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¿Qué es la ciudadanía y cuáles son sus ejes?

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Elaborado por: Chaux, E., Mejía A., & Mejía, J. F. (2014)

1. Concepto de ciudadanía
Pretendemos formar para la ciudadanía. Sin embargo, esta palabra tiene muchos usos, tanto en el lenguaje
cotidiano, como en el técnico en ámbitos especializados. Por ejemplo, jurídicamente se distingue a quienes
son ciudadanos de quienes no lo son, para determinar quiénes tienen acceso a ciertos derechos y quiénes no.
También se entiende a veces al ciudadano como alguien que, para poder perseguir sus fines privados, debe
pagar el precio de vivir con otros y adquiere la obligación de intentar no hacerles daño mientras vive su propia
vida. Sin embargo, estas nociones de ciudadanía son muy limitadas, de forma que es posible ver que, tanto
en el pasado como en el presente, se ha reclamado para esta idea un alcance mucho más amplio.
Históricamente, por ejemplo, la idea de un ciudadano parece haberse establecido alrededor de tres atributos
principales: la posibilidad de participar en las decisiones que afectan la vida de la sociedad, que reconocemos
como proveniente principalmente del surgimiento de la democracia en la Atenas Clásica; el poseer un conjunto
de derechos que el Estado y los conciudadanos tienen el deber de respetar y promover, el cual se manifiesta
de manera particularmente contundente en algunos movimientos europeos de los siglos XVII y XVIII,
especialmente la revolución francesa; y la pertenencia a una comunidad, lo cual les confiere a los individuos
una fuente de construcción de su identidad (Leydet, 2011).

Esta última idea, de pertenencia a una comunidad, es posiblemente la más amplia de las tres: el ciudadano
pertenece a la “ciudad” (el término se usa de esta manera por su origen en la institución griega de la ciudad-
Estado o polis; lo ciudadano es lo político). Sin embargo, no tenemos que referirnos al Estado para hablar de
ciudadanía: de una manera amplia podemos hablar de esta, asociada a la pertenencia a una comunidad. El
término comunidad hace alusión a al menos dos elementos: la interacción continua y sistemática entre sus
miembros, de modos diversos, de manera tal que sus vidas se entrelazan volviendo a cada uno dependiente
de los otros; y la existencia de algo común que es compartido por los miembros que la componen. De esta
manera, los miembros de una comunidad pueden ser identificados como tales por esas características que
comparten entre sí, y que los hacen diferentes de quienes pertenecen a otras comunidades. Sin embargo, los
individuos que constituyen una comunidad son a su vez diferentes entre sí, a pesar de contar con
características comunes.

Más aún, esta condición paradójica da lugar al hecho de que cada uno pertenece simultáneamente a múltiples
comunidades: como nuestras vidas transcurren en múltiples espacios de asociación e interacción, somos parte
de diversas comunidades que se conforman y organizan alrededor de diferentes tipos de características
comunes que brindan unidad a sus miembros. Esto ocurre en varios niveles ―soy ciudadano en el barrio en
el que vivo, en mi ciudad, en mi país, en mi región, en mi planeta― y en diferentes espacios relacionados con
diferentes dimensiones de la vida ―soy ciudadano en mi aula de clase o lugar de trabajo, en mi familia, en mi
club de aficionados a un pasatiempo o deporte, en el grupo activista al que pertenezco, por ejemplo, entre
otros―. Esta ciudadanía múltiple refleja la idea de Dewey (2004) de que la democracia, más que un sistema
político de conformación del Estado y de organización de la toma de decisiones sobre los asuntos de la vida
en común, es una forma de vida que puede o no presentarse en todas las interacciones entre los miembros
de una sociedad.

