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BREVE HISTORIA DE LA LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL

La literatura infantil tiene hoy en día el mismo estatus que la adulta. Bibliotecas y librerías le
dedican una buena parte de su espacio en secciones separadas, es objeto de análisis de la crítica y
de estudio por parte de los círculos académicos, tiene sus propios premios y sus listas de
bestsellers independientes a la literatura adulta. Los niños son una audiencia lectora reconocida
por la industria, que representa una parte sustancial de los ingresos que genera el mundo
editorial. Sin embargo, aunque ya asentado, si observamos la historia de la literatura de forma
general, descubriremos que la literatura dirigida a niños es un fenómeno bastante reciente.

Antes del siglo XVI no había libros para niños. Los niños aprendieron a leer con textos religiosos o
con libros para adultos. Nos sorprende descubrir, por ejemplo, que lo hicieran con libros que
advertían sobre la inminencia de la muerte. No había diferencias entre escribir un libro para niños
o un libro para adultos.

Los primeros libros que podríamos considerar dirigidos a un público infantil fueron, además de los
religiosos, las colecciones de cuentos tradicionales y cuentos de hadas, recogidos de la tradición
oral, aunque también estaba pensado para que lo leyeran las personas de la tercera edad. Una de
esas primeras colecciones fue Lo cunto de li cunti overo lo trattenemiento de peccerille, de
Giambattista Basile, publicado en dos volúmenes en 1634 y 1636 de forma póstuma por su
hermana. Este libro fue escrito siguiendo el modelo del Decamerón de Boccaccio, así que desde
1674 se le conoce popularmente como el Pentamerón. En él Basile recoge cuentos de sus viajes
entre Creta y Venecia, como «Cenicienta» o «Rapunzel». Sesenta años después, Charles Perrault
se inspiraría en algunos de los cuentos de Basile para hacer su propia colección en francés, aunque
en su momento no consiguió en el éxito de su predecesor. Los cuentos de Perrault sobrevivieron
pasando a formar parte de la cultura popular y sirvieron de inspiración para los hermanos Grimm.
Así nos han llegado historias tan célebres como el «Gato con Botas», «Caperucita Roja» o la «Bella
Durmiente».

De todos modos, la primera vez que un escritor se planteó hacer un libro dirigido a niños nunca
tuvo en mente la idea de entretener sino de instruir y educar. Con esa intención se hicieron las
primeras recopilaciones de cuentos tradicionales y el puritano John Cotton escribía en 1656 su
Spiritual Milk for Boston Babes, el primer catecismo para niños publicado en Estados Unidos.
Frente a las 100 preguntas y respuestas para llevar una vida correcta y conforme a Dios que solían
contener los catecismos para adultos, esta versión reducida contaba con 64. El libro fue publicado
tanto en Boston como en Inglaterra y finalmente pasó a formar parte de The New England Primer,
que siguió siendo usado de forma masiva hasta el siglo XIX.

Solo dos años después que el libro de Cotton, en 1658, se publicaba el Orbis Pictus de Juan Amos
Comenius, el filósofo y teólogo considerado como el padre de la educación moderna. Este libro,
cuyo título en latín podría traducirse como El mundo en imágenes, puede considerarse como el
primer libro ilustrado para niños ‒eso sí, recordemos que con intención educativa‒. Orbis Pictus
está dividido en capítulos, cada uno con ilustraciones sobre diferentes temas como la religión, la
botánica o la zoología.

El primer libro que carece de intención didáctica y cuyo objetivo es el puro entretenimiento es A
Little Pretty Pocket-Book, escrito en 1744 por John Newbery. Llama la atención el hecho de que si
lo comparamos con libros más actuales podría pasar bastante desapercibido: se trata de un
pequeño libro de bolsillo, lleno de colorido, que contenía rimas sencillas con ilustraciones
infantiles, cada una de ellas dedicada a una letra del alfabeto. Junto con el libro Newbery puso en
marcha una sorprendente y pionera estrategia de marketing: al comprarlo regalaba un alfiletero
para niñas y una pelota para niños.

Las innovaciones de Newbery fueron tan importantes en el nacimiento del género que, de hecho,
se lo conoce como el padre de la literatura infantil. La Medalla Newbery, otorgada cada año a una
destacada obra de literatura infantil estadounidense, fue nombrada en honor a él.

