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Ignacio Braulio Anzoátegui y La Hispanidad

Por Eduardo B. M. Allegri

Diálogo entre escritores - Homenaje a Hugo Wast – Buenos Aires – Salón FASTA
10 de noviembre de 2005, 19 horas

En este diálogo entre escritores con la figura de Gustavo Martínez Zuviría, con Hugo Wast, toca
hoy hablar de Ignacio Braulio Anzoátegui y la hispanidad.

Y bien podría decirse en este caso tratándose del autor invitado:


v a l g a l a r e d u n d a n c i a.

Hay pocos argentinos en el siglo XX que hayan tenido en su vida y su obra una identificación con
España de tanta solera como profundidad.

Es claro y evidente que Ignacio Braulio Anzoátegui tiene sus raíces en la península ibérica, y en
el solar vizcaíno del país vasco.

Así suena en su poema Mi Casa-Torre en Vizcaya cuando dice:

Una casa de piedra y un torrente


Para servicio de la ferrería.
Otra cosa, Señor, no te pedía
Que una casa de piedra y un torrente
Para servicio de la ferrería.

Y un pequeño rosal
Que en la luz de la tarde repetía
Su nombre de cristal

Otra cosa, señor, no te pedía


Que un pequeño rosal.

No menos evidente es que a su vez estemos en presencia de un americano y un argentino viejo,


pues desde muchos siglos atrás su estirpe arraigó en estas tierras, desde que España arraigó en
el Río de la Plata, así como en Venezuela, por ejemplo, como más próximamente en nuestra
Salta.

Es curioso, por ejemplo, el dato de que la antigua y caribeña provincia de Barcelona, es hoy el
estado venezolano que desde principios del siglo XX lleva ese nombre, Anzoátegui. Se lo debe a
un joven general de la independencia de aquel país: José Antonio Anzoátegui, jefe y miembro de
la guardia de honor de Simón Bolívar.

Tal vez no le ha hecho gracia del todo a nuestro Anzoátegui la letra del himno del venezolano
estado homónimo:

1
HIMNO DEL ESTADO ANZOATEGUI

CORO
Ayer fuiste pujante y altiva,
en la lucha sangrienta y tenaz;
más ya, patria te ciñes la oliva;
y hoy tu gloria se funda en la paz.

I
¡Patria ilustre! tus hijos recuerdan
con orgullo la trágica lucha:
¡aún parece que en torno se escucha
el tremendo rugir del cañón!
Fue la prueba temible tan larga,
que la sangre a torrentes vertiste,
y en la homérica lid te creciste,
esforzando el marcial corazón.

II
En los brazos de insignes guerreros,
Con Anzoátegui, Freites, Monagas,
arrasaste las bélicas plagas
y te erguiste triunfante doquier;
En la liza feral y gloriosa
Contra Iberia de heroica porfía,
tuya fue la postrer bizarría;
tuya fue la victoria postrer.

Porque más allá de la mención lateral de la Iberia de heroica porfía, los versos no son un
dechado de originalidad y buen gusto, sino una más de las expresiones de la llamada Literatura
de la Independencia. Y esto no es un asunto menor para nuestro autor, como diremos más
adelante, pues la belleza no es un asunto menor.

Sangre de España en América es la sangre de nuestro autor. Y sangre de América en España


fue buena parte de su obra, también.

Entre otros testimonios de la visión de Anzoátegui sobre la época de las guerras de


Independencia, figuran unas palabras dirigidas en España a los miembros de la Falange, a
comienzos de la década de 1940:

NOSOTROS, LOS AMERICANOS

Alguna vez habíamos de hablar de hombre a hombre los españoles y los americanos.
Hasta ahora habían hablado de masón a masón -como en los turbulentos días de la
desintegración del Imperio-, o de tonto a tonto -como ocurría en los días interminables de
los juegos florales de la tontería hispanoamericana-. Al reinado de la recíproca
masonería criminal sucedía el reinado de la cómoda cursilería de la pandereta y del
tango.

Nuestra independencia se hizo con ruido de armas y con peleas a muerte; no con grititos
histéricos ni con pronunciamientos convenidos. Se hizo a la española, arriesgándolo
todo, desde la pequeña paz particular y cotidiana hasta la tranquilidad de una vida
honorable en aras de la ventura. Porque nosotros, los españoles de América, también
teníamos la preocupación española de tener razón siempre, por las buenas o por las

2
malas. Algún día se nos ocurrió independizarnos -quizá por nuestra propia sangre
española, quizá por la tentación insidiosa de los enemigos de España- y nos lanzamos a
la guerra magnífica. Allí peleamos los españoles de América contra los españoles de
Europa. Porque -es bueno decirlo de una vez por todas- vuestra España oficial era
inferior a nuestra España.

Vosotros nos habíais dejado solos. No fue América la que renegó de España. Fue la
metrópoli la que renegó del Imperio. Vosotros vivíais una época en que los Reyes
españoles posaban para Francisco de Goya y nosotros revivíamos la época en que pintó
al César el pincel de Tiziano. Nosotros todavía soñábamos con la conquista de Eldorado
y vosotros habíais empezado a soñar con la conquista de los Derechos del Hombre.
Vosotros teníais en materia política, vuestros problemas de ministros y de favoritos y
nosotros teníamos, en materia guerrera, nuestros problemas de indios alzados y de
portugueses. Vosotros creíais en la posibilidad de descristianizar a Europa y nosotros
creíamos en la necesidad de cristianizar a América.

