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PERONISMO Y LITERATURA EN GERMÁN ROZENMACHER Y RODOLFO

WALSH

A modo de introducción

En 1962 se publica la primera edición de Cabecita Negra de Germán Rozenmacher, y en


1964 la tercera edición de Operación Masacre de Rodolfo Walsh, que contiene el célebre
prólogo donde cuenta la génesis no sólo escrituraria sino también existencial de su
investigación acerca de los fusilamientos de José León Suárez en 1956.
De manera que en ese lapso acotado de tiempo se publican dos textos fundamentales para
comprender los modos en que la literatura argentina inscribe al peronismo ya no como mera
exterioridad, sino como un fenómeno o evento al que se lo narra desde el mismo espacio
cultural y político donde acontece y adviene.
Se trata, como es obvio, de textos que poseen distintas características discursivas y
genéricas. Cabecita Negra es un libro de cuentos, compuesto como ficción realista acerca
de la Argentina de aquel entonces. Operación Masacre es un libro de no ficción, escrito
como el relato de una investigación pero también como alegato, denuncia y en el caso del
prólogo, como autobiografía. Son, por así decirlo, distintas formas de narrar el peronismo
de aquellos años, pero que tienen en común una misma perspectiva narrativa: la de una
escritura que se sitúa en el campo de lo popular, leyendo al peronismo como la
manifestación cultural y política de los sectores subalternos.
Ambas formas suponen, como es lógico, estrategias narrativas específicas. Los cuentos de
Rozenmacher, en tal sentido, se basan en situaciones y personajes ficticios construidos a
partir de una poética realista. Ello debe entenderse, literalmente, como una poética que
aspira a construir historias que puedan interpretarse como réplicas o reflejos de sucesos y
personas existentes en el mundo real. El relato de Walsh, por su parte, no pretende construir
personajes y sucesos ficticios, puesto que narra personas y hechos -como indican los títulos
de las dos primeras partes del texto- que existen o han existido en el mundo real. Pero lo
hace componiendo el relato como si se tratase de un relato literario: de ahí las consabidas
definiciones del género de no ficción como relato de hechos reales narrados con las técnicas
y procedimientos propios de la novela moderna.
Dos estrategias narrativas, entonces, para contar un mismo asunto, el devenir peronista del
pueblo argentino. De los cruces y separaciones que produce el desarrollo de tales
estrategias intentaremos hablar en los apartados que siguen.

