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ESCUELA Y CIUDADANÍA EN LA ERA GLOBAL

Mariano Fernández Enguita


Universidad de Salamanca

La función principal y más general de la institución escolar es la de


integrarnos en la sociedad. Por “sociedad” hemos de entender aquí el
conjunto humano con el cual hemos de interactuar, particularmente a
medida que nos incorporamos a la vida adulta. Por definición es un conjunto
más amplio que la familia y, durante toda nuestra historia, ha sido más
reducido que la humanidad. Si nuestras posibilidades de interacción social
se redujesen a la familia, o si cualesquiera otras fueran simplemente
residuales, no necesitaríamos de la escuela. En las economías de
subsistencia, en las que una unidad familiar produce lo que consume y
consume lo que produce, siendo prácticamente autosuficiente y
autocontenida, nadie necesita ni echa de menos a la escuela. En ellas existe
siempre alguna interacción entre unidades (la mera proximidad, un
comercio marginal, la exogamia…) pero no justifica la necesidad de más
institución integradora que la familia misma, a la que suele añadirse algún
tipo de cargo, función o casta sacerdotal entre cuyos cometidos está
recordar a todos lo que los une más allá de aquélla, aunque no sea mucho.

Podemos considerar que toda la humanidad durante toda su


prehistoria y la mayoría de la humanidad durante la mayor parte de su
historia han vivido en una comunidad familiar y poco más. Hasta la
revolución agrícola, o neolítica, las únicas estructuras eran las hordas,
clanes, etc., es decir, grupos familiares o parafamiliares tan amplios como
fuera posible para ser una unidades suficientes de producción y
reproducción y una defensa eficaz frente a otros grupos y tan pequeños
como fuera necesario para poder vivir de la explotación depredadora de la
naturaleza, es decir, de la caza, la pesca y la recolección. Pero cuando una
colectividad humana más amplia que la familia tiene que coexistir, convivir
y, más aún, cooperar de manera regular y sistemática, entonces ya no
basta con la socialización familiar. Un caso obvio de colectividad más amplia
es la nación, pero antes que ésta surgieron otras que, de hecho, fueron el
escenario del nacimiento de la institución, si bien sólo ésta permitiría su
2

universalización. Entre estas otras colectividades se incluyen las de base


territorial, concretamente ciudades, reinos e imperios, y no territorial, como
las órdenes de diverso tipo: religiosas (iglesias, órdenes monacales, etc.),
burocráticas (escribas, mandarines…) y, en menor medida, militares.

La escuela y la construcción nacional

Antes de la nación, la colectividad suprafamiliar es una red de lazos


débiles y ocasionales (reinos, imperios); básicamente una inmensa mayoría
de unidades campesinas autosuficientes, es decir, una infraestructura
económica atomizada, sometidas a algunas grandes superestructuras
políticas a través de una estructura de poder intermedia consistente en
pequeños cuerpos más o menos especializados para su dominación político-
económica, ideológica y militar y salpicada por un reducido número de
ciudades que sirven de sede al poder político o de nodo al escaso comercio.
Estos cuerpos, en la medida en que necesitan de un saber especializado
para el ejercicio de su función (en particular para la dominación ideológica,
que entraña algún tipo de saber esotérico, sagrado, y para la dominación
político-económica, que requiere un saber administrativo) precisan también
de instituciones y procesos ad hoc para la reproducción (creación,
ampliación, conservación y transmisión) de ese saber, que no puede tener
lugar a través de las solas estructuras del ejercicio de la dominación ni
mucho menos a través de las figuras sociales primarias, lo que equivale a
decir que necesita algún tipo de educación institucionalizada de manera
específica. Dondequiera que haya algo que se asemeje a una ciudad, o un
cierto número de escribas, mandarines, sacerdotes… habrá algo parecido a
una escuela.1

La ciudad entraña la convivencia y, en algún grado, la cooperación


(indirecta, a través del mercado, y directa, por medio de organizaciones y
estructuras administrativas) por encima de los límites de los grupos
familiares o tribales, de los oficios y ocupaciones, de los espacios de vida y
trabajo, del sexo y la edad… Para ello es necesaria una cultura compartida,
desde el reconocimiento de una autoridad común, pasando por una lengua
franca o un sistema generalmente aceptado de pesos y medidas, hasta unas

1
Goodenow y Mariden, 1992.
3

normas eficaces de convivencia. Nada hay de sorprendente, pues, en que


las primeras escuelas no especializadas (no exclusivamente dedicadas a
formar monjes, escribas, etc.) de las que tenemos noticia aparezcan
precisamente en las ciudades: en la polis griega, en la civitas romana, en la
ciudad medieval y en la cittá renacentista. La ciudad supone, claro está, la
existencia de excedente económico y el desarrollo de la división del trabajo,
que constituyen las condiciones de posibilidad de la escuela, pero también
un conjunto de relaciones sociales complejas, ya no espontáneas o
primarias sino deliberadamente construidas o secundarias, que determinan
su necesidad.

