Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Boecio y Casiodoro
(Intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general del miércoles 12
de marzo de 2008, dedicada a presentar las figuras de Boecio y Casiodoro)
Queridos hermanos y hermanas:
XXXXX Hoy quiero hablar de dos escritores eclesiásticos, Boecio y Casiodoro,
que vivieron en unos de los años más tormentosos del Occidente cristiano y, en
particular, de la península italiana. Odoacro, rey de los hérulos, una etnia
germánica, se había rebelado, acabando con el imperio romano de Occidente
(año 476), pero muy pronto sucumbió ante los ostrogodos de Teodorico, que
durante algunos decenios controlaron la península italiana.
Boecio
XXXXX Boecio nació en Roma, en torno al año 480, de la noble estirpe de los
Anicios; siendo todavía joven, entró en la vida pública, logrando ya a los 25
años el cargo de senador. Fiel a la tradición de su familia, se comprometió en
política, convencido de que era posible armonizar las líneas fundamentales de
la sociedad romana con los valores de los nuevos pueblos. Y en este nuevo
tiempo de encuentro de culturas consideró como misión suya reconciliar y unir
esas dos culturas, la clásica y romana, con la naciente del pueblo ostrogodo. De
este modo, fue muy activo en política, incluso bajo Teodorico, que en los
primeros tiempos lo apreciaba mucho.
XXXXX A pesar de esta actividad pública, Boecio no descuidó los estudios,
dedicándose en particular a profundizar en los temas de orden filosóficoreligioso.
Pero escribió también manuales de aritmética, de geometría, de
música y de astronomía: todo con la intención de transmitir a las nuevas
generaciones, a los nuevos tiempos, la gran cultura grecorromana. En este
ámbito, es decir, en el compromiso por promover el encuentro de las culturas,
utilizó las categorías de la filosofía griega para proponer la fe cristiana,
buscando una síntesis entre el patrimonio helenístico-romano y el mensaje
evangélico. Precisamente por esto, Boecio ha sido considerado el último
representante de la cultura romana antigua y el primero de los intelectuales
medievales.
XXXXX Ciertamente su obra más conocida es el De consolatione philosophiae , que
compuso en la cárcel para dar sentido a su injusta detención. Había sido
acusado de complot contra el rey Teodorico por haber defendido en un juicio a
un amigo, el senador Albino. Pero se trataba de un pretexto: en realidad,
Teodorico, arriano y bárbaro, sospechaba que Boecio sentía simpatía por el
emperador bizantino Justiniano. De hecho, procesado y condenado a muerte,
fue ejecutado el 23 de octubre del año 524, cuando sólo tenía 44 años.
XXXXX Precisamente a causa de su dramática muerte, puede hablar por
experiencia también al hombre contemporáneo y sobre todo a las
numerosísimas personas que sufren su misma suerte a causa de la injusticia
presente en gran parte de la "justicia humana". Con esta obra, en la cárcel busca
consuelo, busca luz, busca sabiduría. Y dice que, precisamente en esa situación,
ha sabido distinguir entre los bienes aparentes, que en la cárcel desaparecen, y
los bienes verdaderos, como la amistad auténtica, que en la cárcel no
desaparecen.
XXXXX El bien más elevado es Dios: Boecio aprendió —y nos lo enseña a
nosotros— a no caer en el fatalismo, que apaga la esperanza. Nos enseña que no
gobierna el hado, sino la Providencia, la cual tiene un rostro. Con la Providencia
se puede hablar, porque la Providencia es Dios. De este modo, incluso en la
cárcel, le queda la posibilidad de la oración, del diálogo con Aquel que nos
salva. Al mismo tiempo, incluso en esta situación, conserva el sentido de la
belleza de la cultura y recuerda la enseñanza de los grandes filósofos antiguos,
griegos y romanos, como Platón, Aristóteles —a los que había comenzado a
traducir del griego al latín—, Cicerón, Séneca y también poetas como Tibulo y
Virgilio.
XXXXX La filosofía, en el sentido de búsqueda de la verdadera sabiduría, es,
según Boecio, la verdadera medicina del alma (Libro I). Por otra parte, el
hombre sólo puede experimentar la auténtica felicidad en la propia interioridad
(libro II). Por eso, Boecio logra encontrar un sentido al pensar en su tragedia
personal a la luz de un texto sapiencial del Antiguo Testamento ( Sb 7, 30-8, 1)
que cita: "Contra la Sabiduría no prevalece la maldad. Se despliega
vigorosamente de un confín al otro del mundo y gobierna de excelente manera
el universo" (Libro III, 12: PL 63, col. 780).
XXXXX Por tanto, la así llamada prosperidad de los malvados resulta mentirosa
(libro IV), y se manifiesta la naturaleza providencial de la adversa fortuna . Las
dificultades de la vida no sólo revelan hasta qué punto esta es efímera y breve,
sino que resultan incluso útiles para descubrir y mantener las auténticas
relaciones entre los hombres. De hecho, la adversa fortuna permite distinguir los
amigos falsos de los verdaderos y da a entender que no hay nada más precioso
para el hombre que una amistad verdadera. Aceptar de forma fatalista una
condición de sufrimiento es totalmente peligroso, añade el creyente Boecio,
pues "elimina en su raíz la posibilidad misma de la oración y de la esperanza
teologal, en las que se basa la relación del hombre con Dios" (Libro V, 3: PL 63,
col. 842).
XXXXX La peroración final del De consolatione philosophiae puede considerarse
como una síntesis de toda la enseñanza que Boecio se dirige a sí mismo y a
todos los que puedan encontrarse en su misma situación. En la cárcel escribe:
"Luchad, por tanto, contra los vicios, dedicaos a una vida de virtud orientada
por la esperanza que eleva el corazón hasta alcanzar el cielo con las oraciones
alimentadas por la humildad. Si os negáis a mentir, la imposición que habéis
sufrido puede transformarse en la enorme ventaja de tener siempre ante los ojos
al juez supremo que ve y que sabe cómo son realmente las cosas" (Libro V, 6: PL
63, col. 862).
XXXXX Todo detenido, independientemente del motivo por el que haya
acabado en la cárcel, intuye cuán dura es esta particular condición humana,
sobre todo cuando se embrutece, como sucedió a Boecio, por la tortura. Pero es
particularmente absurda la condición de aquel que, como Boecio —a quien la
ciudad de Pavía reconoce y celebra en la liturgia como mártir en la fe—, es
torturado hasta la muerte únicamente por sus convicciones ideales, políticas y
religiosas. De hecho, Boecio, símbolo de un número inmenso de detenidos
injustamente en todos los tiempos y en todas las latitudes, es una puerta
objetiva para entrar en la contemplación del misterioso Crucificado del Gólgota.
Casiodoro
XXXXX Marco Aurelio Casiodoro fue contemporáneo de Boecio. Calabrés,
nacido en Squillace hacia el año 485, murió ya anciano en Vivarium , alrededor
del año 580. También él era de un elevado nivel social. Se dedicó a la vida
política y al compromiso cultural como pocos en el Occidente romano de su
tiempo. Quizá los únicos que se le podían igualar en este doble interés fueron el
ya recordado Boecio, y el futuro Papa de Roma san Gregorio Magno (590-604).
XXXXX Consciente de la necesidad de que no cayera en el olvido todo el
patrimonio humano y humanístico, acumulado en los siglos de oro del Imperio
romano, Casiodoro colaboró generosamente, en los más elevados niveles de
responsabilidad política, con los pueblos nuevos que habían cruzado las
fronteras del Imperio y se habían establecido en Italia. También él fue modelo
de encuentro cultural, de diálogo y de reconciliación. Las vicisitudes históricas
no le permitieron realizar sus sueños políticos y culturales, orientados a crear
una síntesis entre la tradición romano-cristiana de Italia y la nueva cultura
gótica. Sin embargo, esas mismas vicisitudes lo convencieron de que el
movimiento monástico, que se estaba consolidando en las tierras cristianas, era
providencial. Decidió apoyarlo, dedicándole todas sus riquezas materiales y sus
fuerzas espirituales.
XXXXX Tuvo la idea de encomendar precisamente a los monjes la tarea de
recuperar, conservar y transmitir a las generaciones futuras el inmenso
patrimonio cultural de los antiguos para que no se perdiera. Por eso fundó
Vivarium , un cenobio en el que todo estaba organizado de manera que se
considerara sumamente precioso e irrenunciable el trabajo intelectual de los
monjes. Estableció también que los monjes que no tenían una formación
intelectual no se dedicarán sólo al trabajo material, a la agricultura, sino
también a transcribir manuscritos para contribuir a la transmisión de la gran
cultura a las futuras generaciones. Y esto sin detrimento alguno del
compromiso espiritual monástico y cristiano y de la actividad caritativa en
favor de los pobres.
XXXXX En su enseñanza, distribuida en varias obras, pero sobre todo en el
tratado De anima y en las Institutiones divinarum litterarum , la oración (cf. PL 69,
col. 1108), alimentada por la sagrada Escritura y particularmente por la
meditación asidua de los Salmos (cf. PL 69, col. 1149), ocupa siempre un lugar
central como alimento necesario para todos.
