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DESASOSIEGO EN LOS EJERCITOS DE EVELIO JOSÉ ROSERO

Nos acostumbramos a la violencia,

y esto no es bueno para nuestra sociedad. 

Una población insensible es una población peligrosa.

Isaac Asimov.

Resumen: El presente análisis a partir de la novela Los ejércitos, del escritor colombiano Evelio
José Rosero, tiene como objetivo redefinir el desasosiego que produce la violencia contemporánea
en Colombia. Se abordará desde una mirada sociológica y desde la idea del vínculo literatura y
violencia, en una perspectiva de características más humanizadas. De igual modo, abordar la obra
inserta de alguna manera en las características propias de la narrativa colombiana actual, la cual
esboza referentes de un conflicto histórico marcado por la violencia. Así pues, se hará un
acercamiento directo a cada hecho desde lo teórico, lo histórico y las realidades que allí se
perciben.   

Palabras claves: Violencia contemporánea, conflicto armado, ejércitos, lenguaje, narrativa. 

Abstract: The present analysis from the novel The Armies, of the Colombian writer Evelio Jose
Rosero, has as aim re-define the uneasiness that produces the contemporary violence in Colombia.
Literature and violence will be approached from a sociological look and from the idea of the link, in
a perspective of more humanized characteristics. Of equal way, to approach the work inserts
somehow in the own characteristics of the Colombian current narrative, which outlines modals of
a historical conflict marked by the violence. This way so, a direct approximation will be done to
every fact from the theoretical thing, the historical thing and the realities that there are perceived.

Key words: Contemporary violence, armed conflict, armies, language, narrative.

Para empezar, se entiende el desasosiego como: la falta de tranquilidad en el ser, malestar del
alma, agitación del ánimo, zozobra, angustia.  La palabra desasosiego está formada de elementos
romances, la mayoría tomados del latín. El prefijo romance des indica negación, según el DRAE
(Diccionario de la Real Academia de la lengua Española) se formó de una confluencia de varios
prefijos latinos: (de) dirección de arriba o abajo, como decapitar, (ex) hacia fuera como expulsar, y
(dis) separación por múltiples vías como discurrir. El prefijo verbal a proviene del latín (ad) que
indica hacia. Y la palabra sosiego, procedida por derivación regresiva del verbo sosegar, el cual
procede a su vez, del latín vulgar sessicare y este de sessus que es el participio perfecto del verbo
sedere, cuya raíz indoeuropea es sed. Diremos pues, que el des-a-sosiego es una ausencia
involuntaria de tranquilidad, un negarse inconsciente a la calma, un reflejo condicionado del alma,
es asomarse a una realidad de mundo y sentir que algo hace falta, es, como diría Pessoa (1984),
“vivir ajenos a la solemnidad de todos los mundos, indiferentes a lo divino y despreciadores de lo
humano”,  sin-un-sosiego. 

En aras de explicitar el desasosiego ocasionado por la idea de violencia contemporánea que


manifiesta la novela, es preciso señalar que dicha idea se abordará desde la frontera que la misma
obra propone; en el título se entrevé, a modo de insinuación, unas líneas no dirigidas a ocupar un
lugar más en el vasto territorio de la narrativa narco-sicarial, el cual se enmarca en lo urbano, sino
a resaltar el escenario rural y marginado. Ese lugar olvidado donde sólo llegan los ejércitos. 

Si acaso es cierto que, se ha considerado a la novela que habla de la violencia en Colombia como
novela histórica, por su carga de realidad, se debe considerar entonces, como punto de partida, la
realidad del conflicto armado en Colombia como el factor determinante para que algunos
escritores intenten ficcionar la historia patria. López Cáceres (2012) en su texto Literatura y
violencia: la paradoja del escritor colombiano, menciona que “el novelista no es un redentor ni un
profeta. Su obra puede iluminar la comprensión de fenómenos tan desconcertantes y dolorosos
como la violencia de nuestro país, a condición de que no se proponga explicarlos”. En este sentido,
José Eustasio Rivera no tuvo que escribir una nota anexa para aclarar que La Vorágine (1924) fue
escrita como una denuncia  al horror que caracterizó las caucherías amazónicas en los años veinte,
Gustavo Álvares Gardeázabal no  habló en la radio diciendo que Condores no entierran todo los
días (1971) es una novela que dialoga con el fenómeno de la Violencia partidista vivida entre los
años cuarenta y sesenta, Gabriel García Márquez en Noticia de un secuestro (1996), supo
combinar elementos ficcionales con la crónica objetiva, además consiguió representar una
realidad determinada que acudiera al lector para que éste reubicara hechos ocurridos y
situaciones que de algún modo conocía; Evelio José Rosero no es ajeno a esta regla, con Los
Ejércitos (2007) logra acercar al lector a un submundo mediado por la dura realidad de violencia,
haciéndole partícipe de su propia guerra sin explicarle porqué.

