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Enseñanza, examen y control. Profesores y alumnos en la clase de Historia

Book · January 2005

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F Javier Merchán Iglesias


Universidad de Sevilla
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Autor

F. Javier Merchán Iglesias es catedráti-


co de Enseñanza Secundaria, Doctor en
Pedagogía por la Universidad. Miembro
del Consejo de redacción de Con-Ciencia
Social y del colectivo Fedicaria. Autor de
numerosos artículos, capítulos de libros
y materiales didácticos sobre la enseñan-
za de las Ciencias Sociales y de la Histo-
ria, tema sobre el que desarrolló su tesis
doctoral. Participa en numerosas acti-
vidades de formación del profesorado y
cursos universitarios.

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F. Javier Merchán Iglesias

Enseñanza, examen y control


profesores y alumnos
en la clase de historia

octaedro

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colección educación, historia y crítica

Colección dirigida por Juan Mainer

Título: Enseñanza, examen y control.


Profesores y alumnos en la clase de historia

Primera edición en papel: junio de 2005

Autor: F. Javier Merchán Iglesias

A Carmeli, Carmen y Javi

Primera edición: noviembre de 2009

©  F. Javier Merchán Iglesias

©  De esta edición:
Ediciones Octaedro, S.L.
Bailén, 5 - 08010 Barcelona - España
Tel.: 93 246 40 02 - Fax: 93 231 18 68
octaedro@octaedro.com
http://www.octaedro.com

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación


de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción
prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,
www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-9921-036-0
Depósito legal: B. 43.973-2009

Digitalización: Editorial Octaedro

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índice

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

Capítulo 1. Los profesores en el aula: entre el deseo


y la realidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
1.1. Los profesores y profesoras de historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
1.2. El discurso de los profesores sobre la historia
y su enseñanza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
1.3. Los profesores y la historia: ¿una relación interesada? . . . . . . . . . . . 35
1.4. Las dificultades de los profesores en la clase: el problema
del control de la conducta de los alumnos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 40

Capítulo 2. Los alumnos en la clase de Historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49


2.1. Los alumnos: sujetos y aprendices . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49
2.2. Los alumnos en la clase . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 64

Capítulo 3. La clase por dentro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79


3.1. El contenido de la enseñanza: ¿de qué se trata en la clase
(de historia)? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79
3.2. Las actividades en la clase . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 84

Capítulo 4. Enseñanza, calificación y examen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105


4.1. Importancia y significado del examen y calificación
de los alumnos en la enseñanza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105
4.2. Preguntas y ejercicios como ensayo, preparación
del examen y recursos para calificar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119
4.3. El examen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 130

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Capítulo 5. Enseñanza y control . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173
5.1. El orden . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173
5.2. El conflicto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 180
5.3. El control . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 188
5.4. El conocimiento, la enseñanza y el control de la clase . . . . . . . . . . . 195

Breve epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 219

Referencias bibliográficas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 225

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introducción

Este libro tiene su origen en la tesis doctoral que bajo la dirección


de Francisco F. García Pérez presenté en el mes de abril de 2001
en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de
Sevilla, con vistas a la obtención del título de doctor en Pedagogía.
Desde aquel trabajo académico hasta el texto que el lector o lec-
tora tiene hoy en sus manos, no sólo ha pasado algún tiempo sino
que se han producido circunstancias nuevas en la trayectoria in-
telectual de quien escribe, circunstancias que, a mi modo de ver,
han enriquecido la obra original, facilitando su conversión a un
estilo ensayístico más asequible a la lectura, pero, sobre todo, de-
sarrollando perspectivas interpretativas que entonces apenas es-
taban apuntadas. Esas circunstancias a las que me refiero no son
otras que mi incorporación al Proyecto Nebraska, proyecto que, en
el marco más amplio de Fedicaria, une los afanes intelectuales de
los amigos Raimundo Cuesta, Julio Mateos, Marisa Vicente y Juan
Mainer en un común empeño por desvelar con mirada crítica los
entresijos de la escuela que conocemos. De las discusiones habi-
das en nuestros periódicos encuentros o en los continuos inter-
cambios a través de los medios electrónicos de comunicación, de
las ideas y consejos de unos y de otros me he beneficiado a la hora
de redactar estas páginas y es justo dejar constancia de la deuda y
de mi agradecimiento, ello a pesar de que seguramente no he sido
capaz de aprovechar todo el caudal de ideas que me ofrecían, lo
cual puede comprobar el lector o lectora en las insuficiencias que
advertirá a lo largo de la obra. No puedo dejar de agradecer expre-
samente la ayuda prestada por Juan Mainer, que tuvo la paciencia
de leer el texto inicial haciendo correcciones y sugerencias que me
fueron de gran utilidad. Ni puedo tampoco seguir sin dejar cons-

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enseñanza, examen y control

tancia pública de lo que debo a Paco García: sin su amistad y rei-


terada ayuda, estas páginas no hubieran sido posibles.
El objetivo del libro no es otro que el de contribuir a desentra-
ñar el curso de los acontecimientos que se desarrollan en el interior
de las aulas de los centros escolares, es decir, se trata de analizar
el campo de las prácticas escolares en el que diariamente actúan
alumnos y profesores y en el que se materializa el universo de la
enseñanza. En este arriesgado empeño, que no tiene vocación de
exhaustividad, ni es nuevo en los estudios sobre educación –aunque
sí menos frecuente de lo deseable–, se corre el riego de la obviedad,
de hablar de lo que es evidente y todos sabemos, y es posible que en
algunos momentos de la obra el texto haya sucumbido a ese peligro;
sin embargo he preferido pagar este precio a cambio de mantener la
tensión del análisis muy cerca de las rutinas en las que se desarro-
llan las clases, rutinas que, es cierto, todos conocemos, pero pocos
se atreven a desvelar y a someter al escrutinio de la razón. Siguien-
do en esto la estela del pensamiento de Foucault se ha tratado de
convertir en algo extraño la familiaridad del cotidiano transcurrir
en las aulas (Ball, 1993).
Puesto que las prácticas escolares y sus actores no han surgido
de la nada ni son intemporales, sino que tienen su historia, inserta
en la más amplia de los modos de educación, el método genealó-
gico –también, como se sabe, de estirpe foucaultiana– resulta de
extraordinaria potencia a la hora de analizar las rutinas, los esce-
narios, ritmos, tiempos, formas organizativas, etc. que articulan la
enseñanza en los centros escolares; de aquí que se haya tratado de
incorporar al análisis esta fructífera perspectiva. Sin embargo la es-
casez de estudios empíricos sobre este tipo de asuntos –que sólo
recientemente, al menos en España, ha empezado a ser objeto de
atención por parte de la Historia de la Educación– ha limitado las
posibilidades de adentrarse en la genealogía de las prácticas escola-
res, un tarea que queda pendiente para próximos estudios e inves-
tigaciones.
No ocurre lo mismo con otra de las perspectivas analíticas
también presente en este ensayo, como es la que se hace eco de la
dimensión social que atraviesa en todo sus aspectos el fenómeno de
la escolarización y la enseñanza. Los agentes que de manera direc-
ta actúan en el campo de la práctica, alumnos y profesores, no son
meramente individuos que intervienen al margen de sus contextos
sociales y culturales, sino sujetos configurados y situados históri-
camente. La escuela no tiene el mismo significado para todos los

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introducción

que cada día asisten a ella, sino que representa realidades distintas
en relación con su condición social y cultural; por esto no puede
hablarse de un modo único de afrontar el aprendizaje de las mate-
rias escolares, ni de comportamientos homogéneos en el aula, sino
de una diversidad –que nada tiene que ver con el cociente intelec-
tual– que se manifiesta en el desarrollo mismo de las clases y en la
actuación de alumnos y profesores.
Por otra parte, sabemos que la escuela es una institución so-
cial que no tiene como única razón de su existencia la transmisión
del conocimiento (y quizás, de todas, ésta no sea la principal) sino
que juega un papel decisivo en la determinación del conocimiento
legítimo, en la reproducción del orden social o en la configuración
de identidades –de los alumnos, pero también de los profesores–.
Enfocar el análisis de la práctica, buscando sus conexiones con esas
y otras funciones que tiene la escuela en las sociedades capitalistas,
conocer, tal y como nos proponía el malogrado Bernstein, las rela-
ciones entre lo macro y lo micro, entre lo que ocurre dentro de las
aulas y lo que ocurre fuera, es otra de las perspectivas, y al mismo
tiempo objetivo, que ha guiado la elaboración del trabajo.
Consta el libro de cinco capítulos y un breve epílogo: 1) Los
profesores en el aula: entre el deseo y la realidad; 2) Los alumnos en
la clase de Historia; 3) La clase por dentro; 4) Enseñanza, califica-
ción y examen; 5) Enseñanza y control. Aunque la mayor parte de
los ejemplos y experiencias citadas se refieren a la enseñanza de la
Historia en la etapa secundaria, muchas de las ideas que se plantean
en la obra pueden entenderse referidas a otras materias escolares y
a otras etapas educativas, especialmente las que se trabajan en los
capítulos más amplios, el cuarto y el quinto, en los que se abordan
cuestiones más genéricas relacionadas con la lógica que gobierna el
desarrollo de la enseñanza en el aula. En todo caso, si después de
esta introducción, el lector o lectora ha decidido sumergirse en las
páginas del libro, advertirá fácilmente qué aspectos son específicos
de la enseñanza de la Historia y cuáles no. Naturalmente el autor
invita a hacer ese recorrido, animando también a que la lectura sea
un diálogo desde la propia experiencia y conocimiento de cada lec-
tor y a que someta a discusión las ideas que se han vertido en las
siguientes páginas.

Sevilla, septiembre de 2004

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capítulo 1

Los profesores en el aula: entre el deseo y la realidad

1.1. los profesores y profesoras de historia

Destacar la importancia del papel de los profesores es un tópico más


que repetido pero siempre inevitable en cualquier trabajo que trate
de la enseñanza y particularmente si, como es este caso, tiene por
objetivo analizar la lógica de lo que acontece en el interior de las au-
las en relación con la transmisión del conocimiento, pues en última
instancia son ellos, junto con los alumnos, quienes finalmente ma-
terializan la realidad con sus actos. Pero, según mi punto de vista, la
mejor comprensión del modo de decir, pensar y, sobre todo, actuar
de los docentes en el desarrollo de las clases requiere que considere-
mos su figura no sólo como la de quien posee un conocimiento y lo
transmite sino como la de un sujeto portador de un habitus configu-
rado históricamente en relación con la actividad que desempeña. Es
frecuente hacer responsables a los profesores de los éxitos y fracasos
de los planes de mejora o cambio en la enseñanza, suele considerarse
que una vez que los expertos determinan los elementos básicos del
currículum y que la administración dispone las normas y recursos
apropiados, compete a los docentes su aplicación, como si ya todo de-
pendiera de su voluntad, de su grado de sintonía o resistencia con
respecto a las propuestas que emanan de círculos que se tienen por
bien informados. La contraposición entre profesionalismo y cambio
suele plantearse periódicamente en los debates sobre las reformas es-
colares, sobre todo cada vez que se constata su fracaso,1 y algo de

1.  Planteamientos de este tipo referidos a las reformas más recientes en Espa-
ña pueden verse citados en Escolano (2002, 265) y defendidos en Fernández Enguita
(2002).

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enseñanza, examen y control

acertado hay en esta perspectiva, sin embargo resulta una simplifi-


cación pensar que la actuación de los docentes obedece exclusiva-
mente a intereses corporativos o a malévolas intenciones sobre los
planes reformistas, no debe olvidarse que el profesor es en buena
medida rehén de su pasado, de sus rutinas, de sus propios discur-
sos, desde luego de la corporación a la que pertenece, pero también
de las funciones que tiene que desempeñar en un contexto que no
elige ni apenas puede modificar y, sobre todo, de los problemas que
diariamente debe resolver en el desarrollo de las clases. Lejos de re-
ducir el papel de los profesores al de enseñantes, habremos de tener
en cuenta que sus pautas de comportamiento no son ajenas a las
señas de identidad de la corporación a la que pertenecen y al lugar
que la profesión ocupa en el universo de las complejas sociedades
de nuestro tiempo. Y en una mirada más próxima al mundo de la
clase en el que de forma interactiva se relacionan con los alumnos,
con el medio y con el conocimiento, será menester advertir también
que los profesores y las profesoras se ven obligados, y de manera
a veces inaplazable, a resolver situaciones ajenas a la problemática
específica de la transmisión del conocimiento, situaciones que re-
quieren decisiones, competencias y habilidades singulares que ha-
cen del profesor algo más, o algo distinto, a una persona que enseña
a otras, tomando el verbo enseñar en su significado más estricto. La
invención de la figura del profesor, la construcción histórica de los
cuer­pos docentes, la configuración del habitus, de las rutinas y dis-
cursos profesionales no se hace, desde luego, al margen de la cons-
trucción misma de la institución escolar y de su transformación a
lo largo de los sucesivos modos de educación.2 Además, el papel de
los docentes en la clase, las formas de conducirse en el gobierno y la
enseñanza de los alumnos, tiene mucho que ver con las circunstan-
cias, más bien inalterables –y a veces cambiantes–, que intervienen
en la arquitectura del mundo de la enseñanza en el aula.
2.  El modo de educación es un concepto construido por Raimundo Cuesta
como categoría analítica para la periodización de la historia contemporánea de la
educación en España. Inspirado en la tipología propuesta por Lerena, sirve al citado
autor para designar dos grandes etapas en el desarrollo del sistema educativo en la
era del capitalismo: el modo de educación tradicional-elitista, que abarcaría desde
sus orígenes hasta los años sesenta del siglo xx, y el modo de educación tecnocrático
de masas, que llegaría hasta nuestros días. Los criterios de Cuesta a la hora de esta-
blecer esta periodización no se refieren tanto a las políticas gubernamentales cuanto
a las distintas formas de producción y reproducción del conocimiento escolar, a los
sistemas de reparto del capital cultural, etc. en relación con el papel del sistema edu-
cativo en la dominación y legitimación del poder. Una explicación exhaustiva de este
asunto puede verse en el capítulo 3 de su obra más reciente (Cuesta, 2005).

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1. los profesores en el aula

Si los consideramos desde la perspectiva apuntada en el párra-


fo anterior, seguramente no son muchos los rasgos que diferencian
a los profesores y profesoras de Historia en activo de los de otras
disciplinas escolares. Quizás la singularidad de su figura reside en
los elementos específicos del discurso sobre la asignatura o en las
formas particulares de articulación del colectivo o en el hecho, en
definitiva, de que su identidad profesional se ha construido en tor-
no a un tipo de conocimiento que por muchas razones –pero espe-
cialmente por la finalidad que se le atribuye socialmente– es dis-
tinto al de la Física o las Matemáticas. Se trata de un grupo cuya
edad media actualmente en España oscila alrededor de los 47 años,
la mayoría alcanza además los 20 años de experiencia, por lo que
se incorporaron a la docencia en los primeros años de la década de
los ochenta y, probablemente, finalizaron sus estudios universita-
rios en las postrimerías del franquismo o en los primeros años de
la transición. Obsérvese que, según estos datos, tanto los años de
madurez como estudiantes de Historia en las Universidades espa-
ñolas como los primeros de ejercicio de la docencia, coinciden con
una época de gran actividad política y social en la que, además, el
número de estudiantes de Historia era muy superior al de ahora, al
menos si pensamos en los que eligen estos estudios como prime-
ra opción de sus preferencias universitarias. A destacar también el
hecho de que por entonces se produce la entrada masiva de estu-
diantes en los Institutos de Enseñanza Media al tiempo que, debido
a esta masificación, se produce un incremento notable del número
de profesores. Esta doble masificación de alumnos y profesores no
es, desde luego, un asunto irrelevante y nos sirve de indicativo para
señalar el paso del modo educación tradicional-elitista al modo de
educación tecnocrático de masas. A este respecto es destacable el
dato de que en 1960 el número de profesores y profesoras de Histo-
ria en Institutos de Bachillerato era de 442, mientras que en 1992 la
plantilla de profesores que impartía Historia dentro del Cuerpo de
Profesores de Enseñanza Secundaria rebasaba ya los 9.000 efectivos
(Cuesta, 1998, 170), una vertiginosa progresión que, al decir de este
autor, provocó una crisis profunda en la profesión docente que, por
otra parte, se resiste al disminuido papel que le toca jugar en esta
nueva etapa de la historia de la educación en España.
Entre esta generación de profesores y profesoras que mayori-
tariamente enseña hoy Historia en los centros de Educación Se-
cundaria españoles, se destaca un grupo numeroso que participó
activamente en la vida política de los años de la transición de la

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enseñanza, examen y control

dictadura a la democracia, para ellos, en muchos casos, la forma-


ción histórica se consideraba una especie de prolongación de su
compromiso político en el que se daban la mano el deseo de cam-
biar la realidad con la idea de disponer de un instrumento –el cono-
cimiento histórico– que se concebía como una ayuda inestimable
en el empeño transformador. No obstante, y aunque es algo difícil
de discernir a estas alturas, quizás fuera excesivo afirmar que esa
conciencia militante era la que motivaba la decisión de la may-
oría de los estudiantes de aquellas fechas. Seguramente el halo de
conocimiento culto y distinguido que desde el siglo xix adornaba
a la disciplina fue responsable también del interés por la Historia
de muchos de los que hoy son profesores y profesoras de la asig-
natura, una razón que evidentemente era muy distinta a la que at-
raía al grupo reseñado en las líneas anteriores. Admitiendo que en
el seno de la corporación de los profesores de Historia se da esta
doble y contradictoria posición sobre el interés y significado de la
materia –conocimiento erudito versus conocimiento socialmente
comprometido– parece sin embargo que mayoritariamente se de-
cantan por adscribirse a posiciones políticas e ideológicas de signo
más progresistas que conservadoras. En este sentido los resultados
de la encuesta «Youth and History», publicados por iniciativa de la
Körber Foundation y de Euroclío –European Standing Conference of
History Teachers Associations– (Leew-Roord, 1998) nos ofrecen al-
gunos datos interesantes sobre los profesores de Historia.3 Así, nos
dibujan a un profesorado políticamente mucho más inquieto que sus
estudiantes; concretamente afirman Borries y Baeck (1998, 150) que
–al contrario que el de sus estudiantes– el nivel de interés por la polí-
tica entre los profesores es muy alto en los países de Europa Occiden-
3.  Esta publicación recoge las conclusiones de la Conferencia de Asociaciones
de Profesores de Historia de 36 países, celebrada en Pécs (Hungría) entre el 17 y el
21 de septiembre de 1997, así como algunos análisis e interpretaciones de los resul-
tados de la encuesta. Si bien la mayor parte de la información que en ella se recoge
se refiere a los alumnos y a las prácticas pedagógicas en la clase de Historia, se trata
en realidad de dos cuestionarios, uno para alumnos y otros para profesores, aunque
la muestra utilizada en el caso de los primeros es muy superior a la utilizada con los
docentes. De hecho se encuestaron 31.000 adolescentes, de entre 14 y 15 años, de 27
países de Europa, así como de Israel, Palestina y Turquía, mientras que el número de
profesores participantes no fue superior a 30 en cada uno de los países, exceptuando
el caso de Croacia y Holanda que, por diversas razones, no facilitaron las respuestas.
El cuestionario respondido por los profesores consta de un total de 24 preguntas de
carácter cerrado, cada una de ellas con varios ítems; son preguntas que abordan di-
versos aspectos de la práctica de la enseñanza de la Historia así como opiniones de
los profesores sobre cuestiones de interés, recabando asimismo algunos datos que
sirven para caracterizar a los profesores de la asignatura.

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1. los profesores en el aula

tal, y algo menor en algunos países de Europa central y del Este como
Polonia y Hungría, diferencias que se invierten en el caso del Próximo
Oriente, donde los estudiantes muestran mayor interés por la política
que sus profesores. En el caso de España, la encuesta revela que los
profesores de Historia se muestran muy interesados por la política, un
dato que contrasta llamativamente con el hecho de que, sin embargo,
los alumnos españoles se manifiestan muy poco interesados por este
asunto, encontrándose en el grupo de países que declaran menos in-
terés por la política. En relación con sus convicciones políticas, pue-
de afirmarse, según la encuesta a la que me vengo refiriendo, que la
mayoría de los docentes declaran ser moderadamente progresistas, de
manera que las posiciones políticas conservadoras serían minoritarias
entre los profesores de Historia en Europa. En lo que respecta a los
profesores españoles, la encuesta revela el hecho significativo de que
la mayoría se sitúa políticamente algo más a la «izquierda», en un es-
pacio abiertamente progresista, una adscripción que Guimerá (1993)
concreta algo más afirmando que la mayoría de los profesores de His-
toria se identifica con el marxismo como corriente historiográfica.
Generalmente se ha sobreentendido que existe una cierta co-
rrespondencia entre el pensamiento político y la práctica pedagógi-
ca, dándose por supuesto que los profesores ubicados política e ideo-
lógicamente en el campo de la izquierda desarrollan una enseñanza
más abierta, con métodos más innovadores, mientras que los que se
sitúan en un ámbito conservador practicarían un tipo de enseñanza
más tradicional. Esta tesis, defendida, por ejemplo, por Guimerá, no
parece, sin embargo, que pueda confirmarse cuando se analiza lo
que ocurre en el interior de las aulas en el curso de la enseñanza
de la Historia. Refiriéndose a ello Raimundo Cuesta duda de que
esas convicciones hayan tenido o tengan consecuencias significati-
vas en la práctica docente y en el aprendizaje de los alumnos, afir-
mando que «no parece, por consiguiente, que la conciencia de “ser”
marxista desencadenara automáticamente una enseñanza de nuevo
tipo; por el contrario, quizá sea posible hallar, por encima de las
divergencias ideológicas e historiográficas, un sustrato común, una
ideología profesional de la vida cotidiana y una doxa mayoritarias
que explicarían algunas de las prácticas más extendidas en la ense-
ñanza de la Historia» (Cuesta, 1998, 175). Estos argumentos se ven
apoyados por el estudio anteriormente citado de Borries y Baeck;
en él se confirma que, efectivamente, las variaciones observadas
en la práctica de la enseñanza no guardan relación directa con la
orientación conservadora o progresista de los profesores. A similar

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enseñanza, examen y control

conclusión llegó Evans (1990 y 1991) tras investigaciones realizadas


sobre la incidencia que tenían las convicciones ideológicas de los
profesores en la práctica escolar y en el aprendizaje de los alumnos,
afirmando también que no puede constatarse una corresponden-
cia directa entre la forma de enseñar y la ideología del profesor o
profesora. Si compartimos este tipo de consideraciones, habría que
pensar que, aunque es posible que la ideología tenga alguna inci-
dencia sobre la actuación de los profesores en el aula, no parece que
el desarrollo de las clases responda básicamente a este criterio sino
que en ello deben intervenir otro tipo de factores ajenos al modo de
pensar, a los deseos e intenciones de los docentes. Circunstancias
como las propuestas por Evans –la escasa motivación del alumna-
do, el persistente problema del control sobre el grupo-clase o las
dificultades contextuales– y otras que se verán más adelante deben
ser tenidas en cuenta a la hora de explicar las rutinas escolares, en
mayor medida quizás que las ideas de los profesores.
Sucede entonces que lo que ocurre cotidianamente en las aulas
no es exactamente lo que los profesores desean; y es que en el cam-
po de la práctica muchas cosas escapan a sus intenciones e incluso
ocurren de manera distinta o contraria a como proyectan; no se en-
tendería de otra forma el hecho de que la formación histórica que
realmente reciben los alumnos esté muy distante de las virtudes de
un conocimiento que la mayoría de los profesores relacionan con el
compromiso político y social. Independientemente de que entre la
declaración de intenciones y la práctica haya muchas diferencias,
que tienen que ver con la función retórica propia de los discursos
profesionales, hay algo de cierto también en el hecho de que la con-
tradicción entre el pensamiento y la acción refleja las limitaciones
que tienen los profesores para actuar en la clase, o para hacerlo en
uno u otro sentido. Paradójicamente, la propia identidad profesio-
nal constituye, junto a otros factores como los apuntados anterior-
mente por Evans, una de esas ataduras. Esta identidad está ligada
al saber en el que socialmente se les reconoce como expertos, es
decir, a la Historia. Antes que docentes los profesores de Enseñanza
Secundaria gustan llamarse y ser llamados historiadores; en esto
tiene mucho que ver desde luego el diferente estatus del que gozan
uno y otro saber, es decir, la Historia y la Pedagogía. A ello no es
ajena tampoco la formación recibida y el título que les capacita para
el ejercicio de la docencia. Aunque es significativo el número de
profesores y profesoras que ejercieron anteriormente como maes-
tros –quizás mayor que en otras disciplinas–, generalmente es la

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1. los profesores en el aula

licenciatura en Historia General (o en Geografía e Historia) la que


posibilitó a la mayoría de los profesores hoy en ejercicio su acceso a
la docencia, no había entonces ni actualmente estudios específicos
para la enseñanza –salvo el escuálido CAP–, de manera que su for-
mación universitaria se ha referido exclusivamente a la disciplina
que enseñan y nada o casi nada a la enseñanza de la Historia. Esta
ausencia de toda formación inicial relacionada con la docencia no es
desde luego irreversible y ni siquiera elemento decisivo para expli-
car el quehacer de los profesores en la clase, pero resulta expresiva
del despego que la corporación ha sentido por la enseñanza y de la
simplicidad con la que se plantea sus problemas. En todo caso una
formación centrada en la disciplina y ajena a la docencia ha contri-
buido a forjar la identidad social de los profesores de Historia y la
propia subjetividad profesional de muchos de ellos.
Entonces, puesto que los profesores y profesoras de Historia
actualmente en ejercicio no han recibido una formación específica
para la docencia, ¿cómo se adquieren las destrezas y conocimien-
tos que utilizan en la enseñanza de la asignatura? La ausencia de
una formación inicial previa no es sólo un dato objetivo sino que
forma parte también de la idiosincrasia de la profesión en este ni-
vel de la educación secundaria, pues es un hecho contrastado que
hoy muchos profesores no ven necesaria esa formación específica,
siendo en esto herederos de una tradición que siempre consideró
la docencia como algo alejado de una profesión práctica suscepti-
ble de ser aprendida previamente (Cuesta, 1998, 40), un argumento,
por cierto, que sirve para distanciarse de los maestros de educación
primaria que, al parecer, sí necesitan de esa formación. En verdad
los conocimientos que la mayoría de los profesores tiene sobre la
enseñanza de la Historia y de otras materias se adquieren en la pro-
pia práctica, en la relación con los compañeros, en las «discusiones
con amigos y colegas» y con el recuerdo de sus propias experiencias
como alumnos. El hecho de que la actividad docente sea del tipo de
«inmersión inmediata», es decir, que obliga a los profesores a resol-
ver desde el primer día de su incorporación problemas que en otras
profesiones se afrontan en un largo proceso de inmersión (Cuban,
1984), explica que tengan que acudir a sus propias experiencias
como fuente de conocimiento, así como a toda una serie de recur-
sos prácticos que tienen acreditada su capacidad para ayudarles en
la diaria gestión de la clase. Por lo tanto el aprendizaje de los profe-
sores noveles se basa más en la imitación que en la reflexión, inclu-
so en el caso de que hubiera habido una formación previa, si ésta es,

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enseñanza, examen y control

como suele ser, ajena al campo de la práctica y se centra en conte-


nidos distantes de la realidad.4 En este sentido, junto al recuerdo de
las rutinas empleadas en las aulas a las que los profesores asistieron
como alumnos, el proceso de socialización profesional en el que lo
fundamental es aprender de lo que los más experimentados hacen,
constituye la segunda fuente de donde los profesores adquieren el
conocimiento necesario para la enseñanza. Obsérvese que en am-
bos casos se dan condiciones apropiadas para que las prácticas do-
centes se transmitan incólumes de una generación a otra, es decir,
para que predomine la continuidad frente al cambio.
A falta de una mejor formación los profesores enseñan tal y
como les enseñaron y tal y como ven que hacen otros colegas. El
saber hacer en el aula es un conocimiento que se adquiere con el
paso de los años, con la experiencia. Anteriormente hemos visto
que, como media, el profesorado de Historia actualmente en ejerci-
cio tiene algo menos de 20 años de experiencia, lo que significa que
las rutinas anteriormente referidas han tenido tiempo de consoli-
darse en la práctica docente e incluso hacerse resistentes a los posi-
bles cambios o innovaciones. Tal y como atestigua la actitud de los
alumnos con los profesores noveles, en este proceso lo importante
es alcanzar habilidades suficientes para transmitir el conocimiento,
pero, sobre todo, más importante y urgente es controlar la clase,
pues sin este requisito no puede producirse la enseñanza. Natural-
mente esta habilidad se adquiere también acumulando experiencia,
pero es un asunto que no depende sólo del propio conocimiento
sino también de las características de los alumnos.
La trayectoria de los profesores suele estar jalonada por el tras-
lado de un centro a otro hasta asentarse en el que reúna las condi-
ciones que –al margen de las circunstancias particulares de cada
caso– suelen considerarse idóneas por la mayoría de los docentes.

4.  En realidad la formación inicial no garantiza que no se den prácticas igual-


mente rutinarias; depende en primer lugar de sus características. No es el lugar para
abordar este asunto, solamente apuntaría la idea de que a mi modo de ver el principal
déficit de la formación que reciben los docentes reside en su alejamiento de la reali-
dad, de lo cual no debe inferirse que abogo por una formación de corte practicista
sino por una formación vertebrada por el análisis de teorías sobre las prácticas esco-
lares. Por otra parte la formación que tengan los profesores tampoco es determinan-
te en su práctica, y a veces ni siquiera fundamental, pues como ya se ha indicado, y se
expondrá a lo largo de esta obra, la realidad no obedece necesaria ni exclusivamente
a las intenciones, planes y proyectos de los implicados directamente en la enseñanza.
La formación inicial y permanente debe entenderse como una variable más, impor-
tante desde luego, a la hora de analizar e intervenir sobre las prácticas escolares, más
decisiva cuanto más tenga que ver con ellas.

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1. los profesores en el aula

Dadas las escasas posibilidades de movilidad vertical en este sec-


tor, la carrera del profesor es eminentemente horizontal, y consiste
precisamente en este movimiento entre los diversos Institutos bus-
cando la posición más satisfactoria para trabajar, lo que suele re-
lacionarse con la proximidad al domicilio o con las características
socioeconómicas y culturales del lugar en el que se ubica el centro
o, lo que viene a ser casi lo mismo, con el perfil sociocultural de los
alumnos a los que les va a impartir sus clases. De hecho, cuando
se encuentran en la tesitura de elegir un nuevo centro de destino,
la pregunta más habitual entre los profesores se refiere a las carac-
terísticas de los alumnos, y es este criterio el que suele manejarse
para valorar las cualidades de los centros. En realidad lo que ocurre
es que los profesores, de Historia o de cualquier otra materia, pre-
fieren generalmente impartir sus clases mejor a un tipo de alumnos
que a otros, y cuando tienen posibilidades de elegir procuran, por
lo tanto, optar por centros en los que cursan sus estudios alumnos
con determinadas características que se consideran aceptables y, al
contrario, tratan de escapar de aquellos en los que el alumnado no
se ajusta a ese modelo o incluso responde a un patrón que suele
resultar insatisfactorio para la práctica docente. El caso es que, nor-
malmente, este tipo de apreciaciones sobre las características de los
alumnos –que, como vemos, tiene consecuencias sobre la trayecto-
ria profesional– se basan principalmente en la valoración que hacen
los profesores de su actitud con respecto a la actividad escolar, en
particular, respecto a la asignatura que imparten y, más concreta-
mente, de su comportamiento en el aula, pues, como vamos viendo,
y en ello se profundizará más adelante, el gobierno de la clase cons-
tituye un problema de primer orden en el ejercicio de la docencia.
Y puesto que estos parámetros que definen el perfil de los alumnos
con los que prefieren o no trabajar los profesores son aspectos que
tienen mucho que ver con la condición social de los estudiantes, es
lógico, por tanto, que, con el paso del tiempo y a medida que aumen-
tan las posibilidades de elección de centros, los docentes tiendan a
desplazarse a Institutos con alumnos de estratos sociales superio-
res, mientras que los que tienen menos posibilidades –es decir, me-
nos experiencia– suelen impartir sus clases en centros con alumnos
de inferior condición social.5 Los datos del cuadro 1.1 –tomados de

5.  Ciertamente hay otros elementos que influyen en la elección de los profeso-
res a lo largo de su trayectoria profesional; éste es, no obstante, uno de los que tiene
mayor incidencia.

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enseñanza, examen y control

cuadro 1.1.
Años de experiencia del profesorado que imparte sus clases en centros con
alumnos de nivel social bajo
años de experiencia porcentaje que imparten clases
en centros de nivel social bajo
Profesores con más de 17 años de experiencia 59%

Profesores con 17 o menos años de experiencia 69%

Fuente: Merchán 2001a.

una muestra pequeña de profesores y profesoras– son expresivos de


esta situación.
La preferencia de los profesores por trabajar con alumnos de
contextos socioculturales propios de clases medias, en razón pro-
bablemente de considerar más satisfactorios sus comportamientos
en la clase, no es la única tendencia que puede observarse en la
trayectoria profesional de los docentes. Puede advertirse también
que, por motivos seguramente similares, los profesores y profeso-
ras prefieren impartir sus clases en los niveles de Bachillerato an-
tes que en los cursos de la Educación Secundaria Obligatoria, de
manera que, a medida que se acumula experiencia, dentro de un
mismo centro, especialmente en los que están ubicados en contex-
tos sociales más deprimidos, los profesores eligen los cursos supe-
riores para impartir sus clases mientras que los que tienen menos
antigüedad lo harán en los niveles inferiores (ver cuadro 1.2). De
hecho el criterio principal que subyace en esta elección es nueva-
mente el de las características del alumnado –su actitud hacia la
enseñanza y su comportamiento en la clase–, coincidiendo en esto
con la tendencia, apuntada anteriormente, a elegir, cuando es po-
sible, un determinado tipo de Instituto. Y es que, efectivamente,
para los profesores de Historia–y suponemos que también para los
de otras materias– una de las circunstancias que resulta de la ma-
yor importancia en sus consideraciones prácticas es la de la dispo-
sición o actitud de los alumnos en la clase, lo cual, como veremos,
tiene mucho que ver con su condición social, pues ello determina
en gran medida el tipo de interacciones que allí se producen, así
como los problemas de gestión que deben afrontarse.
La tendencia a impartir clases a alumnos con determinadas
características forma parte de las reglas implícitas del campo profe-
sional y nos revela las inquietudes que en la práctica viven los profe-

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1. los profesores en el aula

cuadro 1.2.
Cursos que imparten los profesores según los años de experiencia en
Institutos con alumnos de clases sociales bajas

años de experiencia imparten sólo bachllto. imparten sólo eso

Profesores con más de 17


24% 7%
años de experiencia

Profesores con 17 o menos


9% 11%
años de experiencia

Fuente: Merchán, 2001a.

sores en el ejercicio cotidiano de su trabajo. Estas realidades agitan


una identidad profesional y social que en otro tiempo estuvo basada
en la relevancia de su papel en la formación de las minorías cultas
y distinguidas de la sociedad. Ante tamaña perturbación producida
por los radicales cambios acaecidos en la cualidad de los destinata-
rios de la enseñanza no es mucho lo que puede hacerse para soste-
ner la decadente imagen de los profesores; una de las posibilidades
es revitalizar la importancia de la asignatura reformulando el dis-
curso sobre su enseñanza.

1.2. el discurso de los profesores sobre la


historia y su enseñanza

Analizando el proceso mediante el cual determinados conocimien-


tos llegan a convertirse en disciplinas escolares, Goodson (1995)
señala la importancia de la elaboración de un discurso que legiti-
me y justifique su presencia en el currículo, especialmente ante el
público externo al propio sistema educativo. El papel de la retórica
legitimadora no termina una vez que se ha alcanzado el estatus de
conocimiento escolar sancionado por la legislación educativa, sino
que resulta especialmente importante a la hora de hacer frente a las
amenazas que socavan esa posición en el currículum escolar.
Y es ésa precisamente la situación en la que se encontraba la
Historia escolar a finales de los años sesenta; acusada de haberse
convertido en un saber memorístico, enciclopédico y culturalista,
muy alejado de las necesidades formativas de las nuevas generacio-

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enseñanza, examen y control

nes, se cuestionó su identidad como disciplina escolar, abriéndose


un extenso debate que recientemente ha llegado a un nuevo punto
de inflexión (Cuesta, 2002). Precisamente, en la línea de lo señalado
anteriormente por Goodson, la reacción de los colectivos interesa-
dos en mantener el estatus de la Historia en el currículum escolar
–sobre todo historiadores universitarios y profesores de Historia–
ha consistido, entre otras actuaciones, en la renovación del discurso
legitimador de la asignatura.
Uno de los elementos imprescindibles en cualquier discurso so-
bre las materias del currículum escolar es la explicación de la inci-
dencia que su enseñanza tiene en la formación de los jóvenes; se trata
generalmente de un argumento implícito que se apoya en la supuesta
evidencia de que el aprendizaje de los contenidos opera algún efecto
positivo sobre los individuos y por ello sobre el conjunto de la so-
ciedad. Así, la adquisición de tales o cuales conocimientos (y no de
otros) se convertiría en pieza fundamental de la configuración de un
sujeto y de una sociedad deseable, mientras que lo contrario podría
ser motivo de actitudes y comportamientos que podrían repercutir
negativamente en la vida social. Desde luego habría que admitir que
se trata de un razonamiento que no carece de lógica, pues me pare-
ce cierto que el conocimiento incide en las formas de pensamiento y
acción de los individuos; otra cosa distinta es que esto ocurra en el
caso de las materias escolares y en el de la enseñanza que realmente
se practica en las aulas. Ya hemos visto que algunos autores cuestio-
nan la supuesta relación entre las convicciones ideológicas declaradas
y la práctica docente, descartando así mismo que los profesores de
Historia incidan de manera significativa en las convicciones de los
alumnos, de hecho algunas investigaciones (Evans, 1990, 1991) con-
cluyen que para la mayoría de los estudiantes no existen cambios de
sus opiniones sobre la sociedad en relación con el aprendizaje de la
Historia, lo cual se explica por la habitual orientación de los conteni-
dos que realmente se imparten en el aula.
Sin embargo uno de los argumentos característicos del discur-
so profesional sobre la Historia es la convicción de que su enseñanza
influye en las ideas que los alumnos tienen sobre la sociedad actual,
de manera que éste sería uno de los atributos de la asignatura, es
decir, su capacidad para modelar las conciencias de los estudiantes
y hacerles entender la realidad social de una forma determinada,
por supuesto mucho más noble y desinteresada que la que se trans-
mite a través de los mecanismos habituales en la sociedad:

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1. los profesores en el aula

[La Historia] Puede influir en el sentido de interpretar de una


manera o de otra los acontecimientos actuales, evitando la «con-
taminación» de los medios de comunicación y la demagogia de los
políticos.6

A veces esta convicción se expresa como un deseo, seguros de


que de esta forma se contribuye decisivamente a la formación de los
jóvenes y adolescentes, a una misión casi sagrada en la que la Histo-
ria es un recurso fundamental:

Espero que sí [que influya en los alumnos], es más, espero


que comprendan las características de la sociedad en la que viven
y que sean capaces de tomar una postura de tolerancia y respeto
a la pluralidad, para lo cual la Historia, a mi parecer, es la materia
idónea.

Palabras que contrastan notablemente con los datos que nos


ofrecen los estudios sobre lo que en realidad ocurre en las aulas,
y que ponen de manifiesto algo característico del ethos de los pro-
fesores de Historia como es la contradictoria convivencia entre el
deseo y la realidad, entre la atmósfera culta, distinguida y de nobles
fines que envuelve a la asignatura y la más difícilmente asumible
en que se mueve la práctica de su enseñanza. Ciertamente no todos
sostienen que exista esa capacidad de influencia de la enseñanza de
la Historia sobre el pensamiento de los alumnos, lo cual, a pesar de
todo, produce frustración, cierta desazón que mina la propia estima
profesional. Algunos profesores incluso detectan dónde radica el
problema, apuntando directamente hacia el carácter académico del
conocimiento que se imparte en la escuela, hacia lo que podríamos
llamar la escolarización del conocimiento, como causa de su inca-
pacidad formativa, de manera que, según esto, la Historia escolar,
es decir, la propia materia que se enseña, sería el principal obstácu-
lo en la formación histórica de los jóvenes.

6.  Todas las citas de alumnos y profesores están tomadas de Merchán (2001a).
Se trata de la investigación que posteriormente dio lugar al trabajo que presenté
como tesis doctoral dirigida por Francisco F. García. Como he señalado en la Intro-
ducción, el libro que tiene el lector o lectora en sus manos es una síntesis de ese tra-
bajo académico, de él proceden la mayor parte de los datos, incluyendo la mayoría de
los comentarios de alumnos y profesores. Un par de reseñas críticas de este trabajo
pueden verse en Luis (2001a y 2001b). En este caso, y en los que siguen en este capí-
tulo, se trata de respuestas de profesores o profesoras a preguntas de un cuestionario
abierto utilizado en la citada investigación. En adelante, a fin de facilitar la lectura y
mientras no se indique algo distinto, debe entenderse que es ésta la fuente.

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enseñanza, examen y control

Pero a pesar de esta incredulidad, el discurso mayoritario en-


tre los profesores de Historia sostiene, como se ha dicho, la tesis
de la potencialidad de su enseñanza para modelar la conciencia de
los estudiantes, para educarlos de una forma determinada, lo cual
debe ser interpretado como una virtud de la asignatura que, a pe-
sar de los obstáculos que encuentra para su desarrollo, justifica su
presencia en el currículum, o quizás como una falta de realismo y
de espíritu autocrítico de los profesores. Ciertamente el escepticis-
mo de algunos –alimentado, seguramente, por lo que ven diaria-
mente con el desarrollo de la enseñanza en las aulas– se extiende a
muchos cuando de lo que se trata es de valorar la influencia que la
enseñanza de la Historia pueda ejercer no ya sobre las ideas de los
estudiantes sino sobre sus prácticas sociales relativas a la interven-
ción en actividades sociopolíticas; constatación que pone distancia
entre aquella idea que veíamos en muchos de los otrora estudiantes
y hoy profesores y profesoras de Historia acerca del conocimiento
histórico como instrumento de transformación social y la realidad
que perciben en las aulas: «Influye poco [en la práctica social]. Los
alumnos “no piensan” debido a las clases de Historia…».
Diríamos entonces que la Historia en cuanto asignatura (y
en cuanto conocimiento) tiene en sí misma un gran valor forma-
tivo, independientemente de que por unas u otras circunstancias
es probable que todas sus posibilidades no puedan desarrollarse
plenamente, no tanto en el ámbito del pensamiento y de las acti-
tudes cuanto en el campo de la práctica social. Desde luego en el
discurso profesional no se cuestiona ese valor formativo puesto que
se considera una cualidad intrínseca, una virtud consustancial a la
propia disciplina que «nos hace más libres, independientes, menos
manipulables…». Ahora bien, ¿en qué consiste realmente la capa-
cidad formativa de la Historia según el discurso de los profesores?
La mayor parte de los estudios sobre el tema coinciden en señalar
que el núcleo en torno al que se articula el nuevo discurso sobre la
enseñanza de la Historia es la idea de considerar que el principal
valor e interés de la asignatura estriba en su capacidad para ayudar
a la comprensión del presente. Frente a la crítica de que se trata de
un conocimiento abstracto, distante de la realidad, de un adorno
cultural para las élites, la comprensión del presente se ha conver-
tido en la piedra angular de la arquitectura del discurso sobre la
asignatura. Así, en las declaraciones del profesorado, en la publici-
dad de los libros de texto y en la oratoria oficial, todo se orienta a
la consecución de esta finalidad y, salvo excepciones, mayoritaria-

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1. los profesores en el aula

mente unos y otros consideran que es ésta la verdadera función de


la Historia escolar: comprender el mundo en el que vivimos.
Y este es el objetivo que la mayoría del profesorado dice per-
seguir con su enseñanza, de tal forma que la vieja disciplina –acu-
sada de ser un saber inútil, propio de minorías ociosas– adquiere,
según esto, cualidades propias de los saberes técnicos, ya que el co-
nocimiento que se distribuye en las aulas parece tener aplicación
en la vida real, pues, aunque fundamentalmente trata de los hechos
históricos, se conviene en que el conocimiento del pasado es im-
prescindible para quienes quieran estar informados del mundo en
que vivimos. Efectivamente, los datos obtenidos en investigaciones
propias indican que en las declaraciones de los profesores la com-
prensión del presente constituye, para la mayoría, el rasgo más de-
finitorio de la Historia en cuanto conocimiento científico (56%),
observándose, en todo caso que la idea parece perder fuerza (52%
de los profesores encuestados) si nos referimos a los objetivos de la
enseñanza de la asignatura, es decir, a la Historia en cuanto disci-
plina escolar. Al margen de esta ligera diferencia, que nos apunta
nuevamente hacia lo que podríamos llamar ahora la escolarización
del discurso, las expresiones que utilizan los profesores en sus de-
claraciones resultan enormemente expresivas, como lo demuestran
los siguientes ejemplos:

Prof. 1.– Intento informar y preparar a los alumnos para que en-
tiendan mejor el funcionamiento sociopolítico y económico de
nuestra sociedad.
Prof. 2.– Es importantísima para entender la sociedad en la que vive
el alumno.
Prof. 3.– Puede ser un instrumento útil para entender el mundo que
nos rodea.

La encuesta, citada anteriormente, realizada a alumnos y pro-


fesores de distintos países europeos señala también que la mayoría
de los docentes están de acuerdo en que el principal objetivo de la
enseñanza de la Historia es la comprensión del presente. Borries, en
la misma publicación, analiza estos datos comparándolos con las
respuestas de los alumnos a una pregunta sobre cuáles son en la
práctica los objetivos de la enseñanza de la asignatura, observan-
do que tienen una percepción muy distinta de la de los profesores
sobre este tema. Para ellos la clase de Historia se centra ante todo
en el conocimiento de los principales hechos del pasado y sólo en

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enseñanza, examen y control

quinto lugar atiende a la comprensión del presente. Aun conside-


rando que las declaraciones de los estudiantes no siempre reflejan
con fidelidad lo que ocurre en el interior de las clases, son datos
que, como mínimo, nos ponen sobre aviso de las contradicciones
entre el discurso y la práctica escolar, desvelando el carácter retóri-
co que adorna este tipo de declaraciones.
Por su parte Ramón Galindo (1977) ha trabajado también este
tema mediante el estudio de las opiniones de un reducido grupo de
profesores obtenidas a través de entrevistas y observaciones de cla-
se. A este respecto afirma que «sin lugar a dudas, el conocimiento
del presente es la finalidad de la enseñanza de la Historia a la que el
profesorado otorga mayor importancia» (Galindo, 1997, 177); junto
a esta finalidad principal Galindo apunta otras también destacadas
por los profesores como el desarrollo de una actitud crítica en los
alumnos, el desarrollo de la tolerancia, de la capacidad de «razonar
históricamente», etc. En fin, Lautier (1997, 133), en un trabajo que
trata de las ideas de los profesores sobre la enseñanza de la Historia,
afirma también que la mayoría de los encuestados (más del 40%)
destaca en primer lugar el interés de la Historia «para comprender
mejor el presente», una idea que coincide en este estudio con la opi-
nión de la mayoría de los alumnos.
Este nuevo, o, mejor, cada vez más pujante papel de la Histo-
ria y de su enseñanza, le confiere hoy un estatus mucho más valo-
rado que el que podría alcanzar si se mantuviera la consideración
de conocimiento culto pero, en cierta medida, inútil que tenía no
hace mucho. Ahora bien, ¿cómo puede transmutarse en el discurso
este cambio de funcionalidad? ¿Cómo puede la Historia servir para
comprender el mundo en el que vivimos? Son dos los argumentos
que generalmente utilizan los profesores a la hora de fundamen-
tar el papel de la enseñanza de la Historia en la comprensión del
presente. Por una parte, si se entiende que el mundo actual es re-
sultado de la evolución histórica de la humanidad –una idea que,
enunciada sin matices, es por lo demás comúnmente aceptada–, se
justifica entonces que el conocimiento de esa evolución histórica
no sólo sea útil sino incluso necesario para comprender el presente
pues, según este punto de vista, la realidad de nuestro tiempo se
concibe como el final de una trayectoria cuyos argumentos son los
acontecimientos del pasado, tal y como lo describe un profesor: «[El
objetivo de la asignatura es] enseñar el pasado del hombre y demos-
trar que el presente es una evolución de éste». Según este punto de
vista el pasado intervendría como precedente y el presente como

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1. los profesores en el aula

recapitulación. Por otra parte, la idea de que la Historia sirve para


comprender el presente se afirma por cuanto la formación históri-
ca proporciona una serie de destrezas, competencias intelectuales,
técnicas y hábitos de pensamiento que resultan, si no imprescin-
dibles, sí de gran utilidad para ello; en este sentido puede decirse
que la asignatura tendría más bien un valor instrumental en orden
a ayudar a los alumnos a comprender el mundo en el que viven.
En las declaraciones de los profesores, junto a la comprensión
del presente, la Historia se presenta como un conocimiento valioso
para la formación de las personas y para la trasmisión de valores.
Así, además de un saber práctico, la Historia sería un saber hu-
manístico, un saber que educa y que, de esta forma, contribuye a
la formación ciudadana. Este argumento sobre el valor formativo
de la Historia no tiene entre el profesorado el mismo número de
adeptos que el anterior, seguramente porque es comprometido para
un docente admitir que una de sus funciones es la de servir como
transmisor de valores, ya que socialmente se tiende a considerar
esta tarea como incompatible con el carácter científico que debe
impregnar el conocimiento y la enseñanza. Quizás muchos profe-
sores no quieren correr el riesgo de que se termine considerando a
la Historia, más que una ciencia, un instrumento para el adoctrina-
miento, entre otras razones porque esta perspectiva parece precari-
zar el lugar que ocupan los profesores y profesoras de Historia. Sin
embargo, la idea del valor formativo de la Historia goza de mucho
más respaldo cuando el asunto se trata desde el ámbito político se-
gún puede desprenderse de la importancia que autoridades y exper-
tos conceden en este campo a la enseñanza de la asignatura.7
La función educadora de la Historia escolar estaba ya pre-
sente en el discurso del siglo xix sobre la asignatura, lo destacable
ahora es el énfasis que se pone en la transmisión de valores y en el
fomento de actitudes que, si bien no estaban del todo ausentes de
los discursos sobre la disciplina, tenían menos relevancia. Así, por
ejemplo, se subraya hoy el papel de la Historia en el desarrollo del
espíritu crítico, en la formación para la tolerancia y la solidaridad y,
más que a la glorificación del estado-nación (no del todo ausente),
se tiende sobre todo a ensalzar los valores constitucionalistas y los
principios de la democracia de mercado frente a un pasado teñido
de oscuro por carecer de estos y otros valores de nuestro tiempo.

7.  Basta tomar nota del acalorado debate que normalmente suscitan en cual-
quier país los cambios en el currículum de la asignatura.

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enseñanza, examen y control

En este sentido, el argumento de la Historia como maestra de la


vida de la que se pueden tomar «lecciones» sigue presente cuando
se destaca el valor cívico de la disciplina, sólo que ahora, en lugar de
cargar las tintas sobre episodios y personajes ejemplares, se prefiere
la denostación de hechos históricos contrarios a los valores domi-
nantes, centrándose más en la capacidad de la Historia para hacer
ver lo que debe evitarse que para seguir modelos de conducta. Se
trata ahora más de denunciar que de proponer ya que los profesores
no parecen dados al elogio o a la ejemplaridad pura y simple. Así, se
destacan ciertos temas históricos como situaciones de barbarie a las
que siempre se puede retornar si no se adopta una actitud vigilan-
te; claro que cualquier valoración negativa de unos hechos históri-
cos induce a apreciar otros positivamente sin necesidad de elogiar-
los directamente; basta con presentarlos como única alternativa y
obligar a decantarse por unos o por otros. Por ejemplo, el estudio
del Antiguo Régimen se presenta como el reverso de la Revolución
francesa y la Declaración de Derechos del Hombre, de manera que
aparece como lo contrario de un Estado de derecho, de «nuestro»
Estado de derecho. Una perspectiva que se subraya con otro ejem-
plo: en el estudio del fascismo como reverso de nuestra democracia,
presentando ambos episodios históricos como las únicas alternati-
vas posibles, ya que la democracia se estudia como oposición a las
dictaduras. De esta forma el presente aparece como la alternativa
positiva a hechos históricos condenables.
Analizando el discurso de los profesores sobre la Historia y su
enseñanza en la Educación Secundaria, vemos que se trata de una
materia capaz de comunicar o transmitir a los estudiantes una va-
loración de la realidad social, una determinada visión de la sociedad
–generalmente complaciente y escasamente crítica–; de aquí que se
hable de la función cívica de la Historia. Pero además, en el discurso
profesional se destaca también la idea de que la Historia, o, mejor,
el conocimiento histórico, propicia en quien lo posee una determi-
nada forma de ser, un ethos particular, que les distingue del resto de
los mortales. Lo cierto es que para muchos profesores y profesoras
la Historia escolar, a diferencia de otras asignaturas del currículum,
tiene la capacidad de generar actitudes y comportamientos en los
individuos, casi un estilo de vida; la Historia escolar sirve «para ser
más humanos», y es que «conociendo la Historia de la humanidad
somos todos aceptables y aceptados»; de aquí que el objetivo de la
enseñanza sea: «Enseñar unos valores humanos más que datos y fe-
chas que pueden encontrar en los libros». De manera que, según es-

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1. los profesores en el aula

tas manifestaciones, la función del conocimiento histórico escolar y


de la Historia en general viene a ser la de proporcionar un estilo de
vida que, de extenderse, daría lugar seguramente a un mundo me-
jor. La última de las frases que he recogido indica que la enseñanza
de este tipo de conocimiento nada tiene que ver con los datos ni con
las fechas… ni siquiera con los libros, pues se trata de algo más que
sólo puede ser transmitido por quien lo posee: el profesor o profe-
sora: «Mi vida está determinada por mi dedicación a la Historia.
¡Ojalá! la Historia les diera a los demás el sentido de la tolerancia!».
Esta idea de que a través del conocimiento, del conocimiento
histórico en nuestro caso, se moldea la forma de ser y el comporta-
miento de las personas y de que éste es uno de los objetivos de su
enseñanza, nos recuerda el concepto de educación humanística que
utilizaba Weber, educación que, en palabras de Lerena,

trata sobre todo de cultivar un determinado modo de vida que com-


porta unas particulares actitudes y comportamientos. Este modo de
vida puede ser muy diverso, pero constituye siempre un conjunto
articulado de actitudes plasmadas en un ethos… Aunque puede ir
acompañado por un carisma y por un saber, se trata fundamental-
mente de una actitud hacia la vida: esto es lo que este tipo de educa-
ción se propone lograr. (Lerena, 1985, 151)

Esta actitud hacia la vida, que se manifiesta en unos compor-


tamientos y prácticas sociales, pero también en una forma de ser
–«es mejor conocer y respetar más que tener más»–, en una forma
de distinguirse, se ve adornada por una serie de valores en los que
Weber advertía la impronta aristocrática de un tipo de educación
que, en palabras de Lerena, «constituye la instancia reproductora
de una categoría estamental, esto es, de una categoría social que de-
fine su posición en términos de conducta de vida, lo que se traduce
en consideración social, en prestigio» (ob. cit., 152).
Desde luego, ateniéndonos a algunas declaraciones de profeso-
res, cabe pensar que muchos confían en que la virtualidad intrín-
seca del conocimiento histórico baste para que ocurra esta especie
de ósmosis entre Historia y estilo de vida, sin tener en cuenta no ya
las circunstancias concretas de los alumnos sino, más especialmen-
te, las características sociales del alumnado de esta fase del modo
de educación tecnocrático de masas, muy distintas de aquellas cir-
cunstancias en las que se fue configurando la disciplina. Lo cual me
recuerda, en cierta medida, la idea de que la enseñanza de la Histo-

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enseñanza, examen y control

ria puede entenderse, en ciertos casos y en sus coordenadas actua-


les, como un proceso de aculturación, es decir de imposición de una
cultura, una «conducta de vida» característica de un grupo social, a
otra cultura, a otros grupos. El caso es, sin embargo, que en no po-
cas ocasiones, o en muchas, si pensamos en los centros públicos de
la periferia de las grandes ciudades, la tarea resulta imposible, pues
los adolescentes apenas se sienten concernidos por esa «manera de
ser» que supuestamente se desprende del conocimiento histórico
escolar; y así resulta bastante probable que el valor humanístico de
la Historia escolar sólo permanezca vivo en el razonamiento dis-
cursivo que adorna al código disciplinar.
Otro de los elementos que estructura el discurso de profeso-
res y profesoras sobre la Historia es la idea de que ésta sirve para
desarrollar en los alumnos una serie de recursos y competencias
intelectuales que les permite, no sólo el análisis de los fenómenos
históricos, sino de los fenómenos sociales en general, incluso los de
mayor actualidad. La idea es que la asignatura puede adiestrar a los
alumnos en la comprensión de la realidad social, es decir:

[La Historia] enseña –y posiblemente como ninguna otra cien-


cia– a analizar objetivamente –o a intentarlo al menos– nuestras
propias circunstancias vitales, [por eso] la formación histórica da
suficientes armas para comprender y analizar la realidad, incluso la
más actual, [puesto que el conocimiento histórico sirve] para tener
mayor capacidad de análisis de los fenómenos colectivos [y, en defi-
nitiva,] estructura el pensamiento ante los hechos sociales».

A este respecto se considera que la enseñanza de la Histo-


ria mejora, por ejemplo, la competencia lectora de los estudiantes,
permitiéndoles de esta forma acceder críticamente a los medios
de comunicación de masas, potenciando de paso su autonomía a
la hora de formarse opinión sobre los hechos sociales. El objetivo
sería hacer «personas más formadas en el manejo y control de la
información», capaces de «comprender lo que leen», ya que ésta
es una de las capacidades cuyo desarrollo es imprescindible para
la comprensión de la realidad social, dado que el medio escrito es
una de «las fuentes de conocimiento válidas para el análisis social
en el que hay que iniciar a los alumnos». He aquí, por tanto, la
virtualidad de desarrollar en la clase «hábitos de lectura», que los
alumnos sepan «leer un periódico», «comprender la prensa, ra-
dio, televisión…», «fomentar la lectura, aunque sea del periódico»,

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1. los profesores en el aula

puesto que, si se carece de esta competencia, los alumnos no sólo


no entenderían el presente sino que pueden ser, y son de hecho,
«manipulados». Nuevamente nos aparece este carácter salvífico
de la Historia.
Pero de entre las virtudes que los profesores destacan en la
Historia escolar habría que subrayar su potencialidad para desarro-
llar la capacidad de razonamiento lógico entre los alumnos. Según
esto, el objetivo de la enseñanza de la Historia sería que los alum-
nos «consigan pensar por sí mismos». Ello es así porque, frente a la
vieja Historia narrativa, en el nuevo discurso la Historia es eminen-
temente explicativa, científica, de tal manera que el principal objeto
de atención no es ya la descripción de los hechos históricos sino su
explicación, el análisis de las causas y las consecuencias: «para mí
[dice un profesor sobre este asunto] la Historia no es aprender de
memoria los hechos… es saber explicar». No es difícil ver aquí un
argumento a favor del carácter científico del conocimiento históri-
co, en otro tiempo cuestionado, y es lógico pensar que, si la Historia
tiene esta cualidad, su enseñanza suministra a los estudiantes, efec-
tivamente, la capacidad de razonamiento.
Profundizando en el análisis sobre su carácter de conoci-
miento explicativo, subraya Lautier el rechazo de los profesores a
la Historia narrativa, llamando la atención sobre el hecho mismo
de que en sus declaraciones los profesores insistan en este punto
mucho después de la creación de Annales. Para la autora francesa,
esta permanente reiteración en el rechazo a la Historia tradicio-
nal, no es sino expresión del interés de los profesores en subrayar
el carácter científico de la asignatura y reforzar de esta forma su
legitimidad:

Queriendo asegurar esta legitimidad, la corriente llamada po-


sitivista ha mantenido el mito del documento y del hecho histórico;
paralelamente ha legado, al lado de un sólido armazón metodoló-
gico, una reputación episódica percibida como la figura inversa del
rigor científico. Contra ese narrativismo descriptivo los enseñantes
de hoy buscan la legitimidad en una historia explicativa. (Lautier,
1997, 136-137)

Al subrayar el carácter científico de la Historia –rechazando


la Historia narrativa y apoyándose en su carácter explicativo–, los
profesores quieren distanciarse de la petite histoire, de la Historia
vulgarizada en los medios de comunicación de masas, que recurre

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enseñanza, examen y control

solamente a la narración y que no es un saber científico. Habría


entonces una Historia con la que se relacionan los alumnos fuera
de la escuela y otra que es la que se imparte en la institución y tie-
ne la amplia gama de potencialidades formativas ya enumeradas;
mientras la primera se basa en la narración y enumeración de he-
chos y tiene su reflejo en la Historia tradicional, la segunda rechaza
raconter l’histoire y se centra en la explicación del pasado. Para los
profesores, el carácter explicativo de la Historia se asienta sobre la
convención del contínuum histórico, es decir, sobre la idea de que
el desarrollo de la Historia puede verse como un encadenamiento
perfecto en el que los acontecimientos se suceden según un orden
que se explica por la proximidad entre ellos; se trata de una idea
que permite, ciertamente, disponer de una racionalidad sobre el
pasado, que se mantiene en el discurso y la práctica profesional a
pesar de que entre el final de un curso escolar y el comienzo del
siguiente los alumnos salten alegremente dos o tres siglos, puesto
que el sentido no se pierde ya que «la finalidad temporal, la misma
evolución es suficiente para estructurar, para dar sentido a este
recitado “más o menos continuo”» (Lautier, 1997, 139). La Histo-
ria explicativa –la Historia científica, pues– aparece en el discurso
de los profesores íntimamente ligada al dogma del contínuum y a
la relación entre cronología, evolución y causalidad como supues-
tos que garantizan una racionalización del pasado. La tendencia
sería entonces la de abarcar la globalidad de la evolución histórica,
tejiendo con lazos inteligibles el conjunto de los acontecimientos.
No cabe duda de que esta posición ha ido ganando terreno incluso
sobre las dos anteriores, y se ve además reforzada y legitimada por
la doxa psicopedagógica y didactista emergente, pues racionalidad
epistemológica y racionalidad psicológica se encuentran aquí en
una misma sintonía. Otra cosa será si realmente el conocimiento
que adquieren los alumnos responde a estas expectativas y a los
objetivos que se pregonan con la retórica profesional; realmente
ni siquiera la relación de los profesores con el conocimiento que
quieren transmitir se ajusta a la verdad que se desprende de sus
palabras, sino que responde también a otras razones que no sue-
len hacerse explícitas.

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1. los profesores en el aula

1.3. los profesores y la historia:


¿una relación interesada?