XXXXX Este doctísimo calabrés, por ejemplo, introduce así su Expositio in
Psalterium : "Rechazados y abandonados en Rávena los deseos de hacer carrera
política, caracterizada por el sabor desagradable de las preocupaciones
mundanas, habiendo gozado del Salterio, libro venido del cielo como auténtica
miel para el alma, me dediqué ávidamente como un sediento a escrutarlo sin
cesar y a dejarme impregnar totalmente por esa dulzura saludable, después de
haberme saciado de las innumerables amarguras de la vida activa" ( PL 70, col.
10).
XXXXX La búsqueda de Dios, orientada a su contemplación —escribe
Casiodoro—, sigue siendo la finalidad permanente de la vida monástica (cf. PL
69, col. 1107). Sin embargo, añade que, con la ayuda de la gracia divina (cf. PL
69, col. 1131.1142), se puede disfrutar mejor de la Palabra revelada utilizando
las conquistas científicas y los instrumentos culturales "profanos" que poseían
ya los griegos y los romanos (cf. PL 69, col. 1140). Casiodoro se dedicó
personalmente a los estudios filosóficos, teológicos y exegéticos sin una
creatividad particular, pero prestando atención a las intuiciones que
consideraba válidas en los demás. Leía con respeto y devoción sobre todo a san
Jerónimo y san Agustín. De este último decía: "En san Agustín hay tanta
riqueza que me parece imposible encontrar algo que no haya sido tratado
ampliamente por él" (cf. PL 70, col. 10).
XXXXX Citando a san Jerónimo, exhortaba a los monjes de Vivarium : "No sólo
alcanzan la palma de la victoria los que luchan hasta derramar la sangre o los
que viven en virginidad, sino también todos aquellos que, con la ayuda de Dios,
vencen los vicios del cuerpo y conservan la recta fe. Pero para que podáis
vencer más fácilmente, con la ayuda de Dios, los atractivos del mundo y sus
seducciones, permaneciendo en él como peregrinos siempre en camino, tratad
de buscar ante todo la saludable ayuda sugerida por el salmo 1, que recomienda
meditar noche y día en la ley del Señor. Si toda vuestra atención está centrada
en Cristo, el enemigo no encontrará ninguna entrada para asaltaros" ( De
Institutione Divinarum Scripturarum , 32: PL 69, col. 1147).
XXXXX Es una advertencia que podemos considerar válida también para
nosotros. En efecto, también nosotros vivimos en un tiempo de encuentro de
culturas, de peligro de violencia que destruye las culturas, y en el que es
necesario esforzarse por transmitir los grandes valores y enseñar a las nuevas
generaciones el camino de la reconciliación y de la paz. Encontramos este
camino orientándonos hacia el Dios que tiene rostro humano, el Dios que se nos
reveló en Cristo.
Dionisio Areopagita
(Intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general del miércoles 14
de mayo de 2008, dedicada a presentar la figura de Dionisio Areopagita)
Queridos hermanos y hermanas:
XXXXX En el curso de las catequesis sobre los Padres de la Iglesia, quiero
hablar hoy de una figura muy misteriosa: un teólogo del siglo VI, cuyo nombre
se desconoce, y que escribió bajo el seudónimo de Dionisio Areopagita. Con
este seudónimo aludía al pasaje de la Escritura que acabamos de escuchar, es
decir, el episodio narrado por san Lucas en el capítulo XVII de los Hechos de los
Apóstoles, donde se cuenta que Pablo predicó en Atenas, en el Areópago,
dirigiéndose a una élite del gran mundo intelectual griego, pero al final la
mayoría de los que le escuchaban no se mostró interesada, y se alejó burlándose
de él; sin embargo, unos cuantos, pocos, como nos dice san Lucas, se acercaron
a san Pablo abriéndose a la fe. El evangelista nos revela dos nombres: Dionisio,
miembro del Areópago, y una mujer llamada Damaris.
XXXXX Si el autor de estos libros escogió cinco siglos después el seudónimo de
Dionisio Areopagita, quiere decir que tenía la intención de poner la sabiduría
griega al servicio del Evangelio, promover el encuentro entre la cultura y la
inteligencia griega y el anuncio de Cristo; quería hacer lo que pretendía aquel
Dionisio, es decir, que el pensamiento griego se encontrara con el anuncio de
san Pablo; siendo griego, quería hacerse discípulo de san Pablo y de este modo
discípulo de Cristo.
XXXXX ¿Por qué ocultó su nombre, escogiendo este seudónimo? En parte, ya
hemos respondido: quería expresar esa intención fundamental de su
pensamiento. Pero hay dos hipótesis sobre este anonimato y sobre su
seudónimo. Según la primera, se trataba de una falsificación voluntaria, a través
de la cual, fechando sus obras en el primer siglo, en tiempos de san Pablo,
quería dar a su producción literaria una autoridad casi apostólica.
XXXXX Pero hay otra hipótesis mejor, pues la anterior me parece poco creíble:
lo hizo así por humildad. No quería dar gloria a su nombre, no quería erigir un
monumento a sí mismo con sus obras, sino realmente servir al Evangelio, crear
una teología eclesial, no individual, basada en sí mismo. En realidad logró
elaborar una teología que ciertamente podemos fechar en el siglo VI, pero no la
podemos atribuir a una de las figuras de esa época; no es una teología
"individualizada"; se trata de una teología que expresa un pensamiento y un
lenguaje común.
XXXXX En un tiempo de acérrimas polémicas tras el Concilio de Calcedonia, él,
por el contrario, en su séptima Carta, dice: "No quisiera hacer polémica; hablo
simplemente de la verdad, busco la verdad". Y la luz de la verdad por sí misma
hace que caigan los errores y que resplandezca lo que es bueno. Con este
principio purificó el pensamiento griego y lo puso en relación con el Evangelio.
Este principio, que afirma en su séptima Carta, también es expresión de un
auténtico espíritu de diálogo: no hay que buscar las cosas que separan, sino la
verdad en la Verdad misma; esta, después, resplandece, y hace que caigan los
errores.
XXXXX Por tanto, a pesar de que la teología de este autor no es "personal", sino
realmente eclesial, podemos situarla en el siglo VI. ¿Por qué? El espíritu griego,
que puso al servicio del Evangelio, lo encontró en los libros de Proclo, fallecido
en el año 485 en Atenas: este autor pertenecía al platonismo tardío, una
corriente de pensamiento que había transformado la filosofía de Platón en una
especie de religión, cuya finalidad consistía fundamentalmente en crear una
gran apología del politeísmo griego y volver, tras el éxito del cristianismo, a la
antigua religión griega. Quería demostrar que, en realidad, las divinidades eran
las fuerzas que actuaban en el cosmos. La consecuencia era que debía
considerarse más verdadero el politeísmo que el monoteísmo, con un solo Dios
creador.
XXXXX Proclo presentaba un gran sistema cósmico de divinidades, de fuerzas
misteriosas, según el cual, en este cosmos deificado, el hombre podía encontrar
el acceso a la divinidad. Ahora bien, hacía una distinción entre las sendas de los
sencillos —los cuales no eran capaces de elevarse a las cumbres de la verdad,
sino que les bastaban ciertos ritos—, y los caminos de los sabios, que por el
contrario debían purificarse para llegar a la luz pura.
XXXXX Como se puede ver, este pensamiento es profundamente anticristiano.
Es una reacción tardía contra la victoria del cristianismo. Un uso anticristiano
de Platón, mientras ya se realizaba una lectura cristiana del gran filósofo. Es
interesante constatar cómo este seudo-Dionisio se atrevió a servirse
precisamente de este pensamiento para mostrar la verdad de Cristo; para
transformar este universo politeísta en un cosmos creado por Dios, en la
armonía del cosmos de Dios, donde todas las fuerzas alaban a Dios, y mostrar
esta gran armonía, esta sinfonía del cosmos, que va desde los serafines, los
ángeles y los arcángeles, hasta el hombre y todas las criaturas, que juntas
reflejan la belleza de Dios y alaban a Dios.
XXXXX Así transformó la imagen politeísta en un elogio del Creador y de su
criatura. De este modo, podemos descubrir las características esenciales de su
pensamiento: ante todo, es una alabanza cósmica. Toda la creación habla de
Dios, es un elogio de Dios. Siendo la criatura una alabanza de Dios, la teología
del seudo-Dionisio se convierte en una teología litúrgica: a Dios se le encuentra
sobre todo alabándolo, no sólo reflexionando; y la liturgia no es algo construido
por nosotros, algo inventado para hacer una experiencia religiosa durante cierto
período de tiempo; consiste en cantar con el coro de las criaturas y entrar en la
realidad cósmica misma. Así la liturgia, aparentemente sólo eclesiástica, se
ensancha y amplía, nos une en el lenguaje de todas las criaturas. El seudo-
Dionisio nos dice: no se puede hablar de Dios de manera abstracta; hablar de
Dios es siempre —lo dice con una palabra griega—, «hymnein», cantar himnos
para Dios con el gran canto de las criaturas, que se refleja y concreta en la
alabanza litúrgica.
