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Carina Kaplan Por La Inclusion Educativa
Carina Kaplan Por La Inclusion Educativa
3. Así es que no todas las instituciones ni todos los actores traducen ni actúan del
mismo modo frente a la irrupción de la pobreza en la vida escolar. Las escuelas
representan, a veces, un modo de confirmación o de reproducción de los limitantes
externos que tiñen la experiencia social de los alumnos; en otros casos, la escuela
abre un horizonte simbólico que tensa el punto de partida desigual con el que los
niños y jóvenes habitan por el sistema escolar. Surge inmediatamente la siguiente
inquietud: ¿en qué consiste ese plus, ese adicional, que hace que para algunos
alumnos la escuela represente una confirmación de su lugar social y para otros, a
condiciones objetivas prácticamente idénticas, continúe siendo una promesa a
futuro? ¿Qué es aquello que marca la diferencia entre las escuelas? Surgen,
entonces, varias preguntas o dimensiones complementarias a considerar: ¿Cómo es
que algunas escuelas vislumbran a la educación como posibilidad y otras se
afirman sobre la imposibilidad? ¿Cuáles son las condiciones institucionales bajo las
cuales la escuela se presenta como una segunda oportunidad para los alumnos?
¿qué es lo que explica que ciertas escuelas permitan a los alumnos representarse
un futuro distinto mientras que otras, muy sutilmente, anticipen de antemano un
porvenir muy estrecho, confirmando aquello que les es negado a los alumnos por
su base social desigual? Afirmemos que el sentimiento de vulnerabilidad de
nuestras infancias, adolescencias y juventudes no es sólo observable en los
sectores estructuralmente pobres o indigentes; afecta a la población escolarizada y
no escolarizada en su conjunto, aunque de diferentes formas. Si bien es cierto que
en nuestras sociedades contemporáneas la proyección hacia el futuro es dificultosa
para prácticamente toda la sociedad, no obstante, en las escuelas, ciertos
estudiantes logran fabricar una representación utópica del porvenir. Frente a la
ruptura de las trayectorias, característica de estos tiempos contemporáneos, que no
permiten pensar en el largo plazo, la escuela es la institución que precisamente
tiene su apuesta en un futuro distinto que, al mismo tiempo, debe ayudar a
construir.
7. imposibilidad que ella genera. Reconociendo al otro como portador de una voz,
ofreciendo un espejo a través del cual mirarse y a partir del cual se habilite a cada
uno en la búsqueda de nuevos horizontes, reconociéndose como un sujeto
portador de expectativas, sentimientos, con una seguridad en medio de tanta
incertidumbre: que no hay nada de naturaleza en la desigualdad y en la exclusión
social y educativa. Lo cierto es que para los niños de las clases medias existe una
continuidad entre familia y escuela. Para los alumnos de sectores populares, la
escuela es un espacio distinto de lo cotidiano, un recinto que abre la puerta a lo
desconocido, a un nuevo mundo que se ha mantenido ignorado hasta entonces,
tanto para ellos como para su familia. Para Camus, la escuela representó un mundo
distinto al familiar, el mundo de las letras y las palabras. El relato autobiográfico de
Albert Camus en El primer hombre pone en evidencia cómo la escuela, bajo ciertas
condiciones institucionales y estrategias de subjetivación por parte de los docentes,
puede tornarse un espacio creativo. Al respecto, escribe Camus sobre su escuela:
no sólo les ofrecía una evasión de la vida de familia caracterizada por la indigencia,
sino que en la clase del señor Bernard, su maestro con mayúscula, la escuela
alimentaba en ellos un hambre más esencial para el niño que para el hombre, que
es el hambre de descubrir. En la clase de este maestro (el Sr. Bernard) sentían por
primera vez que existían y que eran objeto de la más alta consideración: se los
juzgaba dignos de descubrir el mundo. Frente a una vida aparentemente
insignificante, los alumnos cobraban importancia en la escuela. El docente los
nombraba, les otorgaba voz. La diferencia entre un maestro y un funcionario
profesional de la enseñanza no puede estar mejor definida que en el relato de
Camus. El profesional transmite conocimientos amalgamados y seriados, mientras
que el maestro comunica sobre todo una implicación en la búsqueda de la verdad.
