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EL

CEREBRO
CORRUPTO
E D UA R D O H E R R E R A
mis generales de ley

N o soy más un corruptor, pero antes fui el mejor.


Tuve todo el dinero que un chico de barrio claseme-
diero jamás hubiese podido imaginar y, durante un
largo tiempo, en medio de excesos y a un ritmo cada
vez más frenético, me dediqué a despilfarrarlo sin éxi-
to. Simplemente no pude. El dinero siempre estaba
ahí. Y aumentaba. A cada momento, aumentaba, casi
sin que tuviese que hacer nada.
En ese punto toda mi vida se descontroló. Era un
tipo de treinta años que lo tuvo todo y que estaba por
encima de la ley. Es más, yo era la ley. Tenía trabajando
para mí a policías de todos los rangos y dependencias,
a jueces y fiscales de todas las Salas y de todas las re-
giones judiciales, a operarios de justicia con trajes de
2 mil dólares y lujosos Mercedes Benz estacionados
en calles de San Isidro y a secretarios judiciales de
mocasines gastados que habitaban oscuros solares en
el Centro de Lima. No importaba, todo sumaba. Y to-
das esas especies constituían el inacabable y aún más
diverso ecosistema de la corrupción en el Perú.
Dentro de ese ecosistema aprendí, con esfuerzo,
desde mis tiempos de anónimo practicante, a mover-
me, primero en los bordes para no ser detectado por
depredadores más grandes, y luego a plena luz, con la

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el cerebro corrupto

soltura de los vertebrados superiores que se saben in-


alcanzables para formas de vida menos importantes.
Lo que cuento aquí es una crónica de esos años y,
espero, una completa descripción de cómo se accio-
nan los resortes de la corrupción judicial en el Perú,
de quiénes los activan y de cómo se consigue que el
pecado no llegue nunca a convertirse en escándalo,
base sobre la cual descansan las buenas conciencias
que cada mañana hacen mover los engranajes de esta
perfecta maquinaria.
Ocurre que la justicia en el Perú, como todo lo
que ha brotado de nuestra improvisada y accidenta-
da historia republicana, es un sistema débil, ciego y
lleno de resquicios por donde transita la corrupción
de la manera más impune. Corrijo, quizá tendría más
sentido decir que es la corrupción el sistema fuerte,
asentado por siglos de experiencia colonial, el que
permite que uno más reciente, totalmente ajeno y de
modales extraños, se aloje en él, como lo hace el tibu-
rón con la rémora.
Debo advertir a quienes los busquen que en esta
historia no hay nombres propios ni señalamientos
particulares. No es mi objetivo hablar directamente de
alguien que no sea yo. En todo caso, sí puedo afirmar
que los personajes delineados, las costumbres aludi-
das y los lugares mencionados existen o existieron, y
que, en muchos casos, con la más completa tranquili-
dad, continúan operando.
Si alguna lección se puede sacar de todo esto, es
que cualquier esfuerzo por instaurar un sistema de
justicia eficiente en nuestro país debe suponer un
compromiso real. Por tanto, nada de lo improvisado

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mis generales de ley

hasta hoy tendrá éxito de no mediar entre quienes


pretendan llevar a cabo estas reformas un sincero
compromiso para sacarlas adelante y hacerlas durar.
Por lo pronto yo respondo mis generales de ley,
aquella declaración formulística con que todo impu-
tado empieza su largo camino al ser procesado. El im-
putado —está claro— soy yo, y quien me encauza es
nada menos que mi conciencia.

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los inicios

E mpecé en esto en la primera juventud. Tenía


aproximadamente dieciocho o diecinueve años.
Si me pongo a pensar en las razones que me lleva-
ron a iniciarme en la corrupción tal vez pueda quedar-
me con dos: las ganas de enfrentarme al sistema que
acaso, de forma inconsciente, veía representado en mi
padre —un médico asimilado a la policía— y la posi-
bilidad de abrazar el éxito que, según mi origen social
y económico, estaba claramente reservado para otros.
Estudié en la Universidad San Martín de Porres,
por ese entonces casa de quienes representábamos
el pujante esfuerzo de la clase media sobreviviente al
desastre económico y político del primer gobierno de
Alan García. En palabras simples, los que eran como
yo constituíamos el grueso residuo de los que sí logra-
ron ingresar a la Universidad de Lima o a la Universi-
dad Católica y que, en un futuro cercano, integrarían
la élite de los mejores estudios de abogados de Lima.
Los de mi universidad, en cambio, aprendimos
a sobrevivir, a encajar, en un ecosistema agreste y
subrepticiamente hostil a ordenaciones mucho más
modernas y formales. Recuerdo, por ejemplo, que
más de un profesor aplicaba ciertas estrategias —no
pedagógicas, por cierto— para aprobar alumnos sin

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«Yo era un tipo de
treinta años que lo
tuvo todo y que estaba
por encima de la ley.
Tenía trabajando
para mí a policías
de todos los rangos
y dependencias, a
jueces y fiscales de
todas las Salas y de
todas las regiones
judiciales».
mis generales de ley

mayores problemas. Nunca tuve certeza de que al-


guien le «bajara dinero» a un docente por pasar un
curso, pero sí participé más de una vez en la com-
pra del libro de autoría de un profesor, quien luego
nos censaba autografiándonos el ejemplar. Como ya
se puede entender, solamente los desinteresados y
entusiastas compradores conseguían aprobar. De
ahí en más hubo de todo. Y este fenómeno es solo un
ejemplo de lo que ocurre en condiciones «regulares»
en la vida común y corriente.
Otro caso de esa época es el de un compañero
desesperado por aprobar un curso que le abriría las
puertas a un puesto laboral al que la mayoría de no-
sotros no teníamos acceso en ese momento. Como
último recurso, y agotados ya todos sus esfuerzos in-
telectuales, le envió al docente un costoso y llamativo
regalo a su casa. El profesor, lejos de indignarse y de
rechazar el presente, guardó silencio. Al final del se-
mestre, mi compañero aprobó el curso sin mayores
sobresaltos y consiguió el trabajo que tanto buscaba.
Años después, el docente se convirtió en un importan-
te magistrado de un importante tribunal.
Por supuesto que también había espacio para
prácticas corruptas menos frontales, aunque igual de
llamativas. Este tipo de corrupción tenía cierta tradi-
ción universitaria, pero era nuevo para mí: el de al-
gunos dirigentes estudiantiles con licencia para «hue-
vear». Gran parte de las intachables y comprometidas
figuras que hoy tienen un espacio ganado en la vida
pública y política del país (incluso una connotada li-
deresa estudiantil que llegó a ser ministra) hicieron
sus pininos de esta manera. Así empieza la idea de

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el cerebro corrupto

que el político no debe trabajar y sí gozar de ciertos


privilegios porque «trabaja» para todos.
Así era mi universidad: permisiva con una corrup-
ción sistémica. Así era el alma mater que le dio forma
a mi incipiente vocación.

***

No obstante, es necesario que me detenga aquí y reco-


nozca que mi formación empezó años atrás. No en casa,
pero sí en el barrio. Como tantos otros, me inicié con
pequeños hurtos a la tienda de la esquina, guarecido
bajo la ilusoria seguridad que da la collera. Teníamos
todo un sistema, toda una maquinaria eficiente para
chicos de ocho o nueve años, pensada y bien planifica-
da. Consistía en aprovechar los tickets sin romper que
quedaban olvidados alrededor de la caja registradora;
los tomábamos y pasábamos con un producto bajo el
brazo, como si lo hubiésemos comprado.
Pero cuando no había tickets sueltos por ahí, apli-
cábamos otra modalidad, más burda y largamente ex-
tendida: la de guardar lo tomado —bolsas de gelatina,
por ejemplo— en los interiores de la ropa. Nunca me
atraparon. Ahora pienso en la reacción de mis padres
si un día alguien les hubiera tocado el timbre para
entregarles al pequeño desadaptado que tenían por
hijo. De seguro que nada de lo que vino después ha-
bría tenido lugar.
Creo que así va forjándose una existencia que en-
cuentra sentido al inclinarse al antivalor. Y ahora no
hablo solo de mí: compramos pornografía pirata en
submundos y piratería apta para todo público en gale-

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los inicios

rías Brasil. Televisores, ropa, juguetes para los chicos.


Compramos relojes de marca y celulares robados en
La Cachina. Autopartes cuando el presupuesto apre-
mia. Todo suma.
Y todo alimenta este mundo de permisiones e in-
formalidad que nadie se atreve a parar. ¿Cómo podría?
Esa creencia de que la formación en valores viene de
casa representa una auténtica mentira que, sin duda,
nos llevará a la fatalidad.

***

Pero ¿cuándo empiezo —profesionalmente hablan-


do— a introducirme en el submundo de la corrup-
ción? Todo inicia con esta anécdota que aquí relato.
Yo era practicante en un estudio de abogados de
medianas dimensiones cuyo titular era un joven abo-
gado dotado de una inteligencia superior. No intere-
san ahora los detalles del caso, solo que un día me
llamó a su despacho y me pidió cerrar la puerta. Has-
ta ese momento yo no había pasado de ser su mensa-
jero: dejaba escritos sobre los casos que manejaba el
estudio y hacía el seguimiento respectivo. Pero ese día
todo iba a cambiar.
Mi jefe me ordenó tomar asiento y comenzó a de-
cirme, con una familiaridad inusual hasta entonces,
que había un caso civil del que necesitábamos obte-
ner una copia. No recuerdo si se trataba de todo el
expediente, de alguna pieza del proceso o de una re-
solución. Lo regular era que él la pidiera directamente
al juzgado, pero por alguna razón que yo desconocía

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el cerebro corrupto

ya no podía hacerlo y teníamos que recurrir a la vía


rápida: agenciarnos la copia sin trámites.
Yo era un novato y recién estaba aprendiendo el
desarrollo de los procesos, así que hice a mi jefe tan-
tas preguntas como pude. Mi lógica de estudiante es-
forzado me llevaba siempre a pensar, «por qué no pe-
dimos todo esto por escrito y listo». Entonces mi jefe
dejó toda la familiaridad de lado y retomó el trato de
siempre. Su frase ha quedado grabada en mi memo-
ria: «tú no me traigas más problemas, tráeme resulta-
dos». Luego me preguntó si me sentía en condiciones
de conseguir la copia o no. No dudé y acepté.
Pero luego de tomar el reto vino el miedo. Nunca
había coimeado a nadie. No sabía cómo hacerlo. Mis
travesuras delictivas se reducían al bolsiqueo pater-
no, a robar bolsas de gelatina en las bodegas o a ba-
jarme del micro sin pagar. Aun así, sabía que no podía
fallar. Mi jefe nunca me dijo que si no conseguía esa
copia me botaba del estudio, pero a mí me quedó cla-
ro que el fracaso me condenaría al ostracismo en la
firma y habría sepultado mi futuro como buen litigan-
te. Es más, en honor a la verdad, mi jefe tampoco me
pidió que sobornara a nadie, solo rodeó la idea y fue
por la vía indirecta: «busca la solución a como dé lu-
gar». Además de eso, me indicó que podía acceder a la
caja chica del estudio por si necesitaba dinero.
La secretaría del doctor Chevarría, el encarga-
do del caso civil que teníamos, estaba en la avenida
Roosevelt. Por aquel entonces, las secretarías estaban
desperdigadas por todo el Centro de Lima y cada se-
cretario tenía su propio despacho. Así era más fácil la
interacción y, por tanto, la coima.

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los inicios

No le conté a nadie acerca del encargo. Tampoco


tuve ningún reparo ético. Si bien sabía a ciencia cierta
que lo que hacía no era lo correcto ni lo legal, tenía la
plena conciencia de que era una obligación, una prue-
ba de continuidad, casi el rito de iniciación que había
que sortear para empezar a ganarme los galones.
Mi primer acercamiento a Chevarría fue una tími-
da pregunta acerca del estado del caso. El hombre me
respondió con desprecio. Se trataba de un burócrata
hosco, amargado y mediocre al que le jodían los nova-
tos practicantes de estudios sanisidrinos o miraflori-
nos que, él lo tenía claro, más temprano que tarde, lo
pasarían por encima. Después de su respuesta lacóni-
ca, volví a pedirle, de la mejor manera que encontré,
que me ayudara a darme la copia que yo requería. No
le ofrecí nada. Más bien, se lo pedí como favor. Aún no
me atrevía. Chevarría no me mandó a la mierda, pero
estuvo cerca. Simplemente me dijo: «tú sabes que no
puedo darte nada. Tienes que presentar tu escrito no-
más». No fue un consejo amistoso, fue más una repri-
menda jodida y con bastante mala onda, y con la sola
finalidad de desanimar cualquier insistencia. Y fue tal
vez esa actitud soberbia y todo el desprecio que me
enrostró el imbécil lo que hizo aflorar en mí el empuje
suficiente para decidir comprarlo.
El abordaje para la coima exige determinadas ac-
titudes histriónicas. Nadie me las enseñó. Las impro-
visé. Incliné mi cuerpo hacia donde él estaba sentado,
en su escritorio de metal pintado de plomo como el
de todos los secretarios. Miré a ambos lados y bajé la
voz. Solté entonces la propuesta: «Maestro, tengo un
cariñito para usted si me da la copia… ayúdeme, pe».

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el cerebro corrupto

Todo esto con una inflexión cómplice en la entonación


que le demostrase a este pobre diablo que yo también
tenía calle.
El tipo levantó la cabeza y me miró por un segun-
do. Entendió el mensaje y el código casi por instinto.
Hablábamos ahora el mismo idioma. Chevarría abrió
el cajón de su escritorio. Estaba lleno de lápices vie-
jos que se remataban en borradores gastados, clips
oxidados, tarjetas amarillentas, hilo para coser expe-
dientes, un par de anteojos con el brazo roto y demás
porquerías. Yo volví a mirar a ambos lados y saqué un
billete doblado en cuatro del bolsillo de mi pantalón.
Acerqué mi mano al cajón tanto como pude y dejé caer
el billete dentro. Chevarría cerró sin mirar de cuánto
se trataba, guiado solo por el color de sus bordes para
detectar la nomenclatura del dinero. Me dijo que vol-
viera en diez minutos por mi copia.
Obtener ese pedazo de papel fue para mí la prime-
ra consagración. El primer pequeño éxito que me lle-
varía hacia la cúspide. Mi jefe no expresó mayor satis-
facción. Ni siquiera me felicitó, como yo esperaba. Sin
embargo, ambos sabíamos que, desde ese momento,
me había ganado su confianza y el derecho de ascen-
der y beneficiarme de los encargos que me reservara
en el futuro.

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en el vientre de la corrupción

A mí siempre me gustó el Derecho Penal. Cuan-


do ingresé a la universidad, aspiraba a ser un abogado
que defendiese causas interesantes y justas, además
de rentables. Pero poco a poco las cosas fueron cam-
biando. En los casos originalmente llamados «de cue-
llo blanco» —en los que yo quería especializarme— la
inocencia se convertía en una estridente y peligrosa
torpeza y la verdad era una línea tenue trazada por
cimbreantes tecnicismos. Sostener que tu cliente ha
matado a alguien o no es una tarea burda en gran par-
te de casos: en la criminalidad de cuello blanco hay
más que eso.
La idea de este término se puede entender mejor
si se le asocia con la figura del encorbatado, un tipo
pulcro de camisa blanca y con dinero en el bolsillo.
Es una criminalidad fina que se apoya en la sutileza
de los tecnicismos legales, tal como un videoarbitraje
trabaja en el fútbol. Como dije antes, los crímenes de
cuello blanco no son tan evidentes: no existen un ca-
dáver y un asesino ni se atrapa al criminal con las ma-
nos en la masa. Es mucho más intrincado: son casos
de fraude, estafas, desfalcos, que requieren abogados
más entendidos y mimetizados con el entorno. Abo-
gados que sepan hablar inglés y maridar vinos caros,

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el cerebro corrupto

que comprendan los detalles de una operación bursá-


til, que sepan de diferencias horarias y de off shores.
Aquí es donde me desarrollé, donde siempre quise
estar y donde aprendí a equilibrar impostaciones es-
tratégicas para no caer en el abismo.
Esto no quiere decir, para nada, que algunos en-
corbatados no cometan crímenes comunes. Más de
una vez me tocó sacar a un niño bien de una comisaría
por una «bronquita» de tono pitucón. En esos casos
tienes que, sencillamente, ser directo. Reconocer que
tu cliente la cagó y transar, lo que equivale a limpiar el
piso de las majaderías del mocoso de turno. Aquí era
posible compararme con una mucama de servicio de
hogar acomodado: dejar todo impecable para que el
«niño» vuelva a cagarla más tarde. Y todo sin protes-
tar, sin juzgar o criticar, porque para eso me pagaban,
y muy bien.
Y así como los delincuentes usualmente empiezan
siendo «pájaros fruteros» o «carteristas», en la co-
rrupción el asunto es similar. Salvo que quieras que-
darte como un segundón y rezagarte en el escalafón, la
idea es ir creciendo. Entonces los montos aumentan,
te involucras cada vez más, y te defines por la trascen-
dencia de tus acciones (y transacciones). Te haces un
nombre (y un hombre). No es lo mismo sacar adelante
un caso en una comisaría anónima que mediar en un
litigio ante la Corte Suprema. Voy a repetirlo para que
quede claro: aumentan las estrategias, los personajes,
los montos. Todo crece.
Las formas de actuar también se van refinando. Vas
desarrollando, por así decirlo, un estilo. En cada trato
se configura el escenario que te permite «marcar la

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en el vientre de la corrupción

cancha», y gracias a eso, cimentar la conchudez. Poco


a poco van quedando atrás los tartamudeos y el miedo
propios de un debutante. La experiencia te impregna
de cierto aplomo y te da la seguridad de quien dirige
los hilos del títere. En este camino sinuoso que escogí
—con plena voluntad, dicho sea de paso— cada caso
te marca y te enseña algo nuevo.
Pero por supuesto, que la suerte nos acompañe.
Yo tuve suerte de dos formas: por una decisión perso-
nal y por atesorar y prestar la debida atención a una
importante lección.
Primero la decisión: siempre busqué la indepen-
dencia. Tras los años de prácticas pre y profesionales,
y luego de titularme, dejé la seguridad del estudio que
me cobijaba y me busqué la vida por cuenta propia.
Llegado el momento, puedo decir que ya era dueño de
mí y de todas mis decisiones. Trabajar para mí fue, en
retrospectiva, la mejor decisión que pude tomar. De
hecho seguía creyendo en las estructuras y respetaba
las jerarquías —las vivía en mi día a día al interactuar
con el sistema—, pero siempre fui «por la libre» en la
vida profesional y hasta ahora nada me ha costado el
arrepentimiento.
Ahora la lección: nosotros no defendemos culpa-
bles o inocentes, sino clientes. Esa fue la enseñanza
que me dejó un maestro y que me guio durante mis
largos años de especialización en la corrupción. Bajo
esta premisa no tenía más que considerar los tecnicis-
mos legales. Debía enfocar mis energías en encontrar
el «hueco» —ese vacío de nuestra imperfecta legis-
lación— que me permitiera «sacar» a mi defendido,
aunque fuera por la puerta falsa. Si al fiscal se le olvi-

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«El abordaje para
la coima exige
determinadas actitudes
histriónicas. Nadie
me las enseñó. Las
improvisé. Incliné mi
cuerpo hacia donde él
estaba sentado, miré a
ambos lados y bajé la
voz. Solté entonces la
propuesta: ‘Maestro,
tengo un cariñito
para usted si me da la
copia… Ayúdeme, pe’».
en el vientre de la corrupción

daba adjuntar un papel a la acusación, teníamos espe-


ranza. Eso —más la sazón de un buen «aceite impor-
tado» de algunos ceros— hacía consistente nuestra
postura. Asegurados estos detalles, era altamente
probable obtener una victoria. No pensar, no hacer
preguntas de más. «Sabe, usted tiene un cliente y el
cliente siempre tiene la razón», me dijo el maestro.
Luego no hubo mayor explicación. Fin de la lección.
Recién ahora me pregunto si estaba haciendo lo co-
rrecto. Y recién ahora tengo clara la respuesta.
Llegados a este punto se va despejando la expli-
cación que puede darle sentido a estas anécdotas y
quizá a todo el libro: en el Perú conviven dos siste-
mas legales en cuanto al ejercicio penal. El primero
es un sistema legal antiguo con bastantes espacios en
blanco que permite, con gran facilidad, el ejercicio de
corruptelas como las que otros y yo realizábamos. El
segundo es un sistema más reciente que, si bien hace
más difícil lo anterior, también tiene espacios libres
para transitar y arreglar «por fuera». El primero es
anterior a toda reforma republicana y modernizado-
ra, el que siempre estuvo ahí. El segundo es el deber
ser, el ideal que todos —sí, es verdad, todos— espera-
mos termine de asentarse en un país poco proclive a
la formalidad. Pero mientras esperamos que eso ocu-
rra —y para escapar de oscuros tecnicismos— todo
dependerá de con quién te topes y si tiene una peque-
ña etiqueta colgada del saco que señale su precio. Lo
demás es cuestión de «persuasión».
En conclusión, dos sistemas legales generan dos
formas de hacer las cosas: la correcta y la incorrecta.
En mi campo, hacer las cosas a la correcta no te ase-

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el cerebro corrupto

gura nada y el cliente siempre busca seguridad —con


toda razón, dicho sea de paso. Así es como un abogado
como yo sucumbía. Si yo le decía a un cliente que no
había ninguna certeza de ganar y que todo dependía
del criterio de nuestros fiscales y jueces, estábamos
jodidos. Porque, claro, si bien en mi experiencia la
mayoría de elementos eran corruptos —directa o in-
directamente—, siempre había espacio para uno que
otro desavisado, un «verde» que no se sometía a la
puja de la corrupción.

