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El arte mesopotámico primitivo

El viejo país que los griegos llamaron Mesopotamia ("País entre ríos"), situado entre el
Tigris y el Eufrates, fue sede de una potente civilización, una cultura que por los años
que se prolongó y por las espléndidas manifestaciones artísticas que produjo sólo puede
ser comparada con la del Egipto antiguo. Como en Egipto, Mesopotamia se trata de una
zona en extremo fértil, abundantemente regada en su parte inferior por los cursos
fluviales, donde se produjo muy pronto la sedentarización de los pueblos nómadas, que
se convirtieron en agricultores y con ello se encontraron en condiciones de iniciar el
desarrollo de una civilización.
En la actualidad, y a pesar de las numerosas excavaciones y estudios llevados a cabo en
ambas zonas, no es posible todavía determinar si la aparición de la agricultura sucedió
primero en el delta del Nilo o en el Tigris y el Eufrates. De todos modos, y a la espera de
dilucidar definitivamente qué zona fue la pionera en este sentido, cabe destacar un
hecho de gran importancia en lo que a la historia del arte se refiere. Así, mientras el arte
egipcio disfrutó de una homogeneidad étnica y de una autonomía geográfica que le
permitieron un desarrollo aislado y progresivo, como se podrá comprobar en el volumen
dedicado exclusivamente a este fascinante período artístico, el arte de Mesopotamia, en
cambio, es el producto de una gran diversidad étnica (sumerios, semitas, indoeuropeos)
y de grandes vicisitudes históricas que complicaron extraordinariamente su desarrollo y
produjeron una considerable variedad de formas y estilos. Por lo tanto, no cabe realizar
un recorrido puramente cronológico del arte surgido en Mesopotamia, si no que es
necesario atender a las evoluciones de los diferentes pueblos que, a la vez que se
influían de forma más o menos importante entre sí, daban lugar a sus propias biografías
artísticas.
Mesopotamia llamaba la atención porque los libros más antiguos de la Biblia sitúan allí el
origen de la historia. Por ello, es lógico que se hayan buscado en las ruinas que alberga
la zona los primeros pasos de la historia de la humanidad. En ellos se refieren las
primeras ciudades que construyeron los hombres: Erek, Akkad, Babil o Babilonia, Ur,
patria de Abraham. Nombres de ciudades y personajes que transportan a miles de años
atrás. Ese texto habla de reyes poderosos que dominaban la llanura mesopotámica, de
sabios sacerdotes, de jardines colgantes y de torres que escalaban el cielo.
Los profetas de aquellos antiguos libros de la Biblia habían condenado la perversidad de
Nínive y de Babilonia, dos de las ciudades más importantes que surgieron en la antigua
Mesopotamia; los libros sagrados contaban el poder y la crueldad de los monarcas que
habían oprimido el pueblo hebreo. Todo ello parecía evocar una realidad histórica, pero,
obviamente, era preciso poner en tela de juicio muchas de las afirmaciones que se
realizaban en esos libros hasta contar con pruebas fehacientes que las apoyaran y
complementaran. Pero ¿qué se había hecho de Nínive y de Babilonia? Una civilización de
tal importancia no podía haberse desvanecido sin dejar huellas.
Aunque realmente lo parecía. En la monótona llanura mesopotámica, y para mayor
desesperación de los estudiosos del arte y la historia, no había nada que llamase la
atención, nada que recordase, como las pirámides, estatuas y obeliscos de Egipto, la
gloria pasada. Algunos viajeros, funcionarios consulares y aventureros habían recogido
ciertos ladrillos con extrañas inscripciones. Pero ¿qué podían representar un montón de
ladrillos al lado de las colosales y espléndidas pirámides de Egipto? ¿Acaso era posible
derivar el estudio de una civilización a partir de simples ladrillos?
Obviamente la respuesta es negativa. Era preciso encontrar restos más sólidos e
importantes para que aquellas lejanas civilizaciones mesopotámicas, de las que tan
sugestivamente hacía referencia la Biblia, fueran más que un espejismo en el desierto.
Estos ladrillos a los que se hacía mención se encontraban en algunas colinas arcillosas
que dominaban la llanura. Los naturales del país ignoraban la naturaleza y origen de
esas colinas que ellos llamaban tell. No obstante, estas colinas ocultaban las ciudades
legendarias.
En 1843, el cónsul francés en Mosul, Paul-Emile Botta, excavó los tells de Qujundjiq y
Jorsabad. Bajo el primero descubrió Nínive y bajo el segundo, el palacio del rey asirio
Sargón.
Pocos años después, el inglés Layard descubrió otras dos ciudades asirías: Assury
Kalakh (Nimrud; 1846-1847).
En 1847, el Musée du Louvre inauguró su primera colección de antigüedades asirías y en
1848 le siguió el British Museum. Mientras tanto, Grotefend desde Alemania y Rawlinson
en Bagdad empezaban a descifrar las inscripciones escritas en caracteres cuneiformes.
En los años que siguieron se precipitaron los hallazgos: los ingleses descubren Uruk (el
Erek de la Biblia) y Ur, la patria de Abraham, y el cónsul francés Sarzec encuentra
Lagash. Pero estas antiquísimas ciudades sumerias de la Baja Mesopotamia parecían
más pobres, y los enviados de museos se dirigieron otra vez a las ciudades asirías del
Norte, más ricas en hallazgos. En 1899, el alemán Koldewey descubre Babilonia y lleva a
cabo su excavación sin descanso hasta 1917, removiendo gigantescas montañas de
barro y cascotes. Sus discípulos empiezan en 1912 una minuciosa exploración de Uruk
en la que aplican ya la técnica de excavación "con microscopio", examinando hasta el
más pequeño detalle cuya posición es escrupulosamente fijada en un plano. Por tanto,
en poco más de 50 años se habían descubierto prácticamente las ruinas de toda una
civilización, pero aún habría hallazgos de gran importancia.
Por ejemplo, en 1927-1929, el inglés Woolley descubre las tumbas reales de Ur, cuyos
tesoros casi eclipsaron el esplendor del entonces reciente descubrimiento de la tumba de
Tutankamón. Pero hasta la década de 1930 no se encuentran las capas más antiguas de
Lagash; hasta 1933, André Parrot no descubre Mari; hasta 1943, los arqueólogos
iraquíes no descubren el yacimiento de Hassuna, que hace retroceder los orígenes de la
civilización mesopotámica hasta el IV milenio a.C, y hasta 1948 no se descubre el
templo de Eridu, el edificio religioso más antiguo del mundo.
En definitiva, las líneas de desarrollo de la civilización mesopotámica hoy ya son
conocidas, incluso en detalle. Si las grandes obras de Egipto, Grecia y Roma han
permanecido visibles desde siempre, se ha comprobado que las manifestaciones
artísticas de la cultura mesopotámica han permanecido miles de años ocultas bajo
metros y metros de tierra. Puestos a especular, quién sabe si los períodos artísticos más
importantes de la cultura europea, como el Renacimiento, por ejemplo, claramente
influidos por las glorias del pasado, hubieran sido quizá diferentes de haber conocido los
grandes artistas las creaciones mesopotámicas.
Los futuros descubrimientos enriquecerán el conocimiento sobre este fabuloso pasado,
aunque no parece probable que modifiquen las conclusiones a las que se ha llegado en
estas últimas décadas.

Músico barbado tañendo un instrumento de cuerda (Musée du Louvre, París).


Relieve de terracota del período elamita, procedente de Susa. La figura
aparece desnuda, pero con la cabeza cubierta por un sombrero.
Protohistoria mesopotámica

