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François Loiret, Volonté et infini chez Duns Scot, Éditions

Kimet, Paris 2003, 504 pp., 21 cm.

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PRIMERA PARTE

LA LIBERACIÓN DE LA VOLUNTAD

"La idea de la libertad [...] le vino al mundo por el


cristianismo, según el cual el individuo como tal tiene un valor
infinito, en cuanto que es objeto y objetivo del amor de Dios,
que está destinado a tener con Dios en cuanto espíritu su
relación absoluta, a ver este espíritu habitar en él, es decir
que el hombre está destinado en sí a la más amplia libertad"
(Hegel, Enciclopedias de las ciencias filosóficas, 6-482
anotación (1).

I. LA DESNATURALIZACIÓN DE LA VOLUNTAD

Lo que Duns Escoto se pregunta, como lo hará Hegel, no es


una substancia sino una actividad. La distinción fundamental de
la naturaleza y de la voluntad en los textos de Escoto lo
manifiesta. Esta distinción sobre la que Escoto no cesa nunca de
insistir, libera la voluntad del reino de la causalidad natural,
destruye la raíz de la voluntad en el appetitus naturalis,
realiza una desfinalización de la voluntad y deshace la
fundación de la libertad en el conocimiento. A partir de aquí,
se hace imposible comprender el ejercicio de la voluntad como
movimiento natural, de comprender la voluntad como motor y Dios
como primer motor. (2)
La voluntad no podrá ya aparecer en Escoto como una
potencia intermedia entre el deseo y el entendimiento, es decir,
como un deseo intelectualizado, appetitus intellectualis. De
este modo Escoto rompe con la idea tradicional de una voluntad
tendiendo naturalmente hacia el bien o naturalmente finalizada.
La relación de la voluntad, sea humana o divina, en todo caso,
sea un bien relativo o un bien absoluto, sea un medio o un fin,
es una relación libre, desconectada de toda necesidad.
Se desvanece entonces la referencia la naturaleza como
instancia normativa que caracteriza el pensamiento medieval.
Esta desaparición no es ruptura con un pretendido "pensamiento
clásico" supuesto continuado de Platón a Tomás de Aquino (3), o
con el "verdadero pensamiento" de Aristóteles tal como se
manifestará en Tomás de Aquino, cuanto destrucción de "esta
noción romana de naturaleza", como lo expresa Gérard Granel en
Traditionis Traditio (4). Desaparición que la teología católica
romana no ha asumido, como lo testimonia todavía con su recurso
oficial y ambiguo a esta noción romana y no griega. Se borra al
mismo tiempo la fundamentación de la libertad sobre el saber y
también de golpe el privilegio reconocido al saber. En su
irreductibilidad al apetito, la voluntad no puede ya estar
subordinada al entendimiento y éste no puede ya identificarse
con la razón. La voluntad no es ya asimilable a una facultad
enigmática, más o menos irracional, y esto, no porque ella es
simplemente potencia racional, sino porque es la racionalidad
misma. Ahora bien, la identificación de la racionalidad con la
voluntad implica una nueva determinación de la racionalidad
misma. Se tratará de una racionalidad substraída al principio de
no contradicción.

1. La afirmación de una discontinuidad.

La construcción escotiana de la voluntad se desmarca de


todas las que la han precedido, rompiendo decididamente con la
comprensión de la voluntad en términos de naturaleza. Es por lo
que, en Duns Escoto, la distinción primera no es la de la
voluntad divina y de la voluntad humana, es la de la naturaleza
y de la voluntad. En la medida en que una cuestión de la
voluntad no es una cuestión regional, sino la cuestión central,
se sigue que la distinción de la naturaleza y de la voluntad es
una distinción de primer plano como la ha visto bien Gilson
cuando escribió que "la distinción tomista de essentia y esse es
habitualmente suplida en Escoto por la de natura y voluntas"
(5). siendo el apetito naturaleza, toda la comprensión de la
voluntad en término de apetito está condenada a descuidar la
voluntad. Ahora bien, la oposición de fondo entre la naturaleza
y la voluntad va juntamente con la afirmación de un concepto de
voluntad común a Dios y a las criaturas. Así la construcción de
la voluntad pasa a la vez por la puesta en evidencia de la
oposición de la naturaleza y de la voluntad y por la elaboración
de un concepto unívoco de la voluntad.
La voluntad, como la sabiduría, tiene claramente en Escoto
el estatuto de un transcendental. En efecto, Escoto no se atiene
al concepto transcendental heredado de la tradición. Según la
comprensión tradicional, es transcendental toda noción
convertible con el ser (esente). Al poner en la distinción 8 del
libro I de la Ordinatio la cuestión de saber cómo la sabiduría
se puede decir transcendental, Duns Escoto [51] instituye una
nueva comprensión del transcendental. No es necesario, afirma,
que un transcendental sea predicable de todos los esentes. Basta
que no puede ser asumido bajo ningún género y, por tanto, bajo
ninguna noción superior, excepto el ser. (6) Se puede decir
transcendental lo que es común a Dios y al algunas criaturas,
como es el caso de la voluntad. (7) Se podría decir que la
formación de la distinción de la naturaleza y de la voluntad
exige un concepto unívoco de la voluntad, es decir un concepto
de la voluntad indiferente respecto de las distinciones de
creado e increado, finito e infinito. Como la distinción de la
naturaleza y de la voluntad es reconducible a la de la
naturaleza y de la libertad, ella permite establecer la
compatibilidad de la libertad y de la necesidad y se presenta al
mismo tiempo no como una oposición entre necesidad y libertad,
sino como una oposición de la necesidad natural y de la libertad.

a. La dualidad de la naturaleza y de la voluntad

La distinción naturaleza y voluntad de potencias activas.


Comprendida como potencia activa, la voluntad está
fundamentalmente diferenciada de la naturaleza. Se trata aquí de
una diferencia esencial que nada puede venir a sobrepasar o
reunir, y no de una diferencia en el interior de un mismo
género, como lo subraya Hoeres (8). En la dist. 2 del libro I de
la Ordinatio, Escoto sostiene violentamente con la Enrique de
Gante y contra Averroes, que no hay más que dos principios
productivos distintos, la naturaleza y la voluntad, ni más ni
menos. Esta distinción se halla ya en la Lectura. (9) En virtud
de esta distinción no hay ninguna posibilidad de reducir a una
unidad estos dos principios:
"Los principios productivos no pueden ser reducidos a
un número inferior a dos, e. d. el principio productivo por modo
de naturaleza y el principio productivo por modo de voluntad"
(10).

La distinción 10 del libro de la Ordinatio reitera esta


posición y en ella afirma Escoto que entre el modo de producción
voluntaria y el modo de producción natural no hay intermediario
(11). Se alude aquí a la pretensión de reducir la voluntad al
entendimiento, siendo el entendimiento el principal activo
natural. Escoto muestra que esta pretensión no puede lograrse
porque la voluntad no es en nada un principio activo imperfecto.
La reducción de la [52] voluntad a la naturaleza supondría en
efecto que el principio activo natural encierra en sí más
perfección que la voluntad, pero en este caso la voluntad no se
podría poner en Dios (12).
Si la posibilidad de una reducción directa de la voluntad a
la naturaleza se excluye por razón de la oposición manifiesta de
su modus principiandi, la solo posibilidad que queda sería la de
considerar un principio activo superior al que la naturaleza y
la voluntad fueran reducibles. Pero esta posibilidad,
inmediatamente enunciada, se desvanece, no sólo porque supondría
una imperfección lo mismo en la naturaleza que en la voluntad,
sino también porque supondría una ratio principiandi distinta de
la de la naturaleza y de la voluntad (13). Entre naturaleza y
voluntad ni hay efectivamente ningún término medio que pueda
operar la unificación. La posibilidad de unificación debería ser
encontrada en otra parte, lo cual no solamente es imposible sino
también inaceptable por aquellos mismos que pretenden reducir la
voluntad a la naturaleza. Poner otra ratio principiandi, sería
obrar una identificación total de modo que la naturaleza y la
voluntad no se podrían ya distinguir. (14).
No hay ningún género del que la naturaleza y la voluntad
serían las especies y esto por razón, no sólo de su perfección,
como afirma Hoeres. Si Escoto menciona bien la perfección de
cada uno de los principios activos, insiste ante todo sobre el
modo de actividad propio de cada tipo de potencia activa. Es en
la actividad misma donde hay que buscar la dualidad de la
naturaleza y de la voluntad. En la Ordinatio, pero también en la
Quaestiones in Metaphysicam, Escoto se autorizó de la Physica de
Aristóteles para establecer la dualidad de las potencias activas:
"La primera división de los principios activos es en
naturaleza y voluntad. Aristóteles está muy cerca de esto,
cuando establece en el libro II de la Physica que hay dos causas
que mueven por accidente: el azar que es reducible a la
naturaleza;;;; y la fortuna que es reducible al designio de la
voluntad" (15).

El libro II de la Physica considera lo que puede responder


de la venida, de la puesta al día de lo que no está todavía ahí.
En un primer tiempo la respuesta es por la teoría de las cuatro
causas. Pero Aristóteles no se detiene en las cuatro causas, y
considera una sugerencia que puede pueda hacer economía de las
mismas, a saber la producción por la tyché (lo que atiende a un
fin sin que se pueda discernir una intención explícita) y la
producción por el automaton (lo que se mueve por sí mismo). Tyché
y automaton aparecen como las condiciones de un conjunto no
intencional (16).
En el texto mismo de Aristóteles la distinción de la
fortuna y del azar se remite a la de la naturaleza y el
pensamiento
(17). Aristóteles justifica esta distinción subrayando que allí
donde hay fortuna, hay una proairesis, por tanto dianoia y llega
a precisar que no hay fortuna donde no hay praxis (18). La
fortuna presupone la presencia de la dianoia, puesto que no hay
praxis sino donde hay dianoia. Escoto reelabora esta
diferenciación de la fortuna, ligada al pensamiento, y del azar,
ligado a la naturaleza, en términos de oposición entre
naturaleza y voluntad. Cierto que Aristóteles no habla nunca de
voluntad sino sólo de dianoia, es por lo que la distinción
podría ser comprendida como distinción de la naturaleza y del
entendimiento. Escoto lo sabe. Sin embargo, a la objeción según
la cual sería cuestión en el texto de Aristóteles no de la
voluntad sino del entendimiento, Escoto responde en la Ordinatio
que el entendimiento no debe ser comprendido aquí como distinto
de la voluntad, sino como constituyendo con ella un mismo
principio:
"Por esta razón, en el libro II de la Physica donde
distingue estos principios activos, a saber la naturaleza y el
entendimiento, el entendimiento no debe ser comprendido en
cuanto que es distinto de la voluntad, sino en cuanto que
concurre con la voluntad, constituyendo con ella el mismo
principio relativamente al artificial" (19).
La razón por la que Escoto realiza este desplazamiento del
entendimiento a la voluntad reside en que solamente a la
voluntad puede pertenecer lo que Aristóteles entiende como
praxis. Puesto que no hay fortuna sino donde hay praxis, la
distinción de la naturaleza y del pensamiento puede ser
recomprendido en la distinción de la naturaleza y de la
voluntad. Si Escoto apela particularmente al libro II de la
Physica, es que la distinción de las potencias activas en
naturaleza y voluntad no es relativa a su objeto, sino a su modo
de operación. Es a la actividad misma a donde lleva la
distinción: naturaleza y voluntad tienen modos opuestos de
operación y de producción.
Que la actividad y no el sujeto venga al primer plano se
debe a que la distinción según el modus principiandi es una
distinción más inmediata y por tanto más fundamental que la
distinción según los objetos. De una [54] parte, el modo de
actividad se funda en la esencia del principio activo y lo
manifiesta. Por otra parte, dos principios activos diferentes
pueden tener el mismo objeto. Escoto establece, en efecto, que
el entendimiento y la voluntad no tienen un objeto diferente,
como lo sostenía Tomás de Aquino, porque el objeto primero de la
voluntad es el mismo del entendimiento, e. d. el esente. Es
sobre la actividad sobre lo que el Commentarius Metaphysicae
insiste d'emblée:
"Hay que saber que la primera división de los
principios activos es función del modo diferente en que ellos
realizan su operación" (20).
El texto de la Ordinatio subraya la incompatibilidad mayor
de la naturaleza y de la voluntad en razón misma de su modo de
acción y manifiesta con ello una discontinuidad; no se trata
sólo de una distinción, se trata de una oposición e incluso de
una disyunción (21). Lo que importa, pues, no es la naturaleza
del objeto ni el modo de relación hacia el objeto, que puede
distinguirse de la esencia de la potencia activa, sino el modo
de actividad que no puede distinguirse de la esencia de la
potencia activa. Las potencias activas se diferencian, pues, no
por referencia a un tercero, el objeto, sino por su actividad
que procede de su esencia misma, que es efectividad misma en su
esencia.
La diferencia entre naturaleza y voluntad es la diferencia
primera e irreductible, no está subordinada a otra diferencia,
la de los objetos o la de los modos de relación al objeto. Si es
concebible como diferencia de la naturaleza y de la libertad, es
en razón misma del primado de la actividad. Una potencia se dice
natural en aquello que actúa naturalmente, se dice voluntaria en
lo que ella actúa voluntariamente, e. d. libremente. Es por lo
que el Quodlibet puede afirmar que "naturaleza" y "libertad" son
la primera diferencia de agente o de principio de acción" (22).
Resulta que la distinción de potencias activas en naturaleza y
voluntad no puede ser reconducida a la distinción de necesario y
de contingente. Lo que se diferencia de la libertad, no es la
necesidad, sino la necesidad natural.

