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Devenires del apetito argentino

Matías Bruera

Comer
El ser humano comparte con todos los seres vivos la realidad utilitaria de alimentarse. Esto ha producido
una asimilación con el apetito que ha menospreciado cualquier análisis profundo sobre el gusto. Sin
embargo, la comida está plagada de fantasmas y pasiones que exceden su carácter fisiológico e
insustituiblemente preservativo, pues remiten a la percepción y la exégesis del mundo.
La comida y, por supuesto, el deporte parecen ser los últimos grandes sucesos de nuestras sociedades
del espectáculo. Y esto sucede en el contexto actual de producción de mercancías no solo como señala la
tesis más difundida y obvia de los estudios antropológicos –centralidad fundamental que han adquirido
los alimentos como valor de uso o de cambio a lo largo de la historia y en las distintas cultura para el
sustento y el intercambio social-, sino por el rol económico central que la industria alimentaria ha
adquirido en la sociedad contemporánea. El capitalismo es voraz y los alientos son una de sus
mercancías estrella de esta época al reproducir un código relacional y una construcción simbólica que
estereotipan los poderes sociales.
La comida, la dieta y el régimen son categorías indispensables para pensar las conductas e identidades
humanas, así como cualidades comunicativas muy eficaces.

Mercancía: comida
Nada de lo humano es ajeno al consumo, y en él se funda nuestro sistema cultural. En nuestras
sociedades, las fuerzas que nos empujan a consumir son tan poderosas como aquellas que nos invitan a
comer.
El alimento es la mercancía que, en un capitalismo entronizado en la estimulación perpetua de la
demanda, más claramente garantiza un continuo consumo, reforzado por una clarificación de su
autoobsolescencia programada: no hay ningún alimento que no tenga vencimiento ni que, de no ser
ingerido, no se consuma a sí mismo. El comer sigue siendo un anclaje experiencial de socialización y el
alimento, si bien ya no es lo que era, es un anclaje material con el mundo y la cultura.

Comida y burguesía
La burguesía argentina, en tanto clase subdesarrollada, insuficiente y de exacerbados gestos
aristocráticos, practicó con la cocina las mismas ausencias históricas que realizo con otras dimensiones
culturales. Su incapacidad para servir de modelo y marcar pautas gastronómicas es compatible con su
fascinación por asimilar y privilegiar recetarios extranjeros –en especial, aquellos de la comida francesa-
como pautas de un proceso civilizatorio.
La alimentación y la cocina, son entre otros, elementos centrales del sentimiento colectivo de
pertenencia. Cada sistema culinario posee su estructura propia, en la cual se conjugan tanto sistemas de
cocción preferidos como un producto base, y, con independencia de las tendencias epocales, estos se
resisten a cambiar y forman parte de esa dimensión del tiempo histórico y social que podría llamarse de
“larga duración”. En el caso argentino, en nuestro sistema culinario se destaca –en tanto reconocimiento
propio y ajeno- la carne vacuna cocida a la brasas.

De carne somos
Todavía resuenan los ecos de una encuesta nacional realizada en el año del bicentenario de la
Revolución de Mayo, en la cual el asado ocupaba –con el tango y el fútbol- el lugar preferencial
identitario que marcaba la polisemia nativa.
Si bien las elecciones dietéticas poseen su historia –sometidas a normas religiosas, médicas y sociales-, la
creciente significación de los medios de difusión, del discurso nutricional y de las demandas sociales de
información sobre la salud ha hecho de la mercancía alimentaria una moral renovable según las
expectativas y ventajas comerciales. Las convicciones en este campo son tan fluctuantes como la
inquietud de los consumidores.
La cooptación del complejo mundo alimentario por la nutrición –discurso medico moralizante que
prescribe qué está bien y qué está mal- circunscribe el problema de la comida a cierta tipología “racional”
y reduccionista (vitaminas, sales minerales, aminoácidos, etc) a la que hay que habituarse. De esta
manera, supone que nos alimentamos de nutrimentos y no de alimentos. Como han apuntado varios
cientistas sociales, la alimentación humana comporta tres dimensiones: la imaginaria, la simbólica y la
social. Esto significa que nos nutrimos de alimentos, pero también de lo imaginario. Comer es incorporar
no solo una sustancia nutritiva, sino también un sustancia imaginaria, un tejido de evocaciones y
significaciones que van de la dietética a la poética y remiten, por ejemplo, a la historia o a la festividad.
Sin embargo, en el presente, más que nunca comemos, en esencia, nuestra representaciones sociales de
la salud.

