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De Canguilhem

a Foucault:
la fuerza de las normas
Pierre Macherey

Amorrortu editores
Buenos Aires - Madrid
Biblioteca de filosofía
De Canguilhem á Foucault: la forcé des normes, Pierre Macherey
© La Fabrique Éditions, 2009
Traducción: Horacio Pons
© Todos los derechos de la edición en castellano reservados por
Amorrortu editores S.A., Paraguay 1225, 7opiso - C1057AAS Bue­
nos Aires
Amorrortu editores España S.L., C/López de Hoyos 15, 3“ izquier­
da - 28006 Madrid
www.amorrortueditores.com

Queda hecho el depósito que previene la ley n° 11.723


Industria argentina. Made in Argentina
ISBN 978-950-518-395-1
ISBN 978-2-91-337296-2, París, edición original

Macherey, Pierre
De Canguilhem a Foucault: la fuerza de las normas. - 1“ ed.
- Buenos Aires : Amorrortu, 2011.
168 p . ; 20xl2cm. - (Filosofía)
Traducción de: Horacio Pons
ISBN 978-950-518-395-1
1. Filosofía. I. Pons, Horacio, trad. II. Título.
CDD 100

Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellane­


da, provincia de Buenos Aires, en noviembre de 2011.
Tirada de esta edición: 2.000 ejemplares.

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https://tinyurl.com/y9malmmm
índice general

9 Palabras preliminares

39 La filosofía de la ciencia de Georges


Canguilhem: epistemología e historia
de las ciencias

86 Para una historia natural de las normas

117 De Canguilhem a Canguilhem pasando


por Foucault

131 Georges Canguilhem: un estilo


de pensamiento

148 Normas vitales y normas sociales en el


Essai sur quelques problémes concernant
le normal et le pathologique
Palabras preliminares

Reunir en un volumen los cinco textos que si­


guen, como me lo propuso Eric Hazan, a quien co­
rresponde la iniciativa de esta publicación, no re­
sultaba tan evidente. En efecto, los artículos fue­
ron escritos en épocas muy diferentes: el primero
es de 1963 —acababa de terminar mi ciclo de estu­
dios— y el último de 1993, momento en el cual es­
taba cerca del final de mi carrera de investiga­
dor y docente de filosofía. Entre esas dos fechas
corrió mucha agua bajo los puentes; para ser sucin­
tos, digamos que hemos cambiado de época, y que
mi manera de trabajar, que me llevó a interesar­
me en ciertos problemas, a aplicarles modos de in­
dagación y reflexión que me eran propios, y a ex­
poner precisamente los resultados de esas investi­
gaciones bajo tal o cual modalidad, debió transfor­
marse con arreglo a un proceso que, sin duda, no
pude encauzar del todo a mi antojo, habida cuenta
de que en mis esfuerzos y anhelos personales in­
terfirieron incitaciones y determinaciones de todo
tipo —para no hablar de un condicionamiento—,
que no dependían de mí pero cuyas consecuencias
tuve que asumir por las buenas o por las malas:
apropiándomelas, en cierto modo. Acerca del iti­
nerario intelectual que recorrí en el transcurso de
estos últimos treinta o cuarenta años me explayé
ya en una antología de textos publicada, en 1999,
en la colección «Pratiques Théoriques» de Presses
Universitaires de France, Histoires de dinosaure:
faire de la philosophie (1965-1997)-. en ella se pre­
sentaba, sobre la base de mi propia experiencia,
un balance de recapitulación del conjunto de ese
período, en el cual se produjo, prácticamente en
todos los ámbitos, una inversión de tendencia que
nada me disuadirá de interpretar como un triunfo
obsceno del espíritu reactivo, causa de una pavo­
rosa regresión tanto en el plano de la filosofía co­
mo en casi todos los demás. Nadie, como se acos­
tumbra decir, puede saltar por encima de su tiem­
po, y tampoco, agregaría por mi parte, ignorarlo,
eludiendo las coacciones impuestas por la evolu­
ción de una situación o un contexto, una evolución
que uno mismo no ha decidido pero de la que debe
hacer, por su cuenta y riesgo, el ámbito donde, en su
nivel y con los medios de que dispone, se dedica a
practicar entre otras cosas la filosofía, en circuns­
tancias que tienen, paradójicamente, algunos as­
pectos negativos capaces de estimular la refle­
xión, aun cuando por otra parte la refrenen. Los
textos aquí presentados llevan la marca de las
transformaciones coyunturales que acaban de
mencionarse, lo cual instaura entre ellos una in­
soslayable heterogeneidad e incluso una desi­
gualdad, y hace precario su agrupamiento dentro
de un mismo conjunto. Entonces, ¿por qué reco­
gerlos en el marco de un volumen que, en aparien­
cia, devuelve a su progresión una coherencia o
continuidad formal, a despecho de su carácter dis­
par, que su comparación, por lo demás, pone aún
más de relieve?
La empresa, no obstante, puede justificarse,
ante todo por una razón concerniente al contenido
de las cuestiones encaradas en estos cinco textos.
Al releerlos uno tras otro —tarea que este proyec­
to de publicación me brindó la oportunidad de ha­
cer— me di cuenta de que, aun cuando fuese de
una manera que podría parecer vacilante y hasta
ciega en algunos aspectos, los impulsaba el obsti­
nado movimiento de una idea que les era común,
como si esta hubiese procurado trazarse un cami­
no a través de ellos, entre oscuridad y claridad,
según la lógica de una investigación que, para
serlo verdaderamente, debe proceder sin saber de
antemano hacia qué confines se dirige, e inventar
su dirección a medida que progresa en su curso,
de un modo que no puede ser del todo premedita­
do o preconcebido, pero que no por ello deja de
obedecer a cierta lógica o, como diría Pascal,
«fuerza de la verdad», de la que extrae su relativa
necesidad. Esa es la idea a la que traté de dar for­
ma explícita al escoger como título del presente
volumen La fuerza de las normas, una fuerza que
decido interpretar en la óptica de una «potencia» y
no tanto de un «poder» de las normas. Potencia y
poder —potentia y potestas, para hablar en el len­
guaje de la filosofía clásica— designan, en efecto,
dos tipos de acción o intervención diferentes, y
hasta opuestos: la dinámica de la potencia es in­
m anente, en el sentido de que presupone una
completa identidad y simultaneidad de la causa
con sus efectos, que guardan a la sazón una re­
lación de determinación recíproca; por su parte, la
referencia a un poder implica una trascendencia,
realizada por medio de una anterioridad de la
causa con respecto al efecto, de lo cual resulta
también que debe haber más en la primera, que lo
gobierna, que en el segundo, relegado al rango de
una consecuencia simplemente derivada. Aplica­
da a la cuestión de las normas, con vistas a deter­
minar de qué clase de eficacia o «fuerza» disponen
estas para la conducción de la vida en todos sus
aspectos, esta distinción es crucial: o bien se con­
cibe que las normas disponen de un «poder» abso­
lutamente fundado en sí mismo, con prescinden-
cia de la materia que él rige entonces en la forma
de una coacción externa —por ejemplo, mediante
la imposición de sus reglas con el máximo vigor
posible—, o bien, al contrario, se las caracteriza
como animadas por una potencia en virtud de la
cual se autoproducen y definen su figura a medi­
da que actúan, in situ, directamente sobre los con­
tenidos que se proponen regular, con lo cual son a
la vez, según la fórmula de Pascal en su fragmen­
to sobre los dos infinitos, «causadas y causantes,
ayudadas y ayudantes», sin que haya prioridad o
precedencia alguna de uno de esos aspectos de su
manifestación sobre el otro.
Me parece —así, al menos, los he leído— que
Canguilhem y Foucault giraron de manera incan­
sable alrededor de este problema que concentró
su atención, y que esa preocupación constituye el
hilo secreto que los liga desde un punto de vista fi­
losófico, dado que fueron, en el siglo XX, los dos
grandes pensadores de la inmanencia de la norma
y de la potencia de las normas, y que además se
reconocieron a sí mismos como íntimamente aso­
ciados en el tratamiento de ese tema cuyas varia­
ciones personales propusieron: ello es lo que ex­
plica, en particular, la enorme consideración mu­
tua que se profesaron, hasta el final y a despecho
de lo que por otra parte podía alejarlos. Para de­
cirlo con otras palabras, la principal justificación
de mi interés por los trabajos de Canguilhem y
Foucault radicaba en el retorno punzante de un
problema, y no en el hecho de presentar su solu­
ción como ofrecida en bandeja: para aquellos se
trataba, ante todo, de comprender cómo actúan las
normas en los diferentes planos en que operan,
con sus características propias de tales que im­
piden asimilarlas a leyes decididas e instituidas
—que exhiben, en consecuencia, el carácter de ar­
tefactos—, y afectadas por una dimensión de for­
malismo en virtud de la cual dan pábulo a una re­
flexión de tipo esencialmente jurídico. Ni para
Canguilhem ni para Foucault las normas se pre­
sentan como reglas formales que son aplicadas
desde afuera a contenidos elaborados en forma
independiente de ellas, sino que definen su figura
y ejercen su potencia directam ente sobre los
procesos en cuyo transcurso su materia u objeto se
constituye poco a poco y adquiere forma, de una
manera que disuelve la alternativa tradicional de
lo espontáneo y lo artificial: quedan entonces por
aprehender la naturaleza y las modalidades de
esos procesos en los cuales historia natural e his­
toria social interfieren de un modo que desafía las
representaciones tradicionales de la causalidad,
en particular las que remiten al modelo de un de-
terminismo mecánico. Aunque uno y otro se ha­
yan abstenido de examinarla en general, como un
objeto de discusión filosófica que puede ser consi­
derado en abstracto, lo cierto es que Canguilhem
y Foucault comparten el hecho de haberse sentido
principalmente absorbidos por esta cuestión, que
orientó sus investigaciones: no la perdieron de vis­
ta en ningún momento, la retomaron sin cesar,
con la inquietud permanente de llevar su examen
al terreno donde pudieran revelarse, en un plano
a la vez individual y colectivo, sus implicaciones
prácticas, que impiden reducirla a la categoría de
una especulación puramente teórica.
Al aludir a ese vínculo, manifestado a través
de la presencia común de un problema, no preten­
do en absoluto sugerir que Canguilhem y Fou­
cault deberían situarse en una misma línea en la
que sus posiciones fueran intercambiables, lo cual
supondría una drástica reducción de su conte­
nido, alcanzada al cabo de una operación de abs­
tracción cuyo principio es inaceptable, puesto que
está claro que ambos encararon la cuestión de la
norma por vías muy diferentes, y que si en al­
gunos puntos importantes sus intentos se cruza­
ron y llegaron así a conjugarse, no por ello dejaron
de mostrar diferencias que obstan a confundirlos
y hacer como si no fueran sino expresiones de un
mismo sistema de pensamiento, que sólo habría
tenido que desarrollar de manera unívoca sus
premisas. Esas diferencias obedecen, ante todo, a
los campos de objetos sobre los cuales uno y otro
centraron su reflexión: si bien Foucault, que co­
menzó por vestir el hábito de «psicólogo», partió
del estudio de problemas relacionados con las
prácticas médicas, lo cual lo acercaba de entrada
a Canguilhem, rápidamente amplió el terreno de
sus investigaciones, que lo condujeron, en un pe-
riplo de asombrosa complejidad, a abordar temas
concernientes de la manera más lata a la filosofía
política y moral en todos sus aspectos; temas que
Canguilhem, por su parte, no ignoró, pero que
consideró sólo en función del sentido de lo que pa­
ra él era la cuestión primordiaJífe'de^vida,^ina
cuestión que, aun cuando tampoco estaba del todo
ausente del pensamiento de Foucault, no ocupaba
en él, sin duda, el mismo lugar. Aunque ambos
autores atribuyeron suma importancia a las inte-
rrelaciones entre lo natural y lo cultural, lo bioló­
gico y lo social —interrelaciones que ni uno ni otro
interpretaron en el sentido de una armonía con­
cordataria—, no encararon sus conflictos y tensio­
nes por el mismo extremo: para simplificar las co­
sas al máximo, diremos que lo natural —esto es,
lo biológico— fue el polo principal de la reflexión
de Canguilhem, en tanto que para Foucault el po­
lo principal fue el de lo cultural y lo social, y esa
diferencia los llevó a efectuar, a través de un mis­
mo campo, recorridos inversos, destinados por con­
siguiente a encontrarse. Por tal razón, si tiene al-_
gún sentido leer juntos a Canguilhem y Foucault
—empresa que, por cierto, ni uno ni otro habrían
objetado—, hay que resistirse empero a la ten­
tación de meterlos en la misma bolsa, para decirlo
vulgarmente: la comparación, en efecto, debe su
valor al hecho de que induce a sus intereses res­
pectivos, y a los resultados en que desembocó la
plasmación de estos, a reaccionar entre sí y reve­
lar de tal modo aquello que, a la vez que los une,
los desplaza, tanto en el plano de sus centros de
interés como en el de sus referencias intelectuales
y sus estilos de pensamiento, para no hablar de
sus estilos de escritura, que indiscutiblemente los
distinguen, aunque sin oponerlos.
A esa tentación que acabo de denunciar, ¿no he
cedido yo mismo, al menos en parte? La sospecha
podría confirmarse por el retorno obsesivo, en la
mayoría de los textos que he dedicado a relecturas
de Canguilhem y Foucault, de la referencia a Spi­
noza, filósofo por el cual ambos sentían sin duda
cierta simpatía intelectual e incluso, tal vez, una
especie de atracción, sin que ello los haya llevado,
no obstante, a hacer de él una piedra angular de
su reflexión; esto explica, en particular, que en
conjunto lo hayan citado y comentado bastante
poco, porque en el fondo no era allí donde residía
su problema. La insistencia de esa referencia es,
pues, de mi entera responsabilidad y se explica
por las orientaciones personales debidas a mi for­
mación, lo cual se traduce en que, sin erigirlo em­
pero en una autoridad absoluta —actitud que ha­
bría sido, me parece, del todo contraria al espíritu
profundo del espinosismo—, no haya dejado de
volver a él, animado por la esperanza de penetrar
los misterios de ese pensamiento austero, «tan di­
fícil como raro», para recordar una fórmula que el
propio Spinoza dejó asentada al final de su Ética y
que resume bastante bien el carácter de su proce­
der, más singular que ninguno: el del pensador
que fue más lejos, sin duda, en el sentido de una
reflexión sobre el problema filosófico de la inma­
nencia considerado en toda su generalidad. Por
consiguiente (debo admitirlo sin rodeos), me he
valido de Spinoza, a quien creía conocer bastante
bien —lo cual entrañaba, por cierto, una cuota de
ilusión—, para comprender mejor lo que, juntas,
permitían pensar las obras de Canguilhem y Fou­
cault, dos autores contemporáneos con los cuales,
movido por mis propios intereses espinosistas, yo
sentía la mayor afinidad. En esta orientación con­
taba con la ratificación de Louis Althusser, quien
también procuró que el conocimiento que podía te­
ner sobre los modos de proceder de aquellos le
brindara un medio para nutrir su intento de ela­
boración de una filosofía del marxismo, la filosofía
que la empresa de Marx ponía delante de sí mis­
ma sin haber tenido o sin haberse procurado los
instrum entos para darle una forma explícita,
problema que no dejó de obsesionarlo y para cuya
resolución el recurso a Spinoza le parecía igual­
mente indispensable. Todo esto —lo reconozco—
huele a recuperación al servicio de los propios fi­
nes, una recuperación tanto más discutible, quizá,
cuanto que se efectuaba en primer grado, sin
tener siquiera la perspectiva que habría supuesto
una tentativa de manipulación consciente y razo­
nada. Con esto quiero decir —aunque debería ser
obvio— que algunas cosas que escribí, sobre todo
en el primero de los textos presentados aquí (el
publicado en 1964 en La Pensée, con una extensa
introducción de Althusser), ya no las escribiría, al
menos bajo esa forma; por ejemplo, en la conclu­
sión de la segunda parte del artículo, el comenta­
rio abrupto y cuando menos audaz, y hasta aven­
turado, sobre la manera en que Canguilhem había
problematizado el conocimiento de la vida: «Pro­
ceder propiamente dialéctico y materialista».1 A
esta confesión, que hago sin restricciones, quiero
sin embargo aportar la siguiente precisión: al
fundarme en una concepción del pensamiento de
Marx informado y reformado por el estudio de
Spinoza, no tenía la intención de valerme de ella
como de un prototipo o un modelo listo para ser
aplicado tal cual, rígidamente, a otros contenidos
especulativos, como la filosofía biológica de Can­
guilhem o la teoría histórico-social de Foucault,
con vistas a apropiarse de ellas o a incorporarlas a
dicha concepción, de la cual habrían constituido
entonces una mera prolongación o complemento;

1 Ver infra, pág. 56.


con la relectura de Canguilhem y Foucault a la
luz de Spinoza y Marx se trataba, en cambio, de
llevar a cabo en forma simultánea la operación in­
versa, consistente en releer a Spinoza y Marx a la
luz de Canguilhem y Foucault, en una perspecti­
va, por ende, no de reducción, fatalmente árida y
empobrecedora, sino, al contrario, de enriqueci­
miento: de manera análoga, por lo demás, la lec­
tura conjunta de Canguilhem y Foucault, o de
Spinoza y Marx, no debía conducir a la asimila­
ción arbitraria de cada uno de los miembros de
esos dos pares de autores al otro, en la que se los
erigiera en los representantes de un pensamiento
de sentido único destinado a transformarse en
vulgata.
En consecuencia, al releer hoy, con cierta pers­
pectiva, los diferentes textos en los cuales procuré
dar razón de lo que era, a mi juicio, el espíritu fun­
damental de las investigaciones de Canguilhem y
Foucault —a saber: el insoslayable aporte de es­
tas a la comprensión de lo que implica vivir, y vi­
vir en sociedad, bajo normas—, estimo que no re­
sulta absurdo reunirlos en un mismo conjunto,
sin abrigar la ilusión, empero, de que este pueda
tener un alcance sistemático o dogmático, pues la
perspectiva que yo adopté de manera instintiva
desde el comienzo, consistente en poner la consi*
deración de los problemas por delante de la consi­
deración de las soluciones que se les dan, inevita­
blemente provisorias, me parece hoy más válida
que nunca, e incluso indispensable. Esto me lleva
a proponer una justificación más para la concre­
ción de esta pequeña antología de artículos, justi­
ficación que esta vez no concierne a su contenido
temático, representado por la cuestión de la in­
manencia, sino a su propio estatus, en cuanto j a-
lones de una investigación que me guardaré bien
de pretender consumada, llegada a su término
—para ser breve: de presumir que ha logrado de­
cir la verdad, la última palabra, sobre la cuestión
en torno a la cual no dejó de girar, aunque esto no
signifique, sin embargo, que la fuerza de la idea
verdadera no tuvo papel alguno en su desarro­
llo—. En otros términos, considero necesario que
las investigaciones que he podido realizar alrede­
dor de lo que acabo de caracterizar, ante todo, co­
mo un problema conserven su naturaleza tam­
bién problemática, propia de una indagación en
curso que, a pesar de hallarse inconclusa, no está
por ello privada de toda significación y valor. Esta
significación sería, en primer lugar, la de un docu­
mento concerniente a una época en que pude, con
otros o al mismo tiempo que ellos, interesarme de
manera prioritaria en esa clase de problemas e in­
tenté precisar sus considerandos con mayor o me­
nor éxito, cuestión que no me toca a mí juzgar. Que
esta época no está definitivamente cerrada y ter­
minada es lo que testimonian investigaciones más
recientes, llevadas a cabo por personas de una ge­
neración que no es la mía, en quienes reconozco la
persistencia de una similar atención intelectual,
aun cuando no provengan de la misma tradición
de pensamiento. Para no mencionar más que esos
ejemplos, dos obras que fueron mucho más lejos
de lo que yo había sido capaz de hacerlo en el exa­
men de la problemática de la fuerza de las normas,
y que demuestran que esta última ha mantenido
actualidad e incluso cierta urgencia, son La Vie
hum aine: anthropologie et biologie chez Georges
Canguilhem, de Guillaume le Blanc (2002), y Les
N orm es chez F oucault, de Stéphane Legrand
(2007), ambas publicadas en la colección «Prati-
ques Théoriques» de Presses Universitaires de
France.
Al formular el deseo de que los antiguos textos
que yo mismo pude dedicar a Canguilhem y Fou­
cault sean tomados como documentos, y no tanto
como resultados teóricos que deben aceptarse o
dejarse como tales en su forma presuntamente de­
finitiva; al sugerir, por consiguiente, un modo de
uso un tanto indirecto y sesgado, quiero hacer
comprender que el tipo de interés recurrente que
hoy son capaces de conservar depende justamente
de su carácter provisorio, incompleto, explicable
por el hecho de que toman lugar en un recorrido
efectuado en situación, de manera inevitablemen­
te opaca, lo cual no habría sucedido si se hubieran
realizado en el espacio transparente del pensa­
miento puro, el espacio donde, parafraseando a
Kant, la paloma emprende libre el vuelo. Por eso
representan indicios y síntomas de la manera en
que tuvo lugar coyunturalmente cierta recepción
de los trabajos de Canguilhem y Foucault, en vir­
tud de la cual estos cruzaron algunos márgenes
del espíritu público y produjeron efectos en él; y en
esa calidad, me parece, puede releérselos, en
cuanto representan un esfuerzo de indagación
teórica en el ámbito de la filosofía, esfuerzo del
que puede decirse, con todas las ambigüedades
asociadas al uso del futuro anterior, que habrá si­
do, pues, bajo la forma de una tentativa de pros*
pección sobre la cual aún hoy puede posarse una
mirada retrospectiva, y cuyos resultados, en con­
secuencia, están destinados a medirse a la vez, in-
disociablemente, en términos de éxito y fracaso.
Con esas condiciones, en esos límites, la heteroge­
neidad de estos textos no constituye por fuerza
una desventaja o un obstáculo para su reunión: al
contrario, puede conferir a esta un interés adicio­
nal. Esa es la razón por la cual, al retomarlos, no
intenté redondear sus ángulos para hacer desapa­
recer las irregularidades y las desigualdades de
las que muestran huellas y de las que no puede li­
berárselos, so pena de perder la mayor parte de la
significación que todavía están en condiciones de
reivindicar. Las correcciones que introduje en
ellos, sobre todo en lo atinente al primer texto, el
de 1963, que era imperativo arreglar para hacerlo
un poco más presentable, no conciernen sino a la
forma y no afectan en absoluto el contenido, que
me prohibí modificar con el fin de conservar lo que
acabo de llamar su estatus de testimonios y docu­
mentos, del cual extraen lo que puede quedarles
de sabor. Con la misma intención, me abstuve,
luego de muchas vacilaciones, de reiterar la ma­
nera de indicar las referencias homogeneizando
las citas conforme al estado actual de los corpus
en cuestión, porque me pareció que al mantener
procedimientos que hoy están perimidos conse­
guía dar una idea más justa de las condiciones y
el entorno circunstancial en los cuales los traba­
jos de Canguilhem y Foucault pudieron, en dife­
rentes momentos, abordarse de una manera que,
desde la década de 1960, ha sufrido una conside­
rable evolución.

Me queda ahora volver a cada uno de los cinco


textos que siguen, a fin de precisar mejor los con­
textos en que se originaron, algo necesario por­
que, como acabo de tratar de justificarlo, es me­
nester ponerlos de nuevo en situación para que
conserven una parte, por leve que sea, de interés.
El texto titulado «La filosofía de la ciencia de
Georges Canguilhem: epistemología e historia de
las ciencias», que fue mi primera publicación, ha­
bía sido en su inicio una ponencia estudiantil, que
presenté durante el ciclo lectivo universitario de
1962-1963 en la École Nórmale Supérieure, don­
de disfrutaba, tras haber ganado el concurso de
oposiciones de filosofía, de un «año suplementa­
rio» dedicado a investigaciones libres, sin obliga­
ción ni sanción: a lo largo de ese año comencé a
trabajar en estrecha relación con Althusser, a
quien conocía desde mi ingreso a la Ecole, pero
con el cual no había tenido nunca la oportunidad
de mantener ese tipo de vínculo. En una carta a
Franca Madonia fechada el 23 de octubre de 1962,
aquel, que pasaba entonces por uno de esos pe­
ríodos en que veía la vida color de rosa, escribía:

«Mi actividad se desarrolla en u n a form a su m am en te


satisfactoria: trabajo, y trabajo para hacer tra b a ja r a
los o tros, aquí m ism o, en la lín ea de m is investigacio­
n es o, en todo caso, en su e sp íritu , y la cosa funciona de
m aravillas. Ya verás: de aquí a diez años, sus h u ellas y
resu lta d o s serán v isib le s en el u niverso filosófico n a ­
cional y local».2

Una cosa es segura: el trato con Althusser me


brindó un estímulo intelectual de una intensidad
incomparable; y cuando él dice que hacía trabajar
a quienes tenían a bien hacerlo «en el espíritu de
sus investigaciones», hay que comprender que no

2 Louis Althusser, Lettres ó Franca: 1961-1973, París:


Stock/IMEC, 1998, pág. 257.
había en ello ningún intento de adoctrinamiento,
sino el esfuerzo con vistas a establecer, sobre la
base permanente de intercambios y discusiones
totalmente abiertas, una comunidad de pensa­
miento en acto, sin caminos trillados, en un ver­
dadero espíritu de indagación —algo que resulta­
ba bastante embriagador y por lo que siempre le
estaré agradecido—. Althusser sabía hasta qué
punto me había marcado la enseñanza de Can­
guilhem, a quien había seguido desde mi ingreso
a la École en 1958, en un contexto y un ambiente
de los que doy una idea en el cuarto de los artícu­
los aquí recogidos, el titulado «Georges Canguil­
hem: un estilo de pensamiento»; y por eso me pro­
puso hacer una presentación de su obra, entonces
poco conocida por el gran público, aun cuando sólo
fuera a causa de los obstáculos que el propio Can­
guilhem, que no le daba importancia a la notorie­
dad —una notoriedad que no rechazó cuando ter­
minó por llegar, pero que no se había interesado
en obtener—, había interpuesto con el objeto de li­
mitar el acceso a sus escritos, que estaban agota­
dos o dispersos en publicaciones sumamente es­
pecializadas. Como es natural, yo acepté la pro­
puesta, que me entusiasmaba, y mi primerísima
tarea, particularmente laboriosa, consistió en
reunir un corpus para su estudio, el cual aparece
detallado en la primera parte de mi artículo, una
enumeración que he mantenido aquí sin cambios
a ñn de dar una idea de la manera en que la obra
de Canguilhem se presentaba en el aspecto mate­
rial, a comienzos de los años sesenta, a los ojos de
aquellos cuya curiosidad despertaba. Tras reunir
el paquete de libros y artículos que con gran es­
fuerzo había logrado hallar, me fui al campo, a un
lugar tranquilo, para examinarlos con detenimien­
to y procurar extraer de ellos algo que pudiese
constituir la materia de una ponencia más o me­
nos consistente, no demasiado indigna del tema
tratado, que no podía sino despertar en mí un
fuerte interés. Sólo volví a la Ecole el día y a la ho­
ra fijados para el ejercicio, y al llegar comprobé
que Althusser, sin habérmelo advertido, había to­
mado la iniciativa de reservar para la circunstan­
cia la sala del establecimiento destinada a las
grandes ocasiones: el salón de actos; al entrar a él,
descubrí con sorpresa y estupor que allí estaba
Canguilhem en persona —a quien Althusser ha­
bía avisado—, sentado a una mesa en primera fi­
la, papel y pluma en mano para tomar notas, en la
postura de un alumno atento, lo cual me sumió en
una profunda turbación cuyo recuerdo aún con­
servo en toda su intensidad. Tratando de dominar
el pánico que me invadía, brindé entonces, lo me­
jor que pude, la prestación que se esperaba de mí,
mientras procuraba no mirar demasiado hacia
donde estaba Canguilhem, que se mantuvo suma­
mente tranquilo a lo largo de toda la prueba. En
una carta a Franca Madonia del 25 de enero de
1963, Althusser informa en caliente a su lejana
corresponsal sobre el episodio que acaba de tener
lugar momentos antes:

«Esta tarde, clase con una ponencia sobre un profesor


de la Sorbona, delan te de é l . . . (H abía aceptado venir a
escuchar una ponencia de uno de m is alum nos sobre su
obra: la cosa anduvo m uy bien; se quedó aquí h a sta h a ­
ce un rato, ¡llegó a la s 14 y se fue después de las 18.30!
Todo estuvo OK; y era una aventura ante la cual todo
el m undo tem blaba, m ás que nadie el alum no que de­
bía hablar frente a él, ¡yo no! Yo era sin duda el único, y
en la d iscu sió n que sigu ió m e m ostré a b solu tam en te
r ela ja d o .. .)».3

A pesar de la obstinada preparación que había


dedicado al ejercicio, su ejecución me resultó, en
efecto, ardua y hasta peligrosa. Es indudable que
Canguilhem, que había visto otros, no «tembla­
ba», pero tal vez estaba molesto, pues el hecho de
que hablaran de él en su presencia le parecía in­
conveniente y fuera de lugar, lo cual no impidió,
empero, que aceptara la invitación. Confieso no
tener un recuerdo muy nítido de la discusión, sal­
vo sobre el siguiente punto: Canguilhem había
sorprendido al insistir con fuerza en el papel de­
sempeñado por la referencia nietzscheana en su
orientación filosófica personal, un aspecto sobre
el cual había mantenido hasta entonces mucha
discreción. La conversación siguió en el departa­
mento de Althusser, situado en el piso de abajo,
adonde este había llevado a todo el mundo para
distender el clima: tomamos un buen vino blanco,
que Canguilhem apreciaba, y seguimos hablando
de todo un poco, sin restricciones. Canguilhem,
que desde siempre me había demostrado una
gran benevolencia, no me hizo grandes comenta­
rios sobre mi exposición, que había escuchado sin
pestañear, con indulgencia incluso cuando le atri­
buí, con desconcertante ingenuidad, inclinaciones
por el materialismo dialéctico, lo cual debió de
sorprenderlo mucho: me agradeció cortésmente el
trabajo que había hecho acerca de sus escritos y
no pasamos de allí, como era de rigor entre gente
de buen tono. Sin embargo, probablemente con­

3 L. Althusser, Lettres á F ranca.. ,,op. cit., pág. 356.


servó una impresión favorable de mi presenta­
ción, pues a continuación le habló de ella a Fou­
cault, quien me propuso transformar la ponencia
en un artículo para publicar en Critique, la presti­
giosa revista a cuyo comité de redacción él perte­
necía. Con ese fin, preparé entonces un texto que
finalmente, por iniciativa de Althusser, se publicó
en 1964 en La Pensée, aquella de las revistas teó­
ricas del Partido Comunista Francés (PCF) a la
que él tenía libre acceso por intermedio de su re­
dactor en jefe, Marcel Comu, de quien era amigo,
y donde apareció una gran parte de sus artículos:
«Sobre el joven Marx (Cuestiones de teoría)»,
«Contradicción y sobredeterminación (Notas para
una investigación)», etc., luego reeditados en La
revolución teórica de Marx [Pour Marx], Publicar
en una revista de obediencia marxista un estudio
sobre Canguilhem que no estuviera destinado a
demolerlo constituía, en esa época, una apuesta y
un desafío: aquel, a despecho de sus conocidas
proezas en la Resistencia, era catalogado, en efec­
to, como un reaccionario redomado, un adversario
de los comunistas, reputación que debía en gran
medida al papel que había desempeñado durante
unos diez años, después de la Liberación, como
inspector general de filosofía. Esta función lo ha­
bía llevado a recorrer Francia con vistas a resta­
blecer una enseñanza pública devastada durante
mucho tiempo a raíz de la política del régimen de
Vichy, de quien Canguilhem había sido feroz opo­
sitor. Esa tarea, a la cual había decidido no sus­
traerse porque así se lo exigía su responsabilidad,
la desempeñó con intransigencia, como todo lo que
hacía, y tal actitud lo llevó en varias oportu­
nidades a chocar con profesores de filosofía comu­
nistas —eran muchos en esa época— que, ani­
mados con las mejores intenciones, tendían a me­
nudo a confundir su clase con una tribuna políti­
ca, un proceder que le parecía inadmisible y al que
se había opuesto resueltam ente. En tales con­
diciones, hacer un elogio de Canguilhem, exaltar
su obra de filósofo y de historiador de las ciencias
en ese medio particular, en estado de efervescen­
cia permanente y donde el anatema volaba con
singular facilidad, era una suerte de provocación:
justam ente lo que había ratificado en su inicia­
tiva a Althusser, que por entonces tenía la íntima
convicción de que su tarea política esencial de
filósofo era tomar intelectualmente el poder en el
partido de las masas trabajadoras, y de que una
acción perturbadora, desestabilízadora, como
podía serlo esta publicación, era capaz, para re­
petir una fórmula por la que él tenía especial ape­
go, de «mover las cosas» en el sentido adecuado.
Por eso se empeñó en que el texto de mi artículo
fuera precedido por una «Presentación» bastante
extensa, firmada con su nombre y que comenzaba
de la siguiente manera:

«El articulo que aquí se leerá brinda por prim era vez
una visión sistem ática de los trabajos de G eorges Can­
guilhem , E l nombre de e ste filósofo e historiador de las
ciencias, director del In stitu to de H istoria de la s C ien­
cias de la U niversid ad de P arís, es conocido por todos
aquellos que, en el ám bito filosófico y científico, se in te­
resan en la s nuevas in vestigacion es sobre la epistem o­
logía y la h istoria de las ciencias. Su nombre y su obra
no tardarán en ten er una audiencia m ucho m ás gran­
de. E s ju sto que la revista fundada por Langevin dé su
acogida al prim er estudio exh austivo que se le consa­
gra en Francia».
En efecto: al parecer, no se había llevado a cabo
antes ningún estudio de esta índole, y yo tuve el
privilegio de abrir por mi cuenta y riesgo ese cam­
po de estudios, que a continuación ha sido muy
frecuentado y de manera sin duda menos aventu­
rada. La presentación de A lthusser fue repro­
ducida, en su versión completa, en la antología
Penser Louis Althusser;4 yo mismo cité el que es,
en mi opinión, su pasaje más significativo, en mi
artículo «Georges Canguilhem: un estilo de pensa­
miento».5
Canguilhem, por su parte, se hallaba perfecta­
mente al tanto de la (mala) reputación que tenía
en la esfera de influencia del PCF, lo cual le resul­
taba indiferente por completo. Razón de más para
que lo sorprendiera el hecho de que acudieran a él
personas a las que se atribuía la pertenencia a di­
cha esfera de influencia, que le testimoniaban,
con acentos de sinceridad que lo habían convenci­
do, la muy grande admiración que sentían por sus
trabajos teóricos, así como por la manera absolu­
tamente particular en que ejercía su magisterio
universitario, con un rigor, una ausencia total de
énfasis y una claridad que contrastaban con los
hábitos entonces imperantes en la Facultad de
Letras de París, donde se había instalado en ge­
neral cierto espíritu de rutina. Desde hacía mu­
cho tiempo mantenía relaciones profesionales con
A lthusser, en lo concerniente a los problemas
planteados por la organización de los estudios de
filosofía en la École Nórmale Supérieure, en los

4 Louis A lthusser, Penser Louis A lthusser, Pantin: Le


Temps des Cerises, 2006, págs. 25-30.
5 Ver infra, págs. 143-4.
que no había dejado de interesarse, sobre todo
desde que su viejo compañero de estudios y amigo
Jean Hyppolite había asumido la dirección del es­
tablecimiento. Esas relaciones habían llevado a
Canguilhem y Althusser a profesarse una estima
recíproca, sentimiento que facilitó mucho las co­
sas cuando, por intermedio del grupo de alumnos
filósofos de la Ecole del que yo formaba parte, las
relaciones comenzaron a tomar otro cariz al sacar
a la luz, en un hecho no del todo previsto al princi­
pio, ciertas afinidades intelectuales que tenían
como telón de fondo unos desafíos teóricos funda­
mentales. Se sabe que Althusser, que unos quince
años antes había preparado una tesina de maes­
tría sobre Hegel bajo la dirección de Gastón Ba-
chelard, apelaba en abundancia a los aportes de
la nueva epistemología a la francesa para dar ba­
ses «científicas» sólidas a su empresa de reforma
del marxismo, uno de cuyos pilares debía ser la
noción de «corte epistemológico». Cuando Can­
guilhem comprendió en qué sentido y con qué fines
se lo quería utilizar, quedó desconcertado, pero, a
la vez que mantenía una actitud de prudente re­
serva, tampoco opuso un rechazo inequívoco a esa
tentativa, en la certeza de que, de todos modos, no
había forma de que se apropiaran de él. En conse­
cuencia, acogió con simpatía los llamados que se
le hacían y, sin comprometerse empero a título
personal, aceptó con mucha cortesía, a pesar de su
fama de irascible —una leyenda que había ali­
mentado cuidadosamente—, los homenajes que le
rendían personas que no pertenecían en absoluto
a su «familia de pensamiento», una noción, esta
última, que para él tenía por lo demás muy poco
sentido. El hecho de que por primera vez se le
consagrara un extenso artículo teórico en una
revista oficial del PCF no iba a aumentar mucho
su reputación entre sus colegas, pero esto le im­
portaba en verdad nada y quizás hasta lo divertía.
Por eso, jamás me hizo ningún reproche y no plan­
teó reserva alguna con respecto a mi artículo:
simplemente, mucho más adelante, cuando una
editorial universitaria brasileña publicó Lo nor­
mal y lo patológico [O normal e o patologico], con
la reedición de ese artículo como epílogo, me dio a
entender que a su modo de ver la cuestión estaba
fuera de lugar. Para decirlo sintéticamente: en su
opinión, se había dado vuelta la página.

Escribí el segundo texto incluido en esta anto­


logía, «Para una historia natural de las normas»,
veinticinco años después del anterior. Lo había re­
dactado con vistas al Encuentro Internacional
«Michel Foucault filósofo», que se celebró en el
teatro del Rond-Point de París en enero de 1988.
La totalidad de los trabajos presentados durante
esa reunión se publicó el año siguiente en la colec­
ción «Des Travaux» de Editions du Seuil —uno de
cuyos iniciadores había sido Foucault—, precedi­
da por un breve texto de presentación de Canguil­
hem. Este no se contaba entre los veintiocho par­
ticipantes del encuentro, pero había asistido a las
sesiones y durante una discusión tomó la pala­
bra desde la sala para expresar, con la sobriedad
que le era habitual, la conmovida gratitud que le
había suscitado la lectura del artículo escrito co­
mo prefacio para la edición norteamericana de
una antología de sus obras. El texto se titulaba
«La vida: la experiencia y la ciencia», y su versión
francesa había aparecido en enero de 1985 en un
número en homenaje a Canguilhem de la Revue
de Métaphysique et de Morale (luego se reeditó en
el volumen 4 de los Dits et écrits).6 Fue uno de los
últimos grandes textos escritos por Foucault poco
antes de su muerte y, sin duda, uno de los estu­
dios más bellos que se hayan consagrado al pen­
samiento de Canguilhem. Por temperamento y
por principio, Foucault no era un hombre afecto a
los juramentos de fidelidad, pese a lo cual había
reconocido la jerarquía de «maestro» a Canguil­
hem —y, que yo sepa, sólo a él—: cuando se presen­
taba la oportunidad de encontrarnos, siempre me
hablaba, sabiendo del aprecio que yo sentía por
aquel, de «nuestro viejo maestro», y esta fórmula,
teñida de ironía, no estaba en modo alguno des­
provista de alcance real. No creo que Foucault ha­
ya seguido jamás sus cursos, a pesar de que lo te­
nía como su «director de tesis»: el propio Canguil­
hem contaba —era uno de sus temas favoritos de
conversación— que no había dirigido nada en ab­
soluto, puesto que había recibido en su despacho
el manuscrito de la Historia de la locura en la épo­
ca clásica ya plenamente conformado, sin que hu­
biera sabido antes una palabra de su contenido,
pues no había tenido ocasión de intervenir. Se
refería, asimismo, a su estupefacción al descubrir
en ese texto, en negro sobre blanco, cuestiones que
desde hacía tiempo ya él trataba de pensar por

6 Michel Foucault, «La vie: l’expérierice et la Science», en


Dits et écrits, 1954-1988, edición establecida por Daniel De­
ferí y Franfois Ewald con la colaboración de Jacques La-
grange, París: Gallimard, 1994, vol. 4, texto 361, págs. 763-
76 [«La vida: la experiencia y la ciencia», en Gabriel Giorgi
y Ferm ín Rodríguez (eds.), E nsayos sobre b iopolítica:
excesos de vida, Buenos Aires: Paidós, 2007, págs. 41-57].
su cuenta sin lograr darles una forma tan siste­
máticamente consumada, de una manera que a
su entender era decisiva. Poco antes de que Fou­
cault defendiera esa curiosa tesis, que no tenía
nada del ejercicio universitario tradicional, yo
veía regularmente a Canguilhem, bajo cuya direc­
ción preparaba entonces una tesina de maestría
sobre «Filosofía y política en Spinoza»: él me ha­
blaba de la tesis de Foucault como de un aconteci­
miento poco común e importante, que no había
que perderse bajo ningún pretexto. Y entonces
sentí la necesidad de asistir a esa defensa efecti­
vamente memorable: todavía veo, en el ambiente
estirado de la Sala Louis Liard donde se celebra­
ba esa clase de ceremonias, a Foucault, a quien yo
descubría en esa ocasión, escuchar en silencio los
comentarios altamente elogiosos que Canguilhem
e Hyppolite hacían sobre su obra, y responder, no
sin cierta impaciencia, a las observaciones más
reservadas que le hacía Gouhier y las objeciones
de rutina de Gandillac y Lagache, a quienes el es­
tilo inusitado de su trabajo había predispuesto de
manera notoria en su contra. Cuando el texto de
la tesis apareció publicado por Plon, me lo procuré
de inmediato, y su lectura me produjo el efecto de
un sismo: el libro ponía en entredicho todo lo que
solía hacerse en historia de las ideas, y abría pers­
pectivas inauditas a investigaciones que se enca­
minaran hacia lo que hoy llamaría una «filosofía
en sentido lato», no replegada en el estudio de sis­
temas doctrinales, sino respaldada en el conoci­
miento de la historia y los aportes de las ciencias
humanas; una filosofía, dicho sea de paso, que pu­
diera interesar no sólo a los «filósofos» de profe­
sión ■—a decir verdad, estos últimos nunca recono­
cieron a Foucault como uno de los suyos, lo cual,
por lo demás, no le causaba disgusto alguno—. A
continuación, comencé a leer con avidez todo lo
que Foucault escribía, a medida que sus libros y
artículos se publicaban, con el mismo sentimiento
de una radical innovación, fuente permanente de
sorpresas por su tendencia a poner en cuestión las
ideas convencionales, de manera a veces excesi­
vamente abrupta, pues no era él de andarse con
chiquitas: confieso haberme sentido perturbado,
al comienzo, por algunas de las tesis desarrolla­
das en Vigilar y castigar y La voluntad de saber, y
necesité cierto tiempo para advertir su validez y
fecundidad e incluso, simplemente, para apreciar
su alcance exacto. Foucault tenía lazos de con­
fianza y amistad con Althusser, de quien había si­
do alumno durante sus años en la École Nórmale:
este atribuía suma importancia a las investigacio­
nes de aquel, en las cuales veía una convergencia
con sus propios esfuerzos destinados a elaborar la
perspectiva de un marxismo revisado y corregido,
básicamente heterodoxo; por su parte, Foucault,
cuya actitud con respecto al marxismo —como al
psicoanálisis, por lo demás— siempre fue de una
extraordinaria complejidad, no hizo nada, al me­
nos en el período previo a 1968, para disuadir a
Althusser de ver las cosas de esa manera. Si digo
todo esto es para mostrar que yo tenía todas las
razones posibles para seguir interesándome en
Foucault, aunque sólo fuera con la intención de
tratar de develar los enigmas de un pensamiento
tan rico que parecía sustraerse a una aprehensión
exhaustiva: aún hoy quedan por descubrir en esa
obra inmensa y de una asombrosa variedad, que
no ha dicho su última palabra, cosas no vistas. La
intervención que yo había preparado con vistas al
encuentro del Rond-Point representaba, en sus­
tancia, una tentativa de explorar con mayor pro­
fundidad algunos aspectos intrigantes del trabajo
de Foucault, y de trazar con mayor exactitud los
contornos de esa filosofía de las normas que veía
esbozarse en él y en la cual, con razón o sin ella,
adivinaba cierta afinidad con esquemas teóricos
heredados de Spinoza: al menos, me parecía, una
lectura conjunta de este y de Foucault podía ser
admisible, no para asimilar uno al otro, lo cual ha­
bría sido absurdo, sino para tratar de instaurar y
poner en marcha una relación de intercambio en­
tre esos dos mundos de pensamiento que con­
fluían —que confluían en mi cabeza, en todo ca­
so—. No me corresponde decidir si esa tentativa
fue o no fructífera, y ni siquiera si tenía algún sen­
tido.

El tercer texto aquí reproducido, «De Canguil­


hem a Canguilhem pasando por Foucault», es fru­
to también de una intervención en el marco de un
coloquio. Este, organizado como parte de las acti­
vidades del Collége International de Philosophie,
tuvo lugar en diciembre de 1990 en el Palacio de
la Découverte y su tema fue «Georges Canguil­
hem, filósofo, historiador de las ciencias»; los tra­
bajos presentados se recogieron a continuación en
un volumen de la «Bibliothéque du Collége Inter­
national de Philosophie».7 Esta exposición, que
reunió a varios ex alumnos de Canguilhem, tenía

7 C ollége International de Philosophie (ed.), Georges


Canguilhem, philosophe, historien des sciences: actes du
colloque (6-7-8 décembre 1990), París: Albin Michel, 1993,
col. «Collége International de Philosophie».
el objetivo de poner de manifiesto la dimensión fi­
losófica de la obra de un historiador de las cien­
cias que, con una sola excepción —un breve texto
titulado «De la science et de la contre-science», pu­
blicado en un H om m age á Jea n H yppolite— ,8
siempre se había abstenido de consagrar sus es­
critos a cuestiones de filosofía pura consideradas
en cuanto tales. Por pudor, Canguilhem no había
asistido a las sesiones del coloquio que le estaba
dedicado, pero se había mantenido al corriente de
su desarrollo y estaba visiblemente satisfecho con
el conjunto de la operación, que había suscitado
toda clase de polémicas en los medios universita­
rios oficiales —lo cual no le fastidiaba en absolu­
to— . Yo había considerado natural aprovechar la
oportunidad para tratar de correlacionar el inte­
rés que, desde mis años de estudio, les prestaba,
respectivamente, a las obras de Canguilhem y a
las de Foucault: de allí el título un poco extraño
de mi intervención, en la cual me proponía expli­
car, y en primer lugar explicarme, lo que unía a
estos dos autores a la vez que los diferenciaba y,
en razón de los desplazamientos y las tensiones
que la atravesaban, hacía aún más estimulante
su relación. Una vez más encontraba, en el cruce
de los caminos que no sin trabajo me esforzaba
por seguir, la cuestión teórica de las normas, que
no había dejado de preocuparme y cuyo trata­
miento, a mi entender, se enriquecía de manera
particularmente significativa con las enseñanzas
extraídas de la lectura de Canguilhem y de Fou­
cault.
8 Georges Canguilhem , «De la science et de la contre-
science», en Suzanne Bachelard et a l., Hommage a Jean
Hyppolite, París: PUF, 1971, págs. 173-80.
El cuarto texto, «Georges Canguilhem: un esti­
lo de pensamiento», me fue encargado por una re­
vista de docentes de filosofía, Les Cahiers Philoso-
phiques, que en 1996 dedicó uno de sus números a
«La filosofía de Georges Canguilhem». En el mar­
co de esa publicación de carácter conmemorativo,
realizada poco después de la muerte de Canguil­
hem, me esforcé por dar razón del efecto de estu­
pefacción que habían provocado en mí —y que
siento aún al escribir estas líneas— la persona, la
enseñanza y la obra de aquel, a quien le debo lo
esencial de los fundamentos de mi formación filo­
sófica y cuyas obras jamás dejaron de darme moti­
vos de reflexión.

Para terminar, el quinto texto, «Normas vita­


les y normas sociales en el Essai sur quelques pro­
blémes concernant le normal et le pathologique»,
ubicado aquí en último lugar debido a su fecha
tardía de publicación,9 retoma el contenido de
una intervención de 1993, en el curso del décimo
coloquio de la Sociedad Internacional de Historia
de la Psiquiatría y el Psicoanálisis, realizado en el
Hospital Sainte-Anne. Se celebraba allí el quin­
cuagésimo aniversario de la aparición, entre las

9 Pierre Macherey, «Normes vitales et normes sociales


dans l’2?ssa¿ sur quelques problémes concernant le normal
et le p a th o lo g iq u e », en Fran^ois B ing, Jean-F ran^ois
B raunstein y E lisabeth Roudinesco (eds.), A ctu a lité de
Georges Canguilhem: Le N orm al et le pathologique, actes
du .X®colloque de la Société Internationale d ’Histoire de la
P sychiatrie et de la Psychanalyse (4 décembre 1993), Le
Plessis-Robinson: Institut Synthélabo pour le Progrés de la
Connaissance, 1998, col. «Les Empécheurs de Penser en
Rond», págs. 71-84.
publicaciones de la Facultad de Letras de Estras­
burgo en ediciones de Les Belles Lettres, de la te­
sis de medicina de Canguilhem, el Essai sur quel-
ques problémes concernant le normal et le patholo-
gique, que fue reeditado luego, en 1966, por Pres-
ses U niversitaires de France, aumentado con
nuevas consideraciones, en un volumen titulado
Lo normal y lo patológico, que constituye uno de
los puntos centrales de toda su obra. Esta vez,
Canguilhem se molestó y escuchó sin decir pala­
bra la totalidad de las intervenciones: tuve enton­
ces, durante los intervalos y el almuerzo, una de
las últimas oportunidades de hablar con él, en un
clima de familiaridad y confianza, lo cual era para
mí una experiencia a la vez emocionante y parti­
cularmente gratificante, por tratarse de quien,
entre los representantes del mundo universitario
e intelectual que llegué a frecuentar, me inspira­
ba mayor admiración y respeto. En el transcurso
de la conversación, me enteré de que el ejemplo de
la niñera al que aludí en mi exposición, y que ha­
bía extraído de la lectura del Essai de 1943 con el
fin de ilustrar la manera en que interfieren las
normas vitales y las normas sociales, le había sido
inspirado por un recuerdo personal de vacaciones
fallidas a causa de las indisposiciones de la perso­
na que estaba encargada de cuidar a sus hijos. Pa­
ra Canguilhem, que atribuía enorme importancia
a la dimensión existencial de la cuestión de las
normas —una cuestión con la que yo volvía a to­
parme en mi camino—, la reflexión filosófica y las
preocupaciones de la vida cotidiana nunca esta­
ban del todo separadas, conforme a una inspira­
ción que debía quizás a su maestro Alain, al que
jamás dejó de declararse fiel.
U na reflexión para concluir estas palabras
preliminares: a mi juicio, Canguilhem y Foucault
fueron, con algunos otros, los representantes de
un pensamiento no ya prefabricado, sino vivo, en
el cual la fuerza de la verdad se traza un camino,
un camino necesariamente complicado, pues no
puede ir en línea recta hacia una meta que debe
inventar, y remodelar, en función de su desarro­
llo, que está destinado a no culminar nunca y a
proseguirse siempre en nuevas direcciones. Si va­
le la pena hacer filosofía, al margen de lo que
Pascal haya podido decir al respecto, es bajo la
condición de buscar algunos puntos por los que
pasa ese camino, cuestión que he tratado de resol­
ver con mayor o menor éxito en los textos consa­
grados a «la fuerza de las normas».

PlERRE MACHEREY
Septiembre de 2008
La filosofía de la ciencia
de Georges Canguilhem:
epistemología e historia
de las ciencias*

«La h istoria de una ciencia no puede ser una mera


colección de biografías ni, con m ayor razón, un cua­
dro cronológico m atizado con anécdotas. D ebe ser
tam b ién una h isto ria de la form ación, la deform a­
ción y la rectificación de conceptos científicos».1

«La h isto r ia de la s cien cia s debe curarnos de e sa


im paciencia, de ese deseo de transparentar entre sí
los m om entos del tiem po. U n a historia bien hecha,
cualquiera que sea, e s la que logra hacer sensible la
opacidad y algo así como el espesor del tiempo. ( . . . )
E se es e l elem en to rea lm en te histórico de u n a in ­
vestigación , pues la historia, aun sin ser m ilagrosa
o gratuita, es m uy otra cosa que la lógica, capaz de
explicar el acontecim iento cuando y a ha ocurrido,
pero incapaz de deducirlo an tes de su m om ento de
existencia».2

* Este texto, cuyo título original es «La philosophie de la


Science de Georges Canguilhem: épistémologie et histoire
des sciences», se publicó por primera vez en La Pensée, 113,
febrero de 1964, págs. 62-74.
1 Georges Canguilhem, «La constitution de la physiologie
comme Science», introducción a Charles Kayser (ed.), Phy­
siologie, tres volúm enes, París: Flammarion, 1963 [«La
constitución de la fisiología como ciencia», en Estudios de
historia y de filosofía de las ciencias, Buenos Aires: Amo-
rrortu, 2009, pág. 247].
2 Georges Canguilhem, «Pathologie et physiologie de la
thyrolde au XIXe siécle», Thalés, 9, 1959, págs. 78 y 91
La obra epistemológica e histórica de Georges
Canguilhem impresiona, ante todo, por su espe-
cialización: a los dos títulos recién citados —la in­
troducción a la Physiologie de Kayser y «Patolo­
gía y fisiología de la tiroides en el siglo XIX»—
hay que agregar tres libros: Essai sur quelques
problémes concem ant le normal et le pathólogi-
que,3 La Connaissance de la vie4 y La Formation
du concept de réflexe;5 además, varios artículos,
entre los cuales es lícito destacar los siguientes:
«Note sur la situation faite en France á la philo-
sophie biologique»,6 «Qu’est-ce que la psycholo-
gie?»,7 «Sur une épistémologie concordataire»,8
«L’histoire des sciences dans l’teuvre épistémolo-

[«Patología y fisiología de la tiroides en el siglo XIX», en E s­


tudios de h isto ria ..., op. c it, págs. 243 y 310-1].
3 Georges C anguilhem , E ssai sur quelques problém es
concernant le normal et le pathologique, tesis de medicina,
Clermont-Ferrand: La M ontagne, 1943 [Lo norm al y lo
patológico, México: Siglo XXI, 1986].
4 Georges Canguilhem, La Connaissance de la vie, París:
Flammarion, 1952 ¡El conocimiento de la vida , Barcelona:
Anagrama, 1976],
5 Georges Canguilhem, La Formation du concept de ré­
flexe au XV1ISet XVIIIa siecles, París: PUF, 1955 [La form a­
ción del concepto de reflejo en los siglos XVII y XVIII, Bar­
celona: Avance, 1975],
6 Georges Canguilhem, «Note sur la situation faite en
France á la philosophie biologique», Revue de Métaphysi-
que et de M orale, 57(3-4), julio-octubre de 1947, págs. 322-
32.
7 Georges Canguilhem, «Qu’est-ce que la psychologie?»,
Revue de Métaphysique et de Morale, 63(1), 1958, págs. 12-
25 [«¿Qué es la psicología?», en Estudios de h istoria.. op.
cit., págs. 389-406].
8 Georges Canguilhem, «Sur une épistémologie concorda-
taire», en Georges Boulingand et al., Hommage á Gastón
Bachelard: études de philosophie et d ’histoire des sciences,
gique de G. Bachelard»,9 «L’homme et 1’animal du
point de vue psychologique selon Charles Dar-
win»,10 «La nécessité de la diffusion scientifi-
que»,11 «Gastón Bachelard et les philosophes»12 y
«The role of analogies and models in biological
discovery»,13 y, para terminar, la participación

París: PUF, 1957, págs. 3-12 [«Sobre una epistem ología


concordataria», en Jean Lacroix et al., Introducción a B a­
chelard, Buenos Aires: Caldén, 1973],
9 Georges Canguilhem , «L’h istoire des sciences dans
l’ceuvre épistémologique de Gastón Bachelard», Armales de
VUniversité de París, 33(1), 1963 [«La historia de las cien­
cias en la obra epistemológica de Gastón Bachelard», en
Estudios de h isto ria .. ., op. cit., págs. 183-97],
10 Georges Canguilhem, «L’homme et 1'animal du point
de vue psychologique selon Charles Darwin», Revue d ’His-
toire des Sciences, 13(1), enero-marzo de 1960, págs. 81-94
[«El hombre y el animal desde el punto de vista psicológico
según Charles Darwin», en Estudios de h istoria.. ,,op. cit.,
págs. 119-33],
11 Georges C anguilhem , «La nécessité de la diffusion
scientifique», Revue de l’Enseignernent Supérieur, 3, 1961,
págs. 5-15 [«La necesidad de la difusión científica», Socio­
logía. R evista de la Facultad de Sociología de la U niver­
sidad Autónoma Latinoamericana, 19, 1996, págs. 26-33],
12 Georges Canguilhem, «Gastón Bachelard et les philo-
sophes”, Sciences, 24, marzo-abril de 1963 [«Gastón Bache­
lard y los filósofos», en E stu dios de h is to r ia .. . , op. cit.,
págs. 198-206],
13 Georges Canguilhem, «The role of analogies and mo­
dels in biological discovery», en Alistair Cameron Crombie
(ed.), Scientific Change: Historical Studies in the Intellec-
tual, Social and Technical Conditions for Scientific Disco­
very an d Technical Invention from A ntiquity to the Present
(Symposium on the History of Science, Universidad de Ox­
ford, 9 a 15 de julio de 1961), Londres: Heinemann, 1963,
págs. 507-20 [«Modelos y analogías en el descubrimiento
en biología», en E studios de h istoria.. ,,o p . cit., págs. 324-
39],
en un número de Thalés dedicado a la historia de
la idea de evolución, de redacción colectiva (1960),
y en René Taton (ed.), Histoire générale des scien-
ces, cuatro volúmenes, París: PUF, 1957-1964.
En toda esa obra, la reflexión se relaciona de
manera tan rigurosa y continua con objetos preci­
sos que, en definitiva, debemos preguntarnos so­
bre el estatus de una investigación tan concreta y
adaptada: puesto que no sólo es erudita, sino que
contiene una enseñanza general, y no sólo cumple
una función de conocimiento de los detalles, tiene
un alcance de verdad. De allí esta paradoja: ¿cuál
es la cuestión enjuego a lo largo de esos estudios
que parecen no deber su consistencia a otra cosa
que sus objetos, entre los cuales, sin embargo, se
manifiesta una asombrosa convergencia? Un pri­
mer inventario nos pone frente a una diversidad
radical. Diversidad de los temas, en primer lugar:
la enfermedad, el medio, el reflejo, los monstruos,
las funciones de la glándula tiroidea. Diversidad
de las temáticas, a continuación: dentro de cada
obra y de cada artículo advertimos una multiplici­
dad de niveles de análisis, a punto tal que parece
posible hacer varias lecturas a la vez, para buscar
y hallar en ellas una teoría de la ciencia, una teo­
ría de la historia de las ciencias y, por último, la
historia misma de las ciencias y las técnicas, en la
realidad de sus caminos. Esto, sin que un nivel de
análisis sustituya jamás a otro, como si tan sólo
tuviera que servirle de pretexto: con referencia al
reflejo o a la tiroides utilizados como ilustración,
no encontramos una reflexión en lo atinente a la
historia de las ciencias. Las diferentes líneas que
es posible aislar van necesariamente a la par, y es
esa unidad la que hay que pensar, porque la re­
lación de los distintos niveles de análisis denota la
coherencia entre una reflexión, sus objetos y sus
métodos.
¿Cómo abordar, empero, esa un id a d ? En un
comienzo son posibles dos caminos: se puede bus­
car un contenido común o bien una problemática,
un objeto o una cuestión comunes. Y, como es na­
tural, el que más nos atrae es el objeto, porque to­
da reflexión sobre la ciencia, sea histórica o esen­
cial, parece deber su coherencia a la existencia, la
presencia de hecho de una ciencia constituida.
Pero si la ciencia es en verdad el objeto buscado,
es menester saber cómo definir este último: ha­
brá que acudir entonces a una teoría de la cien­
cia, al problema de la existencia de derecho de la
ciencia, de su legalidad: un problema que debe re­
solverse dentro de la ciencia misma, es decir, en
una epistemología. Sin embargo, ese problema
supone otro, puesto que es la existencia de hecho
de la ciencia la que plantea una cuestión de dere­
cho, que ya no es interior a su desarrollo sino otra
cuestión, planteada a la ciencia y ya no por ella.
En consecuencia, pasamos de la problemática del
objeto a la de la cuestión, y con ello nos vemos en
la necesidad de caracterizar el fenómeno científi­
co como una actitud, una toma de posición dentro
de un debate. Y dado que la ciencia no determina
por sí sola las condiciones de este, dado que no lo
asume en su totalidad, porque está condenada a
ser una parte en el proceso, también es posible in­
terrogarla desde el exterior. Puesto que la ciencia
es tom a de posición, es posible, recíprocamente,
tomar posición con respecto a ella.
En el caso de los libros de Georges Canguil­
hem estamos, en efecto, frente a una obra esen­
cialmente polémica, no limitada a la descripción
de su objeto, sino recorrida por la problemática de
una evaluación, que no se aplica tanto a los resul­
tados como a la formulación de una pregunta que
puede plantearse de la siguiente manera: ¿Qué
quiere la ciencia? Habida cuenta de que esta, en el
detalle de su advenimiento, en su realidad discur­
siva, elabora una actitud, las formas de una pro­
blemática, la reflexión sobre ella es también la
búsqueda de una actitud, la formalización de una
cuestión. Para rendir cuentas de una historia de
las ciencias no se tratará, pues, de hacer la des­
cripción de una descripción; por lo demás, es sólo
cierta p ostura ideológica de la ciencia sobre sí
misma la que la lleva a no ser más que la descrip­
ción de un universo de objetos, y esa postura tam­
bién debe juzgarse. Toda la filosofía de las cien­
cias consiste, por lo tanto, en hacer una pregunta
sobre una pregunta. En consecuencia, no habrá
que detenerse en el inventario de una serie de
descubrimientos, sino plantearse a cada instante,
por medio de la rigurosa descripción del aconteci­
miento que constituye su aparición, la cuestión de
principio de su sentido, su razón de ser. E incluso
—y este vocabulario se aclarará a continuación—,
no se hará una teoría sobre teorías, lo cual sería
únicamente tomar nota de cierto número de re­
sultados, y se procederá, en cambio, a una concep-
tualización sobre conceptos, que es el esfuerzo
mismo por rendir cuentas de un movimiento, de
un proceso, remontándose hasta la cuestión que lo
ilustra en cuanto origen.
Un proceder de estas características está tra­
dicionalmente ligado a un modo de investigación
determinado: la exposición histórica. A través de
la diversidad de los temas y los puntos de vista,
objeto o cuestión nunca se dan de otro modo que
en la discursividad de una sucesión, un desenvol­
vimiento. Parece, desde el inicio, que los fenóme­
nos sólo cobran sentido cuando se los resitúa en
su historia. Pero desenvolvimiento e historia no
son aún más que términos abstractos, demasiado
generales y hasta ambiguos: quien dice «desen­
volvimiento» parece decir «desarrollo» y, por en­
de, aparición progresiva de lo que estaría envuel­
to en el origen como en un germen. Más que con el
término progreso, afectado de juicios de valor con
connotaciones históricas, podríamos conformar­
nos provisoriamente con el término proceso, en
cuanto retomo crítico a sí mismo. Esta vacilación
con respecto a la palabra no es arbitraria: respon­
de a la necesidad de nombrar una forma paradó­
jic a , que constituye un problema. En efecto, en
Canguilhem, la exposición histórica jamás es li­
neal: son contadas las ocasiones en las cuales se la
presenta en su orden inmediato de sucesión cro­
nológica, que terminaría por reducir la historia
de las ciencias a una adquisición continua de re­
sultados positivos; las más de las veces se la re-
transcribe de una manera muy elaborada, a me­
nudo todavía más inesperada de lo que lo sería ex­
ponerla en sentido inverso a su orden natural: el
ejemplo más sorprendente es el artículo «Medio»
de E l conocimiento de la vida (se parte de Newton
para llegar hasta el siglo XX; de allí volvemos a la
Antigüedad y seguimos de nuevo el orden histó­
rico, hasta Newton); en el capítulo de Lo normal y
lo patológico sobre Comte, nos remontamos de es­
te a Broussais y luego a Brown, es decir, un siglo
atrás. Reflexiva o trastocada, esa historia mues­
tra una distorsión paradójica de la sucesión inm e­
diata. A un antes de revelar el secreto de un sen-
tido, esto puede servir de indicio metodológico: ese
modo de escribir la historia sugiere, en primer lu­
gar, una intención crítica. El punto de partida lo
proporciona, pues, el cuestionamiento razonado
de la manera habitual de escribir la historia de las
ciencias.