La civilización mesopotámica ha estado marcada desde sus orígenes por los recursos
disponibles y por las carencias del país. Y ello, como se tendrá ocasión de comprobar a
lo largo del presente volumen, repercutirá de una manera importante en las obras que
surjan en la zona. En la gran llanura no hay piedra ni madera, abundantes en otras
regiones del mundo, en las que las grandes obras de arte están realizadas con estos
materiales, que resisten mucho mejor el paso del tiempo que la arcilla transportada por
los ríos, el principal elemento del que dispusieron los artistas mesopotámicos. Con este
material se construyeron ladrillos secados al sol y -en mucha menor proporción- cocidos
en hornos. "Y utilizaron ladrillo en lugar de piedra", transmite el Génesis. Esto explica
que los milenios transcurridos desde entonces hayan transformado las ciudades en esos
montículos informes: los tells.
Hasta hace cincuenta años no se conocía casi nada de la época más primitiva, la que los
arqueólogos llaman” protohistórica ", que, a falta de vestigios que estudiar, no era más
que un inmenso vacío de cientos y cientos de años en los libros de historia. Este período,
en Mesopotamia, se extiende desde los confines mismos de la prehistoria hasta
aproximadamente el año 3000 a.C, cuando la invención de la escritura hace posible
disponer de los primeros documentos escritos y se inicia ya la verdadera Historia. Por
tanto, no se trata de un pequeño episodio en el devenir de la humanidad, sino de un
amplio período de tiempo del que debían haber importantes restos aguardando en
alguna parte a que alguien diera con ellos.
La época protohistórica duró unos dos mil años y de ella no se habían conservado más
que unos vasos y platos de cerámica pintada. Sobre un fondo amarillento, esos vasos de
hermosas y sencillas formas tienen dibujos trazados a pincel en tonos bistre (castaños y
tierras) y negro que algunas veces permiten reconocer formas naturales estilizadas
(hojas de palmeras, aves, cuadrúpedos), pero que, sobre todo, están cubiertos de
formas geométricas. Son los vasos que los arqueólogos llaman del "estilo de Susa",
característico por su delicado perfil que a veces recuerda un cubilete y por su decoración
abstracta o de inspiración naturalista muy estilizada, maravillosamente equilibrada y
armónica. Su perfección es tal que se ha dicho que, durante el IV milenio a.C, Susa se
convirtió en la Sévres de la Antigüedad. La observación de fotografías que representan
aquella cerámica demuestra que no hay ninguna exageración en esta frase.
A falta de vestigios más importantes, estos vasos y platos de cerámica eran,
evidentemente, todo un tesoro arquitectónico, pues en ellos residían dos mil años del
curso de la humanidad. Pero en los últimos cincuenta años las excavaciones han
proporcionado una abundante documentación arqueológica de ese larguísimo período de
los dos milenios anteriores a la invención de la escritura. En el British Museum, uno de
los museos, con el Musée du Louvre, en el que se guardan más tesoros de este período,
se encuentra el llamado "cilindro de la Tentación", del III milenio a.C., del que se tendrá
ocasión de referir más adelante.
Los hallazgos que ilustran sobre la época protohistórica tienen sus piezas más antiguas
en el yacimiento de Hassuna, del V milenio a.C. Los restos allí encontrados permiten
afirmar que en esa zona los nómadas se transformaron en sedentarios, dedicados a la
agricultura y a la ganadería, y construyeron las primeras casas con un plano tan
armónico, con una distribución tan funcional, que aún hoy causan asombro pese a su
sencillez. Es posible afirmar que, llegados a esas fechas, la arquitectura había nacido. De
un modo sencillo, pero también de un modo algo más que meramente práctico. También
se encontraron en Hassuna diversos instrumentos que eran algo más que útiles para la
vida diaria: la fantasía humana les había añadido una ornamentación abstracta, cuyo
desarrollo conducirá a los maravillosos dibujos de la cerámica del"estilo de Susa", ya
citada, que pertenece al IV milenio. Las etapas intermediarias entre la cerámica de
Hassuna y el "estilo de Susa"se hallaron en las excavaciones practicadas por los
alemanes en Samarra y en Tell Halaf.
Todos estos testimonios de los orígenes de la civilización mesopotámica proceden de la
parte norte del país, pero en el sur, en el delta de los ríos, junto al golfo Pérsico, los
arqueólogos iraquíes exploraron en 1946-1949 las capas más profundas de la antigua
ciudad sumeria de Eridu. Allí se descubrieron nada menos que dieciocho templos
superpuestos, uno sobre otro, todos en el mismo lugar.
La escultura mesopotámica más antigua ofrece la imagen de las divinidades de esta
época protohistórica. Se trata de pequeñas figuras de arcilla; pequeñas por su tamaño
pero impresionantes por su expresión. Las primeras fueron halladas en las capas más
profundas de Ur, en las excavaciones realizadas por el British Museum y la universidad
de Pensilvania, bajo la dirección de sir Leonard Woolley, más allá del nivel que se creía
virgen, anterior a la primera ocupación humana.
Allí, en el invierno de 1929, se descubrieron las primeras figuritas de arcilla que
representan mujeres con cabeza de pájaro o de serpiente. Son esbeltas mujeres
desnudas, de pie, que apoyan las manos en su estrecha cintura. Tienen senos pequeños
y altos, y el triángulo del pubis fuertemente marcado.
Su carácter híbrido de mujer y animal, resulta inquietante. ¿Son divinidades, demonios o
potencias benéficas? Quién sabe. Lo positivo es que estas figuras de Ur sugieren unos
seres primitivos llenos de malicia y de ingenuidad al mismo tiempo.
Estas representaciones extrañas del IV milenio, que responden a sueños y terrores
primitivos, ilustran bien esta fase de la civilización en la que mientras en las vasijas se
pintan sólo formas abstractas, en escultura se aceptan formas figurativas, aunque con
una condición esencial: lo representado no pertenece al mundo real, visible.
Otra representación análoga, pero algo más tardía (principios del III milenio a.C), es el
monstruo de piedra cristalina que posee el Museo de Brooklyn. Aquí un cuerpo humano,
en el que se ha tenido un cuidado especial en despojarle de toda indicación de sexo,
exhibe una cabeza de leona.
Pero esta última pieza, que pertenece ya al final del período protohistórico, es obra del
pueblo sumerio. Nadie sabe de dónde procedía esta nueva población ni a qué grupo
étnico pertenecía. Lo seguro es que no eran semitas como las tribus que ocuparon el
norte del país alrededor de las mismas fechas en que ellos poblaron la zona del delta.
Además, la lengua que hablaban los sumerios, que se conoce perfectamente gracias a
sus inscripciones hoy descifradas, no se parece a ninguna otra conocida hasta hoy.
Para los arqueólogos, el final del período protohistórico está representado por los restos
más antiguos de Kish y por los de la I Dinastía de Uruk. Es la época a la que pertenecen
el monstruo del Museo de Brooklyn y diversas piezas que enriquecen el Museo de
Bagdad, como la célebre cabeza femenina hallada en Warka (nombre árabe actual del
antiguo asentamiento de Uruk). Ese lugar que la Biblia llama Erek conserva restos de
una serie de templos que demuestran hasta qué punto la arquitectura tuvo un desarrollo
fantástico en manos de los súmenos.
Algunos de estos templos tienen las columnas tapizadas de mosaicos que forman dibujos
geométricos (zigzags, triángulos, rombos) en negro, blanco o rojo. Uno de ellos, llamado
por los arqueólogos el Templo Blanco, se levanta sobre una colina artificial de más de
doce metros de altura, en la antigua Caldea, y, como se verá más adelante, es el
prototipo más antiguo de las arquitecturas verticales que caracterizarán durante tres mil
años las construcciones sagradas mesopotámicas: los zigurats, gigantescas torres de
varios pisos, cuyo eco se encuentra en la Torre de Babel de que habla la Biblia.

Cuenco de cerámica pintada (Musée du Louvre, París). Procedente del


yacimiento de Arpatchiya, la pieza presenta decoraciones florales y
geométricas, características de la cultura de Halaf, que data de 6000 a
5700 a.C.
Primeras dinastías sumerias

El más extraordinario invento de los súmenos fue la escritura. Tal invención debió
realizarse alrededor del año 3000 a.C. Los textos más antiguos de Uruk emplean cerca
de 900 signos, la mayoría de los cuales son ideogramas que representan palabras. Pero
con bastante rapidez se fue reduciendo el número hasta llegar a la abstracción que
representa inventar signos que sólo representan sonidos. A partir de este momento la
humanidad se encuentra ya en tiempos históricos.
El primer período de la historia mesopotámica es llamado early dinastic (dinastías
antiguas) por los ingleses. Otros prefieren denominarlo "presargónico", puesto que,
como se verá, la unificación del país bajo Sargón I (un rey semita) representó algo muy
importante para la historia y el arte.
Con uno u otro nombre, este primer período está centrado en torno a las producciones
artísticas de la I dinastía de Ur y de la primera de Lagash. En el norte del país, muy lejos
del delta, desempeñó un papel fundamental la ciudad de Mari. El período presargónico
duró más de tres siglos, aproximadamente del 2800 al 2470 a.C. Es contemporáneo, por
tanto, de las primeras dinastías del Antiguo Imperio egipcio.
Ejemplo del impetuoso desarrollo arquitectónico de esta época son los templos de Al-
Ubaid y de Mari. Al-Ubaid (que los franceses transcriben del árabe como El Obeid) es
una localidad situada a siete kilómetros de Ur. Hall, del British Museum, dirigió la
excavación del templo y tuvo la fortuna de hallar la inscripción que describe la fundación
del mismo. Gracias a ella sabemos que fue dedicado por un rey de la I Dinastía de Ur a
la diosa Nin-Kursag, la diosa madre de los sumerios. Estaba situado en lo alto de una
plataforma y rodeado por un recinto ovalado. Las paredes de ladrillo cocido al horno
tienen unas pilastras salientes que quedarán como características de toda la arquitectura
sumeria.
Son como gigantescas estrías que marcan sombras rectilíneas, paralelas y verticales, en
las que reside gran parte del secreto de la belleza de las construcciones sumerias: las
amplias superficies de las paredes se convierten así en una composición alternada de
zonas brillantes y líneas oscuras de sombra que resbalan a lo largo del muro. En Mari
hay varios templos de esta época, el mejor conservado de los cuales es el de Ninni-
Zazá. Las construcciones que lo componen flanquean un patio cuadrado, cuyos muros
también tienen las típicas pilastras que hacían jugar los contrastes del negro y el blanco.
En el centro del patio se encontró la piedra sagrada en torno a la cual debían
desarrollarse las procesiones. Algunas tabletas sumerias con relieves, como la que se
publica aquí, procedente de Lagash, tienen un agujero en el centro por el que se debía
verter el agua sagrada o la sangre de los sacrificios. En los relieves que las adornan, el
sacerdote oficiante aparece siempre desnudo. Es una idea que se encuentra en muchos
lugares y épocas distintas; la de que hay que acercarse al dios, desnudo como se ha
nacido. Todavía en el siglo V a.C, Prisciliano y sus seguidores se retiraban a lugares
secretos para orar desnudos.
En Mari se han hallado los que son -sin duda- algunos de los más antiguos retratos
conservados. La estatua del intendente de la ciudad Ebih-Il, la del rey Iku-Shamgan, la
del funcionario Nani. Todos ellos, como docenas de otras estatuitas anónimas, que eran
llevadas como exvotos a los templos, presentan personajes orantes, con la mirada
perdida en lejana contemplación y una expresión de paz sonriente, de bondadosa
afabilidad en el rostro, que indica que el terror y las angustias han sido desechados.
Estos personajes van ataviados con un curioso vestido de forma acampanada, llamado
kaunakes, confeccionado con piel de cordero, cuyos vellones de lana han
sido esculpidos cuidadosamente. Todos, hombres y mujeres, tienen las manos juntas, en
una posición que debe ser la del ritual de la oración.
La vida de los príncipes de la I Dinastía de Ur está maravillosamente contada en el
llamado Estandarte de Ur, que conserva el British Museum. Se trata de una pieza en
forma de facistol, ornamentada por sus cuatro caras con un mosaico de piezas de marfil
que destacan sobre el fondo azul oscuro de piezas de lapislázuli. Los dos paneles más
largos son los más característicos. En ellos se ven ilustrados dos aspectos de la
existencia, las dos caras de la vida: la guerra y la paz. En ambas caras, la narración
gráfica empieza por abajo.
En la primera vemos al rey con su escudero subidos al carro y representados en cuatro
posiciones, desde el paso al galope; se trata del "primer dibujo animado" en el que el
carro de guerra, mirado de derecha a izquierda, cada vez va más deprisa. En el registro
intermedio, los vencedores, con casco y manto, conducen a los prisioneros. La escena
acaba en el registro alto donde los vencidos, atados de dos en dos, son presentados al
rey que ya ha descendido de su carro; el escudero tiene las riendas de los cuatro
caballos. En la otra cara, la de la paz, los criados transportan a palacio todo lo necesario
para la fiesta; en el registro más alto, el rey viste el kaunakes y bebe, copa en mano, en
compañía de sus invitados, mientras una cantante y un arpista los distraen con su
música. Es curioso que todas estas escenas hayan de leerse de abajo arriba. Esto hace
pensar que la pieza debía mirarse desde abajo y justifica el nombre que le dio Woolley,
su descubridor: Estandarte real de Ur.
Las excavaciones de Lagash han proporcionado diversos relieves, vasos y objetos que
nos informan sobre nuevos detalles de la vida en los tiempos pre-sargónicos. En un
relieve del Louvre, gracias a sus inscripciones, ha podido identificarse a Ur-Niná, rey de
la I Dinastía de Lagash. A la izquierda, aparece Ur-Niná con una esportilla de albañil en
la cabeza y, enfrente de él, sus cinco hijos; en primer lugar está situada la princesa
Lidda, vestida con kaunakes. Es evidente que se trata de la escena de colocación del
primer ladrillo de un templo. Es interesante que el rey quiera aparecer como un simple
albañil. A la derecha, se repite la figura de Ur-Niná, esta vez sentado en su trono y
bebiendo en una copa. Frente a él le acompañan sus cuatro hijos varones.

Estandarte de Ur, cara de la paz (Museo Británico, Londres). En esta cara, el registro inferior muestra a los
criados transportando a palacio los diversos manjares para el festín que ha de celebrar la victoria. En el
registro superior, el rey no lleva ya su atavío de guerra, sino el kaunakes y, copa en mano, escucha con sus
invitados el concierto que le ofrece la cantante acompañada por el arpista.