El controvertido concepto de naturaleza


El capitalismo ha expoliado tanto lo humano como lo “natural”, y de esto todo extremó su carácter
instrumental y mercantil.
De la misma manera en que al capital nada le es ajeno –ni por exceso ni por defecto-, toda distinción
entre lo natural y lo cultural –como toda taxonomía- cobra sentido y pertenece al ámbito cultural. La
cultura es la que determina y configura lo natural. Nada es dado, todo es creado. Todo alimento que
consideramos comestible, aunque se nos presente en su estado natural, siempre es culturizado. El
capitalismo, desde la producción en masa del fordismo, hace bastante que ha comprendido esto –a
diferencia de los que lo sustentamos- y ha modificado su perspectiva comercial produciendo bienes más
diversos y menos estandarizados. Haciéndose eco del discurso ecológico, empezaron a contraponerse
en el ámbito alimentario productos naturales o auténticos versos aquellos industrializados o artificiales.
El trasvase cada vez mayor de tareas como la cocina –entre otras- del ámbito familiar al de los negocios y
el comercio escenifica la expansión interna del capital en los recovecos de la vida social.
Civilización y barbarie evocan dos dietéticas contrapuestas: la cárnica y la vegetariana. Amén de cierta
banalización contemporánea con respecto a exteriorizar la posibilidad de optar entre ambas como parte
de la buena conciencia ciudadana que anhela una naturaleza bucólica, la alimentación cárnica agita
fantasmagorías irredimibles, pues implica el correr de la sangre, o sea, la tolerancia indefectible de una
vida sufriente, de una violencia radical. Enmascarada por el proceso de industrialización al que están
expuestos la mayoría de los alimentos contemporáneos, la carne –no exenta de tal y como todo alimento
animal- evoca una paradoja radical: si el ser vivo debe comer para vivir, mata al ser vivo para vivir.
Es claro que el “goce del asado” sublima la violencia ejercida sobre el ser vivo y esto se eleva por sobre la
división de clases. A la gran mayoría de los habitantes de este país no los detiene la culpa.
Instancia conservadora –algunos dicen, de modo cínico y paradojal, conservacionista: su consumo
perpetúa su existencia- y persistente de cierto significante asociado a la masculinidad, a la pesadez y a la
cultura democrática burguesa. Incongruente desde la esencia y sensato desde la apariencia, en el país de
la carne McDonald’s posee más de doscientos locales. La Argentina, siempre atenta a las tendencias
globales y a las modernizaciones compulsivas, no ha podido escapar a la comida rápida ni a las
hamburgueserías, iconos populares y representativos de la modernidad de la cultura y la ideología
burguesas. La adaptación de los procesos más avanzados del capitalismo (la producción en serie, la
cadena de montaje, el sistema centralizado de compras, los modernos sistemas de almacenamiento y
distribución, el modelo multinacional, las nuevas formulas del marketing y la técnica de las franquicias) a
la industria alimentaria. Para un país que se cree lo que no es, o que siempre promete ser otra cosa, la
“cajita feliz” es símil de la de Pandora. La hamburguesa no es solo un menjunje con carne picada: es
también un símbolo económico y sociológico, un modelo repetitivo y perpetuo por un proceso
controlado al máximo y eficaz que ha democratizado y serializado la alimentación.
Nuestra alimentación basada en la carne asada ciega la violencia ejercida sobre la “barbará materia” e
impone la instancia dialógica como consigna superestructural para el encuentro alrededor de un pedazo
de carne.
Iatrogenia
La relación entre salud y alimentación no es nueva, aunque si aparece contemporáneamente
sobredimensionada. vivimos en una época que tiende a asimilar la comida a un recurso técnico que
conmueve fibras profundas de identificación para aquellos que tenemos la subsistencia garantizada: la
alimentación es un medio para realidades inimaginadas tales como la conservación de la juventud, el
retraso de la aparición de arrugas (cosmetoalimentación), la prevención de enfermedades (dietética)m la
longevidad o el respeto por el ambiente natural (bioalimentación), por mencionar solo algunos de los
beneficios que se ofrecen cotidianamente en el amplio mundo del mercado de lo digerible.

