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El joven que tocaba el piano (y descuartizó

a su novia)
Cuando Javier Méndez subió al podio para recibir su medalla de bronce en la
Olimpiada Internacional de Física 2012 se abría un episodio luminoso que no tardaría
demasiado en cerrarse. Acabaría poco más de un año después en un pequeño
departamento del viejo edificio Juárez de la Unidad Tlatelolco. De cómo un joven de
19 años, deportista, amable, educado, talentoso, se transformó en alguien que no era él
y terminó por encajar un cuchillo en un cuerpo sin vida, de eso trata esta historia.

• Por: Por Alejandro Sánchez González / Emeequis


• 23 / Septiembre / 2014 -
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Primera de dos partes


El viejo elevador se detiene en el piso número 10 del edificio Juárez, en Tlatelolco, y
ambos jóvenes ingresan con prisa al departamento.
Apenas hace unas horas de este 28 de junio de 2013 se han conocido personalmente, pero el
deseo los ha sometido ya.
Empiezan a besarse y a acariciarse.
Javier toma a Sandra de la mano y la conduce delicadamente a su habitación.
Las ropas quedan esparcidas en el piso y se sumen en la intimidad sin mayor preámbulo.

Ella lo abraza con la determinación de quien se sujeta a un salvavidas en el mar.


Él, de 19 años, piensa que ese es un momento romántico y lindo.
Se siente ilusionado y a gusto.
Qué importa que apenas la haya conocido unas dos semanas antes en las redes sociales.

Media hora después de que se desnudaron, el tono rojizo de la tarde empieza a anunciarse.
Se visten y pasan al sillón de la sala, donde siguen platicando.

Ni cómo podrían saber que la vida de ambos se retorcerá por completo en algunos minutos.

***
Carlos Medina Martínez, un joven aflautado, de unos 58 kilos de peso, cayó al piso como
un tronco cercenado en el momento en que dos hombres corpulentos le cayeron encima.
Tenía el pantalón negro levantado hasta las pantorrillas cuando uno de ellos metió la rodilla
entre sus piernas y el muchacho apenas pudo girar el cuello para no tragar el polvo ni las
hojarascas.

Inmovilizado en el suelo, le doblaron los antebrazos sobre la espalda y le colocaron con


urgencia las esposas en las muñecas.
Carlos era, entonces, el más indefenso sobre la tierra.
Ni siquiera pudo pedir auxilio a sus compañeros de la cafetería, apenas a unos cuantos
pasos, en la que trabajaba como mesero.

-¿Qué pasa con el muchacho? -preguntó, con temor, don Samuel, dueño de la farmacia
contigua a la cafetería.

Carlos había entrado en la farmacia sin darse cuenta de que otros cinco hombres se habían
colocado en las inmediaciones, con pistola en mano.
Obedecía la indicación del gerente José Bocanegra y se disponía a guardar la moto
repartidora.

Pasaban escasamente las 11 de la noche del lunes 28 de julio de 2014 y en el número 10 de


la avenida Juárez se producía un pequeño caos.

-¡Camina! -le ordenó a Carlos uno de los hombres que lo levantó de un tirón con la mano
metida en el cinturón.
Lo subieron entonces a un auto blanco y se marcharon casi instantáneamente, dejando un
rechinido de llantas como su huella en una de las principales calles del centro de San Juan
del Río, en Querétaro.

A don Samuel, ya muy alarmado, pues temía que al muchacho lo hubiesen secuestrado, se
acercó entonces una mujer de jeans.
Se había levantado de una de las mesas de la cafetería en la que durante horas mordisqueó y
jugueteó con un pastel de chocolate.

Algo le dijo y le mostró unas imágenes que llevaba en un folder.


Don Samuel quedó paralizado.

En esos momentos, como si un escalofrío invadiera todo su cuerpo, la cajera de la cafetería


Finca Santa Veracruz, una joven de piel blanca y cabello lacio, tomó el teléfono y a
trompicones marcó los números para comunicarse con Emilio Gonzaga, otro mesero del
turno de la mañana, que había recomendado a su amigo, el mismo que ahora estaba siendo
llevado quién sabe dónde.

-¡Emilio, cuéntame todo lo que sabes de Carlos! -preguntó, alterada.

Emilio se disponía a meterse a la cama para despertarse antes de las 6 de la mañana y


prepararse para llegar al primer turno de la cafetería.

-¿Por qué?- respondió con el mismo tono con que le había hablado su compañera.