Camus lo aclara bien cuando señala que la clase con el señor Bernard era siempre
interesante por la sencilla razón de que los alumnos reconocían que él amaba
apasionadamente su trabajo. Una escuela pobre, situada en un barrio pobre y a la
que acudían los hijos de los pobres, contaba con un maestro capaz de estimular el
hambre de descubrir. Camus era
9. corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus
pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno
agradecido. » La narración autobiográfica de Camus adquiere una vibración
especialmente emotiva cuando se aproxima el abandono de la escuela. Se relata
entonces la visita del maestro a la familia del joven Camus para convencer a la
abuela de que el niño debía presentarse al examen selectivo que daba entrada al
Liceo. De nuevo nos encontramos al maestro la mañana del examen ante la puerta
del Liceo aún cerrada, rodeado de sus cuatro alumnos un poco asustados. Junto
con las recomendaciones previas al examen, les indicaba el Sr. Bernard: «No os
pongáis nerviosos —repetía el maestro—. Leed bien el enunciado del problema y
el tema de la redacción. Leedlos varias veces. Tenéis tiempo». En ese rito de paso
se estaba jugando también el maestro una carta de su propio destino como guía
de discípulos. La entrada en el Liceo significaba, sin embargo, el adiós al barrio y a
la escuela, la despedida del maestro y del amigo, el alejamiento del mundo
protector de la familia: «[...] con ese éxito acababa de ser arrancado del mundo
inocente y cálido de los pobres, mundo encerrado en sí mismo como una isla en la
sociedad, pero en el que la miseria hace las veces de familia y de solidaridad, para
ser arrojado a un mundo desconocido que no era el suyo, donde no podía creer
que los maestros fueran más sabios que aquel cuyo corazón lo sabía todo, y en
adelante tendría que aprender, comprender sin ayuda, convertirse en hombre sin el
auxilio del único hombre que lo había ayudado, crecer y educarse solo, al precio
más alto.». Efectivamente, el éxito escolar significaba un punto de no retorno.
Actividades Para la conversación: Trabajo sobre extractos de: CAMUS, Albert (1998):
El primer hombre, Barcelona, TusQuets. Ver apartados: “La escuela” y “El Liceo”. En
el Anexo ponemos a su disposición fragmentos de estos apartados. Ubicar aquellos
indicios o marcas en el relato que den cuenta de la trayectoria escolar de Jacques.
Esas marcas, ¿nos llevan a pensar en términos de atributos individuales o vínculos?
13. Ahora bien, los docentes pueden reproducir las miradas negativizadas que la
sociedad posee sobre ciertos atributos de los alumnos, o bien pueden generar las
condiciones para contrarrestarlas. En ese punto, vale la pena detenerse a considerar
cómo es el proceso a través del cual ciertos atributos de individuos y grupos, en
contextos culturales específicos, pueden actuar como marcas negativas,
indeseables y rechazadas. Me refiero a los procesos de estigmatización. En su libro
Estigma. La identidad deteriorada, el sociólogo Goffman (1989) observa cómo a lo
largo de la historia las sociedades establecen distintos mecanismos a través de los
cuales se categoriza a las personas, estableciendo aquellos atributos que se
perciben como normales y naturales para cada una de ellas; y cómo esos atributos
se transforman en expectativas normativas. A partir de la consolidación de estos
atributos, cuando nos encontramos con alguna persona extraña y a partir de
ciertos rasgos, podemos ubicarla en determinada categoría y esperar de ella que se
comporte consecuentemente. Un atributo se traduce en un estigma cuando él
produce en los demás un descrédito amplio. Es por ello que quien es depositario
de un estigma buscará alguna forma de esconderlo, por considerarse y
considerarlo vergonzante, llegando en ocasiones a hacerlo más visible
(precisamente por este esfuerzo denodado en esconderlo). De esta forma, en todas
las sociedades se asiste a procesos de estigmatización a través de los cuales, ciertas
características se presentan como indeseables; produciendo en la mayoría de los
casos, situaciones de discriminación y diferenciación social. Se construye, como
señala Goffman, una teoría “racional” del estigma a través de la cual se explica la
superioridad- inferioridad. “En nuestro discurso cotidiano utilizamos como fuente
de metáforas e imágenes términos específicamente referidos al estigma, tales
como inválido, tarado, sin acordarnos, por lo general, de su significado real”. Los
estigmas se transforman en una suerte de identidad natural de los alumnos; una
suerte de marca de calidad que el sentido común social denomina como “de
fábrica”, producto de “la hechura” o del “sello de la cuna”. Y lo que es
