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Capítulo cuarto

Del arte entre los griegos

Primera parte. De las razones y las causas de la aceptación del


arte griego y de su superioridad sobre el de los demás pueblos

El arte de los griegos es el objeto principal de esta historia y, siendo


el más digno de contemplación e imitación, tal como se ha
conservado en incontables y bellos monumentos, requiere un
estudio detenido que no consista en mostrar características
incompletas ni en hacer declaraciones imaginarias, sino que enseñe
lo esencial y en el que no se expongan simplemente conocimientos
que incrementen el saber, sino también teorías aplicables. El estudio
dedicado al arte de los egipcios, los etruscos y otros pueblos puede
ampliar nuestro concepto y contribuir a juzgar con acierto; pero el
dedicado al arte de los griegos ha de intentar integrarlo en la unidad
y la verdad, en lo que constituye la regla para juzgar y proceder.
Este estudio sobre el arte de los griegos se compone de cuatro
partes. La primera y liminar trata de las razones y las causas de la
aceptación del arte griego y de su superioridad sobre el de los
demás pueblos; la segunda, de lo esencial del arte; la tercera, de su
desarrollo y su decadencia, y la cuarta, de la parte mecánica del
arte. El capítulo concluye con una consideración sobre las pinturas
de la Antigüedad.
La causa y la razón de la superioridad que adquirió el arte de los
griegos hay que buscarlas, en parte, en la influencia del cielo y, en
parte, en la constitución y el gobierno griegos y el modo de pensar
que éstos determinaron, y no menos en la estima que los griegos
sintieron por sus artistas y el uso que los griegos hicieron del arte.
La influencia del cielo ha de vivificar la semilla de la que brotará
el arte, y Grecia fue la tierra elegida para esa semilla. Y al talento

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para la filosofía, que Epicuro atribuía sólo a los griegos, podría
añadirse con más razón el talento para el arte. Mucho de lo que
pudiéramos imaginar ideal, fue para ellos natural. La naturaleza,
después de haber pasado por etapas de frío y de calor, encontró su
punto medio en Grecia, donde reina un clima equilibrado entre el
invierno y el verano, y cuanto más se acerca la naturaleza a ese
punto, tanto más serena y alegre se vuelve y más se extiende su
efecto en formas vivas y agraciadas y en impulsos decisivos y
prometedores. Allí donde la naturaleza está menos envuelta en
espesas nieblas y vahos, más pronto da al cuerpo humano una
configuración madura, que se alza en formas exuberantes,
especialmente femeninas, y fue en Grecia donde con más finura
perfeccionó a los humanos. Los griegos eran conscientes de ello y,
como dice Polibio, en general de su superioridad sobre otros
pueblos, y en ningún otro pueblo se estimó la belleza tanto como en
el suyo[1]; por eso, nada que pudiera ensalzarla quedó oculto y los
artistas contemplaban la belleza cotidianamente. La belleza era un
mérito y una honra; algunos personajes recibieron un sobrenombre
especial por la belleza de un solo aspecto físico, como Demetrio
Falereo por sus cejas perfectas. Ya en los tiempos más antiguos se
celebraron los concursos de belleza decretados por Cipselo, rey de
Arcadia en la época de los heráclidas, junto al río Alfeo, en la región
de la Élide, y en la fiesta del Apolo Filesio hubo un premio al beso
más perfecto entre jóvenes, que se concedía por decisión de un
juez, como probablemente se habría hecho también en Megara,
junto a la tumba de Diocles. En Esparta y en Lesbos, en el templo
de Juno y entre los parrasios, se celebraban concursos de belleza
del sexo femenino.
Respecto a la constitución y el gobierno de Grecia, hay que decir
que la libertad fue la causa principal de la superioridad de su arte.
La libertad encontró siempre asiento en Grecia, incluso junto al trono
de los reyes, que gobernaron paternalmente antes de que la luz de
la razón les hiciera probar las mieles de una libertad plena, y
Homero llama a Agamenón pastor de pueblos en alusión a su amor