Al destacar la potencialidad formativa de la Historia, el discurso de


los profesores sobre la asignatura –y de los historiadores profesiona-
les y universitarios– trata como hemos visto de justificar su presen-
cia en el currículum de la Educación Primaria y Secundaria. Cuando
esa presencia se ve amenazada bien sea porque existe el peligro de
desaparición o porque se modifique significativamente su estructura,
entonces los argumentos se subrayan y, si existen posibilidades para
ello, las voces del gremio se hacen oír con más fuerza. Ya se ha dicho
que en el caso de la Historia esta situación amenazante se vive desde
hace tiempo y es lo que obligó a reformular el discurso en los térmi-
nos en los que se ha expuesto anteriormente con el fin de defenderse
frente a las acusaciones de memorismo, culturalismo, etc. Más re-
cientemente, con ocasión de la llamada Reforma de las Enseñanzas
Medias en España y de procesos similares en países como Francia o
Gran Bretaña, el peligro se hizo mucho más concreto, entonces pare-
ció que la Historia iba a ser sustituida por otra materia –las Ciencias
Sociales– que nominalmente ya se impartía en lo que anteriormente
era el Ciclo Superior de la EGB. De hecho los profesores de la asigna-
tura vivieron con inquietud esta posibilidad y convirtieron su crítica
en una de los argumentos específicos del gremio contra los tímidos
intentos de innovación en el campo de los contenidos.
Efectivamente, la pérdida de identidad de la Historia en el cu-
rrículum, confundiéndose o perdiendo sus rasgos específicos –como
el llamado contínuum histórico– en un cuerpo de conocimiento sin
perfil ni estatus definido, como es el caso de las CC.SS., constituyen
coyunturalmente nuevos elementos del discurso profesional hilva-
nados con el propósito de hacer frente a las amenazas provenientes
de enfoques no disciplinares del currículum. La crítica de muchos
profesores y profesoras al contemporaneísmo y al presentismo es el
argumento que sirve de punta de lanza a esta retórica en defensa de
la asignatura. El rechazo a la invasiva presencia de lo contemporáneo
en los contenidos de la enseñanza de la Historia no es sino un recur-
so preventivo frente a la posibilidad más que cierta de que por esa vía
se terminen adueñando del currículum los aspectos «menos históri-
cos» y acabe finalmente la asignatura por hacerse «tan actual que ha
integrado elementos de otras ciencias (Economía y Sociología princi-
palmente)», una situación que produce desazón entre los profesores,

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enseñanza, examen y control

pues mayoritariamente son partidarios de mantener la enseñanza de


la Historia en términos claramente disciplinares y en los parámetros
más clásicos de la asignatura. Así, goza de gran predicamento la idea
de «seguir una evolución lineal de la Historia» en la que a lo largo
de los diversos cursos de la Educación Secundaria puedan abordarse
de forma consecutiva las distintas edades históricas, concediendo, en
todo caso, que la Geografía –tradicional acompañante de la Histo-
ria– mantuviera su presencia en el currículum, una opción que, en
palabras de un profesor, podría definirse en los siguientes términos:

Con respecto a los nuevos tiempos revitalizaría los aspectos


historiográficos y geográficos y dejaría esa denominación demasiado
genérica de «Ciencias Sociales» ya que si en ella entra todo, termina
siendo nada.

Frente a la «nada» de las Ciencias Sociales el «todo» de la His-


toria y la Geografía, pero dada la creciente presión de los aconteci-
mientos habrá que admitir la presencia de otras Ciencias Sociales
–no de las Ciencias Sociales– en el currículum, relegándolas, eso sí,
a una posición secundaria, es decir, a los cursos inferiores –los que
imparten los maestros–, tal y como suelen proponer los profesores.
En el movimiento en defensa de la vieja disciplina la posición
de la mayoría de los profesores es inequívoca y seguramente deci-
siva a la hora de la determinación del currículum práctico y oficial.
Hery (1999), en su estudio acerca de la historia de la enseñanza de
la Historia en Francia, llama la atención sobre el hecho de que a lo
largo de los años las propuestas de renovación de la enseñanza de la
Historia, en sus contenidos y en sus métodos, acaban siendo abor-
tadas y, excepto en el caso de algunos francotiradores, nada cambia
en la práctica, a pesar de que continuamente se repite la cantine-
la sobre la necesidad de los cambios. Según Marchand (2002, 54),
Hery coincide con Citron en afirmar que uno de los factores que
contribuye a esta persistente continuidad es el conservadurismo de
los profesores de Historia –representado en el caso de Francia en la
Société des professeurs d’histoire et de géographie (SPHG)–, empe-
ñados en articular los contenidos bajo el principio de la continuidad
histórica desde la antigüedad hasta el período contemporáneo.8

8.  Hery considera que además del conservadurismo de los profesores influyen en
la inercia continuista la falta de una formación pedagógica específica y apropiada para la
enseñanza secundaria y, sobre todo, el descrédito de lo pedagógico, considerado como un
conocimiento de segunda categoría, reservado a los maestros de enseñanza primaria.

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1. los profesores en el aula

En los países en los que durante algún tiempo estuvo vigente


un currículum no estrictamente disciplinar (al menos en el campo
del currículum oficial), la vuelta a la implantación de las clásicas
disciplinas, la Historia, por ejemplo, frente a las Ciencias Sociales,
es un fenómeno bastante generalizado. Uno de estos últimos epi-
sodios se vivió en España cuando en el año 2000, tras el llamado
Debate de las Humanidades, se sustituyó el currículum ligeramen-
te reformista de 1991 por el claramente disciplinar que está actual-
mente vigente. Aquí, como en otros casos, el apoyo del profesorado
resultó también determinante y, aunque su voz no pudo oírse ante
tanta audiencia como la de políticos e historiadores, puede afirmar-
se que la vuelta a la Historia tradicional, es decir, la reforma del cu-
rrículum propuesta por la Administración educativa y consensuada
posteriormente en comisión senatorial con otras fuerzas políticas,
contó entonces –y sigue contando hoy– con los profesores de En-
señanza Secundaria como sus más firmes y entusiastas aliados, en-
contrándose durante la polémica, por tanto, en el mismo lugar que
estaban las figuras más representativas de la cultura y de la Historia
española, es decir, en la defensa cerrada de la disciplina frente a las
amenazas –más virtuales que reales– a las que supuestamente se la
había sometido durante la época reformista.
Esta posición marcadamente disciplinar no puede explicarse
sólo ni principalmente acudiendo a los argumentos del discurso,
sino que parece conveniente indagar en el papel que tiene la Histo-
ria, y, en general, las disciplinas escolares en la identidad y en la prác-
tica profesional. Por una parte, teniendo en cuenta que la formación
que los profesores de Historia han recibido se reduce, como hemos
visto, al campo de la propia disciplina, es lógico que ante situacio-
nes complejas –como es el desarrollo cotidiano de las clases, en las
que son muchas las situaciones de incertidumbre–, los profesores
prefieran que el contenido de la enseñanza verse sobre asuntos que
ellos dominan y no sobre cuestiones en las que están menos prepa-
rados, pues de esta forma no añaden inseguridad a una situación
que, como digo, es de por sí suficientemente difícil. Por otra parte,
tratando de la relación de los profesores con el conocimiento desde
una perspectiva diferente al análisis del discurso, algunos autores
(vid. Barnes, 1994) han destacado el hecho de que el conocimiento
de los docentes tiene un doble significado: por una parte representa
una «mercancía» que les confiere el estatus de experto y una deter-
minada posición social, por otra, es un medio del que se sirven para
mantener bajo control a sus alumnos. Según la primera de estas te-

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enseñanza, examen y control

sis habría que decir que en cierta medida el estatus del profesor está
asociado al estatus de la disciplina, de manera que por una parte los
expertos y profesores de una determinada materia tratarán de que
ese conocimiento ocupe una posición elevada en el escalafón de las
disciplinas (aquí, por ejemplo, el papel del discurso), ocupándose
también de mantener esa posición cuando se ha consolidado y de
que se les identifique claramente con ella. Así, puesto que el tipo de
conocimiento que goza de más prestigio social es el conocimiento
académico y disciplinar, es lógico que los profesores se identifiquen
más con la Historia –relacionada con el mundo universitario– que,
por ejemplo, con las Ciencias Sociales –asociadas a la Enseñanza
Primaria– o, desde otro punto de vista, prefieran ser considerados
como expertos en un saber abstracto y académico –la Historia– que
como expertos en un saber práctico –la enseñanza o la pedagogía–,
como es el caso de los maestros, y que gozan de tan escaso prestigio
en la sociedad. Se explica de esta forma que los profesores tiendan
a rechazar propuestas de contenidos menos académicos (Merchán,
2003), y que, por lo tanto, no gozan de un estatus superior entre los
saberes sancionados por los expertos; entonces, «el deseo de pro-
moción contribuye a que las materias escolares estén claramente
separadas del conocimiento cotidiano» (Barnes, 1994, 146), una ac-
titud que puede ser motivo de conflicto en el aula ya que los alum-
nos, por su parte, tienden precisamente a rechazar el conocimiento
de carácter académico frente al conocimiento cotidiano.
Además, el conocimiento puede ser también uno de los recur-
sos que utiliza el profesor para mantener su autoridad en el aula,
puesto que, como afirma Bernstein (1998), en la medida en que el
alumno sea ignorante su posición queda subordinada a las iniciati-
vas del profesor, que será quien determine lo que es correcto o in-
correcto y lo que ha de hacerse en orden a la adquisición del conoci-
miento. Pero esto requiere que, efectivamente, el conocimiento que
se moviliza en el aula sea un conocimiento de carácter académico,
distante, en el que los alumnos no son competentes. La opción por la
Historia disciplinar representa, desde este punto de vista, una baza
en sus manos a la hora de gobernar la clase, si bien al mismo tiempo
esta opción produce, en muchos casos, consecuencias exactamente
contrarias a las que se persiguen, pues, como se ha dicho, la disci-
plina académica, en cuanto tiene de conocimiento extraño y distan-
te de los jóvenes –más de unos que de otros– genera indisciplina en
el aula. Por el contrario, la opción por un tipo de conocimiento más
próximo a los alumnos tiene la ventaja de su mayor implicación en

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1. los profesores en el aula

el aprendizaje, pero esa ventaja puede volverse inconveniente ya que


determinadas formas de gobierno de la clase –en las que prime el
valor del silencio y la quietud– se vuelven prácticamente imposibles
cuando los alumnos no se ajustan a patrones normalizados de com-
portamiento para este tipo de situaciones.
La relación de los profesores con la Historia es, pues, contra-
dictoria, ya que, defendiendo la formulación más académica de la
disciplina en el currículum, apuestan por un conocimiento que
goza de prestigio en la sociedad y que, por tanto, concede un estatus
elevado a quienes lo poseen. Sin embargo, a pesar de que el conoci-
miento académico ha podido ser instrumento de control de la clase,
es más cierto que con determinados alumnos ese tipo de conoci-
miento lejos de ayudar al gobierno del aula es una de las razones
del desgobierno, de forma tal que más que una solución se acaba
convirtiendo en parte del problema (Merchán, 2002). En realidad
los profesores, por este motivo, suelen adaptar los contenidos a esas
circunstancias, adoptando rasgos más académicos con los alumnos
que menos lo rechazan y más cotidianos –anécdotas, comentarios
más superficiales, etc.– con los más conflictivos; pero esta cues-
tión será tratada más ampliamente en el capítulo 5. En todo caso, y
aunque sea de forma contradictoria, lo cierto es que la mayoría de
los profesores, por las razones expuestas, suelen mantener una ac-
titud en la práctica claramente disciplinar. Naturalmente no puede
desprenderse de ello que la única o fundamental razón que explica
la inexpugnable continuidad de los contenidos de la enseñanza de
la Historia a lo largo de tantos años sea la interesada posición que
como actores principales de la enseñanza mantienen los profesores
al respecto. A esa circunstancia hay que añadirle otras que no vie-
ne al caso explicar en este punto y sobre las que el lector o lectora
podrá encontrar algunas consideraciones en las próximas páginas
de este libro. Y es que, aunque es cierto que los profesores son pro-
tagonistas de lo que ocurre en las clases de Historia, no es menos
cierto que su protagonismo es limitado y que, a la vez que sujetos
de la actividad en el aula, son objeto de la acción de otras fuerzas
que, a veces de manera invisible, también operan en el escenario,
entre ellas los intereses y actitudes de los alumnos. De manera que,
aunque su intención, la de los profesores, fuera llevar a cabo la con-
secución de los objetivos que hemos visto enunciados al analizar
su retórica discursiva sobre la asignatura y desarrollar mediante
la Historia escolar esos valores formativos entre los alumnos, son
muchas las dificultades con las que realmente se encuentran en el

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enseñanza, examen y control

interior de las clases, hasta el punto de que difícilmente las cosas


ocurren como quisieran.

1.4. las dificultades de los profesores


en la clase: el problema del control
de la conducta de los alumnos

Las ideas que los profesores tienen de la Historia y de su enseñanza


no siempre, ni en todos sus extremos, se corresponden con el con-
tenido de la asignatura que se imparte en las aulas ni con el tipo
de actividades que los alumnos realizan para aprender. Claro que
tampoco debemos concederles un valor excesivo para comprender
lo que ocurre en el interior de las clases, pues hemos visto que es-
tas ideas sirven más para legitimar la potencia de la asignatura y
la importancia de quienes la enseñan que para informarnos de su
programa de actuación en el aula. Asunto distinto –aunque no del
todo ajeno a éste– es el hecho de que si miramos en el interior de
las clases los profesores encuentran muchas dificultades para desa-
rrollar no ya lo que dicen sino lo que realmente desean hacer a la
hora de transmitir el conocimiento a sus alumnos. Tal parece que
entre el deseo y la realidad se interponen circunstancias de muy di-
verso tipo que llegan a provocar contradicciones en la práctica do-
cente, como si algo les impidiera llevar a cabo sus deseos (Escudero
et al., 1983, 77. Citado en Cuesta, 1998, 185). Lo cierto es que al
final de la vida académica de los alumnos, lo que saben de Historia
o de cualquier otra materia es, desde luego, mucho menos de lo que
se les ha enseñado (Delval, 2000) y algo distinto a lo que se supo-
ne que aprenden si nos atenemos a las declaraciones oficiales, a los
objetivos expuestos en los libros de textos o a lo que los profesores
desearían y manifiestan en sus declaraciones sobre el valor formati-
vo de la asignatura. Sucede que en la práctica distintos factores van
a acabar configurando los acontecimientos de manera particular y
modelando un producto –el conocimiento que realmente adquie-
ren los alumnos– que no se corresponde en la mayor parte de los
casos con las intenciones de los profesores. Aportar ideas para des-
entrañar las fuerzas que operan en el desarrollo de la enseñanza en
el aula y el modo en el que actúan es uno de los propósitos de esta
obra, pero el análisis en profundidad de este asunto es un objetivo

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1. los profesores en el aula

cuadro 1.3.
Dificultades que expresan los profesores para alcanzar los objetivos que se
proponen en la enseñanza de la Historia
dificultades de los profesores total alumnos alumnos
de clase de clase
media-baja media-alta
Deficiencias de los propios profesores 17% 17% 17%

Problemas relacionados con los alumnos 86% 90% 78%

La política educativa 55% 56% 52%

Fuente: Merchán, 2001a.

que desborda los límites previstos para ella. En principio tome nota
el lector o lectora del hecho de que los profesores no gobiernan de
manera absoluta la vida en el aula sino que la materialización de sus
objetivos y la concreción de lo que pretenden que en ella ocurra se
encuentra con no pocas dificultades, hasta el punto de forzarles en
muchos casos a reconducir sus deseos y a actuar de otra manera.
En el cuadro 1.3 se recoge la opinión de una muestra de profesores
sobre las dificultades que perciben para alcanzar los objetivos que
se proponen en la enseñanza de la Historia; se han seleccionado en
primer lugar los tres tipos de dificultades que fueron mencionadas
por un mayor número de ellos, así mismo se ha distinguido entre
los que imparten sus clases en centros con alumnos de estratos so-
ciales medio-bajos (en adelante MB) y los que lo hacen en centros
con alumnos de clase media-alta (en adelante MA).
Observando los datos puede constatarse que un importan-
te grupo de profesores, el 55%, afirma que las dificultades con las
que se encuentran en la práctica para poder desarrollar los obje-
tivos propuestos con la enseñanza de la Historia tienen que ver
con la política que llevan a cabo las administraciones educativas.
Así, es frecuente escuchar en las salas de profesores de los Insti-
tutos continuas quejas sobre la desproporción entre los contenidos
y las horas de que dispone la asignatura, sobre la falta de medios
materiales, sobre el excesivo número de alumnos por clase, sobre
la negativa influencia del examen de selectividad, sobre el elevado
número de horas y de grupos que los profesores deben atender…
Estas y otras circunstancias de características similares son, desde
luego, factores de primer orden en el desarrollo de la enseñanza en
el aula, factores que, a veces de forma interesada, no se subrayan

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enseñanza, examen y control

suficientemente a la hora de explicar los problemas con los que se


enfrenta en la práctica la enseñanza. Junto a este grupo de proble-
mas un porcentaje menor de profesores –el 17%– se refiere también
a problemas que tienen que ver con ellos mismos, como son la falta
de experiencia o formación adecuada, el individualismo en las ta-
reas docentes, la existencia de enfoques muy distintos sobre la en-
señanza o, también, el cansancio, el desaliento y la confusión. Pero,
por encima de otro tipo de dificultad, la inmensa mayoría de los
profesores y profesoras considera que los principales problemas con
los que se encuentran en la clase tienen que ver con los alumnos:
en este sentido se pronuncia el 86% de los profesores encuestados.
Examinando este dato según la condición social de los alumnos a
los que imparten sus clases vemos diferencias significativas; así, el
90% de los que trabajan en contextos sociales de clases bajas mani-
fiesta que su principal dificultad está relacionada con los alumnos,
mientras que este porcentaje se reduce al 78% entre los profesores
que imparten sus clases a alumnos de clases medias. Obsérvese que
la diferencia –de 12 puntos– que se da aquí apenas existe cuando
los profesores se refieren a otro tipo de dificultades. Es decir, para
la mayoría de los profesores el principal problema con el que se en-
cuentran para la enseñanza de la asignatura son los alumnos, pero
esto es más cierto especialmente si estos alumnos son de condición
social más baja.
Al referirse los profesores a las dificultades que plantean los
alumnos la gama de problemáticas es variada; así, por ejemplo, la
falta de hábitos de estudio constituye una de esas dificultades, fal-
ta de hábito, que, como afirma un profesor, es en realidad escasa
disponibilidad para el esfuerzo que supone el estudio. Otras veces,
sin embargo, significa deformación en la manera de afrontar la asig-
natura: «No están acostumbrados a reflexionar sobre asuntos no
inmediatos», o «[La principal dificultad es] la malformación adqui-
rida en la forma de estudiar en otros cursos…». En cualquier caso es
un problema que, aunque no es el que más se destaca en las decla-
raciones de los profesores, lo subrayan más aquellos que imparten
sus clases a los alumnos de niveles sociales más bajos. Lo contrario
de lo que ocurre con el problema de la diversidad de estudiantes
con la que los profesores se encuentran en la clase. Ahora parece,
sin embargo, que este problema preocupa más a los que imparten
sus clases a alumnos de niveles sociales más altos, algo que resulta
comprensible si imaginamos una clase en la que la mayor parte de
los alumnos responden satisfactoriamente al modelo que los profe-

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1. los profesores en el aula

sores suelen tener por ideal pero en la que existe una minoría que se
aleja de ese patrón. Por otra parte, la deficiente formación previa de
los alumnos es uno de los argumentos –a veces un tópico– que sue-
le circular entre los profesores para explicar las dificultades con las
que se encuentran en el desarrollo de las clases. Cuando se habla en
estos términos –más entre los que imparten sus clases a alumnos
de nivel social bajo– suelen referirse los docentes a cuestiones como
la comprensión lectora, el dominio conceptual, las dificultades para
expresarse de forma oral o por escrito o la carencia de informacio-
nes básicas que consideran imprescindibles para afrontar con éxito
los contenidos de la asignatura.
Pero, con diferencia, el principal problema que manifiestan te-
ner los profesores en el aula es el de la falta de interés de los alum-
nos por la materia y los consiguientes problemas de disciplina que
tal actitud genera en la clase; así, sin menoscabo de otros aspectos,
el control de la conducta de los estudiantes –incluyendo en esto el
de su atención– se convierte en asunto de primer orden pues afecta
directamente a la enseñanza, haciendo la tarea más o menos viable
según el grado en el que se manifieste el problema. La función do-
cente ya no consiste exclusivamente en transmitir el conocimiento
sino también en gobernar la vida en el aula, por esto el profesor o
profesora –lo decía al principio de este capítulo– no es sólo ense-
ñante. Claro que el papel de gestor de la clase y la intensidad con la
que el profesor deba ocuparse de los problemas del control de los
alumnos puede ir en detrimento de la genuina función de transmi-
sor del conocimiento; lo cual repercute, por una parte, en las posibi-
lidades mismas de la enseñanza pues, en principio, hay que pensar
que un mayor gasto de tiempo y energía en el gobierno de la clase
supone menos oportunidades para transmitir el conocimiento, que,
por lo demás, será de una cualidad distinta si el profesor ve pertur-
bado su papel con tareas que le son nominalmente ajenas. Por otra
parte, el hecho de que los docentes hayan de ocuparse en resolver el
problema de la indisciplinada conducta de los estudiantes desesta-
biliza su identidad profesional, amenazando de esta forma el modo
en el que se comprometen con la enseñanza. Ciertamente esta si-
tuación no se produce con la misma intensidad en todos los casos ni
en todo momento, sino que varía según determinadas circunstan-
cias; en ello influye, por ejemplo, la hora a la que se imparte la clase,
el carácter del profesor o profesora, la implicación de los alumnos
con el contenido de la asignatura… y toda una serie de variables que
difícilmente pueden controlarse del todo, pues la razón última del

43

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enseñanza, examen y control

cuadro 1.4.
Dificultades del profesorado relacionadas con los alumnos

dificultades de los profesores total alumnos de alumnos de


relacionadas con los alumnos clase baja clase media

Desinterés e indisciplina 55% 66% 35%

Deficiente formación previa 25% 27% 22%

Falta de hábitos de estudio 11% 15% 4%

Diversidad de alumnos 17% 12% 26%

Fuente: Merchán, 2001a.

problema reside en la naturaleza misma de la institución escolar y


de la cultura que ésta transmite. De aquí que, más allá de aspectos
coyunturales o de situaciones particulares, la condición social de
los alumnos constituya un dato fundamental en la valoración que
hacen los profesores del problema de la falta de interés y la indis-
ciplina de los alumnos (ver cuadro 1.4), lo que nos permite pensar,
además de que en estos casos el asunto tiene mayor entidad, que sus
causas se sitúan en el campo de los conflictos culturales y sociales
que enfrenta a la cultura dominante en la escuela –que es la cultura
de la clase media– con la de las capas sociales inferiores.
Si los datos recogidos en el cuadro reflejan, como supongo, la
realidad, ocurre que las ya dichas consecuencias que tiene el hecho
de que los profesores hayan de ocuparse intensamente en resolver
en la clase los problemas de conducta y atención de los alumnos,
son mucho más evidentes si su origen social es de clases popula-
res que si es de clases medias; lo cual quiere decir que la cantidad
y calidad del conocimiento varía según la condición social de los
alumnos y que aunque se trate de un mismo currículum no parece
que se transmita el mismo contenido en unos casos que en otros,
sin que estas palabras deban entenderse en un sentido categórico ya
que, aun siendo importante, no es éste el único factor que influye en
ello. Pero además, lo que los datos dan a entender es no sólo que el
profesor tiene más dificultades para enseñar en unos contextos que
en otros sino que su identidad resulta mucho más vulnerable, más
cuestionada, cuando desarrolla su trabajo en centros en los que el
alumnado plantea más problemas relacionados con el control de la
clase. Se entiende ahora mejor por qué los profesores prefieren con
el paso del tiempo impartir sus clases a alumnos de clases medias

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1. los profesores en el aula

y por qué prefieren hacerlo también a alumnos de los cursos supe-


riores. En uno y otro caso se trata de soslayar los problemas que
plantea el gobierno de la clase y de afirmar su identidad profesional
más como enseñante que como gestor de situaciones a veces com-
plicadas.
La pasión con la que veíamos expresarse a profesores y profe-
soras de Historia al tratar de la importancia del conocimiento his-
tórico para la formación de los jóvenes, para la educación en valores
o para la construcción de una sociedad más justa y democrática,
contrasta ahora con la frialdad y, a veces, hostilidad que, unos días
más que otros, perciben en los alumnos cuando trabajan en las au-
las con tan valioso conocimiento. Si a ello sumamos otros proble-
mas anteriormente citados como el de las dificultades para que los
alumnos asimilen la Historia explicativa que los profesores quieren
trasmitir –frente a la «narración histórica» que muchas veces de-
mandan los estudiantes–, se comprende que su diario encuentro no
siempre resulte gratificante ni responda a las expectativas y deseos
que manifiestan cuando se refieren a la enseñanza de la asignatu-
ra. Al contrario, muchas veces, en unos casos más que en otros, la
disposición de los estudiantes produce la desazón y frustración que
se recoge en las siguientes palabras de una profesora respondiendo
a una pregunta sobre las dificultades que encuentra para alcanzar
sus objetivos en la enseñanza de la asignatura: «Fundamentalmente
el bajísimo nivel de comprensión de los alumnos y su falta de in-
terés y motivación. La constatación de estas deficiencias me afecta
extraordinariamente, produciéndome desánimo y, a veces, apatía».
Esto es así sobre todo porque, además de la aflicción que manifiesta
la profesora, el desinterés de los alumnos por la asignatura y por
la escuela en general –mayor en unos casos que en otros– genera
situaciones que no sólo ni fundamentalmente afectan al estado de
ánimo de los docentes, sino que tiene consecuencias prácticas en el
desarrollo de las clases, consecuencias que les inquietan sobrema-
nera y les obligan a actuar en un sentido muy distinto al que cabe
suponer que es propio de un profesor o profesora de Historia; y esto
provoca también contradicción pues cuestiona la identidad profesio-
nal debilitando sus rasgos más valiosos y potenciando los aspectos
más asistenciales –más «inferiores»– de la profesión. Quizás uno
de los puntos de partida de este proceso, que acaba convirtiendo la
enseñanza en algo distinto a la mera transmisión de conocimiento,
en una situación dominada por la necesidad de controlar a un grupo
de personas en un contexto particular, es junto a otros factores, el

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enseñanza, examen y control

conflicto que produce la naturaleza misma del conocimiento que


se quiere transmitir, ya que, al tratarse de disciplinas académicas
que se han configurado de acuerdo con un patrón sociocultural
específico –jerárquico y distante en muchos sentidos de la vida de
los alumnos–, la transmisión se convierte en aculturación y lo que
parece ser un conocimiento valioso deviene en un producto artifi-
cial cuya adquisición sólo se justifica para quienes esperan alguna
recompensa de la institución escolar. De aquí que en este punto el
papel de los profesores resulte abiertamente contradictorio, pues
ejercen distribuyendo el conocimiento que les procura su identidad
profesional, el estatus y la autoridad que tienen en la sociedad y en
el sistema educativo, el mismo conocimiento que desestabiliza su
papel en la clase y les obliga a actuar en un guión que no tiene como
único argumento la enseñanza de la asignatura. No es fácil hacer de
agente de la violencia simbólica que impone la escuela y tratar a la
vez de resolver los conflictos que produce esa imposición.
Puede concluirse entonces que, como se decía al principio de
este capítulo, la figura del profesor desarrollando su trabajo en el
aula no puede entenderse sin considerar la dimensión histórica y
social de la corporación docente a la que pertenece, pues su modo
de hacer en el aula es heredero de los elementos discursivos y prác-
ticos que han ido configurando la profesión en relación con el pro-
ceso de escolarización, responde no tanto a la idiosincrasia de cada
uno sino al habitus característico del campo de la profesión docen-
te. Frente o junto a la retórica que justifica su posición en las virtu-
des del conocimiento que transmite y, por tanto, en la formación
que proporciona a los jóvenes y en la aportación que de esta forma
realizan en beneficio de la sociedad, la cotidiana realidad de la ense-
ñanza en el aula revela las dificultades de tan loable empeño, hasta
el punto de que resulta dudoso que la meta logre alcanzarse. Es pro-
bable que ese fracaso nos indique la crisis de un modo de educación
de masas o, mejor, de la racionalidad instrumental de la técnica pe-
dagógica que se postuló para gobernarlo y que no ha parecido cose-
char los resultados que esperaba.
Lo cierto es que la falta de interés y motivación de los alumnos
para implicarse en el encuentro de la enseñanza es la principal per-
turbación a la que deben hacer frente los profesores, un obstáculo
que provoca no sólo pasividad sino alteración y conflicto en el desa-
rrollo de las clases. Entonces el control de la conducta de los alum-
nos pasa a primer plano, especialmente en los casos en los que este
problema se hace particularmente intenso, es decir, entre los alum-

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1. los profesores en el aula

nos de las clases populares. Así el profesor se convierte en gestor de


una complicada situación que debe gobernar con todos los medios
a su alcance, pagando por ello un precio que se acusa especialmen-
te en el desequilibrio de su identidad profesional y en el modo de
actuar en el interior de las clases. Lo que allí ocurre no es sólo la
cumplida materialización de un proyecto de enseñanza ideado en
la cabeza del profesor o, más probablemente, de los expertos peda-
gógicos, sino algo más complejo y distinto en lo que tiene mucho
que ver la actitud y la disposición con la que los alumnos afrontan
su relación con la institución escolar y con la enseñanza de las dis-
tintas materias. Este será precisamente el asunto que ocupará nues-
tra atención en el próximo capítulo.

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capítulo 2

Los alumnos en la clase de Historia

2.1. los alumnos: sujetos y aprendices

Al final del capítulo anterior hemos visto que casi nada de lo que
ocurre en el interior de las aulas es comprensible sin entender el pa-
pel que en ello juegan los alumnos, y esto incluye, desde luego, a la
actividad que desarrollan los profesores en orden a la transmisión
del conocimiento. En los últimos años la literatura pedagógica ha
resaltado la idea de que los alumnos no se limitan a ser receptores de
las informaciones y conocimientos que proporcionan los docentes o
que se les suministra a través del libro de texto o de otros recursos.
Con base en determinadas aportaciones de la Psicología evolutiva y
de la educación se afirma, por el contrario, que el alumno juega un
papel activo en el proceso de enseñanza y aprendizaje, pues reela-
bora (o no) los contenidos en función de los conocimientos que ya
posee, produciéndose de esta forma un nuevo aprendizaje.1
Desde este punto de vista, frente a la tesis de la pasividad, se
sostiene que los alumnos juegan efectivamente un papel activo en
la enseñanza y, por consiguiente, en el desarrollo de las clases.2
De aquí que con vistas a la mejora de la enseñanza y del apren-
1.  Una caracterización del proceso de aprendizaje desde una perspectiva di-
dáctica puede verse en García y Merchán (1998).
2.  La idea del niño como sujeto activo del aprendizaje y las consecuencias di-
dácticas y pedagógicas que de ello de derivan no es tan nueva como a veces se da a
entender. De la importancia de los criterios «paidopsicológicos» en la elaboración del
currículum y en la determinación del método de enseñanza se habla de modo claro,
por ejemplo, en el Diccionario Labor de Pedagogía de 1936 (Sánchez Sarto, 1936, Col.
2676). En el Diccionario de Educación y métodos de enseñanza de M. Carderera (vol.
II, año 1856) hay una voz titulada precisamente «Ideas de los niños» (pp. 7-10). En

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enseñanza, examen y control

dizaje buena parte de los estudios de Didáctica han centrado su


atención en las concepciones de los alumnos sobre los asuntos que
suelen ser objeto de enseñanza, pero también en los contenidos
del currículum escolar, con el fin de que su formulación se ade-
cuara lo más posible a las posibilidades de aprendizaje, es decir,
a los conocimientos que ya poseen los estudiantes. Al subrayarse
la importancia de la relación entre la mente del alumno, el cono-
cimiento que se le quiere transmitir y el método de enseñanza, la
Psicología cobra importancia en el campo de la Didáctica y puede
llegar a convertirse en la disciplina de referencia. Es lo que ocu-
rre desde hace algunos años marcados por la hegemonía de los
planteamientos psicodidácticos que llegan a eclipsar a otras pers-
pectivas de estudio sobre la enseñanza, lo que por supuesto no es
ajeno al dominio social, económico y cultural del individualismo
y a la concomitante preponderancia de los análisis que ignoran la
naturaleza histórica y social de fenómenos humanos como el de la
enseñanza escolarizada.
Ciertamente no se trata de que la aportación de los enfoques
cognitivos sobre la educación pueda ignorarse a la hora de conside-
rar los problemas de enseñanza y aprendizaje, pero su perspectiva
es a todas luces incompleta ya que trata de un número limitado de
cuestiones que generalmente no se relacionan con otros elementos
de orden no estrictamente psicológico. Pero el mayor déficit que
han tenido a mi entender estos enfoques en los últimos años ha sido
su proclividad a considerar a los alumnos como individuos ahistó-
ricos y socialmente descontextualizados, de manera que no sólo se
da por supuesta su condición de aprendiz sino que generalmente,
además, tienden a conceptualizarlos exclusivamente como tales,
sin reparar en que otros aspectos de mayor enjundia configuran su
identidad. El problema es que, si limitamos nuestra perspectiva del
alumno a la de alguien que trata de adquirir unos conocimientos
que el profesor le quiere transmitir, nuestra explicación de lo que
ocurre en la clase se moverá en un círculo muy estrecho en el que
resulta imposible entender de manera adecuada el significado de
sus actitudes, de su disposición y de sus pautas de comportamien-
to y, además, en qué medida el papel de los alumnos incide en la
actuación de los profesores (y viceversa); de esta forma tendríamos
fin, refiriéndose al caso concreto de la enseñanza de la Historia, Rafael Altamira se
hacía eco en 1891 de la opinión de los especialistas pedagogos que sostenían el papel
activo de los alumnos en el aprendizaje y remitía en sus propuestas a la teoría «llama-
da del método activo» (Altamira, 1997, 91).

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2. los alumnos en la clase de historia

una pobre interpretación de la dinámica en la que se desarrolla la


enseñanza en el aula.
La condición de aprendiz ni mucho menos agota la identidad de
los niños y jóvenes que asisten diariamente a las clases en los centros
escolares y, en muchos casos, ni siquiera puede considerarse uno de
sus principales ingredientes si estamos pensando en su relación con la
institución escolar y con la enseñanza de las materias escolares. Antes
que aprendices se trata de alumnos y, sobre todo, de sujetos contex-
tualizados históricamente, en un medio social determinado y en una
cultura específica. Es cierto que hoy son muchos los rasgos culturales
comunes a distintos tipos de infancia y juventud especialmente entre
aquellos que tienen acceso a los medios de comunicación de masas
que actúan como verdaderos uniformadores de determinadas pautas
de pensamiento y actuación. En este sentido se habla de una «sub-
cultura juvenil», es decir, de una cultura que se distingue, en primera
instancia, por ser específica de una grupo de edad determinado, si
bien se trata de una perspectiva bastante discutida por quienes sos-
tienen que no hay propiamente juventud sino jóvenes concretos con
trayectorias y determinaciones sociales distintas y distintivas, dispo-
siciones (habitus) que enfrentan de modo diferente el trabajo, el ocio
o el estudio. Según este otro punto de vista, la juventud sería como
mucho una variable que incide en el habitus y en las racionalidades
con las que algunos sujetos funcionan unos años de su vida.3
En todo caso, no cabe duda de que la identidad de la infancia y
la juventud de principios del siglo xxi es diferente a la de épocas pa-
sadas, y es así debido a las distintas condiciones históricas en las que
se construyen sus principales señas; es esto lo que nos permite decir,
por ejemplo, que su desvinculación del mundo de los adultos o la cen-
tralidad del consumo y la diversión constituyen elementos singulares
de la juventud de los países capitalistas ricos; pero el argumento de la
historicidad de la identidad juvenil nos lleva a advertir también que
no puede hablarse de una cultural juvenil de rango universal pues el
contexto histórico no es el mismo en todas las sociedades actuales
ni éstas siguen de forma necesaria una trayectoria similar en todos
sus extremos, de manera que, aun admitiendo la existencia de rasgos
comunes en la cultura juvenil, es necesario constatar su diversidad en
función de las circunstancias específicas en las que se desenvuelven
3.  Algunos autores, sin embargo, prefieren obviar la existencia de esta «sub-
cultura» específica de los jóvenes y consideran que se trata en realidad de «nuestra
cultura», sólo que practicada de manera particular (Giroux, 2003). Una síntesis de
las distintas posiciones sobre este tema puede verse en Martín Criado, 1998.

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enseñanza, examen y control

los distintos pueblos del mundo. Pero esta diversidad no se verifica


solamente en ese nivel sino que se aprecia también dentro de un mis-
mo país en relación con las diferencias sociales, económicas y cul-
turales que caracterizan también a las sociedades contemporáneas.
Así, no debe ignorarse que más que una cultura juvenil habría varias
culturas juveniles en relación ahora con los contextos de socializa-
ción primaria en los que se desarrolla la vida de niños y jóvenes; de
aquí que sus pautas de comportamiento, también en las aulas de los
centros escolares, responde a criterios distintos según la condición
social, sin que esto niegue la existencia de los rasgos comunes a los
que me he referido anteriormente.
Vemos entonces que los alumnos con los que profesores y pro-
fesoras tratan diariamente en las aulas no son individuos que sin
más ocupan sus asientos con vistas a recibir los conocimientos que
se les quiere transmitir, sino que se trata de sujetos portadores de
una cultura en la que la institución educativa y el aprendizaje de
las materias escolares tiene un significado determinado que, ade-
más, difiere según distintos tipos de casos. Lo que a todos une, sin
embargo, es su condición de alumnos y alumnas, un estatus que es
desde luego fundamental en la identidad de los niños y jóvenes de
hoy pero que no ha surgido de la noche a la mañana ni se caracteri-
za tampoco por la homogeneidad absoluta; es decir, la condición de
alumno tiene su historia y sus variantes.
La figura del alumno –y también, aunque con diferencias sig-
nificativas, la de la alumna– es una invención histórica y social que
se produce en relación con la trayectoria que sigue en el tiempo la
misma institución escolar. La clave de este proceso de interacción
reside al mismo tiempo en la escolarización de la educación de ni-
ños, niñas y jóvenes, así como en la progresiva ampliación de fun-
ciones que cumple la escuela desde la segunda mitad del siglo xix
hasta nuestros días, o, lo que viene a ser lo mismo, en la escolariza-
ción de ciertos aspectos de la vida social (Gimeno, 2003; Depaepe,
2000). Efectivamente, al atribuirse la escuela un papel determinante
en la formación de niños y jóvenes la condición de alumno se con-
vierte en pieza necesaria de su educación, no sin la resistencia de las
clases populares que desconfiaban de la función civilizatoria que
pudiera desempeñar alguna institución del estado.4 A tenor de este
4.  Esta desconfianza parece que fue vencida casi definitivamente con las tesis
socialdemócratas sobre la importancia de la formación y de la escuela en la igualdad
de oportunidades; no obstante todavía puede advertirse en sectores marginales de
las sociedades capitalistas.

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2. los alumnos en la clase de historia

argumento, desde los orígenes de la escuela que hoy conocemos,


se justifica la progresiva ampliación del tiempo de permanencia
en la institución escolar, pues de esta forma se supone que los jó-
venes recibirán más y mejor formación, de donde toma el sentido
la idea de la eterna escolarización como signo de bienestar y felici-
dad, tal y como plantea Cuesta (2004, 2005). Así, niños y jóvenes
pasan a convertirse en alumnos, en objetos de la acción educadora
de la escuela, una condición que se va alargando en el tiempo en
la misma medida en que se reduce el número y la consideración
de quienes permanecen al margen de este proceso. Claro que todo
ello tiene consecuencias también sobre su propia identidad, pues
la formación que proporciona la escuela, al irse centrando en la
trasmisión del contenido de las materias escolares, se aleja cada
vez más del mundo de la vida, agrandando entonces la distancia
que separa a los jóvenes de los adultos, al tiempo que, por retardar
su incorporación al mundo real, prolonga, a modo de moratoria, el
período de la infancia hasta límites cronológicos en otro tiempo
insospechados, es decir, infantiliza la conducta de los jóvenes. De
aquí que para niños y jóvenes la actual condición de alumno im-
plica realmente la ampliación de la infancia y, por consiguiente, su
alejamiento de las experiencias y responsabilidades de los adultos,
así como la continua prórroga de la acomodación de su conducta
a pautas de subordinación y docilidad (Fernández Vítores, 2002).
No debemos dejar de hacer notar en este punto que estas con-
secuencias que se derivan del proceso de continua escolarización
entran en abierta contradicción con prácticas culturales propias
de las clases populares, como es el caso de la positiva valoración
que se hace entre los jóvenes de la «precocidad» de comporta-
mientos adultos (beber, fumar, tener pareja, independizarse de
los padres…) o de los saberes prácticos relacionados directamente
con el mundo de la vida.
La escolarización de la educación y la prolongada perma-
nencia de los jóvenes en la institución escolar es desde luego una
de las claves que nos permite dibujar la identidad de los alum-
nos, advirtiendo, de todas formas, que ser alumno en la escuela
actual no es algo que tenga el mismo significado para todos los
que asisten a las clases. Pero no es sólo ni en sí mismo la mera
estancia en las aulas lo que configura la condición de estudiante
sino también lo que la escuela les proporciona o, mejor dicho, el
papel que juega en el proceso de socialización de los individuos.
En este sentido ya se ha dicho más arriba que, formalmente al

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enseñanza, examen y control

menos, con el paso del tiempo la institución escolar vincula cada


vez más la educación con la transmisión y adquisición de deter-
minados conocimientos, atribuyéndose así un protagonismo de-
cisivo en la determinación del saber legítimo y en la distinción
entre personas cultas e incultas. Como acertadamente observó
Goodson (2000), con la masiva incorporación de las clases po-
pulares a la escuela fueron perfilándose dos tipos de alumnos se-
gún los conocimientos que la institución les transmitía; así, a los
que procedían de las clases populares y estaban destinados a se-
guir una trayectoria académica corta, se les suministraba un cu-
rrículum centrado en conocimientos elementales y prácticos –al
estilo del Bachillerato Laboral o la Formación Profesional–, pues
su estancia en la escuela no tenía como objetivo una preparación
prolongada con vistas a ocupar puestos relevantes en la sociedad
sino administrarles un barniz civilizatorio y algunos rudimen-
tos que facilitaran su inmediata incorporación al trabajo ma-
nual. Por el contrario, los alumnos provenientes de las élites y de
los estratos sociales intermedios, cursarán sus estudios durante
más tiempo y seguirán un currículum más académico ya que el
objetivo en este caso no es tanto una formación específica de ca-
rácter utilitario como la adquisición de una cultura que es la que
tenía el marchamo de verdadera y que identificaba a las clases
superiores. En realidad en el modo de educación tecnocrático de
masas se fue configurando una doble vía de escolarización y un
doble currículum, reproduciéndose de esta forma las diferencias
sociales propias de las sociedades capitalistas, ya que cada una
de esas dos alternativas se correspondía –aunque no de manera
exacta ni absolutamente determinada– con el distinto origen so-
cial de los alumnos. Pero esto supuso, al mismo tiempo, que se
definieran dos identidades escolares, dos tipos de alumnos para
quienes la escuela y el currículum tenían significados distintos;
en un caso, en el de los alumnos de clases bajas, la escolarización
resultaba un episodio prescindible, que sólo adquiría sentido si
proporcionaba conocimientos útiles para su futuro laboral, 5 en
otros, en el de los alumnos de clases superiores, la estancia en la
escuela era una etapa necesaria para adquirir los conocimientos
que le permitirían acceder a los puestos a los que su origen so-
cial parecía destinarles.

5.  Muchos de los cuales podrían adquirirse en el mismo puesto de trabajo, al


margen, por tanto, de la institución escolar.

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2. los alumnos en la clase de historia

Ahora bien, por diversas razones, en la medida en que se fue


ampliando el período de escolarización el currículum académico
fue ganando posiciones en detrimento de los conocimientos prácti-
cos y profesionales. Este proceso no ocurre de manera fortuita sino
que se debe al hecho de que la escuela no es una institución social-
mente neutral sino interesada, y, aunque se presente como una enti-
dad ajena o por encima de las aspiraciones de los grupos sociales, se
trata realmente de un lugar atravesado por conflictos de intereses
en el que de manera dialéctica se imponen unas posiciones frente a
otras, como ocurre en el caso del currículum, y, más extensamen-
te, de la cultura dominante en el ámbito escolar. En este sentido,
situando la educación en el campo de los conflictos políticos, so-
ciales y culturales, de los conflictos de poder en definitiva, Michael
Apple afirma que es «una ingenuidad pensar que el conocimiento
de la escuela es un conocimiento neutral» (Apple, 1996, 64) y con-
sidera, por el contrario, que lo que se establece como conocimien-
to legítimo es resultado de la actuación de grupos profesionales y
movimientos sociales con el objetivo de incrementar su poder en el
conjunto de la sociedad; y, aunque los contenidos del currículum no
pueden entenderse simplemente como una imposición de los gru-
pos más poderosos sino como resultado de una política de acuer-
dos y compromisos en la que la posición de las clases dominantes
es más ventajosa, la tendencia que acaba imponiéndose explica que
«sólo se convierta en conocimiento oficial el conocimiento de de-
terminados grupos» (ibíd., 85).
Así, la cultura que transmite la escuela a través del currícu-
lum o a través de sus rutinas y pautas de actuación es una cultura
política y socialmente definida, no neutra, caracterizada por la afi-
nidad a los modos de pensar y hacer de determinados grupos de
las clases medias. De esta forma, en la misma proporción en la que
la cultura académica y los valores de las clases medias hegemoni-
zan el currículum y las prácticas escolares, para los alumnos de las
clases populares la escuela deviene en un lugar extraño cuando no
hostil, y la transmisión del conocimiento se llega a vivir como la
imposición de una cultura ajena que en muchos casos menosprecia
sus propios valores por considerarlos sinónimos de ignorancia o
incluso de barbarie.
En muchos países la doble red de escolarización y los dos itine-
rarios curriculares se mantienen vigentes a partir de la enseñanza
secundaria, de manera que es a lo largo de la primaria cuando se
van perfilando y definiendo las identidades de los alumnos en su re-

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enseñanza, examen y control

lación con la cultura de la escuela,6 identidades que posteriormente


encuentran un cauce «apropiado» en los estudios profesionales o en
los estudios académicos, según se trate de uno u otro tipo de alum-
no. Sin embargo el llamado modelo de escuela comprensiva puesto
en práctica por gobiernos de orientación socialdemócrata en países
como Gran Bretaña y España, con ocasión de la ampliación de la
escolarización obligatoria hasta los primeros años de la enseñanza
secundaria, adoptó la fórmula de mantener un currículum común
para todos los alumnos hasta los 16 años tal y como existía en la
enseñanza primaria, retrasando en dos años la alternativa entre es-
tudios académicos o estudios profesionales. La opción de la escuela
comprensiva se justificó como un instrumento de las políticas com-
pensadoras de las desigualdades sociales, pues se pensaba, con ra-
zón, que la existencia de dos currícula contribuía a fomentar iden-
tidades desiguales y, sobre todo, distintas oportunidades a la hora
de cursar estudios académicos, que son los que a la postre gozan de
prestigio y valor en el mercado de los títulos escolares. Pero real-
mente la comprensividad no llegó a reformular radicalmente el cu-
rrículum escolar sino que prácticamente se limitó a impartir a los
adolescentes que ingresaban en la enseñanza secundaria el mismo
conocimiento de corte académico que antes se suministraba exclu-

6.  El término «cultura escolar» o «cultura de la escuela» ha tomado protago-


nismo a partir de la atención que la Historia de la educación presta a las prácticas
escolares como objeto de estudio. Aunque no es todavía fácil consensuar un signifi-
cado de forma unánime, puede decirse que se refiere al conjunto de valores, normas y
disposiciones, discursos y saberes, formas organizativas, prácticas docentes, etc. que
configuran el universo de la escuela. Escolano (2000 y 2002) distingue tres ámbitos
de concreción (tres culturas escolares): el de las políticas relacionadas con la educa-
ción, el de los saberes y el de las prácticas. A este último ámbito lo denomina «cul-
tura empírico-práctica», refiriéndose a ella básicamente como una construcción de
los enseñantes –en interacción con otros elementos– en el ejercicio de su profesión.
Equipara este término al de «gramática interna de la escuela», empleado por Tyack
y Tobin (1994), y también por Depaepe, aunque éstos lo utilizan con un significado
más amplio, reduciendo quizás el protagonismo de los profesores al destacar la inci-
dencia de factores condicionantes de su actuación. En cualquier caso es de destacar
que los autores citados –además, por ejemplo, de Larry Cuban (1984) y Viñao (2001 y
2002), entre otros–, al llamar la atención sobre las dificultades que entraña el cambio
en el campo de la práctica, subrayan el divorcio que se da entre las culturas escolares,
es decir entre las políticas, los saberes y las prácticas.
En estas páginas utilizo el término «cultura escolar» con un sentido amplio
para referirme al conjunto de valores, criterios y prácticas que explícita o implíci-
tamente gobiernan y constituyen la vida cotidiana en la escuela, impregnando sus
normas, rutinas, prácticas pedagógicas, etc. Esta cultura no es desde luego obra de
los profesores ni de las políticas educativas sino resultante de la interacción dinámica
de diversos factores y no se reducen al ámbito estrictamente escolar.

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2. los alumnos en la clase de historia

sivamente a alumnos de clases superiores (Editorial, 2002). Claro


que todo ello no ocurre sin una buena dosis de conflictos y ten-
siones, particularmente del lado de los alumnos de clases popula-
res, cuyos comportamientos penaliza la escuela al considerar como
conductas desviadas, lo que también puede verse como prácticas de
resistencia, pues, en cualquier caso, como se ha dicho anteriormen-
te, lo que vemos como problemas de disciplina en el aula, puede in-
terpretarse como manifestaciones de la confrontación de distintas
culturas en el seno de la institución escolar (Carra, 2002).
Diríamos entonces que la propia escuela va construyendo dis-
tintos tipos de alumnos en razón a las características de la cultura
dominante en su seno, pues, sin olvidar la distancia que, en todo
caso, separa a la cultura juvenil de la cultura escolar, hay alumnos
más receptivos, más permeables, al menos formalmente, al conoci-
miento que transmite y a los hábitos, actitudes y valores que pro-
mociona, pero los hay también que se encuentran incómodos, re-
chazan e incluso se enfrentan a esa misma cultura o simplemente
no la entienden. Es fácil imaginar que la disposición con que unos y
otros afrontan cada día su estancia en las aulas difiere de manera a
veces significativa, si bien existe una amplia gradación de actitudes
que va desde la máxima integración hasta el rechazo absoluto, entre
el alumno aplicado y el alumno indisciplinado.
Tal y como veíamos anteriormente, el fenómeno de la escola-
rización convierte a los niños y jóvenes en alumnos, en individuos
que pasan buena parte de su tiempo, y de forma obligatoria, en las
dependencias de la escuela, los convierte en sujetos alejados del
mundo de los adultos y de las responsabilidades propias de esa con-
dición, ampliando de esta forma su etapa de infantilidad. Y, al cen-
trarse su educación en la adquisición de unos hábitos y pautas de
comportamiento y de unos conocimientos generalmente extraños y
claramente determinados desde el punto de vista de la clase social,
la enseñanza tiene mucho de imposición, de aculturación; de aquí,
que la condición de alumno deviene en la de sujeto de domestica-
ción, que no siempre se presta a la tarea con docilidad o entusias-
mo, ni en la misma medida en todos los casos.
Así pues, a medida que la escuela se configura a sí misma
como institución que cumple diversas funciones en el seno de la
sociedad, al mismo tiempo, construye también las identidades de
los alumnos; y es en este proceso en el que lo que se ha dado en
llamar función crediticia juega también un papel significativo. Efec-
tivamente desde los últimos años del siglo xix la institución escolar

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enseñanza, examen y control

se va convirtiendo progresivamente en mediadora fundamental a


la hora de acceder a determinadas profesiones cuyo ejercicio con-
fiere un atractivo estatus social y económico; esta mediación –de
la que se tratará más extensamente en el capítulo 4– consiste en
la concesión de títulos que acreditan la capacitación profesional e
intelectual de sus poseedores para el desempeño de ciertos puestos
de trabajo, títulos que acaban siendo no ya una acreditación de los
conocimientos adquiridos sino un requisito para acceder al mun-
do del trabajo. De esta forma la estancia en la escuela se centra en
la superación de los distintos obstáculos –exámenes, en definiti-
va– que finalmente permiten obtener la imprescindible credencial.
Así, dentro de la escuela, el niño se torna en alumno y el alumno se
convierte en examinando, en estudiante, pues su propósito no es ya
aprender, formarse, sino estudiar, es decir, prepararse para aprobar
los exámenes.
Claro que una cuestión fundamental en el cumplimiento de
este objetivo es el empeño que se ponga en la tarea, el interés en
alcanzar la meta, así como la expectativa de conseguirlo en orden
al cálculo de posibilidades, cuestiones ambas en las que nuevamen-
te tendremos que hablar de distintos tipos de alumnos en función,
sobre todo, de su condición social y cultural. En lo que respecta a la
meta –el acceso a un determinado puesto de trabajo que conlleva
un estatus específico–, debemos tener en cuenta que el dominio de
la cultura de las clases medias en el contexto escolar implica una
valoración negativa de los trabajos manuales o poco cualificados
y una valoración positiva de las profesiones características de este
grupo. Además esa misma hegemonía explica que la formación que
la escuela imparte se orienta hacia el acceso a esas profesiones y
no a otras, lo cual quiere decir que tiende a considerar que todos
los alumnos van a desempeñar en el futuro cierta actividades pro-
fesionales –médicos, profesores, ingenieros…– y no otras, como
mecánicos o albañiles, es decir, trabajos manuales o que requieren
escasa cualificación.7 Esto supone en la práctica que el objetivo que
propone a los alumnos es el de acceder a puestos de clase media,
pidiéndoles que para ello se esfuercen estudiando y superando los
exámenes. Ahora bien, no está claro que este «premio» sea un estí-
mulo suficiente para unos jóvenes a los que la sociedad de consumo

7.  Lo que quiero decir en este punto es que la escuela actúa como si la forma-
ción de los trabajadores manuales no fuera asunto de su competencia, procurando
incluso deshacerse de quienes tienen la idea de ocuparse en esos oficios.

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2. los alumnos en la clase de historia

acostumbra a obtener recompensas de forma inmediata; pero sobre


todo no está claro que ese objetivo tenga el mismo atractivo para
todo tipo de alumnos.
Efectivamente, los que viven en un medio social y cultural en
el que el ejercicio de este tipo de profesiones es moneda corrien-
te serán particularmente proclives a seguir los pasos de los adultos
con los que conviven y, aunque esto no es una regla ni mucho me-
nos exacta, podría admitirse que se trata de una tendencia que, con
no pocas excepciones, puede verificarse en términos estadísticos.
Así, muchos de los hijos de trabajadores manuales o poco cualifica-
dos acaban de forma circunstancial –o voluntariamente– imitando
a sus progenitores a la hora de orientar sus perspectivas profesio-
nales, de manera que la propuesta que les plantea la escuela carece
generalmente del atractivo suficiente como para compensarles el
esfuerzo que deben realizar. En este sentido Paul Willis (1988), en
un estudio ya clásico sobre el tema, analizó el hecho de que la ma-
yor parte de los alumnos procedentes de medios obreros acababan
abandonando la escuela para desempeñar trabajos propios de ese
mismo medio. Precisamente ya en el título del libro en el que publi-
có este trabajo –Aprendiendo a trabajar. Cómo los chicos de clase
obrera consiguen trabajos de clase obrera– se expresaba la tesis de
que las expectativas profesionales de estos alumnos suelen ser dis-
tintas a las que habitualmente ofrece la institución escolar.
Desde luego, como ya se ha dicho, en esta orientación tiene
mucho que ver su identidad social y cultural, pues no conviene olvi-
dar que los alumnos afrontan su relación con la vida y con la escue-
la desde una perspectiva determinada. A ello no es ajena tampoco
la propia cultura de la escuela que, al rechazar el mundo del que
provienen estos alumnos, refuerza en ellos sus valores como medio
de autoafirmación y recurso de confrontación, de manera que, se-
gún Willis, la opción por el trabajo manual no es sino expresión de
su propia cultura promovida por la confrontación con la cultura de
clase media que domina en la escuela. Es cierto, no obstante, que el
proceso de desindustrialización ocurrido en los últimos veinte años
en las sociedades capitalistas avanzadas, obliga a matizar la tesis del
citado autor, pues la automatización de la producción ha reducido
de manera significativa el trabajo manual, que, además, por otros
motivos, se va limitando a sectores casi marginales de la población
(generalmente inmigrantes), de manera que, sin negar la existencia
de distintas expectativas profesionales entre los diversos tipos de
alumnos, sí habría que actualizar la referencia a un tipo de trabajo y

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enseñanza, examen y control

a un tipo de cultura laboral –la del obrero industrial– hoy en claro


retroceso.
Pero las expectativas profesionales se alimentan también, en
un sentido o en otro, por los resultados académicos que otorga la
institución escolar, ya que las calificaciones positivas hacen creíble
a los alumnos –y a los profesores– la posibilidad de alcanzar los ob-
jetivos finales, mientras que por el contrario las calificaciones nega-
tivas van reduciendo las posibilidades y las expectativas de éxito. La
sucesión de aprobados o suspensos que el alumno va cosechando a
lo largo de su paso por la escuela configura también su identidad,
pues si, como hemos visto, el significado de la enseñanza escola-
rizada se reduce cada vez más a la superación de las asignaturas y
la condición de alumno a la de estudiante, no cabe duda de que el
éxito o el fracaso en este asunto es ingrediente fundamental para
comprender la posición que adoptan unos u otros estudiantes en su
relación con la escuela, con los contenidos de la enseñanza y con las
prácticas escolares.
Los factores que intervienen en el rendimiento escolar son
muchos y de diversa índole, dándose incluso el caso de que circuns-
tancias que son positivas para algunos alumnos, resultan negativas
para otros; sin embargo la mayor parte de los estudios coinciden
en afirmar que el origen social y el contexto cultural de los alum-
nos, sin ser determinantes, son factores de primer orden a la hora
de explicar los resultados académicos.8 En sus investigaciones sobre
el desigual rendimiento escolar de niños procedentes de diferen-
tes clases sociales Bourdieu recurre al concepto de capital cultural
como hipótesis que explicaría esta relación. «Gracias a él [afirma]
pude vincular el “éxito escolar”, es decir, el beneficio específico que
los niños de distintas clases y fracciones de clase podían obtener
en el mercado académico, con la distribución del capital cultural
entre las clases y las fracciones de clase» (Bourdieu, 2000, 136-137).
Descarta el malogrado sociólogo francés que el éxito o el fracaso
académico sean consecuencia de las «capacidades» naturales, tal
y como afirman las teorías del «capital humano», no tanto porque
no admita la existencia de esas capacidades, sino porque considera
que «la “capacidad”, el “talento” o las “dotes”, son producto de una
inversión de tiempo y capital cultural» (ibíd., 138), capital que se

8.  Un estudio detallado y actualizado sobre la relación entre la condición so-


cial y el rendimiento escolar en el caso de Madrid, puede verse en Grupo de estudios
del Colectivo Baltasar Gracián, 2003.

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2. los alumnos en la clase de historia

transmite en el seno de la familia, se incorpora a los individuos y se


objetiva en forma de títulos.
Para Bourdieu el rendimiento escolar depende del capital cul-
tural previamente invertido por la familia, de manera que el sistema
educativo contribuye a sancionar la transmisión hereditaria de ca-
pital cultural y, de esta forma, a la reproducción de la estructura so-
cial. A este respecto considera que la incidencia del capital cultural
en el rendimiento escolar puede valorarse en función de la duración
del período de formación directa en el seno de la familia, es decir,
del tiempo que se emplea en ello, lo cual depende a su vez, por una
parte, de la solidez del capital cultural que posee la familia, de for-
ma que si todo el período de socialización lo es de acumulación, la
transmisión se inicia desde la más temprana infancia con celeridad
y sin esfuerzo. Por otra parte, el tiempo invertido en la transmi-
sión del capital cultural está vinculado también a la disponibilidad
de capital económico, de manera que según esto un individuo sólo
puede prolongar el tiempo destinado a la acumulación de capital
cultural mientras su familia pueda garantizarle tiempo libre y libe-
rado de la necesidad económica. Si aceptamos este razonamiento es
fácil comprender cómo las desigualdades sociales se proyectan so-
bre el rendimiento escolar, ya que, de una u otra forma –porque se
empieza antes y porque se termina después–, la inversión en tiempo
de formación –que repercute como se ha dicho en el rendimiento
escolar– depende de la condición social de las familias. Claro que el
tiempo dedicado a la formación en el seno de la familia no es el úni-
co factor que interviene en la relación entre capital cultural y ren-
dimiento académico sino que es también fundamental el contenido
que se trasmite y, más concretamente, su grado de sintonía con lo
que la escuela considera cultura legítima; en este sentido considera
Bourdieu que «la educación primaria en la familia puede revestir
un valor positivo, como tiempo ganado, o bien un factor negativo,
como tiempo perdido, y además por partida doble, porque a su vez
debe emplearse tiempo adicional en corregir sus efectos negativos»
(ibíd., 139-140).
Obsérvese, entonces, que el nivel económico, la disponibilidad
de tiempo y, sobre todo, la sintonía entre la cultura escolar y la cul-
tura familiar, son factores relevantes para mejorar las posibilidades
de alcanzar logros académicos; de hecho los grupos sociales tratan
de influir –aunque sólo algunos lo consiguen– en la determinación
del conocimiento escolar y, en general, de la cultura escolar, en el
sentido de impregnarla de características propias de la cultura es-

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enseñanza, examen y control

pecífica de su medio, pues así el éxito resulta más accesible, aunque


de ninguna forma está garantizado.9 Lo cual significa que los alum-
nos precedentes de estratos sociales con menos oportunidades para
influir en ese proceso de determinación tendrían más dificultades
para acceder al conocimiento que la escuela considera válido y del
que realmente examina, ya que no sólo no cuentan con el apoyo
de la transmisión que se realiza a través del medio social en el que
viven (Bernstein, 1998), sino que, como se decía líneas más arri-
bas, su propia formación, su propia cultura sería un obstáculo que
deben superar para obtener buenas calificaciones. Un ejemplo de
este tipo de obstáculos sería la confrontación que se produce entre
el código lingüístico que suelen emplear los alumnos y alumnas de
clases populares y el que emplea la escuela en la transmisión del
conocimiento.
Efectivamente, los estudios de Bernstein (1990) sobre sociolo-
gía de la comunicación y sobre su papel en la escuela10 le llevaron
a concluir en la existencia de dos usos del lenguaje, uno utilizado
predominantemente por la clase media –aunque no de forma ex-
clusiva– y otro empleado más generalmente por los estratos infe-
riores de la clase obrera. Bernstein utiliza el término código elabo-
rado para referirse al primero y código restringido para el segundo,
observando que el uso de uno u otro está íntimamente relacionado
con las formas específicas de socialización en distintos contextos
sociales. Así, su tesis es que:

Cuando en la familia y en otros contextos en los que se mueve


el sujeto de socialización, predomina la utilización del código ela-
borado, el niño se verá orientado a captar y a expresar significacio-
nes universalistas liberadas del contexto inmediato mientras que la
utilización predominante del código restringido en los diferentes
contextos situacionales en los que se encuentra el sujeto, tenderá a
orientarlo hacia significaciones particularistas, más ligadas al con-
texto inmediato. (Varela, 1989, 249-250).

9.  El hecho de que en todos los estratos sociales, pero especialmente en algu-
nos sectores de clase media, aumenta el tiempo de trabajo de los adultos –padre y
madre– de la unidad familiar fuera de la casa, invita a abrir una nueva vía de investi-
gación sobre el origen social de los alumnos que fracasan académicamente en la es-
cuela; en todo caso este hecho no contradice les tesis de Bourdieu sino que verificaría
la incidencia del tiempo de formación en el seno de la familia sobre los resultados
escolares.
10.  Algunas de las ideas más importantes de estos estudios pueden verse de
forma resumida en Varela, 1989.