La historia tal y como se la hace:


su crítica
No nos extenderemos sobre el «estilo» histórico
que es, no obstante, el más difundido: el de las
enumeraciones, los recuentos, los inventarios. Se
lo puede demoler con facilidad si se lo ataca en dos
de sus determinaciones, absurdamente contra­
dictorias, pero cuya reunión no es fortuita sino,
antes bien, un testimonio del relajamiento de sus
intenciones. Grisalla de hechos amontonados —en
un contexto semejante (el montón), la noción de
hecho científico pierde la mayor parte de su sen­
tido—, la reseña en forma de crónica genera la ilu­
sión de que hay acumulación de datos: la historia
se reduce a una línea pálida no ensombrecida por
ningún obstáculo y que no conoce la regresión ni
la fragmentación. Empero, a la inversa, esa acu­
mulación, en cuanto parece ser de por sí obvia,
implica, más que la idea de una teleología (luz aún
demasiado intensa), la de un azar. La línea del
relato no es más que la forma dada a una discon­
tinuidad radical-, introducidos uno por uno, se ali­
nean los aportes que no aportan nada a nada. Es­
ta historia absolutamente contingente colecciona
fechas, biografías y anécdotas, pero en definitiva
no da cuenta de nada, y menos que menos del es­
tatus histórico de una ciencia constituida.
Contra una historia así de arbitraria, que no es
en el fondo más que una historia indiferente, debe
ser posible —y es necesario— escribir una his­
toria interesada. A partir de esta exigencia se en­
tabla un debate, lanzado por la crítica de una ma­
nera de escribir la historia tomada como modelo,
cuyo responsable parece ser el primer interesado
en escribir una historia de la ciencia: el científico.
Se verá que él está demasiado interesado en la
operación, y con ello la condena a no alcanzar su
objetivo: más que escribir una historia, el cientí­
fico da forma a leyendas, su leyenda, reorganizan­
do el pasado en función de sus propias inquietu­
des presentes y sometiendo el elemento histórico a
las normas de su pasión fundamental: la lógica de
su ciencia, es decir, de la ciencia actual. Sin em­
bargo, debería ser posible escribir otra historia,
que mantuviera la preocupación por poner en
evidencia un verdadero sentido y respetara, al
mismo tiempo, la realidad de los acontecimientos
pasados: una historia que revelara la ciencia como
constitución y descubrimiento a la vez.
De ordinario, el lugar de la historia de las cien­
cias se define con claridad dentro de la obra cientí­
fica: esa historia se incluye en su totalidad en el
capítulo introductorio, consagrado al «historial»
del problema estudiado en el resto del libro. El
científico no tiene cuentas que rendir a la historia
al cabo de su proceso, sino más bien una cuenta
que arreglar con ella previamente. Los ejemplos
abundan: el más llamativo es el de Du Bois-Rey-
mond y el historial que este hace del problema del
reflejo, no en un capítulo de introducción sino en
un discurso oficial.14 En él vemos en toda su ple­
nitud cuáles son los elementos que determinan el
retomo ficticio al pasado: una cronología llena de
huecos, entre los cuales se deslizan los elogios re­
trospectivos, no gratuitamente repartidos. Resul­
ta manifiesto que esta historia es defectuosa; pe­
ro, más aún, ni siquiera es una historia. Tres son
los rasgos esenciales que exhibe: es analítica, re­
gresiva y estática.
A nalítica en un primer sentido, porque aísla
una línea específica, y no el verdadero historial de
un problema determinado, lo cual plantea muy
otras cuestiones; se conforma con un tratamiento
parcial de ese problema. Cuando Gley y Dastre
delinean la historia de la cuestión de las secrecio­
nes internas, «uno y otro desvinculan las expe­
riencias fisiológicas de las circunstancias h is­
tóricas de su creación, las recortan y las ligan en­
tre sí, y sólo invocan la clínica y la patología para
confirmar observaciones o verificar hipótesis de
fisiólogos», a pesar de que en ese fragmento de
historia la fisiología no tiene un papel protagóni-
co (su papel es «de explotación, y no de funda­
ción»).15 Al estrechar la apertura del campo den­
tro del cual se desarrolla una problemática especí­
fica, nos impedimos comprender la lógica pro-

14 Emil du Bois-Reymond, discurso en conmemoración de


la muerte de Johannes Müller en 1858, citado en G. Can­
guilhem, La Formation du concept. . .,op. cit,, pág. 139.
15 G. Canguilhem, «Pathologie et physiologie de la thyro'i-
d e .. op. cit., pág. 87 [«Patología y fisiología de la tiroi­
des. . .», op. cit., pág. 305],
pía de su movimiento. Pero esta no es sino una
primera forma de división: aún más significativa
es la voluntad de efectuar una partición dentro de
la historia misma, por medio de los criterios que
proporciona el estado actual de una ciencia. La in­
vestigación del pasado coincide entonces con un
trabajo de descomposición: se trata de develar en
retrospectiva parcelas, gérmenes de verdad, y li­
berarlos de los márgenes de error. El descubri­
miento científico, por consiguiente, nunca será lo
que sus condiciones de aparición hacen de él, sino
la aparición pura, la manifestación o la revelación
de lo que debe ser. En el límite, se diagnostican in­
venciones fallidas reconstituyendo la verdadera
solución de un problema a partir de sus elemen­
tos: es lo que sucede, por ejemplo, si se pasa «revis­
ta a los conocimientos de toda clase y origen en los
cuales, al parecer, Müller podría haber encontra­
do, en aras de una unificación que con seguridad
era muy capaz de hacer, las presunciones de lo
que sesenta años más tarde habría de contener un
tratado común de fisiología en materia de tiroi­
des».16 Se omite así lo que debe suscitar la aten­
ción prioritaria del historiador de las ciencias,
como, por ejemplo, esta declaración de Johannes
Müller en su Handbuch: «Se ignora cuál es la fun­
ción de la tiroides», que expresa no una elemental
confesión de ignorancia, sino la voluntad del cien­
tífico de determinar con precisión lo que él sabe,
para aislar sobre esa base el contenido de su igno­
rancia. En tal perspectiva, hay un desfile de ver­
dades científicas amputadas de su contexto real, lo
cual hace creer a la vez en la continuidad de un es­

16J&ic£., pág. 78 [ibid., pág. 293].


clarecimiento y en la persistencia de una oculta­
ción: los espacios de ignorancia no hacen, enton­
ces, más que demorar la marcha del conocimiento,
que no por ello deja de avanzar; se habla a la sa­
zón de una «viscosidad del progreso».17 La verdad
de esa representación de la historia se encuentra
en el reverso exacto de la descripción que se hace
de ella: sólo se muestra el paso de lo falso a lo ver­
dadero a condición de presuponer lo verdadero en
el punto de partida. Se supone al comienzo, incon-
fesada o inconfesable, una edad de oro científica,
en que la totalidad de la ciencia se lee de derecho
como en transparencia, sin que sea necesaria la
participación de un trabajo y un debate; una ino­
cencia de lo verdadero, efectuada a través de su
donación ideal, tras lo cual la historia no es más
que caída, oscurecimiento, crónica de una lucha
vana. El secreto de esta historia es, por lo tanto,
una reflexión puramente mítica, que no por ello
está desprovista de sentido, porque el mito cum­
ple una función precisa: la de proyectar en un co­
mienzo que reniega de toda temporalidad, ya que
la precede radicalmente, el estado actual de la
ciencia.
En segundo lugar, la presentación espontánea
de la historia del saber es regresiva, porque con­
siste en reconstruir verdades a partir de un ele­
mento verdadero ya dado en el presente de la cien­
cia y proyectado en un comienzo mítico. Más que
exacta, esta historia decide ser reflexiva: aspecto
importante, porque la otra historia que escribe
Georges Canguilhem, construida sobre las ruinas
de esta, también será reflexiva; se verá entonces

17Ibid.
que a partir del método recurrente puede insti­
tuirse una representación absolutamente dife­
rente del hecho histórico. La regresión llevada a
cabo por la historia de los científicos cae en una
trampa porque confunde su movimiento con el del
análisis: al mismo tiempo, la retrospección se re­
duce a un recorte, que permite efectuar una selec­
ción; en esas condiciones, el despliegue de las teo­
rías se limita a ser un surgimiento, cuya posibili­
dad se programa sobre la base de la teoría final.
Para terminar, esta presentación es estática,
porque en ella no se atribuye papel alguno a una
duración efectiva: todo se juega en el presente in­
memorial de la teoría, que sirve a la vez de punto
de partida y de referencia última. Una vez insta­
lado el decorado (el estado actual de una teoría)
como apariencia engañosa, es imposible escapar
al teatro, y las intrigas que en él se representan
son todas fingidas. Así como su comienzo no es
más que el resultado de una proyección mítica, el
tiempo de esa historia no es sino el disfraz de una
lógica. Para tomar una de las imágenes de Can­
guilhem, las teorías precedentes son «repeticio­
nes» de la que llega en último lugar, tanto en el
sentido teatral de la palabra, en que la repetición
o el ensayo precede al espectáculo, como en su sen­
tido corriente de recapitulación.18 Dado que al co­
mienzo y al final debemos encontrar lo mismo, en­
tre uno y otro no pasa nada. Las nociones vienen y
se van, pero a nadie se le ocurriría interrogarse
sobre su ir y venir: las cosas sólo existen, pues,
porque su naturaleza siempre ha consistido en

18 G. Canguilhem, «LTiomme et l’anim al.. op. cit., pág.


85 [«El hombre y el an im al..,», op. cit., pág. 123],
existir, y terminamos por hablar de «nociones vie­
jas como el mundo».19 Nada aparece, nada nace,
no hay más que «desarrollo» continuo de un pasaje.
Nos quedamos, por ende, con la ciencia presen­
te constituida, cuya historia no es más que el des­
pliegue inverso, la deducción en espejo, retros­
pectiva. En esa perspectiva, es imposible hablar
de la formación real de una ciencia, de una teoría
(pero, precisamente, se verá que las que se «for­
man» no son, en rigor, las teorías): con anteriori­
dad a la última etapa tan sólo hay una prehistoria
artificial, tras la cual queda todo por hacer. El
ejemplo más característico de esta deformación lo
brinda el concepto de reflejo en sus relaciones con
el cartesianismo (uno de los temas centrales del li­
bro acerca del reflejo). El concepto científico de re­
flejo, llegado a la adultez, permite elaborar una
teoría del movimiento involuntario con prescin-
dencia de cualquier psicología de la sensibilidad:
parece inscribirse con toda naturalidad en un con­
texto de inspiración mecanicista, y nada es más ló­
gico, por ende, que buscar sus orígenes en Descar­
tes. De hecho, en el artículo 36 del Tratado de las
pasiones, y en el Tratado del hombre, encontra­
mos la palabra o su sombra, y una observación co­
rrespondiente a lo que desde entonces hemos
aprendido a designar como un fenómeno reflejo.
Ahora bien, un estudio atento de la fisiología
cartesiana revela, en primer lugar, que en los tex­
tos utilizados estamos frente a otra cosa, y no a un
fenóm eno reflejo', en segundo lugar, que el con­
junto de la teoría cartesiana (concepción de los
espíritus animales, de la estructura de los ner­
vios, del papel del corazón) hacía en realidad im ­
posible la formulación del concepto de reflejo. Es­
tamos, pues, en presencia de una leyenda, pero de
una leyenda tenaz, verdaderamente constitutiva
y simbólica de cierta manera de escribir o, mejor,
de reescribir la historia. El ejemplo muestra en
medida suficiente que se trata de una historiogra­
fía, una historia orientada, apologética, y no siem­
pre por razones que obedezcan, a la ciencia o la teo­
ría: si Du Bois-Reymond pone por delante a Des­
cartes, lo hace para escamotear a Prochaska, y si
el profesor de la Universidad de Berlín borra de la
historia al científico checo, es para afirmar la su­
premacía nacionalista de una ciencia «fuerte» so­
bre la ciencia de una minoría.
Más que una ciencia que escribe su historia,
vemos allí a un científico que redacta sus memo­
rias, y para hacerlo proyecta su presente en un
pasado imaginario. Pero el ejemplo del reflejo no
sólo es demostrativo: nos hace entrar en las razo­
nes de esa desviación y permite describir su for­
ma exacta, puesto que el concepto de reflejo, una
vez «formado», parece tener por derecho propio su
lugar en una teoría mecanicista. Habrá que ver,
con todo, si ese lugar se impone de manera absolu­
ta y es excluyente de otro, aunque la historia, tal y
como el científico la reconstruye, traslada el con­
cepto al contexto de otra teoría, armoniosa con la
primera. La trayectoria de esa historia ficticia se
traza, pues, entre dos teorías, e incluso entre dos
formas de una misma teoría. El concepto sólo par­
ticipa como mediación, pantalla para esa opera­
ción de sustitución; y, de hecho, se advierte que se
lo olvida como tal, al extremo de reconocérselo
donde no está. Por otra parte, esta historiografía
no es un puro fantasma, un simple fenómeno de
proyección; se apoya sobre datos reales, que uti­
liza o explota como pretextos: se refiere sobre to­
do a ciertos protocolos de observación considera­
dos «suficientes»; la presencia de un mismo fenó­
meno parece bastar para confirmar la permanen­
cia del concepto (por ejemplo: el reflejo palpebral
figura, al parecer, en las observaciones reprodu­
cidas por Descartes; al menos, lo que más adelan­
te se identificó como reflejo palpebral es efectiva­
mente observado y descripto por él). En conse­
cuencia, el mecanismo de la deformación es el si­
guiente: se tom an los fenómenos por conceptos y
los conceptos por teorías; en un comienzo, hay una
confusión organizada de los niveles, cuando una
verdadera representación de la historia, que pre­
serve su historicidad real, tiene que distinguir ri­
gurosamente lo que se relaciona con la observa­
ción de los fenómenos, con la experimentación,
con el concepto y con la teoría.
La distinción entre el concepto y la teoría conti­
núa siendo lo más difícil de lograr, porque en apa­
riencia no remite a operaciones separadas. Por el
momento, entonces, tan sólo pueden proponerse
determinaciones aproximadas, que será menester
precisar. Un concepto es una palabra más su defi­
nición; el concepto tiene una historia; en un mo­
mento de ella, se dice que está formado, a saber:
cuando permite establecer un protocolo de obser­
vación —«En 1850, el concepto de reflejo está ins­
cripto en los libros y en el laboratorio, bajo la for­
ma de aparatos de exploración y demostración
montados por él y que sin él no hubiesen existido.
El reflejo deja de ser sólo concepto para convertir­
se en percepto»—20 y cuando ingresa a la práctica
de una sociedad: al mismo tiempo que aparece el
martillo que revela el reflejo rotuliano, la palabra
pasa a la lengua corriente; la difusión del concepto
coincide con su vulgarización, y en ese momento
comienza otra parte de su historia, que no es tanto
la de su deformación como la de constatación de su
inadaptación creciente a lo que se le quiere hacer
decir: es el inicio de su revisión (la inversa de la
formación). Una teoría consiste en la elaboración
general de aquello que por ahora nos conformare­
mos con llamar «aplicaciones» del concepto. Mien­
tras que el camino de la historia real va del con­
cepto al fenómeno a través de dos mediaciones ín ­
tim am ente solidarias: experimentación y teoría, la
historia vista de manera espontánea por los cien­
tíficos se funda en una concepción jerárquica de
los niveles, de la observación a la teoría, que auto­
riza a la vez operaciones de sustitución (fenómeno
= concepto = teoría) y una concepción de la histo­
ria como encadenamiento de las teorías: partimos
de ellas y en ellas nos quedamos, ligadas unas a
otras porque constituyen, en apariencia, el ele­
mento más consumado de la práctica científica, el
que ofrece una indiscutible consistencia y con el
cual, por consiguiente, podemos contar. Proceder
idealista típico.
La idea de un encadenamiento implica la de­
pendencia con respecto a una lógica, dada por la
última teoría en cuanto se la presenta como la ra­
zón de todas las otras, la que las explica. Ahora
bien, Georges Canguilhem sustituye el encadena­
miento de las teorías por la filiación de los concep­
tos: de allí la exclusión de todo criterio interno,
dado por una teoría científica y, por lo tanto, su­
puesto por ella. La meta de Canguilhem es atri­
buir todo su valor a la idea de una historia de las
ciencias, que procure identificar, detrás de la cien­
cia que oculta su historia, la historia real que la
gobierna y la constituye. Se trata, pues, de prose­
guir la historia en el exterior de la ciencia misma,
lo cual es una manera de decir que esa historia es,
de hecho, el paso de un «no se sabe» a un «se sabe».
Se dirá además que es el esfuerzo por pensar la
ciencia en su cuerpo real, el concepto, más que en
su legalidad ideal, constituida por la teoría en su
forma consumada. Proceder propiamente dialécti­
co y materialista.

Nacimiento y formación de los conceptos


Antes de elaborarla de manera más precisa, la
orientación que sostenemos de aquí en más indu­
ce a considerar la historia como una sucesión de
acontecimientos reales, y no como el desenvolvi­
miento de intrigas ficticias o como una disemina­
ción de accidentes. En consecuencia, el método de
investigación será necesariamente empírico y crí­
tico: debe estar abierto a toda posibilidad de in­
formaciones, tanto más cuanto que está en pre­
sencia de un material esencialmente disfrazado.
De tal modo, la formación de un concepto como el
de reflejo debe ser descripta a través de una serie
de etapas originales, específicas, cuya enumera­
ción se inspira más en una lógica de la biología
que en una lógica formal o filosófica. Cada con­
cepto tiene, por lo tanto, su historia propia, en la
cual siempre se registran, empero, dos momentos
esenciales: el de su nacimiento y aquel en que ac­
cede a su consistencia característica (ya no se ha­
bla de coherencia, porque todos los estados de un
concepto tienen, por derecho propio, su coherencia
correspondiente); se dice entonces que el concepto
está «formado»: en el caso del concepto de reflejo,
se puede estimar que la segunda etapa se cumplió
en 1800, cuando recibió su definición cabal, en la
cual puede encontrarse, como si se organizara en
estratificaciones, toda la historia que lo separa de
su nacimiento.

1. El tema del nacimiento remite a una doble


exigencia metodológica: los conceptos no son da­
dos para toda la eternidad, y la cuestión de su
aparición precede por derecho propio a la de su
prefiguración y, por lo tanto, la invalida. Al nacer,
un modo de pensar científico aparece con indepen­
dencia de toda elaboración teórica: la teoría pue­
de coincidir o coexistir con el concepto, pero no lo
determina. Así también, para aparecer, un con­
cepto no exige un telón de fondo teórico predeter­
minado-, ocurre, por ejemplo, que el concepto de
reflejo no tiene origen en el contexto mecanicista
al que se creyó poder transponerlo retrospectiva­
mente, sino que surge, con la obra de Willis, en el
contexto de una doctrina de inspiración dina-
mista y vitalista, en relación con la cual se presen­
ta como una anomalía. En ese sentido, el naci­
miento de un concepto es un absoluto comienzo:
las teorías, que son como su «conciencia», sólo vie­
nen después, y varias excrecencias teóricas pue­
den injertarse en un mismo concepto. La indife­
rencia del concepto naciente respecto del contexto
teórico de ese nacimiento (como escribe Canguil­
hem en su introducción a la Physiologie de Kay-
ser, págs. 18-20 [op. cit., pág. 249]: «los problemas
mismos (. ..) no se originan necesariamente en el
terreno en que encuentran su solución») es para
aquel la promesa de una verdadera historia, que
tiene por condición la polivalencia teórica. Los de­
sarrollos ulteriores del concepto coexistirán en
parte en su paso de un contexto teórico a otro.
Hay que describir con mayor precisión el con­
cepto en su nacimiento y las condiciones de este
último. El concepto, lo hemos dicho, comienza por
no ser otra cosa que una palabra y su definición.
La definición es lo que permite identificarlo-, lo
especifica entre los conceptos y en su carácter de
tal. Dentro de la sucesión de niveles a la que ya
nos hemos referido, tiene, por consiguiente, un
valor discriminatorio: «No se puede considerar
equivalente de una noción ni a una teoría general
como lo es la explicación cartesiana del movi­
miento involuntario ni, con mayor razón, a un re­
cordatorio de observaciones que en muchos casos
se remontan más allá de nuestro autor»;21 la con­
cepción cientificista de la historia, por el contra­
rio, en modo alguno tiene en cuenta los rasgos dis­
tintivos de la noción, o concepto, porque confunde
teoría y observación. Al mismo tiempo que distin­
gue la función que le es propia, la definición eleva
el concepto por encima de su realidad inmediata,
al dotar de un nuevo valor al soporte terminológi­
co que lo constituye en un inicio: de la palabra ha­
ce una noción. Hay que partir, sin duda, del sopor­
te terminológico, según escribe Canguilhem en su
artículo sobre «patología y fisiología de la tiroides»
(pág. 80 [op. cit., pág. 295]): «Es cierto, las pa­
labras no son los conceptos que ellas vehiculan,
y los conocimientos sobre las funciones de la tiroi­
des no aumentan cuando se restituye, en una eti­
mología correcta, el sentido de una comparación
de morfologista. Pero no es indiferente para la his­
toria de la fisiología saber que, en 1905, cuando
Starling propuso por primera vez el término “hor­
mona” a sugerencia de W. Hardy, lo hizo luego de
consultar a un colega, W. Vesey, filólogo de Cam­
bridge». Empero, tampoco cabe detenerse allí: co­
mo dice el propio Canguilhem en uno de sus ar­
tículos sobre Bachelard [«La historia de las cien­
cias. ..», op. cit., pág. 187], «una misma palabra no
es un mismo concepto. Es preciso reconstituir la
síntesis en la cual está insertado el concepto, es
decir, reconstruir a la vez el contexto conceptual y
la intención directriz de las experiencias u obser­
vaciones». Develar la aparición de una noción es,
por ende, reducir la ciencia a su materia prima in­
mediata, extraída del lenguaje, pero sin perder de
vista las condiciones prácticas de su elaboración,
pues son ellas las que permiten saber si se trata o
no de simples palabras. Así podrá reconstituirse
la invención del concepto, con apoyo en sus instru­
mentos reales; y se trata de algo muy distinto de
una psicología intelectual. Esos instrumentos son
de dos clases, y deberá estudiárselos aparte: el
lenguaje y el campo práctico.
En primer lugar, el campo práctico: interviene
en el plano de la experimentación, en relación con
el papel efectivamente motor cumplido por técni­
cas que corresponden a ciencias diferentes de la
que está sobre el tapete; en el inicio, ese papel es
determinante. Aun en el momento de la observa­
ción, la ciencia sólo se constituye si la movilizan
exigencias que ella es incapaz de encontrar en sí
misma y que ponen de manifiesto sus fenómenos
cruciales: en la historia de la fisiología, ese papel
lo juega la clínica, por intermedio de la patología.
El caso de las funciones de la tiroides es particu­
larmente demostrativo de ese tipo de interferen­
cias: «En ese ámbito, la fisiología fue tributaria de
la patología y la clínica en cuanto a la significa­
ción de sus primeras investigaciones experimen­
tales, y la clínica fue tributaria de adquisiciones
teóricas o técnicas de origen extramédico».22 El
estudio de esos encuentros es capital: si su detalle
parece responder, la mayoría de las veces, a la
anécdota, se trata de una anécdota determinante,
ilustrada, porque permite medir la amplitud de
un campo científico, que depende de su carácter
multidimensional. Este estudio tiene un doble al­
cance: la distancia puede apreciarse como un obs­
táculo, pues será harto difícil que alo largo de ella
dos líneas puedan confluir; pero la profundidad
del campo anuncia también una fecundidad, ya
que posibilitará que más líneas se crucen en él. Se
verá que esa distancia, en cuanto une y en cuanto
separa, permite explicar casi todos los aconteci­
m ientos de una historia científica, que dejan de
ser entonces azares oscuros para convertirse en
hechos inteligibles.
22 G. Canguilhem, «Pathologie et physiologie de la thyroi-
d e ...», op. cit., págs. 78-9 [«Patología y fisiología de la tiroi­
des. ..», op. cit., pág. 292],
La terminología es más que un medio en la gé­
nesis de un pensamiento científico: es la condición
de su movimiento. Detrás del concepto, la palabra
garantiza los traspasos del sentido. La presencia
continua de la misma palabra permite el paso de
un concepto de un ámbito a otro; de un ámbito no
científico a un ámbito científico, por ejemplo: el
concepto de «umbral», en una psicología científica,
se importa de la teoría filosófica de las pequeñas
percepciones; el concepto de «tono», en la fisiolo­
gía, proviene de la teoría estoica del pneuma. Pero
el traspaso puede también darse de una ciencia a
otra: el concepto de «intensidad», que después de
Leibniz encontramos en la tentativa de una ma-
thesis intensorum, se desplazó del terreno de la di­
námica al de la óptica. Por otra parte, la palabra
misma puede cambiar a la vez que desplaza el
concepto, y ese trabajo del lenguaje sobre sí mis­
mo precede acaso de hecho —y ayuda, a buen se­
guro— a la mutación del sentido; un apéndice de
E l conocimiento de la vida que describe así, sin
abandonar el nivel del vocabulario, el paso de la
teoría fibrilar a la teoría celular, concluye: «Ve­
mos, en resumen, de qué manera una interpreta­
ción conjetural del aspecto estriado de la fibra
muscular llevó a los partidarios de la teoría fibri­
lar, poco a poco, a utilizar una terminología tal
que la sustitución de una unidad morfológica por
otra, si bien exigía una verdadera conversión inte­
lectual, se veía facilitada por el hecho de que en­
contraba en gran parte preparado su vocabulario
de exposición: vesícula, célula».23 Esta plasticidad

23 G. Canguilhem, La Connaissance de la vie, op. cit.,


apéndice I, pág. 215.
de las palabras, su facultad casi «espontánea» de
moverse para dar cabida al nuevo concepto, tie­
nen sin duda su razón esencial en la imagen que el
concepto sólo oculta en sí para exponerla en los
momentos cruciales de la historia de las ideas. El
estudio de las variaciones terminológicas condu­
ce, pues, a una meditación sobre la función de la
im aginación. Esta función es ambigua: cuerpo
preparado para toda anticipación, la imagen se
ofrece a la vez como un obstáculo y una guía. El
obstáculo: damos aquí con todos los temas bache-
lardianos del retomo a la mitología; la ficción re­
currente es también una regresión teórica. Por eso
puede decirse que hay imágenes viejas como el
mundo, lo cual es justam ente imposible en lo que
atañe a los conceptos: la pendiente de la ensoña­
ción lleva siempre al mismo punto, donde la histo­
ria se ha detenido. El capítulo sobre el «alma íg­
nea» de La formación del concepto de reflejo mues­
tra lo que puede ser ese desfile de figuras precien-
tíficas, que prolonga una noción por debajo de sus
posibilidades reales: como si la imaginación hu­
biese ido demasiado lejos en su exploración, se re­
fugia entonces en una imagen familiar y siempre
tentadora. Sin embargo, esto no debe hacer olvi­
dar el poder de prospección que poseen simultá­
neamente las imágenes. Willis forja la noción de
reflejo en el marco de una doctrina que en gran
parte es fantástica. La invención supone la volun­
tad de ir hasta el fin de nuestras propias imáge­
nes, seguir lo más lejos posible la lógica de su sue­
ño: porque piensa íntegramente la vida como luz,
Willis puede recurrir, para describir el movimien­
to, a las leyes ópticas de la reflexión, y lleva a cabo
entre dos ámbitos la unión que Descartes, pre­
cisamente, había omitido. Figurar ya no es, por
lo tanto, ilusionarse o descansar en la vuelta a los
temas míticos de una reflexión bloqueada en imá­
genes: la im agen encubre una dinámica propia
—un «esquematismo», diríamos en el lenguaje de
Kant—, en virtud de la cual ya no es sólo una evo­
cación, vista desde lejos como un puerto de ama­
rre, sino que reactiva el movimiento de la refle­
xión. Pero este movimiento también puede sobre­
pasar su meta, dejar atrás el concepto mismo, al
preferir la sombra que proyecta por delante en el
impulso de una difusión galopante, como lo de­
muestra la historia tardía del concepto de reflejo,
su vulgarización, que termina por no retener ya
sino la imagen, de la que hace una abstracción. Ya
cumpla la función de un obstáculo o la de una esti­
mulación, la imagen se ha convertido en el corre­
lato y la condición de una definición.
Se logra, así, poner de relieve una lógica singu­
lar y particularmente precaria, que es la de las pa­
labras. Empero, no se trata aquí de ponerla en va­
lor sin reservas, hacer de la vida del lenguaje el
fundamento de la invención, puesto que la histo­
ria de las ciencias no es sólo la historia de las fun­
daciones exitosas. En la pequeña escala de los
descubrimientos singulares, la razón de sus inno­
vaciones no suele ser otra cosa que una aproxima­
ción inesperada o una curiosa elevación. Volver a
las condiciones reales que no siempre embellecen
el momento de la invención es representarse una
sucesión necesaria, a falta de ser, propiamente
hablando, rigurosa. La elevación puede resultar
desafortunada, y aventurada la aproximación; pe­
ro estas mismas dificultades son «estimulantes»
de la invención, y la historia, aunque fallida, no
deja por eso de estar más determinada y ser, a su
manera, más racional. Como dice Canguilhem en
su introducción a la Physiologie de Kayser (págs.
18-20 [op. cit., pág. 247]), «sólo a ese precio pueden
encuadrarse de acuerdo con su justo valor de sig­
nificación los accidentes que impiden a cualquier
investigación un desarrollo sereno, los callejones
sin salida de la exploración, las crisis de los méto­
dos, los defectos técnicos —a veces, afortunada­
mente convertidos en vías de acceso—, los nuevos
puntos de partida no premeditados». Lo fortuito,
justamente porque siempre se resitúa en el campo
total de su aparición, recibe toda su función de
realidad: «si en cierto sentido todo sucede al azar,
o sea, sin premeditación, nada pasa por casuali­
dad, esto es, gratuitamente».24 El acontecimiento
se identifica, en el sentido muy fuerte que la poe­
sía dio a veces a esta palabra, como un encuentro:
esto es lo que, paradójicamente —pero no para el
historiador—, elimina sus incertidumbres. Hay
encuentros que se hubieran producido de todos
modos, que se producen en varios lugares a la vez,
y hay cadenas de encuentros. Así, el tiempo del
descubrimiento queda situado con exactitud. Con­
tra la ilusión de una viscosidad del progreso, la
historia marcha entonces a su ritmo real. Eso es lo
que legitima la decisión de estar atento a la opaci­
dad y no a la transparencia, fundada en el supues­
to de una lógica autónoma de la racionalidad cien­
tífica. A la decisión de esclarecer lo fortuito a la luz

24 G. Canguilhem, «Pathologie et physiologie de la thyroi-


d e .. .», op. cit., pág. 85 [«Patología y fisiología de la tiroi­
des. . op. cit., pág. 301].
de una necesidad circunstancial responde la in­
quietud de poner en evidencia que los conceptos,
en vez de ser deducidos, son producidos. La línea
del desarrollo se quiebra pues ya no corresponde a
una continuidad lógica, pero sobre ella podemos
comenzar a señalar las «épocas del saber».
Esta puesta en evidencia de los caracteres pro­
pios de una formación se basa, en esencia, en una
problemática del origen: el origen es lo que especi­
fica desde el inicio un concepto, lo individualiza al
nacer, con prescindencia de cualquier relación con
una teoría. Se presenta como una elección que
pone en marcha, aun cuando sin prefigurarla, la
historia singular del concepto. No es, por consi­
guiente, un comienzo neutro, un grado cero de la
práctica científica. Un curso inédito de Georges
Canguilhem sobre los orígenes de la psicología
científica (1960-1961) se apoya en la distinción,
etimológicamente establecida, entre los conceptos
de comienzo y origen: origo, de orior, significa «sa­
lir de»; cum-initiare, del bajo latín, significa algo
muy distinto: «entrar a», «abrir un camino». Se­
gún Canguilhem, «descubrimos los orígenes cuan­
do dejamos de preocuparnos por los comienzos».
La cuestión consiste, entonces, en que esos con­
ceptos no proponen dos interpretaciones de un
mismo momento, sino dos momentos histórica­
mente diferentes: la psicología científica comienza
en el siglo XIX, pero tiene sus orígenes en Locke y
Leibniz. De tal modo, la aprehensión del comienzo
y la del origen remiten a dos momentos de cariz
exactamente inverso: partimos del comienzo, pero
nos remontamos al origen. Este último movimien­
to de remonte caracteriza a la historia recurren­
te tradicional, la historia retrospectiva y apolo­
gética, que se presenta como una determinación
reflexiva de los orígenes, según la paradoja propia
de una arqueología recurrente. A fin de que ese
retorno tenga algún sentido es menester que no se
limite a la puesta en evidencia de una identidad
(interpreto el concepto de reflejo en un contexto
mecanicista, y sin duda es en ese mismo contexto,
por lo demás, donde aparece) y desemboque, antes
bien, en la revelación de una especificidad. Se tra­
ta, por conducto de un recorrido en sentido inver­
so del movimiento de la historia, de reconocer el
verdadero significado de una noción, lo cual supo­
ne resituarla, no en un mero contexto teórico re­
trospectivo, sino en su problem ática real: «Los
problemas exigen la reflexión en el presente. Si la
reflexión conduce a una regresión, esta le es nece­
sariamente relativa. Así, el origen histórico im­
porta menos, a decir verdad, que el origen reflexi­
vo».25 En consecuencia, remontarse hasta el ori­
gen del concepto es exponer la permanencia de
una cuestión y esclarecer su sentido actual. Por
ejemplo, la búsqueda de los orígenes del concepto
de norma, tal como la emprende Canguilhem al fi­
nal de su libro Lo normal y lo patológico, implica
mostrar cómo avanzó la idea de una fisiología a
partir de una patología y a través de las necesi­
dades clínicas. Se determinan pues, al mismo
tiempo, el sentido y el valor de una disciplina, que
definen su naturaleza.
Este proceder permite precisar con mayor de­
talle lo que distingue al concepto de la teoría: la
presencia continuada del concepto, en toda la lí­

