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1.

El siglo 19 se conforma la modernización de la historiografía


2. Augusto comte se le considera el primer filósofo de la ciencia
Auguste Comte (considerado desde entonces el “primer filósofo de la
ciencia”) contribuyó en gran medida a inyectarle a las “ciencias sociales” el
sentido que ya se hacía dominante en las disciplinas naturales, contrariando
los postulados teológicos o religiosos.
3. La critica intersubjetiva es fundamental en e juego de la ciencia
4. La historia debe escribirse sin ínfulas literarias
La historia debe ser escrita como se escribe la mejor ciencia, sin ínfulas
literarias, amarrando lo más que se pueda a la loca de la casa (que es la
imaginación) para que el resultado sea diáfano, límpido, y no se preste al
juego de ambigüedades propios de la novela o del cuento
5. Sin fuentes no hay historia

EL POSITIVISMO HISTORIOGRÁFICO
Por: Milton Zambrano Pérez
El desarrollo de la historiografía ha tenido coyunturas decisivas. Si bien muchos
le atribuyen a los griegos una paternidad tal vez indiscutible en el surgimiento
de la disciplina es indudable que la conformación moderna de esta forma de
conocimiento sólo se produce a partir del siglo XIX.
Este siglo es fundamental para comprender como se especializan los estudios
históricos, los cuales antes se hallaban subsumidos en discursos más
genéricos, comúnmente entendidos como filosóficos. Así venía sucediendo
desde épocas remotas en el marco de diversas culturas, como la griega, la
egipcia o las que se dieron en Europa antes de la llegada de la centuria
decimonónica.
El siglo XIX europeo es trascendental porque en este se cristalizan los
proyectos de cientificidad que venían cosechándose de tiempo atrás. Ya el
enfoque científico le había propinado los últimos pistoletazos a la teología en el
terreno de las llamadas ciencias naturales y ahora pretendía invadir el
escenario de lo que se empezó a llamar “ciencias del espíritu” o humanas.
El gran berrinche lo empezaron los franceses, que luego encontraron aliados
decisivos entre los alemanes y los ingleses. Pero por ese juego de péndulos
que a veces se pasea dentro del tráfico de los conocimientos, habían sido
algunos filósofos de Alemania (caso Kant) quienes pusieron el dedo en la llaga
acerca del papel de la ciencia como herramienta central en la transformación
de la sociedad mediante la educación y la construcción de saberes.
El espíritu de la Ilustración hilvanó el surgimiento del positivismo que inundara
la ciencia, la política y hasta la ideología en ese siglo aparentemente inane.
Auguste Comte (considerado desde entonces el “primer filósofo de la ciencia”)
contribuyó en gran medida a inyectarle a las “ciencias sociales” el sentido que
ya se hacía dominante en las disciplinas naturales, contrariando los postulados
teológicos o religiosos.
La idea era asumir como propios los principales fundamentos del discurso
científico que se hizo dominante entre muchos investigadores. La observación,
la experimentación, la verificación, la estrategia de hacer inducciones o
deducciones, de emplear el ensayo y el error para construir conclusiones, entre
otros modos de trabajar los objetos de estudio, estaban ya sólidamente
establecidos entre los científicos de vanguardia.
Eso fue lo que buscó desarrollar (en parte) Comte en el terreno de la
sociología, así muchas de sus construcciones teóricas fueran luego criticadas y
desechadas por sus sucesores. En el juego de la ciencia, la crítica
intersubjetiva es clave en la construcción de nuevos conocimientos y en el
desmonte de paradigmas o ideas insuficientes o claramente erróneas.
El tratamiento científico que se imponía en la época entró pisando fuerte en las
“ciencias humanas” o sociales; la historiografía no fue la excepción. Los
alemanes y los franceses se montaron en ese carro y luego les siguieron los
historiadores de otros países que lograron organizar toda una moda variopinta
que, simplificando, recibió el pomposo nombre de positivismo historiográfico.
