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EL PIM-PAM-PUM
traducción de
ÁLVARO DEL AMO
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Título original: «Jeux de Massacre»
Impreso en España
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Libros de TEATRO
Consejo asesor
Álvaro del Amo
Miguel Bilbatúa
M. Pérez Estremera
Carlos Rodríguez Sanz
NÚMERO 31 DE LA COLLECCIÓN
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PRÓLOGO
NOTAS DE UN RETORNO
AL TEATRO DE IONESCO
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ÁNGEL FERNÁNDEZ-SANTOS
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UNA VIEJA POLÉMICA
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«Leyendo el de Ionesco, sentí al principio cierto asombro, luego
admiración y finalmente pena. Me sorprendió que me atribuyera
conceptos bastante autoritarios respecto de una misión política del
teatro. Me limité, en cambio a sugerir que el teatro, como la más
modesta de las actividades artísticas, tiene una repercusión
política… La posición hacia la cual evoluciona el señor Ionesco
considera el arte como una actividad puramente autónoma, que no
tiene y no “debe” tener ninguna correspondencia con todo lo que
está fuera del espíritu del artista… Pero, lo quiera o no el señor
Ionesco, una obra teatral digna de atención afirma algo… Ninguna
obra de arte, con ninguna ideología, abolió jamás la tristeza, el
miedo o el sufrimiento. Cierto. Pero trata de hacerlo. ¿Qué más
se le puede pedir?»
KENNETH TYNAN
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políticos profesionales se las arreglan bastante mal. Querría decir
que esos dos sentimientos –el del conservador y el del
revolucionario- se anulan. Pero, una vez más, el señor Ionesco no
habla como los personajes de sus obras; en verdad, habla de
renuncia. Pues denunciar la incompetencia de los gobernantes y
declarar luego que la “dirección” del mundo debería ser dejada
exclusivamente en manos incompetentes, es manifestar una muy
extraordinaria desesperación… En las circunstancias actuales, la
incitación a abandonar la nave que se va a pique no sólo es algo
fútil; es también un grito de pánico. Si estamos realmente condena-
dos, que el señor Ionesco venga a pelear con nosotros. Debería
tener el coraje de asumir nuestras trivialidades.»
ORSON WELLES
«El señor Tynan me reprocha estar hasta tal punto seducido por
los medios de expresar la “realidad objetiva” (pero, ¿qué es ésta?),
que la olvido en provecho de los medios de expresión tomados
como fin, en otras palabras, creo comprender que me acusa de
formalismo. Pero, ¿qué es la historia del arte, la historia de la
literatura, sino, en primer lugar, la historia de la expresión, la historia
del lenguaje?.»
EUGENE IONESCO
“The Observer”
Año 1958
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De ahí que se sienta la tentación de pasar por alto incluso
algunas de sus más groseras equivocaciones. En su po- lémica con
el crítico inglés Kenneth Tynan podemos encontrar afirmaciones tan
burdas como esta especie de proclama conservadora: “Le ruego,
señor Tynan, que no mejore la suerte del hombre.” Pero, con ella y
con otras semejantes, Ionesco, jugando a tumba abierta el papel del
reaccionario, se las arregló para poner, con habilidad panfletaria
realmente notable, la semilla de una duda allí donde muchos
cerebros dogmáticos se disponían a recolectar sin intromisiones su
cosecha de cua- drículas. No sé si por encima o por debajo de
formulaciones morales, estéticas y políticas, Ionesco situó a sus
contradictores frente a la evidencia de que toda seguridad
demasiado rígida encubre una derrota y de que, en consecuencia,
nada estaba ni está decidió todavía. Por otra parte, si, como dice
creer Ionesco, la suerte del hombre no mejora con los hechos de
los políticos ni con las intenciones de los estetas comprometidos,
esto no impide que la obra del dramaturgo romano-fran- cés, al
margen de sus propias intenciones encubiertas, se encuentre de
hecho profundamente vinculada a la suerte –mejorable o no
mejorable- del hombre contemporáneo. La contundencia de la
baza polémica de Ionesco se inspiró en la circunstancia de que hay
en aquella su obra una aguda intuición del sentido general de esta
suerte, en la medida que fue su pesimismo el que, al menos a
corto plazo, le orientó por el mismo camino de la realidad, esa
realidad invocadas por sus contradictores. De ahí la gran paradoja
encubierta en la archifamosa polémica del “Observer” londinense: el
antirrealista Ionesco se encontraba en la vía de un realismo menos
verificable inmediata- mente, pero ciertamente más vivo y profundo
que el del realista Tynan, pues este inteligente sermoneador
carecía de las armas adecuadas para quitar de las manos las
piedras de un humorista improvisador que, ante la alternativa de
una realidad programada frente a su imaginación elige,
coherentemente, esta última, a causa principalmente de que la
posee. La razón polémica de Ionesco se fundamenta en la
importancia que para un escritor tiene esta posesión, desde la cual
supo presentar batalla bien pertrechado con el tintero de los niños
terribles, de los aguafiestas oportunos y de todos aquellos que se
sienten iluminados por su desvergüenza en un medio
excesivamente gobernado por esquemas morales. El talento
polémico de Ionesco está emparentado, por tanto, con el de la
estirpe de los destructores de panaceas, los escépticos, gente
singularmente bien dotada, si no para arreglar el mundo, sí para
descubrir como gazapos las meteduras de pata de los que siente,
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desde bases tan maleables y dudosas como son las del arte, la
irrefrenable vocación de arreglarlo, sin pasarse demasiado a
pensar que la simple vocación de santo no es necesariamente un
pasaporte para la inocencia, sino, con rara frecuencia, todo lo
contrario. Dialéctico intuitivo y sarcástico, Ionesco desborda al
crítico en capacidad crítica, al político con sentido de la agitación
y al hombre comprometido en radicalidad para proponer una
sofística fórmula de compromiso contra cualquier compromiso. De
ahí que, en el enfrentamiento con Tynan, su instante más lúcido
como militante del escepticismo, Ionesco se acerque al prototipo
del noqueador anarcoide, entre sombrío y cínico, cuyo principal
mérito coincide con su mejor habilidad: lanzar chaparrones de agua
fría sobre la plácida primavera de las ideologías progresistas
instaladas, aquellas que han perdido el contacto originario con la
imaginación, es decir, con las fuentes de la mutabilidad del arte.
Hoy, cuando las “bestias negras” de Ionesco se han desvanecido
o, con más propiedad, se han transformado –en parte, pequeña a
causa de sus golpes-, el luchador escéptico se quedó sin enemigo
visible y su aguijón perdió la misma efectividad que su obra
dramática ha ganado en serenidad y plenitud. Jeux de massacre,
su último drama, concebido y creado desde fuera de las primitivas
urgencias, se nos revela como su trabajo escénico más denso y
acabado, y en el que, incluso, no resulta difícil encontrar los rastros
de una “historicidad” que al antiguo Ionesco polemista le hubiera
gustado combatir en sus tiempos dorados. Descargado de
adosamientos antipolíticos reaccionarios, el buen teatro de Ionesco,
con Jeux de massacre al frente, se nos manifiesta con esa
intemporalidad característica del arte iconoclasta cuando ya han
sido arrumbados los íconos que prefijaron su primitiva
intencionalidad, de tal forma que, calmada ésta, se mantienen por
si solas las formas que originariamente la hicieron posible, formas
que asimilan su propio equilibrio, con el que se identifican,
componien do todo un lenguaje. El propio Ionesco supo anticipar
esta su persistencia como “clásico” al cerrar el debate con Tynan.
El antiguo niño terrible, hoy probablemente un viejo casi dócil, tal
vez ha descubierto que las leyes de su imaginación, aquellas que al
principio necesitaba individualizar casi históricamente, obsesionado
por lo que tenían de diferente, poseen conexiones secretas con la
realidad, y que estas conexiones obtienen su verdadera distinción
en lo que revelan de común, de no distinto; es decir, en su
comunicabilidad.
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LA SUPERACIÓN DEL NATURALISMO DESDE DENTRO
N. R. F., 1958
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destrucción continua de todo lo que se construye… Todo es
lenguaje en el teatro: las palabras, los ademanes, los objetos, la
acción misma, puesto que todo ello sirve para expresar, para
significar.
Bref, 1956
L´Express, 1961
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Cuando se me pidió una explicación acerca de La cantante calva,
dije que era una parodia del teatro de «boulevard», una parodia del
teatro sin más, una crítica de los clisés de lenguaje y del
comportamiento automático de la gente; dije también que era una
expresión de la sensación de lo insólito en lo cotidiano, un insólito
que se revela en el interior mismo de la trivialidad más gastada… y
se dijo que eso era vanguardia, aunque nadie esté de acuerdo
sobre la definición de la palabra «vanguardia», y se dijo que era
teatro en estado puro, aunque nadie sepa tampoco a ciencia cierta
lo que es el teatro en estado puro.
Arts, 1955
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Las criadas, se vio necesitado de la descomposición, aniquilación y
con- siguiente reconstrucción del rastrero malodrama “de criadas”,
el dramón de sirvientas ya casi espontáneamente archivado por los
propios gustos de su sociedad creadora. Análogamente, las obras
más considerables de Ionesco, las que todavía hoy conservan su
poder de convicción intacta, como La cantante calva, Las sillas, La
lección y Jeux de massacre, son diversas variantes de una
estructura básica de “comedia” resuelta mediante una inversión de
los factores conjugados en el clisé formal convenido; es decir, en el
género “comedia” considerado como tal, como función, de tal
manera que lo específico de la ruptura del dramaturgo-innovador
no afecta a la existencia de esos factores componentes, sino a su
orden escénico efectivo y, sobre todo, a su finalidad poética. Tal es
el sentido de la catalogación, en cierto modo exacta, de “antiteatro”
con que se etiquetó a las primeras composiciones de Ionesco y
que, a mi juicio, permanece en sus bases esenciales dentro de esta
su última obra.
La originalidad profunda de Ionesco hay que buscarla, por esta
causa, en su capacidad para romper las normas ateniéndose a las
normas; algo semejante a lo que él mismo atribuye a Pirandello
cuando habla de la supervivencia de Ionesco es nada más que una
exacerbación de éste, o, de otra manera, una manera irónica de
conducirlo a sus últimas consecuencias. Son precisamente estas
“últimas consecuencias” lo que componen el contenido de un
término tan vago como el de “absurdo”. El absurdo, el irracional
considerado como forma representativa, está por completo implícito
en la idea de “comedia” y no es demasiado difícil encontrarlo, como
brote repentina- mente extraño, en producciones dramáticas
precedentes, carentes por completo de espíritu de ruptura, como si
se tratara –y en realidad, se trata- de cristalizaciones de una “lógica
oculta” en la habitualidad destinada a encubrirla. Ionesco, es por
ello, el primer dramaturgo consciente –o descubridor a “posteriori”,
pero solidario en su descubrimiento- de una posibilidad de
superación del naturalismo desde dentro del naturalismo. Y esta
fórmula, que cuando nació pudo ser considerada con razón nueva,
hoy ha desbordado su comienzo intuitivo y desorganizado, para
convertirse en un sistema, generalmente adoptado por la un poco
heterogénea corte de los supervivientes de la generación “del
absurdo”, supervivientes entre los cuales, junto a Edward Albee,
Slavomir Mrozec, Harold Pinter, Arrabal y otros, hay que incluir a
Eugene Ionesco de Jeux de massacre, todavía heredero de sí
mismo.
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LAS PARADOJAS DEL COMEDIANTE
N. R. F., 1958
Cuando declaro, por ejemplo, que una obra de arte, una pieza de
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teatro en este caso, no tiene por qué ser ideológica, no quiero decir,
por cierto, que no hay que encontrar en ella ideas, opiniones. Creo,
sencillamente, que no son las opiniones expresadas lo que cuenta.
Lo que cuenta es la carne y la sangre de esas ideas, de esas
opiniones, su encarnación, su pasión, su vida.
Una obra de arte no puede estar al servicio de una ideología,
pues en ese caso sería ideología, dejaría de ser obra de arte, es
decir una creación autónoma, un universo independiente que vive
su propia vida según sus propias leyes. Quiere decir que una obra
teatral está identificada con su propia forma, es en sí una
exploración que debe llegar por sus propios medios al
descubrimiento de ciertas realidades que se revelan por sí solas en
el transcurso de ese pensamiento creador que es la escritura,
evidencias íntimas al principio inesperadas y que resultan a
menudo sorprendentes, sobre todo para el propio autor. Esto
significa quizá que la imaginación es reveladora, que contiene
múltiples significaciones que el «realismo» estrecho y cotidiano o la
ideología limitada no puede ya revelar: en efecto, al imponer ésta a
la obra no ser sino su ilustración, la obra deja ya de ser una
creación en marcha, acción, sorpresa; es conocida de antemano.
Obras realistas o ideológicas no pueden ya sino confirmarnos o
aferrarnos a posiciones previas demasiado firmemente
establecidas. Se busca demasiado en las obras la defensa y la
ilustración, la demostración de lo ya demostrado, por consiguiente,
lo que no había ya que demostrar. El horizonte está cerrado, ya no
hay acontecimientos inesperados; por tanto, ya no hay teatro. El
realismo es falso o irreal, y sólo la imaginación es verdadera. Una
obra viva es aquella que sorprende, antes que a nadie, a su propio
autor. De lo contrario, la obra de arte sería inútil, pues ¿para qué
ofrecer a nadie un mensaje que ya ha sido dado? Al inventar un
mundo, su creador lo descubre.
Un autor de teatro demasiado dueño de lo que hace, o un poeta
cuya obra creadora no se propone ser sino una demostración de
esto o aquello, termina por ser una obra cerrada en sí misma,
aislada de sus méritos profundos. Ya no es un poeta, es un peón.
Desconfío profundamente del teatro llamado didáctico, pues lo
didáctico mata al arte… y también a la enseñanza.
también que una silla es una mesa si me sirvo de ella como mesa.
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Y, en ese caso, lo es afectivamente.se puede decir que esa misma
silla es un avión: basta con agregarle una hélice y un par de alas.
Sin embargo, me costaría, lo admito, decir que una silla es una
tableta de chicle o un caramelo, aunque evi- dentemente puede
haber caramelos en forma de silla. Se puede decir, por tanto, que
todo es didáctico, que todo es social, incluso lo asocial… Sin
embargo, hay mensajeros, policías, profesores y poetas. El profesor
es, por su función, esencialmente didáctico. Si usted quiere hacer
de poeta un profesor dejaría de ser poeta, sería profeso…
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su desvanecimiento posterior en la escena. De ahí que, en el caso
de Ionesco, esta Jeux de massacre –obra que, en cierto modo, es
un muestrario bastante completo de la caja de sorpresas de su
autor- nos encontremos a bocajarro con algunos de los
subentendidos de su teatro que, fieles a su transparencia escénica,
suelen pasar desapercibidos en las representaciones.
El primer encuentro, dentro de estas zonas paradójicas, hay que
buscarlo dentro del lugar común más común a los juicios críticos
que, habitualmente, se hacen sobre la figura de Ionesco y su
aportación al teatro contemporáneo: este profeta de la
incomunicabilidad es, en realidad, un escritor de comunicación
agresivamente fácil. Suyo es, casi en propiedad exclusiva, el don
de la labia, de la transmisión verbal desbordada y afectiva. De su
prosa mana, con gran limpieza, el más básico de los presupuestos
de la comunicación humana, pues hasta en la más insignificante de
sus aventuras verbales hay un guiño significativo, la sensación de
ósmosis connatural a toda didáctica que sobrepasa sus postulados
teóricos y los hace efectivos en la realidad.
De ahí la segunda paradoja: si descubrimos que el profeta de la
incomu- nicación es un experto en el arte de la comunicación, todo
indica que este mismo apóstol de la antididáctica posee
inmejorables condiciones, e incluso me atrevería a decir que una
vocación tan disimulada como indisimulable, de profesor. La
historia no es nueva y, como otras veces, sigue su camino: cada
obra de Ionesco, ese compendio de todas ellas llamado Jeux de
massacre, por mucho que le pese a su autor, antes que un poema,
que un estallido, que sangre y carne, que burla o que grito, es una
lección e, incluso, una demostración.
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Si el valor del teatro residía en la amplificación de los efectos,
había que amplificarlos más, subrayarlos, acentuarlos al máximo.
Llevar el teatro más allá de esa zona intermedia que no es ni teatro
ni literatura, es restituirlo a su propio marco, a sus límites naturales.
No había que ocultar los artificios, sino volverlos todavía más
visibles, deliberadamente evidentes, ir hasta el fondo de lo grotes-
co, de la caricatura, más allá de la pálida ironía de las ingeniosas co
medias de salón… Una comicidad sin finura, excesiva. Retornar a lo
insostenible, llevar todo a paroxismo, allí donde están las fuentes de
lo trágico. Hacer un teatro de violencia. Violentamente cómico;
violentamente dramático. Evitar la psicología o más bien darle una
dimensión metafísica. El teatro reside en la exageración extrema de
los sentimientos, exageración que disloca la chata realidad cotidia-
na. También dislocación, desarticulación del lenguaje. Si, por otra
parte, los actores me molestaban porque me parecían poco natu-
rales es, quizá, porque ellos también eran o querían ser demasiado
naturales: renunciando a serlo volverán a serlo quizá de otro
modo. Es imprescindible que no tengan miedo de no ser naturales.
Para sustraernos a lo cotidiano, a la costumbre, a la pereza
mental que nos oculta la extrañeza del mundo, hay que recibir como
un formidable garrotazo. Sin una nueva virginidad de espíritu, sin
una nueva toma de conciencia, purificada, de la realidad existencial,
no hay teatro, no hay arte tampoco; hay que realizar una especie de
dislocación de la realidad, que debe proceder a su reintegración. A
ese efecto. Se puede emplear a veces un procedimiento: actuar
contra el texto. Sobre un texto sin sentido, absurdo, cómico, se
puede injertar una puesta en escena, una interpretación grave,
solemne, ceremoniosa. La luz vuelve la sombra más oscura. La
sombra acentúa la luz. Nunca he comprendido la diferencia que se
hace entre lo cómico y lo trágico. Lo cómico, siendo intuición de lo
absurdo, me parece más desesperante que lo trágico. Lo cómico no
ofrece salida. Digo desesperante, pero en realidad está más allá o
por debajo de la desesperanza o la esperanza.