***

Iniciar un caso es bastante simple. No hay, en materia


penal, ningún filtro. Por ejemplo, si quieres presionar
a alguien, basta con presentar una denuncia, por más
ilógica que sea. Y listo: se arma la estrategia. Todo se
investiga. Eso significa que tener a un penalista como
yo de tu lado equivalía a poner una pistola sobre la
mesa de negociación: recurrir a una denuncia es,
esencialmente, un mecanismo de presión.
En cierta ocasión un abogado importante con ofi-
cina independiente me pagó solo por sentarme a su
lado en una mesa de negociación frente a otro cole-
ga. «Mira, este es mi revólver. Si no quieres arreglar
conmigo por las buenas, lo usaré y lograré que firmes
el acuerdo por las malas», fue lo que se dijo sin decir
palabra alguna.
A los penalistas suelen utilizarnos como elemen-
tos de coacción en grandes casos corporativos. Esta
es la lección: si quieres meterle miedo a alguien,
ponle una denuncia por cualquier huevada y ya en

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en el vientre de la corrupción

el camino se verá. La cárcel no es el objetivo: para ir


a prisión por un caso de cuello blanco hay que hun-
dirse en un tema tributario o de lavado. La idea de la
denuncia solo es joder y restar tranquilidad. No hay
nada peor para un mortal —más aún cuando perte-
nece a la clase acomodada— que tener que ir al Cen-
tro de Lima, hacer cola, esperar en la Fiscalía, decir
cuánto gana en las generales de ley y darse cuenta de
que su viaje familiar a Miami tendrá que ser poster-
gado indefinidamente porque ahora tiene un impe-
dimento de salida del país.
Casi nunca me topé con alguien que realmente
quisiera hacer justicia. Dentro de ese mundo me sen-
tía casi siempre como un sicario a sueldo. El asunto
era tan sencillo como colocar cualquier pelotudez en
un escritorio y presentarlo a la autoridad. Claro que
los abogados como yo —con un estilo más «corpora-
tivo»— no podíamos ir por ahí colocando sinsentidos
en una denuncia. Debíamos aparentar que el hecho
denunciado guardaba cierta seriedad. Para los demás,
en cambio, la regla era tan abierta que les permitía
inventarse algo mientras calzara con el código penal.
Los fiscales y la Policía no se hacían mayores proble-
mas: abrían cualquier investigación. Bajo el pretexto
de que no se puede recortar los derechos a la investi-
gación —en un país que vive en constante denuncia—
se genera un mercado al que le conviene tener cada
vez más y más clientes.
Entonces, para prender la máquina podía recurrir
a dos instancias: a la Fiscalía o directamente a la Poli-
cía. Lo bueno de la segunda opción es que me permitía
ir donde un amigo y alcanzarle la denuncia «en mano»

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el cerebro corrupto

para así tener el control de todo, que era el objetivo


principal. Obvio: si tenía el control de todo, estaba en
mejor condición de asegurar un buen resultado.

***

A mí me recibían en la división de estafas, en la ave-


nida España, como a un héroe. La corrupción estaba
generalizada en todos sus estamentos. Un abogado
como yo trabajando ahí para un suboficial podía ge-
nerarle cuantiosos ingresos económicos. Conocí sub-
oficiales con autos más lujosos que los de abogados.
Pero claro, nada es gratis. Tener un cupo asegurado
en la división de estafas implicaba conocer a alguien
más, a un superior, para no ser removido. Obviamen-
te, lo que digo no está sustentado por evidencia real,
pero sí por testimonios que me lo confirmaron.
Un abogado independiente como yo, con una ofi-
cina particular que pretendía ser un estudio en algún
momento, vivía de los problemas. Pese a ello, existían
ciertos códigos. «Arreglar» el caso estaba permitido;
«arreglar» a quien tuviera que hacerlo —siempre que
formara parte del circuito: policía, fiscal, juez, secre-
tario—, también. Alguna vez tuve un interesante de-
bate sobre límites con un colega. Me decía que quería
«voltear» al abogado de la parte contraria. A mí eso
me parecía fuera de los límites de lo «correcto» y, cier-
tamente, estaba mal visto. Mi colega era contundente:
«oye, tú coimeas a todo el mundo pero no al rival». Su
afirmación no carecía de lógica, pero yo me resistía.
Tenía mis márgenes muy claros: tampoco estaba per-
mitido falsificar, robar, etcétera.

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en el vientre de la corrupción

Pero no se trataba de una cuestión de principios.


Los límites los fijaba la apariencia: la delincuen-
cia frontal no era bien vista. Una cosa era coimear y
otra muy distinta, falsificar. Eso estaba proscrito por
«nuestras reglas». La diferencia con la coima es que
ya está institucionalizada y es aceptada. Si bien no es
decoroso hablar de ello a plena luz del día, muchos
hombres y mujeres involucrados aceptan que así fun-
ciona el sistema y que no hay de otra. Se trata de un
simple análisis de costo-beneficio.
Estas reglas me permitían jugar solo con ciertas
acciones a través de un pacto implícito con la otra ori-
lla, con la burocracia irregular que estaba lista a acep-
tar que entre con todo, esperándome con los brazos
abiertos. No había terceros que vigilaran, no existían
temores, todos aceptábamos las reglas, estábamos
conformes, nada debería cambiar las cosas: el sistema
ya estaba formado. Ahí los estilos y los jugadores mar-
caban las diferencias. Todo se resumía a cómo hacías
las jugadas del arreglo, a quién y cuán alto llegabas
para ganar un caso. Así se construía el prestigio y, por
ende, la rentabilidad. Yo era un abogado de guante
blanco con una esforzada oficina en San Isidro. No po-
día mancharme con conductas de delincuentes.

***

En la Policía nunca nadie me dijo que no. Siempre


pude «quebrar» a mis interlocutores. En el juego de
la corrupción en el que yo participaba había varias
formas de llegar a la meta. Tampoco era tan sencillo
como aparecerme en la oficina de un «raya» y decir-

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el cerebro corrupto

le que quería arreglar un caso sin conocerlo. Aunque


alguna vez apliqué esa táctica cuando me volví más
experimentado, lo usual era llegar a través de alguien.
En la Policía todos tenían un conocido. Yo usaba un
«operador», una persona que trabajaba dentro y que
me «ponía» a todos los encargados de mis casos. Ese
servidor me costaba una mensualidad por ser mis
ojos y oídos dentro ahí. Entonces, cada vez que me
contrataban para un caso, lo llamaba y él se acercaba
al responsable de la investigación para tomar la ini-
ciativa. Usualmente lo invitábamos a almorzar cerca
de la avenida España. Pero cuando se trataba de un
oficial, y dependiendo de la magnitud del caso, hacía-
mos una excepción y acudíamos a un lugar mejor. Sí,
para decidir si resultaba a cuenta gastar en detalles
como estos era determinante saber cuánto podía in-
vertir el cliente y cuán grande era su caso.
Ya entrando en materia, existían términos inamo-
vibles en toda negociación de este tipo. Si se trataba
de «arreglar» un caso en la Policía había que tomar en
cuenta algunos detalles. Primero, yo debía tener ac-
ceso a toda la información sobre el trámite en tiempo
real. El encargado tenía el compromiso y la obligación
de llamarme y reportarse. En segundo lugar —y como
consecuencia de lo anterior— el cliente nunca debía
pisar la oficina policial para una declaración. Para
eso estaba el delivery: alguien grababa las preguntas
en una memoria para que el cliente las respondiera
desde el cómodo despacho del abogado. Finalmente
estaba el control del resultado. El trato siempre debía
incluir que el resultado fuera de absoluto control mío.
Por lo general, una vez concluidas las investigaciones

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en el vientre de la corrupción

llegaba a mis manos un borrador para poder cambiar-


lo a voluntad. Luego de eso se lo devolvía al policía y
él se lo pasaba a su jefe, quien obviamente también
recibía una contribución por derecho de firma.
En no pocos casos me topé con suboficiales que
me pedían «puentear» al jefe. Básicamente me decían
que, si habíamos quedado en una cantidad determi-
nada, y si él preguntaba, yo dijera un monto menor
a lo acordado. Me parecía bastante justo dentro de
todo, aunque suene contradictorio.
Una vez conversé con un Jefe de Región, un coro-
nel que me dijo que, sentado, había ganado un maletín
lleno de billetes. Él calculaba entre cien y ciento cin-
cuenta mil «en negro». Todos los meses se lo llevaban
a su despacho solo por ser el jefe y estar sentado ahí.
La corrupción también se organiza y actúa con senti-
do jerárquico.

***

En la Policía hice buenas sociedades, buenas alianzas,


casi diría amistades, basadas —como siempre— en el
interés del lucro sin límites. Fue así como mis contac-
tos se extendieron por todo Lima y ya no se restrin-
gían solo a la División de Estafas.
Una vez me llamó un comisario muy cercano a mí
por esos tiempos para proponerme participar de un
negocio (los mejores negocios salían así, de improvi-
so, del lugar menos esperado). Se trataba de un juga-
dor profesional de póker, un griego que había caído
con un poco más del límite establecido por la ley para
posesión de cocaína. Aunque me daba la impresión

41
el cerebro corrupto

de que lo habían «sembrado», no pensaba arruinar la


oportunidad de ganar algo extra y no dije nada.
El comisario comentó que el detenido necesitaba
un abogado y que podíamos, entre los dos, sacar esto
adelante. El círculo estaba más que cerrado. Cuando
hablé con el griego le pregunté con qué iba a costear
mis honorarios. Él ya tenía la jugada bastante clara y
sabía que no tenía mayores opciones, pero carecía de
efectivo y no iba a poder conseguirlo, al menos den-
tro de las veinticuatro horas que manda la ley. ¿Por
qué el apuro? Porque si se pasaba la hora, teníamos
que derivarlo a la fiscalía en calidad de detenido y ahí
perdíamos todos.
«No tengo nada ahora», me dijo. «¿No tienes
nada?», le respondí. «¿Y esa camioneta en la que te
detuvieron?, ¿de quién es?», agregué. «Es mía», me
respondió. «No, ya no es tuya», le contesté. A partir de
ese momento había cambiado de propietario. El nego-
cio estaba cerrado.

***

Meses después me propusieron otro negocio, uno de


alto vuelo. Estaba desayunando con un cliente y me
llamó N, un amigo al que conocí por otro amigo. Él se
encontraba en Panamá. «Hermano», me dijo, «te tengo
el negocio del mundo: hay que nacionalizar chinos».
Para ese momento yo ya tenía tentáculos en casi
todas las entidades del Estado y, si alguna se me ha-
bía escapado, era sencillo contactar con alguien que
sí los tuviera y los colocara a mi disposición. N me
ofrecía diez mil dólares —solo para mí, fuera de todo

42
en el vientre de la corrupción

gasto— por cada chino que lograra nacionalizar. El


negocio era ilimitado y, por qué no decirlo, estaba
acorde con mi política liberal de no fronteras. Inclu-
so John Lennon habría estado de acuerdo: imagina
un mundo sin fronteras.
No obstante, pese a lo altamente rentable de la
propuesta y la seguridad que el negocio ofrecía, dos
razones me llevaron a rechazarlo. La primera, que in-
gresar a un negocio como este me introducía, quisiera
o no, en otro tipo de criminalidad, una que yo sentía
mucho más frontal e inescrupulosa —si algún escrú-
pulo me quedaba aún. Hablábamos de chinos: la cosa
podría ponerse picante. Honestamente, tuve miedo.
Los de mi especie éramos auténticos palomillas de
ventana. Salvo algunos casos que requerían actitudes
más avezadas, jugábamos a hacernos los chistosos
coimeando gente, pero a la hora de la hora, arrugába-
mos todito.
La segunda razón es que, simplemente, no se veía
bien. Ya lo he dicho antes: un exitoso abogado corpora-
tivo no podía —al menos directamente— tener un ne-
gocio tan sucio. Por esa misma razón les di la espalda a
tantos otros negocios, como el de defender a la mada-
me de un conocido y próspero night club limeño, quien
incluso me ofreció hacer una especie de sociedad.
¿Por qué me propondría un trato una mujer como
ella? Luego lo entendí. Porque si vas a iniciar un nego-
cio, y sobre todo si este se aloja en una zona gris entre
la ilegalidad y lo permitido, es mejor tener al aboga-
do en casa. Ocurre de forma similar en la vida diaria.
¿Qué hacemos cuando nos sentimos vulnerables fren-
te a la delincuencia? Sencillo: compramos alarmas o

43
el cerebro corrupto

seguros contra robos. Algunos compran armas. Y al-


gunos son el arma.

***

Pero no siempre la resistencia al mundo más oscuro


pudo en mi vida.
En una ocasión supe que algunos de mis más bo-
yantes colegas defendían de vez en cuando y de forma
indirecta a pillos más avezados. Narcos, por ejemplo.
Tal era el dinero que se hacía en estos casos, que de-
cidí probar. Entonces le pedí a M que me ayudara a
entrar. Esta persona me contactó con un preso por
Tráfico Ilegal de Drogas en un penal capitalino. M se
encargaría de la logística y yo solo me concretaría en
ser el respaldo técnico. El trabajo con la Sala ya estaba
bastante avanzado y, en teoría, arreglado, según me
dijo M. El gol consistiría en obtener la libertad provi-
sional del representado para que luego él se perdiera
de la Justicia para siempre.
Fuimos a verlo al penal varias veces y le pedimos un
adelanto que dividimos en partes iguales. El monto era
absolutamente escandaloso comparado con lo que yo
estaba acostumbrado a recibir. Y además todo era dine-
ro negro. El tiempo pasó sin mayores resultados y M se
borró del mapa. Cuando finalmente salió la resolución
de libertad, estaba en contra de nuestros intereses.
El representado me llamó desde el penal a apre-
tarme. Me dijo que sabía que yo tenía familia y luego
me dio sus nombres y describió varias de sus ruti-
nas. Yo estaba a punto de mearme en los pantalones.
Pero —hasta ahora no sé de dónde— cogí valor. Le

44
en el vientre de la corrupción

menté la madre con la poca firmeza que me quedaba


y le exigí que no se atreviera a amenazarme, porque
podía enviar una «embajada a bajarle una llanta» con
toda facilidad. En otras palabras, lo trabajé de boca
rogando que no notara mi miedo. Finalmente le dije
que yo era un caballero y que le devolvería hasta el
último centavo de la parte que había recibido. Y así
fue. Las asperezas se limaron y nos convertimos en
buenos amigos. «Para lo que necesite, doctor, estoy a
sus órdenes, usted es un caballero», me dijo cuando
completé la devolución.
No volví a inmiscuirme en este tipo de casos. En el
mundo en que me movía, guardar las apariencias lo era
casi todo. Por eso, la mayoría de nosotros invertíamos
en autos lujosos, almuerzos costosos y ropa de marca.
Todo sirve para aparentar el éxito en esta ciudad. El
cliente vivía, muchas veces, del éxito de sus abogados
y, por tanto, contrataba al que podía estar más cerca
de sus usos y costumbres. A aquel que pudiese tratar
como a un semejante. Por eso, para un litigante del
exclusivo (y excluyente) entorno sanisidrino, no era
bien visto involucrarse en casos de narcotráfico o con
personas del rutilante mundo del espectáculo, pese a
que ambos podían pagar muy bien. Eso, agregado a
que este tipo de negocios, mucho más rentables por
cierto, constituían una auténtica exposición al peligro
que no estábamos dispuestos a correr. Una cosa es ser
avezado y otra, temerario.