Del fondo de esta cloaca de nuestra guerra fratricida, el escritor ha logrado extraer lo esencial de
un fenómeno que a todos nos circunda y nos afecta, traspasando la barrera de lo obvio para
ocuparse de lo trascendente, de lo anecdótico para contar lo esencial, de lo adjetivo para procurar
lo sustantivo, en un mundo despedazado por la insensatez (Valencia, 2007: 300).

El escritor, Evelio José Rosero logra en Los Ejércitos, ubicar al lector en la línea divisoria entre la
ficción y la realidad, obligando a los cuestionamientos y a la necesidad de análisis. El bosquejo de
un narrador protagonista en la novela nutre la idea de un testimonio de la realidad,  su dolor y su
consciencia de mundo son el mismo dolor y la misma consciencia de quien lee, ya que quien lee es
como quien escucha atentamente. El narrador protagonista, el profesor Ismael Pasos, incita a
quedarse para ser escuchado, o mejor, para ser leído; desde la primera línea advierte su intención
de decir lo que sólo él sabe, de nombrar lo que sólo él puede nombrar: “Y era así:”  (2007:11).

A partir de ese enganche inicial, empieza el profesor Pasos a narrar su periplo, su historia
dantesca, como si fuese un sobreviviente a los círculos del infierno. Empieza a revelar la
manifestación de violencia presente en la novela desde las primeras páginas, acudiendo al
recuerdo de hechos abrumadores por los que tuvo que pasar él y otros personajes como la
pequeña Gracielita:

Tempranamente huérfana, sus padres habían muerto cuando ocurrió el último ataque a nuestro
pueblo de no se sabe todavía qué ejército –si los paramilitares, si la guerrilla: un cilindro de
dinamita estalló en mitad de la iglesia, a la hora de la Elevación, con medio pueblo dentro; era la
primera misa de un Jueves Santo y hubo catorce muertos y sesenta y cuatro heridos-: la niña se
salvó de milagro: se encontraba vendiendo muñequitos de azúcar en la escuela (Rosero, 2007: 12).

Como se puede apreciar, Los Ejércitos deja distinguir una representación de hechos que no se
alejan mucho de la realidad, y a su vez exige una mirada detallada de lo que intenta ficcionar. 

Seguramente se cruce por la mente del lector la imagen borrosa de Bojayá, un pueblo chocoano
ubicado a orillas del río Atrato, el cual fue atacado en el año 2002 con un cilindro bomba “perdido”
mientras la guerrilla y los paramilitares se enfrentaban empeñados en mantener el control
territorial. Más de 70 personas –entre las que se contaron niños– murieron, precisamente, al
interior de la iglesia donde se refugiaban de la guerra. El cilindro cayó del cielo destruyendo el
templo y a quienes se guarecían en su interior. 

Así, a medida que se adentra en la narración se pueden ir vislumbrando los acontecimientos que
nutren el vínculo entre la realidad de un país como Colombia y la realidad del país creado por
Rosero en Los Ejércitos. Cada página citada de la novela en este análisis pretende resaltar ese
vínculo que en últimas está aunado al lector, quien percibe la novela como si ésta fuese un espejo
de su realidad cotidiana. Por tanto, será preciso, en adelante, señalar cuáles y cómo son los hechos
trazados en la obra que causan desasosiego y arrojan luz sobre el oscurecido mar de la violencia
contemporánea.  

