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“Eso tiene ser mujer”:

Masculinidades en La casa de Bernarda Alba

MIGUEL ÁNGEL RAMÍREZ SÁNCHEZ CARNERERO


N.I.A. 183009
Director: ANTONIO MONEGAL BRANCOS
FACULTAT D’HUMANITATS, 2018-2019
UNIVERSITAT POMPEU FABRA
ÍNDICE

1 – INTRODUCCIÓN 2

2 – LORCA Y EL TEXTO DRAMÁTICO 4

2.1 – La producción dramática de Lorca 4


2.2 – Análisis del texto dramático 5
2.3 – El deseo en la producción dramática de Lorca 11
2.4 – Masculinidades en la producción dramática de Lorca 15

3 – MASCULINIDADES EN LA CASA DE BERNARDA ALBA 23

3.1 – Masculinidades presentes 23

3.2 – Masculinidades ausentes 25

3.2.1 – Formas de acercamiento a las masculinidades ausentes 29

a) Mediante objetos 29

b) Mediante procedimientos audibles 30

c) Mediante observación directa 31

d) Mediante descripciones 33

3.3 – El ideal de masculinidad 36

4 – EL DESEO EN LA CASA DE BERNARDA ALBA 40

4.1 – El deseo femenino 40

4.2 – El deseo de Adela 47

5 – CONCLUSIONES 50

6 – REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS 54

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1 – INTRODUCCIÓN

El presente trabajo pretende analizar qué masculinidades se ven reflejadas en La


casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca. Pese a ser una obra que sólo muestra
mujeres en escena, la presencia del hombre es una constante desde el planteamiento
inicial –la muerte del padre de la familia– hasta la apoteosis final, donde Adela, la hija
menor, se suicida tras la huida de su enamorado, Pepe el Romano. La función de la mujer
en el teatro de Lorca ha sido ampliamente estudiada, pero no así la función del hombre,
que aparece casi siempre en un segundo plano –llegando a no aparecer en escena, como
en el caso que nos ocupa– y parece haber pasado desapercibido para los estudiosos. Sin
embargo, La casa de Bernarda Alba no plantea una escena femenina, sino una
reproducción a escala ínfima de la sociedad del momento, donde las relaciones de poder
están muy presentes y determina las interacciones entre las diferentes protagonistas,
llegando a marcar su destino en base a su comportamiento y cómo se defienden del
entorno opresivo y asfixiante que domina la obra.

Para abordar La casa de Bernarda Alba se hace necesario enmarcar la discusión


en base a un paradigma de análisis del texto dramático. Así, tras una aproximación a los
mecanismos de caracterización del personaje dramático –ampliamente diferentes de los
modos de presentación del personaje en novela o en textos de otro tipo–, se procederá a
aplicar el modelo actancial de Anne Ubersfeld –que se complementa con el análisis de
los actantes de la obra– para encontrar la estructura profunda del texto. Este modelo se
halla formulado en torno al vector deseo, que moviliza a los personajes hacia un objeto
de deseo, que puede ser tanto un personaje como un concepto abstracto. En este sentido,
también se hace preciso arrojar luz sobre un concepto tan controvertido como el deseo,
por lo que se explicará el mismo en base a las teorías de René Girard, quien sigue los
preceptos lacanianos de que le désir est le désir de l’autre. Gracias a los conceptos de
“mediador” y “transfiguración” será posible identificar la mímesis como pieza nuclear
del deseo. En último lugar, el concepto de “masculinidad” también ha arrojado ríos de
tinta en los últimos años gracias al interés que ha despertado el feminismo y la reciente
disciplina de los men’s studies y es fundamental en el presente trabajo. Si bien parece
haberse identificado tradicionalmente lo masculino con la universal, marcando aquello
femenino como diferente, es posible identificar cómo la obra de Lorca tiende a situar el
foco sobre aquello masculino, cuestionando su universalidad y señalándolo como algo
individual e intransferible, singularizando la masculinidad.

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Así, dentro ya de La casa de Bernarda Alba, procederemos a analizar las formas
de presentación de las masculinidades en el texto. En un primer momento, se analizarán
aquellos personajes caracterizados como masculinos por el propio texto –pese a ser
mujeres– y de qué forma se produce esta caracterización. En un segundo lugar, se
identificarán cuáles son las masculinidades ausentes que invaden la escena a lo largo de
la obra y cuáles son los procedimientos presentes en el texto para conseguirlo. Gracias a
una fuerte separación entre el espacio mimético –el escenario– y el espacio diegético, el
autor consigue que la atención –tanto de las protagonistas como la de la audiencia– sea
dirigida hacia los hombres ausentes bien sea por objetos que penetran en la casa, bien por
la audición de sonidos del exterior o bien por la mirada de las protagonistas desde las
ventanas de la casa. Gracias a cualquiera de estas formas de acercamiento se producirá en
el escenario una descripción de los hombres que habitan más allá de escena, generando
una aproximación a la masculinidad ideal. Esta imagen mitificada será posible recogerla
en base a la presentación que hacen las protagonistas de todos los hombres, pero su
encarnación más perfecta la presentará el hombre por excelencia de la obra: Pepe el
Romano. Gracias a un cuadro que recoge sus características, será posible atender a los
rasgos favorecidos por el texto, así como a los símbolos asociados a la masculinidad.

Por último, tras el análisis de los personajes, se aplicarán los modelos actanciales
de Ubersfeld para identificar cuál es el deseo que mueve la obra, esa diferencia entre
querer y hacer que plantea La casa de Bernarda Alba desde su principio. Tras identificar
a los personajes que pueden encajar con la posición de sujeto deseante (Martirio,
Angustias y Adela), se procederán a describir sus dinámicas de deseo y la actuación del
resto de personajes con respecto al mismo. Así, la hermana pequeña parece vertebrar la
obra en torno a su deseo por el Romano, pero en una lectura más profunda se hace posible
redirigir este modelo actancial Adela  Pepe –que resulta tan solo parcialmente
satisfactorio– hacia el auténtico concepto sublimado que atraviesa la obra de principio a
fin: la masculinidad, sugiriendo que el verdadero deseo de Adela es el de una
masculinidad no hegemónica que le permita habitar el mundo exterior a la casa, el mundo
de los hombres.

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2 – LORCA Y EL TEXTO DRAMÁTICO

2.1 – La producción dramática de Lorca

Federico García Lorca alcanza una buena parte de su popularidad por la recreación
sin precedentes de la escena andaluza, que se convertirá en una de las señas de identidad
del panorama español. No obstante, en su producción literaria se conjugan a la perfección
esa mezcla de tradición y vanguardia que genera un lenguaje poético de corte muy
personal. Sus obras ‒ya sean poemas, dramas u otras manifestaciones artísticas‒ muestran
a un autor que se maneja entre diferentes corrientes, en constante experimentación entre
temas y géneros de la tradición literaria que señala a través de novedosas técnicas
expresivas como la influencia del Surrealismo (Vilches de Frutos, 2017: 15-16).

Su interés por la producción dramática es amplio y ha sido largamente estudiado.


Destacan sus estrenos en vida, que comienzan en 1920 con El maleficio de la mariposa y
finalizan en 1935 con Doña Rosita la soltera o El lenguaje de las flores, un año antes de
su asesinato. Es preciso apuntar que, en su debut teatral tenía 22 años, siendo su gran
triunfo el estreno de Bodas de sangre en Argentina, a la edad de 35 años. Sin embargo, el
autor granadino dejó terminadas otras obras que fueron representadas con carácter
póstumo como Así que pasen cinco años (1945) o la obra que nos ocupa, La casa de
Bernarda Alba (1945). También resulta necesario reseñar su interés por el ámbito
dramático, comenzando por su intención de crear un Teatro Nacional, el grupo La
Barraca, y compañías independientes como Títeres de Cachiporra (Aguilera, 2002).

El teatro de Lorca ha sido objeto de lecturas por haber conseguido captar en un


mismo texto lo universal y lo individual. Sus tragedias rurales, en particular, son
ampliamente estudiadas por representar de forma fiel las emociones, tanto que los dilemas
sobre el escenario se trasladan directamente al espectador. Esta apelación universal se
transforma en algo aún más remarcable por emerger de la representación del trasfondo
cultural de la Andalucía rural. Las narrativas personales que muestra son creíbles a título
individual por estar enraizadas en este entorno social, pero también se ven proyectadas
en el plano universal de la condición humana: “the beliefs that the playwright embodies
both the particular character of the nation and a universal human condition” (Smith, 1998:
105). A partir de su estructura social, sus escenarios y sus paisajes, Lorca configura “una
imagen del hombre y del mundo” (Ruiz Ramón, 2001: 17) que ya no es real, sino que ha
sido mitificada.

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2.2 – Análisis del texto dramático

Anne Ubersfeld considera la coexistencia de tres tipos de texto de teatro. El


primero de ellos es el propio texto producido por el autor, mientras que el segundo es el
texto trabajado por el director del teatro, que prolonga, modifica o precisa las didascalias
de este primero, y que puede ser tanto oral como escrito. En último lugar, diferencia un
texto semiótico articulado por el conjunto de los signos de la representación (2002: 82-
83). En el mismo inicio de Semiótica teatral ya plantea estas diferencias cuando alude a
que “no se puede leer el teatro. Esto es algo que todos saben o creen saber” mientras que
también afirma que “pese a ello… hay que leerlo” (1989: 7). En la misma dirección,
Patrice Pavis afirma que el texto teatral no es más que el residuo escrito del espectáculo
dramático, pese a posicionarse con el objetivo de descubrir el texto escrito sin la ayuda
de la escenificación (2015: 4). Así, es preciso enfatizar que la construcción dramática se
sostiene casi por completo gracias a los diálogos, mientras que las didascalias aparecen
como textos de carácter breve y descriptivo, que desaparecen como tales en la puesta en
escena. La presentación de los personajes se realiza en algunos aspectos de forma
diferente a la de la novela, donde el narrador es quien se encarga de caracterizar a los
protagonistas. En el caso de Lorca, las acotaciones suelen explicitar de forma importante
los gestos y actitudes de los personajes, pero sus posibilidades de descripción con respecto
a la psicología de los protagonistas se ven considerablemente limitadas con respecto a las
de un posible narrador omnisciente novelesco que nos informa de los sucesos de la vida
interior de los personajes.

Así, Pavis explica que los textos dramáticos poseen marcas de la práctica escénica
por el hecho de que su escritura ha sido dirigida hacia las condiciones de la actuación
(2015: 7). Es en este sentido que el mismo autor diferencia una dramaticidad externa al
texto teatral y una interna, que le es inherente y que debe ser considerada en el análisis
textual. Esta dramaticidad interna se ve reflejada en las características especiales del texto
dramático, entre las que destacan su formación mediante diálogo y didascalias ‒las cuales
suelen aludir a la existencia de un escenario y unos personajes‒ (Ubersfeld, 1989: 17). La
forma en la que está construido el texto dramático es la que permite al lector y, al mismo
tiempo, le incita a elaborar el texto en su forma de representación (Pavis, 2015: 4;
Ubersfeld, 1989: 7).

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Parece que la teoría de la recepción podría ser una de las opciones más adecuadas
para acercarse a la obra teatral, ya que conecta ‒a través del espectador‒ el mundo
ficcional creado sobre el escenario con el de la realidad extratextual, el referente del texto.
Vincent Jouve apunta a la construcción mediada por el texto de una ilusión de personaje,
que se refiere a la parte intersubjetiva de la recepción del texto ‒para defenderse de los
que critican el carácter subjetivo de la percepción individual–. Así, explica que “la obra
se presta a diferentes lecturas, pero no autoriza cualquier lectura. La libertad del lector
está codificada por el texto” (1992: 15). Mientras que asume que el texto puede estar
abierto a diferentes interpretaciones, Jouve rechaza los acercamientos sin base textual y
pone el foco en “una primera lectura, la que se conforma al desarrollo lineal de la
narración” (1992: 21). Este acercamiento es especialmente interesante en el caso de la
recepción teatral, pues coincide con la representación de la pieza frente al público, que
tiene una recepción lineal en tanto que ve la obra puesta en escena por primera vez. Sin
embargo, desde el acercamiento propuesto se hace necesario una lectura más profunda ‒
propia del lector instruido‒ para analizar las estructuras y fenómenos que no son
reconocibles a simple vista.

El mismo concepto de “personaje” ha sido discutido en numerosas ocasiones,


especialmente su relación con el mundo real extratextual o su nivel de autonomía con
respecto al texto. En un análisis profundo de las estructuras del texto dramático, la utilidad
del concepto de “personaje” ha sido ampliamente cuestionada (Rastier, 1974: 216-217).
Sin embargo, el personaje ha de enmarcarse en la obra en la que se halla y debe dejarse
de lado toda especulación que separe a éste de la obra ‒en tanto que no posee una base
textual–. Joel Weinsheimer se sitúa en una crítica de carácter semiótico frente a una que
denomina “mimética”, argumentando que los personajes no son personas y no han de ser
descritos como si lo fueran (1979: 185-186). Desde esta posición, argumenta que el
análisis semiótico se centra en el texto como algo definido, cerrado, que no puede ser
suplantado por el lenguaje de la crítica (1979: 188). Por el contrario, Seymour Chatman
alude que las concepciones estructuralistas y formalistas del concepto “personaje”
reducen éstos a meros actantes, en tanto que prestan atención únicamente a sus acciones,
desatendiendo el análisis de qué son los personajes en sí (1978: 113). Baruch Hochman,
en un camino intermedio, se posiciona a favor de la teoría de que el personaje no es
sinónimo de persona, pero, además, añade que tanto uno como otro comparten el modelo
en el que están basados (1985: 7). En esta dirección, hace un uso bastante acertado de la

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teoría de la recepción para clarificar por qué la noción de persona no puede ser totalmente
apartada en el análisis de los personajes:
Unless we take the view that the critical consensus of virtually all preceding epochs of
literature was based on a delusion, we must deal with the fact that the canonical texts of the
Western literary tradition have seemed to readers to deal with people and to project powerful
images of discrete human beings. Indeed the characters who figure in the classical texts have
elicited responses that are closely analogous to the responses people had to other, real people,
contemporary or historical (Hochman, 1985: 28).

Desde este posicionamiento, es necesario asumir que los personajes están construidos
mediante moldes humanos ‒excepto en algunas obras, como podrían ser El público o Así
que pasen cinco años, en el caso de Lorca‒.