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2. los alumnos en la clase de historia

El caso es que el acceso a los códigos elaborados no se reparte


por igual entre todos los grupos sociales; de hecho, por las circuns-
tancias que concurren en sus formas de vida, es la clase media la
que tiene más afinidad con este código lingüístico ya que en su caso
la comunicación descansa en gran medida en el lenguaje mientras
que entre los individuos de estratos inferiores lo hace sólo parcial-
mente (cfr. Fernández Enguita, 1993, 55-56).
Ciertamente las diferencias de uso del lenguaje entre los grupos
sociales no son ni mucho menos tajantes, aunque sí son apreciables
tendencias significativas. La cuestión que me interesa señalar es que
en la transmisión del saber que se opera en la escuela es el código ela-
borado y no el restringido el que se utiliza, de manera que esto puede
provocar desigualdades en el éxito y fracaso escolar. Por lo tanto, los
alumnos de clase media «encuentran en las aulas una prolongación
de su cultura» mientras que los que proceden de estratos inferiores
«se ven constantemente forzados a recurrir a un código que no es
el suyo habitual» (Fernández Enguita, 1993, 56); de esta manera, in-
cluso en el supuesto del currículum integrado, las dificultades que
encuentran los alumnos a la hora de enfrentarse con el conocimien-
to escolar, son de distinto grado según su origen social. La escuela
contribuye a definir la lengua legítima, facilitando que adquiera un
carácter natural; pero también sanciona, a través de exámenes y ca-
lificaciones, las producciones lingüísticas de los distintos grupos so-
ciales, seleccionando aquellas que se corresponden con la norma del
código elaborado y marginando aquellas que son propias del código
restringido. De esta forma los menos favorecidos tendrán menos po-
sibilidades de aprender los usos legítimos del lenguaje.11
La relación entre la cultura que transmite la escuela, la cultura
en la que se socializan primariamente los alumnos y el rendimiento
escolar parece pues algo evidente, aunque –es preciso insistir– no
se trata de una relación mecánica ni necesaria en todos los casos.
En esa ecuación la condición social es una variable también signi-
ficativa en la medida en que tiene que ver con la configuración de
unas pautas de comportamiento, de hábitos, de unos valores, etc.
Pero en no pocos casos resulta decisiva la incidencia de los patrones
característicos de la llamada subcultura juvenil, generalmente con-
frontados con los que rigen en la vida escolar (Viñao, 2004, 116). Sea

11.  Bernstein ha analizado también las relaciones que existen entre prácticas
pedagógicas y clase social llegando a conclusiones similares sobre la sintonía entre la
escuela y la clase media. A este respecto puede verse, por ejemplo, Bernstein, 1998.

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enseñanza, examen y control

como fuere, lo cierto es que el reparto de calificaciones que hace la


escuela configura y modela también la identidad de los alumnos de
manera que, sumando esto a las expectativas con las que afrontan
su obligada permanencia en la institución, podríamos encontrar en
los alumnos actitudes y prácticas distintas que no obedecen a razo-
nes propiamente psicológicas sino que se explican desde la diver-
sidad cultural, económica y social. El origen social de los niños y
jóvenes es un marco en el que actúa la escuela, pero la construcción
del alumno no está por ello predestinada sino que es resultado tam-
bién de la lógica dominante en la cultura escolar y de su interacción
con la que ellos portan desde su medio social. Lo cierto es que será
a medida que se abandona la infancia y se acerca la adolescencia y
el tránsito al período adulto cuando las distintas posiciones adquie-
ran un mayor relieve, bien sea porque el extrañamiento o asimila-
ción se hace cada vez mayor con el tiempo de estancia en la escuela,
bien porque a esas alturas las posibles expectativas de continuidad
y provecho se ven definitivamente canceladas o prometedoramente
estimuladas. El caso es que generalmente en los cursos correspon-
dientes a la Educación Secundaria Obligatoria –y a veces también
en los últimos de Primaria– puede constatarse que las actitudes de
rechazo o integración que, simplificando, manifiestan los alumnos
en el interior de las aulas y con respecto al aprendizaje de las mate-
rias escolares, es asunto que adquiere mayor importancia a la hora
de desarrollar la enseñanza; de aquí que el conocimiento del papel
de los alumnos, de sus actitudes, de su disposición y de sus prác-
ticas en el aula sea asunto obligado para la comprensión de lo que
ocurre en el interior de estos espacios.

2.2. los alumnos en la clase

En la disposición con la que los alumnos afrontan su estancia en el


aula y su papel en la enseñanza influye notablemente la valoración
que hacen del conocimiento y de las materias escolares, así como el
sentido que para ellos tiene la adquisición de esos conocimientos.
A este respecto, el primer asunto que llama nuestra atención es el
hecho de que los alumnos suelen distinguir entre el conocimiento
escolar –el contenido de las asignaturas que cursan– y otros tipos
de conocimiento, una apreciación que es particularmente observa-

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2. los alumnos en la clase de historia

ble en el caso de la Historia. Ciertamente las materias escolares son


construcciones que con el paso del tiempo han perdido muchas co-
nexiones con el mundo real (Popkewitz, 1994, 127), de manera que,
al ser el conocimiento escolar un conocimiento distinto al que se
produce en el ámbito de las experiencias cotidianas de los alumnos,
no resulta fácil establecer relaciones de equivalencia ni, por tanto,
constatar la diferente valoración que pueda hacerse de uno y de
otro. Sin embargo, en el caso de la Historia se trata de un conoci-
miento que de alguna forma también está presente en la vida social
por conductos distintos al de la institución escolar, de manera que,
en este sentido, algunos autores la consideran la menos escolar de
las materias del currículum (Lautier, 1997, 39), lo cual permite, a
los alumnos, y también a los adultos, visualizar la distancia que hay
entre el conocimiento sobre el pasado, que inunda a veces los me-
dios de comunicación y al que se recurre frecuentemente para ex-
plicar lo que ocurre y nos ocurre, y la Historia como asignatura del
currículum escolar. Esta diferencia se hace especialmente evidente
cuando se pone de manifiesto la específica funcionalidad del cono-
cimiento que imparte la escuela, pues una cosa es saber sobre la
vida en tiempos pretéritos y otra muy distinta aprenderse los temas
del programa con vistas a examinarse de la asignatura; de aquí que,
como manifiesta un alumno de 1º de Bachillerato, «llama la aten-
ción la revolución industrial, cómo la gente sale de la miseria… Ya
para el examen es distinto, hay que aprenderlo de memoria». En casi
todos los casos el conocimiento que se contiene en las materias es-
colares se valora menos positivamente que el que se adquiere fuera
de la escuela, lo cual puede comprobarse comparando el interés que
suscitan los temas históricos en publicaciones divulgativas, cine o
televisión, y el que despiertan entre los alumnos cuando se trata de
la materia que cursan varias veces a lo largo de su vida académica.
No cabe duda de que la diferente valoración que los alumnos
hacen del conocimiento escolar y del conocimiento que podríamos
llamar cotidiano, tiene mucho que ver con la distinta naturaleza
de uno y otro. Refiriéndome al caso de la Historia puede afirmarse
que la relación que los adolescentes mantienen con la asignatura es
generalmente conflictiva, aunque no siempre manifiesten hacia ella
actitudes negativas o de rechazo. Dejando a un lado ahora el hecho
de que ello puede ser en buena medida reflejo de una hostilidad más
general hacia la institución escolar y de que esa actitud esté condicio-
nada por el origen social de los alumnos, consideremos que cuando
hablamos de la Historia escolar nos estamos refiriendo a una discipli-

65

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enseñanza, examen y control

na construida a lo largo del siglo xix, bajo unos supuestos culturales


determinados por las circunstancias históricas de aquella época y por
la función social que iba entonces a cumplir: la educación de las élites,
de la minoría que estudiaba el Bachillerato. No es necesario insistir
para llamar la atención sobre el hecho de que el contexto histórico
y cultural en el que nace y se hace la vieja disciplina de la Historia es
muy distinto a este que vivimos en los albores del siglo xxi y, sobre
todo, para caer en la cuenta de que los alumnos y alumnas a los que
se dirigía entonces la enseñanza de la asignatura son muy distintos
de los que cursan hoy los estudios secundarios. El conflicto entre la
Historia y los alumnos puede interpretarse también como una con-
frontación entre culturas distintas, como un conflicto entre una dis-
ciplina cuajada en los moldes de la vieja cultura decimonónica y unos
destinatarios forjados en los parámetros culturales de la sociedad de
consumo.
Suzanne Citron (1982) planteó la relación de los alumnos con
la Historia escolar precisamente en términos culturales. Su tesis
parte de preguntarse acerca del interés que los jóvenes de hoy pue-
dan tener por la Historia que se distribuye en la escuela a través de
los libros de texto y programas escolares, una Historia «fabricada»
por la Universidad:

¿Hasta qué punto a los jóvenes de hoy les interesa la «historia» de


los programas escolares, la que se escribe en los manuales, la historia
fabricada por la Universidad? ¿No hay entre la «Historia» y los jóve-
nes, entre los libros y sus destinatarios, en alguna parte, una ruptura
infranqueable, la yuxtaposición de dos mundos intelectuales, de dos
mundos mentales que no se encuentran y cuya unión, obligada por la
escuela, tiene a la vez algo de irrisorio y violento? (Citron, 1982, 113)

Desde su punto de vista existe una ruptura radical entre esa


Historia y sus destinatarios, es decir, los estudiantes; el desencuen-
tro –afirma Citron– es un hecho real, y, sin embargo, la escuela
fuerza la unión entre dos culturas contrapuestas; considera enton-
ces que en lo que respecta a la enseñanza de la Historia la escuela es el
lugar de una aculturación forzada, pues allí se impone a los alumnos
una cultura que les resulta extraña y de esta forma contribuye, cierta-
mente de manera involuntaria, a generar ella misma distintas formas
de violencia.
Por lo demás Citron señala cuál es, a su entender, la clave que
nos permite entender la enseñanza de la Historia hoy como un fe-

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2. los alumnos en la clase de historia

nómeno de aculturación, es decir, de imposición de una cultura ex-


traña; en este sentido afirma que:

La transmisión obligatoria de una cultura producida por y para


las élites sociales del siglo xix y dirigida a jóvenes de finales del siglo
xx explica que sean incapaces en su mayoría, psíquica y mentalmen-
te, de apropiársela. No por falta de inteligencia sino porque son los
hijos de una sociedad de consumo. (Ibíd., 114)

El actual modo de vida ha impuesto a los jóvenes y adolescentes


un escenario en el que, siguiendo las palabras de Citron, se ha roto
la memoria y en el que la Historia académica heredada del siglo xix
es incapaz de ofrecerles referencias creíbles; incluso, añade Citron,
los historiadores no hacen sino empeñarse en abundar en ese estéril
producto de los intelectuales burgueses, de manera que «parecen es-
tar encerrados en la paradoja de la incapacidad de desvelar el anacro-
nismo de la historia impuesta en la formación de nuestra juventud»
(ibíd., 123).
Así pues, la conducta de los alumnos en la clase, su disposición
respecto a la enseñanza y al aprendizaje y sus posibilidades reales de
formación tienen mucho que ver con este conflicto entre la Historia
escolar –entre las materias escolares– y los jóvenes, pues tan tormen-
tosa relación no se queda –ni se produce– en las puertas de las aulas
sino que las traspasa y acaba actuando como uno de los motores de lo
que en ellas ocurre. De esta forma, con frecuencia, y de manera más
intensa en unos casos que en otros, puede decirse que la vieja discipli-
na, más que proporcionar la formación a la que se refiere el discurso
de los profesores, es motivo de indisciplina en las aulas. Lo cual nos
invita a pensar sobre el sentido de lo que realmente hace la escuela
en orden a la «civilización» de los sujetos y sobre el papel que en ello
tienen las materias escolares.
Pero la valoración que los alumnos hacen de las asignaturas que
cursan –y en particular de la Historia– no es la misma en todos los
casos sino que, como ya se ha apuntando en el apartado anterior, di-
fiere en función de determinadas circunstancias. Los resultados de
la encuesta Youth and History revelan que el contexto sociopolítico
en el que viven los jóvenes no es ajeno al grado de interés que mani-
fiestan por el conocimiento histórico y por la Historia (Borries, 1998,
25); concretamente en los países con viejas democracias el interés de
los estudiantes por la asignatura es mucho más bajo que en los paí-
ses con nuevas democracias o con situaciones social o políticamente

67

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enseñanza, examen y control

inestables. Diríase que en los casos en los que nos encontramos con
momentos o contextos políticamente más dinámicos, el interés de los
alumnos por la Historia es mayor, mientras que cuando la vida políti-
ca se mueve en parámetros de baja intensidad, disminuye así mismo
el interés, un hecho que quizás tuvieron ocasión de comprobar entre
2003 y 2004 los profesores y profesoras de Historia con ocasión del
debate y movilización que se suscitó en la sociedad española a pro-
pósito de la invasión de Irak.12 Tal y como nos advierte Borries en la
obra anteriormente citada, la incidencia del contexto histórico en la
valoración que hacen los alumnos de la Historia no es solamente un
asunto de coyuntura política, sino que tiene relación también con pa-
trones culturales y con el tipo de valores dominantes en una sociedad.
Son ideas que, en todo caso, nos advierten de que la disposición con
la que los alumnos afrontan la enseñanza y las actitudes que practi-
can en el interior de las aulas en relación con las materias escolares
no son asuntos que competan exclusivamente a la institución escolar
ni que puedan abordarse, por tanto, sólo desde la lógica interna del
sistema educativo. No cabe duda de que en este campo el papel de los
medios de comunicación de masas es singularmente relevante, ya que
se trata de instrumentos capaces de configurar o potenciar pautas de
comportamiento y valores que afectan al mundo de los jóvenes y a su
relación con el conocimiento y la enseñanza.13
En un mismo contexto el origen social vuelve a aparecernos como
un factor relevante en la apreciación que tienen los alumnos respecto a
las materias escolares y en nuestro caso respecto a la Historia. Los da-
tos recogidos a través de encuestas a alumnos de distinta procedencia
social (ver cuadro 2.1) revelan que los de clases bajas (B1 y B2) prefieren
la asignatura de Educación Física en primer lugar, mientras que los de
clases medias se inclinan por la Historia en un caso y por la Cultura
clásica en otro. Es evidente que la posición de unos y otros respecto a
las materias escolares es notablemente distinta, lo cual nos va reafir-
mando en la idea de que los problemas de aprendizaje y los de compor-
tamiento en el aula no son problemas eminentemente pisopedagógicos
sino sociales, pues, al irse configurando históricamente el conocimien-
to escolar en base al conocimiento académico y culto, es previsible una

12.  A este respecto puede verse VV.AA. (2003).


13.  En este sentido resulta deprimente comprobar la hipocresía con la que
muchas veces se abordan los problemas escolares, pues ocasionalmente se condenan
los mismos comportamientos y actitudes de los jóvenes estudiantes que el mercado
promociona diariamente ocultando la complicidad que en ello tiene la lógica del be-
neficio.

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2. los alumnos en la clase de historia

cuadro 2.1.
Asignatura preferida en primer lugar por los
alumnos y alumnas de 4º de ESO

centro asignatura preferida (1ª)

B1-4º Educación Física(22%)


B2-4º Educación Física (25%)
M1-4º Historia (31%)
M2-4º Cultura clásica (34%)

Fuente: Merchán, 2001a.

mayor afinidad de aquellos alumnos en cuyos contextos –de clases me-


dias– este tipo de conocimiento es más valorado, mientras que es tam-
bién previsible el rechazo de aquellos otros de clases populares entre los
que se valora más el conocimiento práctico, el conocimiento útil.
Precisamente la utilidad que los alumnos atribuyen al cono-
cimiento que se distribuye en la escuela es una piedra de toque
que nos permite aproximarnos al sentido que para ellos tiene el
aprendizaje de las materias escolares y su estancia diaria en las
aulas. En este sentido numerosos estudios (Lautier, 1997; Blanco,
1992; Grupo Valladolid, 1994) coinciden en afirmar que la idea que
los alumnos manifiestan mayoritariamente cuando se les pregunta
por la utilidad de la Historia es la de su función cultural, la Historia
sería, en palabras de una alumna, «una asignatura que nos enrique-
ce como personas y nos hace más cultos». La concepción de cultu-
ra que generalmente subyace en este tipo de manifestaciones está
exenta de utilidad práctica; de aquí que los alumnos «no encuentran
que el conocimiento de la Historia pueda tener ninguna incidencia
en sus vidas a no ser el prestigio social que la “cultura histórica” pue-
da proporcionarles» (Grupo Valladolid, 1994, 120). La cultura que
proporciona la Historia tiene los visos de un saber cuya posesión dis-
tingue positivamente a las personas, un adorno y cualidad de esca-
sa trascendencia práctica que sirve, en todo caso, para participar en
conversaciones superficiales, mantener cierto nivel en las relaciones
sociales o incluso jugar al Trivial. Y es que esa cultura que se adquie-
re con el aprendizaje de la asignatura consiste en tener información
sobre una serie de acontecimientos del pasado –los «acontecimientos
históricos»– y sobre un elenco de protagonistas –los «personajes his-
tóricos»– en cuya nómina figuran reyes, políticos y artistas. De aquí

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enseñanza, examen y control

que sea lógico que más allá de los discursos retóricos de sus pro-
fesores muchos alumnos acaben considerando a la Historia como
una asignatura cuyo aprendizaje consiste realmente en la memori-
zación de una serie de informaciones sobre determinados hechos y
personajes del pasado. Una actitud que, por lo demás, parecer estar
fundada en lo que verdaderamente ocurre con la enseñanza de la
asignatura, pues en el interior de las aulas la clase se centra precisa-
mente en la descripción de los acontecimientos históricos.
Al tratar de la utilidad de la Historia, la imagen que nos pro-
yectan los alumnos del sujeto culto, conocedor de los principales
hechos y personajes del pasado, poseedor de un conocimiento que
confiere un ethos determinado, una forma de ser, que se vanagloria
de un saber cuya utilidad no va más allá de ser un adorno en la vida
social, esta imagen tiene poco que ver con el modo de vida, con las
expectativas y proyectos de los jóvenes que pueblan los cursos de la
Educación Secundaria Obligatoria, especialmente de quienes cur-
san sus estudios en los Institutos públicos ubicados en la periferia
de las grandes ciudades. Hay que suponer más bien que las afirma-
ciones de este tipo responden desde luego a un discurso que se repi-
te hasta la saciedad en medios muy diversos y que, en cierta medida
y en muchos casos, se confirma diariamente en las aulas, pero que,
excepción hecha de ciertos alumnos, carece de la sinceridad y con-
vicción suficiente como para que resulte fiable. Así que podemos
interpretar que se trata de «un estereotipo, un tópico que también
se encuentra en la calle y que refleja la idea de encontrar una sali-
da –ambigua pero digna– a un conocimiento que carece de utilidad
práctica» (Blanco 1992, 371).
Efectivamente, al profundizar en el discurso de los alumnos so-
bre la Historia –equiparable al de otras materias escolares–, podría-
mos ver que detrás de las manifestaciones que relacionan a la asigna-
tura con la formación cultural, se oculta el escepticismo, la crítica o el
rechazo al sentido que tiene la enseñanza de la Historia en la escuela,
una ocultación que a veces, sobre todo en el caso de alumnos de clase
media, apenas nos deja entrever cierto conflicto entre sus experiencias
personales y los patrones culturales del contexto familiar, pues, por
una parte, parece que sin saber Historia no se puede ser una persona
culta pero, por otra, no queda claro cuál es su utilidad. Las siguientes
palabras de un alumno, respondiendo a la pregunta de para qué le ha
servido lo que ha aprendido de Historia, pueden ser manifestaciones
expresivas de esa contradicción:

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2. los alumnos en la clase de historia

[La Historia me ha servido] Para tener cultura, pero en cierto


modo (y no quiero mostrar una actitud pasiva y negativa hacia la
Historia) para nada.

Si en este caso todavía se admite el valor cultural del conoci-


miento histórico, aunque se duda acerca de la utilidad de esa cultura,
en otros podemos ver una posición mucho más crítica y radical res-
pecto al valor formativo de la Historia, manifestando abiertamente
su convicción de que se trata de una materia absolutamente inútil,
cuya enseñanza, por tanto, carece de significado para muchos de
los jóvenes que diariamente asisten a las clases de… Historia.14 Tal y
como veíamos en las tesis de Citron, detrás de esa posición respecto
a la Historia escolar hay que ver el desencuentro entre la cultura
académica y una cultura juvenil carente de memoria o con una me-
moria rota, desconectada de la memoria oficial, burocratizada, que
es la que habitualmente se transmite en los centros escolares. Pero
al constatar que la tesis de la inutilidad de la Historia que se im-
parte en los centros escolares tiene más adeptos entre los alumnos
de origen social más humilde o lo manifiestan de manera mucho
más abierta que en otros casos, entonces debemos pensar también
que en esta posición hay algo de rechazo mutuo, pues en la Historia
que se contiene en los libros de texto, en la Historia culta, se ignora
todo un pasado, un pasado inencontrable en sus páginas y en las
lecciones de cada día, mientras se adula otro, extraño al interés y a
la memoria de estos grupos sociales.
Entre los argumentos con los que los alumnos expresan este
punto de vista podemos encontrar algunos matices que en muchos
casos reflejan distintos puntos de partida o distintos modos de si-
tuarse frente a la institución escolar y la enseñanza. En muchos ca-
sos la opinión de los alumnos nos refleja sus proyectos, sus expec-
tativas de futuro, y puesto que el rechazo a la asignatura es más
frecuente entre quienes se ven más próximos al mundo del trabajo
manual que al mundo académico, se argumenta entonces en razón
de la nula aportación que hace la Historia al modo de vida que su-
pone para ellos mismos en el futuro: «Para trabajar en los albañiles
no hace falta saber la Revolución francesa».

14.  La aparente y radical diferencia entre las valoraciones que hacen los alum-
nos sobre la asignatura de Historia –forma personas cultas o no tiene utilidad algu-
na–, según Cuesta (1998) tiene mucho que ver también con el tipo de fuente que se
utilice. Así, en los cuestionarios la posición suele ser más indulgente que en las entre-
vistas, sesiones de discusión o recursos similares.

71

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enseñanza, examen y control

Frente a la idea que veíamos anteriormente de la Historia


como un saber culto, como un conocimiento que se valora por
la distinción que proporciona, como un conocimiento erudito y
académico, se opone aquí, desde otra posición en la sociedad, pre-
cisamente una actitud de rechazo justamente por ser lo que es, es
decir, por ser un saber inútil para el trabajo o por no ser un saber
práctico, que tenga relación con el mundo del trabajo. Se acusa de
forma implícita a la Historia de ser un conocimiento desvitaliza-
do, distante de la vida de las personas corrientes; por eso carece
de utilidad, por eso lo que se enseña de Historia sirve para muy
poco o para nada. La convicción de que la Historia escolar no tie-
ne utilidad no se da sólo entre los alumnos y alumnas de las capas
sociales más baja pero son ellos los que la expresan de forma más
clara y abierta y los que justifican su punto de vista basándose en
la desconexión entre lo que se enseña en las aulas y lo que ocurre
en la vida. Quizás no sea exactamente que «para trabajar en los
albañiles» no haga falta saber la Revolución francesa, quizás sea
que lo que enseña la escuela sobre la Revolución francesa o sobre
«los romanos» tiene poco que ver con las preocupaciones de quie-
nes vislumbran su futuro relacionado con un trabajo muy distan-
te del mundo académico. Esta mezcla de pragmatismo, rechazo
y resistencia, que delata la vinculación del conocimiento históri-
co con el modo de vida de las clases ociosas, se advierte también
en otros alumnos provenientes de las clases medias y que tienen
perspectivas de futuro muy distintas; en este caso, el rechazo a la
asignatura no se justifica en razón del trabajo que se adivina en el
futuro, sino del obstáculo que supone en la inmediata trayecto-
ria académica, al menos en este sentido se pronunciaban algunos
alumnos sobre el tema. He aquí unas palabras representativas de
este punto de vista: «Para mí que estoy estudiando ciencias de la
ingeniería no me vale nada la Historia y sería un problema más
para sacar el curso».
En fin, alumnos de una u otra condición social expresan a ve-
ces la idea de la inutilidad de lo que se aprende de Historia utili-
zando argumentos referidos ahora no ya a su carácter escasamente
práctico o a su valor de cambio en el mercado de los títulos esco-
lares, sino a cualidades intrínsecas de la asignatura o de su forma
de enseñanza: «[La Historia me ha servido] Para nada, todo se me
olvida cuando dejo de estudiarlo».
Todo se olvida y nada o muy poco permanece; así que es lógico
cuestionar la utilidad de un conocimiento que se retiene de manera

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2. los alumnos en la clase de historia

efímera, seguramente sólo el tiempo suficiente como para resolver el


expediente examinatorio, y eso ni siquiera en todos los casos. Se re-
vela así el carácter memorístico que generalmente tiene la enseñanza
de la Historia y la inutilidad que tal forma de proceder tiene si de lo
que se trata es de enriquecer la formación de los jóvenes, y se plantea
entonces la pregunta de cuál es el sentido que verdaderamente tiene
lo que de forma cotidiana suele ocurrir en las clases de Historia.
De las palabras con las que voy exponiendo la valoración que
hacen los alumnos de las materias escolares, y más concretamen-
te de la Historia, no debe desprenderse la idea de que no existen
consideraciones positivas hacia la asignatura. En algunos estudios la
Historia es la primera o la segunda de las materias preferidas del cu-
rrículum y, en general, goza de buena reputación cuando se pide un
juicio sobre los contenidos de la asignatura; esto sin olvidar lo dicho
anteriormente sobre los contrastes que se producen según el tipo
de fuentes que utilicemos o las diferencias que pueden apreciarse
si nos referimos a la Historia o a la asignatura. Quizás la enseñanza
y el desarrollo de las clases no merecen opiniones tan favorables;
el carácter repetitivo y memorístico son dos de los calificativos que
utilizan los alumnos más frecuentemente para referirse a la ense-
ñanza de la asignatura: «Historia es una asignatura fácil, ya que la
Historia nunca cambia y año tras año se dan los mismos temas».
Los temas se repiten año tras año; la Revolución Industrial es una
de las estrellas:

Alumno 1.– Yo la he dado [la Rev. Industrial] por lo menos cuatro


veces.
Alumno 2.– Más o menos se tratan los mismos temas. El libro de mi
hermano trata de lo mismo que el mío.

Pero, a pesar de que un año tras otro se vuelve sobre lo mismo


no parece que con ello se garantice la asimilación de los contenidos
pues «todo se me olvida cuando dejo de estudiarlo», según nos ad-
vertía anteriormente un alumno, de manera que en todo momento
es necesario apelar al uso de la memoria para aprender la asignatu-
ra; de aquí que la imagen que los alumnos tienen de la enseñanza y
aprendizaje de la Historia está ligada a la monotonía, a la repetición
por partida doble y a la memorización de páginas a veces caren-
tes de sentido. A tenor de estas circunstancias puede comprenderse
mejor que cuando los alumnos se refieren al desarrollo de las cla-
ses de Historia en muchos casos las califican de aburridas; el abu-

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enseñanza, examen y control

rrimiento y la incomprensión son los adjetivos que más se repiten


cuando se valora negativamente la enseñanza de la Historia. ¡El
aburrimiento! en una época como la de nuestro tiempo en la que
parece que la diversión y el entretenimiento son dogmas de obli-
gado cumplimiento entre los jóvenes. Quizás no importa, dicen los
alumnos, que el contenido no sea interesante, lo importante es que
la forma de enseñar sea divertida:

Alumno 1.– Debe haber otra forma de enseñar Historia, más diver-
tida.
Alumno 2.– La Historia es algo que ha pasado, a mí me da igual; si
se explica de manera divertida atiendo, pero si no, nada.
Alumno 3.– A mí me da igual lo que le pasó al rey tal. Te entretiene
saber cómo lo mataron.
Alumno 4.– Puede ser interesante [la Historia] si se plantea de for-
ma entretenida.

Objeto y método hacen de la asignatura una materia distante


y por ello resulta difícil que los alumnos puedan «entretenerse» en
el desarrollo de las clases. Las mismas tareas se repiten una semana
tras otra, en una secuencia de actos que se mantiene con pocas di-
ferencias a lo largo de los años: escuchar la explicación del profesor,
repetir las páginas del texto, mediante el copiado o dando respuesta
a los ejercicios, corregir las actividades, hacer las de la página si-
guiente… La falta de implicación de los alumnos en la enseñanza de
la Historia complica el panorama y profundiza en la monotonía y
el tedio que suelen denunciar. Aunque es lo que muchos profesores
se ven obligados a hacer, empujados por unas circunstancias que
se escapan a su control y preparación, no creo que el sentido de la
formación histórica sea divertir a los alumnos. No se trata de entre-
tenerlos con el fin de hacer más llevaderas –también a los profeso-
res– las horas que obligatoriamente se ha de convivir entre las cua-
tro paredes de la clase; esto supondría renunciar a objetivos funda-
mentales en las tareas de formación crítica que debe encomendarse
a la escuela. Claro que otras alternativas requieren, desde luego, que
examinemos más profundamente el origen y las causas del hastío
que muchas veces invade la clase de Historia; como a veces intuyen
los propios alumnos, habrá que pensar que el conocimiento histó-
rico escolar, en la forma en que se presenta en la mayor parte de las
aulas, no da más de sí:

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2. los alumnos en la clase de historia

Alumno 1.– Las clases de Historia no pueden ser participativas. No


puedes hacer ejercicios en la pizarra.
Alumno 2.– Pero algo debería hacerse…

Lo cierto es que la valoración que hacen los alumnos de las


materias escolares, así como de su enseñanza, nos permite hacer-
nos una idea de la actitud y la disposición con la que juegan su papel
en el desarrollo de las clases, del significado que atribuyen a lo que
ocurre en las aulas y, de manera más general, del sentido que tie-
ne su implicación y su relación con el sistema escolar. No se trata,
como hemos visto, de posiciones homogéneas en todos los casos,
sino que, dentro de un sustrato común definido por su pertenen-
cia a un grupo de edad que suele identificarse con ciertos patrones
culturales, es posible advertir pautas en función del origen social
de los alumnos o, mejor dicho, de la interacción que se produce en-
tre la cultura del medio de socialización primaria y la cultura hege-
mónica en el mundo de la escuela. Las actitudes, los significados y
las valoraciones tienen su correspondencia en el orden práctico, en
comportamientos visibles en el aula, en la relación con la enseñanza
y el aprendizaje de las materias escolares y en la relación con los
profesores. La realidad se nos muestra nuevamente diversa en esto,
y en el interior de las aulas pueden advertirse distintos modos de
actuar según los criterios anteriormente citados.
Hay quienes acaban por sentirse extrañados en el medio es-
colar; en estos casos la escuela deja de ser una institución en la que
confiar para su promoción social, el fracaso académico se sucede o
los éxitos resultan enormemente costosos, la confrontación cultu-
ral se hace más evidente y las expectativas se reducen al mínimo.
Muchos de éstos, los que no aceptan la sumisión y el esfuerzo que
requiere su adaptación en circunstancias tan difíciles, se enfrentan
a la institución desarrollando prácticas de oposición y resistencia.
Si las condiciones lo permiten, un primer paso es la deserción, el
abandono de la escuela, lo cual suele ocurrir si es posible encontrar
un trabajo que satisfaga mínimamente las aspiraciones de indepen-
dencia, romper con el tutelaje permanente de la vida escolar y em-
pezar el camino hacia la vida adulta; un camino largo, jalonado por
empleos inestables, reingresos en formas diversas y más o menos
flexibles de escolarización (módulos profesionales, cursillos…) y por
la estancia en el domicilio familiar en régimen de mediopensionista.
Cuando no se tiene esta posibilidad, la deserción es ocasional, faltar
a clase se convierte en un sucedáneo del abandono, pues sólo de vez

75

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enseñanza, examen y control

en cuando se vive al margen de la escuela, como los adultos; lo cual


no deja de ser una simulación esporádica del modo de vida que se
quiere llevar. Pero el control de la familia y de la escuela y la presión
que ejercen sobre los alumnos para obligarles a asistir a clase, junto
con la falta de alternativas laborales, son obstáculos cada vez más
difíciles de franquear y sólo los rompen de manera más decidida
aquellos alumnos que –avanzada su adolescencia– han optado cla-
ramente por la confrontación con la escuela y con la propia familia.
En cualquier caso la clase se convierte en un campo de resistencia y
oposición, de acciones que, desde la perspectiva de la escuela, sue-
len calificarse como actos de indisciplina y tratarse en muchas oca-
siones, quizás en la mayoría, como conductas desviadas que tienen
que ser corregidas y castigadas. Desde luego, conceptualizando este
tipo de prácticas como conductas patógenas y, sobre todo, consi-
derando que la escuela es el escenario en el que estas conductas se
manifiestan, pero que nada tiene que ver en su producción, es difícil
soslayar los conflictos que estos comportamientos pueden generar,
y, de hecho, vemos frecuentemente las dificultades de los profesores
a este respecto y el fracaso continuado de planes –muchas veces
bien publicitados– que se apoyan en esta simplificadora visión de
los conflictos escolares.
Como veremos más adelante, no hay que pensar que la actua-
ción de los alumnos en la clase cuando desarrollan estas prácticas
de oposición y resistencia sean particularmente violentas o llamati-
vas; ese tipo de situaciones, aunque resulten más espectaculares y,
por ello, gocen de amplia difusión en los medios de comunicación,
no son tan frecuentes como pudiera parecer. En todo caso su actitud
en la clase contrasta con la de otro grupo de alumnos cuyas pautas
de comportamiento resultan escasamente conflictivas, destacando
su adaptación y aparente aceptación de las normas que gobiernan la
enseñanza en el ámbito escolar. Al referirse a este grupo de alum-
nos Paul Willis (1988) utiliza el término «conformistas», en con-
traste con el grupo anterior al que denomina «colegas». Por su par-
te Anyon (1999), examinando las actitudes y prácticas de los alum-
nos identificó más de dos grupos, pero de entre todos destacó el de
los alumnos, de las escuelas de clase obrera –en las que la actitud
dominante era la «resistencia»– y el de los alumnos de clase media;
aquí la actitud dominante es la que denomina el sentido de «posibi-
lidad»; para los alumnos la educación «parece aceptarse como algo
importante, en realidad como algo vital, para la capacidad de con-
seguir un trabajo o entrar en la universidad» (ibíd., p. 577). Esto im-

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2. los alumnos en la clase de historia

plicaba –según Anyon– que los estudiantes mantenían una actitud


de ansiedad respecto de los exámenes y las notas. La mayoría de los
estudiantes expresaba su interés por seguir estudios universitarios
y parecían convencidos de que esto dependía de las calificaciones
que obtuvieran. Ahora, para estos alumnos, la enseñanza adquiere
más bien el sentido de un intercambio en el que las calificaciones se
ofrecen a cambio de ciertos conocimientos, pero también, de deter-
minados comportamientos. El examen es el nudo principal, aunque
no único, de ese comercio, la clase se estructura en torno a ello y
también la actitud y las prácticas de alumnos y profesores, de ma-
nera que en este escenario la clave no es el conflicto –como se ha
dicho que ocurría con otro tipo de alumnos–, sino la calificación.
Vemos entonces que suponer sin más que los alumnos acuden
diariamente a las aulas dispuestos a adquirir el conocimiento que
los profesores transmiten y que su única condición en la clase es la
de aprendiz, es una simplificación engañosa respecto a la disposi-
ción y las conductas que desarrollan en relación con la enseñanza.
Alumnos y profesores asisten a clase no sólo y ni siquiera funda-
mentalmente como enseñantes y aprendices, sino que, al tratarse
de sujetos sociales construidos en buena medida por la propia insti-
tución escolar y a lo largo de su historia, intervienen de manera más
compleja en el aula; lo que nos hace pensar que lo que allí ocurre
y, en definitiva, la actuación de unos y otros no tiene como única
referencia la transmisión y adquisición de conocimiento. A veces la
vida en el interior de las aulas está más gobernada por el conflicto y
por el control de la conducta de los alumnos, a veces por el examen
y la calificación, siempre sin perder de vista el referente de la ense-
ñanza. Centremos ahora nuestra mirada precisamente en los acon-
tecimientos que se desarrollan en el recinto de la clase, tratando de
averiguar cuál es el papel que en ellos juega la enseñanza, el examen
y el control, éste es el objeto del próximo capítulo.

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capítulo 3

La clase por dentro

3.1. el contenido de la enseñanza: ¿de qué se


trata en la clase (de historia)?

Los deseos, expectativas e intereses de alumnos y profesores, que he-


mos visto expresarse en los capítulos anteriores, frecuentemente no
se satisfacen de manera plena en el interior de las aulas, ya que el de-
sarrollo de las clases no responde en todos y cada uno de sus momen-
tos a lo que unos y otros quisieran; más aún, en no pocas ocasiones
el diario acontecer detrás de las paredes de la escuela escapa a las in-
tenciones de alumnos y profesores, a sus proyectos y planificaciones,
viéndose obligados a centrar su actuación en la gestión de problemas
y situaciones que, en cierta medida, arruinan sus objetivos. Esto es
particularmente cierto en el caso de los profesores, que son los que
parecen obligados a actuar de acuerdo con un propósito explícito
–como es el de la formación de los alumnos–, pero también, aunque
en menor medida, ocurre con los estudiantes, que tienen a su vez una
o diversas estrategias con vistas a afrontar su participación en la en-
señanza, tanto en su relación con los docentes como con las materias
escolares. La confrontación en el aula de intereses a veces distintos,
así como la invisible presencia de fuerzas (el estado, las autoridades
educativas, la organización del tiempo y el espacio, el valor social de
los títulos escolares, las familias…) que actúan por encima de alum-
nos y profesores, son factores que explican el hecho de que en el in-
terior de las clases no todo lo que ocurre obedezca a la lógica de la
enseñanza ni responda cabalmente a las supuestas finalidades que les
reúne un día tras otro. Ahora bien, antes de adentrarnos en el análisis
de la lógica que gobierna el desarrollo de las clases y en el estudio del

79

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enseñanza, examen y control

papel que allí juegan alumnos y profesores, veamos primero, siquiera


sea de forma panorámica, qué es lo que en ellas ocurre. Naturalmen-
te no se trata en estas páginas de dar cuenta de los innumerables y
variados acontecimientos que se suceden en el aula, una empresa sin
duda interesante pero que excede en mucho las dimensiones de esta
obra. En realidad al inspeccionar el interior de las aulas centraremos
nuestra atención en dos aspectos más directamente relacionados con
la enseñaza: los asuntos que se abordan en el desarrollo de las clases
y las actividades que se ponen en juego con vistas a la transmisión del
conocimiento.
Durante la década de los 90 en España estuvo vigente un currí-
culum oficial en Secundaria que se caracterizó por su flexibilidad
formal. Entres sus principios inspiradores figuraba la tesis de que
los equipos docentes determinaran en cada centro los temas que se
impartirían a lo largo de los cuatro cursos obligatorios en esa etapa
educativa así como su distribución en cada uno de ellos. Si bien es
cierto que en la práctica esta posibilidad estaba limitada por los cri-
terios que el propio texto legal estipulaba como elementos de eva-
luación del aprendizaje de los alumnos, no lo es menos el hecho de
que efectivamente el currículum oficial no era, por primera vez en
muchos años, un listado de temas claramente definido (Merchán,
2000). En este contexto, averiguar el contenido de la enseñanza que
impartían los profesores en la clase de Historia tenía, además del
interés por saber de qué se trata en las aulas, el de conocer cómo
actuaban en esas novedosas circunstancias.1 A este respecto en la
mayoría de los casos examinados puede constatarse que la distribu-
ción de temas a lo largo de los cuatro cursos respondía a un mode-
lo disciplinar clásico, de forma que lo que se impartía en las clases
de ESO era Geografía e Historia, quedando el término de Ciencias
Sociales como una reliquia que servía exclusivamente para nom-
brar al área, y que generalmente sólo utilizaban los alumnos y los
documentos oficiales, siguiéndose en esto los mismos pasos que se
dieron con las Ciencias Sociales en el Ciclo Superior de la EGB. Más
concretamente, en lo que hace a la distribución de los temas a lo
largo de los cuatro cursos, lo más frecuente era la fórmula de que en
el primer ciclo se impartiera Geografía –generalmente en el primer
curso– e Historia –frecuentemente en el segundo–, mientras que
en el segundo ciclo se solía impartir Geografía en el tercer curso y

1.  Una primera aproximación al papel del profesorado en la determinación de


los contenidos escolares puede verse en Merchán, 1998.

80

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3. la clase por dentro

nuevamente Historia en el cuarto. En lo que respecta a esta materia


lo más habitual era que los temas correspondientes a las épocas que
van desde la Prehistoria hasta la Edad Moderna se impartieran en
el primer ciclo –concretamente en el segundo curso–, mientras que
los que se corresponden con la Edad Contemporánea lo fueran en
el segundo ciclo, y dentro de él preferentemente en el cuarto cur-
so. Así, en el primer curso de la ESO se impartía Geografía, en el
segundo Historia Antigua y Media, en el tercero nuevamente Geo-
grafía y en el cuarto Historia Moderna y Contemporánea.
Con esta distribución de las materias en la Educación Secun-
daria Obligatoria, puede hablarse de cierta continuidad con la eta-
pa anterior a la implantación del nuevo sistema educativo, ya que,
aunque con ligeras matizaciones, se mantiene e incluso refuerza el
esquema que venía siguiéndose en los cursos del ciclo superior de la
desaparecida Educación General Básica. Recuérdese a este respecto
que también con el nombre de Ciencias Sociales en los cursos 6º,
7º y 8º de EGB se impartían Geografía e Historia y que el conte-
nido de ésta se distribuía entre ellos según las Edades históricas,
correspondiendo precisamente al último curso la época contempo-
ránea –como ahora al último curso de la etapa–. De manera que
es legítimo pensar que todo se reduce a un ligero desplazamiento
hacia arriba de lo que se impartía más abajo, algo parecido a lo que
veremos que ocurre en las prácticas pedagógicas más habituales en
unos u otros cursos. Con todo, parece aún más sorprendente el dato
de que el currículum oficial actualmente vigente en España respon-
de también a un esquema bastante parecido, pues en primero de
ESO se imparte Historia Antigua, en segundo Historia Moderna y
en cuarto Historia Contemporánea.
Volviendo al interior de las aulas y concretando algo más, ha-
bría que decir que, dentro de este marco disciplinar que domina
en la práctica, los asuntos o temáticas que son objeto de estudio
en la clase de Historia resultan bastante reiterativos; son asuntos
que se repiten un curso tras otro a lo largo de la vida académica de
nuestros estudiantes hasta producir en los alumnos –aunque tam-
bién en los profesores– la sensación de rutina repetitiva a la que se
referían en el capítulo anterior. Puede afirmarse que el estudio de
acontecimientos o épocas históricas como la Revolución Industrial,
la Revolución francesa, las Guerras Mundiales, Roma, el Antiguo
Régimen, y algunos más, son los que componen la nómina de te-
mas que habitualmente se tratan en las clases de Historia y en los
que se concreta la formación histórica de los alumnos. Por lo de-

81

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enseñanza, examen y control

más, se trata de una colección de hechos históricos aparentemente


neutrales pero que de manera nada inocente trata de configurar las
conciencias de los estudiantes según los moldes de la memoria ofi-
cial. Ahora bien, sobre estos hechos históricos, épocas o sociedades
¿qué es lo que han de saber los estudiantes? ¿Cuál es, por lo tanto, el
objeto de conocimiento propiamente dicho en la clase de Historia?
En principio, lo que los estudiantes deben aprender en la clase de
Historia sobre los hechos históricos es su descripción y caracteriza-
ción, el papel de los protagonistas, así como las causas y consecuen-
cias de su acontecer, aspecto este último en el que los profesores
suelen insistir, dado el carácter explicativo que atribuyen a la Histo-
ria. Ahora bien, verdaderamente no se trata de que los alumnos in-
daguen sobre estas cuestiones, reflexionen sobre ellas y establezcan
sus propias conclusiones, sino que lo que realmente ocurre es que
los profesores mediante su explicación o a través de los libros de
texto, les informan de ello; así que, como dice García Calvo (1999),
lo que han de saber es lo que ya se sabe. En realidad, si se estudia,
por ejemplo, la Revolución Industrial, no se trata de que los alum-
nos sean capaces de pensar sobre las causas o las repercusiones y
trascendencia de este hecho histórico, sino de que se informen so-
bre las causas y consecuencias que el profesor ha dicho o que vienen
en el libro de texto; de aquí que lo que los alumnos deben aprender
sobre los hechos históricos es a decir lo que se les ha dicho o está
escrito en el libro de texto, algo que sólo puede hacerse mediante
la repetición y la memorización. No cabe duda de que esto le con-
fiere a la asignatura y a su enseñanza un sesgo burocrático que la
aleja de cualquier orientación crítica o incluso del discurso que los
profesores mantienen para justificar su valor formativo. Algunos
alumnos parecen percatarse también del lastre que esta manera de
concretarse el contenido supone para la vida en la clase de Histo-
ria –y, seguramente, de otras materias escolares–, manifestando en
una sesión de discusión que: «Las clases de Historia no pueden ser
participativas. No puedes hacer ejercicios en la pizarra».
Por supuesto la mayor parte de las actividades que se desarrollan
en la clase tratan de una u otra forma de los hechos históricos, en el
sentido al que me he referido anteriormente. Sin embargo no es éste
el único asunto que ocupa a alumnos y profesores sino que, en oca-
siones, y según determinadas circunstancias, se abordan otros conte-
nidos que, si bien guardan alguna relación con los hechos históricos,
no son propiamente lo mismo. Generalmente son referencias a la ac-
tualidad, comentarios, comparaciones o ejemplos que no constituyen

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3. la clase por dentro

en ningún caso un contenido de carácter oficial, y que suele realizar


el profesor en función de los eventos que sucedan en el mundo y, so-
bre todo, en función del clima en el que se desarrolle la clase. Aunque
a veces este tipo de informaciones es introducido por el profesor o
profesora con la intención de facilitar a los alumnos la comprensión
de aspectos de la vida actual, su papel en el desarrollo de las clases
tiene también una función de control no explicitada y sobre la que
volveremos con detalles más adelante. En todo caso, son informacio-
nes que en la práctica gozan de un bajo estatus, dado que finalmente
no constituyen materia de examen. Sin embargo no parece que este
tipo de intervenciones se produzcan de manera uniforme en todas
las clases, sino que puede apreciarse una intensidad y frecuencia dis-
tinta según la condición social de los alumnos, el clima de la clase
y el nivel de enseñanza. Efectivamente los datos apuntan al hecho
de que la presencia de comentarios sobre la actualidad, anécdotas o
consideraciones distintas al tratamiento estricto de los temas de la
asignatura es mayor en los casos en los que es más baja la condición
social de los alumnos, cuando los profesores tienen más dificultades
en el gobierno de la clase y cuando se trata de los cursos más bajos.
Por el contrario, a veces puede llegar a ocurrir que prácticamente se
aborden en la clase sólo los contenidos oficiales de la asignatura, lo
cual es frecuente en el último curso del Bachillerato y en contextos
socioculturales de clase media-alta. Las razones podemos deducir-
las de las palabras de un alumno de 2º de Bachillerato que cursaba
sus estudios en un centro de esas características: «No solemos tratar
temas que no entren en el programa y mucho menos que no vayan a
entrar en Selectividad». Vemos entonces que el examen impone sus
condiciones sobre el contenido que se trabaja en el aula, aquí selec-
cionando qué es lo que los profesores deben enseñar y los alumnos
aprender, pero también, como se verá más adelante, modelando las
características del conocimiento que se transmite. Por otra parte, la
relación que parece existir entre la condición social de los alumnos y
los problemas de gobierno de la clase con la mayor o menor presencia
de contenidos distintos a los contenidos académicos es un dato que
nos advierte sobre el papel que tiene ese tipo de conocimiento en la
generación de situaciones conflictivas en las aulas y, a la vez, sobre el
uso que hacen los profesores del conocimiento escolar como medio
para afrontar precisamente esas situaciones.
El contenido de la enseñanza que se transmite diariamente en
la clase de Historia trata, pues, de una serie de asuntos que se rei-
teran año tras año –determinados hechos históricos– sobre los que

83

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enseñanza, examen y control

los alumnos deben saber lo que otros han dicho sobre ellos; pero
también se ocupa de otros aspectos, generalmente vinculados con
la actualidad, que en determinadas circunstancias introduce el pro-
fesor, aunque se trata de conocimientos que no alcanzan el estatus
y la relevancia que tiene el de carácter oficial. ¿Cómo se produce la
selección y configuración del conocimiento que realmente se distri-
buye en las aulas? En realidad, para referirnos a la determinación del
conocimiento escolar tendríamos que referirnos a un proceso que se
desarrolla en varios campos, cada uno de ellos con su lógica propia
pero influenciados mutuamente. Fuera del aula operan directa o in-
directamente intereses corporativos, económicos, sociales y cultura-
les que configuran el currículum oficial y el contenido de los libros de
texto con arreglo a la preponderancia de las perspectivas de clase, de
género y de raza hegemónicas. Este producto, que «entra» en el aula
a través de los requerimientos del currículum oficial, de los libros de
texto, de los profesores y de los propios alumnos, es sometido allí a un
nuevo proceso de recontextualización en el que intervienen las cir-
cunstancias espaciotemporales, organizativas y otras que son especí-
ficas del contexto escolar, así como la dinámica de interacción que se
establece entre alumnos y profesores en el desarrollo de la enseñanza.
En este campo, el campo de la práctica escolar, el conocimiento y las
prácticas pedagógicas son recursos que especialmente los profesores
–aunque también los alumnos– modelan con vistas desde luego a la
enseñanza y al aprendizaje pero también con el propósito de afrontar
las situaciones dominantes en el escenario de la clase, principalmente
la solución y prevención de los conflictos mediante el control de la
conducta de los alumnos y la concesión y obtención de los títulos es-
colares mediante el examen y la calificación.

3.2. las actividades en la clase

Los estudios disponibles sobre lo que ocurre en el interior de las cla-


ses de Historia (y de otras materias) en relación con la enseñanza
y transmisión del conocimiento2 ponen de manifiesto la existencia
2. Resulta paradójico el hecho de que no son muy abundantes los estudios so-
bre lo que realmente ocurre en el interior de las clases de secundaria o de primaria en
general ni tampoco en lo que respecta a las clases de Historia en particular. Al menos
en España esta es una línea de investigación escasamente cultivada.

84

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3. la clase por dentro

de un patrón muy extendido en la secuencia de actividades, advir-


tiéndose pautas bastante comunes en diversos países.3 El caso es que
esta relativa homogeneidad no sólo se produce entre lugares distin-
tos sino que también se aprecia si miramos hacia atrás en el tiempo.
Tomando como ejemplo el caso de Francia –donde se establece un
modelo que posteriormente se difunde también por España a tra-
vés de las Escuelas Normales–, Hery (1999) destaca precisamente
la continuidad en las prácticas pedagógicas. Allí a finales del siglo
xix la clase de Historia empieza con preguntas a los alumnos y sigue
con la lección magistral del profesor, para acabar con el dictado de
un «resumen» destinado a fijar las ideas principales de la lección. Es
cierto que en el primer tercio del siglo xx a menudo se incorpora a
este esquema el uso del libro de texto o incluso de documentos his-
tóricos, pero se mantiene la secuencia anterior como estructura bá-
sica en el desarrollo de la clase. La incorporación de sesiones de ejer-
cicios prácticos con materiales diversos o la exposición obligatoria
de textos (texte rendue) parece que tampoco alteraron la secuencia
fundamental, y lo esencial de la actividad del alumno se sigue orga-
nizando en torno a la explicación del contenido que trata de memo-
rizar o completar. Las experiencias innovadoras que se desarrollan
después de la Segunda Guerra Mundial se reflejaron en Francia en
las instrucciones de 1954 que preconizaban «un rejuvenecimiento
de los métodos, basados en una metodología activa y en una activi-
dad colectiva», y parecen hacer triunfar una nueva forma de enseñar
la Historia apoyada ahora en el recurso a todo tipo de documentos
y en la idea de hacer de los alumnos historiadores que ejercen su
oficio en el aula. Pero la realidad es que en los años 70 la explicación
del profesor, acompañada con preguntas y ejercicios, se mantiene
como principal actividad en el aula. Algo bastante parecido ocurre
en España desde que la Historia se incorpora al currículum como
materia de enseñanza primero en el Bachillerato y después en la en-
señanza Primaria. En sus primeros pasos lo histórico aparece como
complemento instructivo en forma de lecturas –o «muestras para
escribir»– en el «marco de un método en el que las explicaciones del
profesor se acompañaban de las interpelaciones entre alumnos, del
recitado de memoria, del juego de preguntas y respuestas al estilo
de los catecismos, método, en esencia, de resonancias escolapias y

3.  Al respecto puede verse, por ejemplo, el estudio, citado anteriormente, rea-
lizado en 24 países europeos, así como en Israel, Palestina y Turquía, basado en en-
cuestas a alumnos y profesores (Leew-Roord, 1998).

85

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enseñanza, examen y control

jesuíticas» (Cuesta, 1997, 147). La fórmula va cristalizando en la se-


cuencia preguntar-explicar-preguntar, apoyada en el libro de texto
que servía de auxilio a la memoria a la hora de reproducir el conte-
nido, pero adquiere matices distintos según se trate de la enseñan-
za Primaria o el Bachillerato. En el primer caso se recurre cada vez
más a recursos pedagógicos –ejercicios y actividades– que sirvan de
soporte ortopédico al aprendizaje, mientras que en Bachillerato se
prescinde, por el momento, de semejantes artilugios.
El patrón de actividades basado en la explicación del profesor o
profesora, en las preguntas y en la resolución de ejercicios, este mo-
delo, que vemos en las aulas desde hace más de 100 años y que se ex-
tiende por la mayor parte de los países en los que la enseñanza se con-
creta en el tipo de escuela característica de las sociedades capitalistas,
no se inventó de la nada ni se generalizó de forma espontánea, sino
que se fue configurando a lo largo del tiempo en un proceso siempre
abierto en el que domina la continuidad sobre los intentos de grandes
reformas y en el que, más que los discursos pedagógicos, las claves de
las transformaciones ocurridas son, por una parte, los cambios que se
producen en el contexto en el que se imparte la enseñanza y, por otra,
la necesidad de los profesores de resolver los problemas prácticos que
plantea la ecuación formada por los términos enseñanza, examen y
control.4 Ambos asuntos, el del contexto y el de los problemas prác-
ticos, se interrelacionan y no pueden entenderse desconectados entre
sí. Sin embargo, el hecho de que realmente no hayan calado los pro-
yectos de reforma significativa de las prácticas escolares y de que, por
tanto, se imponga la continuidad sobre el cambio, no quiere decir que
el patrón de actividades en el aula haya permanecido o permanezca
absolutamente invariable ni que sea exactamente el mismo en todas
y cada una de las aulas en las que se imparten la misma o simila-
res asignaturas. Analizando la trayectoria de la vida en el aula puede
apreciarse que a lo largo del tiempo, en relación con la enseñanza,
no siempre ha ocurrido lo mismo y que los cambios –determinados
cambios, a veces difícilmente perceptibles– han acabado por arraigar
y generalizarse. De la misma forma puede decirse que, aunque tam-
4.  La idea de que a lo largo de la historia de la escuela actual no se hayan pro-
ducido grandes reformas en las prácticas escolares está documentada por estudios
como los de Cuban (1984) y Depaepe (2000), y no significa que no haya habido expe-
riencias de enseñanza y escolarización con patrones radicalmente distintos a los ha-
bituales sino que este tipo de cambios se han ceñido a círculos minoritarios sin que
se hayan generalizado de manera significativa. Una lectura sintética, pero de gran
riqueza analítica sobre los modelos de enseñanza a lo largo del tiempo, puede verse
en Dussel (1999).

86

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3. la clase por dentro

poco se trata de patrones radicalmente distintos, la secuencia y tipo


de actividades que se desarrollan en las aulas tiene, en un momen-
to determinado, matices distintos que dependen de ciertas variables
contextuales.
En este sentido, el estudio de Raimundo Cuesta (1997) sobre
la formación del código disciplinar de la Historia,5 analizando los
libros de texto de finales del siglo xix, llama la atención sobre el he-
cho de que en la enseñanza primaria se distribuye lo que denomina
una «Historia con pedagogía», es decir, un texto con abundantes
recursos pedagógicos, mientras que en la enseñanza secundaria
habla de una «Historia sin pedagogía» para referirse a unos textos
desprovistos de recursos pedagógicos y con una prosa narrativa
apretada. El mismo autor nos sugiere que la diferencia entre unos y
otros libros y –podemos suponer– entre unas y otras prácticas6 se
debían a las distintas características socioculturales de los alumnos
usuarios, de manera que, por ejemplo, en el caso de los textos sin
pedagogía, «se trata de textos que dan por supuesto un lector culto
y que presuponen el contenido como valor cultural legítimo y le-
gitimado» (ibíd., p. 31). Estas diferencias, que también se perciben
en el campo del currículum oficial, parecen irse difuminando en el
tránsito de lo que Cuesta denomina –como ya se ha dicho– modo
de educación tradicional-elitista al modo de educación tecnocrático
de masas, y que sitúa en los años 60 del siglo xx. Efectivamente, a
partir de esas fechas puede observarse que tanto en el campo del
currículum oficial como en el de los libros de texto y en las prácticas
escolares se produce una aproximación entre la «Historia sin peda-
gogía» y la «Historia con pedagogía», en el sentido de que al prolon-
garse la escolarización obligatoria, primero con la Ley General de
Educación y después con la LOGSE, los patrones propios de la ense-
ñanza primaria se extienden hasta la Educación Secundaria Obliga-
toria, mientras que los que antes eran propios del Bachillerato, que
abarcaba desde los 10 hasta los 17 años, se reducen hoy –y no del

5.  El concepto de «código disciplinar» es una potente categoría heurística de


la que se dota el autor en su estudio sobre la construcción de la Historia como disci-
plina escolar en España. Este concepto es definido como «una tradición social confi-
gurada históricamente y compuesta por un conjunto de ideas, valores, suposiciones
y rutinas, que legitiman la función educativa atribuida a la Historia y que regulan el
orden de la práctica de su enseñanza» (Cuesta, 1997, 20).
6.  Si bien es cierto que las prácticas que se sugieren o contienen en los libros
de texto no se corresponden exactamente con lo que ocurre en el interior de la clase,
es comúnmente admitido que lo reflejan de manera bastante aproximada, y en este
sentido sirven como indicador de las prácticas pedagógicas.

87

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enseñanza, examen y control

todo– a los dos cursos de Bachillerato en España. Es decir, las prác-


ticas pedagógicas que eran específicas de un nivel de enseñanza y
de determinados grupos de edad van ampliando su campo a niveles
superiores y a alumnos de edad más avanzada. Así, de manera lenta
pero progresiva, los profesores que impartían el antiguo Bachillera-
to, no todos, desde luego, fueron adoptando formas de enseñanza
que eran casi exclusivas de los que impartían la enseñanza Prima-
ria. Volviendo a las palabras de Cuesta diremos que con el paso del
modo de educación tradicional-elitista al que llama tecnocrático de
masas se produce una fuerte expansión de la escolarización que «se
materializa en un progresivo cambio en los destinatarios sociales
de la educación primaria en su último tramo y los comienzos del
Bachillerato; esta confusión de destinatarios sociales produce una
borrosidad de las fronteras entre ambos niveles, de modo que los
arquetipos de texto de la “Historia sin pedagogía” y los de la “His-
toria con pedagogía” parecen aproximarse» (Cuesta, 1997, 271), en
beneficio –puede añadirse– de este último modelo. Por lo tanto,
interpretando este punto de vista, podría decirse que en la histo-
ria de las prácticas pedagógicas en la clase de Historia, junto a la
persistente continuidad, pueden apreciarse cambios en los modelos
de actividades, y que esos cambios tienen relación con transforma-
ciones ocurridas en el papel del sistema educativo en la vida social y
con las identidades culturales y sociales de los alumnos entendidos
ahora como sujetos sociales. Entre otros factores, los cambios en el
tipo de alumno que accedía a los centros de Educación Secundaria
o del sentido que en el modo de educación tecnocrático de masas
adquiría esta etapa educativa, fueron provocando algunos cambios
en las prácticas escolares,7 lo que no fueron capaces de conseguir
diversos planes de reformas impulsados por la Administración edu-
cativa.
Cuando comparamos las descripciones anteriores con lo que
ocurre hoy en la clase de Historia, no parece que la enseñanza en el
aula haya cambiado de forma significativa, si bien las cosas tampo-
co transcurren siempre exactamente de la misma manera. Al me-
nos esta es la conclusión que se desprende de las informaciones que
proporcionan los profesores y los alumnos cuando se les pregunta
por las actividades que se desarrollan en la clase y que suelen co-
incidir con las que provienen de observaciones directas en el aula.

7.  Y también, como dice Cuesta, en la identidad de la profesión docente aun-


que no tanto en el habitus de los profesores.

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3. la clase por dentro

Conocer los recursos pedagógicos que se utilizan para la enseñanza


y, sobre todo, el tiempo que cada uno de ellos ocupa en el desarrollo
de las clases nos permite hacernos una idea del modelo de activida-
des que articula la vida en aula en relación con la transmisión del
conocimiento. En este sentido se pasó un cuestionario a un grupo
de profesores y profesoras, con el fin de que informaran sobre sus
prácticas pedagógicas, atendiendo al papel que juega un determina-
do grupo de recursos y actividades (Merchán, 2001a). En el siguien-
te cuadro puede verse la frecuencia –entre 1 y 10– con la que los
profesores encuestados afirman utilizar las actividades y recursos
que se les proponía, constatándose la vigencia de un patrón que tie-
ne, como hemos visto, muchos años de antigüedad.
Efectivamente, puede verse, en primer lugar, que la actividad
que más frecuentemente se desarrolla en la clase –con una frecuen-
cia media de 6,81 sobre 10–, es la lección magistral, es decir, que la
escena más frecuente en la enseñanza de la asignatura es la del pro-
fesor o profesora explicando la lección. A esta actividad le siguen
la realización y corrección de ejercicios –5,91–, las preguntas a los
alumnos –5,57– y la lectura del libro de texto –5,07. Las demás ac-

cuadro 3.1.
Frecuencia (entre 1 y 10) con la que se usan recursos y actividades
en la clase de Historia
recurso-actividad frecuencia de uso sobre 10
Explicar 6,81
Ejercicios 5,91
Preguntas 5,57
Libro de texto 5,07
Debates 3,81
Prensa 3,46
Documental 3,13
Cine 2,63
Diapositivas 4,25
Informática 1,23
Juegos de simulación 1,96
Música 1,34
Visitas 3,48
Fuente: Merchán, 2001a.