Del testamento de la Conquista, vosotros os habíais quedado con los legados y nosotros
nos habíamos quedado con las cargas. Vosotros habíais trocado capitanes por
dirigentes y nosotros habíamos convertido a los encomenderos en caudillos. Nosotros
teníamos la enseñanza de una vida dura y vosotros teníais el hastío de una vida fácil.
Vosotros erais la verbena y nosotros éramos el cuartel. Éramos el cuartel donde todavía
las armas poseían un sentido militar de alerta y de peligro. Todavía nuestras campanas
eran las campanas de las viejas ciudades de la Conquista, si alegres para tocar a bodas,
si tristes para tocar a muerte, forjadas para el rebato de la invasión inminente que, noche
a noche, desde la fundación casi de nuestra vida, nos amenazaba desde el río. Aquí, en
esta punta de América, solos en la extremidad del mundo, aprendimos a ser punta de un
Imperio. Aquí ganamos gloria de soledad y con la gloria ganamos conciencia de esa
gloria: conciencia y responsabilidad de sabernos con un destino que España, que la
Corte española, se hallaba entonces empeñada en malograr.

Vosotros nos habíais dejado solos. Pero nosotros éramos España. Un día los ingleses
se atrevieron a nuestras playas. Ellos sabían que estábamos solos, pero no sabían que
éramos España. Y la España que vivía en nosotros, la España de la vencida Armada, la
que si fracasó en un Lepanto contra el Protestantismo, fue capaz de organizar contra el
Protestantismo un Lepanto, la que aceptó de antemano perderlo todo para ganarlo todo,
esa España de sangre y no de papeles, la de la turbulenta sangre que se derrama quizá
porque no consiente la acomodada regularidad de las venas, esa España, la España
nuestra, la de los conquistadores y de los misioneros, la de la heroica truhanería humana
y divina, se levantó en armas desde su pobreza aldeana para mostrar a Europa que
existía una América imperial todavía fuerte, no una América de hombres nuevos nacidos
de nadie -como lo pretenden nuestros historiadores oficiales- sino de hombres de sangre
española que no habían perdido la juvenil alegría que infundió a su sangre la eterna
juventud de la Conquista. Próceres conquistadores buscaron en América la Fuente de
Juvencia. Si fracasaron entonces en el desengaño del mito, triunfaron en la afirmación
de la sangre que ellos derramaron y que había de ser semilla y fundamento y fuente de
juventud. La Fuente de Juvencia brotaba en la arena misma que hería la quilla de sus
barcos y en la tierra misma donde ellos ponían el pie. Porque América les estaba
señalada para que aquí se asentara la resurrección de España. América no era tierra
penitencial; era tierra resurreccional. España tenía todavía demasiada simiente y su
tierra estaba ya demasiado cansada. La sangre tenía todavía demasiada juventud y el

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suelo tenía ya demasiada vejez. Por eso se le señaló á la sangre la tierra de América;
para que aquí pudiera continuar fructificando en fruto español.

España no había caducado. No había caducado su auténtica realidad. No habían


caducado sus poderes en América. Pero España se había transferido entera a la tierra
de América.

La Corte representaba a España y, así, España parecía caída. Y, pareciéndolo, estaba


incapacitada para continuar siendo el centro de un imperio.

No se deshace un imperio porque las partes que lo componen alcancen la mayoría de


edad. Se deshace porque el gobierno de la metrópoli entra un día en la senectud.
Terminada la empresa de los Austria, España -la Metrópoli española- comenzó a
envejecer. Las canas no eran ya consejo y experiencia que podía seguirse o no
seguirse; eran supersticiosa tiranía. Se habían acabado los santos y empezaron las
novenas amujeradas. Se habían acabado las conquistas y empezaron las cuentas de
administración. Se habían acabado los guerreros y empezaron los políticos. Se habían
acabado los fundadores y empezaron los recaudadores. América comenzaba a sentirse
sola. Y el liberalismo tenía la culpa de todo eso.

Vosotros os hicisteis liberales. Peor todavía: a vosotros os habían hecho liberales.


Vosotros teníais en las manos los dos triunfos del juego -la cruz y la espada- y os
sentasteis a la mesa de los jugadores fulleros y os cambiaron los triunfos por unas
baratijas de la época. Os perdieron por falta de pasión. Vosotros habíais sido los
mayorazgos y nosotros habíamos sido los segundones. Los hijos de unos y otros -los de
España y los de América- éramos ya primos hermanos. Vosotros nos mandasteis
hombres que nos administraran y esos hombres traían bajo el brazo El contrato social
del pobre Juan Jacobo Rousseau o algún libro de meditaciones de cualquier monigote
francés más o menos tonsurado y más o menos apóstata. Vosotros -los hijos de los
mayorazgos- destruisteis la conquista que nuestros padres -los segundones- habían
ganado.

Pero, afortunadamente, la España de hoy no es la España de ayer: es la España de


anteayer, como es la América de hoy. Ya ha sonado para el viejo liberalismo la hora de
la derrota. Ya lloran sobre su agonía las viejas cocottes que sostuvieron a su costa los
salones políticos de antaño. Ya comenzó el desbande de sus sirvientes y el sálvese
quien pueda de sus paniaguados. Ya apenas recuerdo queda de sus ministros
afrancesados y de su pizca de rapé en los dedos. Lo condenaron los hombres que
volvían de pagar sus culpas en las trincheras del 14. Eran las víctimas del adulterio que
se levantaban contra la traición. Eran los soldados que habían peleado por una causa
oscura y lamentable; los soldados asqueados de engaños y de palabras los que, de
vuelta de la guerra, se encontraban con que el premio de todos sus sacrificios era una
paz sin paz: una paz que tenía la terrible amargura de las cosas inútiles. El mundo se
había perdido una vez más, pero esta vez se daba cuenta de que se había perdido. El
liberalismo había triunfado, pero también los hombres habían ganado una experiencia de
dolor. Y con el dolor nacería una nueva esperanza: el sueño de un orden nuevo, de un
orden ordenado a un fin.