Banalidad de la violencia
El profesor Pasos, más que narrador protagonista es un historiador de su propia vida, sienta al
lector en frente suyo para explicarle sus desventuras escritas en la pizarra de los recuerdos, lo
hace cómplice, incluso, de la manera abrupta como conoció a su mujer, Otilia, en un terminal de
transportes luego de que un niño asesinara de un disparo en la cabeza a un hombre y este cayera
inerte al lado suyo: 

Nunca antes en mi vida me golpeó una mirada tan muerta; fue como si me mirara alguien hecho
de piedra, tallado en piedra: sus ojos me obligaron a pensar que me iba a disparar hasta agotar las
balas. Y fue cuando descubrí: el asesino no era un hombre joven; debía ser un niño de once o doce
años. Era un niño. Nunca supe si lo siguieron o dieron con él, y jamás me resolví a averiguarlo; al
fin y al cabo no fue tanto su mirada lo que me sobrecogió de náuseas: fue el físico miedo de
descubrir que era un niño. Un niño, y debió ser por eso que temí más, con todas las razones, pero
también sin razón, que me matara (Rosero, 2007: 22).

Miedo y terror de saber que fue un niño el que empuñó un arma para matar, un niño homicida. A
Otilia del Sagrario Aldana Ocampo (a quien seguiremos llamando Otilia) la conoció el profesor
Pasos minutos después de ese acto de violencia, bastó coincidir en el mismo terminal y pasar
dieciocho horas, juntos en un bus para que unieran sus vidas por cuarenta años. “Hoy no es la
misma muchacha de veinte”, refiere el profesor Pasos sobre Otilia: 

Es ahora la indiferencia vieja y feliz, yendo de un lado a otro, en mitad de su país y de su guerra,
ocupada de su casa, las grietas de las paredes, las posibles goteras en el techo, aunque revienten
en su oído los gritos de la guerra, es igual que todos –a la hora de la verdad, y me alegra su alegría,
y si hoy me amara tanto como a sus peces y sus gatos tal vez yo no estaría asomado al muro
(Rosero, 2007: 24).

De este modo aparece la indiferencia como un escudo que eclipsa la realidad, indiferencia que se
vuelve costumbre de una persona sumergida en su propio mundo, en su circular mundo,
censurándose a sí misma la realidad de un país. También, asoma el secuestro entre las palabras
del profesor Pasos: “Los 9 de Marzo, desde hace cuatro años, visitamos a Hortensia Galindo. Es en
esta fecha cuando muchos de sus amigos la ayudamos a sobrellevar la desaparición de su esposo,
Marcos Saldarriaga, que nadie sabe si Dios lo tiene en su Gloria (Rosero, 2007: 27)”. Con lo que
continúa luego en la página siguiente: 

De dos años para acá, en su casa se pone música y, quiéralo o no Dios, como que la gente se olvida
de la terrible suerte que es cualquier desaparición, y hasta de la posible muerte del que
desapareció. Es que de todo la gente se olvida, señor, y en especial los jóvenes, que no tienen
memoria ni siquiera para recordar el día de hoy; por eso son casi felices (28).

Nada es tan ajeno al propio ser como la desdicha y el dolor de los otros, 
así lo más cercano sea la vida que nos une.

Sin Dios y sin ley

Arrastrando la sombra del pasado regresan las imágenes de lo violento, en el vaivén de lo incierto
el profesor Pasos recuerda a un joven estudiante suyo, Emilio Forero, del cual rememora:
“Siempre  solitario, no cumplía todavía los veinte años cuando lo mató, en una esquina, una bala
perdida, sin que se supiera quién, de dónde, cómo (Rosero, 2007: 32)”. Dos líneas que a la postre
resultan efímeras cuando menciona más adelante el hallazgo del cadáver de una recién nacida: “el
deslumbramiento es maltratado por mis oídos que se esfuerzan por confirmar las palabras de mis
antiguas alumnas, de lo horrible, claman, que fue el hallazgo del cadáver de una recién nacida esta
mañana, en el basurero, ¿de verdad dicen eso?, sí, repiten: `Mataron una recién nacida` y se
persignan: `Descuartizada. No hay Dios` (35)”. Página a página se impone la opacidad que rodea el
mundo de Los Ejércitos, balas perdidas que se chocan contra la vida provocando muerte, y la
muerte devorando bebes a pedazos. 

“–Qué dolor de mundo” dice Geraldina, la mujer del brasilero 1 , quien aparece en la página 36,
afligida, como si al escuchar los rumores del horror se echase en hombros el peso del
desconsuelo, “la conciencia inexplicable de un país inexplicable (37)” se dice el Profesor Pasos al
ver a Geraldina con su carga. 

Los rumores y el eco de los recuerdos se entrelazan sin pedirlo en la cabeza del profesor Pasos,
empieza la zozobra a tomar vida en su vida, como una enredadera que crece desde lo alto. La
expectativa de morir bajo un ataque violento no logra ser descartada, por lo contrario, empieza a
surgir en él la idea de perder la vida a manos de algún ejército.

