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De archivis

de Bonifacio Baldassare

Traducido al castellano por Eugenia Santana Goitia, María Paz Solís Durigo y Ariel
Wasserman a partir de la versión inglesa 1 para la cátedra de Literatura del Siglo XX.

Introducción

El Cardenal Cleselio me dijo una vez, cuando lo conocí en su regreso a Alemania, que él era una
especie de archivo viviente de la Casa de Austria, pues había servido a cuatro emperadores de
aquella familia a lo largo de casi sesenta años. Pero a ti, el mejor y el más sabio de los senadores
[19], que no solamente has leído los anales de nuestros padres y todos los registros secretos de este
Estado tan favorecido, sino que además los has aprendido de memoria, te llamaremos, con aún
mayor exactitud, el archivo viviente de Venecia. Y, dado que difícilmente haya algún libro que no
hayas abierto, investigado y evaluado con atinado juicio para recoger de allí todo lo inusual, te
llamaremos (con mayor precisión de la que se tuvo en el caso de Casio Longino[20]) biblioteca
animada y morada ambulante de las musas. Aunque, por lo tanto, no podamos seleccionar nada de
los autores antiguos o modernos que tú no hayas citado ya por ti mismo, aun así, debido a tu
maravillosa incitación a la productividad de los demás, me invitas a que ponga por escrito lo que ha
capturado mi atención al leer acerca de los archivos. Y yo, que lejos estoy de tales conocimientos y
que casi no he conocido la Antigüedad, aunque no sea capaz de escribir nada digno de tu erudición,
prefiero parecer indocto ante todos que desagradecido ante ti.

Capítulo I. ¿Qué es un archivo?


Los griegos tardíos usaban la palabra archeion [21]; los escritores latinos tardíos, siguiendo la
misma idea y usando casi las mismas letras, usaron archivum. Pero los griegos antiguos preferían
los términos grammatofhylakion y chartophylakion; los romanos más antiguos, tabularium y
tablinum[22]. Pero además, el hecho de que camera también era equivalente de archivum, queda
claro por el rescripto de Inocencio III en el que se lee: "No sospechábamos que el libro de censos
aunque no se encuentra en nuestra camera sí está en la del Cardenal S. Adrian quien, cuando era
camerarius la tomó de la camera de S. Pedro"[23]. Un archivum, sin embargo, según la definición
de Mauro Servio,[24] es "un lugar en el que se preservan los registros públicos" o, según los
glosarios de los jurisconsultos [25], un repositorio público de documentos y registros o, finalmente,
como decidió Ulpiano [26], "un lugar público en el que se depositan instrumentos".
1 Born, Lester K. “Baldassare Bonifacio and his essay De archivis”, The American Archivist, IV: 4
(Charlottesville, Virginia: octubre 1941). La versión en latín puede consultarse en
https://play.google.com/books/reader?id=0-pFAAAAcAAJ&hl=es_419&pg=GBS.PP3
Cuando los trabajos de los hombres educados eran reunidos en un único lugar, los griegos lo
llamaban atheneion, los romanos lo llamaban pluteum, por ejemplo, Juvenal: [27]

Et iubet archetypos pluteum servare Cleanthas

Para los antiguos egipcios, mouseion significaba lo mismo que prytaneion para los
atenienses, esto es "un índice al que tenían libre acceso todos aquellos que fueran famosos por su
educación" como afirma Filóstrato[28], pero el uso "en el que reside el discurso juicioso", como
dice el venusino[29] prefiere designar al depósito de libros y volúmenes, a modo de santuario
interior dedicado a las musas, como museo.

Capítulo II. ¿Cuándo se instituyeron los archivos?