En demanda de ese orden, reclamándolo como un derecho, se alzó la España


imperecedera, la vuestra y nuestra. No fue aquello un pronunciamiento de militares; sí un

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pronunciamiento militar de la sangre. Por eso fue vuestro y nuestro, porque la sangre es
una, como es uno e indivisible nuestro destino común.

América, la verdadera, se ha salvado con España la verdadera. La vieja metrópoli


caduca no existe ya para nosotros. Ahora tenemos, para mirarnos y para glorificarnos, a
la nueva España del antiguo esplendor austriaco e imperial. Los hijos de los
conquistadores saludamos ya a los reconquistadores. Ya la Cesárea Majestad de Carlos
vuelve a ser la nuestra; ya llamamos nuestras a las sombras hasta ayer desterradas de
nuestro recuerdo; ya estamos otra vez juntos en la Historia, reconciliados en una misma
grandeza.

Nosotros los americanos, los que velábamos en la noche liberal que nos rodeaba las
armas que vosotros alzaríais en España, los que hablábamos desde siempre un
lenguaje que ya es el de vosotros, los que soñábamos un Escorial de fuego cuando en
España las antorchas estaban en manos de los miserables, nosotros los americanos
verdaderos, no somos unos pocos hombres. Somos una fuerza; y la fuerza no se cuenta
con los números, se la mide, pero no se la cuenta. Somos la juventud de América, la
América futura que se ha empeñado en ganar un estilo y en imponerlo. Somos -estamos
seguros de ello- un destino. Ayer éramos apenas los desesperados fieles de la
esperanza. Hoy somos los firmes ejecutores de la realidad americana. Nada
construimos, sino que destruimos. Sobre nuestra casa de piedra, el liberalismo había
alzado su tablado de oratoria vana y de fácil declamación. Nosotros le prendimos fuego
al tablado y pusimos al descubierto la insubstancialidad de la tramoya pintada y la
fortaleza de la piedra imperecedera. Vosotros reconquistasteis a España cuando
nosotros descubríamos América. Y América redescubierta y España reconquistada son
una sola y misma juventud, una sola y misma fuerza que empuja desde el fondo de los
siglos. Porque la España vuestra y la América nuestra no representan simplemente el
triunfo provisorio de una generación de jóvenes. Son la juventud eterna; la juventud que
se llama juventud para hacer rabiar a los viejos traidores. Vosotros y nosotros somos la
eternidad; la eternidad de quienes se encontraron un día en la intersección de dos
caminos y ese día comprendieron que sus caminos formaban una cruz. 1

Algo parecido hay en versos como éstos, en los que trasluce España, detrás de la gesta del
Descubrimiento:

América

Un silencio de ángeles corría


por las provincias de la Primavera.
Era toda la sal hecha ribera
y el misterio hecho todo especiería.

Alta la mar recóndita y sombría,


plena la luz como la luz primera,
iba sonando a gracia delantera
-¡Salve Regina!- la marinería.

1
Del libro «Escritos y discursos a la Falange». Texto tomado de la edición realizada en Buenos Aires por
Editorial Santiago Apóstol y Ediciones Nueva España en 1999, quienes, a su vez lo toman de la 1ª edición publicada
por la Asesoría Nacional de Formación Política del Frente de Juventudes.

5
Ya la tierra era tierra. Ya el morado
estandarte escribía sobre el cielo
su león y su castillo y su cuidado.

Su viento era su viento. Y en la altura


-¡Salve Regina!- al aire de su vuelo
reinaba Dios en Padre y creatura.

(Dulcinea y otros poemas)

Dirá otro tanto, en similares razones, cuando hable en la sala capitular del Cabildo histórico en
Buenos Aires, en 1966, en una conferencia en ocasión de la Semana de la Hispanidad, que tituló
Nosotros y el Descubrimiento.

Pero nada de esto es un dato relevante, al fin de cuentas, porque páginas iguales podrían
espigarse en su obra en tal medida, tantas hay que diríamos que Anzoátegui no ha hablado de
otra cosa.

No extrañará saber entonces que casi la mitad de la veintena de obras que alumbró en vida, se
publicaron o primero en España o al mismo tiempo en Buenos Aires.

En 1947, por ejemplo, se lo saludaba de este modo, cuando se lo esperaba en la Península, a


propósito de uno de sus viajes.

Salutación

En vísperas de nuestra salida, dos hombres nuestros de ultramar, Ignacio B.


Anzoátegui y Jaime Eyzaguirre, llegaban a España. Argentina y Chile nos enviaban
con ellos el arte sin debilidades y la inteligencia que sirve. Su estancia entre nosotros,
más que a un examen de sus vidas empuja a la efusión del abrazo que se da al
hermano.

Vinieron ambos como sólo se viene de América, con un impaciente deseo de encontrar
el sello de la España eterna sobre la imagen de la actual. Esto hace que nosotros
sintamos ante ellos una responsabilidad muy grave, que se adelanta a la alegría del
encuentro. Responsabilidad por lo que toca a la empresa hispánica y también por
nuestro deber particular de guardar aquí intactos los valores que la han de hacer eficaz
y gloriosa.

Junto a ellos, toma bulto y realidad el sueño común. Este estupendo milagro de la
coincidencia de ideas y voluntades, que ahora nos asombra cuando trabamos relación
con hombres de América, es el reflejo actual de una oscura y honda hermandad. Sobre
siglos y distancias, sobre claudicaciones y prestigios falsos, el latido de aquí y el de allí
sincronizan como si fueran hijos de los dos flancos del mismo corazón,

Anzoátegui y Eyzaguirre, testigos de este milagro de identidad no acordada, vienen a


hacer verbo lo que era presentimiento. Al transfundirnos mutuamente, sentimos que la
palabra común adquiere peso y vuelo. Ahora esta palabra es serena, pero algún día sin
perder su alma ortodoxa y ordenada, llegará al grito.