XXXXX Sin embargo, aunque su teología sea cósmica, eclesial y litúrgica,
también es profundamente personal. Creó la primera gran teología mística. Más
aún, la palabra "mística" adquiere con él un nuevo significado. Hasta esa época
para los cristianos esta palabra equivalía a la palabra "sacramental", es decir, lo
que pertenece al «mysterion», al sacramento. Con él, la palabra "mística" se hace
más personal, más íntima: expresa el camino del alma hacia Dios.
XXXXX Y, ¿cómo encontrar a Dios? Aquí observamos nuevamente un elemento
importante en su diálogo entre la filosofía griega y el cristianismo, en particular,
la fe bíblica. Aparentemente lo que dice Platón y lo que dice la gran filosofía
sobre Dios es mucho más elevado, mucho más verdadero; la Biblia parece
bastante "bárbara", simple, pre-crítica, se diría hoy; pero él constata que
precisamente esto es necesario para que de este modo podamos comprender
que los conceptos más elevados sobre Dios no llegan nunca hasta su auténtica
grandeza; son siempre impropios.
XXXXX En realidad, estas imágenes nos hacen comprender que Dios está por
encima de todos los conceptos; en la sencillez de las imágenes encontramos más
verdad que en los grandes conceptos. El rostro de Dios es nuestra incapacidad
para expresar realmente lo que él es. De este modo el seudo-Dionisio habla de
una "teología negativa". Es más fácil decir lo que no es Dios, que expresar lo que
es realmente. Sólo a través de estas imágenes podemos adivinar su verdadero
rostro y, por otra parte, este rostro de Dios es muy concreto: es Jesucristo. Y
aunque Dionisio, siguiendo a Proclo, nos muestra la armonía de los coros
celestiales, de manera que parece que todos dependen de todos, no deja de ser
verdad que nuestro camino hacia Dios queda muy lejos de él; el seudo-Dionisio
demuestra que, al final, el camino hacia Dios es Dios mismo, el cual se hace
cercano a nosotros en Jesucristo.
XXXXX Así, una teología grande y misteriosa se hace también muy concreta,
tanto en la interpretación de la liturgia como en la reflexión sobre Jesucristo:
con todo ello, este Dionisio Areopagita ejerció una gran influencia en toda la
teología medieval, en toda la teología mística de Oriente y de Occidente. En
cierto sentido, en el siglo XIII fue redescubierto sobre todo por san
Buenaventura, el gran teólogo franciscano, que en esta teología mística encontró
el instrumento conceptual para interpretar la herencia tan sencilla y profunda
de san Francisco: el "Poverello", al igual que Dionisio, nos dice en definitiva que
el amor ve más que la razón. Donde está la luz del amor, las tinieblas de la
razón se disipan; el amor ve, el amor es ojo y la experiencia nos da mucho más
que la reflexión.
XXXXX San Buenaventura vio en san Francisco lo que significa esta experiencia:
es la experiencia de un camino muy humilde, muy realista, día tras día; es
seguir a Cristo, aceptando su cruz. En esta pobreza y en esta humildad, en la
humildad que se vive también en la eclesialidad, se hace una experiencia de
Dios más elevada que la que se alcanza a través de la reflexión: en ella,
realmente tocamos el corazón de Dios.
XXXXX Hoy Dionisio Areopagita tiene una nueva actualidad: se presenta como
un gran mediador en el diálogo moderno entre el cristianismo y las teologías
místicas de Asia, cuya característica consiste en la convicción de que no se
puede decir quién es Dios; de él sólo se puede hablar de forma negativa; de
Dios sólo se puede hablar con el "no", y sólo es posible llegar a él entrando en
esta experiencia del "no". Aquí se ve una cercanía entre el pensamiento del
Areopagita y el de las religiones asiáticas; puede ser hoy un mediador, como lo
fue entre el espíritu griego y el Evangelio.
XXXXX De este modo se ve que el diálogo no acepta la superficialidad.
Precisamente cuando uno entra en la profundidad del encuentro con Cristo, se
abre también un amplio espacio para el diálogo. Cuando uno encuentra la luz
de la verdad, se da cuenta de que es una luz para todos; desaparecen las
polémicas y resulta posible entenderse unos a otros o al menos hablar unos con
otros, acercarse. El camino del diálogo consiste precisamente en estar cerca de
Dios en Cristo, en la profundidad del encuentro con él, en la experiencia de la
verdad, que nos abre a la luz y nos ayuda a salir al encuentro de los demás: la
luz de la verdad, la luz del amor.
XXXXX En fin de cuentas, nos dice: tomad cada día el camino de la experiencia,
de la experiencia humilde de la fe. Entonces, el corazón se hace grande y
también puede ver e iluminar a la razón para que vea la belleza de Dios.
Pidamos al Señor que nos ayude a poner también hoy al servicio del Evangelio
la sabiduría de nuestro tiempo, redescubriendo la belleza de la fe, el encuentro
San Columbano
(Intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general del miércoles 11
de junio de 2008, dedicada a presentar la figura de San Columbano)
Queridos hermanos y hermanas:
XXXXX Hoy voy a hablar del santo abad Columbano, el irlandés más famoso de
la alta Edad Media: con razón se le puede llamar un santo "europeo", pues
como monje, misionero y escritor trabajó en varios países de Europa occidental.
Como los irlandeses de su época, era consciente de la unidad cultural de
Europa. En una de sus cartas, escrita en torno al año 600 y dirigida al Papa san
Gregorio Magno, se encuentra por primera vez la expresión "totius Europae", "de
toda Europa", refiriéndose a la presencia de la Iglesia en el continente (cf.
Epistula I, 1).
XXXXX San Columbano nació en torno al año 543 en la provincia de Leinster,
en el sudeste de Irlanda. Educado en su casa por óptimos maestros que lo
orientaron en el estudio de las artes liberales, se encomendó después a la guía
del abad Sinell de la comunidad de Cluain-Inis, en el norte de Irlanda, donde
pudo profundizar en el estudio de las Sagradas Escrituras.
XXXXX Cuando tenía cerca de veinte años entró en el monasterio de Bangor, en
el nordeste de la isla, donde era abad Comgall, un monje muy conocido por su
virtud y su rigor ascético. En plena sintonía con su abad, san Columbano
practicó con celo la severa disciplina del monasterio, llevando una vida de
oración, ascesis y estudio. Allí también fue ordenado sacerdote. La vida en
Bangor y el ejemplo del abad influyeron en la concepción del monaquismo que
san Columbano maduró con el tiempo y difundió después en el transcurso de
su vida.
XXXXX Cuando tenía unos cincuenta años, siguiendo el ideal ascético
típicamente irlandés de la "peregrinatio pro Christo", es decir, de hacerse
peregrino por Cristo, san Columbano dejó la isla para emprender con doce
compañeros una obra misionera en el continente europeo. Debemos tener en
cuenta que la migración de pueblos del norte y del este había provocado un
regreso al paganismo de regiones enteras que habían sido ya cristianizadas.
XXXXX Alrededor del año 590 este pequeño grupo de misioneros desembarcó
en la costa bretona. Acogidos con benevolencia por el rey de los francos de
Austrasia (la actual Francia), sólo pidieron un trozo de tierra para cultivar. Les
concedieron la antigua fortaleza romana de Annegray, en ruinas y abandonada,
cubierta ya de vegetación. Acostumbrados a una vida de máxima renuncia, en
pocos meses los monjes lograron construir, a partir de las ruinas, el primer
eremitorio. De este modo, su reevangelización comenzó a desarrollarse ante
todo a través del testimonio de su vida.
XXXXX Con el nuevo cultivo de la tierra comenzaron también un nuevo cultivo
de las almas. La fama de estos religiosos extranjeros que, viviendo de oración y
en gran austeridad, construían casas y roturaban la tierra, se difundió
rápidamente, atrayendo a peregrinos y penitentes. Sobre todo muchos jóvenes
pedían ser acogidos en la comunidad monástica para vivir como ellos esta vida
ejemplar que renovaba el cultivo de la tierra y de las almas. Pronto resultó
necesario fundar un segundo monasterio. Fue construido a pocos kilómetros de
distancia, sobre las ruinas de una antigua ciudad termal, Luxeuil. Ese
monasterio se convertiría en centro de la irradiación monástica y misionera de
la tradición irlandesa en el continente europeo. Se erigió un tercer monasterio
en Fontaine, a una hora de camino hacia el norte.
XXXXX En Luxeuil san Columbano vivió durante casi veinte años. Allí el santo
escribió para sus seguidores la Regula monachorum —durante cierto tiempo más
difundida en Europa que la de san Benito—, delineando la imagen ideal del
monje. Es la única antigua Regla monástica irlandesa que poseemos. Como
complemento, redactó la Regula coenobialis, una especie de código penal para las
infracciones de los monjes, con castigos bastante sorprendentes para la
sensibilidad moderna, que sólo se pueden explicar con la mentalidad de aquel
tiempo y ambiente.
