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El viejo país que los griegos llamaron Mesopotamia ("País entre ríos"), situado entre el
Tigris y el Eufrates, fue sede de una potente civilización, una cultura que por los años
que se prolongó y por las espléndidas manifestaciones artísticas que produjo sólo puede
ser comparada con la del Egipto antiguo. Como en Egipto, Mesopotamia se trata de una
zona en extremo fértil, abundantemente regada en su parte inferior por los cursos
fluviales, donde se produjo muy pronto la sedentarización de los pueblos nómadas, que
se convirtieron en agricultores y con ello se encontraron en condiciones de iniciar el
desarrollo de una civilización.
En la actualidad, y a pesar de las numerosas excavaciones y estudios llevados a cabo en
ambas zonas, no es posible todavía determinar si la aparición de la agricultura sucedió
primero en el delta del Nilo o en el Tigris y el Eufrates. De todos modos, y a la espera de
dilucidar definitivamente qué zona fue la pionera en este sentido, cabe destacar un
hecho de gran importancia en lo que a la historia del arte se refiere. Así, mientras el arte
egipcio disfrutó de una homogeneidad étnica y de una autonomía geográfica que le
permitieron un desarrollo aislado y progresivo, como se podrá comprobar en el volumen
dedicado exclusivamente a este fascinante período artístico, el arte de Mesopotamia, en
cambio, es el producto de una gran diversidad étnica (sumerios, semitas, indoeuropeos)
y de grandes vicisitudes históricas que complicaron extraordinariamente su desarrollo y
produjeron una considerable variedad de formas y estilos. Por lo tanto, no cabe realizar
un recorrido puramente cronológico del arte surgido en Mesopotamia, si no que es
necesario atender a las evoluciones de los diferentes pueblos que, a la vez que se
influían de forma más o menos importante entre sí, daban lugar a sus propias biografías
artísticas.
Mesopotamia llamaba la atención porque los libros más antiguos de la Biblia sitúan allí el
origen de la historia. Por ello, es lógico que se hayan buscado en las ruinas que alberga
la zona los primeros pasos de la historia de la humanidad. En ellos se refieren las
primeras ciudades que construyeron los hombres: Erek, Akkad, Babil o Babilonia, Ur,
patria de Abraham. Nombres de ciudades y personajes que transportan a miles de años
atrás. Ese texto habla de reyes poderosos que dominaban la llanura mesopotámica, de
sabios sacerdotes, de jardines colgantes y de torres que escalaban el cielo.
Los profetas de aquellos antiguos libros de la Biblia habían condenado la perversidad de
Nínive y de Babilonia, dos de las ciudades más importantes que surgieron en la antigua
Mesopotamia; los libros sagrados contaban el poder y la crueldad de los monarcas que
habían oprimido el pueblo hebreo. Todo ello parecía evocar una realidad histórica, pero,
obviamente, era preciso poner en tela de juicio muchas de las afirmaciones que se
realizaban en esos libros hasta contar con pruebas fehacientes que las apoyaran y
complementaran. Pero ¿qué se había hecho de Nínive y de Babilonia? Una civilización de
tal importancia no podía haberse desvanecido sin dejar huellas.
Aunque realmente lo parecía. En la monótona llanura mesopotámica, y para mayor
desesperación de los estudiosos del arte y la historia, no había nada que llamase la
atención, nada que recordase, como las pirámides, estatuas y obeliscos de Egipto, la
gloria pasada. Algunos viajeros, funcionarios consulares y aventureros habían recogido
ciertos ladrillos con extrañas inscripciones. Pero ¿qué podían representar un montón de
ladrillos al lado de las colosales y espléndidas pirámides de Egipto? ¿Acaso era posible
derivar el estudio de una civilización a partir de simples ladrillos?
Obviamente la respuesta es negativa. Era preciso encontrar restos más sólidos e
importantes para que aquellas lejanas civilizaciones mesopotámicas, de las que tan
sugestivamente hacía referencia la Biblia, fueran más que un espejismo en el desierto.
Estos ladrillos a los que se hacía mención se encontraban en algunas colinas arcillosas
que dominaban la llanura. Los naturales del país ignoraban la naturaleza y origen de
esas colinas que ellos llamaban tell. No obstante, estas colinas ocultaban las ciudades
legendarias.
En 1843, el cónsul francés en Mosul, Paul-Emile Botta, excavó los tells de Qujundjiq y
Jorsabad. Bajo el primero descubrió Nínive y bajo el segundo, el palacio del rey asirio
Sargón.
Pocos años después, el inglés Layard descubrió otras dos ciudades asirías: Assury
Kalakh (Nimrud; 1846-1847).
En 1847, el Musée du Louvre inauguró su primera colección de antigüedades asirías y en
1848 le siguió el British Museum. Mientras tanto, Grotefend desde Alemania y Rawlinson
en Bagdad empezaban a descifrar las inscripciones escritas en caracteres cuneiformes.
En los años que siguieron se precipitaron los hallazgos: los ingleses descubren Uruk (el
Erek de la Biblia) y Ur, la patria de Abraham, y el cónsul francés Sarzec encuentra
Lagash. Pero estas antiquísimas ciudades sumerias de la Baja Mesopotamia parecían
más pobres, y los enviados de museos se dirigieron otra vez a las ciudades asirías del
Norte, más ricas en hallazgos. En 1899, el alemán Koldewey descubre Babilonia y lleva a
cabo su excavación sin descanso hasta 1917, removiendo gigantescas montañas de
barro y cascotes. Sus discípulos empiezan en 1912 una minuciosa exploración de Uruk
en la que aplican ya la técnica de excavación "con microscopio", examinando hasta el
más pequeño detalle cuya posición es escrupulosamente fijada en un plano. Por tanto,
en poco más de 50 años se habían descubierto prácticamente las ruinas de toda una
civilización, pero aún habría hallazgos de gran importancia.
Por ejemplo, en 1927-1929, el inglés Woolley descubre las tumbas reales de Ur, cuyos
tesoros casi eclipsaron el esplendor del entonces reciente descubrimiento de la tumba de
Tutankamón. Pero hasta la década de 1930 no se encuentran las capas más antiguas de
Lagash; hasta 1933, André Parrot no descubre Mari; hasta 1943, los arqueólogos
iraquíes no descubren el yacimiento de Hassuna, que hace retroceder los orígenes de la
civilización mesopotámica hasta el IV milenio a.C, y hasta 1948 no se descubre el
templo de Eridu, el edificio religioso más antiguo del mundo.
En definitiva, las líneas de desarrollo de la civilización mesopotámica hoy ya son
conocidas, incluso en detalle. Si las grandes obras de Egipto, Grecia y Roma han
permanecido visibles desde siempre, se ha comprobado que las manifestaciones
artísticas de la cultura mesopotámica han permanecido miles de años ocultas bajo
metros y metros de tierra. Puestos a especular, quién sabe si los períodos artísticos más
importantes de la cultura europea, como el Renacimiento, por ejemplo, claramente
influidos por las glorias del pasado, hubieran sido quizá diferentes de haber conocido los
grandes artistas las creaciones mesopotámicas.