Las excavaciones de Lagash proporcionaron, roto en pedazos, otro relieve hoy famoso
con el nombre de estela de los buitres. Se trata de la narración histórica de las victorias
del nieto de Ur-Niná, Eanna-tum. En la inscripción, el propio rey explica que el dios
Ningirsu se le apareció en sueños y le prometió la victoria. De las diversas escenas que
componen la estela, la mejor conservada es la que representa la marcha hacia el campo
de batalla: el propio Eannatum, revestido de una túnica espesa, conduce a sus soldados;
éstos aparecen como una potente masa de combatientes con casco, grandes escudos y
lanzas en ristre, que pisotean los cadáveres desnudos de los enemigos ya vencidos. En
otros fragmentos de la estela figuran otras escenas de la batalla y el propio dios Ningirsu
con un águila, cuyas garras cogen la red que envuelve a los vencidos. Se trata de una
literal ilustración de la frase: "A los hombres de Urna, yo, Eannatum, he tirado la red
grande".
La misma águila con cabeza de león, que sostiene el dios de la estela de los buitres,
reaparece tres veces en una jarra de plata descubierta también en Lagash. Es evidente
que se trata del emblema de la ciudad, pero es un águila extraña porque en esta jarra,
consagrada por el rey Entemena, aparece con un ombligo fuertemente dibujado. ¿Se
trata de una enérgica alusión al origen de la vida? En todo caso, el estremecimiento
comunicado por el buril a este monstruo que agarra ciervos, cabras y leones, contrasta
con la finura perfecta y fría del perfil de la jarra. En lo alto, justo antes del cuello de este
vaso, figura un friso con siete terneras -siete es un número sagrado-, cuya pacífica
calma corona los conflictos de los animales sagrados.
La perfección de este vaso de Entemena introduce en el mundo fabuloso de las obras
artísticas de metal que realizaron los sumerios. No hay civilización que haya realizado
tales maravillas en oro y lapislázuli, a mediados del III milenio a.C, como las que se
hallaron en las "tumbas reales" de Ur.
La magnitud de los hallazgos realizados hasta la fecha en materia de arquitectura
funeraria permite referirse a un auténtico Cementerio de Ur, con más de 1.800
inhumaciones. Así, durante el invierno de 1927 a 1928, los arqueólogos de la misión
conjunta del British Museum y de la universidad de Pensilvania descubrieron en Ur dos
tumbas con un tesoro fantástico. No tenían una monumentalidad impresionante: eran
simplemente espacios subterráneos a los que conducía una rampa para la ceremonia del
funeral. Una vez terminado, todo había sido cubierto de tierra. Lo que hallaron los
arqueólogos fue algo horrible: en la rampa y en la antecámara había sesenta y ocho
esqueletos de hombres y mujeres en posición que indicaba que habían sido asesinados
allí mismo, sin hacer resistencia ni recibir mutilaciones. Los guardias y servidores de los
príncipes parecían haber sido previamente drogados para acompañar a sus amos a
través de la muerte.
Lo horrible se mezcla aquí a lo maravilloso, porque el ajuar funerario es de una riqueza
material incalculable (enormes cantidades de objetos de oro, perlas, lapislázuli, marfil y
madreperla) y de un mérito artístico extraordinario. En la primera de las tumbas,
perteneciente a la reina Shubad, se encontró junto a su cabeza la concha con un
colorante verde que usaba para maquillarse los ojos; llevaba puestos dos pares de
grandes pendientes y varios collares pendían sobre su pecho. Todo de oro y piedras.
Pero lo más sensacional era el tocado de hojas y flores de oro que adornaba su cabeza,
hoy conservado en el Museo de la Universidad de Pensilvania, en Filadelfia.
Las otras mujeres sacrificadas en el funeral también iban fantásticamente enjoyadas.
Los soldados llevaban puesto el casco y tenían sus armas. Una muchacha, que debía ser
la arpista de la reina, tenía el instrumento apoyado sobre el pecho, como si de haber
sido previamente drogados para acompañar a sus amos a través de la muerte.
Lo horrible se mezcla aquí a lo maravilloso, porque el ajuar funerario es de una riqueza
material incalculable (enormes cantidades de objetos de oro, perlas, lapislázuli, marfil y
madreperla) y de un mérito artístico extraordinario. En la primera de las tumbas,
perteneciente a la reina Shubad, se encontró junto a su cabeza la concha con un
colorante verde que usaba para maquillarse los ojos; llevaba puestos dos pares de
grandes pendientes y varios collares pendían sobre su pecho. Todo de oro y piedras.
Pero lo más sensacional era el tocado de hojas y flores de oro que adornaba su cabeza,
hoy conservado en el Museo de la Universidad de Pensilvania, en Filadelfia.
Las otras mujeres sacrificadas en el funeral también iban fantásticamente enjoyadas.
Los soldados llevaban puesto el casco y tenían sus armas. Una muchacha, que debía ser
la arpista de la reina, tenía el instrumento apoyado sobre el pecho, como si debiera
tocar eternamente. Todas las víctimas de aquella matanza ritual habían sido arregladas
con decente compostura. Había además vasos de oro y plata, arpas, cofres y tableros
para un juego semejante al ajedrez, todo de oro, cristal de roca y nácar.
Entre los tesoros de la reina Shubad y los de otras tumbas (de particular riqueza es la
tumba de Mes-kalamdug, descubierta dos años más tarde) llaman la atención las arpas
que llevan como mascarones de proa cabezas de toro, de oro y lapislázuli. La madera
había desaparecido, pero los mosaicos riquísimos que cubrían las cajas de resonancia y
los brazos que sostenían las cuerdas, se habían conservado en su lugar, y permitieron
una restauración completa de tales instrumentos. En un ángulo de la antesala de la
tumba de la reina Shubad se encontraron dos estatuas de macho cabrío, de oro y
lapislázuli, que apoyaban sus patas anteriores en unos estilizados arbustos en flor.
Del ajuar hallado en las tumbas reales de Ur también destacaríamos algunas piezas que
por su belleza aún hoy nos siguen deleitando. Un Carnero apoyado en el árbol de la
vida, hecho con materiales preciosos, como el oro o el lapislázuli, una Testuz de toro,
parte delantera de una lira. También hay vasos de oro, agujas para la manicura, tocados
para el pelo llenos de abalorios de oro y piedras preciosas, etc. Se llevaban a la tumba
aquello que más les había satisfecho en vida, ya fueran objetos de la vida cotidiana o
personas muy allegadas a ellos. En tumbas posteriores ya no se han encontrado estas
ofrendas humanas, si no que una estatuillas representando a los servidores han hecho la
función de acompañamiento en el entierro real.

Tableta sumeria (Musée du Louvre, París). Pieza de hacia


2500 a.C, procedente de Lagash. Representa a un orante
con desnudo ritual que ofrece la libación a la diosa de la
montaña, posiblemente con el fin de conseguir que por
magia simpática ésta provoque la lluvia fertilizante. Se
supone que por el orificio central de la tableta se vertía el
agua sagrada o la sangre de los sacrificios.

El nacimiento de la arquitectura

Como ya hemos indicado, los arquitectos mesopotámicos tenían pocos materiales para
poder realizar sus edificaciones y debían abastecerse con lo que más tenían a mano, que
en este caso era el barro. Realizaban ladrillos de arcilla cruda, amasados y secados al sol
para levantar sus edificios. Estos ladrillos reciben el nombre de adobe. En algunas
ocasiones los llegaban a cocer, pero sólo en el caso de servir como revestimiento o para
las partes ornamentales de las edificaciones. Esta técnica influirá en toda Asia
Occidental, pero como podemos deducir, era una técnica muy poco estable y en
numerosas ocasiones los reyes debían ocuparse, durante su reinado, de reconstruir y
restaurar los edificios más importantes de la ciudad.
Analizaremos las distintas tipologías arquitectónicas que podríamos encontrar en una
ciudad importante de la época. Empezaremos por la más común, la vivienda. Como
pasaba con el resto de edificaciones, resultaba muy inestable y en ocasiones era la
misma familia la que reconstruía su propia casa, sobre los escombros de la anterior.
Solían ser de forma cúbica, con una planta cuadrada. En la parte superior de la casa se
encontraban las habitaciones de los diferentes miembros de la familia y en la zona
inferior se centraban las estancias comunes, como la cocina, el vestíbulo, la despensa,
etc.
Otro de los edificios que podíamos encontrar en las ciudades más importantes es el
palacio, centro neurálgico de la administración de la ciudad. En él vivía el soberano
rodeado de su séquito, criados, lacayos, etc., con varias zonas muy bien delimitadas. La
más privada, donde el monarca desarrollaba su vida más íntima. La zona de trabajo,
donde los funcionarios desarrollaban y hacían posible funcionar la gran maquinaria
burocrática. Y la zona sagrada, donde se celebraban algunas ceremonias religiosas.
Dado su gran polivalencia, el palacio era una gran sucesión de pasillos y estancias que
se desarrollaban de forma horizontal y no vertical. Los funcionarios, escribas, artesanos,
etc., no sólo trabajaban allí, sino que además vivían en este edificio, por lo que es
posible hacerse una idea de las dimensiones que en ocasiones llegaban a adquirir.
Como muchos de los edificios públicos de las ciudades mesopotámicas, los palacios se
construían sobre un terraplén para evitar las humedades propias de un país situado
entre dos ríos. Aunque los sumerios conocían el arco y la bóveda, los techos
normalmente eran planos y se recubrían con betún para aislarlos con mayor eficacia de
las inclemencias del tiempo. Normalmente, en las entradas de los edificios se colocaban
esculturas con representaciones de genios o toros alados y barbudos, con cabeza
humana y con una función doble de protección y vigilancia. Y no existían edificios
dedicados al deporte o a los espectáculos porque toda la vida cotidiana estaba
condicionada por la religión.

Casa circular (Museo Nacional, Damasco,


2900-2460 a.C). Modelo de terracota hallado
en el sudeste del templo de Nini-Zaza, en
Mari, período presargónico