-¡Se lo llevaron!
-¿Quién?
-¡Hombres, unos hombres! ¡Cuéntame todo lo que sabes!
-¿Qué te digo?
-¿Quién es Carlos?
Emilio Gonzaga enmudeció.
***
Ni Javier ni Sandra fuman regularmente, así que ambos se saltan el epílogo que se
acostumbra entre algunas parejas después de hacer el amor.
En cambio, como corresponde a quienes escasamente saben mucho uno del otro, comienzan
a platicar sobre lo que hacen y sus planes para un futuro que se antoja muy amplio y por
definirse.

Javier Méndez Ovalle tiene una idea un poco más clara sobre lo que desea hacer en los
próximos años.
Ya ha sido un excelente deportista, un quarterback nato de las Águilas Blancas y los Búhos
del Instituto Politécnico Nacional, un ágil nadador, un buen pianista.
Por si fuera poco, ha demostrado un desempeño académico superior.

El siguiente paso de este joven, hijo de una familia que lo ha educado en el deber y en el
esfuerzo, egresado de una vocacional politécnica, es estudiar una licenciatura fuera de
México.

Sandra Camacho, en contraste, no atina a definir qué hacer.


Ha buscado ingresar a la Universidad Autónoma Metropolitana, pero no pasó el examen de
admisión.
De origen humilde, su familia no puede costear el lujo de una universidad privada, así que
debe intentarlo de nuevo.
Mientras tendrá que hacer algo.
Y ella fantasea con la idea de trabajar de edecán.

-Me quiero ir al extranjero a estudiar -le confía Javier a Sandra Camacho, una jovencita de
17 años delgadita, de hombros finos y cabello negro y largo.

-¿Cómo crees? -contesta y empieza a reír.

Se burla abiertamente de él.

-En serio, en tres meses me voy -insiste Javier, serio y con un dejo de desesperación.

Sandra lo percibe y sigue provocándolo:


-¿Tú quién eres para algo así?
Javier enumera entonces algunos de sus logros académicos: le cuenta que ha ganado las
olimpiadas de química, física y matemáticas en México y otros torneos en universidades.

Javier se mete apresuradamente al cuarto y descuelga de la pared una medalla de oro de la


22 Olimpiada Nacional de Física, saca algunos trofeos.
Si tuviera a la mano la Gaceta del IPN del 31 de enero de 2012, en la que aparece en
primera plana a la hora de subir al podio a recibir el reconocimiento, también se la
mostraría para que no le quepa duda.

Le dice que meses más tarde, en septiembre de ese mismo año, viajó a Estonia y que ganó
la medalla de bronce para México en la Olimpiada Internacional de Física.
Sandra sigue burlándose.
Javier, su joven amante, al que ha conocido apenas, sufre notoriamente.

-Ya me aceptaron en la Jacobs Universiti en Bremen, Alemania.


Ahí voy a estudiar la licenciatura en Física en septiembre -agrega Javier y eleva el tono de
voz.

Sandra no tiene idea de que la Jacobs es una universidad privada altamente selectiva que
ofrece becas a los mejores estudiantes del mundo, ni tampoco que Javier habla alemán ni
que a los 12 años viajó a ese país con un tío que lo llevó al Mundial de Futbol 2006 y que
desde entonces quedó maravillado y deseó fervientemente ir allá.

La joven nacida en Ixtapaluca, Estado de México, no se detiene.


Sigue, según lo percibe él, en plan mala onda, de plano ojete.

-¡Ja, ja, ja, ja! -las risas forzadas taladran de nuevo la cabeza de Javier.

-¡Cállate!
-¿Tú? ¿Te vas a ir? ¡Ja, ja, ja! -continúa y da un paso más.
Se acerca hacia Javier.
Lo reta.

-Aléjate -le pide Javier.

***
Pocos días después de llegar a San Juan del Río, el dinero que llevaba Carlos empezó a
escasear y el hambre apareció de tanto en tanto.
Una de esas mañanas se sentó en unas jardineras del centro para protegerse del sol debajo
de un conjunto de árboles de buen follaje.
Su mirada detectó entonces un pequeño anuncio en las vidrieras del restaurante chino Wing
Wah: "Se solicita mesero".

-Vengo por lo del anuncio- dijo.

Pero no había nadie que hablara español.


Estaba una mujer asiática que sólo arrugó la nariz y le mostró la carta como para que él
pusiera el dedo sobre alguna de las sugerencias del menú.

Se dirigió entonces hacía el anuncio y lo señaló.

-¡Oh! ¡Tlabajo, tlabajo! - sonrió la mujer.