especialmente significativo es que muchos intentos de estigmatización social son
exitosos en tanto que, en general, quien es estigmatizado asume como propios los
atributos con los cuales es clasificado, explicando su destino como parte de su
supuesta propia naturaleza. El
14. atributo de “pobre” puede tornarse en un estigma cuando, bajo la supuesta
intención de describir una condición social del otro, lo que se oculta es la práctica
implícita de condenarlo o rechazarlo. Los procesos de estigmatización-
etiquetamiento tienen lugar también en la escuela. Las expectativas que ponen en
juego los docentes se transforman, para los propios alumnos, en actos de
nombramiento que los atraviesan en la construcción de su auto-estima e identidad,
impactando en su trayectoria escolar y social. Por medio de los juicios, las
clasificaciones y los veredictos que la institución educativa realiza, cada niño va
conociendo sus límites y también sus posibilidades, estableciendo lo que Bourdieu
(1988) dio en llamar el sentido de los límites; esto es: “la anticipación práctica de
los límites objetivos, adquirida mediante la experiencia de los límites objetivos, que
lleva a la persona y grupos a excluirse de aquello de lo que ya están excluidos. Esto
es así en tanto lo propio del sentido de los límites es implicar el olvido de los
límites”. Así escuchamos explicaciones que los propios niños y/o familias
construyen frente al fracaso escolar, del tipo: “no nació para la escuela secundaria”,
“lo que pasa es que la cabeza no le da”. Este tipo de análisis no pretende cargar las
tintas sobre los docentes, quienes al igual que los alumnos marcan puntos de
resistencia y quiebre frente a discursos y prácticas estigmatizantes. Sin embargo, es
preciso hoy más que nunca estar alertas frente a aquellos discursos y prácticas que,
cotidianamente, y en muchos casos inconscientemente, tienen lugar en la
institución escolar y que pueden actuar como refuerzo de la desigualdad educativa.
Ciertos juicios pueden transformarse en estigmatizantes y estar basados en
prejuicios sociales más que en supuestas características de los alumnos. Las formas
que se usan para aludir a los alumnos, a sus características y rasgos, tienen más
sentido que el que aparentan tener, cumplen funciones que van más allá del
explícito intento por describirlos. Terminan de este modo por anticipar y prescribir
el desempeño y el comportamiento escolar de los alumnos.
15. Las clasificaciones escolares, el discurso acerca de los buenos y malos alumnos,
de los alumnos pobres y no pobres, y de su inteligencia funcionan, a pesar de su
aparente neutralidad, como legitimación y refuerzo de las clasificaciones sociales.
Los principios de división social que subyacen a ciertos juicios respecto de los
alumnos de distintos sectores y grupos se mantienen ocultos a la conciencia social
cotidiana cuando desconocen su eficacia simbólica. Por el contrario, tomar
conciencia de estos juicios implícitos permite anticipar prácticas e interacciones
más democráticas. La investigación realizada por Bourdieu y Saint Martín (1998),
“Las categorías del juicio profesoral”, analiza cómo las clasificaciones y juicios
escolares se encuentran habitualmente atravesados por las representaciones
sociales de los docentes acerca de la inteligencia y por las expectativas hacia
alumnos de las distintas clases sociales o fracciones de clase. Estas
representaciones se reflejan en las formas de evaluarlos y de nombrarlos. En
estudios realizados en nuestro contexto (Kaplan, 1997) hemos arribado a
resultados similares: - que las expectativas de los maestros acerca del rendimiento
de sus alumnos se centran con bastante frecuencia en sus valoraciones sobre la
inteligencia; - que estas valoraciones cobran una significación particular en el
contexto escolar; - que los docentes participan de una evaluación específicamente
escolar de la inteligencia; - que las principales diferencias en torno a las
apreciaciones sobre la inteligencia de sus alumnos se estructuran
inconscientemente a partir del nivel socio - económico y cultural de los niños; - que
los niños pobres son considerados menos inteligentes o bien que su fracaso
escolar está en línea directa con sus supuestas capacidades asociadas a la
inteligencia. Este tipo de conclusiones nos conduce a afirmar que no son los genes
ni las cualidades individuales las que mejor explican el por qué los alumnos de
sectores más desprotegidos son quienes más fracasan en la escuela. Esta
afirmación echa por tierra las argumentaciones que sostienen que los pobres no
tienen capacidad para aprender o que no son suficientemente inteligentes para el
logro de aprendizajes escolares que comprometen habilidades intelectuales de
orden superior.