Este aire de peregrinos flameantes y fabulosos que comienzan a tener los hispánicos
que cruzan el mar, es signo de que algo importante ha de advenir. Apretando la
tormenta, como los romeros de Tierra Santa el cerco musulmán, cruzan por el Atlántico

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hombres desusados, consignas de espíritu y de entre la fugacidad de estos relumbres,
todavía parciales y desordenados, emerge, poco a poco, el cuerpo y la espada del
Arcángel.

Ante ellos dos, como ante cada soldado de la Hispanidad en América, tenemos que
abrir el corazón.2

Más allá de una retórica que podemos reconocer, por procedencia, por su tiempo y su ámbito, no
es casual semejante recibimiento, y no fue el único.

Tres ensayos españoles, Genio y figura de España, Extremos del mundo , la ya mencionada
Olas y Alas de España, el Manifiesto a las Juventudes de la Falange , Cielo y Tierra. 12 horas de
España y hasta Dulcinea y otros poemas, son clarísimas muestras en títulos de las preferencias
de I. B. Anzoátegui.

También está la obra dispersa, de la cual se puede esperar todavía una edición. Entre ella,
debería destacarse una relación extensa con la Colección Austral de la Editorial Espasa Calpe,
que le encargó a Anzoátegui diversas colaboraciones que se plasmaron en preparación de
ediciones y prólogos, para diversas obras de su catálogo. Así recorrió nuestro autor títulos de
obras de la antigua caballería, así como Los Viajes del Almirante Cristóbal Colón o de Obras
escogidas de San Juan de la Cruz, ésta de 1969. En 1952, la propia editorial publicó una
Antología de nuestro poeta. Pero, por ejemplo, también para la argentina editorial Estrada,
estuvo a cargo de la edición y el prólogo de las Églogas de Gracilaso de la Vega, en 1943.

* * * *

Anzoátegui conoce el mundo y –más allá de que le gustare o no todo lo que conoce- lo conoce
bien.

Con todo, es claro que es hombre de una sola cultura. Es lo más extraño a un ciudadano del
mundo.

Y la forma en la que para Anzoátegui se encarna la cultura es España.

En una simplificada definición, digamos al pasar que una cultura es, al fin y al cabo, primero un
modo de preguntar y principalmente un modo de responder las preguntas que los hombres nos
hacemos acerca de tres asuntos: Dios, los hombres y el mundo. Por último, una cultura es un
modo de obrar en consecuencia con las respuestas que nos demos acerca de estas tres
cuestiones.

De este modo ocurre que, en Anzoátegui, la hispanidad, el hispanismo y la hispanofilia incluso,


no es una conclusión de la razón o del sentimiento, no es un punto de llegada. Es una condición
del espíritu. Es una raíz del alma y los sentidos. Es un punto de partida. Es él quien es hispánico
e hispanófilo por vocación de la sangre y de los ojos y del alma. Pero esto es así en razón de
una simpatía cordial y existencial con España. Por connaturalidad, no por imaginación o
silogismo.

2
En Alférez, Madrid, 28 de febrero de 1947, año I, número 1, pág. 4.

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De allí que lo que de estas cuestiones vemos en su obra es lo que hay en su corazón, con una
identidad envidiable, sin duda. Se lo ha tachado de innúmeras maneras por su arbitrariedad
poética, política, histórica, cultural y religiosa. Y parece que quiere decirse con ello que
Anzoátegui representa un modo de ver las cosas que exaspera y que hiere una sensibilidad más
plural, más dinámica, más cambiante y acomodaticia.

El hombre -en la medida en que el hombre le imprime su sello a lo que realiza- le da su aliento a
las palabras que pronuncia, en la medida en que respalda sus dichos con su propio ser y ellos
son parte de su vida.

En ese sentido, el hombre merece que se lo reconozca como aquello que está detrás de su obra.

Se discute siempre respecto de cuánto de un hombre hay en su obra. Mucho se comparan


estaturas y anchuras, largos y profundidades.

Mucho se dice con respecto a si la vida entra en la obra, y cuánto de una hay en la otra; si una
depende de la otra, si influye una en otra, si la determina. Y así.

Dejemos estas cuestiones ahora. Y vayamos a lo inequívoco. La obra de un autor está en su


vida. Sin él, ella no sería. Si él no viviera, su obra tampoco.

El análisis y la hermenéutica se ocuparán en detalle de la extensión y de la intensidad de las


relaciones entre la obra y la vida.

Nosotros diremos ahora, más sencillamente, que de algún modo lo humano imprime carácter.

Y que cuando celebramos al autor, cuando homenajeamos su obra, celebramos y


homenajeamos aquello suyo presente en ella.

Su inteligencia y su voluntad, su mano y sus días, su imaginación, su destreza y su ingenio, su


trabajo y su disposición. Aquello que de su dolor y sus alegrías personales esté presente en la
obra, tendrá que ser recordado y mencionado conjuntamente.

Así con nuestro poeta. Nuestra mirada, sin embargo, se detiene ahora en su obra literaria, nos
detenemos hoy en las huellas de su arte .

Y dentro de su obra tal vez convenga mirar con atención que la clave de su mirada, como la de
su producción es lo bello.

No importa el tema o el asunto. Tal vez la España del Santo, tal vez la del Héroe o la del Poeta.
Tal vez la España de la Palabra, la de la Espada o la de la Cruz. Cualquiera, con todo, era la
España nacida de angelerías y estrellerías, y siempre en cuerda de belleza. Tal vez la España
del derecho indiano, tal vez la de la gesta cristiana ultramarina o la de los mártires.

No es que Anzoátegui no entendiera el valor específico de Rodrigo Díaz, de Alfonso el Sabio, de


Don Carlos, de Felipe o de Don Juan de Austria, no es que no supiera qué talla es la de San
Fernando, Santa Teresa, Iñigo de Loyola o San Juan de la Cruz. No. Anzoátegui sabe suficiente
teología, sabe lo bastante de historia y de política.