Si se piensa que el teatro es teatro de la palabra, es difícil admitir
que pueda poseer un lenguaje autónomo. No puede ser sino tribu-
tario de otras formas del pensamiento que se expresan mediante la
palabra, tributario de la filosofía, de la moral. Las cosas cambian si
se considera que la palabra sólo constituye uno de los elementos de
choque del teatro. En primer lugar, el teatro tiene una manera propia
de utilizar la palabra: es el diálogo, es la palabra de combate, de
conflicto. Y existen otros medios de teatralizar la palabra: llevarla
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los textos teóricos de Ionesco las pistas del principio de la primacía
del dramaturgo: “Un director de escena que quiere imponer su
personalidad no tiene vocación de director de escena… Hay crisis
del teatro porque hay directores de escena que se empeñan ellos
en escribir la obra.”
Por otra parte, el carácter de enormidad, de cataclismo –otro
rasgo artaudiano aprendido- que el teórico Ionesco observa en su
trabajo práctico, es sólo real a medias. Jeux de massacre, como
otras obras del mismo autor, se aproxima, como esquema, al del
teatro-peste formulado por Artaud, esto es: a la representación
ceremonial de un hecho devastador, de una sacudida de violencia
casi cósmico. Sin embargo, esta insistencia es más un presupuesto
de trabajo que un análisis serio de resultados. En definitiva, el
ceremonial de la peste se encuentra en Ionesco auto- limitado por
un destino mucho más cotidiano y juguetón que lo deja prever su
solemne formulación previa. La peste de Jeux de massacre no es,
en realidad, ningún hecho huracanado, aniquilador y purificador,
sino un viento humorístico que levanta, todo lo más, y esto no es
poco, las faldas de nuestras miserias.
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BERENGUER.- (Mirándose.) No es tan feo el hombre. Y eso que yo
no soy de los mejores. Creeme, Daisy… (Se vuelve.) ¡Daisy! ¿No
me haces caso? (Se precipita hacia la puerta) ¡Daisy! (Se asoma a
la escalera) ¡Daisy! ¡Mi pequeña! ¡Vida mía! Vuelve. Sube. Ni si-
quiera has comido, Daisy, no me dejes solo. ¿Qué me habías pro-
metido? ¡Daisy! ¡Daisy! (Desesperado, entra en su alcoba.) Real-
mente ya no nos entendíamos. Una pareja desunida es insoporta
ble. Pero no debió dejarme sin una explicación. (Busca por todas
partes.) No me ha dejado ni una letra. Eso no se hace. Ahora estoy
completamente solo. (Cierra la puerta con llave. Con cuidado, pero
con cólera.) No, no me conseguiréis. No os seguiré, no os compren-
do. Me quedo en lo que soy, un ser humano. Un ser humano. (Se
sienta en la butaca.) La situación no puede mantenerse. Se fue por
mi culpa. Todo era para ella. ¿Qué será de ella? Otro más sobre mi
conciencia. Imagino lo peor, lo peor es posible. ¡Pobre criatura aban
donada en ese universo de monstruos! Nadie puede ayudarme a
buscarla, puesto que ya no queda nadie. (Oye de nuevo bramidos,
polvo.) No quiero oírles. Voy a ponerme algodones en las orejas.
(Lo hace y se habla ante el espejo) No hay más solución que con-
vencerles. ¿Convencerles de qué? ¿Son reversibles los cambios?
¡Eh! ¿Son reversibles? Sería un trabajo de Hércules superior a mis
fuerzas. Primero, para convencerles, habría que hablarles. Para ha-
blarles tendría que aprender su idioma. O que ellos aprendan el
mío. ¿Pero en qué lengua hablo yo? ¿Será francés? ¿Pero qué es
el francés? Se le puede llamar como se quiera, puesto que ya nadie
puede llevarme la contraria. Soy el único que lo habla. ¿Qué estoy
diciendo? ¿Me comprendo a mí mismo? ¿Me comprendo? (Va al
centro.) ¿Y si, como dijo Daisy, son ellos quienes tienen razón?
(Vuelve al espejo.) ¡Un hombre no es feo! ¡Un hombre no es feo!
(Se pasa la mano por la cara.) ¡Qué divertido! ¿Qué parezco aho-
ra? (Saca fotos de un armario.) ¡Fotografías! ¿Quién es toda esta
gente? ¿El señor Papillon, o más bien Daisy? Y éste, ¿es Dudard, o
Botard? ¿O Juan? ¿O tal vez yo? (Saca dos o tres cuadros del
armario.) Si, me conozco, soy yo. (Cuelga los cuadros en la pared,
junto a las cabezas de los rinocerontes.) Soy yo, soy yo. (Los cua-
dros representan: un viejo, una mujer gorda y otro hombre, los
retratos, feos, contrastan con la belleza de la cabeza de los rinoce
rontes. Berenguer se aparta para contemplar los cuadros.) Son
ellos los que son hermosos. Me equivoqué. ¡Cuánto me gustaría
ser como ellos! Desgraciadamente no tengo cuernos. ¡Qué fea es
una frente lisa! Necesitaría uno o dos para realzar mis arrugas. Tal
vez todo llegue y no me sentiré avergonzado y podré salirles al
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quita la camisa, abre la chaqueta y se mira al pecho.) Tengo la piel
lacia. ¡Qué cuerpo tan pálido y peludo! ¡Cómo me gustaría tener la
piel dura y ese magnífico color verde botella! Un desnudo decente,
sin vello, como el de ellos. (Escucha los bramidos.) Sus canciones
tienen un encanto, un poco áspero, pero un verdadero encanto.
(Intenta imitarlos.) ¡Ash! ¡Brrr! No, no es eso. Es difícil, le falta
vigor. Los chillidos no son bramidos. ¡Qué poca conciencia tengo!
Debí seguirles a tiempo. Ahora es demasiado tarde. ¡Ay! Nunca
podré ser rinoceronte, nunca, nunca… Ya no puede cambiar,
Quisiera. Quisiera, pero no puedo. No puedo ni verme. Siento
vergüenza de mi mismo. (Se vuelve de espaldas al espejo.) ¡Qué
feo soy! ¡Pobre del que quiere conservar su originalidad!
(Sobresalto.) ¡Bueno, pues, peor! Me defenderé contra todo el
mundo. ¡Mi carabina! ¡Mi carabina! (Se vuelve hacia la pared del
fondo donde están las cabezas de todos los rinocerontes.) ¡Contra
todo el mundo! Me defenderé contra todo el mundo, me defenderé.
Soy el último hombre. Lo seré hasta el final. No capitularé.
Rinoceronte. 1969.
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dramaturgo del viejo mecanismo del “contraste”, especialmente
marcado en la tendencia ionesquiana a dar a unos personajes
singularmente gratos la función, voluntaria o no, de contraposición
a otros no tan gratos o simplemente ingratos. El carácter “grato” de
tales personajes tiene su origen, a mi juicio, en el hecho de que su
autor les dota de un factor de individuación genérico, muy próximo
a lo que en lenguaje común llamamos una “sensibilidad” en su
último grado de receptividad: ternura, ingenuidad y, con frecuencia,
debilidad. Estos tipos ingenuos, tiernos y débiles (los viejos de Jeux
de massacre, Berenguer, de Rhinocéros) orientan la posibilidad
moral del espectáculo hacia una zona de indefinición, de
evanescen cia, de pasividad, que se aproxima a los pobladores de
las comedias sobre “buenas gentes”, el mundo de la indefensión
lírica y el vagabundo que abarca de Chejov a Sarayan.
En el centro de una situación irracional, brutal, imposible,
desmedida y deshumanizada, tales tipos se tornan súbitamente
testimoniales, demostrativos en el sentido más tópico: constituyen
la representación del Hombre, el testimonio de Humanidad que
inexcusablemente precisa cualquier mecanismo ideológico opera-
tivo, por muy primario que sea, existe ahí en los entresijos de las
obras del pontífice de la antiideología. La escena del intelectual en
Jeux de massacre la firmaría Brecht sin la menor reserva, puesto
que conlleva una visión organizadamente crítica. No es, por tanto,
un disparate vincular la obra del dramaturgo rumano con esa mala
fe pequeño-burguesa que, tan concienzuda e inteligente- mente,
desenmascara en sus escritos teóricos.
La existencia de esta mala fe, su evidencia material, creo que se
puede descubrir en el hecho de que Ionesco propone con
insistencia unas maneras escépticas sobre una actitud intelectual
no sólo no-escéptico, sino incluso característica de un hombre de
fe. Su positivación poética del viejo y del débil, considerados como
prototipos humanos, es algo más, en consecuencia, que una
inocente exaltación de las virtudes abstractas inherentes a la
galería de personajes que los encarnan: la ternura, la
independencia, la hombría de bien. Es, por el contrario, una toma
de posición encubiertamente ideológica frente a fenómenos
históricos que polarizan la atención del dramaturgo de una manera
algo más que lírica. En este sentido su crítica de la civilización
neocapitalista, expuesta a través de la famosa estructura escénica
de la acumulación de objetos, de fetiches y, en general, de agre-
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una actitud moral, y por tanto no-humorística, de una visión del
mundo organizada como esquema de combate y de crítica
ideológica. De ahí que la opinión de Ionesco esté a veces en
desacuerdo –aquel divorcio a que aludí- con las formas teatrales
pro- puestas por él. En las escenas “metafísicas” de los dramas
ionesquia- nos (el monje y los viejos de Jeux de massacre) queda
demolida la forma “fuerte” de Ionesco, la farsa, y ésta es sustituida
por la reflexión sobre una angustia que no es contemplada
únicamente como “contacto con la nada”, sino también como
trasfondo de una situación que es ingrediente vivo de una abortada,
no explícita, pero allí latente, visión moral de nuestro tiempo.
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tomas de conciencia originales son la de la evanescencia o de la
densidad; del vacío o del exceso de presencia; de la transparencia
irreal del mundo o de su opocidad; de la luz o de las tinieblas
profundas… Cada uno de nosotros ha podido sentir, en ciertos mo-
mentos, que el mundo está hecho de una sustancia onírica, que las
paredes ya no tienen espesor, que creemos atravesar todo con la
mirada, en un universo sin espacio, hecho únicamente de clari-
dades y de colores; toda la existencia, toda la historia del mundo se
vuelve, en ese momento, inútil, insensata, imposible. Cuando lo-
gramos superar esa primera etapa del extrañamiento, la sensación
de evanescencia nos produce angustia, una especie de vértigo.
Pero dodo aquello puede convertirse en euforia: la angustia se trans
forma súbitamente en libertad; nada tiene ya importancia fuera del
asombro del ser, de la nueva, sorprendente conciencia de nuestra
existencia en una luz auroral, en la libertad recuperada; sentimos el
asombro de ser en ese mundo que parece ilusorio, ficticio y el com-
portamiento humano revela su ridículo; toda historia, su inutilidad
absoluta; toda realidad, todo lenguaje parecen desarticularse,
descomponerse, vaciarse, tanto que estando todo desprovisto de
importancia ¿qué otra cosa se puede hacer sino reír?
Ese es el punto de partida de algunas de mis piezas que pueden
considerarse dramáticas. A partir de tal estado, las palabras, eviden
temente, desprovistas de magia, son reemplazadas por los acce-
sorios, los objetos: hongos innumerables crecen en el departamento
de los personajes; un cadáver que sufre de «progresión» geomé-
trica crece igualmente desalojando a los inquilinos, centenares de
tazas se amontonan para servir café a tres personas; los muebles,
después de haber bloqueado las escaleras de la casa, ocupan el
escenario y sepultan al inquilino; decenas de sillas, con invitados
invisibles, invaden la escena, infinidad de narices crecen en el rostro
de una joven. Cuando la palabra está gastada es porque el espíritu
está gastado. El universo, obstruido por la materia, está vacío, por
consiguiente, de presencia: lo demasiado se une así a lo no
bastante, y los objetos son la concretización de la sociedad, de la
victoria de las fuerzas antiespirituales, de todo aquello contra lo cual
nos debatimos. Pero no me doy del todo por vencido en ese gran
desasosiego y si, como espero, logro en la angustia y a pesar de la
angustia introducir el humor –síntoma feliz de otra presencia-,
entonces el humor es mi descarga, mi liberación, mi salvación.
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inverosimilitud, es ya haberla superado. Para superarla hay
primeramente que sumergirse en ella. Lo cómico es lo insólito puro;
nada me parece más sorprendente que lo trivial; lo suprarreal está
ahí, al alcance de nuestras manos, en la charla diaria.
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material se identifica con las súbitas apariciones del aislamiento. El
exceso de presencia conduce al vaciamiento, del mismo modo que
éste al exceso de presencia. Las vertiginosas aceleraciones del
juego, el carácter de farsa de sus obras, ese admirable crescendo
es el bastidor de aquella combinación de factores opuestos a
idénticos que descubre la esencia de la comicidad. El ritmo y el
humor son, entonces, la condensación escénica de la violencia.
Esta formalización, por otra parte, tiene todavía otra característica
que no se debe pasar por alto. El “crescendo” de las farsas de
Ionesco no es uniforme, sino que discurre a través de una especie
de movimientos en espiral, en el que las repeticiones, los ciclos, las
reiteraciones, los “leitmotiv”, cuando se efectúan, y a medida que lo
van haciendo, consiguen situarse, en su ascenso, sobre una escala
distinta de la precedente, mediando entre ellas un salto o una
ruptura de tipo ceremonial. Esto quiere decir que la estructura
dramática del ascenso, el ritmo de farsa, adopta en Ionesco las
formas de la ceremonia, del rito, pero incorporadas a la comedia;
es decir, sometidas a la lógica del humor y, por tanto, trivializadas,
degradadas. Las ceremonias de la comedia burguesa, por ejemplo,
el ritual de la visita en La cantante calva o la proliferación de los
“slogans” publicitarios en la escena de la desinfección en Jeux de
massacre, adquieren entonces el rango de fetiches cotidianos en
los que se conjuga indiferenciadamente lo asombroso y lo
conocido.
A.F.-S.
32
EUGÉNE IONESCO
33
EL PIM-PAM-PUM
34
ESCENA 1
35
La escena representa una ciudad, la plaza. No es una ciudad
moderna, no es tampoco una ciudad antigua. Es una ciudad sin
ningún rasgo especial que la caracterice. Le iría bien el estilo de
la época comprendida entre 1880 y 1920. Día de mercado.
Mucha gente si se dispone de un teatro grande. Mucha menos
gente si se dispone de un teatro pequeño. Con pocos actores se
puede producir la sensación de que hay mucha gente, o bien
espaciando a los distintos personajes, o bien creando un ritmo
de entradas y salidas a base de cambiar cada vez de sombrero,
de paraguas que cogen y dejan, de barbas que se quitan y se
ponen. Durante largo rato, la gente se pasea en silencio. No
parecen tristes ni alegres, han hecho o van a hacer la compra.
Antes de que entren todos estos personajes, que parecen venir
del mercado, al fondo, veremos el mercado con gente que
compra y gente que vende. Oiremos el ruido de las palabras y un
rumor, un clamor ininteligible.
Ambiente colorista. Campanas.
Si no hay figurantes suficientes, siempre se puede, lo que sería
incluso preferible, reemplazarlos por marionetas o muñecas
grandes (maniquíes). Las marionetas puedes ser agitadas o no
según sean reales o pintadas.
Al acabar esta primera escena, si se manejan marionetas de
verdad, se volverán, con expresión de angustia, inmovilizadas,
cara al público o, aún mejor, con los ojos fijos en el lugar de
suceso. Si se utilizan muñecas inmóviles o pintadas, deberán
desaparecer en la neblina gris (como, por otra parte, les ocurrirá
también a las marionetas de verdad de las que sólo se
apreciarán los contornos, pues una semioscuridad invadirá el
escenario al finalizar la escena).
Antes de que aparezcan las Amas de Casa Primera y
Segunda, entra por la derecha, al igual que las Amas de Casa,
precediéndolas unos pocos pasos, un personaje que ellas ven:
un monje negro, muy alto, con capuchón, que atravesará la
escena y saldrá por el otro lado.
Las Amas de Casa Primera y Segunda entran por la derecha.
36
Felizmente, en casa tenemos perros.
37
¿En la cabeza?
38
No podrían. Perderían el aliento.
Hombre Segundo.
Habrá que encontrar un remedio para tal situación. Un remedio
que es, lástima, imposible de encontrar.
Hombre Primero.
No importa. Aun así, prometo encontrárselo. Encontrárselo
39
cuando usted quiera.
Hombre Segundo.
Por mí, en seguida. Poder es saber.
Hombre Primero.
Poder y saber son las dos facultades del hombre. Del alma del
hombre.
(Salen.)
(Entran por la izquierda los Hombres Tercero y Cuarto.)
Hombre Quinto.
Le digo a usted que la cosa no iba demasiado bien. Me encontra-
ba como en medio de una espesa niebla. Ya no entendía nada.
Me sentía agitado, una especie de impaciencia nerviosa y
muscular. No puede decirse que la cosa fuera bien, en absoluto.
No podía permanecer en la cama, ni sentado, ni de pie. No podía
andar porque me cansaba. No podía tampoco quedarme quieto.
Hombre Sexto.
Tenía usted, sin embargo, una manera de solucionar el
problema. No muy agradable. Pero la única alternativa.
Hombre Quinto.
¿Cuál?
Hombre Sexto.
Colgarse. Se podía usted haber colgado.
Hombre Quinto.
Resulta peligroso
Hombre Sexto.
Implica un riesgo, sí… Lo mío fue aún peor: depresión. El mundo
entero me parecía un planeta lejano, impenetrable, de acero, her
40
mético. Como algo completamente hostil y extraño. Sin comunica
ción. Todo cortado. Era yo el encerrado, pero encerrado fuera.
Hombre Quinto.
¿Dónde estaba la tapadera? ¿Fuera o dentro?
