Está en la página 1de 9

Clase nº 2

LA DEFINICIÓN DEL HOMBRE

La definición como principio de la ciencia

Luego de presentar someramente el debate histórico acerca del hombre


intentaremos adentrarnos en su misterio, no más que si mojáramos los pies en las orillas
del océano. ¿Por dónde deberíamos empezar nuestra reflexión? Sin duda, por el
principio. Pero esta respuesta no es un chiste ni una simple obviedad. El término
“principio” significa, por un lado, el comienzo u origen temporal de algo. Así dice el
Génesis: “En el principio creó Dios el cielo y la Tierra”. Pero también significa
“fundamento”, o sea aquello en lo que una determinada realidad o conocimiento se
apoya y se justifica. Un principio sería, entonces, la razón última y definitiva de la que
algo depende. Hay principios teóricos, como el de causalidad (“todo lo que llega a ser
tiene una causa”), y prácticos o morales, como el que dice que “el fin no justifica los
medios”. Cuando un principio se establece en relación a una cosa se lo llama más
propiamente causa. Si en cambio se lo vincula con una determinada afirmación
verdadera se prefiere hablar de principio en sentido estricto.
La experiencia y el sentido común nos enseñan muchas verdades, pero no nos
dicen si esas verdades valen para todos los casos ni si son necesariamente así. Si
queremos estar seguros de que algo es verdadero, entonces debemos buscar la conexión
entre esa afirmación y alguna que valga como principio. De eso se trata cuando nos
preguntamos “¿por qué?”. La búsqueda rigurosa y sistemática de una respuesta es lo que
llamamos ciencia. Toda ciencia procura justificar los conocimientos que adquiere
acerca de su objeto estableciendo un nexo racional entre ellos y los principios
correspondientes. Así, por ejemplo, el físico prueba que, en virtud del principio de
conservación de la energía, si un sistema pierde energía potencial adquiere energía
cinética, y viceversa. Y en un pleito judicial, la carga de la prueba recae sobre la parte
acusadora, debido al principio de presunción de inocencia.
Uno de los principios más importantes de toda ciencia es la definición de su
objeto. En efecto, la definición responde a la pregunta “¿qué es?”. Y según cuál sea la
definición se extraerán conclusiones diferentes. Hace poco la Unión Astronómica
Internacional estableció una nueva definición de “planeta”, con lo cual el pobre Plutón
quedó afuera. Desde entonces los plutonianos han cortado varias calles para protestar.
Lo dramático es el efecto práctico que suelen tener las definiciones. Según cómo se
defina en economía lo que es “pobreza” habrá más o menos gente beneficiada con un
subsidio. Según qué entiendan los médicos por “muerte” se podrá disponer o no de los
órganos vitales de un donante. En uno de sus diálogos más apasionantes, llamado
Critón, Platón cuenta que Sócrates estaba en la cárcel esperando el día para ser
ejecutado bajo cargos infundados. Uno de sus discípulos, precisamente Critón, lo visita
para proponerle que se fugue, dado que sus amigos estaban dispuestos a sobornar a los
guardias. Sin embargo, Sócrates rechaza la idea. Critón insiste argumentando que la
condena había sido injusta, y que por lo tanto era justo que su maestro recuperara la
libertad. Entonces Sócrates le da una lección admirable: “A ver, Critón, ¿qué es lo
justo?”, o sea, hay que definir. Y luego de una discusión se sostiene que “lo justo es lo
que manda la ley”. En consecuencia, si la ley manda matar a Sócrates, eso es lo justo y
fugarse sería injusto. O sea que el respeto por las definiciones a Sócrates le costó la
vida…
Más allá del homenaje a este gran filósofo, hemos de procurar establecer la
definición del hombre, y recién a partir de allí podremos aceptar o rechazar lo que se
diga acerca de él. Con un simple vistazo nos damos cuenta de que, a partir de lo que se
entienda por “hombre”, habrá determinadas consecuencias en cuanto a sistemas
políticos, creencias religiosas, organización familiar, pautas educativas, prácticas
médicas, etc. Conviene aclarar que las definiciones no son convencionales. En
determinados contextos podemos acordar respecto a lo que se entiende por algo dado
(como en el ejemplo anterior de “pobreza”), pero en el fondo lo que interesa es lo que
algo es. De-finir significa literalmente de-limitar. Pues bien, un país puede ponerse de
acuerdo con sus vecinos acerca de los límites territoriales. Pero si ese país tiene costas
marítimas ese es un límite natural, que no depende de ningún tratado o convención.
Reconocer esta diferencia no es fácil, como tampoco lo es trazar un mapa, pero esa es
nuestra meta y debemos intentarlo.