Leopold Von Ranke popularizó la idea de que la principal obligación del
historiador consistía en captar lo que “realmente ocurrió” en el pasado,
abriéndole la puerta a la “teoría del reflejo” en su propia disciplina. Varios
historiadores anotaron que lo interesante eran “los hechos destacados”, “los
grandes acontecimientos”, como los conflictos guerreros decisivos, el combate
entre las élites, el discurrir del Estado o el papel de este en las diversas
épocas.
El objeto de estudio de la historia eran los “hechos singulares”, los más
importantes, porque la disciplina no podía vérselas con leyes y
generalizaciones a pesar de su pretensión de convertirse en ciencia positiva.
En este asunto los teóricos positivistas se mantuvieron atados a las tradiciones
intelectuales más antiguas (greco-romanas, medievales, renacentistas o
románticas) y repetían las fórmulas teóricas de algunos grandes filósofos, que
a veces reducían la historia a la acción de la Divina Providencia encarnada en
el Estado, en el conflicto o en el papel del gran individuo.
Tal situación se presentó en las propias narices del enfoque científico y, quizás,
contrariando el deseo de quienes aspiraban a construir una “historia positiva”
alejada de las especulaciones literarias o filosófico-religiosas. Esta experiencia
enseña que “el espíritu de la época”, como anotaba Hegel, no podía
desplazarse tan fácilmente de la conciencia de la gente y que en las acciones
intelectuales también opera un eclecticismo forzado e inconveniente que es la
autopista por donde circulan las ideas más inverosímiles abrazadas a
argumentos de mucha mayor solidez.
Thomas Carlyle popularizó en sus trabajos el papel destacado del héroe en el
campo de la historia humana y sostuvo que ésta descansaba sobre sus
acciones (o lo que es casi lo mismo: que tal historia se concentraba en la de
los grandes hombres, ya que estos eran una síntesis de lo que requería cada
momento). Esa idea no era nueva, porque ya jugaba en las corrientes de
pensamiento anteriores; pero en el siglo XIX cobró una transcendencia más
notable de la mano de otros paradigmas historiográficos.
Tales fundamentos teóricos a veces operaron muy en lo profundo, muy en la
inconsciencia de los intelectuales, porque detrás del héroe siempre estuvo la
mano invisible desarrollada por Kant o por Hegel: en últimas todo obedecía a
un “plan oculto” de la Providencia que se movía en la naturaleza o en la
sociedad sin que nadie pudiera impedirlo (Kant); o todo era el resultado de la
acción del Espíritu que buscaba objetivarse en la historia empleando cualquier
instrumento. Ante un enfoque tan fatalista y trágico la única alternativa
que le quedaba a la mayoría era inclinarse ante los acontecimientos, fueran
como fueran. Porque, ¿qué abusivo sería capaz de oponerse a los designios
divinos encarnados en el gran hombre (Cromwell, Napoleón, Bolívar), en una
élite o en el Estado?
Como se ve, lo que escribió Carlyle en Sobre héroes, culto al héroe y lo
heroico en la historia no fue tan original. Su enfoque permaneció atado,
fuertemente atado, a las ideas filosóficas que le negaban autonomía al
desarrollo histórico, reduciéndolo a los apetitos desaforados de un Dios externo
o interno que lo dispone todo de antemano o que se divierte con el azar como
le viene en gana, al otorgarle a sus creaciones un supuesto “libre albedrío” que
le ayudaría a lavarse las manos ante los graves problemas humanos o
naturales.
Algunos cerebros perversos (que también los ha habido en el campo de la
ciencia) pensarían que la idea ya revaluada de concentrarse sólo en los
“grandes acontecimientos” tiene un origen filosófico y hasta teológico. Porque,
¿cómo un ente tan elevado, omnipresente y omni-todo se va a enredar con
cosillas tan ridículas como la vida de un insignificante campesino o de un
obrero? No señor: Él siempre tira para lo alto, para lo más notable, donde se
nota más reluciente el sentido de su “obra”, de su acción divina.