Por otra parte, la dominación política, siempre que vaya más allá de
una mera coexistencia o jerarquía de señores de la guerra (la nobleza de
espada, los jefes guerreros) necesita algún tipo de cuerpo administrativo
especializado (la nobleza de toga, los sacerdotes, los escribas) para su
materialización. Esta dominación burocrática ofrecerá, además, tanto
mayores garantías de eficacia y de continuidad cuanto más independiente
sea del poder de turno, es decir, cuando más se aleje de limitarse a las
cortes y mesnadas arbitrariamente seleccionadas y se aproxime a una
orden regular (de ahí la utilidad mutua de la alianza entre el poder religioso
y el político, así como la perpetuación de los cuerpos burocráticos por
encima de los cambios en la cúspide del poder). En todo caso, requerirá
también una educación institucionalizada para la transmisión y ampliación
de los saberes administrativos, y más aún si, beneficiaria y celosa de una
relativa autonomía, la orden burocrática, religiosa o guerrera precisa
producir, reproducir y difundir la simbología de su status superior.2

Lo que la nación supone de nuevo es la incorporación a la estructura


de dominación política del conjunto de la población incluida en un territorio
determinado, incluidas las capas populares urbanas, que de otro modo
podrían permanecer fuera de la escuela por el dictado de la necesidad o por
la simple inercia del modo de vida anterior, y, quizá como novedad
principal, de la población rural, alejada de la trama más densa de las
ciudades y relacionada con la colectividad más amplia sólo por su relación
pasiva con el aparato de poder político. Una visión sesgada de los procesos

2
Véase Balazs, 1968.
4

de construcción nacional, deudora, por un lado, del periodo de la


descolonización (con su énfasis en el derecho de autodeterminación) y, por
otro, de una tradición historiográfica dominante (en parte inevitablemente)
superestructural y superficial, volcada en la crónica del poder político y en
los fenómenos fácilmente documentables y tan lejana como despreocupada
de las condiciones reales de vida de la mayoría de la humanidad, lleva
fácilmente a creer que la esencia de éstos (salvo donde rompan una nación
y una ciudadanía ya construidas, con la inevitable limpieza étnica o
asimilación forzosa posterior) fue, es y será la fragmentación de unidades
políticas más amplias, tales como los imperios o las mal llamadas naciones-
Estado (es decir, estados que no llegan a ser naciones). Pero lo
verdaderamente distintivo de estos procesos fue, es y será precisamente lo
contrario, la aglomeración y unificación bajo unas instituciones comunes y
una cultura única (no necesariamente incompatible con otras más
específicas) de una amplia población, sobre un amplio territorio, que hasta
entonces vivía dividida y relativamente aislada en las pequeñas piezas de
un mosaico fragmentario formado por pequeñas colectividades rurales y
urbanas escasamente conscientes unas de otras, además de otras
divisiones estamentales, étnicas o de clase.

¿Por qué necesitan de una educación específicamente


institucionalizada, es decir, de la escuela, las órdenes, las ciudades, las
colectividades políticas premodernas o los estados? Porque las comunidades
secundarias, sean cuales sean, no se construyen solas. El mejor ejemplo de
ello es, ciertamente, la nación. Cabe definir una nación (o una nación-
Estado) de muchas maneras, o por medio de numerosas características,
pero, si prescindimos de cualquier dimensión mística o romántica, podemos
mencionar como principales unas pocas: la libre movilidad dentro de un
territorio, instrumentos de comunicación comunes, cierto sentimiento de
identidad o de pertenencia común, cierta aceptación de obligaciones y
derechos recíprocos, un poder político soberano.

El mercado requiere condiciones muy variadas (seguridad personal,


sistemas arancelarios favorables, tribunales reconocidos, mecanismos de
crédito…), y los comerciantes más o menos profesionalizados pueden actuar
en él, incluso en condiciones adversas, gracias a su conocimiento
5

especializado, su experiencia y sus particulares redes de solidaridad, pero


para incorporar masivamente a los productores y a los consumidores finales
es esencial engrasar sus mecanismos con, al menos, tres tipos de
lubricante: el primero es la homogenización de los pesos y medidas a lo
ancho de todo el territorio, de manera que las transacciones pueden ir más
allá del escenario local sin incurrir en costes de transacción adicionales; el
segundo es un cierto nivel de conocimiento que legitime la máxima caveat
emptor, es decir, el supuesto de que el comprador sabe lo que compra, y la
validez de los acuerdos, es decir, el supuesto de que el contratante sabe lo
que hace, lo cual requiere, al menos, rudimentos de aritmética que
permitan calcular precios y cantidades y capacidades básicas de lecturas
que permitan presumir el conocimiento de la ley y la comprensión de los
contratos; el tercero es un cierto nivel de confianza, esto es, de presunción
de honestidad en el otro, lo cual pasa por percibirlo como alguien que
comparte ciertas normas.3

La movilidad territorial requiere, por supuesto, la libertad individual


de desplazamiento, tanto de abandono del lugar de origen (lo cual implica la
liberación de las relaciones de dependencia señoriales y familiares) como de
asentamiento en el lugar de destino (lo que supone la incapacidad de
excluir al extraño por parte de los que ya están y, por tanto, una pérdida de
poder a favor de alguna instancia más alta que impera sobre un territorio
más amplio). Dadas estas condiciones, su efectividad dependerá del push y
el pull, de lo que repele en origen y lo que atrae en destino, hasta el punto
de que los individuos pueden optar por la migración incluso en las
condiciones más difíciles, pero la unificación lingüística, el sentimiento de
nacionalidad o de ciudadanía compartidas, el conocimiento de los derechos
y deberes y la mera información geográfica y económica son elementos que
facilitan la decisión de partir y, por tanto, una distribución más eficaz y
eficiente de la población desde el punto de vista de la nación.