En esta dirección, Kurt Spang diferencia tres aspectos llamativos en vías de definir
la figura dramática, el personaje. Por un lado, señala las “relaciones de correspondencia
y contraste” (1991: 157), que se refieren a las características que pueden hacerlos
similares o diferentes con respecto a los otros, en tanto que estas relaciones son
importantes en el momento de estudio de los personajes dramáticos. Por otro lado, el
alemán alude al comportamiento de éstos y a las relaciones entre ellos para señalar un
segundo factor caracterizador, así como a los códigos extraverbales (vestuario,
maquillaje, gestualidad…). Por su parte, Pavis define la “caracterización” como una
“técnica literaria o teatral utilizada para proporcionar informaciones sobre un personaje o
una situación” (1998: 63). Así, no hace sólo referencia al espectro de los rasgos del
carácter, sino que también engloba otros aspectos. Henrik Dyfverman, por ejemplo,
apunta hacia la conexión entre los rasgos caracteriales y los estados de ánimo, diciendo
que “el personaje retratado no es sólo una persona, un cierto carácter. Es también en cada
momento de la obra esta personalidad en un cierto estado de ánimo” (en Josephs y
Caballero, 1988: 23). Spang explica que “de un modo general, la caracterización de la
figura dramática se puede definir como presentación plurimedial de rasgos psíquicos
constantes. Ahora bien, aunque el objetivo de la caracterización es la plasmación de los
aspectos psíquicos permanentes de la figura, lo transitorio y lo efímero de sus actos no es
totalmente desvinculable de lo duradero; lo primero es expresión de lo último; la forma
de ser de una persona condiciona su manera de actuar, y ésta nos suministra informaciones
acerca de su carácter” (1991: 166).

Para sistematizar estas definiciones, Pavis distingue hasta cinco “medios de la


caracterización” (1998: 65), siendo el primero las didascalias, las indicaciones escénicas
por las que se señala el físico o el estado de ánimo de los protagonistas. Por otra parte,

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señala como medio de caracterización al nombre de los personajes y de los lugares. En
tercer lugar, Pavis explicita que tanto el discurso proveniente del propio personaje como
las referencias que a éste hacen otras figuras también sirve como caracterización. Bajo el
epígrafe de “juegos escénicos y elementos paralingüísticos: tonos, mímica, gestualidad”
(1998: 64) acoge el lado más específico de la escena, conectándolo a su vez con las
didascalias ‒donde estos datos suelen estar recogidos‒. En último lugar, el crítico señala
las acciones dentro de la obra, así como a la importancia de elementos como las ausencias,
las ambigüedades o los silencios por parte de los personajes para comprender, de esta
forma, sus motivaciones.

Dyfverman, por su parte, agrupa en cuatro las formas de caracterización. En


primer lugar, alude a la autocaracterización por la cual un personaje realiza una
descripción de sí mismo. En contraposición, señala también la descripción que de un
personaje hacen el resto de los mismos. En tercer lugar, sitúa la caracterización que el
personaje realiza de sí mismo mediante sus acciones y, finalmente, también alude al
retrato indirecto que se genera del personaje en cuestión gracias a las acciones del resto
(en Josephs y Caballero, 1988: 35-36). En este sentido, el autor agrupa las formas de
caracterización en función de su procedencia (el mismo personaje u otro diferente) y, al
mismo tiempo, en función de su forma (mediante el discurso o mediante las acciones).
Françoise Rullier-Theuret completa el modelo de caracterización de Dyfverman
incluyendo las didascalias ‒que podrían no haber sido contempladas por haber prestado
mayor atención a la faceta de representación de la obra teatral y no a su lectura‒ como
fuente de caracterización autorial, centrándose en el ámbito del discurso (2003: 72-76).
Para unificar los diferentes criterios de clasificación que proponen estos autores, es
preciso establecer tres áreas de estudio basadas en la procedencia de la caracterización y
su forma, obteniendo así un proceso de “autocaracterización”, uno de
“heterocaracterización” y una caracterización procedente del autor (León, 2008: 30).

Con respecto a la caracterización proveniente del mismo personaje, la


“autocaracterización”, podemos clasificar la información en función de si aparece en su
discurso o en sus acciones. Durante los diálogos es preciso atender tanto al contenido
manifiesto como al contenido latente de sus palabras, a su modo de hablar, a las
interacciones que realiza con otros personajes mediante el discurso, así como el tono de
voz usado ‒analizado a través de los signos tipográficos o las alusiones incluidas en las
didascalias‒. En el terreno de las acciones, se observarán también las didascalias pues son

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la fuente principal de información para describir los movimientos y las acciones de los
personajes, prestando especial atención a elementos paralingüísticos como la gestualidad.

También en el ámbito de la caracterización que un personaje hace de otro, la


“heterocaracterización”, es necesario atender tanto al discurso como a las acciones. Con
respecto a la palabra, es necesario analizar la credibilidad de las opiniones que un
personaje pronuncia sobre otro, siendo importante analizar el estatus del personaje que
las enuncia para valorar su veracidad ‒Dyfverman señala ésta como la labor del crítico,
el análisis de la sinceridad de las palabras pronunciadas en la obra (en Josephs y
Caballero, 1988: 24)‒. Todas las descripciones obtenidas de un personaje han de ser
tenidas en cuenta si bien como veraces, si bien como método para generar ambigüedades
y contradicciones sobre él. La capacidad de las acciones como proceso de
heterocaracterización radica en el análisis de la interacción en escena entre el personaje a
estudio y el resto, acercándose bastante al proceso de autocaracterización en tanto que las
acciones de uno y otro siempre estarán vinculadas por relaciones de causa-efecto.

Aludiendo a la “caracterización autorial”, es preciso mencionar la idea de Rullier-


Theuret de que existen métodos descriptivos que no pertenecen al ámbito de la
autocaracterización o al de la heterocaracterización (2003: 73), siendo incluidas en la obra
mediante otros mecanismos. Así, la caracterización cuyo origen no sea posible vincular
de forma explícita a los personajes será incluida en este apartado, como la nomenclatura
de los personajes, que puede en ocasiones poseer una función descriptiva.

Siguiendo las teorías de Ubersfeld, es necesario no centrar el análisis dramático


en las categorías tradicionalmente consideradas como constituyente básico de la obra,
como la fábula o los personajes, y analizar en profundidad el texto para encontrar en él
las macroestructuras que le dan forma (1989: 42-44). Siguiendo el modelo actancial
original de Julien Greimas (1966), la francesa lo articula en torno al texto dramático,
vertebrándolo a través del deseo y dotándolo de una cierta flexibilidad ‒en tanto que se
muestra abierto a procesos como la reversibilidad o la yuxtaposición‒. No obstante, la
autora también indica la dificultad de hallar estas estructuras profundas del relato
dramático (1989: 44), por lo que se hace preciso completar el modelo actancial con el
análisis de los personajes implicados en la obra, quienes se incluyen en la categoría de
“actantes”. Si bien los personajes pueden ser considerados como actantes, también puede
serlo un concepto abstracto o un personaje colectivo.

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El actante debe ser entendido como un elemento que asume una función específica
dentro del modelo actancial. Se describen hasta seis tipos y sus diversas funciones dentro
del modelo pueden resumirse como “una fuerza (o un ser D1); guiado por él (por su
acción), el sujeto S busca un objeto O en dirección o en interés de un ser D2 (concreto o
abstracto); en esta búsqueda, el sujeto tiene sus aliados A y sus oponentes Op” (Ubersfeld,
1989: 49). La pareja sujeto-objeto y su unión se define como el núcleo del modelo
actancial, pese a la dificultad para localizar quién es el sujeto de la acción ‒que, según
Ubersfeld, no debe ser asimilado automáticamente con el protagonista de la historia‒. El
sujeto es “aquello o aquel en torno a cuyo deseo se organiza la acción” (Ubersfeld, 1989:
56). Así, el sujeto puede incluso ser un personaje colectivo, pero no una abstracción, y ha
de hallarse en escena. También es preciso clarificar que el deseo que vertebra la acción
no puede ser considerado de tipo “conservador” en el marco de la relación sujeto-objeto,
ya que “no se puede considerar como sujeto de deseo a alguien que quiere lo que tiene o
que busca simplemente conservar lo que posee” (1989: 56).

Para comenzar el análisis de la obra es preciso situar a los protagonistas en la


casilla de sujeto para, de esta forma, considerar la validez de los modelos resultantes y,
en función de su importancia, organizarlos según su relevancia (Ubersfeld, 1989: 66, 76).
Del mismo modo, la autora también observa la necesidad de evaluar el factor diacrónico
en el análisis actancial ‒es decir, un análisis por secuencias‒ para comprobar las
“transformaciones del modelo o comprender cómo evolucionan las combinaciones y los
conflictos de modelos” (1989: 76). En este sentido, Ubersfeld también señala la
posibilidad de que el vector deseo sea reversible ‒esto es, que el deseo sea bidireccional‒
o que en la misma obra convivan varios modelos simultáneos o superpuestos, como
consecuencia del progreso de la acción. Pavis, por su parte, señala como rasgos positivos
del modelo actancial “la transformación de la visión de los personajes” y la “claridad que
aporta a los problemas de la situación dramática, de la dinámica de las situaciones y de
los personajes, de la aparición y resolución de los conflictos” (1998: 28).

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2.3 – El deseo en la producción dramática de Lorca

El hecho de que el modelo actancial de Ubersfeld focalice su núcleo en el vector


deseo, con el objetivo de localizar las macroestructuras dentro de las obras literarias,
revela de forma llamativa la importancia de este tema en el campo de las letras. Uno de
los teóricos que ha abordado la temática relacionada con el deseo es René Girard, quien
diseña una estructura triangular que permite explicar un modelo de funcionamiento para
los mecanismos del deseo dentro de la obra literaria. El francés rechaza “esa mentira que
es el deseo espontáneo” y carga contra aquellos que “defienden una misma ilusión de
autonomía a la que el hombre moderno está apasionadamente vinculado” (1985: 21). Por
el contrario, propone la teoría de que el sujeto deseante no genera un deseo a partir del
objeto ni a partir de él mismo. Dicho de otra forma, el deseo no es generado en función
de las características del objeto deseado o de una presunta libertad al elegirlo.

De esta forma, Girard propone que el deseo es, en toda ocasión, mimético. Así, el
sujeto deseante estaría emulando lo que el autor denomina un “mediador”, un tercer
elemento que genera el deseo en el sujeto deseante por el objeto de deseo a partir de un
mecanismo de imitación. De forma contraria al modelo del “deseo espontáneo”, que
puede ser representado con una línea recta dirigida desde el sujeto deseante hacia el objeto
deseado, Girard propone un triángulo en cada uno de cuyos vértices sitúa al sujeto, al
objeto y al mediador. Este último podría ser, por ejemplo, un enemigo que despierta
sentimientos negativos en el sujeto deseante y, así, da forma al objeto deseado o, en
sentido inverso, un modelo cuya imitación genera una atracción por el objeto deseado. Al
hilo de esta aseveración, el francés diferencia entre dos tipos de mediación en función de
la distancia entre el sujeto y el mediador, dando lugar al concepto de mediación externa
y mediación interna. Gracias a este acercamiento al deseo entendido como un fenómeno
fundado en el mediador y no en el objeto deseado o en el sujeto deseante, Girard resta
importancia a las características del objeto deseado en la dinámica que aplica a las leyes
del deseo (Girard, 1991: 25-30).

En el diccionario de la Real Academia Española aparece definido el deseo como


“movimiento afectivo hacia algo que se apetece”. Sin embargo, se hace preciso delimitar
el deseo analizado en la obra en relación a las herramientas empleadas y a los términos
de la propia obra, basada en la interacción entre los personajes. Así, el deseo al que
prestaremos atención será al de un actante hacia otro en un sentido muy cercano al que

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apunta el concepto freudiano del “principio de placer”. Este tratamiento del deseo es un
elemento primigenio de la obra de Lorca que, al mismo tiempo, aparece en íntima
conexión con fenómenos como el amor, el erotismo, la atracción sexual o la pasión. De
este modo, el modelo de Ubersfeld se hace especialmente adecuado para el análisis dentro
de este marco de trabajo, ya que delimita de forma concisa el vector del deseo:
“Contrariamente a los análisis de Greimas, que enumera las motivaciones posibles del
sujeto que desea (amor, odio, envidia, venganza, etc.), nosotros limitaremos de buen
grado este deseo a lo que es en esencia el deseo del sujeto freudiano, es decir, al deseo
propiamente dicho, con sus diversas virtualidades: narcisismo, deseo del Otro y, quizás,
instinto de muerte” (Ubersfeld, 1989: 59). En este sentido, la autora francesa rechaza que
otros temas presentes en la obra lorquiana como el honor, el odio o el deber se puedan
erigir como deseos dentro de los límites de su modelo actancial, delimitando que la flecha
del deseo “es siempre, positivamente, deseo de alguien o de algo” (1989: 59). Aun así, es
preciso delimitar las posibles ambigüedades de la descripción de Ubersfeld con respecto
al “deseo del sujeto freudiano” o al “deseo propiamente dicho”, siendo una clarificación
adecuada la propuesta por Dumolié, quien explica que la aproximación freudiana al deseo
se relaciona directamente con la experiencia de la pérdida y, principalmente, consiste en
un esfuerzo por revivir el placer experimentado en un momento previo a esta pérdida
(1999: 79-86). En este sentido, el deseo al que se hará referencia se rige por el principio
de placer, obteniendo un amplio significado que puede ir desde el deseo de comer hasta
el deseo edípico de un hijo por la madre.

En la obra teatral de Lorca es importante prestar atención al rígido código moral


que permite una serie de modos de conducta mientras que impide y condena otros. Estas
normas se hacen explícitas en los textos gracias a nociones como la “honra” o la
“decencia”, las cuales se enmarcan dentro del contexto social que siempre se presenta
como amenazador y hostil, provocando angustia en los personajes por las opiniones de
terceros. Este código moral se hace especialmente patente en el ámbito de la sexualidad
y el deseo, a los que encuadra en el ámbito doméstico del matrimonio ‒condenando así
prácticas como el sexo prematrimonial o el adulterio‒ (León, 2008: 122-123). Un buen
ejemplo de cómo esta moralidad afecta a los personajes aparece en LcBA cuando se relata
la historia de Paca la Roseta quien, estando casada, pasa la noche con otro hombre. Como
reacciones a esta narrativa es posible apreciar la exclamación de La Poncia (“¡Un
horror!”) o la de Bernarda, quien sentencia: “la única mujer mala que tenemos en el

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pueblo” (acto I: 163). Es a raíz de este código moral que el deseo en la obra dramática de
Lorca siempre acaba frustrado. Los hombres deseados son de difícil acceso, bien por su
ausencia o bien por su prohibición, o, si son accesibles, aparecen retratados como carentes
en alguna faceta y no son capaces de despertar el deseo en las protagonistas, viendo éstas
frustrado su deseo. Esta relación directa del deseo con la ausencia, con la prohibición o
con la carencia del hombre asocia la visión general del deseo como un fenómeno
destinado al fracaso (León, 2008: 11).