El templo como centro político y económico

La arquitectura religiosa mesopotámica más antigua es la Caldea y existen dos tipos de


templos caldeos. El primero, y más antiguo, es un templo de un solo piso, con tablados
de madera en el interior para depositar las ofrendas e imágenes de la divinidad. El
segundo tipo, algo más moderno, es un templo levantado sobre una terraza, con un
santuario al fondo y un altar de sacrificio, a menudo fuera, al pie del
terraplén, en el eje de la puerta. Existen dos ejemplos muy conocidos de templos
caldeos, nos referimos al Templo Blanco y al Templo Rojo. Eran construcciones de la
época anterior al Diluvio. Estaban construidos uno sobre el otro y eran de ladrillo cocido.
Asimismo, el Templo Blanco se trata del primer intento realizado de construir una
escalera entre la tierra y el cielo para asegurarse a toda costa el descenso de los dioses.
Cada ciudad se encontraba dedicada a un dios. Y el templo, símbolo de la divinidad, era
el centro económico, político y religioso, poseía tierras de cultivo, rebaños, almacenes y
talleres. Los sacerdotes organizaban el comercio y empleaban a campesinos, pastores y
artesanos, quienes recibían como pago tierra para cultivo o cereales, dátiles o lana.
Era obligatorio acercarse al templo, aunque no lo fuese creer en lo que representaba. El
templo y su dios tenían un valor simbólico. En épocas antiguas la religión no se podía
establecer directamente con los dioses, sino que pasaba forzosamente por el templo,
que controlaba la relación con la divinidad.
Los templos, instrumentos políticos, ponían y quitaban gobernantes. El rey gobernaba la
ciudad como un designado por los dioses, y se dedicaba a funciones menos
especializadas que los sacerdotes, como la política exterior y sobre todo a la guerra. El
rey vivía en el palacio, que solía estar cerca del templo pero era mucho más pequeño, lo
que ilustra bien quien detentaba realmente el poder. Esta situación fue cambiando a
medida que los ejércitos crecían, ya que el jefe del ejército era el rey. En las zonas
sagradas empezaron a construirse palacios, y los palacios comenzaron a rivalizar en
tamaño y esplendor con el templo. Cuando el templo y el palacio se convertían en dos
sistemas opuestos de poder, se mantenían en un equilibrio con frecuencia difícil. Para
beneficio del ciudadano, un poder vigilaba al otro.
Cuando los vencedores deseaban asimilar a un pueblo conquistado, los dioses de las
ciudades vencidas, con sus templos y sus sacerdotes, eran reconocidos como tales por
los vencedores, aunque puestos a menudo en el lugar jerárquico de poderes protectores
secundarios dentro del panteón del vencedor. Cuando los vencedores deseaban destruir
a los vencidos, destruían su templo, que era el símbolo de su existencia no sólo como
nación, sino también como pueblo. Por eso las luchas no eran sólo entre gobernantes de
ciudades rivales, sino también entre dioses.
En general, en los templos se busca la solidez de los muros, por lo que predomina la
horizontalidad por encima de la verticalidad. Son muros muy gruesos en la parte inferior
y se busca abrir el mínimo número de puertas y ventanas para ganar en robustez. Los
templos, al igual que los demás edificios, estaban hechos de ladrillos de barro sin cocer,
y para que los muros, vistos desde el exterior, no fueran grandes masas de ladrillos sin
ningún tipo de ornamentación, se realizaban, a lo largo de todo el perímetro, filas de
ladrillos que sobresalían del resto, como amplias franjas verticales que daban cierto
dinamismo al conjunto y mediante las luces y las sombras que se producían provocaban
cierta plasticidad.
Como en el caso de los palacios, se construyen sobre un terraplén. Los techos suelen ser
planos y sólo en el Alto Tigris se ha conocido la noticia de tejados a doble vertiente o a
dos aguas. Las columnas eran poco utilizadas, aunque en los templos de El Obeíd, de la
I Dinastía de Ur, se han encontrado restos de un tronco de palmera recubierto con cobre
o incrustaciones policromas que reproducían la textura del auténtico árbol.
En este mismo templo puede observarse otra de las constantes que aparecían en los
templos mesopotámicos, la ornamentación en las paredes en forma de frisos. Destaca el
friso de la lechería, donde sobre un fondo de betún se han dispuesto una serie de figuras
humanas y vacas. Algunos hombres se disponen a ordeñar a las vacas mientras otros
recogen la leche en odres.
En la antigua Mesopotamia no existía el sentido del arte actual, sino que estaba al
servicio del gobierno y era una expresión del poder. Así que los artistas eran anónimos y
el arte estaba supeditado al poder, el gobierno era su dueño, por lo que los artistas eran
anónimos. El arte era una técnica para relacionarse con lo sobrenatural, reproduciendo
su poder mágico para relacionar a las divinidades con la vida de los humanos.

Escritura cuneiforme (Ashmolean Museum, Universidad de


Oxford). Tabletas de barro cocido, en las que se registran
unos contratos. Pertenecen al período acadio (hacia 2400-
2200 a.C).

El arte acadio

Todo el esplendor sumerio debió ser destruido


hacia el año 2470 a.C. por los semitas nómadas,
los "cabezas negras", instalados en la zona central de Mesopotamia desde principios del
III milenio. El vencedor fue un guerrero semita de origen humilde que se hizo coronar
con el nombre de Sharrukenu (rey legítimo). De ese nombre deriva el de Sargón, con
que normalmente lo designamos. Para diferenciarlo del asirio Sargón, del que tratará el
capítulo próximo, se le llama Sargón de Akkad, lo que alude al país de los semitas, de
donde procedía.
Estos semitas o acadios dominaron Mesopotamia durante dos siglos, y pudieron haberlo
hecho por más tiempo si sus reyes hubieran mantenido el poder férreo de Sargón y sus
inmediatos sucesores.
Hacia el 2470 a.C. los semitas de Akkad, guiados por Sargón, conquistan, no sólo la
zona de Sumer, sino toda Mesopotamia y Siria hasta el Mediterráneo. Sargón creó un
aparato burocrático mucho mayor que el que ya existía y quiso potenciar la idea de
adoración al rey como un rey-dios en vida. Otra de las modificaciones que introdujo el
rey en su reinado fue la lengua oficial, que pasó a ser el acadio, una lengua semita. No
cambió los dirigentes de las ciudades sometidas y sólo nombró nuevos mandatarios en
las ciudades conquistadas o de nueva fundación.
Entre el reinado de Sargón y el de Naram-Sin existió un período gobernado por los reyes
Rimush y Manishtusu, momento en el que el Imperio consolidó sus fronteras. Naram-Sin
pasó a denominarse «rey de las cuatro regiones», tal era su grandeza de poder y tan
amplio su territorio conquistado.
El arte acadio tiene las mismas características de su política. Desde el primer momento,
los príncipes acadios tuvieron el acierto de presentarse como continuadores de los
monarcas súmenos, y el arte de este período demuestra que no hubo ningún corte en la
civilización. Sólo el espíritu semita aporta una sensibilidad y una fantasía que alejan la
rigidez, el duro hieratismo de los sumerios. Los acadios adoptaron también la escritura
cuneiforme de los sumerios, pese a que debió costar gran esfuerzo escribir una lengua
semítica con aquellos signos inventados para un idioma completamente distinto. Lo que
más cambió fue la moda: toda la población
empezó a dejarse crecer el pelo y a usar grandes barbas. Eran señal de fuerza que
caracterizaban a los dioses y a los reyes.
Esta continuidad política y artística del período acadio se hace visible desde las obras
que datan de su primer soberano. Sargón de Akkad hizo esculpir el relato de sus
victorias en una estela de diorita, uno de cuyos fragmentos se conserva actualmente en
el Musée du Louvre. Allí se aprecia la procesión de prisioneros, buitres y una gran red,
los mismos temas usados en la estela del sumerio Eannatum.
Mucho más importante es la estela de Naram-Sin, nieto de Sargón, también en el
Louvre. Fue hallada en Susa, adonde había sido transportada desde el país acadio, mil
años más tarde, como botín de guerra. Es un bloque de arenisca rosada que ha sufrido
algo por la erosión, pero aún está lo suficiente bien conservado para que haya sido
considerado como una de las obras maestras de la plástica del Oriente antiguo.
Aquí también, como en la "estela de los buitres", se narra una victoria militar, pero,
mientras el relieve sumerio se impone a la contemplación por su rigidez lógica que
aspira a la máxima claridad, la estela de Naram-Sin destaca por su fantasía creadora
que hace que se vean dos ejércitos donde no hay más que quince personajes: ocho en
un bando y siete en otro. El rey Naram-Sin está en lo alto y usa un casco con dos pares
de cuernos, como los que hasta entonces sólo se habían visto sobre las cabezas de los
dioses. Victorioso, pisotea los cadáveres de dos vencidos y se apresta a matar a otros
dos: uno, de rodillas, ya está atravesado por una lanza; el otro, aún de pie, junta las
manos suplicante. Los guerreros acadios que acompañan al rey avanzan en doble
columna hacia arriba, mientras los enemigos yacen en el suelo o huyen. En lo alto,
brillan dos estrellas, símbolos astrales de las divinidades propicias al vencedor.
La fantasía y la libertad aportadas al arte mesopotámico por los acadios introdujeron
también cambios análogos en la religión y, naturalmente, en las representaciones
religiosas. Hasta entonces, los dioses sólo habían intervenido muy discretamente en el
campo del arte, ahora en cambio, en manos de artistas semitas, aparecen con
frecuencia. Shamash, el dios solar, e Ishtar, la diosa de la guerra y del amor, son figuras
que empiezan a hacerse familiares y esta familiaridad aumentará en las producciones
artísticas del período babilónico, nueva etapa de preponderancia semita, de la que
tratará en el capítulo próximo. Las figuras celestiales con cuernos, masculinas o
femeninas, abundan cada vez más.
Con frecuencia aparecen en tabletas de arcilla, con un carácter activo, extrañamente
próximo a los humanos, como las abundantes representaciones de diosas que andan
sublimemente cubiertas de cuernos y con una túnica de flecos de lana que recuerda el
viejo kaunakes de los sumerios. A veces llevan en una mano o en ambas cetros
simbólicos de difícil interpretación.
Igual impresión de libertad y fantasía nos proporcionan los cilindros de piedra que se
utilizaban para sellar las tabletas de arcilla en las que se escribían todos los textos:
poemas, epopeyas religiosas, leyes, correspondencia privada o simples cuentas de
comerciantes e inventarios. Sustituían a la firma que se pone al pie de un texto. Los
sellos más antiguos son piedras talladas planas o ligeramente convexas que producían
una impresión al comprimir la arcilla tierna. Pero muy pronto empezaron a usarse sellos
cilindricos que, rodando sobre la arcilla, desarrollaban una imagen repetida tantas veces
como giraba el cilindro. De este tipo era ya el llamado Cilindro de la Tentación, sumerio,
del III milenio a.C. Se trata de un cilindro de piedra, cuyos relieves en negativo, al ser
impresos en arcilla, muestran un hombre, una mujer, un árbol y una serpiente. Esta
pieza pertenece al III milenio a.C, y, pese a que evoca bastante bien la escena del Edén
bíblico, los especialistas opinan hoy que no representa la historia de la primera pareja
humana tal como la refiere el Génesis.
En manos de los acadios semitas esta vieja costumbre mesopotámica proporcionó
verdaderas obras maestras del relieve que, si fuese mayor su tamaño, ocuparían un
lugar preeminente en los museos. La escala minúscula en que fueron realizadas y el
hecho de que se trata de grabados hundidos,"en negativo", para que produzcan una
huella en relieve, aún hace más notable su perfección. Tales joyas artísticas sólo pueden
ser estudiadas haciendo ampliaciones fotográficas de sus pequeños relieves impresos en
cera o en arcilla. En ellos, los dioses y los hombres mesopotámicos aparecen con una
familia ridad que no se encuentra en los relieves monumentales.
El intermedio acadio sólo duró dos siglos. Hordas de guerreros feroces, procedentes de
las montañas del Nordeste, destruyeron, hacia el 2285 a.C, el Imperio creado por
Sargón de Akkad. Es una historia que se repite a menudo en Mesopotamia, tierra fértil,
entre ríos. En este caso, los invasores fueron los guti. Se sabe poco de ellos, pero es
seguro que en esta época las viejas ciudades sumerias, Uruk, Ur y Lagash alcanzaron
una autonomía que jamás habían tenido bajo el dominio acadio y, finalmente, lograron
una nueva situación política, un estado de cosas que puede considerarse como un
retorno a la situación anterior al dominio acadio. Es el período que se llama -por esta
razón- neosumerio y que alcanza hasta la caída de Ur, hacia el año 2015 a.C., bajo una
nueva invasión semita.