Pero la puerta regia por la que entra a la Catedral o al Imperio, es la bella puerta de la belleza.

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Es una difícil posición la del hombre de la belleza. Y no digo que Anzoátegui fuera tan sólo un
hombre del estadio estético, al decir de Søren Kierkegaard. Uno que viva antes que nada en la
exterioridad de las cosas y para ella.

Digo simplemente que es un hombre de la Belleza.

Como todo hombre tal, está en constante riesgo. Ya dijera el padre Leonardo Castellani que la
Belleza no solamente es el fin del arte sino que es el fin de la vida. Pero no aquí. Porque en el
tiempo, en el imperio de la materia y de los sonidos, en el reino sublunar de las cosas que se nos
aparecen sensiblemente, la Belleza es peligrosa, ambigua. Y el arte, el territorio mismo de ese
peligro sumo.

Sus razones son primero las de lo bello, sus miradas primero miran esto y, si acaso, después
escrutan.

Advirtamos, más temprano que tarde, que Anzoátegui no es una lectura complaciente y fácil.

Por humorístico que nos pudiera parecer, por irónico e ingenioso, Anzoátegui no es un payaso
ilustre.

Asumió en la Argentina, creemos, una de las tareas más difíciles: la tarea contracultural.

Pero no era un hombre de pronunciar solamente el “Muera...”.

También enfáticamente levantaba el “Viva...”.

Y ese “Viva...”, esa celebración, en Anzoátegui comienza y termina tanto en la belleza como en
España.

De su talante y de su modo de entender la batalla que mejor le cuadraba, dan muestra estas
líneas dedicadas a Manuel Gálvez, en las que se refiere a la primera versión de la revista
Criterio:

“La fundación del semanario Criterio –donde colaboró Gálvez desde los números iniciales–
significó una verdadera revolución en el campo de la espiritualidad argentina.
Alguien dijo que Criterio sirvió para demostrar que se podía ser católico sin ser tonto.

Efectivamente: la gente creía hasta ese momento que para ser católico era menester poner “cara
de católico”, que la fe era una especie de estado –de estado y expresión– de somnolencia
intelectual y que la virtud no era sino una forma de untuosidad. En torno de Atilio Dell’Oro Maini –
con Tomás D. Casares y Emiliano Mac Donagh– nos reunimos un grupo de escritores católicos
de variadas edades para decir, en paz con Dios y en guerra –si fuera preciso– con los hombres,
nuestra verdad universal. La alegría y la libertad con que lo hacíamos nos valió el éxito
inmediato. No había allí jerarquías figurónicas, ni grandes columnas, ni santones olímpicos.
Gálvez –ya famoso– se codeaba con el menor de nosotros. Con él –y sin él– nos reíamos de su
sordera, porque era uno de los nuestros, como nos reíamos de nuestro censor eclesiástico –el
padre Zacarías de Vizcarra–, quien en una ocasión se quejó amarga y airadamente de no poder
enviar a su condiscípulo Monseñor Segura un número de la revista en que se publicó un artículo
suyo porque en la tapa aparecía “la figura de un jayán mostrando las alcantarillas”: el jayán era
un Sansón desnudo, vuelto de espaldas, despedazando un león. En Criterio colaboraron, entre
otros grandes escritores extranjeros, Gilbert Keith Chesterton, Hillaire Belloc, Ramiro de Maeztu,

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Jacques maritain, Giovanni Papini, Henri Massis y Henri Bordeaux, y, entre los argentinos, codo
con codo con los fundadores, Eduardo Mallea, Fernández Moreno, Ricardo Molinari y Jorge Luis
Borges. Prevenciones, alertas y temores de quienes a avalar nuestra postura, dieron al revés
con la revista. Así, cansados de ellos, aunque no de nosotros, los abandonamos a su propia
comodidad mental y fundamos –también con Gálvez– la revista Número, poder seguir haciendo
de las nuestras a la buena de Dios y con el evidente beneplácito de nuestros ángeles custodios”.

Otro tanto de lo mismo se ve en el homenaje a Tomás Casares que publicara la revista


Universitas de la UCA en 1975, donde decía, hablando de los Cursos de Cultura Católica:

“Nacieron los Cursos de Cultura Católica de la decisión de una minoría de hombres inmunes a la
heredosífilis liberal que venía regenteando al país después de lo de Caseros (donde la Patria se
recalcó un pie).

Era por entonces el cultianalfabetismo dueño casi absoluto de la verdad y de la historia: de la


verdad gambeteadora y prepotente y de la historia para párvulos a la que jineteaba orondamente
tocado de poncho y galera.

La chivatería masónica dictaba cátedra y las quitaba. So color de los colores azul y blanco –
infaltables delantales de las tribunas de pino improvisado– arengaba a un rebaño, al que, de
paso, había negado el derecho de posternarse ante el Pastor. Y la intelectualidad argentina la
escuchaba boquiabierta, acaso balando hurras a los carraspeos de los descuajeringados
pajarracos.

Aquella chivatería creó, así, para los fieles de Cristo, una cara que reunía los rasgos de la
beatería y la bobera.

Fue por el veintitantos cuando el Señor decidió que se operara el milagro. Y lo hizo –como a Él le
gusta hacerlo– valiéndose de aquella minoría, en armas también ella, cuya misión primera era la
de llamar pan al pan y vino al vino y cuya segunda misión era la de comerse a los comecuras.
Pan y vino fueron su alimento y su aliento: el pan y el vino del convivio eucarístico donde Cristo
se da entero a sus leales seguidores.