19. La escuela, bajo ciertas condiciones, dota de voz a los desprotegidos. Torna lo
improbable en posible, abriendo horizontes vitales. Para seguir pensando:
Sugerimos que vean tres películas que muestran la apuesta de maestros muy
distintos. Algunas veces, lo que aparece mediando entre maestros o profesores y
alumnos son los prejuicios (inclusive aquellos que podríamos creer positivos: “él es
el que siempre entrega sus tareas primero”, “ella siempre está predispuesta al
trabajo”). En los vínculos que muestran las películas, ¿qué es lo que media entre
docentes y alumnos? El maestro de música Título Original: Le Maître de Musique
Año: 1988 Origen: Bélgica, Francia. Género: Drama Dirección: Gérard Corbiau
Resumen argumental: Un gran cantante de opera, Joachim Dallayrac (José van
Dam), en el apogeo de sus facultades vocales y en pleno éxito, se retira a su castillo
para dedicarse a la enseñanza de dos jóvenes alumnos. Escuela de Rock Título
original: The School of Rock Año: 2003 Origen: Estados Unidos, Alemania Género:
Comedia - Musical Dirección: Richard Linklater Resumen argumental: Un músico de
rock fracasado y sin trabajo consigue, gracias a una confusión, empleo como
profesor en una escuela. La historia típica del maestro que altera un colegio con su
llegada. Los coristas Título original: Les Choristes Año: 2004 Origen: Suiza,
Alemania, Francia Género: Romance - Musical – Drama Dirección: Christophe
Barratier Resumen argumental: Un profesor amante de la música, revoluciona las
costumbres en un rígido colegio de mediados del siglo XX en el centro de Francia.
21. ANEXO: Fragmentos de los apartados “La escuela” y “El Liceo”, extraídos de:
CAMUS, Albert (1998). El primer hombre, Barcelona, TusQuets.
23. primaria, a la que Jacques entró a los nueve años. Durante cinco años hicieron
cuatro veces el mismo trayecto, uno rubio, el otro moreno, uno plácido, el otro
inquieto, pero hermanos por origen y destino, buenos alumnos los dos y al mismo
tiempo jugadores infatigables. Jacques era más brillante en ciertas materias, pero
su conducta y su atolondramiento, así como un deseo de lucirse que lo incitaba a
hacer mil tonterías, daba ventaja a Pierre, más reflexivo y secreto. Se alternaban,
pues, a la cabeza de la clase, sin pensar en envanecerse de ello, al contrario de sus
familias. Sus placeres eran diferentes. Por la mañana, Jacques esperaba a Pierre al
pie de su casa. Partían antes de que pasaran los basureros, o más exactamente la
carreta tirada por un caballo herido en la rodilla que conducía un viejo árabe. La
acera todavía estaba mojada por la humedad de la noche, el aire que llegaba del
mar tenía gusto a sal. La calle de Pierre, que llevaba al mercado, estaba jalonada de
cubos de basura que árabes o moro famélicos, a veces un viejo vagabundo
español, destapaban al alba, hallando todavía algo que aprovechar en lo que las
familias pobres y económicas desdeñaban y tiraban. Los cubos estaban por lo
general destapados y a esa hora de la mañana los gatos vigorosos y flacos del
barrio ocupaban el lugar de los andrajosos. Lo que intentaban los dos niños era
llegar en silencio por detrás de los cubos para poner bruscamente la tapadera con
el gato dentro. La hazaña no era fácil, pues los gatos, nacidos y crecidos en un
barrio pobre tenían la vigilancia y la rapidez de los animales acostumbrados a
defender su derecho a vivir. Pero a veces, hipnotizado por un hallazgo apetitoso y
difícil de extraer del montón de basuras, uno de ellos se dejaba sorprender. La
tapadera caía con ruido, el gato lanzaba un aullido de espanto, haciendo fuerza
convulsivamente con el lomo y las uñas y conseguía levantar el techo de su cárcel
de zinc, emerger con el pelo erizado de terror y salir corriendo como si lo siguiera
una jauría, en medio de las carcajadas de sus verdugos muy poco conscientes de
su crueldad. A decir verdad, esos verdugos eran también inconsecuentes, pues
perseguían con su aborrecimiento al cazador de perros, apodado por los niños del
barrio Gallofa1 (que en español...). Este funcionario municipal actuaba
aproximadamente a la misma hora, pero, según las necesidades, hacía también sus
rondas por la tarde. Era un árabe vestido a la europea, ubicado por lo común en la
parte trasera de un vehículo tirado por dos caballos y conducido por un viejo
impasible, árabe también. El cuerpo del carro consistía en una especie de cubo de
madera, a lo largo del cual había, de cada lado, una doble fila de jaulas con sólidos
barrotes. En conjunto eran dieciséis jaulas, cada una de las cuales podía contener
un perro, acorralado así entre los barrotes y el fondo. Encaramado en un pequeño
estribo de la parte posterior del carro, con la nariz a la altura del techo de las jaulas
el cazador podía vigilar su territorio de caza. El vehículo rodaba lentamente a través
de las calles mojadas que empezaban a poblarse de niños camino de la escuela,
amas de casa en busca del pan o la leche, con sus batas de felpa estampadas de