25 G. Canguilhem, Essai sur quelques problétnes. . ., op.


cit., pág. 29.
nea diacrónica que constituye su historia, atesti­
gua la permanencia de un mismo problema. Defi­
nir el concepto es form ular un problema', el seña­
lamiento de un origen es también la identifica­
ción de un problema. Lo importante, en conse­
cuencia, es reconocer, a través de la sucesión de
las teorías, «la persistencia del problema dentro
de una solución que se cree haberle dado».26 De
esta manera, hacer hincapié en el concepto para
escribir la historia de una ciencia, y proponerse
distinguir su línea particular, es negarse a consi­
derar el inicio de esa historia, y cada una de sus
etapas, como germen de verdad, elemento de teo­
ría, únicamente perceptible a partir de las nor­
mas de la teoría ulterior; nos negamos a efectuar
una reconstitución de premisas imaginarias para
no ver, en lo que inicia en esta historia, más que la
fecundidad de una actitud e incluso la elaboración
de un problema. Si el concepto está del lado de las
preguntas, la teoría está del lado de las respues­
tas. Partir del concepto para escribir la historia es
decidir partir de las preguntas.
El concepto de norma representa un preciso
ejemplo de esta destitución del punto de vista teó­
rico y del privilegio otorgado a la apertura de una
problemática. Es imposible hacer una determina­
ción científica exhaustiva del concepto de norma:
todas las tentativas en ese sentido (por el objeto
de la fisiología, por la idea de media [moyenne] . ..)
se apartan del ámbito propio del conocimiento
científico. Aquí, las respuestas no están en el mis­
mo nivel que la pregunta: así, la respuesta a la
«pregunta» de Quételet sobre el «hombre medio»

26 Ibid., pág. 38.


le es dada por Dios; las respuestas no pueden ser­
vir de punto de vista exclusivo sobre la historia,
porque pertenecen en realidad a otra historia: la
respuesta de Dios lo muestra en suficiente me­
dida. No se puede reducir el concepto a la teoría a
la cual remite ocasionalmente; tampoco se lo pue­
de ilustrar por ella. Lo cual no quiere decir que sea
imposible definirlo, o que la pregunta que subyace
en él carezca de sentido; pero se trata de una pre­
gunta en busca de su sentido, y por eso implica en
lo fundamental una historia. En ese aspecto, el
concepto de norma tiene un valor eminentemente
heurístico: la norma no es un objeto a describir ni
una teoría en potencia; sólo si se reconoce esto
podrá utilizársela como regla de investigación.
«Nos parece que la fisiología tiene algo mejor para
hacer que procurar definir objetivamente (es
decir, como un objeto) lo normal, y es reconocer la
original normatividad de la vida».27 Reconocer el
concepto es mantenerse fiel a la pregunta vehicu-
lada por él y a su naturaleza propia de pregunta,
en lugar de tratar de resolverla y, por consiguien­
te, de terminar con ella sin haber revelado su va­
lor heurístico. Esta exigencia es válida tanto para
el proceder de la ciencia como para el de la histo­
ria de las ciencias, sin que ello implique reducirlos
a una medida o un punto de vista comunes. «No
nos importa tanto aportar una solución provisoria
como mostrar que un problema merece ser plan­
teado».28
En esa perspectiva, sorprendentemente, se re­
cupera la fórmula que hace de la filosofía «la cien­

27 Ibid., pág. 109.


28 Ibid., pág. 108,
cia de los problemas resueltos»,29 en un sentido
que Brunschvicg quizá no le otorgaba; la filosofía
—y aquí, aunque la cuestión sólo deba ser del todo
clara por lo que sigue, filosofía quiere decir histo­
ria, es decir, revelación de la historicidad de un
saber— es la ciencia de los problem as con inde­
pendencia de su solución, y por ende la ciencia que
no se preocupa por las soluciones, dado que, en
cierto modo, siempre las hay y los problemas
siempre se resuelven en su nivel; en efecto, la his­
toria de las soluciones no es más que una historia
parcial, una historia oscura y que oscurece todo lo
que toca, al generar la ilusión de que los proble­
mas pueden liquidarse, y olvidarse. La historia,
justamente, al pasar por detrás de la acumulación
de teorías y respuestas, está a la búsqueda de los
problem as olvidados, aun a través de sus solu­
ciones.
La diferencia entre la tesis de medicina de Can­
guilhem de 1943 (el E ssai sur quelques problé-
m es. . . ) y sus otros libros reside, precisamente, en
que no parece llevar tan lejos como ellos esa exi­
gencia de método, habida cuenta de que en mu­
chos pasajes propone en apariencia la «solución»:
la vida. En la obra de Georges Canguilhem, donde
la fidelidad al «espíritu del vitalismo» se recuerda
en forma regular, podríamos distinguir dos vita­
lismos: el primero, sin sombra, aportaría la res­
puesta a la pregunta de la fisiología y por ese mis­
mo motivo la fundaría; decimos bien, en condicio­
nal, «aportaría», porque ese vitalismo es criticado
enseguida por la interpretación que se da al espí­

29 Cf. G. Canguilhem, La Formation du concept. . op.


cit.
ritu del vitalismo, la cual le confiere un lugar de
privilegio con respecto a todas las teorías posibles:
la de ser teórico sólo en apariencia, puesto que en
el fondo no es más que la preservación, en el plano
propio del concepto, de la voluntad de perpetuar
una problemática. La respuesta no es, entonces,
sino una transposición de la pregunta, y el medio
encontrado para conservarla: «El animismo o el
vitalismo, es decir, doctrinas que responden a una
pregunta situándola en la respuesta».30 Hay, por
consiguiente, dos fidelidades posibles: la que toma
a la pregunta por una respuesta, se contenta con
una palabra y se apresura a olvidar aquella en la
repetición incansable de esta, y otra, más secreta
y difícil, que se apropia de la pregunta, la reen­
cuentra, la reconoce y sólo admite el vitalism o
contra otras teorías porque no es una teoría', no
porque las critique, sino porque en ellas critica la
teoría (o, mejor, su ilusión) y de ese modo devuelve
a la ciencia —en este caso, a la fisiología— una
historia y un porvenir a la vez.
Se llega así a una de las más grandes dificul­
tades en el trabajo de desenterramiento del con­
cepto: si la presencia de este envuelve la perma­
nencia de una pregunta, la mayoría de las veces
sólo lo hace de una manera oscura, presentando
esa pregunta como una respuesta y disfrazando
de teoría el concepto. Sin embargo, la pregunta
nunca se olvida; transpuesta, persiste, y quien
utiliza el concepto, a fin de cuentas, reflexiona so­
bre ella, aunque sea ignorante de esa reflexión.

30 G. Canguilhem, «La constitution de la physiologie..


op. cit., pág. 16 [«La constitución de la fisio lo g ía.. .», op.
cit., pág. 244].
En síntesis, volver al concepto es exhibir la pre­
gunta original, y ese es el sentido de la empresa de
una arqueología: en la medida en que la pregunta
no está atada a sus respuestas por una relación
de necesidad —en tanto que el concepto mantiene
su independencia respecto de un contexto teóri­
co—, la historia describe un auténtico devenir
determinado pero abierto, aplicándose a restituir
mutaciones verdaderas; y estas sólo pueden se­
ñalarse a través de su relación con un nacimiento
que no tiene valor de medida sino en cuanto no se
halla petrificado en el indicio de una inmutabi­
lidad.

2. Hacer la historia del concepto después de su


nacimiento es dar cuenta de un movimiento de
formación, que debe su consistencia a su poliva­
lencia original. No se tratará, por lo tanto, de una
línea reflexiva en sí misma, sino de un trayecto
que existe únicamente por sus cambios de senti­
do, sus distorsiones. Sólo entonces puede desmiti­
ficarse por completo el tema del origen, que se ha
separado de la representación de una edad de oro
de la verdad, realizada positivamente por simple
proyección y negativamente como resistencia a
una infidelidad. Salir de la edad de oro es poner el
acento en lo que justamente se negaba en el mito:
el caos del error. Volvemos a dar con la idea ba-
chelardiana del valor epistemológico de la false­
dad, el único que permite expresar el paso del no-
saber al saber. En otras palabras, hay que distin­
guir la problemática verdadero/no-verdadero de
la problemática saber/no-saber, y decidir atener­
se con exclusividad a la segunda; para valernos
de un vocabulario marxista que no es el de Geor-
ges Canguilhem, diremos que la primera es una
problemática ideológica —y no se advierte cómo
podría el científico no adherir espontáneamente a
cierta «ideología» de su ciencia—, en oposición a la
segunda, que es una problemática científica: de
ahí la revolución epistemológica implicada por
esta manera particular de escribir la historia. Se
reconoce al mismo tiempo el alcance de una tera­
tología de los conceptos, en cuanto consideración
rigurosa de lo que compete al no-saber: por ejem­
plo, un concepto viable retrospectivamente, en
razón de su fecundidad, puede parecer aberrante
en el momento de su nacimiento; dado que no se
apoya en nada, todavía no ha constituido su telón
de fondo teórico. Puede comprenderse entonces
cómo evoluciona el concepto por razones no teóri­
cas, en especial a raíz de la intervención de una
práctica no científica, o pautada a partir de otra
ciencia: a la sazón, la mayoría de las veces, lo falso
revela no ser m ás que la interferencia no codifica­
da de dos ámbitos alejados; si en ese caso hay des­
proporción, es preciso tomarla como la condición
de aparición de una ciencia.
Una historia que se niega a encerrarse en los
términos de una lógica dada en el inicio, indepen­
diente de su desarrollo, sabe enfrentarse, llegado
el caso, a cierta lógica de lo imprevisto, que es per­
fectamente posible incorporar a la representación
de una racionalidad histórica, en lugar de remi­
tirla a una ideología de la irracionalidad, o irra-
cionalismo. Es menester, por ende, desechar la
tentación de trazar un modelo para toda historia a
partir del tipo de racionalidad así puesto en evi­
dencia. Esto no impide, sin embargo, que un aná­
lisis riguroso como el que se acaba de mencionar
pueda legítimamente considerarse ejemplar; es
lícito entonces extraer enseñanzas de él: la obra
de Georges Canguilhem no nos sirve sólo para re­
flexionar sobre determinados episodios de la his­
toria de la fisiología. Sería, empero, un contrasen­
tido presentar ese análisis como si pudiera repro­
ducírselo al infinito, e imaginar la posibilidad de
transponerlo sin cambio alguno a otros ámbitos,
puesto que la transposición o, para decirlo todo, el
uso de un resultado teórico tomado como modelo
obedece a las reglas de una muy precisa variación,
de una manipulación concertada. En otras pala­
bras, antes de proceder a la aplicación de un méto­
do hay que reflexionar con claridad sobre lo que
significa aplicar, pues un método, que depende de
las condiciones históricas de su formación, no lle­
va prefiguradas en sí mismo las reglas de su uso;
eso es justamente lo que Canguilhem nos enseña
con referencia a un caso particular. Por eso hay
que empezar por describir la naturaleza exacta
de un método, como estamos haciéndolo aquí en
este momento; luego, en otro momento, estudiar
las condiciones de su traslado a otros ámbitos, lo
cual implica un conocimiento, si no completo, al
menos relativamente coherente del terreno de su
trasplante: el método del que se parte puede ayu­
dar a hacer ese reconocimiento, pero no basta
para suprimir la distancia de principio entre los
dos ámbitos en cuestión. Todavía no es el momen­
to de desarrollar este punto. Sin embargo, hay
que señalar que la mayoría de los epistemólo-
gos reflexionan sobre un objeto que privilegian sin
decirlo, e incluso sin reflexionar sobre ese privile­
gio; y quienes los leen y utilizan hacen como si
aquellos hubieran realizado ese trabajo de refle­
xión, y generalizan entonces descripciones que
tal vez sólo debían su rigor y su valor al hecho de
estar íntimamente adaptadas a su ámbito inicial.
No habría que dar la impresión de que eso es lo
que sucede aquí. Y para tener la garantía de ello
no se hará alusión, por ejemplo —aunque no care­
cería de interés hacerlo—, a una posible confron­
tación entre los resultados obtenidos por Canguil­
hem y trabajos llevados a cabo en otros terrenos:
no nos preguntaremos, pongamos por caso, qué
lugar tendría la noción de corte en su historia de
la fisiología, puesto que la cuestión no reside en
saber si él se encuentra con otros o se separa de
ellos, antes de comprender lo que especifica su
propia actitud, al margen de cualquier empresa
de comparación y hasta de apropiación.

Una epistemología de la historia:


ciencia y filosofía
El encuentro entre la historia y su objeto se ha
señalado en varias oportunidades: ahora hay que
justificarlo. En el camino de una historia de la bio­
logía se elabora no una biología del conocimiento
en el sentido tradicional de la palabra, vale decir,
una explicación mecanicista del proceso de pro­
ducción de los conocimientos, sino una reflexión
sobre el conocimiento de la biología precisamente
iluminado por las luces de la biología. En otras
palabras, tiene que haber una relación entre el
método y el contenido de la investigación, una ho­
mogeneidad entre los conceptos cuya razón no re­
sida únicamente en la necesidad del historiador
de pasar por donde la ciencia ya ha pasado. Me­
diante esa relación se denota un pensamiento que
entabla de manera permanente un vínculo re­
flexivo con sus objetos: por eso la elección de es­
tos no es en absoluto indiferente y revela, en cam­
bio, una unidad de estructura, un objetivo deter­
minado. El proyecto de ocuparse de la historia de
las ciencias con referencia a la biología es profun­
damente coherente, y de esa coherencia proceden
a la vez su rigor y su tensión.
Para rendir cuentas sobre el camino seguido
por la ciencia estudiada y el método empleado con
tal finalidad, necesitamos valernos de medios que,
sin ser comunes, son paralelos y remiten unos a
otros. De tal modo, el discurso acerca de la histo­
ria de la disciplina está constantemente atravesa­
do por resonancias teóricas tomadas de esta úl­
tima, de manera que, en el límite, no parece im­
posible transponer algunos pasajes, a despecho
de su participación en el movimiento de la histo­
ria científica que describen, y, a costa de ligeras
transformaciones, otorgarles otra significación,
de alcance más general; en una palabra: hacerlos
volver reflexivamente sobre sí mismos para lo­
grar que expresen en voz alta la filosofía que ha­
bla en ellos sin decirlo. Tomemos como ejemplo
un pasaje del artículo de Georges Canguilhem
acerca de la psicología darwiniana: vamos a com­
probar que lo que se dice de la teoría de Darwin
podría decirse también de la manera de enunciar
un discurso a propósito de la teoría; en conse­
cuencia, se puede pasar del discurso pronunciado
respecto de una ciencia al discurso de la historia
de las ciencias en general. Lo cual deriva en lo si-
guíente (contra un uso establecido, sólo pondre­
mos entre comillas los pasajes modificados):

E n el árbol genealógico de «la ciencia» —que su stitu ye


la serie lin ea l «que v a de la verdad al error»— , la s ra­
m ificaciones m arcan etap as, y no esbozos, y la s etapas
no son lo s efectos y testim o n io s de un poder plástico
que a p un tan m ás a llá de sí mism os: son causas y agen ­
te s de u n a historia sin desenlace anticipado.
A hora bien, al m ism o tiem po que la «ciencia consti­
tuida» deja de ser considerada como la prom esa inicial
— y, para algu nos «historiadores», in accesib le— de la
«ignorancia», e sta últim a deja de verse como la am ena­
za perm anente de «la ciencia», la im agen de un peligro
de caída y decadencia la te n te en el sen o m ism o de la
a p o teo sis. La «ignorancia» e s el recuerdo d el esta d o
«precientífico» de la «ciencia»; e s su prehistoria «episte­
mológica», y no su antinaturaleza m etafísica.

Este es el texto en su forma original, que pre­


sentamos en su totalidad para hacer ver con más
claridad las modificaciones que se le realizaron;
pertenece al artículo «L’homme et l’animal du
point de vue psychologique selon Charles Dar-
win» (op. cit., pág. 85 [«El hombre y el anim al..
op. cit.f págs. 123-4]):

«En el árbol genealógico del hom bre —que su stitu ye la


serie a n im al lin e a l— , las ram ificaciones m arcan e ta ­
pas, y no esbozos, y las etap as no son los efectos y te s­
tim onios de un poder plástico que apuntan m ás allá de
sí m ism os: so n c a u sa s y a g e n te s de u n a h isto ria sin
desenlace anticipado.
«Ahora bien, al m ism o tiem po que la hum anidad de­
ja de se r considerada como la prom esa inicial — y, para
algun os n a tu ra lista s, in accesible— de la anim alidad,
esta ú ltim a deja de verse como la am enaza perm anen­
te de aquella, la im agen de un peligro de caída y deca­
dencia la te n te en el seno m ism o de la apoteosis. La an i­
m alid a d e s el recuerdo del esta d o preespecífico de la
hum anidad; es su prehistoria orgánica, y no su an tin a­
tu raleza m etafísica».

Como es obvio, esto es un juego que no habría


que llevar demasiado lejos. Y sería tentador decir
que en él no hay, después de todo, más que un en­
cuentro de palabras, si no nos hubieran prepara­
do para atribuir tanta importancia a los medios
de formulación de una idea y para no aislar jamás
un sentido del proceso de su figuración y su for­
mulación. Por lo tanto, la persistencia de un len­
guaje es significativa: de hecho, lleva —y no podía
servir sino para una introducción de esa índole—
a reconocer una ligazón más profunda. El artículo
«La experimentación en biología animal», inclui­
do en E l conocimiento de la vida, ya muestra en
qué aspecto pueden los propios métodos de la
ciencia considerarse objetos de ciencia (en este
caso preciso, de una misma ciencia), e incluso de­
ja ver que sólo toman su verdadero sentido en el
traslado posible del orden de los conceptos al de
los objetos con que ellos se relacionan: si la expe­
rimentación disfruta en biología de un valor pri­
vilegiado, es porque la experiencia sobre las fun­
ciones es en sí misma una función. «Es que, a
nuestro juicio, hay una suerte de parentesco fun­
damental entre las nociones de experiencia y fun­
ción. Aprendemos nuestras funciones en expe­
riencias, y nuestras funciones son a continuación
experiencias formalizadas». El carácter heurísti­
co de la experimentación en biología obedece,
pues, a su función de reconstitución de la realidad
de las funciones: la historia de la experimenta­
ción podría ser la de la constitución de una fun­
ción. En ese sentido, la historia no es la mera apli­
cación o superposición de una mirada a un objeto;
o, si lo es, esa mirada prolonga otra y constituye
con ella una serie armónica. Sabemos que en
biología, justamente, el objeto y el sujeto del saber
convergen uno hacia el otro: con independencia de
un paralelismo o una adecuación, se elabora una
historia inscripta en el movimiento de aquello a lo
que ella apunta.
Así, los conceptos de la historia, sus medios
epistemológicos, están profundamente inspirados
en el «conocimiento de la vida». Hay un concepto
en particular que parece poder transponerse a la
teoría de la historia: el de norma (la reflexión so­
bre este concepto enmarca la obra de Georges
Canguilhem: es el tema de su primer libro, de
1943, y también el del curso que dictó en la Sor-
bona en 1962-1963). Una transposición de esta ín­
dole pondría en relación los siguientes niveles:

—fisiología / estado actual de una ciencia;


—patología / teratología de los conceptos;
—clínica / inserción en un universo de instru­
mentos técnicos.

En el sentido biológico, que hay que comenzar


por presentar en sus términos más generales, la
norma implica la posibilidad de hacer jugar un
margen de tolerancia', es, por lo tanto, un concepto
esencialmente dinámico, que no describe formas
precisas, sino las condiciones para la invención de
nuevas formas. El concepto de norma remite así a
esta pregunta: ¿Cómo describir un movimiento
en el sentido de la adaptación a nuevas condicio­
nes, es decir, de respuesta organizada a condicio­
nes imprevistas? El trabajo del concepto coincide
con la negativa a fundar la representación de ese
movimiento en la idea metafísica de potencia o en
la de la vida como invención pura, o ser dotado en
sí mismo de una plasticidad esencial. Al contra­
rio, el concepto contribuye a resituar la cuestión
en su contexto real e incluirlo en otra cuestión: la
de las relaciones entre el viviente y el medio. Los
propios movimientos orgánicos están condiciona­
dos por un movimiento fundamental, que es la
historia del medio. «Dado que el viviente califica­
do vive en un mundo de objetos calificados, vive
en un mundo de accidentes posibles. Nada ocurre
por azar, y todo sucede bajo la forma de aconteci­
mientos. En eso el medio es infiel. Su infidelidad
es propiamente su devenir, su historia».31 El vi­
viente no está frente a una naturaleza situada co­
mo completa exterioridad a su respecto, radical­
mente inmovilizada; está en relación con un me­
dio habitado por una historia, que es también la
del organismo del que depende su constitución.
El hecho de que el medio plantee problemas al or­
ganismo, en un orden imprevisible por derecho
propio, se expresa a través de la noción biológica
de debate. Esta manera de circunscribir la cues­
tión fundamental de la biología no la desplaza ha­
cia un indeterminismo. Al contrario: «La ciencia
explica la experiencia, pero no por ello la anu­
la».32 Volvemos a toparnos entonces, como condi­
ción de una racionalidad, con la temática de lo

31 G. Canguilhem, Essai sur quelques problém es.. op.


cit., pág. 122.
32 Ibid.
imprevisible. La biología y su historia se reúnen
bajo estos dos conceptos: la euestión y el aconteci­
miento.
¿Qué sería una historia construida sistemáti­
camente sobre la base de la idea de norma? Res­
pondería en lo fundamental a tres exigencias:

1. Una representación de la ciencia como deba­


te con un contexto (véase todo lo que se dijo de la
importancia de la noción metodológica de campo'.
campo técnico, campo imaginario, interferencia
entre los campos científicos o de un campo cientí­
fico con los campos no científicos, sean prácticos,
técnicos o ideológicos). Sólo en la perspectiva de
una distancia puede justificarse el movimiento
de la historia (paso de un «no se sabe» a un «se sa­
be»); paralelamente, el estado actual de una cues­
tión sólo recibe todo su sentido de la posibilidad
de una puesta en perspectiva diacrónica. Como
ilustración del tema puede proponerse esta nue­
va transposición a partir de una frase tomada del
Essai sur quelques problémes concernant le nor­
m al et le pathologique: «Sólo se comprende bien
cómo, en medios propios del hombre, el mismo
hombre, dotado de los mismos órganos, se consi­
dera en diferentes momentos normal o anormal,
si se comprende de qué manera la vitalidad orgá­
nica se expande en él como plasticidad técnica y
avidez de dominación».33 Basta con reemplazar
«hombre» por «ciencia», «dotado de los mismos ór­
ganos» por «dotada del mismo valor de coheren­
cia» y «vitalidad orgánica» por «búsqueda de una
racionalidad científica» para que esta frase tam­

33 Ibid,, pág. 124.


bién empiece a señalar un contenido concerniente
a la historia de los conocimientos científicos.

2. E l rechazo de una lógica pura, especulativa.


El movimiento de la historia no se explica sobre
la base de la presencia ideal de la verdad, sino
únicamente a partir de su ausencia real. Ahora
bien, la idea de norma brinda justamente los me­
dios de rendir cuentas de esa ausencia, en la me­
dida en que la norma sólo existe en forma diná­
mica, a través de los efectos que produce. De ello
resulta que la historia del conocimiento no se re­
duce a la eliminación de lo falso, sino que implica
una recuperación del error dentro del movimiento
por el cual lo verdadero se produce al manifestar­
se', de la misma manera, en fisiología, la enferme­
dad cumple una función normativa: «Lo anormal
despierta el interés por lo normal».34

3. L a p u esta en evidencia de la cuestión de


principio del «valor» de la ciencia. Del mismo mo­
do, la fisiología debe considerarse una evaluación
del viviente, un estudio de sus exigencias y sus
posibilidades, en la medida en que estas son obje­
to de un cuestionamiento. De idéntica manera, la
historia, y la inteligencia racional de lo que cons­
tituye la esencia de la «historicidad», interroga­
ción propia de la filosofía, es cuestionam iento
acerca de los cuestionamientos de la ciencia, que
ella evalúa sometiéndolos a sus propias interro­
gaciones: «La historia de la ciencia sólo puede es­
cribirse con ideas directrices sin relación con las
de la ciencia. (. . . ) No es una sorpresa, por lo tan-

S4Ibid., pág. 129.


to, ver que el historial del reflejo se compone poco
a poco como hemos comprobado que lo hace, por­
que son motivos no científicos los que conducen a
las fuentes de la historia de las ciencias».35 Entre
los métodos de la historia y lo que esta describe
hay a la vez correspondencia y discontinuidad, lo
cual lleva a descartar la idea de una «biología del
conocimiento» interpretada en primer grado, cuan­
do por otra parte se ha utilizado, como guía filosó­
fica, el modelo mismo de la biología para acceder
al concepto de una historia de las ciencias.

La filosofía pregunta, entonces: ¿qué quiere la


ciencia? O, mejor: ¿qué quiere cada ciencia? Lo
que la filosofía medita, y la ciencia practica sin
meditarlo, al menos en los mismos términos, es la
determinación, la limitación de un ámbito y por
ende de una esencia real. Ese ámbito no está da­
do como un mundo de objetos colocado frente a la
mirada científica, sino que depende de la cons­
titución de una objetividad:

«D urante mucho tiem po se buscó la unidad caracterís­


tica del concepto de u n a ciencia en la dirección de su
objeto. E l objeto dictaría el método utilizado para el e s ­
tudio de su s propiedades. Pero de ese modo, en el fon­
do, se lim itaba la ciencia a la investigación de una cir­
cun stancia y la exploración de un dominio. Cuando re­
su ltó ev id en te que toda ciencia se asig n a en m ayor o
m enor m edida su circunstancia y se apropia, por ello,
de lo que se lla m a su “d om inio”, el concepto de u n a
cien cia com enzó, poco a poco, a tener m ás en cuenta su
m étodo que su objeto. O, m ás exactam en te, la expre­

35 G. Canguilhem, La Formation du concept, ,,, op. cit.,


págs. 158-9.
sión “objeto de la ciencia” adquirió un nuevo sentido. El
objeto de la ciencia ya no es sólo el dom inio específico
de los problem as y los obstáculos por resolver: tam bién
es la inten ción y el objetivo del sujeto de la ciencia, el
proyecto específico que co n stitu y e como ta l u n a con­
ciencia teórica».36

En esas condiciones, la reflexión sobre los orí­


genes accede a la plenitud de su sentido. El objeto
del E ssai sur quelques problémes concernant le
normal et le pathologique consiste, en definitiva,
según lo revelan sus últimos capítulos, en mos­
trar el terreno exacto donde se constituyó la fisio­
logía, «el espíritu de la fisiología naciente», a sa­
ber: una ciencia de las condiciones de la salud.
Así se pone de relieve una línea histórica, estu­
diada a partir de un concepto central, que, más
que explorar un objeto, bosqueja una figura. De
tal modo, la investigación se apropia, al temati-
zarla, de una forma conocida: la historia de un
problema científico, desde el punto de vista de la
cual lo determinante, más que el objeto de la fi­
siología, es su sujeto.37 Luego de caracterizar de
esta manera el origen conceptual, es posible ha­
cer el estudio de la ciencia en su realidad de he­
cho, relacionada con lo que la determina en últi­
ma instancia, a saber: lo que ella quiere. Puede
suceder que se revele una desproporción, un des­
plazamiento, no entre las intenciones y los actos,
sino entre el sentido real, tal y como está inscrip­
to en la historia, y sus expresiones: el caso más es-

36 G. Canguilhem, «Qu’est-ce que la psychologie?», op.


cit., pág. 13 [«¿Qué es la psicología?», op. cit., pág. 390].
37 G. Canguilhem, Essai sur quelques problémes. . .,op.
cit., págs. 143-4.
clarecedor es el de la psicología científica, que en
el momento de terminar de nacer entra en deca­
dencia; ocurre entonces que hace otra cosa y no lo
que quiere, porque se pone al servicio de intereses
que no son los suyos propios. Se aplica a un domi­
nio que no le pertenece, pero que le ha sido dado:
el hombre como herramienta. En ese momento, la
filosofía puede plantear sus propias preguntas a
la ciencia, lo cual sólo es posible cuando ella ha lle­
gado a ser profundamente lo que es: historia (es
así como conoce los orígenes). Esto es el resultado
de haber tomado como punto de partida, como ba­
samento, una historia cuyas reglas no dependen
directamente de las prácticas de la ciencia. He
aquí el final de «¿Qué es la psicología?», la ya refe­
rida conferencia de Georges Canguilhem [op. cit.,
págs. 405-6]:

«Pero n a d ie p uede tam poco im p edir a la filosofía se ­


guir interrogándose sobre la jerarquía m al definida de
la psicología: m al definida tan to por el lado de las cien­
cias como por el lado de las técnicas. Al hacerlo, la filo­
so fía se conduce con su in gen u id ad c o n stitu tiv a , ta n
poco sem ejante a la necedad que no excluye un cinism o
provisorio, y la lle v a a v olverse u n a vez m ás h acia el
bando popular, o sea , el bando nativo de los no especia­
lista s.
»Así p u es, la filosofía p lan tea m uy vulgarm ente a la
psicología la pregunta: ¿Por qué no m e dices hacia dón­
de v a s, para saber qué eres? Pero el filósofo tam b ién
puede dirigirse al psicólogo en la forma de un consejo
de orientación —una vez no significa siem pre— , y d e­
cir: Cuando se sale d e la Sorbona por la calle Saint-Jac­
ques se puede subir o bajar; si uno sub e, se acerca al
P a n te ó n que e s el con servatorio de a lg u n o s gran d es
h om b res, pero si b íya desem boca d irecta m en te en la
J efatu ra de Policía».
También se podría haber tomado como ejemplo
el artículo sobre la difusión científica, que ter­
mina asimismo con una advertencia, cuyas razo­
nes proporciona la epistemología de la historia
racional de los conocimientos. En la medida en
que los medios puestos en práctica para describir
un objeto implican una concepción de este mismo,
se crean las condiciones de posibilidad de una
puesta en entredicho de ese objeto.
En vez de hacer, en general, una teoría de la
ciencia, hay que formular el concepto de la cien­
cia, es decir, de hecho, el concepto de cada cien­
cia; y ese concepto no puede aprehenderse en nin­
guna otra parte que en la historia de sus formula­
ciones: en el límite, sólo puede extraerse con difi­
cultades de ella. Dicho concepto caracteriza a la
ciencia como una función que es preciso encon­
trar a cada paso, siguiendo el camino invertido de
una arqueología: la función no puede describirse
en sí misma, de manera aislada, con prescinden-
cia de sus modalidades de aparición. El concepto,
lejos de dar una idea general de la noción de cien­
cia, la especifica. Así, en un sentido muy freudia-
no, la arqueología es la dilucidación de una espe­
cificidad actual. Estaría fuera de lugar tomar
prestado de una disciplina diferente el término
que caracteriza a esa representación: se rechaza­
rá, pues, la palabra «psicoanálisis», utilizada sin
embargo por Bachelard en un sentido mucho más
alejado del original que el que tendría aquí. Pero
acaso sea lícito decir que con la obra de Georges
Canguilhem tenemos, en el sentido muy fuerte y
no especializado que Freud daba a esta palabra, o
sea, en el sentido objetivo y racional, el análisis de
una historia.
Para una historia natural
de las normas*