b. La coexistencia de la libertad y de la necesidad


La tentativa de reducir la dualidad de los principios
activos a una unidad se apoyaba, subraya Escoto en la Ordinatio,
en la distinción de lo [55] necesario y de lo contingente. Una
objeción que Escoto afronta afirma en efecto que la distinción
de la naturaleza y de la voluntad según su modus principiandi es
reducible a la distinción de la necesidad y de la contingencia,
correspondiendo la contingencia al modus principiandi de la
voluntad (23). Ahora bien, como la necesidad es más perfecta
que la contingencia, el principio natural es más perfecto que el
principio voluntario, es por tanto anterior al mismo de tal
suerte que la voluntad pueda ser reducida a la naturaleza (24).
Escoto no niega que la necesidad sea más perfecta que la
contingencia, él afirma realmente:
"En toda condición del esente que no es imperfecta por
su misma razón, la necesidad es perfección absoluta" (25).
Más precisamente, lo que vale para el esente, vale para los
principios productivos o activos. En consecuencia la producción
o la acción perfecta son producción o acción necesaria y este en
la medida misma en que la acción o producción son perfecciones
(26). Por el contrario, lo que Escoto negará es que la necesidad
y la contingencia sean modi principiandi de los principios
activos. La distinción naturaleza y voluntad o naturaleza y
libertad no va a poder ser asimilada a la distinción necesidad y
contingencia. Sin embargo esta afirmación crea problema. En
efecto, toda potencia tiene una manera única de producir su acto
(27). ¿Cómo conciliar esta afirmación con la que pone la
posibilidad de dos modos diferentes de acción? Escoto responde
que si toda potencia tiene más bien una sola manera per se de
producir el acto, hay sin embargo modos sucesivos de
cumplimiento del acto, que varían según los objetos especiales y
que corresponden a la contingencia y a la necesidad (28). Escoto
cita un ejemplo al respecto la voluntad divina, que quiere por
necesidad absoluta el bien infinito, aunque lo quiera libremente
(29).
Con la libertad y la naturaleza se dan modos per se, modos
esenciales de producción del acto, mientras que con la
contingencia y la necesidad, no se dan modos esenciales sino
modos accidentales de producción del acto. Esta tesis se
encuentra de nuevo en los Reportata. Los Reportata afirman en
efecto que la distinción necesidad y contingencia no es una
distinción esencial como la de la naturaleza y de la [56]
voluntad, sino una distinción accidental. Necesidad y
contingencia no son determinaciones esenciales de los principios
activos en cuanto tales, tales determinaciones son extrañas a la
esencia tanto de la naturaleza como de la voluntad. Ellas
sobrevienen del exterior a los principios activos y cualifican
no las potencias activas en ellas mismas, sino el modo de
relación de la potencia activa al objeto, modo que, a diferencia
de los modi principiandi, no es dada con la esencia de cada
principio activo. En otros términos, necesidad y contingencia
son condiciones extrínsecas de los principios activos y por este
título no pueden ser colocadas sobre el mismo plano que la
libertad, que, como indica el Quodlibet, es "una condición
intrínseca de la voluntad, sea ella considerada absoluta o
relativamente a un acto perfecto" (30). Esta última afirmación
es la reelaboración de la idea ya defendida por la Lectura según
la cual la voluntad es libre por esencia (31).
En los Reportata Escoto subrayaba ya este carácter de
condición intrínseca de la libertad diferenciando el estatuto de
la libertad y de la necesidad (32). La libertad cualifica la
voluntad en su actividad misma y este independientemente de toda
relación a cualquier cosa, a un efecto. Por el contrario, la
necesidad que puede afectar al actuar voluntario, no cualifica
este actuar en sí mismo, lo cualifica en su referencia a un
efecto determinado. Tres consecuencias de siguen.
La primera, que la diferencia de la naturaleza y la
voluntad es irreductible a la de la necesidad y de la
contingencia de suerte que naturaleza y voluntad no pueden ser
reducidas a una unidad. Las diferencias en efecto no tienen el
mismo estatuto.
La segunda, que la libertad no puede en manera alguna
aparecer como un predicado de la voluntad, ella no es una
determinación que se añade a la voluntad, sino una determinación
que la constituye esencialmente. Es de esencia de la voluntad
ser libre, y hablar de una voluntad no libre es caer en
contradicción.
La tercera consecuencia es que la necesidad y la libertad
no son incompatibles en nada, al no ser la necesidad otra cosa
que un modo que sobreviene a la acción de la voluntad, que es
libre por esencia. El Quodlibet precisa así que la necesidad no
sobreviene solamente a la naturaleza y que la contingencia no
sobreviene sólo a la voluntad. Necesidad y contingencia son
condiciones de la acción tanto natural como voluntaria. Puede
haber una acción natural contingente cuando la acción del agente
natural es impedida. Puede haber un acción [57] libre, es decir
voluntaria que puede ser necesaria(33). La necesidad no puede
ser opuesta a la libertad, puesto que la necesidad no es otra
cosa que una condición extrínseca de la acción, mientras que la
libertad es una condición intrínseca. Ella lo puede tanto menos,
cuanto que la necesidad asegura a la acción su perfección y que
la condición intrínseca de una potencia no puede ser opuesta a
la perfección de la acción:
"Una condición intrínseca de una potencia, considerada
absolutamente o en relación a un acto perfecto, no repugna a la
perfección de la operación" (34).
De ello resulta que si el extremo, el objeto querido, no
exige una acción contingente, la libertad puede coexistir con la
necesidad (35). La necesidad es el modo más perfecto de toda
relación con el esente, por lo cual, cuando la voluntad es
considerada con relación al ser, la voluntad la más perfecta
queriendo el objeto el más perfecto de la materia la más
perfecta lo quiere entonces necesariamente. En este sentido la
voluntad infinita que es la voluntad la más perfecta, quiere
necesariamente su objeto (36). Esto no significa, por tanto, que
la voluntad la más perfecta quiere necesariamente todo objeto.
La necesidad en el obrar no es una perfección más que en la
medida en que lo que es querido es perfecto o más precisamente
lo más perfecto. Pero respecto de lo menos perfecto, la
necesidad en el obrar es una imperfección. Es por lo que la
voluntad más perfecta quiere necesariamente el infinito y no
quiere necesariamente lo finito. Respecto de lo finito, no es la
necesidad sino la contingencia la que es una perfección (37). La
necesidad no es por tanto otra cosa que el modo de la relación
de la voluntad infinita al objeto infinito y Escoto rechaza,
contra Tomás de aquino y Enrique de Gante, la extensión de lo
que es válido para la voluntad infinita en la ración con el
objeto infinito a toda voluntad y a todo objeto.
La impostación de una tal discusión sobre la coexistencia
de la libertad y de la necesidad en el querer, aparece ahora con
claridad. Escoto intenta ante todo justificar el carácter
necesario y sin embargo libre del querer divino ad intra. La
coexistencia de la libertad y de la necesidad no concierne a la
voluntas in communi. Considerada in communi, la voluntad es
indiferente a estos dos modos de actuar que son la necesidad y
la contingencia (38). En la Ordinatio, Escoto explica más
precisamente por qué la necesidad no puede caracterizar más que
la relación de la voluntad [58] infinita al infinito. La
necesidad en el querer marca a la vez la voluntad y el ser
querido. Considerada en sí misma, la voluntad infinita no puede
ser en ella misma principio necesario de querer porque entonces
querría todo objeto necesariamente, es decir, que ella querría
necesariamente tanto el bien finito como el infinito:
"La voluntad no es principio necesario de la
producción del amor de un objeto sino cuando ella es principio
necesario del amor de este objeto; es decir la voluntad infinita
no es principio necesario del amor de un objeto sino cuanto este
objeto es infinito, pues de otro modo Dios amaría necesariamente
a toda criatura" (39).
La necesidad del querer es proporcionada a la vez a la
voluntad y al objeto querido (40). Por tanto puede darse
necesidad en el querer sin que esta necesidad sea incompatible
con la libertad (41), pero con dos condiciones, una remite a la
perfección de la voluntad, la otra remite a la perfección de lo
querido. La necesidad cualifica el modo de relación de la
voluntad a su objeto, modo de relación que no es independiente
ni de la naturaleza del objeto o más bien de su grado de
perfección, ni del grado de perfección de la voluntad. Hay
necesidad solamente en la relación de la voluntad divina AD
INTRA. Por el contrario, la necesidad no puede calificar la
relación de la voluntad divina ad extra y la relación de toda
voluntad creada al objeto. Esta necesidad compatible con la
libertad divina no se confunde, por otra parte, con la necesidad
natural, porque "toda necesidad no es natural" (42).
Después de haber excluido la necesidad de coerción, el
Quodlibet distinguirá dos tipos de necesidad: la necesidad de
inmutabilidad y la necesidad de inevitabilidad. La necesidad de
inmutabilidad corresponde a la exclusión de todo cambio en el
querer y la necesidad de inevitabilidad corresponde a la
exclusión de toda posibilidad (43). La necesidad de
inmutabilidad caracteriza el modo de relación de la voluntad
infinita a todo esente. Así cuando Escoto declara que sólo el
bien infinito es querido necesariamente por la voluntad
infinita, no habla precisamente de la necesidad de inmutabilidad
que caracteriza la relación de la voluntad infinita a todo bien.
Si la necesidad de inmutabilidad caracteriza la relación de la
voluntad divina a todo ser, es que no es posible admitid un
cambio en la voluntad divina sin admitir un cambio en Dios. La
voluntad divina es inmutable en todo querer como lo es Dios
(44). A este título, la necesidad [59] de inmutabilidad no es
relativa al objeto querido. Ella no es, propiamente hablando, un
modo de la acción o una condición extrínseca de la acción puesto
que ella remite no a la esencia de la voluntad, sino a la
esencia de la voluntad infinita. Ella procede de la esencia de
la voluntad infinita y por ello de la esencia divina, puesto que
no hay distinción real entre la voluntad divina y la esencia de
Dios. Por tanto no es de esta necesidad de la que se trata
cuando Escoto pone distinción de la necesidad y de la
contingencia.
A diferencia de la necesidad de inmutabilidad, la necesidad
de inevitabilidad no caracteriza la relación de la voluntad
infinita a todo esente, porque el ser creado, en cuanto creado,
es querido de manera contingente. Por tanto, esta necesidad de
inevitabilidad no caracteriza solamente la relación de la
voluntad infinita al solo bien infinito, ella concierne también
a la relación de la voluntad divina al esse intelligibile en la
medida en que participa de la bondad divina (45). La necesidad
ad intra es por tanto la necesidad de inevitabilidad que se
distingue de la contingencia. Es ante todo de ella de la que
Escoto afirma que es compatible con la libertad puesto que ella
no es condición intrínseca de la voluntad en general:
"Afirmo que en la voluntad la libertad es compatible
con la necesidad en el querer" (46).
La voluntad divina atesta esta compatibilidad. Hemos ya
subrayado que donde hay voluntad, hay necesariamente libertad.
Para establecer esta compatibilidad Escoto desarrolla tres
pruebas en el Quodlibet. La primera prueba parte de la
contingencia del querer divino ad extra. El punto central de
esta prueba está formado por una afirmación que Escoto apoya en
la autoridad de Aristóteles (47). Si una potencia obra
libremente sobre un objeto relativo, ella obrará de la misma
manera sobre un objeto absoluto al que este objeto relativo está
ligado. Por consiguiente, si la voluntad divina quiere
libremente el esente creado, que es relativo al ser increado,
ella querrá también libremente el ser increado (48). La segunda
prueba se apoya sobre el estatuto de la libertad como
perfección: para ser perfecta, la acción exige la libertad, así
la acción la más perfecta, la volición necesaria del fin último,
es libre. La tercera prueba pone ante todo el estatuto de la
libertad como condición intrínseca de la voluntad. El
establecimiento de la compatibilidad de la libertad y de la
necesidad es ante todo afirmación de la libertad. [60]
No se trata esencialmente para Escoto de ligar la libertad
a la necesidad, sino de superar la oposición de la libertad y la
necesidad que, al nombre de la necesidad, llevaba de una manera
o de otra a una subordinación de la voluntad. Esta
compatibilidad manifiesta al mismo tiempo la imposibilidad de
reconducir la diferencia de la naturaleza y de la voluntad a la
de la necesidad y de la contingencia. La voluntad, sea perfecta
o imperfecta, que sea en relación con un ser perfecto o
imperfecto, que ella quiera necesariamente o de manera
contingente, quiere siempre libremente. La compatibilidad de la
necesidad y la libertad en el querer puede ser manifestada, pero
no se puede buscar una razón. Pedir la razón de esta
compatibilidad es pedir la demostración de lo que por excelencia
escapa a toda demostración. Esta compatibilidad es un hecho, no
un hecho empírico, sino un hecho de otro orden, un hecho
ontológico:
"Si tú preguntas cómo la libertad es compatible con la
necesidad, respondo con el Filósofo en el libro 3 de la
Metaphysica, capítulo 4, que no hay que buscar la razón de
aquello de lo cual no hay razón. No hay, en efecto, demostración
del principio de la demostración" (49).
La sola razón que puede darse de esta compatibilidad, anota
Escoto, es que la voluntad perfecta es voluntad perfecta y que
el bien perfecto es bien perfecto: "Ninguna razón puede darse
sino que es tal voluntad y tal bien" (50). Los dos extremos del
querer, la voluntad y el objeto querido, son en ellos mismos la
razón del modo de la acción, de su necesidad y de su
contingencia, y no hay que buscar en otra parte, e d. fuera, de
la acción, otra razón. Es pues propio de la esencia de la
voluntad infinita querer necesariamente y, sin embargo,
libremente el bien infinito, como es de la esencia de la
voluntad infinita querer el bien finito de manera contingente
(51).
En los Reportata, Duns Escoto afirmó ya que era una falta
de educación preguntar por la causa del modus agendi de la
voluntad (52). El modus agendi sigue inmediatamente la forma
activa. Ningún medium y, por tanto, ninguna razón se intercala
entre la forma activa y el modus agendi. Ninguna razón se
intercala entre la voluntad y el modo necesario o contingente de
su acción. La voluntad puede querer de [61] manera necesaria o
contingente porque es voluntad. La acción necesaria o
contingente de la voluntad encuentra su fuente en la voluntad
misma y no fuera de la voluntad. Es por lo que, si necesario y
contingente califican la acción de la voluntad en cuanto
relación de la voluntad a su objeto, si ellas califican el cómo
de la acción y no su esencia misma, no es necesario por ello
comprender una exterioridad del objeto a la voluntad. Nos
encontramos aquí (??) con un movimiento de la escritura que
suspende, es decir rompe, la búsqueda de razones. Este
movimiento es tal que la voluntad no remite más que a sí misma
en el acto de la volición, tanto en su quid como en su quomodo.
La voluntad no encuentra nunca su comienzo en una exterioridad o
en una anterioridad que permitiría a la vez dar cuenta de su
acción y del modo de su acción.
A modo de recapitulación, se podría decir que la necesidad
es compatible con la libertad en la medida en que no se confunde
con la necesidad natural. Sin embargo, la necesidad caracteriza
ante todo a la voluntad infinita ad intra. La voluntad finita
está caracterizada, por su parte, por la contingencia. No se
debe, pues, disminuir la contingencia, como lo hace Hoeres, por
el hecho de que la necesidad se atribuye a la voluntad perfecta
queriendo el bien perfecto. Si la necesidad es una perfección,
la contingencia lo es también. No es una imperfección para la
voluntad divina querer lo finito de manera contingente, como no
es una imperfección para nuestra voluntad querer todo objeto de
la misma manera contingente. La necesidad no es en efecto una
perfección más que en las entidades con las cuales ella es
compatible, pero es una imperfección en las entidades con las
cuales ella no se puede componer (53).

c.La relève de la necesidad natural

Si la libertad puede coexistir con la necesidad en el


querer, en la medida en que la necesidad es un condición
extrínseca a la acción de la voluntad, la oposición entre
necesidad y libertad está anulada. La discontinuidad radical de
las potencias activas naturales y voluntarias prohíbe comprender
su distinción en términos de necesidad y de contingencia. Sin
embargo, la relación de la naturaleza y de la voluntad con la
necesidad y con la contingencia no es la misma. En efecto, si la
voluntad puede por ella misma actuar de manera necesaria o
contingente, en razón de su modo esencial como grado de
perfección, ello no es nada de parte de la naturaleza. La [62]
potencia natural, como lo subraya el Quodlibet, no obra por ella
misma de manera contingente, sólo lo hace cuando es impedida en
su acción (54). Esto viene a decir que, por esencia, la potencia
activa natural obra necesariamente (55). Por lo que concierne al
principio natural la necesidad no es una condición extrínseca,
sino una condición intrínseca de la acción, como lo afirma la
Ordinatio (56). Ella no afecta al principio natural desde el
exterior, es fundamentalmente indisociable del mismo. La acción
del agente natural no puede ser verdaderamente contingente en el
sentido en que lo es el acto libre, ella puede, todo lo más,
tener una necesidad condicionada por la ausencia del obstáculo
(57). De hecho, como lo anota Alliney, la atribución de la
contingencia a la acción del agente natural en el Quodlibet crea
problema (58).
Cuando Escoto atribuye la contingencia a la voluntad, y
esto tanto a la voluntad divina como a la voluntad humana, no
quiere afirmar que la acción voluntaria es contingente porque
puede ser impedida. Que un efecto pueda no ser producido no
basta para determinarlo como contingente. Es contingente el
efecto que es tal que su contrario o su contradictorio conserva
la potencia de llegar al momento adonde él llega. Así entendida,
la acción contingente goza de una potencia que tiene la
capacidad de poner (en acto) los contrarios y los
contradictorios, en este sentido en que en el momento mismo en
que ella produce un afecto, ella conserva la aptitud para
producir el efecto contrario o contradictorio. Sola la voluntad
es verdaderamente contingente, porque sólo ella puede poner o no
poner un efecto, cosa de la que no es capaz el agente natural.
Dicho de otro modo, no es verdaderamente contingente más que el
efecto de un agente libre. Entonces sólo puede ser dicho
contingente lo que depende de la voluntad, tanto de la divina
como de la humana, puesto que la contingencia de lo creado
manifiesta bien su dependencia de la voluntad divina. El texto
aducido por Alliney para afirmar la dependencia del contingente
respecto de la voluntad humana dice algo completamente distinto
de lo que le hace decir (59). En efecto, es a los filósofos a
los que Escoto atribuye la idea de que el contingente sólo
dependería de la voluntad humana, puesto que se trata para él,
en este paso del texto, de afirmar la atribución de la
contingencia de la voluntad divina ad extra contra los
filósofos. Queda (fijo) que cuando Escoto introduce la noción de
una contingencia de la acción natural en el Quodlibet 16, se
trata de una contingencia totalmente distinta de aquella de la
que habla a propósito de la acción libre. Se puede entonces
preguntar cómo lo hace [63] Alliney si no se trata aquí de un
artificio retórico (60).
La necesidad interna del principio natural no es otra cosa
que la necesidad natural. La necesidad natural es de hecho no el
modus agendi sino el modus principiandi de la potencia activa
natural, mientras que la libertad es el modus principiandi de la
voluntad. Es por lo que Escoto afirma con fuerza que "la
necesidad natural no es compatible con la libertad" (61). La
oposición de la naturaleza y de la voluntad no es oposición de
la necesidad y de la libertad, sino la de la necesidad natural y
la libertad. Extraña a la voluntad es, por tanto, no la
necesidad, sino la necesidad natural. Esta necesidad natural no
es una necesidad absoluta, es una necesidad relativa, a
diferencia de la necesidad interna a Dios. Se trata de una
necesidad relativa en razón de la contingencia del creado y de
la omnipotencia divina, como lo subraya Escoto tomando el
ejemplo del fuego.
Si la voluntad no es más que appetitus intellectualis,
composición del appetitus y del entendimiento, deseo
intelectualizado o todavía lo que Escoto llama "appetitus
intellectualis sine libertate", entonces el obraría por
necesidad natural y la distinción entre naturaleza y voluntad se
esfumaría. No se debe confundir esta absoluta no-coexistencia
del libre-querer y de la necesidad natural con una simple
incompatibilidad. Más bien, en las páginas sorprendentes del
Quodlibet, Escoto llega a admitir una suerte de compatibilidad
de la necesidad natural y de la libertad, bajo la forma de una
concomitancia del movimiento natural y del movimiento voluntario.
La cuestión de esta concomitancia se pone abiertamente en
el artículo III de la cuestión XVI del Quodlibet, a propósito de
la producción del Espíritu Santo. Allí Escoto concede a Enrique
de Gante que la necesidad natural existe en la producción del
Espíritu Santo. Una vez admitida esta necesidad natural, Escoto
rechaza, por el contrario, afirmar que la voluntad no es el
principio electivo (?) de espiración. El movimiento natural
interno a la espiración está supuesto por la espiración, pero no
manda sobre el movimiento de la voluntad ni lo excluye. Este
movimiento natural hay que comprenderlo como un movimiento
concomitante con el de la voluntad, viniendo a unirse a él por
razón misma de la radicación de la voluntad en la naturaleza
divina. En esta concomitancia, el movimiento natural no se
impone a la voluntad, es más bien requerido por ella de tal
suerte que él confiere [64] a la acción de la voluntad una
cierta necesidad natural que no destruye en nada la libertad
(62). No es cuestión aquí de una determinación de la voluntad
divina por una fuerza natural. Se trata de una situación
completamente distinta: la de una fuerza natural que asiste a la
voluntad, coopera con ella en la espiración como lo indica la
adición al artículo II (63). Sin esta fuera natural la voluntad
no podría elidir un acto nocional. Sólo resta que en la medida
en que el acto nocional (64) es querido por la voluntad divina,
esta elección es libre, porque la voluntad divina en cuanto
voluntad quiere siempre libremente. Es por lo que esta necesidad
natural, que no es anterior a la voluntad, sino que le es
consecutiva, no destruye la libertad de la voluntad (65).
Más brutalmente todavía, Escoto no temerá afirmar que el
movimiento de la caída de un hombre y el movimiento natural de
la vida divina son compatibles con la libertad de la voluntad.
En los dos casos en efecto la voluntad quiere esta necesidad y,
queriéndola la asume. Dicho de otra manera esta necesidad no se
impone a la voluntad, más bien la elección de la voluntad la
precede:
"Por ejemplo, si uno se precipita voluntariamente
desde una altura (acantilada falaise) y, mientras cae, continúa
queriéndolo, él cae necesariamente en virtud de la necesidad de
la gravedad natural y sin embargo quiere libremente esta caída.
Así, aunque Dios vive necesariamente una vida natural, por una
necesidad que excluye toda libertad, él quiere no obstante
libremente vivir una tal vida. No colocamos, pues, la vida de
Dios bajo ninguna necesidad si comprendemos que la voluntad
libre de Dios ama su vida" (66).
¿Cómo comprender esta compatibilidad de la voluntad libre y
de la necesidad natural? Cuando un movimiento natural y un
movimiento libre son concomitantes, el movimiento permanece
siempre libre, la voluntad sola sigue siendo el principio
inmediato de la acción. La caída de un hombre puede bien ser en
ella misma un movimiento natural, en cuanto que ella es querida,
tiene sin embargo su principio inmediato en la voluntad y no en
la naturaleza.... [65]
............