Gourmets o foodies
Hay otros prototipos de personajes de la alimentación contemporánea que son los obsesivos por lo
gourmet o los foodies. Se distingue a los gourmets por ser, generalmente, profesionales de la industria
de la comida que apelan solo a lo excelso y reconocido, mientras que los foodies son amateurs
fascinados por el tema culinario –distinguido o común- en cuanto a consumo, estudio, preparación,
innovación y noticias.
Esta esquizofrenia se ve en la creciente mediatización que ha tenido el tema gastronómico en general,
pero también en sus ejecutores distinguidos –los chefs-, los famosos restaurantes y los buenos vinos. El
mercado ha recreado ese impulso vital humano que es el de aspirar a la “buena vida”, lo ha codificado
con rapidez y lo ha trasvasado por la espectacularización para ser vehiculizado mercantilmente por la
cultura del capital con el fin de extraer un beneficio.
El desarrollo del denominado “mundo gourmet” como supuesta contracara de la globalización se
manifiesta como un proceso que alienta la sofisticación en el consumo de un núcleo cada vez más
reducido y expresionista, a partir de valores distintivos que apelan a resaltar la parte ceremonial de la
comida, la exacerbación de la sensibilidad y la sofisticación en el gusto expresada en la ornamentación
de los platos y en la retorica de los menús.
Es indudable que el mundo gourmet apela más a la forma que al contenido y que son pocos los chefs o
críticos que realmente meditan sobre la dimensión cultural de la comida. Un ejemplo concreto de lo que
digo podría constatarse en la denominada “cocina fusión”, expresión de un falso sincretismo exacerbado
que, a falta de ideas satisfactorias, da por resultado lo que podríamos llamar, de ahora en más, “cocina
confusión”.

