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Autor

F. Javier Merchán Iglesias es catedráti-


co de Enseñanza Secundaria, Doctor en
Pedagogía por la Universidad. Miembro
del Consejo de redacción de Con-Ciencia
Social y del colectivo Fedicaria. Autor de
numerosos artículos, capítulos de libros
y materiales didácticos sobre la enseñan-
za de las Ciencias Sociales y de la Histo-
ria, tema sobre el que desarrolló su tesis
doctoral. Participa en numerosas acti-
vidades de formación del profesorado y
cursos universitarios.

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F. Javier Merchán Iglesias

Enseñanza, examen y control


profesores y alumnos
en la clase de historia

octaedro

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colección educación, historia y crítica

Colección dirigida por Juan Mainer

Título: Enseñanza, examen y control.


Profesores y alumnos en la clase de historia

Primera edición en papel: junio de 2005

Autor: F. Javier Merchán Iglesias

A Carmeli, Carmen y Javi

Primera edición: noviembre de 2009

©  F. Javier Merchán Iglesias

©  De esta edición:
Ediciones Octaedro, S.L.
Bailén, 5 - 08010 Barcelona - España
Tel.: 93 246 40 02 - Fax: 93 231 18 68
octaedro@octaedro.com
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www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-9921-036-0
Depósito legal: B. 43.973-2009

DIGITALIZACIÓN: EDITORIAL OCTAEDRO

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índice

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

Capítulo 1. Los profesores en el aula: entre el deseo


y la realidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
1.1. Los profesores y profesoras de historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
1.2. El discurso de los profesores sobre la historia
y su enseñanza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
1.3. Los profesores y la historia: ¿una relación interesada? . . . . . . . . . . . 35
1.4. Las dificultades de los profesores en la clase: el problema
del control de la conducta de los alumnos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 40

Capítulo 2. Los alumnos en la clase de Historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49


2.1. Los alumnos: sujetos y aprendices . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49
2.2. Los alumnos en la clase . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 64

Capítulo 3. La clase por dentro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79


3.1. El contenido de la enseñanza: ¿de qué se trata en la clase
(de historia)? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79
3.2. Las actividades en la clase . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 84

Capítulo 4. Enseñanza, calificación y examen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105


4.1. Importancia y significado del examen y calificación
de los alumnos en la enseñanza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105
4.2. Preguntas y ejercicios como ensayo, preparación
del examen y recursos para calificar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119
4.3. El examen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 130

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Capítulo 5. Enseñanza y control . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173
5.1. El orden . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173
5.2. El conflicto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 180
5.3. El control . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 188
5.4. El conocimiento, la enseñanza y el control de la clase . . . . . . . . . . . 195

Breve epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 219

Referencias bibliográficas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 225

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introducción

Este libro tiene su origen en la tesis doctoral que bajo la dirección


de Francisco F. García Pérez presenté en el mes de abril de 2001
en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de
Sevilla, con vistas a la obtención del título de doctor en Pedagogía.
Desde aquel trabajo académico hasta el texto que el lector o lec-
tora tiene hoy en sus manos, no sólo ha pasado algún tiempo sino
que se han producido circunstancias nuevas en la trayectoria in-
telectual de quien escribe, circunstancias que, a mi modo de ver,
han enriquecido la obra original, facilitando su conversión a un
estilo ensayístico más asequible a la lectura, pero, sobre todo, de-
sarrollando perspectivas interpretativas que entonces apenas es-
taban apuntadas. Esas circunstancias a las que me refiero no son
otras que mi incorporación al Proyecto Nebraska, proyecto que, en
el marco más amplio de Fedicaria, une los afanes intelectuales de
los amigos Raimundo Cuesta, Julio Mateos, Marisa Vicente y Juan
Mainer en un común empeño por desvelar con mirada crítica los
entresijos de la escuela que conocemos. De las discusiones habi-
das en nuestros periódicos encuentros o en los continuos inter-
cambios a través de los medios electrónicos de comunicación, de
las ideas y consejos de unos y de otros me he beneficiado a la hora
de redactar estas páginas y es justo dejar constancia de la deuda y
de mi agradecimiento, ello a pesar de que seguramente no he sido
capaz de aprovechar todo el caudal de ideas que me ofrecían, lo
cual puede comprobar el lector o lectora en las insuficiencias que
advertirá a lo largo de la obra. No puedo dejar de agradecer expre-
samente la ayuda prestada por Juan Mainer, que tuvo la paciencia
de leer el texto inicial haciendo correcciones y sugerencias que me
fueron de gran utilidad. Ni puedo tampoco seguir sin dejar cons-

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enseñanza, examen y control

tancia pública de lo que debo a Paco García: sin su amistad y rei-


terada ayuda, estas páginas no hubieran sido posibles.
El objetivo del libro no es otro que el de contribuir a desentra-
ñar el curso de los acontecimientos que se desarrollan en el interior
de las aulas de los centros escolares, es decir, se trata de analizar
el campo de las prácticas escolares en el que diariamente actúan
alumnos y profesores y en el que se materializa el universo de la
enseñanza. En este arriesgado empeño, que no tiene vocación de
exhaustividad, ni es nuevo en los estudios sobre educación –aunque
sí menos frecuente de lo deseable–, se corre el riego de la obviedad,
de hablar de lo que es evidente y todos sabemos, y es posible que en
algunos momentos de la obra el texto haya sucumbido a ese peligro;
sin embargo he preferido pagar este precio a cambio de mantener la
tensión del análisis muy cerca de las rutinas en las que se desarro-
llan las clases, rutinas que, es cierto, todos conocemos, pero pocos
se atreven a desvelar y a someter al escrutinio de la razón. Siguien-
do en esto la estela del pensamiento de Foucault se ha tratado de
convertir en algo extraño la familiaridad del cotidiano transcurrir
en las aulas (Ball, 1993).
Puesto que las prácticas escolares y sus actores no han surgido
de la nada ni son intemporales, sino que tienen su historia, inserta
en la más amplia de los modos de educación, el método genealó-
gico –también, como se sabe, de estirpe foucaultiana– resulta de
extraordinaria potencia a la hora de analizar las rutinas, los esce-
narios, ritmos, tiempos, formas organizativas, etc. que articulan la
enseñanza en los centros escolares; de aquí que se haya tratado de
incorporar al análisis esta fructífera perspectiva. Sin embargo la es-
casez de estudios empíricos sobre este tipo de asuntos –que sólo
recientemente, al menos en España, ha empezado a ser objeto de
atención por parte de la Historia de la Educación– ha limitado las
posibilidades de adentrarse en la genealogía de las prácticas escola-
res, un tarea que queda pendiente para próximos estudios e inves-
tigaciones.
No ocurre lo mismo con otra de las perspectivas analíticas
también presente en este ensayo, como es la que se hace eco de la
dimensión social que atraviesa en todo sus aspectos el fenómeno de
la escolarización y la enseñanza. Los agentes que de manera direc-
ta actúan en el campo de la práctica, alumnos y profesores, no son
meramente individuos que intervienen al margen de sus contextos
sociales y culturales, sino sujetos configurados y situados históri-
camente. La escuela no tiene el mismo significado para todos los

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introducción

que cada día asisten a ella, sino que representa realidades distintas
en relación con su condición social y cultural; por esto no puede
hablarse de un modo único de afrontar el aprendizaje de las mate-
rias escolares, ni de comportamientos homogéneos en el aula, sino
de una diversidad –que nada tiene que ver con el cociente intelec-
tual– que se manifiesta en el desarrollo mismo de las clases y en la
actuación de alumnos y profesores.
Por otra parte, sabemos que la escuela es una institución so-
cial que no tiene como única razón de su existencia la transmisión
del conocimiento (y quizás, de todas, ésta no sea la principal) sino
que juega un papel decisivo en la determinación del conocimiento
legítimo, en la reproducción del orden social o en la configuración
de identidades –de los alumnos, pero también de los profesores–.
Enfocar el análisis de la práctica, buscando sus conexiones con esas
y otras funciones que tiene la escuela en las sociedades capitalistas,
conocer, tal y como nos proponía el malogrado Bernstein, las rela-
ciones entre lo macro y lo micro, entre lo que ocurre dentro de las
aulas y lo que ocurre fuera, es otra de las perspectivas, y al mismo
tiempo objetivo, que ha guiado la elaboración del trabajo.
Consta el libro de cinco capítulos y un breve epílogo: 1) Los
profesores en el aula: entre el deseo y la realidad; 2) Los alumnos en
la clase de Historia; 3) La clase por dentro; 4) Enseñanza, califica-
ción y examen; 5) Enseñanza y control. Aunque la mayor parte de
los ejemplos y experiencias citadas se refieren a la enseñanza de la
Historia en la etapa secundaria, muchas de las ideas que se plantean
en la obra pueden entenderse referidas a otras materias escolares y
a otras etapas educativas, especialmente las que se trabajan en los
capítulos más amplios, el cuarto y el quinto, en los que se abordan
cuestiones más genéricas relacionadas con la lógica que gobierna el
desarrollo de la enseñanza en el aula. En todo caso, si después de
esta introducción, el lector o lectora ha decidido sumergirse en las
páginas del libro, advertirá fácilmente qué aspectos son específicos
de la enseñanza de la Historia y cuáles no. Naturalmente el autor
invita a hacer ese recorrido, animando también a que la lectura sea
un diálogo desde la propia experiencia y conocimiento de cada lec-
tor y a que someta a discusión las ideas que se han vertido en las
siguientes páginas.

Sevilla, septiembre de 2004

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capítulo 1

Los profesores en el aula: entre el deseo y la realidad

1.1. los profesores y profesoras de historia

Destacar la importancia del papel de los profesores es un tópico más


que repetido pero siempre inevitable en cualquier trabajo que trate
de la enseñanza y particularmente si, como es este caso, tiene por
objetivo analizar la lógica de lo que acontece en el interior de las au-
las en relación con la transmisión del conocimiento, pues en última
instancia son ellos, junto con los alumnos, quienes finalmente ma-
terializan la realidad con sus actos. Pero, según mi punto de vista, la
mejor comprensión del modo de decir, pensar y, sobre todo, actuar
de los docentes en el desarrollo de las clases requiere que considere-
mos su figura no sólo como la de quien posee un conocimiento y lo
transmite sino como la de un sujeto portador de un habitus configu-
rado históricamente en relación con la actividad que desempeña. Es
frecuente hacer responsables a los profesores de los éxitos y fracasos
de los planes de mejora o cambio en la enseñanza, suele considerarse
que una vez que los expertos determinan los elementos básicos del
currículum y que la administración dispone las normas y recursos
apropiados, compete a los docentes su aplicación, como si ya todo de-
pendiera de su voluntad, de su grado de sintonía o resistencia con
respecto a las propuestas que emanan de círculos que se tienen por
bien informados. La contraposición entre profesionalismo y cambio
suele plantearse periódicamente en los debates sobre las reformas es-
colares, sobre todo cada vez que se constata su fracaso,1 y algo de

1.  Planteamientos de este tipo referidos a las reformas más recientes en Espa-
ña pueden verse citados en Escolano (2002, 265) y defendidos en Fernández Enguita
(2002).