flores violentas, y comerciantes árabes que iban al mercado con sus pequeños
tenderetes plegados al hombro y en la mano una enorme espuerta de paja
trenzada que contenía las mercancías. Y de pronto, a una señal del cazador, el viejo
árabe tiraba de las riendas y el carro se detenía. El cazador había divisado una de
sus miserables presas escarbando febrilmente en un cubo de basuras, arrojando de
vez en cuando miradas enloquecidas hacia atrás, o bien trotando velozmente a lo
largo de una pared con ese aire apresurado e inquieto de los perros mal
alimentados. Gallofa cogía entonces de lo alto del carro un vergajo terminado en
una cadena de hierro que se deslizaba por un aro a lo largo del mango. Se
adelantaba hacia el animal con el paso 1 El origen de este nombre provenía de la
primera persona que había aceptado esta tarea y que se llamaba realmente Gallofa.
26. enorme silencio de la pequeña ciudad perdida en las montañas, a unos cien
kilómetros de cualquier lugar realmente concurrido, empezaba a lanzar las notas
melancólicas del toque de queda, el niño sentía que lo invadía una desesperación
sin límites y lloraba en silencio por la pobre casa, desposeída de todo, de su
infancia. No, la escuela no sólo les ofrecía una evasión de la vida de familia. En la
clase del señor Bernard por lo menos, la escuela alimentaba en ellos un hambre
más esencial todavía para el niño que para el hombre, que es el hambre de
descubrir. En las otras clases les enseñaban sin duda muchas cosas, pero un poco
como se ceba a un ganso. Les presentaban un alimento ya preparado rogándoles
que tuvieran a bien tragarlo. En la clase del señor Germain,3 sentían por primera
vez que existían y que eran objeto de la más alta consideración: se los juzgaba
dignos de descubrir el mundo. Más aún, el maestro no se dedicaba solamente a
enseñarles lo que le pagaban para que enseñara: los acogía con simplicidad en su
vida personal, la vivía con ellos contándoles su infancia y la historia de otros niños
que había conocido, les exponía sus propios puntos de vista, no sus ideas, pues
siendo, por ejemplo, anticlerical como muchos de sus colegas, nunca decía en clase
una sola palabra contra la religión ni contra nada de lo que podía ser objeto de una
elección o de una convicción, y en cambio condenaba con la mayor energía lo que
no admitía discusión: el robo, la delación, la indelicadeza, la suciedad. Pero, sobre
todo, les hablaba de la guerra, todavía muy cercana y que había hecho durante
cuatro años, de los padecimientos de los soldados, de su coraje, de su paciencia y
de la felicidad del armisticio. Al final de cada trimestre, antes de despedirlos para
las vacaciones y de vez en cuando, si el calendario lo permitía, tenía la costumbre
de leerles largos pasajes de Les Croix de bois, de Dorgelès. A Jacques esas lecturas
le abrían todavía más las puertas del exotismo, pero de un exotismo en el que
rondaban el miedo y la desgracia, aunque nunca hubiera hecho un paralelo, salvo
teórico, con el padre a quien jamás había conocido. Sólo escuchaba con toda el
alma una historia que su maestro leía con toda el alma y que le hablaba otra vez de
la nieve y de su amado invierno, pero también de hombres singulares, vestidos con
pesadas telas encostradas de barro, que hablaban una lengua extraña y vivían en
agujeros bajo un techo de obuses, de cohetes y de balas. El y Pierre esperaban la
lectura con impaciencia cada vez mayor. Esa guerra de la que todo el mundo
hablaba todavía (y Jacques escuchaba en silencio, pero sin perder palabra, a Daniel,
cuando contaba a su manera la batalla del Marne, en la que había intervenido y de
la que aún no sabía cómo había vuelto cuando a ellos, los zuavos, los habían
puesto de cazadores y después, a la carga, bajaban a un barranco y no tenían a
nadie delante y avanzaban y de pronto los soldados ametralladores, cuando
estaban en mitad de la bajada, caían unos sobre otros, y el fondo del barranco
lleno de sangre, y los que gritaban mamá, era terrible), que los sobrevivientes no
podían olvidar y cuya sombra planeaba sobre lo que se decidía alrededor de ellos y
sobre los proyectos que se hacían para que la historia fuera fascinante y más
extraordinaria que todos los cuentos de hadas que se leían en otras clases y que
ellos hubieran escuchado decepcionados y aburridos si el señor Bernard hubiese
decidido cambiar de programa. Pero él continuaba, las escenas divertidas
alternaban con descripciones terribles, y poco a poco los niños africanos trababan
relación con... x y z, que pasaban a formar parte de su mundo, hablaban entre ellos
como si fueran viejos amigos, presentes y tan vivos que, Jacques por lo menos, no
imaginaba ni por un segundo que, aunque hubiesen vivido en la guerra, pudieran
correr el riesgo de ser sus víctimas. Y el día, al final del año, en que, habiendo
llegado al término del libro, el señor Bernard leyó con voz más sorda la 3 Aquí el
autor da al maestro su verdadero nombre.