La unificación lingüística, en todo caso, tanto si se trata de la


generalización de una lengua franca en convivencia con los vernáculas,
como si de su sustitución, o de la simple supresión de sus formas
dialectales, y la generalización de su dominio hablado y escrito a sectores

3
Cipolla, 1982.
6

crecientes de la población permite una relación más intensa y de mayor


alcance entre los individuos, una presencia más frecuente de las
instituciones y del poder político en la vida cotidiana, una mayor conciencia
de lo común, etc. En sí misma es ya un elemento de identidad y un pilar del
sentimiento de pertenencia a la comunidad, a la vez que un requisito de la
movilidad de los productos (mercado), las ideas (cultura) y las personas
(migraciones internas).

En fin, la convivencia con el otro requiere reconocerlo como igual a


uno mismo y/o como parte de una misma comunidad. Ese reconocimiento
de igualdad no se refiere simplemente a la physis, sino sobre todo a la
moral: creemos al otro igual cuando le atribuimos la misma capacidad de
pensar y sentir, de disfrutar y de sufrir, de desear y de dar… Y lo sentimos
miembro de una misma comunidad cuando lo creemos sometido a unas
mismas normas y a formas de vida y valores, si no iguales, al menos
respetables y compatibles; y, sobre todo, titular de unos derechos y sujeto
de unas obligaciones recíprocos. Otra cara del reconocimiento de esas
normas, o simplemente de esa necesidad de normas comunes, etc., es
decir, de un escenario amplio de convivencia, es el reconocimiento de una
colectividad como comunidad política y del poder en ella como poder
soberano, sea en su forma presente o en alguna forma alternativa
imaginada. Llegar a esto es, para la colectividad, un trabajo de la historia y,
para el individuo, obra de la educación.

Huelga explicar el papel de la escuela en este proceso.4


Prácticamente todo el contenido de la educación: lengua, literatura, historia,
geografía, filosofía, matemáticas, formación política (“del espíritu nacional”,
“para la convivencia”, “ciudadana”)… ha contribuido en mayor o menor
medida a este objetivo, porque la selección, la exclusión, la ponderación y
el diseño concreto de ese contenido se ha llevado a cabo teniendo a la
nación como norte o, al menos, como marco metodológico. Pero también
han estado ahí otros elementos. Los nombres de los centros, casi siempre
dedicados a los próceres nacionales (quizá de origen local); los símbolos y
ritos patrióticos de mayor o menor intensidad: banderas, escudos, estatuas,
onomásticas, fiestas… e incluso discursos, actos solemnes, concentraciones,

4
Me he extendido sobre ello en Fernández Enguita, 1991.
7

desfiles, etc.; más importante aún, la formación del magisterio y del


profesorado de secundaria, no sólo dirigida institucionalmente en tal sentido
sino caminando espontáneamente en él, pues nada mejor que identificarse
con el interés nacional para abrirse camino individual y colectivamente.

Con mayor o menor intensidad, con libertad para expresar posiciones


disidentes o sin ella, con base en el entusiasmo, el consentimiento o el
sometimiento del profesorado, en un contexto democrático o autoritario,
con un discurso brutal y casposo o sofisticado y sutil, las instituciones
educativas, en general, nunca han dejado de servir a la causa nacional. Y,
cuando lo han hecho, ha sido sólo con carácter excepcional para defender
ideales transnacionales humanistas o internacionalistas, o intereses o
ideales de las clases populares u oprimidas (por ejemplo, las escuelas
racionalistas de inspiración anarquista), más comúnmente para promover
objetivos subnacionales (los nuevos nacionalismos) o intereses y valores de
las clases dominantes o privilegiadas, del antiguo régimen y de la antigua
sociedad (la iglesia católica).

De la comunidad nacional a la humana

El desafío y la tarea que se plantean hoy a la escuela, en un contexto


de globalización, es esencialmente el mismo, aunque a otra escala y en
otras formas. Es el mismo en cuanto que se trata de generar un sentimiento
de comunidad moral y de sentar los pilares ideológicos para una comunidad
política donde no existen, en una colectividad objetivamente unida por los
lazos de la globalización pero subjetivamente separada por las fronteras
morales y políticas (y por ende físicas y psíquicas) de la nación. Es distinto
en cuanto que la colectividad en cuestión, la humanidad, no sólo es más
amplia, sino que ha de construirse, no a partir de una población dispersa y
molecularmente heterogénea, como fueron construidas las naciones, sino a
partir de los conglomerados interiormente homogéneos y exteriormente
heterogéneos que ya son éstas.