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enseñanza, examen y control

acertado hay en esta perspectiva, sin embargo resulta una simplifi-


cación pensar que la actuación de los docentes obedece exclusiva-
mente a intereses corporativos o a malévolas intenciones sobre los
planes reformistas, no debe olvidarse que el profesor es en buena
medida rehén de su pasado, de sus rutinas, de sus propios discur-
sos, desde luego de la corporación a la que pertenece, pero también
de las funciones que tiene que desempeñar en un contexto que no
elige ni apenas puede modificar y, sobre todo, de los problemas que
diariamente debe resolver en el desarrollo de las clases. Lejos de re-
ducir el papel de los profesores al de enseñantes, habremos de tener
en cuenta que sus pautas de comportamiento no son ajenas a las
señas de identidad de la corporación a la que pertenecen y al lugar
que la profesión ocupa en el universo de las complejas sociedades
de nuestro tiempo. Y en una mirada más próxima al mundo de la
clase en el que de forma interactiva se relacionan con los alumnos,
con el medio y con el conocimiento, será menester advertir también
que los profesores y las profesoras se ven obligados, y de manera
a veces inaplazable, a resolver situaciones ajenas a la problemática
específica de la transmisión del conocimiento, situaciones que re-
quieren decisiones, competencias y habilidades singulares que ha-
cen del profesor algo más, o algo distinto, a una persona que enseña
a otras, tomando el verbo enseñar en su significado más estricto. La
invención de la figura del profesor, la construcción histórica de los
cuer­pos docentes, la configuración del habitus, de las rutinas y dis-
cursos profesionales no se hace, desde luego, al margen de la cons-
trucción misma de la institución escolar y de su transformación a
lo largo de los sucesivos modos de educación.2 Además, el papel de
los docentes en la clase, las formas de conducirse en el gobierno y la
enseñanza de los alumnos, tiene mucho que ver con las circunstan-
cias, más bien inalterables –y a veces cambiantes–, que intervienen
en la arquitectura del mundo de la enseñanza en el aula.
2.  El modo de educación es un concepto construido por Raimundo Cuesta
como categoría analítica para la periodización de la historia contemporánea de la
educación en España. Inspirado en la tipología propuesta por Lerena, sirve al citado
autor para designar dos grandes etapas en el desarrollo del sistema educativo en la
era del capitalismo: el modo de educación tradicional-elitista, que abarcaría desde
sus orígenes hasta los años sesenta del siglo xx, y el modo de educación tecnocrático
de masas, que llegaría hasta nuestros días. Los criterios de Cuesta a la hora de esta-
blecer esta periodización no se refieren tanto a las políticas gubernamentales cuanto
a las distintas formas de producción y reproducción del conocimiento escolar, a los
sistemas de reparto del capital cultural, etc. en relación con el papel del sistema edu-
cativo en la dominación y legitimación del poder. Una explicación exhaustiva de este
asunto puede verse en el capítulo 3 de su obra más reciente (Cuesta, 2005).

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1. los profesores en el aula

Si los consideramos desde la perspectiva apuntada en el párra-


fo anterior, seguramente no son muchos los rasgos que diferencian
a los profesores y profesoras de Historia en activo de los de otras
disciplinas escolares. Quizás la singularidad de su figura reside en
los elementos específicos del discurso sobre la asignatura o en las
formas particulares de articulación del colectivo o en el hecho, en
definitiva, de que su identidad profesional se ha construido en tor-
no a un tipo de conocimiento que por muchas razones –pero espe-
cialmente por la finalidad que se le atribuye socialmente– es dis-
tinto al de la Física o las Matemáticas. Se trata de un grupo cuya
edad media actualmente en España oscila alrededor de los 47 años,
la mayoría alcanza además los 20 años de experiencia, por lo que
se incorporaron a la docencia en los primeros años de la década de
los ochenta y, probablemente, finalizaron sus estudios universita-
rios en las postrimerías del franquismo o en los primeros años de
la transición. Obsérvese que, según estos datos, tanto los años de
madurez como estudiantes de Historia en las Universidades espa-
ñolas como los primeros de ejercicio de la docencia, coinciden con
una época de gran actividad política y social en la que, además, el
número de estudiantes de Historia era muy superior al de ahora, al
menos si pensamos en los que eligen estos estudios como prime-
ra opción de sus preferencias universitarias. A destacar también el
hecho de que por entonces se produce la entrada masiva de estu-
diantes en los Institutos de Enseñanza Media al tiempo que, debido
a esta masificación, se produce un incremento notable del número
de profesores. Esta doble masificación de alumnos y profesores no
es, desde luego, un asunto irrelevante y nos sirve de indicativo para
señalar el paso del modo educación tradicional-elitista al modo de
educación tecnocrático de masas. A este respecto es destacable el
dato de que en 1960 el número de profesores y profesoras de Histo-
ria en Institutos de Bachillerato era de 442, mientras que en 1992 la
plantilla de profesores que impartía Historia dentro del Cuerpo de
Profesores de Enseñanza Secundaria rebasaba ya los 9.000 efectivos
(Cuesta, 1998, 170), una vertiginosa progresión que, al decir de este
autor, provocó una crisis profunda en la profesión docente que, por
otra parte, se resiste al disminuido papel que le toca jugar en esta
nueva etapa de la historia de la educación en España.
Entre esta generación de profesores y profesoras que mayori-
tariamente enseña hoy Historia en los centros de Educación Se-
cundaria españoles, se destaca un grupo numeroso que participó
activamente en la vida política de los años de la transición de la

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enseñanza, examen y control

dictadura a la democracia, para ellos, en muchos casos, la forma-


ción histórica se consideraba una especie de prolongación de su
compromiso político en el que se daban la mano el deseo de cam-
biar la realidad con la idea de disponer de un instrumento –el cono-
cimiento histórico– que se concebía como una ayuda inestimable
en el empeño transformador. No obstante, y aunque es algo difícil
de discernir a estas alturas, quizás fuera excesivo afirmar que esa
conciencia militante era la que motivaba la decisión de la may-
oría de los estudiantes de aquellas fechas. Seguramente el halo de
conocimiento culto y distinguido que desde el siglo xix adornaba
a la disciplina fue responsable también del interés por la Historia
de muchos de los que hoy son profesores y profesoras de la asig-
natura, una razón que evidentemente era muy distinta a la que at-
raía al grupo reseñado en las líneas anteriores. Admitiendo que en
el seno de la corporación de los profesores de Historia se da esta
doble y contradictoria posición sobre el interés y significado de la
materia –conocimiento erudito versus conocimiento socialmente
comprometido– parece sin embargo que mayoritariamente se de-
cantan por adscribirse a posiciones políticas e ideológicas de signo
más progresistas que conservadoras. En este sentido los resultados
de la encuesta «Youth and History», publicados por iniciativa de la
Körber Foundation y de Euroclío –European Standing Conference of
History Teachers Associations– (Leew-Roord, 1998) nos ofrecen al-
gunos datos interesantes sobre los profesores de Historia.3 Así, nos
dibujan a un profesorado políticamente mucho más inquieto que sus
estudiantes; concretamente afirman Borries y Baeck (1998, 150) que
–al contrario que el de sus estudiantes– el nivel de interés por la polí-
tica entre los profesores es muy alto en los países de Europa Occiden-
3.  Esta publicación recoge las conclusiones de la Conferencia de Asociaciones
de Profesores de Historia de 36 países, celebrada en Pécs (Hungría) entre el 17 y el
21 de septiembre de 1997, así como algunos análisis e interpretaciones de los resul-
tados de la encuesta. Si bien la mayor parte de la información que en ella se recoge
se refiere a los alumnos y a las prácticas pedagógicas en la clase de Historia, se trata
en realidad de dos cuestionarios, uno para alumnos y otros para profesores, aunque
la muestra utilizada en el caso de los primeros es muy superior a la utilizada con los
docentes. De hecho se encuestaron 31.000 adolescentes, de entre 14 y 15 años, de 27
países de Europa, así como de Israel, Palestina y Turquía, mientras que el número de
profesores participantes no fue superior a 30 en cada uno de los países, exceptuando
el caso de Croacia y Holanda que, por diversas razones, no facilitaron las respuestas.
El cuestionario respondido por los profesores consta de un total de 24 preguntas de
carácter cerrado, cada una de ellas con varios ítems; son preguntas que abordan di-
versos aspectos de la práctica de la enseñanza de la Historia así como opiniones de
los profesores sobre cuestiones de interés, recabando asimismo algunos datos que
sirven para caracterizar a los profesores de la asignatura.

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1. los profesores en el aula

tal, y algo menor en algunos países de Europa central y del Este como
Polonia y Hungría, diferencias que se invierten en el caso del Próximo
Oriente, donde los estudiantes muestran mayor interés por la política
que sus profesores. En el caso de España, la encuesta revela que los
profesores de Historia se muestran muy interesados por la política, un
dato que contrasta llamativamente con el hecho de que, sin embargo,
los alumnos españoles se manifiestan muy poco interesados por este
asunto, encontrándose en el grupo de países que declaran menos in-
terés por la política. En relación con sus convicciones políticas, pue-
de afirmarse, según la encuesta a la que me vengo refiriendo, que la
mayoría de los docentes declaran ser moderadamente progresistas, de
manera que las posiciones políticas conservadoras serían minoritarias
entre los profesores de Historia en Europa. En lo que respecta a los
profesores españoles, la encuesta revela el hecho significativo de que
la mayoría se sitúa políticamente algo más a la «izquierda», en un es-
pacio abiertamente progresista, una adscripción que Guimerá (1993)
concreta algo más afirmando que la mayoría de los profesores de His-
toria se identifica con el marxismo como corriente historiográfica.
Generalmente se ha sobreentendido que existe una cierta co-
rrespondencia entre el pensamiento político y la práctica pedagógi-
ca, dándose por supuesto que los profesores ubicados política e ideo-
lógicamente en el campo de la izquierda desarrollan una enseñanza
más abierta, con métodos más innovadores, mientras que los que se
sitúan en un ámbito conservador practicarían un tipo de enseñanza
más tradicional. Esta tesis, defendida, por ejemplo, por Guimerá, no
parece, sin embargo, que pueda confirmarse cuando se analiza lo
que ocurre en el interior de las aulas en el curso de la enseñanza
de la Historia. Refiriéndose a ello Raimundo Cuesta duda de que
esas convicciones hayan tenido o tengan consecuencias significati-
vas en la práctica docente y en el aprendizaje de los alumnos, afir-
mando que «no parece, por consiguiente, que la conciencia de “ser”
marxista desencadenara automáticamente una enseñanza de nuevo
tipo; por el contrario, quizá sea posible hallar, por encima de las
divergencias ideológicas e historiográficas, un sustrato común, una
ideología profesional de la vida cotidiana y una doxa mayoritarias
que explicarían algunas de las prácticas más extendidas en la ense-
ñanza de la Historia» (Cuesta, 1998, 175). Estos argumentos se ven
apoyados por el estudio anteriormente citado de Borries y Baeck;
en él se confirma que, efectivamente, las variaciones observadas
en la práctica de la enseñanza no guardan relación directa con la
orientación conservadora o progresista de los profesores. A similar

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enseñanza, examen y control

conclusión llegó Evans (1990 y 1991) tras investigaciones realizadas


sobre la incidencia que tenían las convicciones ideológicas de los
profesores en la práctica escolar y en el aprendizaje de los alumnos,
afirmando también que no puede constatarse una corresponden-
cia directa entre la forma de enseñar y la ideología del profesor o
profesora. Si compartimos este tipo de consideraciones, habría que
pensar que, aunque es posible que la ideología tenga alguna inci-
dencia sobre la actuación de los profesores en el aula, no parece que
el desarrollo de las clases responda básicamente a este criterio sino
que en ello deben intervenir otro tipo de factores ajenos al modo de
pensar, a los deseos e intenciones de los docentes. Circunstancias
como las propuestas por Evans –la escasa motivación del alumna-
do, el persistente problema del control sobre el grupo-clase o las
dificultades contextuales– y otras que se verán más adelante deben
ser tenidas en cuenta a la hora de explicar las rutinas escolares, en
mayor medida quizás que las ideas de los profesores.
Sucede entonces que lo que ocurre cotidianamente en las aulas
no es exactamente lo que los profesores desean; y es que en el cam-
po de la práctica muchas cosas escapan a sus intenciones e incluso
ocurren de manera distinta o contraria a como proyectan; no se en-
tendería de otra forma el hecho de que la formación histórica que
realmente reciben los alumnos esté muy distante de las virtudes de
un conocimiento que la mayoría de los profesores relacionan con el
compromiso político y social. Independientemente de que entre la
declaración de intenciones y la práctica haya muchas diferencias,
que tienen que ver con la función retórica propia de los discursos
profesionales, hay algo de cierto también en el hecho de que la con-
tradicción entre el pensamiento y la acción refleja las limitaciones
que tienen los profesores para actuar en la clase, o para hacerlo en
uno u otro sentido. Paradójicamente, la propia identidad profesio-
nal constituye, junto a otros factores como los apuntados anterior-
mente por Evans, una de esas ataduras. Esta identidad está ligada
al saber en el que socialmente se les reconoce como expertos, es
decir, a la Historia. Antes que docentes los profesores de Enseñanza
Secundaria gustan llamarse y ser llamados historiadores; en esto
tiene mucho que ver desde luego el diferente estatus del que gozan
uno y otro saber, es decir, la Historia y la Pedagogía. A ello no es
ajena tampoco la formación recibida y el título que les capacita para
el ejercicio de la docencia. Aunque es significativo el número de
profesores y profesoras que ejercieron anteriormente como maes-
tros –quizás mayor que en otras disciplinas–, generalmente es la