27. muerte de D., cuando cerró el libro en silencio, confrontado con su emoción y
sus recuerdos para alzar después los ojos hacia la clase sumida en el estupor y el
silencio, vio a Jacques en la primera fila que lo miraba fijo, la cara bañada en
lágrimas, sacudido por sollozos interminables, que parecían no cesar nunca.
-Vamos, vamos pequeños -dijo el señor Bernard con voz apenas perceptible, y se
puso de pie para guardar el libro en el armario, de espaldas a la clase.
28. Liceo El primero de octubre de ese año, cuando Jacques Cormery, inseguro en
sus zapatones nuevos, envarado en una camisa todavía rígida de apresto,
acorazado en una cartera que olía a hule y a cuero, vio al wattman, a cuyo lado se
instalaban Pierre y él en la delantera de la automotora, que ponía la palanca en la
primera velocidad y el pesado vehículo partía de la parada de Belcourt, y se volvió
para tratar de distinguir a unos metros de distancia a su madre y su abuela, todavía
asomadas a la ventana para acompañarlo un poco más en esa primera partida
hacia el misterioso liceo, pero no pudo verlas porque su vecino leía las páginas
interiores de La Dépêche Algérienne. Entonces miró delante de él los rieles de
acero que la automotora tragaba regularmente y, sobre ellos, los cables eléctricos
vibrando en la mañana fresca, volviendo la espalda, con el alma embargada, a la
casa, al viejo barrio del que nunca se había apartado realmente salvo en raras
expediciones (se decía «ir a Argel» cuando se iba al centro), rodando cada vez a
mayor velocidad y a pesar del hombro fraterno de Pierre pegado al suyo, con un
sentimiento de soledad inquieta inspirado por un mundo desconocido donde no
sabía cómo tendría que comportarse. A decir verdad, nadie podía aconsejarles. El y
Pierre comprendieron en seguida que estaban solos. El mismo señor Bernard, a
quien por lo demás no se atrevían a molestar, no podía decirles nada de ese liceo
que no conocía. En sus propias casas, la ignorancia era todavía mayor. Para la
familia de Jacques, el latín por ejemplo era una palabra que no tenía estrictamente
sentido alguno. Que hubiese habido (fuera de los tiempos de la bestialidad, que
por el contrario eran capaces de imaginar) un tiempo en que nadie hablaba
francés, que se hubieran sucedido civilizaciones (y la palabra misma no significaba
nada para ellos) cuyas costumbres y lengua fueran hasta tal punto diferentes, eran
verdades que no les habían llegado. Ni la imagen, ni la cosa escrita, ni la
información oral, ni la cultura superficial que nace de la conversación trivial, los
habían tocado. En esa casa, donde no se conocían diarios, ni, hasta que Jacques los
llevara, libros, ni radio tampoco, donde sólo había objetos de utilidad inmediata,
donde sólo se recibía a la familia, y de la que rara vez se salía salvo para visitar a
miembros de la misma familia ignorante, lo que Jacques llevaba del liceo era
inasimilable, y el silencio crecía entre él y los suyos. En el liceo mismo no podía
hablar de su familia, de cuya singularidad era consciente sin poder expresarla,
aunque hubiera triunfado sobre el pudor invencible que le cerraba la boca en lo
que se refería a ese tema. No era siquiera la diferencia de clases lo que los aislaba.