Los futuros descubrimientos enriquecerán el conocimiento sobre este fabuloso pasado,
aunque no parece probable que modifiquen las conclusiones a las que se ha llegado en
estas últimas décadas.
La civilización mesopotámica ha estado marcada desde sus orígenes por los recursos
disponibles y por las carencias del país. Y ello, como se tendrá ocasión de comprobar a
lo largo del presente volumen, repercutirá de una manera importante en las obras que
surjan en la zona. En la gran llanura no hay piedra ni madera, abundantes en otras
regiones del mundo, en las que las grandes obras de arte están realizadas con estos
materiales, que resisten mucho mejor el paso del tiempo que la arcilla transportada por
los ríos, el principal elemento del que dispusieron los artistas mesopotámicos. Con este
material se construyeron ladrillos secados al sol y -en mucha menor proporción- cocidos
en hornos. "Y utilizaron ladrillo en lugar de piedra", transmite el Génesis. Esto explica
que los milenios transcurridos desde entonces hayan transformado las ciudades en esos
montículos informes: los tells.
Hasta hace cincuenta años no se conocía casi nada de la época más primitiva, la que los
arqueólogos llaman” protohistórica ", que, a falta de vestigios que estudiar, no era más
que un inmenso vacío de cientos y cientos de años en los libros de historia. Este período,
en Mesopotamia, se extiende desde los confines mismos de la prehistoria hasta
aproximadamente el año 3000 a.C, cuando la invención de la escritura hace posible
disponer de los primeros documentos escritos y se inicia ya la verdadera Historia. Por
tanto, no se trata de un pequeño episodio en el devenir de la humanidad, sino de un
amplio período de tiempo del que debían haber importantes restos aguardando en
alguna parte a que alguien diera con ellos.
La época protohistórica duró unos dos mil años y de ella no se habían conservado más
que unos vasos y platos de cerámica pintada. Sobre un fondo amarillento, esos vasos de
hermosas y sencillas formas tienen dibujos trazados a pincel en tonos bistre (castaños y
tierras) y negro que algunas veces permiten reconocer formas naturales estilizadas
(hojas de palmeras, aves, cuadrúpedos), pero que, sobre todo, están cubiertos de
formas geométricas. Son los vasos que los arqueólogos llaman del "estilo de Susa",
característico por su delicado perfil que a veces recuerda un cubilete y por su decoración
abstracta o de inspiración naturalista muy estilizada, maravillosamente equilibrada y
armónica. Su perfección es tal que se ha dicho que, durante el IV milenio a.C, Susa se
convirtió en la Sévres de la Antigüedad. La observación de fotografías que representan
aquella cerámica demuestra que no hay ninguna exageración en esta frase.
A falta de vestigios más importantes, estos vasos y platos de cerámica eran,
evidentemente, todo un tesoro arquitectónico, pues en ellos residían dos mil años del
curso de la humanidad. Pero en los últimos cincuenta años las excavaciones han
proporcionado una abundante documentación arqueológica de ese larguísimo período de
los dos milenios anteriores a la invención de la escritura. En el British Museum, uno de
los museos, con el Musée du Louvre, en el que se guardan más tesoros de este período,
se encuentra el llamado "cilindro de la Tentación", del III milenio a.C., del que se tendrá
ocasión de referir más adelante.
Los hallazgos que ilustran sobre la época protohistórica tienen sus piezas más antiguas
en el yacimiento de Hassuna, del V milenio a.C. Los restos allí encontrados permiten
afirmar que en esa zona los nómadas se transformaron en sedentarios, dedicados a la
agricultura y a la ganadería, y construyeron las primeras casas con un plano tan
armónico, con una distribución tan funcional, que aún hoy causan asombro pese a su
sencillez. Es posible afirmar que, llegados a esas fechas, la arquitectura había nacido. De
un modo sencillo, pero también de un modo algo más que meramente práctico. También
se encontraron en Hassuna diversos instrumentos que eran algo más que útiles para la
vida diaria: la fantasía humana les había añadido una ornamentación abstracta, cuyo
desarrollo conducirá a los maravillosos dibujos de la cerámica del"estilo de Susa", ya
citada, que pertenece al IV milenio. Las etapas intermediarias entre la cerámica de
Hassuna y el "estilo de Susa"se hallaron en las excavaciones practicadas por los
alemanes en Samarra y en Tell Halaf.
Todos estos testimonios de los orígenes de la civilización mesopotámica proceden de la
parte norte del país, pero en el sur, en el delta de los ríos, junto al golfo Pérsico, los
arqueólogos iraquíes exploraron en 1946-1949 las capas más profundas de la antigua
ciudad sumeria de Eridu. Allí se descubrieron nada menos que dieciocho templos
superpuestos, uno sobre otro, todos en el mismo lugar.
La escultura mesopotámica más antigua ofrece la imagen de las divinidades de esta
época protohistórica. Se trata de pequeñas figuras de arcilla; pequeñas por su tamaño
pero impresionantes por su expresión. Las primeras fueron halladas en las capas más
profundas de Ur, en las excavaciones realizadas por el British Museum y la universidad
de Pensilvania, bajo la dirección de sir Leonard Woolley, más allá del nivel que se creía
virgen, anterior a la primera ocupación humana.
Allí, en el invierno de 1929, se descubrieron las primeras figuritas de arcilla que
representan mujeres con cabeza de pájaro o de serpiente. Son esbeltas mujeres
desnudas, de pie, que apoyan las manos en su estrecha cintura. Tienen senos pequeños
y altos, y el triángulo del pubis fuertemente marcado.
Su carácter híbrido de mujer y animal, resulta inquietante. ¿Son divinidades, demonios o
potencias benéficas? Quién sabe. Lo positivo es que estas figuras de Ur sugieren unos
seres primitivos llenos de malicia y de ingenuidad al mismo tiempo.
Estas representaciones extrañas del IV milenio, que responden a sueños y terrores
primitivos, ilustran bien esta fase de la civilización en la que mientras en las vasijas se
pintan sólo formas abstractas, en escultura se aceptan formas figurativas, aunque con
una condición esencial: lo representado no pertenece al mundo real, visible.
Otra representación análoga, pero algo más tardía (principios del III milenio a.C), es el
monstruo de piedra cristalina que posee el Museo de Brooklyn. Aquí un cuerpo humano,
en el que se ha tenido un cuidado especial en despojarle de toda indicación de sexo,
exhibe una cabeza de leona.
Pero esta última pieza, que pertenece ya al final del período protohistórico, es obra del
pueblo sumerio. Nadie sabe de dónde procedía esta nueva población ni a qué grupo
étnico pertenecía. Lo seguro es que no eran semitas como las tribus que ocuparon el
norte del país alrededor de las mismas fechas en que ellos poblaron la zona del delta.
