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Crítica

Monos, la oscuridad fotogénica


Por Jacobo Cardona Echeverri

La película de Alejandro Landes entiende la violencia como un impulso que viene de la


nada. Sin embargo, se pregunta el autor de este texto, ¿habrá algo más racional que la
guerra?

Fotogramas de Monos (2019).
Monos, la última película del colombo-ecuatoriano Alejandro Landes, cuenta la historia de
un grupo de adolescentes, miembros de una organización armada, cuya principal misión
consiste en vigilar a una extranjera secuestrada y a una vaca lechera llamada Shakira. Una
serie de incidentes pondrá en riesgo los vínculos del grupo hasta el punto de “amenazar”, si
es que tal cosa es posible, “eso” que los hace humanos. La película, una coproducción de
nueve países filmada en el páramo de Chingaza y las selvas del cañón del río Samaná, fue
estrenada en Colombia el pasado 15 de agosto.

El entusiasmo generalizado de los críticos nos ha permitido profundizar en las cualidades


plásticas de la obra a través de referencias tan vagas como el “equilibrio de los colores”, la
“fotografía bien manejada”, un “casting impecable” o el hecho de que tiene una atmósfera
“asfixiante por donde se le mire”. La ponderación de su importancia cultural también es
bastante ilustrativa, y por esto no queda otra opción que moverse entre la improbabilidad de
“una película diferente a lo que el espectador ha visto en cartelera” y la grandilocuencia de
“la mejor película de guerra que se ha filmado en el país”. Precedido de muchos cartelitos
en las paredes y una “cosecha” de premios en festivales como el de Newport Beach o el de
Montclair, el largometraje fue escogido para representar a Colombia en los Premios Oscar y
los Goya.
Y sí, la película encandila. Un plano inicial me recordó la portada de un disco cualquiera de
Pink Floyd. Los carceleros adolescentes lucen como jugadores de paintball o extras mal
pagos de la distopía futurista 1997: escape de Nueva York, del director John Carpenter
(1981). Sus alias, únicas señas de identidad de seres sin contexto, evocan un mundo
confeccionado con fragmentos dispersos que manifiestan el vertiginoso tráfico global de
símbolos: Rambo, Sueca, Bum Bum, Perro, Pitufo, Leidi, Patagrande y Lobo. El páramo,
más arriba de las nubes, es más onírico que concreto. Estamos ante un mundo nuevo,
atemporal y agreste. “Estas son mis reglas”, parece afirmar el director. Sí, muy poéticas,
pero empiezan a resquebrajarse al permitirnos ver por entre los orificios de las ruinas
algunos detalles de la historia colombiana: rostros de políticos y periodistas asesinados en la
portada de un periódico, la figura de una secuestrada mediática, la organización militar que
lucha por un presunto bien mayor, entre otros. Así, la lógica perversa de lo real desprecia
las ínfulas de los símbolos ostentosos.

Rápidamente surgen las primeras molestias: en los rostros y voces de estos pequeños
guerreros no existe rastro alguno de monte; no se nota la inclemencia del viento helado que
taja la piel, ni el cansancio que hunde los ojos en el fondo de sus cuencas; los acentos de los
actores vienen de las calles de Medellín y Bogotá; esos muchachos parecen haber sido
seleccionados para un reality de supervivencia. Técnicamente, son unos farsantes. La
complicidad casi condescendiente del espectador atento llegaría hasta el punto donde hacen
cosas de jóvenes según lo establecido por la convención: drogas, juegos, fiesta, sexo.
Después de eso, el realizador obliga a sus intérpretes a cumplir no con las exigencias de
alguna narrativa, sino con los postulados de una tesis, y de esta manera, amparado en la
sofisticación visual, espera no solo salir airoso sino también provocar una enorme
fascinación. Bien hecho.
La ambición de Landes al retratar el paso de víctima a victimario, un fenómeno muy poco
explorado en la cinematografía nacional, queda empañada por la elección y tratamiento de
sus metáforas. A lo largo de la película, Landes examina el concepto mítico de la caída a
través de un descenso que es tanto geográfico –del páramo al piedemonte selvático– como
espiritual, y al hacerlo impone la premisa de un retorno a lo primitivo o animal, a un
supuesto estado de naturaleza donde reina la violencia. Esta postura, sin embargo, es
anticuada; su idea de lo primitivo vivió su esplendor en el siglo xix, época en la que se
concebía una evolución progresiva de la cultura, un desarrollo que no era solo tecnológico
sino también moral. Una visión etnocentrista. Tan corta y reducida es la mirada de Landes
que, para acercarse visualmente a ese presumible estadio anterior a la civilización, decide
exhibir a los chicos con lanzas y embadurnados de lodo. Un cliché. Además, prevalece la
intención formalista de registrar “artísticamente”, de posar según unos referentes literarios y
cinematográficos (El Señor de las Moscas, Apocalypse Now). Su costumbre de citar –o
plagiar– otras películas lo lleva a esquivar la raíz del comportamiento de sus personajes y a
descuidar el flujo narrativo de causas y consecuencias. No basta con clavar una cabeza de
cerdo en una estaca para convocar lo tribal, ni con reemplazar el lenguaje hablado con
silbidos para rastrear al animal interior. En Monos, el niño que mata al adulto por la espalda
mata al padre y también mata la razón. La selva, la violencia, se ha apoderado de él, pero la
transformación está lejos de ser traumática. Los niños se convierten en verdugos crueles,
pero el proceso que los ha llevado a ese estado es disperso y ligero: ni el régimen
disciplinario del grupo parecía suficiente para extirpar la sensibilidad, ni la naturaleza se
advertía amenazante y mortal, esas dos formas de supresión e influjo que tan bien se
describen en La cinta blanca (Haneke, 2009) y Los jóvenes salvajes (Mandico, 2017). Con
respecto al uso de locaciones pintorescas, Hitchcock aseguraba, motivado por la filmación
en Suiza de la película El agente secreto (1936), que era necesario usar dramáticamente
esos espacios: “¡Se deben emplear los lagos para ahogar a la gente y los Alpes para hacerla
caer por los precipicios!”. En Monos, en cambio, la fría montaña parecía erigirse como
espacio de contemplación e iluminación mística, y la selva como efluvio libidinal, casi un
torrente de exclusivo placer sensorial. (Incluso los mosquitos hacen irrupción en la diáfana
tela digital, como un tórrido deus ex machina, solo para desencadenar un momento de
simple formalismo, justo cuando la película parecía ir por otro lado.)