El hombre como animal racional

Según lo que recién dijimos, la mejor definición de hombre parece ser la que nos
lo presenta como un animal racional (ver textos de SAN AGUSTÍN y LINNEO). A
simple vista se destacan en ella tres ventajas. La primera es su brevedad: tan solo dos
palabras. En segundo lugar, su llaneza: ambos términos son inmediatamente accesibles
a nuestra experiencia. En tercer lugar, esta definición muestra de un modo muy directo
lo más paradojal de la condición humana: su doble ciudadanía, material y espiritual. En
el universo hay seres corpóreos y hay también espíritus puros, pero el hombre es el
único en el que coexisten ambos reinos.
Hasta aquí tal vez no habría mucha resistencia, pero adviertan atentamente cómo
está presentada la definición: no decimos que el hombre es “un animal y un racional”,
como si se tratase de dos cosas combinadas, a la manera del cloruro de sodio (ClNa). La
estructura sintáctica de la frase (sustantivo más adjetivo) apunta a subrayar la unidad
que existe entre ambas dimensiones. Lo animal y lo racional no se toman como
realidades preexistentes que se fusionan, sino como partes ciertamente distintas pero
asumidas en un todo.
Habiendo presentado los rasgos primordiales de la esencia humana, tal como se
dejan ver en su definición, veamos ahora con un poco más de detalle en qué consiste
cada uno de ellos. Empezamos por la corporeidad del hombre, reflejada en la primera
parte de la definición. Efectivamente, el hombre es un animal. Por un lado, queremos
decir que el cuerpo humano es como el de cualquiera de los demás animales, en el
sentido de su organización anatómica, sus funciones básicas, sus esquemas de
comportamiento, etc. Un paseo por Temaikén nos basta para convencernos de que
respiramos, comemos, excretamos, nos movemos, descansamos, miramos, gozamos y
sufrimos como cualquier otro bicho que ande por ahí. Una buena señal de ese parecido
es lo bien que nos llevamos con las mascotas y los animales domésticos, ya que, como
decía Aristóteles, “lo semejante atrae a lo semejante”. Hay diferencias, desde luego.
Pero es indudable que en todos esos menesteres tenemos un estilo animal.
Por otro lado, esa corporeidad la vivimos como algo propio, o para decirlo
mejor, nos identificamos con ella. Es verdad que existe un lenguaje dualista, que nos
hace referir al cuerpo como una propiedad o posesión. Así decimos “mi cuerpo” en
lugar de decir simplemente “yo”, o decimos “no estoy conforme con mi cuerpo” como
si se tratara de un automóvil o una prenda de vestir. Sin embargo, nadie dice “mi cuerpo
está gordo” o “mi cuerpo está enfermo”, sino directamente “estoy gordo” o “estoy
enfermo”. El cuerpo no solamente siente, sino que se siente, no experimentamos un
estado de encierro sino de verdadera pertenencia del cuerpo a la totalidad de nuestro ser.
Ello produce todo un mundo de vivencias características, como aquella que relaciona la
autoestima con la estética corporal, el interés por la indumentaria o el erotismo y, como
un molesto ruido de fondo, la perspectiva de la muerte.
La segunda parte de la definición habla del hombre como un ser racional. Este
concepto requiere de algunas precisiones técnicas que vamos a considerar un poco más
adelante. Permítanme, entonces, poner en su lugar otra expresión que, en realidad, está
en la raíz misma de la racionalidad: vamos a decir que el hombre es un ser espiritual.
Ante todo: ¿qué es un espíritu? Es un ser que existe sin dependencia de la materia, en
otras palabras, algo incorpóreo. En consecuencia, no es posible aplicar en ese caso las
categorías propias del mundo físico: los entes espirituales no tienen ubicación espacial
ni duración temporal, no sienten dolor, no se enferman ni mueren, no pueden ser
detectados por ningún artefacto ya que su existencia no implica ninguna huella o rastro
visible. Pero entonces, ¿de qué estamos hablando? ¿De ángeles, demonios, fantasmas,
duendes? Los ángeles y los demonios son, en efecto, espíritus puros, si bien solo gracias
a la fe sabemos que existen. Los fantasmas y duendes, desde ya, son seres puramente
ficticios. En este sentido, así como afirmamos recién nuestra afinidad con las bestias