Hay quienes piensan que el establecimiento de archivos no está muy alejado de la época de nuestros
tatarabuelos y que, por lo tanto, a lo largo de todos los estados de Italia, los lugares en los que se
guardan los registros públicos fueron construidos hace unos quinientos años o poco más. No es
difícil señalar la falta de conocimientos de estas personas ni refutar su ignorancia. El Pontífice de la
Sagrada Roma, Deusdedit, escribió hace mil años a Gordiano, Obispo de Sevilla, diciendo que
había encontrado los registros de los Efesios en los archivos de la sede apostólica. [30] El
emperador Justiniano decretó hace novecientos años que un documento tomado de un archivo
público puede testimoniar como un documento público.[31] San Jerónimo escribió a Paula y
Eustoquio hace mil doscientos años diciendo que había traducido “el Libro de Esther, rescatado de
los archivos de los hebreos, más explícitamente, palabra por palabra” [32].
En el sínodo de Milán se decretó [33] alrededor del año 400 que los registros y los archivos
(archivus) de Numidia debían estar en la metrópolis de Constantino. No obstante, archivus, según la
interpretación de César Baronio [34], es lo mismo que archivum; es decir, un lugar donde se
guardan los documentos públicos para su registro perpetuo. Ulpiano, en los tiempos del emperador
Alejandro, mil cuatrocientos años antes, nombró y definió con erudición archivum y
grammatofhylacium, como hemos mencionado anteriormente [35]. A partir del testimonio de estos
escritores puede verse que la práctica de establecer archivos públicos es bastante antigua.
Pero Tertuliano, anterior a todos ellos, en prueba del censo del mundo entero realizado por
Augusto, ofrece los registros del censo en los archivos romanos que conservaban los documentos de
cada uno de los censos [30]. Y finalmente Flavio Josefo, que floreció bajo el reinado de
Vespasiano, casi mil seiscientos años atrás, testifica que los sublevados incendiaron los archivos de
Jerusalén para que, una vez consumidos los registros de deuda, la facción entera que reclamaba la
exención de pagos se aliara a ellos [37]. Para nosotros, entonces, la primera institución archivística
parece ser no solo anciana y antigua, sino que podría remontarse a los orígenes del mundo. De
hecho, el mismo Flavio Josefo escribe que los hijos de Seth, nietos de Noé, erigieron dos torres de
ladrillo y de mármol, una soportaba los incendios y la otra las inundaciones. Allí se recolectaba todo
aquello que consideraban digno de registro, puesto que a través de Adán habían aprendido que el
mundo sería destruido dos veces: primero quedaría sumergido en el agua y luego sería consumido
por el fuego. Y por eso sostengo que estas torres no eran otra cosa que archivos.

Capítulo III. Sobre los archivos de los antiguos.


Los archivos de la ciudad egipcia de Sais conservan los registros de ocho mil años, según el
testimonio de un sacerdote de este pueblo que figura en Platón [38]. Pero Herodoto [40] testimonia
que la misma población conservaba registros de diecisiete mil años. Estas declaraciones causan
asombro y resultan inverosímiles para nosotros, que estimamos que han pasado solamente seis mil
años desde la fundación del mundo de acuerdo con la cronología de los hebreos. Los egipcios
relatan cosas aún más portentosas puesto que cuentan, de acuerdo con Laertes [41], que desde la
época de Vulcano, el hijo del Nilo, hasta la de Alejandro Magno habían transcurrido más de
cuarenta mil años y que estimaban que durante ese tiempo habían sucedido tres mil sesenta y tres
eclipses de sol, y ochocientos treinta y dos eclipses de luna. Dicen también, en palabras de Mela
[42], que tuvieron trescientos treinta reyes antes de Amasis y que durante sus reinados, según sus
registros, habían caído trece mil estrellas, y que las estrellas habían completado sus movimientos
cuatro veces, y que el Sol había salido dos veces en dirección opuesta al Oeste. Los caldeos,
falsificadores todavía más imprudentes, presumían que poseían comentarios de las constelaciones
que se remontaban a tres o cuatro mil años atrás, hasta la época de Alejandro de Macedonia, como
cuenta Diodoro [43]. Cicerón [44] agrega que los caldeos declaraban que podían presentar registro
de sitios públicos que abarcaban eventos de hasta cuatrocientos setenta mil años.

Capítulo IV. Sobres los archivos de los griegos y los romanos.