Comida y etnicidad
En el ambiente gastronómico se han expandido, por un lado, una variabilidad de combinaciones que se
registran bajo el apelativo world fusion, que conjuga y fusiona los sabores desestructurando las
tradiciones; y por el otro, la comida étnica según el ritmo migratorio y muchas veces adaptada a los
gustos locales.
La comida étnica, si bien apela a las tradiciones, se adecúa a una tendencia actual entre los comensales y
ciertos cocineros –como expresiones de la buena conciencia nacional- que suma a las elecciones
alimentarias el criterio de la identidad. En definitiva, la pesquisa de una mayor calidad de productos, en
detrimento del precio como uno de los fundamentales criterios de elección, ha introducido a los
comensales en los aspectos más culturales de los alimentos, su origen; esto ha potenciado las
gastronomías regionales y ha hecho conocer una cantidad importante de alimentos y cocinas,
aportando, además de rasgo de identidad, un valor añadido a las dietas. Antes la indefectible
globalización, las tradiciones se conjugan como resistencias; sin embargo, el proceso de asimilación de lo
autentico forma parte de la recurrente mercantilización. Diversificar el sabor es diversificar el consumo,
encontrar otros “nichos” para aquellos que creen que la contracultura es una forma de resistencia. Y en
algún punto lo es, aunque no debemos olvidar que toda esta recuperación de tradiciones, comidas y
alimentos se produce en simultáneo con la homogeneización que, sin lugar a dudas, la industrialización
realiza al unificar las formas de comer al margen de los aspectos culturales.
Cultura somática y lipofobia
Hay un dicho que se ha convertido en la instancia epigramática nacional: ser o no ser “grasa”. Para las
clases poseedoras, la impronta corporal domina en nuestro país la forma de presentación y
representación social. Todo este nuevo interés que despiertan el cuerpo, la moda y el diseño y la
aceleración de los rituales de interacción están, qué duda cabe, estrechamente ligados a
transformaciones sociales profundas, a cambios en el modo de producción y en las formas de relación, a
la emergencia de nuevas formas de dominación.
El cuerpo, sus gestos y ceremoniales constituyen un precioso capital en cuyos adquisición,
mantenimiento y rentabilidad se invierten energía, tiempo y dinero en proporción desigual según los
grupos sociales. La expresión corporal se ha convertido en una sintaxis, en una especia de lenguaje que,
sin necesidad de palabras, expresa el estatus y la posición social. Pero además, en virtud del empuje de
la ideología meritocrática y el individualismo, la corporalidad aparece como el soporte de aptitudes y
capacidades personales que se exteriorizan bajo la forma de gustos, por lo que el cuerpo pasa a
constituirse en el instrumento privilegiado de comunicación.
El poder actúa sobre los cuerpos para garantizar su adecuada inserción en la maquina capitalista.
Cuerpos en tanto objetos políticos, no porque sobre ellos se imprima el poder como agente externo y
represivo, sino porque ellos son el resultado del poder en sus efectos productivos, o sea, formativos y
constitutivos, que se expresan en el caso argentino a partir de una obsesión enfermiza de las clases
medias o altas por un culto de la delgadez. La lipofobia y la obesofobia argentina han adquirido, como
pocas otras ramas productivas, un impulso industrial.

La mesa era una fiesta


El imaginario cultural asocia el ceremonial de la mesa servida a la convivencia el dialogo y el encuentro.
Comiendo y bebiendo con otros, compartiendo placeres y deseos, cada uno se reconcilia consigo mismo
y con los demás, y refrenda en un círculo reducido, aunque exponencial, la escena política. Pero de a
poco la comida fue perdiendo su carácter socializador: de la multiplicación de los panes y del vino a la
gestión del suelo la ganadería “científica”, de la Última Cena compartida a la comida en solitario en el
trabajo o en familia frente a la TV, del fogón al microondas, etc.

Podemos conjeturar que lo que mantenía a los miembros de una casa alrededor de
la mesa familiar y hacia de la mesa familiar un instrumento de integración y
afirmación de la familia como grupo vincular duradero era, en gran medida, el
elemento productivo del consumo. Sólo en la mesa familiar uno podía encontrar
comida lista para consumir: la reunión alrededor de la mesa común para cenar era
el último estadío de un extenso proceso de producción que empezaba en la cocina
familiar o incluso más allá, en la huerta o el taller de la familia. Lo que reunía a los
comensales en grupo era a cooperación, efectiva o potencial, en la tarea de
producción precedente, y compartir el consumo de los producido era parte de los
mismo. Podeos suponer que la “consecuencia inintencional” de la comida “rápida”,
“para llevar”, y las bandejas de cenas congeladas es o bien hacer que la reunión
alrededor de la mesa familiar sea redundante, poniendo fin de esa manera al
consumo compartido, o bien refundar simbólicamente con un acto de consumo la
perdida de ciertos rasgos onerosos que alguna vez tuvieron sentido, como el
establecimiento o afianzamiento de los vínculos, pero que resultan irrelevantes e
incluso indeseables en la moderna sociedad líquida de consumo. Allí está la “comida
rápida” para proteger la soledad de los consumidores solitarios.