2. La fisura interna de la voluntad

La voluntad se distingue de la naturaleza como principio


activo libre. Contra algunos Maestros de Artes, como Siger de
Brabant, contra ciertos teólogos, como Godofredo de Fontaines,
Escoto sostiene que es en la voluntad donde reside la libertad.
Esta libertad hay que comprenderla por principio como
autodeterminación. Las diferencia de la naturaleza y de la
libertad se presenta entonces como la de la determinación y la
de la autodeterminación. Esta reside esencialmente en una fisura
de la voluntad que la hace capaz de asumir la contradicción. La
libertad como autodeterminación no está entonces sometida al
principio de contradicción. La formación de una
autodeterminación de la voluntad exige destruir la posiciones
que niegan el automovimiento de la voluntad. No hay,
efectivamente, autodeterminación sin automovimiento. Es por lo
que toda negación del automovimiento es una negación de la
libertad, incluso cuando ella atribuye la libertad al
entendimiento. ¿A qué corresponde este automovimiento?
Mostraremos que corresponde a una autoafección de la voluntad.
Así la autodeterminación ha de ser pensada como autoafección. El
hacerse cargo radical de las implicaciones de la
autodeterminación lleva a Escoto a suspender la búsqueda de un
porqué.

a. Las formas de indeterminación

La voluntad no está determinada en nada, se suerte que


puede actuar o no actuar, que tiene también el poder de
suspender su acción, de reservarse el actuar. Tiene, por tanto,
poder sobre los propios actos. Un tal poder le [66] falta a la
potencia activa natural. La necesidad natural corresponde a una
entera determinación a la que la potencia natural está sometida.
En su Comentario a la Metafísica de Aristóteles, Escoto
relaciona la distinción de la naturaleza y de la voluntad con la
distinción de las potencias determinadas a la acción y de las
potencias no determinadas a la acción:
"Ahora bien, no puede haber más que dos maneras
genéricas de elidir una operación propia a una potencia: en
efecto, sea que la potencia es determinada de por sí a actuar,
aunque en cuanto tal esta determinada de por sí, ella no puede
actuar cuando está impedida por alguna cosa extrínseca: sea que
ella no está determinada de por sí a actuar, pero ella puede
cumplir este acto o bien el acto opuesto, o todavía actuar o no
actuar. La primera potencia es llamada comúnmente naturaleza, la
segunda, voluntad" (69).
corregido
Sin embargo, la determinación de la potencia activa natural
no excluye la indeterminación. La distinción de la naturaleza y
de la voluntad no se confunden, pues, como en Tomás de Aquino,
con la distinción de la determinación y de la indeterminación.
Escoto distingue, en efecto, tres tipos de indeterminación: la
indeterminación de la potencia pasiva, la indeterminación de la
potencia activa natural y la indeterminación de la voluntad. A
propósito de la diferencia entre la indeterminación de la
potencia pasiva y la de la potencia activa, la Lectura declara:
"La indeterminación de la potencia es doble, como se
dijo jamás arriba. Una es en efecto la indeterminación de la
'potencia pasiva', esta indeterminación es respecto de los
contrarios y los debe recibir para ser así determinada (como el
madero está en potencia de calentar y sucede que está privado de
calor, por lo que no pasa al acto si no recibe el calor); y la
'materia es esta potencia pasiva. La otra indeterminación es la
de la 'potencia activa' que es la consecuencia de la ilimitación
de su causalidad y de su fuerza; y en las cosas naturales - no
en la voluntad - esta potencia no es respecto de los
contradictorios; esta potencia [67] indeterminada no recibe
forma para ser determinada, pero la presencia del paciente le
basta si requiere un paciente (como el sol es indeterminado a
muchos efectos por la indeterminación e ilimitación de su fuerza
activa; es por lo que no tiene necesidad de que una forma le sea
impresa para se determinado)" (70).

La indeterminación de la potencia pasiva es una


indeterminación respecto de los contrarios: el madero puede
recibir o no recibir el calor. Es indeterminado respecto del
calentar en cuanto que no ha recibido la forma del calor (71).
...indeterminación de la 'materia' (72)... indeterminación
negativa... imperfección que debe recibir de fuera la
determinación... La determinación es intrínseca al fuego, es la
de su forma (73).
La potencia activa natural, al contrario de la materia,
pasa ella misma de la potencia al acto, porque es potencia
activa. El concepto de potencia activa es contrario a la
distinción del acto y de la potencia. La potencia activa natural
no está en sí misma en potencia, no tiene que recibir un acto
que la determine, Pero hay una indeterminación en la potencia
activa natural. Esta indeterminación no significa una falta o
una imperfección, sino una perfección. Corresponde, en efecto, a
la ilimitación de la causalidad de la potencia activa. Se trata
aquí de la indeterminatio illimitata. Escoto habla en este
sentido de la indeterminación del sol o del entendimiento (75).
Ello no significa que toda potencia activa natural es
indeterminada en el sentido de la indeterminatio illimitata. [68]
Si toda potencia activa natural tiene en su forma propia, y
no en una forma exterior, la determinación a actuar, no quita
que haya potencias activas naturales determinadas y potencias
activas naturales indeterminadas. Aquí la distinción entre
determinación e indeterminación adquiere un nuevo sentido: La
determinatio significa una limitatio y la indeterminatio una
illimitatio. Una potencia activa natural es determinada cuando
es incapaz de producir más de un solo efecto. La acción
determinada corresponde aquí a la producción de un efecto
determinado. la illimitatio significa, de su parte, que la
potencia activa natural posee una casualidad ilimitada en cuanto
que no está limitada a la producción de un solo efecto, ella
puede producir, al mismo tiempo, muchos efectos diferentes como
lo manifiesta el ejemplo del sol:
"El sol está indeterminado a producir un gusano y una
planta lo mismo que cosas positivas opuestas" (76).

El sol está indeterminado a producir un gusano y una


planta, no porque él podría producir lo uno o lo otro, sino
porque él puede producir lo uno tan bien como lo otro al mismo
tiempo. No se trata de una indeterminación respecto de los
contradictorios. Más bien la indeterminación del sol corresponde
a múltiples determinaciones respecto de efectos diversos (77).
Con el concepto de una indeterminación de las potencias
activas naturales, Escoto desplaza la distinción tomista entre
potencia natural y potencia voluntaria. Tomás de Aquino afirma
en efecto que "la voluntad es susceptible de producir efectos
multiformes" mientras que "las causas activas naturales son
unilaterales" ya que ellas están determinadas a producir un
único efecto por su naturaleza (78). La capacidad de producir
efectos multiformes no es específica de la voluntad, sostiene
Escoto, puesto que la potencia activa natural, por ejemplo el
entendimiento o el sol, poseen esta capacidad. Por otra parte
hay que notar que en Tomás de Aquino la indeterminación de la
voluntad, que la hace capaz de producir efectos multiformes,
reposa en última instancia sobre la actividad del entendimiento.
Es porque el entendimiento puede, por sí mismo, comprender una
multitud de efectos por lo que la voluntad, que está determinada
por el entendimiento en cuanto appetitus intellectualis, es
capaz de una tal producción de efectos multiformes (79).
Escoto hablará, también él, de una indeterminación de la
[69] voluntad y de una capacidad de la voluntad para producir
diversos efectos, pero esta indeterminación y esta capacidad no
estarán fundadas en modo alguno sobre el entendimiento. Además,
esta indeterminación no será simplemente opuesta a la
determinación natural. Más bien, se tratará de captar la
diferencia fundamental que existe entre la indeterminación de la
potencia natural y la indeterminación de la voluntad.
........La indeterminatio illimitata de la potencia natural no
es asimilable a la indeterminatio contradictionis de la
voluntad. la indeterminatio contradictionis propia de la
voluntad, indeterminación que procede de la esencia misma de la
voluntad, significa que la voluntad es capaz de determinarse a
un opuesto más que a otro. La voluntad puede querer producir un
opuesto, pero no está determinada intrínsecamente a producir los
opuestos. [70]
[71]
La indeterminación de la voluntad no es la indecisión, la
falta de decisión, sino el poder de decidirse. Sólo la voluntad
en su indeterminatio contradictionis se decide. A la potencia
activa natural le falta radicalmente toda decisión (83). La
indeterminación de la voluntad, al no corresponder a un defecto,
está substraída a toda imperfección y caracteriza entonces lo
mismo a la voluntad divino que a la voluntad humana (84).
Entendida como indeterminación plenamente positiva, la libertad
manifiesta entonces la perfección suprema de la voluntad. Por
este título "su libertad (indeterminatio) no se origina en un
defecto sino en el exceso de su fuerza interna" (85). Es por lo
que la indeterminación puede darse plenamente en Dios (86). La
indeterminación de la voluntad no es la simple indiferencia,
sino el fluir sin precedencia de la decisión, decisión que
encuentra su principio en la voluntad decidiéndose y que nada
puede preceder.