Los lacedemonios conservaron diligentemente en los fondos públicos los registros de las ligas y los
tratados de Amicles, de acuerdo con Alejandro de Alejandría [45]. Pero encuentro en otras fuentes
que la custodia de los instrumentos públicos se situaba en el Aerópago y en el templo de Minerva.
Los romanos también guardaban sus tesoros y sus archivos en el templo de Saturno; depositaban
sus testamentos y anexos, sus notas y sus recibos en el santuario de Apolo Capitolino o los
confiaban a la buena fe de las Vírgenes Vestales. Esto consta en el testimonio de Suetonio y de
muchos otros [46].
Casi todos los pueblos poseían bibliotecas, que pueden llamarse propiamente archivos de
libros, puesto que un glosario [47] denominaba a los archivos armaria codicum. La más memorable
e ilustre, anterior a todas las demás, era la biblioteca hebrea del templo donde se conservaban los
oráculos de los profetas, las sentencias de los jueces y las obras de los reyes. Que esta biblioteca era
muy antigua queda demostrado en la autoridad de las Sagradas Escrituras [48]. Los archivos de
Babilonia y Persia también se mencionan allí [49]. Luego de que la famosa biblioteca de los griegos
que Pisístrato creó en Atenas, Jerjes llevó a Persia y Seleuco hizo regresar a Atenas [50]. Ptolomeo
Filadelfo construyó la Biblioteca de Alejandría, y según Aulo Gelio [51], la equipó con setecientos
mil volúmenes. Publio Victor [52] dijo que habían existido veintinueve bibliotecas públicas en
Roma, de las cuales las más destacadas eran la Juliana, creada por Julio César, la Palatina, por
Augusto y la Ulpiana por Trajano, la Domiciana y la Gordiana por aquellos emperadores romanos
que pasaron a ser conocidos por sus nombres. Pero hoy en día, la biblioteca más ilustre y eminente
de todas las bibliotecas de Roma, e incluso de todo el mundo, es la del Vaticano, construida en
memoria de nuestros Padres por Sixto V junto con la basílica del Príncipe de los Apóstoles.

Capítulo V. Sobre los archivos de los bárbaros.


Hemos aprendido que entre los bárbaros los números a veces tomaban hasta tal punto el lugar de las
letras que los empleaban para narrar no sólo la historia de los eventos domésticos, sino incluso la
historia de los hechos públicos. En Perú, como leemos en Oviedo y Pharanusino [53], se conservan
archivos de tamaño considerable en la ciudades más importantes. Los encargados de estos, que son
muy habilidosos en esta tarea, arman pequeñas sogas que llaman quipu, de colores distintos de
acuerdo con los asuntos que simbolizan, y los atan con nudos de diferentes formas. Finalmente, los
colocan en diferentes locaciones conforme a la diferencia de tiempo, y a partir de ellos podían
conocer con certeza y rapidez cualquier hecho, en cualquier lugar, que valiera la pena registrar.
Pero el pueblo chino, que algunos llaman Sini, no sólo posee letras, sino que también emplea
más de seis mil caracteres (en lugar de las veintidós letras del alfabeto griego), y a partir de uno de
ellos arman una letra, una sílaba o una palabra entera; e incluso, una frase completa. Juan González
de Mendoza dice esto en su historia de la región [54]. Se dice que el uso de la imprenta es mucho
más antiguo entre los chinos que entre nosotros. Aunque se cree que este arte fue inventado por
Johannes Gutenberg de Mainz en nuestra parte de Europa en el año 1458, se conservan volúmenes
ochocientos años más antiguos cuidadosamente impresos por los chinos [55]. A causa de que se
conservan registros muy antiguos en sus archivos, sus historias han establecido que desde Vitey
hasta la actualidad, doscientos cincuenta reyes han ostentando el poder por cuatro mil trescientos
años [56]. Confiemos en las palabras de de Mendoza, si es que está libre de errores y falsedades
[57]. No podemos conocer o refutar con facilidad las cosas que dicen los escritores españoles acerca
de pueblos que viven del otro lado de la Tierra.
Capítulo VI. Sobre los archivos de nuestros pueblos.
Que la institución archivo no es tan nueva como muchos pueden haber creído de forma errónea se
torna evidente, en adición a lo anteriormente mencionado, con la atestación repetida de San
Jerónimo [58]. El gran exégeta de las Sagradas Escrituras escribió que los archivos de los romanos,
en los que se conservaban los concilios ecuménicos y el resto de los documentos secretos de la
religión, eran tan famosos en su época que se acudía a ellos desde todas las partes del mundo
cristiano para solucionar puntos dudosos. Además, durante el Sínodo Romano, poco tiempo después
de la muerte de San Jerónimo bajo el Papa Gelasio, hay menciones frecuentes de los archivos y
cajas de registro de Roma, los de los bibliotecarios, escribas y guardianes de las cajas [59]. La
existencia de archivos muy antiguos en otras ciudades de Italia se pone de manifiesto a partir de la
antigüedad de los sitios y los registros allí encontrados. Pasando el resto por alto, en nuestros
archivos canónicos de la antigua iglesia de Treviso [60] tenemos un autógrafo de hace seiscientos
años en el que se relata la embajada de nuestros difuntos canónigos al Supremo Pontífice para
ratificar al obispo que esos mismos canónigos habían elegido.
Natura ha demostrado que la preocupación por el futuro—y éste fue alguna vez un proverbio
trillado en la lengua de los griegos [61]—es mejor que la preocupación por el pasado. Tú, gran
senador, el custodio de las letras, el Mecenas de los hombres de letras, el resucitador de la
Antigüedad, el más meticuloso restaurador de los registros que se desvanecen, has establecido una
biblioteca y un archivo en la academia de Padua. Allí has reunido muchos volúmenes, impresos y
manuscritos en igual medida. La has provisto de rentas y ganancias. Tus propios libros, los más
distinguidos por la fama de sus autores, los más selectos en su erudición, acertados
tipográficamente, más recientes en el tiempo, más bellos en ornamentos, ricos en notas, adiciones y
escolios, más encantadores en la variedad de argumentos y temas, y —podría decir—infinitos en
números, serán legados a la misma institución.

