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V.

LA FUNDAMENTACIÓN DEL DERECHO CANÓNICO


1. Fundamentación clásica o social
● El primer gran esfuerzo fundamentador del Derecho canónico fue el
desarrollado por los autores del Ius Publicum Ecclesiasticum (ss. XIX-XX), que
subrayan el carácter visible, societario, institucional y jerárquico de la Iglesia,
presentándola como una sociedad jurídica perfecta, y se apoya en 4 pilares:
1) El Evangelio (y el Nuevo Testamento en general) testifica que Cristo dotó a
los Apóstoles y a sus sucesores de unos poderes.
2) Esos poderes tienen un contenido jurídico.
3) La Iglesia es una sociedad jurídica perfecta (vide III, 1).
Sociedad cuya finalidad constituye un bien completo en su orden y con todos
los medios adecuados para alcanzarla de modo plenamente autónomo y
soberano (vide III, 1).
Como señaló P. A. D’Avack, hay mucho paralelismo entre este concepto y el de
ordenamiento jurídico primario (propuesto por Santi Romano y utilizado por la
Teoría general del Derecho).
4) “Ubi societas, ibi ius”; la Iglesia tiene por ello su propio Derecho.
● Hasta principios del s. XX, ese fue el modo principal de justificar la existencia
del Derecho canónico y su relación con el misterio de la Iglesia.
Pero esa explicación, que se mostró eficaz “ad extra”, era frágil “ad intra” e
incompleta, pues sus dos piezas principales —jerarquía y sociedad — funcionan
«como dos constantes en cuya relación no se ahonda» (A. Marzoa), y es
insuficiente para explicar algunos aspectos del Derecho canónico.
Desde esta perspectiva del IPE, el Derecho canónico se diferenciaría poco del
estatal: sí en cuanto al origen de su poder y al fin de la Iglesia, pero no tanto en
cuanto a sus materias (organización, administración, procesos, penas...).
● El Conc. Vaticano II no desautorizó la argumentación anterior, a la que ha
aludido implícitamente, aunque invirtiendo el orden de sus dos piezas, al
enseñar que «el Cuerpo místico de Cristo y la sociedad / dotada de órganos
jerárquicos [societas organis hierarchicis instructa] no han de considerarse dos
realidades distintas, sino que forman más bien una realidad compleja, en la que
están unidos el elemento humano y el divino»; y al señalar que Iglesia está
«constituida y ordenada en este mundo como sociedad» (LG, 8).
Pero la Const. Lumen gentium, al utilizar además la noción de Pueblo de Dios,
que integra los elementos anteriores, permite fundamentar el Derecho canónico
de un modo más unitario y profundo.
Sus enseñanzas sobre el Pueblo de Dios comienzan por el elemento
comunitario (cf. LG, 9), al que se une orgánicamente el jerárquico, y muestran
que ambos elementos son inseparables de la dimensión mística de la Iglesia.

● El nuevo Pueblo de Dios, por otro lado, como muestra la Revelación, reúne
desde sus orígenes todos los elementos esenciales de una sociedad (conjunto de
personas ligadas de manera orgánica, por un principio de unidad que supera a
cada una de ellas, para la consecución de determinados fines existenciales), al
tiempo que los trasciende.
a) Se presenta como una comunidad de personas bien diferenciada;
b) está dotado por Cristo de una estructura concreta;
c) participa de la misión de Cristo, y tiende así hacia unos objetivos específicos
(sobrenaturales);
d) Cristo ha instituido en él una autoridad (jerárquica), al servicio del bien
común eclesial: que todos sus miembros, «libre y ordenadamente, alcancen la
salvación» (LG, 18).
e) y está llamado a perdurar, «hasta la consumación de los siglos» (Mt 18, 20).
La Iglesia tiene así (“ubi societas, ibi ius”) un sistema propio de Derecho.
2. Fundamentación realista y eclesiológica
● Las críticas de Rudolf Sohm al Derecho eclesial, en su Kirchenrecht (1892),
fueron respondidas por Klaus Mörsdorf (1909-1989), que al explicar la
dimensión jurídica de la Palabra y los sacramentos, como elementos
constitutivos del Pueblo de Dios, abrió nuevas vías para fundamentar el Derecho
canónico.
Esas vías, de índole más teológica y desarrolladas en tiempos relativamente
recientes, no se oponen entre sí (ni a la fundamentación clásica o social), sino
que pueden considerarse complementarias, y pueden incluso explicarse
partiendo del realismo jurídico clásico.
