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HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Sábado 2 diciembre 2006

Queridos hermanos y hermanas: 

La primera antífona de esta celebración vespertina se presenta como apertura del tiempo
de Adviento y resuena como antífona de todo el Año litúrgico:  "Anunciad a todos los
pueblos y decidles:  Mirad, Dios viene, nuestro Salvador". Al inicio de un nuevo ciclo anual,
la liturgia invita a la Iglesia a renovar su anuncio a todos los pueblos y lo resume en dos
palabras:  "Dios viene". Esta expresión tan sintética contiene una fuerza de sugestión
siempre nueva.

Detengámonos un momento a reflexionar:  no usa el pasado —Dios ha venido— ni el


futuro, —Dios vendrá—, sino el presente:  "Dios viene". Como podemos comprobar, se
trata de un presente continuo, es decir, de una acción que se realiza siempre:  está
ocurriendo, ocurre ahora y ocurrirá también en el futuro. En todo momento "Dios viene".

El verbo "venir" se presenta como un verbo "teológico", incluso "teologal", porque dice
algo que atañe a la naturaleza misma de Dios. Por tanto, anunciar que "Dios viene"
significa anunciar simplemente a Dios mismo, a través de uno de sus rasgos esenciales y
característicos:  es el Dios-que-viene.

El Adviento invita a los creyentes a tomar conciencia de esta verdad y a actuar


coherentemente. Resuena como un llamamiento saludable que se repite con el paso de los
días, de las semanas, de los meses:  Despierta. Recuerda que Dios viene. No ayer, no
mañana, sino hoy, ahora. El único verdadero Dios, "el Dios de Abraham, de Isaac y de
Jacob" no es un Dios que está en el cielo, desinteresándose de nosotros y de nuestra
historia, sino que es el Dios-que-viene.

Es un Padre que nunca deja de pensar en nosotros y, respetando totalmente nuestra


libertad, desea encontrarse con nosotros y visitarnos; quiere venir, vivir en medio de
nosotros, permanecer en nosotros. Viene porque desea liberarnos del mal y de la muerte,
de todo lo que impide nuestra verdadera felicidad, Dios viene a salvarnos.

Los Padres de la Iglesia explican que la "venida" de Dios —continua y, por decirlo así,
connatural con su mismo ser— se concentra en las dos principales venidas de Cristo,  la de
su encarnación y la de su vuelta gloriosa al fin de la historia (cf. San Cirilo de
Jerusalén, Catequesis 15, 1:  PG 33, 870). El tiempo de Adviento se desarrolla entre estos
dos polos. En los primeros días se subraya la espera de la última venida del Señor, como
lo demuestran también los textos de la celebración vespertina de hoy.

En cambio, al acercarse la Navidad, prevalecerá la memoria del acontecimiento de Belén,


para reconocer en él la "plenitud del tiempo". Entre estas dos venidas, "manifiestas",
hay una tercera,  que san Bernardo llama "intermedia" y "oculta":  se realiza en el alma de
los creyentes y es una especie de "puente" entre la primera y la última. "En la primera —
escribe san Bernardo—, Cristo fue nuestra redención; en la última se manifestará como
nuestra vida; en esta es nuestro descanso y nuestro consuelo" ( Discurso 5 sobre el
Adviento, 1).

Para la venida de Cristo que podríamos llamar "encarnación espiritual", el arquetipo


siempre es María. Como la Virgen Madre llevó en su corazón al Verbo hecho carne, así
cada una de las almas y toda la Iglesia están llamadas, en su peregrinación terrena, a
esperar a Cristo que viene, y a acogerlo con fe y amor siempre renovados.

Así la Liturgia del Adviento pone de relieve que la Iglesia da voz a esa espera de Dios
profundamente inscrita en la historia de la humanidad, una espera a menudo sofocada y
desviada hacia direcciones equivocadas. La Iglesia, cuerpo místicamente unido a Cristo
cabeza, es sacramento, es decir, signo e instrumento eficaz también de esta espera de
Dios.

De una forma que sólo él conoce, la comunidad cristiana puede apresurar la venida final,
ayudando a la humanidad a salir al encuentro del Señor que viene. Y lo hace ante todo,
pero no sólo, con la oración. Las "obras buenas" son esenciales e inseparables de la
oración, como recuerda la oración de este primer domingo de Adviento, con la que
pedimos al Padre celestial que suscite en nosotros "el deseo de salir al encuentro de
Cristo, que viene, acompañados por las buenas obras".

Desde esta perspectiva, el Adviento es un tiempo muy apto para vivirlo en comunión con
todos los que esperan en un mundo más justo y más fraterno, y que gracias a Dios son
numerosos. En este compromiso por la justicia pueden unirse de algún modo hombres de
cualquier nacionalidad y cultura, creyentes y no creyentes, pues todos albergan el mismo
anhelo, aunque con motivaciones distintas, de un futuro de justicia y de paz.

La paz es la meta a la que aspira la humanidad entera. Para los creyentes "paz" es uno de
los nombres más bellos de Dios, que quiere el entendimiento entre todos sus hijos, como
he recordado en mi peregrinación de los días pasados a Turquía. Un canto de paz resonó
en los cielos cuando Dios se hizo hombre y nació de una mujer, en la plenitud de los
tiempos (cf. Ga 4, 4).

Así pues, comencemos este nuevo Adviento —tiempo que nos regala el Señor del tiempo
— despertando en nuestros corazones la espera del Dios-que-viene y la esperanza de que
su nombre sea santificado, de que venga su reino de justicia y de paz, y de que se haga
su voluntad en la tierra como en el cielo.

En esta espera dejémonos guiar por la Virgen María, Madre del Dios-que-viene, Madre de
la esperanza, a quien celebraremos dentro de unos días como Inmaculada. Que ella nos
obtenga la gracia de ser santos e inmaculados en el amor cuando tenga lugar la venida de
nuestro Señor Jesucristo, al cual, con el Padre y el Espíritu Santo, sea alabanza y gloria
por los siglos de los siglos.

Amén.

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