En el fondo, veo en las elecciones estilísticas del director una imposibilidad creativa: la de
retratar una fantasía como la del ser humano sin cultura a través de imágenes que apelan a
un registro folclórico de gran popularidad. Una visión consensuada y plana del hombre
salvaje. Al mezclar las lógicas del realismo y la fábula, Landes desaprovecha la riqueza
imaginativa de ambos mundos y, en ese trámite, su pregunta por la violencia se torna
sospechosa. Por un lado, al apostar por la intemporalidad del relato, el director desplaza el
lugar de las condiciones históricas y sociales que originan la violencia, los campos de poder
en los cuales esta se gesta. Y gracias a ello la mirada desideologizada del director es
políticamente perturbadora. Por otro lado, al acentuar las relaciones de la violencia con el
instinto y la animalidad, Landes corre el riesgo de oscurecer el componente racional del
fenómeno. Una distinción esencial que establecería la posibilidad de intervenir esa violencia
de forma científica con el fin de erradicarla o evadir su confrontación moral y penal al
asumirla inmodificable y natural. Tal vez no exista actividad humana más cerebral que la
guerra. Auschwitz nos enseñó que el mal más abominable no era obra de monstruos o
psicópatas, sino de mediocres burócratas que sabían cumplir órdenes. Antropólogos e
historiadores han explicado de qué manera hechos tan aparentemente absurdos o gratuitos
como los cortes de los cuerpos durante la violencia bipartidista (esa obscena instalación de
carne) o las masacres paramilitares tuvieron fines estratégicos: buscaban transmitir un
mensaje al enemigo o “desbaratar” los vínculos sociales de las comunidades para
apoderarse de las tierras o las rutas del narcotráfico. La violencia humana, contraria a la de
otros animales, puede ser cruel precisamente porque el rencor y la venganza, el odio,
aquello que “nubla la razón”, brotan en seres que habitan el tiempo, es decir, la palabra. Por
eso, nunca será posible pisotearle la dignidad a un jaguar.
En películas colombianas recientes sobre la violencia adscrita al conflicto, como Oscuro
animal (Guerrero, 2016) y El silencio del río (Tribiño, 2019), también se explora la
reducción del cuerpo a su componente animal, además de apostar por la opacidad histórica
y geográfica. En la primera, las mujeres buscan liberarse de un yugo masculino que
responde a su vez a una estructura de dominio inaprehensible y difusa. La osada propuesta
autoral de la ausencia de diálogos y el sonido extradiegético, además de abrir un gran
espectro de interpretaciones, ante todo señala el cansancio taciturno o el escepticismo ante
las palabras para contar el dolor derivado de tantos años de conflicto. Por otro lado, en la
película de Tribiño, el cuerpo-animal o cuerpo-despojo que transporta el río va dejando
rastros de una humanidad negada en los puertos donde encalla. En ambas producciones,
contrariamente al espíritu artificioso y pirotécnico de Monos, se hacen preguntas acordes
con la complejidad de la violencia que nos ha atravesado como nación. Una de ellas, por
ejemplo, es la relativa a la deshumanización que sufre la víctima, proceso mental ejecutado
por el verdugo para facilitar su tenebrosa tarea, que es solo posible en los entresijos de la
cultura. Paradójicamente, Landes había logrado en su anterior largometraje de
ficción, Porfirio (2011), un retrato del cuerpo lisiado y marcado, sumido en los límites de su
materialidad “defectuosa”. Un esbozo seco y elíptico que lo mantenía lejos del hervor
dramático.

Tras finalizar la película creí vislumbrar, en la breve anécdota que gira alrededor de la vaca
Shakira, la carga de culpa, dolor, crueldad y miedo que en el resto del metraje los creadores
se esforzaron por diluir en patologías y referencias cinéfilas, tal vez obnubilados por su
pericia técnica y por arrancarle belleza a cierta idea estilizada de la degradación. Una vaca,
lo único real: el rastro de la humanidad delirante.
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