Al hilo de este fracaso es posible recoger, como lo hace Girard, la noción de


“cristalización” de Stendhal: “la operación del espíritu que en todo suceso y en toda
circunstancia descubre nuevas imperfecciones del objeto amado” (2003: 99), “Cada vez
que encuentre a su amante, gozará no de lo que éste es en realidad, sino de esa imagen
deliciosa que ella se ha forjado” (2003: 110). Girard, en sentido contrario, asocia esta
cristalización con la mímesis generando el concepto de “transfiguración mimética”, por
el cual el sujeto deseante crearía una imagen ilusoria del objeto deseado que es mantenida
en tanto que el objeto de deseo es inalcanzable, pero que fracasa cuando éste se hace
accesible (1991: 34). El que el objeto de deseo permanezca alejado del sujeto deseante se
convierte en vital para mantener el deseo vivo:
Mimetic desire is always yearning for the presence of the beloved and yet, at a deeper level,
their presence is anathema, because of the disenchantment that goes with it. Whenever the
lovers have unobstructed access to each other, they are in imminent danger of falling out of
love: their passion depends on the metaphysical transcendence of each partner in the eyes of
the other, and this requires a more or less permanent separation” (Girard, 1991: 98).

Girard refuerza la concepción pesimista del deseo, ya que esta idealización sólo puede ser
sostenida si el sujeto deseante nunca se funde con el objeto deseado. La misma unión del
sujeto con el objeto de deseo sitúa en una posición de peligro al propio deseo, puesto que
el objeto deseado nunca podrá satisfacer las expectativas idealizadas del sujeto deseante
y desencadenará el desvanecimiento del deseo.

Gran parte de la crítica refiere que LcBA describe con mayor realismo la sociedad
rural andaluza, en contraposición a Bodas de Sangre o Yerma, que parecen más próximas
a lo surrealista (Klein, 1986: 283). En este sentido, es posible ver una mayor crítica social
en la obra que nos ocupa, comenzando con el desarrollo de un entorno femenino en el que
la sexualidad está reprimida ante la autoridad de Bernarda Alba, como es posible observar
a lo largo de la obra en los diálogos de las hijas. Martirio explicita que es mejor “no ver
a un hombre nunca” (I: 170) porque “a ellos les importa la tierra, las yuntas y una perra
sumisa que les dé de comer” (I: 171). En contraposición a esta represión, las mujeres

13
hablan de los hombres y de las formas permitidas de acercarse a ellos, siempre tras la reja.
Es desde este espacio interno y cerrado que Angustias cuenta sus conversaciones con
Pepe cuando le “salía el corazón por la boca” (II: 196), que son confirmadas por La Poncia
(II: 197-198). El temor al poder de la madre hace que el resto de las mujeres hable de los
hombres a sus espaldas (Martínez, 2016: 203). Inés Marful apunta hacia una estructura
general con respecto a las figuras masculinas de la obra teatral en Lorca, presentando un
triángulo con la mujer en uno de sus vértices mientras los otros dos se hallan copados por
la lucha entre un varón débil (al que denomina “varón edípico”) y un ideal de
masculinidad (1991: 7), estructura que bien podría superponerse al modelo mimético del
deseo que plantea Girard.

14
2.4 – Masculinidades en la producción dramática de Lorca

Para poder establecer el concepto de “masculinidad” como herramienta de trabajo,


es esencial aludir a la disciplina de los men’s studies. Dentro del campo de los estudios
culturales, esta corriente emerge dentro de un discurso predominantemente feminista que
pretende examinar la masculinidad a la luz de las dicotomías subyacentes bajo los
conceptos de “sexo” (definido de acuerdo con las diferencias fisiológicas) y de “género”
(entendido como construcción cultural). El sexo ha sido percibido a lo largo de los siglos
como el concepto fundacional del género. Aunque existen algunas excepciones en las que
la identidad sexual es atribuida, la aceptación universal de que la mayoría de las especies
animales están biológicamente divididas en dos grupos reproductivos distintos ha estado
firmemente asentada a lo largo de los siglos.

La identidad sexual binaria parece, entonces, estar en la base de la concepción del


sexo. El sentido de certeza resultante de la observación empírica concreta relativa al
mundo animal alimenta el deseo de buscar un grado similar de certeza en el acercamiento
a la definición cultural de género. Existe una clara tendencia orientada hacia entender el
género como dos alternativas distintas que pueden ser deducidas de forma directa de la
marca biológica previamente descrita: aquello “masculino” se encuentra anclado en el
macho, mientras que lo “femenino” lo hace en la hembra. Susan Hekman (1994) subraya
que la unión de estos conceptos ha estado tradicionalmente tan extendida que las
definiciones culturales de género son trazadas a partir de un origen sexual, utilizando ese
determinismo biológico para justificar y perpetuar las ideologías relativas al género. Sin
embargo, la aseveración de que “in our culture, the reproductive dichotomy is assumed
to be the basis of gender and sexuality in everyday life” (Connell, 1995: 66) resulta
problemática al definir el género en unos términos dicotómicos reduccionistas.

Si bien podría resultar cierta la identificación directa de la identidad sexual con


las capacidades reproductivas ‒discusión que escapa al ámbito de estudio del presente
trabajo‒, orientar la identidad de género (un concepto artificial en sí mismo) resulta
mucho más ardua en tanto que existen menos marcas y mucho menos específicas para
usar como referencia. En lugar de la base reproductiva para localizar la identidad sexual,
en el caso de la identidad de género se hace necesario navegar en un complejo laberinto
de indicadores imprecisos, que van desde lo físico hasta lo conductual. Ya al dirigir sus
argumentos hacia una “discontinuidad radical” con respecto al género, Judith Butler

15
argumenta que “even if the sexes appear to be unproblematically binary in their
morphology and constitution (which will become a question), there is no reason to assume
that genders ought also to remain as two” (2010: 5-6).

David Morgan, por su parte, trabaja la cuestión de género en nuestra cultura


enlazando los conceptos de “diferencia” y “poder”. A través de un procedimiento lógico
aséptico, considera las diversas formas en las que dichos conceptos pueden ser
combinados para tener una influencia en la concepción de la identidad de género.
Considera cuatro posibles escenarios distintos en los que los conceptos “poder” y
“diferencia” podrían operar para examinar el impacto que cada uno de ellos podría haber
tenido en la construcción histórica de las desigualdades de género. En el primero asume
que ni “diferencia” ni “poder” funcionen entre los géneros para crear desigualdad. En un
segundo escenario, expone que un desproporcionado nivel de poder ‒históricamente
sostenido por el hombre‒ podría suponer una desigualdad aunque no existiese diferencia
significativa. Como tercera opción señala que la desigualdad podría derivar
principalmente de las diferencias genuinas inherentes al género, en lugar de por un
artificial poder masculino imaginario de base. Finalmente, sugiere que la desigualdad
podría haber sido resultado de estas diferencias genuinas y, al mismo tiempo, de un nivel
desproporcionado de poder por parte del hombre; siendo este último escenario el que
aparece validado según el autor (Morgan, 1992: 93-102). Al hilo de este último modelo,
Michael Kimmel enfoca la relación causal entre “diferencia” y “poder” exponiendo que
más que diferencias innatas entre géneros que habrían conducido a una desigualdad de
poder, sería la discriminación que resulta del poder masculino artificial lo que causa el
mito exagerado de la diferencia entre géneros (2000: 35-51). No obstante, sea cual sea el
origen de la desigualdad de poder entre géneros, parece demostrado que tradicionalmente
el hombre ha ostentado una relación de poder con respecto a la mujer, generando una
división rígida que se manifiesta en contextos variados.

Tradicionalmente, el hombre se ha visto a sí mismo como el homo sapiens


arquetípico y se ha entendido que la humanidad acepta al hombre “por defecto”, mientras
que la mujer es aceptada como “diferente” (Sherwin, 2005: 7). Si esta afirmación sobre
la condición humana es cierta, lo masculino se convierte en el ideal, lo universal, la
norma, mientras que la supuesta “diferencia” representada por lo femenino ‒o, incluso,
lo homosexual‒ aparece al ser iluminada contra un fondo homogéneo, en el que la
relación entre lo específicamente masculino y lo universalmente humano ha

16
desaparecido. Es desde esta postura desde donde Lynne Segal argumenta que “when men
have written of themselves [...] they have done so as though presenting the universal truths
of humanity, rather than the partial truths of half of it” (1990: 261).

Ya en esta línea, Simone de Beauvoir había adelantado la tendencia de los


hombres hacia la representación de lo universal, aludiendo a que “los términos masculino
y femenino son simétricamente usados sólo en cuestiones de forma, como en los
documentos legales. En la actualidad, la relación entre los dos sexos no es como la que
existe entre los polos eléctricos: el hombre representa al mismo tiempo el polo positivo y
el neutro, como se indica por el uso común de hombre para designar a los seres humanos
en general, mientras que la mujer representa únicamente el polo negativo” (1981: 15). En
oposición a esta afirmación, Butler sugiere que “implied in her formulation as an agent,
a cogito, who somehow takes on or appropiates that gender” (2010: 8). Así, más que
utilizar sexo y género como sinónimos, Butler afirma que son conceptualmente distintos,
aunque al mismo tiempo exista un conocimiento tácito de un enlace causal
tradicionalmente entre ambos “whereby gender mirrors sex or is otherwise restricted by
it” (2010: 6). Mientras que ambas teóricas cuestionan el enraizamiento del género ‒como
constructo cultural‒ en el sexo ‒como algo biológicamente determinado‒, Beauvoir
examina el determinismo sexual que se imputa al género mientras que Butler considera
si el sexo posee algún sentido sin el concepto de género, aun reconociendo ambas la
“mimetic relation of gender to sex” (Butler, 2010: 6) convencionalmente aceptada.

En El segundo sexo, Beauvoir apunta directamente hacia la contradicción central


de la dicotomía masculino-femenino, en tanto que alude a que lo femenino es,
esencialmente, el único género ‒ya que lo masculino es asumido como un sinónimo de lo
humano en sí. Butler resume la aproximación de Beauvoir sugiriendo que ella, y muchas
otras después, “would argue that only the feminine gender is marked, that the universal
person and the masculine gender are conflated, thereby defining women in terms of their
sex” (2010: 9). En contraste con Luce Irigaray, quien interpreta que el género femenino
es “irrepresentable” ‒y sólo sería posible hablar de un género, el masculino, mientras que
todo lo demás sería una otredad‒, Beauvoir señala la humanidad como masculina por
defecto. Mientras que lo masculino aparece como trascendente, observa, lo femenino es
inmanente y, como resultado, aparece como el único género posible. Teniendo en cuenta
esta realidad, es posible comenzar a discutir los diversos procedimientos que tienden a
invisibilizar la masculinidad, refiriéndose a la “persona universal” de Butler, y que la

17
excluyen del foco de atención. La idea de que, así en literatura como en el día a día, lo
masculino pasa desapercibido, siendo raro para el lector o para el espectador prestar
atención a un discurso que dirige la atención específicamente a la masculinidad, es la
piedra angular de su estudio.

Así, es posible subrayar que la concepción del género ha sido tradicionalmente de


corte esencialista, en tanto que estaba basada en definiciones biológicas tanto de sexo
como de género, que le imputaban a este último ciertas cualidades inalterables e
inherentes, asumidas como derivadas de la identidad sexual. Este esencialismo ha dado
paso a una pluralidad con respecto a la identidad de género y ha abierto la puerta al
conocimiento del hombre bajo parámetros como edad, clase o profesión (Sherwin, 2005:
11). En este sentido, se hace preciso considerar el rol de poder específico inherente al
hombre con relación a la identidad masculina diferenciada.

En su primera formulación del complejo de Edipo, Sigmund Freud explica que


existen cuatro requerimientos para que un hombre se enamore, siendo el más significativo
“que en la condición previa exista ‘una parte herida’” (2015: 166). El propio complejo de
Edipo es el origen del deseo del poder “herir” a un adversario masculino. La constatación
de que la madre y el padre han tenido relaciones sexuales para dar origen al hijo, y esta
no es una posibilidad abierta entre el hijo y la madre, resulta en un conflicto que
transforma la “sed de venganza” hacia el padre en una “fuerza motriz” (2015: 171) y que
resonará a lo largo de la vida de este hijo hasta encontrar una mujer con la que poder
satisfacer este deseo. Para aquellos hombres movidos por la necesidad de satisfacer de
forma efectiva la consecución de su propio desarrollo edípico de separación de la madre,
este deseo de poder se erige como clave para el entendimiento de la masculinidad.

A este respecto, Connell sugiere que la masculinidad es la “defence against


regression to pre-Oedipal identification with the mother” (1995: 33) del hombre, y puede
ser sugerido que este deseo de poder se manifiesta por la voluntad masculina de ejercer
la violencia. No obstante, este deseo del hombre de control y dominio no se observa
únicamente dirigido hacia la mujer, sino también dirigido hacia otros hombres. Existe una
masculinidad tradicional que, de forma constante, trata de liderar y subyugar a otros
hombres a su alcance al mismo tiempo que lo hace con las mujeres. Holger Brandes ha
comentado la importancia de las demostraciones claras de poder entre la jerarquía
masculina de la Andalucía rural. El ideal masculino que ‒de acuerdo a los enunciados de
Connell sobre la historia del pensamiento social y académico acerca de la masculinidad‒

18
sitúa el énfasis sobre la “domination of women, competition between men, aggressive
display, predatory sexuality and double standard” (1995: 31).

Al acercarse al teatro de Lorca, es posible percibir cómo lo masculino emerge en


un primer plano en sus obras, no “defining maleness as that which is basically human”
(Chodorow, 1994: 47), sino mediante referencias constantes a las masculinidades que
definen sus personajes. María Teresa Babín (1961: 127) señala que “García Lorca [...]
concentra la responsabilidad total de sentir la vida hasta su fibra más escondida en la
mujer, no en el hombre” y, según Brenda Frazier, a los personajes varones del teatro de
Lorca les falta “individualidad específica, personalidad propia y fuerza vital” (1973: 181).
Rafael Martínez se refiere a algo similar cuando expresa que
Lorca no ha logrado crear ni una sola figura de hombre que se aproxime al nivel de sus
grandes creaciones femeninas. En tanto que personajes subsidiarios, los hombres del teatro
lorquiano tienen veracidad humana (Novio, Padre, Primo, Don Fernando, etc.), pero están
vistos de refilón, sin matices ni relieves, con la posible excepción de Leonardo en Bodas de
sangre, aunque tampoco está plenamente desarrollado y de Don Perimplín. Por el contrario,
la Madre de Bodas de sangre, Bernarda Alba y sus hijas, Yerma, Doña Rosita son, además
de mujeres de carne y hueso, paradigmas de distintos tipos de obsesiones (1970: 156).

Ramadés señala a los personajes masculinos del teatro de Lorca como causantes de todas
las “desgracias y frustraciones” de las mujeres, así como Lázaro Carreter apunta que “los
hombres son simples contrapuntos, meros pretextos para la pasión femenina. En la última
de sus tragedias, ni un solo hombre aparece. Pepe el Romano, siempre ausente, y siempre
vivo en la sangre de aquellas hermanas desesperadas es, simplemente, una tosca fuerza
masculina; de él lo ignoramos todo, salvo su poder de seducción” (1960: 33).