Los teóricos positivistas de la segunda mitad del siglo XIX no supieron (o no
quisieron) desembarazarse de este supuesto teórico-metodológico y por eso
redujeron el campo de acción de la historia a los grandes acontecimientos, a
los “hechos notables”, negándole a la historia la posibilidad de convertirse en
ciencia a pesar de sus deseos más conspicuos. Era una profunda
contradicción: aspiraban a transformar la disciplina en una ciencia
(despojándola de recursos literarios, de ideologías limitantes y falseadoras)
pero se negaban a afrontar lo profundo, oculto en las estructuras o en las
tendencias de larga duración histórica. Qué se puede hacer: contra el “espíritu
de la época” a veces resulta imposible luchar.
La historia acontecimental (de corta duración, de simples acontecimientos)
inundó el manual francés más importante que se escribió en el siglo XIX con la
idea de formar historiadores cortados por el estilo del positivismo
historiográfico: el de Langlois y Seignobos, modestamente llamado
Introducción a los estudios históricos. Sí, porque detrás del título se
escondía una falsa modestia ya que la intención era darle por la testa a toda la
historiografía escrita hasta el momento en Francia y en toda Europa,
promoviendo unos modelos metodológicos, técnicos y teóricos que influyeron
mucho.
El manual se fue contra los historiadores románticos que recargaban de
ideología y literatura (a veces muy barata, eso hay que decirlo) todos sus
discursos. La historia debe estar libre de tales excrecencias, les gritaban los
positivistas. No se puede exagerar en eso porque se cae en el discurso
panfletario, en la simple propaganda ideológica o en la literatura más
superficial, lo que niega diafanidad al relato y rigor y cientificidad al mismo. La
palera se justificaba y estuvo bien dada. Se la merecían (y se la merecen los
panfletarios).
La historia debe ser escrita como se escribe la mejor ciencia, sin ínfulas
literarias, amarrando lo más que se pueda a la loca de la casa (que es la
imaginación) para que el resultado sea diáfano, límpido, y no se preste al juego
de ambigüedades propios de la novela o del cuento. En esto también tuvieron
en parte razón. Porque no es lo mismo escribir historia que escribir literatura.
García Márquez o Alejandro Dumas tienen todas las licencias divinas y
humanas para construir sus novelas históricas. Pueden soltar a la loca de la
casa cuantas veces quieran. Pero un historiador no: la loca les podría desarmar
el hogar, y la manduquera que recibirían de sus pares por decir barbaridades
sería como para alquilar balcón. Esto funciona así en nuestro oficio
(desafortunadamente) porque el historiador se debe a unos datos localizados
en las fuentes, los cuales debe tomar siempre como referentes de verosimilitud
irremplazables. Sin esto no hay historia, aunque tales datos puedan provenir
hasta de fuentes no escritas, como las orales o las monumentales.
Se quedaron cortos los positivistas (eso sí) cuando supusieron erróneamente
que en ningún caso la loquita pudiera jugar a través de la metáfora, del
segundo sentido o de cualquier otra figura retórica proveniente de la literatura o
de la filosofía. Porque no existe un solo tipo de historia sino múltiples formas de
abordar los diversos objetos de estudio. Esto quiere decir que no hay un
“método histórico” sino muchos y ellos varían de acuerdo con la calidad de las
fuentes y con el perfil de los temas abordados.
No es lo mismo trabajar problemas económicos (donde la exigencia de
austeridad en el uso del lenguaje y el manejo teórico-metodológico y técnico es
muy notable) que meterse en el terreno de los imaginarios colectivos o en la
historia del arte. ¿A qué historiador de respeto se le puede ocurrir deslizar una
metáfora inconveniente hablando de comercio exterior o de producción
cafetera? Pero si el tema cambia y se está analizando la poesía en la costa o la
historia de la novela en Colombia, ¿por qué no conceder el honor de que los
practicantes de nuestro oficio bailen más de una pieza con la pobre loquita de
la casa?