Estoy empapado de sudor, como si hubiese llovido; no hay viento, y, sin embargo, escucho que
algo o alguien pisa y troncha las hojas, el chamizo. Me paralizo. Trato de adivinar entre la mancha
de los arbustos. El ruido se acerca, ¿y si es un ataque? Puede suceder que la guerrilla, o los
paramilitares, hayan decidido tomarse el pueblo esta noche, ¿por qué no? […] Estoy lejos del
pueblo, nadie me oye. Lo más probable es que disparen y, después, cuando ya esté muriendo,
vengan a verme y preguntar quién soy –si todavía vivo–. Pero también pueden ser los soldados,
entrenando en la noche, me digo, para tranquilizarme. <<Igual>>, Me grito,  <<me disparan
igual>> (Rosero, 2007: 43-44).

De fondo se manifiesta una conciencia de falsos positivos 2 , el desamparo se hace inminente y la


incertidumbre toma fuerza. También las balas amigas matan, se entrevé. Por otro lado, el contexto
de lo narrado se enmarca en la deriva, en un pueblo que puede ser cualquier pueblo colombiano.
César Valencia Solanilla dirá, respecto a Los Ejércitos:

El escenario, un apartado pueblo que se llama San José, que ha sido víctima de hostigamiento y la
crueldad por la guerrilla y los paramilitares, y que no encuentra en la débil protección del ejército
un paliativo para la inseguridad, sino otra amenaza más en esa guerra en que sus habitantes son
sólo víctimas de todos esos ejércitos de la muerte (2007: 298).

El desplazamiento forzado también emerge entre líneas, uno de los fenómenos más agobiantes y
aplastantes de la dignidad humana,  que aún pervive en Colombia. La guerra es su mayor impulsor:
“No hace más de dos años había cerca de noventa familias, y con la presencia de la guerra –el
narcotráfico y el ejército, guerrilla y paramilitares– sólo permanecen unas dieciséis. Muchos
murieron, los demás debieron marcharse por fuerza: de aquí en adelante quién sabe cuántas
familias irán a quedar, ¿quedaremos nosotros? (Rosero, 2007: 67)” Se cuestiona al final el profesor
Pasos como presagiando un futuro incontenible, y del que difícilmente se logre salir bien librado.
La sombra del dolor, del otro dolor, el que no es físico, lo arropa como un enjambre de
incertidumbre mientras resuenan los disparos de la guerra anunciando el éxodo y la desventura:
“¿qué será?, ¿será que voy a morir?, suenan más tiros, ahora son ráfagas –me paralizo, son
lejanas: de modo que no era otra guerra, es la guerra de verdad, nos estamos volviendo locos, o
nos volvimos (63)”. La fuerza del miedo acaba con los pensamientos racionales.

Cuando el hombre despliega la arbitrariedad de su locura, encuentra la oscura necesidad del


mundo; el animal que acecha en sus pesadillas, en sus noches de privación, es su propia
naturaleza, la que descubrirá la despiadada verdad del infierno; las imágenes vanas de la ciega
bobería forman el gran saber del mundo; y ya, en este desorden, en este universo enloquecido, se
adivina lo que será la crueldad del final (Focault, 1967: 21).

La voluntad del profesor Pasos empieza a abrir grietas entre el delirio y el miedo, la embestida del
terror se hace inevitable, la guerra empuja la puerta de su casa apoderándose del ánimo: 