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Este texto ha sido modificado para usos académicos en la asignatura de identidad ciudadana, los derechos del
texto están suscritos en propiedad al Estado.
Ahora bien, podemos ver que los tres atributos asignados a la ciudadanía ―pertenencia, participación y
derechos― mantienen una estrecha relación entre sí. La condición básica de pertenencia a una comunidad,
con cuyos miembros se interactúa de manera continua y sistemática y sobre cuyas vidas se ejerce influencia a
la vez que se depende de ellos, impone la necesidad moral de organización de las relaciones e interacciones, de
manera que estas sean constructivas y no destructivas para los individuos. Algunos de los derechos de los
ciudadanos se definen precisamente en condiciones de vida con respecto a esas interacciones con los demás,
de las que debe poder gozar cualquier individuo para poder desarrollar su vida plenamente. Adicionalmente,
la manera o nivel en el que se pertenece a una comunidad se puede establecer en términos del grado de
participación de los individuos en las decisiones sobre la vida en común. Salazar (2011) ha hablado de tres
momentos de la relación entre el individuo y la comunidad, en términos de ser parte, tomar parte, y sentirse
parte. La idea de ser parte nos remite principalmente al hecho de encontrarnos en una comunidad, lo cual
nos implica una responsabilidad de convivir con otros. El tomar parte aparece en el momento en que
participamos como ciudadanos para definir colectivamente los asuntos de lo público. Y sentirse parte tiene
que ver con asumir, desde los sentimientos y las actitudes, que compartimos con otros la responsabilidad por
el presente y el futuro de nuestras comunidades. Por último, señalamos también que derechos como las
libertades de conciencia, de expresión, y de asociación parecen ser instrumentales en la idea democrática de
la participación en la toma de decisiones sobre los asuntos de la vida en común en una comunidad
(Cunningham, 2002; Enslin, 1999).

A partir de lo anterior reconocemos aquí, con el Ministerio de Educación Nacional de Colombia - MEN (2004),
la existencia de tres dimensiones o ámbitos que mantienen pero reorganizan para claridad conceptual los
atributos básicos de la ciudadanía: la convivencia pacífica, la participación democrática, y la pluralidad,
identidad y valoración de las diferencias.

2. Ejes temáticos de la ciudadanía


2.1. Convivencia y paz
El ser humano es un ser social y, como tal, construye relaciones y está en constante interacción con otros
seres humanos. Actualmente, esas relaciones e interacciones ocurren tanto en contextos cercanos como la
familia, la escuela o la comunidad, como en contextos globales a través de las redes sociales virtuales. La
convivencia pacífica se refiere a que las relaciones y las interacciones que se establezcan sean constructivas
para todos los involucrados, y no involucren maltrato, agresión, abusos de poder, o violencia. Esta convivencia
pacífica no implica la ausencia de diferencias, desacuerdos, o conflictos, dado que éstos también son
intrínsecos a la naturaleza social del ser humano. En cambio, la convivencia pacífica ocurre cuando esos
conflictos son manejados de maneras constructivas que buscan el beneficio de las partes involucradas, como
por ejemplo con diálogo directo entre las partes o la mediación de terceros neutrales que buscan ayudar a las
partes a encontrar acuerdos de beneficio mutuo.

Los conflictos interpersonales son situaciones en las que dos o más partes perciben o creen que sus posiciones
o intereses son incompatibles a pesar de que, en la mayoría de casos, es posible encontrar alternativas en las
que sus intereses sí sean compatibles (Chaux, 2012; Fisher, Ury & Patton, 1993; Rubin, Pruitt & Kim, 1994).
Las partes involucradas en conflictos pueden manejarlos buscando imponer sus intereses sobre los demás,
incluso haciendo uso de la agresión, es decir, de comportamientos que tienen la intención de hacer daño.
También pueden evitar a la otra parte, o pueden responder a los conflictos dejando que la otra parte logre lo
que busca pero cediendo en los propios intereses. En términos de convivencia pacífica, lo ideal no es ninguna
de las opciones anteriores. En cambio, las partes podrían lograr comunicarse (a través del diálogo directo o
con la mediación de un tercero neutral) para comprender las diversas perspectivas e identificar alternativas
que puedan favorecer los intereses de ambas partes.
2.2. Participación democrática
La participación ciudadana como un derecho que puede ser ejercido por las personas desde la niñez y que no
se limita al ejercicio del voto, al que se accede cuando se ha alcanzado la mayoría de edad. Tampoco se
restringe a la posibilidad de elegir o ser elegido como representante de un grupo o comunidad, sino que incluye
diferentes formas de participación individual o colectiva, en escenarios públicos, para abordar asuntos de interés
general.