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1. los profesores en el aula

licenciatura en Historia General (o en Geografía e Historia) la que


posibilitó a la mayoría de los profesores hoy en ejercicio su acceso a
la docencia, no había entonces ni actualmente estudios específicos
para la enseñanza –salvo el escuálido CAP–, de manera que su for-
mación universitaria se ha referido exclusivamente a la disciplina
que enseñan y nada o casi nada a la enseñanza de la Historia. Esta
ausencia de toda formación inicial relacionada con la docencia no es
desde luego irreversible y ni siquiera elemento decisivo para expli-
car el quehacer de los profesores en la clase, pero resulta expresiva
del despego que la corporación ha sentido por la enseñanza y de la
simplicidad con la que se plantea sus problemas. En todo caso una
formación centrada en la disciplina y ajena a la docencia ha contri-
buido a forjar la identidad social de los profesores de Historia y la
propia subjetividad profesional de muchos de ellos.
Entonces, puesto que los profesores y profesoras de Historia
actualmente en ejercicio no han recibido una formación específica
para la docencia, ¿cómo se adquieren las destrezas y conocimien-
tos que utilizan en la enseñanza de la asignatura? La ausencia de
una formación inicial previa no es sólo un dato objetivo sino que
forma parte también de la idiosincrasia de la profesión en este ni-
vel de la educación secundaria, pues es un hecho contrastado que
hoy muchos profesores no ven necesaria esa formación específica,
siendo en esto herederos de una tradición que siempre consideró
la docencia como algo alejado de una profesión práctica suscepti-
ble de ser aprendida previamente (Cuesta, 1998, 40), un argumento,
por cierto, que sirve para distanciarse de los maestros de educación
primaria que, al parecer, sí necesitan de esa formación. En verdad
los conocimientos que la mayoría de los profesores tiene sobre la
enseñanza de la Historia y de otras materias se adquieren en la pro-
pia práctica, en la relación con los compañeros, en las «discusiones
con amigos y colegas» y con el recuerdo de sus propias experiencias
como alumnos. El hecho de que la actividad docente sea del tipo de
«inmersión inmediata», es decir, que obliga a los profesores a resol-
ver desde el primer día de su incorporación problemas que en otras
profesiones se afrontan en un largo proceso de inmersión (Cuban,
1984), explica que tengan que acudir a sus propias experiencias
como fuente de conocimiento, así como a toda una serie de recur-
sos prácticos que tienen acreditada su capacidad para ayudarles en
la diaria gestión de la clase. Por lo tanto el aprendizaje de los profe-
sores noveles se basa más en la imitación que en la reflexión, inclu-
so en el caso de que hubiera habido una formación previa, si ésta es,

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enseñanza, examen y control

como suele ser, ajena al campo de la práctica y se centra en conte-


nidos distantes de la realidad.4 En este sentido, junto al recuerdo de
las rutinas empleadas en las aulas a las que los profesores asistieron
como alumnos, el proceso de socialización profesional en el que lo
fundamental es aprender de lo que los más experimentados hacen,
constituye la segunda fuente de donde los profesores adquieren el
conocimiento necesario para la enseñanza. Obsérvese que en am-
bos casos se dan condiciones apropiadas para que las prácticas do-
centes se transmitan incólumes de una generación a otra, es decir,
para que predomine la continuidad frente al cambio.
A falta de una mejor formación los profesores enseñan tal y
como les enseñaron y tal y como ven que hacen otros colegas. El
saber hacer en el aula es un conocimiento que se adquiere con el
paso de los años, con la experiencia. Anteriormente hemos visto
que, como media, el profesorado de Historia actualmente en ejerci-
cio tiene algo menos de 20 años de experiencia, lo que significa que
las rutinas anteriormente referidas han tenido tiempo de consoli-
darse en la práctica docente e incluso hacerse resistentes a los posi-
bles cambios o innovaciones. Tal y como atestigua la actitud de los
alumnos con los profesores noveles, en este proceso lo importante
es alcanzar habilidades suficientes para transmitir el conocimiento,
pero, sobre todo, más importante y urgente es controlar la clase,
pues sin este requisito no puede producirse la enseñanza. Natural-
mente esta habilidad se adquiere también acumulando experiencia,
pero es un asunto que no depende sólo del propio conocimiento
sino también de las características de los alumnos.
La trayectoria de los profesores suele estar jalonada por el tras-
lado de un centro a otro hasta asentarse en el que reúna las condi-
ciones que –al margen de las circunstancias particulares de cada
caso– suelen considerarse idóneas por la mayoría de los docentes.

4.  En realidad la formación inicial no garantiza que no se den prácticas igual-


mente rutinarias; depende en primer lugar de sus características. No es el lugar para
abordar este asunto, solamente apuntaría la idea de que a mi modo de ver el principal
déficit de la formación que reciben los docentes reside en su alejamiento de la reali-
dad, de lo cual no debe inferirse que abogo por una formación de corte practicista
sino por una formación vertebrada por el análisis de teorías sobre las prácticas esco-
lares. Por otra parte la formación que tengan los profesores tampoco es determinan-
te en su práctica, y a veces ni siquiera fundamental, pues como ya se ha indicado, y se
expondrá a lo largo de esta obra, la realidad no obedece necesaria ni exclusivamente
a las intenciones, planes y proyectos de los implicados directamente en la enseñanza.
La formación inicial y permanente debe entenderse como una variable más, impor-
tante desde luego, a la hora de analizar e intervenir sobre las prácticas escolares, más
decisiva cuanto más tenga que ver con ellas.

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1. los profesores en el aula

Dadas las escasas posibilidades de movilidad vertical en este sec-


tor, la carrera del profesor es eminentemente horizontal, y consiste
precisamente en este movimiento entre los diversos Institutos bus-
cando la posición más satisfactoria para trabajar, lo que suele re-
lacionarse con la proximidad al domicilio o con las características
socioeconómicas y culturales del lugar en el que se ubica el centro
o, lo que viene a ser casi lo mismo, con el perfil sociocultural de los
alumnos a los que les va a impartir sus clases. De hecho, cuando
se encuentran en la tesitura de elegir un nuevo centro de destino,
la pregunta más habitual entre los profesores se refiere a las carac-
terísticas de los alumnos, y es este criterio el que suele manejarse
para valorar las cualidades de los centros. En realidad lo que ocurre
es que los profesores, de Historia o de cualquier otra materia, pre-
fieren generalmente impartir sus clases mejor a un tipo de alumnos
que a otros, y cuando tienen posibilidades de elegir procuran, por
lo tanto, optar por centros en los que cursan sus estudios alumnos
con determinadas características que se consideran aceptables y, al
contrario, tratan de escapar de aquellos en los que el alumnado no
se ajusta a ese modelo o incluso responde a un patrón que suele
resultar insatisfactorio para la práctica docente. El caso es que, nor-
malmente, este tipo de apreciaciones sobre las características de los
alumnos –que, como vemos, tiene consecuencias sobre la trayecto-
ria profesional– se basan principalmente en la valoración que hacen
los profesores de su actitud con respecto a la actividad escolar, en
particular, respecto a la asignatura que imparten y, más concreta-
mente, de su comportamiento en el aula, pues, como vamos viendo,
y en ello se profundizará más adelante, el gobierno de la clase cons-
tituye un problema de primer orden en el ejercicio de la docencia.
Y puesto que estos parámetros que definen el perfil de los alumnos
con los que prefieren o no trabajar los profesores son aspectos que
tienen mucho que ver con la condición social de los estudiantes, es
lógico, por tanto, que, con el paso del tiempo y a medida que aumen-
tan las posibilidades de elección de centros, los docentes tiendan a
desplazarse a Institutos con alumnos de estratos sociales superio-
res, mientras que los que tienen menos posibilidades –es decir, me-
nos experiencia– suelen impartir sus clases en centros con alumnos
de inferior condición social.5 Los datos del cuadro 1.1 –tomados de

5.  Ciertamente hay otros elementos que influyen en la elección de los profeso-
res a lo largo de su trayectoria profesional; éste es, no obstante, uno de los que tiene
mayor incidencia.

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enseñanza, examen y control

cuadro 1.1.
Años de experiencia del profesorado que imparte sus clases en centros con
alumnos de nivel social bajo
años de experiencia porcentaje que imparten clases
en centros de nivel social bajo
Profesores con más de 17 años de experiencia 59%

Profesores con 17 o menos años de experiencia 69%

Fuente: Merchán 2001a.

una muestra pequeña de profesores y profesoras– son expresivos de


esta situación.
La preferencia de los profesores por trabajar con alumnos de
contextos socioculturales propios de clases medias, en razón pro-
bablemente de considerar más satisfactorios sus comportamientos
en la clase, no es la única tendencia que puede observarse en la
trayectoria profesional de los docentes. Puede advertirse también
que, por motivos seguramente similares, los profesores y profeso-
ras prefieren impartir sus clases en los niveles de Bachillerato an-
tes que en los cursos de la Educación Secundaria Obligatoria, de
manera que, a medida que se acumula experiencia, dentro de un
mismo centro, especialmente en los que están ubicados en contex-
tos sociales más deprimidos, los profesores eligen los cursos supe-
riores para impartir sus clases mientras que los que tienen menos
antigüedad lo harán en los niveles inferiores (ver cuadro 1.2). De
hecho el criterio principal que subyace en esta elección es nueva-
mente el de las características del alumnado –su actitud hacia la
enseñanza y su comportamiento en la clase–, coincidiendo en esto
con la tendencia, apuntada anteriormente, a elegir, cuando es po-
sible, un determinado tipo de Instituto. Y es que, efectivamente,
para los profesores de Historia–y suponemos que también para los
de otras materias– una de las circunstancias que resulta de la ma-
yor importancia en sus consideraciones prácticas es la de la dispo-
sición o actitud de los alumnos en la clase, lo cual, como veremos,
tiene mucho que ver con su condición social, pues ello determina
en gran medida el tipo de interacciones que allí se producen, así
como los problemas de gestión que deben afrontarse.
La tendencia a impartir clases a alumnos con determinadas
características forma parte de las reglas implícitas del campo profe-
sional y nos revela las inquietudes que en la práctica viven los profe-

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1. los profesores en el aula

cuadro 1.2.
Cursos que imparten los profesores según los años de experiencia en
Institutos con alumnos de clases sociales bajas

años de experiencia imparten sólo bachllto. imparten sólo eso

Profesores con más de 17


24% 7%
años de experiencia

Profesores con 17 o menos


9% 11%
años de experiencia

Fuente: Merchán, 2001a.

sores en el ejercicio cotidiano de su trabajo. Estas realidades agitan


una identidad profesional y social que en otro tiempo estuvo basada
en la relevancia de su papel en la formación de las minorías cultas
y distinguidas de la sociedad. Ante tamaña perturbación producida
por los radicales cambios acaecidos en la cualidad de los destinata-
rios de la enseñanza no es mucho lo que puede hacerse para soste-
ner la decadente imagen de los profesores; una de las posibilidades
es revitalizar la importancia de la asignatura reformulando el dis-
curso sobre su enseñanza.