b. La posibilidad del automovimiento


La indeterminación de la voluntad se opone a toda
determinación intrínseca. Ella es origen sin nada antecedente.
Se puede hablar de una espontaneidad del ser natural, si
por ello se entiende que tiene en sí mismo la determinación de
su acción, pero no se puede tratar de un origen sin nada
antecedente, porque el ser natural está determinado por su misma
naturaleza (87). Allí donde la voluntad aparece, esta afirmación
de una determinación del esente en su acción por su naturaleza
es cazadoras. La autodeterminación se presenta bien como la
supresión de la necesidad natural, azadonadas si se comprende
esta necesidad, no como necesidad física, sino como una
necesidad metafísica. La autodeterminación de la voluntad es,
sin embargo, indisociable de la afirmación del automovimiento de
la voluntad. El automovimiento no remite ciertamente a sólo la
voluntad, según Escoto, porque hay también automovimiento
natural. Sin azadonada es principalmente la voluntad la que
tiene como rasgo fundamental el automovimiento. La posibilidad
del automovimiento se gana por la negación del principio según
el cual "todo lo que se mueve es movido por otro", principio
atribuido a Aristóteles y sostenido por Godofredo de Fontaines.
Es particularmente en el Comentario a la Metafísica y en el
primer libro de la Ordinatio donde Escoto ataca la posición de
Godofredo de Fontaines. Pero la posibilidad del automovimiento
en Escoto afecta también a las posiciones de Tomás de Aquino y
de Enrique de Gante. [72]
Sosteniendo el principio "todo lo que se mueva es movido
por otro", Godofredo de Fontaines afirmaba que el motor y el
móvil no podían ser el mismo sujeto en la medida en que nada
puede estar a la vez en potencia y en acto. A la distinción de
motor y movido es asimilable la distinción del acto y de la
potencia. En la Ordinatio, Escoto concede sin dificultad a
Godofredo que "nada está formalmente en acto y en potencia
respecto de un mismo acto formal, es decir, que nada es
simultáneamente en acto y en potencia de esta misma manera"
(88), pero se agita cuando establece contra Godofredo que una
cosa puede bien estar en acto y en potencia. Con una rara
violencia Escoto declara que el principio defendido por
Godofredo no es un principio metafísico, e incluso queda
totalmente fuera de la filosofía de Aristóteles:
"Cuando se objeta que 'estos principios metafísicos
que tienen un valor general no deben ser rechazados a causa de
ciertas dificultades particulares', yo respondo esto: ningún
principio metafísico es principio metafísico si es debilitado
por un gran número de casos particulares; ahora bien, si se
considera que nada está simultáneamente en acto virtual y en
potencia respecto de un acto formal, y que esta incompatibilidad
resulta de las nociones de acto y de potencia, muchos casos
particulares debilitan este principio con bastante evidencia
para que resulte que este no es un principio metafísico" (89).
Pero el automovimiento en Escoto no es solamente
automovimiento de un mismo supuesto, es también automovimiento
de una misma naturaleza. En la Ordinatio Escoto declara
explícitamente no sólo contra Godofredo sino también contra
Tomás de Aquino, que un mismo principio simple puede moverse,
ser a la vez motor y móvil. Tomás de aquino en efecto no admitía
el automovimiento más que por un mismo sujeto: un mismo sujeto
puede moverse en el sentido de que una parte actúa sobre otra
parte. Contra Godofredo Escoto distingue la relación de
movimiento, la relación de producción y la relación de
causalidad: [73]
"Yo afirmo que entre las 'relaciones opuestas',
algunas son incompatibles en una misma naturaleza, otras en un
mismo sujeto, pero no en una misma naturaleza, otras en fin no
son incompatibles ni en una misma naturaleza ni en un mismo
sujeto" (90).
Ni una misma naturaleza ni un mismo supuesto puede ser
causa de sí mismo, porque la relación de causalidad es una
relación esencial y la relación entre el causante y el causado
es una relación de dependencia esencial. Ahora bien, ningún
esente puede ser esencialmente dependiente de sí mismo. No hay,
por tanto, ningún supuesto y ninguna naturaleza, ni siquiera la
causa primera que puede ser causa de sí misma. La relación de
causalidad no puede ejercerse sobre la totalidad del esente.
Hacerla reinar sobre la totalidad del esente acabaría por hacer
de Dios causa sui.
Si un mismo supuesto no puede ser productor y producido,
porque entones sería antes de ser, una misma naturaleza puede
ser a la vez productor y producido, y puede, por tanto,
producirse como lo manifiesta el devenir de las tres personas en
Dios. Dios produce al Hijo en cuanto Padre y, por tanto, se
produce a sí mismo, incluso si no es posible que el Padre sea
para sí mismo su propio productor. La Trinidad manifiesta por
tanto este auto-engendrarse de Dios en Dios.
En el caso del movimiento no hay repugnancia en que el
mismo supuesto o la misma naturaleza sea motor y movido, y por
lo mismo a la vez en acto y en potencia, porque no se trata de
una dependencia esencial, sino de una dependencia accidental
(91). La relación de movimiento aparece así como una relación
real que puede existir en el mismo sujeto o en la misma
naturaleza. Sin embargo esta relación no puede existir en la
misma naturaleza a no ser que esta naturaleza posea una cierta
illimitatio (92). Esta ilimitación es característica de lo que
Escoto llama "agente equívoco".
Contra la negación del automovimiento Escoto presenta la
distinción entre agente equívoco y agente unívoco. Esta
distinción aparece ya al nivel de la causalidad: es equívoca una
causa que produce un efecto cuyo forma no es la misma, es
unívoca una causa que produce un efecto cuya forma es la misma.
El fuego causando el fuego es causa unívoca mientras que el sol
es una causa equívoca. Si se considera no ya la relación de
causalidad en sentido estricto, sino la relación entre un agente
y un paciente, el agente unívoco es aquel que "induce en el [74]
paciente una forma de la misma razón que aquella por la que
obra", mientras que los agentes equívocos "no obran por las
formas de la misma razón que aquella respecto de la cual obran"
(93). En otras palabras, hay univocidad cuando hay identidad
entre la forma que preside la acción y la forma de aquello que
acoge la acción. Por el contrario, hay equivocidad cuando hay
alteridad de la forma que preside la acción y de aquella que
recibe la acción (94). Tales agentes equívocos aparecen en la
naturaleza, por ejemplo "la gravedad es un agente equívoco
respecto del lugar" (95).
La distinción entre agentes equívocos y agentes unívocos
permite establecer el automovimiento abriendo la posibilidad de
que un mismo esente esté a la vez en potencia y en acto. Que sea
naturaleza o sujeto, un mismo ser está a la vez en potencia y en
acto si la forma que preside la acción es distinta de la forma
que recibe la acción, es decir, si la forma en cuanto agente no
es idéntica a la forma en cuanto paciente. Desde el punto de
vista de su forma en cuanto agente, está en acto y desde el
punto de vista en cuanto paciente, está en potencia. En este
sentido, el automovimiento remite al agente equívoco (96). El
agente equívoco puede sin contradicción ser agente y paciente al
mismo tiempo, estar al mismo tiempo en potencia y en acto. Así
en el movimiento del cuerpo hacia abajo, el cuerpo es agente del
movimiento siendo el paciente sobre el cual se ejerce el
movimiento. Respecto de movimiento hacia abajo, él está en acto
y en potencia, en acto según la forma de la gravedad, en
potencia según la forma de estar abajo. No se debe comprender
ingenuamente el movimiento de lo grave como una especia de
encuentro del cuerpo con un lugar que sería lo bajo. Más bien,
lo "bajo" significa el estar-abajo y más generalmente la
categoría de lugar significa ante todo el estar-en-un-lugar.
Aquí la forma que preside el movimiento corresponde, desde el
punto de vista de las categorías, a una cualidad, mientras que
la forma hacia la cual tiende el movimiento corresponde a la
categoría de lugar. No hay por tanto identidad categorial entre
las dos formas. Se puede decir, por tanto,en virtud de esta no
identidad, que el cuerpo grave se mueve hacia lo bajo. Pero no
se podría decir que el cuerpo se mueve hacia el movimiento,
porque entones la forma del agente y la del paciente serían
idénticas. En efecto, en este caso, "él tendría al mismo tiempo
'una forma de la misma razón que aquella hacia la cual se
mueve', y, al moverse hacia ella, sería privado de la misma; por
tanto, el la tendría y no la tendría al mismo tiempo" (97).
En el caso de un agente unívoco el automovimiento, que
exige que el mismo esté en potencia y en acto, no puede ser
aceptado; siendo la misma la forma [75] del agente y da la del
paciente, habría que afirmar entonces contradictoriamente que él
posee y no posee esta forma. Es por tanto sólo en el caso de los
agentes unívocos donde puede aceptarse la proposición "nada se
mueve por sí mismo". El alcance del principio "nada se mueve por
sí mismo" queda así reducido, y esta reducción que es tanto como
una negación, permite hablar de un automovimiento natural y de
un automovimiento voluntario.
Hay automovimiento desde el momento que el mismo puede se a
la vez el término del movimiento y el principio del movimiento,
a condición de que sea principio equívoco. En estas condiciones
se obtiene un movimiento de sí sobre sí donde el mismo está en
potencia 'según el término del movimiento' y en acto 'según el
principio activo equívoco relativo al término' (99). Lo que es
capaz de automovimiento es, por tanto, lo que es capaz de obrar
en sí y sobre sí, de autodiferenciarse en agente y paciente del
movimiento, en principio y en término del movimiento. El
automovimiento es un movimiento en el cual el mismo revierte
sobre sí mismo, pero este movimiento de sí sobre sí no
corresponde en nada a una identidad respecto de sí mismo bajo la
forma de a = a. Al contrario, este movimiento de sí hacia sí es
movimiento que pone la diferencia de sí consigo, pero sin que
esta diferencia sea exteriorización. Es en el corazón del mismo
donde el movimiento opera la diferenciación. Esta diferenciación
no puede realizarse sino cuando el principio de este movimiento
equívoco es un principio activo equívoco (100). La noción de
principio activo o e potencia activa equívoca es sin embargo
indisociable, como lo subraya Auer, de la comprensión de parte
de Escoto de la potencia activa como forma absoluta (101). Es en
la medida en que las potencias del alma son formae absolutae, en
tanto que potencias activas, como ella pueden ser a la vez en
acto y en potencia y, por tanto, capaces de automovimiento. A
partir de ahí se podrá afirmar el automovimiento del alma.
La comprensión de la potencia activo por Escoto escapa
totalmente a la distinción del acto y de la potencia, en el
sentido de que la potencia activa no es comprensible en el modo
de la potencia metafísica. Las potencias activas son presentadas
por Escoto como potencias reales que él distingue de las
potencias lógicas y de la potencia metafísica. Si se comprende
las potencias activas como potencias metafísicas, es decir, en
el sentido del ser-en-potencia, entonces sería imposible
sostener que hay potencias activas en Dios, que hay un
entendimiento y una voluntad en Dios, puesto que no hay [76]
nada que esté en potencia en Dios (102). La Lectura no sostenía
más que dos maneras de considerar la potencia, sea como potencia
lógica, sea como potencia real:
"Yo afirmo, pues, en primer lugar que (según Metafísica
V) la potencia debe ser comprendida en dos sentidos: en un
sentido como potencia lógica, cuyo contrario no es imposible; y
en otro sentido como potencia real, que se subdivide en potencia
activa y pasiva" (103).
Bajo el nombre de potencia lógica, lo que Escoto entiende
es ante todo una composición de términos en la proposición que
obedece solamente a la no-contradicción, sea que los términos
denoten una cosa real o no (104). LA potencia lógica no
significa otra cosa que lo posible lógico, como lo manifiesta el
ejemplo dado por Escoto en la Lectura, con las proposiciones "el
mundo puede ser" y "el mundo es posible", a propósito de las
cuales dice que serían verdaderas antes de la constitución del
mundo.
Si la potencia lógica significa una composición, no hay
nada de este en la potencia real. Contra Enrique de Gante,
Escoto sostendrá que la potencia activa en cuanto potencia real
no es compuesta, sino una en sí, y que en cuanto tal no puede
nunca aparecer como relación. El nombre potentia, precisa Escoto
en la Ordinatio, significa sí una relación, pero no denomina una
relación, sino el fundamento próximo de una relación. En este
sentido es como ha de entenderse la potencia real, y por
consiguiente la potencia activa (105). En este sentido se han d
entender igualmente las potencias del alma (106). La potencia
activa, como potencia real, no es pues una relación, es la forma
que funda la relación y por esta razón en forma absoluta (107).
La potencia activa es así cierta cosa absoluta y aparece como
una cosa independiente, y notablemente independiente del objeto.
Ella es, dice el Comentario a la Metafísica "no la relación
misma", sino "la naturaleza absoluta que es el fundamento propio
de muchas relaciones que conciernen a objetos opuestos" (108).
Así el entendimiento en cuanto forma o naturaleza absoluta puede
aparecer como causa eficiente real del conocimiento intelectual
y, en cuanto tal, él es independiente en la producción de este
conocimiento.
Porque es forma absoluta, la potencia activa no puede ser
[77] opuesta al acto. Más bien, como principio activo está
siempre en acto, por lo que puede actuar en todo momento (109).
Este ser en acto de la potencia activa en cuanto principio
activo, Escoto lo explicita por la noción de acto virtual. La
potencia activa es una potencia virtual y los conceptos de
potencia virtual y de agente equívoco se llaman el uno al otro.
El agente equívoco, sostiene Escoto, no está en acto formalmente
en relación con su efecto, lo está virtualmente (110). El agente
equívoco, en cuanto que puede producir su efecto, contiene
virtualmente este efecto. No es formalmente activo, sino
virtualmente activo respecto de su efecto. Este concepto e acto
virtual o de potencia virtual ha sido ya adoptado por Enrique de
Gante. La voluntad, subrayaba Enrique de Gante, es potentia
virtualis (111). En tanto que potentia virtualis la voluntad no
tiene más necesidad para actuar que el alejamiento de todo
obstáculo. Escoto sostendrá igualmente que la voluntad para
actuar sólo necesita la aproximación del objeto por el
entendimiento y de la misma manera la simple presentación del
objeto le basta al entendimiento para conocer. El entendimiento
y la voluntad para actuar no necesitan ser determinadas por una
forma como lo exigen por el contrario los principio pasivos. Hay
inmanencia de la determinación en el principio activo.
Con la posición del acto virtual, posición que es
inseparable de la comprensión de la potencia activa como forma
absoluta, la potencia activa puede aparecer como una potencia
que está a la vez en acto y en potencia, porque "no es en modo
alguno contradictorio que el "mismo" sea virtualmente tal en
acto y formalmente tal en potencia" (112). La potencia activa
está en acto virtual en cuanto principio activo, y está
formalmente en potencia en cuanto principio receptivo. Puede,
por tanto, moverse ella misma en la medida en que entre el
extremo (aspecto) productor del acto y el extremo productor del
acto, hay una distinción formal y no una distinción real o una
distinción de razón. Duns Escoto lo recalca expresamente cuando
declara:
"En cuanto potencia activa que puede producir su
volición, la voluntad es de razón formal distinta de la potencia
o razón que recibe esta volición que la perfecciona" (113).
No puede tratarse de una distinción real, porque no habría
automovimiento, es decir, que el movimiento no se ejercería de
lo mismo sobre lo mismo. El paciente que recibe el movimiento
sería distinto del [78] agente que produce el movimiento. Ni se
puede tratar de una distinción de razón, porque la relación del
motor al móvil es una relación real. El automovimiento requiere,
en su posibilidad, la distinción formal del activo y del
receptivo en la misma naturaleza o en el mismo sujeto. La misma
cosa aparece a la vez como agente y paciente del mismo acto, es
decir, a la vez como causa activa y causa receptiva del mismo
acto. La afirmación del automovimiento corresponde, pues, a la
afirmación de una afección de sí mismo por sí mismo, de una
auto-afección. Hay automovimiento donde hay auto afección. El
ser afectado no supone en efecto que la acción que afecta sea
exterior a la cosa afectada:
"Todo el que padece, padece bajo la acción de alguna
cosa, por consiguiente donde no puede padecer bajo su propia
acción, es preciso afirmar que padece bajo la acción de alguna
cosa distinta, y donde no se puede afirmar que padece bajo una
cosa distinta, es preciso afirmar que padece bajo su propia
acción" (114).
Esta auto-afección es característica no solamente del
cuerpo que se mueve hacia abajo, del viviente que se alimenta,
sino también del entendimiento y de la voluntad. Sin embargo,
como lo subraya Hoeres, "sola la voluntad es capaz de
automovimiento en sentido auténtico" (115). Escoto afirma, en
efecto, que "es necesario atribuir principalmente a la voluntad
el movimiento por el cual se mueve hacia el querer" (116). La
auto-afección es por excelencia el rasgo de la voluntad en razón
de la indiferencia positiva de la voluntad. Lo que la
indiferencia de la voluntad manifiesta es que la voluntad tiene
sus actos en su poder y que, por consiguiente "no puede padecer
bajo la acción de cualquier otra cosa (aparte de Dios)" (117).
Así, cuando el objeto se hace presente a la voluntad por el
entendimiento, la voluntad no está determinada o necesitada a
quererlo, ella puede ejercer frente al objeto tanto un acto
nolición como un acto de volición (118). No es lo mismo para el
entendimiento ni para una potencia natural. Escoto distingue a
este respecto la determinación formal y la determinación
efectiva a la acción. Si las potencias naturales están
virtualmente en acto, si son formalmente capaces de actuar en
cuanto formae absolutae, no lo son sin embargo effective. En
efecto, su acción depende de condiciones o influencias distintas
de ellas. A este título, su acción no es effective en su poder
incluso si lo es [79] formaliter. La sola voluntad, por su
indiferencia positiva, tiene formaliter y effective su acción en
su poder (119).
Porque la voluntad tiene enteramente su acato en su poder,
sólo ella es capaz de la auto-afección la más completa y por lo
mismo del automovimiento el más completo. Por el hecho de que
ella tiene su acto completamente en su poder, la voluntad es
radicalmente independiente de todo agente exterior y, por ello,
de toda causa natural. Es, pues, la causa activa total y la
causa receptiva total de su acto. La auto-afección es así
indisociable de su auto-determinación. En tanto que potencia
autodeterminada, la voluntad encuentra en esta autodeterminación
a la vez su capacidad de automovimiento y su capacidad de auto-
afección.
La autodeterminación de la voluntad aparece, pues, como la
condición del automovimiento y de la auto-afección de la
voluntad (120). Pero esto viene a decir que el automovimiento de
la voluntad tiene su condición radical en la libertad. Como
automovimiento libre, el automovimiento de la voluntad se
diferencia, pues, radicalmente del automovimiento natural. Es
necesario decir también que el automovimiento por excelencia es
el automovimiento libre. Por lo mismo, sólo quien es libre es al
mismo tiempo capaz de la auto-afección más completa. No puede
verdaderamente afectarse el que no posee la autodeterminación.

c. La inscripción de la voluntad

La autodeterminación de la acción voluntaria no es en modo


alguno comparable, como se ha visto, con el automovimiento de un
cuerpo. Se podría decir, concede Escoto, que un ser grave se
mueve por sí mismo, pero esto no permite en manera alguna
afirmar que el grave se determina por sí mismo al movimiento,
porque la pesantez intrínseca del grave no es un poder de
autodeterminación. Más brutalmente, Escoto declara
explícitamente que no hay que buscar por qué el cuerpo se mueve
naturalmente y por qué la voluntad actúa libremente, puesto que
la razón está últimamente en el ser propio de ambos (121).
Escoto rechaza así toda búsqueda suplementaria sobre la razón de
los modos de acción de la naturaleza y de la voluntad, rechaza
ya afirmado en las Quaestiones in Metaphysicam. No se puede
demostrar por qué el agente natural obra naturalmente y por qué
la voluntad actúa voluntariamente, e. d. libremente. No hay
efectivamente término medio entre el principio activo y su
acción. La relación de todo principio [80] activo a su acción es
una relación inmediata de tal suerte que ninguna razón puede
intercalarse entre el principio activo y su acción. Las
proposiciones que conciernen al modo de operación des las
potencias activas no son proposiciones demostrables, son
proposiciones primeras según el cuarto modo de predicación por
sí (122).
La voluntad obra de manera autodeterminada, libremente y no
naturalmente, en lo que es voluntad. Toda búsqueda de la razón
de la autodeterminación de la voluntad es vana (123). Ningún
sitio queda aquí para la continuación indefinida de la actividad
de un entendimiento. Exigir la razón de la autodeterminación de
la voluntad es, advierte Escoto, buscar por qué la voluntad es
voluntad y manifestar con ello una falta total de educación:
"Ahora bien, si preguntas por lo que determina al
agente a actuar, te respondo que está determinado por su
voluntad; y si tu te cuestionas (t'enquiers) por lo que
determina la voluntad, te respondo según su maestro, Metafísica
IV, que 'buscar la causa de lo que no tiene causa es una falta
de educación'; esta proposición 'la voluntad divina se determina
a obrar', es una proposición inmediata - es en efecto inmediata
en las cosas contingentes como en las necesarias, como 'el fuego
caliente'; es por lo que preguntar por lo que determina la
voluntad, es preguntar porqué la voluntad es voluntad" (124).
La continuación indefinida del gesto de escritura está
anulado. No que se encuentre en fin un núcleo estable de sentido
que libraría en fin de la tarea de escribir. No que un secreto
sea preservado en el silencio. La escritura impone aquí un corte
brutal al inscribir la voluntad.

3. El sobrepaso del apetito

La diferenciación de la naturaleza y de la voluntad,


radicalmente comprendida, implica la ruptura más completa con la
comprensión tradicional de la voluntad. Distinta de la
naturaleza, la voluntad no puede ser ya comprendida como un
apetito. Libre en su esencia, ella no es un apetito intelectual,
como lo mantenía todavía Enrique de Gante. Oponiendo la voluntad
a lo que llama un "apetito intelectual sin libertad" [81],
Escoto no vuelve a la doctrina tradicional sino para destruirla.
La noción de apetito intelectual sin libertad corresponde en
efecto a lo que la tradición entendía por 'voluntad'. La
voluntad no es un apetito intelectual sin libertad porque no es
en nada un apetito. La desvinculación de la voluntad del
estatuto de apetito es formación de la voluntad como voluntad.
Esta formación exige la negación de la noción tradicional de
'voluntad' natural y la distinción firme del deseo y del amor.
El amor es un acto libre en el cual la voluntad finita se abre
al infinito.

