necesario evitar que la vida se oriente en
la dirección del interés privado (privado, precisamente, de aquello que
es común). Sin embargo, Sócrates admite que resulta difícil establecer si
esa comunidad de vida es más un ideal irrealizable que una posibilidad
real (“solo resta examinar si es posible establecer entre los hombres esta
comunidad que existe en las demás especies animales”, 466 d). Podríamos
decirlo en estos términos: ¿se trata de una comunidad utópica, es decir, sin
lugar en lo real; o, habrá en lo real algún lugar en el que esa comunidad se
realice de modo ejemplar?
Tal vez no sea casual que Sócrates ubique la posibilidad de esa comu-
nidad de vida de los guardianes sobre el topos de la guerra (466 d y ss.): lo
que hace posible la comunidad de vida se encuentra en el límite de la vida
misma, en el riesgo de perderla. Si, en situación de guerra (polemos), el
guardián “abandona las filas o arroja las armas, o hace cualquier otra cosa
semejante, ¿no ha de degradársele, por su cobardía, a obrero o labrador?”
(468 a). Esto sostiene Sócrates respecto de lo que podríamos llamar el inte-
rior de la comunidad; es decir, respecto del modo en que deberían “condu-
cirse los soldados entre sí” (468 a). Respecto del exterior, esto es, frente
al enemigo (frente a aquellos con los que se polemiza o guerrea), Sócrates
hace una diferencia entre griegos y bárbaros y sostiene que sería injusto
someter a esclavitud a las ciudades griegas, cosa que sí está permitida en
relación con los enemigos bárbaros (469 b-c). Es más, Sócrates confía en
que esa diferencia de trato respecto del enemigo según pertenezca o no a
“la raza griega” servirá para consolidar la unidad interna de la comunidad
frente al exterior que la amenaza: “¿no debería traducirse en costumbre el

88
respeto de la raza griega, con la mira de precaverse que puedan caer en la
esclavitud de los bárbaros?” (469 c). Un poco más adelante, el argumento
toma una forma más precisa:

[…] para mí es evidente que a las dos palabras distintas que hay para
designar la guerra (polemos) y la discordia (stasis), corresponden dos
realidades que son también distintas en razón de sus sujetos. Uno de estos
se define por la comunidad de familia (oikos) y de raza (syggenes), y el
otro por sernos ajeno y extraño. Ahora bien, la enemistad entre parientes
se llama discordia, y entre extraños, guerra (470 b).

De todo esto Sócrates concluye que “los pueblos griegos están unidos entre
sí por vínculos familiares y raciales, y que son ajenos y extraños al mun-
do bárbaro” (470 c). Más de veinte siglos después, Carl Schmitt hará de
esta distinción entre amigo y enemigo la clave constitutiva de lo político.
Llegado a este punto, el discurso argumentativo de Sócrates se ve inte-
rrumpido por una pregunta crucial respecto de “la posibilidad de realizar
nuestra constitución (politeia)” (471 c). Sócrates advierte que se está aho-
ra frente a una dificultad aún mayor que las dos anteriores, una tercera ola
que consiste en la tesis del gobierno de los filósofos.
Sócrates recuerda a sus interlocutores que lo que vienen investigan-
do es “la naturaleza de la justicia” y que la finalidad de esa investigación
es “tener un modelo (paradigma)” y que está fuera de propósito “demos-
trar que esos modelos pudieran realizarse”. Se trata de trazar “en palabras
(logos) el modelo de la ciudad excelente”, y Sócrates afirma que el diseño
de ese modelo no pierde nada de su valor por el hecho de que no se pueda
demostrar la posibilidad de realizarlo, se pregunta: “¿Es posible ejecutar
una cosa tal y como se la enuncia? ¿O estará más bien en la naturaleza de
las cosas que la acción (praxis) tenga menos contacto con la verdad que
la palabra (logos)?” (473 a). Entonces, si esto es admitido, Sócrates puede
afirmar su posición mediante el argumento de que no es necesario descri-
bir la posibilidad de realizar el modelo sino la de realizar una ciudad que
se le aproxime lo más posible (es decir, no se trata de demostrar que el
modelo inteligible puede tener aplicación en la realidad sensible, sino que
la realidad sensible puede ser dirigida hacia el modelo inteligible). Y a esta
ciudad posible se llega mediante el recurso de introducir algunos cambios
dentro de las ciudades existentes que están totalmente alejadas del mode-
lo. Esos cambios se pueden reunir en uno solo: “que concurran en el mis-
mo sujeto el poder político y la filosofía”, pues “sin esto, no podrá nacer
jamás, en la medida en que es realizable, […] la ciudad que hemos traza-

89
do de palabra” (473 d). La tesis resulta escandalosa en la medida en que
contraría la opinión común y Sócrates la defiende argumentando respecto
de qué se entiende por “filósofo”.
En primer lugar, del filósofo diremos “que apetece la sabiduría, no
en parte sí y en parte no, sino por entero” (475 b). En segundo lugar, “que
aman el espectáculo de la verdad” (475 e). Pero, en la medida en que la
verdad se expresa en la idea, el filósofo es aquel que ama la idea y, en esto,
se diferencia de otros que tienen pretensiones de saber pero no saben; del
mismo modo que los que duermen difieren de los despiertos en que estos
últimos disponen de un saber muy particular que consiste en cierto desdo-
blamiento de la percepción: la percepción del que sueña consiste en que
“uno, dormido o en vela, no tome lo semejante a algo como su semejante,
sino como aquello mismo a que se asemeja”; la percepción del que está
despierto consiste en que “reconoce que hay algo bello en sí mismo, y es
capaz de percibir a la vez esta belleza y las cosas que de ella participan, sin
confundir con ella las cosas participantes, ni a ella con estas cosas” (476
c-d). Al estado mental del durmiente Sócrates lo llama opinión (doxa) y
al del despierto conocimiento (gnosis). Ahora bien, en la medida en que
“el conocimiento (gnosis) se refiere al ente (lo que es), y la ignorancia
(agnoia), de necesidad, al no ente (lo que no es)”, la opinión resulta un
estado intermedio entre la ignorancia (agnoia) y el saber (episteme) (477 b).
La opinión queda entonces en una situación intermedia en varios sentidos:
entre el saber y la ignorancia; entre el puro ser y el absoluto no ser; entre
la luz y la oscuridad (478 c-d).
De estos argumentos Sócrates concluye que los que opinan “se com-
placen en oír bellas voces y contemplar hermosos colores”, pero “no sopor-
tan la idea de que lo bello en sí es algo real” (480 a). Reunamos ahora
los tres argumentos desarrollados por Sócrates mediante la imagen de las
tres olas. Para que el sentido de ese desarrollo argumentativo se vea con
mayor claridad, deberíamos comenzar por el final: si el saber del filóso-
fo ha de gobernar la polis para conducirla hacia la mayor perfección que
le sea posible, entonces será necesario que el mundo de los guardianes se
organice en una vida en común capaz de recibir ese gobierno sin distorsio-
nes (en términos de nuestro sistema político actual diríamos que, para que
el Estado pueda constituirse en un centro de mando soberano, es necesa-
rio que el pueblo se organice en sociedad civil); finalmente, para que los
guardianes puedan tener una vida en común, es necesario que la diferencia
natural entre hombres y mujeres sea diferenciada de la diferencia política.
Con lo cual, el argumento vuelve sobre el filósofo como aquel que estan-
do despierto sabe diferenciar entre el modelo y la copia que se le asemeja.

90
2. Las formas de la comunidad en la Política de Aristóteles

Como sabemos, Aristóteles (384-322 a. C.) sostiene que el hombre es por


naturaleza un viviente político (zoon politikon) o, dicho en otros términos,
que el hombre es un animal social. La expresión aristotélica aparece en el
libro i de la Política (1253 a 2-3)3 y constituye el eje alrededor del cual gira la
totalidad del pensamiento político griego en su diferencia con el pensamiento
político que inaugura la modernidad. Se podría decir que la diferencia entre
uno y otro está en el uso de los términos “político” y “social” como término
de referencia para el ámbito de la convivencia. Una cosa es atribuir al hom-
bre politicidad natural, como lo hace Aristóteles y otra muy distinta es sos-
tener que en el estado de naturaleza el hombre es insocial y que la sociedad
se instituye políticamente y por contrato para salir, precisamente, del estado
de naturaleza, en el que se presenta un conflicto generalizado de guerra de
todos contra todos, como planteará Hobbes en el siglo xvii. Mientras que la
politicidad natural de Aristóteles supone la pertenencia a una comunidad,
la sociedad supone un estado de disociación natural que la política pretende
corregir mediante la institución del Estado. En este sentido, socios pueden
ser los individuos que se unen entre sí para superar una situación previa de
no asociación. En esta situación, el sujeto de la vida política es el individuo
(literalmente: lo que ya no es susceptible de división: in-dividuo). En la poli-
ticidad natural del hombre que describe Aristóteles, en cambio, el sujeto de
la vida política es la comunidad de la que el hombre es parte o miembro pero
no individuo. Dicho esto mediante una fórmula “el todo es necesariamen-
te anterior a la parte” (1253 a 20), se comprende bien el sentido del organi-
cismo político de Aristóteles: “destruido el todo, no habrá pie ni mano, a no
ser equívocamente, como se puede llamar mano a una de piedra” (1253 a
21-22). Como parte o miembro de una comunidad, el hombre se define y
encuentra su significado por esa pertenencia, de la misma manera que una
mano adquiere significado en cuanto parte o miembro del cuerpo en el que
cumple una función y, separada del cuerpo, o sin cumplir esa función, como
la mano de piedra de una estatua, de “mano” solo tiene el nombre pero no
el concepto. El término que utiliza Aristóteles y que aquí es traducido por
equivocidad es homonimia: la palabra “mano” resulta ser la misma tanto si
se la refiere a la parte de un cuerpo en el que cumple la función de aprehen-
der, cuanto si se la refiere a la que es parte de una estatua donde no cumple
esa función; pero el significado difiere.

3 Aristóteles, Política, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1970. En lo que

sigue citamos, con ligeras modificaciones, por esta edición.

91
De todo esto se sigue que el hombre que no es parte o miembro de
una comunidad será, o menos que un hombre, una bestia (therion), o más
que un hombre, un dios (theos) (1253 a 29). Unos renglones antes, Aris-
tóteles lo decía en estos términos: “el hombre es por naturaleza un animal
político (zoon politikon)” y “el apolítico (apolis) por naturaleza (fysis) y
no por azar (tykhe) o es mal (phaulos) hombre o más que hombre” (1253
a 3-4). Se podrá advertir que, entre una y otra expresión, el estadio infe-
rior de la politicidad es nombrado de diferente manera por Aristóteles. En
la primera referencia, el estadio no político es caracterizado como prehu-
mano: bestial; en la segunda referencia, como degradación de lo humano:
phaulos. La palabra es interesante porque hace referencia a malvado, no
en el sentido moral que tiene este calificativo para nosotros sino en senti-
do ontológico y político de perteneciente a las clases sociales inferiores.4
También es importante reparar aquí en que Aristóteles hace una diferen-
cia entre la apoliticidad por naturaleza y la apoliticidad por azar. Digamos
que, lo que caracteriza el desarrollo o movimiento por azar es “la ausen-
cia de una finalidad adecuada al resultado”5 o, dicho en otros términos, “el
azar es la coincidencia entre una concatenación real de causas y efectos
y una relación imaginaria entre el medio y el fin: así ocurre con el acree-
dor que va al ágora a pasearse y encuentra ‘por azar’ a su deudor […] La
tykhe (azar) remite siempre, por tanto, a una intención humana ausente”.6
Ahora bien, si el hombre es un viviente político, lo es en la misma
medida en que es también un viviente que tiene palabra (logos). En esto,
el viviente humano difiere de otros vivientes gregarios que hacen comu-
nidad solo a través de la voz (phone) mediante la que significan el dolor
y el placer. La comunidad del viviente humano, en cambio, está basada
sobre el logos que significa, o que da a significar, el bien y el mal, lo justo
y lo injusto: “la comunidad (koinonia) de estas cosas es lo que constituye
la casa (oikos) y la ciudad (polis)” (1253 a 18). Dicho en otros términos,
el viviente humano es a la vez viviente político y viviente que tiene logos
en la medida en que es un viviente comunitario, puesto que la polis es una
forma de vida en común y el logos comunica sentidos y significados com-
partidos respecto de las orientaciones básicas que permiten el desarrollo de
la vida. Mediante la sensación de dolor y placer, la vida escapa de lo que le

4 Sobre este tema, véase Nietzsche, F., La genealogía de la moral, Madrid, Alianza,

1975, tratado primero, § 10.


5 Moreau, J., Aristóteles y su escuela, Buenos Aires, Eudeba, 1979, pp. 114-115.
6 Aubenque, P., El problema del ser en Aristóteles, Madrid, Taurus, 1974, p. 184,

n. 321.

92
resulta perjudicial y se aproxima a lo que la beneficia; pero la vida humana
transforma esa experiencia primaria y compartida con todos los vivientes
en una experiencia exclusivamente humana de lo conveniente (symphe-
ron) y lo dañoso (blaberon), lo justo (dikaiou) y lo injusto (adikaiou), el
bien (agathou) y el mal (kakou). Es precisamente el logos lo que pone al
viviente humano fuera de la esfera de pura interioridad en la que está ence-
rrado el resto de los vivientes que solo disponen de la phone para mostrar o
exteriorizar el dolor o el placer que sienten internamente. El logos no está
ni adentro ni afuera del viviente humano, sino en el espacio intermedio
que es el espacio compartido. Heráclito lo decía en estos términos: “Por
eso conviene seguir lo que es general a todos, es decir, lo común; pues lo
general a todos es lo común. Pero aun siendo el logos general a todos, los
más viven como si tuvieran una inteligencia propia particular” (frag. 2).7
Vayamos ahora al comienzo del texto. “Toda polis es una comunidad”,
afirma Aristóteles, “toda comunidad está constituida en vista de algún bien”
y, de todas las comunidades, la principal es “la llamada ciudad (polis) y
comunidad civil (koinonia politike)” (1252 a 1-7). Recordemos que lo que
Aristóteles se propone investigar es la naturaleza de lo político y que lo
político es una forma de vida en común. Pero no toda forma de vida en
común es de naturaleza política o, dicho de otro modo, la naturaleza no se
realiza o perfecciona comunitariamente del mismo modo en todas sus for-
mas. De allí que el primer recaudo metodológico de Aristóteles consista
en diferenciar la comunidad doméstica (oikos) de la comunidad política
(polis). Sobre este punto, Aristóteles hace una observación fundamen-
tal, que marca su distancia con el planteo platónico: si nuestro criterio de
análisis es que toda comunidad supone sin más una relación de poder, sin
tomar en cuenta la especificidad de esa relación, dará lo mismo pensar la
naturaleza de lo político en general y de modo abstracto como una forma
de mando que solo se diferencia por el número de los subordinados, ya que
no habría diferencia entre un oikos grande y una polis pequeña (1252 a 13).
Hecho este recaudo y “observando el desarrollo de las cosas desde su
origen (arkhe)”, Aristóteles advierte que la naturaleza de la vida en común
va tomando diferentes formas. La primera (en el doble sentido de arkhe:
lo que está al comienzo y tiene poder para dar comienzo) es la vida que
necesita ser reproducida y por eso se pone o realiza en común: “se unen
de modo necesario los que no pueden existir el uno sin el otro, como la
hembra y el macho para la generación”. Junto con ello, es también prime-

7 Mondolfo, R., Heráclito. Textos y problemas de su interpretación, México, Siglo

XXI, 1981, pp. 30-31. Véase en el capítulo i el apartado “7. Heráclito y el logos”.

93
ro el cuidado o protección de la vida que lleva a poner en común al “que
por naturaleza manda (arkhon) y al súbdito, para seguridad suya” puesto
que “el que es capaz de prever con la mente (dianoia) es naturalmente jefe
y señor por naturaleza, y el que puede ejecutar con su cuerpo esas previ-
siones es súbdito y esclavo por naturaleza”; de modo que “el señor (des-
pote) y el esclavo (doulon) tienen los mismos intereses” (1252 a 24-34).
De este origen surge el oikos: “comunidad constituida naturalmente
para la satisfacción de las necesidades cotidianas” (1252 b 13); luego, la
aldea (kome) que es la comunidad de varios oikos constituida para satis-
facer “necesidades no cotidianas” y que “en su forma más natural aparece
como una colonia de la casa” (1252 b 15-17) y, finalmente, la polis que es
“la comunidad perfecta (teleios) de varias aldeas” y tiene “el extremo de
toda suficiencia (autarkheias)” y “surgió por causa de las necesidades de la
vida, pero existe ahora para vivir bien (eu zen)”. Tengamos en cuenta, en
todo esto, que lo que Aristóteles entiende por “naturaleza de cada cosa”
es “lo que cada una es, una vez acabada su generación” (1252 b 27-34).
Entonces, la vida humana se desarrolla naturalmente en búsqueda de una
autarquía o suficiencia que solo alcanza cuando logra darse la forma de
la comunidad política en la que se realiza la vida buena. En otro lugar, lo
decíamos de este modo:

La polis es a la vez resultado de una necesidad natural y cumplimiento


de una finalidad ética. Con esta argumentación, Aristóteles sale al cruce de
las tesis sofísticas que sostenían el origen puramente convencional y no
natural de la comunidad política ya que al hacerla surgir de comunidades
cuyo vínculo está naturalmente determinado –la comunidad doméstica
y la aldea–, la naturaleza constituye también su base. Sin embargo, la
argumentación aristotélica no describe un proceso lineal de desarrollo
sino uno en el que los términos resultan invertidos: aquello que determina
el comienzo de algo es el resultado al que ha de llegar, aquello en lo que
habrá de convertirse, su fruto maduro.8

Una vez establecido que la polis se compone de aldeas y estas, a su vez, de


casas (oikos), Aristóteles pasa a considerar todo aquello que es propio de
la administración doméstica (oikonomias) y afirma que “la casa perfecta
(teleios) consta de esclavos (doulon) y libres (eleutheron)” (1253 b 4). A eso
se puede agregar una tercera cosa o parte que es la crematística; es decir,

8 Casali, C. A., “Poder político y poder despótico en Aristóteles”, Cuadernos de Inves-

tigación, Nº 1, La Plata, Al Margen, 1996, pp. 14-15.

94
lo relativo a los recursos materiales o riquezas (1253 b 14). De estas tres
partes que integran el oikos: el hombre libre, el sirviente o esclavo y los
recursos materiales, Aristóteles distingue como “partes primeras y míni-
mas” tres tipos de relaciones: amo y esclavo (despotes/doulos), marido y
mujer (pasis/alokhos), padre e hijo (pater/tekna) y nombra esas relaciones
como despótica, conyugal y filial o procreadora (1253 b 6-10). Se puede
advertir aquí que, si la comunidad política tiene un origen natural es por-
que, en su base, la comunidad doméstica es capaz de sostener esa vida en
común que busca realizar el fin (telos) de la vida buena en los términos
de una naturaleza que se mueve en torno de la necesidad. Necesidad de la
vida de reproducirse (relación conyugal), de cuidar el producto de esa re-
producción (relación filial) y de asegurarse la administración de los recur-
sos que son necesarios para la vida (relación servil).
Ahora bien, ¿qué tipo de relación es la que caracteriza el vínculo entre
el amo y el esclavo? Esta pregunta es decisiva para el desarrollo del plan-
teo aristotélico de lo político porque, o bien podría considerarse el señorío
(despoteia) como una ciencia (episteme) que comprende de modo genérico
diversas formas de mando: la administración doméstica, el señorío propia-
mente dicho, el mando político y el reinado (basileia), o bien podría conside-
rarse el señorío o dominio como contrario a la naturaleza “ya que el esclavo
y el libre [serían] por convención y en nada difieren naturalmente” (1253 b
14-23).9 En su respuesta a ese interrogante, Aristóteles intenta escapar a la
disyuntiva planteada y caracteriza al esclavo como “el que por naturaleza
no pertenece a sí mismo, sino a otro, siendo hombre”, y aclara luego que “es
hombre de otro el que, siendo hombre, es una posesión (ktema), y la pose-
sión es un instrumento activo (praxtikon; es decir, práctico) e independiente
(khoriston)” (1254 a 14-17). Un poco antes, Aristóteles había descripto las
posesiones como instrumentos prácticos (praxis), para diferenciarlas de otros
instrumentos que están ligados a la producción (poiesis), y ponía el ejemplo
de la lanzadera que produce algo aparte de su uso mientras que el vestido y
el lecho no van más allá de su uso (khresis). Establecida esta diferencia entre
producción y praxis, Aristóteles concluye en que “la vida (bios) es acción, no

9 Con una buena carga de ironía, Rousseau dirá en el siglo xviii que “Aristóteles […]

había dicho que los hombres no son naturalmente iguales, ya que unos nacen para la esclavi-
tud y otros para la dominación” y que en esto tenía razón pero que esa razón estaba apoyada
en el error de tomar la causa por el efecto: “todo hombre nacido en la esclavitud nace para
la esclavitud” puesto que “los esclavos pierden todo con su cautividad, hasta el deseo de salir
de ella; aman su servidumbre como los compañeros de Ulises amaban su embrutecimiento”.
Rousseau, J. J., El contrato social, Buenos Aires, Losada, 2003, p. 44. Véase, aquí mismo,
el apartado “Rousseau: la voluntad general y la comunidad de los ciudadanos”.

95
producción, y por ello el esclavo es un subordinado para la acción” (1254 a
7-8). Ahora bien, si esta es la caracterización digamos funcional del escla-
vo dentro de la administración doméstica (oikonomias), se puede volver a
plantear el interrogante anterior y la disyuntiva que se sigue de allí respecto
de si hay o no esclavos por naturaleza (1254 a 17).
Para responder a ese interrogante, Aristóteles da un rodeo. Mandar
(arkhein) y obedecer (arkhesthai) no solo son “cosas necesarias sino con-
venientes, y ya desde el nacimiento unos están destinados a ser regidos
[obedecer] y otros a regir [mandar]”, y esto en razón de que todo cosa
compuesta de partes, en la medida en que tiene cierta unidad, tiene implí-
cita esa relación de mando y obediencia (1254 a 28-31). En los seres vivos
(zoon), compuestos de alma (psykhe) y cuerpo (somatos), “el alma es por
naturaleza el elemento rector y el cuerpo el regido” (1254 a 34-36). Esto
es así en los vivientes que siguen el orden natural, mientras que la rela-
ción se invierte –es decir, el cuerpo manda y el alma obedece– en los que
tienen una constitución antinatural (para fysin).
Ahora bien, la relación de mando y obediencia puede tomar dos for-
mas: la del mando despótico y la del mando político. Ambas están pre-
sentes en los seres vivos, puesto que “el alma ejerce sobre el cuerpo un
imperio despótico, y la inteligencia (nous) un imperio político o regio sobre
el apetito (orexis)” (1254 b 4-6). ¿Qué significado tiene esta afirmación?
Que el mando despótico supone una diferencia absoluta entre ambos tér-
minos de la relación de poder, tal y como la que se plantea entre el alma
y el cuerpo; el mando político, en cambio, supone una diferencia relativa
entre ambos términos, tal y como se plantea entre la inteligencia y el ape-
tito. En esta relación de poder, la inteligencia debe poder mandar (lo que
el apetito debe poder obedecer) y el apetito debe poder obedecer (lo que
la inteligencia debe poder mandar). En la Ética a Nicómaco, Aristóteles lo
plantea en estos términos: refiriéndose a la praxis, sostiene que su principio
o arkhe, es decir, aquello de donde parte el movimiento en el que la pra-
xis consiste, es la elección consciente o preferencia razonada (proairesis),
y esta a su vez supone una relación entre el deseo (orexis) y el logos, de
modo que “la elección es o inteligencia deseosa (orektikos nous) o deseo
inteligente (orexis dianoetike)” (1139 b 4-5).10
Entre el alma y el cuerpo, en cambio, Aristóteles plantea una diferen-
cia absoluta que está presente también en la relación entre amo y esclavo:

10 Aristóteles, Ética a Nicómaco, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1959. Véase

aquí mismo el apartado “La filosofía práctica de Aristóteles: la vida buena, el placer, el bien
y la felicidad”.

96
el esclavo es una posesión y “de la posesión se habla en el mismo senti-
do que la parte: la parte no solo es parte de otra cosa, sino que pertenece
totalmente a esta, y lo mismo la posesión. Por eso el amo no es del esclavo
otra cosa que amo, pero no le pertenece, mientras que el esclavo no solo
es esclavo del amo, sino que le pertenece por completo” (1254 a 8-13). El
dominio político lleva implícita una simetría o comunidad de naturaleza en
la relación de poder que es una relación de mando y obediencia; el dominio
despótico, en cambio, una asimetría o diferencia de naturaleza entre ambos
términos de la relación de poder (mando y obediencia).
Sobre la base de esta diferencia entre dominio despótico y dominio
político, Aristóteles afirma, más adelante, que “el padre y marido gobierna
(arkhein) a su mujer y a sus hijos como a libres en ambos casos, pero no
con la misma clase de autoridad (arkhes): sino a la mujer como a un ciu-
dadano (politikos) y a los hijos como vasallos (basilikos)” (1258 a 39-41).
¿Qué significa esto? Que “el libre (eleutheron) rige (arkhei) al esclavo de
otro modo que el varón (arren) a la hembra (theleos) y el hombre (aner)
al niño (paidos)” (1260 a 9-10). Y esta diferencia en los modos de mandar
está determinada por una diferencia en los modos en los que el viviente
humano desarrolla naturalmente su relación con el logos: “el esclavo care-
ce en absoluto de la facultad deliberativa (bouleutikon); la hembra la tiene,
pero desprovista de autoridad (akuron); el niño la tiene, pero imperfecta
(ateles)” (1260 a 12-14).
De modo que, en sentido estricto, el mando despótico se realiza única-
mente en la relación entre amo y esclavo, donde la diferencia de naturaleza es
absoluta, mientras que el mando político se realiza entre hombres que tienen
la misma naturaleza: “no es lo mismo el gobierno del amo (despoteia) que
el de la ciudad (politike), ni todos los poderes entre sí […], pues uno se ejer-
ce sobre personas libres por naturaleza y otro sobre esclavos, y el gobierno
doméstico es una monarquía (ya que toda casa es gobernada por uno solo),
mientras que el gobierno político es de libres e iguales” (1255 b 16-20).
En síntesis, la naturaleza política del viviente humano se desarrolla
gradualmente y en ámbitos diferenciados de comunidad con la finalidad
–en el sentido teleológico del término– de alcanzar la suficiencia (autar-
quía). Esos ámbitos son básicamente dos: por un lado, el de la mera vida
en cuanto soporte biológico o material de la vida humana, ámbito en que
la politicidad no encuentra todavía una forma adecuada de desarrollo de
la comunidad porque se trata de una comunidad autorreferencial, es decir,
privada (de lo público) y, en este sentido, de una no comunidad en sentido
político sino de su condición natural de posibilidad. Por otro lado, el ámbi-
to de la vida buena que es propio de la comunidad política.

97
3. Las críticas de Aristóteles a la vida
en común de los guardianes

En el libro ii de su Política, Aristóteles desarrolla una serie de cuestiona-


mientos a la forma de vida en común que Platón había descripto en el libro
v de su República. El contraste presentado por Aristóteles entre ambas for-
mas de la comunidad resulta particularmente interesante, en primer lugar,
para comprender mejor qué es lo que ambos pensadores están planteando
como forma adecuada de esa vida en común que llamamos vida política
y, en segundo lugar, porque, a través del contraste, se hacen visibles dos
posibilidades de esa vida en común, una más cerrada, que tiende a la uni-
dad sin diferencias, y otra más abierta, que tiende a una pluralidad orgá-
nica diferenciada. Aristóteles lo plantea en términos de una disyuntiva:
“o todos los ciudadanos (politas) lo tienen todo en común, o nada, o unas
cosas sí y otras no” (1260 b 37-39).11 Descartada la posibilidad de que los
miembros de la polis no tengan nada en común, puesto que la polis es una
comunidad, quedan por analizar las otras dos alternativas.
Respecto de la primera alternativa, Aristóteles trae a la discusión el
argumento platónico de que “los hijos, las mujeres y las posesiones deben
ser comunes” (1261 a 7-8).12 Ahora bien, Aristóteles le cuestiona a Platón
dos cosas respecto de este argumento: la primera es que tal comunidad de
hijos y mujeres es imposible en relación con el fin que él establece para la
polis, y la segunda es que no queda claro, en su desarrollo del argumento,
cómo debería entenderse esa comunidad. De ambos cuestionamientos, el
decisivo es el primero. En efecto, Aristóteles sostiene que el fin (telos) de
la polis, de acuerdo con el planteo platónico, es que “toda ciudad sea lo
más unitaria posible”, pero semejante unidad destruiría aquello mismo que
se pretende conservar, puesto que –de acuerdo esta vez con el sentido que
le da Aristóteles a la polis– “la ciudad es por naturaleza una multiplicidad
(plethos), y al hacerse más una, se convertirá de ciudad en casa (oikia) y
de casa en hombre (anthropos), ya que podemos decir que la casa es más
unitaria que la ciudad y el individuo más que la casa”. Y completa el argu-
mento con que la polis está constituida por “una pluralidad de hombres” y
que son, además, “de distintas clases, porque de individuos semejantes no
resulta una ciudad” (1261 a 12-24). Es importante reparar aquí en el sig-
nificado del término plethos, del que deriva nuestro adjetivo pletórico: se
trata de una cantidad numerable, es decir, de una totalidad en la que cuen-

11 Aristóteles, Política, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1970.


12 Platón, La República, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1971.

98
tan (en el doble sentido que tiene esta palabra en castellano) cada una de
las partes que la integran.
Aristóteles advierte la diferencia entre una alianza militar y una polis:
“los elementos que han de constituir una ciudad tienen que diferir cuali-
tativamente” puesto que “la igualdad en la reciprocidad (to ison to anti-
peponthos) es la salvaguarda (sozei) de las ciudades”, y esta relación de
igualdad recíproca es la que se da –de acuerdo con Aristóteles– entre “libres
e iguales, porque no es posible que todos gobiernen a la vez, sino por años
o siguiendo cualquier otro orden o sucesión” (1261 a 29-32). De modo que,
según el argumento aristotélico, la unidad, lejos de permitir la conserva-
ción de la polis, la destruye; porque si lo que se busca o pretende lograr
es la suficiencia o autarquía, entonces resulta que el oikos tiene más sufi-
ciencia que el hombre y la polis más que el oikos, y esto resulta de cierta
multiplicidad (plethous) (1261 b 13).
En República, Platón lo decía en estos términos: “¿Podemos […] citar
un mal mayor para la ciudad que aquello que la desgarra y hace de ella
muchas (pollas) en lugar de una sola, y un bien mayor que aquello que la
liga y la hace una?” (462 a-b).13 Lo que mantiene a la polis ligada –con-
tinúa afirmando Platón– es “la comunidad en la alegría (hedones) y en el
dolor (lypes)”, y lo que la disgrega es “la individualización de estos sen-
timientos” y esto sucede toda vez que “los ciudadanos no pronuncian al
unísono palabras como […] ‘mío’ y ‘no mío’”, de modo que estará mejor
ordenada o dispuesta la polis donde “la mayoría (pleistoi) de los ciudada-
nos digan de la misma cosa y sin discordancia: ‘esto es mío’, y ‘esto no es
mío’”. Una polis como esta es “la que más se parece a un solo hombre”,
en el sentido en que, si una de sus partes corporales es afectada por algún
daño (Platón pone el ejemplo de recibir un golpe en un dedo), es la totali-
dad del cuerpo la que siente dolor, en la medida en que el alma rige esas
partes de modo unitario (462 b-d).
Ahora bien, después de haber hecho aquellas objeciones respecto de
una comunidad política basada sobre una unidad sin diferencias como la
que parece proponer Platón, Aristóteles vuelve sobre el argumento para
sostener que, aun cuando esa comunidad sin diferencias pudiese ser pre-
sentada como la mejor (ariston), “no parece ser un indicio de ello el que
todos (pantes) digan a la vez ‘mío’ y ‘no mío’” porque la palabra “todos”
tiene dos sentidos: por un lado, “todos” significa cada uno (en este caso,
todos dirían mío de lo que es de cada uno); por otro lado, “todos” significa

13 Platón, op. cit. Véase en este capítulo el apartado “1. El rey filósofo y la vida en

común de los guardianes”.

99
lo que es común de modo indiferenciado (en este caso, todos dirían mío
de lo que es común a todos sin diferenciar el cada uno). Aristóteles sostiene
que es el primer sentido de la palabra “todos” el que más se aproxima a
lo que el enunciado platónico pretende, “pues entonces cada uno llama-
ría al mismo individuo su propio hijo”; pero, contradictoriamente, esto
no es posible dentro de la situación que Platón propone, puesto que allí
“todos” no significa el cada uno. En efecto, “el que todos digan (leguein)
lo mismo está bien, pero no es posible, y, por otra parte, no conduce en
absoluto a la concordia (homonoetikon)” (1261 b 16-32).
Podemos preguntarnos por qué Aristóteles sostiene que no es posi-
ble el que todos digan lo mismo. Tal vez, la respuesta consista en que a
ese decir colectivo (el del todos) le falta la determinación más precisa del
sujeto, aquella que lo diferencia como sujeto y le permite constituir una
identidad diferenciada, puesto que todo decir es un decir algo (predicado)
de algo (sujeto). En contraste con el modo platónico de encauzar el logos,
Aristóteles parece más interesado en especificar y en singularizar el sujeto
(hypoheimenon) que en generalizar o universalizar los predicados. Mien-
tras que Platón busca en la idea qué cosa puede ser la belleza, Aristóteles
se interesa por determinar de qué cosa podemos decir que es bella y de
qué modo y en qué sentido. Dicho en otros términos, Aristóteles intenta
determinar qué cosas (predicados, cualidades, bienes) le pertenecen a los
sujetos (lógicos, ontológicos, políticos).
En efecto, luego de haber afirmado que “el que todos digan lo mis-
mo […] no es posible”, Aristóteles desarrolla el argumento de que “lo que
es común a un número mayor de personas es objeto de menos cuidado”
puesto que “todos […] piensan más que en nada en lo que les es propio
(idion), y menos en lo común (koinon), o solo en la medida en que con-
cierne a cada uno” (1261 b 32-35). Lo que es de todos en general sin ser
de nadie en particular no permite identificar a ningún sujeto. Aristóteles
trae a la escena de su discusión con Platón que, en la República, se “alaba
extremadamente la unidad de la ciudad” y que “esta unidad se considera
generalmente obra de la amistad (philias)” (1262 b 10). Sin embargo, la
condición de posibilidad de la amistad reside en la diferencia puesto que,
del mismo modo que en el amor, cuando “los amantes, a causa de la vehe-
mencia de su amor, desean unirse y convertirse ambos, de dos que eran,
en uno”, lo que resulta de semejante unión sin diferencia es que será nece-
sario que “hayan desaparecido ambos, o al menos uno” (1260 b 12-14), si
es que efectivamente el amor o la amistad une. Pero, semejante unidad, al
suprimir la diferencia entre los términos relacionados, suprime también el
vínculo que los relaciona, sea este el amor o la amistad. Aristóteles lo dice

100
de este modo: “dos cosas son sobre todo las que hacen que los hombres
tengan interés (kedesthai) y afección (philein): la pertenencia (agapeton)
y la exclusividad (idion); y ninguna de las dos puede darse en personas
sometidas a ese régimen [de propiedad común]” (1262 b 22-24).
Luego, Aristóteles se pregunta si la propiedad o las posesiones (kte-
seos) y el uso de las mismas han de ser comunes en la polis, puesto que
respecto de estas cosas, “la convivencia (syzen) y la comunidad son [par-
ticularmente] difíciles” (1263 a 15-16). Lo que Aristóteles propone es que
“la propiedad sea privada, pero su utilización (khresei) sea común”, y que
sea el legislador quien resuelva de modo más específico sobre estos temas
(1262 a 38-40). Dejemos de lado, entonces, estas cuestiones y observemos
con mayor detalle el problema de la comunidad en cuanto forma de vida
en común; es decir, la convivencia.
Aristóteles afirma que “desde el punto de vista del placer (hedone)
es indecible (amytheton) la importancia de considerar algo como propio
(idion)”, puesto que “no en vano cada uno tiene amor (philein) a sí mismo
y ello va con la naturaleza” (1263 a 40-b 1). Sobre esto, Aristóteles advier-
te que lo único que puede reprocharse al egoísmo es su exceso. Aparece
aquí en la escena de la controversia con Platón una clara divergencia res-
pecto del modo en que ambos interpretan la subjetividad. En Leyes, Platón
había sostenido claramente que “el mayor de todos los males está innato
en las almas de la mayor parte de los hombres [...] y es esto aquello que
dicen de que todo hombre es por naturaleza amigo de sí mismo (philos
hauto) y que es normal que forzosamente ocurra así” (731 d-e).14 Como
podrá verse, Platón parece estar presentando una comunidad sin sujeto (es
decir, sin diferencias egológicas), mientras que Aristóteles construye su
comunidad a partir del sujeto en cuanto experiencia del placer privado o
idiosincrático. El argumento de Aristóteles es interesante: si esa configu-
ración de la subjetividad egoísta (dentro de ciertos límites) no existiese,
la comunidad política sería imposible, porque faltaría en ella el impulso
que nos lleva hacia los demás en ese tipo de vínculo que, de manera gene-
ral, podemos llamar amistad. Si no hubiese propiedad o posesión privada
(kteseos idias), no podríamos poner en práctica la generosidad ni “la con-
tinencia respecto de las mujeres (pues es una acción buena abstenerse por
continencia de la mujer ajena)” (1263 b 9-11). De modo inverso, Platón
sostiene que la subjetividad egoísta destruye la posibilidad de una vida
en común porque el impulso hacía sí mismo va en la dirección contraria
del impulso que liga a los hombres en lo común.