Además, la lengua que hablaban los sumerios, que se conoce perfectamente gracias a
sus inscripciones hoy descifradas, no se parece a ninguna otra conocida hasta hoy.
Para los arqueólogos, el final del período protohistórico está representado por los restos
más antiguos de Kish y por los de la I Dinastía de Uruk. Es la época a la que pertenecen
el monstruo del Museo de Brooklyn y diversas piezas que enriquecen el Museo de
Bagdad, como la célebre cabeza femenina hallada en Warka (nombre árabe actual del
antiguo asentamiento de Uruk). Ese lugar que la Biblia llama Erek conserva restos de
una serie de templos que demuestran hasta qué punto la arquitectura tuvo un desarrollo
fantástico en manos de los súmenos.
Algunos de estos templos tienen las columnas tapizadas de mosaicos que forman dibujos
geométricos (zigzags, triángulos, rombos) en negro, blanco o rojo. Uno de ellos, llamado
por los arqueólogos el Templo Blanco, se levanta sobre una colina artificial de más de
doce metros de altura, en la antigua Caldea, y, como se verá más adelante, es el
prototipo más antiguo de las arquitecturas verticales que caracterizarán durante tres mil
años las construcciones sagradas mesopotámicas: los zigurats, gigantescas torres de
varios pisos, cuyo eco se encuentra en la Torre de Babel de que habla la Biblia.
El más extraordinario invento de los súmenos fue la escritura. Tal invención debió
realizarse alrededor del año 3000 a.C. Los textos más antiguos de Uruk emplean cerca
de 900 signos, la mayoría de los cuales son ideogramas que representan palabras. Pero
con bastante rapidez se fue reduciendo el número hasta llegar a la abstracción que
representa inventar signos que sólo representan sonidos. A partir de este momento la
humanidad se encuentra ya en tiempos históricos.
El primer período de la historia mesopotámica es llamado early dinastic (dinastías
antiguas) por los ingleses. Otros prefieren denominarlo "presargónico", puesto que,
como se verá, la unificación del país bajo Sargón I (un rey semita) representó algo muy
importante para la historia y el arte.
Con uno u otro nombre, este primer período está centrado en torno a las producciones
artísticas de la I dinastía de Ur y de la primera de Lagash. En el norte del país, muy lejos
del delta, desempeñó un papel fundamental la ciudad de Mari. El período presargónico
duró más de tres siglos, aproximadamente del 2800 al 2470 a.C. Es contemporáneo, por
tanto, de las primeras dinastías del Antiguo Imperio egipcio.
Ejemplo del impetuoso desarrollo arquitectónico de esta época son los templos de Al-
Ubaid y de Mari. Al-Ubaid (que los franceses transcriben del árabe como El Obeid) es
una localidad situada a siete kilómetros de Ur. Hall, del British Museum, dirigió la
excavación del templo y tuvo la fortuna de hallar la inscripción que describe la fundación
del mismo. Gracias a ella sabemos que fue dedicado por un rey de la I Dinastía de Ur a
la diosa Nin-Kursag, la diosa madre de los sumerios. Estaba situado en lo alto de una
plataforma y rodeado por un recinto ovalado. Las paredes de ladrillo cocido al horno
tienen unas pilastras salientes que quedarán como características de toda la arquitectura
sumeria.
Son como gigantescas estrías que marcan sombras rectilíneas, paralelas y verticales, en
las que reside gran parte del secreto de la belleza de las construcciones sumerias: las
amplias superficies de las paredes se convierten así en una composición alternada de
zonas brillantes y líneas oscuras de sombra que resbalan a lo largo del muro. En Mari
hay varios templos de esta época, el mejor conservado de los cuales es el de Ninni-
Zazá. Las construcciones que lo componen flanquean un patio cuadrado, cuyos muros
también tienen las típicas pilastras que hacían jugar los contrastes del negro y el blanco.
En el centro del patio se encontró la piedra sagrada en torno a la cual debían
desarrollarse las procesiones. Algunas tabletas sumerias con relieves, como la que se
publica aquí, procedente de Lagash, tienen un agujero en el centro por el que se debía
verter el agua sagrada o la sangre de los sacrificios. En los relieves que las adornan, el
sacerdote oficiante aparece siempre desnudo. Es una idea que se encuentra en muchos
lugares y épocas distintas; la de que hay que acercarse al dios, desnudo como se ha
nacido. Todavía en el siglo V a.C, Prisciliano y sus seguidores se retiraban a lugares
secretos para orar desnudos.
En Mari se han hallado los que son -sin duda- algunos de los más antiguos retratos
conservados. La estatua del intendente de la ciudad Ebih-Il, la del rey Iku-Shamgan, la
del funcionario Nani. Todos ellos, como docenas de otras estatuitas anónimas, que eran
llevadas como exvotos a los templos, presentan personajes orantes, con la mirada
perdida en lejana contemplación y una expresión de paz sonriente, de bondadosa
afabilidad en el rostro, que indica que el terror y las angustias han sido desechados.
Estos personajes van ataviados con un curioso vestido de forma acampanada, llamado
kaunakes, confeccionado con piel de cordero, cuyos vellones de lana han
sido esculpidos cuidadosamente. Todos, hombres y mujeres, tienen las manos juntas, en
una posición que debe ser la del ritual de la oración.
La vida de los príncipes de la I Dinastía de Ur está maravillosamente contada en el
llamado Estandarte de Ur, que conserva el British Museum. Se trata de una pieza en
forma de facistol, ornamentada por sus cuatro caras con un mosaico de piezas de marfil
que destacan sobre el fondo azul oscuro de piezas de lapislázuli. Los dos paneles más
largos son los más característicos. En ellos se ven ilustrados dos aspectos de la
existencia, las dos caras de la vida: la guerra y la paz. En ambas caras, la narración
gráfica empieza por abajo.
En la primera vemos al rey con su escudero subidos al carro y representados en cuatro
posiciones, desde el paso al galope; se trata del "primer dibujo animado" en el que el
carro de guerra, mirado de derecha a izquierda, cada vez va más deprisa. En el registro
intermedio, los vencedores, con casco y manto, conducen a los prisioneros. La escena
acaba en el registro alto donde los vencidos, atados de dos en dos, son presentados al
rey que ya ha descendido de su carro; el escudero tiene las riendas de los cuatro
caballos. En la otra cara, la de la paz, los criados transportan a palacio todo lo necesario
para la fiesta; en el registro más alto, el rey viste el kaunakes y bebe, copa en mano, en
compañía de sus invitados, mientras una cantante y un arpista los distraen con su
música. Es curioso que todas estas escenas hayan de leerse de abajo arriba. Esto hace
pensar que la pieza debía mirarse desde abajo y justifica el nombre que le dio Woolley,
su descubridor: Estandarte real de Ur.