De seguro que si el baile es bueno, con ritmo y donosura, en vez de críticas lo
que recibirá el autor del relato serán elogios. Ya esto pasó en Europa con los
franceses, que están brincando desde hace rato con la imaginación y
cosechando el aplauso del grueso público porque escriben historia casi como si
fueran novelas. En buena hora. Esta es otra derrota de las ideas cansinas del
positivismo historiográfico.
Pero los señores del manual hicieron también cosas muy buenas.
Aprovecharon lo mejor que se había producido en cuanto a crítica de fuentes
en épocas anteriores. En esta tarea no fueron novedosos, aunque sí muy
sistemáticos. Y este es su principal aporte en esa materia. La crítica externa
(mediante la cual se busca establecer si una fuente es genuina) y la crítica
interna (para aclarar si es carreta o verdad lo que contiene un documento) se
especializaron notablemente por el trabajo de los positivistas. Este es, quizás,
uno de sus más fuertes legados.
La idea fuerte de que “sin fuentes” no hay historia es válida desde cualquier
ángulo que se la mire. Porque el historiador no es un simple literato que se
puede imaginar lo que quiera con respecto al “pasado”. No. Su imaginación
está demarcada por unos indicios que sólo encuentra en las fuentes, los cuales
actúan como diques direccionales a través de los cuales discurre el discurso
histórico.
La historia es “un sueño dirigido”, como acertadamente dijera Georges Duby.
No es un sueño cualquiera, atolondrado y disperso, sino medido, sujeto a
reglas y procedimientos, a teorías, métodos y técnicas que no se pueden
violentar sin condenar a muerte esta forma de conocimiento. Es duro reconocer
esto, pero es así. Debe ser así porque de otro modo colocamos a la historia en
el nivel de cualquier otro relato, como pretenden hoy algunos teóricos
exagerados y torpones del postmodernismo historiográfico.
Y porque la historia tiene como principal misión ayudarnos a reconocer los
matices y las profundidades de las maneras como se ha desenvuelto la
sociedad en el tiempo, captando a través de aproximaciones sucesivas e
inteligentes parte de aquello que algunas vez fue y que ya no es, de las
continuidades y rupturas operantes en las estructuras, en las coyunturas, en los
procesos y fenómenos que caracterizan el movimiento social, incluido el oscuro
y a veces inasible genoma de las ideas humanas, de los imaginarios colectivos.
¿Cómo podría emprenderse una tarea tan embarazosa y compleja sin contar
con fuentes? Es imposible, porque la historia es no es sólo un “discurso
siempre contemporáneo” (como lo pretendió Croce). La historia proyecta a los
individuos que la escriben (el sujeto en el “presente”) pero también intenta
hablar de los que ya se fueron, de todo lo sólido que se deshizo en el aire. Y
como el pasado sólo es una categoría histórica pertinente en la construcción
del relato, lo único a lo que nos enfrentamos para dialogar, para preguntarle y
para soltarle nuestras inquietudes, problemas o hipótesis es a las fuentes.
De lo que resulta que la historia no es un diálogo entre el presente y el pasado
(como erróneamente conceptúo Edward H. Carr) sino un intercambio a veces
muy neurótico entre el historiador y sus fuentes, siendo el primero un
representante de los ojos actuales y las segundas testigos notables de lo que
nos legó el tiempo, así la herencia a veces no nos alcance ni para comprar un
pan. De este intercambio tortuoso es que resulta el discurso histórico, como
consecuencia de procesos investigativos complejos que exigen lo mejor (y
hasta lo peor) de cada ejercitante de la historiografía.
Por esto es que Croce estaba equivocado (y siguiendo su ruta hegeliana, todos
los posmodernos actuales) al sostener, con esa arrogancia típica de algunos
filósofos, que la historia era siempre un discurso sobre lo contemporáneo por
cuanto sólo expresaba las cosmovisiones de gentes situadas en el “presente”.
Sí, la historia es “subjetiva” en este sentido “presentista”; pero tiene también un
propósito de “objetividad” que no es el propuesto por el positivismo
historiográfico, al cual tenía en mente Croce cuando deslizó sus críticas a la
“teoría del reflejo”.
