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Carina Kaplan Por La Inclusion Educativa

1. LA EXPERIENCIA ESCOLAR INCLUSIVA COMO RESPUESTA A LA EXCLUSION


Introducción La primera inquietud que surge al empezar a pensar en la escuela
inclusiva, es acerca de “cómo se mira” hoy a la pobreza y a la violencia estructural
que condiciona fuertemente a los niños y adolescentes que habitan las escuelas o
bien a aquellos que están en sus márgenes. ¿Es la escuela un espacio de resistencia
o funcionan en su interior los mecanismos de la relegación de los estudiantes
atravesados por la exclusión? A su vez, desde la sociedad, ¿es la escuela mirada
como un lugar posible de mayor justicia para estos niños y adolescentes o es una
institución que perdió eficacia simbólica en los procesos de socialización y
biografización? Las investigaciones evidencian el hecho de que los estudiantes
marcados en sus trayectorias vitales por procesos de exclusión de diversos tipos,
tienden a percibirse a sí mismos como causa última de su propio fracaso; se
desacreditan como producto del descrédito del que han sido objeto (Kaplan, 1992;
1997). Ello se debe a que las dos dimensiones constitutivas de la experiencia social:
esperanzas subjetivas y posibilidades objetivas, no son idénticas para todos. Por el
contrario, no todos los agentes sociales tienen a la vez unas mismas posibilidades o
potencias de beneficio material y simbólico y unas mismas disposiciones que
invertir en el mundo social. Este texto recorrerá el interrogante acerca de cómo es
posible lograr una experiencia escolar inclusiva que contraste con tanta exclusión.
Teniendo presente que, en nuestros países latinoamericanos, la exclusión y la
pobreza no son sólo una de las tantas características de las infancias y juventudes
que asisten al sistema educativo sino que configuran una trama cultural específica
de la vida en la escuela.

2. Las trayectorias escolares como afirmación de la autoestima Para empezar a


pensar una escuela inclusiva, es fundamental reconocer que los procesos de
exclusión social, externos a la escuela, tienen consecuencias en la subjetividad de
los alumnos y en la producción de trayectorias educativas. A lo largo de nuestra
trayectoria social vamos configurando una auto-valía social, una idea acerca de
nosotros mismos. También en el pasaje por el sistema educativo constituimos una
imagen acerca de nuestros supuestos límites y posibilidades. Y cuanto más
vulnerable es el alumno que se auto-juzga, más tenderá a atribuirse el fracaso
escolar a sí mismo, llegando a excluirse subjetivamente de aquello de lo que
objetivamente ya está excluido. Frases como “no me da la cabeza para el estudio”,
“no nací para las matemáticas”, “no estoy hecho para la escuela secundaria”, que
son habituales en las escuelas, terminan por interiorizarse en los sujetos y
estructuran un veredicto y un destino escolar. Actividades Para la conversación:
¿Cuáles son frases, que habitualmente se escuchan en la escuela, y que parecen
indicar un destino para un alumno de una vez y para siempre? Estas frases,
¿aparecen enunciadas por quiénes? (maestros, padres, profesionales con quienes
trabajamos en las escuelas,…). ¿Qué construcción se hace de los alumnos en esas
apreciaciones? Detengámonos un instante a conversar acerca de esas frases que
“configuran destinos”. Ahora bien, no todas las instituciones ni todos los docentes
se posicionan del mismo modo frente a los condicionamientos adversos de los
alumnos. Mientras que para algunos docentes, la pobreza del alumno puede
transformarse en un atributo estigmatizante, es decir, negativo, vergonzante; para
otros docentes, la pobreza material de los alumnos representa un desafío o una
oportunidad de que la escuela pueda torcer los destinos que se presentan en
apariencia inevitables.

3. Así es que no todas las instituciones ni todos los actores traducen ni actúan del
mismo modo frente a la irrupción de la pobreza en la vida escolar. Las escuelas
representan, a veces, un modo de confirmación o de reproducción de los limitantes
externos que tiñen la experiencia social de los alumnos; en otros casos, la escuela
abre un horizonte simbólico que tensa el punto de partida desigual con el que los
niños y jóvenes habitan por el sistema escolar. Surge inmediatamente la siguiente
inquietud: ¿en qué consiste ese plus, ese adicional, que hace que para algunos
alumnos la escuela represente una confirmación de su lugar social y para otros, a
condiciones objetivas prácticamente idénticas, continúe siendo una promesa a
futuro? ¿Qué es aquello que marca la diferencia entre las escuelas? Surgen,
entonces, varias preguntas o dimensiones complementarias a considerar: ¿Cómo es
que algunas escuelas vislumbran a la educación como posibilidad y otras se
afirman sobre la imposibilidad? ¿Cuáles son las condiciones institucionales bajo las
cuales la escuela se presenta como una segunda oportunidad para los alumnos?
¿qué es lo que explica que ciertas escuelas permitan a los alumnos representarse
un futuro distinto mientras que otras, muy sutilmente, anticipen de antemano un
porvenir muy estrecho, confirmando aquello que les es negado a los alumnos por
su base social desigual? Afirmemos que el sentimiento de vulnerabilidad de
nuestras infancias, adolescencias y juventudes no es sólo observable en los
sectores estructuralmente pobres o indigentes; afecta a la población escolarizada y
no escolarizada en su conjunto, aunque de diferentes formas. Si bien es cierto que
en nuestras sociedades contemporáneas la proyección hacia el futuro es dificultosa
para prácticamente toda la sociedad, no obstante, en las escuelas, ciertos
estudiantes logran fabricar una representación utópica del porvenir. Frente a la
ruptura de las trayectorias, característica de estos tiempos contemporáneos, que no
permiten pensar en el largo plazo, la escuela es la institución que precisamente
tiene su apuesta en un futuro distinto que, al mismo tiempo, debe ayudar a
construir.

4. En contextos adversos, el docente carga especialmente sobre sus espaldas la


responsabilidad social de paliar, acompasar el sufrimiento social de los alumnos. Se
transforma en una suerte de trabajador social sin tener los saberes específicos para
esas tareas y sin estar subjetivamente preparado para ello. Aún así, muchos
docentes transforman esas condiciones profesionales no elegidas en
oportunidades de democratización. Las instancias de reflexión sobre la práctica
pueden permitir precisamente que los docentes aprendan a conocer a sus alumnos
en sus identidades y constricciones materiales y culturales, sin pre-juzgarlos, sin
condenarlos de antemano; y estar así en mejores condiciones pedagógicas para
interactuar con ellos. La comprensión genética de los alumnos, la comprensión del
otro en su identidad sociocultural, requiere de un proceso de aprendizaje
permanente por parte de los actores de la cotidianeidad escolar. Conocer las
formas del capital cultural de origen de los alumnos, llegar a comprenderlas, es una
tarea reflexiva y sostenida en el tiempo. Comprender a los estudiantes significa
ampliar el conocimiento que se tiene de ellos, abordarlos en su complejidad desde
los contextos socioculturales singulares que viven sus vidas, muchas veces
atravesadas por las constricciones de la pobreza, pero sin establecer juicios
condenatorios en virtud de estos condicionamientos de entrada. Diagnosticar no es
condenar. Comprender las identidades culturales de los estudiantes, es decir, sus
modos de ver, pensar y hablar el mundo, implica un saber ponerse en el lugar del
otro. No hay modo de llegar subjetivamente al otro con el rechazo, con la negación
de su singularidad. El desafío de la escuela por conocer las condiciones
socioculturales de los estudiantes no debe conducir a realizar un diagnóstico
sociocultural condenatorio de los estudiantes, que lleve a reproducir sus
desventajas iniciales. Repensar discursos, que se asientan en frases como “no vale
la pena enseñarles mucho porque no terminarán la escuela o terminarán siendo
peones como sus padres”, es unos de los principales retos de los docentes que
enseñan en contextos difíciles. Lo difícil no es imposible. La pregunta es: ¿cómo
transformar en posibilidad lo que es en apariencia imposible? ¿Cómo
desnaturalizar el fracaso escolar? ¿Cómo operar sobre lo que es en apariencia
inevitable?
5. Partiendo de la premisa de que la escuela puede constituirse en un espacio con
la capacidad de torcer destinos que se presentan como inevitables, consideramos
que es necesario tener en cuenta que junto con las determinaciones que delimitan
las trayectorias estudiantiles, existen márgenes de libertad para forzar esos límites.
Para superar estos límites, es necesario reparar en aquellos mecanismos que
impregnan las prácticas y representaciones sociales y escolares de los alumnos y de
los docentes: la naturalización de las diferencias de capital cultural, los mecanismos
de estigmatización, las concepciones acerca de la inteligencia. Actividades Los
refranes populares son un modo de condensación de representaciones sociales.
Una maestra entrevistada aludió a la noción del “techo natural” al interrogarla
sobre el significado del conocido refrán: “Lo que natura non da, Salamanca non
presta”, aplicado a sus alumnos. Otra docente hizo alusión explícitamente a la idea
de un “límite” propio de cada niño. Fragmento tomado de: Kaplan, Carina (et. al.),
La escuela: una segunda oportunidad frente a la exclusión, Buenos Aires: Centro de
Publicaciones Educativas y Material Didáctico, 2002. Para la conversación:
Sugerimos narrar una escena de la propia trayectoria profesional, en que la
intervención de la escuela haya transformado la mirada o expectativa inicial en
relación con un alumno. ¿Qué actitud o estrategia adoptó la escuela? ¿Cuáles han
sido las condiciones que se han generado y posibilitaron esta transformación? La
escuela torciendo destinos En su artículo “Escuela y Subjetividad”, Álvarez Uría
toma aspectos de la biografía de Albert Camus para reflexionar acerca del papel de
la escuela en la