Clindrosello acadio (Museo


Británico, Londres). Este sello tiene
grabada una escena ritual, en la
que un hombre sujeta un buey que
tira de un arado al que guían dos
figuras barbadas.

Período neosumerio

La restauración sumeria no fue una vuelta de la civilización mesopotámica hacia atrás.


La Historia no retrocede nunca, y si bien los guti no aportaron nada al arte y a la
cultura, la impronta acacha había sido tan fuerte que no pudo ser olvidada. La huella
semita puede ser detectada en las obras de este período: una suavización de la rigidez
ancestral de los sumerios muestra que, aunque el vigor y la potencia vuelvan a ocupar el
primer plano de la creación artística, la lección acadia ha dejado una huella imborrable.
Ur se convirtió nuevamente en ciudad real y con el soberano Ur-Nammu dio comienzo a
su III Dinastía. Ur-Nammu debió de reinar dieciocho años y le sucedió su hijo Shulgi que
ocupó el trono cerca de medio siglo. Incontables monumentos, cuyos ladrillos llevan
impresos los nombres de estos dos soberanos, muestran la potencia constructora de
ambos reyes. La primera preocupación de Ur-Nammu fue fortificar su capital de manera
que pudiera resistir cualquier ataque. Las murallas de Ur, que son de esta época, tienen
casi 25 metros de ancho en su base. Pero esta obra formidable no es ni mucho menos la
construcción más importante de los neosumerios. A mediados del siglo pasado, el
emplazamiento de la venerable metrópoli se destacaba en el llano por una gigantesca
montaña de ladrillo. Era la ruina del templo de Sin, el dios lunar. Los árabes la llamaban
Mugayyar, o sea"la montaña de hormigón", porque veían entre los ladrillos el hormigón
que había servado de mortero a los constructores.
Ello permitió que, en 1854, J. E.Taylor, cónsul inglés en Basora y agente del Museo
Británico, identificase el lugar de Ur. Las excavaciones iniciadas en 1922 nos han dado la
posibilidad de conocer detalladamente este monumento. Era un zigurat o torre
escalonada, dispuesta sobre todo para que la divinidad pueda descender del cielo a la
tierra. La mayoría de poblaciones sumerias tienen construcciones análogas. Además de
Ur, Uruk, Nippur, Larsa y Eridu han conservado los restos de su zigurat entre sus ruinas.
Estos monumentos tenían de tres a siete pisos, cada uno de base más reducida que el
inferior, y corresponden al tipo de edificio que describe la Biblia con el nombre de'Torre
de Babel", el zigurat de Babilonia, al que nos referiremos al hablar del arte
neobabilónico.
Antes de visitar el zigurat de Ur, vale la pena que hagamos mención a las características
generales de estos importantes monumentos. Desde un punto vista arquitectónico, el
zigurat no es más que una torre compuesta por una superposición de pisos de diferentes
colores que formaban una pirámide escalonada. Estas terrazas superpuestas, que
servían de base al templo, iban decreciendo en altura, la superficie superior más
pequeña que la inferior. Las terrazas comunicaban de un piso a otro a través de las
escaleras o rampas de acceso que permitían llegar hasta la cúspide, lugar donde se
situaba el templo o la capilla del dios. Allí, en la cima, lo humano intentaba contactar
con las fuerzas divinas, al igual que en las pirámides se establecía el vínculo con lo
sagrado. La idea de una escalera entre el cielo y la tierra quedaba así maravillosamente
plasmada.
El zigurat apareció a finales del III milenio, aunque su tipología constructiva es
antiquísima, se remonta al IV e incluso a finales del V milenio a.C. El origen de estas
formas escalonadas debe buscarse efectivamente en los templos levantados sobre
plataformas de uno o dos escalones, que eran la base de muchos templos del año 3000
a.C. Pero es a partir del año 2000, durante la III Dinastía de Ur (2112-2004 a.C),
cuando se empiezan a construir en forma de terrazas de muchos pisos, logrando
proporciones monumentales.
Una tipología bien definida de zigurat se fija en su época de mayor esplendor, alrededor
del II milenio a.C, aunque su estructura fue evolucionando al introducirse pequeñas
modificaciones.
Las excavaciones de Mesopotamia han dado a conocer tipologías diferentes de este
monumento. En el sur, la base era rectangular. De uno de sus lados mayores salía una
escalera, perpendicular a la terraza, y otras dos se reunían en la cúspide. A esta terraza
se añadían otras dos, más pequeñas, y con una escalera que las comunicaba. El norte
del país poseía otra tradición arquitectónica. La superposición de terrazas era con base
cuadrangular y los lados iban estrechándose progresivamente. Podían tener rampas en
lugar de escaleras. Y finalmente, una tercera tipología combinaba ambas soluciones.
Estos monumentos arquitectónicos eran construidos en ladrillo, por lo que muchas
arquitecturas han llegado hasta la actualidad en estado de completa destrucción.
Algunos, incluso, exigían continuas obras de restauración y reconstrucción ya en su
momento.
Zigurat de Ur, en Iraq. Vista aérea del que se considera un ejemplo de zigurat. Fue construido por la cultura
más importante de la época, que corresponde al momento de máximo apogeo y esplendor de Sumer.

En cuanto al zigurat de Ur, iniciado por Ur-Nam-mu, se construyó como una torre de
tres pisos. El primero, completamente macizo, tenía sesenta y cinco metros de largo por
cuarenta y tres de ancho y una altura de veintidós metros. Sus paredes son ligeramente
inclinadas y formadas por un revestimiento de ladrillos cocidos, de tres metros de
espesor, que mantiene la masa interior de ladrillos secados al sol. Se subía a la
plataforma del primer piso por tres escalinatas monumentales: dos adheridas a la
fachada y una tercera de frente que conducía al mismo rellano que las otras dos. Las
tres tienen cien escalones. Encima de este pedestal gigantesco se alzaban las otras dos
plataformas superpuestas, en la cima de las cuales estaba el templo de recibimiento
para el dios. Otro templo en la base, acondicionado como morada de la divinidad,
convierte el conjunto -con sus escalinatas para el despliegue de los cortejos-en una
monumental escalera para ascender o descender del cielo, análoga a la del sueño de
Jacob por la que veía ir y venir a los ángeles."Y he aquí que el dios estaba en lo alto",
precisa el capítulo 28 del Génesis. Jacob, después de la visita a la tierra de donde salió
su padre, debía recordar las ceremonias religiosas y los cortejos que circulaban por las
gigantescas escalinatas del zigurat de Ur.
Todavía hoy resulta increíble imaginarse que estas arquitecturas gigantescas fueron
realizadas con ladrillos, ninguno de los cuales alcanza los cuarenta centímetros.
Debieron ser necesarios millones de piezas hechas a mano y vencer dificultades
enormes para acoplar el conjunto.
No se sabe con certeza cuál era la función de estos monumentos emblemáticos de la
Mesopotamia antigua. Se ha especulado mucho acerca de su funcionalidad existiendo en
la actualidad varias teorías. Algunos especialistas piensan que básicamente era
proporcionar un lugar para hacer ofrendas a la deidad; para otros representa el trono
terrenal del dios e incluso no falta quienes lo ven como un lugar monumental para el
ofrecimiento de sacrificios.
El zigurat, no existía más de uno por ciudad, se convirtió en el monumento central del
culto mesopotámico a lo largo de toda su historia. Se mantuvo en vigor en todos los
períodos de la historia mesopotámica: sumerio, acadio, casita, babilónico y asirio.
Fueron edificios dignos de un elevado respecto y profunda admiración.
Comparadas con los zigurats, las otras obras arquitectónicas de los neosumerios, pese a
su colo-salismo, parecen secundarias. Así los palacios y las tumbas, entre las que
destacan las de los reyes Dun-gi y Bur-Sin, en Ur, pero ambas violadas y despojadas de
sus tesoros antes de que las explorasen los arqueólogos.
Las estatuas neosumerias son el mayor argumento sobre la sencillez y nobleza de
aquellos príncipes y de sus consortes. Pero el principal atractivo para quien los
contempla es su belleza. Nos presentan una interpretación estética completamente
original del rostro humano. En este sentido es impresionante la cabeza de una princesa,
encontrada en Ur en 1927, que conserva el Museo de la Universidad de Pensilvania.
Lleva una diadema lisa, circular, como un anillo de oro para retener los cabellos, y, pese
a que le falta la parte inferior del rostro, sus ojos incrustados en lapislázuli nos miran
con una expresión milenaria de asombro. El alabastro en que fue esculpida está viviendo
una vida tan fuerte como la del mismo Gudea.

Fachada nordeste del zigurat de Ur, en Iraq. Las raíces tipológicas del zigurat se hallan en los templos
construidos sobre plataformas o montañas artificiales, algunas veces con dos terrazas superpuestas, que
aparecieron en Mesopotamia en el V milenio. Concebido, ya a finales de III milenio, como templo, el zigurat
quedó plenamente integrado en la vida de la ciudad. El zigurat de Ur es, junto con el de Uruk, el mejor
conservado de toda la baja Mesopotamia. Fue construido en honor del dios Sin, entre los años 2111 y 2046
a.C, con ladrillo crudo recubierto de un paramento de ladrillo cocido. Al piso inferior se accede por tres
escaleras que convergen en un portal, que, a su vez, da a un rellano intermedio entre el primer y el
segundo piso.