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y preocupación por ellos. Aunque más tarde se alzasen tiranos,
éstos sólo lo fueron en su patria, y la nación entera nunca conoció
un jefe único. Por eso nunca recayó en una sola persona el derecho
de ser grande en su pueblo y poder perpetuarse con exclusión de
otros.
Muy pronto empezó a emplearse el arte para conservar el
recuerdo de una persona también mediante su figura, y éste era un
camino abierto a todos los griegos. Como los griegos más antiguos
deseaban aprender allí donde la naturaleza más espléndidamente
se manifestaba, instituyeron también las primeras recompensas
para la ejercitación física, y tenemos noticia de una estatua erigida a
en la Élide a un atleta espartano llamado Eutélides ya en la
trigésimo octava olimpíada, y, al parecer, esta estatua no fue la
primera. En juegos menores, como los de Megara, se colocaba una
piedra con el nombre del vencedor. De ahí que los más grandes
hombres de Grecia quisieran en su juventud sobresalir en los
juegos. Crisipo y Cleantes ya fueron conocidos por ello antes de
serlo por su sabiduría; y hasta el mismo Platón figuró entre los
atletas de los juegos ístmicos de Corinto y de los píticos de Sición.
Pitágoras obtuvo el premio de Élide e instruyó con tanto acierto a
Eurímenes, que también éste logró la victoria en aquel mismo lugar.
También entre los romanos eran los ejercicios físicos una manera de
hacerse un nombre, y Papirio, que supo vengar en los samnitas la
deshonra sufrida por los romanos ad Furculas Caudinas, nos es
menos conocido por su victoria que por su apodo de «el Corredor»,
que también Homero da a Aquiles.
Una estatua que reproducía fielmente al vencedor guardando su
parecido, puesta en el lugar más sagrado de Grecia y admirada y
honrada por todo el pueblo, era un poderoso incentivo, no menos
para esculpirla que para tenerla, y en ningún otro pueblo tuvieron
desde entonces los artistas tantas oportunidades de lucirse, y no
hablamos aquí de las estatuas de los templos, tanto de los dioses[2]
como de los sacerdotes y las sacerdotisas. No sólo se erigía al
vencedor de los grandes juegos una estatua en el lugar donde se

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celebraban, o muchas según el número de sus victorias, sino
también en su patria, y este honor lo recibían también otros
ciudadanos de mérito. Dionisio habla de estatuas de algunos
ciudadanos de Cuma, en Italia, que en la septuagésimo segunda
olimpíada, Aristodemo, el tirano de esta ciudad, hizo retirar del
templo en que se hallaban y arrojar a lugares indignos. A algunos
vencedores de los primeros Juegos Olímpicos, cuando las artes aún
no habían florecido, se les erigieron estatuas en recuerdo suyo
mucho tiempo después de su muerte, como le sucedió a Oibotas,
vencedor en la sexta olimpiada, que no recibió ese honor hasta la
octogésima. Asimismo hubo quien se hizo esculpir su estatua antes
de obtener la victoria; tan cierto estaba de ella. Y la ciudad de Egea,
en Acaya, construyó un aula o galería cubierta para que un
vencedor pudiese ejercitarse en ella.
Gracias a la libertad se elevó el pensamiento de todo el pueblo
como de un tronco sano brota una rama noble. Pues así como el
espíritu de un hombre acostumbrado a pensar suele elevarse si se
halla en el campo abierto, o en un camino franco, o en lo alto de un
edificio que no si está en un aposento vulgar o en cualquier otro
lugar limitado, el modo de pensar y los conceptos del libre pueblo
griego tuvieron que ser muy distintos de los de otros pueblos
dominados. Heródoto hace ver que la libertad fue la única base del
poder y de la altura a que llegó Atenas, pues cuando en otro tiempo
esta ciudad tuvo que reconocer a un amo por encima de ella, no
podía compararse con las ciudades vecinas. Igualmente la oratoria
empezó a florecer en la planta de la plena libertad de palabra de que
gozaron los griegos, de ahí que los sicilianos atribuyeran a Gorgias
la invención de la oratoria. En su mejor época, los griegos fueron
seres meditativos que, a la edad en que nosotros empezamos a
pensar por nosotros mismos, ya llevaban veinte o más años
haciéndolo y que mantenían la luz de su espíritu amparada por la
vitalidad del cuerpo, mientras que nosotros alimentamos
vulgarmente nuestro espíritu hasta hacerlo enflaquecer. El
entendimiento aún inmaduro, que como delicada corteza conserva y