ahora podemos hacer lo mismo con respecto a las criaturas celestiales (y a las
infernales, por desgracia).
Es comprensible que a mucha gente le cause escepticismo hablar del espíritu
como parte de la realidad, ya que, al parecer, no hay lugar para este tipo de seres fuera
de las creencias religiosas o de los cuentos infantiles. Pero, si sostenemos que el hombre
es un ser espiritual, es sobre la base de una experiencia tan firme como la que da cuenta
de su corporeidad. Esa experiencia nos enseña, ante todo, que, a pesar de las similitudes
entre el hombre y los demás animales, hay un abismo de diferencia que nos pone en un
nivel de superioridad ontológicamente inconmensurable con respecto a ellos. Y no hay
ningún factor de orden puramente físico capaz de explicar tamaño contraste: nuestro
ADN, nuestro sistema nervioso, no son mucho más rebuscados que el de cualquier otro
vertebrado. Hay algo más que una cuestión de cantidad o de complejidad.
Entre los rasgos que más directamente identifican al género humano está el
lenguaje. Los animales también se comunican, pero sus códigos son naturales, tanto
como lo son nuestros gritos o suspiros. El lenguaje humano es articulado (es decir,
combina símbolos primarios, que son las letras) y además convencional, fruto de la
práctica oral de cada pueblo (por eso hay tantos idiomas). Pero, he aquí lo más
interesante, las palabras tienen un significado universal: se aplican a cualquier
individuo. “Mesa” es un término que se refiere a esta o aquella mesa, a cualquiera. Y
ello es posible porque las mesas individuales son materiales y por lo tanto concretas,
mientras que los términos son abstractos, y en consecuencia inmateriales. Si no
fuésemos más que pura materia no podríamos producir signos de valor abstracto.
Si miramos más en profundidad descubriremos que el hombre no solamente ha
modelado las ondas sonoras para convertirlas en palabras, sino que su iniciativa ha
transformado enteramente la naturaleza: el cultivo de la tierra, la crianza de animales, la
construcción de viviendas y caminos, la manufactura de vestimentas, muebles,
máquinas y medicamentos de todo tipo, representan un modo de resolver sus
necesidades vitales que trasciende el mero instinto de la caza o la fabricación de un
nido. Y hasta tal punto el hombre ha sido capaz de dominar el mundo, que se ha dado el
lujo de combinar la utilidad con el buen gusto: además de conseguir alimento y abrigo,
decora la mesa y se viste con elegancia. Por supuesto, estamos hablando de la técnica,
uno de los temas centrales de nuestra asignatura. Por eso es tan importante hablar del
hombre para entender lo que es la técnica.
Ese dominio, por otra parte, le otorga al hombre un beneficio del que ningún
otro animal dispone: el tiempo libre. Y aunque algunos digan que el ocio es la madre de
todos los vicios, lo cierto es que gracias a él existen la pintura, la música, el cine y los
libros. Los remito a las consideraciones que hicimos en la unidad anterior sobre la
íntima conexión entre ocio y vida espiritual.
Todo esto que el hombre ha hecho con las cosas de la naturaleza es lo que
llamamos cultura. Y da cuenta de nuestra capacidad para descubrir y dejarnos atraer por
lo que más se asemeja y mejor le va al paladar del espíritu: los valores. Un valor es
aquello que está presente en las cosas y nos provoca el deseo de poseerlas, pues en el
fondo el valor es una manifestación del bien. Pero lo cierto es que hay valores que no
tienen que ver con lo material, como la justicia, el patriotismo, la libertad, la sabiduría,
la amistad, la paz, etc.
El argumento decisivo a favor de la espiritualidad es, a mi criterio, el de la
reflexión. El hombre no solamente sabe, sino que también sabe que sabe. Y es capaz de
reconocerse a sí mismo como el que sabe. Esa capacidad de volver sobre sí, de
ensimismarse, es completamente ajena al ámbito de lo material. La actividad de los
cuerpos siempre es de adentro hacia fuera: el Sol no se calienta a sí mismo, el agua no
se moja a sí misma, una neurona no hace sinapsis consigo misma. En definitiva,
ninguna causa de tipo meramente físico u orgánico puede producir autoconciencia.
La objeción materialista