La mayor preocupación de Foucault fue, sin


duda, comprender de qué manera la acción de las
normas en la vida de los hombres determina el
tipo de sociedad a la cual estos pertenecen como
sujetos. Ahora bien, con respecto a este punto, to­
das sus investigaciones giraron en torno a un in­
terrogante fundamental, de alcance a la vez epis­
temológico e histórico: ¿Cómo se pasa de una con­
cepción negativa de la norma y su acción, funda­
da en un modelo jurídico de exclusión, en relación
con la división entre lo permitido y lo prohibido, a
una concepción positiva que, al contrario, ponga
en primer plano su función biológica de inclusión
y regulación, no en el sentido de una reglamenta­
ción sino de una regularización, con referencia a
la distinción entre lo normal y lo patológico, veri­
ficada por las llamadas «ciencias humanas»? Se­
gún prevalezca una u otra de esas formas, las re­
laciones sociales y el modo de inserción de los in­

* Este texto, cuyo título original es «Pour une histoire na-


turelle des normes», se publicó por primera vez en Associa-
tion pour le Centre Michel Foucault (edj, Michel Foucault
philosophe: rencontre Internationale, París, 9, 10, 11 jan-
vier 1988, París: Seuil, 1989, col. «Des Travaux», págs. 203-
21 [«Sobre una historia natural de las normas», en Michel
Foucault, filósofo, Barcelona: Gedisa, 1990, págs. 170-85].
dividuos en la red que estas constituyen se defini­
rán sobre bases completamente diferentes.
A tenor de la conclusión esencial que se des­
prende de la H istoria de la locura, esta última
puede pensarse, y también, por decirlo de algún
modo, actuarse, contra un fondo de sinrazón, en
relación con la práctica segregativa de un encie­
rro cuya realización ejemplar propuso el Hospital
General, o bien contra un fondo de alienación, en
el momento en que esa segregación se revierte y
los locos son «liberados», en el asilo que adminis­
tra la locura de un modo totalmente distinto, al in­
tegrarla a aquello que la medicina deja saber del
hombre. En el mismo sentido, Vigilar y castigar
muestra que la penalidad puede montarse como
un espectáculo, que pone en escena contra un fon­
do negro la opacidad de los grandes interdictos,
cuya transgresión expulsa de la humanidad a
quienes la cometen, a la manera del suplicio de los
regicidas; o como una disciplina, dentro de una
institución penitenciaria que despliega un prin­
cipio de transparencia, a imagen de lo que debería
ser la sociedad entera, conforme a la disposición
ejemplar del panóptico. Para terminar, según la
Historia de la sexualidad, el placer ligado al sexo
puede someterse a un control externo que tienda a
contenerlo en ciertos lím ites reconocidos como
legítimos, o bien «liberarse», en el mismo sentido
en que se dijo que el asilo «liberó» a los locos al
convertirlos en alienados, y entonces se ve arras­
trado en un movimiento de expansión al parecer
ilimitado, pero no obstante regulado, que lo cons­
tituye propiamente como «sexualidad», de acuer­
do con el impulso positivo que le da un poder que
funciona como un «biopoder».
El análisis de estos tres casos prosigue confor­
me a una orientación aparentemente común por­
que tropieza en cada oportunidad con el mismo di­
lema: la confrontación de dos prácticas opuestas
de la norma, que la erigen en un principio de ex­
clusión o de integración, a la vez que ella revela la
imbricación de las dos formas que también asume
históricamente, o sea, norma de saber, que enuncia
criterios de verdad cuyo valor puede ser restricti­
vo o constitutivo, y norma de poder, que le fij a al
sujeto las condiciones de su libertad, según reglas
externas o leyes internas. Vemos así que la pro­
blemática de la norma, en la relación que mantie­
ne con la sociedad y con el sujeto, remite asimismo
a la distinción entre las dos formas posibles del
conocimiento puestas de manifiesto en Las p a ­
labras y las cosas-, la de una grilla abstracta de ra­
cionalidad, que domina desde arriba, al encerrar­
los en sus propios marcos, el ámbito de los objetos
cuya «representación» se le atribuye, y la de un sa­
ber que se presenta, al contrario, como incorpora­
do a la constitución de su objeto, que con ello ya no
es sólo su «objeto» sino también su sujeto, un sa­
ber cuya forma por excelencia dan las ciencias hu­
manas.
De todas maneras, una vez destacadas esas co­
rrespondencias entre los diferentes ámbitos de in­
vestigación que concitaron sucesivamente la aten­
ción de Foucault, es preciso agregar que, de la
H istoria de la locura a la Historia de la sexuali­
dad, su interés se desplazó no sólo en lo concer­
niente al corpus de objetos y enunciados sobre el
cual trabajó, sino también en lo referido al punto
de aplicación de la alternativa fundamental cu­
yas grandes líneas acaban de ponerse de relieve;
y ese desplazamiento impide que los análisis re­
cién mencionados se superpongan con exactitud,
como si desarrollaran, en paralelo unos con otros,
un razonamiento formalmente idéntico. Dicho
desplazamiento es aquel que —de una y otra par­
te de lo que la norma, según el modelo con que se
la relacione, divide o distingue— valoriza, con vis­
tas al estudio de su funcionamiento, el término
que ella connota de manera negativa, al quitarle
importancia, o su polo positivo, que por el contra­
rio realza: lo prohibido o lo patológico, en la pers­
pectiva de la Historia de la locura, o lo lícito o lo
normal, en la perspectiva de la Historia de la se­
xualidad y, en especial, de sus dos últimos volú­
menes publicados. Ahora bien, vemos esbozarse
aquí un segundo dilema, que en cierto modo es
transversal al anterior y sugiere, en lo que respec­
ta a la acción de la norma, dos nuevas posibili­
dades de interpretación, según que ella se oriente
hacia la constitución de una figura de la anorma­
lidad —y este es, en verdad, el problema esencial
de la Historia de la locura— o, en contraste, hacia
la de una figura de la normalidad o al menos de lo
que se percibe como tal, conforme a la perspectiva
que fue, en definitiva, la de la Historia de la sexua­
lidad.
Si esto es exacto, puede considerarse que la
problemática que ha orientado el conjunto del
trabajo de Foucault se sitúa en la intersección de
esas dos líneas de elección: una concierne a la re­
lación de la norma con sus «objetos», una relación
que puede ser externa o interna, ya se refiera a un
deslinde (la norma en sentido jurídico) o a un lí­
mite (la norma en sentido biológico); la otra con­
cierne a la relación de la norma con sus «sujetos»,
los cuales, al mismo tiempo que resultan exclui­
dos o integrados de acuerdo con la primera rela­
ción, son descalificados o identificados, en térmi­
nos de desconocimiento o reconocimiento, a fin de
situarlos en uno u otro de los lados que la norma
separa o distingue. Al ocupamos a la vez en esos
dos tipos de problemas, lograremos comprender
en qué aspecto Foucault, que no dejó de interesar­
se en la misma cuestión, modificó no obstante su
punto de vista a medida que su investigación se
desviaba hacia nuevos ámbitos.
Nuestro interés se centrará aquí en conocer lo
que está enjuego, desde el punto de vista filosófi­
co, con esta problemática de la norma, en los tér­
minos en que acaba de planteársela. ¿Hay una
«verdad» objetiva de las normas y de su acción, en
relación con el tipo de sociedad y de sujeto a que
corresponden? ¿Y cuál es la naturaleza de esa ver­
dad? ¿Sus criterios de evaluación participan de
una historia o de una epistemología? O bien, ¿en
qué medida concilian ellos las perspectivas de un
estudio histórico y de un estudio epistemológico?

II
Partamos de una primera tesis, cuyo alcance,
como veremos, es francamente filosófico: la afir­
mación del carácter productivo de la norma.
Ya se ha señalado que, según se privilegie el
modelo jurídico o el modelo biológico de la norma,
la acción de esta se pensará o bien de manera ne­
gativa y restrictiva, como la imposición —abusiva
por definición— de una línea de demarcación que
atraviesa y controla, bajo la forma de una domina­
ción, un ámbito de espontaneidad cuyas iniciati­
vas se suponen preexistentes a esa intervención
(que, aposteriori, las ordena, al contenerlas tal co­
mo una forma capta un contenido al imponerle
sus modos de organización), o bien de manera po­
sitiva y expansiva, como un movimiento extensi­
vo y creativo que, al ampliar progresivamente los
límites de su ámbito de acción, constituye en con­
creto y por sí mismo el campo de experiencia al
que las normas tienen que aplicarse. En este úl­
timo caso, puede decirse que la norma «produce»
los elementos sobre los cuales actúa, al mismo
tiempo que elabora los procedimientos y los me­
dios reales de esta acción; es decir que determina
la existencia de esos elementos por el hecho mis­
mo de proponerse dominarla.
Por ejemplo, cuando Foucault, en un pasaje
crucial de La voluntad de saber,1 presenta la tec­
nología de la confesión —que a su juicio está en la
base de nuestra scientia sexualis, donde esa con­
fesión interviene como un ritual de producción de
verdad—, quiere decir que los criterios a los cua­
les se ajustan las representaciones de la «sexuali­
dad» sólo son eficaces en cuanto aquella, más que
conformarse con poner de relieve esa verdad co­
mo si ya estuviera previamente inscripta en una
realidad objetiva del sexo que ella daría a cono­
cer, la «produce» al constituir en todo sentido su
objeto mismo, esa «sexualidad» —las comillas uti­
lizadas aquí para designarla destacan su carácter

1 Michel Foucault, Histoire de la sexualité, vol. 1, La Vo­


lante de savoir, París: Gallimard, 1976, págs. 78 y sigs.
[Historia de la sexualidad, vol. 1, La voluntad de saber,
México: Siglo XXI, 1985],
de artefacto—, que no se forma sino en cierto tipo
histórico de sociedad, el mismo que, a la vez que
arranca o induce confesiones sobre el sexo y sus
prácticas, fabrica también lo confesable en deter­
minada relación con lo inconfesable. Un análisis
de esta índole lleva a una «historia política de la
verdad»2 e incluso a la «economía política de una
voluntad de saber».3 En efecto, tal proceder escla­
rece la noción de una «voluntad de saber» que da
su título a la obra: si no hay saber sin una «volun­
tad» que lo sostenga —como es obvio, no se trata
aquí de la voluntad de un sujeto—, es porque el
discurso de verdad que aquel procura pronunciar
no se reduce a la representación neutralizada de
un contenido de realidad que le sea preexistente,
y porque, al contrario, en él se afirma la misma
voluntad o la misma necesidad que también pro­
duce históricamente su objeto, en una forma de
«poder-saber» en que estos dos aspectos, poder y
saber, coinciden por completo, cuando se cumplen
las condiciones para ello.
Abramos en este punto un paréntesis, que por
lo demás sólo cerraremos en forma provisoria.
¿En qué concepción filosófica de la verdad hace
pensar, ante todo, esta idea de una voluntad de
saber que se encama en un poder-saber? Por de­
trás de una referencia nietzscheana, demasiado
directamente legible aquí como para ser suficien­
te, ¿no es posible ver otra, más lejana, que sería
espinosista? Después de todo, Foucault no hace
otra cosa que explicar que las ideas que podemos
formarnos con respecto a la sexualidad, sobre la

2 Jbíd., pág. 80.


3 Ibid., pág. 98.
base de los materiales reunidos por el ritual de la
confesión, no son «como pinturas mudas sobre un
cuadro», cuya exactitud fuera testimoniada por
su correspondencia con el objeto que les sirve de
modelo, a la manera de una relación externa de
adaptación (Spinoza habla de convenientia) que
liga puntualmente la idea a su ideatum\ pero son
«adecuadas» en la medida en que dentro de sí
mismas, a través del movimiento que las origina,
se afirma el mismo orden de necesidad que pro­
duce también el dominio de realidad, las «cosas»,
que ellas dan a conocer. Y cuando Spinoza, por su
parte, insiste en la actividad dinámica, de la cual
la idea verdadera es resultado y expresión a la
vez, ¿hace él mismo otra cosa que relacionar esa
verdad con una «voluntad de saber» que la produ­
ce? Por lo demás, cuando en una fórmula celebé­
rrima presentaba el intelecto como un «autómata
espiritual», ya sugería, por medio de esta metáfo­
ra de una máquina que piensa por sí sola, la pre­
sunta necesidad de relacionar la génesis del saber
con una «tecnología» que fuera a la vez la de un
saber y la de un poder. En el transcurso de esta
exposición encontraremos varias veces esa refe­
rencia espinosista.
Volvamos ahora a los aspectos generales de la
productividad de la norma, que involucra en el
mismo proceso poder y saber, y extraigamos sus
consecuencias. Desde el punto de vista de dicha
productividad, ser sujeto, es decir —puesto que
para Foucault esta última expresión no puede te­
ner otro sentido—, estar expuesto a la acción de
una norma, como sujeto de saber o como sujeto de
poder, implica depender de esa acción, no sólo en
lo que atañe a ciertos aspectos exteriores del com­
portamiento, según la línea de división entre lo lí­
cito y lo ilícito, sino también en lo que constituye
el ser mismo del sujeto pensante y actuante, que
sólo actúa al ser él mismo actuado, que sólo pien­
sa al ser él mismo pensado, por normas y bajo
normas, en relación con las cuales su pensamiento
y su acción pueden medirse, esto es, integrarse a
un sistem a de evaluación global donde ellas fi­
guran en concepto de un grado o un elemento.
Desde ese punto de vista —reiterémoslo—, ser su­
jeto es, por lo tanto, estar literalmente «sujetado»,
aun cuando no en el sentido de la sumisión a un
orden exterior que suponga una relación de pura
dominación, sino en el de una inserción de los
individuos —de todos los individuos sin excep­
ción y sin exclusión— en una red homogénea y
continua, un dispositivo normativo que ai produ­
cirlos, o, mejor, al reproducirlos, los transforma
en sujetos.
Tomemos un ejemplo que aparece varias veces
en los últimos textos de Foucault y que fue para
él, sin duda alguna, de particular importancia: el
del opúsculo de Kant sobre la Ilustración, de 1784,
donde aquel descubre la primera aparición histó­
rica de una pregunta esencial, para la cual pro­
pone estas dos formulaciones complementarias:
«¿Quién soy ahora?» y «¿Cuál es el campo actual
de las experiencias posibles?». También estos dos
interrogantes remiten implícitamente a la tesis
de la productividad de la norma. En efecto, si­
tuarse con respecto a normas, en cuanto estas de­
finen, por un tiempo, un campo de experiencias
posibles, es postularse como sujeto en el contexto
de una sociedad normalizada que hace prevalecer
sus leyes pero no sometiendo a su rigor a sujetos
que, en función de sus predisposiciones propias o
de un principio de autonomía que preexista en
ellos aun antes de exponerse a la acción de una
ley semejante, se muestren dóciles o rebeldes a es­
ta, sino, al contrario, instaurando un ámbito de
subjetividad preparado de por sí para esa acción e
inclinado a ella. Podríamos, además, prolongar
esta lectura del texto de Kant y ver aquí el punto
de partida y hasta el basamento concreto de una
doctrina de la universalidad de la ley. Para su­
jetos así producidos o reproducidos, la ley jamás
se presenta como una prescripción particular con
la que ellos se topen en su camino como un indica­
dor o un obstáculo, y que oriente fácticamente su
destino sin tener en cuenta su propia intenciona­
lidad espontánea, puesto que esa ley se expresa de
manera universal desde el fondo de ellos mismos,
y puesto que, de igual modo, los «nombra», es de­
cir, los designa como sujetos y les asigna normas
de acción que por ello deben reconocer como suyas
propias. En ese sentido, puede decirse que la ley,
en cuanto sistema que actúa en los dos planos —la
práctica y la teoría—, «interpela» a los individuos
como sujetos.
En otras palabras, ser sujeto es «pertenecer»,
de acuerdo con una fórmula que reaparece de ma­
nera punzante en el texto de la clase que en el Co­
llége de France se consagró especialm ente al
opúsculo de Kant sobre la Ilustración (según la
versión inédita de esa clase publicada en mayo de
1984 en el número 207 del Magazine Littéraire).*
* Se trata de la clase del 5 de enero de 1983, correspon­
diente a un curso hoy ya publicado: Michel Foucault, Le
Gouvernem ent de soi et des autres. Cours au Collége de
France, 1982-1983, París: Seuil/Gallimard, 2008, págs. 3-
En él, la pregunta ya mencionada: «¿Quién soy
ahora?», se reformula en estos términos: «¿Qué
es, pues, el presente al cual pertenezco?». Es el filó­
sofo el que plantea aquí la pregunta y se propone
reflexionar sobre esa pertenencia, y su reflexión
se orienta de este modo: «Se trata de mostrar en
qué aspecto y cómo aquel que habla, en cuanto
pensador, en cuanto sabio, en cuanto filósofo, for­
m a parte de ese proceso, y (más que eso) cómo tie­
ne que cumplir cierto papel en ese proceso en el
cual se hallará, entonces, a la vez como elemento
y como actor. En resumen, me parece que en el
texto de Kant vemos aparecer la cuestión del pre­
sente como acontecimiento filosófico al que perte­
nece el filósofo que habla de él». Entendámoslo
bien: el enunciado que se atribuye aquí al filósofo
no se refiere sólo a lo que especifica su posición
propia de tal, sino a lo que constituye de manera
general la condición misma del sujeto, el ser del
sujeto o, mejor aún, el ser-sujeto; y precisamente
al tomar a su cargo el enunciado de esa condición
y explicitar los requisitos, se postula también co­
mo filósofo. Desde esa perspectiva, «ser sujeto» es,
por lo tanto, «pertenecer», vale decir, intervenir a
la vez como elemento y como actor en un proceso
global, cuyo desenvolvimiento define el campo ac­
tual de las experiencias posibles, y dentro del cual
—y sólo dentro del cual— puede situarse el hecho
de «ser-sujeto».
En consecuencia, si hay una singularidad del
sujeto, así definido, no es la de un ser aislado que

39 [El gobierno de sí y de los otros. Curso en el Collége de


France (1982-1983), Buenos Aires: Fondo de Cultura Eco­
nómica, 2009, págs, 17-56]. (N. del T.)
se determine por su sola relación consigo, ya remi­
ta esta relación a una original identidad concreta,
la de un «yo» no igual a ningún otro, o haga re­
ferencia a un universal abstracto, a la manera de
la «cosa que piensa» revelada por el cogito carte­
siano (según una experiencia racional que, por de­
finición, valdría de entrada para todos los sujetos
a quienes ella constituye juntos en una misma
operación primordial). Se trata, en cambio, de una
singularidad que no aparece o no se destaca más
que contra un fondo de pertenencia, que liga al su­
jeto no sólo a otros sujetos con los cuales él se
comunica, sino al proceso global que lo constituye
al normalizarlo y del que extrae su propio ser. En
la clase del Collége de France antes mencionada,
leemos a continuación:

«Y por eso m ism o vem os que, para el filósofo, plantear


la cuestión de su perten en cia a ese presente ya no será
en absoluto la cuestión de su pertenencia a una doctri­
na o u n a tradición; y a no será la sim ple cuestión de su
p erten en cia a un a com unidad h um an a en general, s i­
no la de su p erten en cia a cierto “n osotros", u n nosotros
que se relaciona con un conjunto cultural característi­
co de su propia actualidad. E s ese nosotros el que está
convirtiéndose para el filósofo en e l objeto de su propia
reflexión; y por eso m ism o se afirm a la im posibilidad
de que el filósofo se ahorre la interrogación sobre su
pertenencia singular a él. Todo esto — la filosofía como
problem atización de una actualidad y como interroga­
ción del filósofo acerca de esa a c tu a lid a d de la que él
form a p a r te y con respecto a la cual tien e que situ ar­
se— bien podría caracterizar a la filosofía como discur­
so de la m odernidad y sobre la modernidad».

Ahora bien, al leer estas líneas uno no puede


dejar de preguntarse si, como Foucault parecería
afirmarlo aquí, la determinación del sujeto contra
el fondo de la pertenencia a un «nosotros» que
coincide con las condiciones de una actualidad, es
decir, con un campo actual de experiencias posi­
bles, sólo comienza a surgir con Kant, cuando el
texto de este último al que se hace referencia pa­
rece hablar, si se lo toma al pie de la letra, de algo
muy distinto: esboza, entre otras cosas, una teoría
del déspota ilustrado, apoyada en el principio se­
gún el cual el hombre es el ser que para «elevarse»
tiene absoluta necesidad de un maestro, teoría
que Foucault elude por completo en su propia in­
terpretación, lo cual induce a pensar que esta par­
ticiparía más bien del orden de una lectura «sinto-
mal». Si se admite que Kant es el primero en plan­
tear esta pregunta: «¿Quién soy ahora?» con el
sentido de: «¿Cuál es el nosotros al que pertenez­
co?», ¿cómo no hacer valer también la respuesta
que él mismo propone para ella —una respuesta
que sin lugar a dudas gobierna la formulación de
la pregunta—, a saber: que ser sujeto es definirse
por la pertenencia a una comunidad humana en
general? Ahora bien, el concepto de comunidad
humana que se requiere en un contexto semejante
está constituido de un extremo al otro por la racio­
nalidad de su derecho, en un doble sentido moral y
jurídico: ella es la que se cumple en un Estado de
derecho.
Desde la óptica adoptada por Kant, bien ca­
be pensar en una productividad de la norma; en
efecto, la ley que me liga a una comunidad huma­
na en general habla en mí, e incluso puede decir­
se, si se conservan todos los sentidos de esta ex­
presión, que «me» habla, como lo muestra con cla­
ridad la fórmula de Rousseau a la que Kant era
particularmente afecto: «conciencia, instinto di­
vino», de donde él había extraído por su propia
cuenta la tesis de la «ley moral en mí», esto es,
dentro de mí. Empero, aquella productividad si­
gue estando precisamente sometida a la identifi­
cación de la norma y el derecho, una identificación
que es la condición de todas mis acciones: si la ley
me indica lo que debo hacer, aun antes de prohi­
birme lo que no hay que hacer, lo cierto es que su
discurso es en esencia prescriptivo, es decir que
me obliga como una pura forma, cuya eficacia ra­
dicaría, justamente, en el hecho de estar libre de
todo contenido. Foucault, es evidente, no se
orienta en ese sentido. Aquí daríamos, antes bien,
con las premisas de la lectura de Kant esbozada
por Lacan en su texto «Kant con Sade», donde
m uestra que la pertenencia a la ley y al ideal
comunitario prescripto por ella define de entrada
al sujeto deseante, al mismo tiempo que somete
su deseo al peso de esa ley que, por sí sola, como
forma, le da todo su contenido. Como se ve, plan­
tear la cuestión del sujeto de manera completa­
mente formal —diríamos, además: en el orden de
lo simbólico— es, sin duda, hacer de él el produc­
to de la ley y, con ello, situarlo desde el inicio en
una relación de pertenencia (con referencia a una
comunidad racional que también es, por paradóji­
co que parezca, comunidad deseante); pero es
igualmente, al mismo tiempo, tomar por única
medida de esa productividad el formalismo jurí­
dico de la ley, o sea, elaborar una concepción ne­
gativa o negadora de dicha productividad, que no
tienda a otra cosa que a la instauración de un lí­
mite «en» el propio sujeto; y este aparece entonces
como necesariamente atravesado por la ley: suje­
to escindido o hendido, sujeto de esa falta en ser
que tiene por nombre «deseo», esto es, el sujeto en
el sentido lacaniano. Desde ese punto de vista, el
sujeto es aquel que encuentra su lugar ya tra­
zado por completo en un dominio significante de
legitimidad circunscripto con precisión, dentro del
cual debe mantener y garantizar su identidad de
sujeto.
¿Cómo escapar a esta línea de interpretación
hacia la cual parece conducir la referencia kantia­
na si se la resitúa en su lógica propia? Tal vez
haya que hacer intervenir otra referencia filosófi­
ca para definir la noción de pertenencia en cuanto
es constitutiva del ser-sujeto: la referencia espi-
nosista en la que ya nos apoyamos, que debería
permitir perfilar otra figura de la modernidad,
distinta de la que puede deducirse de la crítica
kantiana. En este aspecto, es posible basarse en
una indicación dada por el propio Foucault en la
Historia de la locura, indicación que, admitámos­
lo, careció de repercusiones en el resto de su obra.
Se trata del capítulo 5 de la primera parte, dedi­
cado a los insensatos,4 donde hace mención de la
problemática ética que está en el trasfondo de to­
do el pensamiento clásico: «La razón clásica no en­
cuentra la ética al cabo de su verdad, y bajo la for­
ma de las leyes morales; la ética como elección
contra la sinrazón está presente desde el origen de
todo pensamiento concertado (. . .). En la época
clásica, la razón nace en el espacio de la ética». Pa­
ra respaldar el argumento, Foucault cita la fór-
4 Michel Foucault, Histoire de la folie á l’áge classique: fo­
lie et déraison, París: Plon, 1961, págs. 174-5 [Historia de
la locura en la época clásica, Buenos Aires: Fondo de Cultu­
ra Económica, 1992],
muía del De ¿ntellectus em endatione: «¿Cuál es,
pues, esta naturaleza [superior, cuya apariencia
general define la ética]? (.. .) Mostraremos que es
el conocimiento de la unión que tiene el alma pen­
sante con la naturaleza entera». Ahora bien, la
noción de pertenencia o unión se define aquí ya no
en el orden de lo simbólico, sino en el de lo real.
Ser sujeto implica, por consiguiente —de acuerdo
con una fórmula que reaparece en toda la obra de
Spinoza— , postularse, afirmarse, reconocerse
como pars naturae, es decir, en cuanto se está so­
metido a la necesidad (y aquel dice que se trata de
todo lo contrario de una coacción externa) global
de un todo, un todo que es la naturaleza misma, de
la cual cada una de nuestras experiencias como
sujetos es la expresión más o menos desarrollada
y completa: expresión determinada, dice Spinoza;
expresión normada, diría Foucault en su propio
lenguaje.
En consecuencia, vemos aparecer aquí una mo­
dalidad de la pertenencia que rompe con la que se
piensa en la teoría kantiana del derecho racional,
puesto que, si hace referencia a un orden —una
referencia de la cual deduce su propia racionali­
dad—, ese orden no es humano sino natural, no es
un orden prescriptivo de los hombres sino un or­
den necesario de las cosas, que se expresa desde el
punto de vista de una naturaleza con respecto a la
cual no hay hombre que tenga el derecho —y
menos aún que esté en condiciones— de pos­
tularse tanquam im perium in imperio, esto es
(aventuremos una traducción), «como un poder en
un poder». Por eso, las leyes de este orden, que son
las de la naturaleza misma, y no las de una na­
turaleza humana independiente, son leyes en el
sentido físico del término, y no en su sentido ju­
rídico. Por consiguiente, la relación de pertenen­
cia ya no debe determinarse de manera limitati­
va, al modo de una coacción, sino de manera posi­
tiva e incluso, conforme a las palabras del propio
Spinoza, causal: es esa relación, en efecto, la que
constituye, la que hace ser, aquello que se afirma
en ella y por ella. Desde esa perspectiva, acceder
a una naturaleza superior —para retomar la fór­
mula del De intellectus emendatione— no signifi­
ca en absoluto despojamos de nuestra naturaleza
primera, con vistas a lo que se presentaría, a la
sazón, como más allá de nuestros límites propios,
si razonamos en términos de finitud: es, al contra­
rio, desplegar al máximo toda la potencia que está
en esa misma naturaleza, en virtud de la cual esta
se comunica, en cuanto pars naturae, con la natu­
raleza entera a la que tiende a manifestar en su
integridad, habida cuenta de que la infinitud no
se divide; así como toda la extensión «está» en una
gota de agua, así como la totalidad del pensamien­
to está en la más simple de las ideas, así también
toda la naturaleza está «en» mí, siempre y cuando
yo aprenda a conocerme como perteneciente a
ella, al acceder a ese saber ético que es también
una ética del saber y que suprime la falsa alterna­
tiva entre la libertad y la necesidad.
Es lícito asociar a esta última consecuencia la
fórmula que aparece en la introducción de El uso
de los placeres,5 mediante la cual Foucault define
el objetivo de su empresa: «Saber en qué medida

5 Michel Foucault, Histoire de la sexualité, vol. 2, L ’Usage


des plaisirs, París: Gallimard, 1984, pág. 15 [Historia de la
sexualidad, vol. 2, El uso de los placeres, México: Siglo XXI,
19861.
el trabajo de pensar su propia historia puede libe­
rar al pensamiento de lo que piensa en silencio y
permitirle pensar de otra manera». Pensar su
propia historia, es decir, pensarse como pertene­
ciente a cierto tipo de sociedad en las condiciones
de una actualidad, es liberar al pensamiento de lo
que piensa sin pensar en ello, y abrirle así el cami­
no de la única libertad que tiene algún sentido
para él: no la de una ilusoria «liberación» que le
permita experimentarse como plenamente huma­
no, sino la que lleva a «pensar de otra manera»,
expresión que también podríamos utilizar para
presentar el am or intellectualis Dei al cual hace
referencia Spinoza, quien, en el fondo, no dice na­
da distinto.
Si prolongáramos aún más esta referencia a
Spinoza llegaríamos a una nueva tesis, que en la
reflexión consagrada por Foucault a los proble­
mas de la norma y su acción es, quizá, la más im­
portante: luego de la tesis de la productividad de
la norma, la de su inmanencia.

III
Pensar la inmanencia de la norma es, desde
luego, renunciar a considerar su acción de mane­
ra restrictiva, como una «represión» formulada
en términos de interdicto, ejercida contra un su­
jeto dado con anterioridad a dicha acción y que
podría, por su parte, liberarse o ser liberado de
un control semejante: la historia de la locura, co­
mo la de las prácticas penitenciarias y, asimismo,
la de la sexualidad, muestra a las claras que esa
«liberación», lejos de suprimir la acción de las
normas, no hace sino reforzarla. Mas también po­
demos preguntarnos si basta con denunciar las
ilusiones de ese discurso antirrepresivo para esca­
par a ellas: ¿no corremos el riesgo de reprodu­
cirlas en otro nivel, en el que han dejado de ser in­
genuas pero, a pesar de ser ahora informadas, no
dejan de estar desplazadas con respecto al conte­
nido al que parecen apuntar? En apariencia, Fou-
cault se encamina en ese sentido en oportunidad
del debate que inicia con el psicoanálisis en La
voluntad de saber:

«Que el sexo, en efecto, no está “reprim ido” no es una


afirm ación m uy novedosa. H ace un buen tiem po que
lo s p sico a n a lista s lo dijeron. R echazaron la pequeña
m aq u in a ria sim p le que uno im a g in a de b u en a gan a
cuando se h abla de represión; la id ea de una en ergía
rebelde que habría que interrum pir les pareció in ad e­
cuada para descifrar de qué m anera se articulan poder
y deseo; los suponen ligados de un modo m ás complejo
y originario que el juego entre una energía salvaje, n a ­
tural y vivien te, que sin cesar asciende desde abajo, y
u n orden desde arriba que procura obstaculizarla; no
habría que im aginar que el deseo está reprimido, por la
buena razón de que la ley lo constituye y con stituye la
fa lta que lo instau ra. La relación de poder ya estaría
a llí donde está el deseo: es ilusorio, pues, denunciarla
en un a represión que se ejercería a po sterio ri, pero va­
nidoso, tam bién, partir a la búsqueda de u n deseo al
m argen del poder»,5

Ahora bien, presentar la ley como constitutiva


del deseo es, tal cual acabamos de verlo, pensar la

6 M. Foucault, La Volonté de savoir, op. cit., pág. 107.


productividad de la norma; pero no basta con
analizar la relación de la ley con el deseo como
una relación causal, en la que el deseo del sujeto
se identifica como un efecto cuya causa sería el or­
den mismo de la ley: es preciso, además, pregun­
tarse por el tipo de causalidad, transitiva o inma­
nente, que está en juego en esa relación. Se com­
prende, entonces, que para explicar el hecho de
que haya normas que actúan efectiva y eficazmen­
te no sea suficiente reducir esa acción a un modelo
determinista, desarrollado en forma simétrica con
el discurso de la «liberación», como su imagen en
espejo, invertida y, en el juego mismo de esainver-
sión, idéntica.