a. La negación de la voluntad natural

En razón de la discontinuidad radical de la naturaleza y de


la voluntad, Escoto negará que se pueda hablar, como lo hacen
Tomás de Aquino y Enrique de Gante, de un voluntas naturalis. La
noción de una voluntas naturalis es indisociable de una
comprensión de la voluntad sobre el fundamento del appetitus
naturalis, e. d. de una comprensión apetitiva de la voluntad.
Allí donde la voluntad es comprendida a partir del appetitus,
aparece esencialmente en la forma del appetitus, como lo
manifiesta netamente la Suma Teológica: "La voluntad pertenece
en nosotros a la parte apetitiva" (125). De esto resulta que "la
voluntad, como apetito, no es un elemento característico de la
naturaleza intelectual, ella recibe su especificidad de la
dependencia del entendimiento" (126). Entonces es posible
afirmar que la voluntad no es de hecho más que un apetito
intelectualiazado. Como tal, ella no tiene ninguna unidad,
puesto que resulta de la composición del apetito y del
entendimiento. Es también posible afirmar que la voluntad, desde
ahora comprendida como appetitus rationalis, pueda querer lo que
quiere por necesidad natural. Escoto, por el contrario, escribe
de manera explícita que la noción de una voluntad natural en el
sentido de una voluntad queriendo por necesidad natural sobre la
basa del appetitus, es una contradicción en sí en la medida en
que no hay voluntad si no libre (127). Hablar de "voluntad
natural" proviene de un uso abusivo del término "voluntad", la
voluntad no teniendo nada común con la naturaleza, Escoto
concede sin embargo que se puede hablar en un sentido impropio,
de "voluntad natural", pero esta voluntad natural no tiene nada
de común con una voluntad queriendo con necesidad natural.
En su relación con la voluntad, el término "natural" puede
solamente tener tres significaciones. "Natural" puede
comprenderse por oposición a [82] "sobrenatural". En este
sentido la voluntad natural significa la voluntad en su estado
natural en oposición a la voluntad informada por la gracia (128).
En un segundo sentido, "natural" puede aplicarse al acto de
la voluntad sólo con la condición que no se entienda por ello
que el acto es natural, sino que solamente lo son sus
condiciones de elegibilidad. Se llama entonces "natural" la
voluntad que produce libremente un acto de eligibilidad según la
affectio commodi (129).
En fin, la voluntad natural no significa otra cosa que la
inclinación de la voluntad hacia su perfección propia, la
ordenación de la voluntad a su perfección propia (130). Más bien
que hablar de voluntad natural, Escoto habla en otras partes
ailleurs de voluntas ut natura de la que él distingue dos
comprensiones:
"En un primer sentido, la voluntad en cuanto
naturaleza es la voluntad en cuanto que esta naturalmente
inclinada hacia su objeto propio. En un segundo sentido, es la
voluntad inclinada hacia el objeto de otro apetito, al cual ella
está unida por intermedio de la inclinación de este apetito"
(131).
En un primer sentido, el que sostiene la distinción 17, la
voluntas ut natura es la voluntad naturalmente inclinada hacia
su objeto propio. En la noción de natura importa sobre todo esta
inclinación de la voluntad. Es en un sentido derivado como la
voluntas ut natura significa la inclinación de la voluntad hacia
un objeto extraña a la voluntad misma, a saber el objeto de un
apetito al cual la voluntad se une. No se puede por tanto
asimilar la voluntas ut natura, o también la voluntas naturalis,
a la inclinación hacia el commodum. En efecto el texto de la
distinción 15 manifiesta bien que esta inclinación hacia el
commodum no corresponde al sentido primero de la voluntas
naturalis o todavía del apetito natural de la voluntad.
Solamente cuando la voluntad tiene un orden hacia los apetitos
inferiores y sus objetos, el commodum se presenta solo. Escoto
llegará entonces a presentar la voluntas secundo modo como
asimilable a un apetito intelectual sin libertad en cuanto que
ella no poseería más que la affectio commodi y no la affectio
iustitiae (132).
La voluntad natural no se presenta originariamente como una
voluntad que no poseería más que la affectio commodi. Por otra
parte hay que notar que una voluntad que no posea más que la
affectio commodi sería una voluntad no libre y, en consecuencia,
no podría ser propiamente llamada [83] una voluntad. Escoto
insiste ante todo sobre la comprensión de la voluntas ut natura
en el sentido de la inclinación propia de la voluntad. Aquí
natura no significa lo opuesto a voluntas y con este motivo la
voluntas ut natura no puede designar una potencia natural
interna a la voluntad. No hay potencia natural, es decir, que
actúe por necesidad natural, a la cual se añadiría otra potencia
para formar la voluntad. La voluntad no es la reunión de un
appetitus naturalis y del entendimiento. El appetitus naturalis
de la voluntad, o todavía la voluntas naturalis, debe ser
comprendido a partir de la natura entendida ontológicamente. Sea
lo que sea, es una naturaleza y en cuanto naturaleza tiene un
appetitus naturalis, es decir, una inclinación hacia su
perfección propia que procede de su naturaleza:
“Afirmo que en todas las cosas el apetito natural se toma
en
el sentido de nombre general de la inclinación natural de la
cosa hacia su perfección propia, como la piedra está
naturalmente inclinada hacia el centro” (133).
Se trata, pues, de una inclinación determinada que se halla
en todo esente, y no solamente en las potencias activas como lo
muertas el ejemplo aristotélico de la inclinación de la materia
hacia la forma (134). El ejemplo de la piedra no debe hacer
pensar que esta inclinación puede estar comprendida en el modelo
del movimiento natural del esente físico, incluso si ella es
necesaria. Duns Escoto precisa bien en efecto que la inclinación
que es el appetitus naturalis es una inclinación necesaria, pero
no se trata ahí de una necesidad natural, se trata de una
necesidad ontológica. Toda naturaleza no puede seguir siendo
naturaleza sino estando inclinada hacia su perfección propia.
Suprimir esta inclinación sería destruir la naturaleza misma del
esente (135). En su esencia todo esente, comprendida la
voluntad, está ordenada a su perfección propia, por lo que la
inclinación natural aparece como una inclinación necesaria. Esta
necesidad no es la de un acto, ni la de una tendencia, sino la
de una relación esencial. Todo esente tiene por esencia una
relación necesaria a su perfección. Escoto subraya así que la
gravedad no significa otra cosa que la relación de lo grave a
su perfección propia (136). El appetitus naturalis no significa,
pues, nada que sea asimilable a una substancia o a una entidad
absoluta. También la voluntas naturalis o apetito natural de la
voluntad no corresponde en nada a una potencia. [84]
El apetito natural de la voluntad no es otra cosa que la
relación de la potencia voluntaria a su perfección propia,
relación inmanente a la voluntad entre la voluntad y lo que la
perfecciona. La distinción en la voluntad de un apetito natural
y de un apetito libre no es, pues, reconducible a la distinción
fundamental de la natura y de la voluntas.
El appetitus naturalis de la voluntad no puede entenderse
nunca como una potencia distinta de la voluntad libre, y la
voluntad no puede entenderse como composición de dos potencias.
No hay en la voluntad ninguna composición, ninguna dualidad. La
voluntad es una en su esencia. Es realmente la misma potencia la
que es dicha natural y libre, subraya Escoto:
“Es la misma potencia la que es llamada voluntad natural
respecto de la relación necesaria de la potencia a su
perfección, y voluntad libre según la razón propia e intrínseca
que especifica la voluntad” (137).
La voluntad se dice appetitus liber cuando se la considera
en su ser propio. Se dice appetitus naturalis cuando se la
considera en su relación a su perfección propia, a su
cumplimiento. El apetito natural no indica, pues, un parte
constitutiva de la voluntad. La comprensión del appetitus
naturalis de la voluntad como inclinación de la voluntad, que es
siempre en su esencia libre, destruye la asimilación de la
voluntad a un apetito intelectualizado.
Poner en la voluntad dos potencias distintas, una potencia
natural y una potencia libre, sería destruir la unidad y la
libertad de la voluntad. Allí donde es cuestión de un apetito
natural de la voluntad, no es nunca cuestión de un poder
productor de un acto, sin sólo de una inclinación: “Respondo a
la primera cuestión y digo que hay dos apetitos en la voluntad,
a saber, una apetito natural y un apetito libre [...] Respecto
del primero afirmo que no es un acto elegido por la voluntad”
(138). Es por lo que no se puede hablar de un acto natural de
la voluntad, sino solamente de una inclinación natural de la
voluntad (139). Esta inclinación que es el apetito natural no es
por tanto una inclinación a actuar, porque este sería poner el
apetito natural como un poder pudiendo inclinar la voluntad a
actuar. No se trata en modo alguno de una tendencia: el apetito
natural no tiende y en este sentido le falta todo movimiento
(140).
La inclinación natural de la voluntad no puede en manera
alguna [85] ser entendida como una tendencia, porque el apetito
natural no es en nada un poder activo. El tendere que le
caracteriza exige ser distinguido del tendere en sentido propio
que caracteriza toda tendencia. Es por lo que cuando Gilson
declara que “el apetito es esta facultad del alma que ejerce el
acto de moverse tendiendo hacia un objeto a adquirir” (141),
este puede ciertamente caracterizar el apetito sensitivo, el
deseo consciente, pero no puede en nada caracterizar el apetito
natural de la voluntad o la voluntas ut natura. Hoeres puede
subrayar que Gilson confunde el apetito natural y el deseo
consciente, porque el deseo consciente aparece ciertamente como
movimiento (142).
Más que una tendencia, el apetito natural de la voluntad es
una disposición interna de la voluntad por la que la voluntad
está abierta a la recepción de lo que puede perfeccionarla:
“Digo que la voluntad natural como tal no es ni una
voluntad ni una potencia, sino que significa solamente la
inclinación de la potencia a recibir su perfección propia y no
la inclinación a actuar. Como tal, es imperfecta, a menos que no
posea esa perfección a la cual esa tendencia inclina esta
potencia. Por consiguiente la potencia natural no tiende, pero
es esa tendencia por la cual la voluntad en cuanto entidad
absoluta tiende, y esto pasivamente, a la recepción de su
perfección propia".
La voluntad natural no significa ninguna otra cosa que la
dimensión receptiva de la voluntad. Es por lo que el appetitus
naturalis de la voluntad en cuanto que no corresponde más que a
la dimensión receptiva de la voluntad en su distinción con la
dimensión productiva que es el appetitus liber, no puede nunca
aparecer como el fundamento de la voluntad a diferencia de lo
que acontece en Tomás de Aquino. El appetitus naturalis no se
confunde en efecto con el apetito en sentido estricto. El
appetitus liber no viene, pues, a añadirse a un appetitus en
sentido estricto para constituir la voluntad. El appetitus
naturalis y el appetitus liber no significan dos poderes activos
distintos en ola voluntad, sino de una parte la dimensión
receptiva de la voluntad, su capacidad para acoger lo que la
perfecciona y que no es otra cosa que el acto de la voluntad, y
por otra parte la dimensión productora de la voluntad, su
capacidad de poner un acto, capacidad que es siempre libre y en
esto radicalmente extraña a la necesidad natural. Es pues, la
misma potencia la que se dice natural y libre, natural [86] en
cuanto receptiva de su acto, libre en cuanto productiva de su
acto. En cuanto voluntas ut natura, la voluntad está inclinada a
la recepción de su propio acto.

b. El deseo y el amor.

En virtud de la distinción del apetito natural y del apetito


libre en la voluntad, no se puede hablar de voluntad natural en
sentido propio, puesto que esta distinción marca solamente la
diferenciación de la dimensión receptiva de la dimensión activa
de la voluntad. Por el apetito natural, la voluntad está
ordenada a la recepción del acto que la perfecciona. Escoto
puede, pues, sostener contra Enrique de Gante que el apetito
natural no es en absoluto un actus elicitus. Una grave confusión
hay que evitar, la de la voluntas ut natura comprendida como
apetito natural y la voluntas ut natura comprendida como
voluntad afectada por la affectio commodi. Esta última
corresponde a la voluntas ut natura secundo modo. En el primer
caso, la naturaleza de la voluntad se determinaba como
inclinación a su perfección propia. En el segundo caso, la
naturaleza de la voluntad se determina como apetito intelectivo.
La voluntas ut natura secundo modo se diferencia así del apetito
natural en que ella presupone el conocimiento.
La affectio commodi imprime en la voluntad un apetito
intelectivo que la inclina hacia la búsqueda exclusiva del
commodum, de lo que el entendimiento muestra a la voluntad como
commodum, como siendo al gusto de aquel que quiere. La
distinción aquí ya no es entre lo activo y lo receptivo, sino
entre dos afecciones internas a la voluntad, la affectio commodi
y la affectio iustitiae. Lo que alguno quiere según la affectio
commodi, no lo quiere en consideración de la esencia propia del
bien querido, sino en consideración del propio bien. La affectio
commodi lleva a la voluntad a querer un bien en la sola
referencia a sí y no en sí. Al contrario, querer según la
affectio iustitiae es querer un bien por él mismo y no por
referencia a sí.
La distinción de las dos afecciones no puede simplemente ser
comprendida en términos de oposición de un querer egoísta a un
querer desinteresado como lo interpreta Veuthey (144). Si el
querer según la affectio commodi puede aparecer como un querer
interesado, no es otra cosa que en la medida donde se actúa por
un interés llevado ante todo al bien propio particular. No
entra en cuenta en un tal querer, otro interés: el interés
tomado de la cosa misma, del bien querido. [87]
En la affectio commodi, la cosa querida no lo es en su bondad
propia, no es en absoluto querida, es decir en su ser sino
relativamente a uno mismo. Aquí el querer para al lado de la
bondad de la cosa. En la affectio commodi la cosa misma no es el
término del querer, lo que es en la affectio iustitiae.
Queriendo según la affectio iustitiae, la voluntad hace justicia
a la cosa querida en su bondad misma prescindiendo de la
referencia a uno mismo. Se puede afirmar que es la apertura del
querer al todo bien en su bondad. Por lo mismo es también a la
apertura del querer a un bien superior al commodum. Ahora bien,
esta apertura sólo le corresponde a la voluntad. Lo que importa
en efecto subrayar (recalcar, acentuar) en esta distinción de
las dos afecciones, es que la affectio commodi, a diferencia de
la affectio iustitiae, no es en nada característica de la sola
voluntad. Más bien, la affectio commodi conviene igualmente a
las potencias apetitivas naturales, es decir, no libres, y por
ello al apetito sensitivo. Por el contrario la affectio
iustitiae conviene a la sola voluntad. (145)
La inclinación hacia el commodum,aunque no es extraña a la
voluntad, es la marca propia del apetito en sentido estricto de
potencia apetitiva, es decir de potencia activa natural. La
voluntad se desmarca radicalmente de las potencias apetitivas,
en cuanto que puede querer una cosa en su bondad y no en razón
de la ventaja que puede sacar. Sólo a la voluntad le conviene la
percepción de una cosa en consideración de la cosa misma. (146).
La apertura en que la cosa misma se desvela en su bondad tiene
así su raíz en la libertad propia de la voluntad, enraizamiento
indisociable de la affectio iustitiae, puesto que Escoto
determina esto como libertad innata de la voluntad en cuanto que
ella asegura la moderación de la affectio commodi (147).
Es también en la libertad donde se enraiza la posibilidad para
la voluntad de querer no solo otro bien distinto del commodum,
sino también un bien superior, incluso infinitamente superior al
commodum. Sólo, pues la voluntad puede sobrepasar la inclinación
hacia el commodum. Por lo contrario, la inclinación hacia el
commodum solo, con la exclusión de todo otro bien,se presente en
toda potencia apetitiva no libre. Es por lo que Escoto puede
declarar que si la voluntad no fuera libre, estaría limitada al
commodum como los están las potencias apetitivas naturales, es
decir, que no sabría querer un bien mas grande que el que le
presenta el entendimiento como el commodum. La voluntad no
aparecería entonces más que como un apetito intelectual sin
libertad: sería totalmente reducible en su ser mismo a una
potencia apetitiva natural [88]. NO sería ciertamente una
potencia apetitiva natural sensitiva, sino una potencia
apetitiva intelectual, dicho de otro modo, una potencia
apetitiva intelectualizada como los remarca Escoto en le libro
III de la Ordinatio:
«Ahora bien, la affectio commodi sólo puede querer en
referencia a sí misma, y se tendría esto si tuviera
exclusivamente un apetito intelectual son libertad que seguiría
al conocimiento intelectivo, como el apetito sensitivo sigue al
conocimiento sensitivo» (148).
En esta perspectiva la voluntad sería entonces comprendida
a partir del conocimiento que la determina y sólo este
conocimiento fundaría la diferencia entre la voluntad y las
potencias apetitivas sensibles. Entendida como apetito
intelectual sin libertad, la voluntad no sabría ya substraerse
al commodum igual que no puede el apetito sensitivo. La relación
entre la voluntad y el conocimiento intelectual del bien sería
entonces una relación de necesidad natural como la preside la
relación ?? del apetito sensitivo con el conocimiento sensitivo.
El apetito sensitivo está enteramente determinado por el
conocimiento sensitivo, su acto sigue necesariamente al del
conocimiento. Así el acto del apetito sensitivo no esta en nada
en su poder y este apetito no puede consiguientemente resistir
al commodum. Es con todas sus fuerzas como se dirige al commodum
como el hierro se dirige hacia el imán, sí sufre completamente
la atracción de su objeto (149).
Si la voluntad fuera reducible a un apetito intelectual sin
libertad, es decir, a una potencia apetitiva intelectualizada,
está complemente sometida a la atracción de si objeto y se
dirigiría al commodum con todas sus fuerzas sin poder ejercer
ningún acto de moderación sobre la affectio commodi. Estaría
igualmente determinada por entero por el conocimiento
intelectual como el apetito sensitivo lo está por el
conocimiento sensitivo. Ella no tendría entonces más que el
estatuto de apetito natural intelectual, es decir, la
intelectualización sería la sola diferencia perceptible entre la
voluntad y las potencias apetitivas (150). La voluntad no sería
entonces más que una potencia apetitiva y toda criatura dotada
de voluntad sería asimilable a una especie de «bruto
esclarecido» como lo subraya Hannah Arendt (151). Esta
expresión, que se encuentra bajo la pluma de Escoto, es de Pedro
de Olivi, que afirma en su Comentario de las [89] Sentencias que
todo atentado a la libertad de la voluntad reduciría al hombre
al estado de una “bestia intelectual”. Esta constitución del
hombre como “bestia intelectual” no poseyendo más que la
affectio commodi, tiene lugar en Hobbes cuya filosofía es la
verdadera matriz de la ciencia económica y de su antropología
sumaria. No es extraño que en Hayek, como en Hobbes, se
encuentre la negación de la voluntad libre, equiparándose con
una referencia a la naturaleza comprendida desde entonces en
término de sistema autorregulador.
Constituyendo a partir de Anselmo la noción de una voluntad
como appetitus intellectivus sine libertate, Escoto se opone
brutalmente a toda comprensión apetitiva de la voluntad. Esta
comprensión reposa en efecto sobre una continuidad ontológica
del apetito natural a la voluntad, cuya manifestación se ve por
ejemplo en Tomás de Aquino. Es esta continuidad ontológica lo
que Escoto destruye. Por una parte reinterpretando el appetitus
naturalis como dimensión receptiva de la potencia activa, y por
otra parte distinguiendo el appetitus naturalis de las potencias
apetitivas y situando la voluntad en una discontinuidad radical
con las potencias apetitivas.
La noción de un apetito intelectual sin libertad apunta a
toda comprensión de la voluntad como potencia apetitiva y Hoeres
puede sostener: «NO se puede dudar que la estructura del
appetitus intellectivus non liber, concebido como posibilidad
por Escoto, presenta un sorprendente paralelo con la concepción
de la voluntad según Tomás. El tertium comparationis que una
tal comparación reclama es la falta de independencia de un
apetito cuyo contenido, es decir el fin, coincide con el de una
tendencia natural del esente en su totalidad» (152). Más
precisamente todavía, el appetitus intellectualis non liber mira
al estatuto de la voluntad elaborado por pensadores como Siger
de Brabant y Godofredo de Fontaines. Pero recubre ?? de hecho la
comprensión tradicional de la libertad como apetito intelectual.
La voluntad tal como aparece en Escoto no puede ya presentarse
como «la especie particular – especie noética de un género más
vasto que sería el deseo natural» (153). Toda aproximación a la
voluntad como apetito intelectual sobre la base de el appetitus
no puede sino destruir la esencia de la voluntad a los ojos de
Escoto. NO se puede ya sostener como Tomás de Aquino que «
querer implica el simple apetito de cualquier cosa» (154). Por
el contrario se puede decir con Hoeres que «la expresión
“apetito” no toca el contenido del velle escotista» (155). [90]
Rehusando entender la voluntad como apetito natural
intelectualizado, Escoto no solamente se separa de la
comprensión tomista de la voluntad, pero más todavía de la
tradición filosófica que, incluso en S. Agustín, concibe la
voluntad a partir de los filosofemas trasmitidos por los
griegos. Si, como afirma Hannah Arent, «toda la terminología del
appetitus cualquiera que sea su contexto, proviene de la
tradición griega», de suerte que «Agustín pertenece sin ruptura
a la tradición de Platón y de Aristóteles, pasando por Plotino»
(156), entonces la comprensión de la voluntad en Escoto
corresponde bien a una triple ruptura: con Tomás de Aquino, con
una cierta tradición agustiniana y con la tradición griega.
Esta triple ruptura se ejemplifica en principio en la
destrucción de toda asimilación del amor al deseo y en la tesis
de que la voluntad puede ex puris naturalibus dirigirse hacia el
infinito. Como lo muestra en efecto Hannah Arent, desde que la
voluntad es fundamentalmente comprendida a partir de la
terminología griega de appetitus, se impone entonces la
asimilación del amor al deseo, la preasignación a la voluntad de
un objeto que la determina y la finalización completa del querer
(157). Si la voluntad era solamente una potencia apetitiva
intelectual, ella no podría jamás amar sino con un acto de amor
de concupiscencia, es decir que ella no sería efectivamente
capaz de amor. El amor de concupiscencia no es tanto amor cuanto
deseo, como lo remarca Escoto retomando la distinción
tradicional de amor de concupiscencia y de amor de amistad (158).
La distinción del amor de concupiscencia y del amor de
amistad no es nada más que la del deseo y del amor y se
articula estrechamente con la distinción de la affectio commodi
y de la affectio justitiae. El amor procede de la affectio
justitiae y en este aspecto mira la cosa querida en ella misma,
da justicia a su esencia. También, en el amor, el que ama no
está tanto consigo mismo cuanto con la cosa misma, se halla en
cierto modo fuera de sí. Es por lo que ciertos comentaristas han
hablado de la estructura extática del amor. Por el contrario, el
deseo procede de la affectio commodi y mira la cosa querida en
relación a sí mismo y del mismo golpe (momento) en el horizonte
de la commoditas. Así el amor se presente como un acto más libre
y más comunicativo que el deseo , como lo afirma claramente
Escoto:
«Amar una cosa en sí es un acto más libre y más
comunicativo que desearla para uno mismo, y este acto de amor
conviene más a la [91] voluntad, por lo menos en cuanto ella
posee la afección innata de justicia. Pero el acto de deseo
conviene a la voluntad en cuanto que ella posee la affectio
commodi» (159).