Entendemos la participación como el resultado de la articulación entre sujeto, grupo y contexto. Por un lado,
el sujeto puede contar con diferentes competencias necesarias para participar y estas competencias se pueden
potenciar con acciones colectivas que trascienden a los individuos. Por otro, el contexto puede fomentar o
prevenir dicha participación dependiendo de sus características.

Individualmente, para la participación democrática es necesario que las personas tengan habilidades de
comunicación que les permitan expresar sus opiniones e ideas, de manera que los demás las puedan
comprender; así como escuchar y comprender las ideas de los demás, entendiendo sus puntos de vista y su
sentido, incluso cuando no se compartan. Por otro lado, la participación supone tener la habilidad de analizar
información de manera crítica para poder sustentar las posturas que se asuman, con la mayor cantidad de
información de buena calidad. También se necesitan habilidades emocionales y actitudes para poder participar
democráticamente. La participación de basa muchas veces en sentimientos de indignación frente a una
situación que se quiere cambiar o de empatía frente a las personas que están sufriendo o siendo víctimas de
injusticas o maltratos. Para participar se debe manejar el miedo a exponerse públicamente y tener la
percepción de que nuestras acciones puede lograr lo que queremos y que somos capaces de lograrlo
(autoeficacia).

Aunque la participación ciudadana puede darse de manera individual, usualmente es un fenómeno colectivo.
Para participar democráticamente no sólo se necesitan habilidades individuales, sino su articulación con las
habilidades de otros. De esta manera, las acciones grupales suponen el fortalecimiento de habilidades
asociadas con la apreciación/comprensión de situaciones, la planeación y toma de decisiones sobre la acción,
la realización estas acciones y la organización necesaria para hacerlo, así como el seguimiento y la evaluación
del proceso y sus resultados.

El contexto es fundamental para fomentar o prevenir la participación. En este caso, la escuela o el aula y lo
que en ellas ocurre puede tener en cuenta a los estudiantes para fomentar o no la participación. Parafraseando
a Arnstein (1969) las acciones y decisiones que se toman en el aula y la escuela pueden relacionarse con
diferentes niveles de participación. Por un lado, la participación puede ser inexistente y las decisiones y
acciones pueden ser tomadas y ejecutadas desde una figura central que puede fomentar una falsa
participación que “manipula” a los ciudadanos o que intenta instruirlos o educarlos sin tener en cuenta sus
opiniones o puntos de vista. Un nivel superior, puede incluir una “cortina de humo” de falsa participación, como
la información unilateral, la consulta de opinión para legitimar decisiones ya tomadas, o la creación de
mecanismos de participación en los que se pueden “apaciguar” fácilmente aquellos puntos de vista que van
en contra de quienes ostentan el poder. Por otro lado, la real participación involucra a los ciudadanos en la
toma de decisiones, de manera que las figuras de poder negocian con la ciudadanía y comparten la toma de
decisiones. También pueden delegar el poder o en el grado máximo de participación, dar el poder a los
ciudadanos.

2.3. Pluralidad, identidad y valoración de las diferencias


Como se mencionó antes, la idea de comunidad atraviesa la paradoja de implicar la existencia de algo común
en sus miembros, a la vez que reconocer que estos son siempre diferentes entre sí. La idea de comunidad
implica, por tanto y según el énfasis que quiera dársele, unidad en la diversidad y diversidad en la unidad. A
la vez, nuestras vidas están atravesadas por la pertenencia a varias comunidades diferentes. La identidad de
un individuo estará marcada por aquellos aspectos que lo hacen igual a otros individuos dentro de su
comunidad ―pero diferente de los miembros de otras comunidades― así como por aquellos aspectos que lo
diferencian de otros individuos en su comunidad.