14 Platón, Las Leyes, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1983.

101
Finalmente, Aristóteles vuelve sobre el tópico de la multiplicidad o
multitud como forma de la subjetividad de una comunidad política. Afir-
ma: “Es justo no hablar solo de los grandes males de que se librarían los
hombres en un régimen comunista, sino también de los bienes de que se
verían privados” y redondea el argumento con una afirmación rotunda:
“esa vida (bios) es […] completamente imposible (adynatos)” (1263 b
29), puesto que la unidad excesiva destruye el elemento diferencial que
trae la multitud. El problema que la comunidad política tiene que resolver
es el de la unidad en la multiplicidad. Siendo la polis “una multiplicidad
(plethos), es menester que mediante la educación (paideia) resulte común
y una” (1263 b 36-37).

4. Hobbes: la comunidad disociada y el dios mortal

Podríamos ubicar el centro de la reflexión hobbesiana sobre el problema


de la convivencia humana en cierto estado de perplejidad respecto de las
formas que va tomando la vida en común por los años en los que Hobbes
(1588-1679) escribe y publica su Leviatán –es decir, hacia 1651– para dar-
le forma teórica, dentro del pensamiento político, a una época –la moderni-
dad– que Descartes había inaugurado, pocos años antes, con una reflexión
metafísica que ponía esa misma modernidad sobre el plano de la subjetivi-
dad (Descartes había publicado sus Meditaciones metafísicas en 1641). En
efecto, en el capítulo xiii del Leviatán, Hobbes sostiene que puede pare-
cer extraño que “la Naturaleza venga a disociar (dissociate) y haga a los
hombres aptos para invadir y destruirse mutuamente”.15 ¿Cómo se ha lle-
gado a esta situación?
Hobbes describe el siguiente escenario: el estado de guerra –o la
disociación– surge de la igualdad (y no de la desigualdad) natural de los
hombres:

La Naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades del


cuerpo y del espíritu que, si bien un hombre es, a veces, evidentemente,
más fuerte de cuerpo o más sagaz de entendimiento que otro, cuando se
considera en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es tan
importante que uno no pueda reclamar, a base de ella, para sí mismo, un
beneficio cualquiera al que otro no pueda aspirar como él.16

15 Hobbes, T., Leviatán, México, Fondo de Cultura Económica, 1980, p. 103.


16 Ibid., p. 100.

102
Ahora bien:

De esta igualdad en cuanto a la capacidad se deriva la igualdad de espe-


ranza respecto a la consecución de nuestros fines. Esta es la causa de que
si dos hombres desean (desire) la misma cosa, y en modo alguno pueden
disfrutarla ambos, se vuelven enemigos, y en el camino que conduce al fin
(que es, principalmente, su propia conservación y a veces su delectación
tan solo) tratan de aniquilarse o sojuzgarse uno a otro.17

Entonces, “dada esta situación de desconfianza mutua, ningún procedi-


miento tan razonable existe para que un hombre se proteja a sí mismo,
como la anticipación, es decir, el dominar por medio de la fuerza o por la
astucia a todos los hombres que pueda”.18 Agreguemos por último a esta
descripción de la naturaleza humana que “los hombres no experimentan
placer ninguno (sino, por el contrario, un gran desagrado) reuniéndose,
cuando no existe un poder capaz de imponerse a todos ellos”.19 El esquema
aristotélico ha quedado invertido: los hombres no son sociables por natu-
raleza sino naturalmente insociables, y lo que los mantiene juntos dentro
del lazo social es el poder que los sujeta.
De todo esto resulta que “durante el tiempo en que los hombres viven
sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición
o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra
todos”.20 Dicho en otros términos: es la ausencia de todo orden preexistente
lo que libera al hombre de ataduras y obligaciones y lo constituye como par-
te indivisible de un todo que se mantiene unido por medio del conflicto en la
medida en cada una de las partes individuales persigue solo su propio inte-
rés que no es otro que el de la autoconservación, imposible de lograr, paro-
dójicamente, por esa vía o de acuerdo con ese presupuesto individualista.
Se ha invertido aquí el organicismo que constituía el horizonte de
sentido de la teoría política clásica en la que el todo era algo más y, tam-
bién, algo diferente que la mera suma de sus partes constituyentes. Ahora,
el horizonte de sentido lo ofrece una comprensión mecanicista de lo real
en la que el todo no es más que la adición de las partes y, sin embargo,
las trasciende. Es decir que no hay otra totalidad que la que los individuos
son capaces de producir; pero, una vez producida, ya no les pertenece,

17 Ibid., p. 101.
18 Ibid.
19 Ibid., p. 102.
20 Ibid.

103
sino que la relación se invierte y terminan siendo ellos (las partes), quie-
nes pertenecen al todo.
Y como los hombres no son para Hobbes más que cuerpos que tien-
den a perseverar en su movimiento, es allí, en esa comprensión mecani-
cista de la naturaleza humana, donde se apoya su comprensión del estado
de naturaleza como conflicto generalizado. “La felicidad es un continuo
progreso de los deseos, de un objeto a otro, ya que la consecución del pri-
mero no es otra cosa sino un camino para realizar otro ulterior”, sostiene.21
Descripto en estos términos, se advierte que el deseo o la naturaleza
deseante del ser humano ha tenido en la modernidad una profunda trans-
formación. Mientras que en el esquema clásico trasmitido por Aristóteles
la felicidad (eudaimonia, en griego) consistía en la realización de un fin
último que era, en cuanto tal, capaz de contener los desbordes del deseo
(epithymia, en griego) al darle a este una orientación y una contención, en
el esquema moderno y en la versión hobbesiana de ese esquema se afir-
ma que han dejado de existir “el finis ultimus (propósitos finales)” y “el
summum bonum (bien supremo) de que hablan los libros de los viejos filó-
sofos morales”, de modo que la humanidad entera se caracteriza por “un
perpetuo e incesante afán de poder, que cesa solamente con la muerte”.22
Y esto sucede, tal vez, no porque la naturaleza del deseo sea por sí misma
desbordante (como sí parece pensarlo Spinoza o, mucho más adelante, lo
postulará Nietzsche), sino porque en una situación caracterizada social-
mente por el individualismo o, podríamos decir también, por la apropia-
ción individual de las fuentes del deseo que no son otras que las fuentes
mismas de la vida, el hombre no puede “asegurar su poderío y los funda-
mentos de su bienestar actual, sino adquiriendo otros nuevos”.23 Es decir
que no se trataría de la naturaleza desbordante del deseo sino de la escasez
de los recursos que podrían darle satisfacción.24
Puesto que la naturaleza humana se ha vuelto imposible de realizar por
los medios que la naturaleza misma provee, entonces será necesario salir
del estado de naturaleza para realizarla como tal naturaleza humana den-
tro del orden o estado social. En el desarrollo de su teoría política, Hobbes
establece una importante diferencia entre derecho natural (jus naturale) y
ley natural (lex naturalis). Mientras que el primero consiste en “la libertad

21 Ibid, p. 79.
22 Ibid.
23 Ibid., pp. 79-80.
24 Véase, sin embargo, el argumento en contrario que presentamos sobre el final del

apartado “Locke: el individuo propietario”.

104
que cada hombre tiene de usar su propio poder como quiera, para la con-
servación de su propia naturaleza, es decir, de su propia vida”, la segunda
consiste en “un precepto o norma general, establecida por la razón, en vir-
tud de la cual se prohíbe a un hombre hacer lo que puede destruir su vida
o privarle de los medios de conservarla; o bien omitir aquello mediante
lo cual piensa que pueda quedar su vida mejor preservada”.25 El derecho
(natural) regula lo que el hombre puede hacer mientras que la ley (natural)
regula aquello que el hombre debe hacer.
Ahora bien, si la condición natural del hombre es la de guerra de todos
contra todos, se sigue de allí que “cada hombre tiene derecho a hacer cual-
quier cosa, incluso en el cuerpo de los demás”; de modo que, “mientras
persiste ese derecho natural de cada uno con respecto a todas las cosas, no
puede haber seguridad para nadie”.26 Entonces, la ley fundamental de la
naturaleza ordena “buscar la paz y seguirla” y de ella se sigue una segun-
da ley de la naturaleza que ordena “que uno acceda, si los demás consien-
ten también, y mientras se considere necesario para la paz y defensa de sí
mismo, a renunciar a este derecho a todas las cosas”.27 La superación del
estado de naturaleza supone la renuncia al derecho natural y la renuncia a
un derecho se realiza “mediante signo voluntario y suficiente” que consti-
tuye un lazo por medio del cual “los hombres se sujetan y obligan” y que
toma su fuerza de “el temor de alguna mala consecuencia resultante de la
ruptura”,28 y encuentra su motivación en el objetivo de asegurar la vida de
la persona que renuncia o transfiere el derecho.
Todos estos temas son retomados por Hobbes en el capítulo xvii de su
Leviatán, que lleva por título “De las causas, generación y definición de un
Estado”. Sigámoslo en el desarrollo de su argumentación. En primer lugar,
Hobbes sostiene que el fin que persiguen los hombres al aceptar restringir
su derecho natural es “el cuidado de su propia conservación” y “el logro
de una vida más armónica”, lo que supone el abandono de “esa miserable
condición de guerra” que es consecuencia inevitable del juego recíproco
de “las pasiones naturales de los hombres”, toda vez que “no existe poder
visible que los tenga a raya y los sujete, por temor al castigo, a la realiza-
ción de sus pactos y a la observancia de las leyes naturales”. Puesto que las
leyes naturales son “contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales nos
inducen a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y a cosas semejantes”,

25 Hobbes, T., op. cit., p. 106.


26 Ibid.
27 Ibid., p. 107.
28 Ibid., p. 108.

105
es decir a la afirmación de la propia individualidad contra la individuali-
dad de los demás, “los pactos que no descansan en la espada no son más
que palabras”.29 Entonces, lo único que puede garantizar a los hombres el
cumplimiento de la ley natural que los saque del estado de naturaleza en el
que rige el derecho natural –en virtud del cual, paradójicamente, la ley natu-
ral no se cumple– es la institución de un poder común que los aglutine. Y
dado que el acuerdo entre los hombres no surge de su naturaleza (puesto que
vimos primar en ella más bien la discordancia y el conflicto) sino del pacto,
es decir de un artificio, “no es extraño […] que (aparte del pacto) se requiera
algo más que haga su convenio constante y obligatorio”, y “ese algo es un
poder común (Common Power) que los mantenga a raya [o en el temor] y
dirija sus acciones hacia el beneficio colectivo (Common Benefit)”.30
En segundo lugar, Hobbes afirma que ese poder común puede soste-
nerse y sostener a su vez a los individuos que intentan proteger y conservar
su vida si esos individuos confieren “todo su poder y fortaleza a un hombre
o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos,
puedan reducir sus voluntades a una voluntad”, y esto significa, en última
instancia, “elegir a un hombre o una asamblea de hombres que representen
su personalidad”.31 Como podemos ver, el concepto de representación es
central en el discurso de la modernidad y es central en el desarrollo de la
teoría política moderna que Hobbes está presentando. Y lo mismo puede
decirse del concepto de persona. Hobbes lo definía en el capítulo xvi de
la siguiente manera: “una persona es aquel cuyas palabras o acciones son
consideradas o como suyas propias, o como representando las palabras
o acciones de otro hombre, o de alguna otra cosa a la cual son atribuidas
[esas palabras o acciones], ya sea con verdad o por ficción”.32 Entonces,
el poder común que se está buscando constituir es algo más que la mera
suma de las partes que deciden salir de su individualidad autosuficiente
pero insegura para integrar una sociedad de ayuda mutua, es “algo más que
consentimiento y concordia”; es “una unidad real de todo ello en una y la
misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás” que se
formula en los siguientes términos: “autorizo y transfiero a este hombre o
asamblea de hombres mi derecho de gobernarme a mí mismo, con la con-
dición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho”.33

29 Ibid., p. 137.
30 Ibid., p. 140.
31 Ibid.
32 Ibid., p. 132. Énfasis en el original.
33 Ibid., p. 141. Énfasis en el original.

106
En tercer lugar, Hobbes sostiene que “la multitud así unida en una
persona se denomina Estado (Common-Wealth)”, y que de este modo se
genera “aquel gran Leviatán” o “aquel dios mortal (Mortal God), al cual
debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y defensa”. Se advertirá aquí
que el poder del Estado es absoluto, por encima de él solo existe el poder
del “Dios inmortal”, y se advertirá también que ese poder se alimenta del
poder que los individuos le transfieren: “en virtud de esta autoridad que se
le confiere por cada hombre particular en el Estado, posee y utiliza tanto
poder y fortaleza, que por el terror que inspira es capaz de conformar las
voluntades de todos ellos para la paz”.34
En síntesis, mediante el pacto de sujeción se instituyen a la vez los
hombres en cuanto sujetos de un cuerpo político que les permite salir de
este modo del peligroso estado de naturaleza y se instituye también el
Estado como unidad del cuerpo político que los sujeta. El combustible que
mantiene en funcionamiento el sistema es el deseo al que los individuos
renuncian para ingresar al orden civil y que el Estado administra bajo la
forma del temor a la muerte con la finalidad de que los individuos man-
tengan el pacto que los sujeta.
Podemos advertir aquí notorias diferencias con la conceptualización
aristotélica de la comunidad como forma natural de la vida política y, tam-
bién, diferencias muy notorias en el concepto mismo de ese ámbito que se
configura como escenario del ser uno con otro de los hombres: la comuni-
dad en un caso, la sociedad en el otro. La diferencia queda muy clara en
el pasaje del capítulo 17 del Leviatán donde Hobbes comenta la Política
de Aristóteles. Hobbes se refiere a la comparación que Aristóteles esta-
blece entre la “sociabilidad” humana y la animal en el capítulo 2 del libro i
en estos términos:

Es cierto que determinadas criaturas vivas, como las abejas y las hor-
migas, viven en forma sociable (sociably) una con otra (por cuya razón
Aristóteles las enumera entre las criaturas políticas –Political Creatures–)
y no tienen otra dirección que sus particulares juicios y apetitos, ni poseen
el uso de la palabra mediante la cual una puede significar a otra lo que
considera adecuado para el beneficio común: por ello, algunos desean
inquirir por qué la humanidad no puede hacer lo mismo.35

34 Ibid.
35 Ibid., p. 139.

107
Parece haber aquí cierta mala comprensión o cierta comprensión distorsio-
nada por parte de Hobbes del texto aristotélico. Aristóteles no dice que las
abejas sean “criatura políticas” sino todo lo contrario: afirma que, a dife-
rencia de “la abeja o cualquier animal gregario (agelaios)”, el hombre –y
solo él– es un animal o viviente político y esa especificidad política del
hombre está determinada por el logos del que solo él dispone, en su dife-
rencia con la phone, de la que disponen todos los vivientes.36 Entonces,
es en virtud del logos que el viviente humano adquiere esa forma particu-
lar –y específica, en sentido aristotélico– de la convivencia que llamamos
comunidad: el logos permite establecer un significado general –y, por lo
tanto, compartible o comunicable– allí donde la phone no logra ir más allá
de la experiencia singular.37
Hobbes parece seguir el desarrollo del argumento aristotélico cuan-
do se refiere a “la palabra (speech) mediante la cual [una criatura política]
puede significar a otra lo que considera adecuado para el beneficio común”.
Sin embargo, el desarrollo de su propio hilo argumental va luego por un
camino divergente:

[…] entre esas criaturas [sostiene refiriéndose a las abejas y las hormi-
gas], el bien común no difiere del individual, y aunque por naturaleza
propenden a su beneficio privado, procuran, a la vez, por el beneficio
común. En cambio, el hombre, cuyo goce consiste en compararse a sí
mismo con los demás hombres, no puede disfrutar otra cosa sino lo que
es eminente.38

Entonces, el hombre moderno cuya situación política está describiendo se


le presenta a Hobbes como atrapado dentro de las redes de una subjetivi-
dad autorreferencial de la que no logra salir por medio del logos. Puesto
sobre el plano de la subjetividad cartesiana, el logos ha devenido Razón, y
lejos de abrir las posibilidades de una vida en común a partir de la poten-
cia compartida del sentido impresa en el lenguaje, se limita a reflejar lo
que cada individuo requiere para ser el individuo que es; es decir, lo que
es eminente para sí.

36 Aristóteles, Política, op. cit., 1253 a 7.


37 Sobre este tema, véase aquí mismo el apartado “Las formas de la comunidad en la
Política de Aristóteles”.
38 Hobbes, T., op. cit., p. 139.

108
5. Locke: el individuo propietario

Si Thomas Hobbes (1588-1679) aparece en la historia de las ideas políti-


cas como el pensador que legitima las pretensiones del Estado absoluto,
un contemporáneo suyo, John Locke (1632-1704), ingresa a esa misma
historia como teórico del constitucionalismo político liberal. Los puntos
en los que ambas doctrinas difieren son básicamente dos. En primer lugar,
una diferente conceptualización de la naturaleza humana y del estado de
naturaleza. Mientras que para Hobbes el hombre es por naturaleza un pre-
dador insaciable que vive en una permanente situación de conflicto que le
impide tener aquello por lo que lucha, es decir, una vida asegurada, Locke
parece más optimista en cuanto advierte cierta predisposición natural del
ser humano para la vida social. En segundo lugar, una diferente manera de
comprender la relación entre el Estado y la sociedad civil. Mientras que,
para Hobbes, la sociedad civil aparece como identificada con el Estado en
cuanto fuera del Estado y del pacto de sujeción que lo origina y legitima
no hay más que el vacío que produce el conflicto generalizado, es decir
una ausencia completa de todo vínculo social –que es lo que caracteriza en
él al estado de naturaleza–, en Locke el Estado no viene a ocupar el lugar
de cierta sociabilidad primaria para sustituirla, sino que la complementa
mediante un sistema legal que refuerza los derechos que los hombres indi-
vidualmente ya tienen en el estado de naturaleza.
En el centro de esta diferente comprensión de la naturaleza humana
y del Estado (y de la sociedad civil) está la interpretación que Locke hace
del derecho de propiedad como un derecho natural. El individuo es aquí
el individuo propietario.39 Ahora bien, ¿en qué términos entiende Locke el
concepto de individuo propietario? En el Segundo tratado sobre el gobier-
no civil, publicado en 1690, Locke sostiene que

[…] es evidente que, aunque los bienes naturales [le] fueron dados en
común, el hombre, con todo (siendo dueño de sí mismo y propietario de
su propia persona y de sus acciones y trabajo), tenía aún, en sí mismo, el
principal fundamento de la propiedad, y que la mayor parte de los que [el

39 En un texto donde se analiza la situación del individuo en el mundo contemporáneo,

el sociólogo Robert Castel sostiene que “la emergencia del individuo moderno a partir de
los siglos xvii-xviii se ubica en el desenlace de este doble proceso multisecular de distan-
ciamiento, respecto de la trascendencia religiosa y de las coerciones y hasta de las dignida-
des tradicionales” y caracteriza a ese individuo así liberado como “individuo propietario”.
Castel, R., El ascenso de las incertidumbres. Trabajo, protecciones, estatuto del individuo,
Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2010, pp. 309-310.

109
hombre] destinó a [proveer] sustento o confort a su existencia, una vez
que las invenciones y las artes hubieran hecho progresar las comodidades
de la vida, estaba constituido por algo que era enteramente suyo y no [les]
pertenecía a otros en común.40

El argumento es interesante: en el estado de naturaleza se produce un corte


inevitable entre lo que es dado en común a todos los hombres y aquello de
lo que los hombres se apropian de modo privado (justamente, privando a
los demás de aquello que fue dado en común) mediante su trabajo. Ahora
bien, si Locke puede sostener que el trabajo es capaz de legitimar la apro-
piación individual (o privada, en el doble sentido de la palabra: como pro-
pia de él y de nadie más y, a la vez, porque al serlo, priva a los demás de
ella) de lo que fue dado en común es porque el trabajo mismo es pensado
como una prolongación o proyección del cuerpo propio; comenta Rober-
to Esposito: “el cuerpo es el lugar primordial de la propiedad porque es el
lugar de la propiedad primordial, la que cada uno tiene sobre sí mismo”.41
Locke lo dice en estos términos: “aunque la tierra, y todas las criatu-
ras inferiores son comunes a todos los hombres, cada hombre detenta, sin
embargo, la propiedad de su propia persona”.42 No resultará forzado ver
en esto claras resonancias de la subjetividad cartesiana puesta como fun-
damento del ciclo histórico de la modernidad: el hombre que duda tiene
certeza de sí mismo (en cuanto es consciente de su duda) y, de este modo,
entra en plena posesión de sí mismo (“certeza”, certitudo en latín, significa
lo que está fijo o fijado, lo que no se puede alterar o mover). Sin embar-
go, entre la conceptualización cartesiana del sujeto y la que delinea Locke
se advierte una notoria diferencia: Descartes presenta un sujeto centrado
en torno de la conciencia de sí mismo como fundamento posible de toda
representación racional del mundo; Locke, en cambio, más a tono con las
intenciones y modalidades de las filosofías empiristas que caracterizan al
ámbito anglosajón, presenta un sujeto centrado en el cuerpo y sus poten-
cialidades. El sujeto cartesiano es, dentro de su abstracción y gracias a ella,
un sujeto universal, en la medida en que la conciencia de sí que singulari-
za a cada uno puede ser distribuida universalmente; el individuo propieta-
rio, en cambio, se constituye como sujeto mediante la exclusión del otro:

40 Locke, J., Ensayo sobre el gobierno civil, Bernal, Editorial de la Universidad Nacio-

nal de Quilmes, 2005, § 44, p. 63.


41 Esposito, R., op. cit., p. 105.
42 Locke, J., op. cit., § 27, p. 45.

110
[…] aunque todos los frutos que naturalmente produce y las bestias que
alimenta pertenecen, en la medida en que son producidos por la mano
espontánea de la naturaleza, a la humanidad en común, y nadie tiene ori-
ginalmente un dominio privado, que excluya al del resto de la humanidad,
sobre ninguno de ellos, tal y como se encuentran en su estado natural, sin
embargo, al haber sido conferidos para usufructo de los hombres, tiene
que haber necesariamente algún medio de apropiárselos de un modo u
otro antes de que puedan ser de algún uso o [resulten] siquiera beneficio-
sos para algún individuo.43

Resulta interesante ver en esta descripción de la naturaleza humana una


forma muy concreta –a la vez que imaginaria– de la individualidad: el
hombre es un individuo porque es propietario ante todo de su mismidad
corporal, un cuerpo que solo él puede habitar y que excluye, o expulsa
hacia el exterior, a los otros: “la exclusión del otro no puede fundarse más
que en la cadena de consecuencias originada en la cláusula metafísica de
la inclusión corpórea”.44
Ahora bien, en una condición tal de su estado de naturaleza, “un esta-
do de perfecta libertad para ordenar sus acciones y disponer de sus pose-
siones y personas como juzguen adecuado, dentro de los límites de la ley
de naturaleza, sin pedir permiso ni depender de la voluntad de ningún otro
hombre”,45 no llega a advertirse suficientemente cuáles podrían ser los
motivos que llevasen a los hombres a querer salir de esa situación para
formar una sociedad civil o política (adviértase que en tiempos de Locke
no está todavía establecida la diferenciación terminológica entre “Estado”
y “sociedad civil”, y ambos términos funcionan como equivalentes). 46
En este sentido, el argumento hobbesiano parecía más eficaz: los hom-
bres necesitan salir del estado de naturaleza porque allí la vida en común
resulta imposible, y con ello resulta también imposible la vida individual,
que solo el Estado podrá garantizar. Locke, en cambio, presenta un argu-
mento menos dramático. Después de sostener que “al haber creado Dios al
hombre [como] una criatura que, a su entender, no era bueno que estuvie-
ra sola”,47 Locke vuelve sobre el principio de organización social que le

43 Ibid., § 26, pp. 44-45.


44 Esposito, R., op. cit., p. 104.
45 Locke, J., op. cit., § 4, p. 17.
46 Sobre este tema, véase Bobbio, N., Estado, gobierno y sociedad. Por una teoría

general de la política, México, Fondo de Cultura Económica, 1989, “La sociedad civil”,
pp. 39-67.
47 Locke, J., op. cit., § 77, p. 95.

111
interesa poner como fundamento del ordenamiento político: la propiedad
individual. Todos los hombres tienen “el poder de defender su propiedad,
esto es, su vida, su libertad y sus bienes, frente a las agresiones y ataques
de otros hombres”; sin embargo, en la medida en que “ninguna sociedad
política puede [llegar a] existir, ni subsistir, sin poseer en sí misma el poder
de proteger la propiedad y, en orden a ello, el de castigar los delitos [come-
tidos por] todos quienes pertenecen a ella”, se concluye que “existe una
sociedad política allí, y solamente allí, donde cada uno de sus miembros
ha renunciado a ese poder natural [y] lo ha abandonado en manos de la
comunidad, en todos aquellos casos en que no esté imposibilitado de apelar
a las leyes establecidas [en dicha comunidad] en busca de protección”.48
Sin embargo, esta versión más simpática o menos pesimista de la natu-
raleza humana es solo en apariencia una interpretación más afirmativa y
optimista de las posibilidades de la sociabilidad en contraposición con el
pesimismo hobbesiano, puesto que “el conflicto interhumano, exorcizado
dentro del universo propietario, se desplaza fuera de sus confines, al espa-
cio informe de la no-propiedad”.49 Corresponderá a Marx el dar cuenta por
medio de la teoría social de esta versión del conflicto. Cuando esto suceda,
las pretensiones del Estado liberal como forma legítima de la administra-
ción del poder quedarán seriamente cuestionadas. Por ahora, veamos de qué
manera se estructura en Locke ese ordenamiento social y político de indi-
viduos propietarios que complementan su condición natural (su estado de
naturaleza) por medio del Estado (la sociedad política o civil).
Podemos caracterizar al Estado liberal como una forma particular
de institucionalización de las relaciones de poder que se articula en torno de
una subjetividad individual cuya libertad el Estado se propone garantizar.
Y podemos observar en el desarrollo teórico que Locke presenta, de qué
modos la subjetividad individual se constituye en torno de la propiedad:
lo que hace del hombre un sujeto individual es su capacidad de recortar un
ámbito propio dentro de un ámbito que no es propio sino común a todos.
Por medio del trabajo, el hombre gana el derecho a reclamar como propio
aquello que su cuerpo necesita consumir del mundo natural compartido
para que esa vida natural se afirme y desarrolle. El sujeto del Estado liberal
es el individuo en la medida en que se trata de una forma de la subjetividad
supuestamente natural que, sin embargo, se diferencia de la subjetividad,
insostenible para Locke, del salvaje: “el fruto o el venado que alimentan
al indio salvaje, quien nada sabe de cercamientos y es aún un poseedor en

48 Ibid., § 87, pp. 104-105.


49 Esposito, R., op. cit., p. 108.

112
común, deben ser suyos, y a tal punto suyos, i.e., una parte de él mismo,
que [ningún] otro puede ya tener derecho alguno sobre ellos, antes de que
puedan ser de algún provecho para el sustento de su vida”.50 Como se podrá
advertir, el estado de naturaleza que Locke nos describe excluye al “sal-
vaje, quien nada sabe de cercamientos”, y supone una subjetividad indivi-
dual ya constituida sobre la base del cuerpo propio que, a partir primero
del consumo y luego del trabajo, se apropia del cuerpo común de la natu-
raleza. Es sobre la base de este supuesto que resulta en cierto modo inver-
tido el esquema hobbesiano: aquí, no es necesario que el Estado garantice
la seguridad individual por medio de la sujeción de los deseos que, de otro
modo, llevarían en su expansión generalizada a la guerra de todos contra
todos tal y como sucede en el estado de naturaleza descripto por Hobbes,
sino que la seguridad individual ya está garantizada por medio de la propie-
dad que el hombre adquiere mediante su trabajo en el estado de naturaleza.
De esto se siguen dos cosas. La primera es que los hombres no necesitan
del Estado para constituirse como individuos propietarios. La segunda es
que el Estado no tiene más poder sobre los hombres y la vida social que el
que le transfieren los individuos propietarios mediante el consentimiento.
Locke lo dice en estos términos: por un lado, sostiene que “el fin pri-
mordial de los hombres al entrar en sociedad es el usufructo de sus propie-
dades en paz y seguridad”, y sostiene también que “son las leyes vigentes
en la sociedad de que se trata” el instrumento más adecuado para alcan-
zar ese objetivo; de modo que “la ley positiva primera [y] fundamental de
todo Estado es [la que estipula] la constitución del Poder Legislativo”.51
Se comprende que la mera posesión de algo, tal y como sucede en el esta-
do de naturaleza, no garantiza suficientemente la paz y la seguridad y que,
en este sentido, la ley tiene el poder de garantizar estabilidad en la pose-
sión por medio del derecho de propiedad. Por otro lado, Locke afirma que
“nadie puede tener la potestad de dictar leyes [vinculantes para la sociedad]
a menos que lo haga con su consentimiento y merced a la autoridad reci-
bida de ella”.52 Dicho en otros términos, la ley que sujeta a los individuos
propietarios obtiene su legitimidad del consentimiento. Sin embargo, no
es ese el único límite que Locke establece para el poder del Estado ni es
tampoco el fundamento último de su legitimidad.
El poder de legislar, “al no ser más que el conjunto de todos los miem-
bros de la sociedad conferido a la persona o asamblea que tiene la facul-

50 Locke, J., op. cit., § 26, p. 45.


51 Ibid., § 134, p. 155.
52 Ibid., § 134, p. 156.

113
tad de legislar, no puede ser mayor que el que dichas personas tenían en
el estado de naturaleza antes de haber entrado en sociedad y de haberlo
entregado a la comunidad”.53 Como se podrá advertir, el Estado no es aquí
más que la suma de los individuos propietarios que lo constituyen, mientras
que en la conceptualización hobbesiana el Estado era “algo más que con-
sentimiento o concordia; es una unidad real de todo ello en una y la misma
persona”.54 Dicho en otros términos, el límite que el Estado encuentra en
su relación con la sociedad civil de acuerdo con la versión lockeana está
determinado por esa particular forma de la subjetividad que opera como
supuesto: el individuo propietario.
“Si el hombre es, en el estado de naturaleza, tan libre como se ha
afirmado, si es dueño absoluto de su propia persona y posesiones, [si es]
igual al más prominente y [no está] sometido a nadie, ¿por qué habría de
enajenar su libertad”. Con este interrogante, Locke abre el capítulo ix de
su Ensayo sobre el gobierno civil para presentar inmediatamente su res-
puesta: “si bien en el estado de naturaleza [el hombre] posee tal derecho,
el goce de este es, sin embargo, sumamente incierto y se halla constante-
mente expuesto a ser obstaculizado por terceros”.55
El poder del Estado no puede ir más allá del límite que constituye el
principio mismo que le da origen y legitimidad: la defensa de la propie-
dad individual. De modo que, no pudiendo exceder ese límite, tampoco el
Estado puede ser algo más que la suma de las partes individuales propie-
tarias que lo componen. En la versión hobbesiana, en cambio, el Estado
surgía allí donde la guerra de todos contra todos requería de un poder más
elevado o más concentrado que el poder que se manifiesta en el conflic-
to; allí, el Estado era algo más que los individuos que lo conforman: era
un dios mortal.
Para que esta diferente concepción del poder del Estado y sus límites
en relación con la sociedad civil adquiera forma más definida, tengamos
en cuenta también que Locke establece una diferencia importante y decisi-
va entre estado de naturaleza y estado de guerra: “El estado de guerra es
un estado de enemistad y destrucción”, y resulta fácil de comprender que
“uno puede matar a un hombre que le hace la guerra o que ha manifestado
enemistad contra su vida, por la misma razón por la que puede matar a un
lobo o a un león” en la medida en que “tales hombres no se hallan bajo las

53Ibid., § 135, p. 157.


54Hobbes, T., op. cit., p. 141. Véase en este capítulo el apartado “4. Hobbes: la comu-
nidad disociada y el dios mortal”.
55 Locke, J., op. cit., § 123, p. 143.