Es el silencio de la tarde que en el huerto se acrecienta, se hace duro, recóndito, como si fuese de
noche y el mundo entero durmiera. La atmósfera, de un instante a otro, es irrespirable; puede que
llueva al amanecer; un lento desasosiego se apodera de todo, no sólo del ánimo humano sino de
las plantas, de los gatos que atisban en derredor, de los peces inmóviles; es como si uno no
estuviese dentro de su casa, a pesar de estarlo, como si nos encontráramos en plena calle, a la
vista de todas las armas, indefensos, sin un muro que proteja tu cuerpo y tu alma, ¿qué pasa, qué
me está pasando?, ¿será que voy a morir? (Rosero, 2007: 83-84).
La pregunta se repite como el eco en un abismo, “¿será que voy a morir?”, pues la guerra sólo
brinda ese pensamiento a quien la padece, el profesor Pasos sabe que morir es muy posible
cuando se está sitiado por los ejércitos que no respetan siquiera a los hombres de Dios ni su fe:
“Nos acordamos del padre Ortiz, de El Tablón, a quien nosotros conocimos, al que mataron, luego
de torturarlo, los paramilitares: quemaron sus testículos, cercenaron sus orejas, y después lo
fusilaron acusándolo de promulgar la teología de la liberación (Rosero, 2007: 91)”. También las
fuerzas militares que emparentadas van acusando, tildan al pueblo de guerrilleros, otorgándose el
derecho de disparar a la mansalva contra los civiles. Aparece la figura de un protector que mata: el
Capitán Berrío: “<<Guerrilleros>> grita de pronto, abarcándonos con un gesto de mano, <<ustedes
son guerrilleros>>, y sigue subiendo a nosotros. […] Apuntó  al grupo y disparó una vez; alguien
cayó a nuestro lado, pero nadie quiso saber quién, todos hipnotizados en la figura que seguía
encañonándonos, ahora desde otro lugar, y disparaba, dos, tres veces (96)”. 

Ciertamente, no escapa al lente del lector el vínculo con la realidad de un país como Colombia, en
donde las filiaciones de violencia contemporánea se han enmarcado por sucesos extremos de
derramamiento de sangre como masacres 3 , asesinatos selectivos, atentados con bombas,
enfrentamientos armados,  en donde el blanco siempre tiende a ser el ciudadano que se halla en
medio, desprotegido, esperando a recibir el primero o el último disparo, ¿de qué ejército? Nunca
se sabrá. 

Pues bien, Los Ejércitos proyecta la violencia más allá de la metáfora. El detalle, la frialdad y la falta
de asombro, son elementos que al ser narrados con un lenguaje depurado alcanzan a reflejar una
realidad que no es ajena al mundo, aún más en tiempos violentos donde matar es cosa de cada
día. 

Ya desde que arribé a la cabaña el silencio encarnizado me enseñó lo que tenía que enseñarme.
No estaba Otilia. Estaba el cadáver del maestro Claudino, decapitado; a su lado el cadáver del
perro, hecho un ovillo en la sangre. Con carbón habían escrito en las paredes: Por colaborador. Sin
pretenderlo, mi mirada encontró la cabeza del maestro, en una esquina. Igual que su cara,
también su tiple se hallaba reventado en la pared (Rosero, 2007: 113).

Por otro lado, el profesor Pasos recrea el escenario de guerra: San José, un pueblo acorralado por
los ejércitos y cuyas casas sirven de trincheras, sembrado, además, con minas alrededor, minas
quiebrapatas. “<<ayer fue en Apartadó, en Toribío, ahora en San José>> (116)”. Esta alusión de
ataque a otros pueblos permite hacer una analogía con la historia reciente de Colombia: el primer
pueblo mencionado podría ser San José de Apartadó, en el departamento de Antioquia, un pueblo
que en el año 2005 vivió la masacre de ocho civiles, entre ellos dos niños, pertenecientes,
paradójicamente,  a una comunidad de paz (según Red de defensores no institucionalizados). El
otro pueblo, Toribío, puede ser la representación del municipio del departamento del Cauca, el
cual ha sido centro de innumerables ataques por parte de las guerrillas quienes han matado
policías, militares y civiles desde hace más de 20 años. 

El profesor Pasos hace ver a San José como un pueblo muerto, inmóvil, casi igual a sus habitantes
que no pueden ni siquiera huir. “Es extraordinario; parecemos sitiados por un ejército invisible y
por eso mismo más eficaz (124)”. 

Cinismos del conflicto

Se entretejen al interior de la novela rasgos de una guerra sin límites, una guerra mediada por una
violencia en donde todo es posible. La figura de enemigo no diferencia entre género, edad o
condición social de las personas, así, todos pueden ser víctimas, hasta los niños. El poder
hegemónico de las fuerzas oscuras no repara en quién ni cómo: 

Entraron a la casa y sacaron a Adelaida López por la fuerza, junto con Mauricio. El del garrote
empezó a golpear a la mujer en la cabeza  mientras Mauricio permanecía en el piso bocabajo,
encañonado. Su hija única, de trece años, salió detrás de sus padres. Le dispararon a madre e hija.
La menor murió en el acto. […] Uno de los asesinos, detenido semanas más tarde, aceptó ser
miembro de las Autodefensas de la región. Dijo que sus jefes se reunieron en tres oportunidades
para planear el crimen, porque la mujer de Mauricio Rey tomaba fuerza en sus aspiraciones a la
alcaldía, y porque públicamente se negó a tener acercamientos con los paramilitares de la zona: El
plan contó con la participación de un exdiputado, dos exalcaldes, y un capitán de la policía
(Rosero, 2007: 144-145).