El asunto de la diferencia se constituye hoy en día como uno de los asuntos más importantes para el ejercicio
de la ciudadanía. Estas diferencias entre individuos pueden provenir de aspectos biológicos en algunos casos y
en otros no, pero de cualquier modo es el sentido que se les da culturalmente a esas diferencias lo que es
significativo para la ciudadanía. Por ejemplo, si bien los elementos biológicos de la diferencia hombre-mujer
pueden ser prácticamente iguales para todos los grupos humanos, no lo es así el significado que se le da en la
cultura a esa distinción y que configura la experiencia vital de la masculinidad y de la femineidad para dichas
comunidades humanas. En este sentido, estas son diferencias que hacen una diferencia para la experiencia
de vida de los ciudadanos. Si bien se reconocen algunas que suelen ser especialmente importantes en este
sentido de manera general ―al menos en Occidente las diferencias de clase, género, raza, orientación sexual y
capacidad―, en cada contexto surgen otras que, allí, hacen una diferencia. Se habla de la configuración de
grupos sociales que están relacionados con esas diferencias significativas en la cultura: p.e. clase alta, clase
trabajadora, hombres, mujeres, intersexuales, heterosexuales, homosexuales, blancos, afrodescendientes,
indígenas, campesinos, personas con/sin condición de discapacidad, etc.

La complejidad es más marcada aún si consideramos que las culturas no constituyen bloques férreos
unificados de significado, sino que en su interior se producen luchas simbólicas alrededor del sentido de las
diferencias, que configuran modos tanto dominantes ―hegemónicos― como de resistencia
―contrahegemónicos― de interpretación. De esta manera, para cualquier individuo en cualquier momento
existe un repertorio interpretativo o de significados acerca de los aspectos que conforman la identidad propia y
de los demás a su alrededor. Estos repertorios se constituyen entonces en recursos a su disposición para
construir y reconstruir su propia identidad, así como para formar imágenes de las identidades de otros. Es
importante notar que este proceso no es, a pesar de la impresión que pueda producir la frase anterior, una
actividad puramente racional; en su lugar, es un proceso fundamentalmente emocional.

Una manera importante en la que una diferencia puede hacer la diferencia, en la cultura, aparece en las
relaciones de opresión. Young (1990) ha planteado la necesidad de entender, contrario al análisis marxista
tradicional, que la opresión ocurre no solo alrededor de múltiples diferencias ―no solamente la de clase―
sino que también se manifiesta de manera polifacética. Así, ella sugiere cinco caras de la opresión: a)
explotación, que ocurre cuando existe “un proceso constante de transferencia de los resultados del trabajo
de un grupo social para beneficiar a otro” (p. 49); b) marginalización, en la que grupos sociales son
sistemáticamente privados de la posibilidad de acceder al trabajo y de participar en la vida de la sociedad; c)
desempoderamiento o carencia de poder, que sucede cuando un grupo social es tratado de forma tal que sus
contribuciones son sistemáticamente ignoradas o rechazadas porque no se les otorga autoridad, dando lugar a
“inhibición en el desarrollo de las propias capacidades, falta de poder para tomar decisiones en su vida laboral
(o personal), y exposición a ser tratado de manera irrespetuosa debido al estatus que uno ocupa” (p.58); d)
imperialismo cultural, que se refiere al hecho de que las perspectivas o formas de ver el mundo de un grupo
social son silenciadas o invisibilizadas por las perspectivas dominantes, desde las cuales incluso se estereotipa
a los miembros de ese grupo social; y e) violencia, cuando esta afecta sistemáticamente a un grupo social a través
de acciones que dañan, humillan o destruyen a sus miembros.