6. construcción de alternativas posibles frente a destinos que parecen mostrarse


como inevitables. La trayectoria educativa de Albert Camus que presentaremos
ahora permitirá establecer que, bajo ciertas estrategias institucionales y con
expectativas altas del maestro, la escuela se constituye en un espacio que abre
nuevos horizontes vitales. Recordemos que Albert Camus llegó a convertirse en un
afamado escritor. Proveniente de un hogar indigente, de familia analfabeta,
prácticamente huérfano de padre desde muy pequeño, aún bajo esos
determinantes objetivos, pudo abrirse camino en el mundo de las letras y las
palabras. La pregunta que se nos impone es: ¿cómo logró este niño indigente
superar sus propios condicionamientos materiales y transformarlos en una
oportunidad? La respuesta, al menos gran parte de ella, hay que buscarla en el
papel simbólico que cumplió la escuela, y más particularmente, en la esperanza a
futuro que un maestro depositaba en los alumnos de la clase de primaria a la que
asistía el propio Camus. Hay que salirse de las explicaciones que supondrán que es
una inteligencia excepcional de la naturaleza de Camus lo que lo llevó a superar en
su trayectoria social lo que le estaba negado por sus condicionamientos vitales de
origen sociofamiliar. No es una inteligencia excepcional o un esfuerzo
inconmensurable lo que explica que Camus desafíe su destino de fracaso, sino que
se conjugan en este caso una escuela comprometida, representada en la figura de
un maestro educador popular, con el acompañamiento de la familia del alumno, lo
cual genera las condiciones para que una trayectoria alternativa se concretice.
Cuando la escuela se democratiza, el maestro enseña más a los que menos tienen,
confía más en los que menos confían en sí mismos como consecuencia del
descrédito social del que son objeto. Precisamente, es la experiencia escolar que
habilitan ciertas escuelas lo que mejor da cuenta de cómo no en todos los casos las
trayectorias educativas son reconfirmaciones de los puntos de partida. Pensar a la
escuela como constructora de subjetividades, y el lugar potencial de los docentes
en ello, implica identificar cierta posibilidad de mejorar las condiciones en las
cuales los alumnos van trazando sus trayectorias. El intento apunta a no confirmar
una de las consecuencias más negativas de nuestros tiempos: la exclusión y la

7. imposibilidad que ella genera. Reconociendo al otro como portador de una voz,
ofreciendo un espejo a través del cual mirarse y a partir del cual se habilite a cada
uno en la búsqueda de nuevos horizontes, reconociéndose como un sujeto
portador de expectativas, sentimientos, con una seguridad en medio de tanta
incertidumbre: que no hay nada de naturaleza en la desigualdad y en la exclusión
social y educativa. Lo cierto es que para los niños de las clases medias existe una
continuidad entre familia y escuela. Para los alumnos de sectores populares, la
escuela es un espacio distinto de lo cotidiano, un recinto que abre la puerta a lo
desconocido, a un nuevo mundo que se ha mantenido ignorado hasta entonces,
tanto para ellos como para su familia. Para Camus, la escuela representó un mundo
distinto al familiar, el mundo de las letras y las palabras. El relato autobiográfico de
Albert Camus en El primer hombre pone en evidencia cómo la escuela, bajo ciertas
condiciones institucionales y estrategias de subjetivación por parte de los docentes,
puede tornarse un espacio creativo. Al respecto, escribe Camus sobre su escuela:
no sólo les ofrecía una evasión de la vida de familia caracterizada por la indigencia,
sino que en la clase del señor Bernard, su maestro con mayúscula, la escuela
alimentaba en ellos un hambre más esencial para el niño que para el hombre, que
es el hambre de descubrir. En la clase de este maestro (el Sr. Bernard) sentían por
primera vez que existían y que eran objeto de la más alta consideración: se los
juzgaba dignos de descubrir el mundo. Frente a una vida aparentemente
insignificante, los alumnos cobraban importancia en la escuela. El docente los
nombraba, les otorgaba voz. La diferencia entre un maestro y un funcionario
profesional de la enseñanza no puede estar mejor definida que en el relato de
Camus. El profesional transmite conocimientos amalgamados y seriados, mientras
que el maestro comunica sobre todo una implicación en la búsqueda de la verdad.
Camus lo aclara bien cuando señala que la clase con el señor Bernard era siempre
interesante por la sencilla razón de que los alumnos reconocían que él amaba
apasionadamente su trabajo. Una escuela pobre, situada en un barrio pobre y a la
que acudían los hijos de los pobres, contaba con un maestro capaz de estimular el
hambre de descubrir. Camus era

8. perfectamente consciente de que, tras su paso por la escuela, ya nada volvería a


ser igual. El maestro lo había echado al mundo, cuando hizo denodados intentos
para que su familia lo enviara al liceo, asumiendo al mismo tiempo la
responsabilidad de desarraigarlo para que pudiera hacer descubrimientos todavía
más importantes. Para los niños como Albert Camus, el liceo les estaba negado
dado que se esperaba que de la escuela pasaran directamente al trabajo, a las
tareas vinculadas a la subsistencia familiar. Este maestro, a pesar de esa auto
exclusión familiar frente a la continuidad de los estudios, insistió con la abuela y, al
mismo tiempo, destinó muchas horas y días fuera de la jornada escolar habitual
para preparar a los alumnos para el liceo. Albert Camus no puede ser más explícito
sobre el lugar que representaba la escuela y ese maestro que lo estimulaba, frente
a la miseria material que teñía su vida: en la escuela encontraban los niños de
sectores populares «[...] lo que no encontraban en casa, donde la pobreza y la
ignorancia volvían la vida más dura, más desolada, más encerrada en sí misma; la
miseria es una fortaleza sin puente levadizo.» Si hay algo que les transmitía este
maestro a sus alumnos es que eran dignos de descubrir el mundo, ese otro mundo
diferente del cotidiano. No existe ninguna fórmula mágica para contagiar la pasión
por el conocimiento; cada maestro va construyendo su propia fórmula en el
encuentro interpersonal que se produce en el aula. Entre el Albert Camus famoso y
reconocido de “El primer hombre” y el pequeño Albert que va a la escuela, hay sin
duda una larga distancia, pero en el pasaje entre el intelectual afamado y el niño
fascinado por la nieve se encuentra la escuela y, con ella, su maestro y amigo. Así,
le escribe Camus en Noviembre de 1957 al señor Bernard, tras la entrega del
Nobel: «He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido.
Pero cuando supe la noticia pensé primero en mi madre y después en usted. Sin
usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza
y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto. No es que dé demasiada
importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de
decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus
esfuerzos, su trabajo y el

9. corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus
pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno
agradecido. » La narración autobiográfica de Camus adquiere una vibración
especialmente emotiva cuando se aproxima el abandono de la escuela. Se relata
entonces la visita del maestro a la familia del joven Camus para convencer a la
abuela de que el niño debía presentarse al examen selectivo que daba entrada al
Liceo. De nuevo nos encontramos al maestro la mañana del examen ante la puerta
del Liceo aún cerrada, rodeado de sus cuatro alumnos un poco asustados. Junto
con las recomendaciones previas al examen, les indicaba el Sr. Bernard: «No os
pongáis nerviosos —repetía el maestro—. Leed bien el enunciado del problema y
el tema de la redacción. Leedlos varias veces. Tenéis tiempo». En ese rito de paso
se estaba jugando también el maestro una carta de su propio destino como guía
de discípulos. La entrada en el Liceo significaba, sin embargo, el adiós al barrio y a
la escuela, la despedida del maestro y del amigo, el alejamiento del mundo
protector de la familia: «[...] con ese éxito acababa de ser arrancado del mundo
inocente y cálido de los pobres, mundo encerrado en sí mismo como una isla en la
sociedad, pero en el que la miseria hace las veces de familia y de solidaridad, para
ser arrojado a un mundo desconocido que no era el suyo, donde no podía creer
que los maestros fueran más sabios que aquel cuyo corazón lo sabía todo, y en
adelante tendría que aprender, comprender sin ayuda, convertirse en hombre sin el
auxilio del único hombre que lo había ayudado, crecer y educarse solo, al precio
más alto.». Efectivamente, el éxito escolar significaba un punto de no retorno.
Actividades Para la conversación: Trabajo sobre extractos de: CAMUS, Albert (1998):
El primer hombre, Barcelona, TusQuets. Ver apartados: “La escuela” y “El Liceo”. En
el Anexo ponemos a su disposición fragmentos de estos apartados. Ubicar aquellos
indicios o marcas en el relato que den cuenta de la trayectoria escolar de Jacques.
Esas marcas, ¿nos llevan a pensar en términos de atributos individuales o vínculos?

