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Fragmentos de Todas las sangres

Estremecido terminé de leer Todas las sangres, alguna vez injustamente descalificada por
algunos; y es acaso la menos leída de Arguedas, quizá porque sus aproximadamente 600
páginas intimidan. No obstante, es un libro imprescindible en la literatura peruana y
latinoamericana. Todas las sangres abarca y cierra un mundo que, paradójicamente, crece
y se expande como ese “sonido de grandes torrentes que sacudían el subsuelo, como si las
montañas empezarán a caminar”, con el que termina la novela a la muerte de Rendón
Wilka. Es sin duda la novela total de José María Arguedas.

Aquí unos fragmentos que dan cuenta de su potencia como narrador, su fina sensibilidad y
agudeza como observador: unas chispas del sol.

De la bandera peruana

Las comunidades todavía aisladas de indios, no conocen del Perú sino la bandera. No saben
siquiera pronunciar el nombre de la patria; no conocían ni conocen, casi todas ellas, el
hombre de la provincia, mucho menos del departamento “¡Bandera piruana!”, sí, saben
decir. E intentan protegerse con ella de las incursiones de los hacendados, de las autoridades
políticas, de los policías. Y la agitan cuando se sienten felices. Porque hasta hace poco,
todos, miserables y todopoderosos, respetaban esa misteriosa insignia. Bosques de banderas
peruanas tiemblan sobre las chozas que las familias sin casa construyen “clandestinamente”
en los arenales sin dueño que invaden en los alrededores de Lima. Cada vez las ponen a
mayor altura sobre carrizos excepcionalmente grandes o empalmando dos o tres cañas. Pero
ya las balas no respetan la “bandera piruana” en los últimos años; al pie de ella caen
muertas criaturas y hombres hambrientos. No la cambiarán, sin embargo, los indios, no
sabemos hasta qué tiempos, y según lo que hagan ellos mismos y quienes los consideran
únicamente como caballos de tiro.

Todas las sangres (Pág. 39, Tomo II, Ediciones Peisa, 1973)

De los emigrantes andinos

Los jóvenes emigraron a Lima casi todos; tras ellos las muchachas resolvieron también ir “a
buscar la vida” en la capital. La hija de un anciano pobre podía en la gran ciudad emplearse
de sirvienta de “una casa grande” y no ser vista jamás por un compoblano. Acudía a las
fiestas de los clubes provincianos, al de los pueblos vecinos, los sábados que podía obtener
permiso de sus patrones, y se divertía. No se le preguntaba por su trabajo, y si algún mozo
se interesaba por ella, la joven podía dar una dirección falsa o citar al pretendiente en otra
fiesta, o en un parque próximo a la casa de sus patrones. “Se sospechaba” en seguida cuál
era, en ese caso, el trabajo de la muchacha, pero en Lima tan condición no disminuía su
categoría social, porque los jóvenes que acudían a esas fiestas, salvo raras excepciones,
trabajaban en ocupaciones equivalentes: eran obreros de fábrica, empleados de baja
categorías de las grandes casas comerciales, policías, choferes.

Hombres y mujeres trataban de asimilar rápidamente los modales ciudadanos; aprendían los
bailes de moda y a usar los trajes y peinados impuestos por la influencia norteamericana. La
mayor parte de estos emigrados exageraba los nuevos usos de la ciudad, y la forma cómo
danzaban los bailes de moda; procurando demostrar que los dominaban, daban a la apretada
concurrencia de los salones alquilados un aspecto entre grotesco y triste para el espectador
sensible. Era evidente que muchas de las parejas no se divertían, sino que simulaban;
padecían tratando de retorcerse, de seguir el compás endiablado o muy lento de los bailes
“afro-cubanos” o “afro-yanquis”. En sus músculos seguían aún rigiendo “la pesadez” del
habitante andino, duro de cuerpo, por la práctica de subir y bajar inmensas cuestas y respirar
el aire de las grandes alturas. ¡Por fin! Como despedida de la fiesta se tocaban huayno o
pasacalles. Entonces se lanzaban a bailar como presos recién liberados, muchas parejas, y
gozaban; otras, especialmente por parte de las muchachas bailaban como desanimadas,
porque procuraban demostrar que ya estaban totalmente “deserranizados” y que habían
olvidado el huayno, y no faltaban hombres y mujeres que no salían a bailar las danzas de
sus pueblos declarando en voz alta que se habían olvidado de ellas. Y de verdad, muchos de
estos jóvenes no podían bailar; la vergüenza los estorbaba; eran los mismos que se negaban
a hablar el quechua y que padecían mientras intentaban bailar con la mayor “destreza” los
bailes extranjeros.

Todas las sangres (Pág. 121, Tomo II, Ediciones Peisa, 1973)

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