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enseñanza, examen y control

tividades o recursos propuestos en la pregunta se utilizan poco; así


ocurre con los debates, la prensa, los documentales, las visitas y la
proyección de diapositivas, aunque en este último caso la frecuen-
cia –4,25– es ligeramente superior a la de los demás de este grupo
minoritario, seguramente por la incidencia que tiene la enseñanza
de la Historia del Arte. Obsérvese, por lo demás, que hay algunos
recursos –como, por ejemplo la informática o incluso el cine y la
proyección de documentales– que aun gozando de fama y publici-
dad apenas se utilizan en el aula. Así pues, explicar, hacer y corregir
ejercicios, preguntar a los alumnos y leer el libro de texto son las ac-
tividades más frecuentes en la clase de Historia.8 Es probable, ade-
más, que la secuencia en la que se suceden responda a un esquema
bastante conocido: explicación-hacer ejercicios-preguntar-corregir,
y que en esta sucesión de tareas el libro de texto, incluso en la expli-
cación, juegue un papel fundamental.
Este patrón y secuencia de actividades en la clase de Historia
coincide con estudios similares realizados en España y en otros
países. Por la diversidad y tamaño de la muestra puede destacarse
al respecto la citada encuesta Youth and History en la que, junto a
otros asuntos, se pregunta a alumnos y profesores por las activida-
des que habitualmente se desarrollan en la clase de Historia. Del
análisis que hace Borries (1998) de las respuestas a estas pregun-
tas –en el que compara las de profesores y alumnos– se desprende
que el uso del libro de texto y la realización de ejercicios, junto a la
explicación del profesor, constituyen las actividades más frecuen-
tes en la clase, según coinciden en afirmar alumnos y profesores.
Por detrás de estas actividades y recursos figuran, a cierta distancia,
otras como el análisis de fuentes históricas, el uso de medios audio-
visuales, la discusión sobre diferentes explicaciones o interpretacio-
nes históricas y la realización de trabajos; en los casos de estas acti-
vidades, sin embargo, las respuestas de profesores y alumnos no son
coincidentes, apreciándose diferencias que hacen pensar al citado
autor que los profesores consideran que sus clases son más innova-
doras de lo que perciben sus alumnos (ibíd., 106).
No puede hablarse, sin embargo, de uniformidad absoluta y
en todos los casos sino que, mirando la realidad de las aulas desde
diversas perspectivas, podríamos observar la existencia de mati-

8.  Es probable que preguntar a los alumnos y corregir ejercicios sean activida-
des similares. De hecho, como se verá más adelante, en las respuestas de los profeso-
res hay un gran paralelismo en los datos relativos a estas dos actividades.

90

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3. la clase por dentro

ces distintos en los patrones de interacción y de actividades, pa-


trones con diferencias más o menos pronunciadas pero suficien-
temente visibles a poco que profundicemos en el examen de las
prácticas pedagógicas en la clase de Historia. Centrando de nuevo
la atención en las informaciones que proporcionan los profesores
sobre lo que ocurre en el aula, es posible observar que los modelos
de enseñanza son ligeramente distintos según el nivel o curso del
que se trate. El siguiente cuadro recoge la frecuencia con la que
se utilizan algunas actividades y recursos pedagógicos en las cla-
ses de Bachillerato y del 2º ciclo de la ESO, es decir, en los cursos
superiores e inferiores de lo que hasta hace unos años era la Ense-
ñanza Media.
Vemos en estos datos que apenas hay diferencias en lo que res-
pecta a la frecuencia en el uso de la explicación –6,75 y 7–, pero
estas diferencias se hacen algo mayores si nos fijamos en los datos
sobre otras actividades como la realización de ejercicios y el uso del
libro de texto, las preguntas y debates, el uso de la prensa y los do-
cumentales o incluso en la realización de visitas. Da la impresión de

cuadro 3.2.
Frecuencia (entre 1 y 10) con la que se usan recursos y actividades en la clase
de Historia. Bachillerato y 2º ciclo de la ESO
recurso-actividad bachillerato 2º ciclo de eso
Explicar 6,75 7,00
Ejercicios 5,73 6,13
Preguntas 3,47 6,38
Libro de texto 4,67 5,75
Debates 2,20 4,63
Prensa 2,47 5,25
Documental 2,73 3,50
Cine 2,29 2,88
Diapositivas 4,54 4,88
Informática 1 1,12
Juegos de simulación 1 3,63
Música 1 1,50
Visitas 3,13 4,38
Fuente: Merchán, 2001a.

91

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enseñanza, examen y control

que en los cursos inferiores se emplean con más frecuencia e inten-


sidad otro tipo de recursos distintos al de la explicación, de forma
que podría hablarse de un modelo de enseñanza más centrado en
la realización de actividades distintas en los cursos de Educación
Obligatoria –aunque la explicación sigue estando muy presente–,
mientras que en el Bachillerato el tiempo que los profesores dedican
a la explicación es muy superior si se compara con el que dedican a
otras tareas. Realmente, si exceptuamos la proyección de diapositi-
vas, puede decirse que en los cursos superiores casi toda la clase se
concentra en la explicación y en la realización y corrección de ejer-
cicios, mientras que en los cursos inferiores las actividades de clase
están más diversificadas. Esta misma tendencia se confirma cuando
se comparan los datos del desarrollo de las clases en el primer ciclo
de la ESO con las de 2º de Bachillerato, según se muestra en los grá-
ficos de los cuadros 3.3 y 3.4.
Añadamos a esto que las diferencias entre el desarrollo de las
prácticas de los profesores que imparten sólo primer ciclo y los que
imparten sólo el segundo ciclo de la ESO no son muy significati-
vas. De aquí que, como decía anteriormente, el modo en el que se
desarrolla la enseñanza de la Historia, si bien responde a un mode-
lo común, presenta ligeras variaciones –que en algunos casos son
significativas–, en función del nivel de enseñanza, en el sentido de
que en los cursos superiores la clase tiende a centrarse en la ex-
plicación del profesor, mientras que en los inferiores se tiende a
diversificar el tipo de actividades, es decir, que aun manteniéndo-
se la explicación oral como principal recurso pedagógico, cobran
mayor importancia y se les dedica más tiempo a otros como las
preguntas a los alumnos, los debates, el uso de la prensa, etc. Puede
afirmarse también que estas diferencias son más acusadas entre las
clases de la Educación Secundaria Obligatoria y las de Bachillerato,
de manera que es razonable pensar que las prácticas pedagógicas
están influidas por el significado académico de los estudios que se
cursan. Mirados los datos desde otra perspectiva, concretamente
si tenemos en cuenta las funciones que los distintos recursos pe-
dagógicos tienen en el desarrollo de la enseñanza de la asignatura,
puede decirse también que en los cursos superiores la práctica pe-
dagógica se centra en actividades más específicas para la transmi-
sión de información –la explicación, sobre todo–, mientras que en
los cursos inferiores, junto a este tipo de actividad tienen un papel
significativo otras que no tienen ese mismo objetivo pero que ocu-
pan buena parte de la clase, como si no fuera necesario transmitir

92

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3. la clase por dentro

cuadro 3.3.
Frecuencia de actividades: 1er Ciclo de la ESO

Visitas
Música
J. simulación
Informática
Diapositivas
Cine
Documental
Prensa
Debates
Texto
Preguntas
Ejercicios
Explicar
1,00 2,00 3,00 4,00 5,00 6,00 7,00 8,00

Fuente: Merchán 2001a.

cuadro 3.4.
Frecuencia de actividades: 2º de Bachillerato

Visitas
Música
J. simulación
Informática
Diapositivas
Cine
Documental
Prensa
Debates
Texto
Preguntas
Ejercicios
Explicar
1,00 2,00 3,00 4,00 5,00 6,00 7,00 8,00

Fuente: Merchán, 2001a..

93

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enseñanza, examen y control

grandes cantidades de información o hubiera mucho más tiempo


para ello. Lo cual no quiere decir que necesariamente nos encon-
tremos con pautas de interacción sustancialmente distintas en uno
y otro caso, ya que puede ocurrir que a pesar de la utilización de
distintos recursos sigan dominando los aspectos característicos de
la explicación oral, es decir, la pasividad, frontalidad, unidireccio-
nalidad, etc.
La existencia de patrones distintos de actividad según el ni-
vel de enseñanza fue observada también por Cuban (1984) en sus
estudios sobre las prácticas escolares en los Estados Unidos de
América. Analizando los modelos de enseñanza que se dan en-
tre 1890 y 1980 en diversos centros escolares norteamericanos,
Cuban ve similitudes y diferencias entre la enseñanza primaria
(elementary school) y la enseñanza secundaria (high school) ya
a finales del siglo xix. Entre las similitudes señala que en líneas
generales la enseñanza responde en ambos casos a un modelo
centrado en el profesor, que se caracteriza porque se trabaja con
el grupo-clase, por el dominio verbal del profesor, que centra
la actividad en torno a su explicación, y por el uso del libro de
texto. Respecto a las diferencias entre los dos niveles de ense-
ñanza afirma que en la enseñanza secundaria se prestaba más
atención a los contenidos que en la primaria, los alumnos tenían
varios profesores a lo largo del día en la secundaria y uno sólo en
la primaria, las clases eran más pequeñas, los profesores de se-
cundaria tenían más estudios que los de primaria y, en fin, en la
enseñanza secundaria dominaba un patrón de actividades cen-
trado en el profesor, mientras que en la primaria era más proba-
ble encontrar un patrón centrado en los alumnos. Sin embargo,
sigue afirmando Cuban, es sobre todo a partir del primer tercio
del siglo xx cuando las diferencias entre los dos modelos de en-
señanza se hacen más evidentes en los distintos niveles. Así, por
ejemplo, sirviéndose de distintas fuentes analiza los modelos de
enseñanza en varios centros escolares de primaria y secundaria
de la ciudad de Nueva York entre 1920 y 1940, observando que
en sus distintas dimensiones la enseñanza está centrada en los
alumnos en la escuela primaria y en el profesor en las escuelas
secundarias (ibíd., 63). Igualmente basándose en el estudio reali-
zado por la National Science Foundation a partir de un cuestio-
nario respondido por cinco mil profesores de primaria en 1977
y en el que se informaba sobre la frecuencia con que utilizaban
determinadas técnicas y actividades en las clases de Matemáti-

94

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3. la clase por dentro

cas, Ciencias y Estudios Sociales, Cuban concluye que algunas


prácticas pedagógicas aumentan su frecuencia a medida que los
estudiantes se acercan a los niveles próximos a la enseñanza se-
cundaria y que la frecuencia de las prácticas asociadas al modelo
de enseñanza centrada en el alumno decrece –excepto en cien-
cias– a medida que aumenta el nivel de enseñanza.
La constatación de estas diferencias en las prácticas pedagó-
gicas según el nivel de enseñanza le lleva a buscar una explica-
ción, atribuyéndolas a las diferencias en los contenidos de estudio,
al tiempo que pasan los profesores con los alumnos y a las diferen-
tes expectativas entre los cursos superiores y los inferiores. En los
cursos inferiores el aprendizaje se centra en la lectura, la expre-
sión oral, la escritura y el cálculo matemático, aquí el tema de los
contenidos no es importante mientras que en la enseñanza secun-
daria, incluso en el último curso de la enseñanza primaria, la ma-
teria adquiere mucha importancia y conduce la metodología en el
aula. Por otra parte, en primaria los profesores pasan mucho más
tiempo con los mismos alumnos que en secundaria, de manera
que tienen más oportunidades (y quizás necesidad) de introducir
cambios en la forma de enseñanza. Finalmente, en los cursos infe-
riores no existe presión alguna con vistas a la obtención de títulos
escolares, mientras que esto sí ocurre en la enseñanza secundaria,
lo cual obliga a los profesores a completar el programa y a prepa-
rar a los alumnos para los exámenes. Añadamos a estas ideas un
hecho que debe tenerse en cuenta como es el de la ampliación de la
escolarización obligatoria en muchos países; si consideramos que
el aumento del tiempo de permanencia de los alumnos en las au-
las no se corresponde en la misma proporción con un aumento de
la cantidad de conocimientos que se transmiten, puede concluirse
que los profesores, al disponer de más tiempo, pueden emplear un
abanico más amplio de actividades sin que tengan que centrarse
en la transmisión de grandes cantidades de información. Además,
si ocurre que esta ampliación de la escolarización incorpora a las
aulas a alumnos con bajas expectativas académicas, es probable
que también disminuyan las expectativas de los profesores, de
manera que el tipo de actividades que se desarrollan en las clases
tengan más que ver con la gestión del tiempo que con la transmi-
sión de conocimientos.
También Basil Bernstein en su teoría sobre la práctica peda-
gógica se refiere a diferencias en los patrones de actividad según el
nivel de enseñanza. Como se sabe, al formular las características

95

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enseñanza, examen y control

de los modelos de relación pedagógica,9 Bernstein afirma que una


de las reglas que define a estos modelos es la del ritmo, es decir,
la regulación del tiempo y del caudal en la transmisión del conoci-
miento, o, más concretamente, de la velocidad y de la cantidad que
se transmite. Considera así mismo que en las llamadas prácticas
pedagógicas visibles, el ritmo de transmisión es fuerte, es decir, se
transmite gran cantidad de conocimiento en poco tiempo, mientras
que en las prácticas pedagógicas invisibles, el ritmo es débil, lo que
significa que la cantidad de conocimiento que se transmite es me-
nor en la misma cantidad de tiempo. Esto explica que en el primer
caso se prefiera el uso de recursos, como la lección magistral, que
sean capaces de transmitir muchos conocimientos en poco tiempo.
Pues bien, además de los supuestos de clase social que diferencian
a unas y otras prácticas pedagógicas, Bernstein afirma que la peda-
gogía invisible es más frecuente en la enseñanza primaria, mientras
que en los cursos superiores de la enseñanza secundaria es más pro-
bable la pedagogía visible; lo cual explica en función de la presión
que sobre estos niveles de enseñanza ejercen la preparación para el
ingreso en la universidad o la obtención de títulos que posibiliten
el acceso al mundo del trabajo (Bernstein, 1993); una explicación
que, por lo demás, resulta muy similar a la que ofrece Cuban para
explicar también las diferentes prácticas pedagógicas entre los dife-
rentes niveles de enseñanza.
Precisamente las tesis de Bernstein sobre los distintos modelos
de enseñanza nos invitan a examinar lo que ocurre en el interior de
las clases atendiendo ahora a otro criterio, como es el de la condi-
ción social de los estudiantes. La relación entre clase social y prácti-
cas pedagógicas ha sido tratada por algunos autores aunque quizás
no existen suficientes estudios empíricos que permitan transitar
con cierta seguridad por este terreno. El tema ha sido especialmen-
te tratado por parte de la sociología de la educación que ha exami-
nado la cuestión desde diversos ángulos, partiendo de la base de
afirmar el carácter social del conocimiento, de la cultura y de su
transmisión. Michael Young (1971), Michael Apple (1986) y Pierre
Bourdieu (1990), entre otros, han destacado, por ejemplo, las con-
notaciones sociales y políticas del currículum y las consecuencias
que ello tiene sobre el éxito o fracaso de los alumnos en la escuela,

9.  Aunque sobre este asunto se volverá de forma más explícita en las próximas
páginas, además de las obras de Bernstein, para mejor entendimiento, el lector o lec-
tora puede consultar el artículo de Sadovnik, 1992.

96

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3. la clase por dentro

así como sobre la función de control y reproducción que ejerce la


institución educativa. Pero el carácter de clase no se refiere exclusi-
vamente a los contenidos de la enseñanza sino que se extiende tam-
bién a todos los elementos que conforman la cultura escolar y por
tanto a las prácticas pedagógicas. La escuela, en cuanto instancia
legitimadora de la dominación cultural –puesto que define la cultu-
ra valiosa y legítima– y en cuanto agente de conversión del capital
cultural familiar en capital económico y social –mediante la conce-
sión de títulos o capital escolar–, deviene en una institución cuyo
control e identidad es objeto de pugna entre los sectores sociales
que tienen capacidad de influencia en ella. Sin que pueda hablarse
de absoluta identidad entre la cultura escolar y la cultura de algu-
na clase –pues esta afirmación negaría la existencia de un conflicto
permanente entre distintas subculturas–,10 sí habría que admitir la
existencia de tendencias dominantes en cada momento, tendencias
que se aprecian en la definición del conocimiento escolar, en el có-
digo lingüístico que se utiliza en la transmisión del conocimiento y
en las formas que se adoptan en el campo de las prácticas pedagógi-
cas. Es evidente que la sintonía entre la cultura escolar y la cultura
del contexto de socialización primaria de los alumnos supone una
ventaja a la hora del éxito en la escuela, mientras que la disparidad
entre ambas culturas no sólo supone una desventaja sino incluso un
inconveniente que explica el fracaso de muchos alumnos. De aquí
que, los grupos que por medio «del control simbólico de la escuela
imponen su visión del mundo y sus estilos de vida como los mejores
y más civilizados, no sólo podrán acceder a puestos de relevancia
social sino que estarán escolarmente legitimados para perpetuarse
en ellos» (Varela, 1991, 59).
Junto al estudio de las relaciones entre los contenidos del cu-
rrículum y la clase social quizás haya sido Bernstein el que más
extensamente se ha ocupado del análisis de la práctica pedagógica
desde la perspectiva de la clase social. En sus trabajos, el sociólogo
británico caracteriza las reglas que definen la práctica pedagógica,
examinando su influencia sobre el contenido que ha de transmitir-
se y sobre el modo en que seleccionan a quienes pueden adquirirlas
de manera satisfactoria, dando cuenta de los presupuestos de clase
social que están presente en ellas. Bernstein aplica su modelo de
10.  Como se ha dicho en el capítulo anterior, muchos de los conflictos que se
producen en el aula pueden interpretarse en este sentido, es decir, como manifesta-
ciones de la confrontación de distintas culturas por resistir o imponer la hegemonía
de prácticas afines.

97

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enseñanza, examen y control

análisis de las prácticas pedagógicas a dos tipos característicos,


uno conservador-tradicional (el que más arriba se ha denominado
Pedagogía Visible) y otro progresivo-centrado en el alumno (ante-
riormente denominado Pedagogía Invisible), y considera que, en
función de los requerimientos que exige la aplicación con éxito de
una u otra práctica, se identifican con distintos estratos sociales.
Concretamente la primera con aquella fracción de la clase media
que tiene relación directa con la economía, mientras que la segunda
se identifica más con la fracción de clase media que tiene relación
directa no con la economía sino con el control simbólico (Berns-
tein, 1990, 77-78), advirtiendo que ninguno de ellos resuelve la re-
producción de las desigualdades sociales pues –y en esto se revela
también su contenido de clase– ambos facilitan los aprendizajes de
los alumnos de clase media mientras que constituyen una dificultad
para los de las clases inferiores. Por su parte Sadovnik parece con-
firmar estas hipótesis con investigaciones propias, apuntando que:

Las comparaciones entre escuelas públicas de los Estados Unidos


que prestan servicio a estudiantes de clase trabajadora, clase media
y clase media superior indican una relación fuerte entre la compo-
sición de la escuela en relación con la clase social y sus prácticas
pedagógicas y curriculares, en especial en lo que respecta a sus re-
glas jerárquicas. Cuanto más elevada es la categoría socioeconómica
de la comunidad, más probable es que las reglas jerárquicas, sobre
todo en los primeros grados, sean implícitas y la pedagogía, aunque
visible, es del tipo al que alude Bernstein cuando se refiere a una
P.I. [Pedagogía Invisible] incluida en una P.V. [Pedagogía Visible].
Cuanto más baja es la categoría socioeconómica de la comunidad,
más probable que las relaciones jerárquicas sean explícitas, visibles
y autoritarias. Es más, en el nivel secundario, cuanto más elevado
sea el nivel socioeconómico de la comunidad, más probable será una
P.V.A.[Pedagogía Visible Autónoma], y cuanto más bajo ese nivel,
más probable una P.V.M. [Pedagogía Visible dependiente del Merca-
do]. (Sadovnik, 1992, 24)

Sin negar la relación entre clase social y práctica pedagógica


seguramente esta correspondencia no tiene un carácter tan mecá-
nico como pudiera desprenderse de las tesis de Bernstein. Apple ha
discutido este asunto cuestionando la adscripción de clase de unas
formas de reproducción cultural –la PV y la PI–, en el sentido de
entender que esta adscripción puede ser bastante menos estable de
lo que afirma Bernstein, ya que es necesario tener en cuenta la in-

98

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3. la clase por dentro

fluencia que los cambios económicos ejercen sobre las posiciones


de las clases. A este respecto afirma que «las pedagogías invisibles
podrían considerarse un peligro para la preservación de la ubica-
ción de clase y, por tanto, ser sustituidas por otras más visibles ante
el temor de la movilidad docente» (Apple, 1994, 174), explicándose
de esta forma la incorporación de las nuevas clases medias al mo-
vimiento de retorno al «currículum básico», alejándose de sus an-
teriores posiciones en torno a las pedagogías invisibles.11 Claro que
de la argumentación de Apple no se desprende que no exista una
relación entre clase social y pedagogía, sino que esa relación adopta
formas específicas en virtud del carácter dinámico que tiene la po-
sición de las clases sociales respecto al sistema educativo y a su fun-
cionalidad como agencia de reproducción social y económica. Lo
que se cuestiona, por tanto, es que la atribución de un tipo de pe-
dagogía a un determinado grupo social pueda hacerse con criterios
esencialistas y al margen de las cambiantes circunstancias que se
dan en el ámbito económico. De aquí que, según la tesis de Apple,
los supuestos de clase de las pedagogías visibles e invisibles puedan
alternarse en función de particulares coyunturas en la relación en-
tre el capital económico y el capital escolar.
En cualquier caso lo que sí parece claro es que los profesores
desarrollan la enseñanza con matices distintos en función de las ca-
racterísticas de los alumnos, de su grado de interés por la materia,
de su capacidad de atención, de sus conocimientos, de su actitud
en la clase, etc. y que buena parte de las pautas de comportamiento
de los alumnos en el aula tienen relación con su condición social,
de manera que puede afirmarse una relación más o menos directa
y más o menos variada entre aquel dato y el patrón de actividades
de enseñanza. Desde luego si la condición social de los alumnos
influye en las prácticas pedagógicas no es porque se produzca una
premeditada decisión de los profesores ni porque éstos respondan
a ninguna instrucción al respecto. Es la interacción cotidiana con
los alumnos en la clase la que les conduce a tomar decisiones que
acaban modelando la enseñanza de una forma particular. Ya hemos
visto que Jean Anyon observó que la actitud de los alumnos hacia el

11.  No cabe duda de que en este punto el análisis de Apple es enormemente


sugerente para interpretar el proceso de «reforma de la Reforma» recientemente em-
prendido en España, y que se traduce, entre otras cosas, en el regreso a formatos de
currícula fuertemente disciplinares y rígidos (vid. Editorial, 2001). Un estudio más
amplio sobre los últimos procesos de reformas escolares en España puede verse en
Rozada, 2003.

99

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enseñanza, examen y control

conocimiento escolar y su comportamiento en la clase planteaban


a los profesores la necesidad de afrontar las situaciones que de él se
derivaban, especialmente complicadas si ese comportamiento era
negativo. También los diferentes modos de relación que tienen los
alumnos con la escuela según su origen social producen en los pro-
fesores particulares expectativas sobre ellos, sobre sus posibilidades
para alcanzar un rendimiento aceptable o incluso sobre la conducta
que consideran previsible. En la práctica estas expectativas –que se
contrastan periódicamente con la realidad– llevan a los docentes a
establecer estrategias distintas de actuación en la clase según lo que
esperan que ocurra a tenor de las características socioculturales de
los alumnos.
Como decía anteriormente no disponemos de estudios empíri-
cos suficientes que nos permitan avanzar en esta dirección; en todo
caso, si damos por supuesto que los profesores actúan de manera
distinta ante distintos alumnos y que, por lo tanto, es más que pro-
bable que la enseñanza adopte un formato diferente según la con-
dición social de los estudiantes, la cuestión que queda por resolver
es la relación que existe entre las características de los alumnos y la
actuación de los docentes; para lo cual es necesario conocer el sen-
tido de las actividades que se desarrollan en la clase en relación con
la enseñanza, es decir, averiguar si, además de resultar –en alguna
medida– útil para la transmisión del conocimiento, juegan otro pa-
pel en el desarrollo de las clases. Observando los datos relativos a la
frecuencia de actividades que se da en las clases del segundo ciclo
de la ESO de centros con alumnos y alumnas de extracción social
media-baja y de centros con alumnos y alumnas de extracción so-
cial media-alta, pueden apreciarse algunas diferencias que se ponen
de manifiesto en los cuadros 3.5 y 3.6.12
Nótese que en las clases de alumnos de más baja condición so-
cial, el patrón de actividades responde a un esquema en el que se
emplea una apreciable variedad de recursos y actividades, de mane-
ra que casi todos los propuestos en el cuestionario se utilizan con
mayor o menor frecuencia, variedad que se reduce viendo el gráfico
que representa las actividades que se desarrollan en las clases con
alumnos de los estratos superiores de las clases medias. Esto puede

12.  Los datos proceden del cuestionario que utilicé en mi investigación sobre
las prácticas escolares. Se trata de una fuente que estrictamente no tiene valor esta-
dístico y que tendría que ser complementada con una muestra más amplia y contras-
tada con otras de carácter cualitativo; por lo que el lector o lectora debe entender
como una hipótesis las ideas que se desprenden de ellas.

100

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3. la clase por dentro

cuadro 3.5.
Frecuencia de actividades: 2º ciclo de ESO. Centros MB

Visitas
Música
J. simulación
Informática
Diapositivas
Cine
Documental
Prensa
Debates
Texto
Preguntas
Ejercicios
Explicar
1,00 2,00 3,00 4,00 5,00 6,00 7,00 8,00

Fuente: Merchán, 2001a.

cuadro 3.6.
Frecuencia de actividades: 2º ciclo de ESO. Centros MA

Visitas
Música
J. Simulación
Informática
Diapositivas
Cine
Documental
Prensa
Debates
Texto
Preguntas
Ejercicios
Explicar
1,00 2,00 3,00 4,00 5,00 6,00 7,00 8,00

Fuente: Merchán, 2001a.

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enseñanza, examen y control

interpretarse pensando que en las aulas de los centros MB el tiempo


se reparte entre un amplio número de actividades y en cada una de
ellas se emplea menos, así que en el caso de la explicación del profe-
sor, aunque su frecuencia absoluta sea relativamente alta, se trata de
una actividad que ocupa una parte pequeña del desarrollo de la cla-
se, de manera que la cantidad de información que se transmite es
menor que si el patrón de actividades fuera menos disperso.13 Algo
distinto de lo que ocurre en las aulas ocupadas por alumnos de cla-
ses medias. En este segundo caso puede decirse que la variedad de
recursos y actividades que se utilizan en la clase es menor, de ma-
nera que tenemos que pensar que la explicación, aunque alcanza en
términos absolutos una frecuencia más baja que en los centros MB,
tiene realmente un peso mayor en el desarrollo de la enseñanza,
pues también las demás actividades se suceden con frecuencias más
bajas. Es decir, en las clases del tipo MA se transmite más cantidad
de información que en las del tipo MB y es por tanto la transmisión
de conocimiento lo que articula en mayor medida el conjunto de
las actividades de enseñanza, mientras que en las aulas del segundo
tipo de alumnos no quedaría tan clara la centralidad de la transmi-
sión de los contenidos.
Lo que ocurre entonces en las clases de la ESO con alumnos de
clase media alta es algo bastante parecido a lo que hemos visto en
casos anteriores cuando los datos se referían a alumnos y alumnas
de Bachillerato. Así, si comparamos estos datos con los que líneas
más arriba se han expuesto sobre la variedad de prácticas pedagó-
gicas según los distintos niveles de enseñanza en el que se imparte
la asignatura, podríamos observar ciertas similitudes sobre las que
apoyar posteriores consideraciones acerca de la lógica que gobierna
en el campo de las prácticas pedagógicas. El cuadro 3.7 sugiere una
hipótesis sobre los dos modelos de actividades en la clase de Histo-
ria y su relación con el nivel de enseñanza y con la condición social
de los alumnos.
Así, tenemos que, en general, en los cursos superiores se prac-
ticaría un modelo de enseñanza más centrado en la explicación del
profesor o profesora y en un número reducido de actividades relacio-
nadas más directamente con la transmisión de información, mientras
que en los inferiores, aun predominando la explicación, los recursos
que se emplean son más diversos y el tipo de actividades que se de-

13.  Esto es considerando que la explicación es el medio que transmite más


cantidad de información en menos tiempo.

102

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3. la clase por dentro

cuadro 3.7.
Esquema de actividades en la clase según el nivel de enseñanza
y la condición social del alumnado

Actividades más centradas en la


alumnado de
cursos
superiores → transmisión de información y en
la explicación del profesor. Poca
variedad.
← nivel social
medio-alto

Actividades más centradas en la


alumnado de
cursos
inferiores → gestión del tiempo y control de la
conducta de los alumnos. Mayor
diversificación.
← nivel social
bajo

Fuente: Merchán, 2001a.

sarrollan en el aula es más variado. Cuando comparamos esta distri-


bución en las clases impartidas por los profesores teniendo en cuenta
la condición social del alumnado, tenemos que, en el mismo nivel de
enseñanza, las actividades están más centradas en la explicación en el
caso de alumnos y alumnas de clase media-alta y están más diversifi-
cadas en el caso de alumnos y alumnas de clase media-baja y baja.
Ciertamente, y como ya he advertido de forma reiterada, nos
encontramos en un campo bastante escurridizo en el que la única
certeza es que existen diferencias –a veces poco perceptibles– en
las formas de enseñanza según el curso y según la condición social
de los alumnos. El hecho de que la práctica pedagógica esté con-
dicionada por el nivel académico en el que están los estudiantes e
imparten sus clases los profesores y por el nivel social del alum-
nado, quizás pueda interpretarse como una consecuencia última o
material de la incidencia que tienen en el aula fuerzas a veces invisi-
bles pero que gobiernan poderosamente en el campo de la práctica:
la concesión de títulos mediante la calificación de los alumnos y la
gestión de las situaciones que se producen en el desarrollo de las
clases. Así, el examen y el control de la conducta de los alumnos se
convierten, junto con la enseñanza, en poderosos determinantes de
lo que puede ocurrir en los límites crono-espaciales de la escuela.
En las próximas páginas se analizará con más detalle esta hipotéti-
ca relación, tratando de explicar la forma y el sentido con el que se
entrelazan los acontecimientos que suceden durante la enseñanza
en el aula con la lógica que impone el hecho examinatorio y el go-
bierno de la clase.

103

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capítulo 4

Enseñanza, calificación y examen

4.1. importancia y significado del examen y


calificación de los alumnos en la enseñanza

En el capítulo anterior hemos visto que la clase de Historia, y segu-


ramente también la de otras materias, responde a un patrón bastan-
te previsible que apenas ha variado con el paso de los años ni difiere
mucho de unos lugares a otros; una constatación que nos permite
afirmar que en el campo de las prácticas escolares domina la uni-
formidad frente a la diversidad y la continuidad frente al cambio, es
decir, que la secuencia de acontecimientos en que se materializa la
enseñanza y el aprendizaje de las materias escolares allí en el aula
se compone de una serie de rutinas que terminan siendo familiares
a alumnos y profesores, tan familiares que acaban constituyendo
un peso muerto a la hora de propiciar cualquier innovación. Desde
luego con esta afirmación no debe entenderse que lo que sucede en
las distintas aulas de los centros escolares sea idéntico en todos los
casos, pues, aunque en la variedad de situaciones con las que alum-
nos y profesores deben enfrentarse cotidianamente, su papel se de-
sarrolla en un escenario y con un guión en buena medida definido,
no deja de ser cierto que el sinfín de interacciones que allí se produ-
cen obliga a los actores a una reinterpretación constante de la obra
con el fin de adaptarse a unas circunstancias que no siempre per-
manecen constantes. De hecho también hemos visto que, junto al
modelo general de actividades, en el desarrollo de las clases pueden
observarse patrones ligeramente diferentes según el nivel de ense-
ñanza del que se trate y según las características socioculturales de
los alumnos; en ambos casos detrás de estas variables puede verse,
por una parte, la fuerza de la estructura organizativa de la enseñan-

105

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enseñanza, examen y control

za y, por otra, los distintos significados que para unos y otros tiene
el fenómeno de la escolarización.
Pensando sobre los factores que intervienen en la diversifica-
ción y el cambio de las prácticas escolares debe tenerse en cuenta el
papel de la escuela en las sociedades capitalistas actuales, su lugar,
por ejemplo, en la formación de identidades culturales o en la con-
figuración de la jerarquía social o, simplemente, en la sujeción de
los jóvenes. Estos y otros cometidos que la institución cumple en la
vida de las sociedades constituyen referentes inevitables para la me-
jor comprensión de lo que ocurre en el interior de las clases, pues la
actuación de alumnos y profesores no es en modo alguno ajena a lo
que también podríamos llamar las funciones sociales de la escuela.
Ciertamente, lejos de participar sólo pasivamente como meros ob-
jetos sobre los que la estructura de la sociedad escribe su designio,
alumnos y profesores intervienen como sujetos activos, sólo que en
un marco de posibilidades. Junto a esto, la forma en que la institu-
ción escolar organiza su cometido, el modo en el que se concretan
las singulares tareas que son características de su identidad, la ma-
nera que tiene de articular la participación de alumnos y profesores,
y otros elementos menos visibles de lo que se ha dado en llamar las
culturas escolares, configuran en conjunto un contexto que siendo
autónomo no es del todo ajeno al orden social, político y cultural
en el que se inserta, y que, en todo caso, constituye también un ele-
mento clave en cuanto acontece en el interior de las clases. Así, las
prácticas escolares se producen en un marco en el que la funcio-
nalidad social del sistema escolar y la articulación organizativa de
la institución actúan como factores decisivos, pues condicionan el
quehacer de alumnos y profesores, sus expectativas y actitudes, su
disposición y el significado que atribuyen a lo que hacen. Natural-
mente la influencia –generalmente invisible– que esos factores ejer-
cen sobre la actuación de los protagonistas en el aula no se realiza
de manera explícita, mecánica o directa, y quizás por ello pueda a
veces modularse o incluso contrarrestarse si se considerara necesa-
rio, pero su potencia y el modo que tienen de operar producen un
pegajoso magma en el que no resulta fácil moverse de manera autó-
noma. Consiste éste en imponer con los hechos un conjunto de re-
querimientos y problemas que alumnos y profesores deben abordar
y resolver de alguna forma, en las circunstancias específicas en las
que se desarrollan las clases, de tal manera que lo que allí acontece
puede interpretarse como interacciones dominadas por la necesi-
dad de afrontar toda una serie de situaciones que vienen dadas por

106

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4. enseñanza, calificación y examen

figura 4.1.
El equilibrio deseado en el desarrollo de la clase
Enseñanza

Examen               Control

el papel de la escuela en la sociedad y por las tradiciones constituti-


vas de la cultura escolar.
Por supuesto no habría inconveniente en afirmar que el propó-
sito de enseñar y el de aprender constituyen formalmente el prin-
cipal argumento de la reunión que alumnos y profesores mantie-
nen periódicamente en las aulas, pero el pobre balance que a este
respecto puede hacerse después de muchos años de escolarización
obligatoria nos habilita para pensar que es ingenuo suponer que
todo lo que ocurre en las aulas tiene que ver exclusiva o fundamen-
talmente con la enseñanza. Junto a la enseñanza o, mejor, la trans-
misión de determinados conocimientos, dos son los problemas que,
a mi modo de ver, imponen su lógica, en mayor o menor medida,
en el interior de las aulas: la calificación de los alumnos y el control
de su conducta. Según este punto de vista, es posible interpretar la
vida en las aulas como un complejo mundo de interacciones en el
que los profesores tratan de transmitir unos determinados cono-
cimientos, al tiempo que mantienen el orden y someten constante-
mente a escrutinio los que adquieren los alumnos, y ello dentro de
unos límites organizativos y crono-espaciales que son más estrictos
a medida que se sube de curso o nivel. La relación entre la ense-
ñanza, el examen (entendido aquí no sólo como instrumento) y el
control sería, pues, una pieza básica en el desarrollo de las clases
y, por lo tanto, también fundamental para comprender lo que en
ellas ocurre. Enseñanza, examen y control serían los tres vértices de
un triángulo que se desea convivan de forma armoniosa (ver figura
4.1), sin que ninguno imponga su fuerza sobre los otros En realidad
las estrategias de enseñanza no se acaban incorporando a las prác-
ticas cotidianas del aula sólo por estar basadas en brillantes argu-

107

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enseñanza, examen y control

mentos pedagógicos, sino, además, y sobre todo, por su capacidad


para mantener el equilibrio –tan anhelado por los profesores y por
la institución– entre esos tres elementos; de aquí las dificultades
para introducir prácticas innovadoras, de aquí la continuidad.
Pero también esta misma lógica explica en parte la diversidad
de patrones de actividades que encontramos en las aulas, pues las
circunstancias en las que se manifiestan, por ejemplo, los proble-
mas de gobierno, son distintas según las características sociocul-
turales y de edad de los alumnos, o puede ocurrir también que la
trascendencia del hecho examinatorio sea mayor, menor o incluso
irrelevante (como ocurre en la educación infantil); entonces la dis-
tinta incidencia de una u otra produce distintas formas de equili-
brio, es decir, prácticas pedagógicas, si no radicalmente distintas, sí
suficientemente matizadas como para percibir las diferencias; así,
lo que idealmente se representaba como un triángulo equilátero de-
viene en la práctica en formas mucho más irregulares.
No cabe duda de que la calificación de los alumnos es una pie-
za clave de la arquitectura del sistema educativo y del sentido y jus-
tificación de la educación escolarizada. Hasta tal punto es esto así
que hoy resulta difícil imaginar cómo podría ser la enseñanza sin
calificaciones a lo largo de todos y cada uno de los niveles en los que
está organizada, como si calificar fuera consustancial a enseñar y
una y otra actividad estuvieran unidas de forma natural. Sabemos,
no obstante, que el hecho de poner notas a los alumnos, de calificar
sus aprendizajes, tiene su historia y obedece a razones que nada tie-
nen que ver con la formación de los jóvenes sino con la selección y
clasificación social.
La importancia de la calificación se pone de manifiesto en mu-
chas ocasiones y de diversas formas incluso en ámbitos muy dis-
tintos del mundo de la escuela. Así ocurre, por ejemplo, si observa-
mos la presencia que tienen las cuestiones escolares en los medios
de comunicación de masas cuando no se dirigen a profesionales y
especialistas en educación: en estos casos una de las noticias más
habituales suele ser la realización de exámenes, como ocurre, por
ejemplo, cuando se celebran las pruebas de acceso a la Universidad.
La imagen que de esta forma se proyecta sobre la institución escolar
y en general sobre la enseñanza nos permite hacernos una idea de
la consideración que se tiene desde fuera hacia lo que ocurre den-
tro de la escuela, pues parece que la principal actividad que en ella
se desarrolla consiste en preparar a los alumnos para afrontar los
exámenes.

108

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4. enseñanza, calificación y examen

Desde luego esta consideración no carece de fundamento y es


probable que se base en la propia experiencia –quizás sobredimen-
sionada por los medios– de muchos adultos que recuerdan su paso
por la escuela como una sucesión continua de exámenes. La verdad
es que si nos fijamos en las veces que el profesor o profesora cali-
fica a los alumnos a lo largo de un curso podríamos entender más
claramente el relevante papel que la mirada escrutadora del profe-
sor ocupa en el desarrollo de la enseñanza. En algunos casos sólo el
número de exámenes es ya un dato expresivo, pues rara es la quin-
cena en la que no hay como mínimo uno en alguna de las materias
que cursan los alumnos, número que se incrementa notablemente
llegando el final de cada uno de los trimestres. A juzgar por las ve-
ces que a lo largo de un curso se somete a los alumnos a tareas de
calificación –mediante examen u otros medios–, puede decirse que
su centralidad tiene una base cuantitativa pues es mucho el tiempo
que de una u otra forma se ocupa en la preparación y realización de
este tipo de tareas; y es lógico, por tanto, que cualquier observador
atento al cotidiano devenir de la enseñanza tenga la impresión de
que buena parte de lo que ocurre en las aulas está directa o indirec-
tamente relacionado con la calificación de los alumnos.
Ciertamente el peso de la actividad examinatoria no es igual en
todos los casos; en una primera aproximación podría verse que en
los cursos inferiores la presencia de la calificación es mucho menor
que en los cursos superiores; así ocurre, por ejemplo, si compara-
mos la educación infantil y primeros años de la educación primaria
con los últimos cursos de la educación secundaria; en términos ge-
nerales puede decirse que las notas tienen mayor protagonismo a
medida que se avanza en los distintos niveles de la enseñanza. Pero
esta progresión no es la única regla que se observa a la hora de ana-
lizar la importancia de la calificación en la vida cotidiana de las au-
las; a lo largo de la trayectoria académica de los estudiantes puede
verse también que en los cursos en los que se produce el tránsito de
un nivel, ciclo o etapa a otra, la evaluación de los aprendizajes de los
alumnos se hace de manera mucho más frecuente y la lógica exami-
natoria se hace mucho más presente e intensa que en otros cursos.
En realidad lo que suele ocurrir es que el examen u otras formas
de calificación adquieren más relevancia en los casos en los que los
alumnos van a ser sometidos posteriormente –de manera mediata
o inmediata– a algún tipo de prueba externa, es decir, preparada
por personas distintas a los profesores que les imparten clases. Esta
intensificación viene provocada por una invisible convergencia de

109

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enseñanza, examen y control

intereses de alumnos y profesores; los primeros tienen interés en


adiestrarse –en condiciones de relativa familiaridad– en la reso-
lución de las pruebas a las que tendrán que enfrentarse posterior-
mente en unas condiciones más hostiles a las habituales, mientras
que los profesores, al sentirse ellos mismos examinados por otros,
utilizan el examen como medio de selección de los alumnos, de ma-
nera que sólo accedan a las pruebas externas aquellos que ofrecen
ciertas garantías de que van a superarlas. Así, constatar la desigual
intensidad con la que el hecho examinatorio está presente en los
distintos cursos y niveles de la enseñanza, nos pone en la pista de
que la verdadera función de la calificación es la de seleccionar y
clasificar a los alumnos, pues con su veredicto se determina quién
puede acceder o no, y en qué condiciones, al curso siguiente y, en
última instancia, al mercado laboral y a un determinado estatus
económico y social.
La trascendencia de la calificación es percibida claramente por
muchos alumnos, que asumen que el objetivo último de la enseñan-
za tiene más relación con las notas que puedan obtenerse que con los
conocimientos que acaben adquiriendo. Recordemos que muchos
de ellos carecen habitualmente de otra motivación para el estudio
que no sea la de conseguir la calificación adecuada para superar la
asignatura, si bien no conviene olvidar que, en otros casos, conse-
guir unas buenas notas no es un motivo suficiente para el estudio,
ya que la calificación que pueda obtenerse resulta algo indiferente,
lo cual ocurre generalmente porque se ha perdido la confianza en
lograr el éxito en ese empeño. Pero mientras subsiste la esperanza y
los alumnos mantienen ese objetivo, el sentido de la enseñanza está
habitualmente ligado a la superación de los exámenes, de manera
que buena parte de sus demandas se dirigen a conseguir el máxi-
mo de facilidades de los profesores, y buena parte de su actividad
consiste realmente en prepararse para el examen. Seguramente ac-
túan en esto no sólo movidos por su particular interés sino también
como respuesta a un medio que parece estimular esa disposición,
tal y como nos sugiere un alumno con sus propias palabras: «los
profesores hacen que estudiemos para el examen ya que es a lo que
le dan importancia. No me preocupa aprender sino aprobar».
La verdad es que si nos guiamos por lo dicho anteriormente
podríamos pensar que el quehacer de los profesores está marcado
por un afán examinatorio y que en buena parte ellos son respon-
sables de la importancia que tiene la calificación en la enseñanza.
Claro que si atendemos a sus discursos sacaríamos una conclusión

110

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4. enseñanza, calificación y examen

prácticamente opuesta, pues en el campo de la profesión docente la


centralidad del examen está mal considerada, dadas las negativas
consecuencias que tiene sobre el aprendizaje y sobre el conocimien-
to que de esta forma se adquiere; es frecuente incluso que sean los
profesores los que atribuyan a los alumnos una perniciosa dispo-
sición a enfrentarse a la enseñanza con el único y rechazable fin
de conseguir buenas calificaciones. Tal vez en este caso los hechos
coin­cidan más con los argumentos de los alumnos que con los de
los profesores, ya que, como se ha dicho, es una realidad incues-
tionable que el examen y la calificación constituyen elementos fun-
damentales de la arquitectura de las clases. Lo que no queda tan
claro es que esa relevancia pueda atribuirse a la intencionalidad de
los alumnos ni tampoco a un deliberado plan de los profesores, y,
aunque es cierto que unos y otros, por diferentes motivos, parecen
tener hoy intereses comprometidos en la vigencia del hecho exa-
minatorio, es más cierto que las causas de su relevancia se deben a
factores en parte ajenos a las intenciones de los actores presentes en
las aulas, por lo que su papel en esto es más bien el de interpretar y
asumir –matizando y reelaborando– un guión escrito con un argu-
mento distinto al de la formación, la enseñanza y el aprendizaje.
El juicio sobre el grado de conocimiento que un individuo po-
see o sobre sus habilidades, actitudes y competencias en relación
con el ejercicio de una actividad determinada, se efectuaba normal-
mente –también hoy– con el mismo desempeño de esa actividad,
sin que en muchos casos existiera o exista un acto que formalmen-
te sirva para emitir un veredicto o una opinión que tuviera con-
secuencias prácticas sobre la posibilidad de ejercer la actividad. En
todo caso las cualidades necesarias para una determinada tarea se
comprueban de forma continua con su propia realización, así que la
prueba de que puede hacerla es que la hace. El hecho que vemos ac-
tualmente como un elemento determinante de la vida escolar, que
consiste en calificar el aprendizaje de los alumnos y que esa califi-
cación tenga trascendencia en su trayectoria en la escuela y, a más
largo plazo, pueda tenerla en su modo de vida, se justifica argumen-
tando la idea de que es necesario comprobar si poseen los conoci-
mientos, competencias, actitudes, etc. que se consideran necesarios
para continuar recibiendo enseñanza y para en el futuro ejercer
determinadas actividades profesionales. Sin embargo, la realidad
apenas responde a este principio y en verdad la calificación de los
alumnos no es sino una artificiosa construcción que tiene más que
ver con el papel de la escuela en la jerarquización social que con la

111

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enseñanza, examen y control

comprobación de capacidades para el ejercicio de alguna actividad.


La genealogía de esta práctica tan asentada en la institución escolar
nos desvela que lejos de tratarse de una manera natural de proceder
con el fin de garantizar que sólo quienes tengan la preparación ade-
cuada puedan desempeñar los puestos apropiados en la sociedad, se
trata más bien de un mecanismo que tiene como objetivo controlar
y seleccionar el acceso a determinadas profesiones. Si nos remon-
tamos hasta la antigüedad clásica, sabemos que entonces no existía
nada parecido al hecho de calificar los conocimientos adquiridos
por los alumnos tal y como vemos hoy que es habitual en la práctica
de la enseñanza. Los precedentes más directos de las actuales prác-
ticas examinatorias pueden verse en la China imperial, en la que el
acceso a un cargo público estaba jalonado por un sinfín de exáme-
nes en los que el candidato debía demostrar sus cualidades para el
desempeño de la función pública y su carisma de hombre culto, ga-
rantizándose de esta forma que el acceso a la estructura burocrática
del estado quedara reservado a quienes ya poseían un estatus social
determinado. En realidad los exámenes, que permanecieron vigen-
tes hasta principios del siglo xx, actuaban como un medio de selec-
ción de los aspirantes, un sistema que en buena medida fue imitado
posteriormente por la burocracia de muchos estados y puede reco-
nocerse hoy en el procedimiento de las oposiciones para el acceso a
la condición de funcionario.
En las universidades medievales de Occidente aparece por pri-
mera vez algo parecido a lo que hoy llamamos examen, si bien son
muchas y significativas las diferencias con lo que entonces se rea-
lizaba. La carrera universitaria estaba, al igual que ahora, jalonada
por una serie de grados cuya consecución era el objetivo de los es-
tudiantes, y en función de ello cursaban los estudios requeridos en
cada caso. En última instancia la sucesión de las distintas etapas
culminaba con el acceso del estudiante a la corporación de maes-
tros –al obtener la licenciatura o doctorado– y estaba jalonada por
una serie de exámenes que señalaban el paso de una a otra. La fór-
mula era bastante parecida a la que se utilizaba para incorporarse a
cualquier gremio cerrado, pues tenía como objetivo controlar el ac-
ceso de nuevos miembros, sometiéndolos a una serie de pruebas. De
esta forma el examen y la organización misma de los grados estaban
vinculados a procesos de selección de candidatos para obtener un
título que posibilitaría el acceso a una determinada condición. Dur-
kheim (1992) subraya la idea de que la calificación y el examen apa-
recen ligados a la existencia de una corporación profesional como

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4. enseñanza, calificación y examen

recurso para controlar el acceso, y por eso se explica su descono-


cimiento en la época de la antigüedad clásica, dado que entonces
el ejercicio de la docencia no estaba vinculado a la pertenencia a
alguna institución. Sin embargo aquel examen de las universida-
des medievales no tenía las características ni la trascendencia que
tiene actualmente; por una parte, dominaban los aspectos rituales
sobre los aspectos propiamente calificatorios y en la práctica no so-
lía suspender ningún alumno puesto que se presentaban solamente
quienes, a juicio de su maestro, estaban realmente preparados; un
sistema ciertamente parecido a lo que es hoy en muchos países la
obtención del doctorado.1 Por otra parte, de manera similar a como
ocurría en otros gremios, el examen consistía en una demostración
de las cualidades adquiridas por el estudiante en orden a su incor-
poración a la docencia, bien manteniendo una discusión pública o
bien impartiendo una lección delante de los maestros, es decir, se
trataba de comprobar el dominio del oficio que se iba a ejercer, algo
muy distinto al sentido que tienen hoy los exámenes y al modo en
que se realizan.
Los siglos siguientes conocieron diversas formas de organiza-
ción de los exámenes o pruebas de calificación del conocimiento
de los alumnos; así, por ejemplo, la técnica de la exposición o la
discusión fue alternándose en muchos países con el trabajo escri-
to, apareciendo a mediados del siglo xix fórmulas características
como los tests. El campo de aplicación de los exámenes fue am-
pliándose progresivamente, utilizándose desde luego en la promo-
ción de grados de los estudios universitarios, pero también en la
admisión de alumnos en las universidades británicas, en la incor-
poración de nuevos miembros a determinadas profesiones o en la
medición de las facultades mentales y nivel de inteligencia de las
personas. Puede decirse que las diversas técnicas examinatorias
se fueron desarrollando de acuerdo con las condiciones de su uso,
es decir, según los rasgos específicos del contexto de aplicación,
pero, en todo caso, manteniendo la función mediadora en proce-
sos de selección y control.
A medida que los títulos escolares fueron adquiriendo mayor
importancia en relación con la jerarquía social, la calificación se
convierte cada vez más en elemento central de los sistemas educati-
1.  En realidad el sistema de selección operaba de otra forma, ya que, según
Durkheim, «del número total de estudiantes matriculados, como mucho la mitad pa-
saba el bachillerato y mucho menos de la mitad de los bachilleres llegaban a la licen-
ciatura» (1992, 176).

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enseñanza, examen y control

vos y las prácticas examinatorias en pieza fundamental de la vida en


las aulas. La importancia del examen es bien comprendida por los
padres de la Pedagogía desde muy pronto, tal y como se recoge en el
Diccionario de educación de Carderera:

Los exámenes son […] el gran resorte de los estudios públicos.


Con un buen sistema de exámenes, por cuyo medio sea posible cer-
ciorarse en todo tiempo de lo que en realidad se enseña y se aprende
en cada uno de los establecimientos de instrucción pública, es senci-
llo y fácil el gobierno de este delicado e importante ramo del servicio
del Estado. Sin exámenes bien entendidos y eficaces no es posible
dirigirlo. (Carderera, 1854-1858, 328-329)

Este proceso ocurre a partir del siglo xix cuando se expande


la estratificación del mercado laboral característica del capitalismo
y, más concretamente, con la práctica seguida en ciertos sectores
profesionales de ampliar o mantener su estatus limitando el acceso
de un número cada vez más creciente de candidatos; para ello se
argumentaba la necesidad de una formación específica y comple-
ja que necesariamente habría de comprobarse, de esta forma la se-
lección se iba justificando en virtud de razones técnicas, como era
la capacidad de los candidatos para ejercer la profesión. Así, se fue
generalizando una cierta correspondencia entre las calificaciones
escolares y las oportunidades económicas y sociales; de aquí que el
éxito académico llegara a ser objetivo principal de los estudiantes y
su comprobación tarea fundamental de la enseñanza.
Al menos en España, la importancia o incluso la presencia del
examen en la vida escolar estuvo reducida, hasta bien entrado el siglo
xx, a los estudios de Bachillerato, es decir a los estudios que prepa-
raban para acceder a títulos superiores y a los puestos de dirección
de la sociedad. La necesidad de seleccionar a los que aspiraban a esas
posiciones, así como el propósito de formarlos en hábitos propios de
la cultura de las élites, encontraba en el examen un recurso bastante
apropiado. La introducción de mecanismos de calificación y examen
en la enseñanza primaria o elemental en el sentido que tienen ac-
tualmente no se generaliza hasta los primeros años de la década de
1960 y ocurre en relación con el establecimiento formal de cursos
y grados en este nivel educativo que mayoritariamente funcionaba
hasta entonces según el modelo de escuela unitaria (Viñao 2001a).
El paso de un grado a otro estaba marcado por una prueba de pro-
moción que se completaba con «pruebas de progresión» trimestra-

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4. enseñanza, calificación y examen

les elaboradas por los propios centros, salvo la que permitía en octavo
obtener el Certificado de Estudios Primarios, que era confeccionada
a nivel nacional. La masificación de las escuelas primarias que por
entonces ocurre en España no es ajena a la implantación de estos exá-
menes, como tampoco lo es el hecho de que la vía escolar como vía
de promoción social –de la que la enseñanza primaria era el primer
peldaño– era una fórmula que empezaba a tomar cuerpo en las ex-
pectativas de las clases populares; el examen se revela nuevamente
como un mecanismo relacionado con procesos de selección y control
del acceso a niveles superiores de la enseñanza o al mercado laboral.
Ciertamente la generalización de mecanismos de calificación de los
alumnos no respondía sólo a la nueva singladura de la institución es-
colar en la vida social y a su papel en relación con la jerarquización
sino que tuvo mucho que ver también con su propia cultura, con el
desarrollo intrínseco de la escuela, que, al irse imbuyendo de la ne-
cesidad de sancionar, inspeccionar y conocer el grado de eficiencia
de la enseñanza y del aprendizaje de los alumnos, potenció para ello
mecanismos ya conocidos y aplicados en otros niveles aunque en cir-
cunstancias muy parecidas a las que ahora sobrevenían a la educa-
ción elemental (Viñao, 2004).
Este proceso de generalización del fenómeno de la calificación
no estuvo exento de críticas provenientes de sectores diversos del
mundo de la educación. Algunos clamaban contra el modelo más
habitual de exámenes orales, argumentando las prácticas corruptas
a las que daba lugar y proponiendo no tanto su supresión cuanto su
sustitución por formas de calificación más racionales y científicas
como el examen escrito. En otros casos la crítica se basaba en el
rechazo al aprendizaje memorístico que propiciaba el hecho exami-
natorio, tal y como nos refleja, por ejemplo, el texto de un discurso
del Ministro Romanones de 1901, recogido por Mainer (2002) en
un trabajo sobre la genealogía del examen que ha inspirado algunas
de las consideraciones que vengo haciendo sobre el tema:

Entonces vi con claridad evidente cómo había gastado los años


de mi juventud, no en aprender, por virtud del propio esfuerzo y con
la ayuda del Profesor, conocimientos sólidos, de utilidad directa en
el vivir y en la sociedad; sino en apropiarme, mediante esfuerzos de
memoria y mediante trabajos desecadores de la inteligencia y lesivos
a la individualidad escolar, unas cuantas nociones, las precisas tan
sólo para examinarme. (Citado en Mainer, 2002, 114)

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enseñanza, examen y control

Además de los ataques que con sentido distinto recibieron los


exámenes ya el siglo xix, el papel del examen y calificación de los
alumnos fue nuevamente cuestionado, en las últimas décadas del
siglo xx por los movimientos progresistas más innovadores en el
campo de la pedagogía. Muchas de sus críticas fueron incorpora-
das, al menos formalmente, a los postulados de la escuela com-
prensiva que inspiró, por ejemplo, en España el proceso de refor-
ma de las enseñanzas medias y la ampliación de la escolarización
obligatoria hasta los dieciséis años (Fernández Vítores, 2002, 83).
En este movimiento crítico se daban la mano las propuestas de los
colectivos partidarios de la renovación pedagógica y de la mejora
de educación –que sostenían la necesidad de desvincular la ense-
ñanza y el aprendizaje de cualquier dinámica examinatoria– junto
con los planteamientos socialdemócratas sobre el papel de la edu-
cación como mecanismo de igualación de oportunidades. En este
caso su principal argumento se basaba en un certero diagnóstico
acerca del carácter selectivo de las prácticas examinatorias y la
conveniencia de su eliminación en orden a la universalización de
las posibilidades de acceso a los títulos escolares. Al margen de las
consecuencias que realmente tuvieron estas ideas e iniciativas so-
bre la movilidad social, el hecho cierto es que el examen no acabó
desapareciendo de las aulas de la educación obligatoria tal y como
se propugnaba desde aquellas posiciones; quizás todo se quedó
en una mera transformación del discurso sobre la calificación y
examen de los alumnos con la correspondiente sustitución de la
terminología habitual, de manera que, por ejemplo, se oponía eva-
luación a calificación, se hablaba del carácter continuo frente a la
puntualidad del examen y esta última palabra resultó innombrable
en el nuevo lenguaje pedagógico.
Hoy día el examen ha cobrado nueva vitalidad y no sólo en
el sistema escolar sino que se ha ido extendiendo a su vez a otros
campos en los que se requiere efectuar algún tipo de selección.
El discurso examinatorio reafirma también sus tesis al compás
del dominio del pensamiento neoliberal; así el examen se vuelve
a presentar hoy como un instrumento técnico capaz de resolver
racional y democráticamente los procesos de selección de perso-
nas, pues actúa según los principios de capacidad e igualdad de
oportunidades ya que evalúa eficazmente las capacidades que tie-
nen los individuos para el desempeño de determinados objetivos
académicos o profesionales y lo hace siempre en igualdad de con-
diciones. Sin embargo, tras su ropaje tecnocrático, el mecanismo

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4. enseñanza, calificación y examen

examinatorio no nos debe impedir ver la naturaleza social de este


proceso de transferencia entre rendimiento académico, títulos es-
colares y oportunidades sociales, pues el éxito escolar está clara-
mente relacionado con el capital cultural de los estudiantes, que
es a su vez una variable dependiente del origen social. El hecho de
que la institución escolar defina de forma interesada cuál es el co-
nocimiento legítimo nos permite comprender que los grupos cul-
turalmente afines a ese conocimiento tienen más oportunidades
que otros cuya cultura acabará excluida y rechazada por el sistema
educativo. Es importante destacar ahora que en realidad el exa-
men o cualquier otra forma de calificación no se centra en com-
probar los conocimientos prácticos que los individuos adquieren
para el desempeño de una profesión (como ocurría con los gre-
mios medievales) sino en valorar la adquisición de unas pautas de
comportamiento, atributos y cualidades, de un ethos cultural que
es transmisible de padres a hijos a través del medio familiar. De
hecho, en lo que respecta al conocimiento, el examen en realidad
sólo demuestra que el alumno ha sido capaz de responder a cier-
tas preguntas en un momento determinado y no tanto que sabe
esto o aquello sino que tiene una serie de cualidades –constancia,
concentración, dedicación, disciplina…– que le permiten resolver
positivamente el trance. De aquí que pueda afirmarse que, en cier-
ta medida, la escuela actúa como mediadora en la transmisión de
una herencia, pues en definitiva el capital cultural que los padres
transmiten a los hijos, si es el que la escuela valora positivamen-
te, puede considerarse equivalente a oportunidades para alcanzar
determinado estatus económico y social.2
Al irse convirtiendo la institución escolar en una pieza im-
portante –que no la única– en el engranaje de la asignación de
puestos en la jerarquía económica y social, se ampliaba su papel en
la legitimación de las desigualdades sociales, ya que con su prác-
tica parece confirmar el carácter meritocrático de esa desigual
distribución de la riqueza. A este respecto, el mensaje que la es-
cuela transmite mediante las calificaciones es el de que da a todos
las mismas oportunidades, pero unos las aprovechan más y otros
menos, de manera que la obtención de diferentes recompensas

2.  Esta equivalencia no debe entenderse que opera de forma determinante ni


automática, ya que está a su vez influida por factores circunstanciales. Por lo demás,
obsérvese que la posesión de más y mejores títulos escolares no es ya garantía de
ubicación en la jerarquía social, de aquí que se hable de oportunidades. Más detalle
sobre este tema puede verse en Bourdieu, 1988.

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enseñanza, examen y control

se debe no tanto al diferente origen sociocultural de los alumnos


cuanto a su capacidad, esfuerzo, dedicación, etc., o, dicho de otra
forma más directa, la escuela transmite la idea de que cada uno
tiene lo que se merece, que es responsable de sí mismo y de su fu-
turo. Pero, según veíamos en Durkehim, el examen y calificación
de los alumnos tiene su origen en la creación de corporaciones que
trataban de limitar el acceso de cualquier candidato sometiéndolo
a diversas pruebas; una vez que este mecanismo se extendió a la
mayor parte de las profesiones, el examen se expande en el siste-
ma de enseñanza y adquiere el lugar central que hoy tiene. Ahora
bien, mientras el proceso de selección afectaba a grupos minori-
tarios, el hecho mismo de la comprobación del conocimiento y
capacidad de los aspirantes no era intrínsecamente relevante, ya
que, como hemos visto, sólo llegaban a esa fase quienes de otra
forma tenían ya reconocida la competencia. Sin embargo, cuando
sobreviene el acceso masivo a la educación y se instituye lo que
realmente podemos llamar escuela en el sentido actual del térmi-
no, las prácticas de calificación adoptan formas muy distintas, en
coherencia con la peculiar estructura organizativa de la escuela y,
en general, con las características de la cultura escolar.
Está claro que la calificación y examen de los alumnos tiene re-
lación evidente con la estratificación social propia del capitalismo,
pero debe su fisonomía a la lógica interna de la propia institución en
la que se desarrolla. En este sentido, para comprender la generaliza-
ción de las prácticas de examen y calificación en todos los niveles de
enseñanza, hay que hablar de la interacción entre factores endóge-
nos y factores exógenos (Viñao, 2001a; Terrón, 2001), de manera que
algunos rasgos de la dinámica de la institución escolar favorecieron
o incluso propiciaron el concurso del hecho examinatorio, mientras
que, por su parte, el imperio del examen modelaba al mismo tiempo
aspectos significativos de la cultura escolar. Desde luego, la clasifi-
cación en cursos o niveles de la enseñanza primaria (más tardía que
en la secundaria) fue uno de estos elementos que incidieron sobre la
centralidad del examen y calificación de los alumnos, tal y como ya
vimos en las universidades medievales, pero también la fragmenta-
ción del currículum en disciplinas, la creciente movilidad geográfica
o el hecho de que los contenidos vinieran dados y no elegidos por
los alumnos (Perrenoud, 1990). Por su parte, el examen confiere al
conocimiento que se adquiere en la escuela una utilidad extrínseca,
digamos ajena al hecho mismo del aprendizaje, trocándolo así en un
producto mercantil, y, al mismo tiempo, en razón de esa naturaleza,

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4. enseñanza, calificación y examen

se va modelando la actividad de la enseñanza, convirtiéndose cada


vez más en algo parecido a un intercambio en el que alumnos y pro-
fesores actúan de acuerdo con esta lógica, aunque no necesariamente
de forma voluntaria o intencionada.
La relevancia que adquiere la calificación de los alumnos, me-
diante el examen u otros medios, impregna, pues, lo que acontece
en el interior de las aulas y en buena medida articula la vida de sus
protagonistas.3 Veamos entonces, a la luz de esta dinámica, la forma
en que allí transcurren las horas.