10. La escuela como posibilidad: ampliando las expectativas Para empezar a


vislumbrar a la escuela como posibilidad democratizadora, mencionemos que es
preciso partir de la convicción teórica de que no hay nada de naturaleza en los
fracasos sociales y educativos, sino que los mismos son causados
fundamentalmente por los condicionamientos materiales y simbólicos que están
distribuidos en forma desigual en nuestras sociedades y en nuestras escuelas. Junto
con esta convicción teórica también tenemos que compartir otra, y es la de que, en
escenarios de alta selectividad y exclusión, de discriminación y violencia, aún con
sus problemas, la escuela alcanza un valor único e insoslayable. En ella se
vislumbran aún los vestigios de la promesa de inclusión social. Sobre todo en estos
tiempos, aun con todos sus desaciertos, la escuela redobla su apuesta en su
capacidad por producir un terreno poderoso para la resistencia cultural y la
revolución simbólica. Ella se presenta como uno de los pocos espacios sociales que
tienen la fuerza para dar nombre a los niños y jóvenes desprotegidos y devolverles
las voces acalladas tras su condición socioeconómica de origen, tras su identidad
cultural singular, su pertenencia sexual, sus orígenes étnicos o sus cualidades
diferenciales para el aprendizaje. Actividades Un Director de una escuela nocturna
de la zona de Barracas en la Ciudad de Buenos Aires, dice: “Los pibes cuando
tienen un problema en la Villa se vienen para acá (…) el otro día vino uno que había
estado en una pelea, estaba todo lastimado (…) saben que acá algo vamos a
hacer”. Para la conversación: Algunos docentes relatan que sus alumnos muchas
veces se dirigen a la escuela porque “es el único lugar que tienen” o “es el único
lugar donde se los escucha” o “saben que acá nos vamos a ocupar”. ¿Por qué
piensan ustedes que la escuela puede significar un resguardo para los chicos? ¿Qué
es lo que la escuela tiene para ofrecer? ¿Cuáles son las particularidades de lo que la
escuela ofrece?

11. Uno de los retos principales, consiste en contribuir a fortalecer a la escuela


como un espacio singular de integración social y de filiación, que permita a quienes
transitan por ella desafiar los destinos que se presentan como inevitables, y, para
ello, dejar de culpabilizar al individuo de su propio fracaso. Confiamos en que
muchas escuelas abran sus puertas a cada vez más sujetos acuciados por las
miserias cotidianas, invitando a imaginar otros horizontes simbólicos; otorgando
algo así como “una segunda oportunidad”. De hecho, muchas instituciones
contrarrestan los “destinos negativos” de aquellos estudiantes atravesados por
condicionamientos de la pobreza, contribuyendo a reforzar positivamente su
autoestima y sus expectativas a futuro. La escuela, por sí sola, no puede
transformar las determinaciones estructurales y materiales de vida que marcan
bastante de entrada a las trayectorias de los estudiantes, pero sí cuenta con
herramientas socio-pedagógicas para instrumentar subjetivamente a los mismos,
en lo que se refiere a su propia valía social y escolar. Los límites objetivos y las
esperanzas subjetivas se tensionan en las escuelas democráticas. Y en esta tensión
el docente individual y colectivo tiene su mayor potencial de transformación. Lo
inevitable se torna, entonces, probable. Es decir, se abre la posibilidad de que otro
destino se produzca. Así, otras trayectorias y destinos son posibles. La escuela
democrática puede generar condiciones para la individuación y la biografización; y
aquí el lugar del docente es inconmensurable. No es menos cierto que, para hacer
efectivas estas condiciones, se torna imprescindible develar el hecho de que estos
son horizontes utópicos, dado que, en muchos casos, la experiencia social de los
niños se ve teñida de los mecanismos de la dominación. La mayoría de los
docentes expresa una fuerte voluntad de “sacar adelante” a los alumnos. Para ello,
se ven a sí mismos necesitados de superar ciertos prejuicios sociales respecto de
algunos grupos y niños que conllevan expectativas negativas. Los docentes, como
otros agentes sociales, participan de un modo inconsciente de varios prejuicios
sociales y pueden reforzarlos precisamente por ser sujetos sociales que habitan
sociedades discriminatorias y selectivas.

12. Es preciso que los agentes educativos confrontemos nuestras pre-nociones,


prejuicios y visiones abstractas y a-históricas respecto del niño y del joven;
conociendo y comprendiendo quiénes son los educandos en términos
socioculturales, arribando a una comprensión profunda de las infancias y de las
juventudes en su heterogeneidad de condicionamientos e identidades. La
construcción de la identidad del alumno como tal en la escuela, es un proceso que
se lleva a cabo sin que los docentes sean conscientes, muchas veces, de sus
mecanismos e implicancias. Es más, tal vez el docente debiera tener mucho más
presente el hecho de que su figura y su palabra, y a veces sus silencios y sus
miradas, tienen efectos muy potentes en la constitución de la autoestima del
alumno. En nuestra vida social, todos estamos pendientes de la mirada de los otros.
Por ser el docente una figura autorizada y legitimada institucionalmente,
especialmente en muchos casos su mirada sobre los alumnos cobra una fuerza
simbólica inigualable. El docente debe ser consciente y sensible frente a este poder
simbólico que tiene en la configuración de la identidad particular del ser alumno.
En las escuelas los niños y jóvenes adquieren una identidad que es la de ser
alumno y que se conquista en la experiencia cotidiana de las instituciones
escolares. Si bien hay rasgos comunes del ser alumno, muchos de ellos como parte
de la memoria social y escolar; cada encuentro, cada cara de cada maestro con
cada alumno tiene su singularidad. Pensemos entonces en la institución escolar en
general y en el docente en particular, como figuras centrales en las auto-imágenes
que fabrican los estudiantes y en los sentidos cotidianos que va adquiriendo para
ellos su escolarización. Estos “otros” le devuelven al niño y al joven una imagen en
espejo donde mirarse (y reconocerse o negarse), que incidirá innegablemente en el
recorrido que concretice en el sistema escolar. Reconociendo y asumiendo su
poder simbólico en los procesos de subjetivación de los estudiantes, el docente
recobra para sí una de las funciones democratizadoras más relevantes de la
escuela, que es la de igualar (muy a pesar de la desigualdad de partida o
precisamente por ello).

13. Ahora bien, los docentes pueden reproducir las miradas negativizadas que la
sociedad posee sobre ciertos atributos de los alumnos, o bien pueden generar las
condiciones para contrarrestarlas. En ese punto, vale la pena detenerse a considerar
cómo es el proceso a través del cual ciertos atributos de individuos y grupos, en
contextos culturales específicos, pueden actuar como marcas negativas,
indeseables y rechazadas. Me refiero a los procesos de estigmatización. En su libro
Estigma. La identidad deteriorada, el sociólogo Goffman (1989) observa cómo a lo
largo de la historia las sociedades establecen distintos mecanismos a través de los
cuales se categoriza a las personas, estableciendo aquellos atributos que se
perciben como normales y naturales para cada una de ellas; y cómo esos atributos
se transforman en expectativas normativas. A partir de la consolidación de estos
atributos, cuando nos encontramos con alguna persona extraña y a partir de
ciertos rasgos, podemos ubicarla en determinada categoría y esperar de ella que se
comporte consecuentemente. Un atributo se traduce en un estigma cuando él
produce en los demás un descrédito amplio. Es por ello que quien es depositario
de un estigma buscará alguna forma de esconderlo, por considerarse y
considerarlo vergonzante, llegando en ocasiones a hacerlo más visible
(precisamente por este esfuerzo denodado en esconderlo). De esta forma, en todas
las sociedades se asiste a procesos de estigmatización a través de los cuales, ciertas
características se presentan como indeseables; produciendo en la mayoría de los
casos, situaciones de discriminación y diferenciación social. Se construye, como
señala Goffman, una teoría “racional” del estigma a través de la cual se explica la
superioridad- inferioridad. “En nuestro discurso cotidiano utilizamos como fuente
de metáforas e imágenes términos específicamente referidos al estigma, tales
como inválido, tarado, sin acordarnos, por lo general, de su significado real”. Los
estigmas se transforman en una suerte de identidad natural de los alumnos; una
suerte de marca de calidad que el sentido común social denomina como “de
fábrica”, producto de “la hechura” o del “sello de la cuna”. Y lo que es
especialmente significativo es que muchos intentos de estigmatización social son
exitosos en tanto que, en general, quien es estigmatizado asume como propios los
atributos con los cuales es clasificado, explicando su destino como parte de su
supuesta propia naturaleza. El
14. atributo de “pobre” puede tornarse en un estigma cuando, bajo la supuesta
intención de describir una condición social del otro, lo que se oculta es la práctica
implícita de condenarlo o rechazarlo. Los procesos de estigmatización-
etiquetamiento tienen lugar también en la escuela. Las expectativas que ponen en
juego los docentes se transforman, para los propios alumnos, en actos de
nombramiento que los atraviesan en la construcción de su auto-estima e identidad,
impactando en su trayectoria escolar y social. Por medio de los juicios, las
clasificaciones y los veredictos que la institución educativa realiza, cada niño va
conociendo sus límites y también sus posibilidades, estableciendo lo que Bourdieu
(1988) dio en llamar el sentido de los límites; esto es: “la anticipación práctica de
los límites objetivos, adquirida mediante la experiencia de los límites objetivos, que
lleva a la persona y grupos a excluirse de aquello de lo que ya están excluidos. Esto
es así en tanto lo propio del sentido de los límites es implicar el olvido de los
límites”. Así escuchamos explicaciones que los propios niños y/o familias
construyen frente al fracaso escolar, del tipo: “no nació para la escuela secundaria”,
“lo que pasa es que la cabeza no le da”. Este tipo de análisis no pretende cargar las
tintas sobre los docentes, quienes al igual que los alumnos marcan puntos de
resistencia y quiebre frente a discursos y prácticas estigmatizantes. Sin embargo, es
preciso hoy más que nunca estar alertas frente a aquellos discursos y prácticas que,
cotidianamente, y en muchos casos inconscientemente, tienen lugar en la
institución escolar y que pueden actuar como refuerzo de la desigualdad educativa.
Ciertos juicios pueden transformarse en estigmatizantes y estar basados en
prejuicios sociales más que en supuestas características de los alumnos. Las formas
que se usan para aludir a los alumnos, a sus características y rasgos, tienen más
sentido que el que aparentan tener, cumplen funciones que van más allá del
explícito intento por describirlos. Terminan de este modo por anticipar y prescribir
el desempeño y el comportamiento escolar de los alumnos.