Tras un primer acercamiento a las diferentes opiniones de la crítica sobre los


hombres en el teatro de Lorca, Dennis Klein trata de clasificar a sus personajes varones
en cuatro grupos. En el primer grupo estarían los hombres de El maleficio de la mariposa,
Los títeres de Cachiporra, Retablillo de Don Cristóbal, Mariana Pineda y Doña Rosita,
los cuales son descritos como héroes o villanos, sin excesivos matices. Un segundo grupo
estaría compuesto por el Zapatero y Don Perimplín, retratados como hombres ancianos
casados con jóvenes mujeres, aumentando ligeramente su complejidad. Un tercer grupo
vendría a estar conformado por los personajes con tendencias homosexuales que figuran
en Así que pasen cinco años y El público. Finalmente, los personajes de las tragedias
rurales serían, según el crítico, los personajes masculinos más complejos (1977: 23-24).
Sin embargo, en todas las obras de teatro de Lorca aparecen unos hombres que son
representados como ausentes, prohibidos o carentes. Ya sea por un viaje, una huida o la
misma muerte, aparece dibujado el hombre como un personaje ausente. Otros hombres

19
son inaccesibles por algún tipo de prohibición relacionada con un código social que
penaliza ciertos comportamientos ‒como el adulterio‒, por lo que aparecen representados
como prohibidos. En el polo opuesto a estos personajes, que activan el motor del deseo
femenino, aparecen los personajes caracterizados como carentes, ya que aparecen
retratados como hombres deficientes o débiles (León, 2008: 11).

Como ya se ha visto, el deseo es un tema recurrente en la obra de Lorca, nacido


siempre desde una protagonista mujer, reforzando el derecho y la voluntad de éstas a
tomar sus propias decisiones. Esta agencia femenina como sujeto deseante es incluso más
acusada cuando se muestra dirigida a la elección de compañeros románticos o sexuales.
Así, en LcBA se enuncian una serie de proposiciones de alto valor simbólico, como
cuando Adela, prefigurando su rechazo final de la influencia que otros personajes tratan
de ejercer sobre ella, sentencia: “Mi cuerpo será de quien yo quiera” (II: 202). Paul Smith
ha discutido la importancia de la capacidad de elección de las mujeres en las obras de
Lorca. La preeminencia de la libertad de la mujer a la hora de elegir a su pareja ‒con la
consecuente “superfluity of the male” (1998: 87)‒ podría acercarse más incluso a lo
“natural” que a la construcción social de feminidad, si se percibe a la mujer en Lorca
como una mantis religiosa hembra, que posee la decisión final ‒y devastadora‒ sobre la
selección de sus parejas. El énfasis en este poder de decisión se ve subrayado en alguna
de sus obras por la multitud de opciones disponibles para las protagonistas, como la
pluralidad de compañeros sexuales de la que hace alarde la Zapatera o el hecho de que la
matriarca de LcBA haya estado casada con dos hombres (Sherwin, 2005: 46).

Este énfasis en la capacidad de la mujer para tomar decisiones autónomas que


aparecen de forma repetida en las obras de Lorca parece sugerir que las protagonistas son
personajes empoderados en relación a los hombres que aparecen junto a ellas y, a la luz
de la predominancia de la heterosexualidad en la mayoría de las obras, esto resulta en una
reversión del deseo, tradicionalmente situado en el hombre y dirigido hacia la mujer. En
la obra dramática de Lorca es la mujer quien, a través de la voracidad de su deseo, cosifica
al hombre mediante diferentes procedimientos y ‒en tanto que su mirada es privilegiada
puesto que es la principal dentro de la obra‒ dirige la mirada del público en la misma
dirección (Sherwin, 2005: 49). Sin embargo, la inclusión de mujeres que son sexualmente
activas en el drama resulta problemático ya que la actividad sexual de la mujer
tradicionalmente ha despertado interpretaciones muy negativas. Brandes observa estas
interpretaciones en la cultura de la Andalucía rural en un estudio realizado en años

20
posteriores a la muerte del poeta. Mientras que la actividad sexual del varón se aplaude ‒
o, en el peor de los casos, es discretamente ignorada‒, la sexualidad femenina es vista a
menudo con miedo o sospecha. Con base en el relato bíblico, la mujer es vista como
peligrosa, usando de forma astuta su sexualidad para seducir y corromper a los hombres,
en una asociación tradicional del hombre con el bien y de la mujer con el mal (1996: 34).

Un relato donde predomina la activación del deseo de la mujer podría servir al


propósito de reforzar este dogma rígido tradicional, pero Lorca representa de forma
magistral a la mujer no como una seductora pasiva que se aprovecha del deseo masculino,
sino como una buscadora activa de la gratificación de su propio deseo. Beauvoir ilustra
esta distinción fundamental:
Esta diferencia de actitud es manifiesta en el plano sexual, así como en el plano espiritual.
La mujer “femenina” se posiciona como una presa para reducir al hombre, también, a su
pasividad carnal; se ocupa de hacerle caer en la trampa, de encantarle a través del deseo que
provoca en él el hecho de presentarse como un objeto sumiso. La mujer emancipada, por el
contrario, quiere ser activa, se implica, y rechaza la pasividad que el hombre trata de
imponerle (1981: 674).

Las mujeres que inician o que fantasean con la intimidad física con el hombre no
aparecen, en la obra dramática de Lorca, reflejadas como presas y, en este sentido, no
“tienden una trampa”. Su comportamiento no se corresponde con la necesidad de
adueñarse de la excitación de los hombres, sino que, por el contrario, se mueven
impulsadas por sus propios deseos. Las mujeres en la obra de Lorca están comprometidas
con la búsqueda de su propio deseo mediante acciones determinadas siendo dibujadas
como “emancipadas” y no como mujeres “femeninas”, en palabras de Beauvoir.

Esta distinción se ve claramente a través del símbolo de la sed, que se repite


frecuentemente en sus obras. Los hombres aparecen reflejados como siendo, conteniendo
o proveyendo agua en mayor o menor medida. Mediante una imaginería llamativa, los
personajes varones son mostrados como surtidores para satisfacer la sed de las mujeres
en escena, creando una dinámica altamente sexual por la que el hombre es cosificado
como un medio de satisfacción para el deseo de la mujer. En LcBA aparece este recurso
de forma sutil, en parte debido a que los hombres no tienen permitida su entrada en la
casa, representada en el espacio escénico. La ausencia de compañeros varones es
expresada de forma muy efectiva por la falta de agua corriente en el pueblo donde se sitúa
la acción, descrito por Bernarda como “maldito pueblo sin río, pueblo de pozos” (I: 156).
Sin embargo, cuando Pepe se postula como el único candidato accesible a las
protagonistas, su potencial masculino es expresado por Adela de forma tremendamente

21
poderosa: “mirando sus ojos me parece que bebo su sangre lentamente” (II: 207). En este
caso, el hombre no es comparado con un líquido para calmar la sed de la mujer, sino que
su propia esencia se convierte en ese líquido saciante. Smith ha observado que la Novia
en Bodas de sangre también busca consumir a Leonardo mediante cada uno de sus
sentidos, refiriéndose a este proceso como “devouring orality” (1998: 48). La expresión
de Adela impacta con una profundidad tal que permite comparar la satisfacción de su
deseo mediante la sangre de Pepe con el sacramento cristiano de la comunión.

22
3 – MASCULINIDADES EN LA CASA DE BERNARDA ALBA

3.1 – Masculinidades presentes

La dominación ejercida por el hombre hacia la mujer es, como apunta Connell,
“the main axis of power in the contemporary European / American gender order” (1995:
74) y, en la obra de Lorca, parece haberse invertido. Gilmore observa ‒en un estudio
realizado a mediados del siglo XX‒ que el rol de la mujer en la sociedad española del sur
no era tan servil como podría esperarse, teniendo en cuenta la autonomía de la esposa en
el ámbito cotidiano del hogar. El autor observa que hay una tendencia hacia el ejercicio
de roles de poder en la mujer no basada en la autoridad femenina, sino aceptada a través
de la adopción del rol estereotipado del patriarca. Así, Gilmore resalta la resonancia del
verbo “mandar” en el ámbito doméstico, sugiriendo que es llevado a los límites de su
significado en este contexto y explicita que va más allá de la simple influencia e incorpora
un sentido político de poder y control (2000: 15). Si mandar es leído bajo esta acepción,
es preciso resaltar la potencia del primer diálogo que menciona a Bernarda en LcBA,
donde se alude a ella como “mandona” (I: 155). La violencia y dominación que ejerce la
matriarca en la casa dota al personaje de una masculinidad que hace decir a Rice que
“Bernarda’s gender is totally masculine” (1999: 340).

Sin embargo, desde esta masculinidad no es posible observar a la protagonista


controlando de forma directa el comportamiento de los hombres de la obra, pese al hecho
de que no tienen permitida su entrada a la casa. Su ausencia en escena no es un accidente,
sino parte de la política de control doméstico que la matriarca ejerce de forma deliberada:
“Que [los hombres] salgan por donde han entrado. No quiero que pasen por aquí” (I: 150).
No obstante, este poder es puesto en duda en repetidas ocasiones, ya sea por María Josefa,
por Adela o por el propio Pepe el Romano. El poder atribuido a Bernarda no es
incondicional, no le es inherente a su identidad de mujer por haber sido ganado gracias a
la emancipación, sino que, de hecho, le ha sido proporcionado gracias a la muerte de su
marido.

Su estatus como mujer poderosa está definido directamente por su relación ‒y


dependencia‒ con el hombre que gobernaba la casa antes que ella, perpetuando valores
familiares tradicionales e ideales patriarcales. Por ejemplo, Rice observa que la
“declaration of eight years of mourning [de Bernarda] demonstrates a rigid adherence to
social rules and family tradition taken far beyond the normal custom” (1999: 338-339).

23
Además, existen claras restricciones que operan en su esfera de influencia, como la clara
división entre el espacio interno y externo de la obra, que evidencia la restricción de su
poder como mujer al ambiente doméstico. Mientras que Gilmore observa que para las
mujeres en el ámbito rural “domestic power is real and unqualified” (2000: 318), también
alude a que ese poder depende directamente de un marido y, por lo tanto, opera dentro de
un marco complejo de interacciones de poder en las que intervienen factores como la
clase o la edad.

También es importante reconocer las estructuras sociales de la Andalucía rural


que aparecen en la obra de Lorca, que revelan que cuando el poder material está centrado
en personajes femeninos opera dentro de una amplia red de autoridad y control bastante
convencional. Aunque esto dificulta la lectura de la viuda como mandona ‒ostentadora
del poder material‒, tiene menor repercusión en la lectura de las mujeres en el teatro de
Lorca como fuente de poder alternativo, uno que es de corte más psicológico que material
o político. Este poder intelectual o emocional permite vislumbrar a los hombres como
controlados o manipulados por las mujeres y funciona por vías diferentes a las jerarquías
tradicionales de poder físico.

24
3.2 – Masculinidades ausentes

Las prohibiciones presentes en el escenario de LcBA subrayan la búsqueda de una


resolución para el conflicto del deseo femenino. El espacio escénico exclusivamente
femenino añade un elemento tensional al conflicto, en tanto que el régimen matriarcal
opresivo es ineludible para las hijas. La mirada del espectador se une a la búsqueda
frenética de las hijas de satisfacción y, mientras que comienza a dibujarse la certeza de
que la resolución del conflicto no se producirá en el interior de la casa, es poco
sorprendente que éste estalle fuera de los límites de la casa de Bernarda, fuera de los
límites escénicos. En este respecto, la obra es ilustrativa de la tensión que Lorca consigue
establecer al aumentar la conciencia de que existe una línea delimitada entre la presencia
de la mujer en escena y la del hombre fuera de ella. Este vínculo es ‒al mismo tiempo‒
realista, en tanto que la mirada originada en escena es visible, e imaginado, en tanto que
el observado es imaginado ya que no se halla representado en escena: la entera existencia
del objeto masculino depende de la mirada del sujeto femenino, que es el vehículo que lo
transporta a la audiencia. Bernarda ya advierte de la dominancia tiránica que fuerza a sus
hijas a mirar más allá de las cuatro paredes en varias ocasiones (I: 160-161):
BERNARDA. ¿Y Angustias?
ADELA. (Con retintín.) La he visto asomada a la rendija del portón. Los hombres se acababan
de ir. […]
BERNARDA. [A Angustias] ¿Qué mirabas y a quién?
ANGUSTIAS. A nadie.
BERNARDA. ¿Es decente que una mujer de tu clase vaya con el anzuelo detrás de un hombre
el día de la misa de su padre? ¡Contesta!

“Dentro” y “fuera” están explícitamente definidos en la obra y discurren a lo largo de los


conceptos de “femenino” y “masculino”, respectivamente. La transgresión de los límites
entre estos dos polos está prohibida y, de esta forma, son suprimidos los deseos y
necesidades de las mujeres.

Gabriele, utilizando la terminología de Issacharoff, explica que en la obra existe


una separación radical entre el “espacio mimético” ‒el representado en el escenario‒ y el
“espacio diegético” ‒situado fuera del escenario y sólo aludido por los personajes. El
espacio mimético en LcBA abarca el interior de la casa de Bernarda, solo habitada por
mujeres sometidas a un encierro. Por el contrario, los hombres se mueven en el espacio
diegético ‒las calles, los campos, el olivar‒ desde donde generan una fuerte tensión
dramática. Esta separación de espacios y su carácter marcado como femenino y
masculino, respectivamente, arroja al espectador la imagen de que el exterior es, según

25
Connell, un lugar donde los hombres dominan y la mujer no puede ser libre (1995: 53).
La audiencia sólo tiene la experiencia directa del interior de la casa, pero es invitada a
transgredir la pared gracias a los relatos de las mujeres o a sus acciones. El episodio sobre
el robo del retrato de Pepe el Romano puede ser interpretado como una forma metafórica
de cómo los elementos masculinos invaden la casa, cómo, a pesar de su invisibilidad en
escena, la masculinidad se introduce en la obra. Ya desde el propio título de la obra, la
oposición dentro/fuera refleja la inexpugnabilidad de la casa excepto por las ventanas, el
lugar más peligroso ya que por él aparecen los hombres que colocan a las mujeres en el
lugar de sujeto deseante.

Evelyn Fox Keller plantea una “utopia in which gender and science run free, no
longer grounded either by sex or by nature” (1997: 196). Este deseo se acerca a lo
propuesto por Lorca en LcBA, donde el autor se aleja de forma clara de la tradicional
relación de lo masculino con el hombre mediante un proceso de atribución de
características típicamente masculinas a las protagonistas femeninas. La dominación que
ejerce Bernarda en su casa puede ser descrita, según las convenciones, como una
característica masculina. A este hilo, Lima comenta que Bernarda “has become manlike
in dominance and attitude” (2001: 139). Sin embargo, estos atributos masculinos no
suponen un reto para el género de las protagonistas, sino que vienen dados a través de su
discurso, ya sea oral o corporal. Lorca parece así aludir a la separación entre los conceptos
de “sexo” y “género” para sugerir a la audiencia la no aceptación de las normas
tradicionales de identidad de género.