1.2. el discurso de los profesores sobre la


historia y su enseñanza

Analizando el proceso mediante el cual determinados conocimien-


tos llegan a convertirse en disciplinas escolares, Goodson (1995)
señala la importancia de la elaboración de un discurso que legiti-
me y justifique su presencia en el currículo, especialmente ante el
público externo al propio sistema educativo. El papel de la retórica
legitimadora no termina una vez que se ha alcanzado el estatus de
conocimiento escolar sancionado por la legislación educativa, sino
que resulta especialmente importante a la hora de hacer frente a las
amenazas que socavan esa posición en el currículum escolar.
Y es ésa precisamente la situación en la que se encontraba la
Historia escolar a finales de los años sesenta; acusada de haberse
convertido en un saber memorístico, enciclopédico y culturalista,
muy alejado de las necesidades formativas de las nuevas generacio-

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enseñanza, examen y control

nes, se cuestionó su identidad como disciplina escolar, abriéndose


un extenso debate que recientemente ha llegado a un nuevo punto
de inflexión (Cuesta, 2002). Precisamente, en la línea de lo señalado
anteriormente por Goodson, la reacción de los colectivos interesa-
dos en mantener el estatus de la Historia en el currículum escolar
–sobre todo historiadores universitarios y profesores de Historia–
ha consistido, entre otras actuaciones, en la renovación del discurso
legitimador de la asignatura.
Uno de los elementos imprescindibles en cualquier discurso so-
bre las materias del currículum escolar es la explicación de la inci-
dencia que su enseñanza tiene en la formación de los jóvenes; se trata
generalmente de un argumento implícito que se apoya en la supuesta
evidencia de que el aprendizaje de los contenidos opera algún efecto
positivo sobre los individuos y por ello sobre el conjunto de la so-
ciedad. Así, la adquisición de tales o cuales conocimientos (y no de
otros) se convertiría en pieza fundamental de la configuración de un
sujeto y de una sociedad deseable, mientras que lo contrario podría
ser motivo de actitudes y comportamientos que podrían repercutir
negativamente en la vida social. Desde luego habría que admitir que
se trata de un razonamiento que no carece de lógica, pues me pare-
ce cierto que el conocimiento incide en las formas de pensamiento y
acción de los individuos; otra cosa distinta es que esto ocurra en el
caso de las materias escolares y en el de la enseñanza que realmente
se practica en las aulas. Ya hemos visto que algunos autores cuestio-
nan la supuesta relación entre las convicciones ideológicas declaradas
y la práctica docente, descartando así mismo que los profesores de
Historia incidan de manera significativa en las convicciones de los
alumnos, de hecho algunas investigaciones (Evans, 1990, 1991) con-
cluyen que para la mayoría de los estudiantes no existen cambios de
sus opiniones sobre la sociedad en relación con el aprendizaje de la
Historia, lo cual se explica por la habitual orientación de los conteni-
dos que realmente se imparten en el aula.
Sin embargo uno de los argumentos característicos del discur-
so profesional sobre la Historia es la convicción de que su enseñanza
influye en las ideas que los alumnos tienen sobre la sociedad actual,
de manera que éste sería uno de los atributos de la asignatura, es
decir, su capacidad para modelar las conciencias de los estudiantes
y hacerles entender la realidad social de una forma determinada,
por supuesto mucho más noble y desinteresada que la que se trans-
mite a través de los mecanismos habituales en la sociedad:

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1. los profesores en el aula

[La Historia] Puede influir en el sentido de interpretar de una


manera o de otra los acontecimientos actuales, evitando la «con-
taminación» de los medios de comunicación y la demagogia de los
políticos.6

A veces esta convicción se expresa como un deseo, seguros de


que de esta forma se contribuye decisivamente a la formación de los
jóvenes y adolescentes, a una misión casi sagrada en la que la Histo-
ria es un recurso fundamental:

Espero que sí [que influya en los alumnos], es más, espero


que comprendan las características de la sociedad en la que viven
y que sean capaces de tomar una postura de tolerancia y respeto
a la pluralidad, para lo cual la Historia, a mi parecer, es la materia
idónea.

Palabras que contrastan notablemente con los datos que nos


ofrecen los estudios sobre lo que en realidad ocurre en las aulas,
y que ponen de manifiesto algo característico del ethos de los pro-
fesores de Historia como es la contradictoria convivencia entre el
deseo y la realidad, entre la atmósfera culta, distinguida y de nobles
fines que envuelve a la asignatura y la más difícilmente asumible
en que se mueve la práctica de su enseñanza. Ciertamente no todos
sostienen que exista esa capacidad de influencia de la enseñanza de
la Historia sobre el pensamiento de los alumnos, lo cual, a pesar de
todo, produce frustración, cierta desazón que mina la propia estima
profesional. Algunos profesores incluso detectan dónde radica el
problema, apuntando directamente hacia el carácter académico del
conocimiento que se imparte en la escuela, hacia lo que podríamos
llamar la escolarización del conocimiento, como causa de su inca-
pacidad formativa, de manera que, según esto, la Historia escolar,
es decir, la propia materia que se enseña, sería el principal obstácu-
lo en la formación histórica de los jóvenes.

6.  Todas las citas de alumnos y profesores están tomadas de Merchán (2001a).
Se trata de la investigación que posteriormente dio lugar al trabajo que presenté
como tesis doctoral dirigida por Francisco F. García. Como he señalado en la Intro-
ducción, el libro que tiene el lector o lectora en sus manos es una síntesis de ese tra-
bajo académico, de él proceden la mayor parte de los datos, incluyendo la mayoría de
los comentarios de alumnos y profesores. Un par de reseñas críticas de este trabajo
pueden verse en Luis (2001a y 2001b). En este caso, y en los que siguen en este capí-
tulo, se trata de respuestas de profesores o profesoras a preguntas de un cuestionario
abierto utilizado en la citada investigación. En adelante, a fin de facilitar la lectura y
mientras no se indique algo distinto, debe entenderse que es ésta la fuente.

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enseñanza, examen y control

Pero a pesar de esta incredulidad, el discurso mayoritario en-


tre los profesores de Historia sostiene, como se ha dicho, la tesis
de la potencialidad de su enseñanza para modelar la conciencia de
los estudiantes, para educarlos de una forma determinada, lo cual
debe ser interpretado como una virtud de la asignatura que, a pe-
sar de los obstáculos que encuentra para su desarrollo, justifica su
presencia en el currículum, o quizás como una falta de realismo y
de espíritu autocrítico de los profesores. Ciertamente el escepticis-
mo de algunos –alimentado, seguramente, por lo que ven diaria-
mente con el desarrollo de la enseñanza en las aulas– se extiende a
muchos cuando de lo que se trata es de valorar la influencia que la
enseñanza de la Historia pueda ejercer no ya sobre las ideas de los
estudiantes sino sobre sus prácticas sociales relativas a la interven-
ción en actividades sociopolíticas; constatación que pone distancia
entre aquella idea que veíamos en muchos de los otrora estudiantes
y hoy profesores y profesoras de Historia acerca del conocimiento
histórico como instrumento de transformación social y la realidad
que perciben en las aulas: «Influye poco [en la práctica social]. Los
alumnos “no piensan” debido a las clases de Historia…».
Diríamos entonces que la Historia en cuanto asignatura (y
en cuanto conocimiento) tiene en sí misma un gran valor forma-
tivo, independientemente de que por unas u otras circunstancias
es probable que todas sus posibilidades no puedan desarrollarse
plenamente, no tanto en el ámbito del pensamiento y de las acti-
tudes cuanto en el campo de la práctica social. Desde luego en el
discurso profesional no se cuestiona ese valor formativo puesto que
se considera una cualidad intrínseca, una virtud consustancial a la
propia disciplina que «nos hace más libres, independientes, menos
manipulables…». Ahora bien, ¿en qué consiste realmente la capa-
cidad formativa de la Historia según el discurso de los profesores?
La mayor parte de los estudios sobre el tema coinciden en señalar
que el núcleo en torno al que se articula el nuevo discurso sobre la
enseñanza de la Historia es la idea de considerar que el principal
valor e interés de la asignatura estriba en su capacidad para ayudar
a la comprensión del presente. Frente a la crítica de que se trata de
un conocimiento abstracto, distante de la realidad, de un adorno
cultural para las élites, la comprensión del presente se ha conver-
tido en la piedra angular de la arquitectura del discurso sobre la
asignatura. Así, en las declaraciones del profesorado, en la publici-
dad de los libros de texto y en la oratoria oficial, todo se orienta a
la consecución de esta finalidad y, salvo excepciones, mayoritaria-

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1. los profesores en el aula

mente unos y otros consideran que es ésta la verdadera función de


la Historia escolar: comprender el mundo en el que vivimos.
Y este es el objetivo que la mayoría del profesorado dice per-
seguir con su enseñanza, de tal forma que la vieja disciplina –acu-
sada de ser un saber inútil, propio de minorías ociosas– adquiere,
según esto, cualidades propias de los saberes técnicos, ya que el co-
nocimiento que se distribuye en las aulas parece tener aplicación
en la vida real, pues, aunque fundamentalmente trata de los hechos
históricos, se conviene en que el conocimiento del pasado es im-
prescindible para quienes quieran estar informados del mundo en
que vivimos. Efectivamente, los datos obtenidos en investigaciones
propias indican que en las declaraciones de los profesores la com-
prensión del presente constituye, para la mayoría, el rasgo más de-
finitorio de la Historia en cuanto conocimiento científico (56%),
observándose, en todo caso que la idea parece perder fuerza (52%
de los profesores encuestados) si nos referimos a los objetivos de la
enseñanza de la asignatura, es decir, a la Historia en cuanto disci-
plina escolar. Al margen de esta ligera diferencia, que nos apunta
nuevamente hacia lo que podríamos llamar ahora la escolarización
del discurso, las expresiones que utilizan los profesores en sus de-
claraciones resultan enormemente expresivas, como lo demuestran
los siguientes ejemplos:

Prof. 1.– Intento informar y preparar a los alumnos para que en-
tiendan mejor el funcionamiento sociopolítico y económico de
nuestra sociedad.
Prof. 2.– Es importantísima para entender la sociedad en la que vive
el alumno.
Prof. 3.– Puede ser un instrumento útil para entender el mundo que
nos rodea.