114
obligaciones de la ley común de la razón” y “no tienen ninguna otra regla
que la de la fuerza y la violencia”.56 Tengamos en cuenta que “el estado
de naturaleza tiene una ley de naturaleza que lo rige [y] que obliga a cada
uno. Y la razón, que es esa ley, enseña a todos los hombres que quieran
consultarla que, siendo todos iguales e independientes, ninguno debe dañar
a otro en su vida, salud, libertad o posesiones”.57
Ahora bien, siendo este un punto fundamental de discrepancia con
Hobbes, Locke insiste en que hay una gran diferencia entre el estado de
naturaleza y el estado de guerra “a pesar de que han sido confundidos por
algunos hombres”, en clara referencia a Hobbes; mientras el primero es “un
estado de paz, buena voluntad, ayuda mutua y preservación”, el segundo
es “un estado de enemistad, malevolencia, violencia y destrucción mutua”.
De modo que, el estado de naturaleza, no siendo un estado de guerra sino
una situación en la que los “hombres viven juntos con arreglo a la razón,
sin un superior común sobre la tierra con autoridad para juzgar entre ellos”,
no supone necesariamente ningún tipo de conflicto. Sin embargo, cuando
el conflicto sucede y el estado de guerra viene a ocupar el lugar del estado
de naturaleza, resulta difícil retornar a la situación previa: “el estado de
guerra, una vez comenzado, perdura, teniendo la parte inocente el derecho
de matar a la otra [parte] en cuanto pueda [hacerlo]”. De todo esto, Locke
concluye que “evitar este estado de guerra (en el que no hay donde apelar
excepto al cielo y en el que, al no haber ninguna autoridad que pueda fallar
entre los litigantes, es probable que desemboque toda diferencia menor) es
una de las razones principales por las que los hombres se agrupan en socie-
dades y abandonan el estado de naturaleza”.58 Con lo cual, como se podrá
advertir, la motivación del pasaje del estado de naturaleza al ordenamiento
civil coincide en este caso de estado de guerra con la que describía Hob-
bes. Sin embargo, esa situación de guerra que era generalizada en Hob-
bes aparece como excepcional en Locke y no es utilizada para argumentar
en torno del poder absoluto del Estado. Antes bien, Locke cuestiona cla-
ramente las pretensiones de un poder político concentrado: la monarquía
absoluta –afirma– “es, en verdad, incompatible con la sociedad civil y, por
ende, no puede constituir en absoluto una forma de gobierno civil”, pues-
to que “el fin de la sociedad civil es evitar y remediar los inconvenientes
del estado de naturaleza que se siguen necesariamente de que cada hombre
sea juez en su propia causa, mediante el establecimiento de una autoridad

56 Ibid., § 16, p. 31.


57 Ibid,, § 6, pp. 19-20.
58 Ibid., §§ 16-21, pp. 31-36.

115
reconocida a la que todos los miembros de esa sociedad puedan apelar”.59
En ausencia de esta autoridad, se dice –Locke lo dice– que los hombres
viven en estado de naturaleza. Ahora bien, y en esto consiste la división
de los poderes del Estado, Locke sostiene que en esta condición de estado
de naturaleza “se encuentra todo príncipe absoluto con respecto a quienes
están bajo su dominio”.60 Semejante concentración del poder político ubi-
ca al soberano absoluto por encima de la sociedad civil, puesto que no hay
nada que limite su poder, y por consiguiente, también por fuera de ella.
En síntesis, el límite que Locke estipula respecto del poder del Estado
en relación con los individuos que lo integran está ligado con su concep-
tualización del poder político o del gobierno civil como instrumento del
que se valen los individuos para darles mayor estabilidad a los derechos
que ya tienen en el estado de naturaleza; el derecho de propiedad está en
la base de esos derechos.
Por último, y para concentrar las diferencias de planteo entre Hobbes
y Locke en un punto, se podría decir que el individuo que Hobbes presenta
está naturalmente constituido por ciertas fuerzas expansivas:

De este modo señalo, en primer lugar, como inclinación general de la


humanidad entera, un perpetuo e incesante afán de poder (a perpetual and
restless desire of power after power), que cesa solamente con la muerte.
Y la causa de esto no siempre es que un hombre espere un placer más
intenso del que ha alcanzado; o que no llegue a satisfacerse con un mode-
rado poder, sino que no pueda asegurar su poderío y los fundamentos de
su voluntad actual, sino adquiriendo otros nuevos.61

Locke, en cambio, presenta un individuo cuyas fuerzas se dirigen hacia sí


mismo (o, tal vez, se expanden hacia adentro): el estado de naturaleza es
“un estado de perfecta libertad para ordenar sus acciones y disponer de sus
posesiones y personas como juzguen adecuado, dentro de los límites de la
ley de naturaleza”62 y, agrega más adelante, que aunque ese estado de liber-
tad sea muy amplio (se trata de “una incontrolable libertad para disponer
de su persona o posesiones”), no es “un estado de licencia” puesto que no
tiene “libertad para matarse ni, tampoco, [para matar] a ninguna criatura
en su posesión”, puesto que “el estado de naturaleza tiene una ley de natu-

59 Ibid., § 90, pp. 107-108.


60 Ibid., § 90, p. 108.
61 Hobbes, T., op. cit., pp. 79-80.
62 Locke, J., op. cit., § 4, p. 17.

116
raleza que lo rige” y que “enseña a todos los hombres que quieran con-
sultarla que, siendo todos iguales e independientes, ninguno debe dañar a
otro en su vida, salud, libertad o posesiones”.63
Paradójicamente, la naturaleza expansiva del hombre hobbesiano, que
encuentra su límite interno en el miedo a la muerte y el externo en la sujeción
al Estado, parece seguir el curso de cierta intensificación de su condición de
sujeto político, mientras que las fuerzas configurativas del hombre lockea-
no, que no van en principio más allá del propio límite natural corpóreo, al
apropiarse de la materialidad misma de los recursos que le resultan indis-
pensables para la vida, terminan expandiendo las fronteras de la subjetividad
en cuanto objetivación de la naturaleza para dar forma a un homo oecono-
micus poco atento a los modos políticos que sustentan la vida en común.

6. Rousseau: la voluntad general


y la comunidad de los ciudadanos

En 1762, Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) publica dos obras fundamen-


tales y complementarias que luego serán la base del experimento políti-
co que en 1789 pondrá en marcha la Revolución Francesa y, un poco más
adelante en el tiempo y bastante más lejos respecto del lugar, servirán de
motivo inspirador a Mariano Moreno en la Revolución de Mayo: El con-
trato social y el Emilio. En la primera, Rousseau se plantea el problema
de formar la voluntad general capaz de realizar el bien común que brinda
legitimidad al ejercicio del poder; en la segunda, se enfrenta con el pro-
blema de formar al sujeto de esa voluntad general, es decir, de formar al
hombre dentro del molde del ciudadano.
La voluntad general que Rousseau presenta como origen y fundamento
de la legitimidad del ordenamiento político de la sociedad se constituye por
medio de un pacto, en el mismo sentido en que lo habían propuesto Hob-
bes y Locke; pero la naturaleza y características del pacto que Rousseau
propone son bien diferentes. En primer lugar, porque el pacto rousseau-
niano es un pacto de unión y no un pacto de sujeción como el que plantea
Hobbes; en segundo lugar, porque el poder soberano instituido por medio
del pacto resulta inmanente a la voluntad general resultante del pacto y
no se erige por encima de los ciudadanos como lo hacía el dios mortal de
Hobbes. En tercer lugar, porque a diferencia de Locke, se trata de un pac-
to entre ciudadanos y no entre propietarios.

63 Ibid., § 6, pp. 19-20.

117
Rousseau le da forma expresiva al contrato en estos términos: “una
forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común, la
persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose
a todos, obedezca tan solo a sí mismo, y quede tan libre como antes”.64 El
contrato por medio del cual los hombres logran salir del estado de natu-
raleza perdiendo su libertad natural sin que pierdan no obstante su liber-
tad, sino que la transmutan en libertad civil, tiene una cláusula principal:
“la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la
comunidad” puesto que “al entregarse cada uno a todos, no se entrega a
nadie”.65 La idea de transmutación de la libertad natural en libertad civil
está en la base de la transmutación del hombre en ciudadano y es la con-
dición de posibilidad de la formación de la voluntad general: ese “todos”
al que cada uno se entrega es también un “nadie”. Todos, en cuanto expre-
sión de la voluntad general cuyo sujeto es el ciudadano o, en términos más
abstractos todavía, la ciudadanía; nadie, en cuanto ese todos no es ningún
hombre en particular sino el hombre considerado de modo general, cuyo
concepto toma la forma del ciudadano. Al entregarse a todos en general y
no depender de nadie en particular, el hombre transmuta su particularidad
en la generalidad del ciudadano.
Con esta caracterización del contrato, Rousseau da por resuelto el
problema que se proponía abordar: de la observación de que “el hombre
ha nacido libre y por todas partes se encuentra encadenado” se sigue el
problema de que es necesario darle legitimidad a esa pérdida de la liber-
tad natural.66 En el camino hacia la resolución de ese problema, Rousseau
había establecido que la libertad natural no puede perderse legítimamente
por medio de la fuerza, porque “la fuerza es una potencia física” y “ceder
ante la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad”, y lo que se bus-
ca es darle legitimidad a la obediencia. Si se quiere utilizar el argumento
de la fuerza o, lo que vendría a ser lo mismo, la fuerza como argumento,
sería necesario transformar la fuerza en un derecho: el derecho del más
fuerte. Pero este derecho “no significa nada en absoluto”, puesto que “si es
necesario obedecer por la fuerza, no es preciso hacerlo por deber; y si no
se está forzado a obedecer, ya no se está obligado”.67 Sin embargo, podría
suceder también que el hombre no haya nacido libre o que, respecto de su
naturaleza –es decir, de su nacimiento– no haya igualdad entre los hom-

64 Rousseau, J. J., op. cit., libro i, cap. vi, p. 54.


65 Ibid., libro i, cap. vi, p. 55.
66 Ibid., libro i, cap. i, p. 42.
67 Ibid., libro i, cap. iii, pp. 45 y 46.

118
bres o que el término “hombre” sea un término equivoco. Rousseau toma
como modelo de este argumento la afirmación de Aristóteles: “los hom-
bres no son naturalmente iguales, ya que unos nacen para la esclavitud y
otros para la dominación”. Y tuerce luego el argumento sobre su eje: “si
hay […] esclavos por naturaleza es porque ha habido esclavos contrarian-
do la naturaleza”.68
De lo anterior se sigue que “ya que ningún hombre tiene autoridad
natural sobre su semejante, y puesto que la fuerza no produce ningún dere-
cho, quedan entonces las convenciones como base de toda autoridad legí-
tima entre los hombres”.69
La comunidad de los ciudadanos es la condición de posibilidad polí-
tica de la voluntad general mediante la cual el hombre logra superar “los
obstáculos que perjudican su conservación en el estado de naturaleza”;70
su constitución está determinada por el principio aritmético de la igualdad,
reforzado con el principio de la equivalencia recíproca: todos los ciudada-
nos son recíprocamente iguales porque antes de ser ciudadanos son hombres
y comparten una misma naturaleza o, dicho en otros términos, participan de
una naturaleza común. Sin embargo, ni en la naturaleza ni en la comunidad
política es posible observar esa igualdad en un primer plano. Rousseau pone
el ejemplo de “la más antigua de todas las sociedades y la única natural”:
la familia. Allí, la obediencia del hijo respecto del padre y la responsabi-
lidad del padre respecto del hijo parecen indicar una asimetría o una falta
de reciprocidad o una desigualdad en la relación de poder. Sin embargo,
este vínculo asimétrico, determinado por la naturaleza, se mantiene solo
mientras los hijos necesitan del padre “para conservarse”, pues la primera
ley “de la naturaleza del hombre” es “velar por su propia conservación”.
De modo que, pasado el tiempo en el que los hijos tienen una dependencia
natural del padre (y por ello están subordinados a su autoridad), “recobran
todos por igual su independencia”, puesto que “habiendo nacido todos igua-
les y libres, no enajenan su libertad, sino por su utilidad”.71
Con esto volvemos al punto de partida de la argumentación rousseau-
niana: “el hombre ha nacido libre y por todas partes se encuentra encade-
nado”. El problema planteado se complementaba con dos observaciones:
“¿Cómo se ha producido este cambio? Lo ignoro. ¿Qué puede volverlo

68 Ibid., libro i, cap. ii, p. 44. Véase en este capítulo el apartado “2. Las formas de la

comunidad en la Política de Aristóteles”.


69 Ibid., libro i, cap. iv, p. 47.
70 Ibid., libro i, cap. vi, p. 53.
71 Ibid., libro i, cap. ii, pp. 42-43.

119
legítimo? Creo poder resolver esta cuestión”.72 La segunda observación
(respecto de la legitimidad) llevó a Rousseau por el camino que acaba-
mos de reseñar. La primera (las causas que llevan a la pérdida de la liber-
tad natural), en cambio, queda fuera de sus intenciones argumentativas.
Y también queda fuera de la argumentación la primera afirmación que es
el punto de partida del texto: “el hombre ha nacido libre” (l’homme est
né libre). Si vemos con mayor detalle en qué consiste esa libertad natural
que el hombre no puede perder pero sí está obligado a mejorar mediante
ese proceso de transmutación política que la convierte en libertad civil, se
podría decir que la libertad natural es el presupuesto que sostiene el estar
encadenado; invirtiendo el orden de los términos: puesto que ahora el
hombre está encadenado, antes no lo estaba. Solo puede perder su libertad
quien disponía de ella. Y esa pérdida de libertad (natural) resulta legítima
solo si aquello que se pierde se conserva; es decir, se transmuta (la liber-
tad natural en libertad civil).
Sin embargo, en el proceso de esta transformación en la que algo se
pierde y algo se gana, el sujeto queda escindido: “cada individuo puede,
como hombre, tener una voluntad particular contraria o no conforme con la
voluntad general que tiene como ciudadano”. Entonces, “para que el pacto
social no sea una fórmula inútil, encierra tácitamente este compromiso que
por sí solo puede dar fuerza a los demás: que quienquiera que se niegue a
obedecer la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo”; es
decir que “se lo obligará a ser libre”.73 Puesto que en el proceso que va de
la libertad natural a la libertad civil se encuentra el estar “encadenado”,
se produce la paradoja de que, así como la libertad no se pierde sino que se
transmuta, tampoco se pierde el estar encadenado sino que se transmu-
ta: el ciudadano es esclavo de la ley: “el impulso del exclusivo apetito es
esclavitud y la obediencia a la ley que uno se ha prescripto es libertad”.
De este modo, el hombre deja de ser “un animal estúpido y limitado” para
convertirse en “un ser inteligente y un hombre”.74
En síntesis, “lo que el hombre pierde por el contrato social es su liber-
tad natural y un derecho ilimitado a todo lo que desea y puede alcanzar;
lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee”. Para
darle precisión al argumento y “no equivocarse en estas compensaciones”,
Rousseau establece una clara distinción entre, por un lado, “la libertad natu-
ral, cuyos únicos límites son las fuerzas del individuo”, y “la libertad civil,

72 Ibid., libro i, cap. i, p. 42.


73 Ibid., libro i, cap. vii, pp. 58-59.
74 Ibid., libro i, cap. viii, p. 60.

120
que está limitada por la voluntad general”, y, por otro lado, “la posesión
–que es tan solo el efecto de la fuerza o el derecho del primer ocupante– de
la propiedad que no puede fundarse sino en un título positivo”.75
Rousseau manifiesta una gran confianza en el procedimiento contrac-
tual que permite disolver las ambigüedades de “la igualdad natural” median-
te la rotunda contundencia de la “igualdad moral y legítima”, es decir, la
igualdad civil: “el pacto fundamental, en lugar de destruir la igualdad natu-
ral, sustituye por el contrario con una igualdad moral y legítima lo que la
naturaleza había podido poner de desigualdad física entre los hombres”.76
Sin embargo, la comunidad de los ciudadanos es una comunidad formal
tensionada por un doble proceso que erosiona sus posibilidades: la desigual-
dad real entre los hombres que obstruye el paso hacia la igualdad formal,
por un lado; la desigualdad formal entre los ciudadanos que vuelca el peso
de la ley sobre la realidad social para profundizar la desigualdad real que
está en la base de la ciudadanía. Estas dificultades no pasaron inadverti-
das a Rousseau; en nota final al libro primero advierte que “bajo los malos
gobiernos, esta igualdad es únicamente aparente e ilusoria, solo sirve para
mantener al pobre en su miseria y al rico en su usurpación. De hecho las leyes
son siempre útiles para los que poseen y perjudiciales para los que nada tie-
nen, de ello se sigue que el estado social tan solo es ventajoso para los hom-
bres cuando todos tienen algo y ninguno de ellos tiene demasiado”.77 Esto
mismo será lo que Marx observe críticamente en la Revolución Francesa y
en la filosofía política hegeliana: “mediante un progreso de la historia, las
clases políticas han sido transformadas en clases sociales, de modo que los
diferentes miembros del pueblo –así como los cristianos son iguales en el
cielo y desiguales en la tierra–, son iguales en el cielo de su mundo políti-
co y desiguales en la existencia terrestre de la sociedad”.78

7. Carl Schmitt: lo político como comunidad


de amigos frente al enemigo

En el año 1933, Carl Schmitt (1885-1985) hace pública una nueva edi-
ción de El concepto de lo político (Der Begriff des Politischen).79 El texto

75 Ibid.
76 Ibid., libro i, cap. ix, pp. 63-64.
77 Ibid., libro i, cap. ix, p. 65.
78 Marx, K., Crítica de la filosofía del Estado de Hegel, México, Grijalbo, 1970, p. 100.
79 Schmitt, C., El concepto de lo político, Buenos Aires, Folios, 1984.

121
comienza con una afirmación rotunda: “la distinción propiamente política
es la distinción entre el amigo y el enemigo” (p. 33). Según parece, Schmitt
instala lo político sobre el escenario del conflicto y, dentro de ese escena-
rio, se propone establecer una diferencia entre los conflictos que pueden
ser administrados de tal modo que no lleguen al grado extremo de la hos-
tilidad y la guerra (externa o interna) y los conflictos que inevitablemente
pasarán por el trámite de la hostilidad y la guerra. Dicho en otros términos,
los conflictos son, o bien internos a la comunidad –o a la unidad política–
y pueden ser administrados en la medida en que no ponen en riesgo esa
unidad comunitaria, o bien externos a la comunidad y, entonces, ponen en
riesgo la existencia misma de la comunidad pero, al hacerlo, permiten su
unificación. Se podría decir que la distinción política (en el sentido con-
ceptual que Schmitt está intentando delinear) entre el amigo y el enemi-
go permite que un mero agregado de hombres –considerados en términos
de individualidad–, cuya sociabilidad es siempre problemática (pesimis-
mo antropológico), se constituya como comunidad unificada ante la pre-
sencia de un enemigo. La comunidad de amigos está activamente frente al
enemigo; es decir, lo enfrenta.
No es difícil ver en esta caracterización de lo político y en el escenario
conflictivo que constituye su horizonte de sentido mucho de la situación
alemana de entreguerras y, también, de la experiencia de la República de
Weimar (1919-1933) a la que se refiere Schmitt en reiteradas ocasiones.
Pero, lo que da relieve a su concepto de lo político es algo que trascien-
de esa circunstancia. Y nos parece que podemos encontrarlo en una com-
prensión a la vez realista y existencial del hombre que no quiere hacerse
ilusiones respecto de sus posibilidades o que no quiere verlas a través del
filtro distorsivo de las ilusiones:

Podrá considerarse reprobable y aun tacharse de reminiscencia atávica


de los tiempos bárbaros, que los pueblos continúen agrupándose real-
mente en función del amigo y del enemigo; cabe también esperar que
esta discriminación esté llamada a desaparecer algún día de la faz de
la tierra […]. Nada de eso nos interesa. No se trata aquí de ficciones o
normatividades, sino de la realidad tal como es y de la posibilidad real
de esa distinción.80

Preguntémonos, entonces, con Carl Schmitt, qué es lo que el hombre escon-


de detrás del velo de las ilusiones.

80 Ibid., p. 38.

122
En los capítulos 8 y 9 de El concepto de lo político, Schmitt se propo-
ne abordar la cuestión central en toda reflexión sobre lo político: se trata de
establecer como supuesto explícito de esa reflexión si “el hombre debe ser
considerado como un ser problemático o como un ser no problemático”.81
Lo problemático en el hombre puede tomar diferentes formas. Schmitt enu-
mera las siguientes formas de la “malicia”: “corrupción, flaqueza, cobardía,
estulticia” y, también, “rudeza, impulsividad, vitalidad, irracionalidad”.82
La primera serie agrupa cualidades humanas de carácter visiblemente nega-
tivo, mientras que la segunda serie de cualidades tiene una connotación
positiva. Sin embargo, ambas series presentan la sociabilidad humana como
problemática y sobre esa base problemática se constituye la teoría política
en cuanto tal (es decir, alrededor de un concepto de lo político): “todas las
teorías políticas propiamente dichas descansan en el supuesto que el hom-
bre es malo, es decir, un ser en modo alguno improblemático, sino ‘peli-
groso’ y ‘dinámico’”.83
Para llegar a esta conclusión, Schmitt recurre al expediente de negar
carácter político a las reflexiones que se apoyan sobre el supuesto de la bon-
dad humana. Bajo el rótulo genérico de liberalismo, Schmitt incluye todo
pensamiento o sistema “político” que “se dirige polémicamente contra la
intromisión del Estado”,84 en un intento de “nivelar la política a la ética y
sojuzgarla a la economía”, para lo cual “ha creado una teoría de la división
y del equilibrio de ‘poderes’ […], a los que no se puede llamar teoría del
Estado o principio político constructivo”.85 De modo que “el radicalismo
antiestatal crece en la misma medida que la creencia en la bondad radical
de la naturaleza humana”.86 El lenguaje pretendidamente “político” del
liberalismo carece de lo que Schmitt propone como criterio distintivo de lo
político: la diferencia existencial entre amigo y enemigo. En efecto, “todos
los conceptos, nociones y vocablos políticos tienen un sentido polémico, se
refieren a un antagonismo concreto, están ligados a una situación concreta,
cuya última consecuencia […] es la agrupación amigo-enemigo, y cuan-
do esa situación desaparece se convierten en abstracciones fantásticas”.87
Volvamos entonces sobre el supuesto antropológico de la maldad
humana que constituye el horizonte de sentido del concepto de lo político

81 Ibid., p. 99.
82 Ibid., pp. 99-100.
83 Ibid., p. 103.
84 Ibid., p. 101.
85 Ibid., pp. 102-103.
86 Ibid., p. 102.
87 Ibid., pp. 43-44.

123
y, también, de los intentos de oscurecer mediante ficciones esa evidencia,
como si en el fondo, el hombre no soportase tener una conciencia direc-
ta de todo aquello que el idealismo filosófico y metafísico ha ido ocul-
tando detrás de sus polarizaciones valorativas: el bien y el mal, lo bello
y lo feo, lo útil y lo dañoso (estas son precisamente las distinciones que
Schmitt enumera como propias de la moral, la estética y la economía). El
mal, lo feo y lo dañoso parecen quedar allí debajo de las idealizaciones
metafísicas; dominados por el bien, lo bello y lo útil. La enemistad, en
cambio, no queda debajo de la amistad ni es dominada por ella sino que
se instala sobre su mismo plano, ambas interactúan para dar origen a lo
político. Puede decirse “que los hombres en general, por lo menos mien-
tras las cosas van bien, aman la ilusión de una quietud sin amenazas y no
toleran ‘pesimistas’”.88
El pensamiento liberal se apoya sobre el optimismo antropológico
y también sobre el supuesto del individuo, de modo que el interrogan-
te político a responder será ahora “si del concepto puro y consecuente
del liberalismo individualista se puede obtener una idea específicamente
política”.89 Está claro que la respuesta de Schmitt no puede ser afirma-
tiva, toda vez que lo político se constituye en términos de unidad homo-
génea y, en último término, como Estado.90 Entonces, “la desconfianza
crítica frente al Estado y la política se explica fácilmente partiendo de la
idea fundamental de un sistema [el liberal] que solo tiene siempre presen-
te, como principio y fin de su pensamiento, al individuo”. En la medida
en que “la unidad política debe, en caso dado, exigir el sacrificio de la
vida”, resulta que “para el individualismo del pensamiento liberal esta
pretensión no se comprende ni se puede razonar, y en el fondo resulta
irritante”.91 De tales supuestos individualistas se concluye que “lo que
este liberalismo deja al Estado y a la política es el aseguramiento de las
condiciones de la libertad y la eliminación de todo cuanto pueda pertur-
barla”. Por esta vía, el liberalismo “llega así a un sistema de conceptos
sin sustancia militar ni política”.92
Resulta interesante observar aquí dos puntos: uno es que el concepto
de lo político que Schmitt está presentando parece retroceder desde Locke
hacia Hobbes o, dicho de otro modo, se propone buscar en Hobbes funda-

88 Ibid., p. 110.
89 Ibid., p. 118.
90 “El Estado […] representa la forma clásica de la unidad política”. Ibid., p. 41.
91 Ibid., p. 120.
92 Ibid., p. 121.

124
mentos más sólidos para un pensamiento político que con Locke parece
haber perdido el rumbo. Otro es que en el planteo de Hobbes el Estado se
constituye a partir de una situación de conflicto generalizado (la guerra de
todos contra todos) entre los individuos; lo que los individuos temen es
morir en ese enfrentamiento y delegan en el Estado el derecho de muer-
te (el poder de la espada). Ahora, en cambio, los individuos (liberales)
que temen al Estado, no encuentran razonable ese temor (ni el derecho
de muerte que lo origina: “la unidad política debe, en caso dado, exigir el
sacrificio de la vida”).
Los argumentos de Schmitt suenan duros y nos remiten a los estrépi-
tos de la guerra y a los totalitarismos siniestros de la década de 1930. Sin
embargo, Schmitt se refiere a otra cosa o, por lo menos, pretende referirse
a otra cosa. Lo que a Schmitt le preocupa es la impotencia de los sistemas
políticos para resolver los problemas comunes; impotencia que tiene su
origen en el supuesto individualista que proclama el liberalismo. Mientras
que, por un lado, “cualquier mengua, cualquier peligro de la libertad indi-
vidual ilimitada en principio, de la propiedad privada y de la libre concu-
rrencia implica ‘violencia’” desde la perspectiva liberal; por otro lado, “si
millares de campesinos son arrojados a la miseria por la sentencia de un
tribunal a favor de un usurero, eso es ‘Estado de derecho’ y normalidad
‘económica’ en la que el Estado no debe inmiscuirse”.93
En este sentido, Schmitt intenta recuperar para lo político un poder que
el liberalismo ha ido diluyendo dentro de un sistema cuyo centro lo constitu-
ye “el concepto de la propiedad privada”. Alrededor de ese centro, “el con-
cepto político de la guerra se torna por el lado económico en concurrencia
[es decir, en competencia], por el lado ‘espiritual’, en discusión”; de modo
que “en lugar de la clara distinción de los dos estatus diferentes de ‘guerra’
y ‘paz’, está la ‘dinámica’ de una concurrencia eterna y de una discusión
eterna, eterno concurso que jamás debe hacerse ‘sangriento’ ni ‘hostil’”.94
De todo este sistema liberal en el que se diluye lo político, resulta que “el
pueblo políticamente unido se convierte, por un lado, en un ‘público’ de
los intereses culturales, por otro lado, en ‘personal’ de empresa y trabajo y,
por otra parte, en masa de consumidores”.95
Si desde este lugar retornamos al punto de partida, a la distinción entre
el amigo y el enemigo, podremos tener mayor claridad respecto de los
motivos que impulsan y orientan la conceptualización de Carl Schmitt. De

93 Ibid.
94 Ibid., p. 122.
95 Ibid., p. 123.

125
lo que se trata es de consolidar la comunidad y de hacerlo en términos de
unidad identitaria: “la distinción del amigo y el enemigo define la intensi-
dad extrema de una unión o de una separación”; amigos son “los de igual
manera de ser y los aliados”; enemigo es un “otro, un extranjero”.96 En
términos generales, se podría decir que toda identidad, en la medida en que
se constituye de modo unitario, está puesta en relación con una diferencia
que la altera de modo radical (o que la puede alterar); está puesta frente a
un otro (alter) que la amenaza de manera radical. No se trata entonces de
una mera diferencia tolerable o asimilable dentro de la identidad o capaz
de ser reducida a la unidad (en este caso se podría hablar de “concurrente”
o competidor económico, o de “adversario”, o “contrincante”, o de “anta-
gonista”), sino de una diferencia extrema, puesto que “enemigo es una
totalidad de hombres situada frente a otra que lucha por su existencia”;
enemigo es “solamente el enemigo público, porque todo lo que se refiere
a ese grupo totalitario [en el sentido de tomado como totalidad y no como
mera adición de individualidades] de hombres, afirmándose en la lucha, y
especialmente a un pueblo, es público por solo esa razón”.97 De modo que
la comunidad de amigos se constituye frente al enemigo que la unifica y,
al unificarla, le ofrece una identidad política, un punto de identificación
política que diluye el antagonismo interno: “estriba la esencia de la uni-
dad política en suprimir ese extremo antagonismo dentro de la unidad”.98
Por el mismo acto que permite ubicar al enemigo en el exterior, se cons-
tituye la interioridad protectora de la comunidad de amigos (“el ‘protego
ergo obligo’ es el ‘cogito ergo sum’ del Estado”).99
El conflicto está en la base de la politicidad comunitaria de los ami-
gos que la unidad política, en la forma institucional del Estado, intenta
administrar mediante el recurso del enemigo: “puede suceder que ese
antagonismo relativo sea ora una pugna ‘agonal’ que afirma la unidad
común, ora el germen de una antítesis genuina del amigo y el enemigo
que niega la unidad política y tiene en latencia la guerra civil”.100 Esto
es lo que sucede cuando se pierde de vista el enemigo, por ejemplo “den-
tro de un Estado pluralista de partidos dominados por un gran número
de partidos diversos (como lo fue Alemania de 1919 a 1932)”.101 Enton-

96 Ibid., p. 34.
97 Ibid., p. 39.
98 Ibid., p. 41.
99 Ibid., p. 87.
100 Ibid., p. 43.
101 Ibid., p. 46.

126
ces, pierde fuerza “la idea de la unidad política omnicomprensiva (el
Estado), que relativiza los partidos políticos y sus discrepancias, y los
antagonismos internos prevalecen sobre el común antagonismo externo
frente a otro Estado”.102
El conflicto que está en la base de la politicidad puede tomar la for-
ma extrema de la guerra: “la guerra no es sino la realización extrema de
la hostilidad”.103 Sin embargo, “no es el soldado, sino el político, el que
define el enemigo”.104 Podemos preguntarle entonces a Carl Schmitt cuál
es la relación que intenta establecer entre lo político y la guerra. La res-
puesta es la siguiente: la guerra no es ni la meta ni el fin ni el contenido
de lo político sino su supuesto, en cuanto ese supuesto está dado como
“posibilidad real”.105 En la guerra, “el agrupamiento político en función
del amigo y del enemigo alcanza su última consecuencia. Gracias a esta
posibilidad extrema adquiere la vida del hombre su polaridad específica-
mente política”.106 De allí se sigue que “un mundo en el cual se hubiese
eliminado […] la posibilidad de la guerra […] sería un mundo sin la dis-
tinción del amigo y el enemigo y, por tanto, un mundo sin política”.107 Sin
embargo, dado que la naturaleza humana descansa sobre un fondo proble-
mático (pesimismo antropológico), resulta imposible (e imprudente) des-
echar la posibilidad real del conflicto o ignorar su presencia más o menos
latente y siempre amenazante.
Ahora bien, como decíamos, Schmitt no quiere reducir lo político a
la guerra, sino que, antes bien, pretende evitar la guerra mediante lo polí-
tico. Y para ello necesita apelar a la guerra como supuesto de lo político:
para evitar su despliegue incontrolado, por lo menos, dentro de la unidad
política (es decir, del Estado). Puesto que la guerra es “el medio político
extremo”, la relación entre lo político y la guerra se invierte; ahora es lo
político el supuesto de la guerra, en cuanto la guerra “pone al descubier-
to lo que en el fondo de toda representación política hay, a saber, la reali-
dad de esa distinción del amigo y el enemigo”.108 Cualquier antagonismo
o conflicto puede tomar la forma del antagonismo político “apenas se
ahonda lo suficiente para agrupar efectivamente a los hombres en amigos

102 Ibid., p. 47.


103 Ibid., p. 49.
104 Ibid., p. 52.
105 Ibid.
106 Ibid., p. 53.
107 Ibid.
108 Ibid., p. 54.

127
y enemigos”;109 la vida política se caracteriza por “el grado de intensidad
de una unión o de una distinción de grupos de hombres”.110
Frente al enemigo se constituye la comunidad de amigos y esa comu-
nidad tiene la forma de “la unidad política” y se expresa, como tal uni-
dad, a través de tres caracteres: es total (la unidad política es total por dos
razones: porque todo conflicto puede llegar a ese grado extremo de inten-
sidad y porque toma a la existencia del hombre de modo radical, lo abraza
por entero, “la política es el destino”);111 soberana (porque decide sobre
el “caso decisivo”:112 el conflicto extremo) y decisiva (“la vida política se
orienta siempre hacia la posibilidad de un caso decisivo de lucha efectiva
contra un enemigo efectivo”).113
En oposición a esta idea de la unidad política, Schmitt advierte la
idea política del pluralismo que, en el fondo, descansa sobre la idea de “la
muerte y el fin del Estado” (Schmitt remite la idea a Georges Sorel).114
De acuerdo con esta idea pluralista (que proclama “la igualdad esencial
de todas las asociaciones humanas”), no hay ninguna necesidad de que
los hombres se agrupen dentro de “una unidad última” que sería, más
bien, una “superstición y reminiscencia de la escolástica medieval”. 115
Ahora bien, “estos pluralismos” –que Schmitt observa como propios del
pensamiento liberal y también de la República de Weimar– “son posibles
mientras el Estado, como Estado liberal ‘de derecho’, está paralizado y se
pone al margen en cuanto presiente un verdadero caso de conflicto”.116
Es en momentos de parálisis o de irresolución frente al conflicto decisivo
(vida o muerte) donde la teoría pluralista adquiere su relieve o encuentra
su condición de posibilidad. Así planteada, la disyuntiva entre unidad y
pluralismo queda claramente desbalanceada a favor de la unidad. Puesto
que siempre hay conflicto, el pluralismo puede ser interpretado solo de
dos maneras, ambas negativas: o bien se trata del intento, imposible de
concretar, de realizar “la unidad a través de la componenda diaria de las
asociaciones sociales”, o bien se trata de “un mero instrumento de diso-
lución y de negación del Estado”.117 Entonces, ante la posibilidad real

109 Ibid., p. 57.


110 Ibid., p. 59.
111 Ibid., p. 60.
112 Ibid., p. 61.
113 Ibid., p. 62.
114 Ibid., p. 63, n. 8.
115 Ibid., p. 63.
116 Ibid., p. 67.
117 Ibid., p. 69.