También en este sentido, es posible ver cómo el dramaturgo fija una mirada
cargada de un deseo carnal en sus personajes varones. La dirección del deseo tradicional
implicaría que el hombre observa de forma activa la figura pasiva de una mujer y, como
es posible apreciar, en LcBA esta flecha se invierte, siendo la “mujer empoderada” ‒en
palabras de Beauvoir‒ quien examina al hombre. Según el psicoanálisis, la resolución del
complejo de Edipo comienza con el cese de la identificación del hijo con la figura de la
madre y la construcción de un Otro mujer ajeno a ella, generando una estabilidad en la
identidad del hombre dependiente de la perpetuación de esa oposición ‒lo que Nancy
Chodorow denomina “a psychological investment in difference (1994: 47). La sexualidad
masculina rampante, focalizada en el falo como “significante trascendental” (Freud,
2015: 47)‒, enfatiza constantemente la ausencia de falo en la mujer para marcar lo
femenino como diferente y deficiente. Es el hombre, tradicionalmente, quien debe

26
enfatizar su propia sexualidad mediante un rol activo. Traspuesta en literatura, esta
dinámica puede ser rastreada a través de la función activa de la mirada, por la cual el
hombre observa a la mujer. La necesidad consecuente de demostrar la masculinidad de
forma constante conduce a una experiencia visual de la mujer cargada de significado
sexual. Mulvey observa que “in a world ordered by sexual imbalance, pleasure in looking
has been split between active/male and passive/female. The determining male gaze
projects its fantasy onto the female figure, which is styled accordingly” (1989: 19).

Para entender la dimensión de esta reversión de la dirección del deseo es preciso


interpretar el texto a la luz de la cultura presente en la obra, dominada por las rígidas
convenciones de la iglesia católica. El discurso de corte romántico que empapa las
primeras obras de Lorca ‒las menos experimentales‒ es manejado desde esos códigos
conservadores de moralidad, incluyendo la estricta conformidad a la norma heterosexual.
En base a este discurso de heterosexualidad dominante, que también subyace en LcBA, es
posible argumentar que, mediante la presentación única de la perspectiva de mujeres de
la obra, Lorca distancia la experiencia del hombre y, al mismo tiempo, cosifica su entidad.
Ya el mismo subtítulo de la obra, un “drama de mujeres”, sumado a la ausencia de
cualquier hombre en escena, parece hacer inevitable que la percepción del público se vea
fundamentada en el punto de vista de las protagonistas.

Sin embargo, no es sólo la percepción de la mujer lo que se presenta, sino que, al


mismo tiempo, la audiencia percibe a los hombres a través de ésta y capta lo masculino
como un objeto de deseo distante (Sherwin, 2005: 43). Para que estas mujeres cumplan
el papel de lo que Mulvey denomina “sustituto” ‒es decir, un canal creíble para que el
público perciba la acción‒ y, a su vez, para que los hombres sean cosificados, es
fundamental que las protagonistas se desarrollen como autónomas y con una voluntad
dirigida por sí mismas. La independencia de este pensamiento se ve manifestada en LcBA
por un énfasis continuo en el deseo de las hijas de tomar sus propias decisiones. Así, las
mujeres de LcBA se convierten en un canal plausible para que la audiencia preste atención
a la figura del hombre y, al desarrollar sus elecciones relacionadas con el deseo, el
espectador se encuentra mirando a través de la ventana del deseo sexual femenino,
mirando inevitablemente al hombre.

La “mujer empoderada” observa al hombre con una mirada cargada de


significados, de deseo. La relación entre quien observa y quien es observado es de tipo
predatorio. En términos de la dicotomía de poder que opera en esta relación, la mujer es

27
definida como activa mientras que el hombre es cosificado como un sujeto pasivo.
Aunque la relación de dominación que se construye a través de la mirada puede ser
recíproca y continuar mediante un episodio de intimidad física, ya sea sugerido o real, en
LcBA prevalece un discurso sexualizado más por sus referencias directas y explícitas que
por referencias indirectas de una mirada sexual voraz. Las alusiones a la sed femenina
son el símbolo más frecuente y explícito que aparece en la obra; el calor excesivo y la
sequedad son evocadas en repetidas ocasiones. Las escenas de LcBA se guían por un
lenguaje que está positivamente saturado por la tensión que resulta de la frustración de
un deseo intenso.

Tanto la mirada de las mujeres como el relato sobre su deseo conducen la atención
hacia los hombres ausentes de LcBA, buscando un instrumento de satisfacción. De la
misma forma, sus estrategias de control de la relación con el hombre sitúan el foco sobre
el interior emocional del hombre, como se ha visto previamente en el caso de Bernarda.
Todos estos elementos se combinan armoniosamente, seduciendo a la audiencia y
moldeando sus percepciones para asegurar la atención sobre las masculinidades. Mientras
que Lorca consigue arrastrar a los personajes varones fuera de las sombras y colocarlos a
la luz del escenario, lo más interesante de su logro es el asombroso éxito que consigue al
colocarlos en el centro del escenario pese a estar materialmente ausentes. Gwynne
Edwards se acerca brevemente a esta técnica en LcBA sugiriendo que mediante el elogio
repetido de la masculinidad de los personajes varones ‒físicamente ausentes‒, Lorca trata
de separar el sexo ‒situado en el cuerpo del hombre‒ del género. De esta forma, el
dramaturgo cuestiona los márgenes del género en tanto que alude a la diferencia entre
ambos y no sólo señala lo femenino como “diferente” frente a lo masculino como
“universal” ‒desde el entendimiento bipolar convencional de los conceptos de sexo y
género‒ (1980: 67-68).

En esta dirección, parece oportuno ilustrar esta descripción elogiosa de los


personajes hombre a la luz del concepto de “portavoz” de Jouve, quien analiza cómo
ciertos personajes enuncian la ideología que el texto favorece. Citando a Suleiman, el
autor señala como instrumentos que permiten favorecer determinados valores a “ciertos
personajes que ‘tienen siempre razón’ ‒sus comentarios (previsiones, análisis, juicios)
son siempre confirmados por los hechos. Un personaje así funciona como intérprete
verídico, incluso como portavoz de los valores de la obra”, así como otros elementos ‒
los presentes gnómicos, la redundancia o la intertextualidad‒ (1992: 106). Las

28
protagonistas de la casa, sujetos activos de deseo, son una fuente constante de comentarios
elogiosos hacia sus objetos de deseo, convirtiéndose de esta forma en portavoces de cierto
ideal masculino.

Para mostrar el deseo sexual y romántico de las mujeres en escena, Lorca elige
hacerlo antes de que cualquier personaje hombre haya tomado cuerpo en escena, para que
la audiencia se identifique con la agonía de su anhelo insatisfecho y con su búsqueda de
satisfacción. Los hombres son dibujados a los ojos de los espectadores como un recurso
para satisfacer el vacío creado por el deseo insatisfecho de la mujer. Así, desde un primer
momento de LcBA, tanto las protagonistas como la audiencia buscan al hombre fuera de
escena y anticipan su llegada, excluyendo la neutralidad de una primera impresión. Este
sentido de anticipación se localiza de forma más específica cuando un hombre en
particular es percibido por la mujer como candidato a rellenar el vacío de su deseo. Esta
presentación temprana del deseo femenino hace que el mismo deseo se convierta en una
lente para observar el resto de la obra e interpretarla subjetivamente.

3.2.1 – Formas de acercamiento a las masculinidades ausentes

a) Mediante objetos

A través de la oposición fundamental entre el espacio interior ‒el escénico, el


percibido por la audiencia‒ y el espacio exterior ‒más allá de lo representado, fuera de la
vista del espectador‒, se genera una tensión resuelta principalmente gracias a la mirada
de la mujer, que trae la idea de masculinidad al centro del drama pese a la audiencia física
de los personajes hombre. Sin embargo, en ocasiones un objeto físico penetra en el
espacio escénico y actúa como un recordatorio de la presencia de los hombres fuera de la
escena, como una metonimia de ellos. La existencia de una abertura entre ambos espacios,
rígidamente definidos, recae en el objeto ajeno a la casa que transgrede el límite. Así
como la mirada de la mujer sitúa al hombre en escena, la aparición de un objeto dentro
que proviene de fuera apunta directamente a la fuente de la que procede, señalando la
presencia de una masculinidad extramuros.

De esta forma, la bolsa de dinero que aportan los hombres tras el funeral de
Antonio María Benavides (I: 154) no trae consigo un vínculo visual, sino que “the men
introduce themselves into the house indirectly through the gift that La Poncia brings”
(Lima, 2001: 139). La naturaleza de este regalo es significativa, ya que enlaza
directamente la masculinidad con la riqueza material. Sin embargo, más significativa es

29
su presencia en el interior de la casa al inicio de la obra, pues supone una primera
esperanza de que la barrera presuntamente impenetrable es más porosa de lo que Bernarda
querría, de que existe una posibilidad de atravesar ese límite que separa a las mujeres de
los hombres en el interior de la casa.

b) Mediante procedimientos audibles


También Robert Lima ha comentado el episodio de la canción de los Segadores
(II: 211-214), cuando “their lyrics penetrate into the household” (2001: 143). Esta nueva
violación del espacio cerrado que la madre pretende construir supone otro atentado contra
la dicotomía creada entre dentro y fuera, presente y ausente y, más aún, es utilizado por
Lorca como un mecanismo de contemplación de la masculinidad como algo diferente al
cuerpo físico masculino. Las gruesas paredes de la fortaleza de Bernarda y su mano de
hierro se aseguran de que ningún hombre pueda entrar, manteniendo la división entre
dentro y fuera. Sin embargo, mientras los cantores son exiliados, su voz penetra en la casa
como un vehículo para la identidad masculina, que subraya la extensión de que la idea de
masculinidad y el sueño de tener marido ‒evocado por la canción‒ se hace presente en el
centro del espacio femenino.

No obstante, los significantes masculinos que indican la existencia de hombres en


un espacio teórico situado fuera del alcance de las protagonistas no son exclusivamente
de tipo vocal. Lima señala un significado al funeral como precursor fundamental de los
sucesos de la obra, conducido por un sacerdote, “another invisible man” (2001: 139). La
autoridad omnipresente del sacerdote católico y de la religión como sistema de valores
tradicional se hace tangible en el espacio escénico gracias al tocar de campanas de la
iglesia, presente en los primeros diálogos de la obra. El signo patriarcal de la iglesia
abarca toda la obra, desde el inicio con las campanas del funeral hasta el lamento por la
muerte de Adela, en el que Bernarda ordena “Avisad que al amanecer den dos clamores
las campanas” (III: 279). También se escuchan campanas en relación con el trabajo de los
hombres ‒“Se oyen unos campanillos lejanos como a través de varios muros” (II: 210)‒,
aportando otro matiz a ese sonido que refuerza el sentido del primero: es el calendario
masculino, ya sea ritual o de trabajo, el que marca el paso del tiempo. En ambos casos, el
sonido tiene el efecto de hacer presentes a los hombres en el centro de la escena para la
reflexión de las mujeres y de los espectadores.

30
En los momentos finales de la obra aparece otro efecto de sonido cuidadosamente
posicionado, que atrae la atención hacia Pepe el Romano, fuera de escena. En el último
acto, Bernarda deja la escena con prisas, buscando la pistola cuando “suena un disparo”
(III: 277). La repercusión de ese sonido en la audiencia resulta problemática, puesto que
está predispuesta a suponer que el origen del mismo es consecuencia directa de una acción
femenina. La protagonista parece hacer alarde de su capacidad de dominación no sólo
dentro de la casa, el espacio que le es inherente, sino también más allá de sus límites. Sin
embargo, la relevancia específica de un disparo fuera de escena conlleva un importante
significado simbólico. El tiro evoca la idea de Bernarda apuntando a Pepe, “atrapándolo”
en el marco de su mirada y disparando la bala. Que su intento no sea satisfactorio no es
conocido de inmediato y, durante la fracción de segundo en el que el disparo reverbera
sobre el teatro, las mujeres en escena ‒así como el público‒ son cautivadas por la
poderosa imagen de una bala, saturada del poder de penetrar y matar, trazando su
recorrido desde los ojos de la mujer hacia el cuerpo del hombre.

Una vez más, la dirección es establecida desde la identidad de una mujer como
origen hacia un hombre como receptor. Tal y como está planteado el escenario, resulta
más sencillo imaginar a Pepe herido, sangrando en el suelo y huyendo con posterioridad,
que a Bernarda apuntando y disparando de forma sosegada. Es interesante que este evento
refleje tan claramente la dinámica que se identifica con la mirada de la mujer. Mediante
el uso de un disparo, Lorca trae a la mente una compleja relación en la que la mujer es
percibida como ostentadora del poder de capturar y cosificar la forma masculina como
pasiva, pero el hecho de que el disparo no alcance al hombre no resulta banal. Si Bernarda
es interpretada capturando la forma masculina mediante su mirada, la huida de Pepe es,
de forma absoluta, un emblema de la frustración del deseo femenino y del fracaso final
de la mujer al tratar de apresar al hombre pese a su determinación. Además, también
resulta representativo de la futilidad de los intentos de la mujer por ostentar su poder fuera
del ambiente doméstico.

c) Mediante observación directa

La ventana un tema recurrente en la obra, establecida como un lugar en el que


ignorar los límites y, de forma llamativa, una discreta atalaya desde la que poder observar
a los hombres. Mientras que el motivo de la puerta alude de forma más clara a la
perspectiva de libertad, a la posibilidad de la transgresión mediante la acción, la ventana
resulta un símbolo más estático. La naturaleza de la ventana es una estación de vigilancia,

31
descrita frecuentemente como un punto estratégico en LcBA que permite evitar la
represión de las mujeres facilitando la mirada deseante hacia los hombres del exterior. Si
la casa es una olla a presión donde se cuecen los deseos y las emociones reprimidas, la
ventana es la válvula de escape que permite a las hijas satisfacer temporalmente sus
anhelos mediante la observación de los hombres. Si bien es posible entender la ventana
como una vía bidireccional, la intensidad del deseo femenino en busca de resolución hace
que predomine su acepción unidireccional, hacia los hombres del exterior (I: 181-182):
CRIADA. (Apareciendo.) Pepe el Romano viene por lo alto de la calle.
(AMELIA, MARTIRIO y MAGDALENA corren presurosas.)
MAGDALENA. ¡Vamos a verlo!
(Salen rápidas.)
CRIADA. (A ADELA.): ¿Tú no vas?
ADELA. No me importa.
CRIADA. Como dará la vuelta a la esquina, desde la ventana de tu cuarto se verá mejor. (Sale
la CRIADA.)
(ADELA queda en escena dudando; después de un instante se va también rápida hacia su
habitación.)