Capítulo VII. Sobre la utilidad de los archivos.


Aquellos príncipes que no aprecian la utilidad de los archivos ni de las bibliotecas están, en
realidad, emulando equívocamente al peor precedente de los Calígulas y los Jovinianos, los
ejemplos y las desgracias horribles del Imperio romano, del cual se dice que por su sacrilegio
detestable muchas bibliotecas fueron despojadas de los mejores escritores, arrasadas y quemadas.
Nada es lo suficientemente sagrado como para que la locura licenciosa y la osadía descontrolada de
los tiranos no lo profane. Pero aquellos que resguardaron en lugares sagrados para la memoria a los
libros y a los registros (de los que la posteridad tardía, en sí misma ignorante de los hechos pasados,
podría tomar información para su propia erudición y la de sus sucesores como si de un depósito se
tratase), imitan a los Alejandros Magno, a Julios César, a los Octavios Augusto, y a los grandes
Constantinos a cuya generosidad magnífica le debemos haber recibido lo que sea que nos haya
quedado de una antigüedad trunca y casi borrada. Si hubiésemos sido privados completamente de
estas migajas preciosas, estaríamos obligados a tantear con las manos nuestro camino en la
oscuridad no solamente en la Historia, sino también, en las demás disciplinas.
Nada es más útil para la instrucción y la enseñanza de las personas, nada es más necesario
para aclarar e ilustrar materias obscuras, ni para conservar los patrimonios y los tronos, todos los
asuntos públicos y privados, que un depósito bien constituido de volúmenes, documentos y registros
—esto es superior a los astilleros navales y más eficaz que las fábricas de municiones, así como es
mejor vencer con la razón que con la violencia, con el bien que con el mal. Y no alcanzaremos un
conocimiento de la Antigüedad excepto a través de los archivos y las bibliotecas. ¿Quién podría en
este tiempo mostrarnos las tradiciones de los judíos, las artes secretas de los cabalistas, y los
registros prodigiosos de Esdras de tal modo que, sin literatura, pudiésemos informarnos sobre los
hechos de las eras pasadas y sobre los asuntos de nuestros ancestros?

Capítulo VIII. Sobre los administradores de los archivos.


