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Mesopotamia y Egipto- Las primeras civilizaciones de la

humanidad. Documental
En el libro del Génesis, al mencionar el paraíso, se dice salía de Edén un río que
regaba el jardín y de allí se partía en cuatro brazos. El primero se llamaba Pisón.

El segundo, un Jijón. El tercero se llama Tigris y corre al oriente de Asiria.

El cuarto es el río Eufrates. Tomó Yahvé al hombre y le puso en el jardín de Edén para
que lo guardase.

El Antiguo Testamento se refiere así a la tierra que los griegos llamaron Mesopotamia.
Esto es, la zona comprendida entre los ríos Tigris y Eufrates.

Allí se ha sentarían pueblos y culturas rivales que, sin embargo, a partir de Sumer
alumbraron una de las civilizaciones más antiguas.

En efecto, la invención de la escritura por los sumerios en torno al año 3000 significa el
paso hacia la historia escrita, cuya memoria se recogió en combinaciones de signos
con forma de cuña conocidas como escritura cuneiforme. Fueron los escribas y
sacerdotes quienes fijaron nombres y escribieron aquellas crónicas que permiten
descifrar hoy la historia de Sumer, tantas veces plasmada sobre los propios relieves y
esculturas.

Las primeras obras sumerias son las figuras de alabastro halladas en los templos y
conocidas como orantes por llevar en las manos una ofrenda.

El esquematismo de sus ropas y anatomía contrasta con la expresividad del rostro,


donde la abierta mirada se convierte en insondable enigma.

Por otra parte, los relieves representan una crónica viva de cuanto sucedió entonces,
tanto por la acción escenificada como por la leyenda que le acompaña.
Según se ve en la estela de Unanse, rey de Lagash, el monarca, siempre de mayor
tamaño, aparece con su mujer, hijos y séquito, en el que no falta el copero,
seguramente para celebrar el inicio de la construcción de un templo. A juzgar por los
ladrillos que lleva el soberano sobre la cabeza. Pero fueron la paz y la guerra. El tema
más frecuente en estos relieves del tercer milenio antes de Cristo, en los que al tiempo
que se narran los grandes acontecimientos de la historia política, se dieron los primeros
pasos de la historia del arte y de ahí su extrema importancia.

Efectivamente, la guerra y la paz vuelven a representarse en el llamado estandarte de


Euro, hecho a base de lapislázuli e incrustaciones de concha de nácar. En una de sus
caras, con un claro sentido narrativo y en varios registros superpuestos que se leen de
abajo a arriba, desfila el rico botín apresado al enemigo, mientras en la parte alta se
celebra una fiesta en la que el rey y su corte comparten bebida escuchando a una
cantante y un artista.

Este bello y delicado instrumento coincide en todo con los hallados en la ciudad de Ur y
hasta la reciente guerra de Irak se custodiaban en el Museo de Bagdad.

Las ciudades estados de Sumer sucumbieron en la segunda mitad del tercer milenio
ante el empuje arrollador de Sargón de Acal, sus descendientes ampliaron los límites
geográficos del imperio acadio hasta el Kurdistán, con campañas militares como la que
recuerda la célebre estela de Narán SCIM.

Allí, en opinión de André Parrot, vencedores y vencidos escenificaron una primera


versión del cuadro de Las Lanzas de Velázquez.

Sin embargo, antes de terminar aquel milenio se produjo una fuerte reacción neo
sumeria.

Fue entonces cuando se construyeron los colosales zigurat como el Teur, con ladrillos
secados al sol o cocidos, dando lugar a una imagen que viene identificándose como la
bíblica Torre de Babel, cuyo esquema aterrizado se repetirá en la futura arquitectura
religiosa de Mesopotamia.
En este período acadio se multiplicaron las efigies de Judea Señor o padeci de la
ciudad de la Gasch. Son obras hechas endi ahorita en las que la bella dureza del
material pulí mentado se identifica con el refinamiento de un poder fuerte y sin fisuras,
como fue el de Judea y su hijo Burning Jitsu. Sus imágenes debieron de tener
igualmente un carácter votivo, estando dedicadas a distintas deidades, según relatan
las inscripciones que les acompañan.

Su fuerte complexión, la concepción cerrada y prieta de la escultura, así como la


ausencia del menor movimiento, tienen algo de eterna plegaria ante un Dios ausente.

Por el contrario, esta relación con la divinidad se hace patente en el llamado Código de
Hammurabi, rey de Babilonia, labrado en una piedra de extrema dureza, como es el
basalto negro y conservado hoy en el Museo del Louvre.