Por el contrario, la escena de los Segadores permite un acercamiento de corte más


bidireccional al motivo de la ventana. Lejos de dibujar a los trabajadores pasando, el
espectador es persuadido para imaginar a los hombres siendo observados por las mujeres.
Como resultado de esto, los hombres son hechos presentes en el centro de la acción y,
además, son sexualizados en el proceso (II: 214-215):
LA PONCIA. [Los segadores] Ahora dan la vuelta a la esquina.
ADELA. Vamos a verlos por la ventana de mi cuarto.
LA PONCIA. Tened cuidado de no entreabrirla mucho, porque son capaces de dar un empujón
para ver quién mira.
(Se van las tres.)

En relación a esta sexualización aparece un componente específico que parece abrir la


posibilidad de un intercambio entre el interior y el exterior: los hombres aparecen como
una amenaza. La Poncia es consciente de este peligro y avisa a las hijas “Tened cuidado
con no entreabrir mucho, porque son capaces de dar un empujón para ver quien mira” (II:
214). Esta advertencia insinúa que las mujeres del espacio escénico podrían ser objeto de
la mirada del hombre ‒y de la audiencia, por extensión‒. Sin embargo, en un examen más
cercano, la jerarquía del deseo continúa siendo dominada por las mujeres de la obra: son
ellas quienes desean observar a los hombres, son ellas quienes eligen actuar para
satisfacer su deseo y son mujeres las que dan y reciben consejos para mantener el control
de la ventana.

La ventana juega un papel central como punto de coincidencia entre el interior y


el exterior. Smith ha observado que la polaridad fuertemente definida entre el espacio

32
exterior masculino y el espacio interior femenino es en sí mismo un factor que contribuye
al potencial sexual que ocupa el espacio de unión. Esta división “elicits the inexhaustible
appetite for surveillance and transgression” (1989: 120) en la obra y subraya la tensión
que toma cuerpo en la “reja” ‒único obstáculo que bloquea el acceso representado por la
ventana‒. Lima (2001) también comenta el poder restrictivo simbólico de la verja. En el
momento en que queda claro que Pepe continuaba en una ventana de la casa, horas
después de haber dejado a Angustias, comienza un escándalo (II: 234-235):
BERNARDA. ¿Qué es lo que pasa aquí?
LA PONCIA. ¡Cuida de enterarte! Pero, desde luego, Pepe estaba a las cuatro de la madrugada
en una reja de tu casa.
BERNARDA. ¿Lo sabes seguro?
LA PONCIA. Seguro no se sabe nada en esta vida.
ADELA. Madre, no oiga usted a quien nos quiere perder a todas.
BERNARDA. ¡Ya sabré enterarme! Si las gentes del pueblo quieren levantar falsos testimonios,
se encontrarán mi pedernal.

Esta revelación dramática hace patente la carga sexual de la ventana, que es buscada y
experimentada en privado por cada una de las mujeres. En cierto modo, la sugerencia de
que la ventana es un instrumento para el placer femenino, empleado para mirar con deseo
los objetos prohibidos del exterior contradice el acercamiento al espacio como una zona
de deleite bidireccional. Incluso si la ventana es usada para satisfacer el deseo, como en
las conversaciones entre Angustias y Pepe, esta transgresión puede ser vista como
bidireccional, mientras que la vigilancia no lo es. A este respecto, el hombre ‒presente
únicamente en el espacio extraescénico‒ es el objeto de la vigilancia y es hecho presente
en escena pese a su ausencia. Las mujeres actúan como una lente que proyecta la mirada
del espectador más allá de los límites del escenario.

d) Mediante descripciones
El uso de las descripciones que hacen las protagonistas es el método más frecuente
para caracterizar a los hombres ausentes. Los diálogos centrados en torno a la figura del
hombre ayudan a dibujar en la mente del espectador a la persona en cuestión. En el caso
de Pepe, el espectador es dirigido a juzgar a Pepe el Romano, a pesar de su ausencia,
como un resultado de las descripciones que de él ofrecen las hermanas: “es buen hombre”,
“tiene veinticinco años y es el mejor tipo de todos estos contornos” (I: 175-176). La
simple mención de un personaje masculino se encarga de que su ausencia física no sea
equivalente a su exilio del discurso dramático.

En LcBA, los análisis subjetivos de las mujeres en escena utilizan frecuentemente


palabras evocativas que guían los pensamientos de los espectadores hacia varias ideas

33
sobre la masculinidad. Edwards ha observado que “La Poncia paints a verbal picture of
the young men’s strength and looks” (1980: 255), refiriéndose a los Segadores. Resulta
significativa la idealización de la belleza física masculina que se repite a lo largo de estas
descripciones. Pese a la tendencia de la masculinidad a permanecer oculta tras la
presumida neutralidad del género, la exaltación repetida de la belleza física masculina en
las referencias descriptivas de las mujeres de la casa añade énfasis a lo que podría verse
convertido en un diálogo monótono y sin pretensiones, creando un monumento verbal a
la masculinidad de los hombres ausentes.

LcBA presenta varios diálogos descriptivos donde el hombre ausente es idolatrado


de tal forma que Miró sugiere que la adulación de la belleza masculina “alcanza [...] una
categoría casi mítica al no aparecer el hombre en escena, al ser una ausencia omnipresente
y dominadora, y no sólo la de Pepe el Romano. Son todos los hombres mencionados,
aludidos constantemente por todas las mujeres del drama” (1988: 56). Esta “ausencia
omnipresente y dominadora” domina el discurso, con el inevitable efecto de hacer de la
masculinidad el principal objeto de consideración (II: 195-196):
ANGUSTIAS. Pues nada: “Ya sabes que ando detrás de ti; necesito una mujer buena, modosa,
y ésa eres tú, si me das la conformidad”.
AMELIA. ¡A mí me da vergüenza de estas cosas!
ANGUSTIAS. ¡Y a mí, pero hay que pasarlas!
LA PONCIA. ¿Y habló más?
ANGUSTIAS. Sí, siempre habló él.
MARTIRIO. ¿Y tú?
ANGUSTIAS. Yo no hubiera podido. Casi se me salía el corazón por la boca. Era la primera
vez que estaba sola de noche con un hombre.
MAGDALENA. Y un hombre tan guapo.

Mediante la división entre el espacio interno y externo, se enfatiza la idea de


ausencia y presencia en LcBA, particularmente en virtud de la permanencia en escena.
Incluso en este marco bien definido, ningún hombre está ausente en un sentido absoluto,
sino que está ubicado en otro lugar, fuera de escena. Como resultado de esto, es posible
distinguir una masculinidad que sí que permanece absoluta y definitivamente ausente. La
escena de apertura recrea la preparación del funeral del marido de Bernarda, siendo esta
ceremonia un símbolo de alta carga emocional que marca la ausencia definitiva en base a
la muerte individual. Se hace inmediatamente aparente que el padre de la casa está siendo
enterrado, en tanto que se está llevando a cabo el ritual en la iglesia. La atención de la
audiencia es atraída hacia esa ceremonia, por lo que el padre está presente en los
pensamientos de las protagonistas y de los espectadores, mientras que el mismo funeral
subraya enfáticamente su ausencia total.

34
Los primeros minutos de la obra están marcados por referencias constantes a este
suceso extraescénico, aumentando su impacto. Las primeras palabras de La Poncia
forman un relato descriptivo del funeral que narra su experiencia visual directa: “Llevan
ya más de dos horas de gori-gori. Han venido curas de todos los pueblos. La iglesia está
hermosa. En el primer responso se desmayó la Magdalena” (I: 139). Lorca aumenta la
conciencia del funeral más allá del sonido de las campanas, añadiendo a este símbolo un
significado más allá del patriarcado eclesiástico: las campanas traen la figura del padre
muerto ‒o, al menos, su memoria‒ al centro de la escena. Además, cuando el funeral ha
terminado y las mujeres retornan, la Criada expone su información (I: 147):
CRIADA. […] Sí, sí, ¡vengan clamores! ¡Venga caja con filos dorados y toallas de seda para
llevarla! ¡Que lo mismo estarás tú que estaré yo! Fastídiate, Antonio María Benavides, tieso
con tu traje de paño y tus botas enterizas. ¡Fastídiate! ¡Ya no volverás a levantarme las
enaguas detrás de la puerta de tu corral!

La audiencia puede así conocer las emociones íntimas de este personaje con respecto a
Antonio. La energía del monólogo hace que el interés se centre en el hombre que
desprende tal pasión, pero sus palabras añaden una nueva dimensión. El discurso de la
Criada tiene un carácter extremadamente sexual, lo que refuerza el elogio de la
masculinidad que es posible apreciar en las referencias descriptivas que las mujeres
realizan a lo largo de la obra.

35
3.3 – El ideal de masculinidad

Una escena clave en la que el texto transmite una imagen masculina ideal es la del
paso de los Segadores por la calle. Al inicio de esta escena, el discurso de La Poncia es
de elogio: “No hay alegría como al de los mozos en esta época. Ayer de mañana llegaron
los segadores. Cuarenta o cincuenta buenos mozos. [...] Vinieron de los montes. ¡Alegres!
¡Como árboles quemados! ¡Dando voces y arrojando piedras!” (II: 211). Junto con el
elemento simbólico del “árbol” ‒elemento de complicada caracterización, pudiendo tener
significado de “robusto” en este contexto‒, aparece una imagen de la masculinidad como
alegre, hermosa, alborotadora y sexual. Tras el paso de los Segadores cantando, Amelia
los caracteriza como resistentes al exclamar “¡y no les importa el calor!” (II: 213) y, con
la advertencia relativa a la ventana, son descritos como atrevidos y fuertes.

También María Josefa alude a la alegría y la belleza de la figura masculina cuando


quiere casarse “con un varón hermoso de la orilla del mar. [...] un varón para casarme y
tener alegría” (I: 186). A pesar de la demencia que se le achaca, la abuela da muestras de
una lucidez importante que le permite situarse como portavoz del texto. Morris opone los
valores de la figura de la abuela frente a los de Bernarda: “María Josefa is everything that
is missing in any harsh regime that does not acknowledge love, charity and generosity of
spirit” (1990: 99).

IMAGEN MASCULINA IDEAL


RASGOS SÍMBOLOS
• Bello
• Seductor
• Sangre (muerte, fertilidad, sexualidad,
• Sensual
temperamento)
• Sexual
• Juncos (erotismo)
• Fuerte
• León (fuerza, poder, desafío)
• Poderoso
• Caballo (fuerza, sexualidad, vigor)
• Resistente
• Árbol (robustez)
• Atrevido
• Alborotador
TABLA 1: Características de la masculinidad ideal general en LcBA
Pepe el Romano no está presente nunca sobre el escenario, el espectador nunca lo
ve. Sin embargo, a lo largo de la obra aparece repetidamente como encarnación de la
masculinidad ideal, como la imagen viviente del hombre ideal gracias a las referencias
que de él hacen las hermanas. En un momento puntual, el personaje se autocaracteriza
parcialmente, de forma acústica, gracias al silbido que marca una acción transgresora. A
través del resto de sus acciones ‒de las que tenemos noticia gracias a las protagonistas‒,

36
aparece una imagen de Pepe como transgresor, desleal, cobarde, frío, preocupado…,
destacando la ausencia total de rasgos positivos en su autocaracterización. Aun así, pese
a su posición como personaje diegético, el Romano no está ausente para Adela ‒con quien
se encuentra en el espacio extraescénico en varias ocasiones‒ o para cualquiera de las
otras mujeres de la casa, quienes añaden información del personaje a través de la
heterocaracterización (tabla 2).
En varias de las alusiones de Adela, el poder de seducción de Pepe es exaltado,
así como su sensualidad, su carácter dominador, su fuerza y su poderío. El comentario de
Magdalena, “Y un hombre tan guapo” (II: 196), apunta hacia la belleza como un ideal de
masculinidad. Sin embargo, es La Poncia quien ejerce el papel de portavoz, independiente
del eje del deseo. Esta criada, con su sabiduría popular, su voluntad de ayuda y su
capacidad de comprensión, es el personaje más autorizado por el mismo texto, como
escribe Fernández-Cifuentes: “La Poncia es la que sabe, la que habla, la que vigila, la que
define” (1983: 99). Así, en varios momentos de la obra parece ser la única que conoce en
profundidad lo que sucede en la casa, como cuando le dice a Bernarda: “Adela. ¡Esa es la
verdadera novia del Romano!” (II: 231). También al inicio del tercer acto, en medio de
una tranquilidad aparente, La Poncia le dice a la Criada: “¿Tú ves este silencio? Pues hay
una tormenta en cada cuarto. El día que estallen nos barrerán a todos. [...]” (III: 260),
prediciendo el final trágico de la obra.

Adela también caracteriza a Pepe con numerosos rasgos con carga negativa
(codicioso, falso, mentiroso) pese al retrato como figura sensual, seductora y dominadora
‒que coincide con la imagen ideal que el texto favorece‒. La pequeña de las hermanas
asocia a Pepe con símbolos como los juncos o el león, en referencia a la sexualidad, el
erotismo, la fuerza o el poder. El símbolo de la sangre muestra una cierta dualidad entre
la muerte y otros aspectos, como la fertilidad, haciendo una descripción hiperbólica del
Romano: “Mirando sus ojos me parece que bebo su sangre lentamente” (II: 207 ). Martirio
también añade elementos negativos a la descripción de Pepe (codicioso, falso, malo,
cobarde) que sobrepasan en número a otros de corte positivo (atractivo, seductor,
honesto), adquiriendo una intensidad que no se halla en la descripción de Adela, como
cuando se refiere a Pepe como “Ese hombre sin alma” (III: 270).

37
RASGOS SÍMBOLOS
HETEROCARACTERIZACIÓN
- Seguro
- Dominante
- Desapasionado *
- Frío *
ANGUSTIAS - Distraído
- Preocupado *
- Distante *
- Falso
- Inaccesible
- Engañoso
- Transgresor
• Sangre
- Falso
• Juncos
ADELA - Seductor
• León
- Sensual
- Dominante • Caballo
- Codicioso
- Atractivo
- Sincero
- Honesto
- Codicioso
• Luna
- Falso
MARTIRIO • Noche, oscuridad
- Seductor
- Malo • Caballo
- Transgresor *
- Desleal *
- Cobarde *
- Joven
- Atractivo
MAGDALENA - Codicioso • Noche, oscuridad
- Falso
- Seductor
- Atractivo
- Seductor
AMELIA • Caballo
- Codicioso
- Falso
- Transgresor *
- Falso *
LA PONCIA - Desleal * • Mar
- Seductor
- Sexual
CRIADA - Fuerte
- Peligroso
BERNARDA • Noche, oscuridad
- Amenazador
- Cruel
MARÍA JOSEFA • Gigante
- Inhumano
- Incorrecto
PRUDENCIA - Tacaño
CARACTERIZACIÓN AUTORIAL
• Noche, oscuridad
• Caballo
AUTOCARACTERIZACIÓN
- Transgresor
- Cobarde
* acciones que hetero y autocaracterizan al personaje
TABLA 2: Características de la masculinidad ideal en Pepe el Romano de LcBA

38
Parece necesario reseñar el símbolo del caballo en relación a la masculinidad, que
aparece a lo largo de toda la obra. La asociación poética yace entre los hombres y sus
caballos, enfatizando la potencia física de lo masculino, así como ciertos valores como la
sexualidad y la virilidad. Esta asociación se da más frecuentemente mediante experiencias
auditivas más que visuales ‒resultan obvias las limitaciones de la escena para involucrar
animales, pero en LcBA la experiencia visual directa se ha visto fuertemente relacionada
con una serie de valores propios de la relación mujer-hombre‒. Así, Angustias habla de
que ha visto el caballo de Pepe por la noche junto con su amo, pero Amelia revela que,
pese a que no vio a Pepe”, oyó “los pasos de su jaca” (II: 193). La narración de
experiencias auditivas frente a experiencias visuales tiene el efecto de distanciar al sujeto
de la enunciación del origen masculino del sonido ‒por lo que el caballo representa
simbólicamente al amo‒ sin disminuir la extensión del hombre como centro de atención.