Las excavaciones de Lagash han proporcionado diversos relieves, vasos y objetos que
nos informan sobre nuevos detalles de la vida en los tiempos pre-sargónicos. En un
relieve del Louvre, gracias a sus inscripciones, ha podido identificarse a Ur-Niná, rey de
la I Dinastía de Lagash. A la izquierda, aparece Ur-Niná con una esportilla de albañil en
la cabeza y, enfrente de él, sus cinco hijos; en primer lugar está situada la princesa
Lidda, vestida con kaunakes. Es evidente que se trata de la escena de colocación del
primer ladrillo de un templo. Es interesante que el rey quiera aparecer como un simple
albañil. A la derecha, se repite la figura de Ur-Niná, esta vez sentado en su trono y
bebiendo en una copa. Frente a él le acompañan sus cuatro hijos varones.
Estandarte de Ur, cara de la paz (Museo Británico, Londres). En esta cara, el registro inferior muestra a los
criados transportando a palacio los diversos manjares para el festín que ha de celebrar la victoria. En el
registro superior, el rey no lleva ya su atavío de guerra, sino el kaunakes y, copa en mano, escucha con sus
invitados el concierto que le ofrece la cantante acompañada por el arpista.
Las excavaciones de Lagash proporcionaron, roto en pedazos, otro relieve hoy famoso
con el nombre de estela de los buitres. Se trata de la narración histórica de las victorias
del nieto de Ur-Niná, Eanna-tum. En la inscripción, el propio rey explica que el dios
Ningirsu se le apareció en sueños y le prometió la victoria. De las diversas escenas que
componen la estela, la mejor conservada es la que representa la marcha hacia el campo
de batalla: el propio Eannatum, revestido de una túnica espesa, conduce a sus soldados;
éstos aparecen como una potente masa de combatientes con casco, grandes escudos y
lanzas en ristre, que pisotean los cadáveres desnudos de los enemigos ya vencidos. En
otros fragmentos de la estela figuran otras escenas de la batalla y el propio dios Ningirsu
con un águila, cuyas garras cogen la red que envuelve a los vencidos. Se trata de una
literal ilustración de la frase: "A los hombres de Urna, yo, Eannatum, he tirado la red
grande".
La misma águila con cabeza de león, que sostiene el dios de la estela de los buitres,
reaparece tres veces en una jarra de plata descubierta también en Lagash. Es evidente
que se trata del emblema de la ciudad, pero es un águila extraña porque en esta jarra,
consagrada por el rey Entemena, aparece con un ombligo fuertemente dibujado. ¿Se
trata de una enérgica alusión al origen de la vida? En todo caso, el estremecimiento
comunicado por el buril a este monstruo que agarra ciervos, cabras y leones, contrasta
con la finura perfecta y fría del perfil de la jarra. En lo alto, justo antes del cuello de este
vaso, figura un friso con siete terneras -siete es un número sagrado-, cuya pacífica
calma corona los conflictos de los animales sagrados.
La perfección de este vaso de Entemena introduce en el mundo fabuloso de las obras
artísticas de metal que realizaron los sumerios. No hay civilización que haya realizado
tales maravillas en oro y lapislázuli, a mediados del III milenio a.C, como las que se
hallaron en las "tumbas reales" de Ur.
La magnitud de los hallazgos realizados hasta la fecha en materia de arquitectura
funeraria permite referirse a un auténtico Cementerio de Ur, con más de 1.800
inhumaciones. Así, durante el invierno de 1927 a 1928, los arqueólogos de la misión
conjunta del British Museum y de la universidad de Pensilvania descubrieron en Ur dos
tumbas con un tesoro fantástico. No tenían una monumentalidad impresionante: eran
simplemente espacios subterráneos a los que conducía una rampa para la ceremonia del
funeral. Una vez terminado, todo había sido cubierto de tierra. Lo que hallaron los
arqueólogos fue algo horrible: en la rampa y en la antecámara había sesenta y ocho
esqueletos de hombres y mujeres en posición que indicaba que habían sido asesinados
allí mismo, sin hacer resistencia ni recibir mutilaciones. Los guardias y servidores de los
príncipes parecían haber sido previamente drogados para acompañar a sus amos a
través de la muerte.
Lo horrible se mezcla aquí a lo maravilloso, porque el ajuar funerario es de una riqueza
material incalculable (enormes cantidades de objetos de oro, perlas, lapislázuli, marfil y
madreperla) y de un mérito artístico extraordinario. En la primera de las tumbas,
perteneciente a la reina Shubad, se encontró junto a su cabeza la concha con un
colorante verde que usaba para maquillarse los ojos; llevaba puestos dos pares de
grandes pendientes y varios collares pendían sobre su pecho. Todo de oro y piedras.
Pero lo más sensacional era el tocado de hojas y flores de oro que adornaba su cabeza,
hoy conservado en el Museo de la Universidad de Pensilvania, en Filadelfia.
Las otras mujeres sacrificadas en el funeral también iban fantásticamente enjoyadas.
Los soldados llevaban puesto el casco y tenían sus armas. Una muchacha, que debía ser
la arpista de la reina, tenía el instrumento apoyado sobre el pecho, como si de haber
sido previamente drogados para acompañar a sus amos a través de la muerte.
Lo horrible se mezcla aquí a lo maravilloso, porque el ajuar funerario es de una riqueza
material incalculable (enormes cantidades de objetos de oro, perlas, lapislázuli, marfil y
madreperla) y de un mérito artístico extraordinario. En la primera de las tumbas,
perteneciente a la reina Shubad, se encontró junto a su cabeza la concha con un
colorante verde que usaba para maquillarse los ojos; llevaba puestos dos pares de
grandes pendientes y varios collares pendían sobre su pecho. Todo de oro y piedras.
Pero lo más sensacional era el tocado de hojas y flores de oro que adornaba su cabeza,
hoy conservado en el Museo de la Universidad de Pensilvania, en Filadelfia.
Las otras mujeres sacrificadas en el funeral también iban fantásticamente enjoyadas.
Los soldados llevaban puesto el casco y tenían sus armas. Una muchacha, que debía ser
la arpista de la reina, tenía el instrumento apoyado sobre el pecho, como si debiera
tocar eternamente. Todas las víctimas de aquella matanza ritual habían sido arregladas
con decente compostura. Había además vasos de oro y plata, arpas, cofres y tableros
para un juego semejante al ajedrez, todo de oro, cristal de roca y nácar.
Entre los tesoros de la reina Shubad y los de otras tumbas (de particular riqueza es la
tumba de Mes-kalamdug, descubierta dos años más tarde) llaman la atención las arpas
que llevan como mascarones de proa cabezas de toro, de oro y lapislázuli. La madera
había desaparecido, pero los mosaicos riquísimos que cubrían las cajas de resonancia y
los brazos que sostenían las cuerdas, se habían conservado en su lugar, y permitieron
una restauración completa de tales instrumentos. En un ángulo de la antesala de la
tumba de la reina Shubad se encontraron dos estatuas de macho cabrío, de oro y
lapislázuli, que apoyaban sus patas anteriores en unos estilizados arbustos en flor.