Este código fijó en el siglo dieciocho, antes de Cristo, la primera colección legislativa de
la historia del derecho que se inicia con estas palabras.

Entonces Anu y Enlil me designaron a mí, Hammurabi, príncipe piadoso, temeroso de


mi Dios, para que proclamarse en el país el orden justo?

Dentro del arte mesopotámico y de acuerdo con los continuos cambios políticos y
militares que hacen de estas tierras una historia entretejida con el dolor y la guerra,
destaca el capítulo correspondiente a Siria. Su período más interesante terminó con la
caída de Nínive en el 612.

Antes de Cristo y en su haber se encuentra el palacio de Sardón, segundo en coro


sàbado, con sus entradas custodiadas por toros alados de rostro humano y muros
revestidos de bajo relieves en alabastro.

En esta línea son igualmente inolvidables los relieves del Palacio de As Urbani Paul en
Ninive, cuyo hieratismo descriptivo, pleno de silenciosa tensión, contrasta con las
movidas escenas de caza de los relieves del palacio de Nimrod, de la antigua Kalu, que
mandó construir a su ruinas Sir Paul segundo en el siglo noveno, antes de Cristo.
En este campo, las imágenes de animales, como La leona herida quedarán para
siempre en nuestra retina como una de las obras más sobresalientes de la historia del
arte.

Aquella herida fatal parecía anunciar la sufrida por el propio Imperio Asirio ante la
coalición de babilonios, escitas y medos, que dieron lugar a una segunda edad de oro
de Babilonia.

Es entonces, en el siglo sexto, cuando Navo, por Lazar y Nabucodonosor


reconstruyeron la ciudad sobre el río Éufrates, que atravesaba Babilonia como canal
interior. En sus fuertes murallas se abrieron cien puertas, según escribe
exageradamente Herodoto, destacando la más cercana al palacio dedicada a la diosa
Ishtar, hoy reconstruida en Berlín. Su decoración en cerámica vidriada y policromía
enfatizaba el arranque de la vía de las procesiones que terminaba en el templo del dios
Marduk sobre un formidable figurate.

Pero lo que más llamó la atención de viajeros, soldados e historiadores fue el verdor de
los árboles que asomaban por encima de las altas murallas de Babilonia como un
espejismo.

No era otra cosa que los míticos jardines colgantes con los que Nabucodonosor y su
mitigar la nostalgia del paisaje que vio crecer a la reina abióticos, hija del rey de los
medos.

Para ello se dispuso de suelo artificial sobre una estructura de pilares y bóvedas de
ladrillo con un perfil escalonado.

El agua se subía por un procedimiento de poleas, de tal forma que por caída se regaba
el jardín de especies arbustivas y arbóreas, cuya impermeabilización se aseguraba con
betún.

Surgió así una de las siete maravillas del mundo antiguo, que, sin embargo, conocería
una vida muy corta. En el año 539, Ciro de Persia entró en la ciudad y allí terminó su
hegemonía.
Comenzaba entonces el último episodio político y artístico de esta tierra.

El arte persa, en el que confluyen muchos de los rasgos que caracterizaron hasta
entonces el arte mesopotámico.

Los Palacios o Μαρία danÃs, de Persépolis y sus en Irán, unidos a los nombres de
Darío y Jerjes, señalan el final brillante de este imperio coetáneo al arte clásico griego
que sucumbió ante la llegada de Alejandro Magno, el vencedor de Darío tercero.

Poco después, el mismo Alejandro decía adiós a la vida que la milenaria ciudad de
Babilonia.

Es muy conocida la definición de Egipto como don o regalo del Nilo, según escribió el
historiador griego Herodoto.

Y es que, efectivamente, el río Nilo viene a ser la líquida columna vertebral de una
cultura cuyo arte e historia se identifican de modo muy especial con su marco
geográfico.

Baste decir que el Nilo, al igual que separa el desierto oriental del occidental, señala
también la divisoria entre la vida y la muerte, de tal manera que las ciudades con sus
monumentales templos, se erigieron en la margen derecha de su cauce, mientras que
pirÃmides matabas y cogeos y demás enterramientos se situaron en la orilla izquierda
entre una y otra ribera.

La barca de Isis recorrió las aguas del Nilo, buscando el cadáver despedazado de su
esposo Osiris, Dios y juez de los muertos.

Pero el agua también es vida y el Nilo, en sus periódicas crecidas, proporcionó el limo
fertilizante que convirtió sus orillas en un feraz vergel, es decir, al igual que ocurrió en
Mesopotamia con el Tigris y el Éufrates.