XXXXX Con otra obra famosa, titulada De poenitentiarum misura taxanda, que
también escribió en Luxeuil, san Columbano introdujo en el continente la
confesión y la penitencia privadas y reiteradas; esa penitencia se llamaba
"tarifada" por la proporción establecida entre la gravedad del pecado y la
reparación impuesta por el confesor. Estas novedades suscitaron sospechas
entre los obispos de la región, sospechas que se convirtieron en hostilidad
cuando san Columbano tuvo la valentía de reprochar abiertamente las
costumbres de algunos de ellos.
XXXXX Este contraste se manifestó con la disputa sobre la fecha de la Pascua:
Irlanda seguía la tradición oriental, que no coincidía con la tradición romana. El
monje irlandés fue convocado en el año 603 en Châlon-sur-Saôn para rendir
cuentas ante un Sínodo de sus costumbres sobre la penitencia y la Pascua. En
vez de presentarse ante el Sínodo, mandó una carta en la que restaba
importancia a la cuestión, invitando a los padres sinodales a discutir no sólo
sobre el problema de la fecha de la Pascua, según él un problema secundario,
"sino también sobre todas las normas canónicas necesarias, que muchos no
observan, lo cual es más grave" (cf. Epistula II, 1). Al mismo tiempo, escribió al
Papa Bonifacio IV —unos años antes ya se había dirigido al Papa san Gregorio
Magno (cf. Epistula I)— para defender la tradición irlandesa (cf. Epistula III).
XXXXX Al ser intransigente en todas las cuestiones morales, san Columbano
también entró en conflicto con la casa real, pues había reprendido duramente al
rey Teodorico por sus relaciones adúlteras. De ello surgió una red de intrigas y
maniobras a nivel personal, religioso y político que, en el año 610, desembocó
en un decreto por el que se expulsó de Luxeuil a san Columbano y a todos los
monjes de origen irlandés, que fueron condenados a un destierro definitivo.
Fueron escoltados hasta llegar al mar y embarcados, a costa de la corte, rumbo a
Irlanda. Pero el barco encalló a poca distancia de la playa y el capitán, al ver en
ello un signo del cielo, renunció a la empresa y, por miedo a ser maldecido por
Dios, devolvió a los monjes a tierra firme. Estos, en vez de regresar a Luxeuil,
decidieron comenzar una nueva obra de evangelización. Se embarcaron en el
Rhin y remontaron el río. Después de una primera etapa en Tuggen, junto al
lago de Zurich, se dirigieron a la región de Bregenz, junto al lago de Costanza,
para evangelizar a los alemanes.
XXXXX Ahora bien, poco después, san Columbano, a causa de vicisitudes
políticas poco favorables a su obra, decidió atravesar los Alpes con la mayor
parte de sus discípulos. Sólo se quedó un monje, llamado Gallus. De su
eremitorio se desarrollaría la famosa abadía de Sankt Gallen, en Suiza. Al llegar
a Italia, san Columbano fue recibido cordialmente en la corte real longobarda,
pero muy pronto tuvo que afrontar notables dificultades: la vida de la Iglesia se
encontraba desgarrada por la herejía arriana, todavía dominante entre los
longobardos, y por un cisma que había separado a la mayor parte de las Iglesias
del norte de Italia de la comunión con el Obispo de Roma.
XXXXX San Columbano se integró con autoridad en este contexto, escribiendo
un libelo contra el arrianismo y una carta a Bonifacio IV para convencerlo a
comprometerse decididamente en el restablecimiento de la unidad (cf. Epistula
V). Cuando el rey de los longobardos, en el año 612 ó 613, le asignó un terreno
en Bobbio, en el valle de Trebbia, san Columbano fundó un nuevo monasterio
que luego se convertiría en un centro de cultura comparable al famoso de
Montecassino. Allí terminó su vida: falleció el 23 de noviembre del año 615 y en
esa fecha se le conmemora en el rito romano hasta nuestros días.
XXXXX El mensaje de san Columbano se concentra en un firme llamamiento a
la conversión y al desapego de los bienes terrenos con vistas a la herencia
eterna. Con su vida ascética y su comportamiento sin componendas frente a la
corrupción de los poderosos, evoca la figura severa de san Juan Bautista. Su
austeridad, sin embargo, nunca es fin en sí misma; es sólo un medio para
abrirse libremente al amor de Dios y corresponder con todo el ser a los dones
recibidos de él, reconstruyendo de este modo en sí mismo la imagen de Dios y,
a la vez, cultivando la tierra y renovando la sociedad humana.
En sus Instructiones dice: "Si el hombre utiliza rectamente las facultades que
Dios ha concedido a su alma, entonces será semejante a Dios. Recordemos que
debemos devolverle todos los dones que ha depositado en nosotros cuando nos
encontrábamos en la condición originaria. La manera de hacerlo nos la ha
enseñado con sus mandamientos. El primero de ellos es amar al Señor con todo
el corazón, pues él nos amó primero, desde el inicio de los tiempos, antes aún
de que viéramos la luz de este mundo" (cf. Instr. XI).
XXXXX El santo irlandés encarnó realmente estas palabras en su vida. Hombre
de gran cultura —escribió también poesías en latín y un libro de gramática—,
gozó de muchos dones de gracia. Constructor incansable de monasterios, y
también predicador penitencial intransigente, dedicó todas sus energías a
alimentar las raíces cristianas de la Europa que estaba naciendo. Con su energía
espiritual, con su fe y con su amor a Dios y al prójimo se convirtió realmente en
uno de los padres de Europa: nos muestra también hoy dónde están las raíces
de las cuales puede renacer nuestra Europa.
BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 18 de febrero de 2009
El santo del que hablaremos hoy se llama Beda y nació en el nordeste de Inglaterra,
exactamente en Northumbria, entre los años 672 y 673. Él mismo cuenta que sus
parientes, a la edad de siete años, lo encomendaron al abad del cercano monasterio
benedictino para que fuera educado: "En este monasterio —recuerda— desde entonces
viví siempre, dedicándome intensamente al estudio de la Sagrada Escritura y, mientras
observaba la disciplina de la Regla y la tarea diaria de cantar en la capilla, para mí siempre
fue dulce aprender, enseñar o escribir" (Historia ecclesiastica gentis Anglorum, v, 24).
De hecho, san Beda llegó a ser uno de los eruditos más insignes de la alta Edad Media,
pues pudo acceder a los muchos manuscritos preciosos que le traían sus abades al volver
de sus frecuentes viajes al continente y a Roma. La enseñanza y la fama de sus escritos le
granjearon muchas amistades con las principales personalidades de su tiempo, que lo
animaban a proseguir en su trabajo, del que tantos se beneficiaban. A pesar de enfermar,
no dejó de trabajar, conservando siempre una alegría interior que se expresaba en la
oración y en el canto. Concluyó su obra más importante, la Historia ecclesiastica gentis
Anglorum con esta invocación: "Te ruego, oh buen Jesús, que benévolamente me has
permitido acceder a las dulces palabras de tu sabiduría, concédeme, benigno, llegar un día
hasta ti, fuente de toda sabiduría, y estar siempre ante tu rostro". La muerte le llegó el 26
de mayo del año 735: era el día de la Ascensión.
Las Sagradas Escrituras son la fuente constante de la reflexión teológica de san Beda. A
partir de un cuidadoso estudio crítico del texto (nos ha llegado una copia del
monumental Codex Amiatinus de la Vulgata, en el que trabajó san Beda), comenta la
Biblia, leyéndola en clave cristológica, es decir, reúne dos cosas: por una parte, escucha lo
que dice exactamente el texto —quiere realmente escuchar, comprender el texto mismo
—; y, por otra, está convencido de que la clave para entender la Sagrada Escritura como
única Palabra de Dios es Cristo y, con Cristo, a su luz, se entiende el Antiguo y el Nuevo
Testamento como "una" Sagrada Escritura. Las circunstancias del Antiguo y del Nuevo
Testamento están unidas, son camino hacia Cristo, aunque estén expresadas con signos e
instituciones diversas (lo que él llama concordia sacramentorum).
Otro tema recurrente en san Beda es la historia de la Iglesia. Tras haberse interesado por
la época descrita en los Hechos de los Apóstoles, repasa la historia de los Padres y de los
concilios, convencido de que la obra del Espíritu Santo continúa en la historia. En
las Chronica Maiora, san Beda traza una cronología que se convertirá en la base del
Calendario universal "ab incarnatione Domini". Por entonces se calculaba el tiempo desde
la fundación de la ciudad de Roma. San Beda, viendo que el verdadero punto de
referencia, el centro de la historia es el nacimiento de Cristo, nos dio este calendario que
interpreta la historia partiendo de la encarnación del Señor. Registra los primeros seis
concilios ecuménicos y su desarrollo, presentando fielmente la doctrina cristológica,
mariológica y soteriológica, y denunciando las herejías monofisita, monotelita, iconoclasta
y neo-pelagiana. Por último, escribió con rigor documental y pericia literaria la ya
mencionada Historia eclesiástica de los pueblos ingleses, por la que se le ha reconocido
como "el padre de la historiografía inglesa".