Del ajuar hallado en las tumbas reales de Ur también destacaríamos algunas piezas que
por su belleza aún hoy nos siguen deleitando. Un Carnero apoyado en el árbol de la
vida, hecho con materiales preciosos, como el oro o el lapislázuli, una Testuz de toro,
parte delantera de una lira. También hay vasos de oro, agujas para la manicura, tocados
para el pelo llenos de abalorios de oro y piedras preciosas, etc. Se llevaban a la tumba
aquello que más les había satisfecho en vida, ya fueran objetos de la vida cotidiana o
personas muy allegadas a ellos. En tumbas posteriores ya no se han encontrado estas
ofrendas humanas, si no que una estatuillas representando a los servidores han hecho la
función de acompañamiento en el entierro real.
El nacimiento de la arquitectura
Como ya hemos indicado, los arquitectos mesopotámicos tenían pocos materiales para
poder realizar sus edificaciones y debían abastecerse con lo que más tenían a mano, que
en este caso era el barro. Realizaban ladrillos de arcilla cruda, amasados y secados al sol
para levantar sus edificios. Estos ladrillos reciben el nombre de adobe. En algunas
ocasiones los llegaban a cocer, pero sólo en el caso de servir como revestimiento o para
las partes ornamentales de las edificaciones. Esta técnica influirá en toda Asia
Occidental, pero como podemos deducir, era una técnica muy poco estable y en
numerosas ocasiones los reyes debían ocuparse, durante su reinado, de reconstruir y
restaurar los edificios más importantes de la ciudad.
Analizaremos las distintas tipologías arquitectónicas que podríamos encontrar en una
ciudad importante de la época. Empezaremos por la más común, la vivienda. Como
pasaba con el resto de edificaciones, resultaba muy inestable y en ocasiones era la
misma familia la que reconstruía su propia casa, sobre los escombros de la anterior.
Solían ser de forma cúbica, con una planta cuadrada. En la parte superior de la casa se
encontraban las habitaciones de los diferentes miembros de la familia y en la zona
inferior se centraban las estancias comunes, como la cocina, el vestíbulo, la despensa,
etc.
Otro de los edificios que podíamos encontrar en las ciudades más importantes es el
palacio, centro neurálgico de la administración de la ciudad. En él vivía el soberano
rodeado de su séquito, criados, lacayos, etc., con varias zonas muy bien delimitadas. La
más privada, donde el monarca desarrollaba su vida más íntima. La zona de trabajo,
donde los funcionarios desarrollaban y hacían posible funcionar la gran maquinaria
burocrática. Y la zona sagrada, donde se celebraban algunas ceremonias religiosas.
Dado su gran polivalencia, el palacio era una gran sucesión de pasillos y estancias que
se desarrollaban de forma horizontal y no vertical. Los funcionarios, escribas, artesanos,
etc., no sólo trabajaban allí, sino que además vivían en este edificio, por lo que es
posible hacerse una idea de las dimensiones que en ocasiones llegaban a adquirir.
Como muchos de los edificios públicos de las ciudades mesopotámicas, los palacios se
construían sobre un terraplén para evitar las humedades propias de un país situado
entre dos ríos. Aunque los sumerios conocían el arco y la bóveda, los techos
normalmente eran planos y se recubrían con betún para aislarlos con mayor eficacia de
las inclemencias del tiempo. Normalmente, en las entradas de los edificios se colocaban
esculturas con representaciones de genios o toros alados y barbudos, con cabeza
humana y con una función doble de protección y vigilancia. Y no existían edificios
dedicados al deporte o a los espectáculos porque toda la vida cotidiana estaba
condicionada por la religión.
El arte acadio
Período neosumerio
En cuanto al zigurat de Ur, iniciado por Ur-Nam-mu, se construyó como una torre de
tres pisos. El primero, completamente macizo, tenía sesenta y cinco metros de largo por
cuarenta y tres de ancho y una altura de veintidós metros. Sus paredes son ligeramente
inclinadas y formadas por un revestimiento de ladrillos cocidos, de tres metros de
espesor, que mantiene la masa interior de ladrillos secados al sol. Se subía a la
plataforma del primer piso por tres escalinatas monumentales: dos adheridas a la
fachada y una tercera de frente que conducía al mismo rellano que las otras dos. Las
tres tienen cien escalones. Encima de este pedestal gigantesco se alzaban las otras dos
plataformas superpuestas, en la cima de las cuales estaba el templo de recibimiento
para el dios. Otro templo en la base, acondicionado como morada de la divinidad,
convierte el conjunto -con sus escalinatas para el despliegue de los cortejos-en una
monumental escalera para ascender o descender del cielo, análoga a la del sueño de
Jacob por la que veía ir y venir a los ángeles."Y he aquí que el dios estaba en lo alto",
precisa el capítulo 28 del Génesis. Jacob, después de la visita a la tierra de donde salió
su padre, debía recordar las ceremonias religiosas y los cortejos que circulaban por las
gigantescas escalinatas del zigurat de Ur.
Todavía hoy resulta increíble imaginarse que estas arquitecturas gigantescas fueron
realizadas con ladrillos, ninguno de los cuales alcanza los cuarenta centímetros.
Debieron ser necesarios millones de piezas hechas a mano y vencer dificultades
enormes para acoplar el conjunto.
No se sabe con certeza cuál era la función de estos monumentos emblemáticos de la
Mesopotamia antigua. Se ha especulado mucho acerca de su funcionalidad existiendo en
la actualidad varias teorías. Algunos especialistas piensan que básicamente era
proporcionar un lugar para hacer ofrendas a la deidad; para otros representa el trono
terrenal del dios e incluso no falta quienes lo ven como un lugar monumental para el
ofrecimiento de sacrificios.
El zigurat, no existía más de uno por ciudad, se convirtió en el monumento central del
culto mesopotámico a lo largo de toda su historia. Se mantuvo en vigor en todos los
períodos de la historia mesopotámica: sumerio, acadio, casita, babilónico y asirio.
Fueron edificios dignos de un elevado respecto y profunda admiración.
Comparadas con los zigurats, las otras obras arquitectónicas de los neosumerios, pese a
su colo-salismo, parecen secundarias. Así los palacios y las tumbas, entre las que
destacan las de los reyes Dun-gi y Bur-Sin, en Ur, pero ambas violadas y despojadas de
sus tesoros antes de que las explorasen los arqueólogos.
Las estatuas neosumerias son el mayor argumento sobre la sencillez y nobleza de
aquellos príncipes y de sus consortes. Pero el principal atractivo para quien los
contempla es su belleza. Nos presentan una interpretación estética completamente
original del rostro humano. En este sentido es impresionante la cabeza de una princesa,
encontrada en Ur en 1927, que conserva el Museo de la Universidad de Pensilvania.
Lleva una diadema lisa, circular, como un anillo de oro para retener los cabellos, y, pese
a que le falta la parte inferior del rostro, sus ojos incrustados en lapislázuli nos miran
con una expresión milenaria de asombro. El alabastro en que fue esculpida está viviendo
una vida tan fuerte como la del mismo Gudea.