El universo narrativo de Cabecita Negra

Cabecita Negra es un libro compuesto por seis relatos de diversa extensión. Uno de ellos,
intitulado “Cabecita Negra”, ofrece su nombre al conjunto. Los seis relatos se sitúan en
distintos escenarios geográficos, aunque a partir de una clara polaridad que divide el
espacio territorial y simbólico de la Capital Federal respecto del espacio geográfico y
cultural del interior del país. Sobre ambos escenarios se desarrollarán las historias que
narran los textos, a partir de una constante narrativa que consiste en focalizar los relatos en
personajes de clara pertenencia popular. Por ello, esos personajes pueden pertenecer a
comunidades étnicas de raíz aborigen, o a comunidades inmigrantes como la de los judíos,
que coinciden cuando sus historias se desarrollan en el mundo urbano. La ciudad los acoge
tanto como los margina en su condición de sujetos subalternos, condenándolos a vivir en un
estado de forzosa alteridad, por así decirlo, al que los arroja un mundo clasista y racista.
Narradas generalmente desde una mirada propicia, sus historias nos muestran a un conjunto
de individuos desvalidos, carenciados tanto de bienes como de afectos, que configuran las
siluetas de una serie de antihéroes donde la escritura de Rozenmacher revela sus deudas con
la tradición del realismo literario argentino. Porque al igual que ciertos personajes de
Manuel Gálvez -piénsese por ejemplo en Nacha Regules-, de Elías Castelnuovo o de
Roberto Mariani, los personajes de Cabecita Negra son seres sufrientes, amasados por la
experiencia del dolor y la pérdida, que parecen sobrevivir en un estado de tensión
permanente a la espera de un momento de redención que no siempre acontece.
De ese singular universo, la escritura de Germán Rozenmacher recupera no sólo sus
imágenes sino también, y de manera esencial, sus voces. Así, los relatos que componen el
libro inscriben las formas de hablas étnicas y culturales, de léxicos teñidos por usos propios
de grupos sociales distantes de los vocablos de la lengua oficial. Ello supone un rescate,
como es obvio, de las lenguas populares, pero también de cosmovisiones sometidas por la
cultura y la política dominantes: sus palabras revelan perspectivas ideológicas que niegan la
mirada hegemónica, aunque esa perspectiva se sostenga en estadios precarios de conciencia
acerca del mundo y acerca de sí.
Tal negación, por elemental o sesgada que sea, no deja de constituir un posicionamiento
político, una respuesta anti-hegemónica a las prescripciones imperativas del poder, que se
lee desde el título mismo del libro. Pero si bien el título da cuenta de manera inequívoca de
la dimensión política del texto, no por ello debe suponerse que la totalidad de la obra asume
una dimensión política explícita. Por el contrario, Cabecita Negra se muestra como un libro
de cuentos donde lo político muchas veces se infiere, en el acto de lectura, de unos sentidos
larvados bajo las formas de una narrativa que pretende mostrar la realidad antes que
interpretarla.
Sin embargo, por momentos lo político se hace explícito, sobre todo en el caso del relato
denominado precisamente Cabecita Negra. Allí la política se despliega en todo su
esplendor trágico: a partir de un malentendido inicial, el personaje desde donde se focaliza
la historia -el señor Lanari-, condensará de manera casi alegórica una cultura de clase que
en rigor no le pertenece. Porque en verdad, Lanari no es más que un pequeño burgués, o en
términos jauretcheanos un miembro del medio pelo argentino, que se mimetiza con los
valores propios de la burguesía o, para decirlo en clave nacional y popular, de la oligarquía
nativa. Y si el malentendido lo enfrenta con una situación absurda y en el fondo ridícula -un
policía lo agrede porque lo confunde con otro patrón que explota a su hermana como
empleada doméstica-, no por ello deja de revelar, con una transparencia ejemplar, la
perspectiva de clase desde la cual Lanari percibe a ese Otro que se encarna en los dos
hermanos, esa auténtica pareja de cabecitas negras.

El universo narrativo de Operación Masacre

Operación Masacre constituye, como se ha dicho, un exponente del género de no ficción en