En ese país de inmigración, de enriquecimientos rápidos y de ruinas espectaculares,
las fronteras entre las clases estaban menos marcadas que entre las razas. De haber
sido niños árabes, su sentimiento hubiera sido más doloroso y más amargo. Por
otra parte, aunque en la escuela comunal tenían compañeros árabes, en el liceo
éstos constituían la excepción y eran siempre hijos de notables ricos. No, lo que los
separaba, y todavía más a Jacques que a Pierre, porque esa singularidad era más
marcada en su casa que en la familia de su amigo, era su imposibilidad de
vincularlos a valores o motivos tradicionales. A comienzos de año, cuando le
interrogaron, pudo responder naturalmente que su padre había muerto en la
guerra, lo cual era en definitiva una situación social, y que era huérfano de guerra,
cosa que todos entendían. Pero las dificultades empezaron después. En los
impresos que les entregaban, no sabía qué poner bajo el rubro «profesión de los
padres». Primero escribió «ama de casa», mientras Pierre ponía «empleada de
Correos». Pero Pierre le aclaró que ama de casa no era una profesión, sino que
designaba a una mujer que se quedaba en casa y se ocupaba de tareas domésticas.
29. - No -dijo Jacques-, se ocupa de las casas de los otros y sobre todo de la del
mercado de enfrente. - Bueno – dijo Pierre vacilando-, creo que hay que poner
«criada». A Jacques nunca se le había ocurrido esta idea por la simple razón de que
esa palabra, demasiado rara, nunca se pronunciaba en su casa -debido también a
que ninguno de ellos tenía la impresión de que trabajaba para los otros: trabajaba
ante todo para sus hijos-. Jacques empezó a escribir la palabra, se detuvo y de
golpe conoció la vergüenza y la vergüenza de haber sentido vergüenza. Un niño no
es nada por sí mismo, son sus padres quienes lo representan. Por ellos se define,
por ellos es definido a los ojos del mundo. A través de ellos se siente juzgado de
verdad, es decir, juzgado sin poder apelar, y ese juicio del mundo es lo que Jacques
acababa de descubrir, y junto con él, su propio juicio sobre la maldad de su propio
corazón. No podía saber que tiene menos mérito, al llegar a hombre, no haber
conocido esos malos sentimientos. Pues uno es juzgado, bien o mal, por lo que es
y no tanto por su familia, ya que incluso sucede que la familia sea juzgada a su vez
por el niño cuando llega a hombre. Pero Jacques hubiera necesitado un corazón de
una pureza heroica y excepcional para no sufrir por el descubrimiento que acababa
de hacer, así como se hubiera necesitado una humildad imposible para no acoger
con rabia y vergüenza lo que sobre su carácter le revelaba. No tenía nada de todo
eso, sino un orgullo duro y malo que lo ayudó por lo menos en esa circunstancia y
le hizo escribir con mano firme la palabra «criada» en el impreso, que llevó con
semblante cerrado al pasante que ni siquiera le prestó atención. A pesar de todo,
Jacques no deseaba cambiar de estado ni de familia, y su madre tal como era
seguía siendo lo que más amaba en el mundo, aunque la amara
desesperadamente. Por lo demás, ¿cómo hacer entender que un niño pobre pueda
a veces sentir vergüenza sin tener nunca nada que envidiar? En otra ocasión, como
le preguntaran por su religión, respondió «católica». Le preguntaron si había que
inscribirlo en los cursos de instrucción religiosa, y recordando los temores de su
abuela, respondió que no. - En una palabra –dijo el pasante, burlón pero sin reírse-,
usted es católico no practicante. Jacques no podía decir nada de lo que ocurría en
su casa, ni explicar de qué manera singular encaraban los suyos la religión.
Respondió, pues, firmemente «sí», cosa que provocó la risa y le ganó fama de
seguro de sí mismo en el momento en que se sentía más desorientado. Otro día el
profesor de letras, que había distribuido entre los alumnos un impreso relativo a
una cuestión de organización interna, les pidió que lo devolvieran firmado por sus
padres. El impreso, que enumeraba todo lo que los alumnos no podían llevar al
liceo, desde armas hasta revistas ilustradas pasando por juegos de naipes, estaba
redactado de manera tan rebuscada que Jacques tuvo que resumirlo en términos
sencillos a su madre y a su abuela. Su madre era la única capaz de trazar al pie del
impreso una grosera firma. Como desde la muerte de su marido debía cobrar cada
trimestre su pensión de viuda de guerra, y la Administración, en este caso el Tesoro
– Catherine Cormery decía simplemente que iba al Tesoro, que era para ella un
nombre propio, vacío de sentido y que en los niños, por el contrario, evocaba un
lugar mítico de recursos inagotables de los que su madre tenía derecho a recibir,
de vez en cuando, pequeñas cantidades de dinero-, le pedía cada vez una firma,
después de las primeras dificultades, un vecino (?) le había enseñado a copiar un
modelo de firma Vda. Camus,4 que trazaba más mal que bien pero que era
aceptada. Sin embargo, a la mañana 4 Sic.