A pesar de estos argumentos, y otros más que podremos plantear desde los
aportes de la próxima clase, se advierte en el mundo intelectual un reverdecer
preocupante del materialismo. Para muchos la noción de espíritu sigue demasiado
apegada a lo mitológico y lo fantasioso. Y además se han producido en las últimas
décadas avances extraordinarios en el estudio y la comprensión de nuestras capacidades
cerebrales. Las neurociencias plantean enfoques revolucionarios sobre la relación entre
la conducta humana y sus bases neurológicas: parece haber un trasfondo específico a
nivel orgánico para cada una de nuestras actividades, desde las más elementales y
rutinarias, como el lenguaje o el reconocimiento de un lugar, hasta las más
“espirituales”, como la creación artística o la adoración religiosa. Ello ha estimulado la
idea de que todo lo que hacemos puede explicarse sin recurrir a un supuesto espíritu que
nadie ha visto y que sería una justificación funcional y a la vez consoladora. En ciertos
círculos prospera la teoría según la cual no somos más que una máquina
maravillosamente adaptada a través de la evolución para el desempeño de actividades
complejas mediante estructuras versátiles, una especie de hardware capaz de
transformar los pulsos eléctricos de las conexiones nerviosas en pensamiento y
conciencia de sí.
Como bien lo decía el gran escritor inglés G. K. Chesterton, he aquí una verdad
que se ha vuelto loca, es decir, un error. Las neurociencias, como cualquier otra
disciplina, avanzan de acuerdo con la aplicación de sus propios métodos de
investigación y van convalidando sus hallazgos con un soporte empírico cada vez más
sólido. No discutimos eso. Al contrario, ese progreso redunda en un beneficio ostensible
de nuestra calidad de vida, porque tiene que ver con la salud de nuestra dimensión
corporal y biológica. El problema, más bien, está en trasladar subrepticiamente las
conclusiones de la ciencia al terreno filosófico, como si a partir de ellas se pudiese
inferir una nueva concepción del hombre. Es una falacia repetida muchas veces: a partir
de la teoría de la evolución o del Big Bang se afirma que la creación desde la nada por
parte de Dios ya no tiene sustento. En todos esos casos, hay una trasposición
lógicamente inválida, porque el propio método de la ciencia la inhibe de poder discutir
sobre asuntos que exceden su objeto propio. El espíritu, por definición, es un tipo de
realidad que los artefactos de laboratorio no pueden detectar, y por lo tanto las ciencias
naturales no pueden expedirse acerca de él, ni a favor ni en contra. Más aún, el
materialismo, en el fondo, supone lo que pretende negar.