la Argentina, y por lo tanto resulta ser un precursor de las piezas emblemáticas del género
publicadas en los Estados Unidos recién en la década del sesenta.
En semejante condición, su escritura despliega la narración de una serie de hechos
protagonizados por personajes reales la fatídica madrugada del diez de junio de mil
novecientos cincuenta y seis. Para ello, el texto se organiza en tres partes, las dos primeras
de las cuales se destinan a la presentación de quienes se vieron afectados por ese crimen de
lesa y humanidad, y por el relato de su fusilamiento. La tercera, a su vez, consiste en un
alegato que el autor despliega para refutar la versión oficial de los hechos, y sostener la
tesis de la ilegalidad absoluta con que tales hechos fueron promovidos por parte de los
representantes del poder estatal.
De manera que las dos primeras partes, intituladas respectivamente “Las personas” y “Los
hechos”, concentran la sustancia diegética de la obra. Por ello, “Las personas” se basa en
una representación pormenorizada de las víctimas de la barbarie oficial, merced a un
conjunto de procedimientos característicos de los relatos realistas: en primer lugar, y de
manera notoria, el procedimiento del retrato. Ese procedimiento permite describir los
rasgos físicos y los atributos sociales de los protagonistas del relato, como si se tratase de
encarnar la entidad de las víctimas en imágenes nítidas que permitan su pleno
reconocimiento. Junto con ello, las referencias a sus lugares de vivienda y de trabajo, como
a su entorno familiar y social, posibilitan una clara ubicación de esas personas en un
contexto asimismo visible.
“Los hechos”, por su parte, supone el relato igualmente realista de los fusilamientos en los
basurales de José León Suárez. En primer lugar, por el uso de otros procedimientos
característicos de una poética realista, como la datación de los hechos que se van narrando.
En una serie de capítulos de esta segunda sección del libro, el relato comienza por situar
con precisión absoluta el momento temporal de las acciones, con una finalidad que se
orienta tanto hacia la realización de sus supuestos poéticos, como a la provisión de
argumentos para el alegato que se expondrá en la tercera parte. Porque si por un lado esa
relación contribuye a verosimilizar el relato de los hechos, por otro permite denunciar en la
parte final la violación de la ley marcial con la que las autoridades pretendieron legalizar
los fusilamientos. De igual modo, la narración de los fusilamientos se sostiene en diversas
técnicas narrativas tributarias del relato policial y folletinesco, basadas en mecanismos de
suspenso que tienden a mantener la atención del lector, configurando una trama impactante
que aumenta su intensidad hasta llegar a un punto máximo de resolución donde se conjugan
tragicidad con heroísmo épico.
A esa materia narrativa se le agrega en mil novecientos sesenta y cuatro el prólogo que
habría de acompañar el resto de las ediciones, y que a su vez constituye otro relato, en este
caso de tipo autobiográfico. En dicho prólogo, Walsh da cuenta no sólo de las
circunstancias y los modos en que llevó adelante su investigación, sino además, y de
manera esencial, de la mutación ideológica que sufre a partir de su encuentro con Juan
Carlos Livraga. Esa mutación reconoce un antecedente: la medianoche del nueve de junio
de mil novecientos cincuenta y seis, cuando Walsh se encuentra con las tropas que
combaten en La Plata durante el fallido intento revolucionario del General Valle. Sobre esa
noche volvería meses después, cuando alguien le brinde noticias acerca de los fusilamientos
de militares y civiles que las fuerzas del gobierno habían practicado de manera ilegal.
Sin embargo, el recuerdo de lo que ocurrió esa noche lo muestra como un sujeto
escasamente interesado por tamaños hechos de violencia. Narrado como un relato
ciertamente autocrítico y para nada indulgente, el prólogo refiere el temor de Walsh ante
los tiroteos, su prisa por regresar a su casa, y el momento angustiante en que escucha morir
a un conscripto en la calle, que en vez de decir “Viva la patria” grita “No me dejen solo,
hijos de puta”. Pero todo aquello no afecta de inmediato su conciencia y su visión de lo que
estaba ocurriendo. Por el contrario, en la instancia de recordar lo que sucedió aquella
noche, confiesa: Después no quiero recordar más, ni la voz del locutor en la madrugada
anunciando que dieciocho civiles han sido ejecutados en Lanús, ni la ola de sangre que
anega al país hasta la muerte de Valle. Tengo demasiado para una sola noche. Valle no me
interesa. Perón no me interesa, la revolución no me interesa. ¿Puedo volver al ajedrez?...
Si el ajedrez representa el polo opuesto de la política, al mismo tiempo se exhibe como un
signo de todo un universo cultural mucho más próximo respecto del liberalismo argentino y
de la revista Sur que del movimiento peronista. Por ello, ese sujeto que narra seguidamente
(se) responde: Puedo. Al ajedrez y a la literatura fantástica que leo, a los cuentos policiales
que escribo, a la novela “seria” que planeo para dentro de algunos años, y a otras cosas
que hago para ganarme la vida y que llamo periodismo, aunque no es periodismo.
Pese a ello, seis meses después, una noche asfixiante de verano frente a una cerveza, un
hombre le dice: Hay un fusilado que vive. El oxímoron -figura que remite, como es sabido,
a la escritura de Borges-, provoca su reacción inmediata. Así, el narrador dirá: No sé qué es
lo que consigue atraerme en esa historia difusa, lejana, erizada de improbabilidades. No sé
por qué pido hablar con ese hombre, por qué estoy hablando con Juan Carlos Livraga.
Pero después sabrá. La cara agujereada de Livraga, su boca quebrada, los ojos opacos
donde flota una sombra de muerte lo hacen sentir insultado, como se sintiera sin saberlo al
oír el grito desgarrador del conscripto debajo de la ventana. De ese modo, el encuentro con
Livraga resignifica su experiencia de la historia vivida, lo impulsa a investigar, lo arroja
hacia una militancia y un compromiso que habrían de ir profundizándose y radicalizándose
hasta concluir con la escritura de la Carta Abierta a la Junta Militar y su final trágico en
marzo de mil novecientos setenta y siete.