Hoy asistimos a procesos que se antojan imparables de globalización


de los mercados, las influencias ambientales, la comunicación y la cultura…
En el ámbito económico cabe destacar el desarrollo de mercados financieros
funcionando de manera continuada y sincronizada a escala planetaria, el
8

crecimiento de las empresas globales, capaces de combinar en procesos de


producción unitarios materias primas, productos intermedios, procesos de
trabajo y tecnologías distribuidas en distintas partes del globo; o el
despliegue de mercados similares y marcas homogéneas presentes por todo
el mundo. En lo que concierne al medio ambiente, asistimos a la
proliferación y deslocalización de los riesgos, entre los que el calentamiento
global quizá sea el más importante y espectacular, pero no el único:
provocación de lluvia ácida allende las fronteras del país en que se ubican
los procesos industriales, pandemias humanas y animales, contaminación
nuclear, etc. En cuanto a la seguridad, presenciamos la transnacionalización
del crimen organizado, en particular el tráfico de drogas, armas y personas,
y la globalización de conflictos antes localizados, hasta provocar tensiones
civilizatorias generalizadas, la amenaza global del terrorismo, la
internacionalización de las guerras locales, etc. En lo relativo a los
movimientos de personas, somos testigos de la intensificación de los flujos
migratorios, con la consiguiente diversificación de las colectividades
territoriales y de la multiculturalidad de las sociedades. En el ámbito
cultural, en fin, vivimos un doble movimiento de unificación y mestizaje,
aunque sesgado a favor de occidente, de la cultura y la comunicación de
masas.

El problema es que los instrumentos a nuestro alcance para actuar


sobre estos procesos siguen, en gran medida, constreñidos en el ámbito
nacional: dicho de otro modo, que la globalización financiera, industrial,
mercantil, ambiental, mediática, criminal, etc. no se ha visto acompañada
por la correspondiente globalización política.5 No debemos exagerar ni
menos todavía absolutizar este hiato, como si no existiera ninguna política
global: hay un papel más importante, aunque no siempre brillante, de
Naciones Unidas y sus agencias; hay estructuras supranacionales de ámbito
regional, en primer lugar la Unión Europea, y hay estructuras económicas a
las que no falta alguna dimensión política (MERCOSUR, ASEAN, Pacto
Andino…); son comunes las acciones concertadas de grupos y bloques de
naciones; está teniendo lugar una importante globalización de la justicia
(procesos de jurisdicción universal como el procesamiento de Pinochet,

5
Held, 1995.
9

puesta en marcha del TPI, incorporación de la Declaración de los DDHH a


las legislaciones nacionales…); hay poderosas ONGs capaces de establecer
normas de referencia en algunos ámbitos especializados o de actuar como
interlocutores de los gobiernos (AI, HRW, Green Peace, Oxfam, etc.); hay
importantes foros de indudable influencia (Davos, FSM); se abren paso la
intervención humanitaria en situaciones de crisis (Kosovo, Afganistán…) o la
observación internacional en procesos de democratización (Fundación
Carter, Brigadas de Paz Internacionales, GANUPT…). En medio, ciertamente,
inmensos fiascos, por acción o por omisión, como Bosnia, Ruanda, Palestina
o Irak.

Hay, pero no hay: la política va con retraso respecto de la economía,


la ley detrás del crimen, la moral detrás de la cultura, la solidaridad detrás
del mercado, etc. Pero ahí precisamente es donde se sitúan la necesidad y
las posibilidades de la educación. La educación no será la solución, en
singular, pero ha de ser parte de ella, al menos si no se quiere que sea
simplemente parte del problema, como en buena medida lo es hoy.

Globalización y educación se tocan de diversas maneras, pero aquí no


vamos a tratar de todas ellas.6 En la ola de la globalización económica, los
países más desarrollados, que no podrán competir en una economía abierta
con sus bajos salarios, habrán de hacerlo con su trabajo cualificado, para lo
cual dependerán ante todo de su sistema educativo, aunque no sólo
(también de su política de formación fuera de la escuela, de la vinculación
de la flexibilidad de las empresas a la actualización de las cualificaciones y
de su capacidad de atraer inmigración cualificada).7 En todo caso, la
globalización económica impone por sí misma cambios en el contenido de la
educación, desde la incorporación de lenguas extranjeras (el inglés en
primer término) hasta la universalización de la formación superior más
especializada. Por otra parte, el sistema educativo como tal se ve
presionado, de una parte, por una dinámica global propia y, de otra, por las
resistencias corporativas y nacionalistas. Esa dinámica global actúa a través
del mercado, la política, las profesiones y la cultura: desarrollo de grandes
multinacionales, por ejemplo, en el campo de la edición y de la formación;

6
Tampoco trato todas, pero sí algunas otras, en Fernández Enguita, 2004ª.
7
Reich, 1991.
10

políticas transnacionales como los acuerdos de Lisboa sobre aprendizaje a lo


largo de toda la vida o expansión de la escuela secundaria, los catálogos
profesionales para la libre circulación de la mano de obra, los informes
PISA, etc.; difusión global entre los profesionales de ideas, modas, filias y
fobias de distinto signo, desde la calidad total hasta la antiglobalización,
pasando por el multiculturalismo o el constructivismo. En sentido contrario,
los usos nacionalistas de la escuela (de las naciones constituidas o de las
que se pretende constituir) y la defensa corporativa de los monopolios y los
privilegios profesionales hacen que los sistemas educativos nacionales se
fortifiquen y amurallen con facilidad como los últimos reductos de lo
nacional, lo local, lo propio, lo nuestro, etc.