De ahí ya pasaríamos a principios del siglo XIX, momento en el que Hans Christian Andersen viajó
por toda Europa recopilando cuentos de hadas que incluían «La Sirenita», «Blancanieves», «El
traje nuevo del emperador» o «Pulgarcito» ‒lo mismo que harían los hermanos Grimm‒. Por esa
misma época E.T.A. Hoffmann publicó una colección de cuentos infantiles que contenía el clásico
navideño «El cascanueces y el rey de los ratones». Aunque en las anteriores recopilaciones de
historias se dejaba una puerta abierta para la magia y la fantasía, el relato de Hoffmann llevó el
asombro a un nuevo nivel.

A mediados del siglo XIX, concretamente en 1865, apareció una de las novelas infantiles más
importantes de la historia de la literatura: Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll. La
obra, considerada una obra maestra maestra casi desde su aparición, utilizaba elementos
anteriores ‒como la niña perdida o los animales mágicos‒ pero los presentó de una manera
insólita, llena de imaginación y extravagancia, jugando además con otros componentes como las
matemáticas, la lógica o el lenguaje. Baste decir que el libro de Carroll cambió para siempre las
reglas de la literatura para niños y sirvió de inspiración para infinidad de escritores posteriores.

Tras él vinieron unos cuantos libros más que nos permiten hacer un balance inmejorable de la
literatura infantil y juvenil a finales del siglo XIX y principios del XX: Mujercitas de Louisa May
Alcott en 1868, Las aventuras de Tom Sawyer de Mark Twain en 1876 ‒y Las aventuras de
Huckleberry Finn en 1885‒, Las aventuras de Pinocho de Carlo Collodi entre 1882 y 1883, La isla
del tesoro de Robert Louis Stevenson en 1883, El libro de la selva de Rudyard Kipling en 1984, El
maravilloso mago de Oz de L. Frank Baum en 1900, El cuento de Pedro Conejo de Beatrix Potter en
1902, El viento en los sauces de Kenneth Grahame en 1908, El jardín secreto de Frances Hodgson
Burnett en 1910, Peter Pan y Wendy de J.M. Barrie en 1911, solo por mencionar algunos. Además
de clásicos, muchos de esos libros fueron verdaderos bestsellers en su época, aunque difícilmente
llegarían al grado de fenómeno que supuso el libro de A.A. Milne, Winnie-the-Pooh, publicado en
1926. Los libros de Milne, centrado en uno temas característicos del género como es la fugacidad
de la niñez y el difícil paso a la edad adulta, continúa siendo una fuente de inspiración para el cine,
la música, los cómics o la televisión.

La importancia que tuvo Milne en la literatura solo encontraría parangón en la obra de Dr. Seuss.
En 1937 tuvo un brillante debut con Y pensar que lo vi por la calle Porvenir, pero lo que estaba por
venir, nunca mejor dicho, era algo impensable. Después llegarían sus grandes éxitos, llenos de
imágenes surrealistas e icónicas ilustraciones: ¡Cómo el Grinch robó la Navidad!, El Lorax y El gato
en el sombrero. Su contribución a la literatura infantil fue reconocida en 1984 con uno de los
galardones más importantes del panorama literario, el premio Pulitzer.

También en las décadas de 1920 y 1930, concretamente al final de una y al principio de la


siguiente, un escritor revolucionaba la historia de la literatura, y no solo la infantil y juvenil. Se
trata de J.R.R. Tolkien, cuyo libro El hobbit, precuela de El señor de los anillos, dio origen a muchos
de los tópicos y convenciones del género fantástico. Para la celebérrima secuela Tolkien colaboró,
en una lluvia de ideas, con su buen amigo C.S. Lewis, que en la década de los cincuenta publicaría
otro de los clásicos de la literatura juvenil, el primero de los libros de Las crónicas de Narnia: El
león, la bruja y el armario. En esa década, por cierto, también vería la luz La telaraña de Carlota de
E.B. White ‒nominada al Newbery, aunque no consiguió hacerse con él‒ y, como libro de literatura
juvenil, El guardián entre el centeno de J.D. Salinger.