128
del conflicto, frente al enemigo, “la posibilidad real del agrupamiento en
amigos y enemigos basta para crear, más allá del puro elemento social y
asociativo, una unidad decisiva”.118 Es aquí donde Schmitt ubica al Esta-
do como “unidad esencialmente política” a la que corresponde determinar
quién es el enemigo y combatirlo en una situación de guerra.119 Descri-
be esa situación no sin alarma: “el Estado, como unidad política deci-
siva, ha concentrado en sí un poder terrible: la posibilidad de hacer la
guerra y de disponer así abiertamente de la vida de los hombres”. Como
contrapeso o contrapartida, “la actividad de un Estado normal consiste,
sobre todo, en procurar dentro del Estado y de su territorio, la completa
pacificación”;120 claro que, para lograr esa paz interna, “el Estado, como
unidad política, decide también por sí mismo, mientras subsiste, quién es
el enemigo interno”.121
La comunidad de los amigos frente al enemigo no parece ser, a los
ojos de Carl Schmitt, una comunidad de vida. Antes bien, pensada en tér-
minos biopolíticos, se trata de un poder (el de la unidad o el del Estado)
que impone su forma a la vida por medio de la muerte (el derecho sobe-
rano de la espada): “este poder sobre la vida física del hombre eleva a
la comunidad política sobre todas las demás comunidades y sociedades
humanas”.122 Sin embargo, Schmitt no quiere justificar o racionalizar la
guerra y la muerte: “la guerra, al estar dispuestos a morir los hombres que
combaten, el matar físicamente a otros hombres que están con el enemigo,
todo esto no tiene un significado normativo, sino solamente existencial”.
Y agrega, más adelante, que “no hay un fin racional, […] que pueda jus-
tificar que los hombres se maten recíprocamente entre sí. Si tal aniquila-
miento físico […] no acaece en nombre de la afirmación existencial de la
propia forma de existencia frente a una negación también existencial de
esa forma, nada de eso se puede justificar”.123 Dicho brevemente, “una
guerra tiene sentido no por el hecho de que se combata en pro de ideales
o de normas jurídicas, sino porque se combata contra un enemigo real”.124
Y siempre existe la posibilidad real del enemigo por el simple hecho de
que ninguna identidad se constituye solo para sí, sino frente a otro: “si
un pueblo teme las fatigas y el riesgo de la existencia política, otro pue-

118 Ibid., p. 71.


119 Ibid., p. 72.
120 Ibid., p. 73.
121 Ibid., p. 74.
122 Ibid., p. 77.
123 Ibid., pp. 80-81.
124 Ibid., p. 82.

129
blo vendrá que le arrebate esas fatigas y cargue con ellas”, y asumiendo
el rol de protector exija la obediencia del pueblo protegido.125 “Porque
un pueblo deje de tener energía o voluntad para mantenerse en la esfe-
ra política no desaparece del mundo la política. Desaparece tan solo un
pueblo débil”.126
Decíamos al comienzo que, según parece, Schmitt instala lo político
sobre el escenario del conflicto. Efectivamente, lo político no puede ser
pensado en su concepto sin el conflicto. Podríamos preguntarnos ahora qué
es lo que le interesa pensar a Schmitt ¿lo político o el conflicto? Dicho en
otros términos: cuál es la intención de Schmitt respecto a ese vínculo que
él establece entre politicidad y conflictividad. ¿Se trata de pensar lo políti-
co como resolución del conflicto? ¿O se trata de pensar el conflicto como
matriz generadora de lo político? Según parece, ambas posibilidades se
superponen en el planteo schmittiano.
“Si un Estado mundial abarcase el orbe terráqueo y toda la huma-
nidad, no sería una unidad política, precisamente por esa razón, y se lo
podría llamar Estado por llamarse de alguna manera.”127 Unas líneas antes,
Schmitt había sostenido que “el mundo político es un Pluriversum, no un
Universum”,128 es decir, un sistema de unidades políticas, de comunida-
des de amigos que están frente a otras comunidades de amigos o unidades
políticas, sin que sea posible pensar en “una unidad que abrazara la huma-
nidad toda y la tierra entera”129 porque, a semejante unidad abarcadora de
lo humano, le faltaría el enemigo frente al cual se realiza como unidad.
“La humanidad, como tal no puede hacer guerra alguna, porque no tiene
ningún enemigo, al menos en este planeta.”130
Lo político procesa el conflicto a la vez que lo reproduce de modo
ordenado dentro del límite extremo de la guerra de modo que sea impensa-
ble un equilibrio final en el que el conflicto sea resuelto de modo definitivo.
Tal utopía de un mundo donde “todo marcharía por sí mismo”, sin Estado
y sin gobierno, en el que los hombres fuesen “absolutamente libres”, no
daría respuesta al “verdadero problema” que Schmitt se formula en estos
términos “¿Para qué fin serían libres?”.131

125 Ibid., p. 86.


126 Ibid., p. 88.
127 Ibid., p. 97.
128 Ibid., p. 89.
129 Ibid.
130 Ibid., pp. 90-91.
131 Ibid., p. 98.

130
8. Saúl Taborda crítico de Carl Schmitt:
lo político como comunidad de vida

En un texto publicado en 1936,132 el pedagogo y filósofo argentino (cordo-


bés, más precisamente) Saúl A. Taborda (1885-1944) caracteriza el fenó-
meno político como propio de la comunidad (ya que “no se da en el hombre
aislado”, lo que implica, de paso, la idea de que el individuo no puede ser
origen de lo político, como pretenden las teorías contractualistas) y esen-
cialmente determinado por una relación de “amor y de fuerza” que el autor
presenta en oposición al dualismo planteado por Carl Schmitt en térmi-
nos de amigo-enemigo: “todo el fenómeno político –lo político– llega a
caracterizarse por la voluntad de poder”, y entiende que en ella se conju-
gan los opuestos del amor y la fuerza: un principio erótico o de filía que
liga a la comunidad y la constituye, y una fuerza que la afirma en la vida
y la aleja de la muerte.133
En discusión y oposición con Carl Schmitt, Taborda plantea en su tex-
to dos argumentos fundamentales: por un lado, rechaza el criterio amigo/
enemigo como signo distintivo de lo político para postular la filía, enten-
dida en términos de vínculo amoroso, como principio impulsor de toda
sociabilidad y politicidad. Así entendida, la filía expresa una pulsión vital
que entra en conflicto con los sistemas legales que intentan encauzarla. Por
otro lado, Taborda sostiene que, al privilegiar el momento de la enemistad
como constitutivo de lo político, Schmitt piensa lo político desde el Estado y
pierde de vista la relación entre lo político y la comunidad, tanto desde el
punto de vista positivo que tendría la filía como fuerza configuradora cuanto
en sus aspectos relativamente negativos, en la medida en que la comunidad
políticamente organizada no es una totalidad homogénea que expulsa el
conflicto hacia el exterior sino que lo contiene en términos de pluralismo.
Estamos, entonces, en el punto en que, antes que un medio para la
resolución de conflictos, los sistemas políticos aluden a un fenómeno de
sociabilidad originaria y fundante determinado por el amor y la fuerza.

132 Taborda, S. A., “El fenómeno político”, en aa.vv., Homenaje a Bergson, Córdoba,

Universidad Nacional de Córdoba, 1936. Jorge Dotti registra en la obra de Taborda el primer
análisis hecho en nuestro medio del pensamiento político de Carl Schmitt; Dotti, J. E., “Saúl
Taborda: filía comunitarista versus estatalismo schmittiano”, en Dotti, J. E., Carl Schmitt en
Argentina, Rosario, Homo Sapiens, 2000. Importa destacar que Taborda cita a Schmitt por
la edición de 1933 de Der Begriff des Politischen. Para una interpretación general de la obra
de Saúl Taborda, véase Casali, C. A., La filosofía biopolítica de Saúl Taborda, Remedios
de Escalada, Universidad Nacional de Lanús, 2012.
133 Taborda, S. A., op. cit., p. 85.

131
Ahora bien, la naturaleza positiva y afirmativa del fenómeno político no
es fácil de observar; de hecho, para Carl Schmitt –sostiene Taborda– lo
político es “un acontecer vital originario que se expresa en la distinción
amigo-enemigo, esto es, en la distinción entre aquello que respecto de una
comunidad aumenta la fuerza y aquello que la amenaza”. Así, dentro del
“pluriverso político que es el mundo”, cada comunidad política se afirma
en “una situación de lucha” que, al no tener forma de mediación posible,
ni normativa ni por vía de arbitraje, “infunde a las partes comprometidas la
más fuerte conciencia de una unión o de una desunión, de la cual se nutre
el concepto existencial de la enemistad”.134 Basándose en esta conflicti-
vidad existencial, Schmitt recorta la especificidad del fenómeno político
sobre la base de la identificación del enemigo como una forma particular
de la alteridad. Así, lo otro de la comunidad se puede expresar tanto bajo la
forma del hostis cuanto del inimicus: en el primer caso, se trata del concep-
to político del enemigo, en el segundo, del concepto no político de adver-
sario –literalmente inimicus significa “no amigo” y hostis, “extranjero”–.
Entonces, lo primero que Taborda objeta en la interpretación schmittiana
del fenómeno político es que define su concepto de modo negativo o, más
precisamente, a partir de una negatividad, y deja en penumbras el aspecto
positivo del fenómeno; la amistad queda allí como un residuo conceptual
o como concepto residual: “en ningún momento se detiene a aclarar qué
sea la amistad”.135 Y porque “la amistad es algo así como la penumbra
que deja en segundo plano la prolija aclaración de la faceta de la enemis-
tad”, “la amistad se resuelve en la enemistad”.136 Es decir que mediante
la negación de la negación pretende encontrar un fenómeno positivo, una
afirmación existencial, en este caso, la del amigo como aquel que no es
(segunda negación) enemigo (primera negación). Pero, de este modo, no
se obtiene un fenómeno originario sino uno derivado.137

134 Ibid., p. 71.


135 Ibid., p. 73.
136 Ibid., p. 73.
137 En el prefacio de la obra que Schmitt escribe para la reimpresión de 1963, no hace

más que confirmar por vía indirecta la interpretación de Taborda. Schmitt sale al cruce del
reproche que se le dirige en cuanto su concepción de lo político “supone una primacía de
la noción de enemigo” y despacha esas críticas como corrientes y estereotipadas porque
no tienen en cuenta “que cualquier arranque de una noción jurídica procede, por necesidad
dialéctica, de la negación”; de manera que “tanto en la vida como en la teoría jurídica, la
inclusión de la negación es cosa totalmente distinta que una ‘primacía’ de lo negado. Un
proceso, como acto jurídico, no se puede imaginar sin que se niegue un derecho. El punto
de partida del Derecho penal y de la pena no es una acción, sino un delito. ¿Significa esto,
acaso, una consideración ‘positiva’ del delito y una ‘primacía’ del crimen?”. Schmitt, C.,

132
Además, lo que en segundo término Taborda objeta en la interpreta-
ción schmittiana del fenómeno político es que lo deriva retrospectivamente
a partir del Estado, fundando lo político en aquello que, por su parte, está
fundado en lo político como fenómeno originario y reduciendo la plurali-
dad inherente al fenómeno a la unidad que es propia de la guerra y no de
la política. Puesto que al hacer de la enemistad el concepto fundante de lo
político se piensa la política como “una permanente situación de belige-
rancia” de un pueblo en relación con otro pueblo, se requiere hacer, “en
la vida interna de un pueblo, una cerrada unidad política”. Así el concep-
to positivo de la pluralidad de los pueblos, según el cual el concepto de
pueblo no podría ser pensado sino en relación con esa pluralidad, se ve
recortado negativamente al postularse un doble cierre de los pueblos en
relación recíproca de exclusión externa y de homogeneidad interna. Pero
con esto, se piensa lo político desde el Estado “que, para el occidental,
es la forma clásica de esta unidad” y que realiza lo político bajo la forma
de la supresión de “los contrastes intestinos” y del aseguramiento de “la
convivencia social”, puesto que –Taborda cita aquí a Schmitt– “la esencia
de la unidad política consiste en que, dentro de la unidad, está excluido
el enérgico contraste amigo-enemigo”.138 Entonces, caemos en la extraña
situación de que “la política poco o nada tiene que hacer con la vida inter-
na de un grupo” puesto que “la política queda concretada a las actividades
internacionales”.139
Pensar lo político a partir de la determinación existencial del ene-
migo tiene también como consecuencia no deseada –por lo menos en la
intención de Schmitt– la de confundir el fenómeno de lo político con el
de la guerra porque también “la guerra procede de una enemistad”.140 Y,
aunque Schmitt no se siente en este punto en compañía de Clausewitz,141
la consecuencia inevitable de su doctrina es que la única diferencia que
puede establecer entre el político y el soldado es que el primero “lucha

op. cit., p. 24. Así como la pena supone la negatividad del delito y la negatividad del delito
supone la positividad de la norma que estipula la posibilidad o imposibilidad de una acción,
sancionada entonces bajo la forma de un derecho mostrándose de este modo que es la afir-
mación de la norma la que establece y determina la negatividad del delito y no al revés, del
mismo modo es la positividad de la afirmación del amigo la que establece la comunidad y,
por derivación, la calificación del enemigo como aquello que le es exterior y amenazante.
138 Corresponde a la página 41 de la edición citada de la obra de Schmitt.
139 Taborda, S. A., op. cit., p. 73.
140 Ibid., p. 73.
141 La remisión es aquí al capítulo 3 de El concepto de lo político, página 50 de la

edición que estamos utilizando.

133
cotidianamente, toda la vida”, y el segundo, solo de modo excepcional.142
Pero, entonces, Schmitt no guarda fidelidad a su propio método de indaga-
ción que consiste en analizar el fenómeno político de modo estático “para
averiguar, mediante un severo análisis sus notas tipificantes”; en lugar de
ello, Schmitt “se limita a recalcar como de su esencia la enemistad liga-
da a la acción política en relación con el instrumento poliorcético que es
el ejército”. De esta manera, lejos de aislar los componentes esenciales
del fenómeno político en la presentación de su pureza originaria, Schmitt
aborda el fenómeno en “un sentido dinámico y complejo en el que ya no
cabe prescindir de aquellos fenómenos concomitantes por él eludidos en
el planteamiento del fenómeno originario”.143 De esta confusión metodo-
lógica se sigue una segunda confusión que consiste en plantear “el ejército
como un instrumento mero y simple” para diferenciarlo de la política. Se
puede aceptar, afirma Taborda, que “el ejército formado sobre la base de
la obligatoriedad” se pueda convertir en un mero instrumento “a virtud
de la propia carencia de contenido ético”; pero esto no sucede allí donde
“la fuerza armada se constituye por obra de una prerrogativa de honor que
los miembros de una comunidad ejercitan, en servicio de la comunidad,
poniendo en juego el poder político de las armas”.144 Cuando esto suce-
de, se hace verdadera la afirmación de Clausewitz y la guerra se consti-
tuye como una continuación de la política porque “lo político, puesto en
movimiento beligerante, ha introducido un fondo ético en su actividad”.145
Esta conceptualización de lo político ligada a la beligerancia, que pien-
sa la amistad como “un concepto derivado de la enemistad”, no logra acce-
der –como decíamos– a la originalidad del fenómeno político por cuanto
“la determinación del enemigo corresponde a un pueblo que ha alcanzado
la unidad política”.146 Se piensa lo político desde el Estado, que no es un
fenómeno originario sino una de sus posibilidades, y este presupuesto es
“la nota corriente en el pensamiento político europeo”. Poniendo las cosas
en su lugar, Taborda encuentra que el Estado “es el resultado de un pro-
ceso más o menos largo en el que la voluntad histórica, allanando contra-
dicciones, ha asegurado la convivencia social”, lo que supone, entonces,
que “lo político, en cuanto fenómeno originario, es anterior a la aparición
del Estado” y que

142 Taborda, S. A., op. cit., p. 74.


143 Ibid.
144 Ibid.
145 Ibid., p. 75.
146 Ibid.

134
[…] el dualismo amigo-enemigo mueve, impregna y trabaja todo ese
proceso, ese continuum, que es la política y que, consiguientemente, la
política, alcanzando tanto a la vida externa como a la vida interna del
grupo, está en la relación beligerante con el pueblo extraño así como en
las luchas y en los conflictos internos del grupo.147

En consecuencia, habrá que tomar en cuenta de modo positivo el concepto


de la amistad para poder dar cuenta del fenómeno originario de lo político.
Veamos de qué modo Taborda se encamina hacia ese objetivo.
Un primer argumento se apoya, por una parte, en el testimonio bíbli-
co (“la unión en el amor hace la fuerza”) y, por la otra, en la opinión de
Bergson, quien ha mostrado que no ha habido nunca una sociedad que
“careciera de religión, es decir, de religere, de cuidado amoroso de la exis-
tencia social”.148 En este argumento, la relación entre el amor y el poder
se establece sobre la base de la idea de que todo aquello que está unido y
cohesionado es fuerte y poderoso como consecuencia de esa unión cuyo
principio activo es el amor o la amistad. Un segundo argumento va por un
camino bien distinto. Después de reprochar nuevamente a Carl Schmitt
las insuficiencias de su descripción del fenómeno político como fundado
unilateralmente sobre la enemistad y advertir que, de ese modo, Schmitt
“exime a la vida interna [de un pueblo] de toda influencia del contraste
amigo-enemigo en razón de que aquí predomina la amistad, el agon de los
griegos”, Taborda concluye en que, aun en la vida interna de un pueblo,
“lo que juega un rol decisivo es un contraste agon-agonal (antagonismo),
cargado de amor y de fuerza, que es de la misma naturaleza que el que
preside la política entre pueblos diversos”.149 Despleguemos con mayor
detalle este segundo argumento.
Carl Schmitt había sostenido que

[…] no es enemigo el concurrente o el adversario en general. Tampoco


lo es el contrincante, el “antagonista” en la pugna del “Agon”. Y lo es
menos aún un adversario privado o cualquiera hacia el cual se experi-
menta antipatía. Enemigo es una totalidad de hombres situada frente a
otra análoga que lucha por su existencia, por lo menos eventualmente, o
sea, según una posibilidad real. Enemigo es, pues, solamente el enemigo
público, porque todo lo que se refiere a ese grupo totalitario de hombres,

147 Ibid., p. 76.


148 Ibid., p. 77.
149 Ibid., p. 77.

135
afirmándose en la lucha, y especialmente a un público, es público por
solo esa razón.150

Y, en nota al pie, ampliaba y aclaraba el contexto general de estas afirma-


ciones: se trata del concepto nietzscheano y heraclíteo de la vida griega
como centrada en la lucha agonal aun cuando esa lucha podía ser cruenta;
allí, el antagonista es un adversario, un contrincante, pero no un enemigo.
Todo esto cambia con la guerra del Peloponeso “cuando se quebró la uni-
dad política del mundo helénico”; allí, se revela “la gran antítesis meta-
física entre pensamiento Agonal y pensamiento Político”.151 A partir de
allí, el enemigo es hostis (y no inimicus) y está referido a una situación de
polemos (y no de stasis, que se reserva para designar el antagonismo inter-
no: “sedición, insurrección, rebelión, guerra civil”). Schmitt interpreta esta
situación como que “un pueblo no puede hacer la guerra contra sí mismo,
y que la guerra civil puede implicar el desgarro de las propias entrañas,
pero no la formación de un nuevo Estado o de un pueblo nuevo”.152 Y lo
que Taborda observa críticamente de todo este pensamiento schmittiano,
sin citar expresamente sus argumentos, es que todos los conflictos son de
la misma naturaleza: los que tienen lugar bajo la forma de “la guerra civil,
la lucha de los partidos, las querellas eclesiásticas, la lucha de clases y,
en general, todas las situaciones polémicas” y los que tienen lugar “entre
pueblos adversos”; es decir, Taborda rechaza, por un lado, la distinción
entre stasis y polemos que había presentado Schmitt y, consiguientemen-
te y por el otro lado, la distinción entre conflicto interno y externo. Todos
esos conflictos y “todas la situaciones polémicas están teñidas de amor y
de fuerza”.153
Mediante este señalamiento crítico, Taborda lleva hacia el interior de
la comunidad el conflicto que Schmitt había situado en su límite externo.
Visto desde el argumento tabordiano, se borran los límites entre las dife-
rentes comunidades políticas y un mismo flujo las atraviesa a todas y las
constituye como tales. La operación tabordiana corre en paralelo con la
crítica de base que le había dirigido a la conceptualización de Schmitt del
fenómeno político por haber sido realizada a partir del Estado, es decir,
de una de sus formas y no desde su manifestación fenoménica originaria.
Es lo político definido a partir del Estado lo que establece un claro límite

150 Schmitt, C., op. cit., pp. 38-39.


151 Ibid., p. 39, n. 1.
152 Ibid., pp. 39-40, n. 3. Citamos con ligeras modificaciones.
153 Taborda, S. A., op. cit., p. 77.

136
espacial entre el adentro y el afuera para la legitimación del poder soberano.
Evitando hacer derivar su concepto de lo político de las concreciones esta-
talistas del fenómeno, Taborda advierte entonces que un mismo flujo hecho
de amor y de fuerza impregna todo agrupamiento humano y lo cohesiona.
Sin embargo, llegados a este punto, en la argumentación de Taborda
ambos elementos –el amor y la fuerza– toman caminos divergentes para
configurar de modo claramente dualista el fenómeno político: lo que al
comienzo era la idea de una comunidad homogénea unificada por la fuerza
cohesiva del amor o, lo que viene a ser equivalente, la idea de una comu-
nidad fuerte porque cohesionada por el amor o la amistad (“la unión en
el amor hace la fuerza”), se vuelve ahora objeto de una observación más
profunda. El amor y la fuerza están presentes en todos los fenómenos polí-
ticos porque aún en los conflictos internos

[…] se emplea la fuerza, la técnica militar, en muchos casos con el mani-


fiesto designio de “negar el ser de otro ser”; pero lo que los justifica, o, a
lo menos, excluye de ellos la voluntad criminosa, que dicen los penalistas,
es siempre ese fondo amoroso y abnegado que arrastra al sacrificio a
muchos hombres en pos del mejoramiento de las condiciones sociales, de
una mayor afirmación vital, de una más amplia y más cierta efectividad
del ideal de justicia que es una condición sine qua non de la propia exis-
tencia de una comunidad.154

Entonces, no se trata ya, como sucede en la caracterización schmittiana, de


conformar cohesivamente la comunidad en su interacción con otras comu-
nidades según un principio de identidad que delimita lo propio frente a lo
extraño (hostis), sino de conformar una comunidad basada sobre el prin-
cipio a la vez social, vital y político de la justicia, en la que el amor actúa
de modo selectivo por medio de la fuerza. Como veremos más adelante,
esa actividad selectiva basa su accionar sobre el principio ontológico de
la diferencia y ya no sobre el de la identidad.
Podríamos sintetizar el texto que acabamos de reseñar afirmando que
su objetivo es el de establecer un concepto de la democracia diferente al del
liberalismo y alejado también del absolutismo o la dictadura, y que se vale
para ello del diálogo crítico con Carl Schmitt en torno del concepto de lo
político. Así, mientras que Schmitt piensa lo político desde el horizonte
del Estado soberano en la tradición del pensamiento político inaugurado
con la modernidad hobbessiana y, por lo tanto, a partir de la experiencia

154 Ibid., pp. 78-79.

137
de una vida desgarrada por el conflicto con ella misma, Taborda lo hace
desde el horizonte de la comunidad y a partir de una vida que experimen-
ta sus posibilidades autoafirmativas a través del conflicto. En el primer
caso, la anarquía, entendida como la ausencia de un centro unificador del
poder, es un fenómeno prepolítico negativo que el Estado vendrá a dar
por concluido mediante la conformación de una pacificada sociedad civil
bajo el imperativo de un ordenamiento político homogéneo que expulsa
el conflicto hacia el exterior. En el segundo caso, la anarquía, entendida
como multiplicación de los centros de poder, está en la base del fenómeno
originario de lo político y se mantiene como principio vital organizador
mientras dure la comunidad o el grupo así constituido. Puesto que la vida
es flujo y la voluntad de poder es la ley de su dinamismo, solo cuando esa
voluntad declina, el flujo se detiene y la voluntad, en conflicto negativo con
ella misma, busca fuera de sí misma un principio organizador: el absolu-
tismo. Pero, cuando la vida sigue el curso de autosuperación que le indica
la voluntad de poder, busca dentro de sí misma el principio organizador:
la democracia. Solo que esta democracia no es ya la de la sociedad civil
constituida sobre la base de la atomización de la voluntad política, sino
la de la comunidad orgánica –el comunalismo federalista–155 en la que el
individuo es parte de un todo sin que ese todo se constituya por encima
de las partes. Fundamento trascendente del poder, en un caso, inmanencia
vital del poder, en el otro. Desarrollemos con mayor amplitud este tema.
Taborda encuentra insuficiente el intento de oponer el absolutismo a
la democracia desde un punto de vista instrumental. Pensados ambos como
medios o instrumentos políticos puestos al servicio de la resolución del
problema de la convivencia humana, es difícil establecer entre ellos una
diferencia radical.156 Y, sin embargo, de lo que se trata es de fundamentar
esa diferencia. Podría decirse que el diálogo con los argumentos de Schmitt
remite con urgencia a establecer esa diferencia, toda vez que la crisis de la
democracia parece arrastrar a la vida civil hacia estadios “infrahumanos”
bajo los impulsos de “fuerzas de regresión”, y Schmitt, a quien Taborda

155 Para este tema, véase Taborda, S. A., “Comuna y federalismo”, Facundo, año ii,

Nº iv, mayo de 1936.


156 Taborda había sostenido que, como medios o técnicas políticas, tanto el absolutis-

mo cuanto la democracia se proponen realizar “la convivencia social, sin que por esto se
pueda establecer paridad entre la democracia y el absolutismo”. Ibid., p. 70. Finalizada su
indagación sobre el fenómeno político que está en la base originaria de ambas formas políti-
cas, sobre el final del texto concluye que “lo político no se manifiesta exclusivamente en la
democracia” pues “el absolutismo [aun siendo] lo opuesto a la democracia […] es también
expresión de lo político”. Ibid., p. 94.

138
había acompañado en su crítica de la democracia liberal, parlamentaria y
partidocrática, había sostenido también que la única diferencia existente
entre la dictadura y la democracia era la supresión de la división de pode-
res.157 Mientras que en el texto de 1933 Taborda ubicaba a Schmitt junto
con Maquiavelo y también Mussolini, en una común defensa del absolu-
tismo que sostiene “una concepción amoral del Estado”,158 ahora ubica
las insuficiencias de ese planteo político en términos de una racionalidad
instrumental incapaz de remontar su mirada más allá de la mera adecua-
ción de medios “en vista de un fin anterior que ella misma no pone ni
determina”.159 Y esto sucede porque Schmitt, al postular el origen de lo
político sobre la base de la enemistad, pierde de vista la necesaria positivi-
dad del fin que persigue lo político en su constitución originaria. Incapaz
de afirmar esos fines, la política se limita a actuar instrumentalmente como
mediación en una situación de conflicto según el modelo del Estado sobe-
rano que se afirma negando al otro Estado, también soberano, que lo niega
o amenaza (enemigo/hostis). Pero la conclusión que se sigue de semejante
racionalización instrumental de lo político es que “la política poco o nada
tiene que hacer con la vida interna de un grupo”.160 Con lo cual Schmitt
queda ubicado en la proximidad –no deseada por él– de Clausewitz, pues-
to que “la determinación existencial del enemigo es ya una actitud carga-
da de filosofía de la guerra”.161 De lo que se trata, entonces, es de pensar
lo político como fenómeno originario en su positividad. Y la positividad
de lo político no puede ser otra que la afirmación de un poder inmanente.
De allí que Taborda ubique la diferencia entre el absolutismo y la
democracia sobre otro plano: sobre el plano del fenómeno originario de lo
político entendido como voluntad de poder: “lo político se da en la vida
del grupo” y “la vida del grupo no permanece sin influencia sobre el alma
particular” porque “de un modo o de otro, la voluntad de poder repercute en
esta alma y enciende en ella la voluntad vital […] transfiriéndole lo esen-
cial del pathos político”, y “ahí donde esto acontece, el hombre asume el

157 Esta era, en efecto, la primera recepción que hacía Taborda de Schmitt en 1933: “la

dictadura no contraría a la democracia ‘sino, esencialmente, es la supresión de la división


de poderes’”, y Schmitt no desmiente a Maquiavelo sino que lo confirma “al sostener que la
supresión de la división de los poderes es compatible con la democracia”. Taborda, S. A., La
crisis espiritual y el ideario argentino, Santa Fe, Instituto Social de la Universidad Nacional
del Litoral, 1933, pp. 39 y 40.
158 Ibid., p. 40.
159 Taborda, S. A., “El fenómeno politico”, op. cit., p. 70.
160 Ibid., p. 73.
161 Ibid.

139
poder”.162 La diferencia entonces entre el absolutismo y la democracia es
también la diferencia entre la democracia formal y la democracia sustan-
tiva: se trata de la integración del individuo en la comunidad de la que es
parte como miembro pleno y activo sobre la base de la comprensión de que
la comunidad es una vida en común que incrementa su poder de acción a
través del poder de acción de sus partes constitutivas. Entonces –y en cier-
to modo en la proximidad del planteo schmittiano–, la diferencia entre el
absolutismo y la democracia se pierde al quedar referidos ambos al común
origen de lo político y gana una nueva dimensión al adquirir las notas cons-
titutivas de una biopolítica afirmativa en la que el poder trascendente que
disciplina al hombre en la obediencia ha cedido su lugar al poder inma-
nente de la vida, que es, simultáneamente, la del grupo y la del individuo.
Si Nietzsche establecía la condición de posibilidad de una experiencia
afirmativa de la voluntad de poder en la asunción plena del acontecimien-
to de la muerte de Dios, se podrá advertir que Taborda utiliza un proce-
dimiento similar. El absolutismo comienza cuando el hombre realiza su
libertad en la obediencia del dios, pero luego comprende que él es dios y
su obediencia se transfigura en “obediencia a lo divino que hay en el hom-
bre”; esto es, un dios inmanente a la vida que él mismo “rehace, reafirma
y conquista con el esfuerzo de todos los días y de todas las obras”.163 De
este modo, Taborda puede coincidir con Schmitt –digamos diagonalmen-
te– en que el absolutismo es “aquel sistema político que excluye la delibe-
ración” y puede diferir –también diagonalmente– con Schmitt en cuanto se
trata “de una exclusión impuesta por un poder trascendente al hombre y al
grupo”.164 Sobre el común origen de lo político, absolutismo y democracia
se oponen y, a la vez, se complementan, pues cuando la comunidad nece-
sita cohesionar sus fuerzas constitutivas recurre al absolutismo para fundar
en un poder trascendente su propio acontecer vital. Dicho en otros térmi-
nos, el fenómeno político, tal y como es examinado por Taborda, revela
una ambigua constitución biopolítica, afirmativa y negativa a la vez, que
delimita el horizonte de sus posibilidades. Es por eso que, finalmente, el
absolutismo es una posibilidad de lo político que retorna toda vez que es
“en los momentos de peligro, especialmente en los casos de guerra (forma
de ‘lo político que durará mientras dure el fenómeno de lo político’), en
los que más necesaria se hace la cohesión del grupo y la unión que ‘fait

162 Ibid., p. 92.


163 Ibid.
164 Ibid., p. 94.

140
la force’”,165 y en esto no hace más que coincidir por el absurdo con Sch-
mitt en el planteo de que “un globo terráqueo definitivamente pacificado
sería un mundo sin la distinción del amigo y el enemigo, y, por tanto, un
mundo sin política”.166 Invirtiendo el argumento de Schmitt, Taborda diría
que en un mundo tensionado por la posibilidad de la guerra, lo político
queda inevitablemente referido a la posibilidad negativa del absolutismo.

9. Roberto Esposito: el dispositivo


biopolítico del mundo moderno

Roberto Esposito (1950) viene desarrollando en los últimos años una


filosofía política articulada en clave biopolítica. Veamos cuáles son las
líneas argumentativas que estructuran su interpretación de los fenóme-
nos políticos.167
Una vez hecho un amplio recorrido genealógico del paradigma biopo-
lítico a través de sus variantes organicista, antropologista y naturalista, que
lo fueron configurando en la bibliografía producida a lo largo del siglo xx
para confluir finalmente en la reelaboración superadora realizada por Fou-
cault en los años setenta, Esposito se detiene particularmente en el análisis
de los modos diversos en que el pensamiento foucaultiano realiza la genea-
logía de la modernidad para revelar su biopolítica implícita. Sin embargo,
aun cuando reconoce a Foucault el gran mérito de haber planteado el para-
digma con profundidad conceptual, Esposito encuentra que la biopolítica
foucaultiana no logra superar cierta ambigüedad constitutiva que tensiona
el paradigma de modo improductivo: “o la política es frenada por una vida
que la encadena a su insuperable límite natural, o, al contrario, es la vida la
que queda atrapada, presa de una política que tiende a sojuzgar su potencia
innovadora”.168 De este modo, el paradigma se escinde en dos versiones,
una que podríamos calificar como optimista y toma la forma de “política
de la vida”, donde la biopolítica adquiere carácter afirmativo de alianza
entre el poder y la vida frente al modelo del poder soberano que intenta
limitar la vida por medio del poder; otra, que podríamos calificar de pesi-
mista y toma la forma de “política sobre la vida”, de carácter negativo, en
la que la biopolítica se revela como tanatopolítica. Atrapado dentro de esta

165 Ibid., p. 95.


166 Schmitt, C., op. cit., p. 53.
167 En lo que sigue, citamos por Esposito, R., op. cit.
168 Ibid., p. 54.

141
ambigüedad, el abordaje foucaultiano del paradigma biopolítico queda blo-
queado hermenéuticamente. Esposito explica este bloqueo como una difi-
cultad intrínseca al paradigma mismo que Foucault no logra superar: “no
obstante la teorización de la implicación recíproca, o justamente por eso,
vida y política son abordadas como dos términos originariamente distin-
tos, conectados con posterioridad de manera aún extrínseca”.169 Dicho de
otro modo, el paradigma biopolítico plantea intrínsecamente la siguiente
dificultad: ¿en qué términos se deberán entender “vida” y “política” para
que su relación no les sea externa?, o ¿en qué términos se deberá enten-
der esa relación para que “vida” y “política” adquieran un significado que
permita su complementación? Por otra parte, Esposito sostiene que tam-
poco logra Foucault dar una conceptualización adecuada ni de la política
(usualmente confundida con el poder) ni de la vida.170
La respuesta que Esposito ofrece a este problema está constituida
por el dispositivo inmunológico. Alrededor de la inmunización encuen-
tra un doble motivo de interés. En primer lugar, en cuanto la categoría
de inmunidad se inscribe en el cruce de ambos términos constitutivos de
la biopolítica: por un lado, “en el ámbito biomédico se refiere a la condi-
ción refractaria de un organismo vivo, ya sea natural o inducida, respecto
de una enfermedad dada”; y, por el otro, “en el lenguaje jurídico-político
alude a la exención temporal o definitiva de un sujeto respecto de deter-
minadas obligaciones o responsabilidades que rigen normalmente para los
demás”.171 En segundo lugar, en cuanto la categoría de inmunidad remi-
te por contraste al concepto de comunidad: “mientras la communitas es la
relación que, sometiendo a sus miembros a un compromiso de donación
recíproca, pone en peligro su identidad individual, la inmunitas es la con-
dición de dispensa de esa obligación y, en consecuencia, de defensa contra
sus efectos expropiadores”.172
En el dispositivo inmunitario, los términos contrapuestos de vida y
política adquieren una productiva unidad conceptual: “la inmunidad no es
únicamente la relación que vincula la vida con el poder, sino el poder de
conservación de la vida”.173 A partir de allí, la escisión que la versión fou-
caultiana del paradigma biopolítico experimentaba entre sus aspectos posi-
tivo y negativo adquiere un nuevo significado. No se tratará ya de poner en

169 Ibid., pp. 71-72.


170 Ibid., p. 72.
171 Ibid., p. 73.
172 Ibid., p. 81.
173 Ibid., p. 74.

142
disyunción la vida y el poder bajo la forma de un poder que o bien niega
la vida o bien la incrementa sino de comprender “el modo esencialmente
antinómico en que la vida se conserva a través del poder”.174
Ahora bien, Esposito afirma que “si la inmunización implica que a
una forma de organización de índole comunitaria […] la suceden, o se le
contraponen, modelos privatistas o individualistas, es notoria su relación
estructural con los procesos de modernización”.175 Entonces, también por
este lado el dispositivo inmunitario es capaz de potenciar la productividad
semántica del paradigma biopolítico: en la medida en que la inmunidad se
define negativamente como “el ‘no ser’ o el ‘no tener’ nada en común” y
remite, entonces, a lo común como su fuente de sentido, “la inmunización,
más que un aparato defensivo superpuesto a la comunidad, es un engranaje
interno de ella: el pliegue que de algún modo la separa de sí misma, pro-
tegiéndola de un exceso no sostenible; el margen diferencial que impide a
la comunidad coincidir consigo misma y asumir la intensidad semántica de
su propio concepto”.176 Identidad y diferencia parecen estar aquí en juego.
Un aspecto importante en el desarrollo del paradigma biopolítico es
el de su ubicación dentro de un esquema de desarrollo del tiempo histó-
rico. El punto clave es, en este sentido, determinar la relación que la bio-
política pudiera tener particularmente con la modernidad o, de modo más
general, con los comienzos mismos de la historia política de occidente
en el pensamiento fundacional de Platón. Esposito afirma que su versión
inmunitaria de la biopolítica permite resolver este problema, dándole pre-
cisión histórica al paradigma: no se trata de plantear en general todo tipo
de relaciones entre la esfera de la vida y el ámbito político sino del tipo
específico de relaciones inmunitarias que caracterizan a la modernidad. De
este modo, aunque la política platónica reivindica para sí variadas formas
de intervención sobre la vida (prácticas eugenésicas, formas de selección
reproductiva, entre otras), su objetivo no es el de “preservar al individuo, en
sentido inmunitario, sino que está claramente orientada, en sentido comu-
nitario, hacia el bien del koinón”. De lo que se sigue –y esto es decisivo
para la versión inmunitaria del paradigma biopolítico– que “esta necesidad
colectiva, pública, ‘común’ –y no ‘inmune’–, aleja a Platón, y en general a
toda la cultura premoderna, de una perspectiva plenamente biopolítica”.177

174 Ibid.
175 Ibid., p. 82.
176 Ibid., pp. 83-84.
177 Ibid., p. 87. Véase en este capítulo el apartado “1. El rey filósofo y la vida en común

de los guardianes”.