Hombre Sexto.
Daba igual, yo era incapaz de levantarla. Pesaba una tonelada.
Toneladas y toneladas. De plomo. No, de acero, como le decía
hace un momento. Todavía el plomo puede derretirse...
Hombre Quinto.
Yo nunca he podido levantar más de sesenta kilos. Y con más
facilidad sesenta kilos de paja que sesenta kilos de plomo. La
paja, no lo olvidemos, siempre es más ligera.
Hombre Sexto.
Me pregunto a veces qué se puede hacer para vivir. A veces
duele, ¿eh?, como dice mi amigo Gastón.
Hombre Quinto.
¿Sería preferible, quién sabe, morirse?
Hombre Sexto.
No diga eso, trae mala suerte.
(Salen por la derecha.)
(Entran los Hombres Séptimo y Octavo.)
Hombre Séptimo.
Nosotros no somos de los que se suben a los astros.
Hombre Octavo.
Nosotros nada de astros. Desastres. Grandes desastres,
pequeños desastres.
Hombre Séptimo.
No son más que técnicos superiores. Irán a la Luna, irán a las
estrellas. Irán más lejos que nosotros, pero no sabrán más por
eso. ¿Cómo será la vista que desde allí se contemple?
Hombre Octavo.
Más vasta que la nuestra.
Hombre Séptimo.
41
Sí, pero ¿qué sabrán sobre el todo? No sabrán nada sobre el
todo. Lo que importa es el todo, lo demás no es nada.
Hombre Octavo.
En efecto, la nada no cuenta mucho. (Breve pausa.) Sin
embargo, yo prefiero los pisos altos. Los inquilinos de los pisos
superiores disfrutan de una vista más elevada, más amplia que
los inquilinos de los pisos inferiores.
Hombre Séptimo.
No siempre.
Hombre Octavo.
Y ¿cómo es eso?
Hombre Séptimo.
Si la casa está situada al iniciarse una pendiente y si los
inquilinos superiores tienen sus ventanas, o sus buhardillas, o
sus tragaluces en el extremo de la pendiente, ¡los últimos pisos
se convierten en cuevas! La perspectiva es para los demás. Los
de abajo pueden ver desde más arriba.
(Salen.)
(Entrada de las Mujeres Primera y Segunda.)
Mujer Primera.
Mi cuñado trabaja en los reflejos incondicionados, en los
condicionados siempre es más fácil.
Mujer Segunda.
No hace una más que lo que se le pide. Pero exigen muchísimo.
(Salen.)
(Entrada de los Hombres Quinto y Sexto.)
Hombre Quinto.
Siento como un renacer de la alegría. La alegría, aquí llega. Es
como si quisiera trepar desde los pies hacia el corazón. Pero, ay,
tengo hormigas en las piernas que le cortan el paso.
Hombre Sexto.
Amigo mío, yo ya no exijo el placer de vivir. Me contentaría con
la neutralidad. Mirar con tranquilidad el espectáculo sin sufrir.
42
(Salen los Hombres Quinto y Sexto. Entran las Mujeres
Tercera y Cuarta y los Hombres Tercero y Cuarto.
Los hombres por la izquierda, las mujeres por la derecha,
como hasta ahora. Los Hombres Tercero y Cuarto siguen
llevando, uno, el punto, el cochecito el otro. Ahora, el
que llevaba el punto empuja el cochecito, y viceversa.)
Mujer Tercera. (A
la Cuarta.)
Nada, nadie va a venir. Todo, eso sí, por prevenir.
Mujer Cuarta. (A
la Tercera.)
Más vale prevenir que curar.
Mujer Tercera. (A
la Cuarta.)
Nada es realmente curable.
Mujer Cuarta. (A
la Tercera.)
Ni siquiera lo curable.
Mujer Tercera.
Lo curable se resiste, con particular energía, a curarse. Es
veneno.
Mujer Cuarta.
¿Cómo está usted, caballero?
Mujer Tercera.
No he visto aún a sus mellizos. Me han dicho que son preciosos.
Hombre Cuarto.
Procure no despertarlos. El tiempo de tomar una copita, con mi
amigo.
Hombre Tercero.
Vamos a tomarnos una copita juntos.
Hombre Cuarto.
Hasta ahora mismo, señoras.
Hombre Tercero.
Y gracias. Ahí se queda también mi labor.
Hombre Tercero.
¿Violáceo?
Hombre Cuarto.
¿Mis niños completamente negros?
Mujer Cuarta.
Les toco y no se mueven.
Hombre Cuarto.
¿Qué está usted diciendo?
Mujer Tercera.
Pero si están muertos.
Mujer Cuarta.
Han muerto asfixiados. ¡Aaaaah!
Hombre Tercero.
¿Qué?
45
agitar a los demás personajes, el Hombre Cuarto exclama.)
Hombre Cuarto.
¡Los han ahogado, los han estrangulado! ¡Han asesinado a mis
hijos! ¿Quién ha sido?
Mujer Primera.
¿Quién ha podido ser?
Hombre Cuarto.
Yo sé quién ha sido. Los he dejado esta mañana al cuidado de
mi suegra. Siempre ha tenido manía a estos niños. Porque me
detesta. Hace mucho tiempo. Desde siempre.
Mujer Tercera.
¡Dice que ha sido su suegra!
Hombre Tercero.
¡No es motivo suficiente para matar niños!
Mujer Cuarta.
¡Y la madre, que aún no sabe nada!
Mujer Quinta.
¡Ah, mi yerno, mi yerno! A él le hubiera retorcido el cuello. Pero
no a los niños. Además, ¡si no tienen niños! Mi hija no ha
querido. Pero yo lo comprendo, en un arrebato de ira…
Hombre Sexto.
¡Es una vergüenza!
Hombre Séptimo.
¡Es más que una vergüenza!
Hombre Quinto.
¡Las ancianas han sido siempre un peligro! ¡Asesinas,
envenenadoras!
Hombre Cuarto. (A
la Mujer Segunda.)
Has sido tú, suegra, la que los has matado.
46
Mujer Segunda.
Yo no he sido, te lo juro.
Hombre Cuarto.
¡Criminal! (Se precipita hacia la Mujer Segunda, que cae.)
Hombre Primero.
Ha muerto.
Hombre Cuarto.
Se ha caído sola. Yo ni siquiera le he tocado.
Hombre Sexto.
Esta mujer era mi benefactora. Me las vas a pagar.
(Se precipita hacia el Hombre Cuarto con un
cuchillo en la mano.)
47
Has matado a mi amigo. ¡Asesino! ¡Puerco!
Hombre Sexto.
No he sido yo, he fallado el golpe. Se ha caído solo. Se ha como
deslizado.
Mujer Octava.
No lo puedo soportar. ¡Policía! (Al Se lleva la mano al corazón.)
¡Aaaah, mi corazón!
(Cae, muerta)
Mujer Séptima.
¡Si él mismo ha dicho que moría solo!
Hombre Primero.
Ya no se mueve.
Mujer Tercera.
Convendría de todos modos llamar a un médico.
Mujer Sexta.
Habría que llamar a los bomberos. Voy a buscar a los bomberos.
48
(Se dirige hacia el fondo. Cae.)
Hombre Sexto.
No he sido yo. No he sido yo. Lo juro.
Hombre Primero.
No es el corazón.
Hombre Segundo.
Quizá sea el corazón.
Mujer Primera.
¡Tiene un color fatal!
Mujer Tercera.
El cielo le ha castigado.
Hombre Quinto.
¿No se habrá desmayado?
Mujer Séptima.
Ésta, al menos, ha muerto, también, ¿o no?
49
Hombre Primero.
Se acabó. ¡No vamos a reventar todos!
Mujer Primera.
Ha dejado de ser una sorpresa.
Hombre Octavo.
Ya se va uno acostumbrando
Mujer Primera.
¡Tened piedad!
Hombre Primero.
¡Es la plaga! ¡La gran plaga!
Mujer Tercera.
¡Tened piedad!
Hombre Segundo.
He robado.
Mujer Quinta.
¡Señor, tened piedad!
Hombre Tercero.
Soy un parricida.
Mujer Quinta.
¡He cometido incesto!
Mujer Séptima.
Perdóname.
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Hombre Primero.
El infierno.
Mujer Primera.
Quisiera reparar mis faltas.
Mujer Tercera.
¡Tan mala no soy!
Hombre Segundo.
¿Dónde estás amor mío? ¿Dónde, amor?
Mujer Cuarta.
¡Mis tripas! ¡Me abraso!
Hombre Tercero.
Todo me hace daño. Yo he hecho daño. ¡Ay, hijitos míos!
Mujer Quinta.
¡Tu desayuno, maridito, no está listo!
FIN DE LA ESCENA
51
(Un funcionario de la ciudad se dirige al público.)
Funcionario.
Ciudadanos, extranjeros. Un mal desconocido se ha extendido,
desde hace algún tiempo, en nuestra ciudad. No es la guerra, no
hay asesinatos, vivimos normalmente, tranquilamente, muchos de
nosotros en un estado que se parece mucho a la felicidad. De
pronto, sin causa aparente, sin enfermedad previa, la gente
empieza a morirse en las casas, en las iglesias, en las esquinas
de las calles, en las plazas públicas. Empiezan a morirse, ¿os
imagináis lo que eso significa? Y, para colmo, no se trata de casos
aislados, un muerto por aquí, otro muerto por allá, una cosa así,
en último caso, podría admitirse. Son cada vez más numerosos.
Existe una progresión geométrica de la muerte. Se trata, nos
explican los médicos, los historiadores, los teólogos, los
sociólogos, se trata de un mal que se repite con carácter cíclico,
pocas veces, pero con carácter cíclico, y que había ya siglos que
no reaparecía, la última vez en un lejano confín del mundo. El mal
ha dado la vuelta a la Tierra para venir a azotar al país o ciudad
más feliz, si, en el momento más armónico de su historia, en el
momento en que creíamos que no había nada que temer. Este
fenómeno terrible se ha registrado las dos últimas veces en
lugares muy lejanos, en París y en otra ciudad de la antigüedad,
Berlín. También en Sicilia, al parecer, pero ya no disponemos de
suficientes documentos para saber con exactitud si se trataba de
Sicilia o de Argentina. Es inconcebible que nos haya tocado a
nosotros cuando Brest está más cerca de esas regiones. Hay
casas donde familias enteras son aniquiladas a la vez. Primos y
hermanos resultan alcanzados al mismo tiempo por el mismo mal,
por la misma angustia, a la que sigue idéntico dolor mortal. Aun
cuando vivan en barrios distintos. Se ha llegado a creer, por un
momento, que se podía explicar este fenómeno considerándolo
una vuelta, una reaparición de antiguas querellas ancestrales en-
(Sale.)
FIN DE LA ESCENA
El Dueño de la Casa.
¡Purificad, purificad, desinfectad! Aquí estaremos a salvo.
¿Quién lleva los perfumes que purifican?
Criado Primero.
Yo, señor.
El Dueño de la Casa.
¿Quién lleva el aceite que contiene la propagación del mal?
Criado Segundo.
Yo, señor.
El Dueño de la Casa.
Que no quede el menor resquicio sin untar. A darse prisa. No
basta con vaporizar. ¿Y la resina? ¿Y la arenilla? (A una de las
dos mujeres.) Frotadlo bien todo. ¿Y el benjuí, la colofonia, los
insecticidas, el azufre?
Criado Primero.
Aquí están, aquí están. Frotamos.
(Frota.)
Criado Segundo.
Aquí está el azufre. Frotamos.
(Frota.)
El Dueño de la Casa. (A la Criada Segunda.)
Sírveme la comida. ¿Le habéis dado brillo a todo, habéis rociado
bien los muebles con barniz?
Criado Primero.
Sí, señor. Con el producto que usted ha recomendado.
56
El Dueño de la Casa. (A
la Criada Segunda que sale.)
Para tocar las viandas, te pones los guantes blancos. (A la
Criada Primera.) Quema incienso. Junto a la puerta, junto a la
ventana, en los rincones.
Criado Primero.
Si no hiciera este calor, la epidemia sería menos virulenta.
Criado Segundo.
Por no hablar de la lluvia de estío.
Criada Primera.
Cuando asomen la nieve y el hielo, borrarán la enfermedad.
Criada Segunda.
Señor, ya las campanas no tocan a muerto. Hay demasiados. No
tienen tiempo.
Criado Primero.
Lo hacen para tranquilizar a la población.
Criada Primera.
Ya no quedan campaneros. Las tres cuartas partes han muerto
por la enfermedad.
El Dueño de la Casa.
Anda, apartaos. Vais a ahogarme. La distancia es higiénica.
¿Habéis cerrado bien las puertas? ¿Habéis cerrado bien las
ventanas?
57
Criado Segundo.
¡Ni una aguja podría deslizarse bajo la puerta!
El Dueño de la Casa.
¡Pues no debe pasar ni un hilo siquiera!
Criada Segunda.
Todo está cerrado.
El Dueño de la Casa.
Tenemos trigo y arroz, pescado y carne en salazón, tenemos
frutos secos, tenemos avellanas. Y estamos a salvo de las ratas.
(Al Criado Primero.) Hay que controlar continuamente el techo.
Que el viento no arranque ni una sola teja. Y eso sí, que no entre
nadie, que no salga nadie. Estamos a salvo. No miréis por la ven
tana. La contemplación del mal, la mera contemplación, puede
también contagiar. (Se lleva un trozo de comida a la boca.)
Tened muchísimo cuidado. Me parece que hay una ligera corrien
te de aire. Y el viento transporta los gérmenes del mal. No hay la
menor fisura. Pero puede haberla. Los vientos y el aire empujan
las paredes y los tabiques, con la idea de atravesarlos. Perma-
neced vigilantes. Tapad cada agujero con la cera que debéis
llevar siempre encima. A ello, vigilad, inspeccionad. Hale, vamos.
El Dueño de la Casa.
Tapadlo todo. También hay grietas que se forman porque sí y
58
por las que puede colarse el aire pútrido. Vaporizadlas también.
Que no os dé reparo vaporizar hasta la comida, qué se le va a
hacer si luego sabe mal. Vaporizad, porque el mal aire puede
entrar por arte de magia a través del espesor de los muros. El
espíritu del mal no siempre distingue paredes y tabiques. Es
invisible y para él no existe la materia.
Criado Primero.
Si piensa usted en él, señor, entra por el pensamiento.
Criada Primera.
Soy impenetrable. El mal no puede alcanzarme.
Criada Segunda.
El mal no puede alcanzarnos.
Los cuatro Criados. (A la vez.)
El mal no puede llegar hasta nosotros.
El Dueño de la Casa.
Yo soy impenetrable. Soy inalcanzable.
59
Criada Segunda.
Se le ponen negras las palmas de las manos.
Criada Segunda.
¡Lo ha tirado todo! ¡Ha roto los platos! ¡Y no tengo otros!
Criada Primera.
Son las señales del mal.
Un Policía. (Fusil
en mano.)
No se puede salir de una casa en donde se haya declarado la
enfermedad. Si lo intentan, disparo.
FIN DE LA ESCENA
Personajes:
Alejandro. (A
Jacobo y Emilio.)
Sentaos. Las sillas no son muy cómodas.
Emilio. (A
Alejandro.)
Pronto va a hacer veinte años que no te veía. Ahora estás
enfermo.
Alejandro.
Pero no me he muerto aún.
Emilio.
Ya lo sé. Trabajas muchísimo. Eso he oído yo. Nos estás
preparando una obra importante.
Jacobo.
Yo he leído algunos fragmentos. Es excelente.
Emilio.
¡Qué polémica más estúpida!
Alejandro.
El típico malentendido.
Emilio.
El típico malentendido, como tú dices. Que me ha privado de tu
amistad durante largo tiempo. Pero ya que te encuentro de
nuevo…
Katia.
Era fácil de encontrar. Podía usted haberlo intentado.
Emilio. (AKatia.)
Si, no digo que no, también Alejandro podía haber dado el primer
paso.
Katia.
Usted no tenía el menor interés.
Jacobo. (Procuradorconciliar.)
Claro que sí, Katia, ¿cómo dice usted eso?
Emilio. (A Katia.)
61
Usted es francesa, normanda. ¿De dónde le viene el nombre
ruso?
Alejandro.
El nombre es francés, ruso es el diminutivo. Ella misma se lo ha
puesto. Le gustaba mucho Chejov.
Emilio.
El ridículo. Puede uno perdonarlo todo, pero lo que no puede
perdonarse a nadie es que tenga ideas distintas a las tuyas. El
que piensa de otra forma es un enemigo.
Jacobo. (A
Emilio.)
Lo que pasa es que tú no sientes la llamada de la amistad. La
amistad es más fuerte que las ideologías. Tú también has
cambiado, has adoptado nuevas ideas. Y ¿quién no cambia?
Emilio.
Para mí, un amigo es alguien que piensa como yo. Para que
siga siendo amigo mío, debe modificar sus ideas al mismo
tiempo que yo. Estoy exagerando un poco. Pero en el fondo, es
así. (A Alejandro.) Yo había venido a hablar, a intentar clarificar
contigo, a explicarme, a explicar, a comprender un poco cuál es
el oculto motivo de esta falta de entendimiento mutuo, porque
después de modificar tus ideas, las modificaste de nuevo y tiene
ahora las mismas ideas que yo, desde hace unos diez años, y,
sin embargo, hemos seguido sin vernos.
Katia. (A
Emilio.)
No agote su ingenio en discusiones. Y, sobre todo, no le agote a
él. El médico no quiere que se agote. Le diré que ha dudado
mucho antes de autorizar esta visita.
Alejandro.
Hablemos de otra cosa. Me alegro de veros. No hablemos de
nada.
Emilio.
Existe, sin embargo, una extraña coincidencia. Nuestra polémi-
ca se produjo al día siguiente de concederme a mí aquel premio
literario.
Katia.
Alejandro está por encima de todo eso.
62
Alejandro.
¡Es absurdo!
Emilio.