La unidad de alma y cuerpo

Para que se entienda esto último tenemos que volver a la cuestión de la unidad
entre los dos reinos de la condición humana. ¿Cómo es posible que lo corpóreo y lo
espiritual sean una sola cosa? Ya es tiempo de incorporar una noción clave, que es la de
alma. Los seres vivos tienen una característica muy llamativa, que es la automoción, es
decir, se mueven a sí mismos. No es lo mismo echarle agua a un motor que a una planta,
un árbol no crece como un edificio en construcción, un pájaro no vuela como un
proyectil. A pesar de que un viviente está constituido por los mismos tipos de átomos,
moléculas y sustancias que se dan en el mundo inorgánico, y a pesar de que siguen
vigentes para él todas las leyes de la física y de la química, hay algo más: se mueve,
tiene vida. A eso que le da vida se lo llama alma. Aristóteles vincula esta noción con la
de forma, no solamente en el sentido de la configuración o diseño de algo, sino también
como un principio organizador, como una pauta que da sentido a la totalidad de una
cosa. La esfericidad hace que cada parte de un cuerpo sea la parte de una esfera.
Análogamente, y con perdón del neologismo, la “perreidad” hace que este conjunto de
elementos materiales sean un perro. También la palabra forma se relaciona con
información, que implica un comportamiento secuenciado de acuerdo con un programa,
tal como se encuentra en el código genético de cada especie. De todas maneras, es
importante recalcar que el alma, como toda forma, es parte de aquello a lo que le da
forma. El alma no es una especie de motor o de batería que existe aparte del viviente,
sino que es como el núcleo mismo que abastece a cada parte de su energía vital. Para
decirlo mejor, el alma mueve al viviente, entre otras cosas, para que consiga la energía
necesaria a través de la respiración y la alimentación.
Como se ve, alma no es lo mismo que espíritu. Todas las plantas y los animales,
por el mero hecho de ser vivos, poseen alma. Como el alma no es una parte material,
como un órgano o un miembro, muchos la consideran algo espiritual y, coherentemente,
la rechazan. Pero, volviendo a la analogía, la redondez no es una parte del círculo sino
lo que lo hace redondo, y no por eso se nos ocurriría que en todo círculo habita “el
espíritu de la redondez”. Ahora bien, hay espíritus que no son almas (como el caso de
los ángeles). El alma humana, por su parte, sí es espiritual, lo cual quiere decir que,
siendo en sí misma una sustancia espiritual, cumple las funciones de animación del
cuerpo. Lo difícil, lo misterioso, es entender que, pudiendo existir fuera del cuerpo
(porque es un espíritu) se una al cuerpo de tal manera que sean estrictamente una sola
cosa. Más aún, esta unidad es tan profunda que las partes de las que hablamos, es decir
el cuerpo y el alma, no existen como tales antes de unirse, sino que ambas empiezan a
existir ya unidas. Esta es la razón fundamental para sostener que la vida humana
comienza desde el primer instante de la concepción, porque no tiene sentido hablar de
cuerpo humano sino cuando vive gracias al alma humana. La opinión según la cual un
embrión, fruto de la fusión de células reproductivas humanas, se geste en el vientre de
un ser humano, y a pesar de eso no sea humano, es muy difícil de defender.
En consecuencia, cuando el materialismo pretende recurrir a los datos de las
neurociencias para desterrar la existencia de un alma espiritual está tergiversando el
sentido de la definición del hombre como animal racional. El modelo computacional
que se utiliza en esas ciencias sirve para describir un cierto ámbito de reacciones
neurofisiológicas, que guardan alguna semejanza con el funcionamiento de los circuitos
de un ordenador. Pero lo que no se tiene en cuenta es que, precisamente para poder
hacer todo lo que hace, el cerebro y el resto del sistema nervioso tienen que estar vivos,
o sea, dependen de un alma. Justamente, al decir que el alma es forma del cuerpo se está
afirmando, a la vez, que ella es su fin, es decir que el cuerpo sirve al alma como
instrumento. En general, cuando es preciso realizar una determinada obra, el artífice
elige la materia en función de la forma. Santo Tomás usaba el ejemplo del serrucho: si
una herramienta ha de tener el borde dentado, tiene que estar fabricada con un material a
la vez rígido y que pueda ser laminado, o sea tiene que ser metálica.
Pues bien, cuando Dios se arremangó para hacer al hombre escogió con extrema
delicadeza la materia adecuada para el alma. Por eso el cuerpo humano es la obra
maestra de la naturaleza, lo más refinado y sofisticado de todo el universo. De los
tantísimos ejemplos posibles, nuevamente acudimos al de Santo Tomás: la mano. La
anatomía y funcionalidad de la mano humana son maravillosas, y se adaptan
perfectamente a las necesidades del espíritu, que encuentra en ella el instrumento más
exquisito para expresarse: con la mano podemos escribir, dibujar, esculpir, tocar
música, saludar, acariciar, golpear, bendecir, en fin, casi todo lo que sale del espíritu se
traduce en algún movimiento manual. Y lo mismo podríamos decir del caminar erguido
(que libera las manos), las cuerdas vocales, etcétera. Por lo tanto, lo que en realidad
hacen las neurociencias no es poner en tela de juicio la existencia del alma, sino al
contrario, proporcionar evidencia de la extrema sutileza de las estructuras materiales
internas que hacen posible la integración entre el espíritu y el cuerpo.
Sobran ejemplos de esa unidad tan especial entre lo animal y lo racional.
Volviendo a lo que decíamos algunas páginas atrás, hacemos muchas cosas que hacen
los demás animales, pero en todas hay una señal inequívoca de humanidad: nuestra
alimentación es toda una ceremonia, comunicamos nuestros estados de ánimo sin
exclamaciones, y tenemos muy arraigada la costumbre de la privacidad para ciertos
actos de significación biológica. (para recapitular todo ver texto de BOCHENSKI)

También podría gustarte