45
«En la Policía nunca
nadie me dijo que no.
Siempre pude ‘quebrar’
a mis interlocutores.
Ahí todos tenían un
conocido. Yo usaba un
‘operador’, una persona
que trabajaba dentro y
que me ‘ponía’ a todos
los encargados de mis
casos. Ese servidor
me costaba una
mensualidad por ser
mis ojos y oídos ahí».
en el vientre de la corrupción

***

La relación con los clientes, en este contexto, también


tenía sus particularidades.
Yo sabía detectar muy bien el miedo humano y
eso me permitía jugar con las personas. Aprendí que
el temor más grande de un cliente es verse enredado
en un lío penal, pues ello acarrea desprestigio. En los
delitos que yo asesoraba era difícil que alguien fuese
a la cárcel (de hecho, en toda mi carrera, solo he pisa-
do un penal por esta razón unas cuatro veces, y eso
es decir mucho). Sin embargo, la sola posibilidad del
descrédito social movilizaba a una persona a pagar lo
que fuese. Lo que fuese.
La libertad es uno de los bienes más preciados de
todo ser. Aunque por lo general mis clientes estaban
libres y no tenía que ir al penal, más de una vez me
tocó enfrentar el caso de algunos con orden de captu-
ra o requisitoria, como popularmente conocíamos esa
figura. En estos casos, todo dependía del carácter de
la persona que tuviese al frente. Si me encontraba con
alguien medio cobardón, lo que tocaba era corromper
al encargado de la captura para que «no lo viera nun-
ca». A veces, incluso, llegué a comprar el mismo oficio
de la captura para que el acto no se ejecutara. Situacio-
nes de este tipo suceden cada tanto. Solo acuérdense
de ese político que estuvo once años fugitivo dentro
del país y al que nunca nadie vio. Cuando finalmente
apareció —por pura «casualidad»— su proceso ya ha-
bía prescrito.
También resolví casos en que la persona quería sa-
lir del país aun teniendo problemas de requisitoria.

47
el cerebro corrupto

Y más de una vez fue por la puerta grande, con total


desparpajo, por el mismísimo aeropuerto Jorge Chá-
vez. Por el contrario, si necesitábamos ser discretos,
lo hacíamos por Ecuador o Bolivia. En todo caso, lo
que quiero decir es que nunca tuvimos problemas. Así
como el poder del dinero te vuelve visible, también
puede desaparecerte de la faz de la Tierra y de la jus-
ticia humana.

***

Ahora podría arriesgar una tipología de clientes.


Estaban los que amaban conocer detalles: cuánto
había gastado, con quién jugaba mis «partidos», cómo
coimeaba. Puedo identificar que estos pertenecían a
una clase a la que llamo «los abogados frustrados».
Eran, casi siempre, mucho más meticulosos que yo.
Incluso a veces sobrepasaban todo límite y querían
diseñar las estrategias de ataque —legales e ilegales.
A ellos los deleitaba el morbo que suponía todo lo re-
lacionado con la corrupción.
En el segundo grupo estaban «los avezados»,
aquellos que podían tener bastante dinero y moverse
en espacios exclusivos pero que, como deporte, gus-
taban de cometer pequeños actos fuera de la ley. Por
eso requerían de buenos abogados cerca, que fueran
como sus nanas: poniendo en orden lo que, a su paso,
ellos desordenaban. En cierto caso, por ejemplo, tuve
relación con un conocido empresario del mundo te-
levisivo por intermedio de un amigo. Él me contaba
que a este cliente le cobraba muy buenas cantidades
de dinero por adelantado porque sabía que, cuando

48
en el vientre de la corrupción

obtuviera el resultado del caso que estuvieran llevan-


do, nunca se lo pagaría. En otras palabras, este cliente
era un «cabeceador». Yo tenía mis dudas al respecto
hasta que lo vi en acción: estafó a un amigo policía de
una manera que, a mí, me pareció sencillamente ma-
gistral. Ambos habían acordado un monto de dos mil
dólares para sacar adelante un resultado positivo en
el ámbito policial, de modo que no prosperase hasta
el judicial. El «raya» envió el documento con el men-
sajero del empresario y este, a su vez, le entregó un
sobre con los dos mil dólares convenidos. Al recibir
el dinero, el policía empezó a contarlo con avidez, y
en ese momento se dio cuenta de que la mitad de los
billetes eran falsos.
Luego estaba el grupo de «los falsarios», aquellos a
quienes no les importaba el cómo, sino, sencillamente,
que se les trajera el resultado. A este tipo de personas
no les podía ni mencionar términos como «arreglar» o
«jugar», mucho menos la palabra «coima». La ventaja
es que a estos hipócritas les podía sacar más dinero,
pues pagaban sin chistar.
Y claro, también estaban «los correctos», esos
que me la ponían difícil, aunque no puedo ser injusto
con este grupo. Un cliente correcto te dejaba absolu-
tamente claro que no quería saber nada con alguna
coima, directa o indirecta. Nada. En este tipo de casos
tenía dos posibilidades: dejar que las cosas fluyeran
y que el proceso saliera como tuviese que salir, o in-
fluir un poco. Yo vivía de la reputación, y la reputación
usualmente se gana —en este campo— con los resul-
tados. Entonces me veía forzado a optar por la segun-
da opción e «invertir» algo de mi ganancia. Esto se

49
el cerebro corrupto

justificaba, por ejemplo, cuando el cliente correcto era


una empresa y convenía tener buenos resultados. Es
cierto también que, en este contexto, todo dependía
del rival al que me enfrentara. Si se trataba del Estado
o de un opositor de poca monta, podía ir midiendo el
camino y jugármela a la no intervención, esperando a
que las cosas siguieran su propio curso (claro, siem-
pre y cuando tuviera la razón). Distinto era cuando
me enfrentaba a un rival de peso, por lo general re-
presentado por un estudio de abogados importante.
Los enfrentamientos entre estudios importantes
eran cosa aparte. Es cierto que yo nunca formé par-
te de un estudio grande y mi práctica era más bien
individual; sin embargo, en diversas ocasiones me
llamaron para fungir de mercenario en batallas como
esas. Los estudios corporativos que no tienen penalis-
ta «adoptan» a uno como parte de su estrategia —que
generalmente involucra otras ramas, como tributario
o societario. Son casos de grandes dimensiones, gran-
des estudios enfrentados. Se trata de lides donde no
solamente se pelean los honorarios, sino —compo-
nente esencial— el ego y la reputación. Los litigantes
suelen ser divos, y la vanidad es, a menudo, el ingre-
diente esencial de un gran abogado. Este tipo de jui-
cios los vivía intensamente, minuto a minuto. Había
que ser muy «zorro» y leer la jugada que el otro que-
ría hacer. Yo solía adelantarme y, por ejemplo, antes
de que el caso terminara su etapa policial, ya buscaba
arreglar a la Fiscalía e incluso adelantaba algo para
asegurar mi posición.
Por último, más allá de las distintas «especies» de
clientes, lo cierto es que la corrupción en el Perú, des-

50
en el vientre de la corrupción

de hace mucho, se pasea a vista y paciencia de todos.


Es un mecanismo tan normalizado que nadie puede
atreverse a negarlo. El diferencial está en la actitud
que se asume ante él. Se me viene a la mente un ejem-
plo. En un reciente evento público, un joven y atrevido
periodista amenazó a otra persona con llevarlo a los
tribunales y «reventarlo». Explícitamente le dijo que
su abogado «le sacaría la mierda en cualquier juicio».
Pregunto: ¿el chiquillo está tan seguro de su amenaza
porque sabe que su abogado es uno de los más gran-
des corruptores limeños, o sencillamente se hace el
idiota para mostrarse tan altanero?

***

El miedo es uno de los conductores más poderosos. El


miedo a lo impredecible, a la inseguridad que ofrece
cada tanto el sistema, era lo que me permitía ganar
casi siempre por partida doble. Ganaba un honorario
—no menor— y ganaba por los arreglos que tuviese
que hacer. El agua perdida bajo el puente me permitió
hacer aduanas espectaculares varias veces. Recuerdo,
por ejemplo, que a un cliente le dije que el oficial a
cargo me estaba pidiendo diez mil dólares cuando en
realidad solicitaba dos mil. Ocho mil fueron directa-
mente a mi bolsillo y en negro. Eso supuso una versión
mejorada del Mercedes Benz que pensaba comprar.
En otra ocasión me tocó negociar con un connota-
do magistrado, de esos que tienen buena «percha» y
se presentan con pompa y arrogancia. Lo invité a al-
morzar al José Antonio de Magdalena. El imbécil era un
panudo. Para fingir su categoría y falso refinamiento

51
el cerebro corrupto

se le ocurrió pedir un faisán de pollo, mirando al noble


mozo con cierto desprecio. La reunión no pintaba de
lo mejor. El tipo empezó exigiendo veinte mil dólares
por el archivo de una denuncia. Pero pronto las ínfulas
se le cayeron al suelo al igual que su desmoronado fai-
sán cuando descubrió quién realmente tenía la sartén
por el mango: conmigo había dinero; sin mí, nada. A
los pocos minutos el pobre diablo terminó aceptan-
do tres mil. Estaba claro que la otra parte no le había
ofrecido nada, y eso me dio la seguridad de tenerlo
en mis manos. Si realmente quería hacer negocios y
ganar algo, tenía que aceptar mi propuesta. Claro que
a veces estas negociaciones eran riesgosas. Podía en-
contrarme con alguien «digno» que no aceptara mis
condiciones o que ya tuviera un incentivo superior y
ahí todo se jodía. Siempre había que ser cauto.
Así aprendí a estudiar ciertos patrones de com-
portamiento y llegué a convencerme de que, en cier-
ta medida, todos tenemos una debilidad. Algunos
eran tan fáciles que, con solo decirles que querías
«trabajar» un caso con ellos, te pintaban la cancha y
comedidamente respondían «usted dirá, doctor». El
asunto se volvía más intrincado conforme se eleva-
ba el estatus del objetivo a corromper. Convencer a
un Magistrado Superior, por ejemplo, requería de un
arte mayor. No solo porque las tarifas crecían osten-
siblemente, sino porque nunca se debía hablar direc-
tamente del tema económico.
Ser cauteloso era primordial para no herir suscep-
tibilidades. Por lo general ellos se comportaban como
personas probas y yo debía seguirles la corriente. El
secreto estaba en presionar la tecla en el momento

52
en el vientre de la corrupción

exacto para soltar el monto y no volver a mencionarlo


más. Entendí que, saltando las poses e idiosincrasias
particulares, la gran parte tiene su tarifario muy pre-
sente. No importa si se llega a través de mujeres, fies-
tas, regalos costosos y un largo etcétera: todo conclu-
ye en el ofrecimiento de dinero como parte nuclear de
la negociación para obtener justicia.
También por ese entonces desarrollé un juego que
me encantaba: el regateo. Especialmente lo jugaba
con policías. A pesar de tener el dinero suficiente para
calmar sus expectativas, solía bajarles el monto solo
para ver cómo se arrastraban por un puñado de dó-
lares. Un detalle delicioso era que, mientras discutía
despreocupado algunos aspectos del caso, colocaba el
dinero sobre mi escritorio, simplemente para ver sus
caras y medir sus reacciones frente a un dinero que
aún no era suyo.
Me divertía jugar con esos elementos de la miseria
humana: dinero, miedo, ambición. A veces me sentía
Dios teniendo el destino de tantas personas en mis
manos. Era desafiante y, obviamente, excitante.

***

Para entregar dinero por lo general se usa un sobre


manila pequeño. Pero esa entrega supone todo un
proceso detrás.
Lo primero por resolver es cómo sacar el dinero
de las propias arcas de una oficina. En mi caso tenía
contratada una contadora que estaba enterada de
todo y era cómplice en la práctica. No es tan fácil como
decirle a alguien «gira un cheque» y punto. Estamos

53
el cerebro corrupto

obligados a justificar la salida del dinero. Aquí la con-


tabilidad se convierte en un ejercicio creativo y entra
en escena. Pero esto solo ocurre cuando se trabaja con
una empresa. La empresa no paga en negro, a diferen-
cia de un particular.
Una vez con el dinero en mano, se contabiliza en
una agenda particular. No es una insensatez tener
todo anotado. La corrupción requiere de un orden:
ningún centavo debe desperdiciarse. Además es nece-
sario saber cuánto se le ha entregado a quién, en qué
ocasión y por qué.
Las cantidades entregadas pueden fluctuar depen-
diendo del rango del sobornado y otras variables. La
suma más grande que he entregado fue de cien mil dó-
lares para obtener un resultado positivo en el ámbito
policial. Desde luego, la entrega se hizo en dos partes
dentro de la usanza habitual: cincuenta mil de adelan-
to y lo restante contra el resultado. La primera parte,
obviamente, siempre constituía un riesgo. La segunda,
el desenlace natural de todo caso. En esa ocasión cita-
mos a los interlocutores en un ambiente privado del
chifa Fu Sen. Luego de degustar en la mesita redonda,
donde desfilaban ante nosotros todos los potajes, pa-
samos a cerrar el trato. Yo entregué el maletín y ellos,
un sobre manila con el documento para ser corregido
de acuerdo con nuestros intereses.

***

Interactuar con empresas en mis años iniciales me lle-


vó también a descubrir una forma de corrupción in-
sólita: la corrupción privada. Tenía un amigo, Gerente

54
en el vientre de la corrupción

Legal de un banco, que me cobraba una cantidad por


preferirme a mí como abogado en lugar de contratar
estudios de socios con alcurnia y apellidos más rim-
bombantes. Por ejemplo, si yo cobraba diez mil dóla-
res, debía darle una tajada «en negro» de dos mil qui-
nientos. Nadie supo nada. Ahí está la mano invisible
de la competencia en tiempos de libre mercado.
Existen tantas modalidades de corrupción que, si
de algo podía ufanarme, es que nunca dejé de apren-
der y divertirme. En la corrupción privada también
hay variantes. Está, por ejemplo, el caso de un cliente,
Gerente General de una importante empresa minera,
que me pidió prestarle una factura para cobrar diez
mil dólares. Me dijo que simulara un cobro por cual-
quier asunto y que el dinero sería para él: «Ya pues,
causita, comparte algo con los pobres. No me vas a de-
jar mirándola pasar nomás, ¿no?».
Lo que ocurrió luego es que el tipo empezó a pe-
dirme facturas a cada rato. Y yo podía ser buena gente,
pero no estúpido. Fue tan insistente que empezamos
una pseudosociedad que culminó solamente cuando
él decidió parar todo. Hasta ahora es un misterio para
mí por qué dejó de hacerlo. En total nos habremos re-
partido unos cien mil dólares entre los dos. El caso es
que todo esto se trataba de una modalidad que se ha
vuelto bastante conocida por los destapes de corrup-
ción actuales: una empresa forjada bajo la fachada de
consultorías inexistentes.
De ahí en más las modalidades se mezclan hasta
generar —tal como sucede en el Estado— verdade-
ros entornos de corrupción. El sector privado siempre
acusa al público de haber generado una corrupción

55
el cerebro corrupto

endémica, pero no se fija en la propia; no necesaria-


mente como sujeto activo, pero sí como parte del pro-
blema que he tratado de ilustrar. No me hagan hablar,
por ejemplo, de los descarados casos de conflicto de
interés que ocurren entre funcionarios corporativos
y determinados proveedores, a quienes favorecen por
mantener lazos de consanguinidad, amistad o, inclu-
so, grosera sociedad oculta. Lo más triste de todo es
que en gran parte de estos escenarios el accionista
empresario conoce todo y se resigna a mantenerse en
calma y asumirlo como una merma de la inversión.

***

Pero no todo es color de rosa. A veces toca perder,


aceptarlo y pasar rápidamente a otra cosa.
No faltó en mi experiencia una que otra frustra-
ción cuando el Gerente Legal de una empresa —quien
por lo general era mi interlocutor— me comunicaba
que no sería contratado para asumir un caso porque
el director había impuesto a su estudio de cabecera,
uno con más prestigio y que, seguramente, guardaba
afinidad con el pomposo caballero mandamás.
Como es evidente, no se prefería al mejor, aun-
que incluso ese «mejor» lo era en términos relativos.
El mejor era el dueño del teléfono rojo y la billetera
pudiente, y en eso la política calculada de estudios
grandes e influyentes cumplía con conocimiento de
causa total. No, a los abogados se les escogía —en los
grandes casos— por medio del movimiento de una
mano. Esa mano que mueve las fichas del tablero. Los
grandes estudios casi siempre tienen injerencia en el

56
en el vientre de la corrupción

nombramiento de los gerentes legales y estos, por lo


general, son quienes contratan a sus abogados. Ya una
vez dentro buscan refuerzos por otro lado. Tienen un
perro en el patio trasero al que entrenan alimentán-
dolo con carne cruda para que devore a quien sea lle-
gado el caso. Y son tan hipócritas que nunca muestran
al perro, lo mantienen escondido, hasta les da ver-
güenza tenerlo, pero a la hora de la hora, lo sueltan
para atacar.
Así funciona la competencia abogadil en cuanto a
litigios se refiere. Está repleta de cortesanos, de reyes
y de inquinas. Por eso, mi recomendación es que, si
vas a conversar con un litigante como yo, lleves un pu-
ñal tras la espalda. Solo por si acaso.

***

Históricamente, la Fiscalía y la Policía nunca se han


llevado bien.
El policía sostiene que el fiscal no sabe nada de
investigaciones, por eso le jode que le dé órdenes.
Por su parte, al fiscal le molesta que el policía opine,
pues no sabe nada de derecho. Sin embargo, en mis
tiempos de abogado, fui testigo de cómo en el noventa
y nueve por ciento de los casos, la Fiscalía derivaba
automáticamente toda su carga a la Policía para que
ellos investigaran todo. Ahí empezaba el círculo vicio-
so: dos enemigos institucionales colaborando para un
sistema en común.
Cuando el caso terminaba en la Policía, era devuel-
to con el expediente ya constituido a la Fiscalía. Ahí te-
níamos que «matarlo», es decir, conseguir el archivo.

57
el cerebro corrupto

Porque si el fiscal decide archivar un caso, ya no hay


más que contar, se acaba todo. Solamente él puede
hacerlo, el policía simplemente opina. Pero cuando
el fiscal no domina toda la configuración de un caso
—es decir, en condiciones normales—, las denuncias
deben ser recibidas por la Fiscalía y, por lo general,
derivarse a la Policía.
Si bien existen, como señalé, pugnas institucio-
nales, tanto Policía como Fiscalía forman parte de un
mismo esquema perverso. Queriéndolo, o sin querer,
la Fiscalía, al derivar todos sus casos a investigar por
la Policía, le generaba «clientela». Luego, la Policía de-
volvía ese mismo «cliente», ya «trabajado», para un
segundo round. Todos cobraban, todos jugaban un rol.
Y cada quien administraba su tranquera de paso. Yo,
como abogado, simplemente abría los obstáculos.
Mi objetivo en la Fiscalía era «matar» cuando ac-
tuaba en representación de la parte denunciada —
que era la mayoría de las veces— y para eso tenía a
Jaimito, mi contacto. A Jaimito lo conocí cuando era
auxiliar de un secretario en Palacio de Justicia y desde
ese momento fuimos inseparables. Era un auténtico
diez que jugaba en diversas posiciones.
Jaimito estaba en el número uno de la lista de lla-
madas de mi teléfono B. Todo penalista que se respe-
te tiene un teléfono B: un segundo aparato no regis-
trado a nombre propio desde el cual hace todas sus
coordinaciones. Fiscales, jueces de todo nivel y, desde
luego, policías son parte de su directorio. Y no debe
preocuparse por él porque, al menos desde mi punto
de vista, es bastante improbable que el teléfono B sea
objeto de chuponeo.