Es evidente. Alejandro no es envidioso. Quizá, simplemente, se
encuentre en desacuerdo ideológico con los miembros del jurado
que, a no ser por eso, le hubieran sin duda concedido aquel
premio. Él lo merecía más que yo. En aquella época, quiero decir
que, quizá, pensaba que yo iba a renunciar a aquel premio.
Como él hubiera hecho.
Katia.
Sin duda. El no hubiera aceptado.
Alejandro.
No es tan desagradable pasarse varios meses en una clínica. Al
principio, cuesta. Pero después se acostumbra uno. Vivo en un
mundo aséptico, el ruido y la furia del exterior llegan hasta mí
como edulcorados, deshilachados. Y ya no me dan miedo o,
mejor, ya no me molestan.
Emilio.
Antes de entrar, nos han rociado con un líquido desinfectante.
Jacobo.
Mucha gente muere en este momento.
Emilio.
Más que lo normal. Muchos mueren en la calle. Se derrumban,
los hombres se deshacen el nudo de la corbata, las mujeres
lanzan un grito, y luego mueren.
Jacobo.
Está de moda.
Alejandro.
Sí, ya lo sé, estoy al corriente.
Jacobo. (A
Alejandro.)
Bueno, el caso es que estás mejor, ¿a que sí? Tienes una cara
estupenda.
Alejandro. (A
Jacobo.)
Tú también, a pesar de que te pasas el día circulando por las
calles de la ciudad.
63
Emilio. (A
Katia.)
Me pregunto si en el hecho de que yo haya dejado de ver a
Alejandro, no tiene usted algo de culpa. ¿No se acuerda? Yo
estaba en su casa, en su pisito, habíamos cenado y, en la
conversación, de repente… No me equivoco, descubrí en su
cara un reproche.
Katia.
Yo no me acuerdo de eso.
Emilio.
No me equivoco, no me equivoco.
Jacobo. (A
Emilio.)
Lo debiste entender mal.
Alejandro. (A
Emilio.)
Le has concedido demasiada importancia. Siempre se concede a
todo demasiada importancia.
Emilio.
Sin embargo, fue a partir de ese momento cuando se produjo en
su actitud hacia mí un giro evidentísimo.
Jacobo. (A
Emilio.)
No le agotes. Lo pasado, pasado.
Emilio.
Me parece que es más bien a Katia a quien agoto.
Alejandro.
Desde entonces, hemos hecho muchas cosas, pero las hicimos
todas aprisa y corriendo. Había que rapidizar.
Emilio.
Había que haber dicho las cosas en el momento en que la gente
estaba aún en disposición de escuchar lo que nosotros
decíamos. Ahora, nadie haría caso. Tienen otras preocupacio
nes. Todos esos muertos, sin ir más lejos.
Alejandro. (A
Emilio.)
Tienes razón. Lo que tenemos que decir, hay que decirlo en
seguida. De este modo conseguiremos un sitio en la historia de
64
la expresión. Sólo tenemos una palabra que decir. Se enterrará
con millones de palabras más, pero en un primer momento, hará
oír su voz. Si no nos damos prisa, la palabra dejará de ser
comprensible, pierde su significado, está ya superada.
Jacobo.
De una época a otra se descubren obras que resucitan.
(Entra el Doctor, seguido de la Enfermera.)
El Doctor. (Después
de acercarse a Alejandro con la Enfer- mera.)
¿Se encuentra usted mejor?
Alejandro.
Sigo con este dolor. Menos fuerte.
Katia. (A
Alejandro.)
Decías que ya no sufrías.
El Doctor. (A
la Enfermera.)
Póngale la inyección.
(Mientras la Enfermera le pone la inyección, el
Doctor se vuelve a Jacobo y Emilio.)
El Doctor.
No se levanten. Tengo mucho trabajo en este momento. Un
millar de personas han muerto hoy, en la calle, del mismo mal.
Jacobo.
¿Individualmente?
El Doctor.
Los hay que mueren individualmente, los hay que mueren en
paquetes de diez o doce. La ciencia se declara impotente. No
sabemos qué es. Es una epidemia extraña. No hay síntomas
previos. No podemos curar a nadie. Y las autopsias no revelan
nada.
(A Alejandro.)
La Enfermera.
¿Le he hecho mucho daño?
Alejandro.
Ahora me siento muy bien. Nunca me había sentido tan bien.
65
Katia. (A
Alejandro.)
Tú que normalmente eres tan quejica.
El Doctor.
Bueno, tengo que bajar. Me han anunciado la llegada de una
hornada completa. Seguiremos al menos haciendo autopsias.
La Enfermera.
El número aumenta de día en día.
Jacobo. (Al
Doctor.)
¿Abrigan ustedes la esperanza de llegar a explicar esta
enfermedad y combatirla?
El Doctor.
Pero ¿se trata realmente de una enfermedad?
Alejandro.
¡Amigos míos! ¡Amigos míos!
Katia.
¿Qué te pasa?
Emilio.
Ha dicho «amigos míos».
La Enfermera. (Al
Doctor.)
No se vaya. Mire, los ojos parecen salírsele de las órbitas.
Alejandro.
¡Amigos míos!
(Se había incorporado a medias en la cama. Se desploma.)
La Enfermera.
Se ha desmayado.
(El doctor se acerca a Alejandro.)
El Doctor.
Ha muerto.
Katia.
Imposible. Ah, pues así. Qué voy a hacer sin él.
66
Emilio.
Y yo no he llegado a hablar con él. ¡Demasiado tarde!
Jacobo.
Sus últimas palabras han sido: «¡amigos míos!»
El Doctor. (A
Katia.)
No, señora, no ha muerto de la enfermedad que había venido a
curarse aquí. Tampoco ha sido por la inyección.
Emilio.
¿Por qué ha dicho «amigos míos»? ¿Qué quería decir con eso?
Se había sentado en la cama, quería decirnos algo importante.
El Doctor. (A
la Enfermera.)
Ciérrele los ojos. Llame al servicio. Que bajen el cadáver al
depósito.
FIN DE LA ESCENA
ENCUENTRO EN LA CALLE
Burgués Primero.
Hombre, qué hay. ¿No estás muerto?
Burgués Segundo.
No soy una aparición. A veces me sorprende no estar muerto. El
67
hecho es que no lo estoy. Existo, existo aún.
Burgués Primero.
¿Sigues viviendo en el distrito 21? ¿Qué vienes a buscar aquí?
Nos han comunicado que tu distrito ha sido el más afectado por
la enfermedad. Más aún que el distrito 25. Menos que el 27.
Había pedido que se estableciera una frontera, una barrea para
impedir que los habitantes de barrios insalubres penetraran,
acudieran a refugiarse en distritos menos afectados, el mío
sobre todo. El mío el primero. ‘Cómo has conseguido colarte?
Con mi puño y letra ha redactado este reglamento, aprobado por
la mayoría de los consejeros municipales.
Burgués Segundo.
Yo a ti no te he hecho nada.
Burgués Primero.
Sí, y voy, me parece, a decírselo a los guardias.
Burgués Segundo.
He venido a tu barrio en interés de la administración. Soy
delegado de alimentación. Soy yo quien se ocupa a almacenar
compota desde que las frutas naturales se prohibieron. Este es
mi salvoconducto y aquí está mi nombramiento.
Burgués Primero.
Observo tus documentos de lejos. ¿Y tu familia?
Burgués Segundo.
Algunos viven aún, otros parientes ya no viven.
Burgués Primero.
¿cómo han podido nombrar a un vecino del distrito 21 para que
se encargue de la alimentación de la ciudad? Aparta. Háblame a
tres metros de distancia, a cinco metros más bien, que tus
microbios no puedan alcanzarme.
Burgués Segundo.
¿Y tu familia?
Burgués Primero.
En mi casa no hay nadie muerto ni enfermo. En las doce casas
de mi calle, no se conoce un solo caso dudoso.
Burgués Segundo.
68
Nadie sabe lo que puede sucedernos mañana.
Burgués Primero.
A mí no me sucederá nada. Ni a mi familia. No, no, no te
acerques. Vienes de una zona especialmente malsana.
Burgués Segundo.
Te encuentro tan campante. ¿De dónde sacas esa calma, ese
ánimo, en momentos como éstos, en que la catástrofe hace
estragos, diezma la ciudad la catástrofe?
Burgués Primero.
No es ningún misterio. La gente que está enferma, los
moribundos y los muertos son, o han sido, imprudentes. Basta
con no mezclarse con la multitud. Basta con no acercarse a los
enfermos. Basta con alejarse, como hago yo, de todos los que,
como tú, sin estar enfermos aún, han tocado a otros enfermos.
Basta sencillamente con prescindir de las malas compañías.
Burgués Segundo.
Y si fueras médico, enfermero o empleado de la funeraria, ¿qué
harías?
Burgués Primero.
Pediría la excelencia. Y además, no es ése el caso. Yo no toco
más que el dinero de mis rentas. Dejo para los demás los oficios
imprudentes. Estoy a salvo, no he tocado un solo cuerpo
enfermo.
Burgués Segundo.
Tienes suerte con eso de no arriesgar tu vida por la de los
demás. Otros, sin embargo, la arriesgan por ti. Pero no te
confíes demasiado, amigo mío, es casi imposible saber quién
goza de buena salud y quién no. vemos muchos llenos de vida,
que parecen gozar de buena salud, frescos y sonrosados, y una
hora más tarde están muertos.
Burgués Primero.
Si he podido librarme hasta ahora, no sé por qué no voy a seguir
igual en lo sucesivo. No soy un egoísta, siempre que no se me
exija demasiado. Presto de buen grado socorro en épocas de
normalidad. En las circunstancias excepcionales que vivimos,
69
tenemos el derecho y el deber de ser prudentes y desconfiados.
Tenemos el derecho y el deber de ser, excepcionalmente,
egoístas en los momentos graves.
Burgués Segundo.
Me parece coherente. Es una moral como cualquier otra.
Burgués Primero.
Estoy a salvo. El olfato no me falla. No me habrás visto jamás en
compañía de gente que ofrezca el menor peligro, no trato a
médicos, ni enfermeras, evito a los de la funeraria, no compro
comida más que en tiendas de alimentación de primera
categoría. Más vale gastar un poco más antes que sentirse
amenazado. Mi vida bien vale la de los demás.
Burgués Segundo.
Se te ha visto anteayer en el restorán La Pava rellena. ¿No
estabas sentado en uno de los comedores del establecimiento
almorzando con don Daniel?
Burgués Primero.
¿Y qué? Ese caballero es un amigo con el que discutía unos
negocios. Está gordo y rozagante, tomas las mismas
precauciones que yo. En aquel reservado, no había nadie
susceptible de transmitirnos la enfermedad.
Burgués Segundo.
¡Ah!, bueno.
Burgués Primero.
¿Por qué dices «¡Ah!, bueno»?
Burgués Segundo.
Digo «¡Ah!, bueno» porque digo «¡Ah!, bueno». ¿He dicho «¡Ah!,
bueno?». No te acerques a mí.
Burgués Primero.
No irás a decirme que….
Burgués Segundo.
No tengo nada que decir.
Burgués Primero.
70
Dime qué quieres decir cuando dices que no tienes nada que
decir.
Burgués Segundo.
¡Que no te acerques a mí! No me hagas repetírtelo.
Burgués Primero.
Este señor, este amigo, con quien cenaba yo, ¿está enfermo?
Dime ¿está enfermo?
Burgués Segundo.
No. no está enfermo. Ya no está enfermo.
Burgués Primero.
¿Tan pronto ha curado?
Burgués Segundo.
Tampoco. Ha muerto.
Burgués Primero.
Quizá haya muerto de un ataque. ¿No habrá muerto a
consecuencia de un accidente? ¿De una caída? ¿Ha sido
asesinado?
Burgués Segundo.
Si quieres saber la verdad, ha muerto de la enfermedad.
Burgués Primero.
Entonces, yo también voy a morir.
Burgués Segundo.
Te lo digo por tercera vez, eso no es una razón para que te
acerques a mí. Si das un paso más, saco la pistola.
Burgués Primero.
¡Así que soy hombre muerto! A no ser que se produzca un
milagro, es como si estuviera muerto.
Burgués Primero.
¡Enfermera! Tengo miedo de estar contaminado. ¡Acérquese!
Enfermera.
¡Usted también es hombre muerto! Y yo… ¡soy mujer muerta!
FIN DE ESCENA
ESCENA DE LA PRISIÓN
Personajes:
Prisionero Primero.
He serrado dos barrotes. No tienes más que empujar un poco y
ya está. Podemos escaparnos por el tragaluz.
Prisionero Segundo.
72
Y caer al foso. Hay agua.
Prisionero Primero.
Ya lo sabías. Sabes nadar perfectamente. Cómo quieres que te
repita que al cabo de cinco minutos se llega a tierra firme. A una
soleada pradera. Después están los jardines, y más tarde las
calle, y más allá las tiendas, y las panaderías, y los carniceros,
los que venden vino y fruta.
Prisionero Segundo.
Cuidado. Esconde la lima, que viene el carcelero. Ya está aquí el
carcelero.
El Carcelero.
Se os han abierto las puertas. No he cerrado la puerta por la que
acabo de entrar y tampoco he vuelto a cerrar las restantes
puertas. Ya sé que queréis escabulliros por el tragaluz, ya sé
que tenéis una lima. Ya no vale la pena que os agotéis. Otros
guardias nos sustituyen, una plaga mucho más peligrosa que la
nuestra.
Prisionero Primero.
No tengo miedo al paro. No temo al agua ni al fuego.
El Carcelero.
No se trata de eso.
Prisionero Primero.
No conseguiréis que renuncie. Quizá consigáis intimidar a este
hombre. (Señala al Prisionero Segundo.) Pero a mí no, conmigo
os habéis equivocado. A él le vienen, de vez en cuando, dudas.
El Carcelero.
Los guardianes que guardaban las puertas han muerto.
Prisionero Segundo.
¿Cómo ha sido eso? ¿Qué les ha pasado? ¿Por qué no habéis
hecho venir a otros guardianes?
El Carcelero.
Si vinieron, los sustituimos. Por guardianes invisibles.
73
Prisionero Primero.
No estamos para bromas.
El Carcelero.
Yo soy poco de bromas. La enfermedad hace estragos en la
ciudad entera. Hasta en las murallas, hasta en las puertas de la
ciudad, cerradas a cal y canto. Puertas vigiladas por soldados
que pueden morir en cualquier momento. Ni aun así podrían
abrirse las puertas, porque los guardianes que vigilan, desde
fuera de la ciudad, os cerrarían el paso.
Prisionero Primero.
Me basta con el lado de acá de las murallas.
Prisionero Segundo.
Y a mí.
El Carcelero.
Los guardianes de fuera no tienen la enfermedad, al menos por
ahora. No quieren que se les pegue, de ahí que no os dejen
salir. Les da miedo la contaminación. En la ciudad casi todo el
mundo está contaminado. Los que no lo están aún, lo estarán
pronto, probablemente.
Prisionero Segundo.
¿Qué enfermedad?
El Carcelero.
La enfermedad que mata. La epidemia no deja la menor
esperanza. La gente yace en las aceras, en medio de la calzada,
en los pisos cerrados, en las iglesias y en los templos. Y no hay
modo de recogerlos. Incluso los de la funeraria, a pesar de que
habían prometido no caer enfermos, están también en peligro. A
pesar, se dice pronto, de que lo habían jurado y perjurado. Y
todo el mundo, por eso mismo, les consideraba inmunizados.
Los perros, los gatos, los caballos, las ratas yacen también al
lado de cadáveres humanos. Se han contado, del lunes acá,
treinta mil nuevos cadáveres, hombres, mujeres, animales. Dos
veces más que la semana pasada, tres veces más que la
semana anterior.
74
Prisionero Segundo.
No es posible.
Prisionero Primero.
Mientes, pretendes aterrorizarme. Sí, sí, se trata sin duda de un
engaño de la administración.
El Carcelero.
Id a verlo. Y pronto ya no veréis ni oiréis nada más. Ya no
sentiréis nada. El director de la prisión ha muerto porque ha
salido, porque salía todas las tardes a ver a su mujer y a sus
hijos. Su familia le ha contagiado y ha muerto rodeado por sus
cadáveres queridos. Mis compañeros han muerto también por la
misma razón. Ayer, un tranvía, lleno de viajeros, inició su
recorrido por la ciudad. Murieron todos durante el trayecto. El
balance arroja una cifra de ochenta y siete muertos, ochenta y
ocho con el conductor, así llegó el tranvía, después de recorrer
la ciudad de punta a punta.
Prisionero Segundo.
No hay por qué coger el tranvía.
El Carcelero.
Los peatones no gozan de mejor suerte. Los cadáveres o los
agonizantes les caen sobre la cabeza desde lo alto de las
ventanas. Yo, que soy solero, no tengo relaciones, no salgo
nunca de la prisión. Y en prisión no hay peligro. Ya habéis com-
probado el grosor de los muros. Nada puede traspasarlos. Ni si-
Prisionero Primero.
Eso no es verdad. No puede ser verdad.
El Carcelero.
Pues salid, si queréis.
Prisionero Primero.
Es una trampa.
El Carcelero.
75
Ya os he dicho que os dejo la puerta abierta. ¡Probad a ver! Os
repito una vez más que todas las pertas están abiertas.
(Sale.)
Prisionero Primero.
Es un mentiroso. Es un despabilado.
Prisionero Segundo.
No miente.
Prisionero Primero.
¿Tú qué sabes? ¿Tienes pruebas?
Prisionero Segundo.
Esta noche he soñado que la gente se moría, he visto en mi
pesadilla montañas de muertos. Había montones tan altos que
sobrepasaban las casas de seis pisos. Mira, ya ves que ha
dejado la puerta abierta.
Prisionero Primero.
Lo que te pasa a ti es que no te atreves a escaparte, te echas
para atrás.
Prisionero Segundo.
La puerta está abierta, mira.
Prisionero Primero.
No me dirás que crees en los sueños.
Prisionero Segundo.
La verdad está en los sueños. Lo que no nos atrevemos a
imaginar de día, lo destapan los sueños durante la noche.
Prisionero Primero.
Los sueños son una bonita excusa. El sueño te muestra lo que
no te atreves a hacer. Es una falsa coartada. Sirven para
justificar tu cobardía.