143
Por otra parte, la característica específicamente moderna del paradig-
ma biopolítico se advierte también en la contraposición entre naturale-
za y cultura que pone en movimiento a la modernidad: “para que la vida
pueda conservarse y desarrollarse, debe ser ordenada por procedimientos
capaces de sustraerla de sus peligros naturales”.178 Ahora bien, el meca-
nismo inmunitario responde a una lógica o dialéctica antinómica y aun
contradictoria: en la base de esta contradicción, Esposito ubica el obje-
tivo inmediato de la conservación de la vida a través de las mediaciones
institucionales que la modernidad propone (soberanía, propiedad y liber-
tad). La vida busca afirmarse en aquello que la niega.179 Veamos el fun-
cionamiento inmunitario de estas mediaciones institucionales modernas
con mayor detalle.
Esposito considera, en primer lugar, el concepto de soberanía. Tal y
como lo formula Hobbes, “la cuestión de la conservatio vital no solo per-
tenece de pleno derecho a la esfera de la política, sino que constituye su
objeto predominante”.180 Con ello se establece una clara diferenciación
con la conceptualización griega de la política que encontramos claramente
definida en Aristóteles: la política comienza una vez que la vida, relegada
al plano del oikos, ha sido resuelta en su doble faz productiva y reproduc-
tiva. De modo diferente, la modernidad observa, a través de Hobbes en
este caso, que “la vida no es capaz de lograr de modo autónomo la auto-
perpetuación a la cual, no obstante, tiende”.181 Esta vida “en contradicción
consigo misma” para conservarse necesita negarse, “salir de sí y constituir
un punto de trascendencia que le dé orden y protección”. La naturaleza
contradictoria de la vida contradice a la naturaleza mediante el artificio;
al estado natural, mediante el estado político. “Para su propia conserva-
ción, la vida debe renunciar a algo que forma parte, e incluso constitu-
ye el vector principal, de su propia potencia expansiva, esa voluntad de
poseer todas las cosas que la expone al riesgo de una retorsión mortal.”182
El mecanismo inmunitario de la soberanía interviene aquí como refuerzo
artificial de un mecanismo inmunitario natural que fracasa a través de su
éxito: afirmando su vida individual, los hombres entran en una situación
de conflicto generalizado que pone en riesgo la conservación de su vida;
entonces, el Estado soberano protege la vida de todos a condición de que

178 Ibid., pp. 89-90.


179 Ibid., pp. 90-91.
180 Ibid., p. 92.
181 Ibid., p. 93.
182 Ibid., p. 95.

144
cada uno deje de hacerlo por sí mismo y para sí mismo. Esposito pone de
relieve el carácter negativo de la inmunización soberana: se trata de “una
trascendencia inmanente, fuera del control de aquellos que, sin embargo,
la produjeron como expresión de su propia voluntad”.183
Pero es aquí donde Esposito advierte una interesante y productiva
peculiaridad del paradigma biopolítico visto desde una perspectiva inmu-
nitaria: su naturaleza contradictoria está al servicio de su función autole-
gitimadora. Analizando la implicación recíproca entre individuo y poder
soberano, Esposito argumenta que “solo individuos iguales entre sí pueden
instituir a un soberano capaz de representarlos legítimamente. A la vez, solo
un soberano absoluto puede liberar a los individuos de la sujeción a otros
poderes despóticos”.184 De modo que, en contra de lo que la modernidad
relata de sí misma, el individualismo, “presentado como descubrimiento
y consumación de la autonomía del sujeto, fue en realidad el ideologema
inmunitario mediante el cual la soberanía moderna cumplió su cometido de
protección de la vida”.185 La inmunidad opera aquí negando el munus que
los hombres tienen en común: la com-munitas: “la soberanía es el no ser
en común de los individuos, la forma política de su desocialización”.186 El
conflicto generalizado de todos contra todos presuponía el carácter común
del conflicto y el carácter no-común (individual) de la tarea de preservar
la propia vida. Mediante el poder soberano, los individuos renuncian a la
comunidad del conflicto presupuesta y se ponen a sí mismos como tales
individuos, investidos ahora de modo tan absoluto como el poder sobera-
no que instituyen y que los constituye. Esposito nos recuerda aquí el sig-
nificado del término “individuo”: “permanecer indiviso, unido a sí mismo,
por la misma línea que divide de todos los demás”.187 Sin vínculo con el
otro, el individuo moderno protege su vida (una vida que ahora es suya)
haciéndola privada, privándola de lo común (es decir, del conflicto que la
amenaza). De modo que el mecanismo in-munitario que regula el funcio-
namiento biopolítico revela su naturaleza contradictoria: protege la vida
desvitalizándola y refuerza ese efecto desvitalizador en cuanto el Estado
se arroga el derecho soberano sobre esa vida residual o remanente de los
súbditos: quien conserva la vida, también la puede quitar. Dicho en otros
términos, la categoría de soberanía que acabamos de reseñar siguiendo a
183 Ibid., p. 96. Sobres estos temas, véase en este capítulo el apartado “4. Hobbes: la

comunidad disociada y el dios mortal”.


184 Ibid., p. 97.
185 Ibid.
186 Ibid., p. 98.
187 Ibid.

145
Esposito revela la naturaleza contradictoria del paradigma biopolítico tal
y como este se desarrolla junto con la modernidad: aquello que asegura la
vida en su función inmunitaria también la amenaza.
En segundo lugar, Esposito aborda el análisis de otra de las catego-
rías políticas de la modernidad, la propiedad, y observa también en ella el
funcionamiento de la dialéctica inmunitaria: lo propio es, precisamente,
lo no-común, lo in-mune. En la categoría de propiedad encuentra Espo-
sito un reforzamiento de la lógica inmunitaria que liga estrechamente la
autoconservación individual de la vida con la propiedad, tal y como argu-
menta Locke, a la vez que hace del cuerpo propio el lugar y el instrumento
mediante el que la vida disocia lo dado en común en parcelas individuales
apropiadas por el trabajo. Detengámonos un momento sobre este punto.
Si el trabajo es capaz de explicar el surgimiento de un orden propieta-
rio no-común es porque queda biológicamente ligado al cuerpo y el cuer-
po metafísicamente constituido como un límite que define, por un lado, la
exclusión del otro y, por el otro, la inclusión de sí mismo. “El cuerpo es
el lugar primordial de la propiedad porque es el lugar de la propiedad pri-
mordial, la que cada uno tiene sobre sí mismo.”188 De modo que la lógi-
ca inmunitaria vuelve a actuar aquí en la modalidad contradictoria que la
caracteriza: “si la cosa apropiada depende del sujeto que la posee, en gra-
do tal que forma un todo con su propio cuerpo, a la vez el propietario se
vuelve tal solo en virtud de la cosa que le pertenece y, por tanto, él mis-
mo depende de ella”.189 Se trata aquí del proceso de reificación que había
descripto el Marx de los Manuscritos y que permitirá a Esposito concluir
que, del mismo modo que con la categoría de soberanía pero, esta vez, con
mayor intensidad, “el procedimiento inmunitario del paradigma propietario
logra conservar la vida únicamente encerrándola en una órbita destinada a
absorber su principio vital”.190
En tercer lugar, la categoría de libertad se presenta ante la mirada de
Esposito como un dispositivo inmunitario que, en la simultaneidad de su
funcionamiento, reproduce la estructuración biopolítica de la modernidad
y potencia su desarrollo.191 La lectura que hace Esposito de la evolución
semántica del término alude a un proceso de “restricción, y también de
agotamiento” que arranca desde una originaria significación de “algo rela-

188 Ibid., p. 105.


189 Ibid., p. 107.
190 Ibid., pp. 110-111. Sobre estos temas, véase en este capítulo el apartado “5. Locke:

el individuo propietario”.
191 Ibid., p. 111.

146
cionado con un crecimiento, una apertura, un florecimiento”,192 presente
en la raíz del término griego eleutheria. A partir de este origen, Esposito
observa el surgimiento de una “doble cadena semántica” que lleva hacia
los términos “amor”, por un lado, y “amistad”, por el otro, a la vez que
advierte también sobre el “valor comunitario” del término: “el concepto
de libertad, en su núcleo germinal, alude a un poder conector que crece y
se desarrolla según su propia ley interna, una expansión, o un despliegue,
que aúna sus miembros en una dimensión compartida”.193
Es a partir de esta connotación afirmativa del término que su opuesto,
la esclavitud, es decir, la no-libertad, adquiere connotación negativa. Tal y
como ha sido dicho en repetidas ocasiones, la modernidad invierte la carga
valorativa de estos términos: lo que era mero límite exterior de una liber-
tad afirmativa se transforma en condición interna de la libertad misma: la
ausencia de coerción, la “libertad de” (y no ya la “libertad para”). Esposi-
to remite esta “distinción canónica” al ensayo de Isaiah Berlin publicado
en 1969194 y le realiza una interesante observación crítica: ambas concep-
ciones de la libertad moderna, la positiva y la negativa, pertenecen a la
órbita negativa en relación con el concepto originario a la vez afirmativo
y relacional ya que esa libertad queda inevitablemente atrapada dentro del
“léxico conceptual moderno del individuo, de la voluntad y del sujeto”. “Lo
característico de la libertad –entendida como dominio del sujeto individual
sobre sí mismo– es su no estar a disposición de otros, o su estar no dispo-
nible para otros.”195 Así entendida, la categoría de libertad revela también
su conexión con las otras dos categorías políticas de la modernidad: con la
propiedad, en cuanto la libertad ya no se refiere a “un modo de ser”, sino
a “un derecho a tener algo propio” –esto es, “el pleno dominio sobre sí en
relación con los otros”– y con la soberanía, en cuanto los individuos libres
son “soberanos dentro de su propia individualidad, obligados a obedecer
al soberano en cuanto libres de mandar sobre sí mismos, y viceversa”.196
Ahora bien, lo que define el carácter inmunitario de la libertad moder-
na y le da su particular connotación biopolítica negativa es su interpretación
en términos de “derecho de todo súbdito individual a ser defendido de los

192 Ibid., pp. 111-112.


193 Ibid., p. 112. Véase en el apartado “8. Saúl Taborda crítico de Carl Schmitt: lo polí-
tico como comunidad de vida”, la interpretación que hace Taborda del fenómeno político
como constituido por una relación de amor o filía y fuerza.
194 Véase Berlin, I., Dos conceptos de la libertad y otros ensayos, Madrid, Alianza,

2005.
195 Ibid., p. 113.
196 Ibid., pp. 114-115.

147
abusos que amenazan su autonomía y, más aún, su vida misma”.197 Una
libertad cuyo núcleo semántico pasa a ser la seguridad, termina negándo-
se a sí misma en aquello a través de lo cual pretende afirmarse: la liber-
tad “asegura al individuo contra las injerencias de los demás, mediante su
voluntaria subordinación a un orden más poderoso que le proporciona una
garantía”.198 Se plantea aquí una inevitable antinomia trágica entre indi-
vidualismo y totalitarismo toda vez que los individuos buscan asegurar su
vida dentro de una totalidad que no puede más que negarlos.
Hasta aquí, hemos acompañado a Esposito en su descripción del para-
digma biopolítico moderno, realizada desde el punto de vista del disposi-
tivo inmunitario. Hemos visto cómo las tres categorías fundacionales de
la modernidad –soberanía, propiedad y libertad– se articulan en una clave
biopolítica contradictoria o antinómica en la que la función inmunitaria se
cumple negando aquello que pretende afirmar: la soberanía que protege a
la vida del conflicto también la amenaza con el monopolio de unas fuer-
zas represivas que pueden llegar hasta el límite de la muerte; la propiedad
termina expropiando a la vida de aquello que le es más propio por la vía
de la reificación; la libertad, en cuanto posibilidad de asegurar la vida, ter-
mina entregada al complejo entramado de normas que, al garantizarla, la
someten al capricho de su racionalidad. Hemos visto también cómo actúa,
a través de estas categorías, el dispositivo inmunitario en cuanto a su com-
ponente semántico de no-comunidad (in-munidad): la soberanía pone los
individuos que presupone para su funcionamiento; la propiedad pone en
el cuerpo propio el límite que presupone con el otro; la libertad restringe
su posibilidad de expansión al poner el ámbito de su acción dentro de los
límites del dominio de sí a la vez que presupone la exterioridad del otro.
El resultado de este funcionamiento inmunitario del paradigma bio-
político moderno es “la deriva nihilista”, cuyo diagnóstico realiza Nietzs-
che. El primer elemento de interés que encontramos es la afirmación de
que “la entera obra nietzscheana, con sus virajes y sus fracturas internas,
comienza a revelar un núcleo semántico completamente inaprensible en los
esquemas interpretativos en que anteriormente se lo había encuadrado”.199
Se trata de la lectura biopolítica de Nietzsche que realiza Foucault, lec-
tura que permite superar la visión de un Nietzsche fragmentado entre las
interpretaciones divergentes de izquierda y de derecha y, también, entre

197 Ibid., p. 115.


198 Ibid.
199 Ibid., p. 126.

148
un Nietzsche político y otro impolítico.200 La respuesta que da Esposito a
estas incomprensiones es que, por un lado, los intérpretes leen a Nietzs-
che desde “una noción de ‘política’ a la cual el discurso de Nietzsche es
explícitamente ajeno”201 y, por el otro, que el propio Nietzsche no logró
escapar plenamente de la lógica inmunitaria del paradigma biopolítico que
pretendía superar.202
El segundo elemento de interés es que la crítica de Nietzsche a la
modernidad apunta a la estructura más íntima de su estilo argumentativo:
la lógica de la mediación dialéctica (con la que Hegel hace culminar “exi-
tosamente” el devenir vital en el Estado). Lo que Nietzsche pone al descu-
bierto es que la vida se define por un exceso que no puede ser mediado; por
“un contenido que de por sí escapa a cualquier control formal”.203 Ahora
bien, la vida en el pensamiento de Nietzsche tiene de modo inmediato una
connotación política (y por eso no admite las mediaciones inmunológicas
de la biopolítica moderna): se trata del “poder que desde el principio da
forma a la vida en toda su extensión, constitución, intensidad”;204 se trata,
en síntesis, de la vida como “voluntad de poder”.
Como noción complementaria de este entramado biopolítico se puede
señalar el lugar relevante que Nietzsche otorga al cuerpo como instancia no
metafísica de la realidad. De esto se sigue que, por un lado, la multiplicidad
y el conflicto son constitutivos de toda realidad (“el cuerpo es producto de
determinadas fuerzas y esas fuerzas siempre están en potencial conflicto
entre sí”);205 por el otro, que las pretensiones políticas de la modernidad de
producir un sujeto –individual o colectivo– que suprima el conflicto uni-
ficando la multiplicidad, están destinadas a no resolverlo y, aun, a poten-
ciarlo (“en el cuerpo no existe soberanía –dominio integral del uno–, ni
igualdad entre los muchos en perenne afán de superarse unos a otros”).206
Un tercer elemento de interés lo constituye la interpretación no inmu-
nitaria que Nietzsche hace del paradigma biopolítico. Si “la realidad está
constituida por un conjunto de fuerzas enfrentadas en un conflicto que
nunca llega a un resultado conclusivo”,207 y es posible distinguir a esas
fuerzas según su cualidad afirmativa o negativa, entonces, la vida “como

200 Ibid.
201 Ibid., p. 127.
202 Ibid., p. 125.
203 Ibid., p. 129.
204 Ibid., p. 130.
205 Ibid., p. 135.
206 Ibid., p. 136.
207 Ibid., p. 137.

149
única representación posible del ser”,208 no solo no tiende exclusivamente
hacia la conservación sino que tampoco lo hace en primer lugar. De modo
todavía más claro: “la conservación no solo es secundaria respecto de la
voluntad de poder, de la cual deriva, sino que está en latente contradicción
con ella”.209 En cuanto voluntad de poder, la vida tiende a superar todo
tipo de límites, incluyendo su propio límite identitario (y la protección de
esta identidad era justamente lo que pretendía el mecanismo inmunitario:
introducía la dialéctica de la identidad y la negación, de la identidad y la
alteridad como límite negativo); la voluntad de poder traspasa la identidad
sin negarla y produce diferenciación: no inmuniza.
Como cuarto elemento de interés, Esposito hace una lectura del pen-
samiento nietzscheano como entramado por una complejidad tal que hace
posible interpretaciones divergentes, del mismo modo en que Nietzsche
hace interpretaciones divergentes de las realidades complejas que exami-
na. “Esta ambivalencia de juicio […] radica en una contradicción estruc-
tural […] según la cual la inmunización, por una parte, es necesaria para
la supervivencia de cualquier organismo, pero, por la otra, es nociva, pues
al bloquear su transformación impide su expansión biológica”.210
El quinto motivo de interés lo encontramos en la lectura crítica que
Nietzsche hace de la herencia darwiniana “por intermedio de Spencer”.
Esposito resume la posición de Nietzsche en estos términos: “Nietzsche
rechaza la idea de un déficit inicial que impulsaría a los hombres a la
lucha por la supervivencia según una selección destinada a favorecer a
los más aptos” y “reemplaza esta lectura ‘progresiva’ por una formula-
ción contraria que, al interpretar el origen de la vida en términos de exu-
berancia y prodigabilidad, prevé una serie discontinua de incrementos y
decrementos regidos no por una adaptación selectiva, sino por la lucha
interna dentro de la voluntad de poder”.211 A los ojos de Nietzsche, el
evolucionismo darwiniano expresa el funcionamiento típico del disposi-
tivo inmunitario: no selecciona a los más fuertes –que, en sentido nietzs-
cheano, son aquellos que al afirmar la vida la exponen al peligro–, sino a
los más débiles –que, en sentido nietzscheano, son aquellos que niegan
el peligro para conservar la vida–. El resultado paradójico de esta “evo-
lución” es “un proceso de degeneración cada vez más acelerado”.212 De

208 Ibid., p. 129.


209 Ibid., p. 139.
210 Ibid., pp. 149-150.
211 Ibid., p. 151.
212 Ibid., p. 152.

150
allí que Nietzsche sustituya “la lucha por la supervivencia con la voluntad
de poder, como horizonte de referencia ontogenético y filogenético”.213
En este punto, Esposito observa críticamente que, en su afán por alejarse
del dispositivo inmunitario, Nietzsche termina reproduciendo su lógica
negativa: “para resguardarse del exceso de protección –de la obsesión
autoconservativa de las especies más débiles– hay que protegerse de su
contagio”.214
De lo anterior se sigue un sexto motivo de interés: para evitar el conta-
gio y salvar la vitalidad de las partes sanas del organismo es necesario pre-
servar el accionar de las fuerzas activas y afirmativas. Esto tiene expresión
política en la crítica que Nietzsche dirige a la filosofía política moderna: “al
homo aequalis del individualismo liberal y del universalismo democrático
se le opone el homo ierarchicus del mundo premoderno”.215
Ahora bien, Esposito encuentra en Nietzsche no solo la perspectiva
inmunitaria de ponerse a salvo de la decadencia sino también la de acelerar-
la: “acelerar aquello que de todos modos debe acontecer es el único medio
de dejar el campo libre para nuevos poderes afirmativos”.216 En la medida
en que Nietzsche no piensa dialécticamente, la relación vital entre salud
y enfermedad no se plantea en términos de exclusión recíproca o negación
excluyente de una respecto de la otra, sino de complementación múltiple.
Por un lado, “la enfermedad no es solo lo contrario de la salud, sino tam-
bién su presupuesto, su medio, su senda. Algo de donde la salud proviene
y que esta lleva aún dentro como un componente irrenunciable”.217 Por el
otro, “la salud forma un todo con el riesgo mortal que la transita impul-
sándola más allá de sí misma, renovando sin cesar sus normas, invirtiendo
y recreando sus estatutos”.218 Esta relación compleja y no dialéctica entre
salud y enfermedad plantea un modo de funcionamiento no inmunitario
del paradigma biopolítico. En primer lugar, porque se trata de una vida
puesta en el ámbito de la comunidad (y no en el de los individuos que ella
produce a partir de la inmunización). En segundo lugar, porque se trata de
una vida potenciada por la alteración que en ella producen las singulari-
dades que la constituyen (y no de los individuos que dan cuerpo a la par-
ticularidad que confirma y conforma a la generalidad y la realiza de modo
abstracto y, consiguientemente, desvitalizado).
213 Ibid.
214 Ibid., p. 154.
215 Ibid., p. 155.
216 Ibid., p. 161.
217 Ibid., p. 163.
218 Ibid., pp. 165-166.

151
Esposito sintetiza esta lectura no inmunitaria –es decir, comunitaria–
del paradigma biopolítico nietzscheano en estos términos: “en el centro
del cuadro sobresale la comunidad consolidada por la igualdad de con-
diciones y por una fe compartida. Lo que amenaza su vitalidad, más que
posibles riesgos externos, es su estabilidad misma, que, cuanto más la
conserva intacta, tanto más reduce su tasa de innovación”.219 Podríamos
decir que se trata de la constitución de “subjetividades” singulares centra-
das en la creatividad más que de la producción de individualidades ciuda-
danas prediseñadas por las reglas formales de convivencia civilizada que
habrán de contenerlas.
La biopolítica nietzscheana es vista por Esposito a partir de una filo-
sofía –una “biofilosofía”– que “detecta la verdad de la vida en algo que
continuamente la supera, una exterioridad que nunca pude ser interioriza-
da, dominada, neutralizada por entero en nombre de otras verdades más
cómodas y complacientes”;220 se trata de una exterioridad de la vida res-
pecto de su mera autoconservación, tal y como la promueve el dispositi-
vo inmunitario, y de una interioridad –o inmanencia– de la vida respecto
de una lógica constitutiva que Nietzsche caracteriza como voluntad de
poder. Ese ámbito exterior/interior a la vida es la comunidad. Se trata de
una biopolítica en la que el término “vida” adquiere sentido y significa-
ción en referencia al término munus, que conforma el núcleo semántico
de “comunidad”. Vista desde la voluntad de poder, la antropología nietzs-
cheana presenta en el hombre una forma de vida que está en permanente
tránsito hacia formas nuevas: “una forma de por sí en perpetuo tránsito
hacia una nueva forma, atravesada por una alteridad que al mismo tiem-
po la divide y multiplica”.221 De allí que, en sentido estricto, tampoco
debería hablarse aquí de una antropología puesto que el hombre como tal
no es más que ese tránsito y “el individuo, el indiviso, no existe”,222 y la
vida implica generación: “la diferencia consigo misma de conformidad
con un movimiento que contradice en esencia la lógica inmunitaria de la
autoconservación”.223
No se trata de suprimir la tensión entre vida y política por medio del
Estado (que disuelve la vida orgánica de la comunidad en el mecanismo
inerte de la sociedad civil), sino que se debería permitir que la vida se ali-

219 Ibid., p. 166.


220 Ibid., pp. 168-169.
221 Ibid., p. 170.
222 Ibid.
223 Ibid., p. 171.

152
mente de su propio exceso (que no puede ser suprimido por el igualitaris-
mo formal ni representado por los partidos políticos ni sublimado por las
abstracciones legales ni delegado en la unidad del Estado soberano) en
una multiplicidad política.
Para dar por finalizada esta somera presentación del paradigma bio-
político, veamos en qué términos Esposito formula las posibilidades de
una biopolítica afirmativa que, por fuera del dispositivo inmunitario, logre
dejar atrás la deriva tanatopolítica que también lo constituye. El método
que Esposito sigue es el de tomar las categorías que usó la tanatopolítica
para invertir su signo valorativo desde el horizonte de la communitas (y
ya no desde la immunitas).
En primer lugar, el cuerpo. Mientras que la metáfora del cuerpo polí-
tico está basada en el presupuesto inmunitario, el cuerpo tiende a cerrarse
sobre sí mismo según un patrón organicista que apunta a su propia con-
servación y en oposición con un exterior. “Y esto, con prescindencia del
sesgo político –de derecha o de izquierda, reaccionario o revolucionario,
monárquico o republicano– al que esa operación concernía.”224 Se trata de
un dispositivo de cierre que apunta a “la autoconservación del conjunto del
organismo político” que, a través de diferentes variantes, impuso su lógica
“en la constitución y el desarrollo de los Estado nacionales” y que tuvo su
punto de inflexión en “el totalitarismo nazi”, cuando el mecanismo inmu-
nitario necesitó reforzar “el cierre del cuerpo sobre sí mismo mediante la
coincidencia absoluta entre la identidad política y la biológico-racial”.225
Frente a esta noción de cuerpo, Esposito presenta la noción de carne,
cuyas diversas capas semánticas recorre a través de la filología hasta llegar
a un núcleo de significación que indica “una realidad vital ajena a cual-
quier clase de organización unitaria, en cuanto naturalmente plural”.226
A partir de esta significación, puede entenderse “el proceso general de
constitución de la Iglesia cristiana” como reunión en un cuerpo único de
la “carne difundida y dispersa”; y también, en la constitución del Imperio
y, posteriormente, de “los nacientes Estados nacionales”, puede verse el
funcionamiento de un “mecanismo teológico-político” que rescata a “la
‘carne’ de una multitud plural y potencialmente rebelde” para integrarla
“en un cuerpo unificado por el mando soberano”.227 Mutatis mutandi, tal
mecanismo inmunitario parece ser el que articuló la lógica sarmientina

224 Ibid., pp. 253-254.


225 Ibid., p. 254.
226 Ibid., p. 264.
227 Ibid., p. 256.

153
de civilización y barbarie: la civilización como cuerpo (y forma) de aque-
llo que en la barbarie se presenta como vida desbordante y sin forma. La
carne de la barbarie es redimida por el cuerpo de la sociedad civil al que
gobierna el alma del Estado, en un paradigma biopolítico cuyo carácter
inmunológico se podría ubicar en la función mediadora que cumple la
sociedad civil entre el bios (la carne) y la polis (el Estado). En esta clave
puede leerse el proceso de reconstrucción de la nación a partir del Esta-
do que caracteriza a la historia argentina a partir de la segunda mitad del
siglo xix.
En segundo lugar, el nacimiento. Se trata aquí de la captura política
de un término biológico a través de un largo proceso histórico que desde el
mundo antiguo y medieval llega hasta la modernidad, haciendo pasar el signo
de la natividad desde el polo semántico de la vida al de la política. Esposi-
to resume este tránsito de la siguiente manera: “durante un largo período,
fue posible denominar nationes a grupos de personas a las que vinculaba
una proveniencia étnica común, o tan solo una contigüidad social, religio-
sa o profesional, mientras que posteriormente el vocablo fue adquiriendo
una connotación predominantemente institucional”. Esposito encuentra la
clave biopolítica de esta transformación semántica en la génesis y desa-
rrollo de los estados territoriales: “para adquirir un significado político, el
fenómeno biológico, en sí impolítico, del nacimiento debe inscribirse en
una órbita estatal unificada por el poder soberano”.228 De acuerdo con esta
interpretación claramente biopolítica, que reduce la multiplicidad y variedad
biológica del nacimiento a la unidad y uniformidad identitaria de la nación,
“el nacimiento en común es el hilo que mantiene a este cuerpo idéntico a
sí mismo a lo largo de las generaciones”.229
De este modo, se complementan ambos procesos de reducción biopo-
lítica en clave inmunitaria: de los excesos de la carne a los ordenamientos
del cuerpo, de la dispersión de los nacimientos a la unidad de las genera-
ciones. Se trata en ambos casos de una vida que busca ser protegida por la
política, para lo cual debe ser previamente negada en su forma inmedia-
ta de carne y nacimiento para afirmarse residualmente, por la mediación
política, en cuanto cuerpo y nación.
Complementaria a esta semántica del nacimiento, Esposito encuen-
tra la de la fraternidad, que también pasa de una significación biológi-
ca o naturalista a otra política, como lema republicano de la Revolución
Francesa. La identificación fraterna de la nacionalidad se ve reforzada

228 Ibid., p. 273.


229 Ibid., p. 274.

154
por la apelación patriótica: referidos a un padre común, los nacimientos
se ordenan en claros vínculos biopolíticos de consanguinidad que contri-
buyen también a cerrar el cuerpo político sobre sí mismo excluyendo “a
todos aquellos que no pertenecen a la misma sangre del padre común”.230
Es posible ubicar aquí el significado que tuvo en la historia educacional
argentina el proyecto de la educación patriótica de Ramos Mejía desa-
rrollado a partir de 1908.
En contraposición con esta versión inmunitaria del nacimiento, Espo-
sito plantea una versión comunitaria que hace funcionar de modo positi-
vo al paradigma biopolítico: “antes que encerrar, anulándola, la ajenidad
dentro de un mismo cuerpo, biológico o político, el nacimiento vuelca al
mundo externo lo que está dentro del vientre materno. No incorpora, sino
que excorpora, exterioriza, vira hacia fuera. No presupone, ni impone,
sino que expone a alguien al acontecimiento de la existencia”.231
En tercer lugar, Esposito se propone revertir la carga semántica del
dispositivo inmunitario normalizador, para pasar de una “normativiza-
ción de la vida” a una “vitalización de la norma” que parece tener reso-
nancias con el tópico de la crítica a la “constitución legal” o “política” a
partir de la “constitución social”. Inspirándose en Spinoza, Esposito plan-
tea una particular relación entre norma y vida: “la norma ya no es, como
en el trascendentalismo moderno, aquello que desde fuera asigna al sujeto
derechos y deberes, permitiéndole lo que es lícito y vedándole lo que está
prohibido, sino la forma esencial que cobra la vida en la expresión de su
propio incontenible poder de existir”.232 Más adelante, y tomando ahora
inspiración en el tópico nietzscheano de la “gran salud”, plantea Esposi-
to una relación no inmunitaria (sino comunitaria) entre vida y norma: “la
normalidad biológica no consiste en la capacidad de impedir variaciones,
o incluso enfermedades del organismo, sino en integrarlas dentro de una
trama normativa distinta”.233
En síntesis, y para finalizar con esta aproximación de Esposito al para-
digma biopolítico, la relación entre vida y política podría tener un signo
positivo –y, por lo tanto, no inmunitario–, en cuanto se la plantee desde el
ámbito originario de la communitas, la que, a su vez, no debería ser enten-
dida a partir de la lógica identitaria y la metafísica del sujeto –como aquello
que sus miembros tienen en común, algo positivo, de lo que son propie-

230 Ibid., p. 278.


231 Ibid., p. 283.
232 Ibid., pp. 297-298.
233 Ibid., pp. 306-307.

155
tarios–, sino como el conjunto de lo que se mantiene unido por un deber,
por una deuda, por una obligación de dar (tal el significado de munus). La
comunidad, entonces, no debería ser pensada como un cuerpo donde los
individuos se integran en un individuo más grande, y tampoco como un
recíproco reconocimiento intersubjetivo en el que ellos se identifican por
reflejo confirmando su identidad inicial.234

234 Algo de esto está presente en las observaciones que Aristóteles le hace a la filosofía

política platónica. Véase en este capítulo el apartado “3. Las críticas de Aristóteles a la vida
en común de los guardianes”.