Lo que aquí nos interesa es el nuevo papel de la educación en la


formación de la ciudadanía, y éste es un problema que se desenvuelve en
dos direcciones: la apertura de la comunidad nacional hacia fuera y su
diversificación hacia dentro. Después de todo, ése es el doble efecto de la
globalización sobre las naciones: su derrumbe hacia fuera y hacia dentro.
Hacia fuera, al verse confrontadas, a veces sometidas, a fuerzas
económicas, culturales, etc. cuyo escenario de actuación supera con mucho
el del territorio nacional: el Estado se queda grande. Hacia dentro, al verse
confrontadas, de buen o mal grado, a una fuerte diversificación de la
ciudadanía, en primer término por los intensos flujos migratorios
internacionales pero también por una dinámica endógena: pero me cuidaré
mucho de decir que “el Estado se queda grande”, pues lo que se queda es
simplemente demasiado uniforme y homogéneo, apegado en exceso a la
cultura, en el sentido étnico del término, en vez de a la civilización. No se
trata de proclamar el gigantismo de un estado de ciudadanos heterogéneos
en beneficio de un mayor número de estados más pequeños y homogéneos,
sino de constatar una heterogeneidad interna con base territorial y personal
o, lo que es lo mismo, con base tanto territorial como no territorial.

Hacia fuera, la cuestión es pasar de la nación a la humanidad como


colectivo de referencia. En general, esto significa abandonar el actual
nacionalismo metodológico, que determina la nación como marco de
nuestra perspectiva social (para la lengua, para las ciencias sociales, para
las artes… y para la formación ética y política) en favor de un nuevo
11

humanismo metodológico. Perspectiva que, ciertamente, podrá apoyarse en


una larga tradición humanista, desde la filosofía y el derecho de la
Antigüedad clásica (en sus aspectos universalistas, que desde luego no lo
fueron todo), pasando por el cristianismo (que supone el abandono de la
idea del pueblo elegido y la proclamación de la igualdad esencial entre los
hombres… aunque sólo en el otro mundo), por el humanismo renacentista
(muy especialmente la medida del hombre como medida de todas las cosas,
es decir, el antropocentrismo, el abandono de la visión geocéntrica del
mundo) o por el universalismo revolucionario (en particular, la extensión de
la humanidad a los grupos antes total o parcialmente excluidos: mujeres,
minorías, pueblos del Tercer Mundo, discapacitados...), pero que tendrá que
construirse también en contra del nacionalismo desplegado de manera
especial en los siglos XIX y XX. Significa, asimismo, llevar y elevar la idea
de la humanidad de mero concepto a categoría moral, enseñar y aprender a
considerar a la humanidad en su conjunto como la comunidad moral en que
la persona se desenvuelve, lo que constituye una condición necesaria,
aunque no suficiente, para hacer de ella también una comunidad política, es
decir, una comunidad que se autoorganiza conjunta y conscientemente, no
como mero resultado accidental de las decisiones inconexas de las naciones
que hoy la componen.

El elemento común de la civilización

Esto requiere, sin duda, menos énfasis en lo que separa a los estados
de la era nacional y más énfasis en lo que une a las personas de la era
global, con las necesarias implicaciones, ante todo, para las ciencias
sociales, las humanidades y toda materia o actividad conectada con la
formación de la ciudadanía. Una parte de esta tarea debe formularse en
negativo, como oposición a toda forma de nacionalismo, etnocentrismo,
xenofobia, etc. Otra, en positivo, quizá explorando propuestas como la
reciente de un libro común de historia europea, u otros proyectos comunes
justo ahí donde estorban las diferencias (¿por qué no historias comunes de
“moros y cristianos”, de Israel y Palestina, de gitanos y payos…?),
reforzando el aprendizaje de las lenguas (cada día menos) extranjeras y en
particular del inglés, la lengua franca de nuestra era, impulsando los
contactos materiales y virtuales e intercambios entre escolares de distintos
12

lugares, etc. Quizá también restando énfasis a las culturas particulares,


incluso a las civilizaciones entendidas como figuras separadas, para ponerlo
en la civilización, en lo común a toda civilización, es decir, en ese proceso
equivalente que de Atenas a Los Ángeles, de Babilonia a Sao Paulo, de El
Cairo a Nueva York, de la Córdoba del Califato a la Barcelona actual, ha
permitido a personas de distintos orígenes vivir bajo unas normas comunes
capaces de amparar a la vez la convivencia y la libertad, los nexos sociales
y las singularidades personales, el futuro común y las tradiciones
particulares.