Fachada nordeste del zigurat de Ur, en Iraq. Las raíces tipológicas del zigurat se hallan en los templos
construidos sobre plataformas o montañas artificiales, algunas veces con dos terrazas superpuestas, que
aparecieron en Mesopotamia en el V milenio. Concebido, ya a finales de III milenio, como templo, el zigurat
quedó plenamente integrado en la vida de la ciudad. El zigurat de Ur es, junto con el de Uruk, el mejor
conservado de toda la baja Mesopotamia. Fue construido en honor del dios Sin, entre los años 2111 y 2046
a.C, con ladrillo crudo recubierto de un paramento de ladrillo cocido. Al piso inferior se accede por tres
escaleras que convergen en un portal, que, a su vez, da a un rellano intermedio entre el primer y el
segundo piso.
El apogeo de Lagash
La escultura neosumeria la conocemos, sobre todo, por los hallazgos de Lagash, ciudad
cuyos soberanos jamás se atribuyeron el título de rey, sino el de patesi o gobernador.
Del primero, Ur-Bau, el Musée du Louvre posee una estatua sin cabeza; pero el más
importante fue el séptimo, según las listas antiguas, llamado Gudea. Este patesi, que
gobernó Lagash durante poco más de quince años, construyó templos y palacios y nos
ha dejado una prodigiosa serie de retratos suyos que constituyen quizás el conjunto
escultórico más impresionante debido a la voluntad de un solo individuo. Se conocen hoy
más de treinta de estas estatuas esculpidas en duras y brillantes rocas volcánicas:
diorita azul o dolerita negra.
En todas ellas, el patesi Gudea aparece vestido como un monje, con una túnica que deja
descubiertos el hombro y el brazo derechos, y siempre con las manos juntas en actitud
de oración. Muchas de ellas están decapitadas, pero también se ha conservado alguna
cabeza suelta como la extraordinaria del Museo del Louvre, llamada cabeza con
turbante. La finura de los detalles, como los dedos, los labios y las cejas, y algunos
músculos sutilmente acentuados en el cuerpo, contrasta con la severa sencillez de la
túnica. Todas las estatuas de la serie producen una impresión no sólo de serena
majestad, sino también de intenso fervor religioso. En la época de Gudea, la ciudad de
Lagash disfrutó de los beneficios de la paz y de una extraordinaria prosperidad. Este
príncipe de ojos fijos, pómulos salientes, boca finamente dibujada y barbilla
voluntariosa, tenía como ideal de gobierno el orden y la justicia, que proclama
repetidamente en sus inscripciones.
La casualidad ha querido que llegase hasta nosotros uno de los objetos más sagrados
del ajuar de Gudea: el vaso de libaciones que utilizaba en las ceremonias religiosas. Se
trata de un cubilete de piedra, cuyos relieves nos informan de que, pese a la
humanización de los dioses introducida en el intermedio acadio, los antiguos monstruos
divinos no habían desaparecido totalmente. En el vaso de libaciones de Gudea figuran
dos dragones de pie que sujetan una lanza con las patas delanteras. Son monstruos
terroríficos con cabeza de serpiente, cuerpo de felino, alas y garras de águila y cola de
escorpión. Ambos dan guardia a un bastón en el que se enroscan dos serpientes cuyas
cabezas ascienden hasta el borde del vaso como si quisieran abrevarse en el líquido
ritual. Este símbolo sagrado es ya idéntico al caduceo del griego Esculapio, utilizado por
los médicos antiguos, y que todavía hoy sigue siendo emblema de los farmacéuticos.
Las excavaciones de la antigua Lagash han proporcionado varias estatuas que no son
retratos de reyes: hombres jóvenes, con el rostro y el cráneo totalmente afeitados, y
diversas representaciones de mujeres, como la llamada La mujer del aríbalo, del Musée
du Louvre. La más importante de todas las representaciones femeninas es una figura
también del Louvre, con las manos unidas, en la misma posición que las de Gudea,
vestida con túnica y manto engalanados con cintas de bordados y cuyos cabellos rizados
cubre una toca sujeta con una cinta.
El aire majestuoso de esta imagen y cierto sentido místico que se desprende de ella,
acentuado por la posición de orante que adoptan sus manos, ha hecho que muchos
arqueólogos la identificasen como la esposa del propio Gudea.
Lagash, localizada en la actualidad en Tell El-Hiba, en Iraq, fue una de las ciudades
antiguas de Sumeria. Estaba situada al noroeste de la unión del Eufrates con el Tigris y
al este de Uruk, y pese a no ser la más importante de las ciudades-estado
mesopotámicas, la gran cantidad de escritos y restos arqueológicos encontrados en el
siglo XIX ha aportado muchos datos acerca de su historia.
Gracias a las inscripciones que nos han llegado, nos podemos hacer una idea muy
aproximada de la gran actividad económica que emprendió Gudea y de las relaciones
comerciales que llevó a cabo para la obtención de las diferentes materias primas y
productos necesarios para sus amplias empresas constructoras. Así, algunas de las
zonas de las que llegaron a Lagash piedras, metales y maderas fueron: la India, Arabia,
el golfo de Omán, Asiria, Eufrates medio y alto y quizá Capadocia.
Realizó también una serie de reformas administrativas -pesos y medidas, reajuste del
calendario- y legislativas -protección de las gentes desfavorecidas- que redundaron en
beneficio de sus 216.000 subditos. Se dice que fue el prototipo de príncipe piadoso,
justo, sabio y perfecto.
Cabeza de Gudea (Musée
du Louvre, París).
Llamada también cabeza
con turbante, esta
escultura en diorita, que
representa al legendario
gobernador de Lagash,
está datada
hacia el año 2120 a.C.
La III Dinastía de Ur fue la última de las dinastías sumerias. Shulgi, hijo, como ya hemos
mencionado, de Ur-Nammu, fundador de la dinastía, seguramente fue asesinado por
tres de sus hijos, que fueron los que, uno a uno, le sucedieron en el poder: Amar-Sin -
que reinó nueve años-, Shu-Sin -que reinó también nueve- e Ibbi-Sin. Este último
gobernó veinticuatro, y fue durante su reinado cuando se produjo la caída del imperio.
Ya durante el mandato de Shu-Sin el peligro amenazaba Sumer, por lo que se edificó el
llamado Muro de Amurra, para mantener apartado al pueblo semita de los amorreos que
merodeaban por la zona. Luego su hermano Ibbi-Sin se dedicó al menos tres años a
reparar las fortificaciones de Ur y Nippur, a lo que sobrevinieron luchas y problemas.
Uno fue que los amorreos franquearon el mencionado muro y se lanzaron sobre Sumer,
asumiendo el control de las provincias norteñas del imperio.