156
Capítulo III. Filosofía y ética

1. La filosofía práctica de Aristóteles:


la vida buena, el placer, el bien y la felicidad

El conjunto de textos aristotélicos reunidos bajo el título Ética a Nicómaco


gira en torno de la praxis. No es fácil comprender qué entiende Aristóteles
(384-322 a. C.) por praxis, y podemos suponer que el tema se le presenta
complicado en la medida en que cree necesario investigar y desarrollar los
argumentos reunidos en la Ética en los términos de lo que podríamos lla-
mar el nuevo campo disciplinario de la filosofía práctica. Veamos enton-
ces con algún detalle este punto.
La Ética a Nicómaco comienza, sin demasiadas vueltas, con una afir-
mación: “el bien (agathos) es aquello a lo que todas las cosas tienden”;
sin embargo, la afirmación pronto se tuerce sobre su eje “parece que hay
alguna diferencia entre los fines (telos)”.1 Todo lo que está en movimiento
se mueve en alguna dirección y tiene un sentido. De modo general, pode-
mos llamar “el bien” a esa dirección y “plenitud” o “fin” (telos) al sentido.
Se sigue de allí que no hay nada que no esté en movimiento salvo lo que
es pleno o acabado; es decir, aquello que ha logrado desplegar y llevar a
consumación la totalidad de sus potencialidades (recordemos que Aristó-
teles caracteriza el movimiento –kinesis– como la actualización o realiza-
ción de lo que está en potencia, es decir, el pasaje de la potencia al acto).
La reflexión aristotélica recorre el siguiente camino: presenta el bien
como aquello que ofrece dirección a todo tipo de movimiento y luego
disuelve la aparente unidad del bien en la multiplicidad de los fines (telos).
“Como hay muchas acciones (praxis), artes (tekhne) y ciencias (episteme),
resultan también muchos los fines (telos)” (1094 a 7-8). No hacemos refe-
rencia aquí al movimiento de las cosas en general sino al movimiento de
las cosas humanas. Y estas se pueden englobar dentro de tres grupos: lo
que es del orden de la ciencia (episteme), lo que es del orden del produ-

1
Aristóteles, Ética a Nicómaco, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1959.

157
cir (poiesis) y lo que es del orden del hacer (praxis). Si dejamos de lado
lo que es del orden de la ciencia y el producir y concentramos nuestra
atención en la praxis, cabe preguntarnos con Aristóteles “si existe algún
fin (telos) de nuestros actos (praxis) que queramos por él mismo y los
demás por él”. Si tal fin existiese, sería “lo bueno (agathos) y lo mejor
(aristos)”. Como se podrá advertir, Aristóteles expone sus argumentos con
mucha cautela; se limita a presentar la inquietante posibilidad que plan-
tea la hipotética no existencia de ese fin: si eligiéramos todo por otra cosa
en una cadena interminable de medios y fines sin un fin último que diera
sentido a la serie, “el deseo (orexis) sería vacío y vano” (1094 a 18-22). El
movimiento de la ciencia apunta hacia lo que no puede ser de otra mane-
ra que como es y su sentido es lo necesario y eterno; el movimiento de la
producción apunta hacia la obra y la obra producida constituye su senti-
do. ¿A qué apunta la praxis cuyo movimiento tiene su fuerza impulsora
(dynamis) en el deseo (orexis)?
En el libro vi de la Ética, Aristóteles establece una clara diferencia
entre aquellos tres grupos de asuntos que engloban el movimiento de las
cosas humanas: la ciencia, la producción y la acción. La ciencia (episteme)
tiene por objeto lo que “no puede ser de otra manera”, es decir, lo “necesa-
rio” (1139 b 21-23); la producción y la acción, en cambio, tienen por obje-
to lo que puede “ser de otra manera”. Y, puesto que ambas comparten este
ámbito de objetos o sectores de la realidad, es muy importante establecer
una diferencia entre ellas. Podríamos decir que toda la intencionalidad de
la filosofía práctica aristotélica está puesta en no confundir la producción
con la acción. La producción (poiesis) tiene un tipo o forma de conoci-
miento que le es propia, la técnica (tekhne): “toda técnica versa sobre el
llegar a ser (genesis), y sobre el idear y considerar cómo puede producir-
se o llegar a ser algo de lo que es susceptible tanto de ser como de no ser
y cuyo principio (arkhe) está en el que lo produce y no en lo producido”
(1140 a 11-14). Del mismo modo, la acción (praxis) tiene un tipo o for-
ma de conocimiento que le es propia, la prudencia (phronesis), cuyo obje-
to es conocer “lo que es bueno (agathos) y malo (kakos) para el hombre”
(1140 b 5). Podríamos decir que la producción tiene por objeto lo bello
y lo útil (y su saber es la técnica), y la acción tiene por objeto lo bueno
(y su saber es la prudencia). Sin embargo, esta diferencia no es relevante
sino la que se observa en la relación que ambas tienen con el fin o sentido
(telos): mientras que “el fin de la producción es distinto de ella”, es decir,
el objeto producido, el fin de la acción (praxis) no es exterior o extraño a
la acción misma, “la buena actuación (eupraxis) misma es un fin” (1140 b
6-7). No sin cierto anacronismo, podríamos decir que el resultado o fin de

158
la producción es exterior al agente (agente que, por otra parte, es el princi-
pio de la producción), mientras que el resultado o fin de la praxis es inte-
rior al agente (se advertirá aquí una clara resonancia de las observaciones
que hace Marx sobre la alienación del trabajador).
Retornemos ahora al libro i. La filosofía práctica se propone indagar si
existe o no alguna perfección o sentido último (telos) que oriente el deseo
(orexis) de modo tal que la vida humana adquiera consistencia y no se disi-
pe sin rumbo siguiendo los impulsos y los ritmos del placer y el dolor. La
filosofía práctica tiene dos niveles, uno de carácter general y abarcador,
la filosofía política, y otro de menor alcance que está contenido dentro de
la política, la ética: la investigación aristotélica que constituye el conteni-
do de la Ética a Nicómaco es “una cierta disciplina política” (1094 b 11).
Ahora bien, ¿con qué rigor se puede investigar el objeto de la filosofía
práctica? Recordemos que la pregunta aristotélica es si habrá o no algún
sentido último que le dé orientación a la praxis. Y la praxis, como hemos
visto más arriba, tiene por objeto lo que puede ser de otra manera. Dicho en
otros términos, lo propio de la praxis es la variación, la diferencia, la mul-
tiplicidad. De modo que, sobre algo cuya naturaleza es variable, no puede
haber un conocimiento que tenga el mismo rigor que permite o requiere el
conocimiento de las cosas invariantes, es decir, necesarias: “es propio del
hombre instruido buscar la exactitud en cada género de conocimientos en
la medida en que lo admite la naturaleza del asunto” (1094 b 24-25). Habrá
también que establecer quién puede ser discípulo o interlocutor en este tipo
de investigación que es propio de la filosofía práctica: “el joven (neos) no
es discípulo apropiado para la política, ya que no tiene experiencia de las
acciones de la vida (bion praxeon)” (1095 a 3-4); es decir, su vida prácti-
ca tiene escaso desarrollo en razón de la brevedad o inmadurez de su vida
vivida. Además, el joven, “por dejarse llevar por sus sentimientos (pathos),
aprenderá en vano y sin provecho, puesto que el fin (telos) de la política
no es el conocimiento (gnosis), sino la acción (praxis)” (1095 a 4-6). Ten-
gamos presente que el sentido de la palabra pathos es, dentro del contexto
aristotélico, el de pasividad, y el asunto de la política –y de la ética– es la
acción (praxis). Entonces, para quienes se dejan llevar por el pathos y tie-
nen un carácter (ethos) inmaduro, el conocimiento (gnosis) resulta inútil,
del mismo modo que lo es para los intemperantes o impulsivos (akrates)
que no dominan sus pasiones.
Tenemos en este lugar del texto la primera aparición de la palabra “éti-
ca”, ethos, con el significado de “carácter”. ¿Qué es el “carácter” (ethos)
que, estando inmaduro como es el caso de quien procura “todas las cosas
de acuerdo con la pasión”, no permite ser buen discípulo o interlocutor

159
cuando se trata de la filosofía práctica? La respuesta es simple: el carác-
ter es la nota distintiva que singulariza o caracteriza un modo de actuar
(praxis) y le da cierta consistencia. Entonces, quienes se dejan llevar por
la pasión responden (pasionalmente, en el sentido de pasivamente) a los
impulsos que les vienen del exterior de acuerdo con el principio de placer
y dolor; consiguientemente, no tienen un modo característico de actuar y,
al no haber una regularidad en su praxis, es imposible encontrar allí nin-
guna generalidad o hacer alguna observación que tenga alcance general.
En cambio, para “los que encauzan sus deseos (orexis) y acciones (praxis)
según la razón (logos), el saber acerca de estas cosas será muy provechoso”
(1095 a 10-12). En el capítulo II, en el que analizábamos y comentábamos
la Política de Aristóteles, hacíamos la siguiente aclaración:

[…] si el hombre es un viviente político, lo es en la misma medida en


que es también un viviente que tiene palabra (logos). En esto, el viviente
humano difiere de otros vivientes gregarios que hacen comunidad solo a
través de la voz (phone) mediante la que significan el dolor y el placer.
La comunidad del viviente humano, en cambio, está basada sobre el
logos que significa el bien y el mal, lo justo y lo injusto: “la comunidad
(koinonia) de estas cosas es lo que constituye la casa (oikos) y la ciudad
(polis)” (1253 a 18). Dicho en otros términos, el viviente humano es a la
vez viviente político y viviente que tiene logos en la medida en que es un
viviente comunitario, puesto que la polis es una forma de vida en común
y el logos comunica sentidos y significados compartidos respecto de las
orientaciones básicas que permiten el desarrollo de la vida. Mediante la
sensación de dolor y placer, la vida escapa de lo que le resulta perjudicial
y se aproxima a lo que la beneficia; pero la vida humana transforma esa
experiencia primaria y compartida con todos los vivientes en una expe-
riencia exclusivamente humana de lo conveniente y lo dañoso, lo justo
y lo injusto, el bien y el mal. Es precisamente el logos lo que pone al
viviente humano fuera de la esfera de pura interioridad en la que están
encerrados el resto de los vivientes que solo disponen de la phone para
mostrar o exteriorizar el dolor o el placer que sienten internamente.2

Sigamos avanzando en el texto. Todo lo que se mueve lo hace en dirección


al bien (o, para ser más precisos, a algún bien), y el bien que la praxis polí-
tica (y la praxis ética que es parte de ella o que está contenida dentro de

2 Véase en el capítulo ii el apartado “2. Las formas de la comunidad en la Política de

Aristóteles”, pp. 90-91.

160
su ámbito) persigue es la felicidad (eudaimonia). Sin embargo, “felicidad”
es solo una palabra en la que todos pueden estar de acuerdo en la medi-
da en que es posible establecer una equivalencia entre vivir bien (eu-zoe),
obrar o actuar bien (eu-praxis) y ser feliz (eu-daimonia) (1095 a 19-20). De
estos tres términos, hay dos que constituyen el objeto de la investigación:
la praxis y la eudaimonia. El restante, la vida (zoe/bios), podemos tomar-
lo como punto de partida para la investigación. ¿De qué modos se ordena
la vida en la dirección del bien y del sentido último (telos) que nombra-
mos con la palabra eudaimonia?
Aristóteles establece tres posibilidades o modos: la vida voluptuosa
(cuyo sentido es el placer, hedone), la vida política (cuyo sentido es el reco-
nocimiento o el honor, time) y la vida teorética o contemplativa (cuyo senti-
do es la verdad, aletheia). Descarta la posibilidad de que la vida voluptuosa,
cuyo sentido es el placer, pueda llevar hacia esa forma de realización plena
que llamamos eudaimonia, porque es una forma degradada de vida en el
sentido de que rebaja la vida (bios) humana al plano de la vida (zoe) animal.
Descarta también la vida política, cuyo sentido es el honor o la estimación,
porque lo que llamamos eudaimonia es un bien “propio y difícil de arre-
batar” y el honor o la estimación es un bien inconstante que depende de
quien nos lo concede. Descarta también, al pasar, la vida de los negocios
(khrematikon) cuyo sentido es la riqueza (ploutos), porque la riqueza es un
medio y no un fin. Queda la vida teorética como posible camino hacia la
eudaimonia (que será examinada en el libro x; 1095 b 14-1096 a 10).
Resulta un poco sorprendente que siendo la filosofía práctica que lla-
mamos ética una parte de la filosofía práctica que llamamos política, y que
después de haber sostenido Aristóteles que el bien de la polis es más grande
y más perfecto que el bien de cada uno (libro i, § 2), sostenga ahora que la
eudaimonia solo es alcanzable en la vida teorética y no en la vida políti-
ca. La eudaimonia constituye el sentido de la praxis y la vida teorética es
la que hace posible su realización pero encierra la paradoja de que se trata
de un modo de vida en el que el hombre se realiza o perfecciona no como
hombre sino como algo mejor que el hombre: “tal vida (bios) sería dema-
siado excelente para el hombre (anthropos). En cuanto hombre no vivi-
rá de esta manera, sino en cuanto hay en él algo divino (theion)” (1177 b
27-29). Con mayor claridad todavía: “la vida de los dioses es toda feliz;
la de los hombres, lo es en la medida en que tienen cierta semejanza con la
actividad divina; y de los demás seres vivos (zoe) ninguno tiene la felicidad
porque no participan en modo alguno de la contemplación” (1178 b 26-29).
En el comienzo de su indagación sobre la filosofía práctica, Aristóteles
había establecido una relación entre aquello que llamamos “bien” (y le da

161
dirección al movimiento) y aquello que llamamos “fin” (y le da sentido).
Ahora, retoma ese argumento y le da mayor precisión. En la medida en que
“el bien se dice de tantos modos como el ente” (1096 a 23-24) –y en esto
Aristóteles discrepa abiertamente con Platón–, y que es distinto en cada
actividad (praxis) y en cada arte (tekhne), lo que esos “bienes” tienen en
común es su relación con el fin que permiten alcanzar o realizar (o, como
decíamos, los bienes son buenos porque se dirigen al fin que les da senti-
do). Pero, en la medida en que hay muchos fines, habrá que indagar si es
posible que haya alguno que sea más perfecto (teleioteron): un fin final, un
fin o sentido último, más allá del cual no cabría esperar otro. Como había-
mos dicho, ese sentido último o fin final es la eudaimonia (1097 a 15-35).
El bien que buscamos como sentido (telos) último debe reunir las cuali-
dades de ser acabado o perfecto (teleion) y, aun, el más perfecto (teleio-
teron) y suficiente (autarkeia; no confundir este término con autarkhia,
que significa “autodominio”). Aristóteles caracteriza la suficiencia como
aquello “que por sí solo hace deseable (‘elegible’ aireton) la vida (bios) y
no necesita de nada” (1097 b 15-16). De modo que, “la felicidad es algo
perfecto (teleion) y suficiente (autarkes), ya que es el fin (telos) de nues-
tros actos (praxis)” (1097 b 20-22). Con estos argumentos, Aristóteles ha
logrado establecer el lugar donde la eudaimonia puede ser encontrada. Sin
embargo, no sabemos todavía de qué se trata. Entonces, para darle mayor
precisión a la búsqueda, introduce una nueva pregunta: la pregunta por la
función (ergon) del hombre (1097 b 24-25).
La pregunta resulta un poco extraña si nos la planteamos desde un pun-
to de vista instrumental o, con mayor precisión, si nos planteamos desde un
punto de vista subjetivo esa instrumentalidad. Pero no es eso lo que Aris-
tóteles hace, sino que ubica la pregunta por la función del hombre sobre
el plano del movimiento de la naturaleza (fysis). Visto sobre o desde este
plano se puede observar que la función de vivir (zoe) no es propia o pri-
vativa (idion) del hombre sino compartida con las plantas (fyton). Se trata
de un plano general donde la vida se desarrolla y expande a través de las
funciones de nutrición (threptos) y crecimiento (auxe). Se puede observar
también que la vida toma la forma de la vida sensitiva (aisthesis), y sentir
es una función que la vida humana tiene en común con el caballo, el buey
y todos los vivientes (zoe). Se puede observar, finalmente, que hay “cierta
vida activa (praxis) propia del ente que tiene razón (logos)” y es allí don-
de hay que focalizar la búsqueda (1097 b 34-1098 a 4).
Ahora bien, describir al hombre como ente que tiene logos o, para
decirlo en términos más adecuados al punto de vista aristotélico –que con-
siste en observar el modo en el que la naturaleza (fysis) se desarrolla–,

162
describir al hombre como el lugar en el que el despliegue de la naturale-
za (fysis) hace o deja aparecer el logos, implica dos niveles funcionales:
el de obedecer al logos y el de poseerlo y pensar (dianoia) (1098 a 4-5).
Sobre esta base, Aristóteles está ahora en condiciones de afirmar que “el
bien (agathos) humano es una actividad (energueia) del alma conforme
a la virtud (arete), y si las virtudes son varias, conforme a la mejor (aris-
tos) y más perfecta (teleiotaten), y además en una vida entera (teleion)”
(1098 a 16-18). Téngase en cuenta que la palabra energueia utilizada aquí
por Aristóteles contiene como parte componente a la palabra ergon que
Aristóteles había utilizado más arriba: energueia es lo que tiene ergon; si
ergon significa “trabajo” o “función”, energueia significa “lo que está en
función o tiene función o trabajo”. Con el término energueia Aristóteles
expresa la actividad que es propia de aquello que es perfecto en su dife-
rencia con aquello que se mueve porque carece de perfección y se mueve
porque tiende hacia ella, porque busca alcanzarla.
Lo bueno se dice dentro de una escala gradual que tiene en su extre-
mo superior lo mejor; en griego “lo mejor” se dice aristos (superlativo de
agathos), y arete (que en castellano traducimos por “virtud”) es una sus-
tantivación de aristos. Las virtudes serían entonces las excelencias que le
permiten a algo que está en movimiento alcanzar el objetivo que lo mue-
ve (o, por el cual se mueve o es movido) que no es otro que su perfección
propia. En el hombre, se trata del logos. Pero, como decíamos, la presencia
del logos en el hombre implica dos funciones: la de persuadir (al deseo,
orexis) y la de pensar (dianoia). Entonces, habrá dos tipos de perfecciones
o virtudes adecuadas a cada una de esas funciones: las virtudes del carác-
ter (ethos) o virtudes éticas y las virtudes del entendimiento (dianoia) o
virtudes dianoéticas. Entre las primeras, Aristóteles enumera al pasar la
liberalidad y la templanza; entre las segundas, la sabiduría, la inteligencia
y la prudencia (1103 a 3-6). Así termina el libro i de la Ética a Nicómaco.
Veamos con mayor detalle el apartado 13 de este libro primero.
El alma (psykhe) –que dentro del sistema aristotélico es considerada
como principio de la vida– tiene dos partes, niveles o planos: uno, irra-
cional, o con mayor precisión aristotélica, sin logos (alogos) y otro con
logos. Como al pasar, Aristóteles advierte que la diferencia entre un plano
y otro pueda ser pensada como una diferencia en el modo de comprender
la cosa (el alma, en este caso) o como una diferencia en la cosa misma.
En el primer caso, ambos planos (con y sin logos) diferirían tanto como lo
cóncavo y lo convexo en la circunferencia; en el segundo, como las partes
del cuerpo y todo lo divisible (1102 a 26-32). Aristóteles no se detiene a
establecer una posición clara sobre este punto, pero resulta indudable que

163
su punto de vista es el primero y que el segundo se corresponde mejor con
la interpretación platónica (el dualismo). Ahora bien, el plano que no tiene
logos es, a su vez, doble: una parte es común (koinos) a todo lo viviente
y vegetativo y causa o responsable de las funciones vitales primarias de
nutrición y crecimiento. Su perfección o virtud (arete) es común a todos
los vivientes y no hay nada en esa función vegetativa que sea específica-
mente humano. Esta función vegetativa se manifiesta en el hombre en el
sueño (hypnos), que es “una inactividad (argia significa también reposo)
del alma en cuanto se dice buena (spoudaios) o mala (phaulos)” (1102 b
8-9). Nótese que los términos que utiliza aquí Aristóteles y que se tradu-
cen por “bueno” y “malo” no tienen connotación “moral” sino más bien
valorativa desde un punto de vista que podríamos llamar instrumental:
phaulos significa “de baja calidad”, “vil”, “ordinario” y tiene claras reso-
nancias sociales y políticas conforme con el punto de vista valorativo del
aristocratismo griego; spoudaios, en cambio, significa “diligente”, “rápi-
do”, “activo”, “útil”.
Como decíamos, el plano del alma que no tiene logos es doble: uno
es el vegetativo, el otro es el desiderativo (orexis) y no carece de puntos
de contacto con el logos: en el hombre que domina o gobierna sus impul-
sos, que es dueño de sí mismo (enkrates), el logos logra persuadir al deseo
(orexis) a seguir la dirección de lo mejor (beltistos, superlativo de agathos).
Lo opuesto sucede en el hombre que no se domina a sí mismo (akrates)
(1102 b 13-29). En síntesis, el plano del alma que no tiene logos se divi-
de en una parte que no tiene ningún vínculo con el logos (la parte vege-
tativa) y una parte que puede o no tenerlo, la parte apetitiva (epithymos)
o desiderativa (orexis). Tiene vínculo con el logos o “participa” (metexis)
de él, en la medida en que es dócil (katekoos) y obediente (peitharkhikoo)
(1102 b 29-32). Por su parte, el plano del alma que tiene logos también se
divide en dos partes: la que tiene logos en sí misma y la que lo tiene en
cuanto lo escucha como quien hace caso (akoustikon) al padre o sigue su
consejo (1103 a 1-3).

2. Calicles y Sócrates: el deseo, la justica y la conciencia moral

En la Apología de Sócrates, Platón (427-347 a. C.) le hace decir a Sócrates


que su alejamiento de la vida pública y, consecuentemente, su preferencia
por una vida privada alejada de la multitud, tiene por causa “algo divino
(theion) y demoníaco (daimonion)”; se trata de “una voz (phone) que sur-
ge, y cada vez que surge me disuade (apotrepo) de algo que estoy a punto

164
de hacer, jamás me impulsa (mello) a algo. Esto es lo que se ha opuesto a
que yo actuara en política” (31 c-d).3 Podemos reconocer en esa voz el sur-
gimiento de la conciencia moral. En la tercera parte del Gorgias,4 Platón
hace dialogar a Sócrates con Calicles, y ese surgimiento de la conciencia
moral nos resulta más claro en la medida en que su génesis es puesta en
contraposición con una conciencia no moral. Veamos de qué modos desa-
rrolla Platón su argumento.
La discusión entre Sócrates y Calicles tiene lugar en el Gorgias a par-
tir de 481 b 6 y gira en torno de una afirmación un poco extraña en la que
Polo, el anterior interlocutor de Sócrates, había quedado enredado: “es más
feo (aiskhion) cometer injustica que sufrirla” (482 d 8). La palabra clave
en esta afirmación es aiskhion que significa “feo” y, también, “vergonzo-
so” (reuniendo ambos significados, podría ser equivalente a “mal visto”).
Decíamos que la afirmación resulta extraña a los oídos de Calicles por-
que, como él sostiene en su réplica a Sócrates, “si hablas en serio y si lo
que dices resulta verdadero, ¿no sería la vida humana volteada (anatrepo,
poner cabeza abajo) entre nosotros y, al parecer, hacemos todo lo contrario
de lo que se debe?” (481 c 2-4). El sentido de lo que se está discutiendo
aquí nos lo aclara enseguida Calicles: “la naturaleza (fysis) y la ley (nomos)
son en muchos aspectos contradictorias (enanti, contrarias) entre sí” (482
e 5-6). De este conflicto o contrariedad resulta que “por naturaleza todo lo
que es peor (kakon) es también más feo (aiskhion, vergonzoso), como el
sufrir injusticia, pero por ley el cometerla” (483 a 7-8). Calicles sostiene
que lo propio del orden natural es conservar la vida; la naturaleza es ante
todo la fuerza que la dinamiza; es decir, la vida entendida como naturaleza
viviente. Y esa naturaleza viviente que busca conservarse necesita también
expandirse (se conserva expandiéndose). De allí que salir del propio lími-
te o no retroceder ante el límite es el modo en que la naturaleza busca lo
que es bueno (para ella) y, desde este punto de vista, resulta malo lo con-
trario: por un lado, hacer injusticia (adikei), por el otro, padecer injusticia
(adikesthai) (se utiliza aquí la voz activa y la voz pasiva del verbo). Calicles
lo dice en estos términos: “el sufrir injusticia no es un estado propio de un
varón (andros), sino de algún hombrecillo (andrapodou), para quien sería
mejor morir que vivir” (483 a 8-b 2). Sin embargo, aquello que es bueno
desde el punto de vista de la naturaleza, resulta malo y vergonzoso desde
el punto de vista de la ley, porque “son los hombres débiles (astheneis) y
la masa (polloi, los muchos) quienes establecen las leyes” (483 b 4-6) para

3 Platón, Apología de Sócrates, Buenos Aires, Eudeba, 1979.


4 Platón, Gorgias, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1980.

165
defenderse de aquello que los amenaza: de “los hombres más vigorosos
(erromenos) y capaces de tener más” (483 c 1-2). Lo justo según la natu-
raleza es que “el más fuerte (kreitto) gobierna (arkhein, manda, domina)
al más débil y tiene más” (483 d 5-6).
De lo anterior resulta que hay una forma de vida que sigue el curso del
orden natural y se vale de la retórica para darle forma al discurso (logos)
con la finalidad de lograr ser experto o experimentado (empeiron) en todo
aquello que se refiere a “los placeres (hedone) y deseos (epithymia) huma-
nos” (484 d 5-6). Hay otra forma de vida que, en sentido contrario, aleja
al hombre de esa experticia o experiencia y, “aunque sea de muy buena
naturaleza, llega a ser poco viril (andros), huyendo del interior de la ciu-
dad (polis) y de las plazas públicas (agora) […]; escondido en un rincón,
pasa el resto de su vida murmurando con tres o cuatro jóvenes, sin jamás
haber enunciado algo noble, grande y considerable” (485 d-e). Calicles se
refiere a la vida filosófica o vida contemplativa que aleja al hombre de la
vida práctica. Un poco más adelante y con una referencia evidente al pro-
ceso judicial en el que Sócrates es condenado a muerte, Calicles se pre-
gunta “¿cómo puede ser sabio (sophon) esto, que un arte (tekhne) que se
apoderó del hombre de buena naturaleza lo hizo peor, sin poder ayudarse
a sí mismo ni salvarse de los peligros más grandes?” (486 b 4-c), y con-
cluye su discurso con una clara crítica de la vida contemplativa: “termina
de refutar, ejercita la música de las acciones, y ejercita donde parecerás
comprender, dejando a otros estas cosas maravillosas […] a partir de las
cuales habitarás en casas (domois) vacías” (486 c 4-8). Aquí termina la
primera parte de la exposición de Calicles. Lo que sigue a continuación
es un intercambio discursivo con Sócrates en torno del siguiente interro-
gante: “de qué índole es conveniente que sea el hombre (andros)” y “qué
tiene que desear y hasta qué punto” (487 d 7-488 a 2).
Sócrates pide precisiones a Calicles respecto de qué se entiende por
lo justo según la naturaleza, puesto que si se trata de afirmar los derechos
de superioridad o supremacía de “el más fuerte” (kreitto) o de “el mejor”
(beltio, es comparativo de aghatos, bueno) o de “el más noble” (ameino,
también es comparativo de agathos) (488 b 2-5), habría que comenzar
por establecer qué se entiende por cada uno de estos términos. La argu-
mentación socrática sigue el curso de la ironía y termina en una confusa
(y absurda) asimilación de todos esos términos que indican superioridad
dentro de una escala de valoración, cuyos extremos son lo alto y lo bajo,
con un término que los engloba sobre el plano fáctico de la fuerza física:
“lo más robusto” (iskhyroteron) (488 c-d). Si se acepta esta equivalencia
–y Calicles parece aceptarla–, entonces la distinción entre naturaleza y ley

166
pierde sentido porque “las leyes de la mayoría son las leyes de los más fuer-
tes” (kreitos) en el sentido de la fuerza física o del vigor corporal y, con-
siguientemente, también de “los mejores” (beltion), de modo que lo justo
por naturaleza viene a coincidir con lo justo según la ley: “no solamente por
ley es más feo cometer injusticia que sufrirla y justo tener lo mismo, sino
también por naturaleza” (489 a 8-b 1). Cuando Calicles advierte la con-
fusión y, sobre todo, la trampa argumentativa en la que ha caído (o en la
que ha quedado enredado), se encarga de establecer una importante dife-
rencia entre el significado de poder (kratos) y el de fuerza física (somati
iskhyristhai): “los más fuertes (kreittous)” son “los que son comprensivos
(phronimoi) en cuanto a los asuntos de la ciudad […]; y no solo compren-
sivos, sino también valientes (andreia), para ser capaces de llevar a cabo
lo que piensan y no se cansen por la molicie de su alma” (491 b 1-4). El
derecho natural del más fuerte implica dos habilidades o disposiciones
prácticas: la phronesis o sabiduría práctica y la andreia o coraje; saber qué
hacer y cómo actuar y poder hacerlo. Ante los requerimientos de Sócrates,
Calicles sostiene que a estos hombres comprensivos y valientes “les corres-
ponde gobernar (arkhein, mandar, dominar) las ciudades” y que “lo justo
consiste en que estos, los gobernantes, tengan más (pleon ekhein) que los
otros, los gobernados” (491 d 1-3).
Llegada a este punto, la discusión entre Sócrates y Calicles toma un
giro inesperado: Sócrates pregunta si el gobernante se gobierna a sí mismo
o, dicho en otros términos, si quien ejerce un dominio, se domina a sí mis-
mo. La pregunta sorprende a Calicles y le resulta particularmente extraña
en la medida en que introduce una contrariedad en el hombre: algo en él
o dentro de él domina y algo resulta dominado; el hombre aparece aquí
como tensionado internamente por una relación de mando y obediencia.
Esta tensión es la que está en la base de la conciencia moral (y en la cons-
titución de una subjetividad moral). Mientras que, por un lado, Calicles
presenta una subjetividad no moral (en cuanto carece de autoconciencia
y, por lo tanto, de interioridad) volcada enteramente hacia el exterior (la
comunidad política y los usos retóricos del logos), Sócrates hace entrar
en escena la subjetividad moral, consciente de sí misma y volcada hacia
la interioridad. Si leemos este pasaje desde el horizonte teórico de la dia-
léctica del amo y el esclavo hegeliana, podemos reconocer en el planteo
de Calicles la figura de un amo que no retrocede ante la muerte, afirma
su deseo, es consciente solo de su deseo y lucha por el reconocimiento; y
podemos observar en el planteo de Sócrates la aparición del esclavo cons-
ciente de sí mismo, desdoblado o doblado sobre sí mismo, amo y esclavo
de su deseo. Gobernarse o dominarse (arkhonta) a sí mismo significa “ser

167
moderado (sophronas) y dominarse a sí mismo, gobernando los propios
placeres (hedone) y deseos (epythumia)” (491 d 11-e).
Calicles se resiste a aceptar este argumento (no podría ser feliz, eudai-
mon, el hombre que sea esclavo de alguien, aunque se trate de sí mismo o
de algo dentro de sí, 491 e 5-6) e insiste con el suyo: “quien quiere vivir
correctamente, debe dejar crecer sus deseos al máximo y no reprimirlos
(kolazo, contener, refrenar, castigar); debe ser capaz de satisfacer a estos
–por grandes que sean– mediante la valentía y la comprensión, y colmar-
los cada vez que el deseo nazca” (491 e 8-492 a 3). Calicles observa que
este modo de vida articulado en torno de la intensidad del deseo es impo-
sible para la mayoría (polloi), que por eso valora negativamente el desen-
freno o intemperancia (akolasia: literalmente, que no contiene o refrena,
kolazo); los otros, en cambio, que tienen una naturaleza diferente y gozan
del privilegio de ser poderosos (el contexto de este poder al que se refiere
Calicles es aquí de carácter político), no vivirían correctamente si se tra-
jeran “un amo para sí mismos, a saber, la ley (nomos) de la mayoría, la
regla (logos) y la censura (psogos, significa también reproche)” y serían
desdichados (492 b 6-8). La réplica de Sócrates vuelve sobre el argumen-
to dualista que había comenzado a presentar antes en torno del gobierno
o dominio de sí: hay en el hombre (en su alma, psykhe) una parte ligada
al deseo y a su dinamismo (“vacila de aquí para allá”), una parte del alma
que está esclavizada o muerta en la medida en que está atada por el cuer-
po (“el cuerpo –soma– es nuestra tumba –sema–”) siempre inestable (ata-
da al ciclo de la vida) y otra parte que está ligada a lo permanente (“lo que
siempre se presenta”) (493 a-d).
Ahora bien, ¿qué entienden Sócrates y Calicles por deseo y placer o
vivir conforme al deseo y al placer? Sócrates utiliza una imagen (eikona)
tomada de la escuela pitagórica (Platón escribió el Gorgias luego de su
primer viaje al sur de Italia y a Sicilia, sede de esa escuela, hacia los años
387-385 a. C.): la vida de los hombres es como un barril capaz de conte-
ner todo lo necesario, y siendo las fuentes que llenan los barriles escasas,
difieren los modos de vida de los moderados (sophron) y los desenfrenados
(akolastos) en que los primeros conservan intactos sus barriles (y conservan
su contenido), mientras que los segundos tienen sus barriles agujereados
(y no conservan su contenido). Mientras que los moderados alcanzan la
satisfacción de sus deseos, los desenfrenados están siempre insatisfechos.
Calicles se apoya en la misma imagen para sostener una opinión diferente
y opuesta: “para aquel que se llenó sus barriles ya no hay placer alguno,
sino que esto es […] vivir como una piedra, no tener ya ni alegría (khai-
ronta) ni pena (lupoumenon), una vez que todo está lleno. Sino que el vivir

168
placenteramente consiste en esto, que fluya (epirrein) lo más posible hacia
adentro” (493 d 5-494 b 2).5
La discusión entre Sócrates y Calicles respecto del deseo y las mane-
ras o modos de vivir continúa en torno de lo que podríamos llamar fisiolo-
gía del deseo. Sócrates afirma que el deseo tiene una naturaleza inestable
porque los términos o extremos de su movimiento, el placer (hedone) y el
dolor (lupe), se implican mutuamente: el placer no es más que la desapa-
rición del dolor y desaparece como placer una vez que el dolor ha desapa-
recido como quien tiene sed: se encuentra en una situación dolorosa que
experimenta como deseo (o impulso) de beber; este deseo impulsa a beber
y beber satisface el deseo, situación que se experimenta como placentera;
por último, ese placer de beber (que satisface el deseo) desaparece junto
con la satisfacción. Sócrates lo dice en estos términos: se trata de “algo
que el hombre pierde y posee al mismo tiempo” (496 c 1-2) y que, por lo
tanto, difiere de “lo bueno y lo malo” (el placer y el bien o lo bueno no se
identifican, así como tampoco el dolor y el mal o lo malo). En términos
más generales, “quienes viven bien (eu prattontas) se encuentran en un
estado contrario a quienes viven mal (kakos prattousin)” (495 e 2-3); en
cambio, “quien tiene pena se alegra al mismo tiempo [como] quien tiene
sed bebe” (496 e 6-8). Se advierte aquí que la crítica socrática del modo
de vida reivindicado por Calicles tiene como punto de apoyo la valoración
positiva de la estabilidad y la permanencia, mientras que Calicles reivin-
dica un modo de vida más bien inestable y fluyente caracterizado por las
tensiones y la competencia; por las relaciones de poder.
Un poco más adelante, esa misma discusión respecto del deseo y los
modos de vivir abandona el terreno de lo que podríamos llamar una físi-
ca del placer para situarse sobre el plano de una metafísica del bien. Si se
admite que hay placeres buenos y placeres malos (y lo mismo puede decir-
se de los dolores), entonces habrá que admitir que “el fin (telos) de todas
las acciones (praxis) es lo bueno y que todo lo demás debe ser llevado a la
práctica por aquello […]. Por lo bueno se debe practicar todo lo demás y
también lo placentero, pero no lo bueno por lo placentero” (499 e 8-500 a
3). Calicles no duda en aceptar este punto de vista puesto que había admi-
tido un poco antes que “unos placeres son mejores (beltious), pero otros,
peores (kheirous, de clase inferior)” (499 b 8). Pero la discusión ha entrado

5 Sobre este punto comenta Ángel J. Cappelletti: “el hedonismo de Calicles aparece

aquí como más próximo al de Aristipo y los cirenaicos que al de Epicuro y sus discípulos,
pues el verdadero placer es para él el placer en movimiento y no el que está en reposo”, trad.
del Gorgias, Buenos Aires, Eudeba, 1967, p. 302, n. 321.

169
en un nuevo terreno en el que la argumentación socrática irá dejando fuera
de juego las posibilidades de Calicles. Para determinar qué cosas son bue-
nas (o malas) hace falta un saber técnico o experto (500 a 6). Las posibi-
lidades que la discusión plantea respecto de ese saber son dos, la retórica
y la filosofía: por un lado, para la posición sostenida por Calicles la virtud
(arete) consiste en “satisfacer los deseos propios y los de los demás”; por
el otro, la posición socrática sostiene “que sería virtud satisfacer aquellos
deseos que hacen mejor al hombre” (503 c-d). Sin embargo, la argumen-
tación socrática ha dejado sin base las posibilidades de una retórica que
siga el curso del deseo y la física del placer: si es que la retórica preten-
de ser un saber técnico, deberá guiarse por el criterio metafísico del bien.
Podemos seguir la argumentación socrática a partir de 506 c 5: placer
y bien no son lo mismo; el placer se subordina al bien (o a lo bueno); lo
bueno depende de cierta perfección o virtud (arete); la virtud no se produ-
ce de modo azaroso (eike) sino por medio del orden (taxis), la corrección
(orthos) y el arte (tekhne); la armonía (kosmos) es mejor que la desarmonía,
y la armonía en el alma se logra a través de la moderación (sophrosyne).
De todo esto se sigue que el modo socrático de vivir implica “actuar de
tal modo que la justicia (dikaiosyne) y la moderación (sophrosyne) estén
presentes para quien se dispone a ser dichoso (makarios)”, y evitar que
“los deseos sean desenfrenados (akolastous)”, puesto que un hombre de
esa índole resulta incapaz de “vivir en comunidad (koinonia)” (507 d 8-e
6). En una formulación más precisa y sintética, Sócrates trae a colación la
opinión de los sabios (sophoi): “el cielo, la tierra, los dioses y los hombres
se mantienen por comunidad (koinonian), amistad (philian), orden (kos-
mioteta, orden armónico o buen orden), moderación (sophrosyne) y justi-
cia (dikaioteta), y que todo este conjunto se llama por ello orden (kosmon)
[…] no desorden (akosmian), ni tampoco desenfreno (akolasian)” (507
d 6-508 a 4). Aquí se advierte la utilidad de la filosofía (o la conveniencia
o superioridad de la vida filosófica respecto de los usos de la retórica que
venía proponiendo Calicles): para lograr ese orden armónico hace falta
corregir los excesos; en primer lugar, evitándolos (no cometer injusticia o
estimar que es preferible padecerla que cometerla); en segundo lugar, ser
castigado si se ha sido injusto (corregir el exceso, quitar lo que sobra para
restablecer la armonía) (508 a 8-509 c 5).
Del punto anterior se sigue que, frente al problema de la injusticia, se
abren dos posibilidades: la de evitar cometerla (que sería el mal mayor)
y la de evitar padecerla (que sería el mal menor). Sócrates se pregunta de
qué modo se podrían evitar ambos males y sus opciones se plantean entre
dos medios a disposición del hombre: la capacidad o poder (dynamis) y la

170
voluntad o propósito (boulesis) (509 d 2-3). El argumento es el siguiente:
padecer injusticia es un mal que no se puede evitar por el mero expediente
de no quererlo (bouletai); hace falta disponer de alguna fuerza o capacidad
(dynamis). Y lo mismo afirma Sócrates respecto de cometer injusticia: no
basta con no quererlo, hace falta disponer de alguna capacidad (dynamis)
y un arte o técnica (tekhne), pues “nadie quiere (boulomenon) cometer
injusticia, sino que todos la cometen involuntariamente (akontas, contra su
voluntad)” (509 e 5-7). Sócrates se pregunta luego por el arte o técnica que
permite no padecer o sufrir injusticia, y encuentra como respuesta o bien el
ejercicio del poder absoluto o bien el ser partidario del ordenamiento del
poder vigente. Es decir: mandar o dominar uno mismo como tirano o estar
asociado a otro que lo sea. Luego se pregunta si esa misma respuesta se
puede aplicar al interrogante por el arte o técnica de no cometer injusticia
y encuentra que esto resulta imposible puesto que su intención u objetivo
será el de “ser capaz de cometer las mayores injusticias y, cometiéndolas,
no sufrir castigo” (510 e 7-8), puesto que en eso consiste el ejercicio del
poder absoluto, es decir, la tiranía.
Llegado a este punto, Sócrates avanza por un nuevo camino: estable-
ce una diferencia entre las artes o técnicas que les permiten a los hombres
vivir el mayor tiempo posible evitando los peligros (incluye aquí la retó-
rica tal y como la había presentado Calicles “que nos salva de los tribuna-
les”) (511 b 7-c 3) y las que tienen un objetivo superior o más noble, vivir
mejor. De un lado, las actividades o procedimientos que se asocian con el
placer (hedone); del otro, las que se vinculan con lo mejor (beltiston), no
buscando la complacencia o el agrado sino luchando enérgicamente con-
tra él (513 d 1-5). El sentido de esta “lucha”, su alcance y ámbito de desa-
rrollo se aclara un poco más adelante: se trata de “cambiar (metabibazein)
los deseos (epithymias) y no permitirlos (me epitrepein), persuadiendo
(peithontes) y obteniendo a la fuerza (biazomenoi) aquello por lo cual los
ciudadanos se [disponen] a ser mejores (ameinous)” (517 b 5-7).
Sin embargo, ese sentido no resulta suficientemente explícito o visi-
ble. Entonces, Sócrates apela a un nuevo y último recurso: el relato esca-
tológico que cierra el texto (523 a 3-527 e 7); relato que Sócrates presenta
como teniendo la consistencia de un relato verdadero (logos) y no de una
mera fantasía poética o religiosa (mytho). Se trata del destino de las almas
después de la muerte, de su permanencia o inmortalidad. No abordaremos
aquí los detalles de este relato escatológico, nos bastará con recordar que
eskhatos significa extremo, lejano, lo que está en el borde y hace límite.
Entonces, se comprende que el sentido de la lucha contra el deseo que
Sócrates presenta como modo de vida (virtuoso) en contraposición con la

171
afirmación del modo de vida que reivindica Calicles y que gira en torno
del deseo, solo se hace plenamente visible si se postula una otra vida más
allá de esta vida; una vida permanente y estable que sea la meta o lugar de
llegada en relación con la vida mudable y transitoria que nos vincula con
lo corpóreo (soma) y nos esclaviza o mata (sema); pues “la muerte (tha-
natos) no resulta otra cosa sino la separación (dialysis) de dos cosas, del
alma y del cuerpo” (524 b 2-4).