Ya hemos visto que, desde un planteamiento realista, es bastante evidente que
en la Iglesia hay cosas atribuibles en justicia a distintos sujetos (iura), no sólo en
las materias más próximas a los ordenamientos civiles (como las de índole
personal, patrimonial, penal o procesal), sino también en aquellas realidades
que, por su íntima relación con la economía salvífica, forman parte del núcleo
más esencial y original de la Iglesia, como sucede con la palabra de Dios, los
sacramentos y los carismas.
3. Palabra, sacramentos y carismas como raíces del Derecho canónico
a. Dimensión jurídica de la Palabra
La Palabra es imprescindible para que los hombres se acerquen a la fe de la
Iglesia, fides ex auditu (Rm 10, 17), y, una vez en ella, se dispongan a seguir
más perfectamente a su Señor.
Jesucristo confió su Palabra a la Iglesia, e instituyó el oficio del Magisterio,
para garantizar la custodia y exposición del depósito de la fe. Todo ello
implica unos deberes y derechos entre los fieles y sus Pastores.
Pero la palabra de Dios tiene además, como hizo notar Mörsdorf, un
carácter jurídico; las notas típicas de lo jurídico: exterioridad y alteridad
(inmanentes a la palabra en general, y que apenas precisan demostración), y
exigibilidad [e igualdad], que Mörsdorf sí se preocupó de evidenciar, a partir
de la obediencia que Cristo pide a su Palabra, y del poder conferido a los
Apóstoles para enseñarla en su nombre y con su autoridad.
Esa obediencia no se funda en la fuerza intrínseca que tiene la comprensión
de la Palabra por quien escucha, sino sobre el motivo formal de provenir del
Hijo de Dios, que actúa y habla con una autoridad recibida del Padre (cf. Mt 5,
21-22; 7, 29); y que testifica: «Data est mihi omnis potestas in caelo, et in terra.
Euntes ergo docete omnes gentes...» (Mt 28, 18).
Pero donde se manifiesta más claramente la estructura jurídica de la Palabra
es en la sanción que el Señor ha unido a su anuncio salvífico: «Qui crediderit,
et baptizatus fuerit, salvus erit; qui vero non crediderit, condemnabitur» (Mc
16, 16; cf. Io 3, 18).
Respecto al poder conferido a los Apóstoles y a sus sucesores, además de los
célebres pasajes de Mt 16, 19 y 18, 18, bastaría recordar el texto: «Quien a
vosotros oye, a mí me oye; quien a vosotros desprecia, a mí me desprecia, y
quien a mí me desprecia, desprecia al que me ha enviado» (Lc 10, 16).
Finalmente, por lo que se refiere a la igualdad, entre otros textos podría
citarse Ap 22, 18-19.
La palabra de Dios tiene así una importante dimensión normativa y
jurídica: es vinculante para los fieles (con una obligatoriedad máxima en las
verdades de fe divina y católica), genera deberes y derechos, reclama
determinados oficios y, en general, una adecuada estructuración de la
Iglesia para conservarla y anunciarla fielmente.
Muchos elementos, exigencias y contenidos del Derecho canónico (no sólo
del Libro III del CIC) pueden entenderse a partir de aquí.
b. Dimensión jurídica de los sacramentos
La trascendencia jurídica de los sacramentos, medios por los que la Iglesia
crece y se estructura continuamente, puede explicarse de un modo similar, y
hasta más completo (cf. Hervada).
● Por su propia índole (CCE, 1131), poseen también las características de lo
jurídico, incluida la alteridad, la exigibilidad y la igualdad.
Todo sacramento, que como signo visible es algo también externo, supone la
intervención de al menos un ministro y un sujeto (alteridad); y ha de celebrarse
respetando la norma dada para cada uno por Cristo, así como las legítimas
disposiciones de la autoridad eclesiástica (exigibilidad), sin lo cual perderían
además su naturaleza de signos (identificables y determinables).
● Porque su dispensación, confiada en la Iglesia a los ministros (como fieles
administradores; cf. 1 Cor 4, 1-2; Mt 24, 45), comporta exigencias de justicia.
Esas exigencias tienen que ver con su virtualidad ex opere operato, que no se
funda en los méritos del ministro o del sujeto, sino en los de Cristo, que los ha
instituido en beneficio de los fieles (o del hombre, en el bautismo), y ha
constituido a sus ministros pro hominibus, pro fidelibus (cf. Heb. 5, 1). Por eso,
aunque ante Dios no haya un derecho a los sacramentos (por ser Dios y porque
son dones), si el sujeto los pide rite dispositus, puede tener derecho a recibirlos
(LG, 37; CIC, c. 213; CCEO, c. 16) y el ministro el deber de conferírselos (c. 843 §
1), según el caso (el orden sagrado es un caso particular).
