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Narrar la(s) violencia(s): Aquí no es Miami, de Fernanda

Melchor

Las representaciones del narcotráfico y las distintas violencias que engloba han

aumentado considerablemente durante estos últimos años. Tal fenómeno parece estar

relacionado con las nuevas formas de producción simbólica que las plataformas digitales

y los medios de comunicación transmiten día con día. Si bien en los años noventa

comenzaba a cobrar relevancia la figura del capo por la emergencia y la rápida expansión

del narco en la sociedad mexicana, en la actualidad no falta el estreno por semana en la

televisión abierta o en Netflix de series que, a forma de biopic, van trazando la vida de

los grandes narcos desde que eran unos mozalbetes hasta que, luego de grandes periplos

no exentos de asesinatos, traiciones y venganzas, logran amasar dinero, fama y prestigio

a través de la delincuencia (El Chapo, El señor de los cielos, Narcos, etc). La popularidad

de dichos programas no parece sino remarcar algo bastante desagradable: el narco llegó

para quedarse.

¿Hemos interiorizado y normalizado tanto la violencia que ha azotado a este país

durante estas dos últimas décadas que personajes como el Chapo Guzmán y Pablo

Escobar ya no nos parecen personajes deleznables u objetos de crítica, sino símbolos del

heroísmo y la superación personal? La respuesta es compleja. Para muchos de nosotros,

leer titulares que hablan sobre otra matanza u otros descabezados, o de cómo el crimen

organizado ha penetrado y desmantelado la idea que se tiene acerca del estado, nos

parece algo cotidiano. Enterarnos de cifras y no de nombres (como de los 72 migrantes

centroamericanos masacrados por los zetas o de las miles de personas que son

desplazadas año con año por la violencia del narco) forma parte de nuestra realidad. Una

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realidad que, simplificada u obviada por algunas de las series mencionadas, se vuelve

tolerable y, en algunos casos, hasta deseable.

Ante semejante panorama, se imponen las siguientes preguntas: ¿cómo

representar lo irrepresentable?; ¿es posible que el lenguaje (con sus limitaciones)

capture la brutalidad que brilla, justamente, por su carencia de límites?; ¿cómo exponer

el despojo paulatino de los espacios públicos en manos de los cárteles y los logros

mínimos por parte de las autoridades en su recuperación?; ¿cómo hablar, en fin, de los

muertos y no de sus verdugos, de las pérdidas que han sufrido y siguen sufriendo

muchas familias en las manos del crimen organizado?

Han sido notables los casos en la literatura mexicana cuyas páginas exponen las

complejidades del narco y sus efectos en la sociedad. En Aquí no es Miami (libro

publicado originalmente en 2013 por Almadía y reeditado en el 2017 por Random

House), Fernanda Melchor realiza todo lo contrario a lo esbozado en muchas de las

series y películas sobre el narcotráfico que circulan actualmente. Eludiendo la

presentación de estereotipos y lugares comunes, opta por escribir un retrato íntimo,

fragmentario y a la vez crudo de Veracruz; valiéndose de las herramientas del reportaje y

las ventajas de la ficción, traza una cronología que abarca desde la década de los setenta

hasta la primera década de este siglo.

Como muchos de sus lectores, el primer libro que leí de Melchor fue Temporada

de huracanes (2017). Como la mayoría, supe que, mientras avanzaba en la historia de la

Bruja y todos aquellos personajes marginados, criminales y con una sexualidad

desaforada, me encontraba con una de las mejores escritoras jóvenes del panorama

mexicano. Como casi todos, fui hechizado por una prosa que, sin desdeñar la oralidad y

las ventajas de la confesión, conectaba voces, locaciones, sensaciones, haciendo de esos

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párrafos inmensos una danza de imágenes prodigiosas. Como algunos de los que

sucumbieron bajo el efecto “Melchor”, busqué rápidamente otro libro para suplir la falta

que padecen todos los libros buenos: finalmente se acaban. Y otra vez fue grata la

sorpresa.