3. La interiorización del hombre: Nietzsche,


genealogista de la moral

En el año 1887 Friedrich Nietzsche (1844-1900) publica La genealogía


de la moral: un escrito polémico. La obra está compuesta por tres trata-
dos; aquí nos detendremos en el análisis del segundo de esos tratados, que
lleva por título “‘Culpa’, ‘mala conciencia’ y similares”; su contenido es
resumido por el propio Nietzsche en estos términos:

[…] ofrece la psicología de la conciencia (Gewissen, conciencia moral):


esta no es, como de ordinario se cree, “la voz de Dios en el hombre”, es el
instinto de la crueldad (der Instinkt der Grausamkeit), que revierte hacia
atrás cuando ya no puede seguir desahogándose hacia fuera. La crueldad,
descubierta aquí por vez primera como uno de los más antiguos trasfon-
dos de la cultura, con el que no se puede dejar de contar.6

El resumen que Nietzsche presenta de este contenido es fácil de compren-


der y podemos aceptar sin mayor dificultad la tesis que lo sostiene: pode-
mos leer en Freud cosas similares. Sin embargo, los detalles y los vaivenes
de los argumentos complican bastante la comprensión del texto y nuestras
posibilidades de aceptar o discutir las tesis que presenta. Intentaremos, en
lo que sigue, avanzar dentro de este ese territorio enmarañado.
En el origen de lo humano hay una violencia; para que el hombre sur-
ja de la animalidad que lo precede –y que, posiblemente, lo condicionará
siempre–, es necesario que a la fuerza de olvidar se le contraponga una
fuerza de la memoria. El hombre es “un animal al que le [es] lícito hacer
promesas”.7 En la contraposición de ambas fuerzas, el hombre o lo huma-
no se mantiene en un equilibrio muy inestable: por un lado, lo animal, la

6 Nietzsche, F., Ecce homo, Madrid, Alianza, 1978, pp. 109-110.


7 Nietzsche, F., La genealogía de la moral, Madrid, Alianza, 1975, § 1, p. 65.

172
fuerza del olvido, es la “mantenedora del orden anímico”8 puesto que hace
posible el flujo de la vida o su dinamismo (lo que Nietzsche llama “asimila-
ción anímica”).9 Es la condición de posibilidad del presente (del momento
temporal en el que se está y en el que las cosas están o se presentan). Por
otro lado, la fuerza de la memoria, que le da una orientación a ese flujo o
dinamismo vital: una memoria que compromete a la voluntad con la pro-
mesa grabada en la conciencia. Esta fuerza es la condición de posibilidad
del futuro (de ese momento del tiempo en el que no se está, pero al que se
quiere –promesa y compromiso– llegar).
Esas dos fuerzas en conflicto no parecen estar en el mismo nivel o en
el mismo plano: la fuerza del olvido parece ser una fuerza “natural” (puesto
que caracteriza todo lo animal y, también, lo animal en el hombre), mien-
tras que la fuerza de la memoria parece ser una fuerza “antinatural” (o, por
lo menos, “no natural”), puesto que caracteriza lo específicamente humano
que hay en el hombre: el ser un animal “calculable, regular, necesario”
que puede “responderse a sí mismo de su propia representación”.10 Este
animal responsable es el hombre y es el resultado de un largo proceso: a
este “trabajo del hombre sobre sí mismo”, Nietzsche lo nombra como “eti-
cidad de la costumbre” (Sittlichkeit der Sitte). Este animal responsable que
es el hombre es también el individuo soberano (souveräne Individuum), el
“individuo igual tan solo a sí mismo” que “ha vuelto a liberarse de la eti-
cidad de la costumbre”.11 Este individuo soberano que puede hacer pro-
mesas porque puede comprometerse, encuentra en ese poder su “instinto
dominante” y lo llama –con comprensible orgullo– su conciencia (Gewis-
sen, conciencia moral).12 Sin embargo, esa conciencia proviene de un pasa-
do más bien oscuro y salvaje: la memoria de la promesa y la memoria de
la voluntad que se compromete solo se logran cuando la fuerza del olvi-
do queda bloqueada por aquella fuerza contraria que actúa por medio del
dolor. Solo así se logra criar al animal humano (“estos instantáneos escla-
vos de los afectos y la concupiscencia”);13 operación de cría cuyo resulta-
do es la conciencia moral.
Es particularmente sugestiva la indicación que hace Nietzsche respecto
de la eticidad de la costumbre: antes y después de ella el hombre es libre;
primero como “animal” o “semianimal”, luego como “individuo soberano”.
8 Ibid., p. 66.
9 Ibid., p. 65.
10 Ibid., p. 67.
11 Ibid., § 2, p. 67.
12 Ibid., p. 68.
13 Ibid., § 3, p. 70.

173
Sin embargo, la producción genealógica del individuo soberano no es tan
sencilla: la eticidad de la costumbre y “la camisa de fuerza social” permi-
ten transformar el animal olvidadizo en un animal memorioso y calculable,
capaz de sujetarse a sus promesas y comprometer su voluntad por simple
sujeción social (la “camisa de fuerza”); sin embargo, en la medida en que
no es libre, en esa situación no le es lícito hacer promesas: está atado al
mandato social y es responsable ante la sociedad, pero no es soberano.14
Agreguemos a esa dificultad esta otra: el hombre se caracteriza no solo
por la conciencia (moral). Junto con ella aparecen también la conciencia de
la culpa (Bewusstsein der Schuld) y la mala conciencia (schlechte Gewis-
sen), cuyo origen –genealógico– Nietzsche lo encuentra en la relación de
intercambio entre acreedor y deudor.15 Es en esta relación de intercambio
donde adquieren su sentido más pleno la memoria y la promesa: la promesa
ata al deudor con su acreedor en términos contractuales: “el deudor, para
infundir confianza en su promesa de restitución […], para imponer den-
tro de sí a su conciencia (Gewissen) la restitución como un deber”, ofrece
algo suyo en garantía.16 Podríamos decirlo en estos términos: el deudor se
constituye a sí mismo en relación con una deuda; algo suyo no le pertene-
ce. Jugando con las palabras: su yo no es suyo. El deudor ofrece al acree-

14 Ibid., § 2.
15 Ibid., § 4, pp. 71-72. Antes de seguir a Nietzsche a lo largo de este complicado
camino genealógico, hagamos algunas precisiones que, seguramente, contribuirán a compli-
car un poco más las cosas. En castellano utilizamos el término “conciencia” para designar
dos cosas que en alemán se designan con los términos Gewissen (conciencia moral) y
Bewusstsein (mera conciencia o conciencia gnoseológica en la medida en que nos referimos
al hecho de ser conscientes de algo). Nietzsche utiliza la expresión Bewusstsein der Schuld
para referirse a la conciencia de culpa o deuda (en el sentido de conocimiento de la deuda
o como indicación del hecho de ser consciente de esa deuda y hasta podríamos decir como
reconocimiento o aceptación de una deuda) y la expresión schlechte Gewissen para referirse
a la mala conciencia como formato o matriz de la conciencia moral (en el sentido de una
conciencia que nos reclama o interpela por aquello que nos falta o por aquello en lo que
estamos en falta). En el desarrollo de los tres primeros apartados que están dedicados al sur-
gimiento de la conciencia moral y no de la mala conciencia (tal y como anuncia el título del
segundo tratado), Nietzsche utiliza el término Gewissen (y, en el texto que citamos antes de
Ecce homo, también utiliza el término Gewissen para referirse al contenido de este segundo
tratado). En su interesantísimo y documentado libro, a Paul Valadier le ha llamado la aten-
ción el hecho de que en los inicios de su abordaje del tema (la mala conciencia), Nietzsche
haga referencia a la conciencia moral y no a la mala conciencia: la conclusión que saca
Valadier es que “la mala conciencia no es más que una realidad secundaria, una deformación
morbosa de una realidad sana”. Valadier, P., Nietzsche y la crítica del cristianismo, Madrid,
Cristiandad, 1982, p. 203.
16 Ibid., § 5, p. 73.

174
dor algo suyo como garantía de pago y el acreedor se reserva el derecho de
hacer sufrir al deudor por medio de la pena (“un derecho a la crueldad”).
Se trata de “el goce causado por la violentación”.17
Lo importante aquí, más allá de la explicación que Nietzsche ofrece,
es observar el problema: el “indisociable engranaje de las ideas ‘culpa y
sufrimiento’” (Schuld und Leid).18 Sufrir por nuestra culpa o que la culpa
nos haga sufrir; esto que parece un dato de la experiencia que no requie-
re de mayor explicación, necesita ser explicado, puesto que no hay nada
en la culpa misma –en cuanto la culpa remite a una deuda– que implique
sufrimiento.
Volvamos a nuestro texto y, puntualmente, a ese extraño e indisociable
engranaje de “culpa y sufrimiento”. El acreedor perjudicado por un deu-
dor compensa el malestar o displacer que le produce el daño sufrido con
el bienestar que le ofrece el placer de hacer sufrir.19 Nietzsche califica este
placer de hacer sufrir como “contra goce” (Gegen-Genuss).20 La expresión
resulta un poco extraña por dos motivos: uno es que esperaríamos encontrar
el lugar “natural” del disfrute o goce en quien tiene la experiencia directa
del placer (es decir el cuerpo propio); otro es que aparece aquí en escena
una experiencia indirecta y, tal vez, invertida o contradictoria del placer, un
contra-placer (hay placer en el sufrimiento). Gozar del sufrimiento ajeno;
este es el modo en el que el acreedor cobra su deuda y restituye por com-
pensación el equilibrio contractual: puesto que ha sufrido un daño por
parte del deudor, ahora goza haciéndolo sufrir. Por este camino es posi-
ble comprender que se pueda gozar también en el sufrimiento propio: si el
acreedor puede convertir su sufrimiento en placer, bien podría el deudor
transformar su placer en sufrimiento. Nietzsche aclara que no se trata de
interpretar el sufrimiento como venganza en el sentido de la compensa-
ción por el perjuicio recibido (puesto que “la venganza misma […] remi-
te cabalmente al mismo problema: ‘¿cómo puede ser una satisfacción el
hacer sufrir?’”).21 Por el contrario, “la crueldad (Grausamkeit) constituye
en alto grado la gran alegría festiva de la humanidad más antigua”.22 “Sin
crueldad no hay fiesta: así lo enseña la más antigua, la más larga historia
del hombre.”23 Nietzsche nos presenta aquí un estadio muy antiguo de la

17 Ibid., § 5, p. 74.
18 Ibid., § 6, p. 74.
19 Ibid., § 6, pp. 74-75.
20 Ibid., p. 75.
21 Ibid.
22 Ibid.
23 Ibid., p. 76.

175
humanidad en el que podían estar juntos –y sin contradicción– la jovialidad
y la crueldad; una época en la que el género humano exhibía sin vergüenza
su maldad. Una época –o unas épocas: Nietzsche utiliza el término en plu-
ral– en la que no había aparecido el pesimismo. Antes, “la humanidad no
se avergonzaba aún de su crueldad”; después, se acrecienta “la vergüenza
del hombre ante el hombre”. Se trata ahora de una época de “moralización
y reblandecimiento enfermizo”.24 Antes, “no se podía prescindir de hacer
sufrir y se veía en ello un atractivo de primer rango”; después, “en estos
tiempos de ahora”, “el sufrimiento aparece siempre el primero en la lista
de los argumentos contra la existencia”.25 Es posible –argumenta Nietzs-
che– que antes el dolor no doliese tanto como ahora; y es posible también
que el placer en la crueldad subsista hoy bajo una forma sublimada y más
sutil (puesto que nuestra sensibilidad no toleraría las formas más crudas y
directas del dolor). El único sufrimiento que resulta verdaderamente into-
lerable es el “sufrimiento absurdo”.26
La culpa (deuda), entonces, “el sentimiento de la culpa (Schuld), de la
obligación personal”, tiene su origen en la relación de intercambio: “com-
pradores y vendedores”, “acreedores y deudores”.27 De acuerdo con esa
misma lógica “prehistórica” (es decir, anterior a la historia), la comunidad
y sus miembros se estructuran en una relación de acreedor y deudor; todo
aquel que causa un daño a la comunidad se convierte por ello mismo en
un deudor que merece un castigo: “la cólera del acreedor perjudicado, de
la comunidad, le devuelve al estado salvaje y sin ley, del que hasta ahora
estaba protegido”.28 Esta relación de equivalencias se modifica cuando el
poder de la comunidad (Gemeinwesen) se acrecienta y “deja de conceder
tanta importancia a las infracciones del individuo”.29 Cuando esto sucede,
comienza a separarse o distinguirse el delito del delincuente; la deuda del
deudor. En ese momento, las equivalencias se dan en el plano de las accio-
nes: a una acción dañosa corresponde una acción compensatoria.30 Aquí
encuentra Nietzsche el origen de la justicia y el principio que orienta su
desarrollo: en primer lugar, “el más antiguo e ingenuo canon moral de la
justicia”, que “toda cosa tiene su precio”, que “todo puede ser pagado”;31

24 Ibid., § 7, pp. 76-77.


25 Ibid., p. 77.
26 Ibid., pp. 77-78.
27 Ibid., § 8, p. 80.
28 Ibid., § 9, pp. 81-82.
29 Ibid., § 10, p. 82.
30 Ibid., pp. 82-83.
31 Ibid., § 8, p. 81.

176
en segundo lugar, la “autosupresión de la justicia”: la justicia “acaba por
hacer la vista gorda y dejar escapar al insolvente”.32 En ambos momen-
tos, la justicia es presentada por Nietzsche como una relación marcada
por la simetría y la asimetría: en el primer momento, se trata de “la buena
voluntad, entre hombres de poder aproximadamente igual, de ponerse de
acuerdo entre sí, […] y, con relación a los menos poderosos, de forzar a
un compromiso a esos hombres situados por debajo de uno mismo”.33 En
el segundo momento, la autosupresión de la justicia –es decir, la gracia–
constituye “el privilegio del más poderoso”.34
Con esta interpretación, Nietzsche sale al cruce de cierta opinión que
ubica el origen de la moral en el resentimiento (Ressentiment) para termi-
nar poniendo en inadecuada proximidad la justicia con la venganza. Nietzs-
che advierte allí el surgimiento de los afectos reactivos (el odio, la envidia,
el despecho, la sospecha, el rencor, la venganza) y estima positivamente el
valor biológico de esos afectos aunque, claro está, ese valor resulta infe-
rior al que tienen “los afectos auténticamente activos, como la ambición de
dominio, el ansia de posesión y semejantes”.35 Nietzsche pone de relieve
la importancia del “supremo punto de vista biológico” a la hora de tasar el
valor de “las situaciones de derecho”: estas últimas no son “más que situa-
ciones de excepción, que constituyen restricciones parciales de la auténtica
voluntad de vida, la cual tiende hacia el poder”. Esas situaciones de dere-
cho son “medios para crear unidades mayores de poder”. Por el contrario,
“un orden de derecho pensado como algo soberano y general, […] como
medio contra toda lucha en general, […] sería un principio hostil a la vida,
un orden destructor y disgregador del hombre, un atentado al porvenir del
hombre, un signo de cansancio, un camino tortuoso hacia la nada”.36
No resulta difícil establecer algunos puentes entre este pensamiento
de Nietzsche y el Calicles platónico: vida, poder, deseo, afectos, dominio,
fuerza, justicia, son términos de un lenguaje moral que se articula de mane-
ra extraña y peligrosa. Nietzsche es incisivo y hace que nos preguntemos
por los motivos de semejante extrañeza y peligrosidad. Avanzamos sobre
un territorio bastante oscuro e inexplorado. Sin embargo, podemos reconocer
algunas figuras entre las sombras: “el hombre activo, el hombre agresivo,
asaltador, está siempre cien pasos más cerca de la justicia que el hombre
32 Ibid., § 10, p. 83.
33 Ibid., § 8, p. 81.
34 Ibid., § 10, p. 83.
35 Die eigentlich aktiven Affekte, wie Herrschsucht, Habsucht und dergleichen. Ibid.,

§ 11, p. 84.
36 Ibid., § 11, p. 87.

177
reactivo”. Es allí, “en la esfera de los activos, fuertes, espontáneos, agre-
sivos” donde surge el derecho. ¿Podemos reconocer allí la conocida figura
del derecho del más fuerte? No es fácil dar una respuesta afirmativa (y tam-
poco es fácil dar una respuesta). Nietzsche utiliza el lenguaje de la biología
y el de la política pero habla de otra cosa (o intenta hacerlo): “histórica-
mente considerado, el derecho representa en la tierra […] la lucha precisa-
mente contra los sentimientos reactivos”. La esfera de la justicia implica
que “un poder más fuerte busca medios para poner fin, entre gentes más
débiles […] al insensato furor del resentimiento”.37 En la medida en que,
por medio de la ley, instituida por “la potestad suprema”, se establece que
“todas las infracciones y arbitrariedades” son “delito contra la ley”, en esa
misma medida, el resentimiento queda fuera de juego: se “aparta el sen-
timiento de sus súbditos del perjuicio inmediato producido por aquellos
delitos”; puesto que “solo a partir del establecimiento de la ley existen lo
‘justo’ y lo ‘injusto’”.38
Volvamos sobre lo dicho: Nietzsche utiliza un lenguaje que hace refe-
rencia a ciertas cosas o que se utiliza para hablar de ciertas cosas y le hace
decir otras cosas tal vez distintas. El lenguaje de la biología se usa para
hablar de la vida y el lenguaje de la política para hablar del poder; sin
embargo, en Nietzsche la vida y el poder no parecen ubicarse dentro de
esas tradiciones discursivas. ¿Dónde ubicarlos? Nietzsche nos da una pista
o nos ofrece un camino: en todas las cosas es posible –y necesario– estable-
cer una diferencia entre el componente sólido y duradero y el componente
fluido; entre el significado y el sentido; entre el origen y la finalidad. Por
ejemplo, respecto de la pena (Strafe), se confunde el origen con la finali-
dad; entonces, se dice que la pena ha sido creada o instituida (origen) con la
finalidad de tomar venganza, o de intimidar, o de castigar. Pero, al confun-
dir ambos planos o problemas (el del origen y el de la finalidad), se pierde
perspectiva y la genealogía resulta imposible. Por el contrario, lo que suce-
de es que “algo existente […] es interpretado una y otra vez, por un poder
superior a ello, en dirección a nuevos propósitos”. Dicho de modo general,
“todo acontecer en el mundo orgánico es un subyugar, un enseñorearse”
y “todo subyugar y un enseñorearse es un reinterpretar, un reajustar, en
los que, por necesidad, el ‘sentido’ anterior y la ‘finalidad’ anterior tienen
que quedar oscurecidos o incluso totalmente borrados”.39 Quien marca el
ritmo de este acontecer es la voluntad de poder: ella “se ha enseñoreado

37 Ibid., § 11, pp. 85-86.


38 Ibid., p. 86.
39 Ibid., § 12, p. 88.

178
de algo menos poderoso y ha impreso en ello, partiendo de sí misma, el
sentido de una función”.40 ¿Dónde hemos quedado ubicados? La respues-
ta es fácil: dentro del territorio de la voluntad de poder. ¿Qué se sigue de
allí? La respuesta no es tan fácil. El verdadero progressus, sostiene Nietzs-
che, “aparece siempre en forma de una voluntad y de un camino hacia un
poder más grande” y “se mide […] por la masa de todo lo que hubo que
sacrificarle; la humanidad en cuanto masa, sacrificada al florecimiento de
una única y más fuerte especie hombre –eso sería un progreso–”.41 ¿No
volvemos a sentirnos extrañados y en peligro?42
Nietzsche contrapone dos maneras de situarse dentro del acontecer
(Geschehens): “el absurdo mecanicista”, por un lado; “la voluntad de
poder”, por el otro,43 y caracteriza a esta última como esencia de la vida
en la que predominan “las fuerzas espontáneas, agresivas, invasoras, crea-
doras de nuevas interpretaciones, de nuevas direcciones y formas”, por

40 Den Sinn einer Funktion. Ibid., p. 88.


41 Ibid., p. 89.
42 Observemos estas cosas desde otro punto de vista. Valadier comenta que, una vez

descripto el proceso de producción (genealógica) del individuo soberano (parágrafos 1 a 3),


en los parágrafos siguientes (4 a 15), Nietzsche aborda el problema del surgimiento de la
justicia y los temas que le son concomitantes (“derecho, ley, castigo”) para afirmar que esa
esfera de la cultura “tiene su origen en las relaciones sociales de tipo contractual (acreedor-
deudor)” y que “la esfera del derecho no es invención de los débiles o de la debilidad, sino
de la fuerza capaz de querer la ley del contrato y de obligar al respeto de los compromisos”
(habría que relativizar entonces el paralelismo que hacíamos más arriba entre Calicles y
Nietzsche o hacer esa comparación con mayor cuidado). Valadier ubica el horizonte históri-
co social de esta situación en la que surge el derecho como el de “las sociedades primitivas
rudas, urgidas, para sobrevivir, a imponer a sus miembros un conjunto de obligaciones
tiránicas y horrorosas, que, sin embargo, no le deben nada a una voluntad morbosa de hacer
sufrir” (el sufrimiento sería aquí un medio –una mnemotécnica– y no un fin en sí mismo).
De todo esto resulta que “el advenimiento de la conciencia está sujeto a esta ruda disciplina”:
el individuo soberano atenta contra la cohesión del grupo y, sin embargo, es a través de la
conciencia como el grupo busca fortalecer su cohesión y, en la medida en que el surgimiento
de la conciencia se da dentro de un contexto en el que imperan “la crueldad y la barbarie”,
se puede concluir que la conciencia –de la que el individuo soberano hace su punto de
apoyo y es su motivo de orgullo– surge por medio del “rigor de la coacción social”. Para
volver a un punto anterior (“la mala conciencia no es más que una realidad secundaria, una
deformación morbosa de una realidad sana”): la conciencia moral surge dentro del contexto
de “una relación política de hombre a hombre” (y no de “una relación no política del hom-
bre con la naturaleza”); se trata de una “relación social” que provoca “una interiorización
sana en el individuo”. “Se llamará Gewissen a esta interiorización, y se la distinguirá de
la Bewusstsein, que no tiene ese carácter fundamental”. Valadier, P., op. cit., pp. 203-206.
43 Ibid., p. 89.

179
sobre las fuerzas reactivas que facilitan la adaptación.44 Tomemos esta
contraposición en términos metodológicos: “solo es definible aquello que
no tiene historia”.45 Esto significa que el concepto de algo que está suje-
to al devenir histórico –Nietzsche toma como ejemplo el análisis de “la
pena”– no se puede delimitar o definir dentro de “un sentido único”, sino
que su concepto se expresa como “una síntesis de ‘sentidos’”; de modo que
“la anterior historia” –de la pena, en este caso– “acaba por cristalizar en
una especie de unidad que es difícil de disolver, difícil de analizar y que,
subrayémoslo, resulta del todo indefinible”. En estadios anteriores de ese
desarrollo histórico, en cambio, “aquella síntesis de ‘sentidos’ aparece más
soluble y, también, más trastrocable”.46
La pena, entonces, aparece en escena “sobrecargada con utilidades
de toda índole” y Nietzsche encuentra que una de esas utilidades o senti-
dos resulta particularmente falsa respecto del análisis histórico o genea-
lógico: “la pena, se dice, poseería el valor de despertar en el culpable el
sentimiento de culpa, en la pena se busca el auténtico instrumentum de
esa reacción anímica denominada ‘mala conciencia’, ‘remordimiento de
conciencia’”.47 La evidencia histórica –o, en este caso, “prehistórica”–
muestra que, por el contrario, “el desarrollo del sentimiento de culpa fue
bloqueado de la manera más enérgica cabalmente por la pena –al menos
en lo que se refiere a las víctimas sobre las que se descargaba la potes-
tad punitiva–”.48 Nietzsche dibuja la siguiente ecuación: la pena implica
sufrimiento; la mala conciencia implica que el origen de ese sufrimiento
está en “nosotros” mismos (es decir, en “nuestra” interioridad) y llama
culpa a ese origen o causa; sin embargo, durante “los milenios anteriores
a la historia del hombre”, cuando esa interioridad no se había constituido
todavía, quien recibía una pena lo hacía como quien recibe “un fragmento
[…] de fatalidad” y “no sentía en ello ninguna ‘aflicción interna’ (innere
Pein) distinta de la que se siente cuando, de improviso, sobreviene algo no
calculado, un espantoso acontecimiento natural, un bloque de piedra que
cae y nos aplasta y contra el que no se puede luchar”.49 Dicho de modo
breve, la ecuación que aproxima la pena en cuanto sufrimiento a la mala
conciencia se puede descomponer en dos argumentos independientes: por
un lado, la experiencia de la pena se vive como fracaso (“algo ha salido
44 Ibid., p. 90.
45 Ibid., § 13, p. 91.
46 Ibid., p. 91.
47 Ibid., § 14, p. 92.
48 Ibid., p. 93.
49 Ibid., p. 94.

180
inesperadamente mal aquí”); por el otro, la experiencia de la pena se vive
como culpa (“yo no debí haber hecho esto”).50
Llegado a este punto, Nietzsche presenta su hipótesis respecto del
origen de la mala conciencia (schlechten Gewissens): surge allí donde y
cuando el hombre se encuentra encerrado “en el sortilegio de la sociedad y
de la paz”51 y, consecuentemente, quedan en suspenso “los instintos (Trie-
be) reguladores e inconscientemente (unbewusst) infalibles”, para guiar-
se ahora por la conciencia (Bewusstsein) “su órgano más miserable y más
expuesto a equivocarse”. Hemos llegado a la interiorización del hombre:
“todos los instintos (Instinkte) que no se desahogan hacia fuera se vuel-
ven hacia dentro”. Al cambiar la dirección de la fuerza –llámese pulsión o
instinto– que ponía en movimiento al hombre “salvaje, libre, vagabundo”,
esas fuerzas se vuelven contra “el poseedor de tales instintos (Instinkte)”.52
Nietzsche describe o enumera esas fuerzas en los siguientes términos: “la
enemistad, la crueldad, el placer en la persecución, en la agresión, en el
cambio, en la destrucción”.53
Se comprende bien la situación que Nietzsche está describiendo: cierta
fuerza (instintiva o pulsional) que permite al animal humano perseverar en
el ser a expensas del “exterior” se vuelve contra sí mismo y construye un
“interior”. No es tan fácil de comprender, sin embargo, la situación en la
que este cambio de dirección tiene lugar: la vida en común, la vida social,
“la organización estatal” (die staatliche Organisation) que se protege “con-
tra los viejos instintos de la libertad” mediante las penas que restringen esa
libertad.54 Según parece, se trata de la misma metodología que Nietzsche
había descripto al comienzo de este tratado segundo para posibilitar la cría
de un animal capaz de hacer promesas: por medio del dolor se logra forjar
una conciencia (Gewissen). Ahora, el mismo dolor (la pena) es utilizado
para un fin distinto: organizar la sociedad en cuanto límite externo de la
libertad (individual). En el primer caso o en la primera de esas situaciones,
la potencia educativa o formativa del dolor sirve para forjar el escenario
de la conciencia. En el segundo, el dolor funciona con una potencia edu-
cativa de otro nivel: forja ya no el escenario sino el ámbito cerrado de la
mala conciencia (schlechten Gewissens). Ahora bien, en el primer caso (se
trataba de “criar un animal”)55 el resultado final es el “individuo soberano”
50 Ibid., § 15, p. 94.
51 In den Bann der Gesellschaft und des Friedens. Ibid., § 16, p. 95.
52 Ibid., p. 96.
53 Ibid.
54 Ibid.
55 Ein Thier heranzüchten. Ibid., § 1, p. 65.

181
y, en el segundo (se trata ahora de domesticar –zähmen– a ese animal; es
decir, de separarlo violentamente de su pasado animal), el resultado final
es el surgimiento de “algo tan nuevo, profundo, inaudito, enigmático, con-
tradictorio y lleno de futuro”.56
La hipótesis nietzscheana sobre el origen de la mala conciencia tiene
dos presupuestos: primero, la mala conciencia no surge de un proceso gra-
dual (ni voluntario) sino de una ruptura o salto; segundo, la pérdida de la
libertad instintiva fue un acto de violencia (Gewaltakt). Detrás de esa vio-
lencia, Nietzsche ubica la figura mítica (y terrible) del Estado: “una horrible
tiranía”, “una maquinaria trituradora y desconsiderada”;57 un poder mortí-
fero y temible que hace recordar de un modo muy directo al dios mortal de
Hobbes, solo que el dios mortal de Hobbes es una construcción ficcional,
mientras que, detrás del Estado al que hace referencia Nietzsche, aparece
una figura real: “una horda cualquiera de rubios animales de presa, una
raza de conquistadores y de señores” que organiza el caos de las fuerzas y
le da forma orgánica (la parte en conexión con el todo).58

56 Ibid., p. 97.
57 Ibid., § 18, p. 98.
58 Ibid., p. 99. Recurramos una vez más al comentario de Valadier. La situación social

que Nietzsche está describiendo parece ser la siguiente: se trata del “paso de la horda a la
sociedad dotada de leyes y pacificada”; mientras que en la horda “el individuo es llevado por
el conjunto de las prescripciones, defendidas por la coacción externa e interna” (la eticidad
de la costumbre), ahora el escenario se transforma abruptamente y tiene la forma del Estado:
“en lugar de la violencia aceptada y comprendida del contrato, aparece la brutalidad de una
esclavitud sin compensación por parte de los nuevos ‘señores’”. Estos señores son temibles al
igual que aquellos acreedores que se hacían temer para mantener en la conciencia del deudor
la memoria de la deuda pero, a diferencia de ellos, son inconscientes: “son los artistas más
involuntarios (unfreiwilligsten), más inconscientes (unbewusstesten) que existen”. Nietzsche,
F., La genealogía de la moral, op. cit., § 17, p. 98. Valadier no duda en llamar a estos señores
“falsos señores” y hace más específica la diferencia entre un tipo de sociedad y otra: en la hor-
da no se reflexiona sobre “su propia ley interna, fundada en relaciones contractuales, capaces
de educar al individuo en la responsabilidad y en la memoria de su promesa”; ahora, vemos
surgir “un tipo de sociedad dotada de leyes, en las que el orden se impone sin posibilidad de
contrato”. Valadier establece una clara diferencia entre “el rigor del contrato” que “daba el
sentido de la deuda y despertaba a la responsabilidad” y “la violencia arbitraria” que “cambia
el sentido de la deuda (Schuld) en sentimientos de culpabilidad”; con esta transformación,
“la justa deuda se convierte en una falta”. La mala conciencia surge de una interiorización
del instinto de libertad; pero se trata de una “mala interiorización”, del surgimiento de “un
universo interior morboso” (“el esclavo reacciona contra la violencia arbitraria […] cons-
truyéndose un universo protegido de la violencia, pero todo él habitado, sin embargo, por
la amargura y la voluntad de venganza hacia los ‘señores’”). Se trata del instinto de libertad
vuelto contra su poseedor para desgarrarlo. Luego, Valadier se pregunta por el Estado al que
hace referencia Nietzsche en el parágrafo 17. Descarta que se trate de una referencia histórica

182
Nietzsche es plenamente consciente de la extrañeza que producen sus
descripciones genealógicas (se trata de algo “feo y doloroso”).59 Sin embar-
go, la aparición en escena de la voluntad de poder (der Wille zur Macht)
reclama del espectador que esté atento: la fuerza que somete al hombre es
la misma fuerza que el hombre utiliza para someterse a sí mismo. Nietzs-
che utiliza los siguientes términos: fuerza (Kraft), instinto de libertad (Ins-
tinkt der Freiheit), voluntad de poder: “esa fuerza constructora de estados”
es la misma que “reorientada hacia atrás […] se crea la mala conciencia
y construye ideales negativos”. Se trata, en ambos casos, de la voluntad
de poder; “solo que la materia sobre la que se desahoga la naturaleza con-
formadora y violentadora de esa fuerza es aquí justo el hombre mismo, su
entero, animalesco, viejo yo –y no, como en aquel fenómeno más gran-
de y más llamativo, el otro hombre, los otros hombres–”.60 La situación
descripta por Nietzsche resulta, como decíamos, extraña: mientras que la
fuerza se dirige hacia “afuera”, la alteridad es posible (puesto que su con-
dición de posibilidad es el dualismo); cuando la fuerza se reorienta hacia
sí misma, la alteridad queda en suspenso (o planteada como problema). Se
ha pasado del dualismo a la contradicción: la de quien se hace sufrir por
el placer de hacerse sufrir.61
El desarrollo de la mala conciencia encuentra una condición propicia
en la relación entre deudor y acreedor a la que Nietzsche había recurrido
para plantear el origen de la conciencia; solo que ahora esa relación se plan-
tea dentro de la cadena de las generaciones. En “los tiempos primitivos”, la
relación deudora de los hombres con sus antepasados está fundada en una
relación jurídica: todo lo que los hombres actuales tienen se lo deben a los
hombres del pasado y cuanto más tienen (en términos de poder), más deben
(también en términos de poder: el acreedor se torna más poderoso). En el
límite del desarrollo de esta relación, “el antepasado acaba necesariamente
por transfigurarse en un dios”.62 Demos relevancia a esta imagen: el poder
del antepasado crece, en esa relación deudora, en la medida en que crece el
poder de los descendientes. El deudor teme a ese poder porque en el límite
de su desarrollo los antepasados adquieren proporciones gigantescas y su

comprobable empíricamente; antes bien, Nietzsche alude al “fundamento del Estado” para
hacer referencia al paso de la horda primitiva a “las sociedades organizadas”: es aquí donde
la mala conciencia surge como “la invención de un mundo interior exorbitante, en el que el
individuo dirige contra sí mismo su instinto de libertad” (Valadier, P., op. cit., pp. 206-210).
59 Ibid., § 18, p. 99.
60 Ibid., pp. 99-100.
61 Ibid., p. 100.
62 Ibid., § 19, p. 102.

