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Porque es evidente que hay por lo menos dos modos de acercarnos a una
disciplina que tiene una larga tradición y que también se sigue practicando en nuestros
días. Tomemos, por ejemplo, el caso del arte. Si queremos que se inicia a los
bachilleres en este tema, podremos incluir una asignatura de historia del arte en sus
asignaturas, en la que se estudien los grandes maestros del pasado, sus obras más
notables y la sucesión de los estilos hasta el presente. Pero también podríamos optar
por darles una formación elemental, aunque sustantiva en alguna de las artes (pintura,
música, cine…) que les permitiera comenzar a desarrollarse talento artístico. Por lo
general se prefiere la primera de estas soluciones, dejando el segundo tipo de
formación como algo optativo y complementario, entendiendo que toda persona culta
debe conocer la tradición artística, pero no todo el mundo ha nacido para pintor o para
músico.
Hace tiempo, en el coloquio tras la charla que acababa de pronunciar una muy
inteligente antropóloga argentina amiga mía, un oyente juvenil exclamó
estrepitosamente: “¡pero no me negará usted que esta vida es un asco!” Y mi amiga
repuso sin inmutarse: “¿comparada con qué?”. Esa pregunta, utilizada como
respuesta, me parece un estupendo ejemplo de manifestación filosófica. Para
empezar, tiene un benéfico efecto curativo: sirve para librarnos de un tópico fantasmal,
de un falso dogma acongojante, de un brindis a la sombra depresivo y quizá mañana
represivo. Pero, además plantea una inquietud muy legítima, un problema que no
parece tener ninguna utilidad inmediata, pero que, sin embargo, está lleno de sentido,
un interrogante que no se resuelve con una simple contestación, sino que se remite a
otras muchas cuestiones: ¿podemos juzgar si la vida vale o no la pena? ¿Tiene la vida
tuya y mía un valor determinado o todos los valores los determina la vida? ¿Hay
formas de vivir mejores o peores? ¿Por qué? ¿Nos preocupa lo que la vida es, lo que
podría ser o lo que debería ser? ¿Qué podría ser la vida y aún no es o ya no es? ¿Qué
significa decir que la vida no es lo que debería ser? Etcétera, etcétera…
¿Se saca algo en limpio de la filosofía? Pues sí, al menos algo muy importante:
las preguntas mismas. Los filósofos se contradicen en las respuestas, pero se
confirman unos a los otros en las preguntas. En filosofía las preguntas varían y se
enredan unas con otras, pero las preguntas vuelven una y otra vez, quizás planteadas
en un modo algo más rico o sutil. Son las preguntas de nuestra vida, el catálogo
esencial de nuestros “¿por qué?”. En el centro, las que las condensa todas, las que
nadie humano –es decir consciente y racional- puede dejar de hacerse: “¿qué significa
todo esto (la vida, la muerte, lo que nos pasa, los demás, las cosas, el tiempo, el
miedo, el gozo, la pena…)?”.
Nadie se dedica full time a estos interrogantes radicales porque nadie filosofa
día y noche. Pero todo el mundo, antes o después, empujado por albricias o
desgracias, filosofa alguna vez en su vida, es decirse hace a su modo las grandes
preguntas. Y es que vivir resulta una tarea fundamentalmente intrigante. A las cosas
de la vida nunca se acostumbra uno del todo: para bien o para mal, siempre nos
resulta lo que nos pasa, lo que no ocurre o lo que se nos ocurre, un poco raro. Por eso
Aristóteles indicó que el comienzo de la actividad filosófica –es decir, de la manía
interrogativa- consiste en asombrarse.
Pero, ¿para qué sirve hacer unas preguntas a las que nadie por lo visto logra
dar respuesta (que por cierto también es filosófica)? Se le pueden dar como réplica
nuevas preguntas: ¿por qué todo debe servir para algo? ¿Tenemos que servir para
algo cada uno de nosotros, es decir, es obligatorio que seamos siervos o criados de
algo o de alguien? ¿Acaso somos empleados de nosotros mismos? A lo mejor hacerse
las grandes preguntas sirve precisamente para eso: para demostrar que no siempre
estamos de servicio, que también alguna vez podemos pensar como si fuésemos
amos y señores.