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amplía la incisión, no se nutría de vacuas palabras sin sentido, y su
cerebro, semejante a una tabla de cera que sólo puede registrar un
cierto número de palabras o de imágenes, no se llenaba con
fantasías cuando la verdad debía ocupar un lugar. Más tarde se
procuró ser instruido, es decir, saber lo que otros supieron, pero ser
instruido en el sentido actual era fácil en sus mejores tiempos: todo
el mundo podía ser sabio. Apenas existía entonces la vanidad de
conocer lo que dicen muchos libros, puesto que hasta después de la
sexagésimo primera olimpiada no se reunieron las obras dispersas
de los grandes poetas. Éstas el niño las aprendía, y el adolescente
pensaba como el poeta, y si había producido algo digno, se le
contaba entre los primeros de su pueblo.
El hombre sabio era el más respetado y era conocido en cada
ciudad, como entre nosotros sucede ahora con el más rico. Así fue
el joven Escipión, que llevó a la diosa Cibeles a Roma. También el
artista podía merecer esta consideración, y Sócrates llegó a declarar
que sólo consideraba sabios a los artistas, porque ellos lo son sin
parecerlo; acaso con esa convicción Esopo buscaba siempre la
compañía de escultores y arquitectos. En tiempos muy posteriores,
el pintor Diogneto fue uno de los que enseñó la sabiduría a Marco
Aurelio. Este emperador reconoció haber aprendido de él a distinguir
lo verdadero de lo falso y a no tomar necedades por cosas dignas.
El artista podía convertirse en legislador, pues todos los legisladores
eran simples ciudadanos, como afirma Aristóteles. Podía conducir
ejércitos, como Lámaco, uno de los ciudadanos más pobres de
Atenas, y ver su estatua junto a las de Milcíades o Temístocles, o
incluso junto a las de los propios dioses. Jenófilo y Estratón tuvieron
junto a sus figuras sedentes las estatuas de Esculapio y de Higiea
en Argos. Quirísofo, autor del Apolo de Tegea, se hallaba en mármol
junto a su obra, y Alcámenes aparecía en un relieve en lo más alto
del templo de Eleusis; y Parrasio y Silanio eran honrados junto con
Teseo en la pintura que de éste hicieron. Otros artistas ponían su
nombre en sus obras, y Fidias lo hizo en los pies del Júpiter
Olímpico. En varias estatuas de los vencedores de Élide figuraba

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también el nombre de su autor, y en la cuádriga de bronce que
Dinomenes, hijo del rey Hierón de Siracusa, mandó erigir en
memoria de su padre había dos versos que indicaban que Onatas
había sido el maestro de aquella obra. Sin embargo, esta costumbre
no era tan general como para que de la ausencia del nombre del
artista en estatuas destacables se puedo inferir que son de épocas
posteriores[3]. Esto sólo puede esperarse de personas que han visto
Roma en sueños o de viajeros jóvenes que la vieron en un mes.
El honor y la suerte del artista no dependían del capricho de un
ignorante orgullo, y sus obras no se adecuaban a ningún gusto
infame ni a los bellacos ojos de algún juez encumbrado mediante la
adulación y el servilismo, sino que las juzgaban y premiaban los
más sabios de todo el pueblo. Y en la asamblea de todos los
griegos, así como en Delfos y en Corinto, sus obras participaban en
certámenes de pintura sometidos al criterio de jueces elegidos
especialmente para aquellos eventos y que empezaron a ser una
institución en tiempos de Fidias. Así fueron enjuiciados Paneo,
hermano o, como otros dicen, hijo de la hermana de Fidias, y
Timágoras de Calcis, recibiendo el premio este último. Ante tales
jueces se presentó Etión con sus Bodas de Alejandro y Roxana, y el
presidente que emitió el fallo, que se llamaba Proxénides, concedió
al artista la mano de su hija. Se ve que una buena fama en otros
lugares no cegaba a los jueces en su tarea de reconocer el mérito,
pues en Samos Parrasio quedó detrás de Timanto en su pintura del
Juicio por las armas de Aquiles. Pero los jueces no eran ajenos al
arte, pues eran de un tiempo en que en Grecia la escuela instruía a
la juventud tanto en la sabiduría como en el arte. De ahí que los
artistas trabajaran para la eternidad, y los premios a sus obras los
incitaran a elevar su arte por encima de los intereses crematísticos y
de la recompensa. Así, Polignoto pintó el Poecile de Atenas y, según
parece, un edificio público de Delfos sin retribución alguna, y el
agradecimiento por este último trabajo parece ser el motivo de que
la anfictionía, o consejo general de los griegos, decidiera ofrecer a
este generoso artista hospedaje libre en toda Grecia[4].