15. Las clasificaciones escolares, el discurso acerca de los buenos y malos alumnos,
de los alumnos pobres y no pobres, y de su inteligencia funcionan, a pesar de su
aparente neutralidad, como legitimación y refuerzo de las clasificaciones sociales.
Los principios de división social que subyacen a ciertos juicios respecto de los
alumnos de distintos sectores y grupos se mantienen ocultos a la conciencia social
cotidiana cuando desconocen su eficacia simbólica. Por el contrario, tomar
conciencia de estos juicios implícitos permite anticipar prácticas e interacciones
más democráticas. La investigación realizada por Bourdieu y Saint Martín (1998),
“Las categorías del juicio profesoral”, analiza cómo las clasificaciones y juicios
escolares se encuentran habitualmente atravesados por las representaciones
sociales de los docentes acerca de la inteligencia y por las expectativas hacia
alumnos de las distintas clases sociales o fracciones de clase. Estas
representaciones se reflejan en las formas de evaluarlos y de nombrarlos. En
estudios realizados en nuestro contexto (Kaplan, 1997) hemos arribado a
resultados similares: - que las expectativas de los maestros acerca del rendimiento
de sus alumnos se centran con bastante frecuencia en sus valoraciones sobre la
inteligencia; - que estas valoraciones cobran una significación particular en el
contexto escolar; - que los docentes participan de una evaluación específicamente
escolar de la inteligencia; - que las principales diferencias en torno a las
apreciaciones sobre la inteligencia de sus alumnos se estructuran
inconscientemente a partir del nivel socio - económico y cultural de los niños; - que
los niños pobres son considerados menos inteligentes o bien que su fracaso
escolar está en línea directa con sus supuestas capacidades asociadas a la
inteligencia. Este tipo de conclusiones nos conduce a afirmar que no son los genes
ni las cualidades individuales las que mejor explican el por qué los alumnos de
sectores más desprotegidos son quienes más fracasan en la escuela. Esta
afirmación echa por tierra las argumentaciones que sostienen que los pobres no
tienen capacidad para aprender o que no son suficientemente inteligentes para el
logro de aprendizajes escolares que comprometen habilidades intelectuales de
orden superior.

16. Sin embargo, si revisamos la historia, observaremos que la inteligencia, como


atributo considerado natural e independiente de los condicionamientos sociales, es
decir, esencial de ciertos individuos y grupos, ha sido uno de los instrumentos
privilegiados con el que las sociedades han legitimado la desigualdad social. A
partir de ella se ha intentado rendir cuenta del bajo rendimiento escolar de algunos
grupos vulnerables (pobres, mujeres, indígenas, inmigrantes). La inteligencia se ha
constituido en una supuesta medida objetiva y universal que distingue personas o
naturalezas humanas, justificando así los éxitos y fracasos sociales y educativos. La
importancia de analizar los discursos acerca de la inteligencia, que se han
enfrentado alrededor de la disputa entre la primacía de la naturaleza y del
ambiente, radica fundamentalmente en: - reconocer su poder simbólico, dado que
ellos impactan en la identidad de quienes son clasificados, y en su experiencia
social y escolar; - la intención de denunciar aspectos que funcionan como
engranajes de esta “máquina infernal” que es el neoliberalismo, ya que amparados
la mayoría de las veces en la ciencia y la objetividad, no hacen más que reforzar y
legitimar a través de la naturalización de lo social un orden desigual e injusto, que
justifica las exclusiones sociales y educativas. Tras las afirmaciones de los discursos
del determinismo biológico (que considera la inteligencia como capacidad innata o
don natural) y el determinismo ambientalista (que considera que la familia y el
ambiente en el que se mueve el alumno son límites infranqueables por su
escolaridad), desde dentro y desde fuera del campo científico, se atribuyen los
éxitos y fracasos a distinciones heredadas, innatas o que resultan del trabajo
realizado en el seno de cada familia, ocultando y legitimando una estructura social
y educativa caracterizada por la desigualdad. La inteligencia, en tanto medida
absoluta, se suele presentar a los sujetos pedagógicos como justificación de su
éxito o su fracaso escolar, y a la vez se transforma en límite que predice sus
destinos. Para el caso de los fracasos educativos, las

17. desigualdades en las condiciones para aprender quedan invisibilizadas y se


transforman, por una suerte de alquimia social, en déficit de inteligencia, que se
asumen como propios. Es tan fuerte el impacto de estos discursos sobre la
experiencia social y escolar, que quien ya se encuentra excluido de ciertos
escenarios —por la injusticia social, por las diferencias de capital cultural— se auto-
excluye, adjudicándose a sí mismo las razones por las que queda afuera. En
definitiva, se adopta la idea de que llegan a ciertos segmentos de la pirámide
escolar los más aptos, los más capaces, los más inteligentes, los más talentosos o
dotados. Hay que mencionar a esta altura, por si hiciese falta, que todas estas
suposiciones provienen de una dudosa base científica, aunque muy hegemónica en
el pensamiento social o en el sentido común social. Se instala, según Bourdieu
(1999), una especie de neodarwinismo social: “(...) son los mejores y los más
brillantes” los que triunfan. Existen los ganadores y los perdedores, existe la
nobleza de Estado, es decir las personas que tienen todos los atributos de una
nobleza en el sentido medieval del término y deben su autoridad a la educación, o
sea, según ellos, a la inteligencia, concebida como un don divino, cuando sabemos
en realidad que está repartida por toda la sociedad y las desigualdades de
inteligencia son desigualdades sociales. Frente a las prácticas y discursos que
atribuyen la exclusión y la desigualdad a cuestiones referidas a la inteligencia como
esencia, se erigen aquellas que ubicadas en posiciones democráticas insisten en
desocultarlos y desnaturalizarlos, en tanto expresiones de la discriminación y el
racismo. La escuela democrática reconoce las diversas condiciones de partida de
los alumnos, no como deficiencias, no como puntos de llegada, sino como
dimensiones que la institución deberá conocer y tener en cuenta para la
construcción de estrategias que ya no debiliten a unos y refuercen a otros. El poder
simbólico del docente Se pone en evidencia así el lugar que juegan el maestro y la
escuela en la construcción de nuevos horizontes simbólicos.
18. Distintas investigaciones han propuesto describir cómo la escuela fabrica
cotidianamente juicios y jerarquías que tienen un alto impacto en el rendimiento
escolar de los alumnos. Los estudios del poder de las expectativas del maestro
sobre el desempeño escolar del alumno tienen su antecedente más importante en
una investigación que impactó en los estudios posteriores publicada bajo el título
de: “Pygmalión en la escuela”. El estudio consistió en un clásico experimento a
partir del cual los investigadores verificaron como hipótesis principal que: “En una
clase dada, los niños de los que el maestro espera un desarrollo mayor, mostrarán
realmente tal desarrollo”. Mediante su investigación dieron cuenta del fuerte
impacto que tienen las creencias del maestro respecto de la capacidad intelectual
de sus alumnos en su rendimiento escolar. De esta forma, a modo de profecías
auto-cumplidoras, las expectativas de rendimiento de los docentes se traducen en
ciertos resultados escolares de sus alumnos. Se podrían sintetizar sus conclusiones
en una suerte de equivalencias que resultarían así: Altas expectativas = altos
rendimientos y Bajas expectativas = bajos rendimientos. Entonces, retomemos el
interrogante acerca de cómo lograr que los niños y jóvenes alcancen todos los
peldaños del sistema escolar, interioricen otras formas de capital cultural y, al
mismo tiempo, no sientan vergüenza de su origen social. La respuesta a esta
cuestión la tiene la escuela cuando encuentra mecanismos de funcionamiento,
discursos, prácticas y sujetos docentes dispuestos a no estigmatizar a los alumnos
en virtud de su origen social y, entonces, salirse del círculo vicioso de la
reproducción de la pobreza. La escuela no sólo le ofrecía una evasión de la vida de
familia a Albert Camus. Por lo menos en la clase del señor Bernard, este maestro de
primaria, a quien Camus le dedicó unas palabras al recibir el Premio Nobel de
Literatura, la escuela alimentaba el hambre de descubrir un mundo simbólico
vedado para ciertas familias y sujetos por su origen social.