58
en el vientre de la corrupción

El sistema está configurado para que nadie caiga y,


cuando ocurre un accidente, una desviación del orden
paralelo, este es rápidamente subsanado. Si alguien
cae en un arreglo, el sistema se repliega, se paraliza.
Luego, primero con cautela y después con mayor sol-
tura, va desplegándose nuevamente hasta volver a
funcionar en toda su dimensión. De todas maneras,
aunque era difícil que alguien me tirase la puntería a
mí, debía mantener cierta prudencia. Por eso las pre-
cauciones no estaban de más. He ahí la razón de mi
humilde teléfono B, que cambiaba constantemente.

***

Pero volviendo a Jaimito, decía que la «llegada» a un


fiscal es un proceso de inteligencia. No es como con los
policías, más accesibles y coimeables. (Ojo que nun-
ca hablo de todos los policías. Siempre es una pena
que, habiendo elementos que realizan tan buenas
pesquisas, con un nivel de investigación mejor que de
televisión, haya otros que solo funcionen a sueldo).
Cuando ya tenía el caso en la Fiscalía debía averi-
guar a qué fiscal le era asignado. En mi experiencia,
daba igual que fuese mujer u hombre; en la mayoría
de los casos todos tenían un precio. La diferencia es-
taba en encontrar la tecla correcta y saber cómo pul-
sarla. Ahí es donde entraba el buen Jaimito.
Él se encargaba de pintarme la cancha para yo solo
tener que salir a jugar. ¿Cuál era la forma de llegar a
un fiscal?
Encontrar sus aficiones: por las mujeres o por los
hombres, por el alcohol o por las drogas. También

59
«Por lo general ellos
se comportaban como
personas probas y
yo debía seguirles la
corriente. El secreto
estaba en presionar la
tecla en el momento
exacto para soltar el
monto y no volver
a mencionarlo
más. Entendí que,
saltando las poses
e idiosincrasias
particulares, la gran
parte tiene su tarifario
muy presente».
en el vientre de la corrupción

podía ser a través de su «cajero» incluido, esa perso-


na que se ocupa de sus finanzas. Una vez, por ejem-
plo, conocí a un fiscal aparentemente «verde» que en
realidad solo era más difícil de acceder. Llegué a él
por su pareja.
Una vez que ya tenía acercamiento con el fiscal, era
cuestión de fijar el precio. Para sacar bien los cálculos
debía considerar cuánto se comía el intermediario.
Casi siempre era Jaimito, claro, pero a veces echaba
mano de uno de esos abogados del Centro de Lima.
Aunque no parezca, ellos son una importante fuerza
que mueve con gran poder los hilos dentro del siste-
ma. Grandes estudios y empresas los contratan solo
para un arreglo. La característica principal de este
tipo de abogados-contacto es que por lo general no
pretenden mezclarse con el corporativismo limeño.
Respetan su esencia. Les gusta tener su oficina en el
Centro y contar con dinero suficiente para emborra-
charse un fin de semana con sus pares. En otras pa-
labras, ellos cumplen con estas chambas ocasionales
y luego siguen con su microscópica vida profesional,
atendiendo casos de ínfimo rango que un estudio que
se respete jamás vería ni de reojo.
Y dentro de los mismos intermediarios existen dos
categorías.
Están los aspirantes, que se comportan como ver-
daderos satélites de organizaciones más grandes o de
abogados más influyentes. No han dejado la oficina en
el Centro de Lima, pero parquean sus lujosos BMW en
la famosa playa de Cuadros, donde se cierra gran par-
te de los arreglos judiciales en Lima. Estos contactos
quieren ser sanisidrinos, y fijan su norte en mantener

61
el cerebro corrupto

un equilibrio entre la mezcolanza judicial y las buenas


juntas con la clase abogadil pituca. Reciben casos que
los estudios les ceden porque no quieren o no pueden
patrocinar por conflictos de intereses. Realmente son
verdaderos satélites: están cerca y lejos.
Luego están los intermediarios de alto vuelo, aque-
llos que se guarecen en importantes y fachosos estu-
dios de Lima, aparentando ser prominentes doctores
de la ley, pero que sirven solo como engranajes para
grandes jugadas. Para ser uno de ellos no hace falta
un alto conocimiento legal, claro está, ni una profun-
da sabiduría en términos legales. Lo indispensable es
tener atrevimiento, astucia y un carisma inigualables,
tal como ocurre con los grandes estafadores.
Yo despreciaba a esos contactos porque, sin saber
leer ni escribir, tenían un trabajo sencillo que dejaba
mayores márgenes a comparación del esforzado abo-
gado que, encima, cargaba con toda la responsabili-
dad ante el cliente. Pero con la distancia que dan los
años, reconozco que los contactos eran necesarios,
que cumplían una función clave en la cadena. Acudir
a borracheras, bautizos, matrimonios y juergas para
fingir una amistad —que de otra manera no hubiese
surgido— requería de un talento particular y de una
gran capacidad para soportar la carga, una carga que
luego los abogados mercachifles comprábamos en el
mercadeo de la corrupción.

***

Tenía que ser cuidadoso para garantizar que el resul-


tado por el que pagaba fuese el esperado. Por eso lo

62
en el vientre de la corrupción

usual era esperar a leer el documento y darle la con-


formidad de calidad por mí mismo. Solo entonces se
entregaba el monto fijado.
La dinámica, entonces, era similar a la usada con
la Policía. Por lo general se entregaba una parte como
adelanto y lo restante contra el resultado, es decir, la
resolución firmada por el fiscal que, por ejemplo, ar-
chivaría el caso contra mi cliente. En algunos casos me
aseguraba de no pagar hasta que la resolución estu-
viese descargada en el libro oficial de registro —libro
de toma razón— para que nadie me la volteara.
En el mundo de los contactos había de todo. Es-
taban los detallistas que, a diferencia de Jaimito, me
pedían una «caja» para invitar a almorzar o agasajar
al magistrado. Eso no formaba parte del arreglo, pero
se trataba de una deferencia para alguien que tenía
mejor llegada —casi siempre vocales o fiscales de ma-
yor jerarquía. También estaban los «piratas», que no
movían un dedo. Solo esperaban a ver cómo salía el
caso, conseguían la copia y cobraban como si hubie-
ran gestionado todo.
La dinámica abogado-contacto es la misma que la
de abogado-cliente. El contacto jugaba con mi miedo
a perder y negociaba empleando diversas estrate-
gias. En muchos casos me tocó mandar a la mierda
a varios y decirles «que no iba». Se configuraba así
una puja interesante que mezclaba mucho de arte y
de psicología. Lo singular de esta relación era la sin-
ceridad: el saber que ambos nos dedicábamos a lo
mismo. No obstante, cada quien jugaba su partido y
no podía quedarse dormido, porque en el momento
en que diera un poco de respiro al rival, este se lo

63
el cerebro corrupto

comería vivo. Tenía entonces que conocer bien cuál


era el límite de la negociación acerca del dinero ofre-
cido y si mi contacto estaría en condiciones de lograr
el objetivo o no. El arte, o mejor dicho la estrategia,
radicaba en jugar a la vez con el tiempo, con la pre-
sencia de un rival en común y con un objetivo que no
podía ponerse en riesgo. Maniobrar eso era caminar
sobre una cuerda floja, más aún cuando todos está-
bamos haciendo lo prohibido.

***

La corrupción también abre otras posibilidades, otros


deseos y perversiones que conforman el paquete
completo de las miserias de la humanidad.
Y claro, si compras voluntades por qué no comprar
sexo. Moonlight, Eclipse, Decameron, Emanuelle eran
algunos de los puntos frecuentes por los que paseaba
mi incontenible furor por adquirir de todo para evi-
denciar el poder fálico de mi dinero. Pero, sin duda, la
catedral de la perversión era Las Suites de Barranco.
Las Suites no solamente constituía el lugar estelar
del meretricio de la época, sino que se hallaba privile-
giadamente sostenida por un sólido pacto de corrup-
ción. Eso le permitía seguir con vida cómodamente,
pese a que su condición de ilegalidad era de conoci-
miento público. Las veces que paseaba por ahí me en-
contraba con los mismos personajes de siempre: co-
nocidos presentadores de televisión, parlamentarios
y hasta un analista político muy versado en temas de
Estado. Varios de ellos son habitués de nuestras seña-
les televisivas hasta hoy.

64
en el vientre de la corrupción

La primera vez que fui es la que recuerdo con más


ahínco. Me invitaron y me atendí sin pagar un solo
dólar. Tendría, por aquel entonces, veinte o veintiún
años, y para un chico de esa edad esto resultaba una
experiencia inigualable. Había colaborado indirecta-
mente con una acción legal vinculada al negocio en
mis épocas de tinterillo, es decir, cuando aún era es-
tudiante y litigaba como abogado, pero sin carnet. Fui
el único que llegó en taxi porque no tenía auto. Bajé y
me abrieron ese portón pintado de blanco semejante
al mismo que debía tener el paraíso. Al identificar-
me, me cerraron la ventanita en la cara y pensé que
la aventura había terminado. Algo decepcionado em-
pecé a retirarme cuando de pronto los portones vol-
vieron a abrirse y me dieron el acceso VIP. La cuenta
estaba pagada y podía consumir todo lo que quisiera.
Pedí, discretamente, solo una botella de Etiqueta Ne-
gra y una generosa cubeta de hielo. Luego señalé a la
mujer más imponente del salón: Alicia.
Cuando empecé a sentir que estaba haciendo un
espectáculo, decidí que era momento de retirarme a
la habitación. Me acompañé con Alicia —aunque yo
sabía que ese no era su nombre real— y como buen
corruptor le saqué su número telefónico personal.
«Por qué no permitir que esta noble chica se lleve más
dinero atendiéndome directamente sin intervención
de la casa», pensé. Total, a estas alturas ya casi éramos
colegas. Tras un intenso encuentro, me quedé dormido.
Abrí los ojos a las cinco de la mañana y entendí
que era tiempo de volver a casa. El problema era cómo
hacerlo. Felizmente todo estaba preparado y me pu-
sieron una limosina blanca que, por esa época, era in-

65
el cerebro corrupto

usual ver en las calles de Lima. Ya luego algunos mu-


chachos y aprendices empezaron a alquilarlas para
sentirse en las grandes ligas.
Llegué a la casa paterna cuando el sol ya estaba
asomando. A mi padre le encantaba amanecer regando
el jardín, así que el encuentro fue inevitable. El auto se
detuvo con lo que quedaba de mí. Mi padre se quedó
paralizado mirando la escena con la manguera en la
mano. La puerta se abrió y yo descendí —en realidad
casi caí— del vehículo. Traía una camisa negra abier-
ta hasta la mitad que permitía apreciar una ostentosa
cadena de oro que colgaba del cuello. Las mangas de
la camisa también las traía abiertas y dobladas. Aún
llevaba la botella de whisky en la mano. Mi padre me
miró y solamente atinó a mover la cabeza mirando ha-
cia abajo. «En qué mierda estarás metido», escuché al
pasar por su lado.

***

Las peleas con mi padre me llevaron a salir de casa


como un acto casi impulsivo. Nuestra casa, pese a ser
un espacio grande, se había convertido en un campo
de batalla muy pequeño. Mi padre había sido toda su
vida un tipo austero y le fastidiaba la riqueza de la que
hacía alarde y que, con toda razón, asociaba al fraude
o a la corrupción que, casualmente, yo personificaba.
En palabras simples, a esas alturas éramos dos extra-
ños con costumbres antagónicas conviviendo bajo un
mismo techo. Esa situación generó una sensación de
fastidio que yo en ese momento no podía comprender.
Llegué a pensar que mi éxito le daba envidia. Pensé

66
en el vientre de la corrupción

que él era una suerte de amargado profesional que


había escogido una vida austera para demostrar hon-
radez e integridad, pero que, en realidad, solo disimu-
laba fracaso y mediocridad.
Además estaba la distancia generacional que hacía
muy difícil la comunicación. Yo nací cuando él estaba
de camino a los cincuenta. Por eso es que sentarnos
a hablar era una apuesta inviable. Por lo demás, no
solía tener expresiones de cariño conmigo y no se
permitía, por su propia formación militar, mostrar
empatía. Siempre recurría a la verticalidad y su frase
favorita también provenía del mundo castrense: «las
órdenes se cumplen sin dudas ni murmuraciones».
Lamentablemente yo no era tan dócil como él hubiera
esperado, aunque pienso que, dentro de todo, estaba
complacido con esa característica en mí. Es difícil juz-
gar a las personas y más aún a un padre, pero hubiera
preferido una mejor comunicación de ambos lados y
madurez de mi parte para entenderlo.
Por el contrario, con mi madre la relación siempre
fue entrañable. Estoy seguro de que ella nunca quiso
creer ni darse cuenta del camino que yo había toma-
do. Desde muy pequeño me protegió de la severidad
de mi padre y supo ayudarme a romper alguna de sus
férreas reglas. Darme dinero a escondidas, permitir-
me llegar más tarde de lo señalado y mentir conmigo
para que no me alcanzaran las reprimendas paternas
son algunas de las anécdotas de infancia que más re-
cuerdo cuando pienso en ella.
Estas diferencias eran la raíz de todas las discu-
siones. Mis padres nunca se entendieron y, desde
que tengo uso de razón, solo recuerdo peleas. Eso,

67
el cerebro corrupto

aderezado con la suerte de resistencia que mi padre


oponía hacia el dinero, cimentó un hogar con muchas
carencias y discusiones. Pero yo nunca me resigné a
la escasez. Las comparaciones se daban de manera
automática: ¿por qué otros tienen lo que a nosotros
siempre nos falta?
Cuando mi padre estaba ingresando al tramo final
de su vida, yo estaba empezando a vivir como siempre
había soñado. Gozaba del poder del dinero, buscaba
fervientemente la opulencia y me sumía cada vez más
en el egocentrismo y la vanidad. Por esa misma época
un viejo amigo, con el que de niños robábamos gela-
tinas, me dijo que quizá era momento de salir del ba-
rrio. No lo dudé y seguí su consejo.
La dinámica tensa forjada entre mi padre y yo me
había convertido en su punto de crítica favorito. Cada
discusión era un desgaste para nuestra ya distante re-
lación. Y era cierto que nunca iba a ganar ninguno de
nuestros debates. Él tenía una casa y un conjunto de
reglas que yo ya no estaba dispuesto a cumplir.
Por eso dejar mi casa no fue difícil —podría de-
cir incluso que fue un alivio. Una oportunidad para
empezar de cero. Vivir mi vida con plena indepen-
dencia y sin rendir cuentas a nadie, sin reglas: la au-
tarquía total. A mi madre le afectó mucho la idea y
quedó desconsolada por algunos meses. Contraria-
mente, cuando se lo anuncié a mi papá, él me dio una
respuesta que jamás hubiera esperado: «te preparé
toda la vida para este momento». Luego estrechó mi
mano con firmeza.

68
en el vientre de la corrupción

***

Irse de casa a los veintidós años es auténticamente un


bálsamo, más en la coyuntura de mi existencia.
Alquilé un departamento en la avenida La Encala-
da, justo frente a la Embajada de Estados Unidos. Los
primeros meses fueron sencillamente extraordina-
rios. Comida rápida por delivery y escandalosas baca-
nales acompañadas de excesos. Todo a pedir de boca.
Era increíble la sensación de independencia y soledad
adquirida, sin la obligación de tener que hablar con
alguien o siquiera saludarlo. Yo y mis cosas. Yo, ente-
ramente yo.
Pero el goce de la soledad solo es momentáneo.
Luego sobreviene el vacío que, en mi caso, se repre-
sentaba en la carencia de una familia. Yo no lo acep-
taba. Vivía buscando la forma de llenar esos momen-
tos con caprichos cada vez más excéntricos. Para no
sentirme solo, por ejemplo, salía de compras. Mi lugar
favorito era la tienda de Christian Dior en el naciente
Jockey Plaza, uno de los pocos malls de la ciudad por
entonces. Ahí me sentía como en casa, como en otra
casa. Disfrutaba de comprar compulsivamente todo
el ropaje necesario para vestir mis opulentas y co-
rruptas carnes. ¿Corbatas?, llegué a tener más de dos-
cientas. ¿Camisas?, cerca de setenta. Me encantaban
los gemelos. Coleccionaba de todo tipo. Tenía ternos
espectaculares que usaba solo una vez y luego descar-
taba sin el menor pudor.
Tal era mi afición que una vez, mientras estaba de
compras, me llamaron del banco a preguntarme si
me habían robado la tarjeta —una de las cinco que

69
el cerebro corrupto

tenía—, porque notaron un movimiento sospecho-


so. Mi respuesta estuvo acompañada de una sonrisa
gentil y agradecida por la preocupación. «Disculpa,
es que ando un poco bajo de ánimo», contesté. Casi
tres mil dólares en compras se encontraban calmando
mi aflicción. Y es que no pude resistirme a la oferta
de Roberto, el vendedor afeminado que siempre me
atendía. «Doctor, le tengo algo que solamente usted
puede tener»: Una casaca de gamuza que solo vesti-
ríamos siete individuos en Lima. Setecientos dólares
solo en ese detalle.
Cuando nunca has tenido algo y por fin lo consi-
gues, le das duro hasta que te aburres. Luego llega a
hacerse costumbre. Para mí empezaba una etapa de
gloria que me hacía pensar que solo había un mo-
mento y era este. Por eso el derroche en compras era
habitual. Si compraba voluntades, pensaba, tenía el
derecho y casi el imperativo de comprar cosas. Com-
pré todos los juguetes que siempre quise tener desde
niño y decoré toda una habitación con ellos. Compré
ropa, viajes, placer sexual, tragos carísimos, invitacio-
nes que me hicieran el centro de la gratitud cortesana,
y también drogas. Era como si hubiese vivido recluido
en total abstinencia y recién ahora tuviera la oportu-
nidad de recuperar el tiempo perdido y desquitarme
con todo. Y no solo se trataba de hacerlo, sino, sobre
todo, de decir que lo estaba haciendo. Gritarlo a todo
pulmón y a todo el mundo.
De niños todos soñamos con tener superpoderes.
Por aquellos años yo sentía que había logrado mate-
rializar ese deseo: tenía el poder económico y el po-
der de la manipulación. Entendía cómo se movían las

70
en el vientre de la corrupción

apetencias, podría calcular el precio de las personas.


Estaba seguro de que no había individuo inalcanzable.

***

Nunca me gustaron las discotecas; me parecían estú-


pidas y, dada mi nueva situación, una genuina pérdida
de tiempo. Los hombres de mi edad iban a las disco-
tecas para «levantar» mujeres o intentar hacerlo. Yo
era mucho más práctico y me servía directamente sin
tener que jugar al conquistador.
Pero en mi nueva vida estaba obligado a forjar una
nueva personalidad, a distinguirme dentro del mundo
en que, cada vez con mayor seguridad, me estaba mo-
viendo. No podía permitirme ser como esos tipos va-
cíos que matan y se toman fotos con sus joyas, o como
esos traficantes que adoran reventar sus autos con
parlantes que escupen sonidos atronadores y arrítmi-
cos. A mí me gustaban la música clásica y las buenas
bandas de rock. Quería tener contenido, aunque fuera
una especie de contradicción andante. Me veía como
un intento de filósofo —una mala imitación, debo de-
cir— mezclado con un mafioso de percha elegante y
poder de manipulación. Mi vida discurría en esa dua-
lidad: la quietud en mi soledad privada y los excesos
en mi vida pública. Claro está, todo eso auspiciado y
subvencionado por el dinero mal habido del sistema.
Entonces, los fines de semana comenzaban con
lecturas y música clásica; a veces, incluso, escribí
algo de poesía. Pero luego, cuando caía la tarde, daba
rienda suelta al sujeto que quería vivir el día como
si fuese el último. Con ansiedad, con angurria, con

71
el cerebro corrupto

intensidad y sin la preocupación de rebasar la ley.