Es la civilización en general, no ninguna de ellas en particular, lo que


constituye el mejor patrimonio moral y el gran activo político de nuestro
tiempo: el hilo conductor que, desde la polis antigua, pasando por la civitas
romana, la medina árabe, la ciudad libre medieval o la città renacentista,
llega hasta la cosmópolis actual.8 La ciudad es el lugar donde la gente se
une no por su procedencia, sino por su función, para lo cual aquélla sólo
sería una molestia. La polis no pregunta al ciudadano cuál es su familia,
sino su demos, es decir, su lugar, a partir de la revolución isonómica
(igualitaria) del siglo V a.C.; la civitas se organiza por encima de la familia
(la casa y la gens) y es el escenario de gradación y expansión de los
derechos; la medina se dota de una autoridad capaz de imponerse a los
clanes; la ciudad medieval acoge a los mercaderes, libera a los siervos y
establece un derecho de iguales; la città renacentista es el caldo de cultivo
de las dos grandes fuerzas igualitarias de la modernización: el saber
profano y el dinero;9 la ciudad cosmopolita moderna es una mezcla
abigarrada y fascinante de gentes con distintos bagajes étnicos y culturales
pero unidos por las redes del mercado, la sociedad civil y el estado. Dicho
de otro modo: bajo cualquier cultura, la ciudad ha sido una fuerza
igualitaria, tanto al exigir una organización social sobreimpuesta a los
particularismos anteriores como al propiciar el desarrollo de una cultura y
una política meritocráticas, igualitarias e incluso niveladoras, por más que
nunca dejara de ser, al mismo tiempo, el escenario más hiriente y
contestado de la desigualdad (a diferencia de su percepción como algo
integrado en el orden de las cosas en el ámbito rural). La ciudadanía, es

8
Civilización, por tanto, en el sentido universalista del concepto en Elias, 1973.
9
Von Martin, 1981.
13

decir, el desarrollo de un conjunto de obligaciones y derechos individuales


por encima de la pertenencia adscriptiva a un grupo originario, ha florecido,
aun por sinuosos caminos y pasando por avances y retrocesos, en cualquier
proceso civilizatorio por el mero hecho de serlo.

La reconstrucción de la ciudadanía

Hacia dentro, hoy, es de nuevo la ciudad, particularmente la gran


ciudad, la megalópolis, la ciudad global, la que se encuentra de manera más
clara con el desafío de integrar en la convivencia, en una ciudadanía común,
a individuos y grupos de procedencia muy diversa; es decir, la tarea de
integrar la multiculturalidad de hecho en una interculturalidad de derecho,
no la única posible pero si la única imprescindible, y no la única perseguible
pero sí la única que corresponde construir a la escuela. Esta
inter/multiculturalidad ha de tener dos componentes; primero, la ciudadanía
compartida; segundo, la tolerancia y la comprensión recíprocas. En otras
palabras, los futuros ciudadanos han de aprender a conocer y a cultivar lo
que tienen en común y a comprender y a respetar lo que tienen de
diferente.

El primer elemento de esta empresa de construcción ciudadana es el


hecho mismo de la escolarización. Ésta supone un proceso de socialización
en gran medida común y, hasta cierto punto, en común. Que sea un
proceso común ha de venir garantizado por la obligatoriedad, la dotación de
recursos suficiente, los planes de estudio, los programas y libros de texto,
la formación inicial y permanente del profesorado y la inspección regular de
los centros, aspectos todos ellos que pueden considerarse parte de la
dinámica establecida del sistema educativo, incluso de su inercia
burocrática, pero que de ningún modo deben darse por sentados ni por
inmunes a sus omnipresentes tendencias a la balcanización y el desorden,
sino que deben ser controlados, cuidados, reconstruidos, defendidos y, si se
tercia, impuestos. Que sea un proceso en común se antoja todavía más
difícil, pues tanto la distribución de clases las sociales y los grupos étnicos
en el territorio, particularmente de las clases más extremas y los grupos
más aislados, como las estrategias escolares de las familias,
particularmente de las más informadas de las posibilidades y mejor situadas
14

ante las oportunidades de la institución, conduce a menudo a la selección


positiva, por elección, de centros-burbuja y negativa, por abandono, de
centros-gueto. En potencia, todo centro es un microcosmos de la sociedad
como difícilmente podría serlo ninguna otra institución, incluso si está
situado en un barrio de composición demográfica sesgada; sin embargo, las
estrategias escolares mesocráticas, de un lado, y la escasa capacidad de
reacción de los grupos sociales en las filas o en los límites de la exclusión y
la marginación, de otro, hacen a menudo que la mezcla social en los centros
pase de macro a micro (de darse entre grupos muy distantes a hacerlo sólo
entre grupos poco distantes) y/o se vea confinada a los centros en tierra de
nadie, los que, tal vez en proporción decreciente, no son ni guetos ni
burbujas. La recta y eficaz utilización de la escuela como instrumento de
construcción de la ciudadanía, requeriría, sin lugar a dudas, combatir esta
dinámica disgregadora en su reclutamiento, otorgando a todos, con
independencia de su titularidad, la condición plena de centros públicos, en
cuanto que instituciones de un servicio público, con el consiguiente conjunto
de derechos y de obligaciones, entre las cuales un reclutamiento
socialmente no sesgado.10