Las siguientes décadas, las de los sesenta y los setenta, están dominadas sobre todo por Roald
Dahl, autor de Charlie y la fábrica de chocolate, James y el melocotón gigante, Matilda, El gran
gigante bonachón, Las brujas y Relatos de lo inesperado. Junto a Dahl, que puede ser considerado
como uno de los escritores británicos más importante de todos los tiempos, aparecen otros
autores como Susan Cooper o Judy Blume. El término «Young Adult», aplicado a jóvenes de entre
12 y 18 años, fue acuñado en 1975, cuando la Asociación de Bibliotecas de los Estados Unidos dio
lugar a la Asociación de Servicios de Bibliotecas para Jóvenes Adultos. Hasta ese momento, los
adolescentes tenían que recurrir a libros para adultos, con excepciones como El guardián entre el
centeno.

Rebeldes de Susan Eloise Hinton fue publicado en 1967, y a partir de ese momento los editores
comenzaron a descubrir el filón que había en la audiencia adolescente. El libro de Hinton, que de
hecho era adolescente cuando se publicó, simbolizaba lo que los editores buscaban en YA:
conversaciones directas sobre los desafíos a los que se enfrentan los adolescentes y una gran
carga emocional. Por otra parte, Judy Blume destapó para un público adolescente temas hasta
entonces enormemente controvertidos, como el racismo, la menstruación, el sexo entre
adolescentes, el divorcio o la masturbación. Blume no disimuló ni adornó los detalles
desagradables de crecer, y resultó que eso es exactamente lo que los adolescentes estaban
buscando. ¿Estás ahí Dios? Soy yo, Margaret se publicó en 1970, y fue seguida rápidamente por el
anónimo Pregúntale a Alicia, que trataba sobre la adicción a las drogas entre los adolescentes. La
«edad de oro de YA» comenzaba.

La tendencia continuó en la década de 1980, cuando aparecieron series de libros como las de
Sweet Valley High o El club de las canguro. Pero no solamente iba dirigidos a un público femenino,
los lectores masculinos también contaban con autores como Robert Cormier o Walter Dean
Myers. Lo cierto es que a finales de la década el mercado estaba saturado de libros de
«problemas» que generalmente terminaban de una forma excesivamente moralista. La literatura
YA experimentó una pequeña depresión en los años 90, pero aún así vieron la luz algunos clásicos
que los adolescentes siguen leyendo hoy en día. La serie Pesadillas de R.L. Stine volvió a encender
el YA a través del horror, mientras que El dador de Lois Lowry nos daba una muestra de un futuro
distópico o Tamora Pierce y Garth Nix llevaban a los jóvenes lectores al mundo de la fantasía.

Y así llegamos hasta la actualidad. Como un fénix renaciendo de sus cenizas, la literatura YA
resurgió en el nuevo milenio, con más vida incluso que en las décadas anteriores, gracias en gran
parte a Harry Potter, que vendió tantas copias en su día que hizo que la literatura infantil y juvenil
pasara a tener su propia lista de bestsellers, separada de la lista para adultos. Pero los lectores
adolescentes de J.K. Rowling necesitaban otros libros para leer y los editores estaban muy
dispuestos a complacerles.

Desde entonces, decenas de autores y de libros han vendido millones de copias en todo el mundo.
La serie Crepúsculo de Stephenie Meyer en 2005 comenzó un todo un género de novelas
románticas paranormales y Suzanne Collins dio inicio a la ola distópica en la que todavía estamos
hoy en día. Autores como Rick Riordan, cuyos libros ya van dirigidos a un lector con una edad
mucho menos definida, de 20 años en adelante. No es tan extraño que estos libros sean leídos por
adultos, porque muchos de los jóvenes que aprendieron a amar la literatura con ellos han seguido
leyéndolos al crecer. De hecho, es un fenómeno cada vez más normal y ningún adulto debería
avergonzarse por leerlos, como tampoco debería hacerlo por leer clásicos como Alicia en el país de
las maravillas o cualquiera de los que he mencionado anteriormente.

Con más libros infantiles y juveniles que nunca en la historia de la literatura, podemos decir que
estamos asistiendo a un boom del género sin precedentes, no solo en cantidad sino en calidad y
en cuidado de la edición. Las tendencias actuales en literatura YA favorecen las novelas
independientes, con una mayor diversidad de autores y personajes de todas las identidades
raciales, étnicas y sexuales. En los últimos tiempos hemos visto incluso cómo editoriales se han
arriesgado a dar voz a realidades que hasta hace poco hubieran sido impensables en este tipo de
libros. Solo el tiempo dirá hacia dónde evolucionará el género para adaptarse a los nuevos
lectores.

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