No existe “ninguna materia de la historia” (un cuento chino del historiador
marxista Pierre Vilar) ni “hechos históricos destacados” que esperan la mano
del investigador, como quien regresa al pasado a “pescar peces muertos” que
luego se introducen en recipientes de vidrio para reflejar lo que “realmente
ocurrió”, según la visión ingenua de Ranke.
La anacrónica “teoría del reflejo” que pusieron de moda los historiadores
positivistas ya fue demolida por la crítica intersubjetiva de finales del siglo XIX y
de lo que corrió del XX. El historiador no “refleja” nada del pasado porque no
hay nada que reflejar. El pasado ya no existe. Si existiera no sería pasado, sino
actualidad, instante, existencia, como dicen los mejores filósofos e
historiadores contemporáneos que se han ocupado de estos problemas (caso
Heidegger, White, Ricoeur, Braudel o Duby).
La historia no es sinónimo de pasado, porque esta es sólo la disciplina, una
forma de conocimiento útil para la vida actual, que nos ayuda a ser quizás más
inteligentes, perceptivos, al enseñarnos a relativizar a las culturas humanas,
con sus formas de existencia, sus hábitos, sus estilos de pensamiento, de
sentir, de soñar, de enamorarse y hasta de matarse.
La historia es el arma que poseemos en la actualidad para desembarazarnos
de las ilusiones teológicas, filosóficas o literarias que nos impedían poner los
pies en la tierra en cuanto a lo que fuimos, a lo que somos y a lo que podemos
ser. Sí, es un relato, como lo destacan los postmodernos, pero no cualquier
clase de relato. No se apoya en el simple sentido común del común de los
mortales, pues participa del “espíritu de la ciencia” forjado a lo largo de muchos
siglos, sin que se le pueda considerar “una ciencia dura” al modo de la física o
de cualquier otra con más charreteras teóricas.
Los resultados de la investigación histórica son, en cierto modo, meta-relatos
que provienen del diálogo entre un creador y sus fuentes, entre un sujeto
situado siempre en el presente y las huellas localizadas en las fuentes, las
cuales son la herencia que nos legaron las generaciones ya idas. Este creador
interpreta esos indicios pero no de cualquier manera, no caprichosamente, sino
sujeto a los protocolos establecidos en el oficio, siempre respetando el tono y
los contornos de lo que encuentra en relación con los probables contextos, con
las estructuras inferidas o con los imaginarios y las formas de pensar que se
pudieran establecer para cada época.
Esta no es una tarea fácil, por cuanto lo que se debe suponer es muy
resbaloso, fantasmagórico y difícil de “construir”. Quizás el consuelo que nos
quede (a nosotros, siempre aprendices vergonzantes de científicos) es que
muchas otras “ciencias duras” también han funcionado así, a través de tanteos
y aproximaciones inteligentes y sucesivas, desbaratando supuestos y
paradigmas, creando otros nuevos a partir de la investigación o de la crítica
intersubjetiva. ¿Esa no es la historia de la física o de la astronomía? ¿Por qué,
entonces, se critica tanto entre nosotros lo que es común en otras disciplinas?
El historiador es, también, un creador que no refleja el pasado. Porque no es
un espejo y los únicos que proyectan imágenes reflejadas (a veces
distorsionándolas) son estos inventos del ingenio humano. Además, porque (ya
se anotó) el pasado es sólo un referente teórico necesario en la preparación del
discurso, que no cuenta con ninguna sustancia susceptible de ser captada con
los recursos del historiador.
Si el historiador no es un espejo ni un simple recipiente de los “hechos del
pasado” y si el pasado es un concepto ineludible pero sin carne real entonces,
¿por qué tanta bulla con la tarea del historiador? ¿No era mejor quedarse uno
quieto durmiendo con las ilusiones positivistas y negándose, además, a luchar
contra los retos epistemológicos planteados por el “presentismo” y el
posmodernismo historiográfico? Masoquista que es uno, siempre buscando
camorra aunque ella implique sufrimiento y mucho esfuerzo.