Las características de la Iglesia que san Beda puso de manifiesto son: a) la
catolicidad como fidelidad a la tradición y al mismo tiempo apertura al desarrollo histórico,
y como búsqueda de la unidad en la multiplicidad, en la diversidad de la historia y de las
culturas, según las directrices que el Papa san Gregorio Magno había dado al apóstol de
Inglaterra san Agustín de Canterbury; b) la apostolicidad y la romanidad: a este respecto,
considera de primordial importancia convencer a todas las Iglesias irlandesas celtas y de
los pictos a celebrar unitariamente la Pascua según el calendario romano. El Cómputo que
él elaboró científicamente para establecer la fecha exacta de la celebración pascual, y por
tanto de todo el ciclo del año litúrgico, se ha convertido en el texto de referencia para
toda la Iglesia católica.
San Beda fue también un insigne maestro de teología litúrgica. En las homilías sobre los
evangelios dominicales y festivos desarrolló una verdadera mistagogia, educando a los
fieles a celebrar gozosamente los misterios de la fe y a reproducirlos coherentemente en
la vida, en espera de su plena manifestación al regreso de Cristo, cuando, con nuestros
cuerpos glorificados, seremos admitidos en la procesión de las ofrendas en la liturgia
eterna de Dios en el cielo. Siguiendo el "realismo" de las catequesis de san Cirilo, san
Ambrosio y san Agustín, san Beda enseña que los sacramentos de la iniciación cristiana
convierten a cada fiel "no sólo en cristiano sino en Cristo", pues cada vez que un alma fiel
acoge y custodia con amor la Palabra de Dios, imitando a María, concibe y engendra
nuevamente a Cristo. Y cada vez que un grupo de neófitos recibe los sacramentos
pascuales, la Iglesia se "auto-engendra", o con una expresión aún más audaz, la Iglesia se
convierte en "madre de Dios", participando en la generación de sus hijos, por obra del
Espíritu Santo.
Gracias a esta forma suya de hacer teología, mezclando Biblia, liturgia e historia, san Beda
tiene un mensaje actual para los distintos "estados de vida": a) a los estudiosos ( doctores
ac doctrices) les recuerda dos tareas esenciales: escrutar las maravillas de la Palabra de
Dios para presentarlas de forma atractiva a los fieles; y exponer las verdades dogmáticas
evitando las complicaciones heréticas y ciñéndose a la "sencillez católica", con la actitud
de los pequeños y humildes, a quienes Dios se complace en revelar los misterios del
Reino; b) los pastores, por su parte, deben dar prioridad a la predicación, no sólo
mediante el lenguaje verbal o hagiográfico, sino también valorando los iconos, las
procesiones y las peregrinaciones. A estos san Beda les recomienda el uso de la lengua
popular, como hace él mismo, explicando en northumbro el "Padre nuestro" y el "Credo",
y prosiguiendo hasta el último día de su vida el comentario en lengua popular al Evangelio
de san Juan; c) a las personas consagradas, que se dedican al Oficio divino, viviendo la
alegría de la comunión fraterna y progresando en la vida espiritual mediante la ascesis y la
contemplación, san Beda les recomienda cuidar el apostolado —nadie tiene el Evangelio
sólo para sí mismo, sino que debe sentirlo como un don también para los demás-, sea
colaborando con los obispos en las actividades pastorales de diverso tipo en favor de las
jóvenes comunidades cristianas, sea estando disponibles para la misión evangelizadora
entre los paganos, fuera del propio país, como " peregrini pro amore Dei".
Desde esta perspectiva, el santo doctor exhorta a los fieles laicos a participar asiduamente
en la instrucción religiosa, imitando a aquellas "insaciables multitudes evangélicas, que no
dejaban a los apóstoles tiempo ni siquiera para tomar un bocado". Les enseña a orar
continuamente, "reproduciendo en la vida lo que celebran en la liturgia", ofreciendo todos
sus actos como sacrificio espiritual en unión con Cristo. A los padres de familia les explica
que también ellos, en su pequeño ámbito doméstico, pueden ejercer "el oficio sacerdotal
de pastores y guías", formando cristianamente a sus hijos, y afirma que conoce a muchos
fieles —hombres y mujeres, casados o célibes— "capaces de una conducta irreprensible
que, si se les acompaña oportunamente, podrían acercarse diariamente a la comunión
eucarística" (Epist. ad Ecgberctum, ed. Plummer, p. 419).
La fama de santidad y sabiduría de que san Beda gozó ya en vida le llevó a recibir el título
de "venerable". Así lo llamó también el Papa Sergio I, cuando, en el año 701, escribió a su
abad pidiendo que lo hiciera venir temporalmente a Roma para consultarle cuestiones de
interés universal. Después de su muerte, sus escritos se difundieron ampliamente en su
patria y en el continente europeo. El gran misionero de Alemania, el obispo san Bonifacio
(† 754), pidió en muchas ocasiones al arzobispo de York y al abad de Wearmouth que
hicieran transcribir algunas de sus obras y se las mandaran para que también él y sus
compañeros pudieran gozar de la luz espiritual que emanaban.
Un siglo más tarde, Notkero Galbulo, abad de San Gallo († 912), reconociendo la
extraordinaria influencia de san Beda, lo comparó con un nuevo sol que Dios había hecho
surgir no desde Oriente, sino desde Occidente, para iluminar al mundo. Dejando aparte el
énfasis retórico, es un hecho que, con sus obras, san Beda contribuyó eficazmente a la
construcción de una Europa cristiana, en la que los diversos pueblos y culturas se
amalgamaron entre sí, confiriéndole una fisonomía unitaria, inspirada en la fe cristiana.
Oremos para que también hoy haya personalidades de la categoría de san Beda, para
mantener unido a todo el continente; oremos para que todos nosotros estemos dispuestos
a redescubrir nuestras raíces comunes, para ser constructores de una Europa
profundamente humana y auténticamente cristiana.
Saludos
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los miembros de la
Comisión promotora del monumento en Sevilla al Papa Juan Pablo II y a los componentes
de la Fundación "Padre Leonardo Castillo", de esa misma ciudad, acompañados por el
señor cardenal Carlos Amigo Vallejo; a los seminaristas y fieles de la diócesis de
Cartagena, con su obispo, monseñor Juan Antonio Reig Pla, así como a los demás grupos
venidos de España, Chile, México y otros países de Latinoamérica. Que la palabra y el
ejemplo de san Beda el Venerable os ayuden en vuestra vida cristiana. Muchas gracias.
(En polaco )
Os abrazo con el corazón y la plegaria a vosotros y a vuestros seres queridos. Que la visita
a las tumbas de los Apóstoles os confirme en la fe, reavive el amor a Cristo y fortifique la
unión con la comunidad de la Iglesia universal. Que Dios os bendiga.
(En italiano)
Saludo a la peregrinación organizada por los Clérigos Regulares de San Pablo, barnabitas:
veo a mi obispo de Velletri, monseñor Erba, con el que he compartido tantos años la
experiencia pastoral de Velletri, y deseo que deis testimonio cada vez con mayor celo
apostólico de vuestro carisma paulino específico en la Iglesia.
BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 11 de marzo de 2009
San Bonifacio
Hoy vamos a reflexionar sobre un gran misionero del siglo VIII, que difundió el
cristianismo en Europa central, precisamente también en mi patria: san Bonifacio, que ha
pasado a la historia como "el apóstol de los germanos". Poseemos muchas noticias sobre
su vida gracias a la diligencia de sus biógrafos: nació en una familia anglosajona en
Wessex alrededor del año 675 y fue bautizado con el nombre de Winfrido. Entró muy
joven en un monasterio, atraído por el ideal monástico. Poseyendo notables capacidades
intelectuales, parecía encaminado a una tranquila y brillante carrera de estudioso: fue
profesor de gramática latina, escribió algunos tratados y compuso también varias poesías
en latín.
Ordenado sacerdote cuando tenía cerca de treinta años, se sintió llamado al apostolado
entre los paganos del continente. Gran Bretaña, su tierra, evangelizada apenas cien años
antes por los benedictinos encabezados por san Agustín, mostraba una fe tan sólida y una
caridad tan ardiente que enviaba misioneros a Europa central para anunciar allí el
Evangelio. En el año 716, Winfrido, con algunos compañeros, se dirigió a Frisia (la actual
Holanda), pero se encontró con la oposición del jefe local y el intento de evangelización
fracasó. Volvió a su patria, pero no se desalentó: dos años después vino a Roma para
hablar con el Papa Gregorio II y recibir directrices. El Papa, según el relato de un biógrafo,
lo acogió "con el rostro sonriente y con la mirada llena de dulzura", y en los días
siguientes mantuvo con él "coloquios importantes" (Willibaldo, Vita S. Bonifatii, ed.