30. siguiente, Jacques advirtió que su madre, que se había marchado mucho antes
que él para limpiar una tienda que abría temprano, había olvidado firmar el
impreso. Su abuela no sabía firmar; hacía las cuentas aplicando un sistema de
círculos que, según estuvieran cruzados una o dos veces, representaban la unidad,
la decena o la centena. Jacques tuvo que llevar el impreso sin firma, dijo que su
madre se había olvidado, le preguntaron si no había en su casa quién pudiera
firmar, contestó que no y descubrió, por el aire de sorpresa del profesor, que el
caso era menos frecuente de lo que hasta entonces creyera. Todavía más lo
desorientaban los jóvenes metropolitanos a quienes los azares de la carrera
paterna habían llevado a Argelia. Quien le dio más que pensar, fue Georges Didier,
a quien el gusto común por las clases de francés y por la lectura había acercado a
Jacques hasta llegar a una suerte de amistad muy afectuosa de la que Pierre, por
otra parte, estaba celoso. Didier era hijo de un oficial católico muy practicante. Su
madre era aficionada a la música, la hermana (a quien Jacques nunca llegó a ver
pero con la que soñaba deliciosamente) al bordado y Didier se destinaba, según
decía, al sacerdocio. De gran inteligencia, era intransigente en cuestiones de fe y
moral en las que sus certezas eran tajantes. Nunca se le oía pronunciar una palabra
soez, o aludir, como los otros niños, con una complacencia infatigable, a las
funciones naturales o a las de la reproducción, que en sus cabezas por cierto no
estaban tan claras como querían hacer creer. Lo primero que trató de conseguir de
Jacques, cuando su amistad se manifestó, fue que renunciara a las palabrotas. A
Jacques no le costaba renunciar cuando estaba con él. Pero con los otros volvía
fácilmente a las groserías de la conversación. (Ya se dibujaba su naturaleza
multiforme que le facilitaría tantas cosas y lo haría capaz de aprender todas las
lenguas, adaptarse a todos los ambientes, y desempeñar todos los papeles, salvo...).
Con Didier comprendió lo que era una familia francesa media. Su amigo tenía en
Francia la casa familiar, a la que regresaba en las vacaciones, y de la que hablaba o
escribía incesantemente a Jacques, casa donde había un desván lleno de viejos
baúles en los que se conservaban las cartas de la familia, recuerdos, fotos. Conocía
la historia de sus abuelos y de sus bisabuelos, también de un antepasado que
había sido marino en Trafalgar, y esa larga historia, viva en su imaginación, le
proporcionaba también ejemplos y preceptos para la conducta de todos los días.
«Mi abuelo decía que... papá quiere que... » y justificaba así su rigor, su pureza
tajante. Cuando hablaba de Francia decía «nuestra patria» y aceptaba por
anticipado los sacrificios que esa patria podía pedirle («Tu padre murió por la
patria», le decía a Jacques... ); en cambio esta noción de patria no tenía sentido
alguno para Jacques, que sabía que era francés, que eso entrañaba cierto número
de deberes, para quien Francia era una ausente a la que uno apelaba y que a veces
apelaba a uno, en cierto modo como lo hacía ese Dios del que había oído hablar
fuera de su casa y que, al parecer, era el dispensador soberano de los bienes y los
males, en quien no se podía influir pero que en cambio lo podía todo en el destino
de los hombres. Y ese sentimiento suyo era también, y más aún, el de las mujeres
que vivían con él. -Mamá, ¿qué es la patria? -preguntó un día. Su madre pareció
asustarse, como cada vez que no entendía. - No sé -dijo-, no sé. - Es Francia. - iAh,
sí! -y pareció aliviada. En cambio Didier sabía lo que era, la familia, a través de sus
generaciones, tenía para él una existencia fuerte, y en igual medida el país donde
había nacido a través de su historia, él llamaba a Juana de Arco por su nombre de
pila, y para él el bien y el mal estaban tan definidos como su destino presente y
futuro. Jacques, y Pierre también, aunque en menor grado, se sentía de una especie
diferente, sin pasado ni casa familiar,