En medio de aquella época tan nefanda como nefasta, en medio de aquel tiempo que se creía
dueño y lacayo del último quiquiriquí del máximo mascalzone de turno, en medio de aquellos
años enloquecidos de aggiornamento con el más vil de los viles detractores, los Cursos de
Cultura Católica nos rescataron a la confianza, nos reconciliaron con la Dignidad, nos enseñaron
que el católico no tenía por qué poner cara de drogadicto de la virtud, de monja psicoanalizada
por cualquier Amado Nervo.

Tales fueron las lecciones que aprendimos en los Cursos. Tal fue la vida que nos develaron. Tal
la enseñanza deslumbrante que compromete para siempre nuestra gratitud”.

Allí está ese talante belicoso y vehemente que recorre buena parte de su obra.

Pero creo que haría uno muy mal en ver esos arreos simplemente como arreos de guerra. Esos
arreos son los vestidos que viste un amante caballero puesto a batallar por amor. Porque la tarea
contracultural de Anzoátegui no se entiende, si no se la entiende movida por un amor que la
impulsa.

Cuando una cultura se reblandece, se tuerce, se torna insípida, cuando se vuelve decadente y
se apoltrona, acicatearla es un empeño amoroso.

1
Intentar que una cultura vuelva a sus raíces, a su fuerza, a sus fueros, y que lo haga con su
antiguo y probado vigor, es una tarea de titanes. Pero de titanes amantes también.

Por pequeño que sea el aporte, requiere de un esfuerzo inmenso. Y requiere de una valentía
poco común. Desde antiguo venimos los hombres deshaciéndonos de la figura incómoda de los
profetas, de los desfacedores de entuertos, de los precursores. De los que nos dicen la verdad
de muchas maneras.

A veces, el premio que se les concede es la muerte.

En ocasiones, el pago que reciben los que tienen ese empeño es el olvido, que es una muerte
repetida.

Un hombre solo no puede con toda una cultura, y si es un hombre lúcido, lo primero que sabe es
eso.

Anzoátegui acometió esa tarea. Y lo hizo con alegría y vigor. Y con empecinamiento.

Y como era su modo, lo hizo al modo hispánico. Con tanto vigor y alegría como los de Santa
Teresa, con un empecinamiento quijotesco.

No hace mucho, precisamente, tuve ocasión de recordar algunos pasajes de su Genio y Figura
de España, en los que habla, precisamente, de Santa Teresa, tanto como de Don Quijote:

Santa Teresa funda conventos en la tierra española y Don Quixote levanta castillos en el
aire español: conventos de avanzada y castillos fronterizos, porque para España no hay
otras fronteras que las que separan el cielo de la tierra. (Bs. Aires, Ediciones Nueva
Hispanidad, 2000; pág. 31)

Más adelante en su ensayo, continúa Anzoátegui, acercándose todavía más al meollo de la obra
cervantina, queriendo o sin querer y dice:

Santa Teresa no pelea para que España le reconozca prerrogativas de santa, ni Don
Quixote pelea para que España le reconozca prerrogativas de caballero. La primera
pelea para que España reasuma su destino de santidad, y el segundo pelea para que
España reanude su destino caballeresco. La primera pelea en una tierra de santos que
un encantador había trocado en clérigos, y el segundo pelea en una tierra de caballeros
que otro encantador había trocado en cortesanos. Clérigos y cortesanos que en el sopor
del maleficio soñaban aun con sus historias de santos y de caballeros. Clérigos que
jugaban a la santidad y cortesanos que jugaban a la caballería: porque la santidad y la
caballería son los dos juegos de azar donde España se juega constantemente la fortuna.
(Ibid., pág. 34 y sig.)

* * * *

Sus obras, como dijimos, tienen la impronta permanente de la búsqueda de la belleza. Y eso no
solamente se expresa en un estilo. No basta con decir su apego al decir barroco, su afecto
gongorino, que no afectación. O su celebración del claustro y del castillo medievales.

1
Su huella frecuentemente se ha entendido como una huella cosmética y de allí que muchos
hayan confundido su afán con esteticismo. Anzoátegui pertenece ciertamente a una generación
que dio algunos esteticistas notables pero que, en cualquier caso, le dejó a nuestro país, incluso
a buena parte del mundo de habla hispana, un legado de genuina renovación literaria.

Los hombres nacidos a comienzos del siglo XX, tuvieron ese raro sino de dejar huellas
duraderas en la literatura argentina.

Marechal, Bernárdez, Borges, por citar tres muy conocidos connacionales, son sus
contemporáneos. En medio de una lista nutrida de finísimos poetas.

Entre el remolino estético de los años ‘20, Anzoátegui eligió su rumbo por afinidad natural, por
resonancia, por consonancia. Y esa preferencia lo volvió el emblema de España entre nosotros.

Es verdad que toda preferencia nos suena injusta. Y en Anzoátegui este parecer no es una
excepción. Pero sabemos que no es odio a otras naciones lo que lo mueve a preferir a España
por encima de otras y todas las historias humanas.

Su amor a lo hispánico era más que una moda, como pudo haberlo sido en aquellos años de la
década del ’20. Muchos se hispanizaron por escuela, por pertenencia a una corriente o
vanguardia.

Pero él le fue fiel hasta el fin. Ella, España, era la niña de sus ojos. Y sus ojos eran hispánicos.
Era amor a España, no era odio al mundo. Con ojos hispánicos veía en España la cifra de todo lo
que era en el mundo admirable y amable.

Amó primero la España en sus cosas y en sus paisajes, en sus figuras y emblemas.

Pero mucho más y antes la amó en su lengua, de la que estaba enamorado como se enamora
uno de las huellas y los rastros de la amada.

Para Anzoátegui, España era, por encima de muchas otras realidades, una lengua: el castellano.