Bauman 2007: 109-110

La economía-política del vino


Toda civilización cabe en el ópalo de una copa. Esta idea hace del vino un mito capaz de soportar todas
las contradicciones, pues su sociabilidad funda una moral y un decorado que adorna los ceremoniales
de la vida cotidiana. Entre todas las mercancías, el vino carga con una mítica insoslayable: su estirpe
cultural. El vino es la imagen de la memoria, exhala el perfume de antiguas civilizaciones y nos retrotrae
a tiempos inmemoriales; eso los distingue de otros productos en apariencia, pero no en esencia, pues
solo complejiza la capacidad de debelar el abuso ideológico que oculta en el presente. En definitiva, el
vino es una mercancía más, que participa –como nunca antes- tan sólidamente del capitalismo que no
puede abstraerse de la economía política y que, como toda las demás mercancías, es producto de una
expropiación laboral. El vino –como decía Barthes hace medio siglo- es una sustancia hermosa y buena,
pero participa con solidez del capitalismo; es un mito simpático, aunque no inocente, pues, en tanto
mercancía, es producto de una expropiación (Barthes, 1991: 78).
Los mitos modernos de nutrida concurrencia cotidiana –entre ellos, el vino-, al ser aislados de la
actualidad que les da nacimiento, develan el abuso ideológico que ocultan.

Reproducción técnica alimentaria


En el campo alimentario, el creciente esteticismo perturba la comprensión de la materia sustituyendo la
realidad de las cosas-productos por la inmaterialidad de su apariencia seductora y simbólica: mi tesis es
que, de la misma manera en que la idea burguesa del gusto ocluye el hambre, el amento de la diversidad
gustativa vela el proceso de homogeneización productiva.
Estamos en una etapa de predominio ilimitado técnico y del capital, en la cual las reacciones
antiglobalizadoras contra la internacionalización de los mercados y de las mercancías y en defensa de las
identidades y culturas locales son una propedéutica tan filantrópica como aleatoria.
A fines del siglo XX, un estudio reveló que se utilizan más de 12.000 productos de tipo industrial,
artificiales y sintéticos, los cuales nos permiten consumir naranjas sin árboles de naranja, leche sin vacas,
miel de abejas sin abejas, azúcar sin cañas de azúcar, etc. De la misma manera se puede crear en
laboratorio piel humana, y no está muy lejos la posibilidad de producir cualquier órgano artificial o
bioartificial de nuestro cuerpo. La canoníca división entre naturaleza y cultura cambio para siempre con
la quimera transgénica que producen indiscerniblemente lo social y lo natural.
Evocar el “régimen” productivo y gustativo alimentario permite pensar la conducta de los hombres y
caracterizar sus existencias, vínculos y voluntades sociales. El campo argentino ya no es lo que era –lejos
ha quedado esa imagen bucólica y mítica que lo hacia representante de lo natural en tanto país de vacas
gordas y mieses generosas- o, si lo sigue siendo, lo es en un sentido diferente. Las tierras se han
convertido en un gran laboratorio de prueba de las compañías biotecnológicas, que manejan la energía
conducente en el campo social. Los tradicionales sistemas de conocimiento local han quedado
marginados y han sido reemplazados por un sistema científico. Se habla de “tipos ideales” que propagan
la creación de nuevos genotipos, que contienen la mayor cantidad de características deseadas, en
instalaciones experimentales que tienen como horizonte una naturaleza sintética y abstracta construida
por la ciencia, la cual menosprecia –o soslaya- las practicas agrícolas locales. Biotecnologización de lo
natural y de lo social que propaga la desestructuración de los hábitos propios y la reconstrucción sobre
una lógica mercantilizadora y homogénea; nuda vida que merece ser cuestionada para lograr realizar
una comunidad más igualitaria y para que no nos termine convirtiendo en seres empobrecidos por la
mercantilización indiscriminada.

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