4.2. preguntas y ejercicios como ensayo,


preparación del examen y recursos para
calificar

La determinación de la calificación que reciben los alumnos viene a


ser un juicio sobre el conocimiento que tienen en relación con el que
se imparte en la clase o con el que se considera que deberían poseer,
pero este juicio afecta también a sus actitudes y comportamientos,
a sus hábitos y pautas de conducta en la clase y fuera de ella. En al-
gunos casos la Administración educativa establece incluso paráme-
tros distintos y demanda de los profesores que califiquen por sepa-
rado cada uno de estos aspectos;4 sin embargo lo más frecuente es
que haya una única nota que, si bien se refiere explícitamente a los
conocimientos, contiene también de manera implícita un veredicto
sobre las actitudes y comportamientos. En realidad, podría decirse
que, verdaderamente, es esto último lo que se mide con las formas
habituales de calificación, pues, como se ha dicho anteriormente, el
examen o cualquier otro recurso similar solamente nos indica que
el alumno respondió en un momento determinado a una pregunta,
lo cual nos informa poco del conocimiento que realmente tiene y
mucho sobre otras habilidades y hábitos, es decir, de una serie de

3.  Otra prueba de la centralidad de las cuestiones relacionadas con el examen,


la calificación y la clasificación de los alumnos es la incidencia que estas cuestiones
han ido teniendo en la diversificación cognitiva del campo de la Pedagogía científica:
docimología, didácticas especiales, psicodiagnóstico, orientación profesional, etc.
4.  Así ocurrió, por ejemplo, en España cuando a finales de lo 70 en el Bachille-
rato se calificaba de manera distinta y separada de los conocimientos adquiridos, la
actitud de los alumnos en la clase y respecto a la enseñanza.

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enseñanza, examen y control

rasgos del comportamiento de los alumnos que en muchos casos


los profesores y ellos mismos conocen sin necesidad siquiera de la
materialización del expediente examinatorio.5
Aunque el examen destaca sobre todos ellos, son varios los re-
cursos que utilizan los profesores para calificar el conocimiento y
la conducta de los alumnos; algunos actúan en la clase de manera
explícita, pero otros permanecen casi ocultos a la mirada del obser-
vador o incluso, a veces, de los propios alumnos que, en estos casos,
se afanan por detectarlos con el fin de obtener el mejor resultado
posible. Naturalmente no todos estos recursos juegan el mismo pa-
pel ni tienen la misma importancia a la hora de determinar la cali-
ficación, algunos, como por ejemplo, la asistencia a clase, el vestido
y la imagen exterior, la posición en el aula, etc. influyen de manera
muy indirecta y variable a lo largo del curso y de los años; otros,
los más decisivos, operan directamente, ateniéndose a ciertas ruti-
nas, ciclos, ritmos y formalidades que son conocidos por alumnos y
profesores. Es el caso, por ejemplo, de las preguntas en clase y de la
realización y corrección de lo que comúnmente se denominan ejer-
cicios y actividades.
Ya hemos visto cómo tradicionalmente las preguntas orales
han formado parte de la habitual secuencia de actos en la clase de
Historia en distintas épocas y países. Al comenzar se tomaba la lec-
ción del día anterior y, aunque era menos frecuente, al finalizar se
hacía también lo mismo para comprobar el grado de asimilación
de los contenidos explicados. En el Curso Elemental de Pedagogía
escrito por J. Avendaño y M. Carderera para estudiantes de Magis-
terio (publicado en 1846) se contenían indicaciones sobre la forma
en que debía enseñarse la Historia que confirmarían esa dinámica
en las aulas:

El estudio de la Historia en la escuela debe comenzar por me-


dio de narraciones sencillas, hechas por el maestro o instructor o
leídas por los mismos. El maestro hará enseguida sobre ellas diver-
sas preguntas a los niños y continuará de este modo hasta que haya
grabado en su ánimo los hechos, las consecuencias y las reflexiones
que de ellos pueden deducirse. (Citado por Cuesta, 1997, 157)

5.  En este sentido, en lo que respecta a los profesores, suele ocurrir que en mu-
chos casos las calificaciones coinciden con sus previsiones o incluso las previsiones
afectan a las calificaciones. Del lado de los alumnos se da el caso de quienes desisten
de preparar los exámenes, o incluso de presentarse, convencidos de la imposibilidad
de aprobarlos.

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4. enseñanza, calificación y examen

Vemos que junto a la «explicación», las preguntas a los alum-


nos debe ser la actividad que estructure la clase de Historia, pre-
guntas que les ayuden a reproducir lo que se ha explicado, así hasta
que memoricen el contenido.
Tal y como dice Cuesta, esta obra de Avendaño es en parte tra-
ducción de otros autores, particularmente franceses, y así consta de
manera explícita en el propio título: «redactada con el mismo mé-
todo que con el mismo objeto escribió en francés Lefranc» (íbid, p.
156). También en Francia, efectivamente, estaba extendida la prác-
tica de preguntar a los alumnos en la clase de Historia; de hecho,
las Instrucciones de 1890 sugieren que la clase comience con la in-
terrogación a los alumnos –de forma individual o colectiva–, acti-
vidad que ocuparía aproximadamente la tercera parte de la sesión
(Marchand, 2002). Algo bastante parecido a lo que según Cuban
ocurría también en las aulas de las escuelas norteamericanas a fina-
les del siglo xix y principios del xx.
Aunque con el paso del tiempo, ya en nuestros días, esta se-
cuencia se ha visto de alguna manera transformada, todavía, en de-
terminadas circunstancias los profesores siguen interpelando a los
alumnos con sus preguntas, a veces en un momento específico del
desarrollo de las clases, en otras ocasiones intercalándose en medio
de otra actividad, incluso en el curso de su explicación. En cual-
quier caso, sea tomar la lección o hacer preguntas de otra forma
a los alumnos, la actividad tiene de momento una doble función:
repaso y calificación. Repaso en el sentido de que la respuesta obliga
a volver una y otra vez sobre lo que ha de saberse –generalmente
el contenido del libro de texto o la explicación del profesor– pero
también en el sentido de que informa a los alumnos de manera rei-
terada cómo deben proceder para aprender y para responder satis-
factoriamente, hoy a las preguntas orales y mañana en el examen:
mediante la memorización por repetición del texto. La calificación
de los alumnos es otra de las funciones que tiene la fórmula de las
preguntas orales ya que es evidente que los profesores preguntan
no porque no sepan y quieran saber acerca del objeto de la pregunta
sino porque quieren saber lo que saben los alumnos (Blanco, 1992)
o bien porque quieren conocer el grado de atención que prestan
en un momento determinado y calificar de esta forma su actitud y
comportamiento.
Ciertamente este tipo de interacción –pregunta-respuesta-
calificación– es frecuente en las aulas, de manera que es probable
que los alumnos acaben pensando que cualquier pregunta que for-

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enseñanza, examen y control

mule el profesor en la clase tiene como objetivo someter a inspec-


ción su actitud y su conocimiento, y, aunque sabemos que no es así
en todos los casos, no resulta fácil convencerlos de ello, de tal mane-
ra que en muchos casos su reacción ante las preguntas está media-
tizada por la lógica de la calificación; en unos casos –cuando temen
equivocarse en la respuesta– guardan silencio, en otros –cuando
creen saberla y esperan rentabilizar su conocimiento– compiten en
agitados movimientos de manos reclamando la atención del pro-
fesor para obtener con su intervención el premio correspondiente.
Cuando entre los alumnos domina, con fundamento o sin él, el te-
mor a ser juzgado negativamente por su intervención o el interés
por conseguir una buena calificación, entonces se bloquea la posibi-
lidad de mantener algún tipo de conversación o diálogo en la clase,
de aquí que la calificación y examen de los alumnos se convierta
muchas veces en un obstáculo difícilmente superable para una en-
señanza que quiera promover el debate como medio de aprendizaje
y formación. Trabajar en ese sentido requiere, pues, que los profeso-
res abandonen el propósito de calificar las respuestas de los alum-
nos y formulen preguntas con otros objetivos como el de estimular
la discusión, suscitar la curiosidad, etc.
La realidad sin embargo no parece que vaya por esos derrote-
ros y la lógica examinatoria impone sus reglas en el interior de las
aulas, o eso podemos pensar si juzgamos por el tipo de preguntas
que habitualmente hace el profesor en el desarrollo de las clases. En
este sentido Young (1993) afirma que más del 80% de las preguntas
que se formulan en la actividad de la enseñanza exige una respuesta
de memoria y que, aunque se presenten como preguntas abiertas y
en forma gramaticalmente interrogativa, no significa que lo sean.
Realmente en muchas de las preguntas que los profesores hacen a
los alumnos se aprecia el sesgo examinatorio, y se puede ver clara-
mente no sólo que desarrolla un conocimiento rutinario y memo-
rístico, lejos del propósito de una enseñanza crítica, sino que siem-
bra la semilla de los hábitos de sumisión a la autoridad, puesto que,
al basarse la respuesta en la autoridad del profesor –o del libro–, la
autoridad sustituye a la razón como criterio de validez.
Vemos que de esta forma la comunicación en el aula entre
alumnos y profesores no está guiada por un interés común en la
conversación, sino que más bien responde a otros patrones en los
que predomina el interés por impresionar al interlocutor, por ave-
riguar lo que el otro ha retenido, por controlar o por obtener al-
guna ganancia. Utilizando términos de Habermas, diríamos que la

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4. enseñanza, calificación y examen

interacción en la clase no responde al modelo de «acción comuni-


cativa» libre de dominio, sino al de «acción estratégica», o, como
dice Dewey, no es una «comunicación normal» sino «mecánica»
(Young, 1993).6
Las preguntas orales formuladas por los profesores de mane-
ra directa a los alumnos constituyen una práctica que ha ido redu-
ciendo su presencia en la enseñanza, limitándose en muchos casos
a utilizarse en el curso de la explicación del profesor como medio
de comprobar y calificar el grado de atención de los alumnos, pero,
sobre todo, como medio de implicarlos y controlar su conducta. Por
el contrario, la realización y corrección de ejercicios y actividades
escritas han ganado terreno y constituye hoy, junto a la explicación
del profesor, una de las principales piezas de la arquitectura de la
clase. En realidad puede decirse que el tomar la lección o las pre-
guntas orales han sido sustituidas por estas otras tareas que consis-
ten generalmente en responder por escrito a preguntas formuladas
de la misma manera; así, la realización y corrección de ejercicios
y actividades no sólo ocupa buena parte del tiempo de la clase de
Historia, sino que se trata también de un elemento fundamental en
la relación de los alumnos con el conocimiento escolar; de aquí el
interés por explicar la lógica y las circunstancias que rigen en su
formulación y realización y por indagar sobre el papel que realmen-
te tienen en el desarrollo de las clases y en la misma configuración
del conocimiento histórico escolar.
La realización de preguntas escritas la podemos constatar ya
a principios del siglo xx en España y otros países advirtiendo su
presencia en los libros de texto de la enseñanza primaria, mientras
que en los de la enseñanza secundaria no aparecen hasta avanzada
la primera mitad del siglo xx, casi medio siglo después, coincidien-
do con la masificación de esta etapa educativa. Realmente la mayor
parte de los ejercicios de los libros de primaria eran preguntas que

6.  Young (1993) considera –siguiendo a Dewey– que la comunicación en el


aula debe basarse en el desarrollo de la capacidad de los alumnos para implicarse en
el discurso. En este sentido cree que esa capacidad ha de desarrollarse paulatinamen-
te, tal y como ocurre en el psicoanálisis. En este caso, afirma Young, «los analistas
tienen que adaptar su comunicación a la fase apropiada del análisis, cambiando de
papel comunicativo y de tipo y nivel de participación comunicativa a medida que sus
pacientes pasan por fases del análisis…» (Ob. cit., 72). De la misma forma sería nece-
sario proceder en la enseñanza, ajustando el discurso a las capacidades de implica-
ción de los estudiantes, para lo cual es necesario disponer de estudios empíricos que
nos permitan entender la progresión de los niños en el desarrollo de sus capacidades
para argumentar.

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enseñanza, examen y control

parecían tener como objetivo obligar al alumno a fijar su atención


sobre el texto, pues en la mayoría de los casos las respuestas están
allí y sólo requieren su localización y reproducción literal. También
puede afirmarse que se trataba de preguntas muy similares a las que
oralmente formulaban los maestros para ayudar a la memorización
de lo explicado, sólo que ahora la pregunta y lo que ha de memori-
zarse mediante la repetición están en el texto, para mayor comodi-
dad de alumnos y profesores. Esta fórmula aparece ya consagrada
como rutina escolar en los textos de primaria de mediados del siglo
xx, según podemos comprobar con el examen de alguna de las en-
ciclopedias que por entonces se utilizaban en ese nivel de enseñan-
za. Así, por ejemplo, en cada una de las lecciones de Historia de
la Enciclopedia Álvarez (Álvarez, 1959), se incluía un apartado que
con el título «A ver si lo sabes» recogía una serie de preguntas cu-
yas respuestas estaban literalmente en los textos (La «Lectura», las
«Nociones» o la «Biografía»), de manera que la tarea obligaba a los
alumnos a una nueva lectura y copiado de la lección. De esta ma-
nera el formato de la «actividad» seguía la misma pauta ya indicada
en las orientaciones de Avendaño: se trataba de reproducir el texto
de la lección a propósito de responder a las preguntas, o sea, re-
petirlo –copiándolo– para memorizarlo y recordarlo. Junto a estas
preguntas, la lección se completaba con otro apartado denominado
«Ejercicios»; en él solía incluirse un «vocabulario» –que consistía
en escribir al dictado el significado de algunas palabras–, un copia-
do, un dibujo, un dictado u otras tareas de similar factura, sin ex-
cluir alguna de formulación y realización más compleja y ambigua.7
De vez en cuando, desvelándonos la función calificatoria de estos
ejercicios, cada diez lecciones se incluía uno denominado «Repaso»;
en él se preguntaba por el recuerdo que evocaba en los alumnos 16
términos históricos y se ofrecía un baremo para la calificación: 15
aciertos = sobresaliente; 12 = notable; 8 = aprobado. En fin, muchos
de estos ejercicios y preguntas acabaron configurando unos «Cua-
dernos de Trabajo» que la Editorial Miñón publicitaba con el siguien-
te mensaje: «su concepción responde a los postulados de la escuela
ACTIVA, preconizada por el Ministerio de Educación Nacional».
A pesar de que en el Bachillerato las preguntas a los alumnos
también era práctica habitual en el desarrollo de las clases, estas
tareas no se reflejaban en los libros de texto tal y como hemos viso

7.  A veces se incluye en los ejercicios de cada lección alguna tarea de Historia
local cuya realización no debía ser fácil en la práctica.

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4. enseñanza, calificación y examen

que ocurría en la enseñanza primaria. Es más que probable que esta


ausencia sea expresiva de que en el aula los alumnos de Bachille-
rato, al contrario de lo que hacían los de primaria, no dedicaban
tiempo alguno a la preparación de las respuestas a las preguntas de
los profesores ni a otro tipo de «ejercicios», de manera que la se-
cuencia en estas clases más bien era la de «pasar lista-preguntar-ex-
plicar-preguntar» (Cuesta, 1997, 180). En la enseñanza secundaria,
la presencia generalizada de ejercicios y actividades en los libros de
texto tendrá que esperar a los primeros años de la década de lo se-
tenta, coincidiendo con una significativa transformación en el sis-
tema educativo que, siguiendo la terminología acuñada por Cuesta,
transita ahora desde el modo de educación tradicional-elitista al
modo de educación tecnocrático de masas. Como se ha dicho, esta
transformación supuso en esos años una firme expansión de la es-
colarización obligatoria y, al mismo tiempo, un cambio significativo
en las características socioculturales del alumnado.
Es decir, coincidiendo con el cambio que se produce en el origen
social de los nuevos alumnos de los últimos cursos de la educación
primaria –recientemente incorporados a la educación obligatoria–,
y que se va extendiendo más lentamente entre los alumnos de Ba-
chillerato, es en esa circunstancia cuando se inicia la incorporación
a los textos y a las prácticas escolares de la enseñanza secundaria de
los ejercicios y actividades escritos que vimos en la enseñanza pri-
maria. Y ya en nuestros días, ampliada la escolarización obligatoria
hasta el primer tramo de la enseñanza secundaria y modificada de
manera sustantiva la composición social del alumnado de esa etapa
–más parecida a la de la antigua primaria que a la del antiguo Ba-
chillerato–, vemos ahora que usos que eran propios de la Historia
con pedagogía –como la realización de ejercicios y actividades en
la clase– han ampliado su presencia incorporándose plenamente al
quehacer diario en las clases de Historia.
Como veremos más adelante, la fórmula que se mantiene es
muy parecida a la que se ha dicho al describir el caso de la Enciclo-
pedia Álvarez, predominando la pregunta cuya respuesta se contie-
ne en el texto, complementada con otro tipo de tareas como la con-
fección de mapas, ejes cronológicos, dibujos, vocabulario, etc. Apo-
yada también en la idea de una «metodología activa», este tipo de
prácticas –inspiradas, según Cuesta, en el modelo de los viejos cate-
cismos– se ha ido extendiendo (al tiempo que aumentaba el tiempo
de permanencia en la institución escolar) hasta el punto de que en
nuestros días no hay libro de texto que se precie que no disponga de

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enseñanza, examen y control

un amplio abanico de actividades, como si el libro sustituyera a las


preguntas del profesor y, al mismo tiempo, se desconfiara de que el
alumno pudiera realizar por sí mismo las tareas de repetición que
antes hacía sin este tipo de ortopedia.
El hecho cierto es que la realización de los ejercicios por parte
de los alumnos constituye hoy un medio que utilizan los profesores
para calificar el trabajo de los alumnos, y en cierto sentido viene a
sustituir a lo que anteriormente era tomar la lección entre los alum-
nos de secundaria, siendo la diferencia que en estos casos se daba
por supuesto que los estudiantes memorizarían el texto repitiéndolo
una y otra vez para responder a las preguntas del profesor, mientras
que en la enseñanza primaria debido a las características sociocul-
turales de los alumnos, no cabía hacer esa suposición, por lo que era
necesario recurrir a alguna técnica –la de preguntas y respuestas
por escrito– que les ayudara en la tarea. La ampliación de la esco-
larización hasta los primeros años de la enseñanza secundaria llevó
a estos alumnos a clases a las que anteriormente no asistían, y con
ellos, como acompañándoles, entraron también en las aulas y en los
textos este tipo de técnicas auxiliares.
Si, como hemos visto, el tomar la lección tenía una fuerte in-
tencionalidad calificatoria, la realización y corrección de ejercicios
–en cuanto técnica continuadora de la anterior– participa también
de esa finalidad. Ciertamente éste no es el único ni a veces el princi-
pal objetivo que persiguen los profesores, sino que también se pro-
ponen, por ejemplo, hacer que los alumnos repasen lo que supues-
tamente han aprendido o, incluso, conocer el grado de asimilación,
los posibles errores de comprensión, etc. Sin embargo la potencia
cada vez mayor con la que la nota gobierna en las actividades de en-
señanza hace que estos objetivos se tornen en aspectos secundarios,
irrelevantes o incluso inexistentes para los profesores, pero, sobre
todo, para los alumnos, que no aciertan a comprender las posibili-
dades que ofrece la realización de los ejercicios a la hora de mejorar
su aprendizaje, o a advertir siquiera las bondades del aprendizaje
que se adquiere de esta forma. En este sentido se expresaban algu-
nos alumnos participantes en una sesión de discusión sobre éste y
otros temas:

Alumno 1.– Manda los ejercicios antes del examen y dice que sirven
de repaso, para estudiar, pero ninguno te sirve de repaso.
Alumno 2.– No sirve ninguno de repaso; en el examen pone pre-
guntas que no tienen que ver con los ejercicios.

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4. enseñanza, calificación y examen

Alumno 3.– Si no haces los ejercicios te quedas igual, no entiendes


más por eso.

En realidad los alumnos suelen ver en los ejercicios como un ex-


pediente más de la trama examinatoria pues, de hecho, los profesores
suelen calificar su realización de dos formas. La primera y principal es
comprobando si efectivamente se han hecho las tareas ordenadas an-
teriormente; por eso muchas veces vemos a los estudiantes resolviendo
de manera apresurada entre clase y clase los ejercicios que no hicieron
en casa o bien, ocultándose a la mirada del profesor, aprovechando al-
gún rato de la clase anterior. Lo importante es hacerle ver que se han
hecho los ejercicios, pues de esta forma el profesor obtiene información
significativa acerca de la conducta de los alumnos, de su interés y apli-
cación en las tareas escolares y del grado de obediencia que manifies-
tan ante sus instrucciones. Ciertamente la factura propiamente dicha
de la actividad tiene en muchos casos menos importancia; de aquí que
tengan sentido las anteriores afirmaciones de los alumnos, ya que el
modo de proceder en la realización de los ejercicios se rige más por la
formalidad de cubrir el expediente que por las posibilidades formativas
que, en su caso, tuviera la tarea. Así, puede incluso ocurrir que la ca-
lificación acabe imponiéndose a la formación en este punto en contra
del objetivo de los profesores, de manera que el afán de los alumnos
por mostrarse disciplinados, y obtener las correspondientes ventajas,
termine convirtiendo en una rutina lo que inicialmente se pensó como
una ayuda al estudio y al aprendizaje. Las palabras del diario de una
estudiante del Curso para la Obtención del Certificado de Aptitud Pe-
dagógica (CAP) –utilizado en la investigación en la que se basa esta
obra– describen gráficamente esta situación:

Uno de los grandes problemas a la hora de realizar las activida-


des es que los alumnos no consideran necesario leerse el tema antes
de responder a las cuestiones que se plantean en el libro de texto,
piensan que sólo han de aportar los datos que recuerdan de la expli-
cación del profesor. De todas formas hemos de decir que la mayoría
de los alumnos realiza las actividades de manera desganada y sin en-
contrarle utilidad al trabajo que están realizando: las respuestas son
simples y esquemáticas, dedicándoles el mínimo tiempo imprescin-
dible para su realización, sin aportar el necesario espíritu analítico y
crítico que es el verdadero objetivo de las actividades. En definitiva,
hacen los ejercicios por cumplimentar el expediente, no porque les
interese, lo que explica que les dediquen tan escaso tiempo. (Mer-
chán, 2001a)

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enseñanza, examen y control

Naturalmente, el grado de corrección de las respuestas es un


medio que también utilizan los profesores para calificar a los alum-
nos; en este sentido volvemos a encontrar una gran similitud con el
hecho de tomar la lección, pues al fin y al cabo tanto en uno como
en otro caso lo que se somete a juicio es la mayor o menor coinci-
dencia de las respuestas con el contenido del libro de texto. Efecti-
vamente, ya se ha dicho que la mayoría de los ejercicios que realizan
los alumnos y se corrigen en la clase consisten en preguntas cuyas
respuestas están en el texto; por lo tanto lo que los estudiantes tie-
nen que hacer para responderlas es encontrarlas y copiarlas en su
cuaderno, de manera que parece cierto que hacer los ejercicios es
una forma de estudiar y de preparar los exámenes, ya que se trata
en realidad de memorizar mediante la repetición. A tenor de las ca-
racterísticas de las preguntas de los exámenes, comparando con las
preguntas de los ejercicios, podemos ver que existe un gran pareci-
do y que la realización de ejercicios no es sino un ensayo continuo
de lo que será el examen, sólo que en este caso el alumno habrá de
responder sin el auxilio del texto, aunque si el «entrenamiento» lo
ha realizado de manera adecuada es probable que llegue a la cita
con bastantes probabilidades de éxito.
Visto el tema de esta forma, se advierte que, en la práctica,
dadas las características de los ejercicios más habituales, es lógico
pensar que en realidad poco se aprende de esa forma, a no ser que
consideremos que copiar de manera fragmentaria las páginas del
libro de texto tenga algún valor formativo; pero es esto lo que con
frecuencia hacen los alumnos en las clases y por ello es razona-
ble dudar de que su paso por la escuela produzca las maravillas
que suelen referirse al tratar de las bondades de la escolarización.
Desde luego este tipo de tareas tiene poco que ver con los argu-
mentos esgrimidos por la pedagogía activa en defensa de métodos
de enseñanza que supongan la implicación de los alumnos en el
aprendizaje, más bien deben relacionarse con la fuerza de la es-
tructura organizativa de la escuela, con la omnipresencia del fe-
nómeno examinatorio y con las necesidades de control y gobierno
de la clase.
Los intentos de poner en marcha otro tipo de ejercicios en el
desarrollo de las clases, más acordes con los principios de una ense-
ñanza crítica y reflexiva, o simplemente más activa, tienen muchas
dificultades para prosperar en un medio que resulta extraño a este
tipo de iniciativas y formas de actuación, lo cual revela, por cierto,
que la continuidad en las rutinas escolares responde a poderosas

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4. enseñanza, calificación y examen

razones prácticas, al tiempo que los efectos sobre la formación de


los jóvenes satisface los requerimientos de las sociedades de control
acerca de la identidad de sus individuos.
El hecho de que los ejercicios tengan, entre otros, un papel en la
calificación de los alumnos impone de entrada ciertos condicionan-
tes que también veremos al tratar de las preguntas de los exámenes.
Sirva de adelanto la idea de que la necesidad de valorar la respuesta
es una de las razones de este modo de proceder, pues los alumnos y
los profesores prefieren disponer de una referencia precisa y segura
a la hora de saber lo que hay que decir y de enjuiciar lo que se dice.
Además, los condicionantes que imponen la organización de la es-
cuela constituyen un factor de primer orden en la configuración de
los ejercicios que se realizan en la práctica. Someterse al calendario
escolar con la clásica distribución en etapas señaladas por evalua-
ciones, a la estructura compartimentada de las materias divididas
en un número determinado de unidades que se suceden a lo largo
del curso, o, en fin, adaptarse a la hora de clase y a la secuencia de
clases a lo largo de la semana, todo ello limita notablemente el tipo
de ejercicios que pueden hacerse, máxime si se opta por que se rea-
licen en el restringido espacio de las aulas. En esas condiciones es
difícil que sean viables otro tipo de ejercicios, sobre todo si, como
es frecuente en los materiales curriculares de proyectos innovado-
res, la aplicación práctica de las propuestas se confía casi exclusi-
vamente al entusiasmo y dedicación de los profesores y se presta
poca atención a las circunstancias concretas en las que, junto a los
alumnos, tienen que sobrevivir diariamente en las clases.
Por el contrario, los ejercicios que se adaptan a estas circuns-
tancias son los que, tras la experiencia contrastada a lo largo de
años por los profesores, se mantienen con el paso del tiempo, mo-
dificando aquello que sea necesario si es que cambian las condicio-
nes de su realización y fueran precisas nuevas adaptaciones. Así,
vemos que el modelo pregunta-respuesta se aviene bien a las rigide-
ces crono-espaciales de la escuela, pues se puede resolver y corregir
en un lapso limitado de tiempo y en un lugar nada extraordinario
ni distinto del aula; es un modelo que, además, requiere el empleo
de pocos recursos –sólo el libro de texto– y resulta de fácil aplica-
ción, pues su técnica es conocida por todos, alumnos y profesores,
o incluso por los padres o madres que quisieran y pudieran ayudar.
Liberarse de todos estos condicionamientos no es desde luego fácil
ni es cosa que esté de manera absoluta en manos de los profesores,
sin embargo en ese estrecho marco hay posibilidades de desarrollar

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enseñanza, examen y control

otro tipo de ejercicios y actividades siempre y cuando no tratemos


de someter a juicio de forma permanente la conducta y el conoci-
miento de los alumnos y relativicemos la conveniencia de ajustar la
enseñanza al ritmo que impone la organización disciplinar y buro-
crática del conocimiento.

4.3. el examen

Acertadamente Viñao (2001a) ha llamado la atención sobre la invi-


sibilidad del examen para referirse a la reducida comparecencia de
este tema en los estudios sobre educación y a su escasa presencia en
la documentación de la enseñanza; lo cual contrasta, ciertamente,
con la importancia que de hecho tiene en la vida cotidiana de las
aulas y con el papel que juega incluso en ámbitos que no son estric-
tamente escolares. Aunque, como se ha dicho, los profesores utili-
zan diversos procedimientos y medios para calificar a los alumnos,
el examen es el que resulta generalmente determinante a la hora
de decidir sobre las notas, de manera que los demás son secunda-
rios, complementarios o incluso, irrelevantes, si bien es cierto que,
en todo caso, operan como mecanismos de ensayo y preparación.
Aun siendo la función calificatoria la que le da mayor protagonismo
y de la que proviene toda su capacidad de incidencia en la enseñan-
za, la importancia del examen se advierte también al observar el
lugar que ocupa en el campo de las prácticas escolares, pues buena
parte de lo que ocurre en el aula tiene al examen como referencia,
y aunque los alumnos o los profesores no siempre actúen movidos
por ello, o no tengan inicialmente esa intención, es fácil que el he-
cho examinatorio invada la realidad con toda su potencia y acabe
imponiendo sus significados en detrimento de otras posibilidades.
Naturalmente, como vengo reiterando a lo largo de estas páginas,
hay que decir que esta situación no es absolutamente inevitable y
que en determinadas circunstancias las cosas pueden suceder de
otra manera, pero el hecho cierto es que en la mayor parte de los
casos el examen acaba imponiendo su lógica y no resulta fácil con-
trarrestar la hegemonía que ejerce en la práctica. El examen puede
acabar polarizando entonces la actitud con la que alumnos y pro-
fesores afrontan la enseñanza, unos en cuanto examinados y otros
en cuanto examinadores y preparadores de aquellos, y puede acabar

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4. enseñanza, calificación y examen

también articulando la actividad en el aula y fuera de ella, convir-


tiéndola en un conjunto de actos que sólo adquieren sentido con el
horizonte de su presencia.
Pero la importancia del examen rebasa ya las fronteras de la
escuela, pues lo vemos actuando en muchos ámbitos en los que se
requiere algún procedimiento de selección. Si se da el caso de que la
selección debe hacerse entre un número significativo de candidatos
y debe responder, al menos formalmente, a requisitos de igualdad,
mérito y capacidad, es frecuente recurrir a la técnica del examen ya
que se trata de un mecanismo bastante apropiado para operar en
esas condiciones dada sus particulares características.8 De hecho ya
vimos que los primeros vestigios del examen actual se encontraban
en el proceso de selección de los funcionarios chinos y sabemos que
hoy se utiliza para proveer muchos puestos de trabajo en las admi-
nistraciones públicas y en empresas privadas.
Ciertamente, tal y como nos decía Durkheim, el examen, enten-
dido de manera amplia, como algún tipo de prueba o conjunto de
ellas, tiene relación directa con el acceso a cuerpos restringidos y en
este sentido vimos que se incorporó a la enseñanza en la universidad
medieval precisamente cuando se configuró la corporación docente,
y que, en cierto sentido, se trataba de un mecanismo similar al que
operaba también para controlar la entrada en los gremios de arte-
sanos; en ambos casos la prueba a la que se sometía a los candida-
tos consistía en hacer una demostración de su aptitud para el ejerci-
cio de la profesión, dictando una lección o elaborando alguna obra.
Pero el examen, en cuanto técnica particular de selección o como un
tipo específico de ejercicio que se práctica de forma generalizada en
la enseñanza reglada, tiene características distintas a las de aquellas
pruebas y una historia propia. En realidad, la diferencia fundamental
radica en el hecho de que de lo que se trata ahora no es de comprobar
las habilidades profesionales del examinando, sino de medir su rendi-
miento así como su capacidad para pasar a otro nivel.
En algunos países, hasta bien entrado el siglo xix era frecuente
que se utilizaran para ello los exámenes orales, que en ocasiones
consistían en disputas y controversias con maestros y compañeros,
siendo los jesuitas los que idearon a finales del siglo xvi un regla-
mento para la realización de exámenes escritos. Inicialmente fue el

8.  En otros procedimientos de selección, en los que no se da, por ejemplo, la


condición de masividad de los candidatos, suelen utilizarse instrumentos distintos al
examen convencional.

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enseñanza, examen y control

examen oral el que sustituyó a las disputas como técnica evaluato-


ria, pero esa prueba alcanzó un alto grado de desprestigio, siendo
acusada desde diversas instancias de ser un procedimiento irracio-
nal e injusto, no sólo porque no se consideraba una técnica adecua-
da para comprobar el conocimiento de los alumnos sino, también,
porque se prestaba fácilmente a la corrupción mediante las reco-
mendaciones.
Como ya se ha dicho, el hecho examinatorio adquirió singular
importancia en la institución escolar y en el conjunto de la sociedad
a medida que el fenómeno de los títulos se extendió en numerosas
profesiones, y fue en este contexto en el que el examen se consagró
como el instrumento técnico apropiado para dar legitimidad al lar-
go proceso de selección que rechazaba a unos y encauzaba a otros,
pues presentaba con visos de cientificidad y rigor, y, a la postre, de
justicia, lo que no era sino un proceso de naturaleza social y polí-
tica. A ello contribuyó en gran medida el nacimiento y posterior
expansión de la docimología o ciencia del examen en los albores
del siglo xx, una empresa en la que intervinieron psicólogos como
Alfred Binet, Édouard Toulouse, Henri Laugier y Henry Pieron. Los
fundamentos de esta disciplina tienen su origen en tesis ligadas al
concepto de biocracia, es decir, gobierno de los biológicamente me-
jores. Este principio requiere establecer mediciones de la inteligen-
cia y otras capacidades de las personas, con el fin de que sean las
cualidades naturales –y no la condición social– las que determinen
el papel de los individuos en la sociedad. Binet trasladó estas pers-
pectivas al ámbito escolar, interesándose por la determinación de
las aptitudes de los niños, un asunto que fue considerado funda-
mental por los «métodos activos» propugnados por el movimiento
de la «nueva educación», pues la enseñanza –que se pretende cons-
truir ahora sobre bases científicas– debe tener como punto de par-
tida un adecuado estudio de las características de los individuos a
fin de actuar eficientemente sobre ellos (Martín, 2002).
El examen, en cuanto técnica de diagnóstico, quedaba entonces
investido de la autoridad que confiere el rigor científico y se equipa-
raba a otras formas de escrutinio de los individuos, como el examen
médico o la investigación judicial (Belhoste, 2002). El resultado de
la inspección que el examen implica vendría a ser una clasificación
de los alumnos según sus capacidades para el aprendizaje, lo cual
facilitaría, como digo, determinar el tipo de actuación más apropia-
do, pero, aunque éste fuera el principal objetivo de los fundadores
de la docimología –y con este sentido se acogieron positivamente

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4. enseñanza, calificación y examen

sus postulados en el seno de la pedagogía progresista de principios


del siglo xx–, el examen escrito se defendió también como recur-
so apropiado para medir el grado de adquisición del conocimiento
que alcanzaban los alumnos. El caso es que al mismo tiempo que
se implantaba el sistema de grados en la enseñanza primaria se fue
haciendo necesario establecer mecanismos que reglamentaran el
paso de un nivel a otro, para lo cual se adoptó como referencia el
contenido del currículum –que, por esto, debía precisarse cada vez
más– y, más concretamente, el dominio que de él tenían los alum-
nos. Puesto que la comprobación de este extremo debía hacerse con
rigor y objetividad, dada la trascendencia que crecientemente tenía
para los alumnos, el examen escrito ganaba posiciones frente a otros
recursos, de manera que su práctica fue extendiéndose a medida
que se generalizaban los grados en la enseñanza y a medida que se
masificaban las aulas y se diversificaban sus pobladores. Su capaci-
dad para diagnosticar las capacidades y al mismo tiempo valorar el
rendimiento de los alumnos y de la propia institución escolar, fue
argumento de peso para justificar el éxito del examen escrito en un
contexto dominado por la masificación y los imperativos de la se-
lección y la clasificación.
No pocas fueron las voces que ya entonces se alzaron denun-
ciando las perversas consecuencias que el examen tenía sobre la en-
señanza y la formación de los jóvenes (más adelante habrá ocasión de
traer a colación alguna de ellas), pero lo cierto es que su imperio se
fue extendiendo por todos los territorios de la escuela hasta alcanzar
el dominio que hoy posee incluso fuera de ella; ni siquiera los dis-
cursos reformistas ligados a la ampliación de la educación secundaria
(en España a finales de los 80 y principios de los 90) según el modelo
de escuela comprensiva, parecen haber hecho mella en su potencia.
Efectivamente, la literatura pedagógica que acompañó ese proceso
estuvo llena de pronunciamientos contrarios al examen –palabra que
incluso llegó a desaparecer de su jerga– y en defensa de otras formas
más amables de calificación del trabajo de los alumnos y del rendi-
miento escolar como evaluación formativa o procesual. No deja de
ser sintomático el hecho de que este tipo de discursos alcanzara su
máxima potencia en un contexto en el que, debido precisamente a la
universalización de la educación secundaria obligatoria, se produje-
ra una generalización del título correspondiente, con la consiguiente
pérdida de valor en el mercado del capital escolar.
El hecho cierto es, sin embargo, que el examen apenas perdió
vigencia en aquellos años y que en todo caso ha recuperado hoy

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enseñanza, examen y control

el reducido espacio que pudo haber retrocedido entonces. Incluso


ocurre que el fenómeno de la devaluación de los títulos escolares ha
movilizado a favor del examen a ciertos sectores de las clases me-
dias que concentran sus expectativas de movilidad social en la con-
secución de ese capital y han visto con inquietud el debilitamiento
de los mecanismos restrictivos en el paso por la institución escolar.
Así, el examen no sólo está vigente sino que intensifica hoy su pre-
sencia al proyectar la mirada hacia los propios examinadores que
tienen que ser examinados a su vez a fin de determinar el rendi-
miento y el valor del producto que cada escuela ofrece a los clientes
del mercado de títulos escolares.

4.3.1. Algunas características de los exámenes


y condiciones de su realización

El triunfo del examen escrito como recurso casi exclusivo para califi-
car el trabajo de los alumnos se produce, como hemos visto, en rela-
ción con la importancia que adquieren los títulos escolares a la hora
de distribuir a los individuos en la jerarquía social, y no podemos
olvidar, por tanto, que en última instancia suele ser un instrumento
propiciatorio de la dinámica selectiva propia de la escuela capitalis-
ta. Precisamente buena parte de ese triunfo lo debe a su capacidad
para ocultar la verdadera naturaleza social del proceso al que sirve
y para hacer creer que se trata de un mecanismo neutral basado en
los principios de mérito, capacidad e igualdad de oportunidades, es
decir, convirtiendo la relación de poder que está implícita en toda
jerarquización, en una relación de saber aparentemente ajena a los
conflictos sociales y culturales (Díaz, 1993). Una vez que el sistema
educativo se articula de principio a fin en una serie de niveles, cur-
sos, etapas o ciclos y se establecen requisitos de conocimiento para
pasar de uno a otro escalón, el examen se presenta a sí mismo como
el mejor instrumento, el más científico y riguroso, para determinar
la cantidad –y si es suficiente o no– que de ese conocimiento poseen
los alumnos, atribuyéndose así la potestad de establecer un veredicto
sobre la demanda de los alumnos para acceder a niveles superiores;
pero un veredicto que se justifica no en el origen social de los alum-
nos o en cualquier otro criterio discriminatorio sino en lo que los
estudiantes saben una vez que han tenido ocasión de acceder todos
por igual a la enseñanza. De esta forma aprobar el examen no sólo
permite superar un obstáculo en la larga marcha académica sino que

134

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4. enseñanza, calificación y examen

transmuta también la condición del individuo, que goza ahora de


una nueva situación, pues se le considera poseedor de un saber inde-
pendientemente de que sea realmente cierto.
Pero el éxito del examen tal y como lo conocemos actualmen-
te debe mucho también al hecho de que compagina bien con las
limitaciones y rutinas del contexto escolar, y es que en realidad se
trata de un recurso que ha ido modelándose en el seno de la propia
escuela con el fin de dar respuesta a las demandas externas –e in-
ternas– sobre la calificación de los alumnos. En este sentido puede
decirse que es la escuela la que inventa el examen, pues construye
un artefacto peculiar en virtud de las específicas circunstancias en
las que debe utilizarse, pero habría que decir también que el exa-
men influye decisivamente en la configuración de otros elementos
de la cultura escolar, pues, una vez que adquiere la importancia que
venimos constatando, somete a cuanto toca a una servil transfor-
mación. Veamos entonces, en primer lugar, las singulares caracte-
rísticas que tienen los exámenes que se practican hoy en los cen-
tros escolares y en qué sentido algunas de ellas vienen dadas por los
condicionantes que son propios de la escuela; más adelante centra-
remos nuestra atención en la incidencia que el examen tiene sobre
la enseñanza, sobre el conocimiento y sobre el papel de alumnos y
profesores en todo ello.
Si nos fijamos bien, el examen habitual en los centros escolares
consiste en hacer preguntas a los alumnos, que responderán –ge-
neralmente por escrito– de acuerdo con los conocimientos de que
dispongan en el momento examinatorio; si las respuestas son acer-
tadas, es decir, si se corresponden con las que espera el profesor, la
prueba se supera positivamente y se entiende formalmente que el
alumno sabe Historia, Matemáticas, Biología, etc., cuando en reali-
dad lo que ha quedado comprobado no es tanto que tenga muchos
o pocos conocimientos de esas materias sino que en un momen-
to determinado respondió con acierto a algunas preguntas, lo cual
requiere en verdad ciertas habilidades, aptitudes, actitudes, com-
petencias, dedicación y esfuerzos que el alumno ha ido cultivando
en mayor o menor grado a lo largo de toda su vida académica, y es
esto, y no el conocimiento que se posee, lo que de alguna manera se
pone de manifiesto en el examen.9 Es probable que la intención de
9.  En algunos casos el alumno es calificado por la exposición o presentación
de un trabajo, lo cual es muy diferente a la fórmula del examen convencional. Sin
embargo este tipo de pruebas son poco frecuentes, entre otras razones por las difi-
cultades de orden práctico que plantean.

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enseñanza, examen y control

los examinadores sea efectivamente la de comprobar lo que saben


los alumnos, el conocimiento que poseen; ése era el sentido de las
pruebas a las que hemos visto se sometía a quienes quería cursar
carrera en la Universidad medieval o deseaban integrarse en algún
gremio, pero en las circunstancias en las que esta comprobación
debe hacerse hoy, resulta mucho más económico y viable limitarse a
registrar si responden a algunas preguntas, pues en las condiciones
de masificación de la enseñanza y en los límites crono-espaciales en
los que se desarrolla, otra cosa parece poco realista.
Consistiendo el examen generalmente en un acto en el que los
alumnos responden a determinadas preguntas, las circunstancias
en las que tiene que desarrollarse no deben pasarnos desapercibi-
das, pues muchas de sus peculiaridades vienen dadas, como decía
anteriormente, por los condicionamientos que impone el contexto
escolar. De esta forma el ritual examinatorio contiene simbólica-
mente el sentido que el examen tiene para la vida social y revela al
mismo tiempo las singularidades de la cultura que lo ha producido,
es decir, de la cultura escolar. Observemos de entrada el carácter
individual e individualizador del examen, pues se trata de que cada
alumno dé cuenta de sí mismo al profesor y de que éste pueda for-
marse una idea de cada uno de ellos con vistas a tomar una de-
cisión sobre la calificación de su trabajo. Ciertamente este hecho
contrasta con el carácter colectivo en el que se desarrolla la mayor
parte de la enseñanza, pero es revelador de la lógica competitiva
que subyace bajo la apariencia cooperativa. De sobras es conocido
por los lectores que durante el examen no pueden intercambiarse
informaciones los alumnos entre sí, ni, salvo excepciones, es posible
utilizar libros, apuntes o cualquier otro tipo de material; cada uno
tiene que afrontar la situación sin más ayuda que la de su conoci-
miento. El examen, en cuanto acto individual, nos aparece así como
algo muy distante también de la forma en que realmente se trabaja
con el conocimiento, no ya en el mundo de la producción científica
sino también en el propio mundo de la clase.
Ahora bien, para garantizar que los alumnos efectivamente se
enfrentan a solas con las preguntas del examen es necesaria algún
tipo de vigilancia, de manera que el papel del profesor en el acto
mismo del examen ya no es exactamente el de examinar a los alum-
nos sino el de vigilarlos para prevenir que las cosas sucedan con-
forme al criterio de individualidad más absoluta y para sancionar
a quienes transgredan este principio sagrado del examen. De esta
forma el ritual examinatorio está dominado por la disposición vi-

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4. enseñanza, calificación y examen

gilante del profesor, pues en esos momentos los docentes no están


realmente comprobando el conocimiento que tienen los alumnos
–esto ocurrirá más tarde, con la corrección– sino que, paseando
por el aula o mirando desde una posición apropiada –emboscado
a veces tras las espaldas de los alumnos–, lo que comprueba es el
cumplimiento de los requisitos con los que debe desarrollarse la ta-
rea. Ocurre entonces que, debido al carácter individualizador –pero
también uniformador– del examen, al hecho de que realmente con-
siste en responder individualmente y por escrito a unas preguntas,
se impone la necesidad de la vigilancia, lo cual tiene a su vez conse-
cuencias sobre el ritual examinatorio. Aquí el silencio y la entrega
absoluta del alumno a las órdenes del profesor son aspectos funda-
mentales –más aún que en el desarrollo de las clases–, aceptados y
respetados de manera evidente; y es por esto por lo que en no pocas
ocasiones el examen se convierte en un magnífico instrumento de
control de la clase, un recurso que a veces emplean los profesores
para resolver situaciones de desorden y desgobierno pero del que
no se puede abusar si se quiere mantener su eficacia. En estos casos
se nos revela la potencia y autoridad del examinador a la par que la
docilidad y sumisión de quien se somete a su inspección y juicio.
El examen requiere un espacio singular y una particular dis-
posición del mobiliario capaz de garantizar el aislamiento de los
alumnos. Se trata de procurar entre ellos la mayor distancia posible
de manera que lo mejor suele ser un aula de mayor capacidad que la
habitual, el «aula de exámenes». En España no pocos Institutos de
Bachillerato solían estar dotados de un aula de tamaño superior a
las demás –generalmente el doble– que se utilizaba habitualmen-
te para la realización de los exámenes, una dependencia que era
inexistente en las escuelas de primaria y hoy en la mayor parte de
los nuevos centros de secundaria.10 Desde luego el hecho de que el
examen se realice en un lugar específico denota la trascendencia de
su papel en la enseñanza y supone una carga añadida de simbolis-
mo no exenta de consecuencias prácticas. Pues en estos casos, en
los que el ritual se oficia en un lugar específico, a la incertidumbre
e inquietud consustancial a la prueba se suma el desconcierto que
produce el traslado a un espacio que no es habitual ni, por tanto,
suficientemente familiar para los alumnos y en el que, lógicamen-
10.  Lo cual, por cierto, nos ilustra sobre la desigual importancia del hecho exa-
minatorio en la enseñanza obligatoria y en la no obligatoria, pero también sobre la
incidencia de la masificación de la enseñanza secundaria en la arquitectura de los
centros escolares.

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enseñanza, examen y control

te, al ser sus movimientos más inseguros, se requiere una habili-


dad particular para controlar la situación. En realidad el examen no
sólo indaga sobre las respuestas de los alumnos a sus preguntas sino
que, de forma indirecta, los inspecciona en relación con el domi-
nio de sí mismos. La escena de estudiantes a las puertas del aula de
exámenes esperando la señal de entrada, a veces previa identifica-
ción personal, desprovistos de objetos o materiales equívocos, de li-
bros, mochilas y carpetas que se amontonan a veces en algún lugar
próximo, la escena, digo, se reproduce en momentos decisivos de su
historia como son los exámenes de acceso a la Universidad o los que
se organizan para seleccionar candidatos a algún puesto de trabajo,
lo cual puede interpretarse como el ensayo recurrente de una obra
que tiene por argumento la continua inspección y selección de los
sujetos en función también de su dominio del escenario.
Pero a la hora de la realización de la prueba no siempre se uti-
liza un lugar específico como el «aula de exámenes»; en muchos ca-
sos esta costumbre no existe, a veces simplemente ocurre que no
hay espacios disponibles, en otros casos se trata de una decisión
consciente del profesor o profesora que responde a la intención de
restar importancia al examen. Con todo es frecuente que, aunque
el examen tenga lugar en el aula en la que habitualmente se desa-
rrollan las clases, su geografía sufra también, cuando es físicamente
posible, algún tipo de modificación que ayude a garantizar la indi-
vidualidad del acto (véase foto 4.1). Así, en el caso de disponer de
mesas individuales susceptibles de ser movidas, los propios alum-
nos, a instancias del profesor o por iniciativa propia, se encargan de
organizar el mobiliario de manera tal que se aumente el máximo
posible la distancia entre ellos y se reduzca la posibilidad –impo-
sible de eliminar totalmente– de comunicarse. Y si esto no fuera
viable se recurre a la fórmula de preparar exámenes distintos con
el objetivo de que los que inevitablemente deben estar próximos no
puedan ayudarse entre sí, pues se les supone ocupados en su pro-
pia tarea. A veces, en fin, a falta de otros recursos, la prohibición
de toda comunicación se refuerza con la amenaza de sanciones que
gravita de manera explícita e implícita sobre los estudiantes.11
Vemos entonces que la necesidad de vigilar para preservar la
individualidad del examen obliga en el contexto escolar –y fuera de
11.  Así ocurre, por ejemplo, cuando los profesores recogen los exámenes agru-
pando los de aquellos que han estado más próximos en el aula; de esta forma se su-
giere a los alumnos que a la hora de la corrección comparará los de unos y otros para
determinar si copiaron entre ellos, aunque esta comparación no siempre se realice.

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4. enseñanza, calificación y examen

foto 4.1.
Alumnos y alumnas realizando un examen

él– a una particular configuración del espacio para distribuir a los


alumnos de una forma generalmente distinta a la habitual, y que
esto precisamente por ser excepcional nos advierte de su centrali-
dad y de los matices de su naturaleza, pues, como suele ocurrir con
los acontecimientos importantes, requiere un escenario particular
y, como se decía anteriormente, exige al alumno ciertas competen-
cias que no sólo se adquieren estudiando.
Pero quizás es tanto en las consideraciones espaciales como en
la cronología donde se nos muestra más claramente la simbiosis en-
tre el examen y la cultura escolar, entre la cultura escolar y el exa-
men. La escuela delimita la duración del examen y el examen acom-
paña la secuencia de los acontecimientos escolares. Efectivamente,
el hecho de que la vida en la escuela esté organizada en torno a mó-
dulos de 60 minutos más o menos, se proyecta sobre la duración de
los exámenes que, principalmente por este motivo, debe someterse
también al imperio de la cronología escolar. De esta forma la prue-
ba adquiere una nueva cualidad que deriva de las circunstancias en
las que ha de desarrollarse, pues ya no sólo se trata de que los alum-
nos respondan a unas preguntas en un lugar determinado sino que
esto ha de hacerse en un momento específico y durante un tiempo
perfectamente acotado. Al constatarse, con este dato, por ejemplo,

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enseñanza, examen y control

la artificiosidad del examen comprenderá el lector o lectora mi es-


cepticismo cuando se considera su superación como distintivo de
sabiduría.
Más adelante veremos cómo la duración del examen tiene no
pocas implicaciones en el formato que adoptan las preguntas, pero
antes, abundando en nuestras consideraciones sobre el tempo del
examen, observemos su relación con el ritmo del curso escolar.
Efectivamente, lo más frecuente es que el desarrollo de las clases se
distribuya en tres trimestres separados por períodos vacacionales
que señalan el tránsito de uno a otro hasta llegar al final del curso;
todo transcurre con la misma cadencia con la que habitualmente
sucede la calificación de los alumnos: primera evaluación, segunda
evaluación, tercera y final. Y en función de este ritmo ocurren tam-
bién los exámenes a lo largo del curso, pues, como se ha repetido
en varias ocasiones, ellos constituyen el principal instrumento en
la determinación de las notas: uno, más bien dos o incluso tres en
cada trimestre. La enseñanza misma, la distribución de los temas
del programa de la asignatura se ajusta entonces al número de exá-
menes con el fin repartir homogéneamente la materia a lo largo del
tiempo: tantos temas para el primer examen, tantos para el segun-
do, «entra» hasta aquí… Aunque no esté diariamente presente es
cierto que el tiempo y los acontecimientos escolares se organizan
alrededor del examen y es cierto también que el examen escrito es
a su vez suficientemente dúctil como para adaptarse a la cronología
escolar.

4.3.2. La corrección de los exámenes

Basándome en estimaciones propias y de manera sólo aproximati-


va, podríamos considerar que un alumno de secundaria realiza a lo
largo del curso seis exámenes, como mínimo, en la clase de Histo-
ria; y, si tenemos en cuenta que en España un profesor o profeso-
ra imparte clases a un total, también aproximado, de 130 alumnos,
tendríamos que el número mínimo de exámenes que debe corregir
sería de 780. Considerando además que cada uno de los exámenes
puede constar de unos 3 folios, llegaríamos a la conclusión de que
el total que debe leer para corregir sería de unos 2.340 folios, una
cifra que, tratándose además de una literatura normalmente poco
agradable, resulta algo abultada, y, aunque su peso se aligera gracias
a que la corrección se distribuye a lo largo del curso, la acumulación

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4. enseñanza, calificación y examen

de la tarea en las épocas de exámenes provoca en los profesores una


situación de intensa fatiga.
Sólo la cantidad de folios que han de leerse y la intensidad esta-
cional que imponen los ciclos examinatorios a la hora de emplearse
en la corrección, justifican ya que los profesores no realicen con en-
tusiasmo este trabajo y explica también que traten de minimizar las
consecuencias más gravosas que para ellos tiene el sistema de exá-
menes, sin renunciar, claro está, al poder que les confiere. El celo
con el que habitualmente se defiende la intimidad de la corrección
–sólo compartida dentro de la corporación profesional para ilustrar
la ignorancia extrema de algunos alumnos– debe entenderse desde
luego como una demostración de suficiencia y poder pues, eso sí, el
que antes oficiaba de vigilante, ejerce ahora verdaderamente como
examinador, es decir, como juez único, capaz de determinar por sí
mismo el valor de lo que saben los alumnos o, para ser más exactos,
de sus respuestas. Pero la intimidad del profesor o profesora corri-
giendo no nos impide ver algunas de las dificultades, debilidades y
servidumbres de la corrección. Ya se ha dicho, por ejemplo, el has-
tío y cansancio que suele provocar la tarea; añadamos a ello un pro-
blema de mayor envergadura como es la incertidumbre en precisar
la calificación y la necesidad de objetivar al máximo esa decisión,
asunto de particular importancia en algunas materias, como es el
caso de la Historia.
Efectivamente, no puede negarse que frecuentemente la califica-
ción de la respuesta a una pregunta se presta a opiniones distintas, ya
que contiene una fuerte dosis de subjetividad. De hecho la reglamen-
tación de la actuación de los tribunales constituidos para determinar
mediante examen la obtención de títulos o el acceso a algún puesto
de la Administración, contempla esta posibilidad que suele resolverse
mediante la eliminación de las calificaciones extremas cuando entre
ellas existe notable diferencia. Pero en el caso que nos ocupa no existe
esta opción ya que es uno sólo el examinador, lo cual hace en realidad
más vulnerable la decisión, pues su veredicto sólo podría contrastarse
con la opinión del demandante, es decir, del alumno disconforme con
la nota. Este tipo de situaciones se ha ido extendiendo en los últimos
años por ejemplo en España al potenciarse el derecho de los alumnos
–legítimo, por cierto– a reclamar sobre las notas que los profesores
ponen en sus exámenes. En este sentido es interesante observar que
la Administración educativa regula de manera cada vez más precisa y
extensa ese derecho en las órdenes y circulares que disponen la orga-
nización de cada curso académico; incluso previene a los profesores

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enseñanza, examen y control

sobre la conveniencia de proveerse de argumentos claros y precisos


con los que poder hacer frente a las posibles reclamaciones de alum-
nos y de padres o madres. Pues bien, con vista a resolver satisfacto-
riamente esas nada agradables situaciones, los profesores se verán
obligados no ya a corregir de forma honesta y escrupulosa –lo que
doy por supuesto que ocurre en la mayoría de los casos– sino tam-
bién a disponer de recursos que permitan comparar las respuestas
de los alumnos con otro referente distinto del de su propia opinión,
un referente que distinga la autoridad y legitimidad que le reconocen
alumnos, profesores y padres. De esta forma, en muchos casos, suele
ocurrir que la corrección de exámenes deja de ser un asunto exclu-
sivo de los profesores, pues ellos mismos, con el fin de disponer de
argumentos en caso de discrepancias, muchas veces deben supeditar
su juicio a lo que se establezca en el libro de texto que es, como se
sabe, el referente habitual a la hora de establecer el grado de correc-
ción de las respuestas a las preguntas de los exámenes. De hecho, un
elemento como los «solucionarios», propio de los libros de la extinta
EGB y que se difundió con ella, son ahora moneda corriente, incluso
reclamada, en la ESO.
Naturalmente no quiero decir con esto que en la corrección de
los exámenes los profesores se atengan al contenido del texto u otro
tipo de ingenio; es posible que esto ocurra en algunos casos, pero
no me parece que sea frecuente. Lo que sí me interesa subrayar es
que la corrección de los exámenes es una tarea mediatizada cada
vez más por la carga de subjetividad que tiene toda calificación,
especialmente en un contexto como el actual en el que la autori-
dad del profesorado está sometida a discusión y en el que además
la masificación de la enseñanza junto a la extraordinaria vigencia
y actividad examinatoria hacen de las tareas correctoras una en-
gorrosa actividad para los profesores. En este sentido formulación
de las preguntas del examen responde a varios criterios pero entre
ellos, operando quizás de manera invisible, debe contarse también
la intención de objetivar al máximo la calificación y aligerar en todo
lo posible el engorro de la corrección.

4.3.3. Las preguntas de los exámenes

Vemos que el examen es un producto modelado peculiarmente por


las particulares circunstancias del medio en el que se ha desarro-
llado, es decir, del contexto escolar y que, al mismo tiempo, debe el

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4. enseñanza, calificación y examen

éxito de su generalización precisamente a su capacidad para adap-


tarse a él. Pero también se ha dicho que el examen incide en mu-
chos aspectos de la enseñanza y de la vida escolar. En este sentido
quizás sean las preguntas el componente en el que mejor se puede
observar esta doble incidencia entre el examen y la escuela, pues su
formulación debe mucho al hecho de que hayan de responderse en
condiciones singulares (distintas a las que rigen, por ejemplo, en la
vida cotidiana), a la vez que tiene decisivas consecuencias sobre el
conocimiento, la enseñanza y el aprendizaje, dado el papel central
que juega en el mundo de la escuela.
Si, como he dicho anteriormente, el examen suele realizarse en
un tiempo determinado, que normalmente oscila entre 60 y 90 mi-
nutos, es evidente que las preguntas deben poder ser respondidas en
ese tiempo, lo cual condiciona no sólo su número sino, sobre todo,
sus características (Merchán, 2001b). Es evidente que ya sólo este
condicionamiento distingue al examen de otros tipos de pruebas
en las que haya de darse cuenta del conocimiento adquirido, pues
el hecho de que deba hacerse en un tiempo determinado y especí-
fico, que viene dado por la necesidad de someter a vigilancia a los
alumnos, le distancia, por ejemplo, de la elaboración de un informe
o la presentación de los resultados de una investigación. El caso es
que, dado el tiempo disponible, las respuestas de las preguntas de
los exámenes escritos no pueden ocupar más que una extensión de-
terminada, lo cual viene a coincidir con el interés de los profesores
por reducir al máximo el trabajo de corrección; así que, de esta for-
ma, puede observarse como tendencia la formulación de preguntas
que tengan respuestas cortas frente a la opción de preguntas cu-
yas respuestas puedan ser más bien largas. Un ejemplo de este tipo
de preguntas son las llamadas de tipo test, que suelen practicarse
precisamente para reducir el tiempo de corrección, especialmente
utilizado en los casos en los que el número de examinandos es muy
amplio. Esta fórmula puede encontrarse frecuentemente en ám-
bitos extraescolares pero no está, ni mucho menos, ausente en los
exámenes escolares aunque no siempre se nos presenta de la misma
forma. Así, por ejemplo, están las preguntas en las que los alumnos
deben escoger entre varias alternativas, como el caso que sigue.12

12.  Las consideraciones que siguen sobre las preguntas de los exámenes se ba-
san en una muestra de las preguntas de 60 exámenes recogidos de 12 Institutos pú-
blicos de Educación Secundaria (Merchán, 2001a).

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enseñanza, examen y control

7.- ¿Cómo se llaman las ciudades que surgen en el camino [de San-


tiago]?
- metrópolis - burgos - califato

Otras en las que tienen que pronunciarse sobre la veracidad de


alguna afirmación eligiendo ahora entre «verdadero» y «falso»:

[Examen sobre Fernando VII y su época]


Tacha las palabras erróneas y escribe debajo la frase verdadera com-
pleta. En el caso de que la frase sea correcta, la escribes otra vez, de-
bajo. Escribe la letra F al final de cada frase FALSA. Escribe también
la letra V al final de cada frase VERDADERA.

1.- Fernando VII, hijo de Felipe V, fue un rey liberal.