«Lo que d istin gu e uno de otro el an álisis que se hace en


térm inos de represión de los in stin tos y el que se plan­
tea d esd e el punto de v ista de la ley del deseo es, sin
duda, la m anera de concebir la n atu raleza y la d in á­
m ica de la s pulsiones, y no la m anera de concebir el po­
der. Am bos recurren a una representación com ún del
poder que, conforme al uso que se le dé y a la posición
que se le reconozca con respecto al deseo, llev a a dos
consecuencias opuestas: ya sea a la prom esa de una “li­
beración” si el poder únicam ente tiene un influjo ex te­
rior sobre el d eseo , y a sea, si es co n stitu tiv o de e ste
m ism o , a la afirm ación “y a e stá s entram pado desde
siem pre”».7

Para no demorarnos, digamos que esta última


fórmula, «ya estás entrampado desde siempre»
—la ley, debido a su naturaleza de causa, se anti­
cipa siempre a sus efectos posibles—, es la que re­
sultaría de la mera aserción de la productividad

7 Ibid., pág. 109.


de la norma, sin tener en cuenta el otro aspecto de
su acción que es su carácter inmanente.
¿En qué consiste esta tesis de la inmanencia?
En introducir en la relación causal que define la
acción de la norma la siguiente consideración: di­
cha relación no es una relación de sucesión, que
vincule términos separados, partes extra partes,
conforme al modelo de un determinismo mecani-
cista, sino que presupone la simultaneidad, la coin­
cidencia, la presencia recíproca, los unos en los
otros, de los elementos reunidos por ella. Desde
esa perspectiva, ya no se puede pensar la norma
misma antes de las consecuencias de su acción, y
en cierto modo por detrás y con prescindencia de
ellas; por el contrario, hay que pensarla tal y como
actúa en sus efectos, y no, propiamente hablando,
sobre ellos, con el fin de conferirles el máximo de
realidad de que son capaces, no de limitar su rea­
lidad a través de un mero condicionamiento. ¿En
qué aspecto representa esta concepción un progre­
so en comparación con los análisis efectuados pre­
cedentemente?
Para volver a los ejemplos tratados por Fou­
cault, ya sabíamos que no hay sexualidad en sí,
así como no debe haber tampoco locura en sí, aun­
que el texto de la Historia de la locura no siempre
haya sido del todo claro al respecto: no hay sexo
salvaje, cuya verdad irruptiva se m anifieste a
través de una experiencia originaria, fuera del
tiempo y de la sociedad, porque lo que llamamos
«sexualidad» es un fenómeno histórico-social, de­
pendiente de las condiciones objetivas que lo «pro­
ducen». Sin embargo, para escapar al mito de los
orígenes no basta con transferir a la ley y su poder
la iniciativa concreta de una acción de la cual las
prácticas de la sexualidad dependan con el carác­
ter de consecuencias. También se debe compren­
der que no hay norma en sí, no hay ley pura, que
se afirme como tal en su relación formal consigo, y
que sólo salga de sí misma para limitar o delimi­
tar sus efectos y, así, marcarlos negativamente.
La historia de la sexualidad enseña que no hay
nada detrás del telón: ningún sujeto sexual autó­
nomo con respecto al cual las formas históricas de
la sexualidad no sean más que manifestaciones fe­
noménicas, más o menos acordes a su esencia
oculta, pero tampoco ninguna ley de la sexuali­
dad, que cree artificialmente el ámbito de su in­
tervención, sometiendo de entrada a sus reglas al
sujeto de esta última, un sujeto al cual, de tal mo­
do, ella «posea», tanto en el sentido noble de la pa­
labra como en su sentido trivial. En este aspecto,
sucede con la astucia de la norma lo mismo que
con la astucia de la razón.
En otros términos, la sexualidad no es más que
el conjunto de las experiencias históricas y socia­
les de la sexualidad, sin que estas experiencias,
para ser explicadas, tengan que confrontarse con
la realidad de una cosa en sí, que esté situada en
la ley o en el sujeto al cual se aplica, una realidad
que sería también la verdad de dichas experien­
cias. Allí está la clave del «positivismo» de Fou-
cault: sólo hay verdad fenoménica, sin referencia
a un principio de derecho que se anticipe a la rea­
lidad de los hechos a los cuales se aplica. Por eso,
la historia de la sexualidad no es una historia
«de», en el sentido del estudio de las transfor­
maciones de un contenido objetivo, sujeto o ley,
que preexista a ellas, y ya se identifique ese conte­
nido a través de la existencia de un sujeto de se­
xualidad o de una ley de sexualidad. De ahí este
principio metodológico fundamental que reduce la
historia de la sexualidad a una historia de los
enunciados sobre la sexualidad, sin que en lo su­
cesivo la cuestión consista en relacionar dichos
enunciados con un contenido independiente que
ellos no hagan más que designar real o simbóli­
camente. En este aspecto, parece en verdad que
Foucault renunció de manera definitiva a un pro­
ceder de tipo hermenéutico, dirigido a interpretar
enunciados, para desentrañar detrás de ellos un
sentido y hasta una ausencia de sentido, con
respecto a los cuales aquellos fueran a la vez algo
así como indicios y máscaras. H istoria de los
enunciados sobre la sexualidad o, mejor, de los
enunciados de la sexualidad, según la fórmula del
«sexo que habla» que Foucault toma de la fábula
de Los dijes indiscretos: al no haber detrás del
discurso del sexo nada que sostenga o respalde
sus aserciones, el sexo no es de por sí otra cosa
que el conjunto de sus aserciones, o sea, todo lo
que él mismo dice de sí mismo. Por esta razón, su
verdad no debe buscarse en ninguna otra parte
que en la sucesión histórica de los enunciados que
constituye, por sí sola, el ámbito de todas sus ex­
periencias.
En consecuencia, si la norma no es exterior a
su campo de aplicación, ello no sólo se debe, como
ya lo mostramos, a que lo produce, sino a que ella
misma se produce en él al producirlo. Así como no
actúa sobre un contenido que subsista con inde­
pendencia y al margen de ella, tampoco es de por
sí independiente de su acción, presuntamente de­
sarrollada de manera exterior a ella, en una for­
ma que sería, por fuerza, la de la división y la esci­
sión. Sin duda alguna, es en este sentido que hay
que hablar de la inmanencia de la norma, con res­
pecto a lo que esta produce y al proceso por medio
del cual lo produce: lo que norma la norma es su
acción.
El reproche que Foucault le hace al psicoanáli­
sis —al cual, por otra parte, le reconoce no pocos
méritos— es, justamente, el de haber prolongado
a su manera el gran mito de los orígenes, al rela­
cionarlo con la ley misma y constituir a esta como
una esencia inalterable y separada: como si la
norma tuviese un valor en sí, que pudiera medir­
se al precio de una interpretación; como si su ver­
dad se mantuviera por debajo de sus efectos y es­
tos sólo desempeñaran a su respecto el papel de
síntomas.
Por consiguiente, si la acción de la norma no
encuentra un campo de realidad que sea previo a
su intervención, también hay que decir que ella
misma no está preordenada a esta y que sólo orde­
na su función normativa a medida que la ejerce,
en un ejercicio que tiene a la norma por sujeto y
objeto a la vez. Para reiterarlo con otras palabras:
la norma tan sólo puede pensarse históricamente,
en relación con los procesos que la ponen en prác­
tica. Aquí, Foucault sigue, sin lugar a dudas, la
lección de Georges Canguilhem, quien es en nues­
tra época el indiscutible iniciador de una nueva
reflexión sobre las normas. En su introducción a
la edición norteamericana de Lo normal y lo pato­
lógico (texto publicado con el título de «La vie et la
science» en el número de enero-marzo de 1985 de
la Revue de Métaphysique et de Morale consagra­
do a Canguilhem), Foucault pone de manifiesto
con mucha claridad esa enseñanza:
«M ediante la dilucidación del saber sobre la vida y de
lo s conceptos que lo a rticu la n , G eorges C anguilhem
quiere recuperar lo que pasa con el concepto en la vida,
es decir, con el concepto en cuanto es uno de los modos
de la inform ación que todo ser vivo tom a de su medio.
E l hecho de que el hombre viva en un m edio conceptua­
lm en te estructurado no prueba que se ha y a desviado
de la v id a a r a íz de a lg ú n o lv id o o q u e un d ram a
histórico lo ha y a separado de ella; sólo prueba que vive
de cierta m anera. (. ..) Form ar conceptos és una m an e­
ra de vivir y no de m atar la vida» (págs. 12-3).

Elaborar normas de saber —esto es, formar


conceptos— en relación con normas de poder es,
pues, embarcarse en un proceso que, a medida
que se desenvuelve, genera por sí mismo las con­
diciones que lo verifican y lo hacen eficaz. La ne­
cesidad de esa elaboración no se relaciona con
otra cosa que aquello que ya Pascal, con una fór­
mula pasmosa, llamaba «fuerza de la verdad» (cf.
la «Relación de la gran experiencia del equilibrio
de los líquidos» de 1647, y este pasaje de la adver­
tencia al lector que la precede: «Con todo, no dejo
de sentir pesar al apartarme de esas opiniones
tan generalmente admitidas [acerca del horror al
vacío]; sólo lo hago cediendo a la fuerza de la ver­
dad que me obliga a ello»). Aquí se trata sin duda
de la fuerza de la verdad, con la condición de no
esencializarla, a saber, de reducirla míticamente
a la jerarquía de una fuerza vital cuyo «poder»
sea preexistente al conjunto de efectos que produ­
ce. Si hay normas que actúan, no lo hacen en vir­
tud de una oscura potencia que guardaría en su
orden, en estado virtual, el sistema de todos sus
efectos posibles, puesto que entonces sería inevi­
table preguntarse qué legitima o condiciona una
acción semejante, y para responder habría que
recurrir a la ficción de un origen trascendente de
la norma, que le permitiera anticiparse a todo lo
producido por ella. El «ya estás entrampado», que
presupone la existencia previa de la norma, debe
ser sustituido por la idea de que la norma misma,
entrampante y entrampada, no es otra cosa que
el hecho de caer en su propia trampa, que es para
ella como un embuste y un testimonio de verdad.
Ya lo hemos dicho: detrás del telón no hay nada.
Y la astucia de la norma no se apoya en ninguna
fuerza manipuladora, porque su propia acción la
manipula por completo.
La norma no es, pues, un límite ya totalmente
trazado cuya línea divida el destino de los hom­
bres: Kant veía a la humanidad en el cruce de dos
caminos y la observaba conquistando su libertad
al elegir el lado bueno de esa bifurcación. Lo que
está enjuego aquí es, desde luego, la relación en­
tre una naturaleza y una cultura. Pero, ¿adopta
esa relación la forma de un clivaje, que pasa entre
dos órdenes de hechos heterogéneos, o es una rela­
ción de constitución e intercambio, que deposita
en las fuerzas de la naturaleza y la vida la tarea
de elaborar las normas y hacerlas reconocer? En
este punto, la referencia espinosista quizá pueda,
una vez más, ilustrarnos.
Se sabe que Spinoza elaboró una nueva con­
cepción de la sociedad sobre la base de la de Hob-
bes, pero también en oposición a ella con respecto
a un punto crucial. Según Hobbes, el estado de so­
ciedad impone normas, es decir, leyes, con vistas
a proteger a los hombres contra sí mismos, y en
particular contra la pasión destructiva, verdade­
ro instinto de muerte, que los atormenta y tiene
campo libre en el estado de naturaleza. Ahora
bien, siempre en opinión de Hobbes, la regulación
de la vida por medio de normas depende de un
cálculo racional que, al encerrar dentro de ciertos
lím ites los comportamientos, los contiene y los
restringe, con el objeto de «superar» las contradic­
ciones de una naturaleza desordenada; y la con­
dición de ese pasaje-superación —en el cual Negri
ve, sin duda alguna acertadamente, una prefigu­
ración de la dialéctica en el sentido hegeliano—
constituye una transferencia voluntaria de poder,
aceptada por todos los integrantes del cuerpo so­
cial y productora de una nueva forma de poder so­
berano, que rescata en su beneficio el instinto de
dominación propio de todos los hombres, pero lo
vuelve en contra de ellos en la forma de una obli­
gación absoluta. Es aquí donde se deja ver en toda
su pureza la idea de una trascendencia de la nor­
ma, con todos los efectos que de ello se derivan: el
juego de escisiones y contradicciones que podría
hacer leer la obra de Hobbes como la anticipación,
en la época clásica, de una suerte de psicoanálisis
del poder.
Ahora bien, Spinoza, contra Hobbes, se niega a
establecer entre estado de naturaleza y estado de
sociedad esa relación de ruptura y superación
que recuerda, como acabamos de señalarlo, una
dialéctica de tipo hegeliano. A su entender, la na­
turaleza nunca deja de actuar en la sociedad, al
movilizar las mismas leyes y las mismas pasiones
que impulsan a las arañas a pelear y llevan a los
peces chicos a ser pasto de los grandes, sin que el
sentido de esas leyes se invierta, sin que se vuel­
van contra sí mismas para instalar la dialéctica
de un contra-poder. Es que el poder, por lo tanto,
no se define necesariamente por la dominación.
Históricamente puede tomar la forma de esta, por
supuesto, pero que lo haga o no es absolutamen­
te circunstancial; y el principio mismo del tipo
de sociedad que se constituye a partir de un poder
de esas características es víctima, entonces, de un
desequilibrio. Vivir en sociedad, de acuerdo con
normas, no es sustituir el derecho de la naturale­
za por un derecho racional; muy por el contrario,
es manejar y regular las mismas relaciones de
fuerza que determinan, sobre la base del juego
libre y necesario de los afectos, el conjunto de las
relaciones interindividuales. Desde ese punto de
vista, las premisas de una teoría política no se
encuentran en la cuarta parte de la Ética, sino ya
en la tercera, donde Spinoza expone, aun antes de
formular la idea de un poder soberano, la socia­
lización espontánea de los afectos, teorizada por
medio del concepto de im itatio affectuum , una
socialización que para funcionar no necesita
otras leyes que las de la naturaleza. En conse­
cuencia, la cuestión del orden social se juega de
entrada en el plano de los conflictos pasionales
cuyo desarrollo ese mismo orden abraza: de ellos
extrae su verdadera potencia, potentia, y no de un
nuevo principio, potestas, que sobreañada a la ex­
presión de dichos conflictos nuevas reglas y nue­
vas pautas de comportamiento. Desde ese punto
de vista, una vez más, sería muy posible leer en la
tercera parte de la Etica el esbozo de una teoría
de los micro-poderes. A lo cual hay que agregar
que las normas de poder así introducidas funcio­
nan también, de manera indisociable, como nor­
mas de saber: al multiplicar las relaciones entre
los hombres, al tejer la red cada vez más compleja
de sus relaciones mutuas, aumentan en la misma
proporción su capacidad de forjar nociones comu­
nes, esto es, nociones necesariamente adquiridas
en conjunto que expresan lo que es común a la ma­
yor cantidad de cosas posibles. Como se advertirá,
la misma fuerza de la naturaleza y la vida trans­
forma al individuo en sujeto cognoscente y ac­
tuante.
¿Qué es, en esencia, lo que distingue a Hobbes
de Spinoza? Es el hecho de que la preocupación
central de Hobbes radica en fundar una política
en una antropología, o sea, en una teoría de las
pasiones humanas, que permita desentrañar una
motivación fundamental, rectora de todas las ac­
ciones de los hombres: el miedo a morir, motiva­
ción que, invertida, otorga al derecho su único
principio y funda la concepción jurídica del poder.
A juicio de Spinoza, empero, seguir un proceder
semejante es constituir al hombre «tanquam im-
perium in imperio», atribuyéndole una naturaleza
totalmente opuesta a la naturaleza misma; por
eso, él no intenta apoyar su reflexión política en
una teoría de las pasiones humanas, en la que es­
tas delimiten, dentro de la naturaleza, un orden
propiamente humano, sino que elabora, por el
contrario, una teoría natural de las pasiones en
general, mostrando que todos los afectos, y los de
los hombres en particular, están por completo in­
mersos en la naturaleza, cuyas leyes siguen y de
la que no son más que expresiones diversas y de­
terminadas. Puede decirse, entonces, que de he­
cho las premisas de una teoría política deben bus­
carse, antes que en la tercera y la cuarta partes de
la Etica, en la primera y la segunda, que exponen
las condiciones de aquella inserción.
Se ve, pues, adonde conduce el principio de la
inmanencia de la norma a sus efectos, a todos sus
efectos. Contra la idea común y corriente de que el
poder de las normas es artificial y arbitrario, ese
principio revela el carácter necesario y natural de
su fuerza, que se define y se forma en el trans­
curso mismo de su acción y se produce al producir
sus efectos, con una tendencia a hacerlo sin
reservas ni límites, es decir, sin suponer la inter­
vención negadora de una trascendencia o una
división. Sin duda, es esto lo que Foucault quería
expresar al hablar de la positividad de la norma,
que se da por entero, se produce al producir sus
efectos, a través de su acción, esto es, en sus fenó­
menos, y simultáneamente en sus enunciados, sin
retener en modo alguno por debajo de estos, o por
encima, un absoluto de poder al que deba su efi­
cacia pero cuyos recursos jamás agote del todo.
Norma positiva, también, en la medida en que su
intervención no se reduce al gesto elemental de
escindir ámbitos de legitimidad, sino que consis­
te, por el contrario, en una incorporación progre­
siva y una proliferación continua de sus manifes­
taciones, cuya forma más general es la de la inte­
gración.
Necesidad y naturalidad de la norma, por con­
siguiente; pero no se puede dejar aquí interrum­
pido el cotejo que se ha esbozado con algunos as­
pectos del pensamiento filosófico de Spinoza. Hay
que explorar hasta el final esta hipótesis y pre­
guntarse si debe llevar también a afirmar la sus-
tancialidad de la norma, a reinscribirla en un or­
den de cosas masivo y global, que someta necesa­
riamente su explicación a una perspectiva meta­
física. En Spinoza, la ley extrae su fuerza del ser
de la sustancia; y es evidente que sería inútil bus­
car en la obra de Foucault el bosquejo de un razo­
namiento semejante. Hasta aquí, Spinoza nos ha
servido para leer a Foucault, mas también podría­
mos preguntarnos si este no nos ayuda a leer a
aquel, a través de la confrontación que él mismo
nos impone llevar a cabo entre el tema de la sus-
tancialidad y el de la historicidad; y está claro
que, al plantear este último problema, tampoco
nos hallamos lejos de las cuestiones suscitadas en
Marx por el estatus del «materialismo histórico»,
que es un nuevo esfuerzo por pensar juntos lo his­
tórico y lo sustancial.
De Canguilhem a Canguilhem
pasando por Foucault*

Al margen de las consideraciones personales y


particulares que llevan a cotejar los rumbos teóri­
cos tomados por Georges Canguilhem y Michel
Foucault, la comparación se justifica sobre todo
por una razón de fondo: esos dos pensamientos se
desarrollaron alrededor de una reflexión consa­
grada a la problemática de las normas; reflexión
filosófica, en el sentido fuerte de la expresión, aun
cuando en los dos autores se haya asociado direc­
tamente a la explotación de materiales extraídos,
en un principio, de la historia de las ciencias bioló­
gicas y humanas y la historia política y social. A
ello obedece este interrogante común que, en tér­
minos muy generales, podría formularse así: ¿Por
qué la existencia humana se enfrenta a normas?
¿De dónde sacan estas su poder? ¿Y en qué direc­
ción lo orientan?
En Canguilhem, estas cuestiones se urden en
torno al concepto de «valores negativos», reelabo-
rado a partir de Bachelard. Este aspecto tiene

* E ste texto, cuyo título original es «De Canguilhem á


Canguilhem en passant par Foucault», se publicó por pri­
mera vez en Collége International de Philosophie (ed.),
Georges Canguilhem, philosophe, historien des sciences: oc­
ies du colloque (6-7-8 décembre 1990), París: Albin Michel,
1993, col. «Collége International de Philosophie», págs.
286-94.
una ilustración ejemplar en la conclusión del ar­
tículo «Vie» de la Encyclopaedia Universalis, el
cual, sobre la base de una referencia a la pulsión
de muerte, enuncia la tesis siguiente: La vida sólo
se hace conocer y reconocer a través de sus erro­
res, que en todo ser viviente revelan su inacaba-
miento constitutivo. Y por ello el poder de las nor­
mas se afirma en el momento en que choca, y lle­
gado el caso tropieza, con los límites que no puede
franquear y hacia los cuales, por eso mismo, vuel­
ve indefinidamente. En ese sentido, antes de ci­
tar in extenso a Borges, Canguilhem se pregunta:
«El valor de la vida, la vida como valor, ¿no tienen
sus raíces en el conocimiento de su esencial pre­
cariedad?».
En la exposición que sigue, los problemas que
están enjuego se inscribirán en un marco delimi­
tado con rigor, a partir de una lectura paralela de
las dos obras de Georges Canguilhem y Michel
Foucault que tratan precisamente esta cuestión:
la relación intrínseca de la vida con la muerte, o
de lo viviente con lo mortal, según se comprueba
sobre la base de la experiencia clínica de la enfer­
medad. Para comenzar, recordemos brevemente
en qué espacio cronológico se despliega esa con­
frontación: en 1943, Canguilhem publica su tesis
de medicina, el Essai sur quelques problémes con-
cernant le norm al et le pathologique; en 1963,
«veinte años después», presenta en la colección
«Galien», dedicada a la historia y la filosofía de la
biología y la medicina, que él dirige en Presses
Universitaires de France, la segunda gran obra
de Michel Foucault luego de la Historia de la lo­
cura: E l nacimiento de la clínica-, ese mismo año
dicta un curso sobre las normas en la Sorbona,
como preparación de la reedición, en 1966, del Es-
sai de 1943, aumentado con «Nouvelles réflexions
concernant le normal et le pathologique». Recor­
demos las etapas sucesivas de ese recorrido (Le
N orm al et le pathologique, de Georges Canguil­
hem, se citará según la edición de 1966, reprodu­
cida en 1988 por PUF en la colección «Quadrige»,
y Naissance de la clinique, de Michel Foucault,
según la edición original de 1963 en la colección
«Galien» de PUF).

En 1943, elEssai de Canguilhem contrapone la


perspectiva objetivadora de una biología positi­
vista —por entonces representada de modo ejem­
plar en los trabajos de Claude Bernard, que estu­
dia la vida en el laboratorio— a la realidad efecti­
va y, por decirlo así, existencial de la enfermedad:
esta última tiene, en esencia, el valor de un pro­
blema planteado al individuo y por el individuo a
causa de los defectos de su propia existencia, y del
que se hace cargo una medicina que no es en prin­
cipio una ciencia, sino un arte de la vida, ilustrado
por la conciencia concreta de ese problema con­
siderado como tal, con prescindencia de los in­
tentos de solución que se proponen resolverlo, es­
to es, hacerlo desaparecer en cuanto problema.
Todo este análisis gira alrededor de un concep­
to central: el del «viviente», sujeto de una «expe­
riencia» —noción que reaparece a lo largo de todo
el Essai— que lo expone, de manera a la vez inter­
mitente y permanente, a la posibilidad del sufri­
miento y, más en general, del vivir mal. En esa
perspectiva, el viviente es ante todo el individuo o
el ser vivo, aprehendido en su singularidad exis­
tencial, tal y como la revela en forma privilegiada
la vivencia consciente de la enfermedad; pero es
también lo que podríamos llamar «lo viviente del
viviente»: ese movimiento polarizado de la vida
que empuja a todo viviente a desarrollar al máxi­
mo lo que hay en él de ser o de existir. En este úl­
timo aspecto, podemos sin duda encontrar una
inspiración bergsoniana, pero podríamos ver tam­
bién, aunque el propio Canguilhem no mencione
la eventualidad de ese cotejo, la sombra tendida
por el concepto espinosista de conatus.
Ese viviente, que está con vida en la medida en
que se hace vivir, se califica por el hecho de que es
portador de una «experiencia», presentada de ma­
nera simultánea bajo dos formas: una consciente y
otra inconsciente. En la primera parte del Essai,
en oposición a los procedimientos del biólogo que
tiende a hacer del enfermo un objeto de laborato­
rio, se insiste sobre todo en que el enfermo es un
sujeto consciente, que se afana en expresar lo que
le hace sentir su propia experiencia declarando su
mal a través de la lección vivida que lo vincula al
médico; en ese sentido, Canguilhem escribe, con
referencia a las concepciones de René Leriche:
«Estimamos que no hay nada en la ciencia que no
haya aparecido antes en la conciencia y (. . .) que,
en el fondo, el punto de vista verdadero es el del
enfermo».1
No obstante ello, la segunda parte del libro re­
toma el mismo análisis y lo profundiza, lo cual
conduce a arraigar la experiencia del viviente en
una región situada antes o en los lím ites de la
conciencia, allí donde se afirma, a prueba de los
1 Georges Canguilhem, Le Norm al et lepathologique, Pa­
rís: PUF, 1966, pág. 53 [Lo normal y lo patológico, México:
Siglo XXI, 1986].
obstáculos que se oponen a su total expansión, lo
que acabamos de llamar «lo viviente del viviente»,
y que Canguilhem designa también como «el es­
fuerzo espontáneo de la vida»,2 esfuerzo espontá­
neo, por lo tanto, anterior y quizás exterior a su
reflexión consciente: «No vemos cómo podría ex­
plicarse la normatividad esencial para la concien­
cia humana si, de alguna manera, no estuviera en
germen en la vida».3 En germen, es decir, bajo la
forma de una promesa que se revela como tal, so­
bre todo, en los casos en que no parece posible
cumplirla.
La puesta en valor de esa «experiencia», con
sus dos dimensiones, consciente e inconsciente,
lleva, en oposición al objetivismo propio de una
biología positivista voluntariamente ignorante de
los valores de la vida, a la siguiente conclusión:
«Nos parece que la fisiología tiene algo mejor para
hacer que procurar definir objetivamente lo nor­
mal, y es reconocer la normatividad original de la
vida».4 Lo cual significa que, al no ser las normas
datos objetivos, y como tales directamente obser­
vables, los fenómenos que originan no son los es­
táticos de una «normalidad», sino los dinámicos
de una «normatividad». Se advertirá que el térmi­
no «experiencia» encuentra aquí otro nuevo senti­
do: el de un impulso que tiende hacia un resulta­
do sin tener la garantía de alcanzarlo o de soste­
nerse en él; en el caso del viviente humano, la
fuente positiva de todas sus actividades es el ser
errático de lo viviente, sujeto a una infinidad de
experiencias.
2 Ibid., pág. 77.
3 Ibid.
4 Ibid., pág. 116.
De ese modo se invierte la perspectiva tradicio­
nal sobre la relación entre la vida y las normas: no
es la primera la que está sometida a las segundas,
mientras estas actúan sobre ella desde el exterior;
antes bien, el m ovim iento mismo de la vida
produce las normas, de manera completamente
inmanente. Esa es la tesis central del Essai: hay
una normatividad esencial de lo viviente, creador
de normas que son la expresión de su polaridad
constitutiva. Esas normas explican el hecho de
que lo viviente no pueda reducirse a un dato
material y sea en cambio una posibilidad, en el
sentido de una potencia: una realidad que se da
desde el inicio como inacabada porque se confron­
ta de manera intermitente con los riesgos de la en­
fermedad y de manera permanente con el de la
muerte.

La lectura, luego del Essai de 1943, de E l naci­


miento de la clínica, el libro de Foucault publicado
en 1963 en una colección dirigida por Canguil­
hem, lleva a la comprobación de una comunidad
de concepciones que no excluyen la diferencia y
hasta la oposición de los puntos de vista. Estas
dos obras tienen en común una crítica radical de
la pretensión de objetividad del positivismo bioló­
gico, llevada a cabo en sus dos bordes extremos.
Según hemos visto, Georges Canguilhem había
efectuado esa crítica recurriendo a la experiencia
concreta del viviente, con lo cual se halló ante la
necesidad de abrir una perspectiva, que podría­
mos calificar de fenomenológica, sobre el juego de
las normas, captado en el punto en que surge de la
esencial normatividad de la vida. Ahora bien, Mi­
chel Foucault sustituye la consideración de ese
origen esencial por la de un «nacimiento» históri­
co, situado precisamente en el desarrollo de un
proceso social y político; de tal modo, le toca pro­
ceder a una «arqueología» —lo contrario de una
fenomenología— de las normas médicas, vistas
desde el lado del médico, e incluso, por detrás de
este, de las instituciones médicas, mucho más que
desde el lado del enfermo, que parece así el gran
ausente de ese Nacimiento de la clínica. De esta
manera se explica el despliegue de un espacio
médico en el cual la enfermedad queda sujeta a
una «mirada» a la vez normada y normadora, que
decide las condiciones de la normalidad some­
tiéndose a las de una normatividad común:

«La m edicin a y a no debe ser ú n icam ente el corpus de


la s técnicas de la curación y del saber que e sta s requie­
ren: tam bién abarcará un conocim iento del hom bre sa ­
ludable, es decir, a la vez u n a experiencia del hombre
no enferm o y u n a definición del hom bre modelo. E n la
g estió n de la e x isten cia hu m an a, asum e una p ostura
norm ativa, que no la autoriza sim plem ente a repartir
consejos de vida prudente, sino que le da fundam entos
para regir la s relacion es física s y m orales del in d iv i­
duo y de la sociedad donde él vive».5

Se diría que el viviente ha dejado de ser el su­


jeto de la normatividad para no ser ya otra cosa
que su punto de aplicación, si no fuera porque, en
la práctica, Foucault suprime de sus análisis toda
referencia a esa noción de viviente, tan escasa en

5 Michel Foucault, Naissance de la clinique; une archéo-


logie du regará m edical, París: PUF, 1963, col. «Galien»,
pág. 35 [El nacimiento de la clínica: una arqueología de la
m irada médica, México: Siglo XXI, 1966],
E l nacimiento de la clínica como frecuente es en el
Essai de Canguilhem. Ese es el precio que hay que
pagar para presentar una génesis de la norma­
lidad, en el doble sentido de un modelo epistemo­
lógico, que regula los conocimientos, y un modelo
político, que rige los comportamientos.
El concepto de «experiencia» aparece tan a me­
nudo en los análisis de Foucault como en los de
Canguilhem; sin embargo, en relación con la exi­
gencia planteada por aquel de «tomar las cosas
en su severidad estructural»,6 se le da una signi­
ficación muy diferente. Ya no se trata de una ex­
periencia del viviente, en todos los sentidos que
puede adoptar esta expresión, sino de una expe­
riencia histórica, a la vez anónima y colectiva: ex­
periencia de viviente, más que experiencia del vi­
viente, de la que se desprende la figura completa­
mente desindividualizada de la clínica. Así, lo
que Foucault llama «experiencia clínica» procede
simultáneamente en varios niveles: es lo que per­
mite al médico perfeccionar su experiencia, al po­
nerse en contacto con la experiencia por medio de
la observación (la «mirada médica»), en el marco
institucional que determina una experiencia so­
cialmente reconocida y controlada. En esta últi­
ma frase, la palabra «experiencia» aparece en
tres posiciones y con significaciones diferentes: la
correlación de esas posiciones y significaciones
define precisamente la estructura de la experien­
cia clínica.
Es este el triángulo de la experiencia: en un
vértice, el enfermo ocupa el lugar del objeto mira­
do; en otro se halla el médico, miembro de un

6 Ib id ., pág. 138.
«cuerpo», el cuerpo médico, cuya competencia
para convertirse en el sujeto de la mirada médica
se reconoce, y, para terminar, la tercera posición
es la de la institución que oficializa y legitima so­
cialmente la relación del objeto mirado con el suje­
to que mira. Vemos, pues, que el juego de lo «di­
cho» y lo «visto» a través del cual se trama esa «ex­
periencia» pasa por encima del enfermo y del mé­
dico mismo, para realizar esa forma histórica a
priorí que se anticipa a la vivencia concreta de la
enfermedad imponiéndole sus propios modelos de
reconocimiento.
Este análisis difiere profundamente y tal vez
incluso diverge del presentado por Georges Can­
guilhem en su Essai de 1943, donde buscaríamos
en vano las huellas de una posición estructuralis-
ta avant la lettre. No obstante ello, de una manera
que puede parecer inesperada, llega a conclusio­
nes bastante similares, puesto que la experiencia
clínica tal cual acaba de caracterizarse, al tiempo
que le brinda al enfermo una perspectiva de su­
pervivencia, al devolverlo a un estado normal cu­
yos criterios define ella misma —y que sólo a pos-
teriori son convalidados por las construcciones
del saber objetivo—, lo enfrenta al riesgo y la ne­
cesidad de una muerte que aparece entonces co­
mo el secreto o la verdad de la vida, si no como su
principio. Es la lección de Bichat, expuesta en el
capítulo 8 de E l nacimiento de la clínica, a la que
Canguilhem, por su parte, se refirió con mucha
frecuencia.
La estructuración histórica de la experiencia
clínica es, pues, la que establece la gran ecuación
entre lo viviente y lo mortal: inserta los procesos
mórbidos en un espacio orgánico cuya represen­
tación está justamente informada por las condi­
ciones que promueven esa experiencia; y dichas
condiciones, en razón de su propia historicidad, no
son reductibles a una naturaleza biológica dada
de inmediato en sí, como un objeto ofrecido de ma­
nera permanente a un conocimiento cuyos valores
de verdad, debido a ello, sean incondicionados.
Por eso,