Eso último me daba una increíble sensación de segu-
ridad que me hacía creer prácticamente indestruc-
tible. Solo me podía matar el exceso, pero la ley no
tenía nada que hacer conmigo.
La más memorable de todas esas experiencias se
dio en uno de mis lugares preferidos: el mítico Angolo
de San Isidro. Se trató de un cuarteto. La espera de
tal encuentro se me hacía insoportable y odiosa, como
morir de hambre ante la demora de la pizza. Había lle-
gado media hora antes para instalarme sin apuros y
acondicionar todo tal como dictaba mi desbocada fan-
tasía. De un momento a otro, tres hermosas mujeres
tocaron mi puerta. Al verlas sentí genuinas mariposas
revoloteando en el estómago. Ciertamente, me encon-
traba en clara desventaja numérica. El champagne fue
inundando mis sentidos y la coca de Kassandra —mi
favorita— me puso eufórico. Al terminar, cansado por
el despliegue físico y plenamente feliz, me fui cami-
nando y busqué un buen lugar donde cenar. En el tra-
yecto iba pensando si algún hombre podía tener una
aventura como esta después de incursionar en una
discoteca. No lo creo.
No me gustaba salir en grupo y solo lo hacía cuan-
do era inevitable. Sin embargo, por esa época conocí a
una chica con quien hice una de las amistades más ge-
nuinas —y posibles— entre un hombre y una mujer.
Alguna vez me llevó casi a rastras a Teatriz, la discote-
ca de moda en Lima por aquel entonces. Ocho mode-
los, mi amiga y yo. Todos los tipos del lugar morían por
estar en mi lugar e intentar acercarse a ellas, sacarlas
a bailar, conquistarlas. Yo solo permití que me vieran

72
en el vientre de la corrupción

y luego me escabullí. Aun en mi aparente condición de


fatuidad, era demasiado tratar de interactuar, a la vez,
con ocho personalidades tan insípidas, teniendo la
certeza, además, de que esta vez no llegaría más lejos.
Con el paso del tiempo nuestra relación de amis-
tad se fue difuminando y cada uno tomó su rumbo.
Simplemente nos alejamos porque descubrimos que
ya no había punto de vinculación —o al menos el pre-
texto para formarlo. Entendimos que nada nos unía y,
si fuimos socios ocasionales, fue solo para disfrutar
mutuamente de lo que carecíamos: ella podía acceder
a la comodidad que yo tenía en el bolsillo derecho y
yo, a la compañía de mujeres hermosas que no eran
prostitutas. Mi inclinación a la soledad me empujó a
no establecer lazos con nadie. Me alejé porque era mi
naturaleza hacerlo. Me gustaba ser muy dueño de mí y
demostrar en cada acto mi absoluta autonomía; lo ha-
cía como una forma de extender mi constante enfren-
tamiento con el orden legal supuestamente imperante
a la totalidad de las relaciones humanas. No me per-
mitía tener muchos amigos simplemente porque no
confiaba en nadie. Las personas que formaban parte
de mi círculo y que podía llamar amigos lo eran desde
hacía muchos años. Es decir, nadie nuevo entró a mi
vida ni se ganó ese sitio. Desde que me titulé, hasta el
final, todos los demás fueron aves de paso con distin-
tas caretas que me generaban desconfianza. Yo seguía
pensando en el precio de cada individuo y, si realmen-
te lo tenían, no podían merecer mi confianza.

73
el cerebro corrupto

***

La gente de mi edad se desvivía por acudir a las playas


del Sur a perder el tiempo tomando hasta caer o a in-
tentar gilear a alguna chica para, a lo sumo, echar un
polvo esforzado, soportando quizá los caprichos de las
cretinas que abundaban en las discotecas de moda.
A mí, en cambio, me encantaban los karaokes, era
otra de mis excentricidades. En una de las primeras
incursiones, luego de titularme como abogado, decidí
que era buen momento para sacarle lustre al carnet.
Eran ya las cuatro de la mañana y estaba absolutamen-
te ebrio cuando me subí al auto. Salí del Lucky Seven
que quedaba en la avenida Aviación con destino a mi
casa. Luego de haber avanzado unas pocas cuadras a
una velocidad más que temeraria, percibí la luz de un
patrullero siguiéndome. No estoy seguro si es porque
me encantaba desafiar la ley para luego demostrar
mi habilidad «coimística» y medir mi superioridad, o
simplemente porque todo me llegaba a la punta del
huevo y estaba decidido a hacer lo que me venga en
gana cueste lo que cueste. Tal vez era una mezcla de
ambas lo que me impulsaba constantemente a mane-
jar borracho, contratar prostitutas, comprar drogas y
hacer espectáculos. Todo para acabar doblando un bi-
llete y meterlo impunemente en el bolsillo de alguien
con la respectiva cachetadita en la mejilla. Soy el due-
ño del mundo y nada ni nadie puede más que yo.
Porque, a quien piense que el poder solamente se
logra teniendo dinero o ejerciendo la política, le digo
que está equivocado. El poder también lo da la facul-
tad de disponer de otras personas y en eso la corrup-

74
en el vientre de la corrupción

ción es campeona. El poder de disponer, de saber que


nadie te puede tocar ni enrostrar la ley, o de saber que
estás por encima del mandato de un Estado. Eso es. Y,
por ende, eso lleva a quienes ejercen actividades co-
rruptas a sentirse seguros.
Por eso, cuando ya era inminente la intervención
policial sabía que no tenía muchas opciones de discu-
tir sobre mi estado. Bastaba con mirarme a los ojos,
totalmente desorbitados, y escuchar mi lengua enre-
dándose bajo el inútil esfuerzo de trasmitir algo elo-
cuente. Cuando tuve al suboficial al lado, bajé la luna
del auto. Lo usual, previo al intento de soborno, impli-
ca el desarrollo de algunos códigos. Algunos son im-
plícitos, otros, directos. Las multas son siempre muy
onerosas y solo traen tediosos procesos burocráticos
que, a esas horas de la noche, suelen ser doblemente
indeseables. Por otra parte, el costo de vida no per-
mite que los policías vivan de forma decente y menos
por hacer cumplir la ley. Expuestas todas estas consi-
deraciones pasamos a formular una propuesta direc-
ta: «¿cómo podemos arreglar esto, jefe?»
Sin embargo, en ese momento no tenía efecti-
vo en mi billetera. En esas circunstancias le pedí al
suboficial que me intervino que me acompañase a
un cajero electrónico. Lo mínimo que podía retirar
—dado mi reciente estatus económico— eran veinte
dólares: una suculenta coima para ese tipo de infrac-
ciones. El suboficial por poco y me besa la mano. Se
ofreció a escoltarme a casa, propuesta que rechacé.
Con todo el trámite nocturno, se me pasó la borra-
chera, pero no la satisfacción de haber conseguido lo
que quería una vez más.

75
el cerebro corrupto

Sin embargo, pese a las múltiples posibilidades


que me otorgaba el dinero, prefería quedarme en casa.
Como mencioné antes, tenía ya establecidos ciertos
rituales. Leer un buen libro y acompañarlo de una
copa o de buena música era uno de ellos. Pero antes,
siempre antes, disfrutaba de un aperitivo sexual para
calmar las tensiones de la agitada vida en la abogacía.
Era casi siempre los viernes cuando cogía una de
mis batas de seda favoritas y me sentaba a esperar el
delivery. Pelirroja, morena, voluptuosa, extranjera, los
cambios respondían a mi apetencia del día. Consuma-
do el servicio, no había lugar a conversaciones. No me
interesaba perder mi tiempo creando lazos ni nuevas
amistades. Como ya he dejado claro, en mi nueva vida
la soledad lo cubría todo.

76
nunca he sido el único

C uando ocurrió aquello de los videos de Vladi-


miro Montesinos, entendí que no era el único.
Algunos viejos abogados me contaban que, antes
del autogolpe, también había corrupción en el siste-
ma de Justicia, pero era más elegante, más discreta.
De hecho, sostenían que un juez te favorecía porque
era tu amigo y no por otras razones. Aunque segura-
mente había quienes cobraban, estos eran los menos.
Lo cierto es que, cuando yo ingresé al sistema, conocí
una corrupción rapaz, directa y sin miramientos.
La época del fujimorato empezó, para mí, con el
autogolpe del año noventa y dos. Fue ahí cuando se
produjo el impacto en el sistema, en el momento en
que al «Chino» se le ocurrió la idea de reformar la Jus-
ticia en el Perú. Algunos dicen que lo hizo por ven-
ganza, por el maltrato del que fue objeto cuando fue
procesado por un lío tributario, circunstancia que lo
llevó, se cree, a conocer a Vladimiro Montesinos.
Otros sostienen que sus motivaciones se debieron
más a la vanidad, pues reformar el sistema de Justicia
lo convertiría en un ícono dentro de nuestra alicaí-
da historia republicana. Los más escépticos tenemos
claro que controlar el sistema judicial te permite, sin

81
«Tal vez era una
mezcla lo que
me impulsaba
constantemente a
manejar borracho,
contratar prostitutas,
comprar drogas y
hacer espectáculos.
Todo para acabar
doblando un billete y
meterlo impunemente
en el bolsillo de
alguien con la
respectiva cachetadita
en la mejilla».
nunca he sido el único

duda, obtener una ventaja estratégica para empren-


der reformas más profundas y de mayor envergadura.

***

En ese tiempo se crearon los famosos Juzgados Tri-


butarios y Aduaneros que empezaron significando
un replanteamiento interesante para un sistema
nuevo. Más allá de que se expectorase a excelentes
magistrados con el autogolpe, llegué a pensar, como
muchos, que era necesario romper algunos huevos
para hacer las tortillas.
Sin embargo, el fenómeno de la reforma fue tor-
ciéndose poco a poco. A mi jefe lo buscaban para ase-
sorar a varios empresarios investigados por casos de
competencia del nuevo sistema tributario y aduanero
y la dinámica fue repitiéndose. Se hizo patente en mí
que no se trataba de un esfuerzo real para tener una
mejor Justicia, sino para apretar a cierta gente. Ahí no
había corrupción válida, al menos no a la que yo es-
taba acostumbrado. Todos los clientes iban perdien-
do sus causas con nosotros y sospecho que lo mismo
ocurría con otros estudios de abogados. El mensaje
entonces estaba clarísimo: cambia de abogado. En-
tonces apareció la figura de un abogado que pasó a la
posteridad, uno de bigotes y pinta de galán de película
porno que se convirtió en el jugador de moda del régi-
men. Si querías ganar, tenías que buscarlo a él. Incluso
en el mismo Juzgado te lo sugerían.
Esa situación me generó mucha impotencia y rabia.
Surgió en mí un sentimiento de rechazo hacia todo lo
que significaba la dictadura. El espíritu era torcer la

83
el cerebro corrupto

ley, pero para fines diferentes a los míos. Para ellos


siempre ganaba el régimen. Era toda una maquinaria
con un sentido distinto de corrupción que, aparente-
mente, no lucraba. Reapareció en mí la rebeldía inicial.
Inclusive llegué a tomar contacto con algunos movi-
mientos estudiantiles de resistencia y gané un puesto
como dirigente para la Asamblea Universitaria.
El asunto con las dictaduras es que a uno le re-
cuerdan el valor que tiene para el hombre la vida en
libertad y eso hace que los enemigos más insólitos se
unan cuando se tiene una bota ejerciendo el poder del
Estado. No es que todos sean demócratas en el cabal
sentido de la palabra, pero la inexistencia de un yugo
les conviene para seguir cometiendo fechorías. De ahí
deviene que la impresión que otorga la vida en liber-
tad sea que es permisiva y que facilita conductas irre-
gulares como la corrupción, aunque eso no sea cierto
y se esté confundiendo libertad con libertinaje.
Esto aunado a que, por naturaleza, me jodía la ver-
ticalidad por razones obvias, motivó en mí la rebeldía
contra el régimen. Más aún cuando la misma forma-
ción en leyes te enseña cómo se tuerce todo —y de
la manera más burda— para favorecer la posición y
los designios del dictador. Se ven pasar normas lega-
les insólitas, incongruentes, carentes de total lógica,
únicamente para que calcen y den la apariencia de un
orden legal.
Hasta que recordé para qué estaba yo metido en
toda esta mierda. Aparte de las medidas en apariencia
necesarias que motivaron la dictadura, se evidenció
que, como en la gran mayoría de casos, los regímenes
de este tipo vienen acompañados de corrupción. Cla-

84
nunca he sido el único

ro pues, si estás solo con el botín y no existe nadie que


te controle porque tienes copado todo el aparato es-
tatal, el saqueo a las arcas del Estado es solamente un
pequeño salto que ningún dictador se resiste a dar.
Llegué al convencimiento de que, más allá de todo lo
antes señalado, lo que realmente me jodía era que otro
robe y corrompa y no deje hacer lo mismo a los demás.

***

El tiempo se encargó de poner las cosas en orden.


El león te permitía comer la carroña siempre que no
chocaras con su presa. Se reinventó la corrupción me-
nor, la privada, la que no interfería con los fines del
pugilato político. Entonces, me acomodé. Había que
seguir ganando dinero. El país podía esperar, yo no. La
corrupción a la que estaba acostumbrado se actualizó
aceptando que había alguien más con posición VIP. El
león nos dejaba divertirnos y el truco entonces era lle-
gar a quienes detentaban el poder. Por ejemplo, si el
cliente era un funcionario menor y estaba dispuesto a
salir de su lío, podía conseguirme una cita con uno de
estos esbirros que, previa aceitada, me ayudaría con
sus influencias en la labor de la abnegada defensa.
Recuerdo mucho cuando intervine en la defensa
del gerente de una empresa perseguida por el régi-
men. Al presidente de directorio y principal accionis-
ta le habían creado un lío totalmente irreal —como
suelen hacer las dictaduras. Pero en la necesidad de
fregar al pez gordo, caían otras especies menores,
como mi cliente de turno. Lo que hicimos fue buscar
una llegada con el dueño del sistema, por esa época

85
el cerebro corrupto

un importante magistrado. Luego de varias «conver-


saciones», se dio la orden para liberar a mi cliente.
Había quedado demostrado que con él no era el pro-
blema. No puedo asegurar que en las altas esferas del
poder se haya entregado dinero para favorecer a mi
cliente, solo sé que logramos que la orden se diera y
punto: ya tenía lo que me interesaba.

***

Después vino la caída del Chino y me puse a pensar:


«qué gil Montesinos para grabarse, cómo pudo poner-
se en bandeja de plata». Hasta que lo conocí.
Conocí a Montesinos en la Base Naval cuando es-
taba preso por uno de los juicios que yo patrocinaba y
que se desarrollaba ahí. No mucha gente se le acerca-
ba a conversar. Nuestro primer encuentro fue bastan-
te espontáneo y casual, aunque de todas formas me
puse tenso al inicio. En torno a Montesinos se habían
tejido muchas historias y mitos, y conocer a alguien
que estaba en la cúspide de la corrupción institucio-
nal era inusual. No podía decir que era un honor, pero,
para mí, estaba cerca.
Le gustaba sentarse en el mismo lugar en todas las
sesiones de audiencia, que en este caso se extendie-
ron por más de un año. Cuando lo vi sentí un poco de
nervios, luego vino la presentación. Nuestro trato fue
bastante protocolar. Así fue como empecé a conocer
a una figura que, luego pensé, estaba sobredimensio-
nada. Sí, claro, Montesinos poseía una inteligencia
superior, pero no era realmente el genio del que to-
dos hablaban. Eso sí, diseñaba sus propias estrategias

86
nunca he sido el único

legales y prácticamente era su propio defensor; sus


abogados solamente eran bustos parlantes de lo que
él les decía y ordenaba. Ahí me di cuenta de que, en
cuestiones legales, yo estaba lejos de saberlo todo.
En una de nuestras primeras conversaciones me
contó que, a poco tiempo de llegar a la Base Naval, le
bajaron el techo de la celda. «Como a un animal», me
dijo. Pero él se ufanaba de ser un hombre de Inteligen-
cia, preparado, por lo tanto, para soportarlo todo sin
que pudiesen quebrarlo.
Sin duda su fortaleza mental era encomiable. De
eso sí aprendí, pues tenía claro que algún día me ser-
viría. Montesinos contaba tranquilamente cómo sería
su salida de la prisión. Y hasta solía dar detalles de a
quiénes cobraría revancha. Uno de ellos, por supues-
to, sería la persona que lo confinó allí, a quien consi-
deraba un traidor y un falsario. «Doctor, que parezca
un accidente», arriesgué alguna vez por toda broma.
En suma, me pareció un tipo bastante simpático,
seguramente porque estaba tras las rejas y ya sin po-
der. Tenía claro que, con poder, sería una persona dis-
tinta. Pero me agradó que, pese a estar caído y preso,
siempre mantuviese una presencia elegante y deco-
rosa. No puedo decir que construimos una relación
de amistad, pero sí hubo cierto nivel de confidencia a
través de nuestros esporádicos diálogos.

***

Para todos los que formamos parte de este mundillo,


Montesinos cometió un error: creerse fijo, intocable.
Cuando piensas que nadie te va atrapar, te vuelves

87
el cerebro corrupto

conchudo. Y lo que sigue es ser descuidado. Eso ocu-


rre básicamente porque el poder envanece. Te sientes
indestructible. A mí me pasó. Una vez fui a la Corte
del Cono Norte —que por mi época era un emporio
de la corrupción— a ver el caso de un cliente cuyo ex-
pediente se encontraba en una Fiscalía Superior. Para
que mi cliente estuviera en una mejor posición res-
pecto a su situación legal, debía lograr que el Fiscal
Superior —a quien yo no conocía y de quien no había
averiguado nada— emitiera un pronunciamiento fa-
vorable para su absolución.
Pedí una entrevista con él. Tras un breve intercam-
bio de palabras de corte bastante protocolar, decidí
cruzar el puente sin previo aviso y sin haberlo estu-
diado con más detenimiento. Le dije que, si me ayu-
daba, podía devolverle el favor con una sincera mues-
tra de aprecio de mi parte. Se produjo un silencio. El
tipo se quedó mirándome y yo, en ese momento, no
entendía por qué. El silencio se prolongó hasta que,
finalmente, aceptó.
A la distancia me doy cuenta de que ambos había-
mos estado esperando esa propuesta. Sin embargo
me doy cuenta de que me arriesgué torpemente en
ese momento. Lo bueno es que de ahí en más, consoli-
damos una excelente relación y ese fiscal se convirtió
en mi «operador» en el Cono Norte.
La anécdota pudo acabar mal, pero yo ni siquie-
ra me detuve por un segundo a considerarlo. Vivía un
instante de seguridad que me hacía creer que nada
nunca podría salir mal. Felizmente, a diferencia de
Montesinos, la suerte estuvo de mi parte.