La encuesta, citada anteriormente, realizada a alumnos y pro-


fesores de distintos países europeos señala también que la mayoría
de los docentes están de acuerdo en que el principal objetivo de la
enseñanza de la Historia es la comprensión del presente. Borries, en
la misma publicación, analiza estos datos comparándolos con las
respuestas de los alumnos a una pregunta sobre cuáles son en la
práctica los objetivos de la enseñanza de la asignatura, observan-
do que tienen una percepción muy distinta de la de los profesores
sobre este tema. Para ellos la clase de Historia se centra ante todo
en el conocimiento de los principales hechos del pasado y sólo en

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enseñanza, examen y control

quinto lugar atiende a la comprensión del presente. Aun conside-


rando que las declaraciones de los estudiantes no siempre reflejan
con fidelidad lo que ocurre en el interior de las clases, son datos
que, como mínimo, nos ponen sobre aviso de las contradicciones
entre el discurso y la práctica escolar, desvelando el carácter retóri-
co que adorna este tipo de declaraciones.
Por su parte Ramón Galindo (1977) ha trabajado también este
tema mediante el estudio de las opiniones de un reducido grupo de
profesores obtenidas a través de entrevistas y observaciones de cla-
se. A este respecto afirma que «sin lugar a dudas, el conocimiento
del presente es la finalidad de la enseñanza de la Historia a la que el
profesorado otorga mayor importancia» (Galindo, 1997, 177); junto
a esta finalidad principal Galindo apunta otras también destacadas
por los profesores como el desarrollo de una actitud crítica en los
alumnos, el desarrollo de la tolerancia, de la capacidad de «razonar
históricamente», etc. En fin, Lautier (1997, 133), en un trabajo que
trata de las ideas de los profesores sobre la enseñanza de la Historia,
afirma también que la mayoría de los encuestados (más del 40%)
destaca en primer lugar el interés de la Historia «para comprender
mejor el presente», una idea que coincide en este estudio con la opi-
nión de la mayoría de los alumnos.
Este nuevo, o, mejor, cada vez más pujante papel de la Histo-
ria y de su enseñanza, le confiere hoy un estatus mucho más valo-
rado que el que podría alcanzar si se mantuviera la consideración
de conocimiento culto pero, en cierta medida, inútil que tenía no
hace mucho. Ahora bien, ¿cómo puede transmutarse en el discurso
este cambio de funcionalidad? ¿Cómo puede la Historia servir para
comprender el mundo en el que vivimos? Son dos los argumentos
que generalmente utilizan los profesores a la hora de fundamen-
tar el papel de la enseñanza de la Historia en la comprensión del
presente. Por una parte, si se entiende que el mundo actual es re-
sultado de la evolución histórica de la humanidad –una idea que,
enunciada sin matices, es por lo demás comúnmente aceptada–, se
justifica entonces que el conocimiento de esa evolución histórica
no sólo sea útil sino incluso necesario para comprender el presente
pues, según este punto de vista, la realidad de nuestro tiempo se
concibe como el final de una trayectoria cuyos argumentos son los
acontecimientos del pasado, tal y como lo describe un profesor: «[El
objetivo de la asignatura es] enseñar el pasado del hombre y demos-
trar que el presente es una evolución de éste». Según este punto de
vista el pasado intervendría como precedente y el presente como

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1. los profesores en el aula

recapitulación. Por otra parte, la idea de que la Historia sirve para


comprender el presente se afirma por cuanto la formación históri-
ca proporciona una serie de destrezas, competencias intelectuales,
técnicas y hábitos de pensamiento que resultan, si no imprescin-
dibles, sí de gran utilidad para ello; en este sentido puede decirse
que la asignatura tendría más bien un valor instrumental en orden
a ayudar a los alumnos a comprender el mundo en el que viven.
En las declaraciones de los profesores, junto a la comprensión
del presente, la Historia se presenta como un conocimiento valioso
para la formación de las personas y para la trasmisión de valores.
Así, además de un saber práctico, la Historia sería un saber hu-
manístico, un saber que educa y que, de esta forma, contribuye a
la formación ciudadana. Este argumento sobre el valor formativo
de la Historia no tiene entre el profesorado el mismo número de
adeptos que el anterior, seguramente porque es comprometido para
un docente admitir que una de sus funciones es la de servir como
transmisor de valores, ya que socialmente se tiende a considerar
esta tarea como incompatible con el carácter científico que debe
impregnar el conocimiento y la enseñanza. Quizás muchos profe-
sores no quieren correr el riesgo de que se termine considerando a
la Historia, más que una ciencia, un instrumento para el adoctrina-
miento, entre otras razones porque esta perspectiva parece precari-
zar el lugar que ocupan los profesores y profesoras de Historia. Sin
embargo, la idea del valor formativo de la Historia goza de mucho
más respaldo cuando el asunto se trata desde el ámbito político se-
gún puede desprenderse de la importancia que autoridades y exper-
tos conceden en este campo a la enseñanza de la asignatura.7
La función educadora de la Historia escolar estaba ya pre-
sente en el discurso del siglo xix sobre la asignatura, lo destacable
ahora es el énfasis que se pone en la transmisión de valores y en el
fomento de actitudes que, si bien no estaban del todo ausentes de
los discursos sobre la disciplina, tenían menos relevancia. Así, por
ejemplo, se subraya hoy el papel de la Historia en el desarrollo del
espíritu crítico, en la formación para la tolerancia y la solidaridad y,
más que a la glorificación del estado-nación (no del todo ausente),
se tiende sobre todo a ensalzar los valores constitucionalistas y los
principios de la democracia de mercado frente a un pasado teñido
de oscuro por carecer de estos y otros valores de nuestro tiempo.

7.  Basta tomar nota del acalorado debate que normalmente suscitan en cual-
quier país los cambios en el currículum de la asignatura.

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enseñanza, examen y control

En este sentido, el argumento de la Historia como maestra de la


vida de la que se pueden tomar «lecciones» sigue presente cuando
se destaca el valor cívico de la disciplina, sólo que ahora, en lugar de
cargar las tintas sobre episodios y personajes ejemplares, se prefiere
la denostación de hechos históricos contrarios a los valores domi-
nantes, centrándose más en la capacidad de la Historia para hacer
ver lo que debe evitarse que para seguir modelos de conducta. Se
trata ahora más de denunciar que de proponer ya que los profesores
no parecen dados al elogio o a la ejemplaridad pura y simple. Así, se
destacan ciertos temas históricos como situaciones de barbarie a las
que siempre se puede retornar si no se adopta una actitud vigilan-
te; claro que cualquier valoración negativa de unos hechos históri-
cos induce a apreciar otros positivamente sin necesidad de elogiar-
los directamente; basta con presentarlos como única alternativa y
obligar a decantarse por unos o por otros. Por ejemplo, el estudio
del Antiguo Régimen se presenta como el reverso de la Revolución
francesa y la Declaración de Derechos del Hombre, de manera que
aparece como lo contrario de un Estado de derecho, de «nuestro»
Estado de derecho. Una perspectiva que se subraya con otro ejem-
plo: en el estudio del fascismo como reverso de nuestra democracia,
presentando ambos episodios históricos como las únicas alternati-
vas posibles, ya que la democracia se estudia como oposición a las
dictaduras. De esta forma el presente aparece como la alternativa
positiva a hechos históricos condenables.
Analizando el discurso de los profesores sobre la Historia y su
enseñanza en la Educación Secundaria, vemos que se trata de una
materia capaz de comunicar o transmitir a los estudiantes una va-
loración de la realidad social, una determinada visión de la sociedad
–generalmente complaciente y escasamente crítica–; de aquí que se
hable de la función cívica de la Historia. Pero además, en el discurso
profesional se destaca también la idea de que la Historia, o, mejor,
el conocimiento histórico, propicia en quien lo posee una determi-
nada forma de ser, un ethos particular, que les distingue del resto de
los mortales. Lo cierto es que para muchos profesores y profesoras
la Historia escolar, a diferencia de otras asignaturas del currículum,
tiene la capacidad de generar actitudes y comportamientos en los
individuos, casi un estilo de vida; la Historia escolar sirve «para ser
más humanos», y es que «conociendo la Historia de la humanidad
somos todos aceptables y aceptados»; de aquí que el objetivo de la
enseñanza sea: «Enseñar unos valores humanos más que datos y fe-
chas que pueden encontrar en los libros». De manera que, según es-

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1. los profesores en el aula

tas manifestaciones, la función del conocimiento histórico escolar y


de la Historia en general viene a ser la de proporcionar un estilo de
vida que, de extenderse, daría lugar seguramente a un mundo me-
jor. La última de las frases que he recogido indica que la enseñanza
de este tipo de conocimiento nada tiene que ver con los datos ni con
las fechas… ni siquiera con los libros, pues se trata de algo más que
sólo puede ser transmitido por quien lo posee: el profesor o profe-
sora: «Mi vida está determinada por mi dedicación a la Historia.
¡Ojalá! la Historia les diera a los demás el sentido de la tolerancia!».
Esta idea de que a través del conocimiento, del conocimiento
histórico en nuestro caso, se moldea la forma de ser y el comporta-
miento de las personas y de que éste es uno de los objetivos de su
enseñanza, nos recuerda el concepto de educación humanística que
utilizaba Weber, educación que, en palabras de Lerena,

trata sobre todo de cultivar un determinado modo de vida que com-


porta unas particulares actitudes y comportamientos. Este modo de
vida puede ser muy diverso, pero constituye siempre un conjunto
articulado de actitudes plasmadas en un ethos… Aunque puede ir
acompañado por un carisma y por un saber, se trata fundamental-
mente de una actitud hacia la vida: esto es lo que este tipo de educa-
ción se propone lograr. (Lerena, 1985, 151)

Esta actitud hacia la vida, que se manifiesta en unos compor-


tamientos y prácticas sociales, pero también en una forma de ser
–«es mejor conocer y respetar más que tener más»–, en una forma
de distinguirse, se ve adornada por una serie de valores en los que
Weber advertía la impronta aristocrática de un tipo de educación
que, en palabras de Lerena, «constituye la instancia reproductora
de una categoría estamental, esto es, de una categoría social que de-
fine su posición en términos de conducta de vida, lo que se traduce
en consideración social, en prestigio» (ob. cit., 152).
Desde luego, ateniéndonos a algunas declaraciones de profeso-
res, cabe pensar que muchos confían en que la virtualidad intrín-
seca del conocimiento histórico baste para que ocurra esta especie
de ósmosis entre Historia y estilo de vida, sin tener en cuenta no ya
las circunstancias concretas de los alumnos sino, más especialmen-
te, las características sociales del alumnado de esta fase del modo
de educación tecnocrático de masas, muy distintas de aquellas cir-
cunstancias en las que se fue configurando la disciplina. Lo cual me
recuerda, en cierta medida, la idea de que la enseñanza de la Histo-

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enseñanza, examen y control

ria puede entenderse, en ciertos casos y en sus coordenadas actua-


les, como un proceso de aculturación, es decir de imposición de una
cultura, una «conducta de vida» característica de un grupo social, a
otra cultura, a otros grupos. El caso es, sin embargo, que en no po-
cas ocasiones, o en muchas, si pensamos en los centros públicos de
la periferia de las grandes ciudades, la tarea resulta imposible, pues
los adolescentes apenas se sienten concernidos por esa «manera de
ser» que supuestamente se desprende del conocimiento histórico
escolar; y así resulta bastante probable que el valor humanístico de
la Historia escolar sólo permanezca vivo en el razonamiento dis-
cursivo que adorna al código disciplinar.
Otro de los elementos que estructura el discurso de profeso-
res y profesoras sobre la Historia es la idea de que ésta sirve para
desarrollar en los alumnos una serie de recursos y competencias
intelectuales que les permite, no sólo el análisis de los fenómenos
históricos, sino de los fenómenos sociales en general, incluso los de
mayor actualidad. La idea es que la asignatura puede adiestrar a los
alumnos en la comprensión de la realidad social, es decir:

[La Historia] enseña –y posiblemente como ninguna otra cien-


cia– a analizar objetivamente –o a intentarlo al menos– nuestras
propias circunstancias vitales, [por eso] la formación histórica da
suficientes armas para comprender y analizar la realidad, incluso la
más actual, [puesto que el conocimiento histórico sirve] para tener
mayor capacidad de análisis de los fenómenos colectivos [y, en defi-
nitiva,] estructura el pensamiento ante los hechos sociales».