«hay que dejar a la s fenom enologías la ta rea de descri­


bir en térm in os de encuentro, d ista n c ia o “com pren­
sión” los avatares del par m édico-enferm o. ( . . . ) E n el
n ivel originario se tram ó la figura com pleja que u n a
psicología, aun en profundidad, apenas es capaz de do­
m inar; a partir de la anatom ía patológica, el m édico y
el enferm o ya no son dos elem entos correlativos y exte­
riores, como el sujeto y el objeto, lo que m ira y lo m ira­
do, el ojo y la superficie; su contacto sólo e s posible con­
tra el telón de fondo de una estructura en que lo m édi­
co y lo patológico se p erten ecen desd e ad entro en la
plenitud del organism o ( . . . ). El cadáver abierto y exte­
riorizado es la v erd ad in terio r de la en ferm ed ad , la
p ro fu n d id a d e x p u e s ta de la r ela ció n m é d ic o -e n fer ­
mo».7

En las condiciones que hacen posible la expe­


riencia clínica, la muerte, y con ella también la vi­
da, deja de ser un absoluto ontológico o existen-
cial y adquiere, al mismo tiempo, una dimensión
epistemológica. Por paradójico que esto parezca,
«ilumina» la vida:

«Desde lo alto de la m uerte pueden verse y analizarse


las d ep en dencias orgánicas y la s secuencias patológi­
cas. E n lugar de ser lo que h a b ía sido d u ran te tan to

7 Loe. cit.
tiem po, e sa noche en que la vida se borra y la enferm e­
dad se confunde, está dotada ahora del gran poder de
ilum in ación que dom ina y saca a la luz, a la vez, el e s­
pacio del organism o y el tiem po de la enferm edad».8

Señalemos que aquí aparece una de las muy


contadas referencias de El nacimiento de la clíni­
ca a la noción de «viviente», y lo hace en relación
con Bichat y con vistas a relativizar su contenido:

«La irred u ctib ilid ad de lo v iv ien te a lo m ecánico y lo


quím ico sólo tien e un lugar secundario con respecto al
lazo fu n d a m en ta l en tre la v id a y la m uerte. E l v ita ­
lism o aparece contra el trasfondo de ese m ortalism o».9

Por esta razón, descomponer esa experiencia


clínica y revelar la estructura que la sostiene es
también exponerlas reglas de una especie de arte
de vivir, en relación con todo lo que se incluye
dentro de las nociones de salud y normalidad, que
por su parte ya no tienen nada que ver con la re­
presentación de lo que el propio Georges Canguil­
hem llamaría «inocencia biológica». Y podríamos
ver aquí el esbozo de lo que Foucault, en sus últi­
mos escritos, denominará «estética de la existen­
cia», a fin de hacer comprender cómo nos valemos
de las normas al jugar con ellas, es decir, al po­
nerlas en funcionamiento y abrir al mismo tiempo
el margen de iniciativa liberado por su «juego».
Este arte de vivir supone, en quien lo ejerce, sa­
berse mortal y aprender a morir: Foucault tam­
bién desarrolló esta idea ese mismo año, 1963, en
su obra sobre Raymond Roussel, donde la expe­

8 Ibid., pág. 145.


9 Ibid., pág. 147.
riencia del lenguaje toma de alguna manera el lu­
gar de la experiencia clínica.

En 1963, al tiempo que descubre el libro de


Foucault, Canguilhem se relee a sí mismo y pre­
para sus «Nuevas reflexiones», que se publicarán
tres años después. En ese último texto, su autor
no deja de insistir en que no ve razón alguna para
retractarse de las tesis defendidas en 1943 y mo­
dificarlas o desecharlas. Empero, si realmente es
así, ¿cómo explicar la necesidad de presentar esas
reflexiones, en las cuales es menester que tam­
bién salga a la luz algo «nuevo»?
Ahora bien, su novedad obedece, ante todo, a
que vuelven a plantear la cuestión de las normas
pero desplazada hacia otro terreno, que amplía
de manera considerable su campo de funciona­
miento. Para decirlo muy sucintamente, esa am­
pliación procede de lo vital a lo social. De allí esta
interrogación, que de hecho está en el centro de
las «Nuevas reflexiones»: El esfuerzo de pensar la
norma contra un fondo de normatividad y no de
normalidad, que había caracterizado sil Essai de
1943, ¿puede extenderse de lo vital a lo social, en
particular cuando se toman en cuenta todos los fe­
nómenos de normalización concernientes al tra­
bajo humano y sus productos?
La respuesta a esta pregunta sería globalmen­
te negativa en razón de la imposibilidad, demos­
trada por Georges Canguilhem, de hacer inferen­
cias de lo vital a lo social, esto es, de alinear el
funcionamiento de una sociedad en general, en
cuanto portadora de un proyecto de normaliza­
ción, con el de un organismo. En esta argumen­
tación puede verse un resurgimiento del debate
tradicional entre finalidad interna y finalidad ex­
terna. ¿Significa esto que habría que hacer una
distinción radical entre dos tipos de normas, y
oponer sin más lo vital y lo social?
También a esta última pregunta se dará, pese
a todo, una respuesta negativa, en esencia por
dos razones. En primer lugar, las «Nuevas refle­
xiones» destacan el hecho de que las normas vita­
les, al menos en el mundo del hombre —¿y acaso
no es este el ser que tiende a incorporar todas las
cosas a su propio mundo?—, no son la expresión
de una «vitalidad» natural, en realidad abstracta
porque está rigurosamente confinada en su or­
den; expresan, a decir verdad, un esfuerzo en pro­
cura de superar dicho orden, un esfuerzo que sólo
tiene sentido porque está condicionado desde un
punto de vista social. Por otra parte, esas mismas
«Nuevas reflexiones» ponen de relieve la idea de
una normatividad social que procede por «inven­
ción de órganos»,10 en el sentido técnico de la pa­
labra «invención». Esto sugiere la necesidad de
dar vuelta la relación de lo vital con lo social: no
es lo vital lo que impone su modelo insuperable a
lo social, como querrían hacerlo creer las metáfo­
ras del organicismo; antes bien, en el mundo hu­
mano, lo social lanza lo vital por delante de sí
mismo, aunque sólo sea porque uno de los «órga­
nos» que incumbe a su «invención» es el propio co­
nocimiento de lo vital, un conocimiento cuyo prin­
cipio es social.
Pensar las normas y su acción es, por lo tanto,
reflexionar sobre una relación entre lo vital y lo

10 G. Canguilhem, Le N orm al et le pathalogique, op. cit.,


pág. 189.
social que no sea reductible a un determinismo
causal unilateral. Esto recuerda el estatus muy
particular del concepto de «conocimiento de la vi­
da» en Georges Canguilhem, quien recurrió a él,
como es sabido, para dar título a uno de sus li­
bros, Ese concepto corresponde simultáneamente
al conocimiento que se puede tener con respecto a
la vida considerada como un objeto y al conoci­
miento producido por la vida que, en cuanto suje­
to, promueve el acto del conocer y le confiere sus
valores. Quiere decir, entonces, que la vida no es
ni totalmente objeto ni totalmente sujeto, así co­
mo no es del todo conciencia intencional y tampo­
co materia expuesta a ser labrada, inconsciente
de los impulsos que la movilizan. Es potencia, es­
to es, como dijimos para comenzar, inacabamien-
to, y por eso sólo se experimenta al confrontarse
con «valores negativos».
Al final de las «Nuevas reflexiones» podemos
leer lo siguiente:

«Es en el furor de la culpa, a sí como en el grito del su ­


frim iento, que la inocencia y la salud su rgen como los
térm in os de un a regresión tan im posible como busca­
d a».^

Quizá Michel Foucault podría haber escrito


esta frase para ilustrar los inevitables mitos de la
normalidad: los mitos que, a través de su expre­
sión idealizada, no hablan de otra cosa que del su­
frimiento y la muerte, es decir, de la amenaza que
devuelve a todo viviente a sí mismo, a la vez a su
individualidad de tal y alo viviente que vive en él.

11 Ibid., pág. 180.


Georges Canguilhem:
un estilo de pensamiento*

Georges Canguilhem publicó relativamente


poco y sólo aceptó de manera tardía, y no sin reti­
cencias, poner al alcance de un público más am­
plio escritos que hasta allí él se había ingeniado
bastante bien en dispersar y disimular en lugares
elegidos con discreción. Para quienes fueron sus
allegados, esta reserva era un rasgo constitutivo
de su personalidad, que rechazaba todo aquello
que pudiera emparentarse con el hecho mismo de
aparecer, en cualquier sentido de la palabra. Aho­
ra bien, la influencia que ejerció —sin duda puede
hablarse, a este respecto, de un verdadero magis­
terio intelectual, que marcó a varias generacio­
nes— estaba directamente ligada a esa voluntad
de reserva, a la decisión, respetada hasta el final
sin concesiones ni componendas, de atenerse a lo
indispensable en el desempeño de su función de
profesor y filósofo. Esa economía de pensamiento,
por lo demás, era tanto mejor observada cuanto
que la practicaba con obstinación, sin hacerla
objeto de comentarios o glosas, pues hubiese sido
absolutamente ocioso proponerlos, y terminó por
adoptar la característica de lo que podemos de­

* E ste texto, cuyo título original es «Georges Canguil­


hem: un style de pensée», se publicó por primera vez en Ca-
hiers Philosophiqu.es, 69, diciembre de 1996, «La philoso-
phie de Georges Canguilhem», págs. 47-56.
finir como estilo filosófico: una manera determi­
nada de situarse en la empresa del pensamiento y
proseguir su trabajo, es decir, de asumir con el
máximo rigor sus condiciones y consecuencias. En
Georges Canguilhem, ese rigor tuvo una naturale­
za ejemplar.
Para dar una idea de ello, querría basarme en
una experiencia personal y tratar de revivir la
fuerza de la impresión que embargó a un estu­
diante —formado por la mediocre enseñanza de
las preparatorias parisinas de letras [khágnes] de
entonces, en las cuales no había aprendido mucho
más que la retórica de los ejercicios de concurso—
que en 1958 se proponía obtener una licenciatura
de filosofía en la Facultad de Letras de París, y se
encontró —un poco por casualidad, empujado por
la curiosidad y sin prever en absoluto lo que iba a
sucederle— sentado en los bancos del anfiteatro
bastante raleado donde Canguilhem dictaba un
curso de agregación sobre la filosofía de Augus-
te Comte (que en aquella época no era todavía el
autor maldito que ha llegado a ser en la actuali­
dad). Quien hoy escribe estas líneas, cerca de
cuarenta años después, sigue sintiendo con igual
intensidad aquella impresión: a tal punto era so-
brecogedor el efecto producido por esa palabra in­
transigente. En un anfiteatro vecino, que estaba
—este sí— atestado, Raymond Aron daba igual­
mente un curso sobre Comte, cuyo sistema des­
montaba, con una ironía irrefutable, mediante le­
ves pinceladas, con lo cual hacía pensar que no
había gran cosa que extraer de esa filosofía, sobre
todo en lo concerniente al concepto de sociedad,
cuya versión comteana era, desde su punto de vis­
ta, una suerte de mistificación: la operación de
demolición, llevada a cabo con indiscutible ele­
gancia, era divertida y eficaz, pero dejaba una im­
presión de malestar, porque no hacía lugar a nin­
gún resultado positivo y se limitaba, de acuerdo
con la tradición de una crítica en primer grado, a
exponer la nadería de una nada. Canguilhem, por
el contrario, tomaba en serio el pensamiento de
Comte, como correspondía tratándose de uno de
los fundadores de la tradición no sólo de una filo­
sofía biológica, sino también de una epistemología
histórica; se sentía obligado a seguirlo en el por­
menor y la lógica interna de sus operaciones
teóricas, y dedicaba tiempo y esfuerzo, por ejem­
plo, a retranscribir en negro sobre blanco y co­
mentar en detalle la totalidad del cuadro de las
funciones cerebrales, para devolverle, a despecho
de sus extravagancias aparentes, su interés filo­
sófico, equivalente, en un orden muy distinto de
ideas, al de la tabla kantiana de las categorías.
Tal y como Canguilhem lo presentaba en su cur­
so, Comte no era, sin duda, el poseedor de una
verdad exclusiva que diera lugar a una exposi­
ción dogmática: antes bien, representaba en la
historia de la verdad una posición atípica, cuya
especificidad merecía la pena reconocer si uno
mismo aspiraba a tomar posición en el movimien­
to de esa historia, que fue el objeto al que Can­
guilhem consagró principalmente su atención de
filósofo y en tomo al cual construyó lo esencial de
su obra.
No parecía indispensable seguir adelante con
el curso de Aron: en él, todo —es decir, nada— es­
taba dicho desde el inicio. En cambio, después de
haberlo disfrutado una sola vez, ya no era posible
abandonar el de Canguilhem, de manera que los
años que siguieron viví, semana tras semana, a la
espera de la próxima clase —los miércoles por la
tarde, si la memoria no me engaña—, a la cual
asistía siempre con la misma avidez y el mismo
asombro. Así, luego del curso sobre Comte dicta­
do en 1958-1959, escuché sin perder una sola pa­
labra los dedicados a la ciencia de D escartes
(1959-1960), los orígenes de la psicología (1960-
1961), el estatus social de la ciencia moderna
(1961-1962) y por último, en 1962-1963, el curso
sobre las normas, que se integró en parte a la
nueva edición del Essai sur le normal et le patho~
logique. Cada una de esas clases duraba una ho­
ra, a lo largo de la cual las personas presentes,
cuyo número aumentaba con el paso de los años,
vivían una intensa experiencia intelectual, reno­
vada sin cesar, que las ponía en contacto directo
con segmentos enteros de la historia del pensa­
miento, presentados sobre la base de textos de di­
fícil acceso. En boca de Canguilhem, estos se car­
gaban de una significación esencial: para no citar
más que un ejemplo, difícilmente pueda olvidar
un comentario del artículo «Aplicación», redacta­
do por d’Alembert para la Encyclopédie, asociado
a extractos de la Science des ingénieurs de Béli-
dor, de donde se desprendían los elementos funda­
cionales de una filosofía de la técnica apoyada
en ciertos aspectos característicos de la historia
de su concepto, aprehendido en el corazón de sus
transformaciones y, por eso mismo, remitido a
sus principales desafíos especulativos y prácticos.
A llí estaba íntegro el método de Canguilhem,
consistente en reproducir ciertos hechos funda­
mentales de la historia del pensamiento, caracte­
rizados en su esencial singularidad, de manera
que actuaran en el presente, como hechos que es­
taban produciéndose y no como la materia muerta
de una historia ya pasada, sin que importara que
estuviese perimida o sancionada. Para un lector
de Spinoza, una experiencia semejante no dejaba
de emparentarse con la práctica del conocimiento
del tercer género, y puedo aseverar que, al salir de
las clases de Canguilhem, uno tenía cierta idea de
lo que podía ser el amor intellectualis Dei.
Canguilhem tenía un talento especial para sus­
citar nuevo interés por autores considerados me­
nores, a quienes sacaba del olvido con el fin de se­
ñalar el papel que habían cumplido en la elabo­
ración de las obras de los grandes científicos y los
grandes filósofos, al ofrecer a ellas un campo de
resonancia dentro del cual su discurso se carga­
ba de un sentido completamente nuevo. Esto equi­
valía a mostrar que la verdad, que en caso de
asignársele una localización estricta corre el ries­
go de transformarse en ilusión dogmática coagu­
lada, se despliega y difunde por doquier en el
derrotero irregular seguido por el pensamiento
humano bajo todas sus formas, un derrotero a
través del cual ella se propaga por caminos muy
a menudo oscuros y que casi podríamos calificar
de inconscientes. De allí se desprendían las gran­
des líneas de una historia del conocimiento funda­
da en el principio de la genealogía de los concep­
tos, en la cual no eran las ciencias las únicas invo­
lucradas.
La secreta alquimia de las pequeñas verdades
permitía así comprender cómo «la ciencia, activi­
dad estrictamente teórica, tiene una historia, y no
sólo un destino o una lógica».1 Entendámoslo
bien: explicar la ciencia por su historia —opera­
ción que no tiene nada que ver con la de una teo­
ría del conocimiento, e incluso se sitúa en parte
como alternativa con respecto a ella— no signifi­
ca en absoluto negarle su carácter de actividad
teórica; es, al contrario, dar raíces a dicho carác­
ter, lo cual no lleva fatalmente a reducir esa cien­
cia a una serie de «datos» exteriores, por defini­
ción, a su campo propio de producción: «Una cosa
es rechazar una explicación sociológica siempre
más o menos reductiva, y otra, rechazar una ex­
plicación del contenido de la ciencia en la medida
en que mantiene una relación obligada con una
situación»,2 El punto de partida del proceder filo­
sófico de Georges Canguilhem era el hecho de
que, desde una perspectiva histórica, el conoci­
miento se produce siempre en situación y, por lo
tanto, de una manera que no es frontal sino nece­
sariamente sesgada, y de que, en consecuencia, a
la vez que no puede reducírselo a determinacio­
nes extrateóricas, tampoco es identificable con el
estatus de un conocimiento puro, formado por
completo como fuera de campo; se comprenderá,
pues, que la senda particularmente angosta que
ese proceder tomaba requería el exigente estilo
de pensamiento al que nos hemos referido en el
comienzo.
La dificultad asumida y sostenida hasta el fi­
nal por Canguilhem puede, además, formularse
de este modo: al no haber conocimiento sin his­

1 Frase de Georges Canguilhem extraída de las notas to­


madas durante el curso sobre el estatus social de la ciencia
moderna.
2 Ibid.
toria, tampoco puede haber historia general del
conocimiento, porque la historicidad de esa histo­
ria obedece precisamente a su singularidad, que
es la condición de su fecundidad teórica. Eso lo
llevaba, en particular, a hablar, en el curso dicta­
do en 1961-1962, de un «estatus social de la cien­
cia»: por «estatus social» había que entender, en­
tonces, no un condicionamiento impuesto por le­
yes de naturaleza sociológica, y en consecuencia
extracientífico, sino el hecho de que el conoci­
miento no es el producto de una lógica pura del
pensamiento, que lo haga avanzar en derechura
sobre una línea previamente definida a la que
nada pueda desviar de su orientación primera, co­
mo si contuviera en sí misma el principio desenca­
denante de su progresión, a la manera de una «in­
vestigación» tendida hacia la persecución de su
meta y, por lo tanto, definida en función de esta,
tal como la presenta el modelo platónico del cono­
cimiento. Si la ciencia no existe por la sociedad, en
el sentido de una relación unívoca de determina­
ción causal, que la convierta en un simple instru­
mento, existe en ella y con ella, como una forma
de pensamiento concreto, es decir, como una figu­
ra indisociablemente viva e individuada.
La atención teórica prestada por Canguilhem
a los problemas de la vida y la existencia indivi­
duada, con los «valores negativos» propios de es­
ta, era pues inseparable de su interés por la his­
toria del conocimiento, concebido como práctica
humana, cuyo estudio implica tomar en conside­
ración acontecimientos ligados al desarrollo acci­
dentado y contrastado de esa práctica, un desarro­
llo que, al no estar predeterminado en modo algu­
no, m antiene hasta el final el carácter de una
aventura. Así, en su concepción, el conocimiento
de la vida tenía por correlato la vida del conoci­
miento; una y otro se enfrentaban por igual al pro­
blema crucial del error, ya que hay errores de la
vida como hay errores de la ciencia, y revelaban
en esa confrontación lo que es esencial en ellos.
Desde ese punto de vista, y a fin de llevar es­
ta cuestión a un dilema tradicional, Canguilhem
consideraba la historia del pensamiento, y muy
en particular la del pensamiento científico, más
como una invención que como un descubrimiento.
Ello lo conducía a devolverle, en oposición a un
condicionamiento, su dimensión de libertad, en el
sentido de una libertad en situación, enfrentada a
la constante exigencia de adaptar sus respuestas
a las preguntas planteadas por la actualidad, sin
tener, no obstante, la capacidad de forjar arbitra­
riamente esas preguntas y, por lo tanto, de fabri­
carlas en todas sus partes. Conocer sería así, en
cierta forma, descubrir preguntas e inventar res­
puestas para ellas, a la manera en que un orga­
nismo dialoga con su medio de existencia. Las
palabras de Pascal: «Somos en el medio», comen­
tadas por Canguilhem en el capítulo «Medio» de
E l conocimiento de la vida, tienen pues, en la pro­
longación de sus resonancias existenciales, una
significación epistemológica. En otras palabras,
la historia de las teorías no puede considerarse
únicamente una historia teórica, a menos que se
la rebaje al plano de una historia virtual, que de­
duce lo mismo a partir de lo mismo y, en conse­
cuencia, no da cabida alguna a los accidentes que
jalonan e impulsan el movimiento de la historia
real. La reflexión de fondo que Canguilhem con­
sagró a la cuestión de los falsos precursores se
apoya precisamente en esta idea: atribuir a Leo­
nardo da Vinci o a Mendel el papel de precursores
implica reescribir la historia a partir de su final
supuesto, que se proyecta entonces en un origen
ideal desde el cual esa historia parece desen­
volverse de manera lineal, directa y sin ruptura
—por ende, sin que se pueda apartar de su cami­
no ya trazado de antemano, y sin que sus efectos
de verdad, que competen al orden del conocimien­
to, puedan jamás nacer de sus desviaciones o sus
errores—.
En una perspectiva diferente de la de Marx pe­
ro no fatalmente incompatible con ella, todo esto
lleva a aprehender el conocimiento como un hecho
social, y no sólo como un resultado del funciona­
miento puramente intelectual de la mente huma­
na. Por «hecho social» hay que entender, entonces,
no un hecho determinado en última instancia so­
bre la base de condiciones sociales fijadas con an­
terioridad a su producción y que lo explican en su
totalidad, sino un hecho que no puede producirse
sin la intervención correlativa de circunstancias
que no tienen su origen en la teoría pura, sino que
aparecen y sobre todo adquieren una significación
en un plano distinto de aquel en el que la teoría
hace reconocer la pertinencia de sus leyes.
Ese era el sentido en que Canguilhem, en su
curso de 1961-1962 sobre el estatus social de la
ciencia, retomaba, criticándola, la divisa comtea-
na: «Ciencia, de donde previsión [prévoyance];
previsión, de donde acción», a la que negaba el ca­
rácter de deducción continua sugerido por el giro
«de donde... de donde. . al mismo tiempo, la di­
visa quedaba escindida en dos secuencias sucesi­
vas heterogéneas desplegadas en planos diferen­
tes: «ciencia, de donde previdencia ¡previsión]» y
«previsión, de donde acción», en que el esquema
teórico de la previdencia no puede superponerse
directamente al esquema práctico de la previsión:
«Se puede decir “previsión, de donde acción”, pero
no “ciencia, de donde previsión”; la previsión es un
comportamiento. Corresponde al segundo sis­
tema».3 Este segundo sistema es propiamente el
de la vida social, para utilizar una fórmula, «vida
social», en que la referencia a la vida y a sus pro­
blemas no tiene sólo un papel metafórico: expresa
el hecho insoslayable de que la sociedad, mucho
más allá de un contexto material inmóvil que im­
pone determinaciones ya desarrolladas de ante­
mano, o de una forma institucional únicamente
vinculante en el plano del derecho, constituye pa­
ra el pensamiento un interlocutor, el par de un in­
tercambio incesante en cuyo transcurso el pensa­
miento mismo elabora y rehace sus propias figu­
ras. Y la historia del pensamiento humano no es,
justamente, más que la prosecución, es decir, la
recuperación perpetua, de ese diálogo.
En otras palabras, el proceder epistemológico
de Canguilhem equivale a desintelectualizar tan­
to como sea posible los fenómenos de la ciencia y el
conocimiento, no con el fin de negar o rechazar el
carácter teórico propio de algunos de ellos, sino, al
contrario, de confirmarlo, poniendo de relieve sus
condiciones de posibilidad y sus límites. De ahí la
tesis así formulada en el curso sobre el estatus so­
cial de la ciencia moderna: «La ciencia debe apa­
recer en un universo que la haga posible». Ese

3 Nota tomada en el curso de Canguilhem sobre el estatus


social de la ciencia moderna.
universo, que no es reductible a datos materiales,
es ante todo un mundo de objetos técnicos produ­
cidos por el trabajo humano, en formas indisocia-
blemente manuales y mentales; y es también un
mundo informado, en el sentido fuerte del térmi­
no, por las técnicas de desarrollo y propagación de
la cultura —la enseñanza en primera fila— que
hacen de él un mundo instruido. Al elaborar estas
ideas, Canguilhem retomaba de manera manifies­
ta un camino que Bachelard ya había abierto;
pero no se quedaba ahí, porque duplicaba la tesis
precedente con la tesis inversa, al explicar que la
ciencia misma, originada en ciertas prácticas so­
ciales, también está destinada, en la lógica de su
desarrollo, a convertirse en una práctica social,
incorporada como tal al funcionamiento de la so­
ciedad, en el doble plano de la infraestructura y
de las superestructuras, según se interprete que
procura a la comunidad más bienestar o más lu­
ces —una idea que ya constituía el núcleo de la
empresa filosófica de Comte—. La función del
científico, y la historia de esa función, que radica
principalmente en su profesionalización gradual,
son iluminadas por esa tendencia a la socializa­
ción del saber, que lo incorpora a la organización
de la sociedad con arreglo a un movimiento cada
vez más consustancial a su significación propia­
mente teórica.
¿Hablar de una función social de la ciencia y
del científico significa, empero, que estos deben
conformarse a un plano estrictamente funcional e
instrumental, que los prive de manera definitiva
de su autonomía? No, al menos en la medida en
que se conciba cierta autonomía de la sociedad
misma con respecto a sus propias funciones o a al­
gunas de ellas; ahora bien, precisamente a eso
conduce la idea de una vida social. Para que la so­
ciedad pueda utilizar la ciencia y a los científicos
es preciso que disponga de las normas correspon­
dientes, pero esas normas no son en modo alguno
previas a su puesta en práctica, porque son en sí
mismas el producto de una historia sometida a la
incertidumbre del acontecimiento, una historia
en cuyo transcurso la sociedad inventa, por su
cuenta y riesgo, maneras de ser y obrar que no es
posible definir en un plano estrictamente institu­
cional pero que representan, siempre bajo cierto
sesgo, certo ac determinato modo, un estado de­
terminado de las luchas y los trabajos humanos,
cuya realidad concreta no agota ninguna inter­
pretación finalista o formalista.
Ciencia, conocimiento y pensamiento en gene­
ral participan, pues, de una historia natural que
es simultáneamente una historia social: esta his­
toria es natural porque su movimiento no puede
explicarse sobre la base de decisiones particula­
res asumidas en conciencia y capaces, como tales,
de desviar de manera artificial su curso; y es so­
cial porque los incidentes que la jalonan destacan
su singularidad en un contexto en que la colectivi­
dad entera, considerada en el conjunto de las acti­
vidades que la constituyen, está solidariamente
implicada. En otro vocabulario, diríamos que el
conocimiento científico es un hecho social total.
Podríamos decir también que la verdad es histó­
rica en su esencia porque es indisociable del pro­
ceso de su producción: este, habría dicho Althus-
ser, que admiraba la obra de Canguilhem y sacó
de ella un gran provecho, es producción de efectos
de verdad.
En ese aspecto, quizá no carezca de interés re­
mitirse a un texto de Althusser dedicado a la tra­
dición de la epistemología histórica promovida por
Bachelard, Canguilhem y Foucault, y cuya redac­
ción es un poco anterior a la publicación de La
revolución teórica de Marx [Pour Marx]:

«La ciencia y a no aparece com o la m era consta tación


de una verdad d esn u da y dada, que encontraríam os o
revelaríam os, sin o como la producción (poseedora de
una historia) de conocim ientos, u n a producción dom i­
nada por elem en tos com plejos, en tre ellos las teorías,
lo s con cep tos, los m étodos, y la s rela cio n es in tern as
m ú ltip les que los ligan orgánicam ente. Conocer el tra­
bajo real de una ciencia supone el conocim iento de todo
ese conjunto orgánico complejo. ( . . . ) E ste conocim ien­
to su p o n e otro, el d el d even ir rea l, la h isto ria de ese
conjunto orgánico de teorías, conceptos y m étodos, y de
s u s resu lta d o s (conq u istas, d escub rim ientos cien tífi­
cos), que vien en a integrarse poco a poco a él y m odifi­
can su figura o su estructura. Con ello, la historia, la
verdadera h istoria de la s ciencias, aparece como in se­
parable de toda epistem ología, como su conducta esen ­
cial. E m pero, la h isto ria que d escu bren eso s in v e sti­
gadores es una h isto ria n u ev a , que y a no tie n e el ca­
rácter de la s filosofías de la historia id ea lista anterio­
res y abandona, an te todo, el viejo esq u em a id ea lista
de un progreso m ecánico {acumulativo: d’Alem bert, Di-
d erot, C ondorcet, etc.) o d ia léctico (H eg el, H u sser l,
B ru n sch v icg ) con tin u o, sin ru p tu ra s, sin paradojas,
sin retrocesos, sin saltos. Aparece u n a nueva historia:
la del devenir de la razón científica, pero despojada del
sim p lism o id e a lista tran qu ilizad or segú n e l cual, a sí
como el hacer el bien sin m irar a quién ja m á s deja de
ten er su recom pensa, no h a y cuestión científica alguna
que quede sin resp u esta y, a n tes bien, siem pre la e n ­
cu en tra . La realid ad tie n e un poco m ás de im a g in a ­
ción: h a y cuestiones que jam ás tendrán resp u esta por­
que son im agin arias y dejan sin verdadera resp u esta el
problem a real que elud en ; h a y cien cia s que se dicen
ciencias y que no son m ás que la im postura cientificis-
ta de un a ideología social, y h a y ideologías no cien tífi­
cas que, en confluencias paradójicas, dan a luz v erd a­
deros descubrim ientos, a sí como vem os brotar el fuego
del choque de dos cuerpos extraños. D e ese modo, toda
la com pleja realidad de la h istoria, en la totalidad de
su s determ inaciones económ icas, sociales, ideológicas,
entra en juego en la in teligen cia de la historia cien tífi­
ca m ism a. L a obra de B achelard, C anguilhem y F ou­
cau lt da prueba de ello».4

E stas reflexiones esclarecen la fórmula de


Canguilhem antes citada: «La ciencia debe apare­
cer en un universo que la haga posible». Ese uni­
verso, en el cual las ideas cumplen en plenitud su
papel de transformación e información de la reali­
dad, no puede reducirse empero a un mundo de
ideas, si se entiende por tal un mundo de ideas ya
prefabricadas que no tengan más que reproducir
o «reflejar» un orden de cosas que está, por su par­
te, determinado con anterioridad a su interven­
ción. Cuando sostenía que la humanidad sólo se
plantea los problemas que puede resolver, Marx
parodiaba la tesis hegeliana de que nadie puede
saltar por encima de su tiempo. Ahora bien, Can­
guilhem, y Foucault tras él, desarrollaron una
concepción de la historia irreductible a ese histori-
cismo. Y sin duda es así como Althusser los lee,
con el objeto de integrarlos a la perspectiva de su
marxismo heterodoxo, depurado en la medida de