88
nunca he sido el único

***

Pienso que Montesinos se filmó —más allá de lo que


se especulaba sobre sus chantajes— porque era,
esencialmente, un voyeur. Y como tal lo filmaba todo.
Apuesto que a él le encantaba mirarse tanto como ver
a su interlocutor de turno chorrear litros de baba ante
el dinero depositado, así calientito, en grandes fajos y
olorosos de verdes ilusiones, sobre la mesa de la salita
del SIN. Estoy seguro de que disfrutaba de esto tanto
como de sus propias filmaciones pornográficas.
Colocar el dinero sobre la mesa es una estrategia
muy antigua. Busca mostrar amigablemente los dien-
tes y comprobar hasta qué punto el interlocutor es
capaz de arrodillarse por dinero: es un gesto de do-
minación digno del fetichismo más puro. Montesinos
fue un gran corruptor porque se apoyaba en una es-
trategia y en la recopilación y el estudio minucioso de
información. Procesar información es lo que hacemos
quienes nos dedicamos a esta labor. ¿A quién tienes
que sobornar?, ¿qué le gusta?, ¿qué aficiones tiene?,
¿puedes «persuadirlo» o debes usar otra estrategia?
El secreto está en saber cómo «llegar» a tu interlocu-
tor y hacerlo de forma eficiente.
Y claro, dentro de este análisis de probabilidades
y bifurcaciones, siempre existía la oportunidad de en-
contrarse con alguien «verde». La historia demostró
que, cuando Montesinos se encontraba con uno de
ellos, simplemente optaba por quebrarlo, por minar
lo más valioso que tienen este tipo de personajes: la
reputación. Desde luego, yo no tenía esa facultad.

89
«Montesinos poseía
una inteligencia
superior, pero no
era realmente el
genio del que todos
hablaban. Eso sí, él
diseñaba sus propias
estrategias legales y
prácticamente era su
propio defensor; sus
abogados solamente
eran bustos parlantes
de lo que él les decía
y ordenaba».
nunca he sido el único

Sí me encontré con algunos «verdes» en mi reco-


rrido. Había de los verdaderos y de los falsos. Estos
últimos, que eran mayoría, estaban representados
por una casta que se creía superior y de los que no
muchos tenían la llave, solo algunos privilegiados.
Ahí se formaban los círculos de poder, las argollas a
las cuales todo pretencioso corruptor —como yo—
deseaba llegar. A un abogado muy poderoso en la
época, por ejemplo, se le ocurrió formar un círculo
intelectual —aparentemente encumbrado y presti-
gioso— que en realidad solo era un club del tráfico
de las influencias descarado; elegantemente decora-
do con alfombras tan finas que no permitían escu-
char los pasos del agente corruptor. Entonces uno
podía darse cuenta de golpe que ese intelectual del
derecho no era más que otro mercader que se ven-
día, pero solo con clientes exclusivos. De esos conocí
varios, entre abogados y magistrados.
También estaban los «verdes light», aquellos que
no aceptaban directamente una coima, pero que, su-
brepticiamente, contaban con alguien que represen-
taba sus intereses. El intermediario, ese «alguien»
que generalmente trabajaba con ellos, se encargaba
de todo y dejaba listo el documento para que el Juez o
Fiscal firmara casi sin darse cuenta, así nomás, como
producto de la casualidad o de la alineación de astros.
Los verdaderos verdes estaban condenados a
la pobreza, a ser expectorados de cualquier atisbo
de éxito. Desde mi punto de vista, eran giles que no
querían participar de ninguna repartición posible y,
como no podías cambiarlos, solo quedaba hacerlos a
un lado. Había varias formas de eludir a un verde, por

91
el cerebro corrupto

ejemplo hacerle el famoso «dos a uno». Si el «verde»


formaba parte, por ejemplo, de una Sala Superior, te-
nías que buscar a los otros dos vocales y lograr que
votaran a tu favor. Listo, por mayoría lograbas el «dos
a uno». Igual pasaba con la Suprema Corte.
Sin embargo, cuando era una decisión inevitable
que dependía de uno, tenías que aceptar eso como un
costo aparte de la operación.

***

Ese fue mi único contacto con el régimen. Tardío, para


mi gusto. Siempre me consideré un tipo creyente en la
democracia, pero no me hubiera molestado para nada
si me rentaban para ajusticiar a alguien. Varios de los
que estaban del otro lado, con los demócratas, eran
tremendos pillos que se valían de la debilidad del sis-
tema para escapar y hacer cochinadas. Los dos lados
han estado siempre sucios.
Una simple anécdota grafica lo que sostengo. Ya
con el retorno de la democracia recuerdo mucho un
episodio en el que una lideresa de un partido tradicio-
nal solicitó diez mil dólares para no bajarle el dedo a
un funcionario del fujimorismo sometido a un juicio
político. No sé si, efectivamente, se lo pagaron. Pero,
muchos años más tarde, esa lideresa se mostraba
como un dechado de virtudes cuando candidateaba
persistentemente a varios puestos de elección pública
que nunca pudo ganar.

92
nunca he sido el único

***

Ahora que han pasado algunos años, me doy cuenta


de que, en realidad, todo esto fue como poner un can-
dado más a la cadena, pues no todos tenían acceso al
grupete de magistrados cercanos al régimen. Por otra
parte, esta situación permitió a dichos personajes go-
zar de cierta libertad para realizar sus «negocios» in-
dividuales, mientras no chocaran con la presa que el
régimen quería. Como ha sido claro para muchos, Fu-
jimori y su gente utilizaban el sistema para «sofocar»
a algunos personajes incómodos o de quienes querían
obtener algo. Para nosotros todo iría bien mientras
nuestros intereses no chocaran con los suyos.
Por eso nunca se presentó una contienda real
entre estos dos tipos de corrupción: la política, con
incidencia judicial, y la común, la «civil», que era la
que yo practicaba. Esto es porque, como ha quedado
demostrado, rápidamente se configuró todo un eco-
sistema que permitió a ambas especies convivir de
manera armónica.
Con la vuelta al sistema de la democracia, quedó
atrás la corrupción política típica de las dictaduras
para dar paso a una corrupción más discreta y gene-
ralizada, aquella que se volvió transversal a casi todos
los partidos bajo la premisa de que en la política hay
que negociar, desconociendo los límites entre lo que se
supone es un arte y la burda conducta de un mercader.
Ya no había una élite con la cual competir y la co-
rrupción retornó plenamente y sin ambages a ser in-
clusiva y democrática. En otras palabras, muerto el
león, los monitos hacíamos fiesta sobre su cadáver.

93
el cerebro corrupto

***

A veces me hace mucha gracia cuando ciertos adali-


des de la lucha contra la corrupción —algunos de los
cuales son unos completos fariseos— dicen que la co-
rrupción es una mafia organizada. Eso no cierto. No es
que exista una gran reunión de corruptos. La corrup-
ción nace como consecuencia de un defecto. En mi
caso, si no iba a obtener justicia, tenía que comprarla.
Por más que se crea lo contrario, no salía dispuesto
a corromper ni era mi primer pensamiento por las
mañanas. Las circunstancias nos enfrentaban a un au-
téntico desafío: hacer las cosas correctamente cuando
nadie más lo hacía o aggionarse y seguir ganando a
la usanza de todos. No había mucho que pensar para
tomar una decisión, ni tiempo para perder.
A partir de ahí sí que se formaban grupos que,
constantemente, cambiaban de intereses y camise-
tas. Un día podías trabajar con un abogado que en
otro caso sería tu rival. Se trataba de socios ocasio-
nales, nada personal. Por ello, cuando nos encontrá-
bamos en el mismo bando, hacíamos intercambio de
información. «Oye, ¿conoces a alguien en esa fisca-
lía?», «¿sabes quién tiene la mejor llegada?». Incluso
alguna vez fui parte del público durante la exposi-
ción de un prestigioso abogado —uno que hoy funge
de ser impoluto— sobre un directorio, fotos inclui-
das, de todos los magistrados de una Sala Superior,
sus perfiles, debilidades, y la forma correcta en que
debíamos abordarlos.
Por lo demás, no existe un capo como tal ni reye-
zuelos que batallen por la conquista de territorios o

94
nunca he sido el único

plazas fuertes. Por el contrario, todas las disputas que


se dan son siempre circunstanciales y no responden a
una lógica más elaborada. Por eso es difícil combatir a
un enemigo que, como la Hidra de Lerna, posee múlti-
ples cabezas. Simplemente es imposible adivinar cuál
hay que cortar primero.

***

La corrupción en la justicia nace por defectos más de


fondo que de forma. Si hay un sistema corrupto es por-
que este no funciona bien, y entonces los usuarios se
las tienen que ingeniar para poder cumplir sus come-
tidos. Si todo funcionase bien —visto desde la habili-
dad para litigar de los abogados— ganaría el mejor,
no el del mejor contacto, como hasta ahora sucede. Es
importante mencionar que, a veces, la corrupción se
manifiesta de maneras distintas a las convencionales.
Es decir, no todo es dinero o algún otro tipo de venta-
ja. Hay algunos abogados que aprovechan su condi-
ción de profesores o figuras casi públicas para ganar
«por demolición» o «presión indirecta»; quiero decir,
si eres Fiscal o Juez ¿vas a hacer perder a quien fue o
es tu profesor en alguna maestría?
Quiero graficar esto último con una anécdota.
Hace algunos años un abogado muy poderoso fundó
una asociación con fines, aparentemente, académicos.
En ella estaban incluidos no solo abogados litigantes,
también magistrados, como Jueces y Fiscales. No se
trataba de una complicidad descarada. Era, más bien,
como un prostíbulo a puerta cerrada al que solo te-
nía acceso aquel que poseía la llave, la autorización,

95
el cerebro corrupto

de la asociación. Ojo, muy posiblemente no había coi-


mas, pero sí existían acercamientos bajo pretexto de
actividades académicas. Es que, para algunos, esos
pequeños conflictos de interés están cerca de ser co-
rrupción, pero como no lo son los pasan por alto. Son
como leves pecados veniales.
Finalmente la corrupción es como el mercurio:
apenas la divides se vuelve a formar, casi de manera
automática y sin acuerdo —necesariamente— entre
las partes. Es un poco también como la lucha contra
las drogas. ¿Por qué existe tráfico ilícito de drogas?
Porque, simplemente, las drogas son ilícitas. Por su-
puesto no estoy diciendo que la corrupción debería
ser lícita, sino que responde a estímulos como los an-
tes mencionados. Si existe un sistema inseguro, im-
predecible, con jueces o fiscales «residuales» —que
solo buscan la carrera porque no hay otra opción de
éxito profesional—, entre otras cosas, todo seguirá
igual. No hace falta nombrar comisiones recargadas
de personajes ilustres para combatir delincuentes.

96
el sueño de la puta

D esde mis inicios como penalista viví intensa-


mente lo que tantos en mi condición llamamos «el
sueño de la puta». ¿En qué consiste este sueño? Lla-
namente, en soñar con el retiro, porque sabes desde
siempre que lo que haces está mal.
La primera pregunta que debería plantearme es
«¿por qué escogí esta carrera?». Antes de ingresar a
la universidad, creía que solo tenía un par de dones
de los que disfrutaba bastante: saber hablar y saber
escribir. Entonces pensé en qué me haría feliz y llegué
a la conclusión de que practicando esos dones podría
llegar a mejorar y luego lucrar. ¿Qué profesión podría
ser esa en la que te pagan por hablar y escribir?
La inquietud de desarrollar mis dones se fue ali-
neando con la injusticia que experimentaba en mi vida
familiar. Percibía que el conjunto de reglas impuesto
por un padre vertical me hacía vivir una real injusticia
en carne propia. Todos los días. Las imposiciones de
mi papá eran intentos por justificar creencias del tipo
«solamente el trabajo sacrificado es bueno», «ser una
persona de bien es la mayor satisfacción que un hom-
bre puede tener». Yo en ese momento no lo entendía,
o tal vez no quería entenderlo en su real dimensión.
Simplemente me resistía a esos preceptos y mandatos

101
el cerebro corrupto

que, casi corporalmente, me generaban rechazo. Yo no


estaba de acuerdo con todo eso, y creyendo que me
estaban imponiendo un modo de vida, me tiré cons-
cientemente para el otro lado, el lado opuesto. Quizá
hice todo lo contrario solo por joderlo.
Es que nunca entendí a mi padre. Creí que me es-
taba enfrentando a una situación injusta, y por eso
empecé a enfocarme en hechos de la realidad que re-
presentaban también injusticias. Por los años noventa
no era difícil identificar coyunturas de este tipo. Salía-
mos de un gobierno sumamente corrupto durante el
cual empecé a adquirir uso de razón. Como todos, fui
testigo de cómo, para obtener un poco de azúcar o de
arroz, había que recurrir a amistades; o de cómo para
conseguir un puesto de trabajo, había que afiliarse al
partido del gobierno. Eso sin contar todos los robos
al Estado que luego fueron descubiertos y que, a la
postre, forjaron abierta impunidad. Así, entonces, con
ese germen de niño fui creciendo y formándome en el
rechazo directo a la oficialidad.
Ese fue el contexto en el que decidí que sería abogado.

***

El dinero no se convirtió en mi principal motivación


hasta que lo probé.
Lo probé y me gustó. No, no me gustó, miento, me
encantó. Lo miraba de lejos en mi infancia, pero ya
en la juventud de mis primeros años de carrera veía
cómo los abogados que me rodeaban ganaban dinero.
De ahí en más se fue perfilando un nuevo objetivo: la
Justicia podía esperar, yo no.

102
el sueño de la puta

Tras mis primeras incursiones en el mundo de la


corrupción me di cuenta cómo funcionaba todo en el
sistema judicial peruano. Nadie —al menos desde mi
percepción— se ponía como meta hacer lo correcto o
lo justo. El objetivo de la justicia se confundía con el ob-
jetivo de la eficacia, que no siempre suelen estar alinea-
dos. Empecé a preferir llegar primero que saber llegar.
El dinero, sin duda alguna, ayuda a atraer la felici-
dad. Para mí, se convirtió en lo único que satisfacía mi
vacío existencial. Me hacía sentir bien y con poder, a
pesar de ser solo un pequeño cacique en un mundo de
reyes mucho más poderosos.
Recuerdo, por ejemplo, cuando me titulé como
abogado. En este tipo de rituales, el alumno sustenta
su grado ante un jurado. Luego de la sustentación, se
produce la deliberación entre los miembros del jura-
do y, después de unos minutos, te comunican si apro-
baste o no. Yo estaba plenamente seguro de mi apro-
bación. Ejercer en la informalidad —sin carnet—, por
más de cinco años de prácticas, me llevó a creerme
fijo. Es por eso que enrollé un billete de cien dólares
en mi bolsillo. Al tomarme juramento, pedí que saca-
ran el crucifijo y no posé la mano sobre la Biblia, sino
que la metí en mi bolsillo, apreté fuerte la figura verde
de Grant y juré por su poderosa imagen impresa en
los billetes de cien dólares.

***

En los primeros años de profesión me convertí en


una máquina.

103
el cerebro corrupto

Era realmente bueno, infalible, eficaz. Pero en algún


momento, quizá a los veinticinco, empecé a pregun-
tarme si lo que estaba haciendo estaba bien. No es
que estuviera pensando en el retiro, simplemente
me pregunté.
Sin duda alguna, la respuesta era una: no, y no
había ninguna justificación. Claro, de la boca para
fuera —como varios de mis colegas—, me escudaba
aduciendo que el sistema era así y que yo solamente
estaba ejerciendo mi derecho a la supervivencia. Es
otras palabras, abstenerme de coimear no iba a cam-
biar absolutamente nada. Si estaba todo jodido, para
qué o por qué tenía yo que arreglarlo.

***

Llegado a ese convencimiento, me puse una meta.


Tenía que amasar mucho dinero, el suficiente para
poder retirarme y volver a mis inicios. Ya no pensaba
en la Justicia, simplemente pensaba en ejercer y dis-
frutar de mis dones. Escribir y hablar. Ni siquiera sa-
bía qué haría cuando llegara ese día, solamente tenía
claro que mi vida tendría relación con eso: escribir y
hablar. Seguramente continuaría vinculado al mundo
de los casos —esa era mi vida— y, francamente, no
me veía en una actividad divorciada de lo que sabía
hacer —o creía que sabía hacer—: ganar juicios. Pero
llegado ese momento ya no habría presión. Si seguía
litigando, sería básicamente por diversión o solo por
seguir activo.
Me dedicaría a escribir mis memorias.

104
el sueño de la puta

***

Me vi, entonces, dueño de mi propio destino. En


modo alguno pensé que mi retiro podría ser forzado,
aunque nadie lo piensa así. Nadie piensa que será re-
tirado porque, por ejemplo, alguien lo delate o atra-
pe coimeando.
La delación —en todos los grupos organizados
que se vinculan al crimen— está mal vista. Primero te
mueres, pero calladito. A los «amigos» no se les vende.
Eso incluso lo aprendí en el colegio: al soplón, al acu-
sete, lo agarraban de lorna. Así que no, la soplonería
no era usual en el sistema. Desde luego se producían
distorsiones y una que otra vez caía algún imbécil por
un operativo de la OCMA —la Oficina de Control In-
terno del Poder Judicial—, pero claro, casi siempre se
trataba de un pez chico para que, simplemente, el sis-
tema siguiera andando. La mejor comprobación de la
validez y suficiencia del sistema era que el operativo
generaba siempre un revuelto calculado, luego todo
continuaba. Los actores ya sabíamos que la dinámi-
ca estaba diseñada de ese modo. «Qué pena», «pobre
del caído», eran las frases que solían decirse en el mo-
mento. Sin embargo, pasado el minuto de silencio, ha-
bía que seguir: la máquina tenía que seguir andando.

***

Mi cifra era de dos millones de dólares, sin contar pa-


trimonio: casas, carros, etc.
No obstante, cada cierto tiempo me angustiaba
porque la meta no estaba ni cerca. También me po-

105
el cerebro corrupto

nía a pensar que quizá dos millones de dólares no


eran mucho en realidad y así me volvía a plantear una
suma para el retiro. Sucede que conforme ganas, con-
forme gastas. Y no era el único que pensaba así. Car-
loncho, mi gran amigo de los tiempos de universidad,
me dijo lo mismo durante una conversación de café:
«Esta mierda no se puede hacer siempre». Aún tengo
grabadas sus palabras: «Ya me está cansando».
En ese momento lo vi claro: éramos unas putas.