-¡Trabajo, sí!
La encargada le enseñó un billete de 100 pesos y como pudo darse a entender, le ofreció
comida y agua al día.
Así empezó a trabajar de mesero.
No duró mucho.
Los chinos eran racistas y le daban un maltrato, así que buscó y encontró acomodo de
inmediato en El Tapatío, un restaurante de antojitos mexicanos, cuyo dueño, Roberto
Buendía, lo aceptó de buena gana.

No ganaba mucho.
Apenas 800 pesos a la semana con todo y propinas.
Pero recibió algo que no se compra: buen trato.
Buendía lo empezó a tratar como a un sobrino.
Eso le consta a Emilio Gonzaga, quien durante mes y medio trabajó allí antes de pasarse a
la cafetería Finca Santa Veracruz.

Gonzaga, casi de 1.
75 metros, delgado y más o menos de su misma edad, había tenido que dejar la carrera de
psicología por problemas económicos.
Aunque al principio Carlos era muy reservado, poco a poco fue mostrándole confianza.
Le contó que no tenía hermanos y que un disgusto fuerte consus padres lo llevó a tomar su
propio camino.

-Mi padre se dedica a abrir establecimientos comerciales, principalmente franquicias de


diversos giros -le dijo Carlos-, pero ya es hora de valerme por mí mismo.

Y si para eso había que atender mesas, adelante.

Carlos vivía en un cuarto alquilado cerca de El Tapatío.


Al principio sus pertenencias eran mínimas: un colchón y cobijas.
Después se hizo de la cama completa, de un radio y de un televisor.
No alcanzaba para más.
Se acostumbraba a la austeridad.

En su nueva faceta, la de mesero, extrañaba todo lo que dejó atrás: casa, comodidades, sus
padres, amigos, pero no pudo dejar una de sus más entrañables pasiones: la música.

Casi sin pensarlo, halló la manera de revivirla.


Cada que tenía ratos libres, tomaba el micro y llegaba al centro comercial Galerías San
Juan.
Se dirigía al local número 1000, el correspondiente a Liverpool, y una vez que ingresaba al
departamento de música, localizaba "su" piano, un Yamaha de 59 mil pesos, jalaba el
banquito, echaba el pie derecho adelante y el izquierdo ligeramente hacia atrás.

Los encargados del departamento lo saludaban con gusto: "Ya vienes a deleitarnos".
Una vez sentado, Carlos cerraba los ojos, apretaba la boca y dejaba escapar el aire por la
nariz para perderse en el mu,ndo envolvente de la música que interpretaba.

La admiración de los vendedores no era gratuita.


A diferencia de jovencitos y señores ya maduros, Carlos tocaba en serio.
Años y años de estudio hacían que sus interpretaciones de Beethoven, Mozart y Vivaldi
fueran un deleite.
"Hasta dos horas se le puede ver así.
El tipo es un bárbaro", dice Jonathan, un joven de 23 años que cuando habla de Carlos lo
hace en tiempo presente como si lo estuviera viendo.

A Eric, colega de Jonathan, tampoco le pasaron desapercibidos los inusuales conciertos.


También habla en presente.
"Ese compa sí sabe hacerlo bien.
Soy fanático del rock y además toca Guns and Roses y Pink Floyd, sólo por decir algunas
bandas", cuenta Eric, delgadito, con un fino vello en donde iría el bigote.
"Pero ahorita no ha venido", agrega el empleado.

***
Descolocado, Javier siente cómo crece en su interior una molestia a medida que Sandra se
burla de sus pretensiones, lo hostiga y hace que él, inexplicablemente, intente convencerla
de que es verdad lo que le dice.

Es la primera vez que le ocurre algo así.


Con ninguna de sus anteriores novias de colegio, como Noemí, Lizzeth o Brenda, le había
pasado esto.
La ansiedad crece.
Le da coraje que una jovencita se burle de un modo tan cruel de algo especial, de los años
de trabajo, de estudio, de los viajes, de los sacrificios que Javier ha hecho, de los desvelos,
el poco descanso, de las privaciones.

Sandra no para, sigue riendo, como una niña chiquita que no tuviera corazón; se burla y se
le acerca.

Javier reacciona.
Se aleja de ella, quiere acabar con eso, pero no sabe cómo.
Sandra lo jode, se le acerca otra vez, lo jode, lo molesta mucho.
La desesperación se apodera de Javier.
Está tan cerca.
La quiere alejar, la empuja, ella tropieza y cae.

Al levantarse Sandra tiene un chichón en la cabeza, Javier lo nota y se asusta.


Ella se da cuenta y comienza a gritar desaforadamente; él ni siquiera es capaz de distinguir
lo que ella, fuera de control, le reclama.
Sandra se abalanza sobre él, lo golpea y lo araña en la cara.
El mundo, su pequeño mundo, se retuerce.