El segundo elemento es el aprendizaje de la ciudadanía a través del


contenido y la forma de la escolarización. Las discusiones sobre si
establecer o no una asignatura específica de formación para la ciudadanía,
sobre si darían mejor cuenta de ella los profesores de filosofía o los de
ciencias sociales (léase, en realidad, de geografía e historia), etc., se
entienden solamente desde la perspectiva de los intereses sectarios y
corporativos, pero difícilmente desde la del interés común en la
reconstrucción de la ciudadanía. Desde éste, resulta claro que, en una
sociedad como la española, que carece de una cultura democrática
asentada, en la que la identidad y la realidad nacionales son
permanentemente cuestionadas desde dentro y una avalancha inmigrante
desde fuera obliga a asimilar de una generación a otra a grupos
procedentes de culturas a menudo muy distintas o distantes, todos los
medios son necesarios y cada uno tiene su función y debe hacer su
aportación. La formación ciudadana, evidentemente, debe impregnar el

10
Véase Fernández Enguita, 2005.
15

conjunto del currículum (ser, por tanto, “transversal”), en particular las


áreas de ciencias sociales, humanidades y lengua, aunque también debe
tenerse presente en las demás. Pero debe, asimismo, ser objeto e una
reflexión específica y sistemática, primero porque tiene entidad y
complejidad más que suficientes para ello y, segundo, porque ya hemos
aprendido a desconfiar de las promesas de la transversalidad, tanto más en
un medio profesional altamente burocratizado. Por otro lado, ningún
alumno, y menos aún llegado de fuera o perteneciente a una cultura
minoritaria, podrá llegar a creer que forma parte de una comunidad
ciudadana si la escuela no es capaz de transmitirle en todo momento, a
través de una organización eficaz de la convivencia cotidiana y de una labor
permanente de tutela individual y colectiva por parte de los profesores, que
ya es parte de una comunidad educativa. Por último, la organización de la
escuela, y en concreto los órganos de gestión y control democráticos, las
relaciones entre los profesionales y las familias y los mecanismos de
garantías, de petición, de queja, de iniciativa, etc. a disposición de los
alumnos deben operar ya como una anticipación y un lugar de
entrenamiento para la participación democrática en la vida adulta. Sin estas
cuatro patas, las cuatro y no tres, ni dos, ni una, el armazón de la
formación ciudadana está llamado a tambalearse y, seguramente, a
derrumbarse.

La creciente multiculturalización de nuestra sociedad, por cierto,


obliga a la reconsideración de la relación entre las instituciones comunes y
las culturas particulares, y más concretamente entre la escuela como
institución pública y las confesiones religiosas como colectivos privados. Si
la escuela quiere ser común, tiene que ser laica.11 Laica como institución, lo
cual no se opone a las creencias religiosas de los alumnos, ni a la
distribución y adquisición de conocimientos sobre las religiones como parte
de nuestras culturas y de la(s) civilización(es), ni siquiera al apoyo con
recursos escolares (por ejemplo, espacios) a las actividades de formación
religiosa (por ejemplo, la catequización en las creencias de los padres). Pero
sí que se contrapone a la selección de alumnos por sus creencias, a la
imposición de idearios religiosos, a cualquier manifestación religiosa de los

11
Fernández Enguita, 2004b.
16

profesores en su función de tales, a la integración de la enseñanza de


dogmas en las materias regladas y evaluables, a la incrustación de
cualquier actividad religiosa en la jornada propiamente escolar, etc. La
paradoja, aquí, es que la llegada en particular de inmigrantes de religión
musulmana, una religión que no sólo tiene un contenido distinto a la
católica y otras denominaciones cristianas sino también una distinta
concepción de la relación entre religión y política –lo que es peor, que
apuesta por la supeditación de ésta a aquélla–, pone al descubierto la
insuficiencia del proceso de secularización de la sociedad española y, más
aún, de la institución escolar. El Islam no es simplemente otra religión, sino
una religión más anticívica y antidemocrática que la católica (cuyas
pretensiones de dominar la política son menos radicales, pues parecen
conformarse con hacerlo a través del voto y la educación, lo que sin
embargo no es poco), así como ésta lo es más que la mayoría de las
denominaciones protestantes (que convirtieron hace tiempo la religión en
un asunto privado, en la mayoría de los casos plenamente disociado del
Estado o subordinado a él), y todas ellas más que el zen, que se
despreocupa de las cosas de este mundo. Ante la ley se plantean dos
opciones: tratar de distinta manera a las diferentes religiones según su
contenido, es decir, según qué ésta o aquélla parezca más o menos
tolerante, más o menos respetuosa de los valores democráticos, etc., lo que
sin duda sería lanzarse a una escalada sin fin de arbitrariedades y
conflictos, o excluirlas todas, indistintamente, de las instituciones públicas,
lo que sin duda parecerá radical a una parte sus creyentes y, sobre todo, de
sus profesionales, pero es algo en mayor o menor medida ya hecho en la
mayor parte de occidente. Lo que resulta de todo punto inviable es
mantener una religión dentro y otras fuera de la escuela.