Sería en vano almacenar escrituras en cualquier lugar si el cuidado y la diligencia del hombre no las
protegiera de los daños ocasionados por el tiempo. Los mismos insectos, la misma descomposición,
la misma ruina, los mismos ratones poco a poco las corromperían y las devorarían tanto apiladas en
un repositorio como si estuviesen descuidadas y desparramadas en varios lugares. Por lo tanto, de
acuerdo al mejor consejo, hombres habilidosos y trabajadores fueron ubicados a cargo de
Bibliotecas y archivos, y por fondos públicos, a través de la generosidad de los príncipes, fueron
inducidos a proveer los cuidados conjuntamente. Solía llamarse a estos hombres archivistas
(archivista), o bibliotecarios {bibliothecarius)-, o custodios (custos), o guardianes de las escrituras
(grammatophylax), o cuidadores de los cofres (scrinarms). Dicho sea de paso, un cofre (scrinium)
no es un lugar para las monedas en sí, sino para los libros y las escrituras, pues leímos a Catulo [62]
del cofre de los libreros, y del cofre de las cartas en Plinio el Viejo, [63] y Horacio [64] pidió su
pluma, papel y su cofre de libros al amanecer.
Los administradores de los archivos fueron también conocidos por otros nombres. Nuestros
antecesores los llamaban chambelanes (camerarius), cuidadores de papeles (chartularius),
guardianes de papeles (chartophylax), y finalmente ediles (aediles) pues así escribió Pomponio:
“Para encargarse de los edificios en los que el pueblo deposite todos sus asuntos públicos
constituyeron a dos y los llamaron ediles.”[65] Una glosa que testifica que estos hoy aún son
llamados massario y camerlingo. Pero a aquellos que reciben las actas públicas y las copian a
pedido los llamamos notarios (notarius, tabellio), amanuenses (amanuensis), escribas (scriba),
taquígrafos (excerftor), registradores (commentariensis), copistas (exscriptor), y escribanos
notariales {libellio). De hecho, el cuidado de los archivos fue dado solo a hombres de gran
erudición.
Leímos que Marco Terencio Varrón, a quien los muy sabios juzgaban como el más sabio de
los romanos, fue puesto a cargo de la Biblioteca Palatina por Cayo Julio César.[66] Demetrio de
Falero y Zenodoto de Éfeso fueron puestos a cargo de la Biblioteca de Alejandría por Ptolomeo
Filadelfo. Cayo Meliso tuvo a su cuidado la Biblioteca Augustana en el pórtico de Octavia. Alcuino
de York [i.e., Alcuin], el instructor del Emperador Carlomagno, estuvo a cargo de la Biblioteca de
York en Inglaterra, Marco Antonio Sabellico presidió la Biblioteca de San Marcos en Venecia,
Platina y Baronio administraron la Biblioteca del Vaticano. El alto grado de dignidad y sabiduría
encontrado en cada uno de estos hombres se evidencia por las obras que publicaron, y es
atestiguado por los honores que cargan.

Capítulo IX. Sobre la preservación del orden en los archivos.


Disponer un orden perfecto es solamente cualidad de Dios, y el orden en sí mismo es una cuestión
divina. Cuando todas las cosas eran desorden y confusión, no sólo inarmónicas y sin relación entre
sí, sino además diametralmente opuestas, Dios trajo orden a esa confusión. Inmediatamente después
la cara bella de la Tierra emergió, el rostro encantador de los cielos resplandeció, la maravillosa
armonía del universo tomó forma. A través del orden, entonces, Él le dio forma a las cosas
informes. Merecidamente, el orden es llamado “el alma del mundo” por los Académicos. Por lo
cual, podemos decir, correctamente, que el alma de los archivos es nada más ni nada menos que
orden. Ladrillos, vigas y mosaicos, como lo aprendimos de una famosa afirmación de Jenofonte,
[67] preparados sin propósito y distribuidos sin orden, son desagradables a la vista, inútiles, sin
embargo, colocados en sus lugares correspondientes, se alzan en forma de edificios bellos y
magníficos. Del mismo modo, textos de todo tipo, mezclados confusamente, no tienen uso. Pero si
son dispuestos en sus cajas apropiadamente, más allá del hecho de que estarían menos expuestos al
polvo y a los gusanos, quedarían convenientemente a mano y sin la necesidad de buscarlos.
Que el orden ha de ser mantenido en los archivos es demostrado para todos por la
Naturaleza misma: primero es necesario discriminar locaciones, luego asuntos y, finalmente,
tiempos. Si asistimos esta división por medio de índices ordenados alfabéticamente, nada nos
resultará difícil de encontrar. Primero, por ejemplo, separemos lo que atañe a la ciudad de las
ciudades, Venecia, después a Padua, luego a Verona. Después de esto, dividamos los ítems
particulares de los asuntos de las ciudades individuales, de tal modo que en un sitio dispondremos
los testamentos, en otro los temas comerciales, y en otro los contratos. Luego, comenzando por las
fechas más antiguas, procedamos a través de la secuencia de años y meses hasta las fechas más
recientes. Tras ello, preparemos índices y planes de estudio, hagamos listas y catálogos en orden
alfabético. Al adaptar los índices a cada serie de materiales, inmediatamente se tendrá frente a la
vista lo que sea que se requiera, sin complicaciones, de tal modo que esto parecería haber llegado a
nuestras manos por designio más que por casualidad.