19. La escuela, bajo ciertas condiciones, dota de voz a los desprotegidos. Torna lo
improbable en posible, abriendo horizontes vitales. Para seguir pensando:
Sugerimos que vean tres películas que muestran la apuesta de maestros muy
distintos. Algunas veces, lo que aparece mediando entre maestros o profesores y
alumnos son los prejuicios (inclusive aquellos que podríamos creer positivos: “él es
el que siempre entrega sus tareas primero”, “ella siempre está predispuesta al
trabajo”). En los vínculos que muestran las películas, ¿qué es lo que media entre
docentes y alumnos? El maestro de música Título Original: Le Maître de Musique
Año: 1988 Origen: Bélgica, Francia. Género: Drama Dirección: Gérard Corbiau
Resumen argumental: Un gran cantante de opera, Joachim Dallayrac (José van
Dam), en el apogeo de sus facultades vocales y en pleno éxito, se retira a su castillo
para dedicarse a la enseñanza de dos jóvenes alumnos. Escuela de Rock Título
original: The School of Rock Año: 2003 Origen: Estados Unidos, Alemania Género:
Comedia - Musical Dirección: Richard Linklater Resumen argumental: Un músico de
rock fracasado y sin trabajo consigue, gracias a una confusión, empleo como
profesor en una escuela. La historia típica del maestro que altera un colegio con su
llegada. Los coristas Título original: Les Choristes Año: 2004 Origen: Suiza,
Alemania, Francia Género: Romance - Musical – Drama Dirección: Christophe
Barratier Resumen argumental: Un profesor amante de la música, revoluciona las
costumbres en un rígido colegio de mediados del siglo XX en el centro de Francia.

20. La autora Carina Kaplan: Licenciada y Profesora en Ciencias de la Educación por


la UBA, Magister en Ciencias Sociales y Educación por la FLACSO-Argentina,
Profesora concursada en las Cátedras de Sociología de la Educación de la UBA y
UNLP. Investigadora en la Facultad de Filosofía y Letras UBA. Autora de numerosos
libros y artículos sobre desigualdad educativa, fracaso escolar, trayectorias
estudiantiles, educación y subjetividad, escuela media, violencias en la escuela.

21. ANEXO: Fragmentos de los apartados “La escuela” y “El Liceo”, extraídos de:
CAMUS, Albert (1998). El primer hombre, Barcelona, TusQuets.

22. La escuela No había conocido a su padre, pero solían hablarle de él en una


forma un poco mitológica y siempre, llegado cierto momento, había sabido
sustituirlo. Por eso Jacques jamás lo olvidó, como si, no habiendo experimentado
realmente la ausencia de un padre a quien no había conocido, hubiera reconocido
inconscientemente, primero de pequeño, después a lo largo de toda su vida, el
único gesto paternal, a la vez meditado y decisivo, que hubo en su vida de niño.
Pues el señor Bernard, su maestro de la última clase de primaria, había puesto todo
su peso de hombre, en un momento dado, para modificar el destino de ese niño
que dependía de él, y en efecto, lo había modificado. En aquel momento el señor
Bernard estaba allí, delante de Jacques, en su pequeño apartamento de las vueltas
de Rovigo, casi al pie de la Alcazaba, un barrio que dominaba la ciudad y el mar,
habitado por pequeños comerciantes de todas las razas y todas las religiones,
cuyas casas olían a la vez a especias y a pobreza. Allí estaba, envejecido, el pelo
más ralo, manchas de vejez detrás del tejido ya vitrificado de las mejillas y las
manos, desplazándose con más lentitud que antes, y visiblemente contento cuando
podía sentarse de nuevo en su sillón de mimbre, cerca de la ventana que daba a la
calle comercial y donde cantaba un canario, ablandado también por la edad y
mostrando su emoción, cosa que no hubiera ocurrido antes, pero todavía erguido y
la voz fuerte y firme, como en los tiempos en que, plantado delante de sus
alumnos, decía: «En fila de a dos. ¡De a dos! ¡No de cinco!». Y el bullicio cesaba, los
alumnos, que a la vez temían y adoraban al señor Bernard, se alineaban a lo largo
del muro exterior del aula, en la galería del primer piso, hasta que, en filas por fin
regulares e inmóviles, en silencio, un «Adentro, banda de renacuajos» los liberaba,
dándoles la señal del movimiento y de una animación más discreta que el señor
Bernard, sólido, elegantemente vestido, con su fuerte rostro regular coronado por
cabellos un poco ralos pero muy lisos, oliendo a agua de colonia, vigilaba con buen
humor y severidad. La escuela quedaba en una parte relativamente nueva de ese
viejo barrio, entre casas de una o dos plantas construidas poco después de la
guerra del 70 y unos almacenes más recientes que habían terminado por unir la
calle principal del barrio, la de Jacques, con la parte trasera del puerto de Argel,
donde estaban los muelles del carbón. Jacques iba andando, dos veces por día, a
esa escuela que había empezado a frecuentar a los cuatro años en la sección
maternal, periodo del que no conservaba recuerdo alguno, salvo el de un lavabo de
piedra oscura que ocupaba todo el fondo del patio cubierto donde aterrizó un día
de cabeza, para levantarse bañado de sangre, la arcada superciliar abierta, entre las
maestras enloquecidas, y fue así como trabó conocimiento con los puntos que
apenas acaban de quitarle, a decir verdad, cuando hubo que ponérselos en la otra
arcada, pues en la casa a su hermano se le había ocurrido encajarle hasta los ojos
un viejo bombín y enfundarlo en un viejo abrigo que le trababa la marcha, de
modo que dio con la cabeza contra uno de los morrillos despegado de las
baldosas, y nuevamente en sangre. Pero ya iba a la maternal con Pierre, casi un año
mayor que él, que vivía en una calle cercana con su madre también viuda de
guerra, empleada de Correos, y dos de sus tíos, que trabajaban en el ferrocarril. Sus
respectivas familias eran vagamente amigas, o como se es en esos barrios, es decir,
que se estimaban sin visitarse casi nunca y estaban decididos a ayudarse entre sí
sin tener jamás ocasión de hacerlo. Sólo los niños se hicieron verdaderos amigos
después de aquel primer día en que los dos, Jacques todavía con delantal y
confiado a Pierre, consciente de sus pantalones y de su deber de hermano mayor,
comenzaron la escuela maternal. Después habían recorrido juntos la sucesión de
aulas hasta la última de

23. primaria, a la que Jacques entró a los nueve años. Durante cinco años hicieron
cuatro veces el mismo trayecto, uno rubio, el otro moreno, uno plácido, el otro
inquieto, pero hermanos por origen y destino, buenos alumnos los dos y al mismo
tiempo jugadores infatigables. Jacques era más brillante en ciertas materias, pero
su conducta y su atolondramiento, así como un deseo de lucirse que lo incitaba a
hacer mil tonterías, daba ventaja a Pierre, más reflexivo y secreto. Se alternaban,
pues, a la cabeza de la clase, sin pensar en envanecerse de ello, al contrario de sus
familias. Sus placeres eran diferentes. Por la mañana, Jacques esperaba a Pierre al
pie de su casa. Partían antes de que pasaran los basureros, o más exactamente la
carreta tirada por un caballo herido en la rodilla que conducía un viejo árabe. La
acera todavía estaba mojada por la humedad de la noche, el aire que llegaba del
mar tenía gusto a sal. La calle de Pierre, que llevaba al mercado, estaba jalonada de
cubos de basura que árabes o moro famélicos, a veces un viejo vagabundo
español, destapaban al alba, hallando todavía algo que aprovechar en lo que las
familias pobres y económicas desdeñaban y tiraban. Los cubos estaban por lo
general destapados y a esa hora de la mañana los gatos vigorosos y flacos del
barrio ocupaban el lugar de los andrajosos. Lo que intentaban los dos niños era
llegar en silencio por detrás de los cubos para poner bruscamente la tapadera con
el gato dentro. La hazaña no era fácil, pues los gatos, nacidos y crecidos en un
barrio pobre tenían la vigilancia y la rapidez de los animales acostumbrados a
defender su derecho a vivir. Pero a veces, hipnotizado por un hallazgo apetitoso y
difícil de extraer del montón de basuras, uno de ellos se dejaba sorprender. La
tapadera caía con ruido, el gato lanzaba un aullido de espanto, haciendo fuerza
convulsivamente con el lomo y las uñas y conseguía levantar el techo de su cárcel
de zinc, emerger con el pelo erizado de terror y salir corriendo como si lo siguiera
una jauría, en medio de las carcajadas de sus verdugos muy poco conscientes de
su crueldad. A decir verdad, esos verdugos eran también inconsecuentes, pues
perseguían con su aborrecimiento al cazador de perros, apodado por los niños del
barrio Gallofa1 (que en español...). Este funcionario municipal actuaba
aproximadamente a la misma hora, pero, según las necesidades, hacía también sus
rondas por la tarde. Era un árabe vestido a la europea, ubicado por lo común en la
parte trasera de un vehículo tirado por dos caballos y conducido por un viejo
impasible, árabe también. El cuerpo del carro consistía en una especie de cubo de
madera, a lo largo del cual había, de cada lado, una doble fila de jaulas con sólidos
barrotes. En conjunto eran dieciséis jaulas, cada una de las cuales podía contener
un perro, acorralado así entre los barrotes y el fondo. Encaramado en un pequeño
estribo de la parte posterior del carro, con la nariz a la altura del techo de las jaulas
el cazador podía vigilar su territorio de caza. El vehículo rodaba lentamente a través
de las calles mojadas que empezaban a poblarse de niños camino de la escuela,
amas de casa en busca del pan o la leche, con sus batas de felpa estampadas de
flores violentas, y comerciantes árabes que iban al mercado con sus pequeños
tenderetes plegados al hombro y en la mano una enorme espuerta de paja
trenzada que contenía las mercancías. Y de pronto, a una señal del cazador, el viejo
árabe tiraba de las riendas y el carro se detenía. El cazador había divisado una de
sus miserables presas escarbando febrilmente en un cubo de basuras, arrojando de
vez en cuando miradas enloquecidas hacia atrás, o bien trotando velozmente a lo
largo de una pared con ese aire apresurado e inquieto de los perros mal
alimentados. Gallofa cogía entonces de lo alto del carro un vergajo terminado en
una cadena de hierro que se deslizaba por un aro a lo largo del mango. Se
adelantaba hacia el animal con el paso 1 El origen de este nombre provenía de la
primera persona que había aceptado esta tarea y que se llamaba realmente Gallofa.