El trata de defenderse como puede.


Es lo único que quiere.
No le quiere pegar, sólo defenderse, pero la golpea en la cara.
Ha sido un accidente.
Pero ella grita más y más fuerte.
Javier le dice que se calle, sus gritos son insoportables.
Las uñas de Sandra rasgan levemente la piel del joven.
Que se calle, por favor.
Que se calle.

Javier no resiste más.


La toma del cuello y caen al piso.

***
Esa noche del 28 de julio de 2014 la cajera le insistió a Emilio.

-¡Dime quién es Carlos!


-¿Cómo quién es Carlos?
-¡Sí! ¿Quién es?
-Es de Guanajuato.
Se vino porque se enojó con sus padres.
Es un chavo listo, culto y acaba de aprender a hacer trabajos de carpintería y ebanistería.

Dos meses antes había aAbogado por él cuando se enteró que El Tapatío estaba en quiebra.
Emilio había dejado antes el trabajo en el restaurante por otras razones.
Como la Finca Santa Veracruz está muy cerca, podía encontrarse de tanto en tanto con
Carlos.
Cuando en la cafetería se abrió una vacante de mesero en el turno vespertino, Emilio habló
con su jefe para que Carlos la ocupara.
El gerente José Bocanegra lo entrevistó, se quedó con una buena impresión y lo puso a
trabajar sin saber más de él.

A medida que la relación de amistad entre ambos muchachos se afianzaba, Emilio se


sorprendía de la inteligencia de su amigo.
Las conversaciones alcanzaron una profundidad que no es habitual entre jóvenes de esa
edad.
Carlos, por ejemplo, hacía cuestionamientos muy precisos sobre la carrera que había
empezado a estudiar Emilio: psicología.

-¿Toda histeria es el resultado de una experiencia traumática?


-Es parte de la teoría de la personalidad, según Freud -respondió.

-¿Cómo es que se expresan las emociones asociadas al trauma?


-A veces el paciente puede llegar a comprender el origen de sus síntomas mediante la
hipnosis, entonces se liberan las emociones reprimidas.
Es como drenar una infección local -contestó.

Con el tiempo, Karla, la novia de Emilio, también se hizo amiga de Carlos.


Salían a veces.
Una de esas ocasiones, Carlos les presentó a su novia Jezz.
Venía de Guanajuato a pasar el fin de semana con él.
Hubo buena química, así que de ahí en adelante las dos parejas convivieron en varias
oportunidades.
Carlos se integraba cada vez más a suvida en San Juan del Río.
Con don Roberto Buendía, el dueño del Tapatío, se creó una relación de afecto e incluso
éste le empezó a enseñar los fundamentos de la carpintería y ebanistería.

Digamos que la vida, apacible y con ciertas limitaciones económicas, corría bien para
Carlos.

Había cumplido casi un año de haber llegado a San Juan y por fin le quedaba tiempo para
leer también.
De hecho, en abril de 2014, había devorado Cien Años de Soledad, más o menos en las
mismas fechas en que el autor Gabriel García Márquez había muerto.

Eso es, hechos más, hechos menos, lo que Emilio sabía de su amigo Carlos.
Picado por la insistencia de la cajera de la cafetería, tomó el teléfono y llamó a su cuñado,
un policía judicial de Querétaro, para que le ayudara a investigar si lo habían secuestrado o
por qué se lo habían llevado.

***
Como si no fueran suyas, las manos de Javier se aferran al cuello de Sandra.
Aprietan, más y más.
Javier no lo ve en ese instante, pero se comporta como si otra persona tomara posesión de
él.
Aprieta las manos.
No afloja.
Aprieta más tiempo.
Pasan los segundos.
Una eternidad contenida en una fracción de tiempo.
Oprime el cuello hasta que percibe que ella ya no hace fuerza.

Javier se asusta, se levanta y regresa a su cuarto.


Está congelado.
No sabe qué con ella.
Piensa que quizá sólo se ha desmayado.
Regresa a verla.
La oscuridad se ha apoderado del lugar y prende las luces.
Se da cuenta de que no se mueve.
La intenta despertar, busca que vuelva en sí, pero entonces ya no hay manera de que evada
la realidad: está muerta.
Se apanica más.
Su cabeza gira y gira, no sabe qué está haciendo ni qué está pensando.
No sabe ni cómo.

Lo invade la idea de que tiene que sacarla, pero cómo hacerlo sin que lo vean.
Piensa y piensa.
Y se aferra a la idea de sacarla a como dé lugar.
Intenta cargarla como a las novias cuando se casan, pero no puede levantarla ni del suelo.
A su cabeza llega, entonces, pura basura.

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