4 Louis Althusser, presentación de mi artículo «La philo­


sophie de la Science de Georges Canguilhem: épistémologie
et histoire des sciences», La Pensée, 113, febrero de 1964,
pág. 53.
lo posible de la referencia a un fínalismo que sitúe
las épocas sucesivas de la historia en la línea de
vina única progresión, en la cual cada una tendría
su lugar ya asignado.
Uno de los últimos textos publicados por Can­
guilhem, consagrado a «la decadencia de la idea
de progreso»,5 explica la formación de esta idea,
en la segunda mitad del siglo XVIII, a partir del
principio cosmológico de conservación que es una
ley de la astronomía newtoniana, lo cual lo lleva a
formular la siguiente hipótesis: «La asimilación
de la idea de progreso a un principio de conserva­
ción permitiría explicar su decadencia de otra ma­
nera, y no por un retorno imprevisto del irraciona-
lismo».6 En otras palabras, la idea llevaba en su
seno desde el comienzo las condiciones de su mar­
chitamiento, sin que para comprenderla fuese ne­
cesario apelar a una teoría general de la negativi-
dad dialéctica. ¿Adónde quiere llegar Canguilhem
al embarcarse en ese tipo de razonamiento?: al
hecho de que la idea de progreso, como todas las
ideas, está marcada por la singularidad de su his­
toria, en la cual la referencia científica aparece
junto a otras, en condiciones que, si empleamos un
lenguaje que no es el suyo, podemos calificar de
sobredeterminadas. Al explicar, como lo hace en
su artículo de 1987, que la máquina de vapor, y
con ella la instauración de una nueva configura­
ción sociotécnica y cultural, que sustituyó los mo-

5 Georges Canguilhem, «La décadence de l’idée de pro-


grés», Revue de Métaphysique et de Morale, 92(4), octubre-
diciembre de 1987, págs. 437-54 [«La decadencia de la idea
de progreso», Revista de la Asociación Española de Neuro-
psiquiatría, 19(72), 1999, págs. 669-83],
6 Ibid., pág. 440.
délos teóricos y las metáforas imaginarias de la
luz por los del calor —instauración interpretada,
en primer lugar, como un producto del progreso
humano—, condujo a poner en cuestión la idea de
progreso, Canguilhem hace volar en pedazos la
representación de una historia unificada a partir
de sus condiciones de posibilidad, tal y como es in­
terpretada, precisamente, por lo que no debe du­
darse en llamar «ideología del progreso». Lo cual
lo lleva, de paso, a destacar lo que en el fondo dis­
tingue, e incluso se sitúa como ruptura con respec­
to a ella, el concepto marxista de revolución de la
representación burguesa del progreso:

«Para la filosofía del progreso, la razón disipa los pre­


ju icio s y la s in ju sticia s como el sol las tin ieb la s. Pero
para el socialism o dialéctico, la indignidad de la condi­
ción obrera no es, como la oscuridad, del orden de la
privación. E s el efecto de u n a expoliación. La correc­
ción no con siste en recuperar lo que falta, sino en con­
quistar aquello de lo que uno ha sido despojado. E l pro­
greso sólo se hará efectivo para todos luego de un a se ­
gunda revolución, la verdadera, la revolución que s u s­
titu irá las anticipaciones id ealistas por una teoría m a­
teria lista de la historia».7

Es lo que el propio Althusser trató de decir con


otras palabras. Y al escoger, para terminar su ar­
tículo sobre la decadencia de la idea de progreso,
una referencia a Freud y a su tesis del instinto de
muerte, y no a Marx —sospechado, no sin razón,
de inspirar en el siglo XX, a pesar de haber pro­
puesto los instrumentos para criticarla, un resur­
gimiento patológico de la idea de progreso, que

7 Ibid ., págs. 449-50.


presenta a la vez los caracteres de un error de la
vida y un error de la ciencia—, Canguilhem mues­
tra mediante el ejemplo que un filósofo puede in­
teresarse en los problemas planteados por la his­
toria del conocimiento, que son inseparables de
todos los que se plantean, por lo demás, a través
de la totalidad del desarrollo de la historia huma­
na, buscando en otra parte y no en un evolucionis­
mo metafísico una garantía contra las derivas del
irracionalismo. Esta lección es la que hace que su
estilo de pensamiento sea irreemplazable e inimi­
table.
Normas vitales y normas sociales
en el Essai sur quelques problémes
concernant le normal et le
pathologique*
(Hospital Sainte-Anne, 4 de diciembre de 1993)

El tema central desarrollado en la tesis de doc­


torado en medicina publicada por Georges Can­
guilhem, en el año 1943, con el título de Essai sur
quelques problémes concernant le normal et le p a ­
thologique es «la experiencia de lo viviente», en
cuanto se articula en torno a cierta relación de lo
normal con lo anormal, que determina de manera
específica esa experiencia y le confiere su carácter
propiamente biológico de experiencia de lo vivien­
te, de tal modo que esta expresa lo que podemos
llamar «lo viviente del viviente». En otras pala­
bras, si hay un poder de la vida, sólo se deja apre­
hender a través de sus errores o sus flaquezas,
cuando tropieza con los obstáculos que impiden o
traban su manifestación: de ahí la importancia,
reafirmada sin cesar por Canguilhem, de los «va­
lores negativos», cuyo concepto funda su perspec­

* Este texto, cuyo título original es «Normes vitales et


normes sociales dans l’S ssa i sur quelques problém es con­
cernant le normal et le pathologique», se publicó por prime­
ra vez en Frangois Bing, Jean-Frangois Braunstein y Élisa-
beth Roudinesco (eds.), A ctualité de Georges Canguilhem:
Le N orm al et le pathologique, Actes du Xe colloque de la
Société Internationale d ’Histoire de la Psychiatrie et de la
Psychanalyse (4 décembre 1993), Le Plessis-Robinson: Ins-
titut Synthélabo pour le Progrés de la Connaissance, 1998,
col. «Les Empécheurs de Penser en Rond», págs. 71-84.
tiva filosófica, que se apoya en la dialéctica o, me­
jor, la dinámica de la potencia y sus límites. Esta
posición fue resumida así en la conferencia de re­
capitulación de sus trabajos pronunciada en 1987,
cuando el Centre National de la Recherche Scien-
tifique [CNRS] lo homenajeó con una medalla de
oro: «Puede admitirse que la biología se distanció
de la mecánica en virtud de la inteligencia de la
anomalía». Reparar una máquina porque se ha
descompuesto o desgastado es muy distinto que
atender o tratar a un organismo expuesto al ries­
go de la enfermedad, la monstruosidad y la muer­
te, que no son sólo fallos de la vida, riesgo que
constituye, en forma negativa, su experiencia de
viviente y le otorga su realidad e incluso su valor
de organismo.
Esta tesis general es desarrollada enseguida a
través de esta otra: la noción de normalidad, apli­
cada a esa experiencia, no puede designar un con­
tenido objetivo unilateralmente positivo, y con
ello ofrecido sin mediación como un objeto dado a
una racionalización científica que adopta directa­
mente la forma de una medida, es decir, de una
determinación en términos cuantitativos de las
condiciones de esa normalidad, alineada entonces
con la representación de una media. Se rechaza de
tal modo el postulado positivista, que tiende a
neutralizar la diferencia entre lo normal y lo pato­
lógico al reducir esto último a no más que una for­
ma o un grado, apreciable en términos cuanti­
tativos, del primero, en nombre del principio ele­
mental de que sólo habría ciencia de lo mensura­
ble, un principio que encontraría aquí sus últimos
requisitos en lo que podemos llamar un «optimis­
mo tecnológico». Si hay una experiencia de lo vi-
viente, se efectúa y se da a conocer y reconocer a
través del rechazo activo de una actitud de indife­
rencia o indiferenciación con respecto a la esen­
cial diferencia que, desde dentro de sí misma,
constituye esa experiencia, mientras que para el
biólogo positivo el cuerpo vivo es como un cuerpo
muerto, y, a la inversa, debe suceder de muy otea-
manera para el paciente y su médico, que están
directamente enfrentados a los valores negativos
de la enfermedad y la muerte, a través de los cua­
les la vida se afirma, en la figura de una negación
afirmativa, expresiva del impulso fundamental a
perseverar en su ser que existe en cada viviente y
que se da a conocer, entonces, tomando las formas
de la protesta y el rechazo. ;
Por eso, en la fórmula extraída de la conferen­
cia de recapitulación de 1987, que acabamos de ci­
tar, aparece, para designar el tipo de inteligibili­
dad propio del conocimiento de lo viviente, la ex­
presión «inteligencia de la anomalía». La inteli­
gencia de la anomalía es, precisamente, el trabajo
de un pensamiento unido a la experiencia y deseo­
so, ante todo, de operar en los límites que esta le
fija en concreto; trabajo del pensamiento que, más
allá de las formas dadas de la existencia orgánica,
disposición anatómica y análisis cualitativo de las
funciones asociadas a cada órgano o grupo de ór­
ganos, pone al desnudo, dando un sentido a los
valores negativos de la existencia, los indicios de
un poder de vivir que no se deja observar o medir
objetivamente, esto es, reducir a una escala gra­
dual de formas que constituyan el objeto de una
abstracta comparación mecánica. En última ins­
tancia, si hay que dar cabida a una relación entre
lo orgánico y lo mecánico, lo mejor sería comparar
las máquinas con los organismos a los cuales es­
tán efectivamente vinculadas como órganos arti­
ficiales, y no a la inversa; y, de tal modo, si hay
una filosofía de la técnica, es ella la que pertene­
cería al orden del conocimiento de lo viviente, en
lugar de ser este conocimiento no más que una
parte del orden global de una naturaleza interpre­
tada en función del modelo de vina máquina.
Este tipo de razonamiento lleva, justamente, a
sustituir una reflexión en torno a las cuestiones
tradicionales de la normalidad por una investiga­
ción orientada hacia un problema más fundamen­
tal: el de la normatividad. Si las formas normales
—casi estaríamos tentados de decir «vivibles», por
no hablar de viables— de la vida, en cuanto son
precisamente formas de vida, no se dejan analizar
de manera objetiva en los términos de una medi­
da estática que se reduzca a la determinación de
una media estadística, es porque la experiencia
con la cual se relacionan debe ser interpretada co­
mo la actualización dinámica de normas vitales
que definen el poder o la potencia de existir propia
de todo viviente, tal y como se afirma negativa­
mente en los momentos privilegiados en los cuales
se enfrenta de modo directo a los lím ites de su
efectuación.
Es indudable que la referencia a normas vita­
les es problemática: si estas se interpretan como
las manifestaciones de una potencia que en sus­
tancia ya está toda constituida, la dinámica que
impulsan se encuentra de alguna manera deteni­
da, fija en su origen, donde idealmente se prefigu­
rarían asimismo sus sucesivas manifestaciones; y
ya no habría motivo entonces para hablar de una
dinámica de la vida, sino sólo de vina dinámica de
sus manifestaciones, a las que esa entidad metafí­
sica que se llama «la vida» daría su respaldo a
priori: en eso estriba la aporía fundamental del vi­
talismo. Empero, también es posible interpretar
de manera muy distinta el concepto de norma
vital, renunciando a presuponer un poder ideal de
vivir que esté dado en sí con anterioridad a la ex­
periencia a través de la cual las normas que acom­
pañan la manifestación de ese poder se asumen
efectivamente; se dinamiza entonces desde aden­
tro la noción de norma, lo cual es justamente el
objetivo del paso de una doctrina de lo normal a
una doctrina de la normalidad. En lugar de consi­
derar la puesta en vigor de las normas como la
aplicación mecánica de un poder preconstituido,
hablar de normatividad es, sin duda, mostrar de
qué manera el movimiento concreto de las nor­
mas, que son esquemas vitales para la búsqueda
de las condiciones de su realización, elabora, a
medida que se desarrolla, ese poder que produce,
a la vez, en el plano de su forma y de su contenido.
La vida deja de ser entonces una naturaleza sus­
tancial para convertirse en un proyecto, en el sen­
tido propio del impulso que la desequilibra al pro­
yectarla sin cesar hacia adelante de sí misma, a
riesgo de verla, en sus momentos críticos, trope­
zar con los obstáculos que se oponen a su avance.
Se plantea, a la sazón, una nueva cuestión: la
de saber cómo se definen las orientaciones de ese
proyecto, que confieren a su realización su apa­
riencia de conjunto, y por lo tanto una necesidad
intrínseca, en vez de dejarlo divagar al capricho
de las intervenciones de un determinismo que ter­
ciaría en o, mejor, sobre su curso desde aíuera y
sobre la marcha, con vistas a fijar las etapas de su
realización, puesto que si el poder de vivir tuviera
que explicarse en su totalidad por tales relaciones
de causalidad, en el sentido, desde luego, de la
causalidad mecánica externa, ya no habría razón
para interpretarlo en términos de normatividad.
¿Significa esto que para restituir su dinámica in­
terna a la vida hay que reinyectar en su concepto
cierta dosis de flnalismo y, por lo tanto, con el fin
de poner de relieve el carácter normativo de su
proyecto, interpretar su movimiento en una pers­
pectiva intencional, cuya dimensión sea esencial­
mente subjetiva? ¿Y no es a esta dimensión esen­
cialmente subjetiva a la que hace referencia, en
efecto, la idea de una experiencia de lo viviente,
que no puede ser más que una experiencia vivida
en concreto?
En este punto hay que tomar en cuenta el he­
cho de que la experiencia de lo viviente no es y no
puede ser otra cosa que una experiencia indivi­
duada: no hay experiencia de lo viviente en gene­
ral, sino tan sólo experiencias de vida singulares,
que deben su singularidad precisamente a que se
enfrentan de manera permanente a los valores
negativos de la vida, para los cuales cada viviente
debe en principio descubrir, por su cuenta y ries­
go, sus propias respuestas de viviente, adaptadas
a sus disposiciones y sus aspiraciones particula­
res de tal. Es esta la razón por la cual el proceso
normativo de la vida no se reduce a la puesta en
aplicación de normas preestablecidas, con el valor
de prescripciones fijadas ne varietur, que objeti­
ven al viviente sometiéndolo a un orden extrínse­
co a su naturaleza de viviente para hacerlo entrar
en un tipo ideal, a la manera de lo que había ima­
ginado el estadístico Quételet cuando forjó su con­
cepto de hombre medio. Las normas, en cuanto no
corresponden a una mera constatación de norma­
lidad y son, en cambio, la afirmación de un poder
de normatividad, expresan dinámicamente un im­
pulso que tiene su nervio en cada viviente, con­
forme a una orientación determinada por su esen­
cia singular de viviente. ¿Hay que concluir que las
formas de esa experiencia, cuyas manifestaciones
son irreductiblemente plurales, se inventan con
libertad? Si así fuera, la noción de norma, al in­
corporarse a una perspectiva de normatividad,
quedaría privada de su carácter de necesidad y, al
mismo tiempo, puesta del lado de la singularidad
subjetiva de iniciativas concretas, que serían co­
mo otros tantos modelos de vida fragmentados, ya
sin ningún lazo efectivo entre ellos. Si se siguiera
este camino, ¿no se llegaría entonces a pensar
una especie de libre normatividad, una normativi­
dad sin normas y a la vez despojada de toda sus­
tancia?
Para superar estas dificultades hay que volver
a la noción de experiencia individuada y admitir
que, sobre todo en el caso del ser humano, ella no
se reduce a la de experiencia individual, esto es, a
una experiencia asumida por el individuo como
tal, en el sentido de una individualidad abstracta,
independiente, determinada en su totalidad por
sus rasgos biológicos y, así, aislada en su natura­
leza de individuo que, con sus propiedades y sus
insuficiencias, sus cualidades y sus defectos, sería
completamente autosuficiente. Si en el plano de
la vida humana hay individuación, la hay al cabo
de un proceso que produce individuos a partir de
condiciones que no son estrictamente individua­
les, en el sentido de que no se realizan al comienzo
en el mero individuo, porque suponen la interven­
ción del medio humano, en el que prevalecen for­
mas de existencia que no son individuales sino co­
lectivas. Lo que llamamos con una expresión sin­
crética «la vida humana» —en un sentido, toda vi­
da ha terminado por ser humana, habida cuenta
de que el orden humano tendió a imponerse a la
mayor parte de la naturaleza viva, a la cual aplicó
sus formas de regulación y control, con la conse­
cuencia de exponerla, al mismo tiempo, a las posi­
bilidades de desarreglo y error asociadas a ellas—
se encuentra, de tal manera, en la confluencia de
dos modos de determinaciones, unas biológicas y
otras sociales, y la cuestión consiste entonces en
comprender cómo se efectúa la articulación entre
ambos tipos de principios.
Precisamente al tomar en consideración esta
articulación entre lo biológico y lo social es posible
devolver a la dinámica de las normas, comprendi­
das en el sentido de la normatividad, una necesi­
dad interna, en lugar de abandonar el rumbo de
esa dinámica a las libres iniciativas de individuos
juzgados autónomos e independientes unos de
otros. El poder de vivir, en cuanto ha llegado a ser
poder humano, se realiza en formas que, lejos de
ser libremente inventadas por individuos sólo
condicionados por sus rasgos biológicos, es decir,
por las disposiciones naturales que los distinguen
entre sí, responden a condiciones que son las que
definen la constitución del medio humano a tra­
vés de su historia. A la teoría del hombre medio
como tipo a la vez natural e ideal, sostenida por
Quételet, Halbwachs ya le había opuesto el argu­
mento siguiente: ese tipo, lejos de estar fijado de
manera definitiva, se ve expuesto a variaciones
que llevan necesariamente la marca del modo his-
tórico-social de estructuración e información del
mundo viviente. Comte fue, sin duda, el primero
en comprender la importancia de ese modo histó-
rico-social de estructuración e información, aun
cuando, al teorizarlo a la luz del principio de la
preponderancia del punto de vista estático sobre
el punto de vista dinámico, de alguna manera lo
renaturalizó, al representar a la humanidad con­
forme al modelo de un solo individuo que se enca­
mina hacia las metas a las cuales lo inclina su
constitución fundamental.
Contra ese principio de la preponderancia de lo
estático sobre lo dinámico, hay que sostener la
idea de que la vida no es un dato previo, una cau­
sa, sino un producto, un efecto; o, mejor, hay que
proponer, en una perspectiva dinámica, que es ca­
da vez menos un dato previo y cada vez más un
producto. Esto es, justamente, lo que permite pen­
sar una normatividad de las normas que las apar­
te de un modelo mecánico de normalidad. Las
normas que ordenan la vida, en el sentido de una
vida que ha llegado a ser o se ha vuelto humana,
no están preestablecidas o preconstituidas, sino
que se elaboran en el transcurso del mismo pro­
ceso antagónico que hace y deshace las formas de
esa vida humana, puesto que, por una suerte de
retroacción, los efectos que produce o contribuye a
producir la acción de esas normas intervienen en
el proceso de su propia producción, cuya aparien­
cia general bosquejan y modifican. Determinantes
y determinadas a la vez —o, para retomar los
términos que Pascal había extraído, a su vez, de
una de las más antiguas tradiciones de la filosofía
biológica, la de los pensadores estoicos: «causadas
y causantes, ayudadas y ayudantes» (y podríamos
agregar: normadas y normadoras)—, las normas
que impulsan el movimiento de la vida —y no
tanto que lo dirigen como una materia muerta en
un sentido susceptible de ser identificado de una
vez por todas, en relación con una intención, un
«designio inteligente» cuya razón de ser no podría
más que estar oculta y deberse al mismo tiempo a
un principio sobrenatural— se confunden con ese
movimiento del que no es posible separarlas, pues­
to que sin él no existirían, así como él no existiría
sin ellas.
Hay motivos, entonces, para volver al concepto
de valor negativo, que cobra en este contexto un
relieve muy especial. Si la experiencia de lo vi­
viente es de naturaleza tal que se expresa, ante
todo, a través de los valores negativos que revelan
las anomalías de su trayectoria, es porque estas
son constitutivas de su esencia de viviente, cuya
manifestación también exponen: la enfermedad,
la monstruosidad y la muerte no son accidentes
exteriores que vengan a injertarse en esa esencia
para alterar su naturaleza en cuanto ella estaría,
por sí, determinada en sí; son, en cambio, formas
consustanciales al proceso de la vida, cuyos lími­
tes especifican necesariamente, y desde adentro.
Estar enfermo, ser un monstruo, morir, continúa
siendo vivir; y quizá lo sea incluso en un sentido
más fuerte, más intenso que el banalizado por el
curso ordinario de la existencia, porque esos mo­
mentos o estados de crisis son también aquellos
en virtud de los cuales la vida alcanza un valor
más elevado. El modo histórico-social de estructu­
ración e información de la vida, que condiciona su
carácter normativo, en relación con el poder que
ella tiene de producir normas, y no sólo de some­
terse a estas, encuentra así un irreemplazable re­
velador en esos fenómenos críticos, a través de los
cuales la dinámica vital se enfrenta a sus límites:
no por casualidad Durkheim escogió, para poner
en evidencia las figuras concretas de la regulari­
dad social, el tema del suicidio, fenómeno típica­
mente anómico cuando se lo considera desde el
punto de vista de la existencia individual y que,
pese a ello, demuestra estar sometido a leyes si se
lo aborda desde el punto de vista de la existencia
colectiva. En lo concerniente a la enfermedad, tal
fue sin duda la perspectiva desde la cual Michel
Foucault analizó la experiencia clínica, cuya es­
tructura engloba, junto al enfermo que consulta
porque le duele algo, al médico que diagnostica la
enfermedad cuyo síntoma es esa demanda, así co­
mo a la institución médica que aporta su legitimi­
dad a esa relación entre un paciente observado y
el profesional que lo examina. El propio Foucault,
en sus estudios sobre la locura, la penalidad y la
sexualidad, se propuso mostrar que la monstruo­
sidad de seres reputados infames se integra a la
dinámica de lo que él denominó «biopoder», que
define el marco dentro del cual esa monstruosi­
dad es reconocida y, sobre la base de este reconoci­
miento, atendida o sancionada, en cuanto se tra­
ta, desde luego, de una forma de vida. Con refe­
rencia al problema de la muerte, los trabajos de
Anne Fagot-Largeault sobre la asignación causal
de aquella, que aparecieron con prefacio de Geor­
ges Canguilhem,* ayudan a comprender de qué

* Referencia a Anne Fagot-Largeault, Les Causes de la


m ort: histoire naturelle et facteurs de risque, París y Lyon:
manera la muerte, transformada en «deceso», se
ha convertido en un acto legal, sometido en cuanto
tal a criterios de clasificación que, por extraño que
parezca, manifiestan a su modo, en el sentido de
hacerla legible, cierta normatividad de la vida que
no puede separarse de la institucionalización de
sus acontecimientos fundamentales.
Las investigaciones que acaban de mencionar­
se fueron indiscutiblemente inspiradas por el exa­
men que Georges Canguilhem dedicó a los proble­
mas de lo normal y lo patológico. La cuestión con­
siste ahora en saber si la hipótesis a la cual remi­
ten, esto es, la de una constitución histórico-social
del poder normativo que en cada viviente define
su realidad de tal, se ajusta a las tesis planteadas
en 1943 en el Essai sur quelques problémes con-
cernant le normal et le pathologique. A primera
vista, parecería que no. En efecto, en esa obra
podemos leer, por ejemplo, lo siguiente:

«Al d istin g u ir an om alía y estad o patológico, variedad


biológica y valor v ita l negativo, se ha delegado en sum a
e n el v iv ien te m ism o, considerado en su polaridad di­
nám ica, la tarea de distingu ir dónde com ienza la enfer­
m edad. E s decir que en m ateria de norm as biológicas
h a y que rem itirse siem p re al individuo» (sig u e u n a
referencia tom ada de G oldstein).1

En apariencia, esto reduce la experiencia indi­


viduada propia de lo viviente a la forma de una ex-

V rin/Institut Interdisciplinaire d’Études Épistém ologi-


ques, 1989. (N. del T.)
1 Georges Canguilhem, Le N orm al et le pathologique, Pa­
rís: PUF, 1988, col. «Quadrige», pág. 120 [Lo normal y lo
patológico, México: Siglo XXI, 1986].
periencia estrictamente individual, en la que es el
individuo, por decirlo de alguna manera, el que
siempre tiene la última palabra, sobre todo en los
casos en que se enfrenta a los valores negativos de
la vida.
Empero, ¿qué significa exactamente la iniciati­
va aquí reconocida al viviente individual? Ello se
refiere al hecho de que no hay norma o normas de
vida en general que valgan de manera indistinta
para todos los individuos, cuyas formas de exis­
tencia quedarían así sometidas a un principio de
orden o de clasificación determinado al margen de
ellas. Es precisamente esta idea la que Spinoza
formuló en la proposición 57 de la tercera parte de
su Ética: «Quilibet uniuscujusque individui affec-
tus ab affectu alterius tantum discrepat quantum
essentia unius ab essentia alterius differt», que se
puede traducir de este modo: «Un afecto cualquie­
ra en cada individuo está en ruptura con el afecto
de otro individuo en la misma relación en que la
esencia de uno difiere de la esencia de otro». En el
escolio que acompaña a esta proposición, Spinoza
ilustra la tesis explicando, en primer lugar, que la
diferencia entre la esencia o la naturaleza del
hombre y la del caballo es tan grande, que el deseo
de procrear adopta en uno y otro formas no
comparables, con referencia a un tipo de determi­
nación esencial que concierne, pues, no al indivi­
duo, un hombre o un caballo considerados en par­
ticular, sino a la especie humana o equina en ge­
neral; de todas maneras, a continuación afirma
que, en virtud del mismo principio, la alegría debe
igualmente tomar formas distintas y no asimila­
bles —por lo tanto, imposibles de resituar en una
misma escala de evaluación— en el borracho y el
filósofo, que por su parte son seres de la misma
especie, aprehendidos con ello en su esencia sin­
gular de existentes o vivientes individuados. Aho­
ra bien, si nos ubicamos en el punto de vista del
conocimiento del tercer género, que no tiene pre­
cisamente otro objetivo que el de comprender las
esencias singulares, está claro que ese principio
de individuación, en cuanto no se reduce a un
principio de especificación, condiciona en última
instancia las modalidades de existencia corporal
y mental de lo viviente, en relación con la forma
que adopta en concreto, en cada viviente, el cona-
tus por cuyo intermedio aquel está en comunica­
ción con la naturaleza entera.
En su tesis de medicina publicada en 1932, es­
to es, unos diez años antes que la de Canguilhem,
el propio Jacques Lacan cita en exergo esta propo­
sición de la Ética de Spinoza, que él traduce de la
siguiente manera: «Una afección cualquiera de un
individuo dado muestra con la afección de otro
tanto más discordancias cuanto más difiere la
esencia de uno de la esencia de otro».2 Y comenta
así esta referencia: «Queremos decir con ello que
los conflictos determinantes, los síntomas inten­
cionales y las reacciones pulsionales de una psico­
sis discuerdan con las relaciones de comprensión,
que definen el desarrollo, las estructuras concep­
tuales y las tensiones sociales de la personalidad
normal, según una medida determinada por la

2 Cf. sobre este punto las esclarecedoras consideraciones


expuestas por Elisabeth Roudinesco en Jacques Lacan: es-
quisse d ’une vie, histoire d ’un systéme depensée, París: Fa-
yard, 1993, págs. 81-6 [Lacan: esbozo de una vida, historia
de un sistem a de pensamiento, Buenos Aires: Fondo de Cul­
tura Económica, 1994].
historia de las afecciones del sujeto».3 Aunque lle­
gue a ella por caminos diferentes, Lacan defiende
pues la misma idea que también habrá de formu­
larse en la obra de Canguilhem: la distinción en­
tre lo normal y lo patológico, tal y como la impone
la discordancia de ciertos comportamientos indi­
viduales —y el término «discordancia» aquí utili­
zado hace una referencia directa a los valores
negativos de la vida—, no tiene otra medida que
la que le comunica la historia o, mejor, las histo­
rias de los sujetos individuales considerados en
su esencial singularidad.
Hay que preguntarse entonces qué es exacta­
mente una historia singular del sujeto. Tomemos
el ejemplo de una de esas historias según se la
menciona en la tesis de medicina de Canguilhem,
en respaldo de la idea de que las normas de vida
sólo valen, en última instancia, para los indivi­
duos y en la medida impuesta por su situación de
individuos:

«Cierta niñera, que cum ple a la perfección con las obli­


gaciones de su puesto, sólo se en tera de su hipotensión
por los trastornos n eurovegetativos que exp erim en ta
el d ía que la lle v a n de veran eo a la m ontañ a. A hora
bien, nadie está obligado, sin duda, a vivir en la altura.
S in em bargo, la capacidad de hacerlo im plica una su ­
perioridad, pu es en algún m om ento aquello puede lle ­
gar a ser in evitable. U n a norm a de vida es superior a
otra cuando com porta lo que esta ú ltim a perm ite y lo
que prohíbe, pero en situ a cio n es d iferen tes h a y nor­

3 Jacques Lacan, De la psychose parano'iaque dans ses


rapports avec la personnalité, reedición, París: Seuil, 1980,
col. «Points», pág. 343 [De la psico sis paran oica en sus
relaciones con la personalidad, México: Siglo XXI, 1976].
m a s d iferen tes que, en cuanto ta le s, son ig u alm en te
válid as. Por ello son todas norm ales».4

Resumamos: todo es cuestión de «situación», y


por eso la distinción entre lo normal y lo patológi­
co no está en posición dominante sobre la varie­
dad de existencias individuales, sino que se aplica
a ellas de manera necesariamente indirecta y ses­
gada, en relación con la singularidad asociada a la
historia de cada sujeto. Empero, en el caso que
ilustra esta explicación, el término «situación» co­
bra un relieve muy particular: estar obligada, en
el carácter de niñera, a seguir a sus empleadores
cuando van a veranear a la montaña es vivir una
experiencia singular que en los hechos demuestra
ser una prueba, a través de la cual la existencia de
la persona expuesta a ella se enfrenta a valores
negativos que le revelan sus límites. No obstante,
esta experiencia, que es sin duda una experiencia
de individuo en el sentido de que la vive un indivi­
duo, ¿es, propiamente hablando, una experiencia
individual? Manifiestamente, no, pues el medio
vivo en el cual hay lugar para empleos de niñera y
para veraneos en la altura debe estructurarse de
manera tal que haga posible una experiencia se­
mejante que, aunque vivida «en situación» por in­
dividuos, corresponda a formas colectivas de orga­
nización de la vida sin las cuales ese tipo de «si­
tuación» sencillamente no tendría lugar. Y gracias
a este ejemplo se ve con claridad en qué aspecto la
«situación» de niñera, cuando la asume «una»
niñera, expuesta por su condición a viajar a un

4 G. Canguilhem, Le Normal et le pathologique, op. cit.,


pág. 119.
lugar alto, que es también «esta» niñera, con la hi­
potensión constitutiva de su ser singular, está
literalmente sobredeterminada por condiciones
que competen a normas vitales y sociales.
El hecho de que normas vitales y normas socia­
les conjuguen sus acciones al intervenir sobre el
transcurso de las existencias individuales, ¿signi­
fica que esas acciones son homogéneas entre sí?
¿Y hay que concluir de ello que esas normas están
constituidas sobre la base de un mismo modelo,
cuya inteligibilidad dependa del concepto general
de organización? Por la manera en que está plan­
teado, parecería que este último interrogante no
tiene sentido ni mucho menos objeto, puesto que
no hay modelo normativo que pueda postularse o
pensarse en general y cuyas aplicaciones sean las
normas particulares, cada una en el ámbito que le
es propio. Las normas no tienen realidad al mar­
gen de la acción concreta a través de la cual se rea­
lizan afirmando, contra los obstáculos que se opo­
nen a dicha acción, su valor normativo; y esa afir­
mación no es en absoluto la expresión de un esta­
do de hecho objetivamente dado, sino que ella es
axiológicamente primera con respecto a las for­
mas reales de organización impuestas por ella, en
los momentos en que se enfrenta a los límites que
definen el horizonte de su acción. En el apéndice
agregado unos veinte años después, cuando el Es-
sai se reeditó en un conjunto más vasto bajo el tí­
tulo de Lo normal y lo patológico, esta tesis se for­
muló con claridad de la siguiente manera: «Para
retomar una expresión kantiana, postularíamos
que la condición de posibilidad de las reglas es
intrínseca a la condición de posibilidad de la expe­
riencia de las reglas. La experiencia de las reglas
es la puesta a prueba, en una situación de irregu­
laridad, de la función reguladora de las reglas»
(pág. 179). Si algo tienen en común la acción de las
normas vitales y la acción de las normas sociales,
es precisamente este hecho negativo en su esen­
cia: ni imas ni otras están en condiciones de pro­
poner modelos de existencia prefabricados que lle­
ven en sí mismos, en su forma, la potencia de im­
ponerse; son apuestas o provocaciones, cuyo único
impacto real se da a través de la aprehensión de la
anomalía y la irregularidad, sin las cuales senci­
llamente no tendrían razón de ser. Ese es el moti­
vo por el cual la experiencia de normatividad, tan­
to en el plano de la vida individual como en el de la
existencia social, supone, en la puesta en práctica
de sus formas de organización, la «prioridad de la
infracción sobre la regularidad»,5 es decir, la pri­
macía de valores negativos sobre valores posi­
tivos.

5 Ibid., pág. 216.

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