● Y porque es claro que algunos sacramentos, en unidad de acción,
producen efectos ontológicos y jurídicos. como se advierte fácilmente en el
bautismo y el orden, que tienen un papel primordial en el crecimiento y
estructuración de la Iglesia y constituyen un título de actividad para los fieles.
c. Dimensión jurídica de los carismas
Los carismas son «gracias del Espíritu Santo, que tienen directa o
indirectamente una utilidad eclesial» (CCE, 799), contribuyendo con ello a la
edificación y a la vida de la Iglesia.
En sí mismos son realidades espirituales, invisibles; de ahí que su dimensión
jurídica no sea como la de la Palabra y los sacramentos. Pero se da también,
como hizo notar Lombardía, al señalar que representan un título de actividad
para los fieles, recibido del mismo Señor, y por tanto, in iure divino fundato.
Los verdaderos carismas, de cuya autenticidad juzga la Jerarquía —a la que
compete además proveer para que cooperen al bien común» (CCE, 801)—,
pueden engendrar deberes y derechos (AA, 3); y no pocas veces dan lugar a
nuevas instituciones en la Iglesia que, en y desde su propio lugar, contribuyen al
desarrollo de su misión salvífica.
4. Fundamentación del Derecho canónico en la Iglesia como
comunión y como sacramento
● «El concepto de comunión (koinonía) […] es muy adecuado para expresar el
núcleo profundo del Misterio de la Iglesia» (CDF, Ct. Communionis notio, n, 1;
cf. LG, 1).
La communio (eclesial) comprende dos aspectos:
- uno invisible, que une a cada hombre con Dios y con los demás hombres,
mediante realidades (dones) de índole espiritual (fe, caridad, dones y gracias
diversas…);
y otro visible, en relación íntima con el anterior, por la comunión en la
profesión de fe, en los sacramentos (el culto) y en el orden jerárquico (cf. LG,
14; CIC, c. 205; CCEO, c. 8; CCE, 815);
dones igualmente divinos por los que Cristo sigue ejerciendo en la historia sus
tria munera para la salvación de los hombres (cf. CN, 4).
CN viene así a indicar que entre los tria munera Christi (docendi, sanctificandi
y regendi) y los vínculos visibles de comunión, además de haber un paralelismo
claro, existe una cierta inmanencia: cuando el fiel profesa su fe, tributa el culto
cristiano y vive en comunión jerárquica, está ejercitando también los tria
munera Christi y contribuyendo a su acción salvífica en la Iglesia.
● Estos últimos vínculos, al unir visiblemente a los fieles (alteridad y
exterioridad), y ser condición para la comunión (exigibilidad) plena (igualdad),
entrañan también una dimensión jurídica.
Desde un punto de vista negativo, el valor jurídico de estos vínculos se
muestra con claridad cuando se lesionan por apostasía, herejía o cisma (c. 751).
En estos casos, además de perderse la condición de fiel en plenitud (CIC 83, c.
205; CCEO, c. 8), resulta afectado el ejercicio de los deberes y derechos propios
de los cristianos (CIC 83, c. 96); más concretamente —como explica Hervada—
quedan suspendidos «los deberes y derechos específicamente eclesiales, a
excepción de los que se refieren a la reincorporación a la plena comunión
eclesiástica».
Pero desde una perspectiva más positiva, «observar siempre la comunión con
la Iglesia, incluso en su modo de obrar», es la primera obligación del fiel (CIC, c.
209 § 1; CCEO, c.), su bien más básico y sin el cual perderían sentido todos los
demás; un don que constituye también un derecho, y que no sólo se ha de
evitar lesionar, sino que debe también salvaguardarse y fortalecerse
positivamente; un deber-derecho que sintetiza y cualifica los principales
deberes y derechos que posee el fiel.
A partir de la dimensión jurídica de los vínculos de comunión puede
explicarse todo el Derecho de la Iglesia, que es siempre, y en todos sus
aspectos, un Derecho al servicio de la “communio”.
● Por último, la noción de la Iglesia como sacramento de salvación (LG, 1),
relacionada estrecha e inseparablemente de la anterior, es también muy
abarcante.
Esta noción, usada en analogía con los siete sacramentos, comporta como
éstos una dimensión jurídica; pues el misterio de la Iglesia contiene múltiples
elementos visibles, ordenados, más o menos esenciales (y por tanto exigibles),
inseparables de los invisibles, y al servicio de la salvación.

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