***

La dinámica de las putas era muy parecida. Yo, cierta-


mente, los hice cometer locuras. Y así las cosas, hice
cometer locuras a mis clientes; los obligué a transpo-
ner sus barreras morales y sus miedos; muchas veces
los puse a temblar ante mis noticias; hasta hice que
lloraran o se mearan por puro placer. Todo. Tuve hom-
bres poderosos en frente que sucumbían porque su
vida se encontraba en mis manos. Jugaba con ellos y
me pagaban, sin reclamar, lo que pedía.
Varias veces me preguntaba cómo así tipos tan
grandes, que manejaban organizaciones prestigiosas,
dueños de sí mismos, de esos que salen en fotos de re-
vistas de negocios apoyados en traje y con los brazos
cruzados sonriendo, podían confiar sus destinos a un
individuo gris y anónimo como yo. Cómo, en la inti-
midad, en el secreto de mi oficina, se encogían como
gatitos tímidos, aceptando sumisamente la decisión
de quien tenía el poder. Vi hombres ponerse color pa-
pel y rogar para intentar coimear a alguien cuando su
destino estaba en juego. «Por favor, haz lo que tengas

106
el sueño de la puta

que hacer, no importa qué, solo sácame de esto», me


decían antes de romper en llanto.
Entonces, casi siempre, la asesoría legal implicaba
ser el soporte anímico. Muchas veces, y muy en con-
tra de mi voluntad, debía servir de paño de lágrimas a
varios de estos grandes hombres cuando se derrum-
baban al contemplar la posibilidad de arruinar sus
carreras por un caso penal. Había que convencerlos
de que todo saldría bien y de que la Justicia estaría de
nuestro lado porque tenía el ticket de compra que me
aseguraba una parcela de tranquilidad y una victoria
transitoria. Luego quedaban tranquilos, exhaustos y
volvían a sus casas a seguir jugando a ser superhéroes
hasta el siguiente momento de debilidad. Por eso te-
nían que confiar en mí.
Tengo en la memoria aún la imagen de un cliente
al que llamaré Lucho. Era un ejecutivo de una impor-
tante empresa que me tocó defender de la acusación
de un delito muy grave. El día que lo detuvieron, al
tomar contacto con él, sentados en la dependencia po-
licial donde lo tenían recluido, me tomó de la rodilla y
me dijo al borde de las lágrimas: «sácame, por favor, te
pago lo que quieras, tú pon el número nomás».
Lucho era un tipo alto, de buena presencia y reto-
ño de una de las familias más notables de Lima. Tenía
una casa en Camacho y un auto de lujo. En resumen,
alguien que sería rifado en la rotonda de San Jorge,
por aquel entonces la cárcel de los empresarios que
caían en desgracia. Pero no, gracias a mí no cayó en
desgracia. Sin embargo, no le saqué la mierda en ho-
norarios y le cobré lo justo. ¿Por qué lo hice? No lo

107
el cerebro corrupto

sé bien, quizá porque por una vez quería sentirme


superior a este tipo de gente.

***

Pero la miel del poder es engañosa.


En este trabajo tenía que vincularme con sujetos
asquerosos que eran mis interlocutores, mi contra-
parte en el pacto de los sobornos. Siempre estaba en
contacto con una legión de ignorantes pretensiosos.
Grandes fantoches con títulos de doctor de alguna
universidad de pacotilla, que blandían como si fueran
de Yale o de Harvard. A esa casta de corruptos les gus-
taba beber Etiqueta Azul, usar esclavas de oro, vestir-
se con polos adefesiosos de Ralph Lauren o Christian
Dior sin saber que estaban muy lejos de ser siquie-
ra decorosos. La figura se completaba con una corte
de súbditos y gollerías que hacían que se marearan
aún más: asistentes judiciales que también hacían sus
«trabajos» en casos menores, chofer, secretarías, ac-
ceso a favores y camarillas, etc.
Por supuesto, debía fingir que éramos amigos y
que me importaban sus historias personales. Tenía
que reír, solícito, de sus bromas cojudas o alabar sus
posiciones jurídicas, tan precarias que ni en el peor
estado de alteración de mis sentidos hubiera llegado a
sostener. Ese era mi rol de puta. Y tenía que cumplirlo.
Sin chistar.

108
el sueño de la puta

***

Luego de contemplar este ecosistema de corrupción


casi perfecto me preguntaba: «¿qué mierda de refor-
ma podría darse aquí?». Ninguna, pues. Había que ser
bien imbécil para destruir un equilibrio que es con-
veniente para todos. Debo decir, que más allá de los
corruptos, existían otras clases de magistrados que
no son el objeto de este libro pero que podrían dar
para algunos más: estaban los brutos, los acompleja-
dos, los mediocres que se oponían a toda meritocracia
y los locos. Eso, mezclado con la corrupción y con al-
guno que otro «verde», generaba un verdadero paisa-
je de espanto.
Y por si todo esto fuera poco, había otro elemento
casi transversal: la flojera. Ese era el contenido de una
casta patética de gente que se creía parte de un es-
tándar superior de privilegiados de la Justicia. Dueños
de una bola mágica, se sentaban de medio lado en sus
sillones de reyes durante las audiencias y posaban sus
garras sobre los expedientes cuando se inauguraba el
año judicial.
El mismo sistema los protegía. Toda aquella in-
tervención para destruir la costra asquerosa de la
corrupción merecía la reacción ardorosa de estos
personajes. Y ahí conspiraban todas las modalidades
descritas. Si eres corrupto, no te conviene que algo
cambie; si eres mediocre, tampoco (muchos verdes
son mediocres); si eres acomplejado, por qué, pues, te
van a cambiar todo; y si eres bruto o loco, simplemen-
te no te das cuenta de nada.

109
«Debía fingir que
éramos amigos y que
me importaban sus
historias personales.
Tenía que reír, solícito,
de sus bromas cojudas
o alabar sus posiciones
jurídicas, tan precarias
que ni en el peor
estado de alteración de
mis sentidos hubiera
llegado a sostener. Ese
era mi rol de puta. Y
tenía que cumplirlo.
Sin chistar».
el sueño de la puta

***

No es que viviera arrepentido.


De hecho, la sensación de asco la sentía en algunos
momentos, pero no por el acto del soborno en sí. Dis-
frutaba de comprar voluntades humanas. Lo que me
molestaba era tratar con los «comprados»: una horda
de primates que no merecían ningún tipo de respeto.
Aunque ya superado ese trance, y cobrado mi dinero,
volvía a subir a mi pedestal. Sí pues, era una puta, una
puta que soportaba el contacto con la inmundicia a
cambio de dinero.
Lo soportaba todo.

111
el fin

¿Por qué decidí retirarme?


Fue un acto impulsivo, un momento de sinceridad
plena, de rabia y de lucidez que no provino de ningu-
na reflexión. Fue como caerse del caballo por un golpe
de luz que vino del cielo. Todo se desencadenó por un
caso que perdí.
Tomé el caso de A metiéndome por los palos, como
suele decirse. Él estaba detenido en la avenida Cana-
dá, presuntamente por estafa. Varios abogados está-
bamos en la baraja para tomar el caso. Yo solo era uno
más. Pero, por alguna razón, pude persuadirlos para
que tomaran mis servicios, cosa que nunca había he-
cho antes.
Todas fueron derrotas, pero con él siempre tuve la
convicción de su inocencia. No de una inocencia téc-
nica, como otras veces; ahora se trataba de una ino-
cencia real. Primero vino rápidamente la sentencia de
primera instancia. Aún respirábamos algo aliviados
por la Sala porque pensábamos que voltearíamos la
decisión con facilidad. Incluso, en la audiencia, mi par-
ticipación fue estelar. Me preparé, me preparé mucho
e hice pomada con la abogada de la parte contraria.
La logística la conversé con el doctor S, un exvocal
retirado que tenía unos contactos muy influyentes. Él

117
el cerebro corrupto

me aseguró que teníamos el dos a uno en el bolsillo y


que A sería absuelto. Me pidió solo cinco mil dólares
en calidad de adelanto y el resto para cuando saliera
el resultado favorable.
Aún recuerdo el preciso instante de todo el desenlace.
Estaba almorzando en un restaurante cerca del
Óvalo Paz Soldán en San Isidro. Recibí la llamada de
Patricia, mi asistente, quien estaba cerca de la Sala es-
perando el resultado triunfal. «Doctor, nos voltearon
el caso», me dijo. Le pregunté varias veces si estaba
segura. La chica no dudó: me habían cagado. Apenas
colgué la llamada con Patricia, llamé al doctor S para
increparlo. Tranquilamente, con una frialdad que
siempre aprecié en él (que quizá, de forma inteligen-
te, hacía que no viviera los casos) me dijo: «esta vez le
tocó perder, pues, así es la vida». Para mí fue una au-
téntica tragedia, porque después del fallo en segunda
instancia, en la Sala, ya casi no quedaba nada por ha-
cer. A sería condenado y viviría con esa condena para
siempre, siendo inocente.
No entendía cómo podía estar pasando eso. Yo no
perdía. Nunca me había pasado algo así. Seguramente
había tenido tropiezos, pero siempre me recupera-
ba y mis clientes quedaban, en su inmensa mayoría,
satisfechos. «Doctor, estamos entre caballeros, había
un pacto, eso no se hace, la palabra empeñada lo es
todo», le dije a S con la poca calma que me quedaba.
Pero mis reclamos fueron inútiles. Simplemente me
decía que ya no podía hacer nada y que, en todo caso,
vería cómo hacía para insistirle al presidente de la
Sala que devolviera el dinero. Eso ya no me importa-
ba, honestamente.

118
el fin

Ahora entiendo que la posición del doctor S fue


muy bien calculada. Reclamarle a un Presidente de la
Sala podría hacerlo incomodar. Se trataba de señores
feudales, hacían lo que les daba la gana con la justicia.
En este caso, la balanza de S se inclinó por su apatía
natural. Mejor dejémoslo ahí, pues, en el peor de los
casos, ya tenía «crédito» para otro caso en esa Sala.
Me la jugué y perdí, pero lo que más me jodió es que
perdí teniendo un cliente inocente. Me ganaron con
mis reglas y no había lugar a reclamo.
Al colgar, me quedé parado en medio del Óvalo.
No pensaba. Cogí el rumbo del Olivar y caminé algu-
nas cuadras con la mente completamente en blanco.
En ese momento llegó a mí una ráfaga de sensatez y
todo estuvo claro. Estaba exigiendo caballerosidad,
códigos, palabras de honor. ¿Me estaba escuchando?
Nada de lo que exigía tenía el más mínimo sentido.
Todos actuábamos como delincuentes. Buscábamos
nuestro provecho sin importar quién estuviese en-
frente. En un lugar como ese, no había espacio al re-
clamo de honor.
En ese momento llegué a la convicción de que te-
nía que retirarme, que había llegado el momento.

***

El nuevo objetivo era definir cuándo me retiraría.


Un viejo abogado a quien yo admiré mucho me
enseñó que las noticias —malas o buenas— hay que
darlas pronto, antes de que el cliente se entere por
otro lado. Llamé a A y le dije que «el gato todavía esta-
ba en el tejado», es decir, que aún no se había caído del

119
el cerebro corrupto

techo y había muerto, como efectivamente acababa de


pasar. Fue un momento incómodo porque, a diferen-
cia del doctor S, yo sí tenía que dar explicaciones. A
A este caso le jodería la vida, y muy posiblemente lo
botarían del trabajo si aparecía con una condena. En-
cima yo tendría que explicarle el resultado a toda la
familia y soportar la interrogante más dura de todas:
«…pero ¿qué pasó, pues doctor?, ¿nosotros le entrega-
mos el dinero que usted nos pidió para el Presidente
de la Sala?» Yo no solía revelar los detalles de mis an-
danzas, pero en este caso rompí la regla.
A partir de ese momento empecé a abandonar mis
casos. A tratar de manejarlos en automático como
quien liquida todo, con una prisa que ni yo mismo
comprendía. Estaba, sencillamente, harto. Dejé de ir
a la oficina con frecuencia, no tenía ningún incentivo
para seguir.
Ya casi no mantenía comunicación con mis «con-
tactos» y empecé a desarrollar un grado mayor de in-
tolerancia hacia lo que hacía. Aún no llegaba al asco,
pero en realidad no sé si llegué a experimentarlo. En
ese momento, simplemente, detecté que estaba can-
sado. Cansado y decepcionado por la derrota.
Con el paso de algunas semanas pensé que esa sensa-
ción desaparecería y que todo volvería a la normalidad.
Así transcurrió un año.
Aunque tenía claro que el retiro estaba más cerca
que nunca, la intensidad de esa decisión había dismi-
nuido. Estaba acostumbrándome nuevamente a lo de
antes. Así que, al percibir que la costumbre me inva-
día, inicié una breve exploración.

120
el fin

Lo primero que hice fue preguntar a varios abo-


gados si les había sucedido esto que yo estaba vivien-
do. No hablé con muchos. Casi todos me dijeron lo
mismo, sobre todo los viejos: «sí, claro, a mí también
me pasó, pero luego entendí que así es el sistema y
que nadie lo va a cambiar. Así que hay que seguir no-
más». Pude comprobar, en ese preciso instante, que
todo lo que había hecho era justificarme y crear un
mantra que me permitía hacer todo lo posible para
sobrevivir en ese sistema. Por eso dicen que el buen
mentiroso es el que se cree sus propias mentiras.
Esa circunstancia fue la que me llevó a comprender
que estaba frente a un nuevo orden al cual había que
desafiar. Sin duda, me encontraba en una situación
similar a la original, a aquella de mi rebeldía juvenil.
Nunca creí en los letargos y el mensaje estaba claro:
había que revolucionar y cambiar el sistema. Ahora
debía poner manos a la obra.
Yo ya estaba casado y mi hijo menor tenía cerca
de tres años cuando sucedió un evento que interpre-
té como una segunda señal. Me encontraba en casa,
descansando, cuando sonó mi teléfono B. Corrí a mi
habitación a contestar. Seguramente se trataba de un
policía o un fiscal llamándome por un resultado es-
perado. Cuando llegué a la habitación, mi hijo cogió
ese teléfono con sus manitas y me lo alcanzó. Él aún
no hablaba mucho, pero estoy seguro de que me hu-
biera dicho: «toma, papito, contesta, te están llaman-
do del trabajo».
No pude más. Simplemente me senté a mirarlo, al
borde de las lágrimas, y jugué con él.

121
el cerebro corrupto

***

¿Por qué no volver al inicio? Me preguntaba


constantemente. Mi padre había muerto hacía pocos
años, así que pensé que ya —quizá— todo estaba ali-
neado para el fin de mi carrera. No me puse a pensar
en ese momento qué haría de mi vida. Estaba suma-
mente confiado en que tenía «algo» y que eso me per-
mitiría buscármela. Pocos días antes de cumplir trein-
ta y nueve años decidí que debía renunciar a todo. Lo
único que sabía con claridad es que estaba cansado y
que era momento de «plantarme».
Tal vez porque aún no era tan valiente como
creía, le consulté mi decisión a mi esposa y ella —
para mi tragedia— me avaló. Pensé que si ella po-
nía resistencia podía verme obligado a continuar so
pretexto de mantener a mi familia, pero no fue así.
Ya no había más excusas. Estaba fortalecido para
dar este salto de fe.
Como aún estaba tomando algo de vuelo, seguí
buscando respuestas —o excusas— para reafirmar
algo que, muy dentro de mí, estaba seguro de realizar.
Un viejo amigo de nombre T me dijo que, si realmen-
te estaba seguro de retirarme, debía «quemar naves»
para no tener posibilidades de volver. En un acto sim-
bólico con un profundo significado para mí, ese día, al
volver a casa, boté mi telefonito, con todos mis contac-
tos, al tacho. Así me deshice de lo que realmente me
anclaba a un sistema en el que años atrás decidí, libre
y voluntariamente, perderme.
Recuerdo ese día como si fuera ayer. Luego del ri-
tual del teléfono era hora de hablar con quien, para

122
el fin

esa fecha, ya era mi socio. Estaba encerrado en mi ofi-


cina dando vueltas y preparando mis palabras de des-
pedida. Me encontraba sumamente nervioso. Sin em-
bargo, sabía que ya no podía aguantar ni un día más.
No era muy religioso, pero en ese momento, ins-
tintivamente, me hice la señal de la cruz y fui casi
corriendo a su oficina. Le comuniqué mi decisión de
renunciar, directamente y sin mayores digresiones.
Él esbozó una sonrisa que me sacó un enorme peso
de encima.

123
el descenso

P asó el tiempo de la algarabía del cambio. Me dejé


el pelo largo y vendí mi Mercedes Benz. Vestía jeans
y camisas sueltas. Ya no me afeitaba todos los días y
lucía desgarbado. Perdí, también, algo de peso. Enton-
ces empecé a preguntarme con seriedad qué haría de
mi vida de ahí en adelante.
Fue así como todo empezó a cambiar.
Primero, perdí mucho dinero en una mala inversión.
Pese a ello, no hice recortes en mi nivel de vida y el di-
nero empezó a esfumarse. Vendí mi casa para sostener-
me y resistir, y todo se fue diluyendo. Tengo grabado
en la mente el momento en que recibí el dinero por la
venta de la casa. Le propuse a mi esposa separarnos. Le
dije que mis locuras no debían perjudicarla ni a ella ni
a nuestros hijos; le dije que se quedara con todo, y solo
le pedí que me dejara diez mil dólares. Con ese capital
yo volvería a levantarme. Otra vez me respaldó. «En las
buenas como en las malas, confío en ti», me dijo.
Luego, como suele suceder en este tipo de casos, me
reencontré con la espiritualidad. No digo religioso, sino
espiritual. Hice un largo viaje yo solo y descubrí la me-
ditación. Me dediqué a pensar, a pensar mucho.

129
«Estaba exigiendo
caballerosidad,
códigos, palabras de
honor. ¿Me estaba
escuchando? Nada de
lo que exigía tenía el
más mínimo sentido.
Todos actuábamos
como delincuentes.
Buscábamos nuestro
provecho sin importar
quién estuviese
enfrente. En un lugar
como ese, no había
espacio al reclamo
de honor».
el descenso

Pero las cosas empeoraron. Me había convertido en


un paria. Una vez fui a visitar a un famoso penalista para
consultarle qué pensaba él sobre la idea de escribir un
libro con mis memorias. Con un gesto casi displicente
movió la cabeza y me respondió: «no, hermanito, no,
eso no se hace». Supe en ese momento que, para ellos,
me había convertido en una suerte de traidor. Y en las
películas, al hombre que se arrepiente e intenta dejar
la mafia, lo matan. Pensé que algo así podría ocurrirme.

***

Y ciertamente sucedió.
Estaba muerto.
Mis antiguos amigos y clientes no me contesta-
ban el teléfono. Perdía oportunidades laborales y veía
cómo las puertas se me cerraban en la cara. Comencé
entonces a preguntarme si esta decisión había sido la
correcta. No me estaba arrepintiendo, pero ya empe-
zaba a ver que el camino no sería nada fácil. Pensé que
quizá mis amigos tenían razón y que esto no lo podría
cambiar nadie.
Volví a conocer de cerca la necesidad. En un año
completo generé solamente cuatro mil dólares. Mucho
antes de decidir mi retiro, había planeado con dos vie-
jos amigos del colegio celebrar una gran fiesta por mis
cuarenta años. Sería un evento a lo grande. Y es que a
partir de los cuarenta la celebración de cada década
se vuelve estelar, apoteósica. Pero llegado el cumplea-
ños, ya con la decisión tomada, eso no sucedió ni re-
motamente. Un día antes, al terminar de dictar clases
en una universidad que me había contratado, tenía

131
el cerebro corrupto

únicamente tres soles en el bolsillo. Llegué a mi casa


y, pese a la resistencia de mi esposa, la convencí de no
hacer nada. Me metí a la cama, el único refugio don-
de podía escapar de este tipo de momentos que aho-
ra abundaban en mi nueva vida, me eché a llorar y me
quedé dormido.