Levison, pp. 13-14) y, al final, tras haberle impuesto el nuevo nombre de Bonifacio, con
cartas oficiales le encomendó la misión de predicar el Evangelio entre los pueblos de
Alemania.
Confortado y sostenido por el apoyo del Papa, san Bonifacio se dedicó a la predicación del
Evangelio en aquellas regiones, luchando contra los cultos paganos y reforzando las bases
de la moralidad humana y cristiana. Con gran sentido del deber escribió en una de sus
cartas: "Estamos firmes en la lucha en el día del Señor, porque han llegado días de
aflicción y miseria... No somos perros mudos, ni observadores taciturnos, ni mercenarios
que huyen ante los lobos. En cambio, somos pastores diligentes que velan por el rebaño
de Cristo, que anuncian a las personas importantes y a las comunes, a los ricos y a los
pobres, la voluntad de Dios... a tiempo y a destiempo" ( Epistulae, 3, 352. 354: mgh).
Con su actividad incansable, con sus dotes organizadoras y con su carácter dúctil y
amable, a pesar de su firmeza, san Bonifacio obtuvo grandes resultados. El Papa entonces
"declaró que quería imponerle la dignidad episcopal, para que así pudiera corregir con
mayor determinación y devolver al camino de la verdad a los equivocados, se sintiera
apoyado por la mayor autoridad de la dignidad apostólica y fuera tanto más aceptado por
todos en el oficio de la predicación cuanto más parecía que por este motivo había sido
ordenado por el prelado apostólico" (Otloho, Vita S. Bonifatii, ed. Levison, lib. I, p. 127).
Fue el mismo Sumo Pontífice quien consagró "obispo regional" —es decir, para toda
Alemania— a san Bonifacio, el cual retomó sus fatigas apostólicas en los territorios que se
le confiaron y extendió su acción también a la Iglesia de la Galia: con gran prudencia
restauró la disciplina eclesiástica, convocó varios sínodos para garantizar la autoridad de
los sagrados cánones y reforzó la necesaria comunión con el Romano Pontífice: esta era
una de sus principales preocupaciones. También los sucesores del Papa Gregorio II lo
tuvieron en gran aprecio: Gregorio III lo nombró arzobispo de todas las tribus germánicas,
le envió el palio y le dio facultad para organizar la jerarquía eclesiástica en aquellas
regiones (cf. Epist. 28: S. Bonifatii Epistulae, ed. Tangl, Berolini 1916); el Papa Zacarías lo
confirmó en su cargo y alabó su labor (cf. Epist. 51, 57, 58, 60, 68, 77, 80, 86, 87,
89: op. cit.); el Papa Esteban III, recién elegido, recibió de él una carta en la que le
expresaba su adhesión filial (cf. Epist.108: op. cit.).
En efecto, con razón consideraba que el trabajo por el Evangelio debía ser también trabajo
en favor de una verdadera cultura humana. Sobre todo el monasterio de Fulda —fundado
hacia el año 743— fue el corazón y el centro de irradiación de la espiritualidad y de la
cultura religiosa: allí los monjes, en la oración, en el trabajo y en la penitencia, se
esforzaban por tender a la santidad, se formaban en el estudio de las disciplinas sagradas
y profanas, y se preparaban para el anuncio del Evangelio, para ser misioneros. Así pues,
por mérito de san Bonifacio, de sus monjes y de sus monjas —también las mujeres
desempeñaron un papel muy importante en esta obra de evangelización— floreció
asimismo la cultura humana que es inseparable de la fe y que revela su belleza.
San Bonifacio mismo nos ha dejado obras intelectuales significativas. Ante todo, su
abundante epistolario, donde las cartas pastorales se alternan con las cartas oficiales y las
de carácter privado, que revelan hechos sociales y sobre todo su rico temperamento
humano y su profunda fe. También compuso un tratado de Ars grammatica, en el que
explicaba las declinaciones, los verbos y la sintaxis del latín, pero que para él era también
un instrumento para difundir la fe y la cultura. Además, le atribuyen una Ars metrica, es
decir, una introducción a cómo hacer poesía, varias composiciones poéticas y, por último,
una colección de 15 sermones.
Aunque ya era de edad avanzada —tenía alrededor de 80 años— se preparó para una
nueva misión evangelizadora: con cerca de cincuenta monjes volvió a Frisia, donde había
comenzado su obra. Casi como presagio de su muerte inminente, aludiendo al viaje de la
vida, escribió al obispo Lullo, su discípulo y sucesor en la sede de Maguncia: "Deseo llevar
a término el propósito de este viaje; de ningún modo puedo renunciar al deseo de partir.
Está cerca el día de mi fin y se aproxima el tiempo de mi muerte; abandonando los
despojos mortales, subiré al premio eterno. Pero tú, hijo queridísimo, exhorta sin cesar al
pueblo a salir del laberinto del error, lleva a término la edificación de la basílica de Fulda,
ya comenzada, y en ella sepulta mi cuerpo envejecido por largos años de vida"
(Willibaldo, Vita S. Bonifatii, ed. cit., p. 46).
La segunda evidencia, muy importante, que emerge de la vida de san Bonifacio es su fiel
comunión con la Sede apostólica, que era un punto firme y central de su trabajo
misionero; siempre conservó esta comunión como norma de su misión y la dejó casi como
su testamento. En una carta al Papa Zacarías afirma: "Yo no dejo nunca de invitar y de
someter a la obediencia de la Sede apostólica a aquellos que quieren permanecer en la fe
católica y en la unidad de la Iglesia romana, y a todos aquellos que en esta misión Dios
me da como oyentes y discípulos" (Epist. 50: en ib. p. 81). Fruto de este empeño fue el
firme espíritu de cohesión en torno al Sucesor de Pedro que san Bonifacio transmitió a las
Iglesias en su territorio de misión, uniendo a Inglaterra, Alemania y Francia con Roma, y
contribuyendo así de modo decisivo a poner las raíces cristianas de Europa que habrían de
producir frutos fecundos en los siglos sucesivos.
San Bonifacio merece nuestra atención también por una tercera característica:
promovió el encuentro entre la cultura romano-cristiana y la cultura germánica . En efecto,
sabía que humanizar y evangelizar la cultura era parte integrante de su misión de obispo.
Transmitiendo el antiguo patrimonio de valores cristianos, implantó en las poblaciones
germánicas un nuevo estilo de vida más humano, gracias al cual se respetaban mejor los
derechos inalienables de la persona. Como auténtico hijo de san Benito, supo unir oración
y trabajo (manual e intelectual), pluma y arado.
El valiente testimonio de san Bonifacio es una invitación para todos a acoger en nuestra
vida la Palabra de Dios como punto de referencia esencial, a amar apasionadamente a la
Iglesia, a sentirnos corresponsables de su futuro, a buscar la unidad en torno al Sucesor
de Pedro. Al mismo tiempo, nos recuerda que el cristianismo, favoreciendo la difusión de
la cultura, promueve el progreso del hombre. A nosotros nos corresponde ahora estar a la
altura de un patrimonio tan prestigioso y hacerlo fructificar para bien de las futuras
generaciones.
Me impresiona siempre su celo ardiente por el Evangelio: a los cuarenta años abandonó
una vida monástica tranquila y fructífera, una vida de monje y profesor, para anunciar el
Evangelio a los sencillos, a los bárbaros; a los ochenta años, una vez más, fue a una zona
donde preveía su martirio. Comparando su fe ardiente, su celo por el Evangelio, con
nuestra fe a menudo tan tibia y burocrática, vemos qué debemos hacer y cómo renovar
nuestra fe, para dar como don a nuestro tiempo la perla preciosa del Evangelio.
BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 6 de mayo de 2009
En Oriente se recuerdan de él sobre todo los tres Discursos contra quienes calumnian las
imágenes santas, que fueron condenados, después de su muerte, por el concilio
iconoclasta de Hieria (754). Sin embargo, estos discursos fueron también el motivo
principal de su rehabilitación y canonización por parte de los Padres ortodoxos convocados
al segundo concilio de Nicea (787), séptimo ecuménico. En estos textos se pueden
encontrar los primeros intentos teológicos importantes de legitimación de la veneración de
las imágenes sagradas, uniéndolas al misterio de la encarnación del Hijo de Dios en el
seno de la Virgen María.
San Juan Damasceno fue, además, uno de los primeros en distinguir, en el culto público y
privado de los cristianos, entre la adoración ( latreia) y la veneración (proskynesis): la
primera sólo puede dirigirse a Dios, sumamente espiritual; la segunda, en cambio, puede
utilizar una imagen para dirigirse a aquel que es representado en esa imagen.