1.-___________________________________________

En otras, en fin, la tarea de responder se limita ya a completar


alguna frase inacabada colocando la palabra que supuestamente le
corresponde:

1.- La Guerra de Independencia de los EE.UU. se desarrolla en-


tre _­­­­____ y _­­­­____, pudiéndose distinguir en ella 2 etapas: la
1ª se desarrolla entre _­­­­_______ y _­­­­_______ y se caracteriza
por:_­­­­___­­­­__________ la 2ª se desarrolla entre _­­­­______ y _­­­­______ y
se caracteriza por: _­­­­_____­­­­_______­­­­_______­­­­_______­­­­________

De la muestra de exámenes tomada para analizar los tipos de


preguntas a los que aquí me estoy refiriendo se deduce que los es-
tilos ejemplificados anteriormente son bastante más frecuentes en
los cursos inferiores que en los superiores, lo que me hace pensar
que la intención de los profesores es facilitar el éxito de los alum-
nos, basándose en el supuesto de que responder a preguntas de este
tipo es más fácil que hacerlo con otras. Desde luego lo que caracte-
riza a este conjunto de preguntas es la simplicidad de la tarea que
los alumnos deben realizar para proceder a dar la respuesta: subra-
yar una palabra, asociar palabras, completar frases…, pero también
les caracteriza el hecho de que su corrección resulta bastante fácil
y rápida. Ahora bien, el precio de la simplificación para hacer ase-
quibles las preguntas a los niveles de competencia de los alumnos

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4. enseñanza, calificación y examen

y para facilitar la corrección es el de la transmisión de un conoci-


miento simple y memorístico, así como de la idea de que la adqui-
sición del conocimiento histórico es cosa de repetir una y otra vez
nombres, fechas y frases. Así, no resulta fácil que la Historia escolar
alcance todas las virtualidades que los profesores desean y que ya
vimos en su momento.
Naturalmente en los exámenes, concretamente de Historia,
pueden encontrarse preguntas de corte muy distinto a las que aca-
bamos de ver. El estilo más habitual en los cursos superiores –me
refiero al 2º ciclo de la ESO y al Bachillerato en España– remite al
desarrollo de un texto dentro de los límites temporales y espaciales
anteriormente señalados. A veces ese texto es simplemente el de-
sarrollo del significado de unos términos, en otras ocasiones –más
frecuentemente– se trata de que el alumno informe sobre un he-
cho, período o situación histórica, describiendo sus rasgos carac-
terísticos o dando cuenta de su trayectoria. Sin duda el tipo de pre-
gunta más repetida en los exámenes de Historia es aquel que pide
a los alumnos que enumeren las causas o las consecuencias de un
hecho histórico; de esta forma parece que se quiere subrayar en la
práctica el valor explicativo que los profesores atribuyen al cono-
cimiento histórico escolar. Muchas veces el mismo enunciado de
las preguntas delata esa intencionalidad; así, por ejemplo, se dice
«Analiza las causas de la Primera Guerra Mundial», «Enumera y
explica las principales causas de la Revolución francesa»; analizar,
explicar, son verbos frecuentes a la hora de indicar a los alumnos la
forma en que deben responder, si bien en muchos casos el enuncia-
do carece de verbo –«Consecuencias de la 1ª Guerra mundial… »,
«Causas y consecuencias de los grandes descubrimientos geográ-
ficos»–, dando por supuesto en estos casos que los alumnos saben
qué es lo que tienen que hacer. Ciertamente, en la práctica, no se
sobrentiende que hagan un análisis de un fenómeno tan comple-
jo como la Primera Guerra Mundial u otro de magnitudes simila-
res; tal cosa sería en verdad imposible en el corto espacio de tiempo
de que se dispone para la realización del examen; podría producir,
además, un texto largo, penoso de corregir si se multiplica por el
número de alumnos a los que atiende un profesor o profesora; pero
también ocurre que si lo que realmente se pidiera fuera un estudio
abierto sobre algún hecho histórico es posible que sus resultados
fueran discutibles y resultara difícil objetivar la calificación. Y es
que en verdad, cuando se pregunta por las causas o las consecuen-
cias o incluso la caracterización de una época histórica, lo que se

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enseñanza, examen y control

sobrentiende habitualmente es otra cosa muy distinta, tal y como


se puede intuir en preguntas como las siguientes: «Analiza cuatro
causas de la Primera Revolución Industrial», «Explica cuatro con-
secuencias de la Revolución Industrial. (1 punto)» ¿A qué cuatro
causas o a qué cuatro consecuencias se refieren estos profesores?
Young nos da una explicación bastante certera del verdadero signi-
ficado de este tipo de preguntas:

Unas preguntas de forma aparentemente «abierta» (por ejemplo,


«¿cuáles fueron las causas de la guerra de Secesión?»), entendiendo
por «abiertas» el admitir una variedad posible de respuestas acep-
tables, son funcionalmente cerradas si, en el contexto, el maestro
pretende, y los alumnos suponen, que la pregunta es, en realidad:
«¿Cuáles son las cinco causas de la guerra de Secesión…, que vienen
en vuestro manual…, en los apuntes que os di la semana pasada…,
etc.». (Young 1993, 114)

En realidad la inmensa mayoría de las preguntas de los exáme-


nes tienen en última instancia este significado, lo cual se explica en
virtud de las singulares características de la cultura escolar en la
que el examen, como vengo diciendo, tiene un papel central, y de
manera especial por las circunstancias que concurren en el hecho
examinatorio. Ya hemos visto, por una parte, que el contenido de
la enseñanza no es tanto «las causas de la Primera Revolución In-
dustrial» sino más bien las cuatro que vienen en el libro o dicta el
profesor, de manera que las preguntas de los exámenes han de ser
coherentes con este hecho.13 Por otra parte vemos que este tipo de
preguntas se adapta fácilmente al medio en el que se desarrollan los
exámenes, ya que al referirse a un texto de dimensiones asequibles
pueden ser respondidas en un tiempo razonable, pueden ser corre-
gidas sin un esfuerzo desproporcionado –aunque muchos profeso-
res prefieren, como hemos visto, preguntas más cortas– y, lo que no
es menos importante, las respuestas se pueden calificar con poco
riesgo de subjetividad, dado que en realidad se le pide al alumno
que diga lo que dice en el libro de texto y esto permite contrastar
la respuesta de manera poco discutible. Aunque muchos profeso-
res se resisten, o se han resistido en otro tiempo, a formular estas
preguntas, lo cierto es que resulta fácil que acaben adoptándolas
debido a la fuerza que impone su acoplamiento con la cultura esco-

13.  Más adelante veremos que no sólo el contenido determina el tipo de pre-
guntas sino que, al mismo tiempo, las preguntas determinan al contenido.

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4. enseñanza, calificación y examen

lar y a las dificultades –de tiempo, de objetividad en la corrección,


etc.– que en la práctica se les plantea cuando se inclinan por otro
tipo de preguntas. A este hecho no son ni mucho menos ajenos los
propios alumnos, que de alguna forma tratan de hacer valer su in-
terés en que las preguntas de los exámenes sean del tipo que vengo
comentando, es decir, que les pida que digan lo que ya está escrito
en algún sitio, lo cual tiene la ventaja, entre otras, de que facilita su
preparación. De aquí que generalmente los alumnos prefieran e in-
sistan a los profesores en que las preguntas de los exámenes tengan
el mismo título que los epígrafes de los distintos apartados del libro
de texto, quejándose cuando las cosas suceden de manera distinta
como suelen intentar a veces algunos profesores, especialmente los
más innovadores:

P.– ¿Cómo son las preguntas de los exámenes?


Alumno 1.– En el examen te pone preguntas del libro pero con sus
palabras, entonces no sabemos a qué parte del libro se refiere.
Alumno 2.– El libro pone, por ejemplo, economía, ésa la sabemos,
pero ella pregunta ¿Cómo era la economía de no sé qué y no sé
cuánto? y nosotros no sabemos qué economía es ésa.
Alumno 3.– Las preguntas no se entienden, deberían ser como en el
libro, tal y como lo has estudiado.

4.3.4. Estudiar para el examen

Desde los primeros años de su incorporación a la escuela, la vida


de los alumnos está gobernada por el examen de manera cada vez
más intensa a medida que avanzan de un curso a otro, una intensi-
dad que, en su caso, se acentúa a lo largo de los estudios universita-
rios y que puede prolongarse en el tiempo si se quieren incorporar
a algún puesto de trabajo cuyo acceso esté también regulado por
un examen, algo que como ya se ha dicho es bastante frecuente. La
presencia del examen en la identidad de los alumnos se nos hace
especialmente visible si observamos que las tareas de preparación
de esta prueba acaban por configurar la mayor parte de su relación
con la enseñanza y con las materias escolares. De hecho, salvo la
realización de ejercicios y actividades, a los que me he referido an-
teriormente, ya es raro el caso de quién estudia o realiza algún tipo
de trabajo escolar, si no es en fechas próximas o incluso inmediatas
a la celebración del examen, y más excepcional aún que se hagan

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enseñanza, examen y control

o siquiera existan tareas escolares que no repercutan directa o in-


directamente en la calificación de los alumnos;14 así, el examen no
sólo regula el ritmo de los acontecimientos escolares, sino también
el ritmo del estudio de los alumnos y sobre todo la naturaleza y el
modo de aproximación al conocimiento. Naturalmente no son po-
cos los estudiantes que encuentran satisfacción en el conocimiento
que adquieren en la escuela ni los que acuden a ella con interés y
curiosidad; pero esta actitud hacia la actividad de la enseñanza y
hacia el conocimiento escolar dista de ser generalizable o incluso
mayoritaria. Por el contrario, entre los alumnos, especialmente del
nivel secundario, aunque no sólo entre ellos, se asienta una actitud
pragmática en sus relaciones con la institución escolar, un pragma-
tismo que les lleva a considerar lo que allí ocurre como un inter-
cambio mercantil más que como una transmisión de conocimien-
tos. Ya hemos visto que lo que la escuela ofrece en ese intercambio
son una serie de calificaciones convertibles en títulos escolares, que
posteriormente y en determinadas condiciones pueden a su vez
ser canjeados por un cierto estatus económico y social. Para que
el intercambio se produzca los alumnos deben adquirir hábitos y
comportamientos particulares, ciertos conocimientos que la escue-
la considera relevantes, y demostrar el grado en que han alcanzado
uno y otro requerimiento; en virtud de esta lógica su actuación en
la clase está sometida de forma casi continua al juicio de los profe-
sores que, finalmente, convierten en calificación el resultado de su
escrutinio.
Aunque no siempre ni en todos los casos ocurre así, a falta de
motivaciones intrínsecas, la actitud de la mayor parte de los alum-
nos respecto a la enseñanza en la institución escolar se sustenta so-
bre bases más bien pragmáticas, tanto si esa actitud es de rechazo
como si es la que se conviene en denominar positiva. La partici-
pación en el intercambio requiere de su parte un esfuerzo ya que
renuncian a intereses más inmediatos o a comportamientos que se
sitúan al margen o incluso en contra de las normas establecidas.
Según hemos visto anteriormente cabe pensar que de manera más
o menos consciente los estudiantes van valorando las posibilidades

14.  Incluso, como hemos visto, la realización de los ejercicios puede ser con-
siderada también como una actividad relacionada con el examen, pues o son instru-
mentos que utiliza el profesor para calificar a los alumnos o son ensayos preparato-
rios del examen. Con todo, es cierto que en la vida escolar se realizan otro tipo de ac-
tividades que apenas tienen relación con la calificación, pero suelen tener un carácter
excepcional o buscan resolver los problemas de control de la clase.

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4. enseñanza, calificación y examen

que tienen de alcanzar con éxito lo que la escuela ofrece de manera


inmediata, es decir, buenas calificaciones, el grado de satisfacción
que ello produce en el contexto familiar y en el círculo de amis-
tades, así como el modo de vida que podrían tener en el caso de
que efectivamente lograran acceder al estatus prometido a quie-
nes consigan los títulos y diplomas. En los casos en los que no haya
proporción entre el esfuerzo y las recompensas, es decir, cuando el
esfuerzo resulte excesivo –debido a las dificultades que la empresa
plantea a los alumnos de culturas muy distantes de la dominante en
la escuela– o cuando por este motivo, u otros, la confianza en lograr
un rendimiento escolar aceptable sea escasa, o, en fin, en los casos
en los que, por razones también diversas, el futuro que la escuela
promete no resulte ni siquiera atractivo, entonces suele ocurrir que
los alumnos desisten de participar en el intercambio antes aludido,
lo cual en muchas ocasiones se manifiesta en su rechazo a man-
tener el comportamiento normativo, en su desinterés por adquirir
los conocimientos propuestos y, a veces también, en el absentismo
escolar. Así mismo los profesores o profesoras que trabajan con este
tipo de alumnos acaban convenciéndose de la extrema dificultad o
incluso imposibilidad de que alcancen los conocimientos mínimos
que les permitan obtener resultados aceptables. Suele ocurrir en-
tonces que el hecho examinatorio pierde la potencia que tiene en
otros casos; y es que, a pesar de que mantenga formalmente su pre-
sencia en la enseñanza, tanto para estos alumnos como para sus
profesores la calificación es un asunto que pasa a segundo plano.
Claro que frente a la actitud de este tipo de alumnos, la institución
escolar corresponde con el suspenso, negándole los títulos que con-
cede a otros.
Estos otros son aquellos que se sitúan en supuestos contrarios a
los que acabamos de ver, es decir, se trata de estudiantes para quie-
nes el esfuerzo que deben hacer para tener éxito es asequible y por
lo tanto confían en poder alcanzar las metas propuestas, y, además,
les resulta sugestiva, o al menos deseable, la posición y el modo de
vida que pueden alcanzar al final de su trayectoria académica. En
estos casos los alumnos mantienen una actitud hacia la escuela que
suele calificarse de positiva y que en realidad significa que están
dispuestos a mantener los hábitos y comportamientos requeridos
y a adquirir los conocimientos apropiados para conseguir unas me-
tas que son valoradas positivamente desde su contexto familiar y
cultural. Ciertamente sería erróneo pensar que todos y cada uno
de los alumnos y alumnas de nuestros centros escolares se sitúan

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enseñanza, examen y control

inequívocamente y para siempre en alguna de las dos posiciones ex-


puestas. Entre una y otra existe una amplia gama de posibilidades
en las que los estudiantes se ubican a lo largo de su vida académica,
moviéndose en un sentido o en otro; no obstante, aunque no se tra-
te de una situación irreversible, es bastante probable que al finalizar
la enseñanza primaria o en los primeros años de la secundaria la
disposición de los alumnos respecto a la escuela se haya fijado más
bien en un sentido que en otro. Los alumnos y alumnas de este se-
gundo grupo actúan procurando en todo momento rentabilizar al
máximo su esfuerzo, es decir, tratando de obtener las mejores cali-
ficaciones posibles, y puede decirse que éste es el principal criterio,
cuando no el único, que guía su actuación en la clase y fuera de ella,
lo cual significa que centrarán su atención en mantener los hábitos
y comportamientos apropiados en el aula, puesto que esto es obje-
to de permanente evaluación informal por parte del profesor. Pero
significa también que su relación con el aprendizaje de la asignatu-
ra acaba siendo gobernada de forma más o menos imperiosa por el
propósito de conseguir una calificación positiva, o, dicho de otra
forma, ya no se trata de adquirir unos conocimientos sino de re-
solver satisfactoriamente los expedientes examinatorios habituales:
hacer bien los ejercicios y actividades y responder adecuadamente a
las preguntas de los exámenes. Por su parte, los profesores que im-
parten clases a este tipo de alumnos orientarán su actuación tam-
bién en este sentido, es decir, en el de atender a las demandas de la
calificación, en prepararlos para hacer bien los exámenes. Y puesto
que esta posición es dominante en la cultura escolar y el examen es
un elemento central de la enseñanza, al margen de los casos antes
citados en los que los alumnos apenas se implican, puede decirse
–ya se ha dicho– que el estudio que hacen los alumnos consiste
realmente en la preparación de los exámenes.
Esto, que quizás tenga hoy la categoría de fenómeno natural, no
es ni mucho menos consustancial a la enseñanza ni al aprendizaje,
sino una lamentable y perversa consecuencia de una escuela articu-
lada más en función de la reproducción social que de la formación
crítica de los jóvenes. Ya Giner de los Ríos (1993), en un texto que
de manera muy expresiva se tituló «O educación o exámenes», se
quejaba a principios del siglo xx de que en el campo universitario
el estudio se convirtiera en preparación de exámenes, observando
que el trabajo científico, o simplemente el aprendizaje, es cosa muy
distinta de lo que se consigue con ello, que no es sino aprender de
memoria manuales, apuntes, catecismos de preguntas y respuestas…

150

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4. enseñanza, calificación y examen

La preparación de los exámenes es hoy una actividad fundamental


en la vida de los estudiantes, organiza la secuencia temporal de su
relación con la escuela y con el conocimiento escolar, incide en as-
pectos extraescolares de su vida, como el ocio y la realización de ac-
tividades no académicas, y determina la forma en que se adquiere el
conocimiento. En las fechas próximas a los exámenes se trastoca la
cronología habitual de la conducta de los alumnos, especialmente en
los cursos superiores; es frecuente entonces observar mayor absentis-
mo en las clases que preceden inmediatamente a la prueba, motivo
por el cual en algunos centros escolares y en la mayor parte de las
universidades acaban suspendiéndose y habilitando una «semana de
exámenes». Pero con vistas a la preparación de las pruebas se modi-
fican también los hábitos de la vida cotidiana, horarios de dedicación
al estudio, tiempo de descanso, etc. Con todo, estas alteraciones pro-
ducidas por la preparación de los exámenes no son, a mi modo de
ver, las que mayores consecuencias tienen sobre la formación de los
jóvenes. El hecho de que habitualmente ésta sea la única forma en la
que se relacionan con el conocimiento nos pone en la pista de qué es
lo que realmente aprenden los alumnos en una enseñanza gobernada
por el examen, no sólo en lo que respecta a los contenidos escolares
sino, lo que quizás es más importante, también en lo que respecta a la
naturaleza del conocimiento y sobre la forma de adquirirlo.
La preparación de los exámenes depende en buena medida de
las características de la prueba que se utilice en la calificación de los
alumnos, una relación de dependencia que da cierto margen para
intervenir en su aprendizaje, aunque ya hemos visto cómo otras cir-
cunstancias limitan también el tipo de exámenes que puede reali-
zarse. En el caso de la enseñanza de la Historia, y probablemente
también en el de otras asignaturas, sabemos que el examen consiste
realmente en dar cuenta del contenido de un texto o, para ser más
exacto, en reproducir lo más fielmente posible el contenido de un
texto en el que se recoge lo que otros –entre los que se incluye a
veces el profesor o profesora– han dicho sobre las cuestiones que
se preguntan. En la práctica habitual no es fácil que pueda ser de
otra forma, ya que si el conocimiento histórico escolar consiste en
saber lo que otros han dicho sobre un hecho o sociedad histórica y
las preguntas de los exámenes en realidad se refieren a lo que a los
alumnos se les ha dicho y se contiene en un determinado texto, nos
movemos en un círculo cerrado que podría romperse si se replan-
teara de forma radical la idea que tenemos de lo que es aprender
Historia y de lo que es el conocimiento. Aunque generalmente los

151

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enseñanza, examen y control

profesores valoran la creatividad y capacidad de elaboración de los


alumnos a la hora de responder a las preguntas, lo cierto es que los
estudiantes, cuando afrontan los exámenes, tienden a adoptar una
actitud bastante pragmática sobre el asunto, de manera que suelen
decidirse por fórmulas que de la manera más fácil y segura posible
les garantice la consecución del objetivo final, que no es otro sino
el de conseguir la mejor calificación o, como mínimo, el aprobado.
Por muchas y diversas razones que iré comentando en las próximas
líneas, esta fórmula suele consistir en la reproducción del texto que,
de manera explícita o implícita, sirve de respuesta a cada una de las
preguntas del examen. La verdad es que no son pocas las ventajas
de proceder de esta manera a la hora de afrontar con éxito el tran-
ce examinatorio, y no sólo para los alumnos sino también para los
profesores. Permite, por ejemplo, asimilar de manera fácil lo que ha
de saberse, pues se trata simplemente de repetir una y otra vez el
texto; despeja cualquier duda a la hora de precisar qué es lo que se
espera del alumno, cosa nada despreciable en una situación siempre
cargada de incertidumbres como es el examen; se facilita también la
corrección del profesor, pues de esta forma resulta más objetivo de-
terminar lo correcto y lo incorrecto; se adapta al marco cronológico
y espacial en el que han de desarrollarse las pruebas, ya que permite
a los alumnos responder en un tiempo y en un lugar relativamente
precisos; o, en fin, resulta una fórmula eficaz cuando es necesario
calificar a un número elevado de alumnos.15
Cuando los alumnos describen la forma en que estudian la asig-
natura y preparan los exámenes –«En Historia hay que estudiar so-
bre todo. Puedes atender en la clase pero tienes que estudiar, si no,
se te olvida. Estar atenta y, sobre todo estudiar. Leerte el libro unas
cuantas veces y memorizar los conceptos más importantes»– se
comprende que la tarea consista realmente en memorizar ese texto
que posteriormente, de forma total o parcial, deben reproducir dis-
tribuyendo adecuadamente el contenido según cada una de las pre-
guntas planteadas; se comprende también que estudiar –que, como
se ha dicho, es lo mismo que preparar el examen– consista en repe-
tir una y otra vez el texto, pues, como se sabe, ésta es la manera más
efectiva para retener en la memoria, siquiera sea unas horas o algún

15.  Piénsese, por ejemplo, en las dificultades de orden temporal y espacial que
plantearía la realización por parte de los alumnos de pequeños trabajos de inves-
tigación como medio de calificación individual, sobre todo si se tiene en cuenta el
elevado número de estudiantes a los que debe atender un profesor, especialmente en
la enseñanza secundaria, como antes señalé.

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4. enseñanza, calificación y examen

día, una literatura que no tiene más sentido que el de convertirse di-
rectamente en respuestas a preguntas tan singulares como las que se
formulan en los exámenes. A este respecto no conviene olvidar que
el examen consiste en definitiva en la redacción-reproducción de un
texto escrito (más bien breve) cuyo único sentido es el de ser corre-
gido y cuyo único lector es justamente el corrector (Bourdieu, 1977).
Claro que la actividad examinatoria impone algunas condiciones al
texto que ha de memorizarse y reproducirse, condiciones que a unos
y a otros, a alumnos y profesores, les ayuden a resolver con éxito la
empresa, es decir, a aprobar con el menor esfuerzo posible y a corre-
gir los exámenes de forma llevadera y segura.
La primera de estas condiciones se refiere a su localización. Sien-
do fundamental conocer de manera precisa qué es lo que ha de decir-
se en los exámenes, o sea, cuáles son las informaciones que constitu-
yen las respuestas verdaderas a las preguntas, el primer requisito para
acceder a ellas y comenzar siquiera su asimilación, es saber dónde se
encuentra el texto en el que se contienen. En muchos casos ese texto
es lo que dice el profesor en la clase, su explicación, pero sabemos
que esta ubicación resulta a veces problemática. No pocos alumnos
tienen dificultades para seguir con atención el discurso del docente
y, como se hace necesario fijar por escrito sus palabras con el fin de
poder volver sobre ellas en la actividad preparatoria del examen, la
tarea puede complicarse por este motivo hasta el punto de hacerse
inviable. Por otra parte, puesto que en el discurso del profesor se in-
cluyen aspectos que finalmente no constituyen el texto examinatorio,
no siempre resulta fácil discernir entre lo principal y lo accesorio, es
decir, entre lo que entra y no entra en el examen; y ello a pesar inclu-
so de que el profesor en su explicación utiliza recursos variados para
indicar a los alumnos qué es lo verdaderamente importante (emplear
distintos tonos de voz, escribir en la pizarra…). En fin, puede ocurrir
también que las anotaciones o apuntes que toman los alumnos no
coincidan en aspectos significativos con lo que realmente explicó el
profesor o profesora, hasta el punto de que el texto pierde el carácter
de referencia objetiva que hemos visto debía tener.16 Por estas razo-
nes, parece que la explicación no siempre resuelve con suficiente cla-
ridad el problema de la localización del texto que debe reproducirse
en el examen, salvo que tal cosa se convierta en un dictado, pues en
16.  No sorprenden ya a muchos profesores los disparates que se observan en
los apuntes de algunos alumnos, pero no deja de ser ilustrativo, y llamativo a la vez,
el hecho de que memoricen frases que carecen completamente de sentido y las repro-
duzcan posteriormente en la hoja del examen.

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enseñanza, examen y control

este caso todas las dificultades que hemos visto para ubicar lo que
dice el profesor quedan resueltas de forma expeditiva. Se comprende,
pues, que los alumnos prefieran este procedimiento del dictado de
apuntes frente a otra forma de explicación (coincidiendo, por cier-
to, con el interés de muchos profesores que utilizan este recurso con
el fin de controlar la conducta de los estudiantes); eso en el caso de
que no puedan servirse de una alternativa omnipresente en las aulas,
como es el libro de texto.
Frente a las dificultades que plantea la explicación del profesor, el
libro de texto, sin embargo, responde de manera precisa a la necesidad
de localización de lo que ha de saberse. El libro indica claramente cuál
es el texto que será objeto de examen y, cuando no lo hace de manera
explícita, se sirve para ello de distintos recursos tipográficos. Frente a
la inseguridad que plantea la explicación del profesor a la hora de de-
terminar qué es objeto de examen, con el libro los alumnos apenas tie-
nen que discernir acerca de lo que deben saber y lo que, en consecuen-
cia, tienen que memorizar. Además, en el peor de los casos, el profesor
contribuirá –por propia iniciativa o a requerimiento de los estudian-
tes– a la mejor localización del texto examinatorio indicando las pági-
nas exactas que entran en el examen e incluso los párrafos y líneas de
cada una de ellas. Por supuesto que, además, al tratarse de un material
impreso, siempre se puede volver sobre él y repetir una y otra vez la
lectura, sin que sea necesario tomar apuntes o copiar lo que alguien (el
profesor o profesora) dice; no se trata solamente de que de esta forma
se ahorra esfuerzo sino, sobre todo, de que se eliminan incertidumbres,
puesto que no hay lugar para la interpretación. Entonces se entiende
que los alumnos prefieran preparar los exámenes con el libro y no a
partir de las explicaciones del profesor.
Pero vemos que la primera razón de ello es la claridad en la
ubicación del texto, de tal manera que si el libro no responde a este
requerimiento tampoco servirá para el trance examinatorio, que es
lo que ocurre con muchos materiales curriculares alternativos, que,
al estar pensados con otra lógica, no disponen de un texto en el
que se contenga lo que ha de saberse, de modo que los alumnos –y
no pocos profesores usuarios– se desconciertan, y si se impone la
lógica examinatoria en la forma que voy analizando es más que pro-
bable que este tipo de material didáctico innovador acabe siendo
descartado y sustituido por otro.
El texto sobre el que se plantean las preguntas de los exámenes
no sólo conviene que esté claramente ubicado sino que además debe
reunir otras características con el fin, como decía, de ayudar al alumno

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4. enseñanza, calificación y examen

a resolver la prueba con éxito e incluso al profesor a corregir de manera


más cómoda y objetiva. Una de esas características es la de ofrecer un
conocimiento sobre cuya veracidad no quepa duda y que no suscite,
por tanto, incertidumbre a la hora de ser adquirido, y, por supuesto, a la
hora de ser comprobada su posesión. Así mismo, conviene al texto pa-
recer que contiene todo lo que hay que saber sobre los hechos históricos
en cuestión, pues de esta forma el estudiante prepara su examen con la
confianza de que no va a ser sorprendido con nuevos conocimientos,
datos o informaciones que no consten en él. Incluso pensando en la
corrección, interesa al profesor o profesora que, efectivamente, quede
claramente delimitado qué es todo lo que debe responder el alumno
en las preguntas del examen. De aquí que en el texto predominen las
afirmaciones frente a las interrogaciones y que, en general, se desarro-
lle en un estilo expositivo, evitando la especulación, los planteamientos
alternativos, la contradicción o las dudas sobre cualquier asunto. Así
mismo, se impone el carácter cerrado de la exposición, sugiriendo de
esa forma que todo lo que se sabe y lo que ha de saberse está allí. Ahora
nos resulta lógico que el texto tenga estas características, ya que es lo
que conviene al uso al que se destina, y resulta también comprensible
por qué no se generalizan materiales didácticos distintos de los libros
de texto, al comprobar que los textos que en ellos se incluyen suelen
carecer de estas características. Naturalmente tales virtudes acaban
configurando en los estudiantes una determinada idea de lo que es el
conocimiento: algo que está ahí.
Entonces el trabajo del alumno, centrado, como digo, en el he-
cho examinatorio, consiste en memorizar el texto; pero esta tarea
no es generalmente fácil, entre otras razones porque estamos ha-
blando de un número significativo de páginas cuyo contenido, a ve-
ces incomprensible, deben retener y frecuentemente en poco tiem-
po: «La verdad [dice una estudiante de 4º de ESO] es que estudia-
mos el día antes, entonces no te puedes meter 30 páginas del libro».
Los profesores procuran aligerar el peso y la extensión del texto
–«¡Menos mal que hace exámenes por temas…!»–, pero el esfuerzo
de la memoria resulta inevitable si se quiere superar la prueba:

P.– ¿Cómo preparáis el examen?


Alumno 1.– Preparo el examen subrayando el libro. En la clase no
me entero de mucho, la profesora es una enciclopedia, me ente-
ro mejor con el libro. Leo el libro y hago resúmenes.
Alumno 2.– Yo preparo los exámenes haciendo esquemas, resúme-
nes y conceptos.

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enseñanza, examen y control

Alumno 3.– Yo voy subrayando el libro, luego escribo y lo estudio.

Las palabras de estos alumnos en una sesión de un grupo de dis-


cusión nos ilustran sobre el modo de proceder a la hora de preparar
los exámenes, informándonos de cómo recurren a todo tipo de técni-
cas que les faciliten la tarea, de manera que a partir de ellas podemos
identificar una secuencia característica en el uso del libro de texto con
vistas a la preparación del examen: leer, subrayar, resumir y «estu-
diar». Así, esta dinámica repetitiva, este volver una y otra vez sobre el
texto, que ya hemos constatado también en la realización de la mayor
parte de los ejercicios y actividades, y que se reproduce nuevamente a
la hora de estudiar y preparar los exámenes, termina produciendo en
la clase de Historia un tipo de conocimiento muy distante y distinto
del que vemos en el discurso profesional sobre la asignatura y en los
discursos oficiales acerca de las maravillas que obra en los alumnos
la enseñanza de la Historia y la escuela en general. Al contrario, más
bien parece que de esta forma puede explicarse el hecho de que los
alumnos aprendan tan poco, a pesar de pasar cada vez más años en
el recinto escolar; y es que, en todo caso, el aprendizaje de rutinas
repetitivas todo lo más que consigue –y quizás no sea poco para la
escuela capitalista– son sujetos dóciles aptos para adaptarse fuera ya
de la escuela a tareas igualmente rutinarias.
Pero, volviendo al papel y características del libro de texto en
la preparación de los exámenes o, lo que es lo mismo, a la hora de
estudiar, conviene hacer notar en este punto que la tarea de memo-
rización puede verse aligerada si el propio texto se configura de una
forma determinada. Concretamente, con vistas a su adquisición me-
morística, resulta más apropiada la organización del conocimiento
estructurado en múltiples apartados, descompuesto en nombres, fe-
chas, hechos, causas, consecuencias, etapas, períodos, etc., es decir,
encapsulado en pequeñas píldoras que nos recuerdan, como decía
Giner de los Ríos, el formato característico de los viejos catecismos;
y esto es así puesto que de esa forma los alumnos tienen más facili-
dades para poner en juego rutinas que ayuden a la memorización con
vistas al examen. Es ésta otra de las virtudes de los libros de texto,
pues presentan el material objeto de examen de manera muy distinta
a como es habitual en las obras de ensayo científico sobre cuestiones
sociales o físico-naturales, es decir, con una característica organiza-
ción, fragmentación y distribución de su discurso, revelando también
con esto que el sentido de su existencia no es sino el de ser engullido
provisionalmente hasta la hora del examen. Puede decirse entonces

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4. enseñanza, calificación y examen

que la idoneidad del libro de texto convencional tiene mucho que ver
con su funcionalidad en una enseñanza dominada por la actividad
examinatoria, en tanto que el fracaso de otros textos se debe preci-
samente a que no dan respuestas a las demandas que para alumnos y
profesores plantea el examen. Obsérvese también que precisamente
en los casos –que no son pocos, afortunadamente, aunque menos de
los deseables– en los que la enseñanza ha sido capaz de distanciarse
del yugo examinatorio es donde podemos encontrar materiales y tex-
tos de factura muy distinta a la anterior.
Así pues, vemos entonces que en la mayoría de los casos estu-
diar consiste en preparar los exámenes y que, por las circunstancias
en que el examen se realiza y los singulares rasgos que lo caracte-
rizan, esta tarea consiste finalmente en memorizar un texto sim-
plificado, esquematizado y fuertemente fragmentado; de donde el
tipo de conocimiento que de esta manera adquieren realmente los
alumnos –y la idea que se forman acerca de la misma adquisición
del conocimiento– es significativamente distinto al que se pregona
en los discursos oficiales sobre el valor formativo de la enseñanza
de la Historia o de algunas otras asignaturas, y muy distinto tam-
bién al que sería deseable si nuestra referencia fuera la formación
crítica de los jóvenes. Resulta evidente que para este caso es nece-
sario eliminar, o al menos aligerar, el peso de la dinámica que im-
pone el examen en la enseñanza, utilizando en la medida en que sea
posible otros mecanismos de valoración del trabajo de los alumnos,
mecanismos que tengan implicaciones positivas en su formación.
Pero no conviene olvidar que la calificación de los alumnos es un
aspecto estructural en la mayor parte de los sistemas educativos vi-
gentes en las sociedades jerarquizadas socialmente y que la fórmula
de examen que se practica habitualmente es uno de los productos
más genuinos y arraigados de la cultura escolar. En esas circuns-
tancias a los alumnos que se integran en la escuela les resulta di-
fícil sustraerse a la idea y a la práctica de que estudiar consiste en
preparar los exámenes. Igualmente los profesores se ven envueltos
en la misma lógica –cuando no son ellos los que la potencian–, de
manera que su cometido en el aula se polariza también en torno al
examen. Claro que, en última instancia, la política del examen no
es absolutamente inexorable, sólo que las posibilidades de eludirla
no son las mismas en todos los casos.17

17.  A este respecto puede verse, por ejemplo, la experiencia de las escuelas de-
mocráticas en USA (Apple y Bean, 1997).

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enseñanza, examen y control

4.3.5. Enseñar para examinar. El conocimiento examinatorio

En los casos en los que la obtención de títulos o calificaciones posi-


tivas tiene algún sentido y es una meta abarcable, el examen gobier-
na más intensamente la identidad de la condición de alumno, pues
articula –especialmente mediante el uso del libro de texto o de los
apuntes– su relación con el conocimiento escolar, con los conteni-
dos y con la forma de adquirirlos, y lo hace de tal manera que, lejos
de propiciar el desarrollo formativo de los jóvenes, constituye más
bien un obstáculo para ello, ya que en realidad la preparación de los
exámenes consiste en memorizar repitiendo rutinariamente con-
juntos de frases y palabras muchas veces carentes de significado.
Pero si el aprendizaje de los alumnos está dominado por el examen,
la enseñanza que practican los profesores en las aulas parece no es-
capar tampoco a su imperio. El examen no sólo selecciona y mo-
dela el conocimiento que se moviliza en la clase de Historia y que
realmente adquieren los alumnos, sino que su fuerza contamina el
proceso mismo de la enseñanza de la asignatura, de tal manera que
en la tarea de enseñar hay mucho de preparación de los alumnos
para los exámenes, incluso en muchas ocasiones puede terminar
convirtiéndose sólo en eso, en preparar a los alumnos para los exá-
menes. Ciertamente esto no ocurre así en todos los casos, ni es una
situación en la que los profesores nada puedan hacer, pero, en de-
terminadas circunstancias, el examen ejerce una influencia decisiva
sobre la actividad de alumnos y profesores, y, de forma a veces sutil,
su impronta se hace visible en la cotidianeidad de la clase y en la
forma en que se desarrolla la enseñanza. En estos casos la potencia
del hecho examinatorio condiciona y pone a su servicio, o simple-
mente desplaza a un segundo plano, a otros vértices del triángulo
que imaginariamente nos representaba el desarrollo de las clases,
entonces la deseable armonía del equilátero se transmuta en otra
figura de geometría irregular.

Figura 4.2.
Hegemonía del examen en la clase

Enseñanza

EXAMEN

Control

158

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4. enseñanza, calificación y examen

Una de las primeras consecuencias que la dinámica examinato-


ria ejerce sobre los profesores es lo que podríamos llamar la escola-
rización de su discurso, es decir, la adaptación de lo que consideran
valores formativos de la Historia a lo que creen que es importante
que aprendan sus alumnos y que va a ser, por tanto, objeto de exa-
men. Así, al lado de las ideas vertebradoras del discurso profesional
acerca del valor formativo de la Historia escolar, que ya vimos en
el primer capítulo, lo que los profesores entienden que realmente
deben aprender los alumnos, y a lo que parecen que le dan impor-
tancia en la enseñanza de la asignatura, no es tanto la comprensión
del presente o la formación en determinados valores o competen-
cias intelectuales (como veíamos al analizar el discurso profesio-
nal sobre la Historia), sino un tipo de conocimiento muy distinto,
muy formalizado y académico, en el que es fácil atisbar la influencia
del mecanismo del examen. Efectivamente, el conocimiento de los
hechos históricos, de sus causas, de sus consecuencias, o de las ca-
racterísticas de las grandes etapas y períodos de la Historia, consti-
tuye para los docentes el objeto fundamental de la asignatura (así se
manifiesta el 70% de los profesores), dando por supuesto que de ese
conocimiento se derivan de forma directa o, más bien, indirecta to-
das las virtualidades señaladas anteriormente. En este mayoritario
punto de vista ciertamente podemos ver las huellas de esa impronta
cientifista y explicativa que los profesores atribuyen a la Historia;
pero, si tenemos en cuenta lo que de todo esto queda verdaderamen-
te en los alumnos, se observa más claramente el peso del examen,
pues no es otra cosa sino ese tipo de conocimiento compartimenta-
do, organizado, muy estructurado, que hemos visto ligado a la lógi-
ca examinatoria. Desde mi punto de vista la defensa que hacen los
profesores de una Historia escolar secuenciada de lo más antiguo
a lo más moderno o distribuida en causas, consecuencias, política,
sociedad, economía, etc. no se justifica sólo por la prevalencia de
un paradigma historiográfico determinado sino, sobre todo, por la
influencia que ejerce sobre su propio discurso el hecho de que final-
mente se ven obligados a tener que comprobar mediante el examen
los conocimientos adquiridos por los alumnos.
Hemos visto que la incidencia del examen sobre la enseñanza
es más evidente en aquellos cursos que están sometidos a una prue-
ba externa; en estos casos, al ser los propios docentes, además de
los estudiantes, los que tienen interés en que sus alumnos salgan ai-
rosos del examen –pues en alguna medida ellos se sienten también
examinados–, parece lógico que buena parte de su esfuerzo se cen-

159

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enseñanza, examen y control

tre en la preparación de sus alumnos para el examen. Desde luego


esto no ocurre necesariamente por iniciativa de los profesores sino
que, como se ha indicado, son los propios alumnos, de una u otra
forma, los que les demandan que actúen en este sentido, es decir,
que les preparen para el examen. Al mismo tiempo puede decirse
que en los casos en los que por uno u otro motivo la calificación
tiene menos trascendencia –por ejemplo, en los cursos inferiores
o entre los alumnos con escasas expectativas de éxito académico–,
la enseñanza tiene un sesgo distinto, es otra la distribución, tipo
y frecuencia de actividades que se desarrollan en la clase. Es esta
constatación –basada en la observación de patrones metodológicos
distintos según cursos y características de los alumnos–, ya expues-
ta en el capítulo anterior, la que nos permite pensar que el examen
es una de las claves de la diversidad, de la continuidad y del cambio
en la enseñanza. Pero veamos más concretamente de qué forma el
hecho examinatorio influye y modela a veces la práctica docente.
Refiriéndose a la actividad de alumnos y profesores, un infor-
me del servicio de inspección británico describía con las siguientes
palabras el transcurrir de las clases de Historia:

Se tomaban laboriosamente notas a partir de hojas fotocopia-


das, un procedimiento vacío que nadie, ni siquiera los alumnos, pa-
recía condenar. «Nos enseña lo que tenemos que decir», comenta-
ba con aprobación un alumno de su profesor de Historia. En otras
ocasiones se tomaban apuntes (y además incorrectamente) de lo que
el profesor escribía en la pizarra. (Sarup, 1990; citado por Blanco,
1992, 248; la cursiva es nuestra.)

De manera quizás imperceptible el examen es uno de los fac-


tores que gobierna la actividad en el aula, aunque no siempre con la
misma intensidad; moviliza a los alumnos en orden a hacerse con la
información sobre la que más tarde se les va a preguntar y gobierna
buena parte de la actividad del profesor en la clase, pues en no po-
cas ocasiones su trabajo consiste en comunicarle a los estudiantes
lo que posteriormente tienen que decirle el día en que se celebre la
citada prueba. Este decir a los alumnos por parte del profesor puede
concretarse de diversas formas, pero en la clase de Historia el re-
curso que sigue siendo habitual es la explicación, la lección magis-
tral o la lectura y subrayado del libro de texto. Así, enseñar Historia
consiste realmente en transmitir de alguna forma a los estudiantes
una determinada cantidad de información sobre un número tam-

160

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4. enseñanza, calificación y examen

bién determinado de hechos históricos, se trata del comienzo de un


ciclo que se continúa con la repetición y comprobación de lo que
se ha retenido mediante las preguntas –o ejercicios– primero y el
examen después, un ciclo que se sucede una y otra vez a lo largo
de los días y a lo largo de los cursos. De esta forma, el ejercicio de
la docencia se transmuta en una actividad desprofesionalizada que,
pensándolo bien, podría hacer cualquiera. Está claro que no es esto
lo que cabe esperar de la formación que deben recibir los jóvenes,
ni la que se proclama en los discursos oficiales cuando se habla de
la educación, pero es esto lo que verdaderamente ocurre en buena
parte de nuestras clases, en las que el examen impone su dinámica
burocrática. Otra cosa sería si la calificación de los alumnos tuviera
un papel muy secundario en el sistema educativo y por tanto el exa-
men en relación con la enseñanza.
La explicación cumple varias funciones en el desarrollo de las
clases de Historia, pero una de ellas es la de transmitir a los alum-
nos el conocimiento, las informaciones, que deben retener y de las
que posteriormente se les pedirá cuenta en el examen. La relación
entre explicación y examen puede verificarse si recordamos el dato
de que esta actividad ocupa un porcentaje de tiempo cada vez ma-
yor a medida que se avanza desde los niveles inferiores hasta los su-
periores de la enseñanza. Así, ocurre que en los niveles de enseñan-
za en los que el mecanismo examinatorio actúa más intensamente
será mayor la cantidad de información que los alumnos deben ad-
quirir –y los profesores suministrar–, pues, como se ha dicho, el
examen consiste básicamente en una comprobación de la cantidad
de información que los alumnos son capaces de retener aunque sea
provisionalmente, ya que ese es el aspecto del conocimiento cuya
posesión resulta más fácilmente comprobable. Se comprende que
al operar el mecanismo de selección sobre esta variable, en aquellos
cursos o niveles educativos que tienen un carácter más selectivos,
aumenta la cantidad de información que han poseer los estudian-
tes, y, en consecuencia, deben emplearse métodos capaces de sumi-
nistrar eficazmente el material que será objeto de evaluación. Por el
contrario, podría apuntarse también el hecho de que en determina-
das circunstancias –como ocurre con alumnos de estratos sociales
más bajos o en los cursos inferiores– en las que las expectativas de
alumnos y profesores sobre el futuro académico son escasas, el exa-
men tiene menos valor, la cantidad de información que ha de trans-
mitirse es menor y también el tiempo proporcionalmente dedicado
a ello, es decir, generalmente a la explicación. El caso es que aunque

161

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enseñanza, examen y control

existe un cierto consenso sobre la idea de que mediante la lección


magistral es poco lo que realmente se aprende, el profesor o profe-
sora de Historia actúa de esta forma, debido a que la explicación es
un procedimiento bastante económico en lo que respecta a la trans-
misión del conocimiento, pues transmite grandes cantidades de in-
formación en poco tiempo (otra cosa es que se asimile),18 se adapta
fácilmente a la estructura horaria de la enseñanza y a las formas ha-
bituales de escolarización y organización de los grupos de alumnos,
y sirve además para cumplir otras funciones relativas al control de
la clase; todo ello sin contar con que de alguna forma es un recurso
que ayuda también a facilitar el aprendizaje de los alumnos.19 Ahora
bien ¿realmente y en cualquier circunstancia la explicación cumple
ese papel de medio para la transmisión del conocimiento exami-
natorio? Lo que vemos en el interior de las aulas nos hace dudar de
ello, pues en muchos casos, tal y como dicen algunos alumnos, «las
explicaciones no se entienden, se lo hemos dicho muchas veces».
Efectivamente, uno de los problemas que plantean frecuentemente
los estudiantes cuando se refieren a la explicación de los profeso-
res en la clase de Historia es el de las dificultades de comprensión
del discurso, algo que no es realmente nuevo, si bien es cierto que
hoy se tiene la sensación de que esta dificultad se ha acentuado mu-
cho más con la ampliación de la escolarización obligatoria y la in-
corporación al primer ciclo de la enseñanza secundaria de nuevas
generaciones de adolescentes. La verdad es que muchos profesores
adoptan en sus exposiciones un estilo claramente analítico y poco
narrativo, de acuerdo quizás con el carácter científico que atribuyen
a la Historia, y sin embargo este sesgo resulta efectivamente menos
comprensible para los alumnos, especialmente para aquellos entre
quienes en la comunicación en su medio familiar domina la narra-
ción frente al análisis, algo que suele ocurrir en el contexto de las

18.  En este sentido, es probable que muchos lectores o lectoras dedicados a la


enseñanza hayan tenido la experiencia –especialmente en el último curso del Bachi-
llerato– de ver cómo se acerca el final del curso y queda por abordar en la clase una
parte importante de los contenidos del programa; entonces se restringe, cuando no
se suprime del todo, cualquier otra actividad en la clase que no sea la explicación, tra-
tando de esta forma de hacer ver –y hacerse ver– que se ha completado el programa y
se ha cubierto el objetivo de la enseñanza.
19.  Sobre la mayor o menor virtualidad de la explicación como recurso para
la adquisición de conocimiento se han vertido ríos de tinta sin que puedan hacerse
afirmaciones categóricas al respecto. Aquí no voy a entrar en este asunto. Lo que
me interesa es subrayar el hecho de que, independientemente de su utilidad para la
transmisión del conocimiento, la explicación tiene otras funciones muy ligadas a la
lógica examinatoria.

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4. enseñanza, calificación y examen

clases populares. Muchos alumnos cuando hacen valoraciones de


la enseñanza de la Historia añoran efectivamente este tono narrati-
vo y denostan ese otro más complejo, que sin embargo es habitual,
como digo, entre los profesores. Pero también habría que tener en
cuenta que estas nuevas generaciones parecen conformar su men-
te con una estructura televisivo-publicitaria, «más habituados a la
fragmentación y al flash o impacto que a la atención prolongada so-
bre un mismo tema u objeto (en especial si se trata de escuchar a
alguien que habla o de leer un texto escrito)» (Viñao 2004, 116), lo
que hace que una exposición de casi una hora de duración les resul-
te difícilmente asimilable.
A efectos de preparar el examen, el hecho de que la explicación
les resulte incomprensible a los alumnos tiene varias consecuencias
prácticas. Nieves Blanco, por ejemplo, describiendo el desarrollo de
la clase de Historia, observa que:

Una gran parte de los alumnos tienen dificultades para distin-


guir en una exposición los aspectos fundamentales de los secunda-
rios. Dificultades que se materializan al tener que decidir, mientras
Manuel explica, lo que han de seleccionar para anotar cuando no
hay indicación explícita al respecto. (Blanco, 1992, 318-319)

Determinar qué es lo importante y qué es secundario signi-


fica, en la mayor parte de los casos, identificar a lo largo de la ex-
plicación los asuntos y contenidos que van a ser objeto de examen.
En realidad, para los estudiantes, la explicación del profesor tiene
utilidad y sentido si les ayuda a definir y perfilar qué es lo que han
de saber, pero, si este objetivo no se alcanza de manera clara, el re-
curso de la lección magistral deja de ser instrumento válido para la
transmisión de información. Desde la perspectiva de los profesores,
sin embargo, la explicación no suele tener este sentido tan pragmá-
tico ni tan estrechamente ligado a la preparación del examen; para
ellos la lección magistral tiene más sentido como conferencia sobre
un tema y éste es el sesgo que muchos adoptan, sobre todo en los
primeros años de ejercicio de la profesión Pero el desencuentro en-
tre lo que los profesores ofrecen y la demanda de los alumnos puede
hacer que éstos acaben poniendo su confianza en el libro de texto,
ya que con él se resuelven más satisfactoriamente sus demandas.
Más aún, acaban reclamando de la explicación de los profesores un
papel muy distinto al que éstos le atribuyen, un papel casi vicario
del contenido del libro de texto:

163

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enseñanza, examen y control

P.– ¿Cómo es la explicación de un tema?


Alumno 1.– Empieza a leer el libro y te va explicando cosas y se va a
otro tema y te dice…
Alumno 2.– El primer día va leyendo el libro y va bien, el segundo
empieza a meterte apuntes, cuando llega el tercero ya empieza
a liarse.
P.– ¿Qué quiere decir apuntes?
Alumno 2.– Ella dice anotaciones, cosas que no vienen en el libro.
Alumno 3.– Le dijimos que cambiara de técnica. Dijo que empezaría
con anotaciones, pero siguió otra vez como al principio.

De esta forma, con el tiempo, a lo largo de la trayectoria profe-


sional, la explicación se acerca cada vez más al estilo que es carac-
terístico de la información que se contiene en los libros de texto:
simple, compartimentada, enunciativa, cerrada, etc., pues así resul-
ta más útil para la función que se le termina atribuyendo en la cla-
se: decirle a los alumnos lo que tienen que decir. De hecho es más
que frecuente que los profesores acaben preparando su explicación
a partir del mismo libro de texto oficial de la asignatura, o quizás
de otro, si quieren preservar su protagonismo en la transmisión del
conocimiento ocultando esta dependencia. El libro de texto suele
ser para los profesores la principal fuente de su propia explicación,
de manera que más tarde o más temprano su preparación se re-
duce a la consulta de uno u otro manual. Esto explica que entre
los criterios que manejan los profesores a la hora de elegir libros
de texto uno de los más decisivos sea la claridad y familiaridad del
contenido, no sólo para los alumnos sino también para ellos mis-
mos. La relación de los profesores con el libro de texto los convierte
en usuarios anónimos, pues se supone que es un material elaborado
para los alumnos, y no es infrecuente que ante sus demandas im-
plícitas acaben actuando en la enseñanza como meros gestores de
la información que en ellos se contiene. Hay conflicto entre el libro
de texto y el profesor, un conflicto en el que se disputa el estatus de
fuente del conocimiento que deben tener los alumnos para superar
los exámenes, y en el que la posición de los docentes corre el riego
de una quiebra significativa de su identidad profesional y de su po-
sición de autoridad en la clase.
A pesar de la resistencia de los profesores ocurre en muchos
casos que la explicación acaba convirtiéndose, en la práctica, en
una serie de indicaciones sobre el contenido del libro de texto. Así,
en el escenario de la clase de Historia es frecuente ver al profesor o

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4. enseñanza, calificación y examen

profesora leyendo a los alumnos el libro de texto, una lectura des-


de luego comentada, es decir, adornada con ejemplos y aclaracio-
nes sobre lo que está escrito en sus páginas. A veces es un alumno
o alumna quien va leyendo al tiempo que el profesor interrumpe
con alguna matización, ejemplo o anécdota complementaria. Para
los estudiantes lo importante es tener claro lo que deben saber a
la hora del examen, de manera que la actuación del profesor se in-
terpreta más bien como una forma de precisar el contenido del que
van a ser examinados; de aquí que lo más frecuente sea que a partir
de sus indicaciones se proceda –en la misma clase o fuera de ella– a
subrayar el texto examinable o, simplemente, a marcar en el propio
libro los epígrafes que serán posteriormente objeto de estudio. Ya lo
hemos visto al tratar de la preparación de los exámenes y puede ser
nuevamente corroborado con el siguiente testimonio:

Alumno 1.–Dice tal página, lo abres, le pones una señal y te pones a


hablar con tu compañero.
Alumno 2.–Las páginas que no dice nada no te las tienes que estu-
diar.
Alumno 3.–Ella [la profesora] explica lo que viene en el libro.
Alumno 4.–En la clase no te dice lo que hay que subrayar.
Alumno 5.–Ella habla de lo que estamos leyendo y vamos subrayan-
do.
Alumno 6.–El profesor va explicando y tú sigues el libro, subrayas
en tu casa y lo resumimos.

Claro que con esta forma de proceder, cuando la explicación


no es más que una lectura comentada del libro de texto, es más dis-
cutible o resulta inútil para los alumnos la figura del profesor, pues
su papel carece de sentido desde el momento en que la información
que ellos quieren conocer está ya escrita, y generalmente con más
claridad, en el propio texto. Por esto los alumnos cuestionan la ac-
tuación del profesor:

El primer día que vino dijo [el profesor] «coged apuntes», des-
pués me di cuenta de que venía en el libro, que no había que coger
apuntes, tienes que atender en clase y ya está, después en tu casa
haces los resúmenes del libro.

E incluso se llega a cuestionar su presencia en el aula puesto


que puede ser sustituido por el libro de texto:

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enseñanza, examen y control

Alumno 1.– Yo he faltado una semana entera a clase y me ha llegado


el examen, me he estudiado lo que pone en el libro y lo he saca-
do, sin ir a clase… no te hace falta.
Alumno 2.– Asistir a clase no te sirve para nada, lo que explica no
sirve para nada.
Alumno 3.– Podían despedir al [profesor] y estudiar todos por el li-
bro y se ahorran el sueldo.

Lo cierto es que verdaderamente esta dinámica de interaccio-


nes entre examen, alumnos, profesores y libros de texto, acaba re-
convirtiendo en la práctica el papel del profesor en la clase, que más
que de la enseñanza parece ocuparse de tareas organizativas, de la
gestión de lo que ocurre en el aula, pues de la transmisión del cono-
cimiento se encarga realmente el libro de texto. Naturalmente esta
especie de sustitución o conversión de la explicación en una suerte
de lectura comentada del libro de texto no ocurre en todos los casos
y más bien debe entenderse como una tendencia, eso sí, impuesta
por la lógica del examen, que requiere, como vemos, una simpli-
ficación extrema del conocimiento con el fin de que, como decía
anteriormente, resulte fácilmente memorizable o entendible por los
alumnos. Esta simplificación, compartimentación y, en definitiva,
burocratización no siempre remite al libro de texto sino que actúa
a veces directamente sobre el discurso del profesor, que adopta en-
tonces ese mismo estilo y se distancia del formato característico de
una conferencia.
La esquematización del contenido parece, pues, una fórmula
capaz de hacer asequible la transmisión de información y de man-
tener la atención y el control de la clase, máxime si esa información
se anota en la pizarra y, de esta forma, se indica claramente su valor
a los alumnos, o ellos así lo interpretan. Con lo cual encontramos
que, considerando la perspectiva de los estudiantes, la utilidad y
bondad de la explicación del profesor o profesora reside en su capa-
cidad para decirles «lo que tienen que decir» y hacerlo de manera
clara y sencilla –esquematizando la información– y, mejor, fiján-
dola por escrito en la pizarra pues de paso se centra más su aten-
ción y se les implica siquiera sea copiando en el cuaderno, toman-
do «apuntes». Algo muy distinto a lo que generalmente consideran
los profesores como una buena explicación, pero a lo que terminan
adaptándose si no quieren ser sustituidos finalmente por el libro de
texto. La fuerza del examen se impone, también, en esto.

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4. enseñanza, calificación y examen

Pero si nos fijamos bien, escribir en la pizarra es una forma de


dictar lo que los alumnos deben copiar, y esto nos lleva a conside-
rar otro grado en el proceso de adaptación de la lección magistral a
la realidad de la cultura escolar y particularmente a la centralidad
del examen: el dictado de apuntes. El procedimiento no es tampoco
nuevo. Si acudimos a la encuesta de Levausser y Himly (Marchand,
2002) elaborada en 1871 sobre la enseñanza de la Historia en Fran-
cia, encontramos que lo que entonces sucedía en la clase resulta
bastante parecido a lo que ahora acontece, aunque es probable que
algunas de aquellas prácticas se hayan ido extendiendo a medida
que las aulas de los centros de Secundaria se poblaban de nuevos
y distintos inquilinos. Refiriéndose a esa encuesta, Marchand in-
forma que cuando los alumnos no seguían el hilo de la explicación
(porque no la entendían), «la explicación se convierte en dictado»,
un dictado vergonzante (oculto, inconfeso) que es precedido de otra
actividad más explícita y reconocida, «la del sumario, de una o dos
páginas de largo, destinada a fijar las ideas principales de la lección»
(ibíd., 50). La práctica del dictado en la clase de Historia fue perdu-
rando en Francia a pesar de que era denostada por muchos e incluso
rechazada por las autoridades educativas en decretos y circulares.
Para el caso de España el testimonio de Altamira en su descrip-
ción de la enseñanza de la Historia en Institutos y Universidades nos
permite constatar que nada muy distinto ocurría por estos lares:

El procedimiento que de ordinario se sigue es el de conferen-


cias que el profesor relata, durante la hora u hora y cuarto de clase…
Una veces la conferencia es la mera repetición de un Manual que se
designa como libro de texto, otras (las más, aunque no siempre por
motivos científicos) se prescinde de él y se obliga a los alumnos a
tomar notas durante toda la clase: lo cual supone un trabajo penoso,
escasamente útil y que, por añadidura, será el único que ellos saquen
en la obra de su educación historiográfica. Así nos han enseñado, y
así se enseña en casi todos nuestros Institutos y Universidades.
En uno y otro caso, ya deba estudiarse el libro de texto o las
notas de clase, la resultante es una instrucción mecánica, en que se
da todo el trabajo en forma de resultados, se obliga al alumno a que
aprenda de memoria hechos cuya verdad descansa en la palabra del
profesor o del autor, y no se procura despertar en él la facultad críti-
ca, ni el problema de los orígenes y modo de formación de aquellos
conocimientos, ni la intuición real del objeto. [Citado en Cuesta (en
prensa)]

167

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enseñanza, examen y control

No hay datos que nos permitan cuantificar hoy el uso de este


recurso en las clases de Historia en España o en otros países, pero,
si juzgamos por la potencialidad que tiene tanto para transmitir in-
formación a los alumnos como para controlar su conducta, es pro-
bable que al tiempo que ha ido avanzando la escolarización obliga-
toria en la enseñanza secundaria haya ido aumentando su presencia
en las aulas. Pues en este caso el dictado resuelve las dificultades
que ya hemos visto que planteaba la clásica explicación o lección
magistral, y lo hace sin afrontar el problema de más entidad, pues
no es que los alumnos entiendan lo que se les dicta, simplemente lo
copian y saben entonces lo que tienen que estudiar. Son ellos mis-
mos los que en testimonios como el que sigue expresan las ventajas
del dictado y los inconvenientes de la explicación:

Alumno 1.– Estábamos acostumbrados a tomar apuntes.


Alumno 2.– Ahora no.
Alumno 3.– Estábamos acostumbrados en la EGB porque dictaban.
Alumno 2.– Pero ahora nos habla y tenemos que apuntar.
Alumno 4.– Va de una página a otra, no podemos coger apuntes.

En el sentido expuesto en las páginas anteriores es en el que


vemos que el examen condiciona a la enseñanza, haciendo que se
utilicen más frecuentemente unas actividades que otras, modelan-
do las formas de explicación y transmisión del conocimiento o, en
su ausencia, facilitando que se desarrollen algunas prácticas peda-
gógicas que de otra forma resultaría difícil aplicar. Pero quizás sea
sobre el conocimiento escolar, más incluso que sobre la enseñanza,
donde la influencia del hecho examinatorio resulta más visible y la-
mentable.
La enseñanza se ve, pues, atravesada por la fuerza del examen
y lo que ocurre en el interior de las clases y lo que en ellas hacen
los profesores está notablemente influido por su lógica, desbordan-
do incluso las intenciones y proyectos y distorsionando el sentido
mismo de la profesión docente, que de esta manera se supedita en
gran medida a la vigilancia, selección y clasificación de los jóvenes
en detrimento de su formación. El examen no es desde luego un
obstáculo insuperable ni el único determinante de las prácticas es-
colares pero, como vamos viendo, su incidencia es extraordinaria-
mente potente. Quizás pueda esto advertirse de una forma más no-
toria si reparamos en las consecuencias que el hecho examinatorio
tiene sobre el conocimiento que realmente adquieren los alumnos

168

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4. enseñanza, calificación y examen

mediante el estudio o preparación de exámenes y sobre el que –no


siempre voluntariamente– transmiten los profesores o se contiene
en los libros de texto con el fin de satisfacer las demandas de éxi-
to académico. Puede decirse abiertamente que el examen configu-
ra un conocimiento peculiar, el conocimiento examinatorio que, si
bien no es el único que se distribuye en la escuela, es el que domina
en las aulas, pues compite con ventaja frente a otras alternativas.
La singularidad del conocimiento que propicia la omnipresencia del
examen es fácilmente perceptible por la experiencia de los propios
docentes y es valorada negativamente en el discurso profesional,
dándose el caso de que su crítica se ha convertido ya en un lugar
común entre los profesores que, sin embargo, difícilmente pueden
evitar que sea este el tipo de conocimiento dominante en la ense-
ñanza. Las características y condiciones de realización y corrección
de las pruebas a las que se someten los alumnos, el tipo de pregun-
tas y el mismo hecho del examen influyen decisivamente sobre el
conocimiento que se maneja habitualmente en las aulas, descartan-
do, seleccionándolo, modelándolo y configurándolo por tanto de
manera coherente con el contexto y la función que tiene en el siste-
ma educativo. Se trata de algo muy distinto al conocimiento cientí-
fico y, aunque es parecido, todavía no es exactamente el mismo que
se contiene en el libro de texto ni en las explicaciones del profesor.
Y es que, en verdad, cuando un alumno responde correctamente a
la pregunta del examen no puede afirmarse que tiene conocimien-
tos de una materia determinada sino que sabe lo que el profesor o
el libro de texto dicen al respecto, un saber para el cual se requiere
fundamentalmente ejercitar la memoria –cierta memoria– sobre
las respuestas –predeterminadas– que constituyen el cuerpo del
contenido de la enseñanza.
Una de las características fundamentales de este singular co-
nocimiento es que resulte fácil comprobar y valorar su posesión
pues, como se ha dicho, esto simplifica la corrección. Por esto, el
conocimiento examinatorio es un conocimiento cerrado en el que
generalmente no caben disyuntivas, ambigüedad o divagación: las
preguntas tienen una respuesta verdadera, pues de otra forma no
resulta fácil apreciar su bondad ni se puede calificar de manera
adecuada. Por lo tanto el conocimiento es algo acabado –las cua-
tro causas de la Revolución industrial, las tres etapas del reinado
de los Reyes Católicos…–, y, en consecuencia, aprender no es dis-
cernir, discutir, reflexionar, contrastar, argumentar… sino memori-
zar y retener lo que está escrito, lo cual permite no ya la corrección

169

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enseñanza, examen y control

sino el control del profesor sobre el contenido, pues de esta forma


no caben interpretaciones. Entonces, puesto que la adquisición de
este tipo de conocimiento debe confiarse, según hemos visto, bá-
sicamente a la memoria, se hace necesario –y esta es otra de sus
características– que se articule de manera tal que la cosa resulte
asequible a los estudiantes y fácilmente trasmisible a los profesores.
Para ello es conveniente que lo que ha de saberse, es decir, memori-
zarse, se fragmente en pequeñas piezas, como afirmaciones cortas,
datos, hechos, etc., ya que así se aligera la tarea, lo que se confirma
si recordamos cómo actúan los alumnos a la hora de preparar los
exámenes.20 También el profesor contribuye con su enseñanza a la
configuración fragmentaria del conocimiento examinatorio pues
hemos visto cómo con el fin de facilitar el trabajo a los alumnos, y
generalmente respondiendo a sus demandas, esquematiza, estruc-
tura, jerarquiza y encapsula el conocimiento que transmite, lo cual
le permite también simplificar su trabajo, ya que procediendo de
esta forma descarta el riesgo de la incertidumbre cada vez que ha
de afrontar la enseñanza de determinados contenidos con distintos
grupos de alumnos o en años distintos; así, la información que su-
ministra es la misma en todos los casos y en todos los años (Blanco,
1992).
Junto al carácter memorístico, cerrado y fragmentario del co-
nocimiento examinatorio hay que añadir, en fin, el adjetivo de la
simplicidad. Deriva esta cualidad del hecho de que parece obliga-
do que haya un número mínimo de estudiantes que aprueben los
exámenes, lo cual no siempre puede garantizarse especialmente si
falta su cooperación y dedicación en el empeño; con el fin de evitar
lo que podría considerarse por la comunidad escolar como un he-
cho catastrófico –que nadie aprobara los exámenes–, que repercute
a la postre negativamente en los propios profesores, suele ocurrir
que éstos simplifican el conocimiento para que los alumnos obten-
gan unos resultados aceptables, una simplificación que será mayor
mientras más dificultades y falta de interés perciban en los alumnos
(Mcneill, 1988).
El conocimiento, sometido a los imperativos del examen, lo
vemos ahora muy distante y muy distinto al que supuestamente
adquieren los alumnos en los centros escolares si admitimos como
20.  Ésta era la fórmula y el deseo que el tecnicismo pedagógico atribuía al ar-
tefacto de las «unidades didácticas» que en los años 60 hicieron furor en el naciente
campo de las didácticas especiales, aunque la idea circulaba ya en los años 30 entre
los autores de metodologías.