24. flexible, rápido y silencioso del trampero, lo alcanzaba y, si no llevaba el collar,


que es la marca de los hijos de buena familia, corría hacia él con una brusca y
asombrosa velocidad y le pasaba por el cuello su arma, que funcionaba entonces
como un lazo de hierro y cuero. El animal, de pronto estrangulado, se debatía
como un loco lanzando quejas inarticuladas. Pero el hombre [lo] arrastraba
rápidamente hasta el vehículo, abría una de las puertas con barrotes y, levantando
al perro que se estrangulaba cada vez más, lo arrojaba a la jaula con la precaución
de hacer pasar el mango del lazo a través de los barrotes. Capturado el animal
aflojaba la cadena de hierro y liberaba su cuello. Por lo menos así ocurría cuando el
perro no recibía la protección de los niños del barrio. Porque todos estaban
coaligados contra Gallofa. Sabían que los perros capturados iban a parar a la
perrera municipal, donde los guardaban tres días, transcurridos los cuales, si nadie
los reclamaba, los animales eran sacrificados. Y aunque no lo supieran, el
lamentable espectáculo de la carreta de la muerte de regreso de una ronda
fructífera, cargada de desdichados animales de todo pelo y tamaño, espantados
detrás de los barrotes y dejando una estela de gemidos y aullidos de muerte,
hubiera bastado para indignarlos. Por eso, no bien aparecía en el barrio el carro
celular, los niños se transmitían el alerta los unos a los otros. Ellos mismos se
dispersaban por todas las calles del barrio para acosar a su vez a los perros, pero
con objeto de expulsarlos a otros sectores de la ciudad, lejos del terrible lazo. Si a
pesar de estas precauciones, como les ocurrió varias veces a Pierre y a Jacques, el
cazador descubría en presencia de ellos un perro errante, la táctica era siempre la
misma. Jacques y Pierre, antes de que el cazador pudiera acercarse bastante a su
presa, empezaban a gritar: «Gallofa, Gallofa», con un tono tan agudo y tan terrible
que el perro salía pitando y en pocos minutos estaba a salvo. En ese momento los
dos niños tenían que demostrar también sus aptitudes para la carrera, pues el
desdichado Gallofa, que recibía una prima por perro capturado, loco de rabia, los
perseguía blandiendo el vergajo. Las personas mayores generalmente los
ayudaban a escapar, ya fuese poniendo obstáculos a Gallofa, ya deteniéndolo sin
más y rogándole que se ocupara de los perros. Los trabajadores del barrio,
cazadores todos, en general amaban a los perros y no sentían estima alguna por
ese extraño oficio. Como de- cía el tío Ernest: «¡Ese gandul!». Por encima de toda
esta agitación, el viejo árabe que conducía los caballos imperaba, impasible, o, si
las discusiones se prolongaban, empezaba tranquilamente a liar un cigarrillo. Y ya
fuese capturando gatos o liberando perros, los niños corrían, esclavinas al viento
en invierno y haciendo chasquear las alpargatas (llamadas mevas) en verano, hacia
la escuela y el trabajo. Un vistazo a los escaparates de frutas al cruzar el mercado,
según la estación, montañas de nísperos, naranjas y mandarinas, albaricoques,
melocotones, mandarinas,2 melones, sandías, desfilaban delante de ellos, que no
las probarían o que, en cantidades limitadas, comerían las menos caras; dos o tres
pases, sin soltar la cartera, a horcajadas en el gran estanque barnizado del surtidor,
y corrían a lo largo de los depósitos del Boulevard Thiers, recibiendo en plena cara
el olor de naranjas que salía de la fábrica donde las mondaban para preparar
licores con la piel, remontaban la callecita de jardines y de villas para desembocar
por fin en la Rue Aumerat, donde bullía una multitud infantil que, entre las
conversaciones de unos y otros, esperaba que se abrieran las puertas. Después
venía la clase. Con el señor Bernard era siempre interesante por la sencilla razón de
que él amaba apasionadamente su trabajo. Fuera el sol podía aullar en las paredes
leonadas mientras el calor crepitaba incluso dentro de la sala, a pesar de que
estaba sumida en la sombra de unos estores de gruesas rayas amarillas y blancas.
También podía caer la lluvia, como suele ocurrir en Argelia, en cataratas
interminables, 2 . Sic.

25. convirtiendo la calle en un pozo sombrío y húmedo: la clase apenas se distraía.


Sólo las moscas cuando había tormenta, perturbaban a veces la atención de los
niños. Capturadas, aterrizaban en los tinteros donde empezaban a morirse
horriblemente, ahogadas en el fango violeta que llenaban los pequeños recipientes
de porcelana de tronco cónico encajados en los agujeros del pupitre. Pero el
método del señor Bernard, que consistía en no aflojar en materia de conducta y
por el contrario en dar a su enseñanza un tono viviente y divertido, triunfaba
incluso sobre las moscas. Siempre sabía sacar del armario, en el momento
oportuno, los tesoros de la colección de minerales, el herbario, las mariposas y los
insectos disecados, los mapas o... que despertaban el interés languideciente de sus
alumnos. Era el único de la escuela que había conseguido una linterna mágica y
dos veces por mes hacía proyecciones sobre temas de historia natural o de
geografía. En aritmética había instituido un concurso de cálculo mental que
obligaba al alumno a ejercitar su rapidez intelectual. Lanzaba a la clase, donde
todos debían estar de brazos cruzados, los términos de una división, una
multiplicación o, a veces, una suma un poco complicada. «¿Cuánto suman 1.267 +
691?» El primero que acertaba con el resultado justo ganaba un punto que se
acreditaba en la clasificación mensual. Para lo demás utilizaba los manuales con
competencia y precisión ... Los manuales eran siempre los que se empleaban en la
metrópoli. Y aquellos niños que sólo conocían el siroco, el polvo, los chaparrones
prodigiosos y breves, la arena de las playas y el mar llameante bajo el sol, leían
aplicadamente, marcando los puntos y las comas, unos relatos para ellos míticos en
que unos niños con gorro y bufanda de lana, calzados con zuecos, volvían a casa
con un frío glacial arrastrando haces de leña por caminos cubiertos de nieve, hasta
que divisaban el tejado nevado de la casa y el humo de la chimenea les hacía saber
que la sopa de guisantes se cocía en el fuego. Para Jacques esos relatos eran la
encarnación del exotismo. Soñaba con ellos, llenaba sus ejercicios de redacción con
las descripciones de un mundo que no había visto nunca, e interrogaba
incesantemente a su abuela sobre una nevada que había caído durante una hora,
veinte años atrás, en la región de Argel. Para él esos relatos formaban parte de la
poderosa poesía de la escuela, alimentada también por el olor del barniz de las
reglas y los lapiceros, por el sabor delicioso de la correa de su cartera que
mordisqueaba interminablemente, aplicándose con ahínco a sus deberes, por el
olor amargo y áspero de la tinta violeta, sobre todo cuando le tocaba el turno de
llenar los tinteros con una enorme botella oscura en cuyo tapón se hundía un tubo
acodado de vidrio y Jacques husmeaba con felicidad el orificio del tubo, por el
suave contacto de las páginas lisas y lustrosas de ciertos libros que despedían
también un buen olor de imprenta y cola, y finalmente, los días de lluvia, por ese
olor de lana mojada que despedían los chaquetones en el fondo de la sala y que
era como la prefiguración de ese universo edénico donde los niños con zuecos y
gorro de lana corrían por la nieve hacia la casa caldeada. Sólo la escuela
proporcionaba esas alegrías a Jacques y a Pierre. E indudablemente lo que con
tanta pasión amaban en ella era lo que no encontraban en casa, donde la pobreza
y la ignorancia volvían la vida más dura, más desolada, como encerrada en sí
misma; la miseria es una fortaleza sin puente levadizo. Pero no era sólo eso, porque
Jacques se sentía el miserable de los niños durante las vacaciones, cuando para
librarse de ese chico infatigable, la abuela lo mandaba con otros cincuenta niños y
un puñado de monitores, a una colonia de vacaciones en las montañas del Zaccar,
en Miliana, donde ocupaban una escuela provista de dormitorios, comían y
dormían confortablemente, jugaban y se paseaban el día entero vigilados por
amables enfermeras, y con todo eso, al llegar la noche, cuando la sombra subía a
toda velocidad por la pendiente de las montañas y desde el cuartel vecino el clarín,
en el