El apogeo de Lagash

La escultura neosumeria la conocemos, sobre todo, por los hallazgos de Lagash, ciudad
cuyos soberanos jamás se atribuyeron el título de rey, sino el de patesi o gobernador.
Del primero, Ur-Bau, el Musée du Louvre posee una estatua sin cabeza; pero el más
importante fue el séptimo, según las listas antiguas, llamado Gudea. Este patesi, que
gobernó Lagash durante poco más de quince años, construyó templos y palacios y nos
ha dejado una prodigiosa serie de retratos suyos que constituyen quizás el conjunto
escultórico más impresionante debido a la voluntad de un solo individuo. Se conocen hoy
más de treinta de estas estatuas esculpidas en duras y brillantes rocas volcánicas:
diorita azul o dolerita negra.
En todas ellas, el patesi Gudea aparece vestido como un monje, con una túnica que deja
descubiertos el hombro y el brazo derechos, y siempre con las manos juntas en actitud
de oración. Muchas de ellas están decapitadas, pero también se ha conservado alguna
cabeza suelta como la extraordinaria del Museo del Louvre, llamada cabeza con
turbante. La finura de los detalles, como los dedos, los labios y las cejas, y algunos
músculos sutilmente acentuados en el cuerpo, contrasta con la severa sencillez de la
túnica. Todas las estatuas de la serie producen una impresión no sólo de serena
majestad, sino también de intenso fervor religioso. En la época de Gudea, la ciudad de
Lagash disfrutó de los beneficios de la paz y de una extraordinaria prosperidad. Este
príncipe de ojos fijos, pómulos salientes, boca finamente dibujada y barbilla
voluntariosa, tenía como ideal de gobierno el orden y la justicia, que proclama
repetidamente en sus inscripciones.
La casualidad ha querido que llegase hasta nosotros uno de los objetos más sagrados
del ajuar de Gudea: el vaso de libaciones que utilizaba en las ceremonias religiosas. Se
trata de un cubilete de piedra, cuyos relieves nos informan de que, pese a la
humanización de los dioses introducida en el intermedio acadio, los antiguos monstruos
divinos no habían desaparecido totalmente. En el vaso de libaciones de Gudea figuran
dos dragones de pie que sujetan una lanza con las patas delanteras. Son monstruos
terroríficos con cabeza de serpiente, cuerpo de felino, alas y garras de águila y cola de
escorpión. Ambos dan guardia a un bastón en el que se enroscan dos serpientes cuyas
cabezas ascienden hasta el borde del vaso como si quisieran abrevarse en el líquido
ritual. Este símbolo sagrado es ya idéntico al caduceo del griego Esculapio, utilizado por
los médicos antiguos, y que todavía hoy sigue siendo emblema de los farmacéuticos.
Las excavaciones de la antigua Lagash han proporcionado varias estatuas que no son
retratos de reyes: hombres jóvenes, con el rostro y el cráneo totalmente afeitados, y
diversas representaciones de mujeres, como la llamada La mujer del aríbalo, del Musée
du Louvre. La más importante de todas las representaciones femeninas es una figura
también del Louvre, con las manos unidas, en la misma posición que las de Gudea,
vestida con túnica y manto engalanados con cintas de bordados y cuyos cabellos rizados
cubre una toca sujeta con una cinta.
El aire majestuoso de esta imagen y cierto sentido místico que se desprende de ella,
acentuado por la posición de orante que adoptan sus manos, ha hecho que muchos
arqueólogos la identificasen como la esposa del propio Gudea.
Lagash, localizada en la actualidad en Tell El-Hiba, en Iraq, fue una de las ciudades
antiguas de Sumeria. Estaba situada al noroeste de la unión del Eufrates con el Tigris y
al este de Uruk, y pese a no ser la más importante de las ciudades-estado
mesopotámicas, la gran cantidad de escritos y restos arqueológicos encontrados en el
siglo XIX ha aportado muchos datos acerca de su historia.
Gracias a las inscripciones que nos han llegado, nos podemos hacer una idea muy
aproximada de la gran actividad económica que emprendió Gudea y de las relaciones
comerciales que llevó a cabo para la obtención de las diferentes materias primas y
productos necesarios para sus amplias empresas constructoras. Así, algunas de las
zonas de las que llegaron a Lagash piedras, metales y maderas fueron: la India, Arabia,
el golfo de Omán, Asiria, Eufrates medio y alto y quizá Capadocia.
Realizó también una serie de reformas administrativas -pesos y medidas, reajuste del
calendario- y legislativas -protección de las gentes desfavorecidas- que redundaron en
beneficio de sus 216.000 subditos. Se dice que fue el prototipo de príncipe piadoso,
justo, sabio y perfecto.
Cabeza de Gudea (Musée
du Louvre, París).
Llamada también cabeza
con turbante, esta
escultura en diorita, que
representa al legendario
gobernador de Lagash,
está datada
hacia el año 2120 a.C.

Gudea consolidó las


murallas de sus
ciudades, reparó y
construyó canales,
realizó obras de
saneamiento y
dedicó especial
interés a las
construcciones
religiosas. Templos como el de Eninnu, del dios Ningirsu; el Etarsisir de la diosa Baba; el
templo de la diosa Gatumdu y el Ebagara, de Ningirsu, evidencian su actividad.
Asimismo, el gran número de estatuas y objetos artísticos que destacan tanto por su
calidad plástica como por los materiales en que fueron ejecutados, han demostrado el
altísimo nivel cultural y económico que tuvo Lagash a finales del III milenio.
Estas estatuas estuvieron destinadas a templos que se había ordenado edificar o
restaurar, y fueron dedicadas a diferentes divinidades. También ordenó esculpir siete
estelas para ser colocadas en el Enin-nu de Girsu, riqueza artística a la que se suman
infinidad de objetos menores perfectamente trabajados. La actividad literaria de la época
quedó reflejada asimismo en textos sobre construcción, estatuas, estelas, himnos y
sellos.
La recuperación de más de treinta estatuas personales, relieves, estelas, estatuillas
fundacionales, cilindros-sellos, vasijas y otros objetos menores que han permitido por su
estilo unitario ser catalogados como de tipo Gudea, han contribuido a su popularidad y
sobre todo a la aureola de devoto con la que quiso pasar a la historia.
La trascendencia de Gudea se plasmó en la elevación de tal personaje a la categoría de
dios, recibien-
do culto en templos y capillas levantados a propósito. Para el pueblo llano, Gudea
también fue un personaje popular, dado que algunos textos recogen su nombre
adoptado como onomástico por diferentes personas. Durante su reinado, Lagash vivió su
último y gran apogeo.
La ciudad de Lagash se remonta a los orígenes de la civilización mesopotámica y surge
por el contacto con el mar a través de la navegación fluvial de poblaciones
originariamente agrícolas, a las que se sumaron marinos y artesanos. Es uno de los
asentamientos que registran desde más antiguo formas de propiedad individual cuyos
detentadores se hacían conocer a través de sellos. Estos sellos favorecieron el desarrollo
de una escritura pictográfica primero y cuneiforme después. Se trata de una sociedad
agraria y teocrática, pero con un desarrollo de la propiedad privada, los contratos e
incluso hipotecas, lo que habla de avanzados mecanismos institucionales.
Tanto en Lagash como en las demás ciudades, se concebía a los hombres al servicio de
los dioses. Esto se expresaba mediante el cuidado de los templos y el culto religioso
escrupulosamente regulado por el clero. Todos los súmenos eran devotos de los mismos
dioses pertenecientes al panteón politeísta presidido por Enlil. Pero a su vez existía la
figura de un dios protector de cada ciudad que valía como arma ideológica -en el
enfrentamiento entre Lagash y Umma-por ejemplo, el favor de Ningirsu, dios de la
guerra y protector de Lagash, habría posibilitado la victoria sobre Umma, mientras que
desde la óptica de la ciudad derrotada, la lectura del gobernante atribuía la
responsabilidad a sus subditos, quienes con su proceder habrían causado el rechazo de
su dios protector.
Otros dioses a los que se rindió culto en Lagash fueron: Inanna, diosa de la reproducción
y la lucha; Ninkhursag, divinidad agrícola; Gatumdu, diosa de la fecundidad y fertilidad;
Nisaba, diosa de la escritura y las actividades intelectuales.
La sociedad se estructuraba en clases: eran libres los dirigentes, sacerdotes y
funcionarios, semilibres los que vendían su trabajo y esclavos los prisioneros y
condenados. Contaba asimismo con el en -representante de la deidad y responsable de
la organización religiosa, así como de la planificación del sistema hidráulico para la
mejor explotación de las tierras que administraba el templo-, con el lugal o rey -la más
alta autoridad civil-, con el ensi -especie de príncipe equivalente a la categoría de
gobernador- y con un ejército cada vez mejor establecido.
Las principales actividades económicas eran la agricultura y la ganadería, acompañadas
de la artesanía. El hecho de carecer de algunas materias primas básicas y la posibilidad
de comunicación que ofrecían los ríos, promovió el intercambio de productos a cambio
de excedentes agrícolas. Lagash importaba sobre todo madera y piedra, ya que por
estar asentada sobre una llanura fluvial carecía de estos materiales. Los metales
procedían de Asia Menor y el oro de Egipto, que recibía a cambio lana y cereales.
En cuanto a la administración, la jerarquía en base a reyes se instauró como
consecuencia de la rivalidad entre ciudades, con una clase dominante representada por
sacerdotes y nobles terratenientes. Sin embargo, el constante desarrollo del comercio
hizo que la burguesía fuera adquiriendo una importancia
cada vez mayor y provocó entre ésta y las clases privilegiadas conflictos sociales que
llevaron a una reforma igualitaria, durante el reinado de Urukagina. Se estableció una
primera codificación y al triunfo del individualismo jurídico correspondió el advenimiento
de un sistema económico liberal.
El desarrollo de la literatura varía según las diferentes etapas. Durante el dinástico
arcaico, en Lagash la escritura se centra sobre todo en cuestiones económicas y
administrativas. Y es durante el reinado de Gudea de Lagash cuando se componen obras
de alta calidad literaria tales como el himno a la construcción de Eninnu, templo del dios
Ningirsu. Lo mismo sucede en cuanto a las artes, impulsadas por Gudea mediante
construcciones arquitectónicas en honor a dioses y esculturas que constituyen los
mejores ejemplares de la estatuaria mesopotámica de todos los tiempos.

Hombre con las manos entrelazadas (Musée du Louvre, París). Escultura en


diorita procedente de Lagash, que representa a un personaje, que parece
estar en actitud de orar.
La caída de Ur

La III Dinastía de Ur fue la última de las dinastías sumerias. Shulgi, hijo, como ya hemos
mencionado, de Ur-Nammu, fundador de la dinastía, seguramente fue asesinado por
tres de sus hijos, que fueron los que, uno a uno, le sucedieron en el poder: Amar-Sin -
que reinó nueve años-, Shu-Sin -que reinó también nueve- e Ibbi-Sin. Este último
gobernó veinticuatro, y fue durante su reinado cuando se produjo la caída del imperio.
Ya durante el mandato de Shu-Sin el peligro amenazaba Sumer, por lo que se edificó el
llamado Muro de Amurra, para mantener apartado al pueblo semita de los amorreos que
merodeaban por la zona. Luego su hermano Ibbi-Sin se dedicó al menos tres años a
reparar las fortificaciones de Ur y Nippur, a lo que sobrevinieron luchas y problemas.
Uno fue que los amorreos franquearon el mencionado muro y se lanzaron sobre Sumer,
asumiendo el control de las provincias norteñas del imperio.
Ante la crítica situación, Ibbi-Sin recurrió al comandante de sus tropas septentrionales,
un amorreo de Mari, llamado Ishbi-Erra, con cuya ayuda pudo prolongar su reinado pero
a costa de un elevado precio. Ishbi-Erra obtuvo a cambio el control total de la provincia
de Isin y de la cercana capital religiosa de Nippur, la única que dispensaba la legitimidad
monárquica. Poco después reclamaría también para sí la lealtad de las restantes
provincias sumero-acadias.
Como es natural, semejante situación fue aprovechada por otras ciudades para obtener
su propia independencia. En un comienzo, la medida fue no enviar los tributos debidos
ni la mano de obra requerida para enfrentar las necesidades económicas y militares del
imperio. Luego, los gobernantes sustituyeron en sus inscripciones y nombres personales
el nombre del deificado Ibbi-Sin por el de sus divinidades locales. Al no obtener
respuesta a estas acciones, se proclamaron reyes de sus respectivas ciudades y
fecharon los años con sus propios nombres y no con el de Ibbi-Sin.
Estas usurpaciones se produjeron primero en las ciudades alejadas, tales como Assur,
Eshnunna, Der y Susa. Pero en poco tiempo sucedió también en las ciudades más
próximas como Lagash, Nippur y Umma. Las deserciones se llevaron a cabo en cadena,
y no sólo debilitaron el poder central sino que provocaron serios golpes al conjunto de la
economía de Sumer. La interrupción de los tributos produjo una inflación de un sesenta
por ciento, aproximadamente, lo que tuvo como consecuencia directa una formidable
carestía de productos básicos.
De la difícil época que vivió el reinado de Ibbi-Sin han sobrevivido tres cartas, que
aportan datos sobre las características de este período. Una de estas cartas es la
respuesta a la petición de grano por parte del rey a Ishbi-Erra, respuesta negativa que
da como excusa la no disponibilidad de barcos capaces de transportar el grano requerido
a Ur. La segunda de las cartas fue enviada a Ibbi-Sin por el gobernador de Kazallu,
Puzur-Numushda -llamado en ocasiones Puzur-Shulgi-, y por ella se conoce la secesión
de Ishbi-Erra, declarado independiente en Isin desde donde se había apoderado de otras
ciudades. La tercera es la respuesta del rey de Ur a Puzur-Numushda. En ella, un Ibbi-
Sin creyente lamenta que Enlil le haya concedido la realeza a Ishbi-Erra ya que no es de
naturaleza sumeria. Expresa su deseo de que, voluntad de los dioses mediante, los
martu y los elamitas capturen al traidor Ishbi-Erra.
Lo cierto es que Ishbi-Erra, ensi independiente, se había titulado dios de su país y rey
del territorio, y había comprado la retirada de los martu o amorreos -según algunos no
les pagó sino que logró expulsarlos-. De esta manera, el imperio de Ur quedó dividido en
dos monarquías: por un lado la monarquía de Ur con Ibbi-Sin al frente de las escasas
tierras de la capital y sus cercanías, y por el otro la de Isin, con el sublevado Ishbi-Erra
a la cabeza. Este último detentaba el mando efectivo sobre la mayoría de las ciudades
sumero-acadias.
Tal era la situación cuando en el año veintiuno del reinado de Ibbi-Sin los elamitas,
aliados con los silbárteos, los sua y otras gentes de los Zagros, atravesaron el Tigris al
mando de Kindattu, rey de Si-mashki, y se lanzaron sin miramientos contra Ur. Por
entonces, Ibbi-Sin seguía contando con algunos ensi que eran afectos a su causa, y
gracias a su ayuda logró contener y rechazar la invasión. No obstante, hubo una nueva
embestida al cabo de tres años y en esta ocasión las consecuencias fueron fatales para
Ur.
Los elamitas no sólo se apoderaron de Ur. Además la saquearon salvajemente, la
destruyeron y al fin la incendiaron, para luego abandonarla dejando una pequeña
guarnición junto a sus ruinas. El rey Ibbi-Sin fue trasladado como prisionero y murió en
Ansham.