Prisionero Segundo.
Si la puerta está abierta es porque no hay necesidad de
guardianes. Prefiero acabar mis días en la cárcel, lo más tarde
76
posible.
Prisionero Primero.
Me iré solo. Pero desconfío de los guardianes que deben
guardar las demás puertas. No ha mentido. Seguro que hay
guardianes, vivitos y coleando, en perfecta salud. No te puedes
fiar de los carceleros. Debo partir. Mi partido político me
necesita. Tengo una misión que cumplir, tengo una serie de
deberes con respecto a los demás. Me iré por el tragaluz; no me
fío de las puertas. Adiós.
El Carcelero. (Que
vuelve.)
Ya ves que os decía la verdad.
Prisionero Segundo.
Nunca he pensado otra cosa. (El Carcelero saca su pistola. El
Prisionero Segundo, aterrado.) Nunca he pensado otra cosa. Ni
por un momento se me ocurrió dudarlo. Repito que estaba
convencido de que era verdad. ¡No irás a matarme!
77
de la solidez de la cuerda del ahorcado, y sale.)
FIN DE LA ESCENA
ESCENA EN LA CALLE
Personajes:
Jacobo.
¿Cómo te va?
Emilio.
¿Cómo te va?
78
Pedro.
Con mucho dolor de cabeza. Ya me encuentro mucho mejor, ha
debido ser por lo que me han afectado los acontecimientos.
¿Estáis al corriente?
Emilio.
¿Qué acontecimientos?
Jacobo.
¿Qué acontecimientos? Te refieres a…
Pedro.
La enfermedad. En la ciudad. La epidemia que hace estragos en
los barrios bajos.
Emilio.
Hace estragos tan sólo en los barrios bajos, aquí nosotros
estamos a salvo; en los barrios bajos, qué os voy a decir, la
ignorancia...
Jacobo.
La falta de higiene…
Emilio.
Los vicios… La pobreza.
Jacobo.
Sí, por no hablar de la pobreza, la miseria, qué sucia es,
¿verdad?, la miseria.
Emilio.
La pobreza es un vicio. Son pobres porque les encanta serlo,
pobre gente. Se dejan arrastrar por la bebida, por la pereza.
Como sabéis, la miseria es la madre de todos los vicios.
Jacobo.
Y puede decirse también que el vicio es el adre de todas las
miserias.
Pedro.
¿Creéis que no puede alcanzarnos a nosotros?
Emilio.
No lo creo. No somos como esos desgraciados.
Jacobo. (A Pedro.)
79
Ya sabes que Alejandro ha muerto.
Pedro.
¿Cómo, cuándo, por qué? mejoraba. Comenzaba a convalecer.
Emilio.
Ha muerto. Pero no de la epidemia. La epidemia no entra en los
hospitales.
Jacobo.
Quizá en los hospitales de los barrios bajos, sí. Y aún… No hay
que olvidar que nuestros médicos, los médicos de los barrios
altos son los que dirigen estos hospitales y procuran… No
permitirían que entrara la epidemia.
Pedro.
¿De qué ha muerto?
Jacobo.
Ha sido bastante inesperado, pero, desde luego, por la epidemia,
no. no presentaba ninguno de los síntomas.
Emilio.
Ha muerto porque quería morir.
Jacobo.
Lo ha hecho adrede.
Emilio.
Para hacer su número. Comediante hasta el final.
Jacobo.
Acababa de salir de una enfermedad, una convalecencia que se
tuerce y…
Pedro.
¡Qué mala pata! Le necesitaba. Los amigos son la gente que uno
necesita. Para sustituirlos hace falta tiempo, y suerte. Cuándo se
le va a meter a mi mujer en la cabeza…
Emilio. (A
Pedro.)
¿Te vuelve a doler la cabeza?
Jacobo.
Es el disgusto. Te comprendo. Pareces un poco cansado.
80
Emilio.
Palideces. No, no palideces, te vuelve el color.
Pedro.
La cabeza no me molesta en absoluto. No se trata de eso. En
eso consiste la vida: en morir. De todos modos, me siento mejor,
me siento mucho mejor. (Cae.)
Emilio.
¿Qué te pasa?
Jacobo.
¿Qué te pasa?
Emilio.
Vamos, amigo mío, levántate, despierta.
Jacobo.
Le ha fallado el corazón.
Emilio.
Quizá se trate de un simple mareo
Jacobo.
No, ha muerto.
Emilio.
¿Qué habrá cogido? Se sentía mejor.
FIN DE LA ESCENA
ESCENA EN LA CALLE
(A su Compañero.)
Un Transeúnte.
Al salir de casa de mis amigos, eran dos. He ido a comprar el
periódico y he vuelto. He vuelto a subir; pues bien, abro la puerta
y veo once cadáveres en el suelo.
El Compañero.
81
¿Cómo han hecho para multiplicarse?
El Transeúnte.
Lo que haría falta saber, lo que hay que aclarar es lo siguiente:
¿se han multiplicado estando vivos o después? En cualquier
caso, eso se hace en cinco minutos.
El Compañero.
La mecanización, quizá.
FIN DE LA ESCENA
82
83
El escenario aparece dividido en dos y las dos escenas
siguientes, A y B, van a representarse simultáneamente.
84
ESCENA A
ESCENA B
85
ESCENA A
Juana.
¿Qué va a ser de nosotros?
Juan.
Quizá Dios lo sepa. ¿Conoces al monje que estaba en la entrada
de nuestra casa?
Juana.
¿Tú crees que esto acabará algún día?
Juan.
Quizá. Habrá que procurar salir lo menos posible. Qué silencio
hay en la calle. En la esquina, hay una tienda abierta. Iré a ver si
encuentro algo que se pueda comer.
ESCENA B
Lucía.
¿Qué va a ser de nosotros?
Pedro.
Quizá Dios lo sepa. ¿Conoces al monje que estaba en la entrada
de nuestra casa?
Lucía.
¿Tú crees que esto acabará algún día?
Pedro.
Quizá. Habrá que procurar salir lo menos posible. Qué silencio
hay en la calle. En la esquina, hay una tienda abierta. Iré a ver si
encuentro algo que se pueda comer.
ESCENA A
86
Juana.
No hay ninguna prisa, cielo mío. Ven junto a mí. (Le coge de la
mano. Se sientan en la cama, uno al lado del otro. El la coge por
los hombros.) ¿Qué tiempo hacía?
Juan.
Fresco y bueno. Está el mar y el viento del mar, que es una
fuente de salud. Te encuentro muy nerviosa.
Juana.
Aquí ha hecho un calor terrible. Miasmas…
Juan.
Estás muy asustada. No hay que asustarse. Estamos juntos, ¿no es
eso? No tiene porque pasarnos nada.
Juana.
Los vecinos del bajo han muerto. Se han llevado los cadáveres.
Los del piso de arriba han huido. Nadie sabe dónde.
ESCENA B
Lucía.
No hay ninguna prisa, cielo mío. Ven junto a mí. (Le coge de la
mano. Se sientan en la cama, uno al lado del otro. El la coge por
los hombros.) ¿Qué tiempo hacía?
Pedro.
Fresco y bueno. Está el mar y el viento del mar, que es una fuente
de salud. Te encuentro muy nerviosa.
Lucía.
Aquí ha hecho un calor terrible. Miasmas…
Pedro.
Estás muy asustada. No hay que asustarse. Estamos juntos, ¿no es
eso? No tiene porque pasarnos nada.
Lucía.
Los vecinos del bajo han muerto. Se han llevado los cadáveres.
Los del piso de arriba han huido. Nadie sabe dónde.
ESCENA A
87
Juan.
Deben andar vagando por las calles. Debían exigirles que se
identificaran. Ya los traerán. Se les internará al menos.
Juana.
¿Qué hemos hecho para que ocurra esto?
Juan.
Nada. No hemos hecho nada. Esto ha ocurrido porque sí. No
hay causa. Si, al menos, se tratara de un castigo…
Juana.
Quizá se trate de un castigo.
Juan.
Claro. Si se tratara de un castigo, sentiríamos cierto alivio. Pero
no ha habido nada. Nada hemos hecho. El mal ha venido porque
sí.
ESCENA B
Pedro.
Deben andar vagando por las calles. Debían exigirles que se
identificaran. Ya los traerán. Se les internará al menos.
Lucía.
¿Qué hemos hecho para que ocurra esto?
Pedro.
Nada. No hemos hecho nada. Esto ha ocurrido porque sí. No
hay causa. Si, al menos, se tratara de un castigo…
Lucía.
Quizá se trate de un castigo.
Pedro.
Claro. Si se tratara de un castigo, sentiríamos cierto alivio. Pero
no ha habido nada. Nada hemos hecho. El mal ha venido porque
sí.
ESCENA A
88
Juana.
Éramos felices.
Juan.
No lo sabíamos.
Juana.
No puedo evitar tener miedo. (Pausa. Se levanta.) Si no hubieras
venido, me hubiera vuelto loca.
Juan.
Ahora, calma. Tranquilízate.
Juana.
No, no puedo quedarme allí. Salgamos un poco.
Juan.
Descansa un poco. Estás muy pálida.
ESCENA B
Lucía.
Éramos felices.
Pedro.
No lo sabíamos.
Lucía.
No puedo evitar tener miedo.
(Pausa. Se levanta Pedro.)
Pedro.
Si no hubiera venido, me habría vuelto loco.
Lucía.
Ahora ya puedes estar tranquilo.
Pedro.
No, no puedo quedarme allí. Salgamos un poco.
Lucía.
Descansa un poco. Estás muy pálido.
ESCENA A
89
Juana.
¿Estoy pálida?
Juan.
No es nada, nervios. Échate un momento. (Le ayuda a echarse.)
Eso es, así. Me tienes junto a ti. Dame la mano. Tu mano está
caliente y húmeda.
Juana.
Me duele la cabeza.
Juan.
¿Quieres que abra la ventana?
Juana.
¿Quién sabe lo que puede venir de la calle?
Juan.
¡Y querías salir! ¡Tu frente está ardiendo! (Le abre la blusa.) ¡Dios
mío!
ESCENA B
Pedro.
¿Estoy pálido?
Lucía.
No es nada, nervios. Échate un momento. (Pedro se echa.) Eso
es, así. Me tienes junto a ti. Dame la mano. Tu mano está
caliente y húmeda.
Pedro.
Me duele la cabeza.
Lucía.
¿Quieres que abra la ventana?
Pedro.
¿Quién sabe lo que puede venir de la calle?
Lucía.
Sin embargo, querías salir, cielo mío ¡Tu frente está ardiendo! (¡Dios
mío!
ESCENA A
90
Juana. (Se
lleva la mano a la garganta.)
¿No estoy hinchada? Mira, las palmas de las manos se me
ponen coloradas. Me duele el vientre. Siento que me debilito.
Tengo dolores en todo el cuerpo.
Juan.
¡Te curaré! ¡Yo te curaré!
Juana.
¡El frasco!
Juana.
No puedo.
ESCENA B
Pedro.
¡Dios mío!
Lucía.
¡Parece que te hinchas! Mira, las palmas de las manos se te
ponen coloradas.
Pedro.
Me duele el vientre. Siento que me debilito. Tengo dolores en
todo el cuerpo.
Lucía.
¿Y qué voy a hacer para curarte? ¿Qué puedo hacer yo?
Pedro.
¡El frasco! ¡Dame el frasco!
Lucía.
Dios mío, ya es demasiado tarde. Ya tiene el mal.
Pedro.
Quisiera respirar profundamente. Y no puedo.
ESCENA A
91
Juan.
Respira profundamente.
Juana.
No siento nada. Absolutamente nada.
Juan.
Haz un esfuerzo, cielo mío. Estoy junto a ti, muy cerquita.
Juana.
Te veo mal. Como surgiendo de la niebla.
Juan.
No hay niebla en la casa.
Juana.
Me encuentro muy mal y tengo mucho miedo.
ESCENA B
Lucía.
Tengo un miedo espantoso, cielo mío.
Pedro.
Ya no siento nada.
Lucía.
Haz un esfuerzo. Yo estoy aquí.
(Lucía está dominada por el pánico.)
Pedro.
Te veo mal, como surgiendo de la niebla
Lucía.
No hay niebla en la casa.
Pedro.
Me encuentro muy mal.
ESCENA A
92
Juan.
Eso no es nada, cielo mío. Eso no es nada.
Juana.
Apenas oigo tus palabras.
Juan. (Gritando.)
Basta con no tener miedo. Las sales curan. Te acojo en mis
brazos. No te dejaré.
Juana.
Háblame.
Juan.
Te abrazo estrechamente. Eres mía. Te protegeré. Nada podrá
separarnos. No te abandonaré.
Juana.
¿Estás junto a mí? No te veo. No te oigo. ¿Me estrechas entre
tus brazos? No te siento.
ESCENA B
Lucía.
No es nada, cielo mío. Seguramente no es nada.
Pedro.
Apenas oigo tus palabras.
Lucía. (Gritando.)
¡Socorro! ¡No hay nadie!
Pedro.
Háblame.
Lucía. (Dirigiéndose
ya un poco hacia la puerta.)
¿Qué voy a hacer? ¡Una pobre mujer! ¡Con un moribundo en los
brazos! ¡Todo el mundo nos ha abandonado!
ESCENA A
93
Juana.
¿Estás junto a mí? No te veo. No te oigo. ¿Me estrechas entre
tus brazos? No te siento.
Juan.
No te vayas, te lo suplico. Quédate. He venido por ti. No me
dejes.
Juana.
Me encuentro muy mal. ¿Estás ahí? Te he esperado. Te he
aguardado. ¿Por qué no has venido? Estoy completamente sola.
Juan.
Pero si estoy aquí, cielo mío. Escúchame. Mírame. ¿No me
sientes? ¡Habla! ¡Habla!
(Juana lanza un suspiro y muere.)
Juana. (Estrechándola
en sus brazos.)
Me quedaré junto a ti, no me iré. Hasta el fin de los tiempos
estaré aquí.
ESCENA B
Pedro.
¿Estás junto a mí? No te veo. No te oigo. ¿Me estrechas entre
tus brazos? No te siento. (Lucía lanza un grito; abre la puerta.)
No te vayas, te lo suplico. He venido por ti. No me dejes. Me
encuentro muy mal.
Lucía.
Y yo que le esperaba. Y yo que pensaba que nos íbamos a
marchar juntos, a salvar juntos.
(Sale Lucía, gritando.)
Pedro.
Me encuentro muy mal. ¿Estás ahí? ¿Estás todavía ahí? ¡No te
irás a marchar, no irás a abandonarme! Sé que estás ahí, cielo
mío. Te veo. Te oigo. Te siento. Habla más fuerte. No estoy solo.
FIN DE LA ESCENA
94
El escenario está dividió en dos.
Dos escenas simultáneas.
En la parte izquierda (del espectador): un sofá, un
mueble tocador, una ventana al fondo, un asiento.
En la parte derecha (del espectador): una cama. La
habitación de un hotel.
En la parte izquierda, la Madre, la Hija, la Criada.
La Hija, ante el mueble tocador.
La Madre.
Arréglate bien, hija mía. Hazte bucles. Ponte el collar. Vamos al
baile clandestino.
(En la parte derecha, el Viajero, aspecto fatigado, entra,
seguido de una Camarera del hotel)
La Camarera.
Nuestro hotel tiene buena reputación, señor. No hay motivo para
desconfiar. Ni chinches.
(En la parte izquierda.)
La Criada.
Aquí está su perfume bueno, señorita.
La Madre. (A
la Hija.)
Anda, ponte guapa. Tienes que gustar a tu novio. Ponte aún más
guapa.
La Hija.
Sí, madre, lo intentaré.
(A la derecha.)
La Camarera. (Al
Viajero.)
Un hombre vestido de negro acaba de cruzar el vestíbulo. ¿Le
conoce usted?
(A la izquierda.)
La Madre.
Deja de pensar en tus preocupaciones. Tienes que divertirte,
eres joven. Todos tenemos amigos muertos. Pero no hay tiempo
de lamentar su pérdida.
La Criada.
El hombre vestido de negro acaba, una vez más, de cruzar la
95
calle, señora.
(A la derecha.)
El Viajero.
Tráigame una jarra de cerveza, por favor.
La Camarera.
Nuestra cerveza es excelente. Buena para la salud.
(La Camarera sale.)
La Hija.
Dios mío, otra vez ese hombre vestido de negro. Qué querrá
decir eso.
La Madre.
Tú no te preocupes.
La Hija.
Desde esta mañana, pasa una y otra vez bajo nuestra ventana.
La Madre.
Es un monje, no es más que un pobre monje. (A la Criada.) No te
espantes, ¿qué te pasa?
La Criada.
No anuncia nada bueno.
La Madre.
Va a ver a los enfermos para animarlos, para consolarlos. Es un
hombre de mucho mérito. (A la Hija.) Tú ocúpate de arreglarte,
piensa en cosas alegres, hay tantas cosas alegres en qué
pensar. La primavera, los lagos, los prados, las flores...
La Hija.
¿Te gusta este collar, madre? Pero no me apetece ponérmelo.
La Madre.
El mal hará una excepción con nosotros, estoy segura.
96
La Criada. (A
la Hija.)
¿Quiere otro perfume? Aquí están sus sortijas. Sus polvos.
(La Hija se pone las sortijas en los dedos y
los polvos en la cara.)
La Madre.
Puedes ponerte carmín en los labios y en la cara.
La Hija.
Estoy pálida, ¿verdad?
La Criada.
Hay guardias en la puerta de la casa de enfrente.
La Madre.
Nada tenemos que ver con eso. Nosotros nada tenemos que ver.
La Criada.
Que el cielo la oiga, señora.
La Hija.
Me siento cansada. Cansadísima. Ya no tengo ganas de nada.
La Madre.
Hale, hay que animarte. Reacciona, hija mía. ¿Quieres que te
ayude a vestirte?
La Hija.
Me duele la cabeza.
(La Hija se levante. Vacila.)
La Criada. (A
la Hija.)
¿Qué le pasa señorita?
La Madre.