No puedo sino proclamar –dice- lo que saben todas las personas decentes: que
poseemos el mejor y más expresivo idioma del mundo, probablemente anterior al
famoso despiporre que organizó Dios en Babel. Eso me da derecho a admirar la palabra
por la palabra misma: porque cada palabra castellana es por sí sola un pensamiento y
un paisaje y un estado de ánimo y un trampolín de inagotables sorpresas. Por eso, más
que un sentido académico, tiene un sentir que trasciende la definición oficial y hace con
ella los malabarismos que se le antoja. Porque nuestro idioma no es idioma de
ejecutivos sino de poetas, que es para quienes se creó la lengua castellana (Radio
Municipal, 15/3/1968 reproducido en Jauja, Nº 24, diciembre de 1968).

Anzoátegui, por otra parte, vivió en los días en que las capillas literarias estallaban en
vanguardias atomizadas y dispersas, recorriendo el tiempo en todas direcciones.

Desde el surrealismo al neobarroquismo; desde la mirada nostálgica hacia los siglos de oro,
hasta las innovaciones y experimentos con sonidos, figuras y estilos.

1
Él tuvo sus preferencias en cuanto al modo de producir la belleza con palabras. Pero no era un
mero esteticista. No creía estar en este mundo para hacer de cochero de dandys, ni para ser él
mismo un dandy de la literatura.

Diciéndolo en un lenguaje que tuvo su cuarto de hora, Anzoátegui fue un autor comprometido.

Tuvo, sin embargo, un raro estilo militante.

En la revista Satiricón, a comienzos del año 1984, bajo una sección denominada Letras y
Letrinas (breve diccionario de autores en desuso) , un escriba innominado hablaba de Anzoátegui
cargando un poco las tintas ideológicas, en lo que de todas formas parece ser un elogio, aunque
paradójico:
“Apólogo de la violencia fascista y del Catolicismo. Sus Vidas de muertos, De tumbo en
tumba y Vidas de Payasos ilustres, ilustran lo peor del pensamiento medieval
reaccionario, al tiempo que exhiben una prosa que más de uno quisiera portar. Hombre
de cultura superior, de arbitrariedad genial, de convicciones profundas y bien
defendidas, hoy es un escritor olvidado...”

A veces, hay que esperar que los adversarios hagan siquiera un poco de justicia.

Es verdad que su militancia pudo haberse volcado a la tarea política, al discurso cotidiano, a la
acción, al ejercicio del gobierno.

Y ciertamente que por allí también transitó, aunque mucho menos, incluso en España misma y
no sólo en la Argentina.

Pero, en rigor, basta ver su bibliografía (y leer sus obras, claro) para advertir que ejerció otro
modo de concebir la política, en la cultura y hasta en la poesía.

Como hemos dicho, entre 1930 y 1973, Anzoátegui publicó una veintena de obras.

La mitad de ellas son poesía mayormente lírica.

Y no es por casualidad que Romances y Jitanjáforas, en 1932, y Poesía para 1973, en ese
mismo año, abren y cierran su producción.

El resto son ensayos, aforismos, cuentos. Y, estrictamente hablando, un opúsculo, no hace


mucho reeditado, de carácter militante, con una serie de artículos y discursos a miembros de la
Falange española.

De su obra varia y dispersa, reunida a veces en volúmenes –alguno de los cuales todavía espera
una edición que parece no tardar en venir–, de sus artículos en decenas de publicaciones
nacionales y extranjeras, tampoco se puede decir que se trate de material político en el sentido
que acostumbramos a oír.

Su tarea contracultural no era en ese sentido ideológica y política. Aunque sí era política en un
sentido más alto y más viejo, el sentido de lo político de cuando los hombres creíamos que la
política era una tarea del espíritu.

1
Lo perdurable de sus páginas seguirá vigente por lo que tiene de empecinamiento en levantar
palabras, en levantar doctrinas y alzar la Fe, como quien levanta pendones y banderas al viento,
por gusto además de verlos flamear. Algo tan español como eso.

Se trata, sin duda, de un empecinamiento festivo la mayor parte de las veces, porque eligió el
humor y el ingenio como lanza.

Creemos, pues, que Anzoátegui fue uno de los más eficaces en la ardua tarea de revisión de
tópicos malversados y de enderezamiento de torceduras mentales y espirituales, a lo largo de
cuarenta años.

Por supuesto que no debemos soslayar sus soslayos. Ya dijimos que tenía sus preferencias, sus
miradas sesgadas, sus modos de preferir. No siempre acierta, sin duda. No siempre sus gustos
nos conforman, no siempre sus disgustos serán los nuestros.

Pero no se equivocó en todo. Ni siquiera en la mayor parte.

Y si tuvo asegurado el silencio público y oficial no fue por haberse equivocado alguna vez sino
por haber acertado varias veces.

Suele ocurrir que hay quienes parece que pagan por sus desaciertos o flaquezas, cuando en
realidad lo que les están cobrando son sus aciertos y su reciedumbre.

Y ambas cosas, firmeza y lucidez, suelen ser muchas veces imperdonables.

En no poco fue lúcido y valiente Anzoátegui, de manera que no es de extrañar que se haya
hecho merecedor de algún castigo.

No podemos dejar ir hoy a Anzoátegui sin mencionar lo que creemos sea el más hondo quicio, el
eje más vertebral de su obra: su fe y su esperanza y su amor a Dios, especialmente en tanto que
autor y destinatario último de la belleza, de la belleza plantada en este mundo y de la belleza
hecha por mano de hombre.

En esto Anzoátegui resulta también un motivo de consuelo.

Por raro que parezca, la belleza es consoladora. La belleza puede hacernos renacer la
esperanza maltratada, puede iluminar nuestra fe. Y por la belleza no pocos se enamoran del
autor de todas las bellezas.

Cuando los hombres vislumbramos casi a tientas la belleza como un esplendor de la verdad y
como una corona luminosa del bien, tenemos en la belleza una escala al Cielo.

Como ocurre con todo lo noble y grande, su malversación lo vuelve perverso y pervertidor.