170

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4. enseñanza, calificación y examen

verdaderos los discursos oficiales sobre la enseñanza. En las dis-


tintas materias no es difícil advertir los rasgos que anteriormente
he apuntado como característicos del conocimiento examinatorio.
Así, el conocimiento histórico que suministran los profesores y los
libros de texto, y que es del que realmente tienen que dar cuenta
los alumnos en la clase de Historia, consiste en una serie limitada
de informaciones sobre hechos históricos determinados, informa-
ciones que se presentan fuertemente estructuradas, generalmente
en epígrafes del tipo las causas, las etapas, la política, la economía,
todas ellas reducidas a frases afirmativas que se suministran de ma-
nera simplificada pero que los alumnos simplifican aún más en su
proceso de estudio. De esta manera se facilita la memorización me-
diante la repetición y otras técnicas de similar nivel intelectual y
se «aprende» que las causas de la Revolución industrial son cuatro
y que son además las que dice el libro de texto, y se aprende sobre
todo –y esto es a mi juicio lo más importante– que eso es el conoci-
miento, que eso es saber Historia y que el conocimiento histórico se
adquiere de esa forma. Y es que:

Los contenidos y hechos específicos que se aprenden en la escuela


se olvidan, por lo general, rápidamente. En cambio las ideas sobre la
manera en que uno aprende algo –o, lo que es más, la mera idea de
que uno puede aprenderlo– tiende a durar más. Dichas ideas se for-
mulan, se sostienen y se imbuyen en los estudiantes mediante patro-
nes de actividad que se repiten una y otra vez. (Stodolsky, 1991, 19)

En las páginas anteriores he querido destacar la centralidad del


examen en la enseñanza y el aprendizaje, subrayando que su fuerza
gobierna muchas veces la disposición de los alumnos e incluso la
actividad de la docencia, induciendo en los profesores actuaciones
no siempre deseadas por ellos. Ciertamente esto no ocurre con la
misma nitidez en todas las aulas sino que destaca en las que están
pobladas por alumnos entre los que domina lo que Anyon llama-
ba el «sentido de la posibilidad», es decir, la expectativa de llegar
a una meta siguiendo la carrera académica. Al configurar también
el conocimiento escolar, en todo caso el examen define la cultura
legítima y la relación legítima con la cultura, a pesar de que es un
medio que no permite realmente discernir sobre la capacitación
profesional de los individuos si bien, contradictoriamente, exime a
los que lo superan de la demostración técnica de sus conocimientos
(Bourdieu, 1997). No se nos debe escapar en este breve balance de

171

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enseñanza, examen y control

lo dicho anteriormente que el examen no es propiamente un meca-


nismo de comprobación de las capacidades y conocimientos de los
alumnos sino un artificio al servicio de la lógica de la clasificación
que domina en los sistemas educativos de las sociedades capitalis-
tas. Pero el examen, en la forma y con el sentido que habitualmente
se realiza en las aulas de los centros de enseñanza, no tiene conse-
cuencias exclusivamente sobre las características del conocimien-
to que adquieren los alumnos, sobre la enseñanza y el aprendizaje,
sino que modela también la identidad de los sujetos examinados por
cuanto los convierte en objetos de inspección permanente y articu-
la la vida –ya no sólo del estudiante– como una preparación con-
tinua para afrontar la infinita sucesión de exámenes a los que las
diversas instancias de poder somete a los individuos en las socieda-
des disciplinarias y de control (Foucault, 1984). Así, la virtualidad
del hecho examinatorio como instrumento de control va más allá
de la política de intercambio entre pautas de comportamiento, co-
nocimientos y calificación y se revela como un procedimiento que
ayuda a normalizar en la conciencia de los alumnos el escrutinio y
la sanción y la conveniencia de esforzarse para adecuar su conduc-
ta a los parámetros oficiales. Claro que la autoridad que el hecho
examinatorio concede a los profesores y la docilidad que confiere a
los alumnos no parecen recursos suficientes para el gobierno de la
clase, pues, entre otras cosas, la resistencia de éstos debilita la posi-
ción de aquéllos, y siendo, como es el caso, el problema del control
de la conducta de los estudiantes en el aula uno de los principales
problemas –si no el más importante– con el que se enfrentan los
profesores, es comprensible que tengan que recurrir a éste y a otros
procedimientos para resolverlo satisfactoriamente.

172

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capítulo 5

Enseñanza y control

5.1. el orden

En las páginas anteriores hemos visto cómo, a pesar de su aparen-


te invisibilidad, el examen juega un papel decisivo en todo cuan-
to ocurre en el interior de las aulas y cómo condiciona de mane-
ra efectiva no sólo las tareas de enseñanza sino también el mismo
conocimiento que se transmite, hasta el punto de que éste puede
acabar resultando un producto muy distinto al que se presenta en
los discursos profesionales y oficiales o incluso al que los expertos
–pedagogos, didactas, profesores, etc.– pretenden que adquieran
los alumnos. La complejidad de los acontecimientos y actitudes que
se suceden y muestran en las clases no nos impide advertir que el
hecho examinatorio es una clave importante para interpretar bue-
na parte de lo que allí ocurre, pero no es el único factor a tener en
cuenta si queremos explicar las prácticas escolares. Descontando
que, junto al examen, la transmisión del conocimiento –o sea, la
enseñanza– es otro de los argumentos centrales en el desarrollo de
las clases, consideremos ahora que el mantenimiento del orden y el
control de la conducta de los alumnos constituye una pieza funda-
mental en la lógica de lo que acontece en el interior de las aulas y
puede convertirse, de hecho, en el polo de referencia que acabe sub-
yugando a los otros vértices de nuestro imaginario triángulo, que
ahora se muestra con forma también irregular aunque distinta a la
que veíamos en la clase que está dominada por el hecho examinato-
rio (ver figura 5.1).
En nuestro punto de partida debemos tener en cuenta que la
transmisión y adquisición de la cultura y del conocimiento es un pro-

173

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enseñanza, examen y control

Figura 5.1.
Hegemonía del control en la clase

Enseñanza

Examen con t rol

ceso que generalmente requiere unas condiciones determinadas, y


que por lo tanto no puede realizarse de manera provechosa si, en ma-
yor o menor grado, no se cumplen algunos requisitos. Ciertamente
esas condiciones no son iguales en todos los casos, sino que dependen
de factores que directa o indirectamente están presentes e influyen
en el proceso mismo de transmisión. Uno de ellos, quizás el funda-
mental, es la naturaleza del conocimiento que se quiere transmitir y
adquirir, ya que dependiendo de sus características serán necesarios
unos u otros requisitos. Así, las condiciones de transmisión son muy
distintas si se trata de un conocimiento práctico o de un conocimien-
to abstracto, si el objeto es experiencial o académico, si se trata de un
conocimiento relativo al comportamiento o al pensamiento, etc., etc.
En muchos casos el ruido, por ejemplo, no es un elemento negativo
mientras que en otros se requiere un silencio absoluto; a veces es fun-
damental el aislamiento y en otros casos, sin embargo, no es posible
adquirir el conocimiento si no hay relación o incluso contacto entre
las personas. De la misma forma podría decirse también que según
las características del conocimiento hay unos tiempos y lugares que
son más adecuados que otros, unos medios más o menos idóneos…
Pero además de la naturaleza del conocimiento que se pretende ad-
quirir o transmitir, el modo en el que se produce la transmisión es
un factor igualmente influyente en la determinación de los requisitos
necesarios para que el proceso ocurra. Así no se requieren las mis-
mas condiciones si el conocimiento se adquiere practicando que si se
obtiene mediante la lectura y la reflexión o escuchando a alguien o
imitando unos comportamientos, etc. Especialmente notable en este
sentido es el hecho de que en algunos casos el aprendizaje no requie-
re, al menos directamente, más sujeto que el que aprende mientras
que en otros la trasmisión y adquisición de conocimiento se produce
mediante la interacción de dos o más sujetos; en cualquiera de los
dos casos es imprescindible que haya una voluntad clara por parte
del aprendiz, mientras que en el segundo, además de este requisito

174

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5. enseñanza y control

es necesaria también la voluntad del transmisor y, sobre todo, que el


aprendiz y el que enseña actúen de manera apropiada al papel que
van a desem­peñar.
Estos y otros factores que no viene al caso enumerar aquí ha-
cen que, como digo, la transmisión del conocimiento pueda hacerse
mejor en unas condiciones que en otras. Ahora bien, muchas de las
condiciones en las que se debe producir la enseñanza y el aprendi-
zaje en el contexto escolar no vienen dadas por la naturaleza del
conocimiento, por la forma de transmisión o por factores de esta
índole sino por las circunstancias que impone la organización de
la escuela o por el hecho de que además de a la enseñanza, la ins-
titución escolar responde a otras funciones, como la custodia o la
selección social de los alumnos. De entrada, el carácter obligatorio
de la enseñanza –tanto para los alumnos hasta cierta edad como
para los profesores– y su correlato del imperativo de la asistencia
a clase crean unas condiciones particulares que no sólo no tienen
que ver con factores intrínsecos a la transmisión de conocimiento
sino que resultan contrarias a otras como la anteriormente aludida
condición de voluntariedad que requiere el aprendizaje. Añádase a
esto el hecho de que, por ejemplo, haya de abordarse un programa
de contenidos prefijado de antemano y que esto tenga que hacerse
en un tiempo determinado y limitado y en un espacio específico
–sin que al discente se le consulte o dé opción alguna sobre ello–, o
también el de que la enseñanza deba impartirse a un grupo relati-
vamente numeroso de alumnos y alumnas, y otras muchas circuns-
tancias que son características del medio escolar, que nos ayudan a
entender cómo en este contexto las condiciones apropiadas para la
transmisión y adquisición de conocimiento se confunden con las
condiciones de gobernabilidad de las situaciones cotidianas, pues
dada la artificiosidad de la vida escolar un asunto fundamental en
la actuación de los docentes es producir el clima que consideran
apropiado para el aprendizaje. Así, el logro de este objetivo cons-
tituye uno de los empeños fundamentales de la acción docente, se
reconoce como una de las principales habilidades de la profesión
y suele ser un referente de la reputación de los profesores, pues la
capacidad para gobernar la clase es el primer y principal requisito
para la enseñanza. Tal y como expresan los propios alumnos en las
siguientes palabras, entre los expertos y los profanos se admite el
principio de que una persona que no pueda controlar lo que ocurre
en la clase, difícilmente puede transmitir de forma adecuada el co-
nocimiento:

175

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enseñanza, examen y control

Alumno 1.– El único inconveniente que le veo a Paco [el profesor] es


que hay mucho jaleo en la clase.
Pregunta.– Eso es lo que estuve viendo en la clase, la gente estaba
cada uno en su cosa.
Alumno 2.– Uno le estaba haciendo trenzas a la Eva y no le dice
nada, no es que vaya a atender mucho más, pero… debería lla-
marle la atención.
Alumno 3.– Sí, el profesor estaba aquí a lado mía y el Gabi haciendo
trenzas y nada.
Alumno 2.– Te das la vuelta y todo el mundo va a su bola, y el Paco
explicando.
Alumno 1.– Al que está enfrente hablando no le dice nada.
P.– ¿Sería mejor que controlara la clase?
Alumna 3.– El profesor que explique como quiera, lo que tiene que
hacer es mandar a callar la clase.
Alumna 4.– Sí pero ¿cuántos gritos nos mete en la clase? La Osuna
y yo nos callamos, la gente le echa menos cuenta. Los que ar-
man jaleo son los niños, las niñas estamos calladas. Las niñas
se comportan.

Esta simbiosis entre el gobierno de la vida en las aulas y la pro-


ducción de condiciones apropiadas para la enseñanza y el aprendi-
zaje se concreta en una serie de rasgos que son los que caracterizan
lo que los profesores consideran el clima ideal de la clase. El prime-
ro de ellos es, evidentemente, el ejercicio de la autoridad, condición
que parece imprescindible a la hora de transmitir el conocimiento
en el contexto escolar (aunque no ocurre igual en otros contextos).
Lo que se quiere decir con esto es que la gestión del tiempo de cla-
se y la enseñanza requiere que el alumno obedezca las órdenes del
profesor, especialmente en lo que se refiere al habla, al movimiento
y a la realización de tareas; es comúnmente admitido que sin su au-
toridad el aula resultaría ingobernable y la enseñanza y el aprendi-
zaje objetivos imposibles. Entonces, al ser este asunto fundamental,
todo aquello que cuestione y debilite la autoridad del docente cons-
tituirá un problema para el desarrollo de las clases, una alteración
del orden ideal, en definitiva, una fuente de situaciones inestables.
El reconocimiento y ejercicio de la autoridad del profesor puede
conseguirse de formas diversas –más persuasivas o más directas–,
pero en todo caso es una condición necesaria para hacer posible que
la clase transcurra conforme a un determinado patrón de compor-
tamientos que es el que se considera deseable. Todo el mundo sabe
que lo peor que le puede ocurrir a un profesor o profesora es que no

176

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5. enseñanza y control

sea capaz de gobernar con autoridad los acontecimientos que se su-


ceden en el aula. Pero también es sabido que la apelación continua
al criterio de autoridad produce en la enseñanza efectos quizás no
deseados, ya que infunde en los alumnos la creencia de que la razón
de fiabilidad y valor del conocimiento reside en la posición de quien
lo distribuye y no en la argumentación en que se apoya.
Aunque afirmarlo pueda resultar una obviedad, no está de más
recordar que la asistencia a clase se considera una condición sine
qua non para que los profesores enseñen y los alumnos aprendan,
aunque en realidad, si lo miramos precisamente desde el punto de
vista de la enseñanza y el aprendizaje, no siempre se justifica la pre-
sencia de los alumnos en el aula, puesto que en no pocas ocasiones
no es allí ni en el horario de clase el lugar ni momento más apropia-
do para ello. La asistencia a clase, la permanencia de un tiempo de-
terminado cada día en las aulas y la dedicación a una u otra materia
en momentos específicos son en verdad condiciones estrictamente
ajenas a los procesos de transmisión y adquisición del conocimiento,
y vienen dadas por la estructura organizativa de la escuela así como
por la necesidad de custodiar a los jóvenes durante varias horas al
día en un recinto que permita la vigilancia. Teniendo en cuenta que
la presencia de los alumnos en los centros no siempre (o muy pocas
veces) es voluntaria, ni, como se ha dicho, se justifica intrínseca-
mente, se comprenderá mejor que la producción de un clima apro-
piado para la enseñanza encuentre dificultades antes incluso de que
se emprenda la tarea en la clase, y ya en ella obligue a los profesores
en muchos casos a ingeniar formas de completar el tiempo median-
te actividades que tengan que ver con la enseñanza de la asignatura,
pues, con ser necesario, no es suficiente con que los alumnos estén
allí sino que además debe procurarse que su presencia se justifique
en aras de la adquisición de conocimientos. Claro que la asistencia
y permanencia en la clase –que es motivo de vigilancia por parte de
los profesores– no puede producirse de cualquier forma sino que
debe atenerse a los rasgos que determinan lo que se viene llamando
el clima ideal de la clase.
Entre estos rasgos, después del principio de autoridad que, por
cierto, debe renovarse continuamente, otro de los que caracteri-
zan ese clima es el silencio o, más exactamente, el control del habla
por parte del profesor. Salvo en determinadas situaciones, no pare-
ce razonable que cada uno de los presentes en el aula hable cuando
quiera, pues sería imposible, por ejemplo, dar instrucciones, mante-
ner una conversación o escuchar al profesor o a algún alumno que

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enseñanza, examen y control

tuviera algo de que informar a los demás; por otra parte el control
sobre el habla no se refiere exclusivamente a la regulación del mo-
mento y persona que puede decir algo sino también al contenido de
lo que se dice, ya que, como se ha dicho, se impone la transmisión de
un determinado conocimiento, y es sobre esto sobre lo que pueden
versar las intervenciones verbales. La consecución del silencio es un
objetivo primordial para la mayoría de los docentes, sobre todo por-
que esta situación permite un mayor control sobre los alumnos, fa-
cilita la identificación de los díscolos y concede a los profesores una
posición dominante en la clase. Pero no son éstos los únicos motivos
que hacen del silencio un valor apreciado en la enseñanza sino que
a ellos debe unirse, por una parte, el hecho de que se considera un
estado natural para el aprendizaje y, por otra, el de que a los ojos del
propio profesor y de sus compañeros y compañeras se trata de un in-
dicador del grado de control sobre la clase y del nivel de capacitación
y excelencia profesional. Aunque no se excluye la intervención, siem-
pre controlada, de los alumnos e incluso se estimula en algunas oca-
siones, generalmente el silencio es el estado preferido por los profe-
sores para el desarrollo de las clases y así lo suelen percibir también
los estudiantes; de aquí que la trasgresión de esta norma constituya
un motivo de conflicto que los docentes procuran prevenir y, en su
caso, afrontar.
En el mismo sentido cabe hablar del movimiento de los alum-
nos en la clase. A este respecto se admite también que para el buen
gobierno de la concentración de niños o jóvenes que se produce en el
aula es conveniente ordenar la entrada y salida así como sus despla-
zamientos interiores; admitir que estos movimientos se desarrollen
según el criterio de cada uno de los alumnos podría suponer riesgos
de inciertas consecuencias, como, por ejemplo, el de que muchos (o
todos) decidieran por su cuenta abandonar la clase en un momento
determinado, lo cual entraría en contradicción con la obligatoriedad
de la asistencia a clase. La presencia de los alumnos está sometida
a la autoridad del profesor, que es quien tiene potestad para auto-
rizar la salida del aula, o instar a ello mediante la expulsión, que es
entonces una medida de castigo o también un recurso para contro-
lar el orden en la clase. Pero el control del movimiento no se refiere
sólo a las entradas o salidas y a los desplazamientos dentro del aula;
para la enseñanza, el clima ideal al que me vengo refiriendo requiere
también una determinada posición de los cuerpos, sentados mejor
que de pie, con el tronco recto y la mirada dirigida hacia delante, las
piernas en ángulo recto… En esta posición el catálogo de movimien-

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5. enseñanza y control

tos y gestos permitidos es también relativamente preciso y, aunque


no siempre hay una prohibición expresa de los que se consideran
inconvenientes, la imagen que el profesor se forma de cada uno de
los alumnos tiene mucho que ver con esta política de movimientos
en la clase. Es cierto que en determinadas prácticas pedagógicas, las
que tienen la consideración de ser más progresistas, el movimiento
autónomo de los alumnos en la clase no es motivo de conflicto sino
incluso signo de identidad; sin embargo, en la mayoría de la aulas
domina la quietud sobre el movimiento y éste suele ser motivo y sig-
no de conflictividad.
La enseñanza y el aprendizaje y el gobierno de la clase en el
contexto escolar no sólo requiere condiciones relativas a compor-
tamiento visibles de los alumnos –como el habla y el movimien-
to– sino que precisa de otras inicialmente menos evidentes pero se-
guramente más importantes. Me refiero, por ejemplo, a la atención
de los alumnos, asunto al que los profesores conceden gran impor-
tancia, pues, junto con la predisposición positiva se considera ésta
una condición inexcusable: si los alumnos no prestan atención, por
ejemplo, a lo que dice el profesor, o a lo que lee o dice algún com-
pañero, es difícil que haya aprendizaje. Este rasgo distintivo de lo
que se conviene en considerar un clima ideal de clase –los alumnos
atentos– no es sólo un factor decisivo en la adquisición del conoci-
miento, sino que también es importante a la hora de afrontar el go-
bierno de la clase y el control de la conducta de los alumnos. Fijando
la atención de los alumnos en aquello que interesa a los profesores,
éstos consiguen un mayor grado de control sobre su actuación en
el aula mientras que, por el contrario, la dispersión de la atención
en asuntos ajenos a lo que dirige el profesor los sitúa fuera de su
dominio, lo cual suele ser el origen de alteraciones indeseables en
el desarrollo de las clases. La conquista de la mente de los alumnos
se convierte así en una pieza decisiva para el gobierno de la clase,
atraer su atención significa polarizar sus energías en un sentido que
interesa al orden en el aula, mientras que, por el contrario, mane-
jar a un conjunto de personas cuyo pensamiento está centrado en
cuestiones distintas a las que pretende la autoridad suele ser motivo
de conflicto. Los buenos profesores son aquellos capaces de mante-
ner atentos a los alumnos, no sólo porque éstos aprenden más sino
también porque ellos tienen más facilidad para controlar el trans-
currir de la clase.
Además de los que ya se han citado, hay otros rasgos que ca-
racterizan el clima que los profesores consideran apropiado para la

179

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enseñanza, examen y control

enseñanza y el aprendizaje; lo fundamental, sin embargo es vigilar


la asistencia a clase, mantener bajo control el movimiento de los
alumnos, ordenar el habla y captar su atención e interés; y, pues-
to que este estado de cosas no surge de manera espontánea en la
clase sino que tiene que ser producido, el ejercicio de la autoridad
por parte del profesor es un elemento decisivo para la enseñanza
y gobierno en el aula. Verdaderamente la mayoría de los profesores
y profesoras aspiran a que en sus clases los alumnos asistan pun-
tualmente, permanezcan quietos, en silencio y atentos y obedezcan
todas sus instrucciones.

5.2. el conflicto

Pero, si miramos en el interior de las aulas mientras se desarrolla la


enseñanza de la Historia o de cualquier otra asignatura, vemos una
realidad muy distinta, vemos que este clima que se considera ideal
está lejos de conseguirse; en muchos casos y, por supuesto, en todo
momento, el comportamiento de los alumnos no responde a lo que
los profesores quisieran, y el control de su conducta se convierte a
veces en un problema de extraordinaria magnitud, en un motivo de
desasosiego e intranquilidad. Este es un hecho que, según vimos en
el capítulo primero, manifiestan claramente los profesores cuando
hablan de las dificultades que encuentran en el desarrollo de la acti-
vidad docente y es un tema que aparece cada vez con más frecuencia
en los medios de comunicación, incluso tiene su reflejo en los temas
de conversación y debate de las reuniones de profesores, en las regu-
laciones reglamentarias de los centros, en los ítems de la formación
permanente, en los programas institucionales de mejora de la ense-
ñanza, etc., etc. El contraste entre el comportamiento de los alumnos
y el deseo de los profesores hace de la clase un espacio de conflicto
y del control un polo que articula una parte importante de los acon-
tecimientos que en ella se suceden.1 Efectivamente, si bien el mante-
nimiento del orden y la disciplina en el aula ha constituido siempre
un asunto de la mayor importancia en el ejercicio de la docencia, en
1.  La idea de considerar el aula como un sistema en el que las relaciones de
poder juegan un papel importante, ha sido tratada por algunas corrientes de la Di-
dáctica y la Pedagogía. Sin negar la validez y el interés de estos planteamientos, aquí
se trabaja desde una perspectiva más social que no se contradice con otras.

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5. enseñanza y control

los últimos años el problema adquiere especial protagonismo en los


debates sobre la escuela y la enseñanza. Por una parte, los medios de
comunicación destacan con frecuencia la comisión de actos violen-
tos y conflictos que suceden en el entorno escolar, sucesos que quizás
en otro tiempo apenas merecían por su parte consideración alguna,
además, el hecho de que, frente a la violencia legítima que normal-
mente practicaba y practica la institución escolar sobre los alumnos,
se haya extendido la que ellos practican sobre la escuela y sobre los
profesores –y que se considera, por supuesto, ilegítima–, ha conver-
tido la conflictividad escolar en un fenómeno nuevo que revela un
aspecto relativamente desconocido y oculto de una institución que
tradicionalmente se consideraba por definición al margen de estas
situaciones; todo ello, en fin, ha dado pie a que el asunto se convierta
en un objeto de estudio hasta ahora poco explorado. En cualquier
caso, lo cierto es que para los profesores el control de la clase consti-
tuye hoy un problema de primera magnitud,2 lo cual se debe funda-
mentalmente a la mayor conflictividad de los alumnos y no tanto a
factores atribuibles a los propios docentes; es decir, según este punto
de vista, la razón de que el problema del gobierno y control de la
clase haya adquirido la importancia que tiene –especialmente en la
enseñanza secundaria obligatoria– habría que atribuirla a los cam-
bios producidos en el comportamiento de los alumnos, aunque no
creo que sea ésta la única causa. A este respecto, refiriéndose al caso
de España, Feito (1990) considera que el aumento de la indiscipli-
na en las aulas tiene relación con la universalización de la enseñan-
za secundaria, ya que, por una parte, escolariza por primera vez en
enseñanzas no profesionales a alumnos provenientes de un medio
social y cultural que tiene patrones de conducta muy distintos a los
que dominan en el contexto escolar, y, por otra, incorpora a los cen-
tros escolares a grupos de población hasta entonces excluidos en un
tramo de edad en el que se está configurando su identidad social y
cultural y, por lo tanto, su capacidad de confrontación. Los estudios
más solventes sobre este asunto ponen de manifiesto que, efectiva-
mente, los problemas de control y gobierno de la clase suelen darse
con más intensidad en unos contextos que en otros, concretamente
se acentúan en los centros escolares de clases populares y de barrios
marginales y dentro del mismo centro en los cursos de enseñanza

2.  Los estudios sobre enfermedades profesionales revelan que las mentales
afectan a un porcentaje de profesores muy superior al del resto de la población, un
dato que habitualmente se relaciona con los problemas de disciplina en el aula.

181

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enseñanza, examen y control

obligatoria frente a los de enseñanza post-obliglatoria, un dato que


puede corroborarse con lo que se dijo anteriormente sobre el grado
de preocupación de los profesores por este problema. Recordemos
en este sentido que son los que imparten sus clases a alumnos de
clases bajas los que más afectados parecen por su falta de interés e
indisciplina. A pesar de que el componente social de la conflictivi-
dad escolar es un hecho evidente y decisivo (aunque no único), no
suele tenerse muy en cuenta en los discursos y prácticas oficiales do-
minantes que se ocupan del problema. Desde estas perspectivas se
considera la indisciplina de los alumnos como una desviación, como
una anormalidad del individuo, que puede corregirse, por tanto, con
un tratamiento psicológico adecuado, pues de lo que se trata es de
integrarlo en un orden que no se cuestiona. Por otra parte, en un
alarde de tecnicismo, se sostiene también que la tarea de sujeción
de los alumnos indisciplinados requiere de unas habilidades de la
que habitualmente carecen los profesores; de aquí que la solución
de estos problemas debe abordarse suministrándoles una formación
adecuada, de manera que, según esto, la conversión de unos y la pre-
paración de los otros, sería la estrategia que resolvería la conflictivi-
dad escolar. De hecho, últimamente proliferan ofertas de recetas y
fórmulas con vistas a la mejora del clima de los centros, llegándose a
configurar un mercado de «productos» para la convivencia escolar.
Los profesores y profesoras saben que la realidad es mucho más
compleja, y es que, como he dicho, los llamados problemas de disci-
plina que suelen presentarse en el desarrollo cotidiano de las clases
son de otra naturaleza; no se trataría tanto de conductas desviadas
cuanto de prácticas de resistencia. Efectivamente, las causas de la
conflictividad escolar deben situarse en un contexto histórico en el
que cambia el lugar y el significado de la escuela; ahora la institu-
ción se hace cada vez más permeable al mundo exterior, lo que fa-
cilita que en su seno se reproduzcan conflictos propios del entorno,
conflictos que anteriormente quedaban fuera debido a que la con-
sideración que tenía de lugar específico para el depósito y transmi-
sión de la cultura, de santuario, la mantenía ajena, sin apenas con-
taminarse, mientras que hoy, por el contrario, al tiempo que pierde
legitimidad, la escuela es atravesada por prácticas socioculturales
muy diversas (Carra, 2002). De aquí –y ésta es otra de las causas
de la conflictividad escolar– que tenga cada vez más importancia
la confrontación que se produce entre los patrones culturales y las
formas de comportamiento de los jóvenes (especialmente de los re-
cién ingresados desde las clases populares, pero no sólo de ellos)

182

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5. enseñanza y control

con los que rigen en el contexto escolar, más afines a sectores de las
clases medias. Así no solamente encontramos en las aulas un pro-
blema de falta de sintonía entre unas pautas y otras –lo que dificul-
ta, evidentemente, la integración–, sino incluso de rechazo, puesto
que la escuela considera como indisciplinadas y causantes de des-
orden actuaciones o incluso actitudes que en otros contextos no se-
rían valoradas negativamente; entonces, cuando por parte de estos
alumnos no se produce la integración o la adaptación que la escuela
requiere, la condena de sus comportamientos les produce perple-
jidad, confusión, frustración y, en no pocos casos, enfrentamiento
y rechazo, lo cual tiene consecuencias sobre el gobierno de la cla-
se. En este orden de cosas habría que consignar como un episodio
particular de esta confrontación el conflicto con el conocimiento
escolar cuando, como es habitual, éste se organiza en disciplinas
académicas de contenido muy abstracto y distante del mundo de
la vida, de manera que la enseñanza en esas condiciones se suele
vivir como la transmisión de una cultura extraña, como un proceso
de aculturación que provoca por sí mismo actitudes de rechazo, tal
como ya se ha dicho en otro lugar.
Por lo tanto, la institución escolar no es ajena a la conflictivi-
dad que se produce en el interior de las aulas, y en buena medida
puede decirse que ella misma es responsable de muchos de los pro-
blemas con los que han de enfrentarse alumnos y profesores en las
clases, hasta el punto de que no es descabellado pensar en la para-
doja de que la escuela que conocemos no es la solución sino parte
del problema. El fracaso académico de muchos alumnos –que tiene
relación, como ya hemos visto, con su origen social– está en la base
de no pocos comportamientos indisciplinados; aquí se puede hablar
de una espiral de sanciones que alimenta sentimientos de injusticia
y arbitrariedad, al comprobar que siempre son los mismos los que
acaban siendo rechazados, lo que fácilmente conduce a la margina-
lidad y también al conflicto, pues en estos casos, si no abandonan
(huyendo de la dominación cultural que les impone la escuela), mu-
chos alumnos optan por resistir, practicando conductas de oposi-
ción, o incluso por modificar la relación de fuerzas recurriendo a la
violencia y el vandalismo (Willis, 1988; Carra, 2002).
Por lo tanto, a tenor de lo dicho hasta ahora, podría afirmarse
que el origen de la conflictividad de los alumnos tiene que ver, en
términos generales, con la actitud –de confrontación, de descon-
fianza, de indiferencia…– que mantienen respecto a la institución
escolar, y que esa actitud está fuertemente condicionada por su

183

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enseñanza, examen y control

origen social y, sobre todo, por el carácter de clase de la cultu-


ra dominante en el ámbito escolar. De aquí que el grado de des-
orden y conflictividad de las aulas tenga bastante relación con la
condición social de los alumnos, y que quizás por este motivo los
profesores a lo largo de su vida profesional tienden a desplazarse
buscando centros escolares en los que cursen sus estudios alum-
nos de clases medias, abandonando los que están ocupados por
los de capas más bajas. Es evidente que el control y gobierno de la
conducta de los estudiantes es un problema que tiene dimensio-
nes distintas según el contexto sociocultural en el que se imparte
la enseñanza. En el caso de los alumnos de clases medias, bien sea
por la familiaridad con la cultura escolar, por sus mayores expec-
tativas para obtener éxitos académicos, o porque han interioriza-
do desde el ámbito familiar la sujeción de su conducta en la clase
o, seguramente, por todos estos motivos. En este caso es más pro-
bable que los profesores tengan menos dificultades para gobernar
la clase, mientras que cuando se trata de alumnos con menos ex-
pectativas o con una cultura muy distante y distinta de la que rige
en la escuela, en estos casos es más probable que los profesores
tengan que emplearse más a fondo para mantener el control de la
clase. Naturalmente estas situaciones que voy describiendo deben
entenderse como tendencia general y en ningún caso supone que
el comportamiento de los alumnos en la clase venga ya determi-
nado por su origen social, ya que, de hecho, siempre se producen
circunstancias –en la trayectoria de los alumnos o en las condi-
ciones de la enseñanza– que hacen que los comportamientos sean
menos previsibles de lo que pueda parecer si se interpretan de for-
ma mecánica las anteriores consideraciones.
Ciertamente la confrontación entre la cultura escolar y la cul-
tura de alumnos provenientes de grupos sociales distantes del mun-
do académico no es la única razón de la conflictividad en el aula. Es
necesario dar cuenta además de otros factores que no están ligados,
directamente al menos, a la condición social de los estudiantes sino
que tienen que ver con transformaciones sociales y culturales de
orden más general, Así, la desestabilización de la familia actual pa-
rece que repercute, por una parte, en lo que se viene llamando la
dimisión de los padres en las tareas de educación de los hijos, con
la consiguiente pérdida de legitimidad de los profesores (que inter-
vienen en la educación por delegación de los padres), y por otra, en
la ausencia de referentes a la hora de establecer pautas de conducta.
En este contexto la desmotivación de los alumnos por la adquisición

184

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5. enseñanza y control

de conocimientos y la formación cultural están a la orden del día,


ya que la competencia de la escuela con medios tan potentes como
el ocio y la televisión resulta a todas luces muy desigual. Si a esta
desmotivación por los valores intrínsecos del conocimiento –que
se debe también a la burocratización e inutilidad del que imparte la
escuela– se une la merma del interés en los estudios, debido a la fal-
ta de expectativas sociales y económicas que ocasiona el fenómeno
de la devaluación de los títulos escolares, vemos que la actitud con
la que los estudiantes se acercan diariamente a las aulas no puede
calificarse precisamente de entusiasta.
Desde luego en ello tiene algo que ver también la propia orga-
nización escolar, fuertemente compartimentada en horarios, jorna-
das, trimestres, lecciones, asignaturas, etc., lo cual confiere final-
mente a la vida en las aulas un sesgo de artificiosidad más que no-
table, caldo de cultivo propicio para el aburrimiento, el desinterés
y el conflicto, teniendo en cuenta, además, que la presencia de los
alumnos –y de los profesores– en las aulas todos los días y todas
las horas no es voluntaria, algo que se olvida fácilmente y apenas se
tiene en cuenta para comprender lo que ocurre en las clases.
Evidentemente, las causas de la conflictividad que se produce
en las aulas son complejas; aquí solamente se han apuntado algunas
ideas, pues no se trata de analizar el fenómeno de manera exhaus-
tiva sino de constatar su existencia y destacar su naturaleza socio-
cultural, haciendo ver que, desde mi punto de vista, no es asunto
que pueda afrontarse exclusiva ni fundamentalmente con las medi-
das propias de las terapias idealistas y pseudoreligiosas, es decir, al
margen de la impugnación radical de la escuela capitalista.
De todas formas cuando se habla de conflictividad en las aulas,
de problemas de disciplina o incluso de violencia y agresiones en la
escuela, conviene precisar y situar el tema en sus justas dimensio-
nes, pues en no pocas ocasiones utilizando términos muy similares
nos referimos a realidades de muy distinta magnitud. La imagen
que interesadamente proyectan los medios de comunicación sobre
los conflictos escolares es a todas luces desproporcionada si con-
sideramos lo que realmente ocurre en las escuelas y en las aulas.
En este sentido, la idea de que en los centros escolares se suceden
agresiones de forma continuada y cada vez con más frecuencia no
se basa en datos reales y más bien responde a las políticas de mie-
do que el poder promueve en los últimos años y al sensacionalismo
mediático sobre las que se apoyan. Es cierto que existen actuacio-
nes violentas protagonizadas por alumnos –más en unos contextos

185

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enseñanza, examen y control

que en otros– y que esto es una novedad de nuestro tiempo, 3 pero


no es menos cierto que este tipo de acontecimientos son esporádi-
cos –aunque ocupen un espacio quizás sobredimensionado en los
medios de información y en todo caso injustamente exagerado– y
escasamente representativos de lo que ocurre diariamente en los
centros escolares. Al tratar aquí de la conflictividad escolar no me
voy a referir a este tipo de hechos sino a otros que de manera conti-
nuada alteran el orden en la clase e impiden que se dé el clima que
los profesores consideran necesario para la enseñanza y el aprendi-
zaje; no son conflictos particularmente llamativos, sino micro-con-
flictos que acaban condicionando el trabajo de los profesores en el
aula, obligándoles a emplear una parte importante de su tiempo y
de su energía en resolverlos.4 Más que los violentos incidentes de
los que se hacen eco los medios de comunicación, es esta micro-
conflictividad la que realmente inquieta a los profesores, influye su
práctica en el aula y, en definitiva, en la enseñanza; de tal manera es
así que en no pocos casos el gobierno de la clase constituye el prin-
cipal problema en la clase y este vértice de nuestro triángulo –el
control– impera sobre los otros dos.
Si recordamos las dificultades que los profesores manifies-
tan tener a la hora de desarrollar los objetivos que persiguen con
la enseñanza, tendríamos un significativo panorama de lo que he
llamado micro-conflictos en el aula. Así, el primer problema es el
de la falta de interés de los alumnos por aprender, un problema
que sabemos que es más acusado a medida que se baja en la es-
cala social, debido a razones que se han ido exponiendo anterior-
mente. Esta falta de interés por lo que ocurre en la clase implica,
por ejemplo, desatención, una de las situaciones que los profesores
viven con más inquietud y en la que ponen más empeño por resol-
ver, no sólo porque en cierto sentido representa un fracaso de la
actuación propia (Jackson, 1991) –ya que revela su incapacidad para
conseguir controlar la mente de los alumnos–, sino también porque
supone una amenaza pública a su autoridad, y, además, porque sue-
le ser el punto de partida de otras conductas más perniciosas, pues
el alumno desatento tiende a distraer también la atención de otros
estudiantes, a hablar sin autorización, complicando, en definitiva,

3.  Me refiero, por ejemplo, a la irrupción de alumnos armados en los centros


escolares agrediendo a profesores y compañeros, que vemos en países como los Esta-
dos Unidos de América.
4.  Algunos estudios revelan, por ejemplo, que los profesores pierden 8 de cada
10 minutos mandando callar a los alumnos.

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5. enseñanza y control

de manera creciente la gobernabilidad de la clase. Efectivamente, la


falta de atención, por ejemplo durante la explicación del profesor,
supone un gesto preocupante de indiferencia hacia el contenido que
se transmite y hacia la propia figura del docente; esto sin contar
con que dificulta la continuidad del discurso, ya que en estos casos
los esfuerzos de quien explica tienden a concentrarse en captar el
ánimo de los alumnos díscolos. Pero también la falta de interés y
la desatención suele perturbar de manera más contundente el cli-
ma de la clase si ocurre, como es frecuente, que deviene en otras
conductas más visibles y también contrarias al «normal» desenvol-
vimiento de la enseñanza. Así, hablar con otros, hacer algún tipo
de ruido, alborotar, desplazar el mobiliario o incluso moverse sin
autorización por la clase, son situaciones que se suceden de manera
cotidiana en las aulas al mismo tiempo que los profesores se em-
peñan en explicar o en la realización de tareas relacionadas con la
transmisión del conocimiento. Entonces, resolver la contradicción
que representan estas escenas pasa a ser el principal objetivo de la
actuación del profesor, primero porque suponen un atentado contra
su autoridad, segundo porque afectan directamente a la gobernabi-
lidad de la clase y tercero porque suponen un clima generalmente
inapropiado para enseñar y aprender.
Los conflictos que deben afrontar los profesores en el aula no
se agotan en la falta de atención, el ruido y el movimiento; nada
despreciable es a estos efectos la práctica de la desobediencia que
se da entre cierto tipo de alumnos. No me refiero a los casos en los
que se produce una negativa clara y abierta al cumplimiento de las
órdenes del profesor o profesora; estos casos suponen una situación
límite en el conflicto entre profesores y alumnos y suelen ser menos
frecuentes. Me refiero a la desobediencia que se ejerce mediante la
resistencia pasiva, eludiendo un enfrentamiento abierto con la au-
toridad del profesor. Sucede así, por ejemplo, cuando los alumnos
se niegan a realizar las tareas encargadas –ejercicios y activida-
des– o, simplemente, a responder a sus preguntas. Generalmente
esta negativa no suele expresarse de forma directa y explícita sino
emboscada en palabras muy conocidas por los docentes que apelan
a argumentos y razones formalmente convincentes; así, haber «ol-
vidado los ejercicios en casa» o responder con un «no lo sé» cuando
es evidente que se trata de una pregunta asequible, etc. En realidad,
muchas veces –no siempre, desde luego–, lo que los alumnos quie-
ren decir es más bien «no los he hecho porque no me apetecía» o
«déjame tranquilo y no me molestes con tus preguntas». Este tipo

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enseñanza, examen y control

de prácticas, si bien no produce directamente una alteración del or-


den en la clase, sí lo hace de forma indirecta, pues rompe la dinámi-
ca sobre la que el profesor se apoya para el desarrollo de la clase; así
se genera una situación conflictiva al poner de manifiesto la escasa
o nula implicación de los alumnos en lo que acontece en el aula,
lo cual no sólo bloquea las posibilidades de comunicación sino que
pone delante de los ojos de los profesores una realidad compuesta
por mundos paralelos –el suyo y el de estos alumnos– que tienen
pocas posibilidades de conexión.
Además de los citados anteriormente, muchos otros tipos de
incidentes se suceden diariamente en las aulas y contribuyen a ge-
nerar un clima contrario al que desean los profesores con vistas a la
enseñanza y sobre todo al buen gobierno de la clase. Naturalmen-
te, junto a las pequeñas aunque constantes alteraciones del orden
que suelen producirse en las aulas, suceden a veces acontecimientos
de mayor envergadura que dan lugar a situaciones especialmente
conflictivas; así, por ejemplo, agresiones entre alumnos, roturas in-
tencionadas de material de la clase, incluso burlas explícitas y evi-
dentes hacia el profesor o ruidos colectivos; pero en circunstancias
normales este tipo de incidentes son menos frecuentes y suelen pro-
ducirse en los casos en los que el profesor no ha adquirido destrezas
suficientes para controlar la clase o en circunstancias extremas. Lo
más importante quizás sea que existe una conflictividad explícita
o soterrada, más notoria en unos casos que en otros, de desigual
intensidad según sean las características de los alumnos, y, aunque
sus causas son complejas, los profesores deben resolverla diaria-
mente, sin esperar al cambio de actitud de los alumnos según las
soluciones de unos o a las transformaciones necesarias del sistema
escolar, según proponen otros. El gobierno de la clase es un asunto
urgente, les va en ello a veces su propia supervivencia.

5.3. el control

Examinando la genealogía de las prácticas escolares veríamos que


la actividad de los profesores en el aula tiene entre sus principales
objetivos el de controlar la conducta de los estudiantes con el fin de
que se dé el clima apropiado para la enseñanza, es decir, tratarán
continuamente de atraer la atención de los alumnos, de mantener-

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5. enseñanza y control

los quietos y en silencio –o procurando que hablen (o se muevan)


quienes ellos decidan, cuando consideren oportuno y sobre aquello
que estimen conveniente–; intentarán, en definitiva, que obedezcan
a sus instrucciones, que realicen las tareas que se les encargue, y
renovar de forma continua el principio de su autoridad. Pero es que
además si, como se ha dicho, los rasgos de lo que los profesores con-
sideran como clima apropiado para la enseñanza y el aprendizaje en
el contexto escolar se identifican con lo que permite el buen gobier-
no de la clase, lo normal es que uno y otro objetivos se procuren de
forma simultánea, y es razonable también que por razones de eco-
nomía los medios que se empleen en conseguir ambos propósitos se
utilicen de manera ambivalente. Entonces, ¿de qué medios se valen
los profesores y las profesoras para ejercer la autoridad y controlar
el comportamiento de los estudiantes? Pensando en lo que a este
respecto ocurre en el interior de las aulas, tendríamos que hablar
de recursos que se utilizan para abordar situaciones concretas, es
decir, para resolver las cotidianas alteraciones del orden normal de
la clase, y de mecanismos que sirven para producir el orden que
se pretende, los primeros de carácter más coyuntural, los segundos
más estructurales, incrustados ya en las rutinas pedagógicas que se
mantienen con algunos cambios desde los orígenes de la escuela de
masas.
Desde luego la primera actividad de control es pasar lista y
comprobar la asistencia de los alumnos, pues, como se ha dicho,
la falta a clase a veces es signo de un conflicto con la escuela que
debe ser abordado con medidas coercitivas. Ya en el interior de las
aulas, sin contar el que dedican a gestionar la permanencia de los
alumnos, una parte importante del tiempo que allí pasan los profe-
sores se ocupa en afrontar directamente las alteraciones y conflic-
tos a los que antes me he referido. Como todo el mundo sabe, uno
de los primeros recursos que emplean los docentes para controlar
la conducta de los alumnos en el aula es el de los requerimientos
directos, ordenándoles silencio, que permanezcan quietos, o que
hagan tal o cual cosa, es decir, ejerciendo de forma directa la autori-
dad. También es frecuente que se recurra a castigos que sancionen
el comportamiento que se considera inadecuado apelando incluso
a autoridades de rango superior (normalmente el Jefe de Estudios),
cuando al profesor le resulta difícil ejercer su autoridad o simple-
mente porque prefiere diferir el problema y la responsabilidad de
resolverlo. Es común a este tipo de recursos el hecho de que no se-
rían específicos de la enseñanza sino de cualquier situación en la

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enseñanza, examen y control

que una persona tuviera que hacerse cargo de controlar la conducta


de un grupo humano. Como se ha dicho, su cometido es el de abor-
dar de manera directa las transgresiones de los alumnos, cosa que
ocurre con relativa frecuencia en determinados centros escolares;
de aquí la importancia de su dominio. En este campo proliferan las
técnicas y los consejos de uno y otro tipo, y no cabe duda de que
tienen su utilidad a la hora de resolver los problemas de discipli-
na, pero la experiencia demuestra que el empleo de estos recursos
no siempre da resultado, se agotan sus posibilidades y, sobre todo,
acaban agotando a los profesores, pues los someten a situaciones
prolongadas de tensión y estrés.
A pesar de que es frecuente que los profesores empleen estos
medios para el gobierno de la clase, no son ni mucho menos los úni-
cos y, sobre todo, no son los que prefieren utilizar y ello por varias
razones. En primer lugar, porque es probable que un ejercicio conti-
nuado y directo de la autoridad acabe por devaluarla hasta el punto
de que resulta imposible su aplicación y, por tanto, el control de la
clase. Seguramente muchos de los lectores o lectoras de esta obra
conocen situaciones en las que, por ejemplo, la orden de silencio, a
fuerza de repetirla muchas veces, acaba finalmente incumpliéndose.
En segundo lugar, porque recurrir constantemente a procedimien-
tos de este tipo puede dar lugar a que, efectivamente, los profesores
pasen la mayor parte del tiempo mandando callar a los alumnos
en menoscabo de su principal obligación, que es la de transmitir el
conocimiento, lo cual no sólo no suele ser bien visto por los compa-
ñeros, las autoridades e incluso los propios alumnos sino que, sobre
todo, afecta profundamente a la identidad profesional, puesto que,
más que de profesor o profesora, en esos casos acaba desempeñan-
do labores de policía. Por lo demás, y ésta es otra razón, la econo-
mía del esfuerzo revela un saldo a veces poco satisfactorio con el
empleo de estas estrategias, pues, como se ha dicho, producen ten-
siones agotadoras entre los docentes.
Se entiende entonces que resulte preferible acudir a procedi-
mientos que verdaderamente ayuden a gobernar la clase pero que,
al mismo tiempo, tengan relación directa con la enseñanza y el
aprendizaje, o, al menos, parezcan tenerla. Según esta perspectiva,
las prácticas pedagógicas que se desarrollan en el aula pueden inter-
pretarse como mecanismos productores de un orden que se com-
pone de una serie de rutinas capaces de controlar la conducta de los
alumnos, de prevenir e impedir las posibles y molestas alteraciones,
y que son capaces también de transmitir conocimientos. Antes que

190

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5. enseñanza y control

andar afrontando las continuas transgresiones de los alumnos, es


preferible generar una situación estructural en la dinámica de la
clase que los sujete y facilite así su gobernabilidad, mientras, ade-
más, se les pone en contacto con el conocimiento que se les quiere
transmitir. Ya se ha dicho que el patrón de actividades que se desa-
rrolla en el aula tiene mucho que ver con la presencia del examen en
la enseñanza; ahora podemos decir que el control de la conducta de
los alumnos es otro elemento fundamental, más determinante aún
en los casos en los que la indisciplina o las prácticas de resistencia
de los alumnos son más frecuentes y conflictivas.
En la arquitectura de la enseñanza y el gobierno de la clase, las
notas pueden jugar un papel importante, pues el aprobado y el sus-
penso, utilizados a modo de premio y de castigo, es un recurso que
tiene potencialidad para controlar la conducta de los estudiantes.
Este es un ejemplo de recurso ambivalente, pues en realidad las no-
tas no solamente expresan un determinado grado de conocimiento
sobre la asignatura sino también el comportamiento de los alumnos
en la clase –si atienden o se distraen, si hablan, hacen ruido o están
callados, si hacen las tareas o no…–; de hecho muchos profesores
y profesoras utilizan de manera expresa el recurso de la nota para
afrontar situaciones de indisciplina, sancionando a los alumnos que
trasgreden las normas y no se comportan adecuadamente con al-
guna puntuación negativa en su expediente, y lo hacen suponiendo
que así conseguirán reducir su comportamiento. En algunos países
–en España hasta no hace mucho– la calificación de la conducta se
registraba formalmente en el boletín de notas mediante la valora-
ción de la actitud de los alumnos como un aspecto diferenciado de
los conocimientos, si bien es una práctica que se ha abandonado, ya
que cualquier calificación contiene de manera implícita un juicio
sobre la conducta del alumno.5
De acuerdo con esto, el temor a ser suspendidos o a tener bajas
calificaciones actuaría como elemento disuasorio sobre el compor-
tamiento de los alumnos, lo cual ciertamente puede verificarse en
muchos casos, pero es una lógica que no opera en todas las circuns-
tancias, incluso llega a ocurrir que la apelación a la nota carece de
utilidad a la hora de resolver problemas en el gobierno de la clase.
Esta pérdida de eficiencia debe relacionarse con la disminución del
valor de las calificaciones o, más exactamente, con la devaluación

5.  De hecho es raro encontrar el caso de un alumno que sea indisciplinado y


obtenga buenas calificaciones y, casi siempre, también a la inversa.

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enseñanza, examen y control

de los títulos escolares, por una parte, y con la falta de expectativas


en un rendimiento académico positivo por otra. Generalmente los
alumnos que cosechan más fracasos en sus calificaciones son preci-
samente los que se hacen más impermeables a los efectos de la nota
según el comportamiento, ya que en su situación no es mucho lo
que esperan obtener en la escuela, y la calificación es un asunto que
termina resultándoles indiferente. Por el contrario, aunque su in-
fluencia se ha reducido mucho en los últimos años, entre los alum-
nos que tienen expectativas positivas porque obtienen rendimientos
aceptables, la nota sí es un recurso capaz de incidir en su conducta.
Así, se da la circunstancia de que la calificación ayuda a controlar
a aquellos alumnos que desarrollan conductas más positivas para
el desarrollo normalizado de las clases, mientras que es de menos
ayuda en los casos en los que parece más necesario. No está de más
recordar de nuevo –pecando quizás de resultar reiterativo– que la
variable de la condición social de los alumnos está presente en esta
relación entre calificación y conducta.
En este contexto es de notar el hecho de que, al incorporarse a
la enseñanza secundaria obligatoria alumnos provenientes de clases
populares –entre los que menos acaba influyendo la nota como ele-
mento de control de la conducta–, ha ocurrido que a los profesores
que imparten estos cursos se les termina privando de un recurso
para afrontar la potencial conflictividad en el aula, algo que ha sido
más relevante en el caso de quienes impartían clases a alumnos de
Bachillerato –habitualmente interesados por su calificación–, acos-
tumbrados a servirse de él para el gobierno de la clase.6 Con todo, la
falta de motivaciones intrínsecas para el estudio y la devaluación de
los títulos escolares anteriormente aludida han ocasionado que el
poder de la nota a la hora del control de los alumnos se haya reduci-
do significativamente, y esto ha afectado de manera general a todo
el profesorado.
Curiosamente, sin embargo, el acto de realización del examen,
más que la calificación, parece conservar cierta eficiencia como
instrumento de control de los alumnos, lo cual justifica que en al-
gunas ocasiones recurran a él los profesores de manera sorpresiva
e inesperada –el «examen sorpresa»–, pues la situación examina-
toria está llena de posibilidades a la hora de afrontar momentos de
6.  La oposición de este tipo de profesores –y de otros, también– a la incorpo-
ración de estos alumnos a la enseñanza secundaria tiene cierta explicación si pen-
samos en esto y situaciones similares. En realidad al perder recursos para ejercer su
autoridad en gobernar la clase, su posición se hace más inestable, más insegura.

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5. enseñanza y control

especial desorden; sólo hay que tener la precaución de no hacerlo


con sospechosa frecuencia, ya que se corre el riesgo de devaluar
su significado. Como ya hemos visto, con el objeto de vigilarlos
mejor, el examen dispone de manera particular a los alumnos en
la clase, se da por buena, y se acepta, la necesidad del silencio, la
quietud y concentración, etc., etc. La imagen del examen es, sin
duda, un referente apropiado –extremo, quizás– para lo que mu-
chos profesores consideran una situación ideal, pues no sólo es
que los alumnos permanecen durante una hora aproximadamente
bajo el control absoluto del profesor, y ellos mismos se siente do-
minados, con pocas posibilidades de resistencia en esta posición,
sino que además todo ello se consigue con un coste muy bajo por
parte de los profesores, pues sólo tienen que permanecer vigilan-
tes, permitiéndose incluso alguna distracción. Claro que algunos
alumnos parecen haber aprendido a desenvolverse en esta situa-
ción adversa para ellos y actúan acortando el tiempo del examen,
terminando rápidamente aunque no sea mucho lo que escriban,
pues en realidad se trata de volver al estado habitual de la clase, en
el que se sienten mucho más cómodos. Entonces el descontrol se
traslada a los pasillos, lo cual es causa de nuevos conflictos.
Pero la calificación y el examen no son recursos a los que se
pueda acudir de manera continua para controlar a los alumnos; ya
hemos visto su debilidad especialmente entre cierto tipo de estu-
diantes, pero ocurre además que no puede emplearse en todas y
cada una de las sesiones de clase. A la hora de mantener el gobierno
de la clase, además de las imprecaciones directas, de los premios y
castigos, los instrumentos de mayor utilidad son aquellos que for-
man parte del orden mismo de la enseñanza y sirven tanto para
transmitir el conocimiento como para controlar a los alumnos. En
este sentido puede interpretarse el éxito y la vigencia de ciertas for-
mas de organización de la clase y de buena parte de las prácticas
escolares. Se trata en ambos casos de mecanismos que a lo largo del
tiempo se han ido consolidando como medios eficaces para resol-
ver el problema cotidiano de enseñar y controlar, y hacerlo en un
contexto muy específico y peculiar como es el aula y en un marco
igualmente singular como es el sistema educativo. La continuidad
durante años de algunas prácticas pedagógicas que siguen presentes
de forma generalizada en las aulas, y las dificultades para introdu-
cir en este campo innovaciones significativas, tiene mucho que ver
con su capacidad para abordar con éxito, siquiera sea aparente, esas
dos tareas en un contexto que impone no pocas limitaciones. Mu-

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enseñanza, examen y control

chas de las propuestas metodológicas distintas a las que podríamos


considerar tradicionales, no acaban de extenderse en los centros
escolares precisamente porque no resuelven la ecuación enseñan-
za-control; incluso, en algunos casos, se trata de propuestas bien
fundamentadas que, sin embargo, generan desorden (en el sentido
de orden al que aquí me estoy refiriendo), al poner en cuestión, por
ejemplo, la autoridad del profesor (Depaepe, 2000).
Si nos fijamos, por ejemplo, en los aspectos organizativos de la
vida en las aulas, podría decirse que el triunfo del sistema de ense-
ñanza simultánea frente al de enseñanza mutua tiene mucho que
ver con el hecho de que se trata de una fórmula mucho más eficaz
en la tesitura de la masificación de la enseñanza. Así, el método mu-
tuo desdibujaba la autoridad del profesor en la clase en beneficio de
los monitores y generaba un mayor nivel de desorden –movimiento,
habla descontrolada, ruido, etc.– que el método simultáneo; en este
caso se ha simplificado y reforzado el ejercicio de la autoridad en
la figura del profesor que ahora puede ejercer el control de la clase
de manera directa y sin intermediarios, para lo cual fue necesario
reducir el número de alumnos por aula hasta hacerlo manejable, lo
que ocurre inicialmente con la distribución de los estudiantes en
grados y con la progresiva ampliación del número de enseñantes
(Dusell, 1999). En realidad muchos de los aspectos organizativos
que se han ido naturalizando en el sistema de enseñanza y, más
concretamente, en el desarrollo de las clases se explican en virtud
del control de la conducta de los estudiantes. Ocurre también, con
la disposición de los alumnos en hileras de a uno o de a dos, una
forma de distribución en el espacio que, frente a otras, es la menos
promiscua y la que ofrece a los alumnos, por tanto, menos opor-
tunidades para hablar entre ellos y, además, más posibilidades de
control a los profesores, siquiera sea porque permite individualizar
más claramente a los transgresores del orden mejorando el sistema
de vigilancia. De hecho es frecuente ver en algunas clases cómo los
profesores organizan la distribución de los alumnos en el aula te-
niendo en cuenta la mejor forma de controlarlos, y suelen situar a
los más díscolos en lugares próximos a la posición que ellos ocupan
habitualmente, pues de esta forma se aseguran una vigilancia más
efectiva.
La organización del espacio, la distribución de los alumnos, la
ubicación del profesor y la correspondiente ordenación del mobi-
liario, parecen, entre otros, elementos aparentemente naturales del
paisaje de las aulas pero son en realidad estrategias que permiten

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5. enseñanza y control

aunar enseñanza y control, estrategias ensayadas durante muchos


años y que se han ido asentando en la cultura profesional y en la
organización de los centros escolares hasta aparecer a nuestros ojos
como formas incuestionables de practicar la enseñanza. No cabe
duda de que los nuevos contextos de la educación, las peculiaridades
que hoy tiene la conflictividad en las aulas obligan a los profesores a
someter permanentemente a revisión las fórmulas de organización
de la clase y a ensayar continuamente nuevas opciones.

5.4. el conocimiento, la enseñanza


y el control de la clase

Pero decía anteriormente que los recursos más apropiados para con-
trolar la conducta de los alumnos en la clase son aquellos que sirven
a la vez para la transmisión del conocimiento, o se trata incluso del
conocimiento mismo. En otro lugar he defendido la tesis de que el
conocimiento escolar es un producto que resulta de diversos pro-
cesos de recontextualización (Merchán, 2002) y que el aula es uno
de los escenarios en el que tales procesos se desarrollan, de manera
que las lógicas y circunstancias cronoespaciales que condicionan lo
que allí ocurre –la enseñanza, el examen y el control– imponen al
conocimiento una serie de requisitos con el objeto de configurarlo
como un elemento coherente. Ya hemos vistos cuáles son algunos
de esos requisitos desde la perspectiva de la lógica examinatoria. Si
miramos ahora desde la perspectiva del gobierno de la clase podre-
mos ver también algunas características del conocimiento escolar
que guardan relación con la solución de los problemas que plan-
tea el control de la conducta de los alumnos en el desarrollo de las
clases, pues el conocimiento es moldeado y seleccionado de forma
tal que resulte útil también para ese cometido, advirtiendo que las
características del conocimiento escolar no se explican sólo, y ni
siquiera fundamentalmente, por ello.
Por una parte, el mantenimiento de la autoridad necesaria para
gestionar adecuadamente la vida en el aula invita, y a veces obliga, a
que las relaciones entre alumnos y profesores sean asimétricas, pro-
pias de individuos que ocupan posiciones muy desiguales, de esta
manera se propicia que la posición del alumno quede subordinada
a la autoridad del profesor, consiguiéndose con ello que el alumno

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enseñanza, examen y control

actúe en la clase siguiendo sus instrucciones. Esta relación debe ali-


mentarse continuamente, para lo que el profesor aprovecha o uti-
liza de manera implícita muy diversos medios; uno de ellos es el
poder de determinar el contenido de la enseñanza, de decidir cuál
es el conocimiento que se imparte y que deben adquirir los alum-
nos. De entrada la decisión sobre este asunto suele ser competencia
exclusiva de los docentes;7 tendríamos que acudir a experiencias in-
novadoras para encontrarnos casos en los que, de manera, además,
limitada, los alumnos hayan tenido algún papel en ello. Es evidente
que, al ser los profesores los que van decidiendo lo que los alumnos
deben saber –y de lo que, por tanto, van a ser examinados– su po-
sición en la clase se supedita continuamente a la de aquéllos, pues
deben atender a sus indicaciones, gestos o palabras si quieren saber
qué es lo que deben aprender. Así, siendo el docente la clave de tan
importante decisión, se refuerza su autoridad en la clase al tiempo
que se subraya la dependencia de los alumnos. Otras formas de de-
terminación del conocimiento escolar en las que el alumno tiene
un papel protagonista apenas han trascendido de experiencias pe-
dagógicas minoritarias, y es probable que ello se deba, entre otras
razones, a que los profesores no parecen dispuestos a renunciar a
esta fuente de poder; además, si no controlan lo más ampliamente
posible el contenido de la enseñanza, no sólo corren el riesgo de
desautorización sino que ello les puede fácilmente conducir a situa-
ciones de incertidumbre e inseguridad que resultan muy negativas
para el gobierno de la clase. Precisamente con el fin de prevenir la
incertidumbre y sus consecuencias sobre la posición del profesor en
el aula, es por lo que el conocimiento debe estar muy estructurado,
para que sea posible saber qué es los que debe tratarse en cada mo-
mento o en cada día, evitándose de esta forma también el peligro
de los tiempos vacíos en el desarrollo de las clases. Veíamos que la
fragmentación del conocimiento, su descomposición en elementos
definidos y precisos, era una de las características impuestas por el
hecho examinatorio; ahora puede decirse que es también una pe-
culiaridad que resulta útil para mantener el control en el aula, en
el sentido de que ayuda a hacer previsibles los acontecimientos que
allí se suceden –ahora se trata de tal aspecto del tema, después de
aquel otro…– y, por lo tanto, a despejar titubeos, lo cual permite
7.  El papel que realmente juega el profesor en la determinación del conoci-
miento escolar es un asunto ciertamente discutible; lo que aquí se afirma es que for-
malmente, en el escenario de la clase y ante la vista de los alumnos, son ellos los que
seleccionan lo que debe ser enseñado y aprendido.