Supongo que algo así es lo que quería señalar Sócrates cuando dijo que “una
vida sin indagación no merece la pena ser vivida”. Al repetir las grandes preguntas
intentamos hacernos dueños de nuestra vida, tan incierta y fugitiva: preguntarse es
dejar de trajinar como animales, automáticamente programados por los institutos, y
erguirse, secándose el sudor, para decir: “Aquí estamos nosotros, los humanos. ¿Qué
hay de lo nuestro?”.
Las respuestas filosóficas suelen ser un cóctel racional con dos ingredientes
básicos: escepticismo e imaginación. Lo primero, escepticismo, porque quien se lo
cree todo nunca piensa nada.
Para empezar a pensar hay que perder la fe: la fe en las apariencias, en las
rutinas, en los dogmas, en los hábitos de la tribu, en la “normalidad” indiscutible de lo
que nos rodea. Pensar no es verlo todo clarísimo, sino comenzar a no ver nada claro
lo que antes teníamos por evidente. El escepticismo acompaña siempre a la filosofía,
la flexibiliza, le da sensatez, sólo los tontos no dudan nunca de lo que oyen y sólo los
chalados no dudan nunca de lo que creen. Pero además la filosofía está también
hecha de imaginación. ¡Ojo, no fantasías o delirios! No hay nadie menos imaginativo
que los que ven fantasmas, brujerías, adivinanzas, extraterrestres y milagros por todas
partes.
“Son preguntas
enormes, radicales,
absolutas, como las
que plantean
los niños”.
Más preguntas: pero, ¿de veras que nos hace falta la filosofía? ¿No es mejor
confiar en la ciencia, que es la hija moderna y eficaz de la filosofía, con un sentido
práctico mucho mayor que el de mamá? Por supuesto, entre la ciencia y la filosofía no
hay que elegir una sola, rechazando la otra: lo mejor es quedarnos con las dos.
Pero son distintas, porque a la ciencia le interesa ante todo la eficacia de las
respuestas que propone y a la filosofía lo radical de las preguntas que plantea.
La ciencia pretende captar cómo funciona lo que hay, sean los átomos, los
planetas, el aparato digestivo o las sociedades humanas; la filosofía se preocupa más
bien por lo que significa para cada hombre, para usted o para mí, existir entre átomos
y planetas, tener sistema digestivo o vivir en sociedad. Un personaje de Salvador de
Madariaga tenía como lema: “¿y tó pa qué?”, que es un buen ejemplo de inquietud
filosófica, aunque todavía sin pulir…
Los saberes científicos fragmentan la realidad para estudiar mejor cada uno de
sus aspectos y resolver problemas concretos, mientras que la filosofía pretende una y
otra vez no perder de vista lo que relaciona a las partes del conjunto, la vida humana
con realidad inquietante global. Cada una de las ciencias, antes o después. Acaba por
plantearse en su campo alguno de los interrogantes absolutos que rompen las
costuras de cualquier bata de laboratorio: del mismo modo que los adultos más
atareados y pragmáticos, en el arrullo del sueño nocturno, paladeamos otra vez el
sabor de la leche materna que nos hizo empezar a crecer.
“A lo largo
de los siglos
los filósofos han
vuelto a plantearlas
una y otra vez”.
Entre tanto que se ocupan de las cosas que pasan, ¿no habrá alguien que se
ocupe un poco de las que no pasan? Entre tantas voces que proclaman novedades,
¿nadie se acordará de vez en cuando de lo de siempre? Si no me equivoco, tal podría
ser una de las tareas de la filosofía, es decir, de ustedes y mía cuando nos da por
repetir las grandes preguntas, por intentas con escepticismo e imaginación darles
nuestras pequeñas respuestas. Actitud por cierto bien diferente de esa otra fórmula
pedantesca de filosofía que cada trimestre proclama “el tema de nuestro tiempo” un
año será la posmodernidad, luego el neobarroco, después la muerte del sujeto y seis
meses más tarde la recuperación del sujeto, despreciando en todo caso la pregunta
que nace libre (es decir, ingenua en el sentido etimológico de la palabra) porque no se
somete a los manierismos culteranos del momento.
Fernando Savater
*Artículo publicado en LA NACIÓN, Buenos Aires, domingo 29 de octubre de 1995