26. enorme silencio de la pequeña ciudad perdida en las montañas, a unos cien
kilómetros de cualquier lugar realmente concurrido, empezaba a lanzar las notas
melancólicas del toque de queda, el niño sentía que lo invadía una desesperación
sin límites y lloraba en silencio por la pobre casa, desposeída de todo, de su
infancia. No, la escuela no sólo les ofrecía una evasión de la vida de familia. En la
clase del señor Bernard por lo menos, la escuela alimentaba en ellos un hambre
más esencial todavía para el niño que para el hombre, que es el hambre de
descubrir. En las otras clases les enseñaban sin duda muchas cosas, pero un poco
como se ceba a un ganso. Les presentaban un alimento ya preparado rogándoles
que tuvieran a bien tragarlo. En la clase del señor Germain,3 sentían por primera
vez que existían y que eran objeto de la más alta consideración: se los juzgaba
dignos de descubrir el mundo. Más aún, el maestro no se dedicaba solamente a
enseñarles lo que le pagaban para que enseñara: los acogía con simplicidad en su
vida personal, la vivía con ellos contándoles su infancia y la historia de otros niños
que había conocido, les exponía sus propios puntos de vista, no sus ideas, pues
siendo, por ejemplo, anticlerical como muchos de sus colegas, nunca decía en clase
una sola palabra contra la religión ni contra nada de lo que podía ser objeto de una
elección o de una convicción, y en cambio condenaba con la mayor energía lo que
no admitía discusión: el robo, la delación, la indelicadeza, la suciedad. Pero, sobre
todo, les hablaba de la guerra, todavía muy cercana y que había hecho durante
cuatro años, de los padecimientos de los soldados, de su coraje, de su paciencia y
de la felicidad del armisticio. Al final de cada trimestre, antes de despedirlos para
las vacaciones y de vez en cuando, si el calendario lo permitía, tenía la costumbre
de leerles largos pasajes de Les Croix de bois, de Dorgelès. A Jacques esas lecturas
le abrían todavía más las puertas del exotismo, pero de un exotismo en el que
rondaban el miedo y la desgracia, aunque nunca hubiera hecho un paralelo, salvo
teórico, con el padre a quien jamás había conocido. Sólo escuchaba con toda el
alma una historia que su maestro leía con toda el alma y que le hablaba otra vez de
la nieve y de su amado invierno, pero también de hombres singulares, vestidos con
pesadas telas encostradas de barro, que hablaban una lengua extraña y vivían en
agujeros bajo un techo de obuses, de cohetes y de balas. El y Pierre esperaban la
lectura con impaciencia cada vez mayor. Esa guerra de la que todo el mundo
hablaba todavía (y Jacques escuchaba en silencio, pero sin perder palabra, a Daniel,
cuando contaba a su manera la batalla del Marne, en la que había intervenido y de
la que aún no sabía cómo había vuelto cuando a ellos, los zuavos, los habían
puesto de cazadores y después, a la carga, bajaban a un barranco y no tenían a
nadie delante y avanzaban y de pronto los soldados ametralladores, cuando
estaban en mitad de la bajada, caían unos sobre otros, y el fondo del barranco
lleno de sangre, y los que gritaban mamá, era terrible), que los sobrevivientes no
podían olvidar y cuya sombra planeaba sobre lo que se decidía alrededor de ellos y
sobre los proyectos que se hacían para que la historia fuera fascinante y más
extraordinaria que todos los cuentos de hadas que se leían en otras clases y que
ellos hubieran escuchado decepcionados y aburridos si el señor Bernard hubiese
decidido cambiar de programa. Pero él continuaba, las escenas divertidas
alternaban con descripciones terribles, y poco a poco los niños africanos trababan
relación con... x y z, que pasaban a formar parte de su mundo, hablaban entre ellos
como si fueran viejos amigos, presentes y tan vivos que, Jacques por lo menos, no
imaginaba ni por un segundo que, aunque hubiesen vivido en la guerra, pudieran
correr el riesgo de ser sus víctimas. Y el día, al final del año, en que, habiendo
llegado al término del libro, el señor Bernard leyó con voz más sorda la 3 Aquí el
autor da al maestro su verdadero nombre.

27. muerte de D., cuando cerró el libro en silencio, confrontado con su emoción y
sus recuerdos para alzar después los ojos hacia la clase sumida en el estupor y el
silencio, vio a Jacques en la primera fila que lo miraba fijo, la cara bañada en
lágrimas, sacudido por sollozos interminables, que parecían no cesar nunca.
-Vamos, vamos pequeños -dijo el señor Bernard con voz apenas perceptible, y se
puso de pie para guardar el libro en el armario, de espaldas a la clase.

28. Liceo El primero de octubre de ese año, cuando Jacques Cormery, inseguro en
sus zapatones nuevos, envarado en una camisa todavía rígida de apresto,
acorazado en una cartera que olía a hule y a cuero, vio al wattman, a cuyo lado se
instalaban Pierre y él en la delantera de la automotora, que ponía la palanca en la
primera velocidad y el pesado vehículo partía de la parada de Belcourt, y se volvió
para tratar de distinguir a unos metros de distancia a su madre y su abuela, todavía
asomadas a la ventana para acompañarlo un poco más en esa primera partida
hacia el misterioso liceo, pero no pudo verlas porque su vecino leía las páginas
interiores de La Dépêche Algérienne. Entonces miró delante de él los rieles de
acero que la automotora tragaba regularmente y, sobre ellos, los cables eléctricos
vibrando en la mañana fresca, volviendo la espalda, con el alma embargada, a la
casa, al viejo barrio del que nunca se había apartado realmente salvo en raras
expediciones (se decía «ir a Argel» cuando se iba al centro), rodando cada vez a
mayor velocidad y a pesar del hombro fraterno de Pierre pegado al suyo, con un
sentimiento de soledad inquieta inspirado por un mundo desconocido donde no
sabía cómo tendría que comportarse. A decir verdad, nadie podía aconsejarles. El y
Pierre comprendieron en seguida que estaban solos. El mismo señor Bernard, a
quien por lo demás no se atrevían a molestar, no podía decirles nada de ese liceo
que no conocía. En sus propias casas, la ignorancia era todavía mayor. Para la
familia de Jacques, el latín por ejemplo era una palabra que no tenía estrictamente
sentido alguno. Que hubiese habido (fuera de los tiempos de la bestialidad, que
por el contrario eran capaces de imaginar) un tiempo en que nadie hablaba
francés, que se hubieran sucedido civilizaciones (y la palabra misma no significaba
nada para ellos) cuyas costumbres y lengua fueran hasta tal punto diferentes, eran
verdades que no les habían llegado. Ni la imagen, ni la cosa escrita, ni la
información oral, ni la cultura superficial que nace de la conversación trivial, los
habían tocado. En esa casa, donde no se conocían diarios, ni, hasta que Jacques los
llevara, libros, ni radio tampoco, donde sólo había objetos de utilidad inmediata,
donde sólo se recibía a la familia, y de la que rara vez se salía salvo para visitar a
miembros de la misma familia ignorante, lo que Jacques llevaba del liceo era
inasimilable, y el silencio crecía entre él y los suyos. En el liceo mismo no podía
hablar de su familia, de cuya singularidad era consciente sin poder expresarla,
aunque hubiera triunfado sobre el pudor invencible que le cerraba la boca en lo
que se refería a ese tema. No era siquiera la diferencia de clases lo que los aislaba.
En ese país de inmigración, de enriquecimientos rápidos y de ruinas espectaculares,
las fronteras entre las clases estaban menos marcadas que entre las razas. De haber
sido niños árabes, su sentimiento hubiera sido más doloroso y más amargo. Por
otra parte, aunque en la escuela comunal tenían compañeros árabes, en el liceo
éstos constituían la excepción y eran siempre hijos de notables ricos. No, lo que los
separaba, y todavía más a Jacques que a Pierre, porque esa singularidad era más
marcada en su casa que en la familia de su amigo, era su imposibilidad de
vincularlos a valores o motivos tradicionales. A comienzos de año, cuando le
interrogaron, pudo responder naturalmente que su padre había muerto en la
guerra, lo cual era en definitiva una situación social, y que era huérfano de guerra,
cosa que todos entendían. Pero las dificultades empezaron después. En los
impresos que les entregaban, no sabía qué poner bajo el rubro «profesión de los
padres». Primero escribió «ama de casa», mientras Pierre ponía «empleada de
Correos». Pero Pierre le aclaró que ama de casa no era una profesión, sino que
designaba a una mujer que se quedaba en casa y se ocupaba de tareas domésticas.