Obviamente, el santo no puede en ningún caso ser identificado con la materia de la que
está compuesta la imagen. Esta distinción se reveló en seguida muy importante para
responder de modo cristiano a aquellos que pretendían como universal y perenne la
observancia de la severa prohibición del Antiguo Testamento de utilizar las imágenes en el
culto. Esta era la gran discusión también en el mundo islámico, que acepta esta tradición
judía de la exclusión total de imágenes en el culto. En cambio los cristianos, en este
contexto, han discutido sobre el problema y han encontrado la justificación para la
veneración de las imágenes.
San Juan Damasceno escribe: "En otros tiempos Dios no había sido representado nunca
en una imagen, al ser incorpóreo y no tener rostro. Pero dado que ahora Dios ha sido
visto en la carne y ha vivido entre los hombres, yo represento lo que es visible en Dios. Yo
no venero la materia, sino al creador de la materia, que se hizo materia por mí y se dignó
habitar en la materia y realizar mi salvación a través de la materia. Por ello, nunca cesaré
de venerar la materia a través de la cual me ha llegado la salvación. Pero de ningún modo
la venero como si fuera Dios. ¿Cómo podría ser Dios aquello que ha recibido la existencia
a partir del no ser? (...) Yo venero y respeto también todo el resto de la materia que me
ha procurado la salvación, en cuanto que está llena de energías y de gracias santas. ¿No
es materia el madero de la cruz tres veces bendita? (...) ¿Y no son materia la tinta y el
libro santísimo de los Evangelios? ¿No es materia el altar salvífico que nos proporciona el
pan de vida? (...) Y antes que nada, ¿no son materia la carne y la sangre de mi Señor? O
se debe suprimir el carácter sagrado de todo esto, o se debe conceder a la tradición de la
Iglesia la veneración de las imágenes de Dios y la de los amigos de Dios que son
santificados por el nombre que llevan, y que por esta razón habita en ellos la gracia del
Espíritu Santo. Por tanto, no se ofenda a la materia, la cual no es despreciable, porque
nada de lo que Dios ha hecho es despreciable" (Contra imaginum calumniatores, I, 16, ed.
Kotter, pp. 89-90).
Así pues, san Juan Damasceno es testigo privilegiado del culto de las imágenes, que ha
sido uno de los aspectos característicos de la teología y de la espiritualidad oriental hasta
hoy. Sin embargo, es una forma de culto que pertenece simplemente a la fe cristiana, a la
fe en el Dios que se hizo carne y se hizo visible. La doctrina de san Juan Damasceno se
inserta así en la tradición de la Iglesia universal, cuya doctrina sacramental prevé que
elementos materiales tomados de la naturaleza puedan ser instrumentos de la gracia en
virtud de la invocación (epíclesis) del Espíritu Santo, acompañada por la confesión de la fe
verdadera.
En unión con estas ideas de fondo san Juan Damasceno pone también la veneración de
las reliquias de los santos, basándose en la convicción de que los santos cristianos, al
haber sido hechos partícipes de la resurrección de Cristo, no pueden ser considerados
simplemente "muertos". Enumerando, por ejemplo, aquellos cuyas reliquias o imágenes
son dignas de veneración, san Juan precisa en su tercer discurso en defensa de las
imágenes: "Ante todo (veneramos) a aquellos en quienes ha habitado Dios, el único santo,
que mora en los santos (cf. Is 57, 15), como la santa Madre de Dios y todos los santos.
Estos son los que, en la medida de lo posible, se han hecho semejantes a Dios con su
voluntad y por la inhabitación y la ayuda de Dios, son llamados realmente dioses
(cf. Sal 82, 6), no por naturaleza, sino por contingencia, como el hierro al rojo vivo es
llamado fuego, no por naturaleza sino por contingencia y por participación del fuego. De
hecho dice: "Seréis santos, porque yo soy santo" ( Lv 19, 2)" (III, 33, col. 1352A).
Por eso, después de una serie de referencias de este tipo, san Juan Damasceno, podía
deducir serenamente: "Dios, que es bueno y superior a toda bondad, no se contentó con
la contemplación de sí mismo, sino que quiso que hubiera seres beneficiados por él que
pudieran llegar a ser partícipes de su bondad; por ello, creó de la nada todas las cosas,
visibles e invisibles, incluido el hombre, realidad visible e invisible. Y lo creó pensándolo y
realizándolo como un ser capaz de pensamiento (ennoema ergon) enriquecido por la
palabra (logo[i] sympleroumenon) y orientado hacia el espíritu (pneumati teleioumenon)"
(II, 2: PG 94, col. 865A). Y para aclarar aún más su pensamiento, añade: "Es necesario
asombrarse (thaumazein) de todas las obras de la providencia (tes pronoias erga),
alabarlas todas y aceptarlas todas, superando la tentación de señalar en ellas aspectos
que a muchos parecen injustos o inicuos (adika); admitiendo, en cambio, que el proyecto
de Dios (pronoia) va más allá de la capacidad de conocer y comprender ( agnoston kai
akatalepton) del hombre, mientras que, por el contrario, sólo él conoce nuestros
pensamientos, nuestras acciones e incluso nuestro futuro" (II, 29: PG 94, col. 964C). Por
lo demás, ya Platón decía que toda filosofía comienza con el asombro: también nuestra fe
comienza con el asombro ante la creación, ante la belleza de Dios que se hace visible.
Con asombro apasionado san Juan explica: "Era necesario que la naturaleza fuese
reforzada y renovada, y que se indicara y enseñara concretamente el camino de la virtud
(didachthenai aretes hodòn), que aleja de la corrupción y lleva a la vida eterna. (...) Así
apareció en el horizonte de la historia el gran mar del amor de Dios por el hombre
(philanthropias pelagos)". Es una hermosa afirmación. Vemos, por una parte, la belleza de
la creación; y, por otra, la destrucción causada por la culpa humana. Pero vemos en el
Hijo de Dios, que desciende para renovar la naturaleza, el mar del amor de Dios por el
hombre. San Juan Damasceno prosigue: "Él mismo, el Creador y Señor, luchó por su
criatura trasmitiéndole con el ejemplo su enseñanza. (...) Así, el Hijo de Dios, aun
subsistiendo en la forma de Dios, descendió de los cielos y bajó (...) hasta sus siervos
(...), realizando la cosa más nueva de todas, la única cosa verdaderamente nueva bajo el
sol, a través de la cual se manifestó de hecho el poder infinito de Dios" (III, 1: PG 94, col.
981C984B).
Podemos imaginar el consuelo y la alegría que difundían en el corazón de los fieles estas
palabras llenas de imágenes tan fascinantes. También nosotros las escuchamos hoy,
compartiendo los mismos sentimientos de los cristianos de entonces: Dios quiere morar en
nosotros, quiere renovar la naturaleza también a través de nuestra conversión, quiere
hacernos partícipes de su divinidad. Que el Señor nos ayude a hacer que estas palabras
sean sustancia de nuestra vida.
BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 3 de mayo de 2006
La Tradición apostólica
El Concilio prosigue afirmando que ese mandato lo cumplieron con fidelidad los Apóstoles,
los cuales "con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo
que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les
enseñó" (ib.). Con los Apóstoles, añade el Concilio, colaboraron también "otros de su
generación, que pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu
Santo" (ib.).
Los Apóstoles, jefes del Israel escatológico, que eran doce como las tribus del pueblo
elegido, prosiguen la "recolección" iniciada por el Señor, y lo hacen ante todo
transmitiendo fielmente el don recibido, la buena nueva del reino que vino a los hombres
en Jesucristo. Su número no sólo expresa la continuidad con la santa raíz, el Israel de las
doce tribus, sino también el destino universal de su ministerio, que llevaría la salvación
hasta los últimos confines de la tierra. Se puede deducir del valor simbólico que tienen los
números en el mundo semítico: doce es resultado de multiplicar tres, número perfecto,
por cuatro, número que remite a los cuatro puntos cardinales y, por consiguiente, al
mundo entero.
La comunidad que nace del anuncio evangélico se reconoce convocada por la palabra de
los primeros que vivieron la experiencia del Señor y fueron enviados por él. Sabe que
puede contar con la guía de los Doce, así como con la de los que ellos van asociando
progresivamente como sucesores en el ministerio de la Palabra y en el servicio a la
comunión. Por consiguiente, la comunidad se siente comprometida a transmitir a otros la
"alegre noticia" de la presencia actual del Señor y de su misterio pascual, operante en el
Espíritu.
Eso se pone claramente de manifiesto en algunos pasajes de las cartas de san Pablo: "Os
transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí" (1 Co 15, 3). Y esto es importante.
Como sabemos, san Pablo, llamado originariamente por Cristo con una vocación personal,
es un verdadero Apóstol y, a pesar de ello, también para él cuenta fundamentalmente la
fidelidad a lo que había recibido. No quería "inventar" un nuevo cristianismo, por llamarlo
así, "paulino". Por eso, insiste: "Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí".
Transmitió el don inicial que viene del Señor y es la verdad que salva. Luego, hacia el final
de su vida, escribe a Timoteo: "Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que
habita en nosotros" (2 Tm 1, 14).
