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ANDRÉS

Andrés es un niño de 5 años. Vive con su mamá y 3 hermanos más. Su “casa” queda en una
de las lomas que rodean la ciudad, llenas de “ranchos” en pobreza extrema.
Asiste, con 2 de sus hermanitos a una Casa-Cuna de una comunidad de religiosas, que
queda a hora y media de su vivienda.
Allí, de lunes a sábado, reciben educación, alimentación y un rato de descanso (por una
cuota mínima, de caridad) mientras su mamá trabaja como empleada doméstica en una
casa de familia. Ella los recoge todos los días a las 6 p.m. y regresan a su vivienda.
El niño es remitido al servicio de psicología de Casa-Cuna porque a su edad casi no habla y
cuando trata de hacerlo casi no se le entiende lo que dice; es muy pasivo y no juega, no
sonríe, casi no trabaja en clase; en los logros académicos está muy por debajo de lo
esperado. Además, casi no come. Está desnutrido.
Hace casi dos años viene asistiendo a Casa –Cuna. La profesora ha tratado de motivarlo con
diferentes estrategias, pero el niño no ha avanzado.
Una de las religiosas de la institución lo lleva a psicología y plantea que en reunión de
profesoras se ha tratado el caso de Andrés y sospechan de un posible retardo mental o de
autismo. Se requiere la valoración de psicología.

La psicóloga recibe al niño en la oficina, la cual en ese momento está algo desordenada,
debido a una reorganización del material general: hay libros, papeles, juguetes y material
didáctico por todas partes.
Después de saludarlo cálidamente por su nombre y tomándole una de sus manitas, la
psicóloga le dice: “Que bueno que ya me mandaron un secretario para ayudarme con este
desorden… creo que yo sola no hubiera podido…”
Andrés no responde, mira para todos los lados callado y serio… parece algo asustado o
ausente.
“Ven, Andrés, toma estos libros y ayúdame a ponerlos allí sobre esa mesa, por favor.” La
psicóloga pone dos libros en las manos del niño. El parece no entender nada. Lo guía hasta
la mesa y dejan los libros allí.
“Ahora, trata de recogerme estas fichitas en esta caja, mientras yo ordeno este armario.”
El niño se queda mirando a la psicóloga. No atiende las fichitas.
La psicóloga sigue ordenando unas torres de libros en el armario, como si nada, pero de
reojo mirando la actitud de Andrés. En un momento una de las torres de libros que ya había
ordenado en el armario se le desploma y le cae a ella encima.
“¡Ay, que susto!” dice la psicóloga muy sorprendida. Y se oye una carcajada muy alegre en
la oficina: es la risa de Andrés que mira fijamente a la psicóloga, muy divertido con lo que
acaba de suceder. Ella no puede evitarlo y suelta la risa también… los dos unen sus risas y
sus miradas en un momento muy feliz: la reacción del niño empezaba a descartar autismo,
había contacto con la realidad, con el otro ser humano y había emociones pertinentes y
expresadas.

Al ver su sonrisa amplia, la psicóloga cae en la cuenta: todos sus dientecitos de leche
estaban negros y reducidos a casi puntos en sus encías: caries rampante. Y surge una
cascada de preguntas:

¿Cómo haría el niño para masticar?... ¿Cómo andaría su digestión?


¿Le dolerían esos “dientes”?... ¿Cómo haría para poder hablar… ¿Cómo articular bien las
palabras sin dientes? …
Y al no poder hablar, ¿cómo tener amigos?... Y con ese dolor, ¿con qué ánimo jugar?
Y con dolor y mal alimentado y aislado de sus compañeros, ¿cómo atender a clase?
¿Cómo hacer tareas?
Y eso sin hablar de sus condiciones de vida en casa…

Se logró un acercamiento paulatino entre el niño y la psicóloga hasta lograr en pocos días un
vínculo afectivo de confianza suficiente para realizar una serie de pruebas que demostraron
que Andrés no tenía retardo mental ni autismo tampoco.

Paralelamente se habló con la mamá para acordar con ella la revisión médica y odontológica
del niño en un servicio de salud para personas de escasos recursos que prestaba la
Universidad Central.

La atención odontológica que se le dio al niño fue muy completa; hubo que intervenirlo en
algunos momentos con anestesia general por la gravedad de su caso y para acelerar el
proceso que se debía seguir. Todos sus dientecitos de leche hubo que sacarlos, y mientras
esperaba la edad de sus dientes definitivos, se le pusieron prótesis en ambos maxilares.

Ahora hubo una cascada de mejorías: con sus piezas dentales completas y sus encías
sanadas el niño:

Ya no tenía dolor.
Mejoró el apetito y al comer masticaba mejor. Si digestión y su nutrición mejoraron.
Su estado anímico, por consiguiente, también.
Al mirarse al espejo y abrir la boca, se sentía mejor. Hasta se arreglaba y se peinaba con
más gusto.
Al hablar y poder articular bien ya se hacía entender en el lenguaje y expresaba sus ideas y
emociones con mayor claridad.
Su proceso de lectoescritura avanzó notablemente. Ej.: Había asociación clara entre el
fonema de la letra d y su grafema.
Al avanzar en la lectoescritura hubo avances en las demás áreas también.
Su comportamiento social se desarrolló normalmente porque ya el niño hablaba más
claramente, se hacía entender, sonreía y tenía mejor ánimo para participar en los juegos.
Tenía amigos.
Además, se sentía más fuerte y valioso a través de sus logros.
Su ambiente familiar mejoró notablemente. La mamá, más tranquila por los progresos de
Andrés, tenía un mejor ánimo para todo.
También recuperó su proceso académico.
Y, sobre todo, recuperó su risa, su capacidad de relacionarse con los demás y su alegría de
vivir …

Consuelo Peñafort Camacho


Imagen: trovadicta-trovardiente.blogspot.com

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