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5. enseñanza y control

a los profesores centrar su atención en asuntos más inmediatos y


urgentes.
Así pues, no sólo el hecho de que sean los profesores los que
determinan el contenido de la enseñanza y del aprendizaje les ayu-
da a controlar la clase sino también algunas de las características
del conocimiento seleccionado. En este sentido, el carácter más o
menos distante de ese conocimiento, más o menos abstracto y, en
definitiva, más o menos vinculado a las experiencias de los alumnos
parece que influye de manera contradictoria en los problemas de
gobierno de la clase. El caso es que para que el conocimiento esco-
lar sea un factor que refuerce la autoridad del profesor conviene que
los alumnos sean en buena medida ignorantes, de manera tal que su
papel en la gestión del conocimiento en la clase sea manifiestamen-
te irrelevante y, nuevamente, supeditado a la posición del profesor;
así, diríamos, en lo que respecta al conocimiento, que mientras más
incompetente es el alumno y más competente el profesor, en mayor
medida se alimenta la relación jerárquica en el aula y más fácil pue-
de resultar a los docentes gobernar los acontecimientos. En el caso
contrario, es decir, en el caso de que los alumnos sean competentes
en el conocimiento que se maneja en la clase, su papel se modifica,
pues pueden participar de manera autónoma en su gestión, intervi-
niendo con aportaciones propias, sin que esa participación esté ne-
cesariamente supeditada a las decisiones del profesor, lo cual puede
constituir una amenaza a su autoridad ya que, potencialmente, le
arrebata un campo de decisión y, sobre todo, una fuente de desor-
den, o, mejor dicho, de un orden incompatible con el carácter disci-
plinario de la escuela.
Con estos argumentos se reforzaría la tendencia, estimulada a
su vez por otras fuerzas, a hacer del conocimiento escolar un cono-
cimiento alejado del mundo de las experiencias de los estudiantes
o del mundo de la vida en general, y a configurarse como un cono-
cimiento abstracto, separado de la realidad, que sólo tiene sentido
–y no para todos– en el contexto específico de la escuela, pero que
carece de conexiones con lo que ocurre fuera de ella. Pues todo ello,
si bien dificulta la implicación de los estudiantes en la gestión del
conocimiento en la clase, facilita, por eso mismo, el control de su
conducta, aunque, como veremos más adelante, esa falta de impli-
cación no siempre tiene consecuencias positivas en lo que hace al
gobierno de la clase. De acuerdo con esto tiene sentido que sea el
conocimiento disciplinar y académico el que goce de mayor pre-
dicamento entre muchos profesores preocupados por el manteni-

197

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enseñanza, examen y control

miento de un orden estricto en el aula, ya que su carácter abstracto


y distante permite establecer diferencias claras entre quienes lo do-
minan –los profesores– y quienes no dominan –los alumnos.
Precisamente en la pugna por la determinación del conoci-
miento escolar muchos autores explican el triunfo de las discipli-
nas académicas por el hecho de tratarse de un conocimiento fuer-
temente jerarquizado; por el contrario, como demuestra la Historia
social del currículum, otro tipo de conocimientos, más próximos al
mundo de la vida, a las experiencias cotidianas de los alumnos, aca-
ba siendo minoritario en el campo de las prácticas escolares y, en
muy pocos casos, por no decir prácticamente en ninguno, se inclu-
ye formalmente en el currículum escolar. El currículum basado en
disciplinas académicas hace que los alumnos consideren el cono-
cimiento que adquieren a partir de sus experiencias como algo inú­
til o poco importante en el ámbito escolar, mientras que se admite
que el conocimiento valioso queda en manos de los profesores que
actúan como verdaderos expertos (Popkewitz, 1985), una situación
que contribuye, como vengo diciendo, a apoyar la autoridad y el po-
der del profesor en la clase. Desde este punto de vista puede decirse
que el poder del profesor en el aula está íntimamente relacionado
con el tipo de conocimiento que en ella se moviliza, de manera que
cuanta mayor es la distancia entre lo que sabe el alumno y lo que
sabe el docente más posibilidades existen para que el profesor haga
ejercicio de su autoridad, ya que en ese caso la posición del alum-
no queda subordinada a las iniciativas del profesor, que será quien
determine lo que es correcto o incorrecto y lo que ha de hacerse en
orden a la adquisición del conocimiento.
Bernstein (1998) se refiere a este hecho afirmando que el co-
nocimiento con un «marco» fuerte8–es decir, altamente contextua-
lizado en el ámbito académico y separado del contexto cotidiano–
reduce el poder del alumno sobre el qué, el cuándo y el cómo recibe
el conocimiento, y aumenta el poder del profesor en la relación pe-
dagógica. Por lo tanto, en su relación con el conocimiento, los pro-
fesores pueden encontrarse con el hecho de que, si ponen en juego
en la clase un conocimiento en el que los alumnos son competentes
–enmarcamiento débil–, tendrán menos control sobre sus alumnos
y sobre lo que debe considerarse como «verdadero», con la conse-
8.  Como se sabe, en la terminología que emplea Bernstein en sus estudios,
utiliza el término enmarcamiento para referirse a la distancia que separa al conoci-
miento escolar del conocimiento cotidiano, y habla de enmarcamiento fuerte cuando
esa distancia es mucha y débil cuando hay proximidad.

198

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5. enseñanza y control

cuencia de que su posición en el aula será relativamente incierta.


Por el contrario, si movilizan un conocimiento en el que los alum-
nos son incompetentes –enmarcamiento fuerte–, su autoridad y el
grado de control sobre los estudiantes, así como su seguridad en el
aula, serán mayores. Es esta idea la que, según Barnes (1994), hace
pensar a Warwick que cuanto más problemas de orden tienen los
profesores en sus clases, para reforzar su autoridad, con más pro-
babilidad acudirán a un conocimiento más académico, aunque, al
mismo tiempo, y precisamente por ello, más posibilidades habrá de
que se reproduzcan los conflictos, debido al rechazo de los alumnos
a ese conocimiento académico. En fin, a este respecto, Bernstein
vincula el currículum integrado con las pedagogías blandas, ha-
ciendo ver que en esas circunstancias el mantenimiento del orden
en la clase se hace de forma implícita, sin que el profesor o profe-
sora tenga que recurrir para ello al conocimiento, mientras que re-
laciona el currículum disciplinar con las que denomina pedagogías
visibles caracterizadas precisamente por la necesidad de recurrir a
mecanismos explícitos de control, entre ellos al conocimiento je-
rarquizado. Como ya vimos en el primer capítulo, los profesores se
muestran en su mayoría partidarios de las disciplinas frente a los
conocimientos integrados, y esto se ponía en relación con el estatus
del conocimiento que se imparte –y de quien lo imparte– y con las
posibilidades que ofrece para configurar su posición en el aula.
Sin embargo, esta virtualidad del conocimiento disciplinar
para reforzar la autoridad de los profesores no siempre se verifica ni
se cumple en cualquier circunstancia; incluso puede ocurrir exac-
tamente lo contrario, es decir, que sea motivo de desorden y desgo-
bierno en el desarrollo de las clases. Precisamente la distancia que
separa a las disciplinas académicas de los intereses y expectativas
de conocimiento de los alumnos, así como las dificultades de com-
prensión que en muchos casos plantea por su notable grado de abs-
tracción (y, en cierto sentido, de arbitrariedad), pueden traer como
consecuencia la desafección de los alumnos, su desvinculación de
cuanto ocurre en la clase, la adopción de actitudes y la dedicación a
actuaciones potencialmente conflictivas, que en todo caso pueden
alterar el normal desarrollo de las clases. El testimonio de un alum-
no puede en este punto resultar expresivo del tipo de situación a
la que me estoy refiriendo: «Estaba dispuesto a atender porque veo
que es una ruina de curso. Pero en Historia me aburro, no entiendo
nada y me pongo a hablar con Rafa».

199

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enseñanza, examen y control

Ya se ha dicho anteriormente que una de las causas de la con-


flictividad escolar a la que me vengo refiriendo es precisamente el
tipo y la forma de conocimiento que habitualmente se distribuye
en las aulas, sobre todo cuando se trata de alumnos socializados en
contextos culturales con patrones muy distintos a los de la cultura
escolar. Especialmente en estos casos podría decirse que es la pro-
pia disciplina académica la que genera indisciplina en el aula, mien-
tras que esta afirmación sería más discutible (siempre es discutible)
con alumnos de algunos sectores de las clases medias, socializados
en una cultura más afín a la que domina en la escuela y, además,
más interesados en la superación de los exámenes, es decir, en defi-
nitiva, menos proclives a confrontarse con el conocimiento discipli-
nar aunque no mantengan tampoco una relación particularmente
afectuosa con él. El hecho cierto es que los profesores advierten la
conflictividad que puede generar en el aula la transmisión de un
conocimiento distante, como suele ser el conocimiento disciplinar,
y actúan consecuentemente tratando de mitigar sus efectos con ac-
tuaciones como las que nos describen estos profesores:

Prof. 1.– Muchas veces, sobre todo en niveles inferiores de la ESO,


para evitar el «hastío» de los alumnos, es necesario utilizar
asuntos actuales que posibiliten acercar los temas históricos a
los mismos.
Prof. 2.– Introduzco espontáneamente aspectos de la vida cotidia-
na, aspectos sociales que pueden preocupar o interesar a los
alumnos o porque los proponen ellos.

Sabemos que introducir comentarios sobre la actualidad o so-


bre aspectos de la vida cotidiana, suele ser un recurso habitualmen-
te utilizados por los profesores para resolver la desatención de los
alumnos, su desinterés por el conocimiento oficial que el profesor
se ve obligado a impartir, un recurso, en definitiva para producir el
clima adecuado para la enseñanza. En muchos casos algunas clases
discurren realmente como una sucesión de anécdotas que el pro-
fesor hilvana atraído a su vez por la receptividad que percibe entre
sus alumnos. A este respecto, es conocido que muchos profesores
o profesoras de Historia gozan de buena fama entre los alumnos
justamente por su habilidad para desarrollar los contenidos de esta
peculiar manera, fama que se extiende también entre los colegas
del centro –especialmente entre los que imparten la misma mate-
ria–, pues estos profesores resuelven así con éxito los problemas de

200

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5. enseñanza y control

gobierno de la clase, ya que neutralizan los efectos indeseados del


conocimiento académico y mantienen la atención de los alumnos
al transmitir un conocimiento anecdótico comprensible y próximo.
Claro que es fácil que de esta manera se acabe trivializando el con-
tenido de la enseñanza y, de paso, la misma tarea e identidad del do-
cente, que se acercaría peligrosamente a la figura de un mero entre-
tenedor de los alumnos. Por lo tanto los profesores se ven obligados
a afrontar la contradicción que supone comprobar, por una parte,
que el conocimiento académico –que es el que tiene valor desde su
propia perspectiva y en el mercado de capital escolar– genera situa-
ciones complicadas en el desarrollo de las clase y, por otra, que uno
de los recursos para resolverlas es precisamente la trivialización de
los contenidos que han de transmitir.
Pero la conflictividad que produce el conocimiento disciplinar
no es algo inexorable, que ocurra siempre y en el mismo grado in-
dependientemente de cualquier circunstancia. Hay casos en que las
cosas no ocurren de esta forma, otros en los que el grado de pertur-
bación es alto y otros en los que, produciéndose, la conflictividad
es menor; nuevamente el origen sociocultural de los alumnos es en
este asunto una variable, no exclusiva, pero sí fundamental. Como
se ha ido reiterando a lo largo de estas páginas, la mayor o menor
sintonía de los alumnos con los contenidos, con las prácticas peda-
gógicas, con las rutinas, hábitos, reglas y, en definitiva, con la lógica
de la escolarización, tiene mucho que ver con su condición social,
de manera que si, en términos generales, el conocimiento académi-
co resulta extraño y distante a los alumnos, lo es mucho más para
los que se han socializado en pautas culturales ajenas o distintas a
las que imperan en el contexto escolar, más próximo, como se sabe,
a los valores de la clase media. De aquí que las alteraciones de la
normalidad y el orden en el desarrollo de las clases producidas por
los efectos sobre el comportamiento de los alumnos del intento de
aculturación que, en muchos casos, supone la enseñanza, sean más
frecuentes e intensos cuando se trata de estudiantes de clases popu-
lares. Y es en estos casos en los que más frecuentemente recurren
los profesores a la fórmula de trivializar el conocimiento que im-
parten en las aulas, ya que, como he dicho anteriormente, con este
medio, junto a otros, tratan de controlar la conducta de los alum-
nos. Así, puede ocurrir que el conocimiento que reciba este tipo de
alumno a lo largo de su vida escolar tenga más elementos anecdó-
ticos, sea más trivial y simple que en otros casos, diríamos, incluso
menos escolar y por lo tanto menos potente para obtener un buen

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enseñanza, examen y control

rendimiento académico, lo cual produce un círculo que es difícil de


romper. A este respecto Bernstein advirtió que, efectivamente, el
enmarcamiento fuerte que es característico del conocimiento es-
colar requiere un modo particular de socialización de los alumnos
tal que les capacite para establecer las relaciones apropiadas entre
el conocimiento cotidiano y el conocimiento escolar; en algunos
casos, se relaja la distancia entre ambos tipos de conocimiento in-
cluyendo realidades cotidianas en el ámbito escolar, lo que ocurre
«con los niños menos “capaces” a quienes hemos desistido de edu-
car» (citado en Goodson, 2000, 82).
Vemos entonces que la determinación del conocimiento que es
objeto de enseñanza y debe serlo del aprendizaje de los alumnos, así
como algunas de sus características, son elementos que inciden en
el orden de la clase y en las posibilidades que tienen los profesores
para controlar la conducta de los alumnos. En líneas generales po-
dría decirse que se produce una situación más propicia a la creación
del clima que desean los profesores para el desarrollo de las cla-
ses –que es a lo que vengo llamando «orden»– cuando la selección
del contenido es competencia exclusiva de los profesores y además
cuando esos contenidos tienen un carácter más abstracto y distante
de los alumnos, si bien esto último puede producir efectos justa-
mente contrarios entre los alumnos de origen social bajo a quienes,
por el contrario, los profesores les suministrarían un conocimiento
más próximo, hasta el punto de la trivialización. La experiencia de
algunas materias escolares, como las que en el argot estudiantil se
conocen como asignaturas «marías» –del tipo, en España, de la Éti-
ca, la Alternativa a la Religión o la Cultura Religiosa–, refrendaría
estas consideraciones. En términos generales parece cierto que la
mayoría de los profesores imparten a disgusto este tipo de materias
y que, entre otras razones, ello se debe a las dificultades que tienen
para mantener el control de la clase, no sólo porque se trata de ma-
terias no sujetas a calificación sino también porque sus contenidos
no tienen las características a las que me he referido anteriormente,
de manera que el docente se encuentra en estos casos con que el
conocimiento no sólo no es un recurso para controlar a los alum-
nos sino que incluso puede llegar a ser un motivo de alteración del
orden que suelen considerar deseable.
Claro que, si miramos las propuestas sobre los contenidos
escolares que han sostenido y sostienen la mayoría de los proyec-
tos reformistas, vemos también que se trata de propuestas que, en
principio, serían fuente de desorden en la clase, pues se basan pre-

202

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5. enseñanza y control

cisamente en otorgar un papel a los alumnos en la determinación


de los contenidos y en vincularlos con sus experiencias. El hecho
de que en el contexto escolar este tipo de propuestas parezca ge-
neralizarse más fácilmente con alumnos de las clases medias que
con los de clases populares no haría sino reforzar esta tesis, ya
que entre aquéllos la asimilación del orden viene dada por el tipo
de socialización que se produce en el medio familiar y los pro-
fesores tienen menos dificultades para conseguirlo, mientras que
entre éstos no ocurre de la misma forma y los docentes deben em-
plearse más a fondo en la tarea. Así, las dificultades que tienen las
propuestas innovadoras para extenderse a la mayoría de las aulas
se deberían, entre otras causas, al hecho de que según esta pers-
pectiva privan a los profesores de importantes instrumentos para
el gobierno diario de la clase como es la capacidad para decidir lo
que debe ser aprendido.
¿Quiere esto decir entonces que ese tipo de iniciativas tienen
dificultades insuperables para generalizarse en el modo de educa-
ción tecnocrático de masas y que la innovación y el cambio tropiezan
con problemas irresolubles? La verdad es que se trata de cuestiones
de cierta complejidad que no pueden solucionarse con simplezas,
idealismos o sólo buena voluntad; en todo caso es previo revisar el
concepto de orden que habitualmente se maneja en la enseñanza y
pensar en la parte de responsabilidad que tiene la propia escuela ca-
pitalista en los conflictos escolares, atendiendo especialmente a la
confrontación que la cultura escolar dominante produce con otras
culturas también presentes en las aulas. Lo que sí parece cierto es
que planteamientos pedagógicos de corte más progresista o inno-
vador –Freire, Freinet, Barbiana…– han supuesto avances signifi-
cativos en la formación crítica de niños, jóvenes y adultos, especial-
mente de los grupos sociales más bajos, pero en estos y otros casos
hay un denominador común en el hecho de que o bien la enseñanza
se desarrolla al margen de la institución escolar que conocemos o
bien se hace rompiendo elementos básicos de la «gramática de la
escuela» –horarios, libros de texto, exámenes, materias escolares–,
lo que nos hace pensar que el problema no es fundamentalmente el
método sino la escuela.
Las formas habituales de transmisión del conocimiento y en
general las rutinas pedagógicas deben también su persistencia y
continuidad a la ambivalente función que tienen en el desarrollo de
la clase, y cambian, se transforman, se crean o desaparecen preci-
samente cuando al cambiar el contexto de la enseñanza dejan de

203

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enseñanza, examen y control

ser eficaces. La lección magistral o explicación del profesor cons-


tituye en este sentido un significativo ejemplo de recurso pedagó-
gico que satisface en su desarrollo requerimientos fundamentales
de la escuela capitalista: la enseñanza, el examen y el control de los
alumnos. No es por tanto aventurado afirmar que la persistencia en
el tiempo de esta práctica y la generalidad e importancia que tiene
en las clases de Historia (y de otras materias) tiene mucho que ver
con esa potencialidad, y que los cambios que ocurren en la forma
de producirse en el aula (algunos de los cuales ya se han visto en
páginas anteriores al considerar su papel en la dinámica examina-
toria) se deben a ajustes para mejorar su efectividad, adaptándola a
las cambiantes circunstancias de la escolarización.
Centrando ahora nuestra mirada en la lección magistral como
recurso para el gobierno de la clase, podemos observar que su vir-
tualidad reside en la capacidad que tiene para lograr que en el desa-
rrollo de las clases se produzcan algunas de las condiciones que los
profesores consideran idóneas para la enseñanza. En primer lugar,
unos de sus efectos más directos es el de conseguir el silencio en
el aula, pues mientras el profesor explica nadie está, por supues-
to, autorizado a hablar, ya que cuando se dirige a todos los alum-
nos detenta el monopolio de la palabra. Incluso si alguno de estos
quiere intervenir debe solicitar el oportuno permiso levantando la
mano o con cualquier otro gesto silencioso, aunque lo más común
suele ser que tal cosa no ocurra, pues los propios alumnos parecen
convencidos de que cualquier interrupción no es bien vista por los
profesores –salvo que sea, claro está, incitada por ellos mismos–, ya
que rompiendo la continuidad de su discurso se amenaza la conti-
nuidad del silencio, quizás trabajosamente conseguido. Este silencio
responde en realidad al hecho de que lo que el profesor o profesora
dice en su explicación tiene para los alumnos, además de cierto e
irregular valor intrínseco, el interés de que contiene informaciones
sustanciales para en su momento superar los exámenes, de manera
que el silencio resulta inevitable e imprescindible si quieren estar al
tanto de lo que han de saber a la hora del examen. De aquí que la
explicación del profesor, y éste sería otro de sus efectos en la clase,
sirve también para atraer la atención de los alumnos, pues de otra
forma se perderían el contenido de su mensaje, que, insisto, inde-
pendientemente de que tenga interés por sí mismo, tiene otra utili-
dad. Sólo prestando atención –aunque a veces esto no sea suficien-
te– se puede distinguir lo principal de lo secundario, la anécdota
de la sustancia y, en definitiva, saber lo que hay que saber. También

204

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5. enseñanza y control

el hecho de que, en el curso de la explicación, sea el profesor el que


con su palabra informe a los alumnos del conocimiento que deben
adquirir tiene como consecuencia –sería otro de los efectos de la
lección magistral– que se refuerce su autoridad, ya que, haciendo
esto, los alumnos lo reconocen como la fuente legítima, verdadera y
necesaria del conocimiento, admitiendo de paso que la suya es una
posición subordinada.
Así pues, el silencio, la atención de los alumnos y la demostra-
ción de autoridad que se puede conseguir con el recurso de la expli-
cación, son ingredientes ideales para el buen desarrollo de las cla-
ses, sobre todo si al mismo tiempo se produce –o así lo parece– la
transmisión del conocimiento; conseguir esta situación es la princi-
pal virtud de la lección magistral, tal y como, admirado, informaba
un estudiante del CAP en su diario de observación:

[Los alumnos] se limitaban a recoger en silencio los datos que


aportaba el profesor en su explicación, sin hacer ninguna pregun-
ta al respecto, como si lo hubiesen entendido todo y no tuvieran
la más mínima duda sobre algún aspecto del tema tratado en ese
momento.

Sin embargo, examinando con detalle lo que ocurre en las aulas


puede observarse que las cosas suceden de esta forma sólo si se dan
determinadas y diversas condiciones; concretamente, parece que la
explicación resulta útil como medio de control de la conducta de los
alumnos cuando en el contexto en el que se produce la enseñanza la
calificación y el examen juegan un papel relevante, cosa que, según
ya hemos visto, se produce más entre alumnos de clases medias que
entre los de origen social más bajo. Es evidente que en esos casos
los alumnos prestarán mayor atención a lo que diga el profesor. Por
el contrario los alumnos con menos expectativas y posibilidades de
éxito académico, menos dispuestos, por tanto, a afrontar el examen,
es probable que presten menos atención a las explicaciones, salvo
que éstas tengan otro tipo de interés para ellos, lo cual, por cierto,
no es totalmente descartable.
En el mismo sentido puede decirse que, por este motivo, aun-
que también por otros, la atención de los alumnos a la explicación
del profesor puede ser mayor en los cursos en los que el examen
tiene mayor importancia, lo cual ocurre más probablemente en los
cursos superiores de la enseñanza no obligatoria que en los de la
obligatoria. El caso es que para que la lección magistral centre la

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enseñanza, examen y control

atención de los alumnos, y salvo que suscite otro tipo de interés,


parece que tiene que resultar pertinente en relación con el exa-
men, con su relevancia objetiva o subjetiva. Claro que la pertinen-
cia no sólo depende de la mayor o menor centralidad del examen
sino también de que la explicación, y no otra, sea verdaderamente la
fuente del conocimiento que deban adquirir los alumnos. Anterior-
mente hemos visto que, sin embargo, en muchos casos, el libro de
texto disputa con ventaja esa posición a los profesores, de tal mane-
ra que en la medida en que esto ocurre –y ocurre con frecuencia– la
lección magistral pierde potencialidad para mantener en silencio y
atentos a los alumnos, al tiempo que se debilita la autoridad del pro-
fesor puesto que deja de ser la fuente principal del conocimiento.
De esta forma, la competencia del libro de texto, la falta de in-
terés o expectativas en aprobar los exámenes, son circunstancias
que limitan las posibilidades que tiene hoy la explicación para lo-
grar el silencio y la atención que el profesor considera necesarios
para la enseñanza. Finalmente, a estos factores habría que añadir
otro dato que tiene que ver con la capacidad de comprensión que
tienen los alumnos –unos en mayor medida que otros– del discurso
o explicación que enuncian los profesores en la clase. Efectivamente,
anteriormente hemos visto cómo muchos alumnos tienen dificulta-
des para entender las explicaciones de los profesores, especialmente
los que se educan en contextos socioculturales en los que domina la
narración frente a la explicación, lo que ocurre, generalmente en las
clases bajas. Pues bien, en estos casos se produce fácilmente la desa­
tención con las sabidas consecuencias que ello tiene en el orden de
la clase. Veamos a continuación el ilustrativo diálogo que al respec-
to mantuvo un grupo de alumnos y que sirve también para ilustrar
las anteriores afirmaciones:

P.– ¿Qué pasa en la clase?


Alumno 1.– Hablamos mucho.
Alumno 3.– Nos hartamos de ella porque nos amargamos de ella,
porque nos amarga, no nos enteramos de nada y nos ponemos
a hablar.
Alumno 4.– Ella termina explicando a tres o cuatro, los que atien-
den.
Alumno 5.– Le pregunto, pero siempre dice: si no me echáis cuenta,
no repito.
Alumno 2.– Bueno, le da clases a tres o cuatro, los que la escuchan.
Alumno 3.– Sí, con los que no puede los manda a la Biblioteca.

206

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5. enseñanza y control

Así pues, la explicación del profesor o profesora, o, si se pre-


fiere, la lección magistral, es un recurso pedagógico que puede
ser utilizado por los docentes para transmitir conocimientos pero
también para controlar la conducta de los alumnos, ya que cen-
tra su atención en lo que dice el profesor, refuerza su autoridad y
produce silencio en la clase. Pero esto no ocurre en cualquier cir-
cunstancia sino que depende de factores como el papel que juegue
el libro de texto en la determinación del conocimiento objeto de
examen, de las expectativas e intereses de los alumnos, así como
de su capacidad de comprensión del discurso. Y puesto que estos
dos últimos factores tienen algo que ver con la condición social de
los estudiantes, es razonable pensar que, según esta variable, la
potencialidad del recurso para mantener cierto orden en la clase
varía dependiendo del contexto sociocultural en el que los profe-
sores imparten sus clases. De hecho, los datos de que disponemos
sobre el uso de la explicación en el aula revelan que, efectivamente,
ocupan más tiempo cuando los alumnos son de estratos sociales
más altos y cuando se trata de cursos superiores, coincidiendo este
dato, no por casualidad, con la idea que vimos en el capítulo terce-
ro en relación con el papel de la explicación en contextos más in-
fluenciados con la práctica examinatoria. En los demás casos pare-
ce que la explicación se emplea en menor proporción si se compara
su uso con el de otros recursos pedagógicos. Pero sucede incluso
que en no pocas ocasiones, y en determinadas circunstancias, es la
propia lección magistral la que puede originar desorden en el aula,
de manera que, en estos casos, los profesores dejarían de utilizarla
o lo harían con menos frecuencia, no sólo por su inutilidad sino
también por la conflictividad que puede producir. Esto es lo que
me sugiere, por ejemplo, la descripción que hacía una alumna del
CAP en su diario de prácticas sobre el desarrollo de una de las cla-
ses a las que asistía como observadora:

En general no prestan atención a la explicación, hablan cons-


tantemente e interrumpen el desarrollo de la clase. Hay un alumno
que se levanta de su asiento ante la imposibilidad de la profesora de
que vuelva a ocupar su sitio.

Esto no quiere decir que, incluso en contextos sociocultura-


les más proclives a la conflictividad en el aula, no se utilice este re-
curso pedagógico –pues no deja de ser efectivo para la transmisión
del conocimiento–, sino que los profesores tienden a diversificar

207

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enseñanza, examen y control

sus estrategias con el fin de resolver de otra forma los problemas


de control de la conducta de los alumnos sin abandonar el objetivo
de la enseñanza. De ser cierta la tesis que vengo exponiendo, esto
supondría que los cambios y continuidades en las prácticas peda-
gógicas tienen mucho que ver con las circunstancias en las que los
profesores deben afrontar los conflictos cotidianos en la clase con
vistas a conseguir el clima apropiado para la enseñanza. A veces,
por las razones ya expuestas, el mantenimiento del orden resulta
más difícil; en este caso se intensifica el uso de resortes que, sin
dejar de tener relación con la enseñaza, tienen mayor efectividad
en el control de los alumnos; sucede también que recursos que son
apropiados con un tipo de alumnos o en un contexto sociohistórico
determinado, no sirven para otros. El caso es que estas circunstan-
cias no cambian de un día para otro, de aquí que las propuestas
innovadoras muchas veces no tienen éxito, porque, aunque aporten
algo nuevo a la enseñanza, no mejoran la solución de los problemas
de gobierno de la clase, incluso a veces la empeoran. Examinando
la cuestión con perspectiva sociogenética hay que pensar que los
cambios en las prácticas escolares parecen tener relación con alte-
raciones en las condiciones de escolarización (edad, tipo de alum-
nos que accede a los centros escolares…) o con transformaciones en
el significado y función de la escuela, es decir, cuando por éstas y
otras causas, que quedan por explorar, cambia el patrón de las inte-
racciones que se dan en la clase. Entonces se van ensayando nuevos
recursos pedagógicos, se emplean otros que, aun existiendo, tenían
una audiencia minoritaria y, lo que es más frecuente, se modifican
y ajustan los ya existentes a las nuevas situaciones que poco a poco
van advirtiendo los profesores en el aula. Esto último es lo que ocu-
rre con la explicación; no desaparece sino que adopta nuevas for-
mas cuando la habitual no sirve para enseñar y controlar.
Algo de esto ya hemos visto al considerar el papel de la explica-
ción como recurso para la transmisión del conocimiento examina-
torio y cómo el discurso del profesor se esquematiza, se fragmenta
y se hace cada vez más afín al del libro de texto. A veces esta mis-
ma explicación se modula con el fin de mantener la atención de los
alumnos, que, según sabemos, se pierde con facilidad. El objetivo es
mantener en tensión al estudiante, implicarlo de forma permanente
en la exposición del profesor con el fin de que no distraiga su aten-
ción y pueda entonces ocurrir que actúe o incluso piense de forma
incontrolada. Lo habitual en estos casos es interpelarlos de manera
continua mediante preguntas alusivas al contenido de la diserta-

208

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5. enseñanza y control

ción; se trata con ello de mantener un estado mínimo de concentra-


ción y un cierto grado de implicación en lo que ocurre en el aula, de
manera que el riesgo de no responder y ser evaluado negativamente
por ello o la vinculación efectiva con lo que el profesor o profeso-
ra explica consigue en muchos casos el objetivo que se persigue. Si
juzgamos por las palabras de algunos alumnos describiendo su ex-
periencia con una profesora que se servía de esta técnica, habría
que hacer una valoración positiva de ella:

P.– ¿Otros años [las clases] han sido igual, o ha habido algo distin-
to?
Alumno 1.– Igual, siempre ha sido igual.
Alumno 2.– Bueno, con [nombre de profesora] era mejor. Hace un
par de años me quedaron 8 asignaturas y en Sociales atendía,
explicaba muy bien.
P.– ¿Cómo sabes que explicaba bien?
Alumno 2.– Bueno, en clase no se puede hablar, te echa. Te escribe
en la pizarra, siempre pregunta: «¿qué estamos explicando?»
Alumno 3.– Te pone el tema en la pizarra y te lo explica: «esto pasó
así o de esta manera…».
Alumno 4.– Te engancha bastante.
Alumna 5.– Te pregunta, tienes que estar atenta.
Alumno 2.– Te hace preguntas chicas.
Alumna 5.– Preguntaba siempre antes de empezar, cosas chicas,
para que te hubieras leído el tema.

También en el diario de observaciones de clase de un estudian-


te del CAP encontramos algo parecido cuando describe el trans-
currir de la explicación del profesor y la clave de su «éxito» en la
tarea: «La táctica que utiliza el profesor para mantener atentos a los
alumnos es: preguntarles mucho, escribir en la pizarra, relacionar
hechos del pasado con los del siglo actual».
Frente a la lección magistral, de factura similar a la de una
conferencia, la fórmula de preguntar a los alumnos durante la ex-
plicación –lo que se denomina «explicación dialogada»– tiene la
ventaja de centrar su atención sobre el contenido que el profesor
quiere transmitir y, al mismo tiempo, de mantenerlos implicados
en el desarrollo de la clase. Naturalmente esto requiere que el tipo
de preguntas se atenga a unas características determinadas, pues
no sirve cualquiera; concretamente deben ser preguntas que pue-
dan responderse en poco tiempo, referidas generalmente a cono-
cimientos e informaciones supuestamente adquiridos y que sirven

209

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enseñanza, examen y control

también de recordatorio e incluso de evaluación implícita de los es-


tudiantes. No son, sin embargo, infrecuentes otro tipo de preguntas
en las que se recaba, por ejemplo, la opinión de los alumnos sobre
una cuestión o se somete a la consideración y debate de la clase al-
gún aspecto del contenido que se quiere transmitir; pero en estos
casos estamos ante otro tipo de estrategia más orientada hacia la
enseñanza que hacia el control; este tipo de preguntas no persigue
el mismo objetivo que las anteriores, y de hecho más bien provoca
una interrupción del discurso del profesor y una dispersión de la
atención de los alumnos.
No obstante, la fórmula de preguntar en el curso de la explica-
ción no siempre da resultado, ya que muchos alumnos se resisten a
participar con sus respuestas en el juego de implicación que se les
propone, contestando con un escueto «no lo sé» o permaneciendo
simplemente en silencio ante las demandas del profesor. Sabemos
que esta actitud puede ser sancionada negativamente –y la contra-
ria positivamente– con consecuencias sobre la calificación de la
asignatura, de manera que aquellos que tengan interés y expecta-
tivas en las notas se verán concernidos por las preguntas, mientras
que los demás –es decir, los que prestan menos atención y están
más distantes de la cultura escolar– serán más reacios a responder,
pues tienen menos que perder con su actitud. De esta manera el
desarrollo de la explicación, incluso con el acompañamiento de pre-
guntas, acaba implicando a un número limitado de alumnos, mayor
o menor según el contexto sociocultural y la posición que se adopta
respecto a lo que la escuela ofrece, y perdiendo, por tanto, buena
parte de su capacidad para mantener el control de los estudiantes
al tiempo que se transmite el conocimiento. Esta situación, que no
se produce en la misma medida en todos los centros escolares ni
con todo tipo de alumnos, es la que nos describían anteriormente
los participantes en una sesión de discusión cuando afirmaban que
la profesora «termina explicando a tres o cuatro, los que atienden».
El conflicto de la desatención o del ruido, del habla o cualquier otro
incidente puede ignorarse o afrontarse buscando fórmulas capaces
de controlar a los alumnos, tal como se desprende de las palabras de
esta profesora: «según los veo [a los alumnos], si están alborotados
los pongo a coger apuntes, porque es la única manera de tranquili-
zarlos» (citado por Galindo, 1997, 189).
El interés por encontrar y mejorar estrategias que ayuden a
mantener el orden deseado en la clase –silencio, atención y obe-
diencia– y al mismo tiempo a transmitir el conocimiento impuesto

210

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5. enseñanza y control

por el currículum, es una de las claves de la historia de las prácticas


escolares. Los recursos, como el de la lección magistral y otros, se
van ensayando y modulando a lo largo del tiempo con el fin de re-
solver satisfactoriamente los problemas con los que, en uno u otro
sentido, se encuentran los profesores cotidianamente en las clases
(Escolano, 2002). Claro que no es el paso del tiempo en sí mismo
el que obliga casi continuamente a reinventar las estrategias de en-
señanza y control, sino las circunstancias del contexto escolar y en
general las condiciones y significado de la enseñanza; de aquí que
en un mismo momento puedan observarse patrones distintos en el
desarrollo de las clases, dependiendo sobre todo –aunque no exclu-
sivamente– de esas variables.
En determinadas condiciones la explicación del profesor adop-
ta una fórmula mucho más potente que la clásica lección magistral
para alcanzar el objetivo de control al que me vengo refiriendo: se
trata del dictado de apuntes, un recurso –del que ya se ha tratado–
que sirve a la vez para satisfacer las exigencias del examen, para
transmitir conocimiento y para mantener el control de la clase.
Admitiendo que no existen datos que permitan cuantificar su im-
portancia, es probable que el dictado de apuntes se haya ido exten-
diendo y de manera más especial en casos en los que los problemas
de comprensión y gobierno de la clase resultan más acentuados.9 Se
trata de un recurso que, por una parte, mantiene ocupados –y en
silencio– a los alumnos en una tarea que sirve, además, para cen-
trar su atención en el contenido que se quiere transmitir y, por otra,
permite al profesor dedicar todo su tiempo y energía a ello, puesto
que el medio de control de los alumnos es a la vez el medio trans-
misor del conocimiento. Quizás las palabras de un profesor –citado
también en el diario de prácticas de un estudiante del CAP–, acon-
sejando a jóvenes que se iniciaban en las tareas docentes, sirvan
mejor para describir las virtudes de este método de enseñanza:

El tutor nos aconsejó que siguiéramos su misma metodología;


según su criterio, el método más adecuado, considerando las carac-
terísticas de los alumnos, es el expositivo tradicional [se refiere al
dictado de apuntes]. La razón de aplicar esta metodología es que los
alumnos no tienen nivel, y que de otra forma no se podrían dar los
contenidos que se deben dar porque los alumnos no prestarían aten-
ción y se comportarían de manera ruidosa, y, además, no daría tiem-

9.  Para el caso de España, es una práctica citada también por Feito (1990) y
Galindo (1997).

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enseñanza, examen y control

po de dar todo el temario. El profesor considera que lo mejor es dar


unos contenidos escuetos en forma de apuntes que, en su opinión,
constituyen una base útil para los alumnos. [La cursiva es nuestra.]

Toda una lección que nos ilustra acerca de la función de la


explicación-dictado de apuntes en alumnos con determinadas ca-
racterísticas (concretamente estos alumnos pertenecían a estratos
sociales bajos). Por una parte debido a la «obligación» impuesta a
la profesión de dar los contenidos que se deben dar y de abarcar
todo el temario, transmitiendo toda la información que sea posible.
Pero dadas las características de estos alumnos, lo más probable es
que el desinterés, aburrimiento, etc. que el conocimiento y la pro-
pia institución escolar produce en ellos, termine provocando graves
problemas de control en la clase, de manera que sería conveniente
recurrir a un método de transmisión del conocimiento, a una for-
ma de explicación, capaz de resolver lo que de otra forma parece
costoso. El dictado de apuntes sería entonces, al decir de este profe-
sor, el método apropiado para este tipo de alumnos, pues consigue
que estén atentos y que adquieran algunos conocimientos. Merece
la pena recoger la descripción que uno de los jóvenes aprendices de
profesor hizo del desarrollo de las clases que impartía este consu-
mado profesor:

En primer lugar visitamos un cuarto de ESO asistiendo a una


clase de Historia para observar la metodología seguida por nues-
tro tutor y el comportamiento en clase del alumnado. El estado del
aula es de descuido, las paredes sucias, con pintadas, de reducidas
dimensiones y un tanto ruidosa debido al tráfico de la calle. Los jó-
venes están inquietos, hablando en voz alta, bromeando entre ellos,
etc. El profesor pasa lista e inicia la explicación. Ayudándose de una
cuartilla de papel, comenzó a explicar dictando apuntes de forma
literal (enunciados, epígrafes, comas, signos de puntuación, etc.), los
alumnos copian y guardan silencio.

Las notas, el examen, la lección magistral, la explicación con


preguntas a los alumnos o el dictado de apuntes son recursos peda-
gógicos que sirven, por supuesto, para transmitir el conocimiento
en la clase, pero su vigencia depende también de su utilidad para
mantener el control de la clase, y el uso de unos u otros, o las for-
mas específicas que adoptan, tiene mucho que ver con la intensidad
con la que a los profesores se les plantea este problema. También

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5. enseñanza y control

ocurre así con los ejercicios y actividades que tienen, como hemos
visto, un papel importante en la calificación de los alumnos, ade-
más de en la enseñanza y el aprendizaje, pero ofrecen así mismo
a los profesores posibilidades para ayudarles en el gobierno de la
clase. Efectivamente, en muchos casos la realización de ejercicios
en la clase, además de ocupar buena parte del tiempo que quizás no
podría completarse de otra forma, permite mantener en silencio a
los alumnos, centrados en la realización de tareas nada conflictivas
y prestando atención a asuntos que de alguna manera están relacio-
nados con el conocimiento que se les quiere transmitir; un balance
que no es nada despreciable cuando las circunstancias son particu-
larmente adversas en lo que respecta al control de la conducta de
los estudiantes y fracasan otros recursos. En este sentido se expre-
saban los alumnos al referirse a los ejercicios cuando me explicaban
el desarrollo de las clases de Historia en un Instituto de Educación
Secundaria:

Alumno 1.– A veces mandaba ejercicios sin explicar. Cuando se


cansó y no la dejábamos explicar. Ella lo que buscaba era que
te quedaras callado. Te mandaba ejercicios para que te calles y
ella se quedaba sentada…
Alumno 2.– Sí, cuando se ponía a explicar [la profesora] y no la de-
jábamos explicar nos decía: «vamos a llegar a un acuerdo, si
con los ejercicios lo hacéis mejor y sabéis estudiar, pues hace-
mos sólo ejercicios», y entonces hacíamos ejercicios sin expli-
car nada… en la clase nos dedicábamos a hacer ejercicios, sin
explicar, eso cuando se cansó y no la dejábamos explicar. Te
mandaba ejercicios para que estuviéramos callados y ella que-
darse allí sentada tranquila.

Teniendo en cuenta el tipo de ejercicios que mayoritariamente


se incluyen en los libros de texto y se realizan en las clases, no es de
extrañar que resulten un recurso útil para controlar a los alumnos.
Efectivamente, recordemos que en lo que hace a la enseñanza de
la Historia, se trata de tareas rutinarias, como colorear un mapa,
confeccionar un eje cronológico o responder a preguntas copiando
del libro de texto, tareas que entretienen mediante una actividad
relacionada formalmente con la transmisión y adquisición de cono-
cimiento aunque es discutible que sirvan realmente a la formación
histórica de los alumnos. Claro que cualquier tipo de ejercicio no
sirve para este propósito; de hecho son más apropiados los que des-

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enseñanza, examen y control

pliegan secuencias rutinarias y mecánicas y los que no necesitan


interacciones en la clase –todos ellos generalmente de bajo nivel in-
telectual– que los que plantean actividades reflexivas y divergentes,
pues éstos generan situaciones de discusión en el aula, son de factu-
ra más compleja, si bien desarrollarían competencias intelectuales
más potentes. Téngase en cuenta, además, que en las condiciones
de tiempo y espacio en las que se desarrolla la enseñanza, sólo son
realmente viables el primer tipo de ejercicios –que son además los
que mejor sirven para calificar a los alumnos–, mientras que la rea-
lización de otros suele encajar con dificultad en los límites del con-
texto escolar. Las palabras recogidas en el diario de un estudiante
del CAP pueden servirnos para subrayar el contraste entre activi-
dades de un tipo y de otro, y cuáles son más apropiadas para el go-
bierno de la clase en determinadas circunstancias: «Cuando hemos
intentado hablar en grupo o debatir algo con ellos [los alumnos], ha
sido imposible llevar a buen término ningún debate, limitándose a
gritar todos a la vez».
Así, independientemente del discurso pedagógico, parece cier-
to que un tipo de ejercicios es más coherente (se amolda mejor) que
otros con el contexto escolar y con el orden en la clase, y es probable,
entonces, que tienda a ser más utilizado por los profesores, especial-
mente en los casos en los que imparten la enseñanza en contextos
socioculturales que son más propicios a situaciones de las que se
consideran conflictivas en las aulas. En definitiva, lo que quiero decir
es que el problema del gobierno de la clase parece influir en el tipo
de ejercicios y actividades que tiende a emplearse, de manera que las
que son de factura más mecánica y rutinaria resultan más útiles a
los profesores en los casos en los que la actitud de los alumnos frente
al conocimiento impartido, o por cualquier otra razón, sea negativa,
y ello se traduzca en situaciones conflictivas en el aula, mientras que
en los casos en los que la actitud del alumnado sea más positiva y
las situaciones de clase más controladas –o autocontroladas– el tipo
de ejercicios podrá ser más reflexivo y complejo. Obsérvese que esta
posibilidad de utilizar los ejercicios y actividades como medio de
control de la clase mediante el «entretenimiento» de los estudiantes,
requiere que no sea necesario transmitir grandes cantidades de in-
formación –pues no habría tiempo para ello–; de aquí que es menos
probable que este tipo de ejercicio se dé en los cursos superiores, y
quizás por este motivo –y también por otras razones– se explique
que su uso se extienda a medida que se amplía la escolarización obli-
gatoria, ya que, en cierto sentido, hay más tiempo para transmitir

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5. enseñanza y control

información. De todo esto podría inferirse que la condición social y


cultural del alumnado es un factor que, en un grado difícil de pre-
cisar y de manera indirecta, puede influir en el tipo de actividades
que se realizan en las aulas. En este sentido puede ser ilustrativo el
estudio de Jean Anyon (1999) en el que revela la estratificación so-
cial del conocimiento, informando de los distintos tipos de tareas
escolares que proponen los libros de texto según la condición socio-
cultural de los alumnos; así, en el que se utilizaba en una escuela de
clase trabajadora, dice Anyon que la guía del profesor indicaba que
«los estudiantes (con déficit educativos) se sienten seguros haciendo
tareas rutinarias […] Se deben seguir modelos bastante regulares de
un día a otro de manera que los estudiantes no se confundan o dis-
traigan» (Anyon, 1999, 570) mientras que, refiriéndose al texto que
se utilizaba en una escuela de clase media, afirma que: «cada capítu-
lo del texto va seguido de unas actividades denominadas “encontrar
los hechos”, “utilizar los hechos” y “utilizar la idea principal”. La últi-
ma está concebida para fomentar oportunidades creativas de inves-
tigación independiente» (ibíd., 576). La verdad es que la relación en-
tre el tipo de ejercicios que se realiza habitualmente en las clase y la
condición social de los alumnos es algo admitido en el campo de la
educación, si bien los argumentos en su defensa suelen basarse en la
mayor o menor disponibilidad de medios –bibliografía, ayuda de los
padres y madres…– en el ámbito familiar. La perspectiva que aquí se
plantea podría ser en todo caso complementaria y queda formulada
como hipótesis a falta de más estudios empíricos sobre las prácticas
escolares en distintos tipos de centros.
Si en el capítulo anterior veíamos que el examen modela el co-
nocimiento que se distribuye en la escuela y la forma en que se ense-
ña, ahora habría que decir lo mismo respecto al gobierno de la clase
y al control de la conducta de los alumnos. Efectivamente, vemos
que con el fin de mantener el silencio, la quietud, la obediencia a las
instrucciones del profesor o la atención de los estudiante es necesa-
rio que determinados recursos pedagógicos se empleen con mayor
o menor frecuencia, o que, con ese objetivo, se conformen de mane-
ra peculiar. Ocurre entonces que la transmisión del conocimiento
se encuentra nuevamente mediatizada por circunstancias en cierta
medida ajenas a su propia naturaleza,10 de manera que la enseñanza

10.  El examen y los límites espaciotemporales en los que se desarrollan las cla-
ses constituyen otros condicionantes de especial incidencia en la enseñanza y en el
conocimiento enseñado.

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enseñanza, examen y control

ha de pagar un precio para conseguir que, al mismo tiempo que


se desarrolla, se mantenga el orden en la clase. Pero éste no es un
asunto que sólo tenga consecuencias formales o aparentes sino que
en última instancia afecta también al contenido, a las característi-
cas del conocimiento que se adquiere, pues, como hemos visto, la
forma en que se aprende suele ser una idea más persistente entre
los alumnos que los mismos contenidos y, sobre todo, constituye un
rasgo distintivo de lo que es el conocimiento. Así, si la enseñanza se
articula mediante la lectura, el debate y la discusión, el conocimien-
to que puede adquirirse es muy distinto que si se basa en la repeti-
ción de rutinas mecánicas o simplemente en actividades de gestión
del tiempo y entretenimiento de los alumnos. De manera que en los
casos en los que el problema del control se presenta con extremada
intensidad, dado que los profesores tratarán por todos los medios
de afrontarlo, y el desarrollo de la enseñanza en la clase se pondrá
en gran medida a su servicio, entonces el tipo de conocimiento que
realmente se pone a disposición de los alumnos y que éstos pueden
adquirir acaba teniendo un perfil muy bajo y es desde luego muy
distinto del que puede permitir profundizar o incluso afrontar con
éxito los exámenes a partir de cierto nivel de enseñanza. Diríamos
que la necesidad de resolver los problema cotidianos de gobierno de
la clase trae como consecuencia la distribución de un conocimien-
to simple o incluso, en algunos casos, la práctica anulación de la
enseñanza propiamente dicha, independientemente de que las ac-
tividades que se realicen en el interior de las aulas tengan relación
con el conocimiento que se debe transmitir y, por esto, apariencia
formal de ser actividades de enseñanza. En casos extremos, poco
frecuentes, desde luego, el objetivo del profesor o profesora es so-
brevivir, gestionar situaciones conflictivas haciendo algo que tenga
que ver con la enseñanza. Por el contrario, en los casos en los que
el problema del gobierno de la clase tiene menor incidencia, además
de que los profesores pueden emplear más tiempo en la transmisión
del conocimiento, es posible que las actividades de enseñanza no
estén tan mediatizadas por el propósito de mantener el orden, de
manera que el conocimiento que se adquiere puede ser de mayor
riqueza y profundidad.
En definitiva, la conflictividad en el interior de las aulas tiene
consecuencias sobre la enseñanza y el conocimiento, apuntándose
en la práctica la tendencia de que en los casos de mayor inciden-
cia suele ocurrir que, por este motivo, entre otros, la formación de
los alumnos resulta más bien pobre, esquemática o simplemente

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5. enseñanza y control

inexistente, mientras que cuando los profesores tienen menos difi-


cultades para gobernar la clase, existen más posibilidades de que la
formación sea más rica y extensa. Naturalmente esta reflexión so-
bre la relación entre la enseñanza, el conocimiento y el control de la
clase no pretende afirmar que las cosas ocurren de forma mecánica
y que se trata, por tanto, de una relación directa, que se da siempre
y es en todos los casos evidente. Sin embargo no puede negarse que,
como ocurría con el examen, el gobierno de la clase constituye tam-
bién una fuerza que se hace presente mientras se toman decisiones
sobre la enseñanza. Siendo esto así, estamos ante un reto de enor-
me envergadura, pues ocurre que este tipo de problemas se extien-
de a medida que aumenta el tiempo de escolarización obligatoria, y
especialmente entre alumnos de extracción social más baja –que,
por cierto, son los que acuden mayormente a la escuela pública–,
de manera que más tiempo de estancia en la institución escolar que
conocemos no implica necesariamente –tal y como se afirma en los
discursos dominantes– más ni mejor formación.
Sabemos que el problema de la conflictividad que se produce
en las aulas tiene causas complejas, de difícil solución si no se cues-
tionan las formas vigentes de escolarización y los fundamentos que
caracterizan a la escuela capitalista; y esto, siendo necesario, no es
algo que permita todavía diseñar una respuesta de hoy para maña-
na, así que los docentes nos vemos obligados a convivir diariamente
con este y otros problemas. Claro que, si queremos afrontarlos con
la vista puesta en la mejora de la formación de los jóvenes y no sólo
por el legítimo interés de sobrevivir, tendríamos que considerar los
límites y las posibilidades de actuación. A este respecto, por ejem-
plo, es importante el análisis de las circunstancias que favorecen el
conflicto en el aula, pues ello nos permitiría clarificar campos de
intervención accesibles desde la práctica docente como es el caso
de los contenidos de la enseñanza. Así mismo no sería descabellado
matizar el concepto de orden en la enseñanza, o, dicho de manera
quizás más atrevida, admitir cierto desorden en el aula abandonan-
do la obsesión de que todo transcurra siempre en absoluto silencio.
No se me escapa el hecho de que estas ideas son de difícil concre-
ción cuando se advierte que los problemas que se pretende afrontar
tienen su origen en la naturaleza misma de la escuela y que por esto
cualquier intervención que se reduzca a este ámbito es de resulta-
dos inciertos y muchas veces contradictorios.

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breve epílogo

La mejora de la escuela ha sido desde hace años, y sigue siendo en


la actualidad, un objetivo que frecuentemente ocupa la atención
y los esfuerzos de profesores, pedagogos, gobernantes, personas e
instituciones que, aunque no se relacionen de manera directa con el
mundo de la educación, se interesan por la formación de los niños y
jóvenes. Dejando al margen el hecho de que en no pocos casos hay
que dudar de la sinceridad de esas inquietudes, lo cierto es que la
reforma escolar es uno de los asuntos que parece estar siempre de
actualidad, no sólo, como digo, entre los profesionales de la educa-
ción sino en el conjunto de la sociedad, como si el funcionamiento
de la escuela nunca acabara de dejarnos completamente satisfechos
y siempre fuera susceptible de mejora.
Esta persistente insatisfacción y continuo deseo de cambio
suele apoyarse en la confianza de que la institución escolar es un
recurso fundamental –incluso puede pensarse que imprescindi-
ble– para la democratización del conocimiento y para la igualdad
de oportunidades, de manera que más y mejor escuela supondría la
extensión de la formación cultural y de las oportunidades a capas
cada vez más amplias de la población. Y esto requiere lógicamente
una política de escolarización adecuada a ese objetivo, pero tam-
bién una continua revisión crítica de las formas y contenidos de la
enseñanza con el fin de redefinir la cultura que se quiere transmitir
y las identidades que se quieren formar. Sean éstas u otras las razo-
nes que explican esa casi permanente inquietud por la reforma de
la educación, lo cierto es que desde el ámbito de la política y de la
pedagogía, de manera periódica, se proyectan sobre la escuela ini-
ciativas, planes y propuestas de mejora impulsadas no sólo por la
administración educativa, sino también por grupos de profesores y

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enseñanza, examen y control

movimientos de renovación pedagógica. Preocupados por el tipo de


enseñanza que reciben los alumnos en los centros escolares –y no
sólo por su escolarización– el impulso reformista, especialmente en
los últimos años, ha basado su intervención en dos supuestos: pri-
mero, que los problemas de la enseñanza-aprendizaje son funda-
mentalmente problemas psicopedagógicos; y segundo, que la clase
es un campo en el que los actores –en este caso los profesores– re-
producen lo que se determina en otras instancias siempre que se les
forme adecuadamente en los nuevos modos de enseñanza y se les
provea de los materiales pertinentes.
Pero, a pesar de la recurrencia de los planes de reforma de la
educación a lo largo de la historia, si examinamos con perspectiva
lo que cada día ocurre en las aulas de los centros escolares vemos,
sin embargo, que en este campo domina la continuidad sobre el
cambio, pues las prácticas pedagógicas se mantienen casi inaltera-
bles a lo largo del tiempo, resistiendo los envites de planes, discur-
sos y propuestas, sean promovidas por los gobiernos o por los gru-
pos de renovación. No es que todo permanezca exactamente igual;
hay aspectos de la vida escolar que cambian, aunque quizás sean
elementos superficiales, pero a la postre lo que cambia es mucho
menos, y menos importante, de lo que se planifica y se espera. Más
aún, suele ocurrir que los cambios que se producen en las prácticas
pedagógicas no obedecen directamente a la lógica de las reformas o
de la pedagogía, sino que responden a criterios de otra naturaleza.
Este dominio de la continuidad en el campo de la prácticas –que
ha sido puesta de manifiesto por autores ya citados como Cuban y
Depaepe y que contrasta con los intentos renovadores y con la evo-
lución en otros campo de la educación– nos invita a adentrarnos en
el estudio de lo que este último denominó el «desconocido agujero
del cotidiano escolar» (citado por Escolano, 2000, 202), verdadera
caja negra de la escuela que guarda todavía muchos secretos sobre
la enseñanza.
El estudio de las prácticas escolares, es decir, de lo que real-
mente ocurre cada día en el interior de las aulas, es un campo esca-
samente transitado por la investigación educativa. Su interés resulta
sin embargo evidente ya que en última instancia la enseñanza acaba
concretándose en una serie de acontecimientos que protagonizan
directamente alumnos y profesores en el aula. Ciertamente, com-
prender el significado que la escuela tiene en la formación de los ni-
ños y jóvenes pasa por desvelar el paradójico secreto que supone el
repetitivo desarrollo de las clases en los centros escolares, es decir,

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breve epílogo

por explicar si es la transmisión de la cultura la lógica que gobierna


la vida en las aulas o son otras las razones que acaban imponiéndose
en el acontecer de lo que en ellas sucede. Quizás una mirada crítica
y profundamente analítica de las rutinas que diariamente suceden
en la escuela nos devuelva una imagen poco complaciente con los
discursos hegemónicos –oficiales o no– acerca de las bondades y
posibilidades del modo de escolarización que conocemos, pero eso,
precisamente, no la hace menos necesaria.
A lo largo de las páginas anteriores hemos hecho una aproxi-
mación al mundo de la práctica buscando algunas claves que ayuden
a la mejor comprensión de lo que ocurre en las aulas. Una primera
idea que habrá que subrayar es la de que la clase no es, utilizando la
terminología de Bernstein, meramente un campo de reproducción,
sino que tiene sus propias reglas, tiene vida propia y opera como un
campo de recontextualización de lo que en ella «entra» por la vía de
los libros de texto, las prescripciones oficiales, las propuestas curri-
culares, las intenciones de alumnos y profesores, etc., etc. De aquí
que el análisis de la dinámica que se produce en el aula, conociendo
los factores que allí intervienen y el modo en el que se concreta, ten-
ga el interés de situarnos de manera más realista en el campo de la
intervención educativa, ya que nos aproxima a la naturaleza de las
prácticas escolares, al conocimiento de los cambios y continuidades
y de los límites, posibilidades y condiciones de la intervención.
Por otra parte, sabemos que esa dinámica no se centra exclusi-
vamente en la transmisión y adquisición de conocimiento sino que
otras fuerzas intervienen de manera decisiva en la configuración de
su realidad, y, por eso, el problema de la mejora de la enseñanza
no es un problema estrictamente pedagógico, o, mejor, un proble-
ma que pueda resolverse actuando sólo sobre el currículum, sobre
el método y sobre los contenidos de enseñanza. Así, el papel que
alumnos y profesores juegan en la clase no se entiende si no lo si-
tuamos en una perspectiva más amplia y más compleja que simple-
mente la de individuos que enseñan y aprenden y que actúan en la
escuela fundamentalmente con arreglo a ese propósito. Hay otros
intereses, conflictos y problemas prácticos que unos y otros deben
afrontar en su relación con la institución escolar y en la interacción
entre ellos mismos. Precisamente, al hacerlo construyen prácticas
que permanecen o no en función de sus virtualidades para resol-
ver satisfactoriamente los requerimientos de la vida cotidiana en las
aulas. Atendiendo concretamente a la actuación de los alumnos, no
podemos pensar que se trata de sujetos pasivos sin protagonismo

221

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enseñanza, examen y control

alguno en el desarrollo de la enseñanza en la escuela; por el con-


trario, con su disposición y actuación en la clase y según los dis-
tintos modos de relacionarse con la cultura de la escuela –desde
el interés por obtener buenas calificaciones, hasta las prácticas de
resistencia–, contribuyen a modelar la realidad de la clase, pues su
actuación condiciona en alguna medida lo que hacen los profesores.
Los docentes, por su parte, no intervienen siempre con arreglo a
sus deseos o incluso sus convicciones sobre lo que debiera ser la
enseñanza, sino que en el cotidiano devenir de la clase deben hacer-
se cargo de situaciones en las que la transmisión del conocimiento
puede acabar jugando un papel secundario, y son otros los proble-
mas que deben resolver sin abandonar –al menos formalmente– el
objetivo de la enseñanza.
Como hemos visto, son varios los factores que inciden en la
configuración de un patrón de actividad en la clase. Aquí se ha se-
ñalado la importancia de elementos casi invisibles pero de una ex-
traordinaria potencia, como son los que constituyen la «gramática
de la escuela», pero de entre todos se ha considerando con más de-
tenimiento la incidencia del examen y el problema del control de
la conducta de los alumnos. El examen, el control y la enseñanza
constituyen, en efecto, vértices de un triángulo que imaginaria-
mente representa la lógica que gobierna el desarrollo de las clases.
Pero su forma no es casi nunca regular sino que suele presentarse
escorado hacia alguno de sus vértices, que actúa de manera domi-
nante sobre los demás: a veces el examen, a veces el control, a veces,
menos, la enseñanza.
Claro que no existe un único modelo en el desarrollo de la cla-
se. Independientemente de las peculiaridades que tiene cada caso,
las diferencias entre distintos patrones de actividad o las variacio-
nes que se suceden en el tiempo tienen que ver en gran medida con
variables como la condición social de los alumnos, el nivel de en-
señanza, la funcionalidad de la escolarización, etc., y menos quizás
con las intenciones de los reformadores. Aunque no puede hablar-
se de un divorcio absoluto, habría que pensar que la historia de las
ideas pedagógicas y de las reformas educativas no llevan el mismo
ritmo que la historia de las prácticas escolares, pues reformas y pe-
dagogías no parecen ser los únicos ni siempre los principales ar-
tífices de la realidad en las aulas. Como se ha dicho, los cambios
se producen más bien como respuestas de los profesores a nuevas
circunstancias en el modo de educación, respuestas que van ensa-
yándose y modelándose en las aulas, que se consolidan como tradi-

222

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breve epílogo

ciones y que se transmiten a través de los habituales mecanismos


prácticos de socialización de los profesores (y no tanto mediante
actividades de formación).
Con ese panorama, si nos atenemos a lo que realmente hace la
escuela, al tipo de formación que proporciona a niños y jóvenes y al
limitado éxito de las iniciativas de cambio, nuestra posición se vuel-
ve muy crítica, pues la realidad alimenta el escepticismo sobre el
sentido de la posibilidad al que se refiere Giroux, hasta el punto de
llegar a dudar que la escolarización pueda considerarse un bien en
sí mismo y que la historia de la escuela haya de verse forzosamen-
te como una historia de progreso continuado. La verdad es que el
sueño ilustrado sobre el poder de la educación en la emancipación
de las personas se desvanece al hacer un balance de los efectos que
surte el tránsito por la escuela, pues, incluso al contrario de lo que
se proyecta, más bien parece que la escolarización sea causa, junto
a otras, de la formación de identidades sumisas, dóciles y obedien-
tes. Y así lo pensaríamos si no hubiéramos visto, también, que con
su actitud ante la escuela los alumnos no son meros convidados de
piedra y se resisten a tal empeño.
Pero el hecho de que hoy no podamos imaginar un mundo sin
escuela parece que de alguna forma nos obliga a cambiarla, si bien
esta pretensión de mejora no debe hacernos olvidar –a fin de cono-
cer los límites y posibilidades del empeño– el carácter histórico de
la institución y cuáles son las circunstancias y formas con las que
ha ido configurándose hasta llegar a lo que hoy conocemos. La me-
jora de la enseñanza es un compromiso ineludible desde cualquier
perspectiva que se proponga la formación crítica de niños y jóvenes,
ya que en un proyecto de transformación social no es posible igno-
rar el enorme potencial que tiene la institución. Otra cosa distinta
es si la escuela que conocemos tiene mucho o poco de aprovechable
para avanzar en la democratización de la cultura y el conocimiento,
y cuál sea la estrategia apropiada para conseguirlo.
Desde luego el cambio de las prácticas escolares no es un asun-
to que tenga relación automática con la pedagogía y con la forma-
ción de los profesores o con el currículum y los materiales, sino que,
sin descartar estos elementos, es cuestión de mayor complejidad,
pues afecta a tradiciones consolidadas y a factores sobre los que
no se puede incidir directamente desde el propio sistema escolar,
y, no digamos, desde la actuación de los profesores. Lo que sabe-
mos –como ya se ha dicho– es que las reformas apenas modifican
la práctica en los centros escolares y que las innovaciones avanzan,

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enseñanza, examen y control

de hecho, sólo cuando es posible romper las rutinas y estructuras


cotidianas –horarios rígidos, disciplinas, exámenes…– en las que
se mueve la enseñanza. Y esto es perceptible también cuando la
formación de jóvenes o adultos se produce en contextos distintos
y distantes del sistema educativo, es decir, cuando no se contamina
con las funciones de control y selección que son inherentes a los sis-
temas escolares en las sociedades capitalistas. De aquí que, si se ad-
mite la posibilidad de transformar la escuela o si pensamos siquiera
que es posible introducir elementos y dinámicas que ayuden a la
formación crítica de niños y jóvenes, la estrategia pasa por lo que
podríamos denominar cierta desescolarización de la enseñanza.
Aunque evidentemente no partimos de cero, la tarea no es
nada fácil ni tiene visos de alcanzar muchos éxitos de forma inme-
diata si tenemos en cuenta el poder de los sistemas educativos y la
debilidad de los medios de oposición en relación con los obstáculos
que habría que remover. En todo caso, no se trata, en las actuales
circunstancias, de esperar una radical transformación de la escuela
sino de introducir racionalidad y radicalidad en el debate sobre la
mejora real de la enseñanza y de poner en marcha experiencias que
permitan ejemplarizar determinadas propuestas y mantener vivas
prácticas alternativas. Pero ello requiere un mejor conocimiento
de la realidad, estudios empíricos y análisis pertinentes que nos
permitan comprender muchas claves todavía ocultas del cotidiano
mundo de las aulas.

224

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