183
figura se transfigura: los antepasados se repliegan “hasta la oscuridad de
una temerosidad e irrepresentabilidad divinas”.63 De esto resulta que no es
dios quien da origen a la deuda sino la deuda (la relación deudora) la que
da origen a dios; pero, la condición deudora tiene su origen en “la ‘comu-
nidad’ basada en el parentesco de sangre”.64 Si estas son las condiciones
históricas de posibilidad para el desarrollo de la mala conciencia, cabría
suponer que ante “la incontenible decadencia de la fe en el Dios cristiano”
se dé también y de modo correlativo “una considerable decadencia de la
conciencia humana de culpa”.65 Sin embargo, lo que sucede es más bien lo
contrario: “con la moralización (Moralisirung) de los conceptos de culpa
y deber (Schuld und Pflicht), con su repliegue a la mala conciencia, se ha
hecho en verdad el ensayo de invertir la dirección del desarrollo que aca-
bamos de describir”.66 Culpa y deber se vuelven a la vez contra el deudor,
en la medida en que la deuda se hace impagable (la “pena eterna”) y con-
tra el acreedor, en la figura cristiana de “Dios mismo sacrificándose por
la culpa del hombre, Dios mismo pagándose a sí mismo” y, también, en la
devaluación de la existencia: “alejamiento nihilista de la existencia, deseo
de la nada o deseo de su ‘opuesto’, de ser-otro, budismo y similares”.67
En la presentación de este singular animal enfermizo que es el hombre,
Nietzsche recurre a la contraposición de dos bestialidades: la bestialidad
de la idea (Bestialität der Idee), por un lado, la bestia de la acción (Bestie
der That), por el otro. Se trata de una voluntad en conflicto con su propia
naturaleza: al no poder exteriorizar la crueldad, la interioriza y da origen con
ello a la mala conciencia; luego, interpreta el sufrimiento como deuda
con Dios y “todo no que se dice a sí mismo, a la naturaleza, a la naturali-
dad, a la realidad de su ser, lo proyecta fuera de sí como un sí, como algo
existente, corpóreo, real, como Dios”.68 Sin embargo, la relación entre el
hombre y Dios puede ser distinta: Nietzsche recurre al ejemplo de los dio-
ses griegos y del tipo de hombre que dio origen a esa “ficción poética”. A
diferencia del hombre europeo cristiano y moderno que constituye la sub-
jetividad en el interior de la mala conciencia, el hombre griego –Nietzs-
che se refiere al hombre homérico– recurre a los dioses “para mantener
alejada de sí a la ‘mala conciencia’”.69 En relación con el mal, el hombre

63 Ibid., p. 102.
64 Ibid., § 20, p. 103.
65 Ibid., p. 104.
66 Ibid., § 21, p. 104.
67 Ibid., pp. 104-105.
68 Ibid., § 22, pp. 105-106.
69 Ibid., § 23, p. 107.

184
griego piensa en términos de locura (Thorheit) o insensatez (Unverstand)
y no de pecado (Sünde): “los dioses servían entonces para justificar has-
ta cierto punto al hombre incluso en el mal” y, lo que es más importante,
“los dioses no asumían la pena (Strafe), sino, como es más noble, la culpa
(Schuld)”.70 Se trata aquí de una situación muy distinta a la planteada por
el dios cristiano: “Dios mismo sacrificándose por la culpa del hombre”.71
El resultado de este largo proceso de producción del animal humano
es el hombre moderno. En la mala conciencia confluyen todas las “incli-
naciones naturales” negadas o rechazadas; pero cabría pensar en la posibi-
lidad de que sucediese lo contrario: que confluyeran en la mala conciencia
las “inclinaciones innaturales”; es decir, los “ideales hostiles a la vida”,
“calumniadores del mundo”.72 Sin embargo, esa posibilidad resulta, según
Nietzsche, bastante improbable de ser realizada; lograr que pase del plano
de la posibilidad pensada al plano de la acción requiere de “espíritus forta-
lecidos por guerras y victorias, a quienes la conquista, la aventura, el peli-
gro e incluso el dolor se les haya convertido en una necesidad imperiosa”.73
No es difícil imaginar a quién se refiere Nietzsche. Tenemos un anticipo de
su figura, el individuo soberano;74 conocemos su nombre, el sobrehombre
(Übermensch); tenemos algunas de sus características tipológicas, es “el
hombre redentor, el hombre del gran amor y del gran desprecio, el espí-
ritu creador”;75 y sabemos cuál es su tarea, liberarnos de “la gran náusea
(grossen Ekel), de la voluntad de la nada (Willen zum Nichts), del nihilis-
mo (Nihilismus)”.76 Resulta un poco más difícil de imaginar cuáles –y, tal
vez, también quiénes– pueden ser esos sobrehombres en el concreto mun-
do en el que vivimos.

4. La crítica de Heidegger a la interpretación


nietzscheana del nihilismo

Entre los años 1936 y 1940, Heidegger (1889-1976) se dedicó al estudio y


la enseñanza sistemáticos del pensamiento de Nietzsche. En 1943 termi-
na de darle forma a la reflexión “La frase de Nietzsche ‘Dios ha muerto’”,

70 Ibid., p. 108.
71 Ibid., § 21, p. 105; citado más arriba.
72 Ibid., § 24, p. 109.
73 Ibid., p. 109.
74 Ibid., § 2.
75 Ibid., p. 109.
76 Ibid., p. 110.

185
que será incluida como texto en Holzwege (Sendas perdidas). Acompañe-
mos a Heidegger a lo largo de este texto.77
Como veremos, el interés de Heidegger está enfocado en lograr una
correcta ubicación del pensamiento de Nietzsche dentro de la historia de
la metafísica occidental. Ese interés surge de los acontecimientos históri-
cos que caracterizan los años treinta, de la apropiación que hace el nacio-
nalsocialismo de la herencia doctrinaria nietzscheana, especialmente de la
voluntad de poder, y surge también de la propia elaboración doctrinaria que
Heidegger realiza en torno de la crítica de la metafísica que él emprende.
Como veremos, Heidegger entiende la metafísica como consumación del
nihilismo. Y propone la superación del nihilismo por la vía de la formula-
ción explícita de la pregunta por el ser; pregunta extrañamente ausente en
esa larga historia de la metafísica.
Heidegger se ocupa de dejar bien en claro que el uso que hace del tér-
mino “metafísica” no se refiere a “la doctrina de un pensador”, sino a “la
verdad de lo ente (Seiende) como tal”.78 Entendida de este modo, cada fase
o momento del desarrollo histórico de la metafísica está determinada por
el camino que “el destino del ser (das Geschick des Seins)” va recorrien-
do en el despliegue de “la verdad sobre lo ente (Seiende)”.79 A través del
largo camino que recorre en su historia, el ser se muestra en lo que es (el
ente). Pero, al mostrarse como ente (lo que es), se oculta como ser (ente es
el participio de presente del verbo ser). Si consideramos que esa historia
está fuertemente determinada por el platonismo, entonces es posible hacer
la siguiente interpretación: el ser se muestra en la idea (que se constituye
como una suerte de núcleo duro y resistente de lo ente: lo que perdura);
pero la idea no pertenece al orden mundano de lo sensible (aistheton) sino
al orden trasmundano de lo inteligible (noeton). Lo ente está metafísica-
mente determinado: el más allá gobierna el más acá. Así comienza con el
platonismo una larga historia que va tejiendo su argumento dramático con
el cristianismo medieval primero y la modernidad racionalista y científica
después para terminar más tarde con la muerte de Dios. La frase de Nietzs-
che –“Dios ha muerto”– significa: “el mundo suprasensible carece de fuer-
za operante. No dispensa vida”.80 Así entendida, el alcance de la frase es el

77 En lo que sigue, utilizamos la edición en castellano de Losada, traducida por José

Rovira Armengol y la cotejamos con la traducción más reciente de Helena Cortés y Arturo
Leyte realizada para la edición de Alianza.
78 Heidegger, M., Sendas perdidas, Buenos Aires, Losada, 1979, “La frase de Nietzs-

che ‘Dios ha muerto’”, p. 174.


79 Ibid., p. 175.
80 Ibid., p. 180.

186
siguiente: la destitución, pérdida o caída de lo suprasensible termina en “lo
absurdo” (Sinnlos, sin sentido). En efecto, si el platonismo había logrado
ubicar el sentido de lo que llamamos realidad en lo inteligible y Nietzsche
nos ha mostrado que lo inteligible mismo logra tener sentido como estra-
tegia de huida frente a lo sensible, entonces habrá que buscar aquí, en el
más acá sensible, una nueva fuente de sentido. Sin embargo, en la medida
en que sensible e inteligible, más acá y más allá, son términos mutuamente
referenciales, la destitución de uno de ellos implica la del otro.81 Veamos
esto con mayor detalle.
En el lenguaje con el que Nietzsche describe la muerte de Dios (Hei-
degger cita completo el aforismo 125 de La gaya ciencia),82 Dios significa
“el mundo de las ideas y los ideales”, “el verdadero mundo, el mundo real
propiamente dicho”. Por contraposición, el mundo sensible es “el variable
y, por consiguiente el aparente, irreal”.83 La muerte de Dios significa que
el platonismo o, lo que viene a ser lo mismo, la metafísica, ha llegado a su
final. Y lo que Nietzsche encuentra en ese final es la nada: “nada (Nichts)
significa en este caso ausencia de un mundo suprasensible, obligatorio”.84
El movimiento de la nada, su ensanchamiento o extensión, eso es el nihi-
lismo (Nihilismus). Heidegger ubica a Nietzsche en la incómoda posición
de quien intenta reaccionar contra el platonismo para superarlo y queda
enredado en las telarañas de la metafísica. Por un lado, porque todo movi-
miento de reacción sigue “adherido a la esencia de aquello contra lo que se
pronuncia”.85 Pero, por otro lado, y esto es mucho más importante que lo
anterior, porque toda reacción se alimenta de la negación y, por lo tanto, de
la nada. ¿Cómo se niega la nada? ¿No estamos en una situación semejante
a la de Descartes? Dudando de la duda, Descartes funda el sujeto (cogito)
en el subjectum. Del mismo modo, negando la nada, Nietzsche –según la
lectura que hace Heidegger– funda el sujeto (sobrehombre) en la volun-
tad de poder (sin abandonar el subjectum). Sin embargo, no vayamos tan
rápido: habría que preguntarse “si el nombre de nihilismo pensado estric-
tamente en el sentido de la filosofía de Nietzsche tiene solo un significa-
do nihilista, es decir que lleve a la nada anuladora (nichtige Nichts)”.86
El nihilismo es algo más: es “el movimiento fundamental de la histo-
ria de Occidente” y, dicho todavía con mayor precisión, “el movimiento
81 Ibid., p. 174.
82 Nietzsche, F., La gaya ciencia, Buenos Aires, Ediciones del Mediodía, 1967.
83 Heidegger, M., op. cit., p. 180.
84 Ibid., p. 181.
85 Ibid., p. 180.
86 Ibid., p. 181.

187
histórico universal de los pueblos de la tierra lanzados al ámbito de poder
(Machtbereich) de la Edad Moderna”87 y, dicho de modo más grave, “pro-
pio de lo inquietante (Unheimlichkeit, siniestro, ominoso) de ese huésped
inquietante es que no pueda mencionar su propio origen (Herkunft)”.88 El
nihilismo nos inquieta en el sentido de impedirnos encontrar un lugar en
el que estar o permanecer, nos pone en movimiento sin que sea claro el
origen y mucho menos la finalidad de ese movimiento. Con la frase “Dios
ha muerto” toma forma la experiencia de un mundo que es el de la moder-
nidad, que culmina en el siglo xix y que recorrerá en toda su trayectoria el
siglo xx: “en el lugar de la desaparecida autoridad de Dios y del magisterio
de la Iglesia aparece la autoridad de la conciencia, se impone la autoridad
de la razón”.89 Lo que ha sucedido allí es que desaparece Dios del lugar
suprasensible pero no ha desaparecido el lugar suprasensible; es decir, se
mantiene “el ordo”, “el orden jerárquico de lo ente”.90 Sin embargo, el
nihilismo sigue su marcha y erosiona el orden metafísico del que se ali-
menta: “el dominio para la esencia (Wesen) y el acontecimiento (Ereignis)
del nihilismo es la metafísica misma”91 que sigue su marcha hasta entrar
en lo que Heidegger llama descomposición: “denominamos descomposi-
ción (Verwesung) a esta destrucción esencial de lo suprasensible”.92 Ese
movimiento nihilista de la metafísica seguirá su marcha, según Heidegger,
mientras se “prescinda de pensar en la localidad de la esencia del hombre
y aprehenderla en la verdad del ser (Sein)”.93
Todo esto es el nihilismo, pero ¿qué es el nihilismo? En esta pregun-
ta abrimos el juego de las palabras y abrimos el juego a las palabras, pues
¿cómo podría ser el nihilismo? ¿En qué sentido podría ser la nada? Vaya-
mos lentamente y preguntemos primero qué significa “nihilismo”. Esta
pregunta es la que se plantea Nietzsche y la siguiente es su respuesta: “que
los valores supremos se desvalorizan (entwerten)”.94 Heidegger retoma la
pregunta y la repuesta, y las interpreta. La desvalorización (Entwertung)
de los valores supremos no implica por sí misma que los valores en cuan-
to tales hayan desaparecido o dejado de ser, sino que han caído del lugar
en el que estaban. Dicho de otro modo, la caída o desvalorización de los

87 Ibid., pp. 181-182.


88 Ibid., p. 182.
89 Ibid., p. 183.
90 Ibid.
91 Ibid.
92 Ibid., p. 184.
93 Ibid.
94 Ibid.

188
valores que organizaban el mundo y le daban sentido dejan sin sentido a
ese mundo (el mundo organizado por esos valores), pero el mundo sigue
estando allí, aunque ese allí, sin relación con un allá (más allá), sea aho-
ra imposible de ubicar (dentro de una escala de valor). Entonces, Heide-
gger interpreta la interpretación de Nietzsche respecto del nihilismo en
estos términos: “reconoce que con la devaluación de los que hasta ahora
habían sido valores supremos, el mundo sigue siendo el mundo mismo y
que, ante todo, el mundo que se ha quedado sin valores tiene que proceder
ineluctablemente a una nueva posición de valores”.95 Y aquí se presenta
un punto particularmente crítico de la interpretación heideggeriana: la nue-
va posición de valores se transforma en “una transvaloración de todos los
valores (Umwertung aller Werte)”, y esta transvaloración sigue jugando
dentro del ámbito del nihilismo, lo pone al servicio de la transvaloración,
lo hace jugar en su beneficio.
De modo que en el uso del término “nihilismo”, Nietzsche apela a la
ambigüedad; o, siguiendo la interpretación heideggeriana, no logra salir
de ella: “por una parte, designa la mera devaluación de los valores supre-
mos anteriores, pero luego al mismo tiempo el absoluto contramovimiento
(Gegenbewegung) respecto de la devaluación”.96 A este nihilismo que se
afirma a través de la negación o que utiliza la negación como instrumento
de la afirmación, Nietzsche lo nombra nihilismo consumado (vollendete)
para diferenciarlo del nihilismo incompleto (unvollständig) que no logra
afirmarse o hacer pie dentro del torbellino producido por la desvaloriza-
ción de los valores supremos: “el no frente a los valores anteriores provie-
ne del sí a la nueva posición de valores. […] en el sí de la nueva posición
de valores se encierra un no rotundo”.97 El nihilismo incompleto, en cam-
bio, “aunque sustituye los anteriores valores con otros, los pone siempre
en el antiguo lugar que como dominio ideal de lo suprasensible se mantie-
ne libre, por así decir”.98
Heidegger encuentra a Nietzsche enredado en esta situación: “el nihi-
lismo, según la interpretación de Nietzsche, es siempre una historia en que
se trata de los valores”.99 De modo que habrá que indagar qué entiende
por “valor” y, sobre todo, “¿por qué su metafísica es la metafísica de los
valores?”.100 Pregunta decisiva en la interpretación heideggeriana pues-
95 Ibid., p. 185.
96 Ibid., p. 186.
97 Ibid.
98 Ibid., p. 187.
99 Ibid., p. 188.
100 Ibid., p. 189.

189
to que ubica a Nietzsche claramente dentro del ámbito de la metafísica
cuya superación pretende realizar. Nietzsche queda enredado en la ambi-
güedad metafísica: “la sublevación (Aufstand) del hombre moderno en la
absoluta dominación de la subjetividad (Subjektivität) dentro de la subje-
tidad (Subjektität) de lo ente”.101 ¿Qué significan estos juegos de palabras
y cuál es su alcance?
La metafísica –afirma Heidegger– “desde antiguo piensa lo ente como
hypokeimenon, como sub-iectum, respecto de su ser”. En el giro moderno
de la metafísica, “la ousia (entidad) del subjectum se convierte en subje-
tidad de la autoconciencia”; finalmente, con Nietzsche la subjetidad de la
autoconciencia toma la forma de la “voluntad de voluntad”.102 Amontone-
mos unas palabras más. La metafísica busca en la Edad Moderna lo mis-
mo que buscaba en la Antigüedad: “lo absolutamente indudable, lo cierto,
la certidumbre”; es decir, el hypokeimenon (en griego), el subjectum (en
latín), lo que está puesto debajo (hypo, sub) y sostiene a lo demás, lo que
permanece mientras algo cambia. De modo que “al buscar Descartes ese
subjectum en el camino previamente trazado por la metafísica encuentra,
pensando la verdad como certidumbre, el ego cogito en cuanto ego como
constantemente presente”. Entonces, “el ego sum pasa a ser el subjectum,
es decir, el sujeto (Subjekt) se convierte en autoconciencia. La subjetidad
del sujeto (die Subjektität des Subjekts) se determina a base de la certidum-
bre de esta conciencia”.103
Pasemos esto en limpio. Heidegger utiliza el término “subjetividad”
(Subjektivität) para nombrar lo que nosotros nombramos habitualmente
como sujeto, es decir, el yo (el ego del ego cogito); y utiliza el término
subjetidad (Subjektität) para nombrar el supuesto (subjectum) metafísi-
co. La metafísica es desde sus comienzos una búsqueda del subjectum
(subjetidad), y en su fase moderna encuentra el subjectum en el ego (sub-
jetividad). A este pasaje de la subjetidad a la subjetividad contribuye
la transformación o interpretación de la verdad como certeza: la verdad
pierde su significado griego de a-letheia (salir de lo oculto o del olvido);
adquiere la forma de la certidumbre (firmeza, seguridad), es decir, de
aquello de lo que no se puede dudar. La certidumbre –entendida, como
decíamos, en términos de certitudo: firmeza, solidez, permanencia– es a
la vez algo que pertenece al orden de la subjetidad o subjectum (puesto

101 Ibid., p. 186.


102 Ibid., p. 196. Sobre estos temas, véase en el capítulo i el apartado “8. Aristóteles:
los discursos del ser”.
103 Ibid., p. 198.

190
que permanece por debajo de todo aquello que la duda arroja al vacío y
se ofrece, por lo tanto, como fundamento) y al orden de la subjetividad
(puesto que esa permanencia es la del sujeto yoico). Tal vez ahora tenga-
mos un poco más claro qué significan estos juegos de palabras. Veamos
entonces cuáles son sus alcances.
“La metafísica moderna piensa, como metafísica de la subjetidad (Sub-
jektität), el ser de lo ente en el sentido de la voluntad (Wille).”104 Esta inter-
pretación puede parecer un poco arbitraria. Sin embargo, Heidegger pasa
del cogito cartesiano a la voluntad de poder nietzscheana a través de Leib-
niz (“el primero en pensar el subjectum como ens percipiens et appetens
–ente percipiente y apetente–”)105 y Kant (se refiere al “yo pienso” que
debe poder acompañar todas las representaciones).106 ¿Qué sucede en ese
tránsito? ¿Qué fuerzas se ponen allí en movimiento? La respuesta de Hei-
degger es clara: “en la esencia de la verdad como certidumbre (Gewißheit),
concebida esta como verdad de la subjetidad (Subjektität) y esta como ser
de lo ente, se oculta la justicia (Gerechtigkeit) experimentada a base de
justificación de la seguridad (Sicherheit)”.107 Heidegger tiende un puente
entre Descartes y Nietzsche: “así como en la metafísica de Nietzsche la
idea de valor es más fundamental que la idea fundamental de la certidum-
bre en la metafísica de Descartes […], así en la época de la consumación
de la metafísica occidental, en Nietzsche, la autocertidumbre de la subje-
tidad (Selbstgewißheit der Subjektität) se manifiesta como justificación de
la voluntad de poder en virtud de la justicia que rige el ser de lo ente”.108
Expliquemos esto un poco mejor. Está claro que entre Descartes y Nietzs-
che hay un abismo: uno piensa desde el horizonte de sentido de la raciona-
lidad y sus categorías (certeza, certidumbre racional de matriz matemática,
conocimiento racional dentro de la matriz sujeto/objeto), y el otro piensa
desde el horizonte de sentido de la vida y sus categorías (transvaloración,
voluntad de poder, arte, ficción, creatividad). Heidegger, como decíamos,
tiende un puente que cruza ese abismo y conecta sus bordes: ambos pen-
sadores piensan dentro del molde planteado por la metafísica; en ambos
casos se trata de la búsqueda y determinación del subjectum (la subjeti-
dad); solo que, en Descartes, el subjectum se encuentra a sí mismo en el
cogito (la subjetividad), y en Nietzsche, el subjectum se vuelve activo y

104 Ibid., p. 202.


105 Ibid., p. 203.
106 Ibid.
107 Ibid.
108 Ibid., p. 204.

191
dinámico y encuentra que la subjetivad (racional y consciente) le resulta
demasiado estrecha para contener su potencia expansiva y autoafirmativa.
En el párrafo anterior trabajamos unos argumentos de Heidegger que
apelan a la palabra “justicia” para interpretar la metafísica de Nietzsche
(o, podríamos decir con mayor rigor, el pensamiento de Nietzsche como
pensamiento metafísico). Heidegger aclara que no se trata de una concep-
tualización de la justicia en términos éticos o jurídicos sino, antes bien,
metafísicos: “la justicia (Gerechtigkeit) pensada por Nietzsche es la verdad
de lo ente, que es a la manera de la voluntad de poder”.109 Pero justamen-
te esa misma condición metafísica de su pensamiento le impide a Nietzs-
che pensar eso que piensa; es decir, pensarlo en profundidad. Ahora bien,
Heidegger ubica a Nietzsche dentro de la metafísica; podemos afirmar
que, procediendo de este modo, no hace justicia –ya que hablamos de jus-
ticia– al pensamiento de Nietzsche. Sin embargo, la intención manifiesta
de Heidegger es rescatarlo de la interpretación antropológica y existencia-
lista que lo banaliza: “todavía permanece oculto para nuestro pensamiento
cómo deba concebirse la relación esencial de la verdad de lo ente como
tal con la esencia del hombre en la metafísica en virtud de su esencia”; y
la causa de esa dificultad la encuentra Heidegger en el “predominio de la
antropología filosófica”. A partir de allí, el peor error o la peor injusticia
que se cometería al interpretar el pensamiento de Nietzsche es el de “tomar
la fórmula de la proposición de valor como testimonio de que Nietzsche
filosofa al modo existencial (existenziell)”.110
Recapitulemos. La metafísica de Nietzsche piensa el ser de lo ente
en términos de voluntad de poder. Esto implica la cuestión del valor y
esta cuestión es la que está presente en la interpretación del nihilismo en
su doble aspecto negativo y positivo a partir de la desvalorización de los
valores supremos: “con la conciencia (Bewußtsein) de que ‘Dios ha muer-
to’ comienza la conciencia de una radical transvaloración de los valores
supremos anteriores”.111 Es precisamente este el paso decisivo: a partir del
acontecimiento de la muerte de Dios y puesto sobre un nuevo y superador
horizonte de sentido, “la autoconciencia (Selbstbewußtsein), en que tiene
su esencia la mentalidad moderna, da con ello su último paso. Se quie-
re a sí misma como ejecutora de la absoluta voluntad de poder”.112 Claro
109 Ibid., p. 205. Véanse ciertas resonancias de estos temas en el apartado del capítulo i

“Dos versiones sobre Anaximandro: pensador del ser”.


110 Ibid., p. 206. Es decir, sin hacer referencia a la relación entre esa existencia, tomada

ónticamente, y el ser que posibilita y articula la apertura existenciaria de la existencia.


111 Ibid., p. 207.
112 Ibid., p. 208.

192
que, para dar ese paso, para superar el nihilismo incompleto mediante el
nihilismo consumado que es capaz de superarse a sí mismo por vía de la
transvaloración, es necesario que el hombre tal y como ha sido determi-
nado por la metafísica que llega a su consumación sea superado por una
nueva figura de lo humano: “el nombre para la figura esencial de la huma-
nidad que va más allá del tipo de hombre anterior se llama el sobrehom-
bre (Übermensch)”.113
Es aquí donde Heidegger ve aparecer el peligro: “de repente, y sobre
todo inadvertidamente, el hombre, a partir del ser de lo ente, se encuen-
tra colocado ante el problema de hacerse con el dominio de la tierra”.114
El nudo del problema está en la cláusula intercalada en medio de la ora-
ción: “a partir del ser de lo ente (aus dem Sein des Seienden)”. Heidegger
se pregunta por el ser. Sostiene que a Nietzsche ese pensamiento le quedó
oculto por la metafísica que no logra pensar el ser desde su propia verdad
o manifestación, sino que lo hace a partir del ente (pregunta al ente por su
ser y no al ser mismo). Sin embargo, “en todo ocultarse (verhüllen) impera
ya al mismo tiempo un aparecer (erscheinen)”.115 ¿Qué es lo que aparece
en el ocultar? Nada menos que el eterno retorno: “la existentia, propia de
la essentia de lo ente, es decir, de la voluntad de poder, es el eterno retor-
no de lo igual (Gleich)”.116 Heidegger vuelve con esto a un tópico sobre
el que se había detenido en páginas anteriores. Citemos aquí en extenso:

Como la voluntad quiere la superación de sí misma, no se da nunca por


satisfecha con la vida, por pletórica que esta sea. Su poder estriba en la
entrega, a saber, de sí misma. De ahí que vuelva constantemente a sí
como igual (gleich). El modo como existe la totalidad de lo ente, cuya
essentia es la voluntad de poder, su existentia, es el “eterno retorno de lo
igual (Gleich)”. Las dos frases fundamentales de la metafísica de Nietzs-
che: “voluntad de poder” y “eterno retorno de lo igual”, determinan lo
ente en su ser según aspectos que desde antiguo siguen siendo directivos
para la metafísica; el ens qua ens en el sentido de essentia y existentia.117

La metafísica piensa lo que es (lo ente) en una doble perspectiva: por un


lado, la de su esencia (el qué son los entes o las cosas, o lo que los entes o
113 Ibid.
114 Ibid. Véase en el capítulo i el apartado “3. Dos versiones sobre Anaximandro:
pensador del ser”, último párrafo.
115 Ibid., p. 209.
116 Ibid.
117 Ibid., p. 197.

193
las cosas son); por el otro, la de su existencia (el hecho de que las cosas son
o existen). Nietzsche reinterpreta lo ente desde su propia perspectiva pero,
de acuerdo con la interpretación de Heidegger, sin abandonar la metafísica
misma. En la particular metafísica nietzscheana, lo ente es o tiene su esen-
cia o la pone de manifiesto en cuanto voluntad de poder y existe en cuanto
retorna eternamente a sí mismo con el propósito de realizar-se en la igual-
dad o identidad de su esencia. La clave de esta interpretación heidegge-
riana del pensamiento del eterno retorno de Nietzsche está en la palabra
“igualdad”: si lo que la voluntad de poder quiere es el eterno retorno de lo
igual (Gleich), tal y como afirma Heidegger, entonces es clara la pertenen-
cia de Nietzsche a la tradición del pensamiento metafísico que aborda la
pregunta por el ser a partir del ente en la dirección de su adecuada corres-
pondencia (resuena aquí el principio de identidad formulado por Aristóte-
les). En cambio, si lo que quiere la voluntad de poder es el eterno retorno
de lo mismo (y no de lo igual), allí está implícita la posibilidad de la dife-
rencia. Lo ente retorna a sí mismo, difiriendo de sí mismo o, dicho en tér-
minos heideggerianos, el ser y el ente difieren (la diferencia ontológica).
Heidegger está interpretando la interpretación de Nietzsche y, sobre
todo, está interpretando la interpretación (la mala interpretación) y el uso
(el abuso) que se hizo (¿se hace?) de Nietzsche. “La esencia del sobrehom-
bre no es una patente para el delirio de una arbitrariedad. Es la ley, funda-
da en el ser mismo (im Sein selbst) […] para que el hombre pueda llegar a
madurar para lo ente (das Seiende), el cual en cuanto tal ente pertenece al
ser, ser que como voluntad de poder pone de manifiesto su esencia voliti-
va (Willenswesen) y mediante ese aparecer hace época, a saber, la última
época de la metafísica”.118 Suena aquí una advertencia, una voz de alarma,
se habla del “dominio sobre la tierra (der Herrschaft über die Erde)”.119
¿Sobre qué se está hablando y qué se está diciendo?
Se habla sobre la interpretación de la muerte de Dios como caída del
mundo suprasensible y se está diciendo que ese mundo que funcionaba
como meta (Ziele) y medida (Maße) del mundo sensible ya no condiciona
y determina “la esencia del hombre”, de modo que ahora, muerto Dios, se
podría pensar que “el dominio sobre lo ente pasa de Dios al hombre”.120
Sin embargo, Heidegger observa que no es este el alcance y el sentido que
Nietzsche le da a la voluntad de poder liberada ahora de la servidumbre
metafísica y teológica. Esto es así porque “el hombre no puede ponerse

118 Heidegger, M., op. cit., p. 210.


119 Ibid.
120 Ibid., p. 211.

194
nunca en el lugar de Dios”.121 Pero sí puede el hombre ocupar el lugar que
metafísicamente ocupaba Dios como creador y conservador de lo ente y
que ahora quedó vacío. Ese lugar es el de la subjetidad o fundamento (Sub-
jektität). Lo ente llega a ser real en cuanto objeto representado, es decir,
objetivado sobre la base del ego cogito (yo pienso); “sobre la base” sig-
nifica literalmente “subyacencia”, es decir, subjectum. De modo que “el
sujeto es sujeto para sí mismo (das Subjekt ist für sich selbst Subjekt)”
y “la esencia de la conciencia es la conciencia de sí mismo”.122 El hom-
bre toma conciencia de sí como subjectum o soporte de todo lo ente; “el
mundo se convierte en objeto” y la naturaleza solo puede aparecer como
“objeto de la técnica”.123
Pero “¿qué sucede con el ser?”, se pregunta Heidegger y se responde:
“con el ser no sucede nada (mit dem Sein ist es nichts)”.124 El ser se muestra
o desoculta en el ente, pero, al mostrarse o desocultarse de este modo, es
decir, en y como ente, se oculta como ser y en ese inevitable ocultamien-
to del ser Heidegger advierte la condición de posibilidad del pensamiento
metafísico y, también, el límite insuperable que plantea esa condición: la
irrupción del nihilismo. Heidegger no entiende por “nihilismo” lo mismo
que entiende Nietzsche (la caída de los valores supremos), lo interpreta en
términos de ocultamiento del ser. El ente es la nada del ser. El ser es en la
nada del ente. Siendo ente, el ser es nada como ser. El ente humano que es
doblemente subjetivo, en primer lugar por su condición de ente (subjetidad,
subjectum) y en segundo lugar por su condición de humano (subjetividad,
consciencia y autoconsciencia), se asegura a sí mismo como el ente que
es y, de este modo, se ve privado de la posibilidad de pensar el ser como
tal (y no como ente). En esa privación o, para decirlo más correctamente,
en esa negación, se manifiesta la nada.
Analizando la imagen presentada por Nietzsche de un Dios que ha
muerto porque el hombre lo ha matado, digamos en tres actos (beberse
el mar, borrar el horizonte, desencadenar la tierra de su sol),125 Heide-
gger arriba a la siguiente conclusión: “lo ente es absorbido, como objeti-
vo (Objektive), en la inmanencia de la subjetividad (Subjektivität)”;126 es
decir, lo ente se ha transformado en objeto (representado) para un sujeto

121 Ibid.
122 Ibid.
123 Ibid., p. 212.
124 Ibid., p. 214.
125 Véase Nietzsche, F., La gaya ciencia, Buenos Aires, Ediciones del Mediodía,

1967, § 125.
126 Heidegger, M., op. cit., p. 216.

195
(representante y representador). En la interpretación que Heidegger hace
de la interpretación nietzscheana del nihilismo, la muerte de Dios signi-
fica que la voluntad se ha liberado de la dominación metafísica y se ha
transmutado en voluntad de poder incondicionada, es decir, no sometida
a las condiciones que el trasmundo imponía a la voluntad. Sin embargo, y
pese a lo que Nietzsche pretende, con ello no se supera el nihilismo, cuyas
raíces son más profundas y se hunden en los orígenes mismos del pensa-
miento metafísico, aun antes de que ese pensamiento tomara forma acaba-
da en Platón y Aristóteles: “la historia del ser empieza, y necesariamente,
con el olvido (Vergessenheit) del ser”.127 De modo que la entera historia
del occidente europeo y, por extensión, mundial, está determinada por
este olvido del ser que constituye la condición de posibilidad del pensa-
miento metafísico y su límite: el nihilismo. En términos de Heidegger: “el
nihil del nihilismo significa que nada queda del ser”.128 Pero, entonces, la
historia de la metafísica no puede ser interpretada como la historia de un
error (Irrtum) (en clara alusión al conocido texto de Nietzsche publicado
en El ocaso de los ídolos),129 sino “el secreto impensado, a título de rete-
nido, del ser mismo”.130 Pero ese límite tiene paradójicamente, un carácter
positivo: en ese límite que presenta la nada o en el que la nada se presenta,
se abre la condición de posibilidad de que el ser se muestre por sí mismo
en su verdad. Habrá que estar dispuesto a aceptar “la esencia del misterio
(Geheimnisses) en que consiste la verdad del ser”.131
El texto de Heidegger termina con un retorno a Nietzsche: el loco,
alucinado o trastornado que anuncia las vicisitudes de la muerte de Dios
también proclama que busca a Dios y, en la medida en que busca a Dios,
se abre allí la posibilidad de un nuevo comienzo: “el pensar solo empieza
cuando nos enteramos de que la razón (Vernunft), tan glorificada durante
siglos, es la más porfiada enemiga del pensar (Denken)”.132

127 Ibid., p. 218.


128 Ibid.
129 Nietzsche, F., El ocaso de los ídolos. O cómo se filosofa con el martillo, Buenos

Aires, Siglo Veinte, 1976.


130 Heidegger, M., op. cit., p. 219.
131 Ibid. Véase en el capítulo i, “3. Dos versiones sobre Anaximandro: pensador del

ser”, la cita de Heidegger “el pensar tiene que poetizar en el enigma (Rätsel) del ser”.
132 Heidegger, M., op. cit., p. 221.

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Esta edición de 750 ejemplares
se terminó de imprimir en marzo de 2017,
en los talleres gráficos Altuna Impresores SRL,
Doblas 1968, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.

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