En Aquí no es Miami ya son visibles lo temas que a la autora le interesan y le

apasionan narrar. A estas alturas, es innegable la fascinación de Melchor por la violencia

y por indagar en los elementos que la propician. Para fortuna nuestra, las crónicas que

componen el libro no se limitan a ser un catálogo pormenorizado de oprobios. Todo lo

contrario: destacan por la fuerza del lenguaje y sus personajes, los cuales, por alguna u

otra razón, se ven arrastrados por la fuerza de la violencia, llámese esta social, política,

familiar o económica. A lo largo de sus páginas, los lectores compartimos el asombro que

se lleva la narradora al enterarse de que los supuestos ovnis que veía de niña

sobrevolando Boca del Río no eran más que avionetas de narcotraficantes (“Luces en el

cielo”), así como el descubrimiento y la constatación de la misoginia en nuestro país a

través de la espectacularización de un hecho violento (“Reina, esclava o mujer”). No

faltan, a su vez, las crónicas que abordan las razones o las circunstancias de alguien que

decide meterse al narcotráfico (“Un buen elemento”), así como aquellas que narran los

efectos psicológicos de un enfrentamiento armado en la vida de una señora

(“Insomnio”). En todos estos relatos, destacan los inicios que obligan al lector a seguir

con la crónica para descubrir por qué esa primera escena, qué sigue a continuación:

El traslado inició a las dos de la mañana, en medio de un norte furibundo.

Algunos presos ni siquiera alcanzaron a vestirse por completo cuando los agentes

federales irrumpieron en las crujías. A golpes y patadas los obligaron a formarse

en los corredores, a cubrirse el rostro con los brazos desnudos, a desfilar frente a

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una valla de soldados que amenazaban con dispararles si se atrevían a alzar la

mirada para buscar a sus familiares entre el griterío (p. 63).

De manera similar a lo que Carlos Velázquez realiza con Torreón en El karma de

vivir al norte (2013), las crónicas de Melchor nos permiten trazar una cartografía de su

ciudad y de su estado, de cárceles que son desocupadas para grabar la nueva película de

Mel Gibson (“Una cárcel de película”) y de aquellos lugares del puerto donde,

antiguamente, hubo un gran negocio de mercancías robadas de los barcos (“El cinturón

del vicio”). No es vana la comparación entre ambos autores: al igual que Velázquez,

Melchor describe el deterioro de un país a través del deterioro de un estado; de modo

similar al narrador norteño, habla de su historia personal a través de la historia de los

otros (“La casa del estero”). A propósito de lo anterior, Melchor escribe al final del

prólogo a esta última edición:

Aquí el lector no hallará ninguna fobia a la subjetividad, ninguna reticencia a

sacudir el mecanismo del relato para darles a los hechos humanos un sentido

distinto, más próximo al de la experiencia individual que al de la noticia. Tampoco

hallará ficción ni fantasía, sólo historias que pudieron ocurrir en cualquier otra

parte pero que, quién sabe por qué destino inexorable, no pudieron sino nacer en

este sitio (p. 12).

De acuerdo con Ricardo Piglia, sólo se pueden narrar crímenes o viajes. Si ese es

el caso, son muchos crímenes los que se narran en este libro (el de la impunidad, el de

los asesinatos, el de la indiferencia) y muchos también los viajes (los que realiza la

autora para recabar información sobre un crimen, los que se ve obligada a realizar a

través de los testimonios de los demás). La “subjetividad”, esa palabra tan denostado por

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cierta clase de periodismo ―aquella que se limita a mostrar cifras, a contabilizar los

muertos, a señalar eventos sin reparar en sus circunstancias y las motivaciones de sus

implicados― es retomada sin miedos y con destreza. Se sabe: a través de la mirada

personal distinguimos sólo fragmentos de la realidad. Sin embargo, es justo en la

constatación de la imposibilidad de conocer los fenómenos a fondo donde estas crónicas

encuentran una de sus mejores armas: el mundo es ancho y ajeno, afirmó Ciro Alegría,

pero gracias a la escritura se vuelve menos ancho, menos ajeno.

Si en algo encuentran su efectividad los textos de este libro, es en la aseveración

de que la violencia, antes de volverse espectáculo o mero titular en el periódico, afecta a

ciertos cuerpos, a ciertos sectores de la población. No encontraremos una forma

maniquea y limitada de observar el mundo; la frontera entre la maldad y la bondad,

entre el amor y el odio, entre el individuo y la sociedad, es borrada y cuestionada

constantemente. Exponer la vulnerabilidad a la que se han visto sujetos los veracruzanos

y, por ende, los mexicanos, ha sido una tarea que Fernanda Melchor ha logrado con gran

maestría y, sobre todo, con gran inteligencia. Es motivo de celebración encontrarnos con

libros que nos sacuden de la atrofia con la cual vivimos la mayor parte del tiempo. Sólo

algo se espera: que Fernanda siga escribiendo y publicando, seduciéndonos con sus

narraciones y obligándonos a explorar esta realidad tan sinsentido donde nos tocó

habitar.

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