A este respecto se considera que la enseñanza de la Histo-


ria mejora, por ejemplo, la competencia lectora de los estudiantes,
permitiéndoles de esta forma acceder críticamente a los medios
de comunicación de masas, potenciando de paso su autonomía a
la hora de formarse opinión sobre los hechos sociales. El objetivo
sería hacer «personas más formadas en el manejo y control de la
información», capaces de «comprender lo que leen», ya que ésta
es una de las capacidades cuyo desarrollo es imprescindible para
la comprensión de la realidad social, dado que el medio escrito es
una de «las fuentes de conocimiento válidas para el análisis social
en el que hay que iniciar a los alumnos». He aquí, por tanto, la
virtualidad de desarrollar en la clase «hábitos de lectura», que los
alumnos sepan «leer un periódico», «comprender la prensa, ra-
dio, televisión…», «fomentar la lectura, aunque sea del periódico»,

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1. los profesores en el aula

puesto que, si se carece de esta competencia, los alumnos no sólo


no entenderían el presente sino que pueden ser, y son de hecho,
«manipulados». Nuevamente nos aparece este carácter salvífico
de la Historia.
Pero de entre las virtudes que los profesores destacan en la
Historia escolar habría que subrayar su potencialidad para desarro-
llar la capacidad de razonamiento lógico entre los alumnos. Según
esto, el objetivo de la enseñanza de la Historia sería que los alum-
nos «consigan pensar por sí mismos». Ello es así porque, frente a la
vieja Historia narrativa, en el nuevo discurso la Historia es eminen-
temente explicativa, científica, de tal manera que el principal objeto
de atención no es ya la descripción de los hechos históricos sino su
explicación, el análisis de las causas y las consecuencias: «para mí
[dice un profesor sobre este asunto] la Historia no es aprender de
memoria los hechos… es saber explicar». No es difícil ver aquí un
argumento a favor del carácter científico del conocimiento históri-
co, en otro tiempo cuestionado, y es lógico pensar que, si la Historia
tiene esta cualidad, su enseñanza suministra a los estudiantes, efec-
tivamente, la capacidad de razonamiento.
Profundizando en el análisis sobre su carácter de conoci-
miento explicativo, subraya Lautier el rechazo de los profesores a
la Historia narrativa, llamando la atención sobre el hecho mismo
de que en sus declaraciones los profesores insistan en este punto
mucho después de la creación de Annales. Para la autora francesa,
esta permanente reiteración en el rechazo a la Historia tradicio-
nal, no es sino expresión del interés de los profesores en subrayar
el carácter científico de la asignatura y reforzar de esta forma su
legitimidad:

Queriendo asegurar esta legitimidad, la corriente llamada po-


sitivista ha mantenido el mito del documento y del hecho histórico;
paralelamente ha legado, al lado de un sólido armazón metodoló-
gico, una reputación episódica percibida como la figura inversa del
rigor científico. Contra ese narrativismo descriptivo los enseñantes
de hoy buscan la legitimidad en una historia explicativa. (Lautier,
1997, 136-137)

Al subrayar el carácter científico de la Historia –rechazando


la Historia narrativa y apoyándose en su carácter explicativo–, los
profesores quieren distanciarse de la petite histoire, de la Historia
vulgarizada en los medios de comunicación de masas, que recurre

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enseñanza, examen y control

solamente a la narración y que no es un saber científico. Habría


entonces una Historia con la que se relacionan los alumnos fuera
de la escuela y otra que es la que se imparte en la institución y tie-
ne la amplia gama de potencialidades formativas ya enumeradas;
mientras la primera se basa en la narración y enumeración de he-
chos y tiene su reflejo en la Historia tradicional, la segunda rechaza
raconter l’histoire y se centra en la explicación del pasado. Para los
profesores, el carácter explicativo de la Historia se asienta sobre la
convención del contínuum histórico, es decir, sobre la idea de que
el desarrollo de la Historia puede verse como un encadenamiento
perfecto en el que los acontecimientos se suceden según un orden
que se explica por la proximidad entre ellos; se trata de una idea
que permite, ciertamente, disponer de una racionalidad sobre el
pasado, que se mantiene en el discurso y la práctica profesional a
pesar de que entre el final de un curso escolar y el comienzo del
siguiente los alumnos salten alegremente dos o tres siglos, puesto
que el sentido no se pierde ya que «la finalidad temporal, la misma
evolución es suficiente para estructurar, para dar sentido a este
recitado “más o menos continuo”» (Lautier, 1997, 139). La Histo-
ria explicativa –la Historia científica, pues– aparece en el discurso
de los profesores íntimamente ligada al dogma del contínuum y a
la relación entre cronología, evolución y causalidad como supues-
tos que garantizan una racionalización del pasado. La tendencia
sería entonces la de abarcar la globalidad de la evolución histórica,
tejiendo con lazos inteligibles el conjunto de los acontecimientos.
No cabe duda de que esta posición ha ido ganando terreno incluso
sobre las dos anteriores, y se ve además reforzada y legitimada por
la doxa psicopedagógica y didactista emergente, pues racionalidad
epistemológica y racionalidad psicológica se encuentran aquí en
una misma sintonía. Otra cosa será si realmente el conocimiento
que adquieren los alumnos responde a estas expectativas y a los
objetivos que se pregonan con la retórica profesional; realmente
ni siquiera la relación de los profesores con el conocimiento que
quieren transmitir se ajusta a la verdad que se desprende de sus
palabras, sino que responde también a otras razones que no sue-
len hacerse explícitas.

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1. los profesores en el aula

1.3. los profesores y la historia:


¿una relación interesada?

Al destacar la potencialidad formativa de la Historia, el discurso de


los profesores sobre la asignatura –y de los historiadores profesiona-
les y universitarios– trata como hemos visto de justificar su presen-
cia en el currículum de la Educación Primaria y Secundaria. Cuando
esa presencia se ve amenazada bien sea porque existe el peligro de
desaparición o porque se modifique significativamente su estructura,
entonces los argumentos se subrayan y, si existen posibilidades para
ello, las voces del gremio se hacen oír con más fuerza. Ya se ha dicho
que en el caso de la Historia esta situación amenazante se vive desde
hace tiempo y es lo que obligó a reformular el discurso en los térmi-
nos en los que se ha expuesto anteriormente con el fin de defenderse
frente a las acusaciones de memorismo, culturalismo, etc. Más re-
cientemente, con ocasión de la llamada Reforma de las Enseñanzas
Medias en España y de procesos similares en países como Francia o
Gran Bretaña, el peligro se hizo mucho más concreto, entonces pare-
ció que la Historia iba a ser sustituida por otra materia –las Ciencias
Sociales– que nominalmente ya se impartía en lo que anteriormente
era el Ciclo Superior de la EGB. De hecho los profesores de la asigna-
tura vivieron con inquietud esta posibilidad y convirtieron su crítica
en una de los argumentos específicos del gremio contra los tímidos
intentos de innovación en el campo de los contenidos.
Efectivamente, la pérdida de identidad de la Historia en el cu-
rrículum, confundiéndose o perdiendo sus rasgos específicos –como
el llamado contínuum histórico– en un cuerpo de conocimiento sin
perfil ni estatus definido, como es el caso de las CC.SS., constituyen
coyunturalmente nuevos elementos del discurso profesional hilva-
nados con el propósito de hacer frente a las amenazas provenientes
de enfoques no disciplinares del currículum. La crítica de muchos
profesores y profesoras al contemporaneísmo y al presentismo es el
argumento que sirve de punta de lanza a esta retórica en defensa de
la asignatura. El rechazo a la invasiva presencia de lo contemporáneo
en los contenidos de la enseñanza de la Historia no es sino un recur-
so preventivo frente a la posibilidad más que cierta de que por esa vía
se terminen adueñando del currículum los aspectos «menos históri-
cos» y acabe finalmente la asignatura por hacerse «tan actual que ha
integrado elementos de otras ciencias (Economía y Sociología princi-
palmente)», una situación que produce desazón entre los profesores,

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enseñanza, examen y control

pues mayoritariamente son partidarios de mantener la enseñanza de


la Historia en términos claramente disciplinares y en los parámetros
más clásicos de la asignatura. Así, goza de gran predicamento la idea
de «seguir una evolución lineal de la Historia» en la que a lo largo
de los diversos cursos de la Educación Secundaria puedan abordarse
de forma consecutiva las distintas edades históricas, concediendo, en
todo caso, que la Geografía –tradicional acompañante de la Histo-
ria– mantuviera su presencia en el currículum, una opción que, en
palabras de un profesor, podría definirse en los siguientes términos:

Con respecto a los nuevos tiempos revitalizaría los aspectos


historiográficos y geográficos y dejaría esa denominación demasiado
genérica de «Ciencias Sociales» ya que si en ella entra todo, termina
siendo nada.

Frente a la «nada» de las Ciencias Sociales el «todo» de la His-


toria y la Geografía, pero dada la creciente presión de los aconteci-
mientos habrá que admitir la presencia de otras Ciencias Sociales
–no de las Ciencias Sociales– en el currículum, relegándolas, eso sí,
a una posición secundaria, es decir, a los cursos inferiores –los que
imparten los maestros–, tal y como suelen proponer los profesores.
En el movimiento en defensa de la vieja disciplina la posición
de la mayoría de los profesores es inequívoca y seguramente deci-
siva a la hora de la determinación del currículum práctico y oficial.
Hery (1999), en su estudio acerca de la historia de la enseñanza de
la Historia en Francia, llama la atención sobre el hecho de que a lo
largo de los años las propuestas de renovación de la enseñanza de la
Historia, en sus contenidos y en sus métodos, acaban siendo abor-
tadas y, excepto en el caso de algunos francotiradores, nada cambia
en la práctica, a pesar de que continuamente se repite la cantine-
la sobre la necesidad de los cambios. Según Marchand (2002, 54),
Hery coincide con Citron en afirmar que uno de los factores que
contribuye a esta persistente continuidad es el conservadurismo de
los profesores de Historia –representado en el caso de Francia en la
Société des professeurs d’histoire et de géographie (SPHG)–, empe-
ñados en articular los contenidos bajo el principio de la continuidad
histórica desde la antigüedad hasta el período contemporáneo.8

8.  Hery considera que además del conservadurismo de los profesores influyen en
la inercia continuista la falta de una formación pedagógica específica y apropiada para la
enseñanza secundaria y, sobre todo, el descrédito de lo pedagógico, considerado como un
conocimiento de segunda categoría, reservado a los maestros de enseñanza primaria.