Cabecita Negra y Operación Masacre en la tradición literaria argentina

Si Cabecita negra y Operación Masacre inscriben al peronismo en la literatura argentina,


lo hacen por lo menos en dos sentidos, a los que podríamos designar como sincrónico y
diacrónico respectivamente. En un sentido sincrónico se leen como una réplica a la cultura
liberal del momento, articulada en gran medida por el espacio de la revista Sur. Esa réplica
supone una vindicación del peronismo, de su cultura, sus prácticas, sus personajes y sus
epopeyas, y está en consonancia con toda un discursividad que atraviesa los años de la
resistencia y que se lee, por ejemplo, en textos como Imperialismo y Cultura de Juan José
Hernández Arregui o Crisis y resurrección de la literatura argentina de Jorge Abelardo
Ramos. Pero además, los relatos de Rozenmacher y Walsh se leen como un diálogo con la
tradición literaria nacional, en un proceso no exceso de miradas críticas y ajustes de
cuentas.
Al respecto, se ha señalado que el cuento “Cabecita Negra” puede entenderse como una
parodia de “Casa Tomada” de Julio Cortázar. Los argumentos sostienen que, desde ese
punto de vista, “Cabecita Negra” invierte el sentido de lo que relata “Casa Tomada”, puesto
que lo que en este cuento es expuesto como un suceso incomprensible e innominado, en
“Cabecita Negra” es referido como un evento motivado por razones históricas, políticas y
culturales, a las que puede mentarse con referencias contextuales precisas. De igual modo,
se han reconocido los vínculos que Operación masacre supone respecto de cierta tradición
denuncialista en la literatura argentina, y que se encarna en obras como Juan Moreira de
Eduardo Gutiérrez.
Por otra parte, en ese tomar distancias respecto del espacio cultural del liberalismo
argentino ambas escrituras no dejan de revelar los vínculos esenciales, constitutivos, que las
ligan con dicho espacio. Porque así como “Cabecita Negra” hace de un relato emblemático
del espacio cultural de Sur su otro inevitable, el prólogo de Operación Masacre no deja de
revelar las deudas que su escritura mantiene respecto de la escritura de Borges y su
predilección por el relato policial.
De tal modo, las escrituras de Rozenmacher y Walsh podrían adscribirse a toda una
tradición nacional de carácter popular, que históricamente se manifiesta como separación
pero también como intercambio con las escrituras del liberalismo, y que en muchos casos
adopta las formas de una escritura realista. Así, la inscripción del peronismo en la narrativa
argentina de la época parece reclamar una estética y una poética que privilegien la
representación de la realidad, por encima de cualquier disquisición de tipo fantástico o
metafísico. Estamos, claramente, ante una elección política del lenguaje poético: de una
elección y no de una imposición determinada por su objeto, como podría suponerlo la
doctrina ortodoxa del realismo narrativo.

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