Capítulo X. Sobre la inviolabilidad de los archivos.


La santidad propia del lugar demuestra la inviolabilidad de los archivos, pues, como ya hemos
comentado, solían estar en templos. No han cesado de ser inviolables a pesar de que ya no estén allí.
Correctamente, dice Ulpiano [68] llamamos inviolables a las cosas que no son ni sagradas ni
profanas, pero sí dotadas de una inviolabilidad certera que está sostenida por una cierta santidad,
inviolable aunque no consagrada a Dios. Marciano [69] además dijo que aquello que es inviolable
está protegido y fortificado contra los daños del hombre. Un sitio consagrado puede encontrarse
incluso en un edificio privado. Por ello, ahora también es admisible llamar inviolables a los
archivos, especialmente desde que adquirieron autoridad pública y la protección del príncipe bajo
cuyo patronazgo están los edificios públicos, con el resultado de que aquellos quienes vandalizan
archivos son condenados no sólo por sacrilegio sino también por traición y, de acuerdo a las
constituciones de los Pontífices Romanos, se los ejecuta como anatemas. Sin embargo, los archivos
son violados por falsificadores que corrompen la integridad de los instrumentos públicos, por
ladronzuelos que roban los documentos que han sido depositados, por incendiarios que intentan
quemar lugares en donde las actas de los estados han de guardarse.
Tan grande es el respeto por los archivos que, obviamente, se otorga credibilidad a los
instrumentos producidos por los archivos públicos y, como dicen los jurisconsultos, son de entera
fe. Así lo establecieron Johannes Andreas, Hostiensis, Panormitanus, Archidiaconus[70] y todos los
otros intérpretes de la ley canónica en el capítulo Cum causam, “Sobre las examinaciones”; en el
capítulo Ad audientiam, "Sobre las prescripciones"; y también en el capítulo Pervenit, 30, quaest. I.
De acuerdo con esto están Bártolo, Baldo, Alexander, Jason, Castrensis y otros intérpretes de la ley
civil en la Authentica ad haec, en el Codex, “Sobre la fiabilidad de los Instrumentos”. [71]
Y en pos de que ningún pecado se cometiera contra la inviolabilidad y la santidad de los
archivos a través de los males hechos por hombres débiles, y de que aquello que fuera a quedar de
los instrumentos públicos no debiera perecer por la falta de cuidados y la negligencia, Justiniano, el
más visionario de los emperadores, ordenó que se construyeran archivos en diferentes ciudades del
mundo romano. Él escribió a Juan, prefecto de los pretorianos, con estas palabras: “Que su
Eminencia ordene a cada una de las provincias se construya un edificio público en el cual un
magistrado (defensor) ha de guardar los registros, eligiendo a alguien para que tenga custodia de
ellos a tal fin de que permanezcan incorruptos y puedan ser encontrados rápidamente por quien los
requiera, y que haya entre ellos un archivo, y aquello que fue negligido en estas ciudades se
corrija”.[72] Así habló el Emperador. De sus palabras se evidencia, para mencionar al pasar, que el
título de “Eminencia” con el que recientemente honró a los cardinales Urbano VIII, el Supremo
Pontífice de la iglesia universal, perteneció originalmente a los prefectos de los pretorianos cuyo
estatus era tan alto que Eunapio[73] lo describió como aforfhyron basileian, esto es poder Real sin
el púrpura.