Ante la crítica situación, Ibbi-Sin recurrió al comandante de sus tropas septentrionales,
un amorreo de Mari, llamado Ishbi-Erra, con cuya ayuda pudo prolongar su reinado pero
a costa de un elevado precio. Ishbi-Erra obtuvo a cambio el control total de la provincia
de Isin y de la cercana capital religiosa de Nippur, la única que dispensaba la legitimidad
monárquica. Poco después reclamaría también para sí la lealtad de las restantes
provincias sumero-acadias.
Como es natural, semejante situación fue aprovechada por otras ciudades para obtener
su propia independencia. En un comienzo, la medida fue no enviar los tributos debidos
ni la mano de obra requerida para enfrentar las necesidades económicas y militares del
imperio. Luego, los gobernantes sustituyeron en sus inscripciones y nombres personales
el nombre del deificado Ibbi-Sin por el de sus divinidades locales. Al no obtener
respuesta a estas acciones, se proclamaron reyes de sus respectivas ciudades y
fecharon los años con sus propios nombres y no con el de Ibbi-Sin.
Estas usurpaciones se produjeron primero en las ciudades alejadas, tales como Assur,
Eshnunna, Der y Susa. Pero en poco tiempo sucedió también en las ciudades más
próximas como Lagash, Nippur y Umma. Las deserciones se llevaron a cabo en cadena,
y no sólo debilitaron el poder central sino que provocaron serios golpes al conjunto de la
economía de Sumer. La interrupción de los tributos produjo una inflación de un sesenta
por ciento, aproximadamente, lo que tuvo como consecuencia directa una formidable
carestía de productos básicos.
De la difícil época que vivió el reinado de Ibbi-Sin han sobrevivido tres cartas, que
aportan datos sobre las características de este período. Una de estas cartas es la
respuesta a la petición de grano por parte del rey a Ishbi-Erra, respuesta negativa que
da como excusa la no disponibilidad de barcos capaces de transportar el grano requerido
a Ur. La segunda de las cartas fue enviada a Ibbi-Sin por el gobernador de Kazallu,
Puzur-Numushda -llamado en ocasiones Puzur-Shulgi-, y por ella se conoce la secesión
de Ishbi-Erra, declarado independiente en Isin desde donde se había apoderado de otras
ciudades. La tercera es la respuesta del rey de Ur a Puzur-Numushda. En ella, un Ibbi-
Sin creyente lamenta que Enlil le haya concedido la realeza a Ishbi-Erra ya que no es de
naturaleza sumeria. Expresa su deseo de que, voluntad de los dioses mediante, los
martu y los elamitas capturen al traidor Ishbi-Erra.
Lo cierto es que Ishbi-Erra, ensi independiente, se había titulado dios de su país y rey
del territorio, y había comprado la retirada de los martu o amorreos -según algunos no
les pagó sino que logró expulsarlos-. De esta manera, el imperio de Ur quedó dividido en
dos monarquías: por un lado la monarquía de Ur con Ibbi-Sin al frente de las escasas
tierras de la capital y sus cercanías, y por el otro la de Isin, con el sublevado Ishbi-Erra
a la cabeza. Este último detentaba el mando efectivo sobre la mayoría de las ciudades
sumero-acadias.
Tal era la situación cuando en el año veintiuno del reinado de Ibbi-Sin los elamitas,
aliados con los silbárteos, los sua y otras gentes de los Zagros, atravesaron el Tigris al
mando de Kindattu, rey de Si-mashki, y se lanzaron sin miramientos contra Ur. Por
entonces, Ibbi-Sin seguía contando con algunos ensi que eran afectos a su causa, y
gracias a su ayuda logró contener y rechazar la invasión. No obstante, hubo una nueva
embestida al cabo de tres años y en esta ocasión las consecuencias fueron fatales para
Ur.
Los elamitas no sólo se apoderaron de Ur. Además la saquearon salvajemente, la
destruyeron y al fin la incendiaron, para luego abandonarla dejando una pequeña
guarnición junto a sus ruinas. El rey Ibbi-Sin fue trasladado como prisionero y murió en
Ansham.
Arte elamita
Sit-Shamshi (Musée du Louvre, París). Tabla de bronce que parece resumir sabiamente el ritual del antiguo
Elam. Los zigurats recuerdan el arte mesopotámico, el bosque sagrado alude a la devoción semita por el
árbol verde, la tinaja trae a la mente el "mar de bronce". Los dos hombres en cuclillas hacen su ablución
para celebrar la salida del Sol. Una inscripción, que lleva el nombre del rey Silhak-in-Shushinak, permite
fijar su datación en el siglo XII a.C.
Recorrida esta breve introducción histórica sobre el pueblo elamita, hay que tratar de
Susa, vieja ciudad de la alta llanura del Elam, situada en un contrafuerte montañoso que
cierra el golfo Pérsico por el Este. Susa produjo sus hermosas piezas cerámicas mucho
antes de que se desarrollase el arte elamita, uno de los ciclos artísticos más antiguos del
Irán. Se trata de las construcciones y obras de arte creadas bajo el dominio de una
dinastía de soberanos locales, contemporáneos del dominio kasita sobre Babilonia, entre
los años 1600 y 1000 a.C.
Las obras arquitectónicas fundamentales del arte elamita debieron de estar en Susa, su
capital. Seguramente se debió de tratar de una ciudad importante que acogería
numerosas edificaciones que hoy serían de gran ayuda para comprender la evolución
artística de este pueblo. Pero siglos más tarde, como se verá, fue en Susa donde los
reyes persas aqueménidas establecieron su residencia de invierno. Su capital de
Persépolis, en las montañas, era demasiado fría y a menudo estaba cubierta de nieve,
así que durante los duros meses de invierno necesitaban fijar su residencia en otro
enclave que gozara de un clima más benigno. Por eso, se trasladaban temporalmente
cada año a Susa, antigua capital de los elamitas, y al construir sus palacios en Susa
arrasaron las construcciones anteriores e hicieron desaparecer todo lo que podía haber
de elamita en aquel lugar. Lo que se ha descubierto, pues, en Susa, salvo raras
excepciones, es persa aqueménida. Afortunadamente, aunque pocas, estas excepciones
son muy sugestivas.
El resto arquitectónico más importante es un fragmento de muro de ladrillos moldeados
con relieves que conserva el Musée du Louvre y que representa a una divinidad, cuya
mitad inferior es el cuerpo de un toro, frente a una palmera estilizada. El dios-toro
parece estar realizando la fecundación artificial de las flores de la palmera con la espiga
masculina. Esta obra es de gran valor no solamente porque se trata del vestigio
arquitectónico que se encuentra en mejor estado de la cultura elamita sino porque en
ella se puede observar la representación más antigua de esta ceremonia de fecundación,
que debemos suponer que sería protagonista en otros muchos relieves de la ciudad de
Elam que borraron los persas al establecerse en ella durante los meses de invierno. Así,
esta escena de la fecundación artificial protagonizada por un dios-toro depués será muy
frecuente en los relieves asirios. La técnica de los ladrillos moldeados procede de la que
inventaron los kasitas y será heredada por los arquitectos neobabilónicos y por los
persas aqueménidas.