Ahora es el Nilo el río que proporcionó savia a uno de los focos culturales más
extraordinarios de la antigüedad.
A diferencia de Mesopotamia, el arte egipcio mantuvo siempre una unidad conceptual y
estilística a lo largo del tiempo, que parece sobrenatural, inmutable y siempre
enigmática, que sobrecoge no sólo por la perfección alcanzada en sus obras, sino por
la vocación de eternidad con la que fueron concebidas.

El hecho de la momificación sintetiza ejemplarmente el deseo de permanencia de una


civilización, encadenó el tiempo limitado de los hombres al tiempo infinito de los dioses.

La propia arquitectura parece emular las sugerencias del paisaje que acompaña al río
cuando se observa sobre el Valle de los Reyes, la punta del curso, cuyo perfil piramidal
es toda una profecía.

Por otra parte, imponentes acantilados como el de Daire el Vary dan abrigo al templo
tumba de la reina Hatshepsut, mientras que aguas arriba el Abus in Bell, la montaña se
dejó vaciar para dar forma a los templos que Ramses Segundo erigió para sí y su
esposa Nefertari, cuyas fachadas fueron labradas con colosales esculturas. Sin
embargo, son las pirámides las que se han quedado en la memoria como la hazaña
constructiva más sobrecogedora del antiguo Egipto, siendo la de sacarÃ.

La más antigua de las Conservadas.

Pero las pirámides más conocidas son sin duda las de la cuarta dinastía en Guiza,
cerca del Cairo.

Allí la relación compositiva de unas con otras, la presencia de la gran esfinge, el


acompañamiento de pirámides menores, más tablas y templos funerarios dan una idea
cabal de lo que llegaron a ser las necrópolis egipcias a orillas del Nilo, en Guiza. Las
tres pirámides mayores construidas a mediados del tercer milenio antes de nuestra era,
albergaron los enterramientos de Keops. Que Frauen y mi queridos.

Cuentan con un templo pórtico de acogida para recibir el cuerpo momificado del
Faraón.

Una larga avenida que termina en un segundo templo funerario a los pies de la
pirámide. Y finalmente, la propia pirámide.
En su secreto angosto y oscuro interior, los pasadizos, corredores y galerías ofrecen un
sofisticado sistema de seguridad y engaño para desorientar a los salteadores de
tumbas y asegurar así el reposo eterno del Faraón en su cámara sepulcral. En sus
inmediaciones otras menores, en las que se enterraron esposas, hijos y demás
parientes del Faraón, todo siempre de acuerdo por un orden axial jerárquico y riguroso
en una estudiada orientación astronómica.

Las tres pirámides se yerguen hoy con silencioso orgullo, como una referencia en el
paisaje, como un accidente montañoso en su orografía. Parecen pertenecer más a la
naturaleza del desierto y a la historia de un pueblo.

Todas las cámaras funerarias de los enterramientos construidos o excavados en la


roca conservan bajo relieves y pinturas en los que se resume la vida del difunto, que a
su vez arrastra toda una historia visual del mundo que le rodeó. Como sucede en la de
Tutankamón, donde además se encontró intacto el riquísimo ajuar funerario que le
acompañaba en el más allá.

En estos recintos funerarios se muestra la vida toda del antiguo Egipto, sus dioses y
creencias, la guerra, la paz, la caza, el paisaje, la flora y la fauna.

Es decir, todo cuanto tuvo entidad en este formidable valle del Nilo.

La realidad así descrita no sólo se refleja con exactitud, sino con un evidente deseo de
anhelo artístico sobre peculiares cánones de frontalidad, proporción y sentido del color
con un claro horror al vacío.

La escritura jeroglífica rellenó espacios intermedios, proporcionando una información


complementaria a la escena, como si fuera la voz en off de un invisible narrador a.
Aquellos mismos cánones fueron también compartidos por el relieve y la escultura
exenta, donde la conocida imagen del escriba sentado se repite con pocas variantes
formales bajo la quinta dinastía.

Es decir, sus ojos abiertos nos miran así desde hace unos 4400 años.
Finalmente, cabe añadir que la escultura egipcia pulsó todos los registros posibles,
desde las grandes estatuas que compiten con la arquitectura o se encuentran aisladas
en medio del desierto, hasta la delicada belleza de retratos como el de la reina Nefertiti.
En sus distintas versiones, cuyo rostro representa una de las más altas expresiones
artísticas de todos los tiempos.

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