Los hechos históricos no están ahí esperando al investigador histórico. Este
debe elaborarlos acudiendo a las herramientas teóricas, metodológicas y
técnicas aprendidas en el “presente”. Aquellos no son vacas muertas que
recoge en su carro de basura. Pero tampoco le está permitido “inventar” nada
que no pueda probar, ni decir cualquier barbaridad que se le devuelva como un
bumerán mortal. A pesar de que siempre está interpretando, es decir,
traduciendo a los lenguajes actuales lo que encuentra en los acervos de
fuentes.
Su tarea no es la de simple recolector sino la de un compositor que elabora sus
piezas con la dedicación de un relojero y con la perspicacia del mejor detective.
En esta brava y riesgosa labor es un artista, pero también un científico. Blando
o como quiera llamársele, pero espiritualmente situado en ese terreno sino
quiere deslizarse hacia la simple especulación sin fondo o hacia otros estilos de
relato quizás más trascendentes dentro de la sociedad, pero que no son
historia; como la literatura.
Su “observación” no es directa porque no tiene nada enfrente que observar. Ya
Bolívar hizo lo que hizo y su película es irrepetible. “Observa”, “verifica”,
“comprueba”, rechaza o acepta acudiendo a los indicios. “Construye” sus
hechos, procesos, acontecimientos, estructuras o coyunturas sociales basado
en los conocimientos propios (los polacos le llamaron a eso “conocimiento no
basado en fuentes”) o en los datos que le aportan los documentos. A partir de
eso elabora los nuevos conocimientos, que no pueden ser el resultado de su
emoción, de su locura o de la simple alegría de vivir, sino la consecuencia de
un ejercicio metódico cargado de cientificidad y, también, de mucha
imaginación. Esta es la base que permite combinar subjetividad y objetividad
en la preparación del guiso historiográfico.
Por todo lo dicho, el discurso histórico es “subjetivo”, interpretativo, pero así
mismo está saturado de una alta dosis de “objetividad” o de pretensión de
verosimilitud. No es reflejando el pasado tal como fue (un imposible
epistemológico), ni mediante el diálogo entre un “presente” inasible y un
pretérito inexistente como el historiador elabora sus productos. La única
posibilidad de certeza la consigue en los documentos, parecido a como el físico
se atreve a hablar de materia por sus experimentos dentro y fuera del
laboratorio.
El historiador dialoga consigo mismo y con sus datos y sobre esa base
construye lo que construye. Pero sin los indicios derivados de unas fuentes no
hay posibilidad de hacer historia, en el sentido científico del término. Porque
eso no sería diálogo, sino el soliloquio de un intelectual predispuesto a decir lo
que sea y como sea sin nada que lo controle. Y eso será bueno para organizar
otros discursos (como el mito, la leyenda o cualquier otro cuento menos
exigente) pero en historia ha traído consigo consecuencias catastróficas.
Si no lo creen, pregúntenle a los positivistas historiográficos, que ya tuvieron
que meterse su “teoría del reflejo” por una oreja. Por la otra les hundieron a la
fuerza su falsa idea de que sólo existían fuentes escritas, o de que estas eran
las más importantes, así como sus conceptos acerca del tiempo histórico (que
redujeron a la cronología lineal judeo-cristiana, como si no existieran otras
formas de tramar la historia o de contar el tiempo). Y por la boca les
introdujeron a la fuerza la historia acontecimental, la historia heroica y todas las
demás exageraciones que reducían los intereses investigativos del historiador.
Es cierto: aportaron algo al desarrollo de la historiografía internacional, pero en
honor a la certeza histórica hay que decir que sólo sirvieron de sparring para
que nuevos boxeadores se prepararan para combatir en el ring histórico en los
siglos sucesivos. En una próxima columna veremos la importancia de su
trabajo de preparación de nuevos púgiles en la propia Francia y a nivel global.

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