También lo muestra con eficacia este antiguo testimonio de la fe cristiana, escrito por
Tertuliano alrededor del año 200: "(Los Apóstoles) al principio afirmaron la fe en
Jesucristo y establecieron Iglesias en Judea e inmediatamente después, esparcidos por el
mundo, anunciaron la misma doctrina y una misma fe a las naciones; y luego fundaron
Iglesias en cada ciudad. De estas tomaron las demás Iglesias la ramificación de su fe y las
semillas de la doctrina, y la siguen tomando precisamente para ser Iglesias. De esta
manera, también ellas se consideran apostólicas como descendientes de las Iglesias de los
Apóstoles" (De praescriptione haereticorum, 20: PL 2, 32).
El concilio Vaticano II comenta: "Lo que los Apóstoles transmitieron comprende todo lo
necesario para una vida santa y para una fe creciente del pueblo de Dios; así la Iglesia
con su enseñanza, su vida y su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y
lo que cree" (Dei Verbum, 8). La Iglesia transmite todo lo que es y lo que cree; lo
transmite con el culto, con la vida y con la enseñanza. Así pues, la Tradición es el
Evangelio vivo, anunciado por los Apóstoles en su integridad, según la plenitud de su
experiencia única e irrepetible: por obra de ellos la fe se comunica a los demás, hasta
nosotros, hasta el fin del mundo.
Esta cadena del servicio prosigue hasta hoy, y proseguirá hasta el fin del mundo. En
efecto, el mandato que dio Jesús a los Apóstoles fue transmitido por ellos a sus sucesores.
Más allá de la experiencia del contacto personal con Cristo, experiencia única e irrepetible,
los Apóstoles transmitieron a sus sucesores el envío solemne al mundo que recibieron del
Maestro.
Así, aunque de manera diversa a la de los Apóstoles, también nosotros tenemos una
verdadera experiencia personal de la presencia del Señor resucitado. A través del
ministerio apostólico Cristo mismo llega así a quienes son llamados a la fe. La distancia de
los siglos se supera y el Resucitado se presenta vivo y operante para nosotros, en el hoy
de la Iglesia y del mundo. Esta es nuestra gran alegría. En el río vivo de la Tradición Cristo
no está distante dos mil años, sino que está realmente presente entre nosotros y nos da la
Verdad, nos da la luz que nos permite vivir y encontrar el camino hacia el futuro.
BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 10 de mayo de 2006
La sucesión apostólica
En las últimas dos audiencias hemos meditado en lo que significa la Tradición en la Iglesia
y hemos visto que es la presencia permanente de la palabra y de la vida de Jesús en su
pueblo. Pero la palabra, para estar presente, necesita una persona, un testigo. Así nace
esta reciprocidad: por una parte, la palabra necesita la persona; pero, por otra, la
persona, el testigo, está vinculado a la palabra que le ha sido confiada y que no ha
inventado él. Esta reciprocidad entre contenido —palabra de Dios, vida del Señor— y
persona que la transmite es característica de la estructura de la Iglesia. Y hoy queremos
meditar en este aspecto personal de la Iglesia.
El Señor lo había iniciado convocando, como hemos visto, a los Doce, en los que estaba
representado el futuro pueblo de Dios. Con fidelidad al mandato recibido del Señor, los
Doce, después de su Ascensión, primero completan su número con la elección de Matías
en lugar de Judas (cf. Hch 1, 15-26); luego asocian progresivamente a otros en las
funciones que les habían sido encomendadas, para que continúen su ministerio. El
Resucitado mismo llama a Pablo (cf. Ga 1, 1), pero Pablo, a pesar de haber sido llamado
por el Señor como Apóstol, confronta su Evangelio con el Evangelio de los Doce (cf. Ga 1,
18), se esfuerza por transmitir lo que ha recibido (cf. 1 Co 11, 23; 15, 3-4), y en la
distribución de las tareas misioneras es asociado a los Apóstoles, junto con otros, por
ejemplo con Bernabé (cf. Ga 2, 9).
Del mismo modo que al inicio de la condición de apóstol hay una llamada y un envío del
Resucitado, así también la sucesiva llamada y envío de otros se realizará, con la fuerza del
Espíritu, por obra de quienes ya han sido constituidos en el ministerio apostólico. Este es
el camino por el que continuará ese ministerio, que luego, desde la segunda generación,
se llamará ministerio episcopal, "episcopé".
Tal vez sea útil explicar brevemente lo que quiere decir obispo. Es la palabra que usamos
para traducir la palabra griega "epíscopos". Esta palabra indica a una persona que
contempla desde lo alto, que mira con el corazón. Así, san Pedro mismo, en su primera
carta, llama al Señor Jesús "pastor y obispo —guardián— de vuestras almas" ( 1 P 2, 25).
Y según este modelo del Señor, que es el primer obispo, guardián y pastor de las almas,
los sucesores de los Apóstoles se llamaron luego obispos, “ epíscopoi”. Se les encomendó
la función del “episcopé”.
Esta precisa función del obispo se desarrollará progresivamente, con respecto a los inicios,
hasta asumir la forma —ya claramente atestiguada en san Ignacio de Antioquía al
comienzo del siglo II (cf. Ad Magnesios, 6, 1: PG 5, 668)— del triple oficio de obispo,
presbítero y diácono. Es un desarrollo guiado por el Espíritu de Dios, que asiste a la Iglesia
en el discernimiento de las formas auténticas de la sucesión apostólica, cada vez más
definidas entre múltiples experiencias y formas carismáticas y ministeriales, presentes en
la comunidad de los orígenes.
Como hemos visto, a los Doce son asociados primero Matías, luego Pablo, Bernabé y
otros, hasta la formación del ministerio del obispo, en la segunda y tercera generación. Así
pues, la continuidad se realiza en esta cadena histórica. Y en la continuidad de la sucesión
está la garantía de perseverar, en la comunidad eclesial, del Colegio apostólico que Cristo
reunió en torno a sí. Pero esta continuidad, que vemos primero en la continuidad histórica
de los ministros, se debe entender también en sentido espiritual, porque la sucesión
apostólica en el ministerio se considera como lugar privilegiado de la acción y de la
transmisión del Espíritu Santo.
Un eco claro de estas convicciones se percibe, por ejemplo, en el siguiente texto de san
Ireneo de Lyon (segunda mitad del siglo II): "La Tradición de los Apóstoles, que ha sido
manifestada en el mundo entero, puede ser percibida en toda la Iglesia por todos aquellos
que quieren ver la verdad. Y nosotros podemos enumerar los obispos que fueron
establecidos por los Apóstoles en las Iglesias y sus sucesores hasta nosotros (...). En
efecto, (los Apóstoles) querían que fuesen totalmente perfectos e irreprensibles aquellos a
quienes dejaban como sucesores suyos, transmitiéndoles su propia misión de enseñanza.
Si obraban correctamente, se seguiría gran utilidad; pero, si hubiesen caído, la mayor
calamidad" (Adversus haereses, III, 3, 1: PG 7, 848).
San Ireneo, refiriéndose aquí a esta red de la sucesión apostólica como garantía de
perseverar en la palabra del Señor, se concentra en la Iglesia "más grande, más antigua y
más conocida de todos", "fundada y establecida en Roma por los más gloriosos apóstoles,
Pedro y Pablo", dando relieve a la Tradición de la fe, que en ella llega hasta nosotros
desde los Apóstoles mediante las sucesiones de los obispos.
De este modo, para san Ireneo y para la Iglesia universal, la sucesión episcopal de la
Iglesia de Roma se convierte en el signo, el criterio y la garantía de la transmisión
ininterrumpida de la fe apostólica: "Con esta Iglesia, a causa de su origen más excelente
(propter potiorem principalitatem), debe necesariamente estar de acuerdo toda la Iglesia,
es decir, los fieles de todas partes, pues en ella se ha conservado siempre la tradición que
viene de los Apóstoles" (ib., III, 3, 2: PG 7, 848). La sucesión apostólica —comprobada
sobre la base de la comunión con la de la Iglesia de Roma— es, por tanto, el criterio de la
permanencia de las diversas Iglesias en la Tradición de la fe apostólica común, que ha
podido llegar hasta nosotros desde los orígenes a través de este canal: "Por este orden y
sucesión, han llegado hasta nosotros aquella tradición que, procedente de los Apóstoles,
existe en la Iglesia y el anuncio de la verdad. Y esta es la prueba más palpable de que es
una sola y la misma fe vivificante, que en la Iglesia, desde los Apóstoles hasta ahora, se
ha conservado y transmitido en la verdad" (ib., III, 3, 3: PG 7, 851).
Así pues, mediante la sucesión apostólica es Cristo quien llega a nosotros: en la palabra de
los Apóstoles y de sus sucesores es él quien nos habla; mediante sus manos es él quien
actúa en los sacramentos; en la mirada de ellos es su mirada la que nos envuelve y nos
hace sentir amados, acogidos en el corazón de Dios. Y también hoy, como al inicio, Cristo
mismo es el verdadero pastor y guardián de nuestras almas, al que seguimos con gran
confianza, gratitud y alegría.