Nada, te lo digo yo. No le pasa absolutamente nada. Una ligera
jaqueca, sin duda. Le pasa porque es tímida, no le gusta ver
gente. Un poco de emoción, un poco de mieditis. (A la Hija.)
Anda, voy a ayudarte a vestirte y prepararte como Dios manda.
La Hija.
Yo preferiría… me gustaría echarme un ratito.
97
La Madre.
Bueno, descansa si quieres. Pero sólo un momento, tenemos
que marcharnos en seguida.
La Madre. (A
la Criada.)
Ayúdame. Un poco de agua fresca (A la Criada.) no es más que
un malestar pasajero.
(La Madre y la Criada ayudan a la Hija a echarse en el sofá.)
La Hija.
Madre, me encuentro muy mal.
La Criada.
Se ha puesto completamente blanca.
La Madre.
¿Qué sientes? ¿Qué te duele?
La Hija.
La cabeza. Los ojos. El cuello. El vientre. Tengo frío. Tengo un
calor espantoso. Me ahogo.
La Criada.
Su frente está ardiendo. Sus manos están completamente
heladas. (La Madre abre la blusa de la Hija.) Fíjese, está toda
colorada. Violeta. Las palmas de las manos se le ponen negras.
No debemos tocarla.
La Madre.
No es eso. Quizá no sea eso.
La Criada. (Gritando.)
Tiene el mal.
La Madre. (Arrojándose
sobre la Hija.)
Amor, mío, no tengas miedo. Yo te cuidaré. N o es nada. Te
curarás.
La Criada.
Tiene el mal.
La Madre.
¡Cállate! Un ligero malestar, te lo digo yo.
98
La Hija.
Sufro.
La Criada.
Dios nos ha castigado.
(A la derecha:)
La Camarera. (Entrando.)
Le traigo su cerveza, señor. Andá, está muerto. Ha muerto en
nuestro establecimiento.
(A la izquierda:)
La Criada.
Socorro.
La Madre.
Éramos felices. Lo tenías todo, lo tenías todo, qué pena. (Lanza
gritos espantosos, corre hacia la ventana, vuelve junto a la Hija.)
¡Qué desgracia, qué desgracia, ¡auxilio! ¡Socorro! (Se arroja en
la cama de la Hija, va hacia la ventana, vuelve junto a su Hija,
arrojándose de nuevo en la cama.) ¡A mí! ¡Piedad!.
FIN DE LA ESCENA
ESCENA NOCTURNA
99
(El escenario está a oscuras. Al fondo, a media altura,
cinco ventanas encendidas o mejor, que van a
encenderse una tras otra.
Se distingue primero, en la oscuridad, un farol que se
enciende. Con dificultad, comprobamos que el que lleva el
farol es el monje vestido de negro; atraviesa el escenario
de derecha a izquierda. Cuando sale, se oye el grito
agudo, y muy prolongado, de una mujer. Después, al cabo
de dos segundos de silencio, vemos la primera ventana,
a la izquierda, que se enciende. Vemos a una
mujer desgreñada, que grita:)
Mujer Primera.
¡La muerte! ¡La muerte! ¡La muerte! ¡Socorro!
(Se enciende otra ventana. Dos mujeres y un
hombre muy joven, en estado de agitación febril;
aparecen y desaparecen como en un guiñol.)
El Joven. (En
la segunda ventana.)
¡Socorro! ¡Nuestro padre se ha colgado!
(Se enciende la tercera ventana. Un viejo
aparece, el hombre segundo.)
Mujer Primera.
¡Socorro! ¡No me dejéis! ¡Un sacerdote! ¡Un médico!
El Joven.
¡Mi padre se ha colgado! ¡Un médico! ¡Los bomberos!
100
una de las mujeres, después el Joven, mientras la
Mujer Tercera grita socorro.)
Mujer Tercera.
¡Médico! ¡Médico! ¡Médico!
El Joven.
¡Ayudadnos! ¡Desgraciados! ¡Cobardes!
Mujer Cuarta.
¡Por lo que más quiera, se lo suplico, no!
Mujer Tercera.
Con oxígeno, quizá consiguiéramos reanimarle. ¡De prisa!
¡Socorro!
Mujer Primera.
¡Socorro!
101
Mujer Segunda. (Que reaparece en la ventana, mientras desaparece
la Mujer Tercera.)
¡Socorro!
(Reaparición del Joven.)
El Joven.
¡Socorro!
El Viejo.
¡Una sociedad de imbéciles! ¡Una ciudad de cretinos!
Enfermera.
¡Bruja!
Mujer Primera. (En la primera ventana.) Mujer Segunda. Mujer Tercera. Mujer
Cuarta.
¡Socorro! ¡Socorro!
El Joven.
¡Ayudad a mi padre!
Hombre Tercero.
¡Aquí no se puede dormir! ¡Cállense de una vez!
Enfermera.
Se te acabó la cuerda. Me quedaré con tu dinero.
Mujer Cuarta.
Estaba destinado a los pobres.
Mujer Primera.
102
¡Socorro!
Enfermera. (A
la Mujer Cuarta.)
¡Mentirosa! ¡Bruja!
Mujer Cuarta.
¡Nooo! (Lanza un grito espantoso y cae.)
El Joven. (Reapareciendo
en la segunda ventana y cogiendo de los
hombros a las dos mujeres.)
Nuestro padre ha muerto.
Agente Primero.
Que nadie más salga de esta casa, o disparo.
Agente Segundo.
103
¡No saldrán ni vivos ni muertos!
El Viejo.
¡Imbécil!
Mujer Primera.
¡La muerte!
FIN DE LA ESCENA
104
(Al primero de los dos agentes que salen, después de
El Oficial.
oírse en la casa gritos y disparos, seguidos de un silencio; los
dos agentes salen de la casa enfundando sus pistolas en las
cartucheras.)
El informe.
Agente Primero.
Señor oficial, hemos hecho lo que debíamos hacer.
Agente Segundo.
Con arreglo a las órdenes recibidas. (Señala con el dedo en
dirección a las ventanas.) Que Dios tenga piedad de sus almas.
El Oficial. (A
los otros dos agentes que acaban de entrar.)
Ustedes relevarán a sus compañeros. Parece que amanece. Se
les relevará a mediodía. Velen y vigilen. Las consignas siguen
siendo las mismas. Nadie debe entrar en las casas apestadas
ante las que se monta la guardia. Ni salir. En casos excepciona-
les, y con la autorización del Prefecto de Policía, determinadas
personas podrán entrar en las casas, pero de ningún modo salir.
Toda infracción será castigada con la muerte. Se disparará a que
marropa sobre aquellos que intenten quebrantar esta ley dictada
por la urgencia. Será castigado, igualmente, con la máxima pe-
na, todo guardia que no haya sabido impedir que la gente salga
de las casas. Den de beber y den de comer a los habitantes en-
cerrados puando lo pidan; se entreabre la puerta y se lanzan ali-
mentos y bebidas al recibidor. Después, en seguida, cierran
ustedes la puerta con llave y vuelven a sus puestos, que no
deben abandonar bajo ningún pretexto.
Inspección.
Las señales…
El Oficial.
Mandaré inmediatamente otro guardia. Voy a llamar a los de la
carreta mortuoria para que se lo lleven. No lo toquen. ¿Quién ha
apuñalado a este hombre?
Agente Primero.
He sido yo.
Agente Tercero.
He sido yo.
El Oficial.
Suelten los machetes que le han atravesado. Ya se les dará
otros. (Señalando los demás cadáveres esparcidos en el
escenario.) La carreta se llevará también todo esto.
FIN DE LA ESCENA
ESCENAS EN LA CALLE
El Orador.
Queridos ciudadanos, os he convocado para hablaros del porve-
nir de nuestra ciudad. Me he saltado las órdenes que prohibían
esta reunión pública y habéis acudido tumultuosamente dando
en la nariz, mofándoos en las propias barbas de nuestros
dirigentes actuales. Pretenden encerrarnos en nuestras moradas
y en nuestra angustia. Bajo el pretexto de una enfermedad que
hace estragos entre nosotros, y cualquier pretexto es bueno para
nuestros dirigentes, bajo el pretexto de preservarnos contra el
mal, se nos inmoviliza, se nos impide actuar, se nos paraliza, se
nos posee, se nos destruye. La enfermedad mata en las casas,
también como al aire libre. Mejor en las casas donde el aire esta
enrarecido, y no hay nada mejor que el aire enrarecido para que
el mal se extienda. Al aire libre, el mal pierde fuerza. Será como
fuere, estamos hartos. El encierro es una política nefasta;
nefasta para nosotros y una táctica diabólica de nuestros
dirigentes. Pretenden impedirnos que nos rebelemos sanamente,
pretenden impedirnos formular nuestras justas reivindicaciones,
pretenden impedirnos que nos agrupemos, nos aíslan para
debilitarnos y que el mal nos alcance. Yo me pregunto si esta
enfermedad, calificada de misteriosa no es una invención suya.
Porque ¿por qué se le considera misteriosa? Para ocultar las
causas, las razones profundas. Estamos aquí precisamente para
desmentir este misterio. ¿Quién tiene interés en que la
enfermedad continúe? ¿Nosotros? Nosotros no, evidentemente,
porque la enfermedad nos mata. Es una muerte política.
Hacemos el juego a nuestros opresores, de quienes somos
juguetes. ¿Conocéis las estadísticas? Ciento noventa mil
ciudadanos han muerto sin causa aparente, últimamente, desde
que eso hace estragos, ciento noventa mil, quizá hasta
doscientos mil, en la fecha de hoy, pues las últimas estadísticas
son de anteayer, lo que significa casi la cuarta parte de la
población. De cuarenta a sesenta mil, según nuestros cálculos,
yacen en hospitales, agonizan, porque se les ayuda a morir, na-
die hace un gesto para que sobrevivan; otros sesenta mil están
postrados en sus casas con las pompas fúnebres a la puerta,
acechando. Porque si las pompas fúnebres acechan ¿quién las
ha mandado acechar? Nuestros dirigentes. Si esperan, será por
107
algo, está todo previsto, yo diría incluso que está todo
preparado. Doscientos mil muertos, cien mil enfermos o mori-
bundos, eso significa casi un tercio de la población que ha sido
ya escamoteada. ¿Cuántos concejales tenemos? Un consejo
formado por veintiuna personas. De estas veintiuna personas,
cuatro no se encuentran en el recinto de la ciudad, estaban de
vacaciones en el momento de la aparición del mal y de la orden
de cerrar las puertas; no han podido entrar, se nos dice. Pero no
somos tan tontos. En previsión de lo que iba a suceder se han
puesto a salvo, sabiendo perfectamente lo que se avecinaba.
Cuatro concejales de veintiuno supone, más o menos, la quinta
parte del pleno municipal. Vais a decirme que también había
ciudadanos corrientes fuera de la ciudad, de vacaciones. En
efecto, hay gente fuera de la ciudad, pero sólo la vigésima parte
de la población total. No podían impedir que, al menos alguien,
saliera. Lo contrario, hubiera sido una torpeza. Pero el hecho de
que la quinta parte de los concejales se encuentre fuera y sólo la
vigésima parte de los administrados goce de una situación
similar prueba de forma incontrovertible hasta qué punto ha sido
todo maquiavélicamente manipulado. De los diecisiete
concejales que quedaron en la ciudad, sólo han muerto tres. Lo
que supone, proporcionalmente, un número ínfimo en relación
con el porcentaje de ciudadanos muertos. Y, de esos tres
concejales muertos, uno era favorable a nuestras legítimas
reivindicaciones, era enemigo del Presidente del Consejo
municipal y amigo del pueblo, los otros dos eran personajes
indecisos, partidarios del Presidente del Consejo, pero
partidarios no del todo convencidos y no muy seguros. Vais a
objetarme que estos tres consejeros no han sido realmente
asesinados por orden de los demás consejeros. Evidentemente.
Sin embargo, aun admitiendo esta objeción, me permitiré atraer
vuestra atención sobre el hecho de que no son las causas de la
muerte de estos tres consejeros lo que está en tela de juicio, me
refiero a las causas racionales, pero lo que está claro es la
significación de un hecho: los tres muertos eras adversarios
actuales o eventuales del régimen. Si, volviendo al caso anterior,
los cuatro consejeros se encontraban de vacaciones por pura ca-
108
de la población total de nuestra ciudad: fácil será, realmente, de
gobernar una ciudad así, con un efectivo tas escaso. Los que no
hayan muerto estarían entre sus manos, atados de pies y
manos.
El Orador.
He sido yo.
El Oficial.
No digo que ocurra lo contrario en un cien por cien de los casos.
Pero una vez más lo repito, no son las causas, sino el significado
de la enfermedad lo que debemos tomar en consideración.
¿Quién obtiene ventaja en todas esas muertes? Desenmascare-
mos a los que se aprovechan.
Segundo Personaje.
No se aprovecha nadie, puesto que los bienes de los muertos se
arrojan al fuego.
El Orador.
¿Y las casas? ¿También se las prende fuego? Y las cuentas
corrientes ¿desaparecen con los muertos?
Tercer Personaje.
Todo eso pasa a los herederos. O, si no, a los herederos de los
herederos o, en último caso, a los herederos de los herederos de
los herederos.
El Orador.
Basta con una ley para que todo eso pase a los supervivientes,
que no seremos, no lo dudéis, mis queridos conciudadanos, lo
que estamos aquí. Si seguimos sin actuar, pasará a los
privilegia- dos que, escogidos por la casualidad objetiva, hayan
sido, sin embargo, previstos por nuestros infames gobernantes.
Primer Personaje.
¡Actuemos!
Segundo Personaje.
109
¿Qué se puede hacer?
Tercer Personaje.
Dínos lo que hay que hacer.
El Orador.
La rebelión. La acción. La violencia. No prometo la desaparición
del mal, pero prometo que su significado será distinto. Matemos
a los de la funeraria que amortajan los cadáveres y los esconden
para que la luz no resplandezca y siga manteniéndose el
misterio y la mistificación. Su complicidad con el poder es
evidente puesto que les pagan por el trabajo que hacen.
Primer Personaje.
También mueren muchos de ellos.
El Orador.
Que se fastidien. Son los sicarios del régimen. Apoderémonos
ante todo el ayuntamiento y los concejales.
Segundo Personaje.
¡Viva!
El Orador.
Seguidme.
El Orador.
Y si encontramos a los de la funeraria, ¡duro con ellos! (El
Orador baja de la tribuna, mientras los otros tres personajes
dicen: “¡Matemos a los concejales, matemos a los de la
funeraria!”.) ¡Seguidme!
Primer Personaje.
110
Ha caído.
Segundo Personaje.
Ha caído muerto.
Tercer Personaje.
¡Canallas, se salieron con la suya!
Primer Personaje.
Es un mártir de nuestra justa causa, víctima de la casualidad
objetiva.
Segundo Personaje.
Se salieron con la suya.
Tercer Personaje.
Se salieron con la suya.
FIN DE LA ESCENA
ESCENAS EN LA CALLE
111
(En el lado izquierdo del escenario, subido en una tribuna,
otro político arenga a la multitud, es decir, al público;
le rodean tres personajes.)
Segundo Orador.
Queridos conciudadanos, queridas conciudadanas. En la
angustia que nos abruma, hay que pensar en el porvenir. No
solamente en el porvenir, sino también en el presente. Hay que
pensar en los supervivientes. Los supervivientes no son
necesariamente los demás. Los supervivientes podemos quizá
ser nosotros. Cada uno de nosotros es un superviviente en
potencia. Señoras, señoritas, señores, os he convocado y habéis
acudido haciendo caso omiso de las órdenes de la municipali-
dad. No porque algunos de nosotros se estén muriendo
debemos quedarnos todos con los brazos cruzados. Incluso si
muriera la mayoría, quedaría aún un número suficiente para
construir un mundo, un mundo nuevo. El reino de los cielos debe
realizarse en la tierra, aquí mismo, y podemos hacer, si no un
gran, un perfecto paraíso, al menos un paraíso pequeño en
donde las imperfecciones sean también pequeñas. Os prometo
justicia social en la libertad. No queremos derrocar las institucio-
nes vigentes porque conocemos los desastres que pueden
acarrear las revoluciones. Pero lo cambiaremos todo. Si no todo,
al menos la mayoría de las cosas. Nos proponemos suavizar las
cargas fiscales. Cuanto más se muere la gente en esta ciudad,
más impuestos se pagan. Pagamos por los muertos. Y eso no es
justo. ¿Dónde va el dinero? A los funcionarios municipales, de
los cuales los más numerosos, y los mejor pagados, son los que
se ocupan de tareas funerarias. Si alguno de estos se encuentra
entre vosotros, continuará cobrando si votan por mí. No sola-
mente pagaremos menos impuestos, sino que aumentaremos el
salario de los obreros y suavizaremos los gravámenes que
pesan sobre los pequeños comerciantes. Los grandes empresa-
rios no pueden mantener un buen ritmo de producción en sus
fábricas, les agobia una fiscalización excesiva. También a ellos,
con el mismo derecho que los obreros, los pequeños comer-
ciantes, los grandes comerciantes y los comerciantes de tipo me
112
Primer Personaje.
¿Y los jubilados?
Segundo Orador.
Resultarán favorecidos.
Segundo Personaje.
¿Y el personal docente?
Segundo Orador.
Resultará favorecido.
Tercer Personaje.
¿Y los agricultores?
Segundo Orador
Dado que hay pocos terrenos cultivables en la demarcación de
nuestra ciudad, nos será fácil, sin agobiar a las restantes
categorías sociales, atender a las necesidades de una población
agrícola reducida y que la enfermedad que nos aqueja reduce
desgraciadamente aún más, lo que en cierto sentido es una
suerte para todos los que, me refiero a los agricultores, van a
sobrevivir. Por otra parte, mis queridos conciudadanos, los
supervivientes de todas las categorías sociales se beneficiarán
considerablemente del alivio demográfico. No quiero decir con
esto que sea deseable, pero si no hay más remedio que
aceptarlo, le sacaremos el máximo provecho, por el bien de
todos. Porque yo os prometo la felicidad en la prosperidad,
dentro de una sociedad de consumo perfeccionada y que
conservará las ventajas de la pobreza evitando, sin embargo,
sus inconvenientes. La felicidad al alcance de todos.