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Todo arte y trabajo sobresalientes se valoraban bien, y el mejor
trabajador con la cosa más menuda podía inmortalizar su nombre.
Aún hoy conocemos el nombre del arquitecto de un acueducto de la
isla de Samos y también el de aquel que allí construyó la nave más
grande; asimismo conocemos el de un célebre cantero que se
llamaba Arquíteles y que se distinguió por su gran trabajo en
columnas. También son conocidos los nombres de los dos tejedores
o bordadores que hicieron un manto para la Palas Polias de Atenas.
Y conocemos el nombre de un constructor de muy equilibradas
balanzas o platillos de balanza; se llamaba Partenio. Y hasta se ha
conservado el nombre del guarnicionero, como hoy lo llamaríamos,
que hizo el escudo de cuero de Áyax. Parece que los griegos dieron
a muchos objetos particularmente buenos el nombre del maestro
que los produjo, y con él dichos objetos se conocieron en adelante.
En Samos se hacían candelabros de una manera tal que alcanzaron
gran valor; Cicerón trabajaba por la noche a la luz de estos
candelabros cuando se hallaba en la casa de campo de su
hermano. En la isla de Naxos se erigieron estatuas en honor del
primer hombre que descubrió la manera de hacer tejas de mármol
pentélico para cubrir edificios con ellas. Los artistas destacados eran
llamados divinos, como Alcimedón en Virgilio.
El cultivo y el empleo del arte mantuvieron su grandeza. Como
estaba dedicado sólo a los dioses y a lo más sagrado y provechoso
para la patria, y en las casas de los ciudadanos reinaban la
moderación y la sencillez, no se molestaba al artista con
pequeñeces o con condicionamientos como limitaciones de espacio
o caprichos de propietarios, y lo que hacía se adecuaba a los
orgullosos conceptos del pueblo entero. Milcíades, Temístocles,
Arístides y Cimón, caudillos y salvadores de Grecia, no vivían mejor
que cualquiera de sus vecinos. Pero los sepulcros eran
considerados construcciones sagradas, por lo que no es de extrañar
que Nicias, el célebre pintor, se permitiera pintar un sepulcro situado
ante la ciudad de Tritia, en Acaya. También hay que tener presente
cuánto estimuló en el arte, el afán de superación el hecho de que

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ciudades enteras quisieran poseer una tras otra una estatua
admirable, y el que todo un pueblo sufragara los costes de las
estatuas, lo mismo si eran de dioses que de vencedores en los
juegos públicos. En la Antigüedad, algunas ciudades eran conocidas
sólo por una bella estatua que poseían, como el caso de Alifera por
una Palas de bronce que hicieron Hecatodoro y Sóstrato.
La escultura y la pintura de los griegos alcanzaron cierta
perfección antes que la arquitectura, pues ésta guarda más relación
con lo ideal que aquéllas debido a que no puede ser imitación de
nada real y necesariamente ha de fundarse en reglas y leyes
generales relativas a las proporciones. Las dos primeras artes, que
comenzaron con la imitación, hallaron en el hombre todas las reglas
necesarias, mientras que la arquitectura tuvo que establecer las
suyas a través de múltiples conclusiones que fueron aprobándose.
Pero la escultura precedió a la pintura y guió a ésta como la
hermana mayor a la menor. Y Plinio opinaba que en tiempos de la
guerra de Troya aún no existía la pintura. El Júpiter de Fidias y la
Juno de Policleto, las estatuas más perfectas que la Antigüedad
conoció, ya existían antes de que en las pinturas griegas
apareciesen las luces y las sombras. Apolodoro[5] y, después de él,
particularmente Zeuxis, el maestro y el discípulo, que fueron
célebres en la nonagésima olimpiada, dieron los primeros pasos en
este arte; y hemos de imaginar la pintura anterior a ellos hecha de
estatuas dispuestas unas junto a otras, que, fuera de la acción que
representaban, no parecían, como figuras aisladas, formar un
conjunto a la manera de las pinturas de los vasos etruscos.
Eufranor, que vivió en la época de Praxiteles y, por tanto, después
de Zeuxis, introdujo, como dice Plinio, la simetría en la pintura.
La razón del posterior desarrollo de la pintura se encuentra, en
parte, en el mismo arte y, en parte, en su cultivo y su empleo. Como
la escultura había ampliado el culto a los dioses, la pintura se
desarrolló gracias a ésta. Pero la pintura no gozó del mismo
privilegio. Estaba dedicada a los dioses y a los templos, y algunos
templos, como el de Juno en Samos, eran pinacotecas, es decir,

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