Washington, D.C.
(localización del traductor al inglés)

Referencias
[19] Ver Nota 16. Los comentarios de Bonifacio, aunque exagerados, parecen justificar la reputación de Molino. Otras personas
mencionadas en este ensayo no han sido honradas con una nota. Las referencias directas han sido identificadas siempre que ha sido
posible.
[20] Eunapius, Live of the Sophists: Cassius Longinus, p. 7 (ed. Boissevan).
[21] El original presenta estas palabras con caracteres griegos.
[22] Ver Pauly-Wissowa, Real-encyclopädie, s.v. "Archive."
[23] "C. ad audientiam de praescriptionibus." Sin verificar.
[24] Commentary on Virgil, Geo., 2.502.
[25] Cf.Corpus glossariorum latinorum, V. 168.6
[26] Dig., 48.19.9.6. Las referencias legales de Bonifacio no son fácilmente identificables, por ejemplo, esto aparece en su trabajo
como "1. moris ff. de poenis."
[27] Juvenal, 2.7.
[28] Lives of the Sophists, 524
[29] Horace, Art of Poetry, 2.71,72
[30] "C. pervenit 3o.q.i."; citado en Baronius, Annales ecclesiastici, A.D. 617, Chap. I.
[31] "De iis qui ingred." Sin verificar.
[32] Migne, Patrologia latina, 28.14.33A.
[33] "Cone. Afr., 0.53"; citado en Baronius, of. cit., A.D. 402, Chap. LXV.
[34] Baronius, A.D. 402, Chap. LXV.
[35] Ver note 26.
[36] "Lib. de carne Christi"; referencia incorrecta, que, quizás, debió ser de Five Books in re-ply to Marcion, Bk. V.
[37] Jewish War, 2.17.6.
[38] Jewish Antiquities, 1.2.70,71.
[39] Timaeust 22.
[40] Histories, 2.43.
[41] Diogenes Laertius, Lives of eminent fhilosofhers, 1.25 el número es dado como 48,863.
[42] Pomponius Mela, 1.59, dice que 13,000 eras están registradas.
[43] Diodorus Siculus, Library of history, 2.3.9, el número es dado como 473,000.
[44] On divination, 1.19.37; no hay mención de “lugares públicos”.
[45] Alexander ab Alexandro, Genialium dierum libri sex . . . , 5.3.
[46] See appropriate references in Pauly-Wissowa, Real-encyclofddie.
[47] Cf. Corf us glossariorum latinorum, IV.20.51, V.168.5.
[48] E.j., II Maccabees, 2:13.
[49] E.g., I Ezra, 5:17 and 6:1; Esther, 10:2.
[50] Aulus Gellius, Attic nights, 7.17.1,2.
[51] Ibid., 7.17.3.
[52] Sin identificar.
[53] "Hist. ind. occid. epist. nuncup. ad Fra Castorium navig. vol. 3." Sin identificar.
[54] Historia de las cosas . . . , 3.13.
[55] Ibid., 3.16, dice cinco mil años.
[56] Ibid., 3.1, lidia con Vitey y su línea directa.
[57] El comentario crítico de Bonifacio es adornado con un juego de palabras: Mendoza. . . . mendo (error) . . . mendacio (faksedad).
[58] "Epist. 52 ad Pammachius." Referencia incorrecta, sin identificar.
[59] Sin identificar.
[60] Desde que Bonifacio no usa hic, es, ille en el sentido de "el," es claro que él escribió este ensayo ndurante su cargo de
archidiácono.
[61] Sin identificar; aparentemente no aquellas colecciones como Adagios de Erasmo, o A. Schott, Adagia sive froverbia graecorum .
. . (Antwerp, 1612).
[62] "Catullus”, 14.18.
[63] Natural history, 7.94.
[64] Epistles, 2.1.114,115.
[65] Dig., 11
[66] Suetonius, Lives of the twelve Caesars: Julius, 44.
[67] Memorabilia, 3.1.7. La referencia citada "Bk. a."
[68] Dig., 11.7.2
[69] Ibid. 11.7.36.
[70] Sin identificar.
[71] Sin identificar
[72] "De defensorib. civ. et iudicare coll. 3." Sin identificar; una idea similar puede encontrarse en Cod., 1.55.9.
[73] Lives of the Sophists. Prohaeresius, p. 490 (ed. Didot).

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