Cabeza de una princesa de alabastro (Museo de la Universidad de


Pensilvania, Filadelfia) Procedente de Ur y fechada hacia 2100 a.C, ha
sido identificada con una princesa neosumeria y también con la
divinidad Ningal. A pesar de la terrible mutilación, no ha perdido su
encanto ni la extraña expresión de su mirada.

Arte elamita

La historia conocida de los elamitas se remonta muchos años antes de su entrada


triunfal en Ur, cuando pusieron punto y final a una de las civilizaciones más espléndidas
de la Mesopotamia de la antigüedad y dieron inicio, de ese modo, a un pueblo que, no
sin intermitencias, se convirtió en uno de las culturas más relevantes de su época en la
región. Por lo tanto, y yéndonos a los albores de la cultura elamita, sabemos que hacia
el año 2500 a.C. Eannatum de Lagash, como ya se ha mencionado anteriormente, nieto
de Ur-Niná, logró hacerse con el control de los territorios dominados por los elamitas,
una zona bastante extensa que correspondería al actual suroeste de Irán, región que
hoy se denomina Khuzistán. Por aquel entonces, teniendo en cuenta los datos que se
poseen en la actualidad, no parecía ser el pueblo elamita una cultura excesivamente
militarizada, por lo que se hace perfectamente comprensible que una civilización como la
que gobernaba Eannatum, soberano ambicioso, no tuviera mayores problemas en
asimilar dichos territorios.
Por otro lado, el dominio ejercido por Eannatum fue mucho más tiránico que el que
ejercería más tarde Sargón de Akkad, así que deberá entenderse que aquella época fue
especialmente complicada para las manifestaciones artísticas propias de los elamitas,
que se debieron ver claramente influidas por las concepciones estilísticas de los
sumerios. En cambio, como se ha apuntado, Sargón de Akkad también incorporó al
pueblo elamita a su imperio aunque, a diferencia de Eannatum, mantuvo las
instituciones locales, lo que permitió, probablemente, que se fuera gestando, quizá de
una manera algo tímida, una cultura elamita mucho más libre y, por tanto, propia, que
la que debió de haber durante el período de Eannatum. Así, no fue hasta el declive del
imperio levantado por Sargón que el pueblo elamita recupera la independencia. De todos
modos, aún conocerían otro período de dominación antes de entrar triunfantes en Ur,
pues los sumerios controlaron los territorios elamitas durante la época de la III Dinastía
(2064-1955 a.C).
Los inicios de Elam como un pueblo poderoso que gozaba de un estado sólido se
encuentran en la conquista de Ur. Durante más de doscientos años a partir de la caída
de una las ciudades más importantes de la antigüedad, los elamitas participarían de una
forma claramente protagonista en el curso de la historia de Mesopotamia, legando,
asimismo, un arte de sumo interés y no siempre excesivamente ponderado en su justa
medida. Por otro lado, de este período de más de dos centurias han llegado algunas de
las obras de arte más importantes de los elamitas. Posteriormente, Elam quedó
subyugada por el imperio babilónico levantado por Hammurabi, y los elamitas habrían
de esperar hasta bien entrado el siglo XIII a.C. para disponer de un estado autónomo y
fuerte. Se confirma, por tanto, que se cumple la idea que ya se había señalado al
empezar a tratar del arte elamita, pues, como se decía, este pueblo conoció
intermitentes épocas de independencia y esplendor que se alternanaban con otras
durante las cuales quedaban sometidas, en mayor o menor medida, por otros imperios
que necesariamente debían de dejar impronta en su cultura y, por lo tanto, en su
concepción del arte.
Por tanto, a partir de la citada fecha, el Elam entra en un segundo período de gran
poder, y, a diferencia de la política seguida siglos atrás, los soberanos elamitas se
muestran claramente decididos a ampliar los límites de su territorio. Quizá llegó al poder
una élite especialmente ambiciosa que se dio cuenta de que no podían seguir viviendo a
merced de las ansias conquistadoras de pueblos vecinos. En todo caso, los elamitas
decidieron convertirse en un pueblo dominante en lugar de presa fácil para las
ambiciones de otros imperios. Nuevamente desde Babilonia llegaría el mayor enemigo
de los deseos expansionistas de los soberanos de Elam. Nabuco-donosor I acaba con la
autonomía elamita conquistando la ciudad de Susa, una de las ciudades más
importantes de Elam, y somete al pueblo hasta que en el siglo VIII a.C. el rey elamita
Humbanigas vence a Sargón II. Aunque poco duraría este espejismo de independencia,
pues enseguida, otro gobernante con ansias de poder, Senaquerib, derrota a los
elamitas y pone a fin a su cultura.
Efectivamente, han pasado, desde aquel lejano año 2500 a.C, en el que los elamitas se
encontraban sometidos al control del importante soberano sumerio Eannatum de
Lagash, prácticamente 1.700 años en los que los elamitas han gozado de períodos de
independencia y han padecido épocas de sometimiento a otras culturas. Así, llegados al
siglo VIII a.C, el pueblo elamita confirma su definitivo declive pues sus territorios
quedarán sometidos una parte al dominio babilónico y la otra al persa, diluyéndose
definitivamente su cultura en ambos pueblos.

Sit-Shamshi (Musée du Louvre, París). Tabla de bronce que parece resumir sabiamente el ritual del antiguo
Elam. Los zigurats recuerdan el arte mesopotámico, el bosque sagrado alude a la devoción semita por el
árbol verde, la tinaja trae a la mente el "mar de bronce". Los dos hombres en cuclillas hacen su ablución
para celebrar la salida del Sol. Una inscripción, que lleva el nombre del rey Silhak-in-Shushinak, permite
fijar su datación en el siglo XII a.C.
Recorrida esta breve introducción histórica sobre el pueblo elamita, hay que tratar de
Susa, vieja ciudad de la alta llanura del Elam, situada en un contrafuerte montañoso que
cierra el golfo Pérsico por el Este. Susa produjo sus hermosas piezas cerámicas mucho
antes de que se desarrollase el arte elamita, uno de los ciclos artísticos más antiguos del
Irán. Se trata de las construcciones y obras de arte creadas bajo el dominio de una
dinastía de soberanos locales, contemporáneos del dominio kasita sobre Babilonia, entre
los años 1600 y 1000 a.C.
Las obras arquitectónicas fundamentales del arte elamita debieron de estar en Susa, su
capital. Seguramente se debió de tratar de una ciudad importante que acogería
numerosas edificaciones que hoy serían de gran ayuda para comprender la evolución
artística de este pueblo. Pero siglos más tarde, como se verá, fue en Susa donde los
reyes persas aqueménidas establecieron su residencia de invierno. Su capital de
Persépolis, en las montañas, era demasiado fría y a menudo estaba cubierta de nieve,
así que durante los duros meses de invierno necesitaban fijar su residencia en otro
enclave que gozara de un clima más benigno. Por eso, se trasladaban temporalmente
cada año a Susa, antigua capital de los elamitas, y al construir sus palacios en Susa
arrasaron las construcciones anteriores e hicieron desaparecer todo lo que podía haber
de elamita en aquel lugar. Lo que se ha descubierto, pues, en Susa, salvo raras
excepciones, es persa aqueménida. Afortunadamente, aunque pocas, estas excepciones
son muy sugestivas.
El resto arquitectónico más importante es un fragmento de muro de ladrillos moldeados
con relieves que conserva el Musée du Louvre y que representa a una divinidad, cuya
mitad inferior es el cuerpo de un toro, frente a una palmera estilizada. El dios-toro
parece estar realizando la fecundación artificial de las flores de la palmera con la espiga
masculina. Esta obra es de gran valor no solamente porque se trata del vestigio
arquitectónico que se encuentra en mejor estado de la cultura elamita sino porque en
ella se puede observar la representación más antigua de esta ceremonia de fecundación,
que debemos suponer que sería protagonista en otros muchos relieves de la ciudad de
Elam que borraron los persas al establecerse en ella durante los meses de invierno. Así,
esta escena de la fecundación artificial protagonizada por un dios-toro depués será muy
frecuente en los relieves asirios. La técnica de los ladrillos moldeados procede de la que
inventaron los kasitas y será heredada por los arquitectos neobabilónicos y por los
persas aqueménidas.
Éste es, por tanto, el resto arquitectónico que mejor se ha conservado del arte elamita y
que, por lo tanto, el que más información puede proporcionar sobre ese período
artístico. Lógicamente, se debería esperar encontrar los vestigios arquitectónicos más
importantes en la que fuera la capital del Elam, Susa, pero debido a la acción de los
persas, las excavaciones realizadas hasta la fecha no han descubierto ruinas
arquitectónicas de mayor importancia.
Por tanto, las obras de arquitectura del Elam hay que buscarlas no muy lejos de Susa,
en Choga Zambil, donde el rey Untash-Huban erigió un gigantesco zigurat de cinco
pisos, cuyas ruinas se elevan todavía hoy como una enorme montaña sobre el desierto
llano y desolado. Pese a que en verano la temperatura de Choga Zambil alcanza los 60
grados, lo que dificulta enormemente el desarrollo de una agricultura, es posible que
antiguamente hubiera en este lugar huertas para el sustento de los sacerdotes del
templo y del rey, su corte y su servidumbre, que se albergaban en un gran palacio junto
al zigurat.
La realización de un proyecto holandés y estadounidense para plantaciones de caña de
azúcar en las proximidades demuestra que el suelo es fértil cuando se utiliza un buen
sistema de regadío. En Mesopotamia, desde muy antiguo, se había conseguido
desarrollar sistemas de riego de gran oficia, y debemos suponer que la elección del
enclave de Choga Zambil pudo realizarse atendiendo quizás únicamente a motivos
estratégicos sabedores los elamitas de su capacidad para aprovechar la tierra. De este
modo, el zigurat encontrado en Choga Zambil está rodeado por una muralla exterior de
1.200 por 800 metros y por otra interior de 400 por 400 metros, en la que hay siete
puertas. Ello proporciona una idea de lo necesario que se hacía proteger a la corte de
posibles ataques, pues se trata, como se ha visto, de un recinto fuertemente fortificado.