Primer Personaje.
¡Bravo!
Segundo Personaje.
Pero ¿cómo conciliar las contradicciones?
Segundo Orador.
¿Qué contradicciones?
Segundo Orador.
Tengo un programa. En doce puntos.
Segundo Orador.
¡No o s imagináis en qué ambiente psicológico estáis viviendo!
¡Con los empleados municipales que tenemos! No piensan más
que en la muerte, cómo enterrar a la gente, cómo quemar los
efectos personales para evitar la propagación de lo que quizá
sea una epidemia, pero que quizá no lo sea. Nuestros dirigentes
son obsesos de la muerte, neuróticos obsesivos. Constituyen,
sin excepción, un régimen morboso y decadente.
Tercer Personaje.
¡Abajo el régimen morboso y decadente!
Primer Personaje.
¡Abajo los obsesos de la muerte! (Al Segundo Personaje.) No
dices nada, qué pasa, ¿no estás de acuerdo?
Segundo Personaje.
Claro que estoy de acuerdo. ¡Abajo los obsesos!
Segundo Orador.
Según nuestras estadísticas, han muerto ya tres consejeros
municipales. Otros dos están enfermos. ¿Cómo vamos a confiar
en unos dirigentes que dan tan mal ejemplo a sus administra-
dos? Yo os prometo gobernantes tan sanos como sea posible e
inmortales hasta el límite de la condición humana. Os prometo la
felicidad.
Primer Agente.
Está prohibido formar grupitos.
Segundo Agente.
¡A dispersarse! ¡Circulen!
114
Segundo Orador.
Dispersémonos, hijos míos, dispersémonos en orden, vencere-
mos, pero venceremos en la legalidad. (El Orador baja de la
tribu na. A los agentes.) Nos retiramos en contra de nuestra
voluntad. Me pagaréis esto cuando estemos en el poder. Debéis
saber que no queremos un gobierno que tome medidas frente a
la muerte sin pensar en las medidas que han de tomarse frente a
la vida. (El Orador se va en actitud digna, seguido por los tres
Personajes.) ¡Seguidme!
(Salen.)
Primer Agente.
¡Circulad!
Primer Agente.
Está enfermo. Tiene las señales ¡Ambulancia! ¡Ambulancia!
FIN DE LA ESCENA
115
Es una reunión del Consejo Sanitario de la ciudad.
Hay tres hombres y tres mujeres.
Primer Doctor.
Nuestra ciencia es impotente
Segundo Doctor.
Impotente en estos casos e impotente hoy. Mañana ya no será
impotente.
Tercer Doctor.
Decir que la ciencia es impotente nos lleva al misticismo,
condenado por la ley. O al agnosticismo, rechazado por el
Colegio de médicos, por los químicos, los físicos, los biólogos,
así como por la administración y los comités de higiene.
Cuarto Doctor.
No ha sido el misticismo lo que ha cubierto las calles de
cadáveres, de decenas de miles de cadáveres.
Quinto Doctor.
Ni tampoco la ciencia. Han muerto porque han desobedecido las
normas de higiene.
Segundo Doctor.
La enseñanza médica en las facultades así como la enseñanza
higiénica y premédica popular está mal concebida. Hay que
exigir responsabilidades a la Administración de la ciudad.
Deberían detener a los miembros del Consejo municipal, al
alcalde y sus ayudantes, hasta el último de los empleados.
Tercer Doctor.
Hay que juzgarlos, condenarlo a muerte.
Primer Doctor.
Para muchos de ellos ya no vale la pena.
Cuarto Doctor.
Se muere la gente a causa de la ignorancia.
Sexto Doctor.
¿Se declara partidario del misticismo? Sí, la gente se muere por
ignorancia
Segundo Doctor.
116
Si se siguieran los preceptos de la medicina, minuciosamente,
de cabo a rabo, nadie moriría.
Tercer Doctor.
Teóricamente, no mueren más que las personas que se distraen
un momento y mueren sin saberlo, sin darse cuenta, o bien
mueren los que quieren morir, o, también, los condenados a
muerte o los soldados muertos en combate.
Cuarto Doctor.
También se muere la gente en tiempo de paz. Y sin querer
morirse. Por eso precisamente muchas personas, las personas
educadas mueren diciendo «usted perdone».
Quinto Doctor.
Se muere cuando se quiere de verdad morir. Pero este «querer
de verdad» es un querer complejo.
Sexto Doctor.
Se muere cuando, conscientemente o no, se acepta la muerte.
El ser cede, renuncia. Los valientes y los que luchan por la
libertad y la libre determinación del yo, no deben ceder.
Primer Doctor.
No se puede no ceder.
Segundo Doctor.
Se puede y se debe no ceder.
Tercer Doctor.
El que muere es que quiere ceder a las fuerzas del mal. La
muerte es la reacción. Lo que no debe entorpecer a las fuerzas
del progreso.
Cuarto Doctor.
Estamos, a pesar de todo, limitados por el tiempo. Es una verdad
banal, elemental. Al mismo tiempo que deploro que exista la
muerte, deploro igualmente que haya que repetíroslo y que
intentéis refutar una verdad así.
Quinto Doctor.
Mereces que se te condene a muerte. Ya que te resignas a la
muerte, que se te aplique. Un tribunal de urgencia, un juicio
rápido y ya está.
117
Sexto Doctor.
El impulso colectivo no teme a la muerte, la muerte no existe
para los que tienen la cabeza bien plantada sobre los hombros,
para los que conocen bien la doctrina y caminan hacia delante,
siempre hacia delante. La muerte es la tentación de la reacción.
Primer Doctor.
Yo pienso como el Cuarto Doctor, mi eminente colega. Al final de
la vida, aparece necesariamente la muerte.
Segundo Doctor.
Nuestro colega debería explicarnos lo que entiende por
«necesariamente».
Tercer Doctor.
No hay necesidad. O bien cuando los hombres de leyes han
juzgado que determinados ciudadanos son condenables, por
crímenes contra la humanidad y el país. O bien cuando el Conse
jo sanitario considera que no es posible atender a las necesida-
des de todo el mundo y no hay más remedio que suprimir el
veinte, treinta o cuarenta por ciento de los ciudadanos. En estos
casos se ejecuta a todos los que y solamente a los que creen en
la muerte por misticismo o que no obedecen a las normas de
higiene popular o que creen más en la muerte que en la vida. No
necesitamos gente así. Que se fastidien.
Cuarto Doctor.
Vamos a morir, todos, estamos disfrutando de una tregua.
Quinto Doctor.
Pruébalo.
Sexto Doctor.
Nunca conseguirá aportar pruebas.
Primer Doctor.
Veamos, las propias leyes de la biología nos los demuestran, sin
Segundo Doctor.
Todos los que han muerto han muerto accidentalmente por
118
edad, por enfermedad, el corazón se detiene, el cerebro deja de
funcionar. La enseñanza y la práctica os han inculcado esto, esta
evidencia de la que hasta un niño es consciente. No se mure uno
cuando está bien imbuido de ciencia, cuando se tiene en la
cabeza la teoría y la práctica de la doctrina.
Tercer Doctor.
Haces bien en repetirlo.
Cuarto Doctor.
Por lo que veo, señores y señoras, sostienen ustedes que
cientos de miles de personas han muerto por ignorancia, por
mala fe o porque no acababan de creer en la verdad de la
doctrina.
Quinto Doctor.
Podemos afirmarlo. Han prestado oídos a la propaganda adver-
sa, y resultaron sus víctimas. Nuestra ciencia no se ha extendido
con mayor brío por culpa precisamente de la propaganda adver
sa. Y ellos, como víctimas, tienen también parte de culta. Hubie-
ran debido creernos. Pero, desgraciadamente, tienen otras creen
cias, viejas y caducas hoy, pero aún virulentas.
Sexto Doctor.
Hay gente que dice que cualquier acción es inútil, cualquier
revolución y cualquier evolución porque, dicen, de todos modos,
aparece la muerte al final.
Primer Doctor.
Es un argumento que merece tomarse en consideración.
Segundo Doctor.
¿Vais a ser derrotistas?
Tercer Doctor.
¿Vais a ser reaccionarios?
Cuarto Doctor.
Yo creo que la muerte es un hecho.
119
Quinto Doctor.
Es una vergüenza.
Sexto Doctor.
No moriré nunca.
Primer Doctor.
Te aseguro que sí.
Tercer Doctor.
Los que mueren no están suficientemente politizados. Sus
descendientes merecen castigo.
Cuarto Doctor.
La muerte es la verdadera alienación.
Quinto Doctor.
No soltáis más que tópicos.
Primer Doctor.
No queréis tomar la muerte en consideración. Es ella quien nos
toma en consideración. Y no podemos impedirlo.
Segundo Doctor.
Es falso.
Tercer Doctor.
Es falso
Cuarto Doctor.
Me gustaría daros la razón, no es por falta de ganas, me falla el
Quinto Doctor.
Ha muerto.
120
Sexto Doctor.
No me sorprende.
Primer Doctor.
A mí tampoco me sorprende.
Segundo Doctor.
Pero por distintas razones.
Tercer Doctor.
La culpa es suya. Se había empeñado. Da muy mal ejemplo. La
muerte no es la regla, es la excepción.
Quinto Doctor.
El mal ejemplo es contagioso.
Sexto Doctor.
La muchedumbre de los vivos es lo suficientemente boba como
para seguir los malos ejemplos. Pero sabremos iluminarla.
Primer Doctor.
Lo realmente contagioso es la enfermedad. Con vuestro
permiso. Perdón. (Cae y muere.)
Segundo Doctor.
Fíjate.
Tercer Doctor.
Fíjate.
Quinto Doctor.
Fíjate.
Segundo Doctor.
Se lo tiene merecido.
Tercer Doctor.
Su fe en la muerte le ha matado.
Quinto Doctor.
Vamos a demostrar que la muerte no existe para nosotros.
Sexto Doctor.
Nosotros, que creemos en la ciencia y el progreso, vamos a dar
121
buen ejemplo.
Segundo Doctor.
¡Abajo la muerte!
Tercer Doctor.
¡Viva la vida!
Quinto Doctor.
No te caigas. (Ruido de una caída.)
Sexto Doctor.
No te caigas. (Ruido de una caída.)
Segundo Doctor.
No te caigas. (Ruido de una caída.)
Tercer Doctor.
Se acabó. Basta de caídas. Yo, desde luego, no caigo. (Ruido
de una caída.)
FIN DE LA ESCENA
122
Se oye aún la voz del agente llamando a la ambulancia, cuando
aparecen por la derecha un Viejo y una Vieja. El Viejo sostiene a
la Vieja. Se dirigen hacia la derecha, caminando a pasitos
cortos, no sin dificultad. Se sentarán en un banco.
La Vieja.
Qué buen día ha hecho hoy. Mira la puesta de sol. Verdad que
es bonito. No dices nada. ¿No te gusta el cielo azul? ¿No te
gusta la puesta de sol? En otra época, te gustaba.
El Viejo.
A ti siempre te parece todo bonito: la lluvia, la nieve, el cielo azul,
el sol, los adoquines, la acera.
La Vieja.
Todo es bonito. Incluso las alcantarillas.
El Viejo.
Quizá.
La Vieja.
Me siento feliz por todo lo que veo.
El Viejo.
Tú eres joven, muy joven.
La Vieja.
Todo es un milagro. Disfruto cada instante de la vida.
El Viejo.
Al principio, el mundo me había sumergido en la estupefacción.
Yo también miraba, y «¿qué es todo esto?»; después, un día, me
desperté de mi estupor: «¿quién era yo?», y comencé a
contemplarme a mí mismo, lo que provocó un nuevo estupor. El
mundo me rebosaba. Yo mismo rebosaba de mí: no podía
contenerme, había que decirlo, gritarlo. ¿A quién? A mí mismo,
para mí mismo, y luego a los demás. Es una pregunta formulada en
La Vieja.
¿Cómo puede uno aburrirse? ¿Se aburren los árboles? El
camino no se aburre. Los lagos reflejan el cielo y se unen a él.
El Viejo.
Los muebles se aburren. Las paredes rezuman aburrimiento. Las
puertas están tristes. Abiertas, gritan. Cerradas, gimen.
La Vieja.
Las plantas se despliegan en la luz. Nunca se secan las hojas.
Acaricio con la irada cada rosto.
El Viejo.
Los rostros se cierran sobre sí mismos. Además, me repelen
todos esos ojos. Las cabezas son como pedazotes de madera. Y
todo está negro y sucio. Ahí tienes a las piedras abrumadas bajo
el peso del silencio, en su prisión.
La Vieja.
También las piedras tienen rostro. Sonríen y cantan.
El Viejo.
Todo está ajado. Yo estoy ajado. Tengo doscientos años.
Siempre he esperado continuar viviendo. Ya, ay, no espero na-
da. Ya no hay nada que esperar, salvo la nada.
La Vieja.
Lo único ajado en mi corazón es tu tristeza, mi única herida.
Cómo no puedes ser feliz cuando estoy cerca de ti. A mí me
basta tu presencia, enmarcada en el Universo. Me repito que
existes y te doy las gracias.
El Viejo.
124
Con todo el tiempo… Con todo el tiempo que llevamos aquí.
La Vieja.
Desde el primer día mi ilusión no ha cambiado, y mi amor se
renueva. Cada día es para mí el primer día. Un primer día que yo
acepto todos los días. Me he contentado con la presencia
misteriosa del mundo, con lo que me rodea y despierta mi
conciencia de existir. No he sentido la necesidad de saber más.
Cualquier pregunta atraviesa el ser, lo hiere. Cualquier pregunta
crea la necesidad de seguir preguntando. Preguntarse, es
negarse a algo, incluso si uno sabe a lo que se niega.
Preguntarse supone no tener confianza en uno mismo, supone
llevar sobre sí el vacío. Te lo digo yo, es una cuestión de
temperamento, desde pequeñines elegimos ya el rechazo o la
aceptación. Si estuvieras contento, no habría ni una nube en mi
cielo. Gritaría mi contento, bailaría, si quisieras, si te dejaras te
arrastraría en mi alegría, serías arrastrado. Bailemos.
(Continúan avanzando penosamente.) Cada mañana todo es
nuevo. El mundo renace en cada amanecer, perfectamente
limpio, perfectamente virgen. No me querrás mucho si estás tan
triste.
El Viejo.
No quiero nada. Pero a ti te quiero. Te quiero a mi manera. Te
quiero como puedo, lo mejor posible. Todo lo que puedo. Con las
fuerzas que me quedan.
La Vieja.
No puedes gran cosa, la indiferencia te atenaza.
El Viejo.
De verdad que sí. Pues, a pesar de todo, te necesito.
La Vieja.
Yo sólo a ti te necesito. Y un poco de cielo, un poco de luz, un
rincón de sombra, ape3nas un poquito de calor.
El Viejo.
Entonces, ¿tú no miras a tu alrededor? ¿Qué razones podemos
tener para estar alegres y felices?
La Vieja.
Eres tú quien no sabe ver.
125
El Viejo.
Eres tú.
La Vieja.
Te falta perspectiva. ¡No, pero no vamos a reñir!
El Viejo.
¿Cómo puedes aceptar esta angustia? Todo el mundo tiene
miedo a nuestro alrededor. Están como congelados en su
desgracia.
La Vieja.
Tú siempre has tenido miedo. Incluso cuando no había razón
para tener miedo. Deja a la gente en su miedo. Precisamente de
este miedo deben procurar curarse.
El Viejo.
Sí. Yo siempre he estado angustiado. No es propiamente el
miedo de los demás lo que me agobia, me basta con mi angus-
tia. Y hoy la veo reflejada en los ojos de todos, multiplicándose.
La Vieja.
Me duele un poco la pierna.
El Viejo.
Estás cansada.
La Vieja.
No es nada. Dame el brazo.
El Viejo.
Antes, hace ya mucho tiempo, combatía mis agobios. Había en
mí fuentes de alegría que creía inagotables, fuentes de vida. La
alegría luchaba con mi angustia. ¡Qué energía tenía yo! ¡Qué
juventud! ¡Qué riqueza! La angustia era fuerte, no digo que no,
pero la vitalidad era más fuerte aún. ¿Quién hubiera creído que
La Vieja.
He aprendido muy bien lo que es el amor, cielo mío. Te ampo
cada vez más, un poco más cada día. Tú eres lo único que no
126
comprendo, por eso te ampo con un dolor tan grande.
El Viejo.
¿Hasta cuándo va a durar esto? Hace siglos que estoy en el
mundo y a la vez me parece un instante. Hace tanto tiempo,
hace tan poco. El fardo pesa cada vez más. Todo es sombrío.
La Vieja.
Todo es cada vez más alegre. Y podría ser más alegre aún, todo
sería, para mí, ligero, si no estuviera tu sufrimiento. Que es mi
único peso. No te angusties. ¡Oh!, mira ese escaparate, qué
vestidos más bonitos.
El Viejo.
Nuestra condición no es aceptable. Ya no puedo vivir en esta
ciudad. Encerrado. Ya no puedo vivir en nuestra casa.
Encerrado. Me horroriza el hogar. Todos los hogares. Te
encierran. Te encierran. No quiero volver y sé, sin embargo, que
volveré.
La Vieja.
¡Si hubieras sabido lo que buscabas! No lo has sabido nunca.
Amor mío. El dolor que me causas. Te amo.
El Viejo.
Sí, el amor, el amor, el amor. Desgraciadamente, yo tampoco
podría vivir fuera. Si salgo, es para volver. Si vuelvo es para
salir. Cada vez que me he ido, no era más que para regresar.
Volver, volver sobre sí. Vuelvo y me vuelvo, siempre. Siempre ha
sido así. Pero había por lo menos un cierto que-voy-que vengo.
Ahora, desgraciadamente, mis pernas se quiebran, mis brazos
se desploman. Caigo… ¡No te irás a caer!
La Vieja. (Está
a punto de caer. El Viejo la sostiene.)