Este carácter altamente comunicativo del amor, Escoto lo


hace manifiesto cuando opone el amor ordenado y perfecto al amor
privado (amore privato). El amor privado es más deseo que amor
(160). En el amor privado un bien es querido como bien propio
exclusivo del que quiere. La tensión hacia la posesión del bien
propio, específico del deseo, culmina en el amor privado que
puede tener como expresión la envidia o celos. En el amor
ordenado y perfecto, que es el amor verdadero, el bien no es
querido como bien exclusivo, sino como bien común. Es por lo que
el amor se consuma como amor de Dios que es el bien común por
excelencia. Bien común, Dios no quiere ser el bien particular de
un hombre particular, sino el bien de todos. De esto se sigue
que el amor de Dios no puede ser nunca un amor exclusivo,
implica la comunidad de los co-amantes. Así Escoto añade que el
amor es siempre co-amor: amar es querer que aquel al que uno ama
sea amado por los otros, (161).
De esta distinción del deseo y del amor, resulta que lo
deseable no se confunde en nada con lo amable. Es por lo que
Escoto subraya que lo más deseable no es de por sí lo más
amable. Lo más deseable no es otra cosa que el bien del que
desea. Y en este sentido el querer la felicidad es deseo más que
amor. Corresponde a un acto de amor de concupiscencia y no a un
acto de amor de amistad (162). Se debe tener por cierto que
todos los hombres quieren la felicidad, concede Escoto, pero
esto debe ser aceptado con la restricción de que no es trata en
nada de un acto de amor , sino más bien de un acto de deseo:
«Es cierto que todos quieren la felicidad, no es por un acto de
amistad que quiere el bien beatífico en sí, sino por un acto de
concupiscencia que quiere este bien en cuanto que le basta» (163)
Lo más amable no es, pues, la felicidad, sino Dios, el solo
que puede satisfacer la voluntad. Ahora bien, a la voluntad le
pertenece la posibilidad de amar a Dios por encima de todo ex
puris naturalibus, es decir por ella misma, sin la ayuda de la
caridad cuanto es considerada en su esencia y no en función de
su estado presente (164). La caridad no es por tanto descartada,
[92] pero ella concierne a las circunstancias del acto, no a la
sustancia del acto. La caridad es necesaria, lo es para la
voluntad en el estado presente y no porque la voluntad sea por
esencia incapaz de amar a Dios sobre todo.
El poder que la voluntad tiene de amar a Dios por encima de
todo le viene en base a la affectio justitiae. Porque, a
diferencia de los apetitos en sentido estricto, la voluntad
puede ella misma, en razón de la affectio justitiae, querer un
bien en sí, puede desde sí misma amar a Dios.
La affectio justitiae asegura a la voluntad la capacidad de
sobrepasar el commodum y de querer un bien superior , incluso
infinitamente superior al commodum. La caridad perfecciona el
amor, elevándolo a una más alta intensidad. La distinción de las
virtudes que son caridad y esperanza se funda sobre la
distinción de las afecciones de la voluntad.La caridad siendo
función de la affectio justitiae, no es extraño que la razón
formal del acto de caridad sea la ratio Dei in se (165). Por el
contrario, la felicidad no puede aparecer como razón formal en
el sentido estricto del acto de caridad. sí en la caridad Dios
no es amado propiamente en razón de la felicidad.(166). Se
deberá incluso decir que si el acto de caridad tuviera su razón
formal ante todo en la felicidad, entonces no habría en ella
amor de Dios sino sólo deseo de Dios. A este título, no habría
ni siquiera caridad.
Porque a la voluntad le compete, en razón de la affectio
justitiae, el poder amar todo bien en sí, comprendido el mismo
bien infinito, ella puede querer y amar todo bien sin ponerlo en
relación con la felicidad (167). Por esta razón, la voluntad
puede por ella misma, desde esta vida, amar a Dios sobre todo.
En su esencia, ella es capaz de un amor que excede intensiva y
extensivamente todo amor de un bien finito, aunque fuera en
perjuicio del commodum y por tanto de la felicidad. Duns Escoto
considera que la caridad podría excluir la commoditas en el que
ama. La caridad, dice, "es también distinta de la fe, porque
creer no es el acto de la caridad. Es por mismo distinta de la
esperanza, porque el acto de la caridad no es desear el bien del
amante en cuanto que es de su provecho, sino tender al objeto
por él mismo, incluso si por un imposible ella excluyera el
beneficio del amante" (168). Esta posibilidad, indisociable de
la extensividad de un amor supra omnia no encuentra su fuente en
la caridad misma sino en la voluntad en cuanto posee la affectio
justitiae. Sin la caridad, desde el fondo de su propia esencia,
la voluntad es capaz de amar sobre todo y por eso mimos de
sacrificar su commodum. La voluntad puede no sólo amar un bien
sin referirlo a la [93] felicidad, sino también amar un bien a
riesgo de sacrificar su propia felicidad. Duns Escoto encuentra
la prueba de una tal capacidad de la voluntad en la exposición a
la muerte del ciudadano griego por el bien de la ciudad, sin
esperar recompensa por mortem:
«En el libro III de la Ética el Filósofo afirma que el
ciudadano valeroso debe, según la recta razón, exponerse a
la muerte por el bien de la República. El Filósofo no
sostiene sin embargo que una recompensa llega después de la
muerte a una tal persona, como parece claramente en muchos
pasajes donde duda que el alma sea inmortal, y parece que
se inclina más a la parte negativa» (169).

A la objeción según la cual, al exponerse a la muerte, el


ciudadano obra en razón de su optimum esse, Duns Escoto responde
que lo que el ciudadano quiere salvar no es su optimum esse sino
la Ciudad. No escoge entre una vida de excelencia y una vida de
ignominia. Escoge el bien de la ciudad más bien que su propio
bien y esto sin contrapartida. Claro que lo que importa aquí no
es una fidelidad a la Ética a Nicómaco y la objeción puede
sostener perfectamente que en el libro IX Aristóteles declara
que el hombre virtuoso "preferiría efectivamente un breve
momento de intensa alegría a una largo período de satisfacción
tranquila, un año de vida exaltante a muchos años de existencia
a ras de tierra, una sola acción grande y bella a una multitud
de acciones mezquinas" (170). No hay duda de que Duns Escoto
realiza un desplazamiento en relación con el texto de
Aristóteles. El exponerse a la muerte no aparece en manera
alguna en Duns Escoto como la garantía de una alabanza que
salvaría del olvido. El ciudadano, insiste Duns Escoto, "vult se
et actum virtutis non esse", y en este sentido el acto virtuoso
se expone también totalmente. En esto se manifiesta con claridad
el abandono de toda dimensión estrictamente apetitiva del
querer. Donde Aristóteles habla todavía de orexis, Duns Escoto
habla de voluntad y de amor.
El amor es exposición radical y en esta exposición no es
solamente su vida, sino también su virtud, lo que el ciudadano
expone libremente a la muerte. En esta exposición se manifiesta
la capacidad que tiene desde sí misma la voluntad de amar por
encima de todo puesto que el acto por el cual el ciudadano se
expone a la muerte por el bien de la ciudad no es ni deber puro,
ni trabajo, sino amor (171). Se puede decir que el amor es la
libre exposición de sí [94] mismo y que amar es exponerse. Este
amor, en el que quien quiere se expone libremente, llegando
hasta el sacrificio de su commoditas, no puede ser comprendido
sobre la base el apetito. Es más bien acto puro de la voluntad.
Se encuentra entonces destruida la afirmación de Tomás de Aquino
que quiere que "puesto que el amor consiste en una cierta
modificación del apetito bajo la influencia de lo deseable, es
evidente que es una pasión" (172). Duns Escoto subraya el
carácter eminentemente activo, voluntario del amor cumplido,
comprendido como libre exposición, distinguiéndolo de la pasión
del apetito sensitivo:
«Yo amo más en efecto aquello a lo cual quiero menos
que le suceda el mal y por salvar el bien del mismo más me
expongo por amor, porque la exposición de uno mismo es la
consecuencia del amor; y me refiero aquí al amor que es
acto de la voluntad, no al que es una pasión del apetito
sensitivo» (173).

El amor en su acepción rigurosa nace de la sola voluntad y


no de la voluntad unida al apetito sensitivo. También la
intensidad del amor reposa enteramente en la voluntad. Ella es
exclusivamente función del grado de firmeza del amor o, como lo
dice Duns Escoto, "sólo ama el que ama firmemente" (174). Lo que
es constitutivo del amor en el sentido más riguroso, es la
firmitas. La firmitas es perfección del hacer y supone un hacer
libre. Es característica de la voluntad como potencia activa
libre, porque sola la voluntad, en razón de su libertad, tiene
el poder de dar su asentimiento más o menos intensamente (175).
El verdadero amor es acto puro y firme y procede de la sola
voluntad, no reside ni en el fervor ni en la ternura y en esto
se halla toda la diferencia entre los mártires, que se exponen
libremente con la mayor firmeza, y los devotos:
«Y aunque se dice de algunos que aman con más fervor y
más ternura pero que no aman firmemente, ello no es en
razón de un exceso en ellos de este amor intelectivo, sino
quizás de la pasión que es el amor sensitivo, como algunos
que se dicen devotos, siente a veces una mayor dulzura que
otros que son más sólidos en su amor de [95] dios y que son
cien veces más decididos a sostener el martirio» (176).

Comprensión del amor como acto puro y la comprensión del


amor consumado como amor reposando sobre la firmitas de la
voluntad descarta definitivamente toda asimilación del amor al
deseo y muestra ejemplarmente en qué es irreductible la voluntad
al apetito. Afirmar que el fervor y la ternura, en una palabra
el dulzor, son constituyentes del amor consumado, como lo hace
Buenaventura, es quedarse en una comprensión apetitiva de la
voluntad y, al mismo tiempo, privarse de ver en qué el amor es,
en la firmeza de la exposición libre, el cumplimiento de la
libertad (177). La dulzura no es un acto de la voluntad, es una
pasión que acompaña al acto, por lo que no es constitutivo del
amor cumplido, que es acto puro (178). Es posible seguir a
Hoeres cuando declara que "el amor espiritual en Duns Escoto no
es en modo alguno passio o emoción" (179). Sin embargo hay que
añadir que no solamente el amor es acto libre, sino también que
la libertad es amor. A este título Dios es amor en cuanto que es
voluntad libre, o como lo expresa Gilson, "del solo hecho que es
formalmente voluntad, Dios es esencialmente amor" (180). Porque
la libertad es amor, es imposible suscribir los acercamientos
demasiado impacientes entre Duns Escoto y Kant.
En Lire Duns Scot aujourd'hui Paul Vignaux nos invita a
"releer el estudio de J. Rohmer sobre la finalidad moral" que
"sitúa la voluntad escotista capaz de determinarse fuera de todo
interés, en razón de la sola rectitud de su determinación, en
una ética del desinterés cuasi kantiano" (181). Si la firmitas
puede conducir, como en el caso del mártir, al sacrificio del
commodum y si la felicidad no es en nada la razón formal del
acto de caridad, no se debe, sin embargo, olvidar que la
firmitas no es asimilable al desinterés kantiano. Una tal
aproximación de Duns Escoto a Kant descuida el hecho de que
donde en Duns Escoto es cuestión de amor, en Kant es cuestión de
respeto. La firmitas sigue como constitutivo del acto de amor y
el acto de amor en Duns Escoto no es en nada es parergon, ese
"gran adorno moral" del que Kant no dice que "es necesario para
representarse el mundo como un todo moral bella en su perfección
" (182). Cuando en su introducción a la Doctrina de la virtud
Philonenko declara que "en una lógica kantiana la reducción de
los deberes de amor a los deberes de respeto sería plenamente
admisible y poco chocante" (183), pone en evidencia cómo [96] el
cumplimiento de la voluntad como amor es extraña a la ética
kantiana. En Kant la libertad se cumple en el respeto de la ley
moral como un querer la ley y el amor está subordinado a este
respeto. En Duns Escoto la libertad no se cumple en el respeto,
sino en el amor. Ahora bien, el amor no es en nada incompatible
con la felicidad.
No hay en Duns Escoto esta contradicción del deber y de la
felicidad que conduce a poner la felicidad del hombre virtuoso
en un mundo moral posterior y que, como puede escribirlo Hegel,
es indisociable de la idea de que "la felicidad como tal en sí y
por sí no debería tocar a algunos, es decir que el sentido y el
contenido de este juicio son la envidia que se cubre con el
manto de la moralidad" (184). Duns Escoto no afirma que la
voluntad libre debe renunciara la felicidad, sino que no debe
desear la felicidad más de lo que ama el fin último (185). Si la
voluntas se redujera a un appetitus intellectualis sine
libertate, ella no podría querer, por el contrario, más que la
felicidad. Para ella, lo amable se confundiría enteramente con
lo deseable, el amor se absorbería enteramente en el deseo. Pero
este deseo no sería un acto libre, sería un acto enteramente
natural. Es por lo que una tal voluntad se dirigiría con todas
sus fuerzas hacia la felicidad y la felicidad se confundiría
enteramente con la posesión del commodum.
Duns Escoto niega radicalmente a toda voluntad reducida al
apetito, no solamente la capacidad de amar a Dios, sino también
la capacidad misma de amar. Si la voluntad no fuera más que
potencia activa natural sobre la base del appetitus, no habría
amor ni caridad. No pudiendo querer otra cosa que la posesión
del commodum en la que consistiría su felicidad particular, una
tal voluntad, si fuera una voluntad finita, no podría querer más
que lo finito. Ahora bien, Duns Escoto establece desde la
primera distinción del primer libro de la Ordinatio la apertura
de la voluntad finita al bien infinito. La Ordinatio constituye
en su escritura una voluntad que, aunque finita, puede por sí
misma amar el infinito y gozar de él. Este amor y este gozo
tienen por condición la libertad y corresponden al amor y al
gozo cumplidos. Sola una libertad irreductible al apetito puede
amar y en este amor, si ella es finita, dirigirse hacia el
infinito en acto. [97].

II. LA DESFINALIZACIÓN DE LA VOLUNTAD

Desligar radicalmente la voluntad de toda asimilación a un


apetito conduce a la desfinalización de la voluntad (1). Puede
parecer extraño 'a priori' hablar de desfinalización en un autor
escolástico, y, sin embargo, la lectura de Duns Escoto no puede
conducir más que a este resultado.
La finalización reina donde los esentes son integrados en
un orden de fines naturales, donde son estructurados de tal
suerte que son intrínsecamente ordenados a un fin uno que reúne
lo múltiple y manda sobre él. Ahora bien, allí donde la voluntad
es todavía concebida como appetitus rationalis, está finalizada,
en este sentido de que se ejerce sobre ella, como sobre todo
otro esente, el poder de una orientación natural hacia el fin.
Duns Escoto rompe esta orientación natural de la voluntad al fin
(2). Si hay desde ahora una orientación de la voluntad a un fin,
ésta será voluntaria y, por tanto, libre.
La idea de una voluntad naturalmente ordenada al fin no es
disociable de una orientación natural de la voluntad a su
objeto, y por consiguiente al bien. Es por lo que la
desfinalización escotiana de la voluntad se presente desde el
principio como un rechazo de toda vinculación natural de la
voluntad a su objeto, aun admitiendo una participación del
objeto al efecto del querer.
Admitir en efecto una orientación natural de la voluntad a su
objeto y, por lo mismo, una finalización de la voluntad, es,
afirma Duns Escoto, negar que la voluntad tenga sus actos en su
poder y es entonces someterla a una cosa distinta de ella misma.
La voluntad no rechaza la sumisión en sí, mas no puede admitir
más que una sumisión de la voluntad a ella misma. En ello está
en juego la posesión de la voluntad por ella misma..
Para poseerse y dominarse la voluntad debe despojarse
radicalmente de toda referencia natural a su objeto y, por tanto
a toda relación [113] natural a un fin (3). En esto solo se
puede asegurar la libertad. Pero al mismo tiempo la voluntad se
excluye de todo orden natural, puesto que el orden natural es
ante todo orden de fines naturales. La desfinalización es así
una desnaturalización. Con ello, Duns Escoto no rompe tanto con
Aristóteles como con la teleología natural característica del
aristotelismo medieval, que tiene su fuente en la romanidad más
que en el pensamiento griego.
Que se lo deplore o no, poco importa aquí, no se puede uno
contentar con oponer la desfinalización escotista de la voluntad
a una herencia aristotélica, como si por ejemplo Tomás de Aquino
y Enrique de Gante fueran más fieles a esta herencia que Duns
Escoto. Esto sería suponer una continuidad histórica que
desconoce la transposición romana de la herencia griega. Si la
teleología aristotélica ha podido ser recibida en el occidente
cristiano en el siglo XIII, es porque ya lo había sido con el
favor de una teleología ya existente, la de la romanidad. Como
lo subraya Reiner Schürmann, en Aristóteles hay "primado de la
Physis, sí, pero en la organización del saber, no en cierta
normatividad para obrar" (4). La physis griega no es la natura
romana tal como Cicerón y Agustín nos la trasmiten.
La natura romana es ante todo este orden integrado de fines
"que prevalece y homologa todas las regiones, por la influencia
de los fines" ?? (par l'emprise des fins). Este orden es tal que
supone que todo lo que es querido lo es en razón el fin último,
al cual la voluntad está rigurosamente vinculada. El principio
de continuidad que caracteriza la natura exige así que el bien
perfecto esté necesariamente en el trasfondo de toda volición de
un bien, sin que la voluntad pueda querer un bien fuera del
horizonte del bien supremo. Encadenada al bien último como al
fin último, la voluntad está así subordinada a la naturaleza.
Esta es la vinculación que Duns Escoto destruye, destrucción
motivada por la más rigurosa fidelidad a las exigencias de la
voluntad. Así él asume plenamente el conflicto que surgía en
Agustín entre la voluntad y la naturaleza y lo lleva a su
término (6).
Con la desfinalización de la voluntad, en la medida en que
pone radicalmente en cuestión la naturaleza misma como principio
normativo, estamos en el corazón de las dificultades
experimentadas todavía por la teología católica en su fidelidad
a la romanidad, como lo indicaba ya Granel cuanto escribía que
"la primera y más central de las cuestiones que hay que
desarrollar se enuncia así: ¿cuál es la determinación precisa, a
la vez que histórica y esencialmente, del concepto de
'naturaleza' que usa la teología moral católica?" (7). [114].