Por tanto, la novela permite una lectura de lo social, de lo que se esconde subyacente a la
narración, otro texto, el de la denuncia, el que descifra, redefine y retrata la Colombia que el lector
conoce, esa en donde no es de extrañar que se asesine a diestra y siniestra con el auspicio de los
gobernantes: 

El presidente afirma que aquí no pasa nada, ni aquí ni en el país hay guerra: según él Otilia no ha
desaparecido, […] ¿por qué me da por reír justamente cuando descubro que lo único que quisiera
es dormir sin despertarme? Se trata del miedo, este miedo, este país, que prefiero ignorar de
cuajo, haciéndome el idiota conmigo mismo, para seguir vivo, o con las ganas aparentes de seguir
vivo, porque es muy posible, realmente, que esté muerto, me digo, y bien muerto en el infierno, y
vuelvo a reír (161).
El profesor Pasos, desde un profundo desasosiego, manifiesta su ansia de morir mientras duerme,
la muerte soñada, un dormir sin despertar para huir de la pesadilla de la realidad que le agobia.
Otilia, su Otilia, desaparecida, sin encontrarla, y el pueblo en éxodo a raíz del conflicto: “Oigo el
maullido de los gatos sobrevivientes, girando en torno mío. Otilia desaparecida, les digo. Los
Sobrevivientes hunden en mis ojos los abismos de sus ojos, como si padecieran conmigo. Hacía
cuánto no lloraba (119)”.  La búsqueda de su mujer lo llevó a los escondrijos y a las calles del
pueblo, obnubilado, por entre las sombras de la muerte, como quien busca su propia vida cuando
ya todo está mustio y desgarrado. El miedo se transforma en resignación dolorosa, como si
lamentara cada respiración. 

“Lo mencionaron en la lista. Oímos su nombre. Cuidado. Su nombre estaba allí (192)”. Le dicen en
la calle quienes se van, desplazados; a lo que él se cuestiona: “¿Por qué preguntan los nombres?
Matan al que sea, al que quieran, sea cual sea su nombre. Me gustaría saber qué hay escrito en el
papel de los nombres, esa <<lista>>. Es un papel en blanco, Dios. Un papel donde pueden caber
todos los nombres que ellos quieran (192)”. 

Como se dijo, matan al que sea y como sea, la silueta de enemigo no se diferencia entre género o
edad, tal fue el caso del pequeño Eusebito y su madre, Geraldina: 

Increíblemente pálido, yacía bocabajo el cadáver de Eusebito, y era más pálido por lo desnudo, los
brazos debajo de la cabeza, la sangre como un hilo parecía todavía brotar de su oreja. […] Pensé
en Geraldina, y me dirigí a la puerta de vidrio, abierta de par en par. Un ruido en el interior de la
casa me detuvo. […] Entre los brazos de una mecedora de mimbre, estaba –abierta a plenitud,
desmadejada, Geraldina desnuda, la cabeza sacudiéndose a uno y otro lado, y encima uno de los
hombres la abrazaba, uno de los hombres hurgaba a Geraldina, uno de los hombres la violaba:
todavía demoré en comprender que se trataba del cadáver de Geraldina, era su cadáver, expuesto
ante los hombres que aguardaban (202).

Al final, los vestigios de la guerra sólo engendrarán desolación y locura, desquicie en los hombres,
que desprecian la vida y aman la muerte, como animales carroñeros. La imagen de necrofilia 4  no
es gratuita, esta se presenta como pugna a la biofilia, que es el amor a la vida y a lo vivo. Entonces,
qué puede esperar el profesor Pasos si ya todo lo vio sucumbir, todo, con el fuego avasallador de
la violencia,  hasta su propia vida. 

Conclusión

Todo lo citado de la obra no alcanza a dimensionar el universo de la violencia contemporánea en


Colombia, tampoco revela una narración autobiográfica de algún superviviente de la misma; sin
embargo, una lectura atenta, interpretativa, hace parecer que San José, el pueblo creado por
Evelio José Rosero, es cualquier pueblo de la periferia colombiana, pues el argumento narrativo se
enfoca en la violencia rural causada por los ejércitos legales e ilegales que, imaginarios o no,
logran pervertir el ánimo.