Como símbolo del deseo, el caballo aparece varias ocasiones en el tercer acto,
asociado al término garañón ‒asno de extraordinaria corpulencia que se echa a las yeguas
para la procreación‒ tanto por Bernarda como por Adela. Mientras que la primera ordena
que lo guarden en el corral porque “debe tener calor” (III: 244), consciente del peligro
simbólico que supone el deseo libre ‒tanto que asusta a Amelia‒, Adela ve en el caballo
una esperanza (III: 252-253):
ADELA. El caballo garañón estaba en el centro del corral. ¡Blanco! Doble de grande, llenando
todo lo oscuro.
AMELIA. Es verdad. Daba miedo. ¡Parecía una aparición!

Tanto es así, que la propia Adela lo utiliza como una metáfora de la capacidad de su
deseo, de la intensidad y la fuerza de éste: “No a ti, que eres débil: a un caballo encabritado
soy capaz de poner de rodillas con la fuerza de mi dedo meñique” (III: 273).

A partir de la caracterización que se realiza de los hombres ausentes en LcBA se


ve dibujada un ideal de masculinidad que emana del texto y sobre el que parece existir un
consenso entre las protagonistas de la obra. Este ideal engloba las diferentes
masculinidades descritas en LcBA, desde la del fallecido esposo de Bernarda hasta la de
los Segadores, arrojando una imagen sublimada del hombre perfecto, que se asocia por
parte de las hermanas con Pepe el Romano.

39
4 – EL DESEO EN LA CASA DE BERNARDA ALBA

4.1 – El deseo femenino

Edwards considera que, en las obras de Lorca, “the theme of frustrated woman
was clearly a central one” (1999: 171). En LcBA, la intensidad de la frustración se ve
incrementada por el ambiente claustrofóbico del contexto, una casa donde las mujeres no
pueden ver satisfechos su deseo de amor por los hombres, quienes tienen prohibida la
entrada, pero tampoco por su madre. Esta frustración del deseo denegado se vuelve
sobrecogedora para Adela cuando, erróneamente, piensa que Pepe ha muerto y abraza la
muerte como solución final, al estilo de una heroína trágica. Frazier ha discutido el
conflicto entre vitalidad y represión en la obra, describiendo esta oposición como “a
Lorcan constant” (1973: 15).

En LcBA aparece de forma explícita un código social rígido, frecuentemente


asociado a Bernarda, quien dicta las normas, reprende los comportamientos inadecuados
y declara de manera absoluta su autoridad. Ya en el primer acto es posible hallar un
ejemplo de estas normas cuando Bernarda declara: “Las mujeres en la iglesia no deben
mirar más hombre que al oficiente, y ese porque tiene faldas. Volver la cabeza es buscar
el calor de la pana” (I: 151). Así, el deseo de Bernarda puede ser considerado, en palabras
de Ubersfeld, como “conservador”, por lo que queda apartada de la posición de sujeto
deseante en el modelo actancial. La Poncia, pese a ser un personaje diferente a Bernarda,
también comparte frecuentemente este discurso sobre la honra y el decoro –nombradas
hasta en siete ocasiones en la obra (León, 2008: 124)–, enmarcado bajo la vigilancia de
la gente del pueblo a la que aluden tanto Bernarda –“Estarán las vecinas con los oídos
pegados a los tabiques” (II: 201)– como Magdalena –“Nos pudrimos por el qué dirán” (I:
159)–. Así, La Poncia tampoco parece ser un sujeto deseante válido ya que participa del
deseo de Bernarda de mantener el statu quo de la casa, regañando a las hijas cuando faltan
a la decencia.

Pepe aparece, de acuerdo con el código moral que aparece en el texto, como un
un personaje cuyo acceso se encuentra dificultado para Angustias –a través de las normas
sociales del noviazgo y elementos simbólicos como la nocturnidad de sus encuentros o la
reja de la ventana– y prohibido para el resto de hermanas. Esta inaccesibilidad se hace
patente cuando varios personajes tratan de convencer a Adela para que no de continuidad
a su relación con el Romano. La Poncia le espeta “¡Deja en paz a tu hermana y si Pepe el

40
Romano te gusta, te aguantas! [...] no vayas contra la ley de Dios” (II: 204) y Martirio,
quien la reprende diciendo “¡Deja a ese hombre!” (III: 269). No obstante, en palabras de
la propia Adela, “Hace la que puede y la que se adelanta. Tú [Martirio] querías pero no
has podido” (II: 237). En esta confrontación aparece una distinción clara entre el “querer”
y el “hacer, dos facetas del deseo repetidas a lo largo de la obra: el deseo como una
configuración psicológica del personaje y el deseo como una acción.

Es esta segunda acepción la que se ve penalizada en la obra, convirtiendo la


actuación del deseo de Adela en un elemento transgresor (III: 260-261):
LA PONCIA. No es toda la culpa de Pepe el Romano. Es verdad que el año pasado anduvo
detrás de Adela, y ésta estaba loca por él, pero ella debió estarse en su sitio y no provocarlo.
Un hombre es un hombre.
CRIADA. Hay quien cree que habló muchas noches con Adela.
LA PONCIA. Es verdad. (En voz baja.) Y otras cosas.

La didascalia referida al tono de voz más bajo evita la referencia directa al deseo
prohibido de Adela, mencionado en una primera intervención (“estaba loca por él”) como
configuración psicológica pero rechazado posteriormente para que no le condujese a
hacer “otras cosas”. En base al deseo del que hacen gala a lo largo de la obra las hermanas,
es posible utilizar los modelos actanciales de Ubersfeld para analizar la estructura
profunda de la obra. En orden de importancia ‒en tanto que son las que más acciones,
diálogos o alusiones protagonizan en la obra‒ se hace necesario el análisis de varios
modelos, correspondientes a Adela, Angustias y Martirio, prestando atención a sus
dinámicas de deseo.

Martirio ‒a través de sus intervenciones y, especialmente, del episodio del robo


del retrato de Pepe‒ desempeña un papel fundamental en la obra. Su deseo es sugerido
durante el segundo acto, cuando Adela describe la vigilancia a la que se ve sometida por
su hermana: “Me sigue a todos lados. A veces se asoma al cuarto para ver si duermo. No
me deja respirar” (II: 202). Martirio también vigila a Pepe el Romano, ya que es la única
de las hermanas que ‒hasta en dos ocasiones‒ da muestras de conocer la presencia de
Pepe en la casa tras sus encuentros con Angustias. La escena del robo del retrato, cuando
La Poncia encuentra el objeto desaparecido entre sus sábanas, refuerza esta idea que no
se verá confirmada hasta el final de la obra, cuando diga: “¡Sí! Déjame decirlo con la
cabeza fuera de los embozos. ¡Sí! Déjame que el pecho se me rompa como una granada
de amargura. ¡Le quiero!” (III: 271).

41
FIGURA 2: Modelo actancial, Martirio como sujeto deseante

Como es posible observar, Adela aparece en la casilla de oponente entre


paréntesis, ya que su oposición podría calificarse como débil. Únicamente en la escena
del robo es cuando es posible observar una posición contraria más contundente ya que
exclama “saltando llena de celos”: “No ha sido una broma, que tú nunca has gustado
jamás de juegos. Ha sido otra cosa que te reventaba en el pecho por querer salir. Dilo ya
claramente” (II: 223). Sin embargo, tras la confesión de Martirio, Adela “En un arranque
y abrazándola” (III: 271) se reconcilia con ella. Por parte de Bernarda, pese a un primer
momento en que golpea e insulta a Martirio, la oposición cesa cuando considera que es
una broma y se muestra conciliadora para mediar en el conflicto. Por el contrario, también
sería posible situar a Adela como mediadora del deseo de Martirio por Pepe, al hilo de la
relación de admiración que queda patente en el segundo acto, cuando Adela critica a su
hermana de forma agresiva y ésta le responde “¡Sólo es interés por ti!” (II: 201), lo que
se ve reforzado por las palabras de La Poncia: “¡Que es tu hermana y además la que más
te quiere!” (II: 202). La rivalidad aumenta a lo largo de la obra, llegando al punto en que
Martirio rechaza a su hermana: “Mi sangre ya no es la tuya. Aunque quisiera verte como
hermana, no te miro ya más que como mujer” (III: 272), alcanzando la dualidad que
propone Girard.

Sin embargo, este deseo no parece ser principal en la obra ya que el vector no es
reversible ni existen posibilidades de que lo sea, con lo que este deseo se mantiene en el

42
ámbito de los pensamientos y no de la acción. El balance entre las casillas de oponente y
auxiliar ‒vacía en este caso‒ refuerza la idea de que es un deseo prohibido que se mantiene
así durante la obra. Pese a lo secundario del deseo de Martirio, ayuda a clarificar cómo
funciona el deseo en la obra. Existe una estrecha relación entre la función de Martirio
como sujeto deseante en su modelo frente a la posición de oponente que ocupará en el
resto de los modelos analizados.

Con respecto a Angustias, es posible ver un desarrollo del modelo conforme


avanza la obra y su compromiso con Pepe el Romano. Al inicio de la obra, Angustias se
muestra ilusionada saliendo al portón a espiar a los hombres, pero ya en el segundo acto,
tras su primer encuentro con el Romano, se encuentra agitada. Pese a que el deseo suele
acompañarse de excitación o nerviosismo, la mayor de las hijas ofrece una explicación a
esta conmoción que no se dirige de forma radical hacia Pepe, sino que “Era la primera
vez que estaba sola de noche con un hombre” (II: 196). Al final de este segundo acto, La
Poncia trata hacer ver a Bernarda que “aquí pasa una cosa muy grande (II: 228),
generando una ambigüedad sobre el carácter del deseo de Angustias.

FIGURA 3: Modelo actancial, Angustias como sujeto deseante

Algo después de este comentario es cuando finalmente se relaciona a Angustias


con el deseo hacia Pepe –“Yo tengo derecho a enterarme” (II: 236)–, pero este deseo
queda en duda cuando la mayor de las hermanas niega haber estado con él a esa hora. La

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ambigüedad está presente a lo largo de todo el segundo acto, ya que Angustias se muestra
conforme con la boda y habla con su pretendiente, pero no expresa verbalmente su deseo.

En el tercer acto continúan los preparativos de la boda con la compra del ajuar y
Angustias se muestra positiva por primera vez, en conversación con Prudencia (III: 247).
Sin embargo, poco después contradice sus palabras hablando con su madre –“Una ya no
sabe lo que quiere” (III: 250)–, creando la duda de si es su deseo lo que falla o el de Pepe,
de quien dice que está distante. Así, el deseo de Angustias hacia Pepe queda en suspenso
ya que puede ser que la protagonista vea la boda como una forma de salir de la casa:
“Afortunadamente, pronto voy a salir de este infierno” (II: 191). Newberry ya apunta
hacia esta dirección: “Angustias, the only well-to-do sister, plans to enter into a loveless
marriage in order to escape the stifling environment” (1976: 804). Su ambigüedad destaca
en el contexto total de la obra, sobretodo en contraposición con la vehemencia de Martirio
y Adela, lo que parece apuntar a que no sea el modelo central de la obra.

Así, el deseo de Adela por Pepe conforma el modelo actancial que organiza la
acción de LcBA ‒Ubersfeld explica su teoría como un eje sujeto-objeto que “organiza la
acción” y “arrastra en su movimiento a todo el texto” (1989: 61)‒ y, además, es posible
hablar de la reversibilidad del vector deseo. En las distintas escenas de la obra se aprecia
cómo las acciones y conflictos de esta giran en torno al deseo de Adela, quien se rebela
contra sus oponentes para tratar de satisfacer su deseo.

FIGURA 4: Modelo actancial, Adela como sujeto deseante de Pepe el Romano

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Desde el primer acto, la pequeña de las hermanas da indicios claros de su deseo
en el diálogo por el que descubre la intención del Romano de casarse con Angustias:
MARTIRIO. ¡Es un vestido precioso! […]
MAGDALENA. ¡Lo mejor que puedes hacer es regalárselo a Angustias para su boda con Pepe
el Romano!
ADELA. (Con emoción contenida.) ¡Pero Pepe el Romano…!
AMELIA: ¿No lo has oído decir?
ADELA. No.
MAGDALENA. ¡Pues ya lo sabes!
ADELA. ¡Pero si no puede ser!

El uso de “pero” como conjunción adversativa, con la que inicia sus dos intervenciones,
hace patente su objeción y oposición, al mismo tiempo que deja abierta su última
intervención con los puntos suspensivos. Refuerzan estos indicios las didascalias, que la
describen “con emoción contenida” y “rompiendo a llorar con ira” (I: 180). El malestar
de Adela continúa a lo largo del segundo acto, gracias a referencias de que está “sin
sosiego, temblona, asustada, como si tuviese una lagartija entre los pechos” (II: 190), o
que “está mala” porque “no duerme apenas” (II: 199). La referencia al presunto insomnio
de la protagonista concuerda con las rondas de Pepe a altas horas de la madrugada, tras
haber hablado con Angustias. Así, el deseo de Adela aparece en primer lugar gracias a
alusiones indirectas, como las que aparecen en el primer acto, y en alusiones explícitas,
como en el diálogo entre La Poncia y la Criada (III: 260-261).

FIGURA 5: Modelo actancial, Pepe como sujeto deseante

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Con respecto a este modelo actancial, es posible revertirlo para colocar a Pepe en
posición de sujeto y a Adela como objeto de deseo. Pese a la ausencia del Romano de la
escena, su deseo es central en la obra y se cuela en la misma a través de los diferentes
canales estudiados previamente. Durante todo el segundo acto es posible tener noticia de
las actividades nocturnas de Pepe alrededor de la casa tanto con Martirio como con Adela
y, al final de esta parte, se escucha de boca de Adela que “¡Él me quiere para su casa!”
(II: 237). Como señala Gabrielle, “any discussion of Adela entails a discussion of Pepe”
(1994: 386). El desequilibrio entre las posiciones de ayudante y oponente en este modelo
reversible refleja la prohibición que ronda ambos deseos, de forma que en ninguno de los
dos existe más cooperador que el propio sujeto y todos los demás actantes se sitúan en
contra de su deseo.