1. El objeto como causa parcial de la volición

Pensar la voluntad como voluntad es pensarla libre y


pensarla libre es reconocer en ella un poder entero sobre ella
misma. Ahora bien, la voluntad no pude tener el poder sobre ella
misma más que si es automotriz. Esto excluye automáticamente que
sea movido por su objeto. Lo que rechaza efectivamente Duns
Escoto no es solamente la idea de una moción necesaria de la
voluntad por el objeto, como lo nota justamente Gilson (8), es
también y sobre todo la idea de una moción de la voluntad por el
objeto. Negar que el objeto mueve la voluntad es negar que el
objeto esté en el principio de la causalidad del querer. En esto
Duns Escoto sigue una vía ya trazada por Gualterio de Brujas,
Enrique de Gante y Pedro Olivi contra Tomás de Aquino, Gil de
Roma y Godofredo de Fontaines.
Reconocer con Enrique de Gante y Pedro Olivi que el objeto
no está en el principio de la volición, no significa para Duns
Escoto descartar toda eficacia causal del objeto. Contra Enrique
y Pedro, Duns Escoto afirmará que afirmar una eficacia causal
del objeto en la operación de la volición, no es admitir una
eficacia causal del objeto sobre la voluntad. La respuesta a la
cuestión: ¿cómo el objeto puede concurrir al acto de la volición
sin determinar nunca, sin embargo, la voluntad y afectar a la
libertad? está en la invención escotiana que es la teoría de las
causas parciales concurrentes. Ella asegura la relación de la
volición al objeto (9), afirmando plenamente la dimensión
específicamente voluntaria de esta relación, lo que no puede ser
asegurado ni por Tomás de Aquino, Gil de Roma o Godofredo de
Fontaines por una parte, ni por Enrique de Gante y Pedro
Olivi por otra.

a. La crítica de una pasividad

Manteniendo una comprensión apetitiva de la voluntad,


concebirla como un apetito racional, obliga admitir una
pasividad fundamental de la voluntad en la medida en que, en
cuanto apetito, es movida por su objeto. Esto conduce,
explícitamente o no, a negar que la voluntad sea una potencia
capaz de tener dominio sobre sí misma. Es, de una manera o de
otra, destruir la voluntad. Tal es en suma la crítica dirigida
por Duns Escoto en la Lectura II d. 25, a los que defienden la
idea de una moción de la voluntad por su objeto, cuando plantea
la cuestión de saber si "el acto de la voluntad es causado en la
voluntad por el objeto que la mueve o por la voluntad moviéndose
ella misma" (10). [115]
Según Duns Escoto, hay una tesis común a Tomás de Aquino.
Gil de Roma y Godofredo de Fontaines, a saber, que "toda la
causa de la actualidad en el acto de la voluntad es atribuible
al objeto del voluntad de modo que en relación con el acto de la
voluntad, toda la fuerza está en el objeto conocido" (11). Duns
Escoto atribuye, pues, a estos autores el haber sostenido que el
objeto es la causa total del acto de la voluntad, la causa total
de la volición. La tesis a combatir no se contentaría con
afirmar que la volición tiene ante todo por causa el objeto,
antes llegará a sostener que el objeto se halla en el principio
de la volición. Él no sería entonces solamente causa del acto
segundo, la volición, sino también y sobre todo del acto primero.
La distinción del acto primero y del acto segundo se
remonta a Aristóteles. En cuanto tal, no es sin embargo
propiamente aristotélica. Efectivamente, se traspone por los
términos de acto primero y de acto segundo la diferencia que
hace Aristóteles, en un contexto muy preciso, de la entelequia
primera y segunda. Es a propósito del alma y, por tanto de la
vida como Aristóteles diferencia la entelequia primera y la
entelequia segunda. Ahora bien, como lo hace notar Brague, se
trata de una "distinción operada aquí y en ninguna otra parte,
entre dos niveles de entelequia" (12), y por tanto de una
distinción que no es transportable a todo. En efecto, "lo que el
tratado del alma introduce de nuevo, es la idea de una paso al
acto que no se hace a partir de una potencia, sino de una acto
primero a un acto segundo. Esta teoría, sin duda construida 'ad
hoc', expresa la imposibilidad para la vida de situarse fuera
del acto" (13). Ahora bien, la diferencia escolástica del acto
primero y del acto segundo pretende inscribirse en le cuadro de
la estructura potencia/acto. No se trata sólo de considerar el
paso de un acto primero a un acto segundo, sino de ver, tanto en
lo que concierne al acto primero como al acto segundo, el paso
de la potencia al acto. En lo que los escolásticos son aquí
infieles a Aristóteles, lo que no se ha de achacar a su deuda,
pero subraya solamente la insuficiencia de toda aproximación
continuística.
En la perspectiva escolástica los actos de la potencias son
actos segundos, así la volición es el acto segundo de la
voluntad. Cuando la voluntad produce una volición, pasa de la
potencia al acto en el acto segundo. Pero el acto de una
potencia presupone que esta potencia está constituida en el acto
primero. Dicho de otro modo, la volición en acto presupone la
voluntad en acto. En las potencias del alma, y por tanto de la
voluntad, para los escolásticos, la cosa no es lo mismo en la
vida para Aristóteles. Si la vida es ya siempre en acto en
Aristóteles, [116] las potencias del alma no están ya siempre en
acto según los escolásticos. Así una actuación es necesaria no
solamente para el acto de una potencia, sino también para esta
potencia misma. En estas condiciones la cuestión de la pasividad
de la voluntad en el acto primero y en el acto segundo se hace
crucial y lleva consigo la de la libertad. Afirmar que el objeto
es no solamente causa de la volición, sino más todavía en el
principio mismo de la volición, es afirmar que el objeto actúa a
la vez la voluntad en el acto segundo y en el acto primero.
Ahora bien, esto conduce, para Duns Escoto, a la destrucción de
la voluntad y de la libertad.
Ninguno de los autores criticados por Duns Escoto ha
pretendido dañar la libertad de la voluntad. NO todos han
defendido con el mismo ardor la idea de una moción de la
voluntad por su objeto, siendo el más radical sin duda alguna
Godofredo de Fontaines. Duns Escoto no ignora las diferencias
sutiles que nuestros historiadores establecen, porque, dice,
"los que hablan así no se ponen de acuerdo entre ellos" (14). No
practica un golpe de fuerza acercándose a Tomás de Aquino, Gil
de Roma y Godofredo de Fontaines, pero tiene en cuenta sin duda
alguna la severa crítica dirigida a Gil de Roma por Godofredo de
Fontaines, crítica que afecta implícitamente a Tomás de Aquino
(15).
Si hay una posición que sostiene firmemente que el objeto
es causa total de la volición, es la de Godofredo de Fontaines.
Descartando todo automovimiento a la voluntad en virtud del
principio de que nada puede moverse a sí mismo, declara contra
Enrique de Gante, en el Quodlibet VI, que la voluntad es movida
por el objeto conocido a la volición y que este objeto conocido
constituye precisamente una causa eficiente de la volición (16).
El objeto no es solamente causa formal y final de la volición,
es también su causa eficiente, de suerte que la voluntad no
aparece a lo más sino como causa material de la volición. En la
producción de la volición toda la actividad le compete al objeto
y la voluntad es fundamentalmente pasiva. Aquí es lo mismo la
situación de la voluntad que la del entendimiento, que es
también pasivo (17). La volición no es, pues, una operación de
la que voluntad es el principio y, en este sentido, ella es
pasiva. Godofredo de Fontaines hace manifiesta esta pasividad
tomando la comparación hecha por Averroes de las potencias del
alma con la materia prima. Con relación a todo bien querido, la
voluntad es una materia indiferente, por lo que es dependiente
de una determinación causal extrínseca, la del objeto que la
actúa (18). Concibiendo el objeto como la causa de la [117]
volición, no solamente como causa formal y final, sino también
como causa eficiente, Godofredo extirpa toda traza de
automovimiento de la voluntad. No se opone solamente a Enrique
de Gante, sino también a Gil de Roma y a Tomás de Aquino.
Suprime en efecto la distinción de la actuación y de la
determinación establecida por Gil de Roma, como la distinción
del ejercicio y de la especificación propuesta por Tomás de
Aquino.
Gil de Roma concibe la operación que es la volición como un
movimiento que implica activamente la voluntad y el objeto. La
voluntad es causa material y eficiente, el objeto es causa final
y formal. La actuación concierne el paso de la voluntad al acto.
Estando en potencia de volición, la voluntad no puede moverse a
sí misma a la volición, si no ella estaría a la vez en potencia
y en acto. Es, pues, movida a la volición por el objeto que la
informa, sea este objeto fin o medio. Moviendo la voluntad, el
objeto actúa (19). Si el objeto hace que la voluntad pase al
acto de volición, no es él el que determina la voluntad a
quererlo. Que la voluntad quiera tal o tal objeto determinado
proviene no del objeto sino de la voluntad. Como la voluntad no
es actuada por el objeto en tanto que ella no se determina a
quererlo, resulta que la volición sigue en el poder de la
voluntad, incluso y ella exige una moción de la voluntad por el
objeto. Sin embargo hay que introducir aquí un detalle
importante. Efectivamente la voluntad no es determinada por los
medios. Al contrario, el fin actúa y determina la voluntad y
esta actuación y esta determinación de la voluntad por el fin
precede toda determinación de la voluntad en relación con los
medios. La voluntad no puede determinarse a los medios si no es
previamente actuada y determinada por el fin.
Es aquí donde interviene la crítica feroz de Godofredo de
Fontaines. Declara brutalmente en la cuestión XVI del Quodlibet
VIII que Gil de Roma se contradice y que la distinción que
establece entre actuación y determinación es superflua. No hay
diferencia posible entre actuación y determinación, actuar y
determinar son la misma cosa. Distinguir el emerger del acto de
volición (actuatio) de la orientación del acto de volición
(determinatio) es hacer una distinción abstracta. La
determinación está ya implícita en la actuación: cuando un acto
de volición es producido, se trata siempre de un acto orientado
a un objeto determinado. Es por lo que, sea que la voluntad se
actúe y se determine ella misma, pero en este caso el objeto no
interviene en la operación de la volición, sea que el objeto
actúa y determine la voluntad. No solamente la distinción [118]
de la actuación y de la determinación es inconsecuente, sino
también la afirmación de que la voluntad se determinándose a
querer un bien es actuada por ese bien. En efecto ¿de dónde la
voluntad puede tener su determinación si no la tiene del objeto?
Ahora bien, Gil de Roma sostiene que la primera actuación y
determinación de la voluntad no proviene de la voluntad, sino
del objeto conocido como fin. Sostiene, pues, implícitamente que
la voluntad tiene en efecto del objeto su determinación. La sola
posición consecuente y fiel al principio metafísico de que "nada
puede moverse por sí mismo" es la que declara que el objeto es
causa y principio de la volición. En esta crítica la posición de
Tomás de Aquino está también implícitamente aludida.
En Tomás de Aquino el principio de la volición está
constituido por la unión del objeto y la voluntad. La volición
se tiene que distinguir en especificación y ejercicio: es moción
del objeto y moción de la voluntad (20). El exercitium concierne
al despliegue (puesta en acción) del acto (hacer o no hacer), la
specificatio concierne a la orientación del acto (hacer esto o
aquello). En la operación de la volición hay a la vez, pero bajo
un respecto diferente, automovimiento de la voluntad y moción de
la voluntad por su objeto. Causa eficiente de la volición, la
voluntad se mueve a la volición, pero sólo lo puede hacer
informada por el objeto, que, en cuanto causa formal, la mueve a
querer tal o tal objeto. El objeto no mueve, pues, a la voluntad
como causa eficiente, sino como causa formal y final, y la mueve
sólo en cuanto a la especificación del acto no en cuanto al
ejercicio.
No hay en Tomás de Aquino más que en Gil de Roma
automovimiento originario de la voluntad. En efecto, Tomás de
Aquino sostiene que la voluntad es movida originariamente por el
objeto tanto en el orden del ejercicio como en el orden de la
especificación. La voluntad no se mueve más que en la medida en
que la volición se refiere a los medios. Cuando la volición se
dirige hacia el fin no se mueve ella sino que es movida (22). La
volición de un medio presupone la volición del fin y más
precisamente la volición del fin último. Y la volición del fin
último, como volición de un fin conocido, no tiene como
principio la voluntad en absoluto, sino el objeto conocido como
fin último que mueve la voluntad tanto en el orden del ejercicio
como en el orden de la determinación. Tomás lo dice
explícitamente en la Suma teológica cuando responde a la
cuestión de saber si Dios mueve o no la voluntad creada. En esta
respuesta, Dios es contemplado a título de bien universal y por
lo mismo a título de objeto de la volición. [119] Como bien
universal, último objeto de la volición, Dios mueve la voluntad
totalmente: "La virtud pasiva de la voluntad se extiende al bien
en su universalidad; porque su objeto es el bien universal como
el objeto del intelecto es el ser universal; Dios solo puede
llenar y mover la voluntad, como objeto, de una manera
plenamente satisfactoria" (23). La voluntad no se mueve más que
previamente movida. No puede ser considerada ni siquiera como
principio primero de la volición en le orden del ejercicio, es
sólo el principio próximo, mientras que el principio primero es
el bien universal. El bien universal determina y actúa la
voluntad.
Volvemos a encontrar en Tomás de Aquino una estructura de
la operación de la volición análoga a la que criticaba Godofredo
de Fontaines en Gil de Roma. En los dos casos, lo que se afirma
como moción de la voluntad, presupone una moción total de la
voluntad por el objeto conocido como fin último o bien
universal. en los dos casos la volición se distingue desde el
punto de vista del despliegue del acto y desde el punto de vista
de su orientación. Al poner el objeto como principio único de la
volición, Godofredo deduce las consecuencias de la debilidad de
las posiciones que critica y muestra de hecho cómo, bajo la
cobertura de comprender la volición como una operación teniendo
como coprincipios el objeto y la voluntad, Gil de Roma y Tomás
de Aquino ponen finalmente el objeto (comprendido como fin
último o bien universal) como el único principio de la volición.
Cuando Duns Escoto afirma que Godofredo de Fontaines, Gil de
Roma y Tomás de Aquino sostienen que el objeto es la causa total
de la volición, no hace más que sacar las consecuencias de la
crítica ejercida por Godofredo de Fontaines sobre la posición de
Gil de Roma. Esta crítica pone de manifiesto la pasividad
originaria de la voluntad tanto en Tomás de Aquino como en Gil
de Roma.
La pasividad originaria de la voluntad se funda en su
comprensión como apetito. La primera parte de la Suma teológica
nos presente un indicio. En la cuestión 80, Tomás de Aquino
declara en efecto que el apetito es una potencia pasiva. A este
título no puede ser el principio primero de su movimiento,
puesto que, por esencia, la potencia pasiva tiene el principio
de su movimiento en el exterior de ella misma en el objeto.
(24). La voluntad siendo por esencia un apetito, incluso si se
trata de un apetito racional, resulta ser una potencia pasiva y
que encuentra el principio de su movimiento no en ella misma
sino en el objeto conocido. El primer movimiento de la voluntad
no depende de la voluntad, depende exclusivamente, tanto en el
orden del ejercicio como en [120] el orden de la determinación,
del objeto conocido como bien universal. Es lo mismo en Gil de
Roma y en Godofredo de Fontaines. Gil de Roma y Tomás de Aquino
tienen a bien sostener que la volición es una operación que
implica la voluntad y el objeto en lo que concierne a los bienes
particulares y los medios, pero admitiendo igualmente que la
volición originaria, la del fin, encuentra en el objeto su único
principio. Es por lo que Duns Escoto puede someter a una misma
crítica las tres posiciones recordadas no obstante sus
diferencias.
Estas tres posiciones conducen a negar que la volición esté
en poder de la voluntad y que la voluntad sea libre, incluso
cuando ellos reivindican este poder y esta libertad. Ellos
privan a la voluntad, reducida a un apetito, el dominio de sus
propios actos y por mismo la destruyen. Lo que caracteriza
fundamentalmente la voluntad, como lo afirma Agustín, a quien
Duns Escoto se refiere aquí, es el dominio de sus actos, el
poder que ella ejerce originariamente sobre sus actos propios,
antes incluso del que puede ejercer sobre otras potencias del
alma. Este poder no es otra cosa que la manifestación de la
autoposesión de la voluntad. Afirmar que en la volición la
voluntad es movida por su objeto, es sostener que los actos de
la voluntad no están tanto en el poder de la voluntad cuanto en
el poder del objeto que la mueve. La actuación de la voluntad
siendo causada por el objeto, incluso si el objeto no es más que
la causa formal y final de la volición, el objeto aparece como
agente y la voluntad como paciente. Por lo mismo el acto de la
voluntad se presenta como una pasión de la voluntad (25). Ahora
bien, si la voluntad está situada como paciente y su acto como
pasión, ello no puede más que sufrir la causalidad del objeto.La
volición no estará entonces en poder de la voluntad, ya que un
paciente no puede dominar sus pasiones, no puede no padecer la
eficacia del agente.
Si el objeto es causa de la volición en cuanto que mueve la
voluntad a la volición, en cuanto que ejerce una causalidad
sobre la voluntad, entonces la voluntad reducida a un paciente
no puede dominar sus actos y por lo mismo no tiene ningún poder
sobre ella misma. Es entonces rehén del objeto porque
«no está en el poder del paciente el padecer (el
paciente en efecto no domina sus pasiones). Por tanto, si
el querer es referido a la voluntad como una de sus
pasiones, se sigue que el acto de volición no estará en el
poder de la voluntad» (26). [121]