29. - No -dijo Jacques-, se ocupa de las casas de los otros y sobre todo de la del
mercado de enfrente. - Bueno – dijo Pierre vacilando-, creo que hay que poner
«criada». A Jacques nunca se le había ocurrido esta idea por la simple razón de que
esa palabra, demasiado rara, nunca se pronunciaba en su casa -debido también a
que ninguno de ellos tenía la impresión de que trabajaba para los otros: trabajaba
ante todo para sus hijos-. Jacques empezó a escribir la palabra, se detuvo y de
golpe conoció la vergüenza y la vergüenza de haber sentido vergüenza. Un niño no
es nada por sí mismo, son sus padres quienes lo representan. Por ellos se define,
por ellos es definido a los ojos del mundo. A través de ellos se siente juzgado de
verdad, es decir, juzgado sin poder apelar, y ese juicio del mundo es lo que Jacques
acababa de descubrir, y junto con él, su propio juicio sobre la maldad de su propio
corazón. No podía saber que tiene menos mérito, al llegar a hombre, no haber
conocido esos malos sentimientos. Pues uno es juzgado, bien o mal, por lo que es
y no tanto por su familia, ya que incluso sucede que la familia sea juzgada a su vez
por el niño cuando llega a hombre. Pero Jacques hubiera necesitado un corazón de
una pureza heroica y excepcional para no sufrir por el descubrimiento que acababa
de hacer, así como se hubiera necesitado una humildad imposible para no acoger
con rabia y vergüenza lo que sobre su carácter le revelaba. No tenía nada de todo
eso, sino un orgullo duro y malo que lo ayudó por lo menos en esa circunstancia y
le hizo escribir con mano firme la palabra «criada» en el impreso, que llevó con
semblante cerrado al pasante que ni siquiera le prestó atención. A pesar de todo,
Jacques no deseaba cambiar de estado ni de familia, y su madre tal como era
seguía siendo lo que más amaba en el mundo, aunque la amara
desesperadamente. Por lo demás, ¿cómo hacer entender que un niño pobre pueda
a veces sentir vergüenza sin tener nunca nada que envidiar? En otra ocasión, como
le preguntaran por su religión, respondió «católica». Le preguntaron si había que
inscribirlo en los cursos de instrucción religiosa, y recordando los temores de su
abuela, respondió que no. - En una palabra –dijo el pasante, burlón pero sin reírse-,
usted es católico no practicante. Jacques no podía decir nada de lo que ocurría en
su casa, ni explicar de qué manera singular encaraban los suyos la religión.
Respondió, pues, firmemente «sí», cosa que provocó la risa y le ganó fama de
seguro de sí mismo en el momento en que se sentía más desorientado. Otro día el
profesor de letras, que había distribuido entre los alumnos un impreso relativo a
una cuestión de organización interna, les pidió que lo devolvieran firmado por sus
padres. El impreso, que enumeraba todo lo que los alumnos no podían llevar al
liceo, desde armas hasta revistas ilustradas pasando por juegos de naipes, estaba
redactado de manera tan rebuscada que Jacques tuvo que resumirlo en términos
sencillos a su madre y a su abuela. Su madre era la única capaz de trazar al pie del
impreso una grosera firma. Como desde la muerte de su marido debía cobrar cada
trimestre su pensión de viuda de guerra, y la Administración, en este caso el Tesoro
– Catherine Cormery decía simplemente que iba al Tesoro, que era para ella un
nombre propio, vacío de sentido y que en los niños, por el contrario, evocaba un
lugar mítico de recursos inagotables de los que su madre tenía derecho a recibir,
de vez en cuando, pequeñas cantidades de dinero-, le pedía cada vez una firma,
después de las primeras dificultades, un vecino (?) le había enseñado a copiar un
modelo de firma Vda. Camus,4 que trazaba más mal que bien pero que era
aceptada. Sin embargo, a la mañana 4 Sic.

30. siguiente, Jacques advirtió que su madre, que se había marchado mucho antes
que él para limpiar una tienda que abría temprano, había olvidado firmar el
impreso. Su abuela no sabía firmar; hacía las cuentas aplicando un sistema de
círculos que, según estuvieran cruzados una o dos veces, representaban la unidad,
la decena o la centena. Jacques tuvo que llevar el impreso sin firma, dijo que su
madre se había olvidado, le preguntaron si no había en su casa quién pudiera
firmar, contestó que no y descubrió, por el aire de sorpresa del profesor, que el
caso era menos frecuente de lo que hasta entonces creyera. Todavía más lo
desorientaban los jóvenes metropolitanos a quienes los azares de la carrera
paterna habían llevado a Argelia. Quien le dio más que pensar, fue Georges Didier,
a quien el gusto común por las clases de francés y por la lectura había acercado a
Jacques hasta llegar a una suerte de amistad muy afectuosa de la que Pierre, por
otra parte, estaba celoso. Didier era hijo de un oficial católico muy practicante. Su
madre era aficionada a la música, la hermana (a quien Jacques nunca llegó a ver
pero con la que soñaba deliciosamente) al bordado y Didier se destinaba, según
decía, al sacerdocio. De gran inteligencia, era intransigente en cuestiones de fe y
moral en las que sus certezas eran tajantes. Nunca se le oía pronunciar una palabra
soez, o aludir, como los otros niños, con una complacencia infatigable, a las
funciones naturales o a las de la reproducción, que en sus cabezas por cierto no
estaban tan claras como querían hacer creer. Lo primero que trató de conseguir de
Jacques, cuando su amistad se manifestó, fue que renunciara a las palabrotas. A
Jacques no le costaba renunciar cuando estaba con él. Pero con los otros volvía
fácilmente a las groserías de la conversación. (Ya se dibujaba su naturaleza
multiforme que le facilitaría tantas cosas y lo haría capaz de aprender todas las
lenguas, adaptarse a todos los ambientes, y desempeñar todos los papeles, salvo...).
Con Didier comprendió lo que era una familia francesa media. Su amigo tenía en
Francia la casa familiar, a la que regresaba en las vacaciones, y de la que hablaba o
escribía incesantemente a Jacques, casa donde había un desván lleno de viejos
baúles en los que se conservaban las cartas de la familia, recuerdos, fotos. Conocía
la historia de sus abuelos y de sus bisabuelos, también de un antepasado que
había sido marino en Trafalgar, y esa larga historia, viva en su imaginación, le
proporcionaba también ejemplos y preceptos para la conducta de todos los días.
«Mi abuelo decía que... papá quiere que... » y justificaba así su rigor, su pureza
tajante. Cuando hablaba de Francia decía «nuestra patria» y aceptaba por
anticipado los sacrificios que esa patria podía pedirle («Tu padre murió por la
patria», le decía a Jacques... ); en cambio esta noción de patria no tenía sentido
alguno para Jacques, que sabía que era francés, que eso entrañaba cierto número
de deberes, para quien Francia era una ausente a la que uno apelaba y que a veces
apelaba a uno, en cierto modo como lo hacía ese Dios del que había oído hablar
fuera de su casa y que, al parecer, era el dispensador soberano de los bienes y los
males, en quien no se podía influir pero que en cambio lo podía todo en el destino
de los hombres. Y ese sentimiento suyo era también, y más aún, el de las mujeres
que vivían con él. -Mamá, ¿qué es la patria? -preguntó un día. Su madre pareció
asustarse, como cada vez que no entendía. - No sé -dijo-, no sé. - Es Francia. - iAh,
sí! -y pareció aliviada. En cambio Didier sabía lo que era, la familia, a través de sus
generaciones, tenía para él una existencia fuerte, y en igual medida el país donde
había nacido a través de su historia, él llamaba a Juana de Arco por su nombre de
pila, y para él el bien y el mal estaban tan definidos como su destino presente y
futuro. Jacques, y Pierre también, aunque en menor grado, se sentía de una especie
diferente, sin pasado ni casa familiar,

31. ni desván atestado de cartas y de fotos, ciudadanos teóricos de una nación


imprecisa donde la nieve cubría los tejados mientras ellos crecían bajo un sol fijo y
salvaje, armados de una moral de lo más elemental que les proscribía por ejemplo
el robo, que les recomendaba defender a la madre y a la mujer, pero que guardaba
silencio en cantidad de cuestiones vinculadas con las mujeres, la relación con los
superiores... (etcétera), niños ignorantes e ignorados de Dios, incapaces de
concebir la vida futura, hasta tal punto la vida presente les parecía inagotable cada
día bajo la protección de las divinidades indiferentes del sol, del mar o de la
miseria. Y en realidad el que Jacques estuviera tan profundamente apegado a
Didier, se debía sin duda al corazón de ese niño apasionado del absoluto, cabal en
sus pasiones leales (la primera vez que Jacques oyó la palabra lealtad, que había
leído cien veces, fue en boca de Didier) y capaz de una afectuosidad encantadora,
pero también a su aspecto extraño, a sus ojos, a su encanto, que era para Jacques
realmente exótico y lo atraía tanto como cuando, al llegar a adulto, lo atraerían
irresistiblemente las mujeres extranjeras. El hijo de la familia, de la tradición y de la
religión ejercía en Jacques la misma seducción que los aventureros atezados que
vuelven de los trópicos, guardando un secreto extraño e incomprensible.

32. BIBLIOGRAFÍA ALVAREZ URÍA, F. quot;Escuela y subjetividadquot;. En:


Cuadernos de Pedagogía, Nº 203, Barcelona: Praxis, 1995. BOURDIEU, Pierre.
Contrafuegos. Reflexiones para servir a la resistencia contra la invasión neoliberal,
Tr. Joaquín Jorda. Barcelona: Anagrama, 1999. BOURDIEU, P. y SAINT MARTÍN, M.
“Las categorías del juicio profesoral”. En: Propuesta Educativa, Nº 19, Año 9, Buenos
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1989. KAPLAN, Carina V. La inteligencia escolarizada. Un estudio de las
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ROSENTHAL, R. y JACOBSON, L. Pygmalion in the classroom, New York: Rineheart
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