46
4.2 – El deseo de Adela

Para completar el desarrollo del modelo actancial que tiene como sujeto a Adela,
es preciso analizar si se produce la transfiguración que Girard propone como definitoria
del deseo. Según este autor, la imagen ilusoria que un sujeto deseante crea a partir del
objeto es mantenida en tanto que el objeto de deseo es inalcanzable. No obstante, si este
objeto se convirtiese en accesible, esta imagen irreal que el sujeto deseante posee se
desvanece, eliminándose también el deseo. Así, el deseo necesita de obstáculos que
pospongan el encuentro con el objeto, siendo necesaria la separación para sostener la
transfiguración y, consecuentemente, el deseo. Girard, además, añade el concepto de
transfiguración mimética basándose en el carácter imitador del deseo: “el prestigio del
mediador se comunica con el objeto deseado y le confiere un valor ilusorio” (1985: 22).

En la percepción de Adela con respecto a Pepe el Romano, encontramos indicios


de transfiguración del objeto de deseo en estrecha relación con el lenguaje poético
utilizado para referirse a él, además de los hechos acaecidos al final de LcBA. Si en el
caso de Martirio no es posible hablar de transfiguración por la gran cantidad de rasgos
negativos que ésta le otorga a Pepe en su heterocaracterización, en el de Adela también
es posible encontrar estas características negativas, pero se ven ampliamente
sobreapasadas por la idealización. Determinados usos poéticos del lenguaje de Adela
transmiten una imagen magnificada de Pepe, como el uso de la metáfora del león –“Él
dominará toda esta casa. Ahí está, respirando como si fuera un león” (III: 276)– en
relación a su poder y su dominación. Pese a que la separación física no es permanente ya
que los amantes se encuentran, el acceso de Adela a Pepe se encuentra dificultado por
obstáculos (la prohibición social antes aludida, símbolos como la ventana y las rejas o la
propia vigilancia de Martirio) que facilitan la transfiguración del objeto de deseo, aunque
no de forma total.

De la misma forma, en el caso de Adela es posible encontrar indicios de mediación


externa –que no se encuentran al analizar la situación de Martirio o Angustias– gracias al
papel de la hermana mayor. Al inicio de la obra, Pepe el Romano aparece asociado a ésta
en el momento en que se informa la presencia de ambos en el patio, con los hombres del
duelo. Poco después, Magdalena menciona la intención del Romano de casarse con la
mayor, momento en que se empieza a sugerir en el texto el deseo de Adela gracias a su
fuerte reacción ante la noticia y, algo más tarde, por las sospechas que se generan en torno

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a las costumbres nocturnas de la pequeña. Del mismo modo, cuando La Poncia le
pregunta “¿Por qué te pusiste casi desnuda con la luz encendida y la ventana abierta al
pasar Pepe el segundo día que vino a hablar con tu hermana?” (II: 204), también parece
estar indicando que el deseo de Adela se desencadena a raíz del noviazgo de Angustias.
Sin embargo, el hecho de que los intentos de la hermana pequeña de seducir a Pepe
ocurran en paralelo al compromiso de la mayor no es garante de que este deseo nazca a
partir de este hecho o que esté basado en un mecanismo de imitación, propio del deseo.
Las palabras de La Poncia y la Criada (II: 260-261) en las que se deja entrever una
relación previa entre Pepe y Adela desliga el deseo de ésta con el de su hermana.

También contrario al sentido que Girard otorga a la mediación es la actitud que


plantea Adela hacia Angustias. En palabras del teórico, los sentimientos que siente el
sujeto deseante hacia el mediador de su deseo deben reflejar una mezcla de rencor y
admiración. Si bien Adela expresa en varias ocasiones sus sentimientos adversos hacia
Angustias, no aparece ningún comentario en sentido positivo sobre ésta, así como el texto
tampoco nos aporta las marcas de prestigio que, según Girard, debe presentar el mediador
en la percepción del sujeto. La imagen que se desprende de Angustias en base a la
heterocaracterización es bastante negativa ya que Magdalena la describe como “vieja,
enfermiza, y que siempre ha sido la que ha tenido menos mérito de todas nosotras” (I:
75). De esta forma, descartando la mimesis total del deseo de Adela por Pepe, es posible
entender que el interés creciente que despierta el Romano en Adela podría ser una
consecuencia directa de la atención que Pepe le presta a Angustias, suponiendo un
obstáculo importante para el deseo de Adela y avivando así este último.

En última instancia, la imagen de un Pepe que aguarda en el patio con actitud


desafiante –en palabras de Adela–, contrasta enormemente con la descripción de los
eventos posteriores. Bernarda sale al encuentro de Pepe con un arma y éste “Salió
corriendo en su jaca” (III: 277), sin mención alguna a que haya opuesto resistencia. La
ausencia de Pepe y la incapacidad de enfrentarse a Bernarda contrasta con la actitud de
una Adela dispuesta a todo para la consecución de su deseo: “Seré lo que él quiera que
sea. Todo el pueblo contra mí, quemándome con sus dedos de lumbre, perseguida por los
que dicen que son decentes, y me pondré la corona de espinas que tienen las que son
queridas de algún hombre casado” (III: 272). La hija pequeña se suicida al final de la obra
en coherencia con su discurso anterior: “Ya no aguanto el horror de estos techos después
de haber probado el sabor de su boca” (III: 272). En todo caso, con respecto a Pepe el

48
Romano es posible encontrar un caso de transfiguración parcial, que no parecen indicar
que el deseo de Adela vaya dirigido en última instancia hacia él.

Sin embargo, si planteamos a Pepe como el mediador del deseo de Adela por el
único concepto plenamente idealizado de la obra, la masculinidad, el modelo actancial
adquiere un significado más profundo y satisfactorio:

FIGURA 6: Modelo actancial, Adela como sujeto deseante de la masculinidad

En este planteamiento, Adela se sitúa como sujeto deseante del Romano, objeto
de deseo, pero que funciona como un mediador mimético del concepto que, como se ha
visto previamente, se idealiza de forma total en la obra: la masculinidad. En su función
como mediador, Pepe mantiene la dualidad idealización-desprecio que exige Girard para
que el modelo funcione, mientras que la masculinidad aparece como sublimada. Esta
transfiguración se sostiene en tanto que inalcanzable, por ser Adela una mujer a la que ni
su familia ni las normas y códigos morales de la obra le permiten alcanzar las
características masculinas que aparecen indicadas en la obra.

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5 - CONCLUSIONES

Fernández-Cifuentes alude que “casi todos los personajes femeninos de Lorca […]
presentan alguna carencia que su código declararía fundamental: carencia del marido, la
del padre, la del hijo o la de todos juntos” (1983: 94). Destaca, pues, el estudio que se ha
realizado tradicionalmente de las mujeres en la obra del dramaturgo –piezas centrales en
la mayoría de sus piezas, sin duda– frente al estudio de esos maridos, padres e hijos
ausentes. En LcBA, el hombre es una “ausencia omnipresente y dominadora” (Miró, 1988:
56), lo que ya indica que su participación en las acciones de las protagonistas es
merecedora de una atención más específica que la dada tradicionalmente.

En un análisis profundo de los personajes varones que intervienen en LcBA, se ha


podido observar cómo la obra se abre ya con una ausencia definitiva de un hombre, la
falta del padre, que parece dejar desamparadas a las habitantes de la casa. Sin embargo,
Bernarda ocupa rápidamente su lugar y, por representación, ostenta el bastón de mando,
uno con el que hacer valor las convenciones sociales propias del contexto en el que se
sitúa la obra. Aún así, las cinco hijas se mantienen a lo largo de los tres actos observando
a los hombres del exterior, los que habitan más allá de los muros de la fortaleza a la que
están condenadas durante los ocho años que dure el luto de su padre. Esta vigilancia
constante desde las ventanas –atalayas para la contemplación del hombre– es la única
relación permitida, pese a lo escondido de la misma, de las hermanas con los hombres,
que se dibujan en los ojos de la audiencia gracias a sus descripciones y a la narración de
sus acciones por parte de las protagonistas.

Un hombre aparece en repetidas ocasiones en boca de todos los personajes. Pepe


el Romano personifica la ausencia más eminente de la obra. Un personaje diegético, en
tanto que no es mostrado en escena, que es representado en la mente de los espectadores
como la encarnación del ideal de masculinidad, reiterado en boca de todas las mujeres de
la obra. Hacia este personaje se encaminan los destinos de las hijas –al igual que sus
miradas, sus pensamientos, sus acciones–, en una competición por la consecución de un
premio desconocido, ese “estar sola con un hombre de noche” que hace que “se salga el
corazón por la boca”.

Sin embargo, siguiendo las teorías de Ubersfeld, el vector deseo que apunta
directamente hacia Pepe el Romano aparece como insuficiente cuando es aplicado a las
protagonistas de LcBA. Si bien quedan descartadas tanto Bernarda como La Poncia o la

50
Criada –por ser sus deseos de tipo conservador, por ser su voluntad la de preservar el
orden tradicional–, los deseos de Angustias, Martirio o Adela son lo suficientemente
fuertes como para movilizar el entorno a su alrededor. En el caso de Martirio, a través de
la escena del robo del cuadro, es posible apreciar cómo se maneja en el “querer”, en el
deseo de dar alcance a la figura ausente del Romano. Sin embargo, la ambigüedad con
respecto a la posición de mediador que ostenta Adela y el hecho de que este deseo no
tenga posibilidad de reciprocidad hace que Martirio sea descartada como originadora del
deseo que genera el movimiento en LcBA.

Por parte de Angustias, su compromiso con Pepe el Romano se inicia ya en el


primer acto y moviliza los afectos del resto de hermanas, así como de su madre. Durante
la evolución del noviazgo es posible apreciar distintas etapas en su deseo, predominando
–según el texto– un nerviosismo que no se corresponde con las características descritas
por Girard. La ambigüedad con la que la hermana mayor hace referencia a su deseo por
Pepe ya arroja dudas sobre el mismo, dudas que se acentúan más cuando la propia
Angustias alude que el Romano es su llave de salida hacia el exterior de la prisión en la
que está encerrada por orden de Bernarda. Esta ambivalencia destaca notablemente, sobre
todo en contraposición con el ímpetu de Adela o de la propia Martirio al expresar su deseo
arrebatador por Pepe. Unido a esta ambigüedad, el hecho de que el balance entre las
casillas de auxiliar y oponente se incline su favor no parece hacer de este deseo algo
inalcanzable, por lo que la teoría del deseo propuesta por Girard parece no funcionar para
esta relación, haciendo que la atención recaiga en la hermana pequeña.

En el caso de Adela, la soledad que reina en la casilla de ayudantes frente a una


poblada casilla de oponentes nos habla directamente de un deseo prohibido, inalcanzable,
casi innombrable para evitar las convenciones sociales opresivas de LcBA. Toda la obra
parece girar en torno a los esfuerzos de la pequeña de las hermanas para esquivar a sus
rivales en un esfuerzo sin fin por satisfacer su deseo, uno que, además, parece ser
correspondido por el Romano –generando a su vez un modelo actancial complementario
al de Adela–. De la misma forma, la hija menor ve refrendado su deseo gracias a la
intervención de Angustias. En su papel de mediadora, la hermana mayor actúa como un
impulso mimético para el deseo de la pequeña, quien ve aumentado su deseo por ésta y
por la imposibilidad de verlo satisfecho debido al compromiso de Angustias con Pepe el
Romano, con el beneplácito de la matriarca y del resto de la familia.

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Por el contrario, es posible atestiguar que Adela utiliza un lenguaje ambiguo y
oscuro en su descripción de Pepe, al que alude con símbolos muy potentes y positivos –
como el caballo, los juncos o el león– a la vez que describe con rasgos negativos. Este
enigma planteado por las palabras de Adela puede ser resuelto a la luz del concepto de
transfiguración de Girard –presente en su modelo del deseo–, por el cual se genera una
mezcla de admiración y odio hacia el objeto de deseo. Sin embargo, en la escena final de
la obra, cuando Pepe huye a lomos de su caballo, la imagen ideal del objeto de deseo se
desmorona, deshaciendo la ilusión de transfiguración creada por Adela y dejando este
modelo actancial parcialmente resuelto.

Es en esta situación cuando se plantea la posibilidad de que Pepe sea tan sólo el
mediador del deseo de Adela por otro actante, no ya un personaje sino un concepto
abstracto. Ya apunta Girard que “el héroe de la mediación interna, lejos de vanagloriarse
de su proyecto de imitación, lo disimula cuidadosamente” (1985: 16). Es en este sentido
que es posible apuntar hacia la verdadera naturaleza del deseo de Adela, un deseo por lo
único que aparece completamente transfigurado e idealizado a lo largo de toda la obra,
pese a permanecer ausente de la escena. La masculinidad emerge como pilar fundamental
en LcBA, en el centro mismo del espacio mimético representado por los decorados de la
casa. Los comentarios de todas las protagonistas giran en torno a este concepto y es éste
mismo el que vertebra la obra en torno a su no presencia.

Pese a las identificaciones tradicionales entre sexo y género, estudiadas


ampliamente en el presente trabajo, Lorca apunta así a una masculinidad no hegemónica
de difícil acceso para todo aquel que no sea hombre en el contexto de LcBA. Si bien la
masculinidad de Bernarda –largamente caracterizada como tal por varios de los
personajes de LcBA– aparece como cedida por su relación con el difunto Antonio María
Benavides, Adela rechaza esta dependencia del hombre como forma de manejar su
destino –no en vano rompe el bastón de la matriarca en la última escena– y se decide a
abrazar su sed de masculinidad, su necesidad de habitar en el espacio extraescénico y
poder ser libre en él. A través de su identificación con rasgos eminentemente masculinos
–descritos así en la obra– como la sensualidad, la sexualidad o la transgresión, o con
símbolos atribuidos a los hombres –como el caballo–, Adela se narra y actúa “como un
hombre”, poniendo en jaque las normas establecidas tanto por su madre como por sus
hermanas y criadas –representantes en este contexto de la sociedad circundante–.

52
Adela desea conquistar una masculinidad no hegemónica que le será negada a lo
largo de toda la obra y, en el último momento, cuando parece haber conseguido arrollar
y sobrepasar todos los obstáculos que se le plantean en el microcosmos creado en el
interior de la casa donde está retenida, parece ser consciente de la realidad: está abocada
a la muerte. Su masculinidad es irrealizable extramuros, es un imposible en un entorno
dominado por el hombre y sólo le queda una opción: la muerte. Ya dice Girard que “la
verdad permanece oculta en el seno mismo de su desvelamiento” (1985: 21) y el deseo
de masculinidad de Adela ha sido disfrazado tradicionalmente como una tragedia del
amor imposible bajo la égida del heteropatriarcado. Sin embargo, en una lectura profunda
del texto de Lorca es posible atisbar como la pequeña de las hermanas no lucha a favor
de un amor prohibido, sino de unas características que le son negadas una y otra vez,
pagando el precio con lo único que no le puede ser arrebatado: la vida.

53
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