La educación en la tolerancia exige, en cambio, el conocimiento del


otro. Que la religión no deba tener papel activo alguno en la institución
escolar no significa que no pueda y deba ser objeto de estudio, en particular
para las ciencias sociales y las humanidades. Conocer al otro es una
condición para comprenderlo, y no sólo en lo concerniente a su religión, que
para los creyentes puede ser la parte más chocante de la alteridad, sino en
todas sus facetas sociales y culturales. Y digo comprender, no simplemente
17

entender, porque de eso se trata, de comprensión (Verstehen) en el sentido


que adquirió definitivamente el término a partir de la polémica metodológica
sobre las ciencias humanas en el tránsito del siglo XIX al XX (la
Methodenstreit).12 No se trata de entender al otro como se entienden una
cosa o un fenómeno físico o natural, sino de ponerse en su lugar, meterse
dentro de su piel, para así comprender el sentido y el significado de su
acción. La comprensión tiene elementos de explicación, pero sin reducirse a
ella, así como incluye un componente de empatía, aunque no la exige.
Requiere información y conocimiento sobre el otro, su cultura, su visión del
mundo, su modo de vida, sus tradiciones, etc., pero el propósito no es
disecarlo fríamente, ni mucho menos justificar nuestra distancia o nuestra
presunta superioridad frente a él, sino ser capaces de contextualizar su
acción. La tolerancia, que no consiste en celebrar lo que nos gusta del otro
(tal vez su gastronomía o su folclore) sino precisamente lo contrario, en
aceptar y respetar lo que no nos agrada, lo que puede incluso ofender a
nuestra manera de ver el mundo, no puede nacer ni de la ciencia (de la
explicación) ni de la búsqueda compulsiva de la verdad (la revelación), pues
desde este punto de vista el otro se ve ubicado fácilmente en el error o en
la infidelidad y se convierte en objeto de rechazo, si no en carne de
exterminio. Tiene que nacer de la comprensión, del reconocimiento de que
el motivo y el sentido de la acción del otro son tan buenos como los
nuestros, aunque se inserten en una estructura cognitiva y una visión de sí
y del mundo diferentes.

Por último, hay que señalar que, en nuestros días, la escuela no es


sólo un elemento reproductor de la comunidad en general, es decir, de la
sociedad nacional, sino también uno de los mecanismos más importantes, si
no el más importante de todos, en la generación y consolidación de la
comunidad en particular, esto es, de la comunidad residencial: el pueblo, el
barrio, etc.13 Hace un siglo, y en muchos sitios todavía hace apenas unos
decenios, la institución escolar venia a insertarse en comunidades
largamente establecidas, unas veces por algunas generaciones, como los
barrios obreros de las zonas industriales, y otras por siglos, como las
aldeas, pueblos y pequeñas ciudades (de ahí que se hablar de la escuela o

12
Fernández Enguita, 1998.
13
Fernández Enguita, 2003.
18

del maestro como un extraño sociológico). Pero la movilidad geográfica,


social y ocupacional inducida por las transformaciones económicas internas,
en particular la industrialización y la terciarización de la producción; los
profundos cambios en las estructuras familiares, en particular la
proliferación de la familia conyugal reducida y la reducción del número de
hijos; y, más recientemente, la llegada repentina de una numerosa
población inmigrante, han invertido esta relación. Ahora, lo que sucede es
más bien que las primeras amistades adultas de los matrimonios que se
instalan en una nueva vivienda son los padres de los amigos y compañeros
de colegio de sus hijos; que su primer contacto con las instituciones locales,
más allá de la superficial solicitud de un certificado de empadronamiento o
un permiso de obras, es con la escuela de sus hijos; que la primera
asociación de la que formarán parte (aparte de la insufrible y limitada
comunidad de propietarios) es la asociación de padres de alumnos de su
centro; que buena parte de la oferta cultural del lugar es probable que se
ubique en las infraestructuras escolares, etc., etc. Y esto es tanto más
cierto cuanto mayor sea la movilidad geográfica reciente, es decir, más
cierto en la gran ciudad que en la pequeña, en la periferia que en el centro,
para la clase media que para la clase trabajadora, para los inmigrantes que
para los nativos y, como resumen de la tendencia general, más cierto cada
día. En otras palabras, la escuela ya no se inserta en la comunidad, sino
que la crea y la recrea, constituyéndose, por tanto, también por esta vía
indirecta en un elemento esencial de la (re)construcción de la ciudadanía.
19

REFERENCIAS

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de la China traditionnelle, París Gallimard.
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