Así con la belleza. Y de allí que la belleza sea un asunto tan peligroso.

Anzoátegui nos parece haber sorteado ese peligro de despeñarse por la belleza hacia el abismo.
Y nos parece también haber sorteado el otro peligro no menos grave de tener a lo bello de
rehén, como suele ocurrirle a ideólogos, sofistas o predicadores.

1
Algunos ejemplos de esa tensión, de la que decimos salió triunfante, aparecen condensados en
sus aforismos.

Nos dice hablando de Don Juan Tenorio:

“¡Pobre Don Juan Tenorio, victimario de mujeres tontas y asustadizas! Porque, más que un
conquistador de ley, era un estuprador sin ley: un marica que se creía Don Juan Tenorio. Me
refiero al de Zorrilla. El de Tirso era todo un loco que tenía lo que hay que tener y quizás un poco
más: su desesperación de Gloria y su desesperación de Infierno. Ese algo que, desde que el
mundo es mundo, mantiene en suspenso a los ángeles.”

O al referirse a Sor Juana Inés de la Cruz:

“Sor Juana Inés de la Cruz no está en el Cielo sólo por derecho de monja. Está allí por derecho
de Belleza. (La Belleza es la artimaña de que Dios se vale para ganar a los hombres al Amor).”

O al recordar a Los Siete Sabios de Grecia:

“Los helenos, que algo entendían de belleza, le dieron a la sabiduría el nombre más bonito de su
lengua: ‘sophia’. Porque para saber es menester saber bellamente: lo demás es física nuclear y
economía política o perfeccionamiento de artefactos sanitarios.”

O en aquel aforismo dedicado a Muñoz-Velasco:

En eso del confianzudismo que el español tiene con Dios, jamás he conocido nada tan
denodado y piadoso como el mote del escudo de los Muñoz-Velasco:
Antes que Dios fuera Dios
Y los peñascos peñascos,
Los Muñoz eran Muñoz
y los Velascos Velascos.

Finalmente, y entre tantas otras posibilidades, esa ingeniosa defensa de Lope de Vega, en la
que recala Anzoátegui mostrando en un giro humorístico la faceta riesgosa de los amores de
este mundo:

“Lope, amador como era por exigencias de poesía, no era un mujeriego. Fueron las mujeres de
su vida quienes eran loperiegas. Él no era un conquistador, sino un conquistable. Un poeta
substancial –casi un desvalido necesitado de amor– a quien las mujeres se lo pasaban de mano
en mano.” (De tumbo en tumba)

Se dirá que, al fin y al cabo, son razones poéticas.

Pero Dios le había dado eso. Y eso daba Anzoátegui.

El poeta sangra por nosotros, el poeta es el hombre singular que traduce la belleza y el amor y el
dolor del mundo, y no solamente sus dolores y sus amores.

Y esa traducción tiene el raro efecto de ser consoladora y refrescante, porque en su dolor
refrescamos nuestros dolores.

1
En su mirada, como en capas superpuestas, Anzoátegui veía lo inmediato en forma de Belleza, y
una cifra para él perfecta del mundo grande de las cosas grandes, la veía en España. Pero era
así como descubría sus modos, los suyos propios, los que le eran afines. Y esos modos eran
modos de escalar al cielo.

De Cervantes dijo en De Tumbo en Tumba

Con una pequeña pensión militar que se le hubiera acordado tras la batalla de Lepanto,
Cervantes no habría escrito el Quijote. Porque el Quijote es la novela de la anti-España: la
bocanada de bilis con que un hombre se venga de la gloria que él contribuyó antes a ganar, el
acceso de resentimiento de quien no alcanzó a aparecer en el grupo fotográfico del banquete.

Creo que en esta preferencia, nuestro poeta se equivocó y prefirió –españolamente- sostenella y
no enmendalla. Pero lo cierto es que, no solamente tuvo ocasión de celebrar a Quijote, a
Sancho, a Dulcinea y hasta figurarse el amor de Antonia Quijano, la sobrina de Alonso,
enamorada de él hasta el fin.

Más que eso. El propio Anzoátegui en su amor por una España que quiere de nuevo imperial,
caballeresca, Señora de Amadís, cristianísima, en todo ello, digo, Anzoátegui es tan Quijote
como Cervantes. Por esa razón, creo, Cervantes hizo de Quijote un Quijote. Por esa misma
razón, lloró Cervantes la poca gloria y grandeza que una España en decadencia tenía para
ofrecerle a un caballero sediento y hambriento de la luz imperial.

Cervantes es más hermano de Anzoátegui que lo que nuestro poeta pudo admitir. Hoy lo estará
sabiendo, confío.

Diré, finalmente, que Anzoátegui quería irse al cielo al modo español.

Así tal vez podamos entender sus palabras dedicadas a Gracilaso (en Poética y Política de
Gracilaso, en Extremos del mundo, 1942)

(texto, Antología, ECA, pág. 56)

Por si fuera preciso, tenemos, finalmente, que dar un ejemplo de cómo resulta en Anzoátegui
esa condensación de amor a la belleza, y por la belleza, de amor al Cielo.

Es claro que podemos fallar, pero elegimos, para concluir, este soneto, “En la rosa que sangra
cada día”, de su última expresión lírica, en 1973:

Este pequeño ser, este pequeño


Ser y no ser y estarse adormecido
En un rincón cualquiera del sentido,
Ausente el alma, el corazón sin dueño;

Este callado, desvelado sueño,


Esta luz donde es pétalo el latido,
Este, dándolo todo por perdido,
Izar la vela y enfilar el leño:

1
Todo perdido está, todo y hallado,
Todo presencia y todo lejanía,
Todo allá, todo aquí y en el costado

Esta herida de amor que todavía


Me duele como un dardo enclavijado
En la rosa que sangra cada día.

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