Éste es, por tanto, el resto arquitectónico que mejor se ha conservado del arte elamita y
que, por lo tanto, el que más información puede proporcionar sobre ese período
artístico. Lógicamente, se debería esperar encontrar los vestigios arquitectónicos más
importantes en la que fuera la capital del Elam, Susa, pero debido a la acción de los
persas, las excavaciones realizadas hasta la fecha no han descubierto ruinas
arquitectónicas de mayor importancia.
Por tanto, las obras de arquitectura del Elam hay que buscarlas no muy lejos de Susa,
en Choga Zambil, donde el rey Untash-Huban erigió un gigantesco zigurat de cinco
pisos, cuyas ruinas se elevan todavía hoy como una enorme montaña sobre el desierto
llano y desolado. Pese a que en verano la temperatura de Choga Zambil alcanza los 60
grados, lo que dificulta enormemente el desarrollo de una agricultura, es posible que
antiguamente hubiera en este lugar huertas para el sustento de los sacerdotes del
templo y del rey, su corte y su servidumbre, que se albergaban en un gran palacio junto
al zigurat.
La realización de un proyecto holandés y estadounidense para plantaciones de caña de
azúcar en las proximidades demuestra que el suelo es fértil cuando se utiliza un buen
sistema de regadío. En Mesopotamia, desde muy antiguo, se había conseguido
desarrollar sistemas de riego de gran oficia, y debemos suponer que la elección del
enclave de Choga Zambil pudo realizarse atendiendo quizás únicamente a motivos
estratégicos sabedores los elamitas de su capacidad para aprovechar la tierra. De este
modo, el zigurat encontrado en Choga Zambil está rodeado por una muralla exterior de
1.200 por 800 metros y por otra interior de 400 por 400 metros, en la que hay siete
puertas. Ello proporciona una idea de lo necesario que se hacía proteger a la corte de
posibles ataques, pues se trata, como se ha visto, de un recinto fuertemente fortificado.
Carro (Museo Británico, Londres). Fechada hacia el año 1000 a.C, esta escultura en bronce procedente del
oeste de Irán, representa un carro tirado por dos caballos.
Junto a las puertas había parejas de animales, pero no se ha podido encontrar hasta
ahora en Choga Zambil ninguna decoración mural con ladrillos moldeados. Lo más
misterioso de este zigurat es que no era totalmente macizo: había multitud de cámaras
en las que se amontonaban clavos y placas de barro cocido y se tapiaban después. Si
bien en Susa no han podido encontrarse edificios de época elamita, se han hallado
esculturas que han permitido conocer algunos aspectos de aquella antigua civilización.
Entre ellas destaca la gran estatua de bronce de la reina Napir-Asu, esposa de Untash-
Huban.
Pese a faltarle la cabeza, esta figura impresionante, que pesa cerca de 1.800 kilos,
admira por su extraña modernidad y por la elegancia de su regio aspecto. Su vestido es
una falda acampanada, que termina con flecos, y se cubre, además, con una túnica
ceñida que moldea su torso juvenil. Al contemplarla, no puede evitarse la impresión de
una gran dama que se desliza con su vestido de gala sobre la alfombra de un salón.
Tranquila y solemne, sus bellas manos cruzadas con dignidad y nobleza atraen más la
atención a causa de la mutilación de la cabeza: uno solo de sus dedos se adorna con un
anillo.
Entre los diversos bronces elamitas de esta segunda mitad del II milenio a.C, tiene un
singular atractivo la tabla de bronce del Louvre conocida con el nombre de Sit-Shamshi.
Sobre una superficie de 60 por 40 centímetros se ha representado con todo cuidado una
especie de maqueta de una ceremonia religiosa que dos hombres en cuclillas y desnudos
celebran a la salida del Sol. Aquella explanada en la que además de las figuras de los
oficiantes destacan una tinaja, dos columnas y diversos elementos rituales conserva aún
para la actualidad la emoción del rito de una religión desconocida.
Más tardía, de hacia el año 1000 a.C, es una extraordinaria cabeza masculina de
terracota, hallada en Susa. La policromía en negro cubre sus poderosas cejas, y la barba
y el bigote recortados le dan el aspecto de persona importante. Los labios cerrados,
cuyas comisuras se inclinan hacia abajo, parecen conferirle una expresión de triste
desencanto.
Hacia 1935, el mercado internacional de antigüedades empezó a verse bruscamente
invadido por gran cantidad de extraños objetos de bronce que no se parecían a ninguna
de las series antiguas conocidas. Los vendían traficantes armenios que no sabían, o no
querían declarar, el lugar exacto de su origen. Se empezó por creer que eran objetos de
las tribus de escitas de que hablaban los autores clásicos. Lo único que daba fuerza a
esta atribución era el hecho de que, en su mayoría, eran frenos de caballo y el saber
que los escitas fueron -según cuentan Heródoto y Éstrabón- infatigables jinetes de las
estepas de las orillas del mar Caspio. La atribución fue muy discutida porque aquellos
bronces no se parecían nada a lo que se conocía de los escitas. Además, pronto
empezaron a aparecer también hachas ceremoniales, calderos, coronamientos de
estandartes y agujas para los peinados femeninos, todo ello de bronce, y cada vez más
alejado del arte conocido de los escitas.
Entonces se empezó a decir que tales bronces procedían del Luristán, región iraniana
montañosa, situada hacia el sur del país, que hasta hace pocos años no era aconsejable
para los viajeros que iban sin armas. Actualmente atraviesa el Luristán una de las
carreteras de más bellas perspectivas paisajísticas de todo el Oriente, que va desde
Susa hasta Kermanshah. Sin embargo, los arqueólogos no esperaron las comodidades
turísticas; en 1938, F. Schmidt excavó un santuario en Surkh Dum, en pleno Luristán, y
obtuvo un importante lote de objetos idénticos a los que vendían los traficantes
clandestinos. Esta es aún la única excavación científica realizada, lo que hace que las
fechas propuestas para los bronces del Luristán varíen entre el 1500 y el 800 a.C.
Lo más característico de estos bronces son los frenos de caballo y los estandartes. Los
primeros van adornados generalmente con dos figuras de ibex o cabras monteses,
aparejadas con un barrote transversal, y con sendas anillas que servían para sujetar las
riendas. Puede decirse que el ibex es el animal patronímico del Irán, como lo era el león
para Asiría, el dragón para Babilonia y el toro para Sumer. En cuanto a los estandartes o
remates de mástil, aparte de su valor artístico, son interesantes porque presuponen una
organización social avanzada. Algunos parecen un acertijo en el que es difícil descifrar
las figuras que los componen. Generalmente hay un personaje central que agarra con
sus manos las cabezas de dos monstruos que unas veces tienen fauces de león y otras
pico de ave de presa. Todos estos bronces del Luristán fueron fundidos con la técnica
que hoy llamamos "a la cera perdida".