***

Quería acostumbrarme a mi nueva vida. Sin ninguna


actitud de derrota, siempre con el pleno conocimiento
de que todo lo que baja en algún momento tiene que
subir y que mi repunte tardaría, pero llegaría. En ese
momento, mi ánimo se encontraba encaminado a tra-
tar de aminorar las consecuencias del golpe en seco
que me acababa de dar. Había caído al suelo de cara:
ya no era el más pintado, ni aquel patancito capaz de
comprarlo todo.
Como ocurre siempre, resulta costoso desprender-
se de ciertas creencias adquiridas. En mi caso, dichas
creencias se podían resumir en tres muy precisas. La
primera, ya no podía mantener las mismas condiciones
de vida que mis pares y eso era, quizá, lo más difícil de
admitir. Había vivido durante muchos años en un mun-
do de apariencias, y mostrarme tal como era —ajusta-
do en mi presupuesto, como la mayoría de los perua-
nos— no podía interpretarse de otra forma que como
un signo de debilidad y de derrota.
La segunda era que debía abandonar toda compara-
ción posible, porque eso solo podía sumirme en la más
terrible de las desesperaciones. En la vida de los aboga-
dos exitosos, la envidia, las comparaciones, la maledi-

132
el descenso

cencia son el combustible de una agresiva carrera en la


que solo uno puede triunfar. Tenía que asumirlo: no hay
amigos ni sinceridad en el jet set del Derecho limeño.
La tercera, que se desprendía naturalmente de la an-
terior, era que estaba solo —y ahora ya no por decisión
propia. Lo dije antes: todos tienen un precio. Pero yo ya
no podía pagarlo. Muchas personas que eran cercanas
hasta ese momento, socios y compañeros de diversas
batallas, se alejaron y ya no supe más de ellos. No pienso
que fuera solo por dinero —porque todo lo que recibí,
en su momento, lo compartí generosamente, esa es la
esencia de la corrupción. Se alejaron, también, decepcio-
nados, porque había dejado de destilar esa esencia del
abogado ganador y arrogante que todo lo podía.

***

Retomé costumbres largamente olvidadas, como ir al


banco, por ejemplo, hacer cola y esperar. En mi exitosa
vida profesional nunca había tenido necesidad de pisar
un banco. Alguien siempre hacía cola por mí. Alguien
siempre cobraba los cheques por mí. No sabía lo que
era ir a pagar la luz, y menos deberla; tampoco lo que
era tener a alguien afuera de tu casa con la intención de
cortarte el servicio. Nada de eso pasaba por mi mente y
no estaba preparado para asumirlo.
Costó. Costó mucho.
Dejar la corrupción, en casos como el mío, debe ser
similar a dejar un vicio, es como ser un ex adicto. Por
eso tienen absoluta razón los que han tocado fondo en
algún vicio cuando sostienen que cada día es una lucha.
A mí se me presentaron varios de esos días.

133
el cerebro corrupto

En un paseo familiar al centro del país, estaba ma-


nejando el auto de mi esposa cuando nos interceptó un
policía. Yo no había cometido ninguna infracción, pero
era común que en estos operativos de rutina, alguno de
los «premiados» no contase con un papel en regla, lo
que representaba la posibilidad de una ganancia para
la policía. Ese día, yo había sido «premiado». El policía
me pidió los papeles y, para mi mala suerte, hacía dos
días se había vencido la revisión técnica del vehículo.
Estábamos a mitad de camino y, de acuerdo a la ley, en
este tipo de infracciones se debía internar el vehículo.
Aguanté, aguanté con todas mis fuerzas y empecé a
argumentar, a persuadir, a joder, por último a suplicar,
mientras me resistía a sacar un billete que, antes, ha-
bría disuelto todo este mal momento. «Jefe, por favor,
yo ya estoy retirado. No sigamos más, no voy a soltar-
le un sol… nada», le dije. En cambio, le prometí que lo
único que podía hacer por él era dejarle mi tarjeta pro-
fesional por si algún día necesitaba un abogado que lo
ayudase. Tal vez fue mi tono lastimero o que se diera
cuenta, finalmente, de que conmigo se iba a hacer de
una carga, lo que consiguió que me dejase ir. Ese día
empecé a convencerme de que cada vez estaba más
cerca de salir del fondo.
Tiempo después ocurrieron dos situaciones similares.
Cada vez el sufrimiento era menor y cada vez tenía que
resistirme menos. Estaba seguro de que me había retira-
do en el momento exacto porque, de haber continuado
o haber recaído ante estas situaciones de mi nueva vida,
me habría conducido a perfeccionarme, a volverme más
cínico y a descender mucho más en este submundo. Con

134
el descenso

el devenir del tiempo, era plenamente consciente de que


estaba ganando la batalla contra mí mismo.

***

¿Si alguna vez tuve en mente acabar con todo? Sí, mu-
chas veces pensé en matarme, para decirlo claramente,
pero solamente una vez tuve un decidido acto ejecuti-
vo y frontal. Estaba sentado en la cornisa de la oficina
que tenía alquilada. Era un octavo piso. Pensé y pensé.
Mierda. ¿Y qué pasaba si por ventura de mi suerte que-
daba vivo en el intento? Pensé mucho en mi familia y
en lo que dejaría al llevar a cabo un acto como este. Me
salvó el timbre: una persona que, para variar, se había
equivocado de número.
Lo tomé como una señal del destino.
Pero no todo fue malo en la nueva etapa. Hubo gente
que me extendió la mano y me ayudó de muchas mane-
ras. Préstamos de dinero, intensas y larguísimas con-
versaciones para buscar la mejor manera de reinven-
tarme y bastante paciencia de parte de mi familia. La
pregunta central era: ¿Qué podía ofrecer un penalista
retirado? ¿Cómo recibir a alguien que falló y pecó que
únicamente quiere usar su experiencia y conocimiento
para hacer algo útil? El desafío no era menor.
Invertía mucho tiempo en conversaciones que me
ofreciesen una pista para encontrar mi rumbo en la
vida. Pensaba que estaba algo tarde para eso, pero aun
así no dejaba de buscar. Alguna vez alguien me dijo
«piensa en tu familia, no puedes seguir así». La idea era
empujarme a una decisión de corte costo-beneficio. «Si
no hay más remedio y es lo único que sabes hacer, más

135
el cerebro corrupto

cuestionable es que sacrifiques tu vida personal». La


propuesta me hizo pensar en que quizá podía volver
un tiempo, embarrarme, pero ya teniendo claro cómo
era vivir limpio. De acuerdo con esos cálculos, volve-
ría a ser una puta y luego me retiraría de nuevo, pero
esta vez se trataría de un acto más calculado y frío. Otra
persona, a quien considero uno de los individuos más
brillantes en el país, me recomendó contratar a alguien
que hiciera esas cosas por mí si yo ya no estaba dis-
puesto hacerlo.
A todos les dije que lo pensaría.

***

¿Realmente pensé en volver?


Sin duda.
Ante la frustración de no poder reinventarme fá-
cilmente y no encontrar nada que hacer que fuese
lucrativo, pensé que estaba condenado a seguir en
lo mismo. Pero ¿cómo hacerlo limpiamente? Fue así
como acepté el primer caso luego de mi retiro. Esta
vez me propuse sacarlo adelante sin coimear a nadie,
ni directa ni indirectamente.
Volví a pisar la División de Estafas, aquella que tan-
tas veces me había visto heroico y soberbio. No faltaron
quienes me saludaron calurosamente. «Volviste, maes-
tro ¿qué ha sido de tu vida?», me preguntaron varias
veces. «Ahí, dándole más a las consultorías», solía res-
ponder para alejar las tentaciones. El caso de mi cliente
se trataba de una estafa. Un trabajador había desfal-
cado a una empresa realizando una serie de pedidos
falsos de supuestos compradores. Yo patrocinaba a la

136
el descenso

empresa. Era, claramente, un caso ganado. No había


mucho que trabajar.
Y todo fue avanzando correctamente. Ya no llamaba
al encargado de la investigación, ya no había teléfono
B desde el cual llamar. Mi cliente fue a declarar a la ofi-
cina policial: ya no hubo declaración delivery. Caminé
mucho el caso. Ningún dinero para engrasar a nadie ni
comprar conciencias.
Luego llegó el final de la etapa policial. Ya todas las
diligencias se encontraban concluidas y tocaba sacar el
documento que determinaría si existían o no indicios
para iniciar un caso. En realidad no había mucho que
discutir: todo estaba claro; incluso el mismo denuncia-
do había confesado. Recuerdo que fue un viernes cuan-
do fui a indagar sobre mi caso a la División de Estafas.
El encargado coincidió conmigo en que todo estaba cla-
ro y que emitiría un atestado policial concluyendo en
la existencia de delito. El gran problema era el cuándo.
El tipo se desvivió en argumentaciones y excusas.
«Mucho trabajo, doctor». Y como yo no caía y ya sa-
bía el camino, el policía tuvo que ser más directo para
forzar una decisión en mí: el documento podría salir
mañana mismo (sábado) o esperar a la frondosa carga
que retrasaría, más o menos, unas tres semanas todo.
El documento salió dos meses después.
Ese día entendí que, por más esfuerzos que hiciera
por plantear un litigio limpio, el sistema era demasiado
fuerte. Tuve claro que, si continuaba litigando, podría
llegar a tener excelentes casos, perfectos, casi de labo-
ratorio, pero tardíos. Y claro, eso sin contar aquellos
en los cuales el asunto pueda ser discutible. Es en esos

137
el cerebro corrupto

asuntos donde la balanza se inclina «al que llegue me-


jor» en la gran mayoría de los casos.

***

Fue a los pocos meses del retiro que empecé a darme


cuenta de que debía mirar «al otro lado del mostra-
dor». Si conocía tan bien cómo funcionaba la corrup-
ción y cada uno de sus mecanismos y procesos, podía
encontrar oportunidades para ayudar a las personas y
empresas a descubrir sus debilidades y fortalecerlas.
Al comienzo la idea era muy innovadora para ser
comprendida, pero luego vino el fenómeno Odebrecht
y se pusieron de moda todos los conceptos que noso-
tros ya practicábamos: ética aplicada, anticorrupción,
cumplimiento. Empezó una buena época. Armé una
pequeña firma de consultoría que intenté hacer andar
con todas mis fuerzas. Y las empresas comenzaron a
contratarnos —en muchos casos más por presión que
por convicción, pero igual servía.
A los cortos cuatro años logramos posicionar una
pequeña marca, compitiendo de igual a igual con cor-
poraciones transnacionales que, originalmente, nos
llevaban varios años de ventaja y reputación. Corrí
nuevamente con suerte y esta oleada me permitió em-
pezar un proceso de recuperación que hoy continúa y
que, pienso, no debería quedar solo en una consulto-
ría exitosa.

138
el descenso

***

En retrospectiva, me pregunto: ¿qué hubiera pasado si,


en esta segunda fase de mi vida, cedía a la tentación
de las coimas? Tal vez hubiese sido peor. Caer una vez
más habría generado en mí una pérdida de fe en todo
y seguramente me hubiese convertido en una versión
mucho más mundana, cínica y autodestructiva de lo
que solía ser. Sin rescate posible. Sin retorno. Muy po-
siblemente mi posición económica sería mejor —de
hecho, como lo comenté líneas arriba, eso fue lo que
más melló mi ánimo— pero, sin duda alguna, todo se
estructuró para un salto cualitativo.
La tendencia al hablar de corrupción tiene, mu-
chas veces, la obsesión de demostrar que el hombre es
malo por naturaleza y por eso su inclinación natural a
la corrupción. Pienso que no todo se trata del manejo
inadecuado del comportamiento individual. Las perso-
nas, salvo algunas iluminadas, buscan satisfacer sus ne-
cesidades como principal razón de su existencia para
llegar, lo más pronto posible, a la felicidad. En ese tran-
ce, suelen atravesar problemas que pueden decidir re-
solver con integridad y coherencia, o con maña: es ahí
cuando se presenta el dilema de hacer trampa o perder.
Son esas situaciones límite las que nos ponen a prueba.
Y como la finalidad es salir adelante —muchas veces
«como se pueda»—, salvar problemas y vivir en con-
fort, entonces, una pequeña desviación no descuadra el
resultado final. Así es como tantos —incluido yo, desde
luego— suelen ir por la vida. Sin embargo, hay perso-
nas que tienen distintas perspectivas en su camino y

139
«Si conocía tan bien
cómo funcionaba
la corrupción y
cada uno de sus
mecanismos
y procesos,
podía encontrar
oportunidades
para ayudar a las
personas y empresas
a descubrir sus
debilidades y
fortalecerlas».
el descenso

atraviesan más retos; se acostumbran a la desviación


para obtener —supuestamente— tranquilidad.
Y la tranquilidad se obtiene al forjar la plena cohe-
rencia entre pensamiento, palabra y acción. Cuando
vives en un mundo como el que yo habité, te llenas de
ansiedad, porque estás preocupado constantemente
de «lo que tienes que hacer». Eso no es tranquilidad.
Y menos paz. Por haberlo vivido, puedo declarar que
la tranquilidad no la otorga la comodidad mal habida,
muchas veces por temor al fracaso. Aprendí mucho
del fracaso y lo experimenté en esta nueva etapa de
mi existencia. Fracasé momentáneamente en cuanto al
éxito económico, y eso es muy importante porque con-
cede la libertad de escoger. Es por eso que —muchas
veces en situaciones límite— la pobreza echa mano de
lo que puede, porque carece de esa libertad: es difícil
exigir integridad cuando no hay qué comer ese día. Mi
pretensión hoy es forjar nuevamente el éxito económi-
co sobre bases que no trasgredan mis principios y con
plena tranquilidad.
Las noticias que recibimos hoy conjugan —como
seguramente lo hace este libro— demasiado morbo.
Para el común de las personas es llamativa la sordidez
que acompaña la corrupción. Pienso que ese es un dis-
tractor nada más, y que no deberíamos perder de vista
lo esencial.
Por eso, sin ser un apañador de acciones irregu-
lares como la corrupción, me es muy difícil juzgar a
otros. Tarde o temprano todo se paga. No es que una
persona «sea» corrupta y que otra «sea» corruptora.
Se trata simplemente de comportamientos. Nocivos e
irregulares, claro. Pero si condenamos a alguien a «ser»

141
el cerebro corrupto

corrupto o corruptor, estamos matándolo en vida. Es-


toy convencido de eso, porque he vivido plenamente la
transformación, la enmienda y la reinvención.
La corrupción es tan antigua como la misma huma-
nidad. Y posiblemente nunca acabemos con ella, aun-
que esa debería ser nuestra aspiración, nuestra utopía.
Siempre han existido empresas que cometen actos de
corrupción y las seguirá habiendo. Pero las empresas
son entelequias compuestas por personas. La respues-
ta, entonces, es clara sobre por dónde y en quiénes de-
bemos centrar nuestros esfuerzos. La diferencia de hoy
con situaciones pasadas es que hoy todo es más visible
y, por lo tanto, llamativo. A mi modo de ver, no es una
situación más decadente que otras que hayamos atra-
vesado. Hoy tenemos la oportunidad de ser más cons-
cientes. Y no lo digo como si se tratase de un discurso
vacío: lo he vivido y puedo dar fe de ello.
¿Por qué escribí este libro entonces? Porque quise.
Porque quería contar algo distinto y no pasar como un
héroe, sino simplemente mostrarme como una perso-
na con fallos, fracasos y triunfos que logró vencer su
peor versión para ir mejorándola día a día. Más allá de
mis visiones individuales y de la finalidad, tal vez egoís-
ta, de tipo catarsis, lo hice para mostrarles a mis hijos
y a otros jóvenes como el que fui que es posible. Que
los yerros son comunes y que nadie debe ser necesaria-
mente angelical para llegar a ser ético. Que es posible
fracasar con gloria y levantarse para seguir. Minuto a
minuto, día a día. Que las putas también se reinventan
y no están marcadas para siempre.

142
«Creer que el fenómeno de la corrupción
se presenta solo en los pasillos del Pala-
cio de Justicia de Lima o en la Cortes de
Justicia de la capital constituye un error.
Si concebimos que la corrupción solo se
presenta en el lado público del ejercicio
de la práctica jurídica, estaremos visuali-
zando una parte del problema, omitien-
do casos en los cuales el agente privado
interviene activamente en el ejercicio de
estas prácticas».

Daniel Quiñonez, abogado, en Corrupción y


estudios de abogados de Lima. Una relación
no excluyente para Ideele.pe

«La reacción emocional negativa que


producen los actos deshonestos dismi-
nuye cuando cometemos nuevas peque-
ñas transgresiones. En otras palabras, el
cerebro se adapta para delinquir».

University College de Londres,


para Revista Nature

«La gran mayoría de empresarios entre-


vistados citan a las siguientes entidades
como las más corruptas y difíciles para
trabajar: la Policía Nacional, el Poder
Judicial, el Ministerio de Agricultura,
(especialmente en lo que respecta a per-
misos de agua, ‘en donde ningún expe-
diente pasa si no viene acompañado de
una botella de vino, un almuerzo, un re-
galo, cien soles para el santo del hijo’) y
los gobiernos regionales y locales».

Estudio cualitativo sobre la empresa


privada y la corrupción para Proética
«El ser humano es un animal con ten-
dencia biológica a la corrupción. Un
corrupto es una persona dentro de
los límites de la razón, que realiza un
proceso premeditado, razonado y cal-
culado de costes y beneficios. No tiene
nada de patología».

Luis Fernández, profesor de Psicología de la


Universidad Santiago de Compostela, autor
del libro Psicología de la corrupción.

«Siempre, en un juicio, habrá un abogado


que miente. Siempre habrá uno que sabe
la verdad e intenta disfrazarla de otra
cosa. Siempre habrá uno que, por dinero,
tiene permitido mentir y falsear la rea-
lidad. Cuando mejor sea un abogado en
su oficio, más personas dirán de él: ‘Qué
hijo de puta’».

Hernán Casciari, escritor argentino, autor y


editor de la editorial y revista Orsai.

«Yo siempre le digo a mis clientes: el


abogado que te garantiza un éxito te
está timando, porque va a corromper a
la persona que te va a juzgar o porque
simplemente te está mintiendo para ga-
nar a un cliente. Sobre todo en el Perú,
es imposible garantizar a alguien un cien
por ciento de resultado a favor, salvo que
haya corrupción de algún tipo».

Abogado del sector Servicios-Legales para


Estudio cualitativo sobre la empresa privada
y la corrupción de Proética.

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