Surge un dilema acerca de la pregunta sobre cómo lidiar con las formas de discriminación que producen
injusticia e incluso opresión sobre unos u otros grupos sociales. Tradicionalmente la transformación de la
sociedad a este respecto estuvo orientada hacia la igualdad; es decir, hacia el reconocimiento igualitario de
todos los grupos sociales. La abolición de la esclavitud, el sufragio universal y el reconocimiento de derechos
universales como la libertad de culto son ejemplos de transformaciones sociales que han buscado enfrentar,
mediante un tratamiento igualitario, la injusticia y la opresión que han sufrido algunos grupos sociales como
los afrodescendientes, las mujeres y quienes profesan religiones diferentes a las dominantes u oficiales en
una comunidad o país. Esta es una aproximación que se asocia a una concepción liberal del ser humano. Por
otro lado, en las últimas décadas se ha posicionado de manera fuerte en lo político la idea de que es necesaria
una visibilización o afirmación de la diferencia, que los enfoques igualitarios precisamente terminan
disolviendo, para poder avanzar en la búsqueda de la equidad. Si las posibilidades de partida de los individuos
son inequitativas en virtud de los grupos sociales a los que pertenecen, debido a condiciones estructurales y
sociales, entonces un tratamiento igualitario simplemente va a mantener o aumentar esas inequidades. Las
políticas de acción afirmativa son ejemplos de un enfoque radical, basado en la diferencia. Esta tensión entre
afirmación de la igualdad y afirmación de la diferencia parece ser inevitable como una condición central de
las sociedades o comunidades que se entienden a sí mismas como plurales. Como lo sugiere Mouffe (2007),
es precisamente en esa tensión que surge entre un reconocimiento universal liberal y la tendencia democrática
de distinguir entre grupos formando relaciones nosotros-ellos, que aparece la posibilidad de lo político: de una
negociación y reconstrucción de los significados y las instituciones de la cultura que nunca se acaba.

La pregunta que se deriva de aquí, y que necesariamente se resuelve de maneras particulares en situaciones y
casos particulares, es cómo construir sentido de comunidad en sociedades plurales, en todos sus niveles de
organización: en la familia, en el aula, en la escuela, en el barrio, en el lugar de trabajo, en la ciudad, en el país,
en el planeta. Podemos pensar aquí en varios niveles de conformación de comunidad, que incluyen una
segregada o discriminatoria con múltiples formas de opresión basada en diferencias entre grupos sociales,
una tolerante caracterizada por una actitud de aceptación de la diferencia como algo con lo que hay que vivir,
y una de construcción intercultural en la cual se reconocen críticamente las diferencias entre grupos sociales
para constructivamente planear y llevar a cabo conjuntamente un futuro común. Las actitudes ante la
diferencia en cada caso son diversas, comenzando desde la intolerancia y la oposición, pasando por una
tolerancia resignada, y llegando a un reconocimiento de la legitimidad y el derecho del otro. En este último
caso, vale la pena también señalar el peligro del exotismo; es decir la celebración acrítica de lo otro o lo
diferente, que se toma como algo exótico, y que en últimas puede llevar a desempoderamiento e imperialismo
cultural.

En este curso nos proponemos trabajar en la formación alrededor de dos grandes aspectos: la manera en la
que cada individuo contribuye a reforzar formas de discriminación a través de sus actitudes y prejuicios, y por
tanto en últimas de sus comportamientos, pero también la comprensión crítica de la institucionalización o
materialización de la discriminación en dimensiones como la estructural, la simbólica y la jurídica a nivel de la
sociedad. Por lo tanto se consideran aquí competencias ciudadanas claves alrededor de la empatía y el
pensamiento crítico, tanto para la comprensión o al menos apreciación de las diversas formas y experiencias
de vida asociadas a las diferencias entre grupos sociales, y con ello el reconocimiento crítico de los propios
prejuicios, para un entendimiento crítico de las formas de inequidad y opresión materializadas en las
estructuras económicas, simbólicas y jurídicas en la sociedad.
Referencias

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