Los Ejércitos se convierte en obra sugerente a la reflexión, pues no deja espacio para que las
palabras queden volando, su nivel simbólico trasciende el mundo de lo irreal y redefine el real; a
través del lenguaje fabulado recrea un submundo literario que logra suscitar emociones
inevitables de la experiencia social cotidiana en Colombia: la sensación de inseguridad
permanente, el resentimiento y el desasosiego, percepciones primarias que surgen del relato,
como una reinterpretación de la herida nacional: la violencia.

NOTAS
1. Vecino del profesor Pasos a quien llaman el brasilero, aunque no sea brasilero. Es del Quindío,
menciona el profesor en la página 67.
2. Actos en los que algunas fuerzas del Estado han cometido asesinatos y desapariciones de civiles.
3. Las masacres suelen ser actos de extrema violencia en el que grupos al margen de la ley, o, la
misma ley, asesinan personas (en muchos casos con brutal sevicia) sin importar el sexo o la edad.
Todo movido por algún interés ideológico, casi siempre político o militar.
4. La necrofilia proviene del griego 'nekros', cadáver o muerto, y de 'filia', amor o atracción, por lo
que su significado se define como un comportamiento sexual que se caracteriza por la atracción
sexual hacia los cadáveres.

REFERENCIAS

Pécaut, Daniel (2001). Guerra contra la sociedad. Bogotá: Planeta.

Rosero Diago, Evelio José (2007). Los ejércitos. México: Tusquets

Pessoa, Fernando (1984). Libro del desasosiego. Barcelona: Seix Barral.

Valencia, Cesar (2007). “Contrapunto y expresividad en Los ejércitos de Evelio Rosero”.


Poligramas, Universidad del Valle, (28). Consultado el 2 de Marzo de 2014, en
http://poligramas.univalle.edu.co/28/contrapunto.pdf

Lopez, Alejandro J. (2012). Literatura y violencia: la paradoja del escritor colombiano. Consultado
el 11 de Febrero de 2014, en http://www.auroraboreal.net/index.php?
option=com_content&view=article&id=1253:literatura-y-violencia-la-paradoja-del-escritor-
colombiano&catid=119:la-columna-de-alejandro-jose-lopez-caceres&Itemid=298

http://www.centrodememoriahistorica.gov.co/micrositios/informeGeneral/descargas.html

Focault, Michel. (1967). Historia de la locura en la época clásica. México: Fondo de cultura
económica.
http://www.dhcolombia.com/spip.php?article727 

Por encima de la pura representación de la guerra, Rosero representa el estado mental, la forma
de sentir, la manera como viven los colombianos la guerra.

En esta perspectiva, Los ejércitos puede ser leída como una valoración estética, un análisis
literario, de los efectos de la guerra, mas no como un examen conceptual sobre el conflicto
armado o la manera como afecta a los colombianos. Aunque el lector perciba los estragos de la
guerra, el autor abandona la dimensión objetiva y prefiere adentrarse en los vericuetos de la
conciencia de su personaje (protagonista-voz narrativa) para dar cuenta de la forma como la
guerra afecta la conciencia humana. Esta opción ratifica el carácter literario de su novela y
elimina toda intención o pretensión de objetividad. Al concebir una novela de perfil impresionista,
en la cual la acción aparece como vivencia verbalizada, dicha desde el interior, fenoménica, Rosero
afirma, sin hacerlo explícito, el carácter ficcional de su novela.

Sin embargo, a pesar de exhibir un profundo “sentido de lo real” (Dubois 2000, 28) y ostentar el
deseo de abarcar la realidad cotidiana de los colombianos de hoy, en Los ejércitos, el detallismo del
sociológico del realismo descriptivo está ausente, su autor decide abandonar las estrategias
narrativas tradicionales (narrador omnisciente, narrador observador en tercera persona, primera
persona del narrador protagonista, o una voz narrativa impersonal que a menudo concede la palabra
a sus personajes, entre otras practicadas en sus novelas anteriores)3. En esta novela, Rosero deja
que el lector perciba que el mundo representado está relacionado con la conciencia de un personaje
que actúa y piensa en él, pero sobre todo, que experimenta aquello que verbaliza. Al decidirse por
una novela de dimensión fenoménica y focalizar el relato desde el interior, Rosero busca no solo
permitirle a su lector conocer los pensamientos, los sentimientos y las sensaciones de su personaje,
sino también ofrecer una visión total del conflicto armado en Colombia. Al ausentarse del relato
como narrador- autor, o simplemente como una voz que focaliza desde el exterior el mundo
representado, y unificar la información a través de una sola subjetividad, se tiene de primera mano,
la intimidad del personaje, las causas del problema tratado, el estado anímico, la vivencia del
tiempo, etc. En Los ejércitos, esta elección es importante para entender el significado estético e
ideológico del texto. 