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1. los profesores en el aula

En los países en los que durante algún tiempo estuvo vigente


un currículum no estrictamente disciplinar (al menos en el campo
del currículum oficial), la vuelta a la implantación de las clásicas
disciplinas, la Historia, por ejemplo, frente a las Ciencias Sociales,
es un fenómeno bastante generalizado. Uno de estos últimos epi-
sodios se vivió en España cuando en el año 2000, tras el llamado
Debate de las Humanidades, se sustituyó el currículum ligeramen-
te reformista de 1991 por el claramente disciplinar que está actual-
mente vigente. Aquí, como en otros casos, el apoyo del profesorado
resultó también determinante y, aunque su voz no pudo oírse ante
tanta audiencia como la de políticos e historiadores, puede afirmar-
se que la vuelta a la Historia tradicional, es decir, la reforma del cu-
rrículum propuesta por la Administración educativa y consensuada
posteriormente en comisión senatorial con otras fuerzas políticas,
contó entonces –y sigue contando hoy– con los profesores de En-
señanza Secundaria como sus más firmes y entusiastas aliados, en-
contrándose durante la polémica, por tanto, en el mismo lugar que
estaban las figuras más representativas de la cultura y de la Historia
española, es decir, en la defensa cerrada de la disciplina frente a las
amenazas –más virtuales que reales– a las que supuestamente se la
había sometido durante la época reformista.
Esta posición marcadamente disciplinar no puede explicarse
sólo ni principalmente acudiendo a los argumentos del discurso,
sino que parece conveniente indagar en el papel que tiene la Histo-
ria, y, en general, las disciplinas escolares en la identidad y en la prác-
tica profesional. Por una parte, teniendo en cuenta que la formación
que los profesores de Historia han recibido se reduce, como hemos
visto, al campo de la propia disciplina, es lógico que ante situacio-
nes complejas –como es el desarrollo cotidiano de las clases, en las
que son muchas las situaciones de incertidumbre–, los profesores
prefieran que el contenido de la enseñanza verse sobre asuntos que
ellos dominan y no sobre cuestiones en las que están menos prepa-
rados, pues de esta forma no añaden inseguridad a una situación
que, como digo, es de por sí suficientemente difícil. Por otra parte,
tratando de la relación de los profesores con el conocimiento desde
una perspectiva diferente al análisis del discurso, algunos autores
(vid. Barnes, 1994) han destacado el hecho de que el conocimiento
de los docentes tiene un doble significado: por una parte representa
una «mercancía» que les confiere el estatus de experto y una deter-
minada posición social, por otra, es un medio del que se sirven para
mantener bajo control a sus alumnos. Según la primera de estas te-

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enseñanza, examen y control

sis habría que decir que en cierta medida el estatus del profesor está
asociado al estatus de la disciplina, de manera que por una parte los
expertos y profesores de una determinada materia tratarán de que
ese conocimiento ocupe una posición elevada en el escalafón de las
disciplinas (aquí, por ejemplo, el papel del discurso), ocupándose
también de mantener esa posición cuando se ha consolidado y de
que se les identifique claramente con ella. Así, puesto que el tipo de
conocimiento que goza de más prestigio social es el conocimiento
académico y disciplinar, es lógico que los profesores se identifiquen
más con la Historia –relacionada con el mundo universitario– que,
por ejemplo, con las Ciencias Sociales –asociadas a la Enseñanza
Primaria– o, desde otro punto de vista, prefieran ser considerados
como expertos en un saber abstracto y académico –la Historia– que
como expertos en un saber práctico –la enseñanza o la pedagogía–,
como es el caso de los maestros, y que gozan de tan escaso prestigio
en la sociedad. Se explica de esta forma que los profesores tiendan
a rechazar propuestas de contenidos menos académicos (Merchán,
2003), y que, por lo tanto, no gozan de un estatus superior entre los
saberes sancionados por los expertos; entonces, «el deseo de pro-
moción contribuye a que las materias escolares estén claramente
separadas del conocimiento cotidiano» (Barnes, 1994, 146), una ac-
titud que puede ser motivo de conflicto en el aula ya que los alum-
nos, por su parte, tienden precisamente a rechazar el conocimiento
de carácter académico frente al conocimiento cotidiano.
Además, el conocimiento puede ser también uno de los recur-
sos que utiliza el profesor para mantener su autoridad en el aula,
puesto que, como afirma Bernstein (1998), en la medida en que el
alumno sea ignorante su posición queda subordinada a las iniciati-
vas del profesor, que será quien determine lo que es correcto o in-
correcto y lo que ha de hacerse en orden a la adquisición del conoci-
miento. Pero esto requiere que, efectivamente, el conocimiento que
se moviliza en el aula sea un conocimiento de carácter académico,
distante, en el que los alumnos no son competentes. La opción por la
Historia disciplinar representa, desde este punto de vista, una baza
en sus manos a la hora de gobernar la clase, si bien al mismo tiempo
esta opción produce, en muchos casos, consecuencias exactamente
contrarias a las que se persiguen, pues, como se ha dicho, la disci-
plina académica, en cuanto tiene de conocimiento extraño y distan-
te de los jóvenes –más de unos que de otros– genera indisciplina en
el aula. Por el contrario, la opción por un tipo de conocimiento más
próximo a los alumnos tiene la ventaja de su mayor implicación en

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1. los profesores en el aula

el aprendizaje, pero esa ventaja puede volverse inconveniente ya que


determinadas formas de gobierno de la clase –en las que prime el
valor del silencio y la quietud– se vuelven prácticamente imposibles
cuando los alumnos no se ajustan a patrones normalizados de com-
portamiento para este tipo de situaciones.
La relación de los profesores con la Historia es, pues, contra-
dictoria, ya que, defendiendo la formulación más académica de la
disciplina en el currículum, apuestan por un conocimiento que
goza de prestigio en la sociedad y que, por tanto, concede un estatus
elevado a quienes lo poseen. Sin embargo, a pesar de que el conoci-
miento académico ha podido ser instrumento de control de la clase,
es más cierto que con determinados alumnos ese tipo de conoci-
miento lejos de ayudar al gobierno del aula es una de las razones
del desgobierno, de forma tal que más que una solución se acaba
convirtiendo en parte del problema (Merchán, 2002). En realidad
los profesores, por este motivo, suelen adaptar los contenidos a esas
circunstancias, adoptando rasgos más académicos con los alumnos
que menos lo rechazan y más cotidianos –anécdotas, comentarios
más superficiales, etc.– con los más conflictivos; pero esta cues-
tión será tratada más ampliamente en el capítulo 5. En todo caso, y
aunque sea de forma contradictoria, lo cierto es que la mayoría de
los profesores, por las razones expuestas, suelen mantener una ac-
titud en la práctica claramente disciplinar. Naturalmente no puede
desprenderse de ello que la única o fundamental razón que explica
la inexpugnable continuidad de los contenidos de la enseñanza de
la Historia a lo largo de tantos años sea la interesada posición que
como actores principales de la enseñanza mantienen los profesores
al respecto. A esa circunstancia hay que añadirle otras que no vie-
ne al caso explicar en este punto y sobre las que el lector o lectora
podrá encontrar algunas consideraciones en las próximas páginas
de este libro. Y es que, aunque es cierto que los profesores son pro-
tagonistas de lo que ocurre en las clases de Historia, no es menos
cierto que su protagonismo es limitado y que, a la vez que sujetos
de la actividad en el aula, son objeto de la acción de otras fuerzas
que, a veces de manera invisible, también operan en el escenario,
entre ellas los intereses y actitudes de los alumnos. De manera que,
aunque su intención, la de los profesores, fuera llevar a cabo la con-
secución de los objetivos que hemos visto enunciados al analizar
su retórica discursiva sobre la asignatura y desarrollar mediante
la Historia escolar esos valores formativos entre los alumnos, son
muchas las dificultades con las que realmente se encuentran en el

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enseñanza, examen y control

interior de las clases, hasta el punto de que difícilmente las cosas


ocurren como quisieran.

1.4. las dificultades de los profesores


en la clase: el problema del control
de la conducta de los alumnos

Las ideas que los profesores tienen de la Historia y de su enseñanza


no siempre, ni en todos sus extremos, se corresponden con el con-
tenido de la asignatura que se imparte en las aulas ni con el tipo
de actividades que los alumnos realizan para aprender. Claro que
tampoco debemos concederles un valor excesivo para comprender
lo que ocurre en el interior de las clases, pues hemos visto que es-
tas ideas sirven más para legitimar la potencia de la asignatura y
la importancia de quienes la enseñan que para informarnos de su
programa de actuación en el aula. Asunto distinto –aunque no del
todo ajeno a éste– es el hecho de que si miramos en el interior de
las clases los profesores encuentran muchas dificultades para desa-
rrollar no ya lo que dicen sino lo que realmente desean hacer a la
hora de transmitir el conocimiento a sus alumnos. Tal parece que
entre el deseo y la realidad se interponen circunstancias de muy di-
verso tipo que llegan a provocar contradicciones en la práctica do-
cente, como si algo les impidiera llevar a cabo sus deseos (Escudero
et al., 1983, 77. Citado en Cuesta, 1998, 185). Lo cierto es que al
final de la vida académica de los alumnos, lo que saben de Historia
o de cualquier otra materia es, desde luego, mucho menos de lo que
se les ha enseñado (Delval, 2000) y algo distinto a lo que se supo-
ne que aprenden si nos atenemos a las declaraciones oficiales, a los
objetivos expuestos en los libros de textos o a lo que los profesores
desearían y manifiestan en sus declaraciones sobre el valor formati-
vo de la asignatura. Sucede que en la práctica distintos factores van
a acabar configurando los acontecimientos de manera particular y
modelando un producto –el conocimiento que realmente adquie-
ren los alumnos– que no se corresponde en la mayor parte de los
casos con las intenciones de los profesores. Aportar ideas para des-
entrañar las fuerzas que operan en el desarrollo de la enseñanza en
el aula y el modo en el que actúan es uno de los propósitos de esta
obra, pero el análisis en profundidad de este asunto es un objetivo

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1. los profesores en el aula

cuadro 1.3.
Dificultades que expresan los profesores para alcanzar los objetivos que se
proponen en la enseñanza de la Historia
dificultades de los profesores total alumnos alumnos
de clase de clase
media-baja media-alta
Deficiencias de los propios profesores 17% 17% 17%

Problemas relacionados con los alumnos 86% 90% 78%

La política educativa 55% 56% 52%

Fuente: Merchán, 2001a.

que desborda los límites previstos para ella. En principio tome nota
el lector o lectora del hecho de que los profesores no gobiernan de
manera absoluta la vida en el aula sino que la materialización de sus
objetivos y la concreción de lo que pretenden que en ella ocurra se
encuentra con no pocas dificultades, hasta el punto de forzarles en
muchos casos a reconducir sus deseos y a actuar de otra manera.
En el cuadro 1.3 se recoge la opinión de una muestra de profesores
sobre las dificultades que perciben para alcanzar los objetivos que
se proponen en la enseñanza de la Historia; se han seleccionado en
primer lugar los tres tipos de dificultades que fueron mencionadas
por un mayor número de ellos, así mismo se ha distinguido entre
los que imparten sus clases en centros con alumnos de estratos so-
ciales medio-bajos (en adelante MB) y los que lo hacen en centros
con alumnos de clase media-alta (en adelante MA).
Observando los datos puede constatarse que un importan-
te grupo de profesores, el 55%, afirma que las dificultades con las
que se encuentran en la práctica para poder desarrollar los obje-
tivos propuestos con la enseñanza de la Historia tienen que ver
con la política que llevan a cabo las administraciones educativas.
Así, es frecuente escuchar en las salas de profesores de los Insti-
tutos continuas quejas sobre la desproporción entre los contenidos
y las horas de que dispone la asignatura, sobre la falta de medios
materiales, sobre el excesivo número de alumnos por clase, sobre
la negativa influencia del examen de selectividad, sobre el elevado
número de horas y de grupos que los profesores deben atender…
Estas y otras circunstancias de características similares son, desde
luego, factores de primer orden en el desarrollo de la enseñanza en
el aula, factores que, a veces de forma interesada, no se subrayan

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enseñanza, examen y control

suficientemente a la hora de explicar los problemas con los que se


enfrenta en la práctica la enseñanza. Junto a este grupo de proble-
mas un porcentaje menor de profesores –el 17%– se refiere también
a problemas que tienen que ver con ellos mismos, como son la falta
de experiencia o formación adecuada, el individualismo en las ta-
reas docentes, la existencia de enfoques muy distintos sobre la en-
señanza o, también, el cansancio, el desaliento y la confusión. Pero,
por encima de otro tipo de dificultad, la inmensa mayoría de los
profesores y profesoras considera que los principales problemas con
los que se encuentran en la clase tienen que ver con los alumnos:
en este sentido se pronuncia el 86% de los profesores encuestados.
Examinando este dato según la condición social de los alumnos a
los que imparten sus clases vemos diferencias significativas; así, el
90% de los que trabajan en contextos sociales de clases bajas mani-
fiesta que su principal dificultad está relacionada con los alumnos,
mientras que este porcentaje se reduce al 78% entre los profesores
que imparten sus clases a alumnos de clases medias. Obsérvese que
la diferencia –de 12 puntos– que se da aquí apenas existe cuando
los profesores se refieren a otro tipo de dificultades. Es decir, para
la mayoría de los profesores el principal problema con el que se en-
cuentran para la enseñanza de la asignatura son los alumnos, pero
esto es más cierto especialmente si estos alumnos son de condición
social más baja.
Al referirse los profesores a las dificultades que plantean los
alumnos la gama de problemáticas es variada; así, por ejemplo, la
falta de hábitos de estudio constituye una de esas dificultades, fal-
ta de hábito, que, como afirma un profesor, es en realidad escasa
disponibilidad para el esfuerzo que supone el estudio. Otras veces,
sin embargo, significa deformación en la manera de afrontar la asig-
natura: «No están acostumbrados a reflexionar sobre asuntos no
inmediatos», o «[La principal dificultad es] la malformación adqui-
rida en la forma de estudiar en otros cursos…». En cualquier caso es
un problema que, aunque no es el que más se destaca en las decla-
raciones de los profesores, lo subrayan más aquellos que imparten
sus clases a los alumnos de niveles sociales más bajos. Lo contrario
de lo que ocurre con el problema de la diversidad de estudiantes
con la que los profesores se encuentran en la clase. Ahora parece,
sin embargo, que este problema preocupa más a los que imparten
sus clases a alumnos de niveles sociales más altos, algo que resulta
comprensible si imaginamos una clase en la que la mayor parte de
los alumnos responden satisfactoriamente al modelo que los profe-