Carro (Museo Británico, Londres). Fechada hacia el año 1000 a.C, esta escultura en bronce procedente del
oeste de Irán, representa un carro tirado por dos caballos.

Junto a las puertas había parejas de animales, pero no se ha podido encontrar hasta
ahora en Choga Zambil ninguna decoración mural con ladrillos moldeados. Lo más
misterioso de este zigurat es que no era totalmente macizo: había multitud de cámaras
en las que se amontonaban clavos y placas de barro cocido y se tapiaban después. Si
bien en Susa no han podido encontrarse edificios de época elamita, se han hallado
esculturas que han permitido conocer algunos aspectos de aquella antigua civilización.
Entre ellas destaca la gran estatua de bronce de la reina Napir-Asu, esposa de Untash-
Huban.
Pese a faltarle la cabeza, esta figura impresionante, que pesa cerca de 1.800 kilos,
admira por su extraña modernidad y por la elegancia de su regio aspecto. Su vestido es
una falda acampanada, que termina con flecos, y se cubre, además, con una túnica
ceñida que moldea su torso juvenil. Al contemplarla, no puede evitarse la impresión de
una gran dama que se desliza con su vestido de gala sobre la alfombra de un salón.
Tranquila y solemne, sus bellas manos cruzadas con dignidad y nobleza atraen más la
atención a causa de la mutilación de la cabeza: uno solo de sus dedos se adorna con un
anillo.
Entre los diversos bronces elamitas de esta segunda mitad del II milenio a.C, tiene un
singular atractivo la tabla de bronce del Louvre conocida con el nombre de Sit-Shamshi.
Sobre una superficie de 60 por 40 centímetros se ha representado con todo cuidado una
especie de maqueta de una ceremonia religiosa que dos hombres en cuclillas y desnudos
celebran a la salida del Sol. Aquella explanada en la que además de las figuras de los
oficiantes destacan una tinaja, dos columnas y diversos elementos rituales conserva aún
para la actualidad la emoción del rito de una religión desconocida.
Más tardía, de hacia el año 1000 a.C, es una extraordinaria cabeza masculina de
terracota, hallada en Susa. La policromía en negro cubre sus poderosas cejas, y la barba
y el bigote recortados le dan el aspecto de persona importante. Los labios cerrados,
cuyas comisuras se inclinan hacia abajo, parecen conferirle una expresión de triste
desencanto.
Hacia 1935, el mercado internacional de antigüedades empezó a verse bruscamente
invadido por gran cantidad de extraños objetos de bronce que no se parecían a ninguna
de las series antiguas conocidas. Los vendían traficantes armenios que no sabían, o no
querían declarar, el lugar exacto de su origen. Se empezó por creer que eran objetos de
las tribus de escitas de que hablaban los autores clásicos. Lo único que daba fuerza a
esta atribución era el hecho de que, en su mayoría, eran frenos de caballo y el saber
que los escitas fueron -según cuentan Heródoto y Éstrabón- infatigables jinetes de las
estepas de las orillas del mar Caspio. La atribución fue muy discutida porque aquellos
bronces no se parecían nada a lo que se conocía de los escitas. Además, pronto
empezaron a aparecer también hachas ceremoniales, calderos, coronamientos de
estandartes y agujas para los peinados femeninos, todo ello de bronce, y cada vez más
alejado del arte conocido de los escitas.
Entonces se empezó a decir que tales bronces procedían del Luristán, región iraniana
montañosa, situada hacia el sur del país, que hasta hace pocos años no era aconsejable
para los viajeros que iban sin armas. Actualmente atraviesa el Luristán una de las
carreteras de más bellas perspectivas paisajísticas de todo el Oriente, que va desde
Susa hasta Kermanshah. Sin embargo, los arqueólogos no esperaron las comodidades
turísticas; en 1938, F. Schmidt excavó un santuario en Surkh Dum, en pleno Luristán, y
obtuvo un importante lote de objetos idénticos a los que vendían los traficantes
clandestinos. Esta es aún la única excavación científica realizada, lo que hace que las
fechas propuestas para los bronces del Luristán varíen entre el 1500 y el 800 a.C.
Lo más característico de estos bronces son los frenos de caballo y los estandartes. Los
primeros van adornados generalmente con dos figuras de ibex o cabras monteses,
aparejadas con un barrote transversal, y con sendas anillas que servían para sujetar las
riendas. Puede decirse que el ibex es el animal patronímico del Irán, como lo era el león
para Asiría, el dragón para Babilonia y el toro para Sumer. En cuanto a los estandartes o
remates de mástil, aparte de su valor artístico, son interesantes porque presuponen una
organización social avanzada. Algunos parecen un acertijo en el que es difícil descifrar
las figuras que los componen. Generalmente hay un personaje central que agarra con
sus manos las cabezas de dos monstruos que unas veces tienen fauces de león y otras
pico de ave de presa. Todos estos bronces del Luristán fueron fundidos con la técnica
que hoy llamamos "a la cera perdida".

Zigurat de Choga Zambil, cerca de Ahvaz.


Inscripciones cuneiformes incisas en un ladrillo
de adobe, en las que se puede leer el nombre
del rey elamita Untasha Gal, fechadas hacia
1300 a.C.
La epopeya de Gilgamesh

La Epopeya de Gilgamesh es una de las obras literarias más importantes de la


antigüedad, y sus ecos resuenan en la literatura posterior, desde la Biblia hasta Hornero.
Gilgamesh fue el cuarto rey de Uruk hacia el año 2750 a.C. y es el protagonista de esta
epopeya, en la que se cuentan sus aventuras y la búsqueda de la inmortalidad junto a
su amigo Enkidu.
La historia de Gilgamesh está escrita en doce tablillas halladas entre las ruinas de la
biblioteca de Assurbanipal, en Nínive. Se sabe que esta versión fue escrita por
Shin-eqi-unninni, lo que le convierte en el autor conocido más antiguo de la humanidad.
De las doce tablillas sobre Gilgamesh, once conforman el poema, probablemente escrito
hacia la primera mitad del II milenio a.C, y la última representa una narración de origen
independiente, sobre el mismo rey, más reciente que las anteriores, escrita hacia el final
del I milenio a.C.
Gilgamesh es un rey que oprime a los ciudadanos de Uruk, por lo que éstos claman
ayuda a los dioses, quienes crean a Enkidu para que luche contra Gilgamesh y le
derrote. Pero el combate resulta muy igualado, y ambos luchadores se hacen amigos y
deciden hacer un largo viaje en busca de gloria
y aventuras, en el que aparecerán toda clase de
animales fantásticos y peligrosos. La narración
concluye, tras innumerables vicisitudes, con un
final feliz, pues Gilgamesh, que ha visto morir a
Endiku y ha conocido toda clase de frustraciones
y miedos, se dedica a trabajar, a su regreso, por
el bien de su pueblo.

Fragmento de terracota (Museo Israelí, Jerusalén). Texto


que narra las hazañas del héroe, procedente de Megiddo
(Israel).
La estela de Naram-Sin

Con la estela de Naram-Sin, hallada en Susa, el relieve acadio alcanza su máximo


esplendor. En ella se narra, únicamente por una sola cara, la victoriosa campaña del rey
acadio contra los lulubi, pueblo montañés del Zagros.
El rey está en lo alto de una montaña, con un pie sobre un enemigo caído y se yergue
potente ante otros dos jefes: uno de rodillas está ya atravesado por una lanza; el otro
todavía de pie, tal vez Satuni, el rey de los lulubi, junta las manos suplicando clemencia.
Corona la composición los dos astros solares: la estrella del alba, la Venus babilónica,
Ishtar, y Sin, el astro lunar. Debajo del soberano, aparecen los soldados subiendo al
monte por una escarpada ladera.
La temática es evidente: el triunfo del rey ante sus enemigos. La estela presenta sólo el
momento más significativo de la batalla, la escena culminante. Destaca la importancia
otorgada a la figura del rey, que se ha representado convencionalmente mucho mayor
que los soldados. La categoría divina de la figura real está expresada mediante el casco
con cuernos, símbolo de poderío y potencia. El plano de lo divino y de lo humano están
perfectamente delimitados.
Los dioses protegen la acción del rey y son, en última instancia, sus valedores
supremos, no intervienen como humanos en la lucha, no participan real ni
alegóricamente en ella, tan sólo se limitan a observaría con su presencia simbólica en lo
alto del cono-montaña donde finaliza el triunfo real.
La propia estructura de la estela induce a una visión ascensional del episodio, en lugar
de una división en registros: un paisaje montañoso conforma una orientación oblicua de
la escena, que culmina en la potente figura de Naram-Sin. El rey-dios alza su pierna
izquierda para aplastar a sus enemigos, algunos de los cuales caen muertos, en tanto
que otros, a la derecha, suplican la benevolencia del vencedor. Es una magnífica
composición en diagonal que se adapta muy bien a la forma puntiaguda de la estela.
Es extraordinaria la capacidad del artista de llenar completamente el campo con una sola
escena. Ha logrado, a través de unos pocos personajes, dar la sensación de un
numeroso ejército. Hay, pues, una intención de representar un principio de perspectiva.
Igualmente magnífica es la captación del paisaje, sugerido por las líneas onduladas del
suelo y por algunos árboles, que denotan el dominio de la naturaleza por parte del
escultor.
Los guerreros del rey, que repiten en su actitud la del
príncipe, presentan un sentido realista en sus posturas
al intentar subir por la dificultosa pendiente. Los
personajes están individualizados a través de gestos,
sobre todo los enemigos, diferenciados por los cabellos
peinados en larga cola. Asimismo, la actitud del rey,
que lleva la mano izquierda con las armas ante el
pecho y en la mano derecha una flecha, es muy
enérgica y llena de vitalidad.
La estela, de dos metros de alto, sigue la misma norma
que las obras egipcias, pues en la reproducción
de una cabeza rara vez se la representa de frente,
siempre de perfil. La estela de Naram-Sin, símbolo de
la exaltación del rey y de sus hazañas bélicas, realizada
en piedra arenisca rosada en la segunda mitad del III
milenio a.C, hoy se encuentra en el Musée du Louvre
de París.

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