Un vahído. Perdóname. No sé lo que me pasa. Pronto pasará.
El Viejo.
¿No te encuentras bien? ¿Quieres descansar un poco?
La Vieja.
127
Parece que se me pasa. Sigamos paseando. Me encanta pasear
de tu brazo.
El Viejo.
Pasear, qué aburrimiento. Ero la casa es insoportable. No puedo
permanecer sentado, ni tumbado, ni de pie. Quisiera correr. Qué
fatiga.
La Vieja.
El mundo es dulce y profundo. Hace bueno en la calle, en las
avenidas. Hace bueno en casa junto a la ventana.
El Viejo.
El Universo es una enorme bola de acero, impenetrable. Antes
era la pradera cubierta de flores, de flores envenenadas, pero de
flores al fin y al cabo. Yo corría en la hierba, en el trigo, al borde
de los arroyuelos persiguiendo mis sueños.
La Vieja.
Ya entonces estabas loco. No hay que correr. Basta con
agacharse y coger. Todo está a nuestro alcance. No hay que
intentar atrapar los sueños. Ellos nos atrapan a nosotros. No
somos sino sueños.
El Viejo.
He perdido mi vida.
La Vieja.
La recuperaré si te recupero a ti. ¿Por qué te me resistes así,
cielo mío? ¿Por qué no te decides a coger? ¿Por qué no te
atreves?
El Viejo.
Yo creía haber nacido para ser libre, para triunfar. No me he
atrevido. No me he atrevido nunca a ir hasta el final. No he
sabido decidirme.
La Vieja.
No lo has querido de verdad, con toda tu alma.
El Viejo.
Yo no he ido más que hasta el final de la congoja. Al final del
final de los tiempos. ¿Por qué no he conquistado ni un instante?
¿Por qué no he conquistado los astros? ¿Por qué me rechaza el
Universo?
128
La Vieja.
Yo te ayudaré. Hasta que mi energía se agote.
El Viejo.
Ya ha dejado de interesarme. Ya nada deseo. Me conformaría
simplemente con dejar de sufrir este desánimo, este aburrimien-
to que me roe.
La Vieja.
Estás enfermo, cielo mío. Pero yo sigo teniendo esperanza en ti.
Tengo esperanza. (De repente, se siente mal.) Me duele la
garganta. Me duele la cabeza.
El Viejo. (Sosteniéndola.)
Flaqueas, cielo mío, ¡no te tienes de pie!
La Vieja.
Dolor en el vientre. Un fuego me devora.
El Viejo.
Apóyate en mí. Volvamos.
La Vieja.
No tengas miedo.
El Viejo.
Aguanta, por lo que más quieras, yo te llevaré. Ven, voy a
curarte.
La Vieja.
Me ahogo. Sujétame bien. Pronto pasará, ya me ha pasado otras
veces.
El Viejo.
Nunca ha estado ella tan mal. Tú nunca has estado enferma.
Dios mío, ayúdanos. Tiene las señales del mal, tiene las señales.
La Vieja.
Ayúdame. No pierdas la cabeza. Volvamos despacito. Yo me
echaré y tú te quedarás a mi lado. Pasará pronto. Ya verás qué
pronto estás bueno.
129
a duras penas.)
El Viejo. (Avanzando
con muchas dificultades mientras sostiene al
mismo tiempo a la Vieja.)
Cielo mío. Has prometido quedarte conmigo hasta el fin de los
días. No puedes dejarme, lo has prometido. No debes. No de-
bes. ¿Quién puede ayudarnos, aparte de Dios? Y no está aquí.
La Vieja.
Llévame, te llevo yo.
El Viejo.
No estamos lejos de casa.
La Vieja.
Muy lejos. Pero podré. Porque tú estás a mi lado.
El Viejo.
Un poco de ánimo, cielo mío, mi amor. Tienes que tener ánimo
por los dos, a mí ya no me queda.
La Vieja.
Ya verás, me echaré. Tú te echarás junto a mí. Estaremos uno al
lado del otro. Y eso es la felicidad. Sanaremos. Nos quedan aún
largas horas que pasar juntos... que vivir.
El Viejo.
No me abandones. No me abandones. No se te ocurra. Te
tengo, te conservo. ¿Cómo no lo he comprendido?
La Vieja.
Ya compren...
El Viejo.
Es demasiado tarde. Nos va a tragar la noche. La alegría estaba
La Vieja.
Aún queda un poquitín.
130
El Viejo.
Socorro, amigos, hermanos.
Mujer Primera.
Es en la tienda.
Mujer Segunda.
Están en la trastienda.
Mujer Tercera.
Yacen sobre el mostrador
Mujer Cuarta.
Eran riquísimos.
Mujer Primera.
Habrán bebido, y comido, lo suyo.
Mujer Segunda.
Bebido y comido en exceso.
(Entra.)
Mujer Tercera.
No eran gente simpática.
Mujer Cuarta.
No se podían quejar.
Mujer Primera.
No pensaban en los pobres.
Mujer Segunda.
Ya no les pago lo que les debía.
Mujer Tercera.
Eran primos de mi marido. Menuda limpia. Mi marido también ha
muerto.
Mujer Cuarta.
Menuda limpia.
Mujer Primera. (A
los de la funeraria.)
Os he avisado yo.
132
¡Apártense! ¡Y que nadie se mueva!
Mujer Primera.
Se han ido.
Mujer Segunda.
El saqueo está prohibido.
Mujer Tercera.
No vamos a hacer caso.
Mujer Cuarta.
Yo tampoco voy a hacer caso.
Mujer Primera.
¡Hacía muchísimo que deseaba tenerlo!
Mujer Segunda.
¡Vestidos! ¡Y un sombrero!
133
Mujer Cuarta. (Saliendo
de la tienda.)
¡Sombreros, sombreros, sombreros!
Mujer Primera.
Han hecho bien.
Mujer Segunda.
¡Ya han dejado de ser avaros!
Mujer Tercera.
¡A esto se le llama hacer economías!
Mujer Cuarta.
Así visten los ricos.
Mujer Primera.
Coge tú también, aprovecha.
Mujer Quinta.
134
Eran mi tío y mi tía, yo soy la única heredera.
Mujer Segunda.
Pertenece al dominio público.
Mujer Quinta.
Devuélveme mis sombreros, mis vestidos.
Mujer Tercera.
¡Ven a cogerlos!
Mujer Quinta.
Voy a presentar una denuncia a la policía.
Mujer Cuarta.
Nos han dado permiso.
Mujer Quinta.
Mentirosa.
FIN DE LA ESCENA
ESCENA EN LA CALLE *
135
Mujer Primera.
No queda harina, ya no queda ni un solo terrón de azúcar.
Mujer Segunda.
No hay ni gota de aceite.
El Funcionario.
No puedo hacer nada. Economicen. Es cosa sabida, no hay mo-
do de abastecernos, estamos asediados, estamos bloqueados.
¿Dónde quieren ustedes que les consiga aceite? No puedo
convertirme en aceite. No puedo convertirme en terrón de
azúcar.
(Intenta escabullirse.)
Mujer Primera.
De Hambre, más.
El Funcionario.
Entonces ya deben estar acostumbrados.
Mujer Segunda.
En los barrios ricos todavía hay alimentos.
Mujer Tercera.
Los barrios ricos tienen alimentos. No les falta de nada.
El Funcionario.
Porque han sabido economizar. No se han precipitado sobre los
comestibles de manera voraz, como ustedes. Han ido guar-
dando. Por eso les queda aún.
Esta escena no figura en la primera edición francesa. Se publica por primera
vez en la presente edición castellana. (Nota del editor.)
Mujer Primera.
Así cualquiera economiza. Han podido amontonar comida a su
antojo.
El Funcionario.
Considérense privilegiados. Más vale morir de hambre que de
peste.
Mujer Segunda.
136
Que se repartan las reservas, a partes iguales. Yo prefiero morir
de la enfermedad.
Mujer Tercera.
Que se reparta.
El Funcionario
Es contrario a la ley. Cada barrio tiene sus depósitos. La
administración no autoriza que se transporten alimentos de uno
a otro.
Mujer Primera.
Queremos pan.
El Funcionario.
¡Socorro! (El Funcionario se aparta y huye.) ¡Auxilio!
Mujer Primera.
Compartamos la criatura. La carne de los recién nacidos es
mucho mejor que la de ese borrico de Funcionario.
Mujer Tercera.
¡Socorro! ¡Mi hijo!
Mujer Primera.
Es mío.
Mujer Segunda.
La idea ha sido mía.
Mujer Tercera.
¡Hijo mío! ¡Devolvedme a mi hijo! (Se precipita sobre las otras
dos, gritando): ¡Mi hijo!
137
(En la confusión, el niño pasa de una a otra.)
Mujer Primera,
Para mí.
Mujer Segunda.
Para mí.
Mujer Tercera.
Tesoro, tesoro mío, te he salvado. (Se dispone a salir por la
derecha, besando al niño.) Te ha hecho daño, cielo mío, te han
hecho daño.
El Hombre.
Una muerta recientita.
La Mujer.
Pastelillos de carne calientitos, señoras y señores, pastelillos
recién hechos, pastelillos de carne picada, pastelillos de primera.
Compren, compren, cien francos la docena, trece a la docena.
(Sale por la izquierda diciendo.) Más tiernos que el cordero,
138
carne fresca, carne muy fresca. Pruébenlos, señoras y señores.
Personaje 2º.
Sí, sí, antropófagos.
Personaje 1º.
Bueno, sí, pero no son profesionales, qué va. ¿Aficionados?
Tampoco exactamente. Antropófagos de ocasión. No somos an-
tropófagos porque dos o tres maridos se hayan comido a su mu-
jer o porque algunos padres, empujados por la necesidad, se co
man a un hijo. Sin embargo, le aconsejo que tenga cuidado, por-
que los humanos, pequeños o grandes, que se eligen como man
jar son aquellos que no tienen la enfermedad. Por una simple
cuestión preventiva. Un problema de higiene, diría yo. Si uno se
come a alguien que tiene la enfermedad, lógicamente se conta-
gia. Lo que es un grave riesgo. Pero si, empujado por el ham-
bre… alguien vivito y coleando… le abre a usted el apetito… No
olvidemos que esto se ha hecho siempre en caso de necesidad.
Personaje 2º.
Sí, efectivamente, qué remedio queda, debemos comernos los
unos a los otros.
Personaje 1º.
Todo es humano, qué quiere que le diga, todo es humano.
Hemos llegado a esto por causa de la enfermedad. Necesidad
objetiva. De otro modo, normalmente, nos amaríamos o nos
detestaríamos sin comernos. Pero yo, a pesar de todo, descon-
fío de una alimentación de este tipo, desconfío radicalmente por
causa, precisamente, de la enfermedad.
Personaje 2º.
La enfermedad está en todas partes, como usted sabe. Aunque,
como vive usted en el barrio rico, tendrá usted aún todo lo que
se le antoje.
Primer Personaje.
¿Qué teme? En mi casa no ha entrado la enfermedad. Las botas
están en casa, ¿dónde pretende que las guarde? (Se acerca a
una puerta situada al fondo de la escena.) bueno, ¿va usted a
subir, sí o no? (Le empuja un poco.) Le cedo las botas a cambio
de dos pedazos de pan. Mire, tendrá usted unas botas como las
mías. (El Primer Personaje tiene realmente unas botas precio-
sas.) Dos kilos de pan.
Segundo Personaje.
Pero estas botas… ¿están…?
Primer Personaje.
Sí, tranquilícese, están desinfectadas. (Llama a la puerta, le
abren.) Te he traído a uno vivito y coleando, aparentemente
sano. (Sale un hombre, con un cuchillo en la mano, que arrastra
al interior al Segundo Personaje, mientras el Primer Personaje le
empuja. La puerta se cierra en seguida, mientras se oye al
Segundo Personaje lanzar un grito.)
FIN DE LA ESCENA
ESCENA FINAL
Un Hombre
¡Escuchadle!
Una Mujer.
¿Qué nueva catástrofe va a anunciarnos?
Otra Mujer.
Hace semanas, hace meses que el Ayuntamiento no promete
más que desgracias.
Hombre Tercero.
¡Abajo el Ayuntamiento!
Mujer Tercera.
¡Abajo el Ayuntamiento!
El Funcionario.
Escuchadme.
Hombre Cuarto.
¡Escuchadle!
Mujer Quinta.
¡La culpa la tiene el Ayuntamiento!
Mujer Sexta.
¡Son una pandilla de asesinos!
El Funcionario.
¡Escuchadme! ¡Escuchadme!
Hombre Quinto.
Nadie es responsable de nuestras miserias.
El Funcionario.
141
¡Escuchad!
Hombre Sexto.
La causa de la desgracia radica en nuestros vicios y nuestros
pecados.
El Funcionario.
¡Escuchadme!
El Funcionario.
¡Escuchadme! ¡Escuchadme!
Hombre Primero.
Nadie es culpable.
Hombre Segundo.
No hemos sufrido castigo alguno. Somos víctimas de una
enfermedad absurda. Y no puede aducirse ninguna significación
de tipo moral.
El Funcionario.
¡Escuchadme! (Cantando.) ¡Haced el favor de escucharme!
Mujer Primera.
La culpa la tiene la Administración.
142
Hombre Sexto.
La culpa la tienen los burgueses gordos y tripudos. Vivían en la
opulencia, y ahora nos toca a nosotros pagar su voracidad.
Mujer Sexta.
Sus vicios.
Mujer Primera.
Y sus pecados.
Hombre Séptimo.
Su falta de caridad.
Hombre Octavo.
Su lujuria.
Hombre Sexto,
Su ateísmo.
Mujer Sexta.
La culpa no la tienen los ricos, la culpa la tienen los pobres.
Mujer Séptima.
Son sucios.
Mujer Octava.
Todo nos viene por su falta de higiene.
Mujer Primera.
Y ¿qué me dices de los borrachos? ¿Der los pobres borrachos?
¿De los cochambrosos borrachos?
(Cantando.)
El Funcionario.
¡Escuchadme! ¡Escuchadme!
El Funcionario.
¡Escuchadme!
143
Hombre Primero.
¡Que le escuchéis!
El funcionario.
Debo anunciaros una buena noticia.
Hombre Segundo.
¡Va a anunciaros una buena noticia!
Mujer Sexta.
La culpa no la tienen los ricos, la culpa la tienen los pobres.
Mujer Tercera.
Dice que va a anunciarnos una buena noticia.
Mujer Tercera.
Parece que es una buena noticia.
El Funcionario.
¡Escuchadme!
Coro de Hombres.
¡Escuchémosle!
Coro de Mujeres.
¡Escuchémosle!
El Funcionario.
Queridos conciudadanos, queridas conciudadanas: Nuestras
estadísticas revelan que la enfermedad está cediendo. Cede con
rapidez. Cede a toda velocidad. En el distrito 23, hubo cincuenta
mil muertos la semana pasada y no ha habido esta semana más
que tres.
Mujer Cuarta.
Parece que la enfermedad cede.
144
Hombre Tercero.
La enfermedad cede.
El Funcionario.
En el distrito 15, hubo noventa mil muertos la semana anterior y
no ha habido, por el momento, más que tres. En el distrito 1,
hubo ochenta mil muertos la semana pasada, y esta semana no
ha muerto nadie. Y, en nuestro distrito, un apestado ha sanado.
No ha habido muertos.
Mujer Primera,
Ya no hay muertos.
Hombre Primero.
La enfermedad desaparece.
Hombre Segundo.
Queremos tener la certeza de que así es.
Mujer Tercera.
La certeza.
Mujer Cuarta.
La certeza.
Hombre Quinto.
La certeza.
El Funcionario.
La Administración no os ha escamoteado nunca la realidad. En
las horas más amargas, os hemos enseñado las estadísticas.
Nunca os hemos ocultado el número de muertos y de moribun-
dos. Hemos hecho todo lo posible para mantener a raya la en-
fermedad, multiplicando las medidas de austeridad, a pesar de
Mujer Quinta.
Pruebas.
Hombre Sexto.
Exigimos pruebas.
El Funcionario.
¿Hay mejor prueba que ésta? Desde que he llegado, no ha
145
muerto nadie. Ya nadie morirá. Os doy mi palabra de honor.
Hombre Primero,
Nos da su palabra de honor.
Hombre Segundo.
¡Viva la Administración! ¡Viva el Ayuntamiento!
Mujer Primera.
Nos sentimos aliviados.
Hombre Quinto.
Nos sentimos a salvo.
Hombre Tercero.
¡Bravo!
Una Mujer,
¡El fuego!
Un Hombre.
¡Hay fuego!
Un Hombre.
¡Hay fuego!
Una Mujer.
¡Fuego!
Otra Mujer.
¡Fuego! ¡Socorro!
Un Hombre.
¡Socorro!
Una Mujer,
¡Huyamos!
146
Un Hombre.
¡El fuego viene de los barrios ricos!
Una Mujer.
No es verdad. ¡Viene de los barrios pobres!
El Funcionario.
¡Corramos por allí! (Señala a la derecha.)
Una Mujer.
¡No podemos!
Un Hombre,
¡Por ahí no podemos; es un océano de llamas!
El Funcionario.
¡Corramos por ahí!
Un Hombre.
¡Por ahí tampoco!
Otro Hombre.
Estamos cogidos en la trampa. Como ratas.
147
FIN DE LA OBRA
148
El Hombre. (Con
voz fuerte.)
Señoras, señoritas, señores (De repente, se interrumpe, se lleva
las manos al vientre y gesticula.) ¡Aaaay! Disculpen.
FIN DE LA ESCENA1
ÍNDICE
1
Esta breve escena puede incluirse cuando haya entreacto y a criterio del
director de escena, que podrá insertarla hacia la mitad de la obra.
149
Págs.
Prólogo…………………………………………….. 5
Notas de un retorno al teatro de Ionesco
(Ángel Fernández Santos)
Una vieja polémica…………………………….. 9
La superación del naturalismo desde dentro.. 14
Las paradojas del comediante………………...18
Bajo el signo de Artaud………………………...22
Las manos limpias……………………………...26
El humor como violencia……………………….30
150