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1. los profesores en el aula

sores suelen tener por ideal pero en la que existe una minoría que se
aleja de ese patrón. Por otra parte, la deficiente formación previa de
los alumnos es uno de los argumentos –a veces un tópico– que sue-
le circular entre los profesores para explicar las dificultades con las
que se encuentran en el desarrollo de las clases. Cuando se habla en
estos términos –más entre los que imparten sus clases a alumnos
de nivel social bajo– suelen referirse los docentes a cuestiones como
la comprensión lectora, el dominio conceptual, las dificultades para
expresarse de forma oral o por escrito o la carencia de informacio-
nes básicas que consideran imprescindibles para afrontar con éxito
los contenidos de la asignatura.
Pero, con diferencia, el principal problema que manifiestan te-
ner los profesores en el aula es el de la falta de interés de los alum-
nos por la materia y los consiguientes problemas de disciplina que
tal actitud genera en la clase; así, sin menoscabo de otros aspectos,
el control de la conducta de los estudiantes –incluyendo en esto el
de su atención– se convierte en asunto de primer orden pues afecta
directamente a la enseñanza, haciendo la tarea más o menos viable
según el grado en el que se manifieste el problema. La función do-
cente ya no consiste exclusivamente en transmitir el conocimiento
sino también en gobernar la vida en el aula, por esto el profesor o
profesora –lo decía al principio de este capítulo– no es sólo ense-
ñante. Claro que el papel de gestor de la clase y la intensidad con la
que el profesor deba ocuparse de los problemas del control de los
alumnos puede ir en detrimento de la genuina función de transmi-
sor del conocimiento; lo cual repercute, por una parte, en las posibi-
lidades mismas de la enseñanza pues, en principio, hay que pensar
que un mayor gasto de tiempo y energía en el gobierno de la clase
supone menos oportunidades para transmitir el conocimiento, que,
por lo demás, será de una cualidad distinta si el profesor ve pertur-
bado su papel con tareas que le son nominalmente ajenas. Por otra
parte, el hecho de que los docentes hayan de ocuparse en resolver el
problema de la indisciplinada conducta de los estudiantes desesta-
biliza su identidad profesional, amenazando de esta forma el modo
en el que se comprometen con la enseñanza. Ciertamente esta si-
tuación no se produce con la misma intensidad en todos los casos ni
en todo momento, sino que varía según determinadas circunstan-
cias; en ello influye, por ejemplo, la hora a la que se imparte la clase,
el carácter del profesor o profesora, la implicación de los alumnos
con el contenido de la asignatura… y toda una serie de variables que
difícilmente pueden controlarse del todo, pues la razón última del

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enseñanza, examen y control

cuadro 1.4.
Dificultades del profesorado relacionadas con los alumnos

dificultades de los profesores total alumnos de alumnos de


relacionadas con los alumnos clase baja clase media

Desinterés e indisciplina 55% 66% 35%

Deficiente formación previa 25% 27% 22%

Falta de hábitos de estudio 11% 15% 4%

Diversidad de alumnos 17% 12% 26%

Fuente: Merchán, 2001a.

problema reside en la naturaleza misma de la institución escolar y


de la cultura que ésta transmite. De aquí que, más allá de aspectos
coyunturales o de situaciones particulares, la condición social de
los alumnos constituya un dato fundamental en la valoración que
hacen los profesores del problema de la falta de interés y la indis-
ciplina de los alumnos (ver cuadro 1.4), lo que nos permite pensar,
además de que en estos casos el asunto tiene mayor entidad, que sus
causas se sitúan en el campo de los conflictos culturales y sociales
que enfrenta a la cultura dominante en la escuela –que es la cultura
de la clase media– con la de las capas sociales inferiores.
Si los datos recogidos en el cuadro reflejan, como supongo, la
realidad, ocurre que las ya dichas consecuencias que tiene el hecho
de que los profesores hayan de ocuparse intensamente en resolver
en la clase los problemas de conducta y atención de los alumnos,
son mucho más evidentes si su origen social es de clases popula-
res que si es de clases medias; lo cual quiere decir que la cantidad
y calidad del conocimiento varía según la condición social de los
alumnos y que aunque se trate de un mismo currículum no parece
que se transmita el mismo contenido en unos casos que en otros,
sin que estas palabras deban entenderse en un sentido categórico ya
que, aun siendo importante, no es éste el único factor que influye en
ello. Pero además, lo que los datos dan a entender es no sólo que el
profesor tiene más dificultades para enseñar en unos contextos que
en otros sino que su identidad resulta mucho más vulnerable, más
cuestionada, cuando desarrolla su trabajo en centros en los que el
alumnado plantea más problemas relacionados con el control de la
clase. Se entiende ahora mejor por qué los profesores prefieren con
el paso del tiempo impartir sus clases a alumnos de clases medias

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1. los profesores en el aula

y por qué prefieren hacerlo también a alumnos de los cursos supe-


riores. En uno y otro caso se trata de soslayar los problemas que
plantea el gobierno de la clase y de afirmar su identidad profesional
más como enseñante que como gestor de situaciones a veces com-
plicadas.
La pasión con la que veíamos expresarse a profesores y profe-
soras de Historia al tratar de la importancia del conocimiento his-
tórico para la formación de los jóvenes, para la educación en valores
o para la construcción de una sociedad más justa y democrática,
contrasta ahora con la frialdad y, a veces, hostilidad que, unos días
más que otros, perciben en los alumnos cuando trabajan en las au-
las con tan valioso conocimiento. Si a ello sumamos otros proble-
mas anteriormente citados como el de las dificultades para que los
alumnos asimilen la Historia explicativa que los profesores quieren
trasmitir –frente a la «narración histórica» que muchas veces de-
mandan los estudiantes–, se comprende que su diario encuentro no
siempre resulte gratificante ni responda a las expectativas y deseos
que manifiestan cuando se refieren a la enseñanza de la asignatu-
ra. Al contrario, muchas veces, en unos casos más que en otros, la
disposición de los estudiantes produce la desazón y frustración que
se recoge en las siguientes palabras de una profesora respondiendo
a una pregunta sobre las dificultades que encuentra para alcanzar
sus objetivos en la enseñanza de la asignatura: «Fundamentalmente
el bajísimo nivel de comprensión de los alumnos y su falta de in-
terés y motivación. La constatación de estas deficiencias me afecta
extraordinariamente, produciéndome desánimo y, a veces, apatía».
Esto es así sobre todo porque, además de la aflicción que manifiesta
la profesora, el desinterés de los alumnos por la asignatura y por
la escuela en general –mayor en unos casos que en otros– genera
situaciones que no sólo ni fundamentalmente afectan al estado de
ánimo de los docentes, sino que tiene consecuencias prácticas en el
desarrollo de las clases, consecuencias que les inquietan sobrema-
nera y les obligan a actuar en un sentido muy distinto al que cabe
suponer que es propio de un profesor o profesora de Historia; y esto
provoca también contradicción pues cuestiona la identidad profesio-
nal debilitando sus rasgos más valiosos y potenciando los aspectos
más asistenciales –más «inferiores»– de la profesión. Quizás uno
de los puntos de partida de este proceso, que acaba convirtiendo la
enseñanza en algo distinto a la mera transmisión de conocimiento,
en una situación dominada por la necesidad de controlar a un grupo
de personas en un contexto particular, es junto a otros factores, el

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enseñanza, examen y control

conflicto que produce la naturaleza misma del conocimiento que


se quiere transmitir, ya que, al tratarse de disciplinas académicas
que se han configurado de acuerdo con un patrón sociocultural
específico –jerárquico y distante en muchos sentidos de la vida de
los alumnos–, la transmisión se convierte en aculturación y lo que
parece ser un conocimiento valioso deviene en un producto artifi-
cial cuya adquisición sólo se justifica para quienes esperan alguna
recompensa de la institución escolar. De aquí que en este punto el
papel de los profesores resulte abiertamente contradictorio, pues
ejercen distribuyendo el conocimiento que les procura su identidad
profesional, el estatus y la autoridad que tienen en la sociedad y en
el sistema educativo, el mismo conocimiento que desestabiliza su
papel en la clase y les obliga a actuar en un guión que no tiene como
único argumento la enseñanza de la asignatura. No es fácil hacer de
agente de la violencia simbólica que impone la escuela y tratar a la
vez de resolver los conflictos que produce esa imposición.
Puede concluirse entonces que, como se decía al principio de
este capítulo, la figura del profesor desarrollando su trabajo en el
aula no puede entenderse sin considerar la dimensión histórica y
social de la corporación docente a la que pertenece, pues su modo
de hacer en el aula es heredero de los elementos discursivos y prác-
ticos que han ido configurando la profesión en relación con el pro-
ceso de escolarización, responde no tanto a la idiosincrasia de cada
uno sino al habitus característico del campo de la profesión docen-
te. Frente o junto a la retórica que justifica su posición en las virtu-
des del conocimiento que transmite y, por tanto, en la formación
que proporciona a los jóvenes y en la aportación que de esta forma
realizan en beneficio de la sociedad, la cotidiana realidad de la ense-
ñanza en el aula revela las dificultades de tan loable empeño, hasta
el punto de que resulta dudoso que la meta logre alcanzarse. Es pro-
bable que ese fracaso nos indique la crisis de un modo de educación
de masas o, mejor, de la racionalidad instrumental de la técnica pe-
dagógica que se postuló para gobernarlo y que no ha parecido cose-
char los resultados que esperaba.
Lo cierto es que la falta de interés y motivación de los alumnos
para implicarse en el encuentro de la enseñanza es la principal per-
turbación a la que deben hacer frente los profesores, un obstáculo
que provoca no sólo pasividad sino alteración y conflicto en el desa-
rrollo de las clases. Entonces el control de la conducta de los alum-
nos pasa a primer plano, especialmente en los casos en los que este
problema se hace particularmente intenso, es decir, entre los alum-

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1. los profesores en el aula

nos de las clases populares. Así el profesor se convierte en gestor de


una complicada situación que debe gobernar con todos los medios
a su alcance, pagando por ello un precio que se acusa especialmen-
te en el desequilibrio de su identidad profesional y en el modo de
actuar en el interior de las clases. Lo que allí ocurre no es sólo la
cumplida materialización de un proyecto de enseñanza ideado en
la cabeza del profesor o, más probablemente, de los expertos peda-
gógicos, sino algo más complejo y distinto en lo que tiene mucho
que ver la actitud y la disposición con la que los alumnos afrontan
su relación con la institución escolar y con la enseñanza de las dis-
tintas materias. Este será precisamente el asunto que ocupará nues-
tra atención en el próximo capítulo.

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