Esta novela se concentra, entonces, en la relación establecida entre el protagonista y la guerra, y


no exclusivamente sobre esta o aquel: no se trata de describir o explicar el acto psíquico o la guerra
como tal, sino de revelar, en el plano hipotético de la novela, la relación dialéctica establecida entre
la conciencia (el ser) y aquello que aparece ante ella (apariencia-guerra) como una situación
existencial. En Los ejércitos el lector no se enfrenta al conocimiento estadístico de la guerra, sino a
lo pensado sobre ella, a la experiencia-conocimiento adquirido por el protagonista. Esto explica por
qué Rosero configura un personaje, septuagenario profesor pensionado, dotado de una conciencia
lúcida, con valores, íntegro a su manera: de hecho, Rosero concibe un personaje moderno en todo
el sentido del término. El viejo profesor no solo es moderno porque haya adoptado una actitud
crítica ante todas las instituciones sociales, el Estado y la Iglesia4, en particular, sino, y sobre todo,
porque aparece como un libre pensador que ha decidido elaborar su propia ética y ajustar su
naturaleza humana, sus deseos e intereses, a una ética individual, independiente de los valores
religiosos. Esto hace de él un personaje con vida interior. Se trata de un personaje cuyo
voyeurismo, por ejemplo, no le preocupa; mientras que en el pensamiento de su mujer esto aparece
como un comportamiento vergonzoso, digno de ser conversado con el cura del pueblo (19-20), él se
muestra indiferente frente a la reconvención de su mujer y frente a la ayuda espiritual que su
exalumno pudiera brindarle (24-26). 

además de permitirle al lector entender que “San José”, pueblo imaginario o imaginado, se ubica en
Colombia, y puede hacer referencia a cualquier pueblo sometido al conflicto, le sugiere, sobre todo,
que dicho conflicto se despliega en las áreas rurales ante los ojos indiferentes de los habitantes de
las ciudades, que las víctimas las ponen los civiles. En Los ejércitos, las ciudades colombianas
aparecen lejanas, ajenas al conflicto, protegidas en su indiferencia: sus habitantes, tal como Ismael
percibe a la periodista y su camarógrafo, parecen habitantes de “otro mundo”; sus sonrisas, su “rara
indiferencia”, lo lleva a preguntarse “¿de qué mundo vienen?” y a constatar, en la medida en que
“San José” es un caso más en la larga lista de pueblos atacados por los diferentes “ejércitos”, que
en realidad tan solo “quieren acabar pronto” su trabajo (134-135). Ante la mirada “indolente” de la
periodista, “San José” y sus habitantes son tan solo un elemento más de una noticia sensacionalista
o motivo de una foto conmovedora (125-126). 

Esta forma de representar el tiempo es, tal vez, uno de los grandes aciertos estéticos de esta
novela. De manera original, por lo menos en la novela colombiana, Rosero logra significar el
estado de tristeza vaga, profunda y permanente de los colombianos. Al entrar en un estado de
melancolía, de profundo pesimismo, Ismael pierde toda iniciativa: la pérdida de la persona amada
trae consigo la del interés por el mundo exterior y, por consiguiente, no solo el empobrecimiento
de su yo, sino también la crítica del pasado y el presente colombiano. Ante la imposibilidad hacer
el duelo, el mundo, San José, se vuelve vacío, estéril y moralmente despreciable. Ante tal
panorama, como hemos visto, el personaje se denigra, se castiga hasta humillarse,
deliberadamente, ante todos. A través de este delirio, Rosero significa la insignificancia moral de la
Colombia de hoy: la desaprobación de Ismael, su insomnio, su desfallecimiento, su dejación, el
rechazo del alimento son síntomas de la imposibilidad de aferrarse a la vida, pero, al mismo
tiempo, de la necesidad de poner fin a una situación perpetuada, constantemente renovada, en
Colombia. 

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