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A modo de introducción
Cabecita Negra es un libro compuesto por seis relatos de diversa extensión. Uno de ellos,
intitulado “Cabecita Negra”, ofrece su nombre al conjunto. Los seis relatos se sitúan en
distintos escenarios geográficos, aunque a partir de una clara polaridad que divide el
espacio territorial y simbólico de la Capital Federal respecto del espacio geográfico y
cultural del interior del país. Sobre ambos escenarios se desarrollarán las historias que
narran los textos, a partir de una constante narrativa que consiste en focalizar los relatos en
personajes de clara pertenencia popular. Por ello, esos personajes pueden pertenecer a
comunidades étnicas de raíz aborigen, o a comunidades inmigrantes como la de los judíos,
que coinciden cuando sus historias se desarrollan en el mundo urbano. La ciudad los acoge
tanto como los margina en su condición de sujetos subalternos, condenándolos a vivir en un
estado de forzosa alteridad, por así decirlo, al que los arroja un mundo clasista y racista.
Narradas generalmente desde una mirada propicia, sus historias nos muestran a un conjunto
de individuos desvalidos, carenciados tanto de bienes como de afectos, que configuran las
siluetas de una serie de antihéroes donde la escritura de Rozenmacher revela sus deudas con
la tradición del realismo literario argentino. Porque al igual que ciertos personajes de
Manuel Gálvez -piénsese por ejemplo en Nacha Regules-, de Elías Castelnuovo o de
Roberto Mariani, los personajes de Cabecita Negra son seres sufrientes, amasados por la
experiencia del dolor y la pérdida, que parecen sobrevivir en un estado de tensión
permanente a la espera de un momento de redención que no siempre acontece.
De ese singular universo, la escritura de Germán Rozenmacher recupera no sólo sus
imágenes sino también, y de manera esencial, sus voces. Así, los relatos que componen el
libro inscriben las formas de hablas étnicas y culturales, de léxicos teñidos por usos propios
de grupos sociales distantes de los vocablos de la lengua oficial. Ello supone un rescate,
como es obvio, de las lenguas populares, pero también de cosmovisiones sometidas por la
cultura y la política dominantes: sus palabras revelan perspectivas ideológicas que niegan la
mirada hegemónica, aunque esa perspectiva se sostenga en estadios precarios de conciencia
acerca del mundo y acerca de sí.
Tal negación, por elemental o sesgada que sea, no deja de constituir un posicionamiento
político, una respuesta anti-hegemónica a las prescripciones imperativas del poder, que se
lee desde el título mismo del libro. Pero si bien el título da cuenta de manera inequívoca de
la dimensión política del texto, no por ello debe suponerse que la totalidad de la obra asume
una dimensión política explícita. Por el contrario, Cabecita Negra se muestra como un libro
de cuentos donde lo político muchas veces se infiere, en el acto de lectura, de unos sentidos
larvados bajo las formas de una narrativa que pretende mostrar la realidad antes que
interpretarla.
Sin embargo, por momentos lo político se hace explícito, sobre todo en el caso del relato
denominado precisamente Cabecita Negra. Allí la política se despliega en todo su
esplendor trágico: a partir de un malentendido inicial, el personaje desde donde se focaliza
la historia -el señor Lanari-, condensará de manera casi alegórica una cultura de clase que
en rigor no le pertenece. Porque en verdad, Lanari no es más que un pequeño burgués, o en
términos jauretcheanos un miembro del medio pelo argentino, que se mimetiza con los
valores propios de la burguesía o, para decirlo en clave nacional y popular, de la oligarquía
nativa. Y si el malentendido lo enfrenta con una situación absurda y en el fondo ridícula -un
policía lo agrede porque lo confunde con otro patrón que explota a su hermana como
empleada doméstica-, no por ello deja de revelar, con una transparencia ejemplar, la
perspectiva de clase desde la cual Lanari percibe a ese Otro que se encarna en los dos
hermanos, esa auténtica pareja de cabecitas negras.