En estas condiciones, es una inconsecuencia desposeer la


voluntad de su poder sobre sus actos y mantener que ella es la
sede de toda imputación. Si la voluntad es movida por su objeto.
ella es paciente y originariamente pasiva. Si es originariamente
pasiva, ni el mérito, no el demérito, ni la alabanza, ni el
vituperio le son imputables. Es por lo que la afirmación de la
moción de la voluntad por su objeto, implicando implícitamente
la desposesión de la voluntad, tiene como resultado que "se
suprime alabanza y vituperio, mérito y demérito" (27). Pero al
contrario la posibilidad de alabar, de vituperar muestra, como
la había declarado Agustín, que la voluntad domina sus actos,
que se posee a sí misma. No puede, sin embargo poseerse sino en
la medida en que no es movida por el objeto. Concebirla como
movida por su objeto es desconocer su irreductibilidad al
apetito. Se puede bien sostener que un apetito es movido por su
objeto, pero el apetito tiene justamente por característica el
no poderse dominar.
Dominando sus actos, manifestando su poder sobre ellos, la
voluntad muestra su irreductibilidad al apetito. La idea de una
moción de la voluntad por su objeto desprecia la diferencia
fundamental entre la voluntad y su objeto. Si la voluntad es una
agente libre, el objeto es un agente natural. Ser un agente
libre es poder poner actos opuestos: la voluntad manifiesta su
libertad en el hecho de que puede querer un objeto lo mismo que
no quererlo. Pero un agente natural obra uniformemente y por eso
mismo es incapaz de producir opuestos. De ello resulta que
«el objeto que continúa siendo el mismo no puede
causar los opuestos en el mismo paciente. Ahora bien, si el
objeto conocido causa el no querer en la voluntad, no puede
causar el querer, e inversamente. Pero afirmar esto es
privar de toda libertad a la voluntad y toda contingencia
en los actos humanos que están en el poder del hombre» (28).

Hay una incompatibilidad completa entre la libertad de la


voluntad y la idea de una moción de la voluntad por su objeto.
Así no se pude sostener, como lo pretendían Tomás de Aquino y
Gil de Roma, que la razón formal de la libertad está en la
voluntad y que la voluntad es movida por su objeto. Agente
natural, el objeto actúa uniforme y necesariamente. Si mueve la
voluntad la mueve unforme y necesariamente, de suerte que con
respecto al mismo objeto, la voluntad no podría producir [122]
más que un acto uniforme y necesario. Movida a la volición no
podría abstenerse de poner una volición, no podría no querer. No
se podría entonces comprender, nota Duns Escoto, apoyándose en
Agustín, por qué, en relación con el mismo objeto, dos hombre
pueden producir actos diferentes. Por esta referencia a Agustín,
Duns Escoto subraya que la cuestión de la causa de la volición
entraña el hecho de la singularidad y de la personalidad del
hombre.
Toda idea de una actuación, incluso formal y final, de la
voluntad, conduce a la negación de la libertad y de la
contingencia y tropieza con el problema del mal. Porque si se
admite que el objeto mueve la voluntad a la volición, sea de
manera eficiente, formal o final, se debe igualmente admitir que
la mueve exactamente igual a la nolición. Y habría que concluir
que el mal, objeto de la nolición, sea distinto de la privación.
Mirar el mal como lo hace Duns Escoto y los que lo criticas,
impide poner el objeto como lo que mueve la voluntad a la
volición y a la nolición. La comprensión de la relación del
objeto a la voluntad en término de moción encuentra por tanto un
triple escollo, el de la nolición del mal, el de la libertad de
la voluntad y el del poder de la voluntad sobre sí misma. Pero
este triple escollo no es otra cosas que el de la singularidad y
el de la personalidad, como lo manifiesta la referencia al libro
XII de la Ciudad de Dios.
En la Suma teológica, Tomás de Aquino caracterizaba la
singularidad por el dominio de su acto en la medida en que "el
particular y el individuo se encuentran bajo un modo todavía más
especial y más perfecto en las sustancias razonables que tienen
el dominio de sus actos: ellas no son simplemente 'actuadas'
como las otras, sino que actúan por ellas mismas o las acciones
existen en los singulares" (29). Duns Escoto admitiría sin duda
que singularidad y dominio de sus actos son indisolubles, pero
este dominio tiene como condición que la voluntad sea preservada
de la causalidad eficaz del objeto. Estableciendo esta
causalidad eficiente del objeto sobre l voluntad Tomás de Aquino
destruye el poder de la voluntad sobre ella misma y en el mismo
gesto, destruye la singularidad y la personalidad del hombre. Lo
mismo es en Gil de Roma y en Godofredo de Fontaines. Pero
rehusar toda causalidad eficaz al objeto sobre la voluntad, no
es negar que el objeto concurra con la voluntad en la producción
de la volición, no es reducir el objeto a una ocasión de la
volición, como lo muestra la crítica de las posiciones de
Enrique de Gante y de Pedro de Olivi. [123]

b. la dependencia de la volición respecto de su objeto

Se ha atribuido frecuentemente a Duns Escoto la posición de


Enrique de Gante, a saber, que el objeto no sería en nada causa
eficaz de la volición, sea causa formal, eficiente o final, sino
que no sería más que la causa sine qua non. De Muralt afirma así
que "como lo dice Duns Escoto de la volición, la potencia del
sujeto es en lo sucesivo causa total y única de sus operaciones,
y su objeto no viene a significar más que, a lo más, la función
de una condición sine qua non o de una ocasión" (30). Menos
perentorio, Auer atribuía esta posición el joven Duns Escoto y
consideraba que desde 1303 sólo la mencionaba de manera crítica
(31). Gilson ya hacía, sin embargo, notar que "Duns Escoto ha
examinado dos respuestas posibles: el objeto es causa sine qua
non de la volición; el objeto es causa parcial de la volición" y
añade que "en el Opus Oxoniense, Duns Escoto atribuye la primera
respuesta a otro maestro" (32).
A menos de asimilar causa parcial y causa sine qua non, no
se puede continuar sosteniendo que, para Duns Escoto, el objeto
o es otra cosa que una ocasión de la volición. La reciente
edición de la distinción 25 del Libro II de la Lectura permite
suprimir ciertas ambigüedades. Duns Escoto declara allí
expresamente contra una cierta posición que califica de
"extrema" y que afirma que "la voluntad sola es causa efectiva
del acto de volición" mientras que "el objeto conocido es
solamente causa 'sine qua non" (33), posición que él atribuye
claramente a Enrique de Gante.
En su rechazo de una moción de la voluntad por su objeto,
Duns Escoto ha tenido el camino desbrozado por Enrique de Gante
y Pedro de Olivi. Ambos afirman netamente el automovimiento de
la voluntad y descartan en consecuencia la idea de que el objeto
ejerza una causalidad eficaz sobre la voluntad.
Tanto para Pedro de Olivi como para Enrique de Gante la
causalidad de la voluntad no debe nada al objeto. Admitirlo
sería reducir la voluntad a una potencia pasiva, mientras que es
eminentemente activa, y destruir la libertad. Con esta
radicalidad se reduciría a nada la personalidad y la dignidad
del hombre. En su Quodlibet Enrique de Gante nota en efecto que
los que, como Godofredo de Fontaines, contemplan una moción de
la voluntad por el objeto, asimilan el acto de la voluntad a un
movimiento físico. Olvidando el abismo que separa la naturaleza
física de la actividad espiritual, trasladas indebidamente lo
que vale para el movimiento de los cuerpos a la voluntad. Lo que
ellos sostiene es entonces "muy nocivo [124] para la dignidad
humana" (34). Todos estos motivos se encuentran en Duns Escoto
quien, sin embargo, se desvía de Enrique de Gante y de Pedro
Olivi cuando rechaza la reducción del objeto a una ocasión del
acto de volición.
Tanto para Pedro de Olivi como para Enrique de Gante la
volición no se puede ejercer sin la presencia del objeto. Esta
presencia es el correlato necesario del acto ce la voluntad,
pero no es más que el correlato. Para que la voluntad pueda
poner un acto de volición, el objeto debe estarle presente. La
presencia del objeto, sin embargo, no causa realmente la
volición. El objeto, dirá Pedro de Olivi, es sólo causa
terminativa de la volición, e.e. el término de la volición. Por
su parte Enrique de Gante sostendrá que el objeto querido no
causa más que metafóricamente (35). No es ni causa eficiente, ni
formal, ni final del acto de volición, sino causa sine qua non,
condición extrínseca del acto de volición. En otros términos, el
objeto no es causa por sí de la volición como lo son las cuatro
causas aristotélicas: la volición no es en ningún caso un efecto
real del objeto.
Queriendo mantener la sola causalidad eficaz de la volición
en el voluntad, Enrique de Gante y Pedro de Olivi llegan a
establecer un nuevo género de causa. Lo que les es común es
afirmar que las cuatro causas aristotélicas no pueden permitir
dar cuenta de la relación del objeto a la voluntad en el acto de
volición. Como lo nota irónicamente Duns Escoto en la Ordinatio,
"afirman, en efecto, que el objeto es necesario a título de
causa 'sine qua non', o a título de término, o a título de
excitante, puesto que nada de todo esto es una causa de por sí
[...] y que por otro lado, ningún obstáculo nuevo, venido de
otra parte, se interpone, ¿cómo quieren arreglárselas (s'y
prendre) para mantener que el objeto es necesario, a menos de
añadir un quinto género de causa a los cuatro que existen?"
(36). Mantenerse en el cuadro de las cuatro causas heredado de
Aristóteles, concebir el objeto de la volición como una de estas
cuatro causas, es necesariamente, para Pedro de Olivi y Enrique
de Gante, poner el objeto como agente y la voluntad como
paciente. Por lo mismo, lo que constituye lo propio de la
voluntad, a saber, el ser una potencia eminentemente activa,
queda frustrado. Es lo que va a disputar Duns Escoto mostrando
que el objeto puede ser causa de la volición en el cuadro de las
cuatro causas aristotélicas, sin que se vea afectada la
dimensión activa de la voluntad. El recurso a un quinto género
de causa, causa sine qua non o causa terminativa, es entonces
excluido por Duns Escoto. [125]
Sostener, como lo hace Enrique de Gante, que la voluntad no
puede poner una volición a menos que sea impedida de hacerlo, es
reconocer implícitamente que la presencia del objeto tiene una
función en la producción de la volición. Hay en efecto, afirma
Enrique de Gante, un tipo de impedimento negativo del acto de
volición que reside en la ausencia del objeto (37).La ausencia
del objeto impediría la volición, mientras que la presencia del
objeto la autorizaría. En este caso, sostiene Duns Escoto
después de Godofredo de Fontaines, el objeto juega una función
activa en la operación de la volición, de lo contrario no podría
ni impedir por su ausencia ni autorizar por su presencia. No
puede ser entonces reducido a una causa sine qua non, a una
causa adyuvante de la volición, puesto que sin él la volición no
puede tener lugar. Es, pues, necesario reconocer al objeto el
estatuto de causa por sí de la volición:
«o la causa 'sine qua non' pertenece a lo que remueve
el impedimento (removens prohibens) (como lo que quita la
viga es causa sine qua non del movimiento de lo pesado), o
se reduce a la aproximación del paciente. Hay que decir,
por tanto, que 'el objeto conocido' es la causa de la
volición, o que es una causa segunda de la volición» (38).
El objeto es tanto más causa por sí de la volición, que hay
una dependencia esencial de la volición respecto del objeto.
Cierto que no se trata de una dependencia de la voluntad misma
respecto del objeto, sino sólo de una dependencia del acto de la
voluntad frente al objeto. Esta dependencia es esencial en el
hecho de que ella determina la perfección, dicho de otro modo,
el grado de ser del acto de volición. La voluntad es capaz de
muchos actos de volición y sus actos se diferencias según su
perfección. La volición de una bien infinito es más perfecto que
la volición de un bien finito, o para tomar el ejemplo de Duns
Escoto, el amor de Dios es más perfecto que el amor de una mosca
(como la intelección de Dios por el entendimiento humano es más
perfecta que la intelección de una mosca por el mismo
entendimiento (39)). Si los actos de la voluntad no dependieran
esencialmente de su objeto, sólo su intensidad permitiría
diferenciarlos según su grado de perfección, pero entonces "ni
el acto, ni el hábito que se refirieran a un objeto más perfecto
no serían absolutamente más perfectos. Así, habría tanta
felicidad en el amor de una mosca como en el amor de Dios [...]
Es por lo que se seguiría que la volición y el amor [126] de una
mosca serían mas perfectos que la volición y el amor de Dios, si
fueran más intensos" (40). Reducir el objeto a una causa sine
qua non de la volición, es negar toda dependencia esencial de la
volición a su objeto y en consecuencia hacer reposar la
perfección del acto de voluntad en la sola voluntad:
«si la voluntad fuera causa activa total del acto de
volición y si el objeto conocido fuera sólo la causa 'sine
qua non', la perfección del acto de volición no provendría
efectivamente del objeto, sino enteramente de la voluntad.
Así cuando la voluntad quisiera con un mayor impulso, el
acto de volición seria más perfecto» (41).

Causa total de la volición, la voluntad es así causa de la


perfección de sus actos. En consecuencia, un acto sería tanto
más perfecto cuanto más intenso, cualquiera que fuera el objeto
hacia el cual se dirija. La volición de una bien infinito no
sería en sí más perfecta que la volición de un bien finito.
Igualmente, la volición de un bien ausente podría ser tan
perfecta como la volición de un bien presente, puesto que la
perfección del acto de volición sería independiente del objeto
(42). Pero en este caso, no habría diferencia fundamental entre
la volición del bien infinito pro statu isto y la volición de
este mismo bien por un bienaventurado. Llevada la cosa hasta el
límite, la felicidad completa sería entonces posible en esta
vida.
La reducción del objeto a una causa sine qua non impide
diferenciar los actos de volición según su perfección. Conduce a
la destrucción de toda diferencia ontológica de la voliciones.
Mantener que la voluntad sola, con exclusión del objeto, es
causa por sí de la volición, es imposibilitar ka afirmación de
que una volición puede ser más perfecta que otra y sobre todo
que la volición del infinito es más perfecta que la volición de
lo finito. Si Enrique de Gante concede que la volición del
infinito en más perfecta que la volición del finito, debe
también conceder que cuanto más elevado es el grado de ser del
objeto, más elevado es el grado de la volición. Él debe admitir,
por consiguiente, una dependencia esencial de la volición
respecto del objeto. Ahora bien, admitir una tal dependencia
esencial, es reconocer que el objeto es causa por sí de la
volición y no causa sine qua non. La relación del acto de
volición al objeto, y no la de la voluntad al objeto, es
semejante, precisa Duns Escoto a la relación de lo medido a la
medida: "el acto de volición es referido esencialmente al objeto
como lo medido a la [127] medida, y no lo contrario (de que sea
querida efectivamente la piedra, ella no depende de la
voluntad)" (43). Ella corresponde, pues, al tercer modo de
relación distinguido por Aristóteles en el libro Delta de la
Metafísica al lado de la relación numérica y de la relación del
activo y del pasivo (44). Según Duns Escoto la relación del
medido a la medida, y más generalmente toda relación del tercer
modo, comprendida ahí la relación de la voluntad a su objeto, es
una relación unilateral.
La relación del tercer modo se distingue de las otras
relaciones por su no reciprocidad. En la relación unilateral no
hay propiamente más que un solo relativo (lo medido por
ejemplo). El otro término de la relación no es un relativo, sino
un absolutum (por ejemplo la medida). La relación no se
comprende, pues, más que como relación de un término, el
relativum, a otro, el absoluto (45). En la medida en que la
relación del acto de voluntad al objeto es una relación
unilateral, resulta que el objeto es un absolutum mientras que
sólo el acto de volición es un relativum. Dicho de otro modo, el
acto de volición es relativo al objeto, pero el objeto no es
relativo al acto de volición. Como lo subraya Beckham, "se debe
ver, sin embargo, la razón decisiva de la existencia de
relaciones unilaterales en el pensamiento de Duns Escoto según
la cual hay relaciones en las cuales se manifiesta una
dependencia esencial de un miembro respecto del otro" (46). La
dependencia esencial reside, muestra el Tratado del Primer
Principio, en el hecho de que "si se supone que el posterior no
es, sin embargo el anterior puede ser sin incluir contradicción;
lo inverso no es verdadero, porque lo posterior tiene necesidad
del anterior. Esto es la necesidad que podemos llamar
dependencia; así decimos que todo lo que es posterior
esencialmente depende necesariamente de lo anterior, no a la
inversa" (47). Mientras que el objeto puede ser sin el acto de
volición, el acto de volición no puede ser sin el objeto.Es en
este sentido como el acto de volición depende esencialmente del
objeto. Ahora bien, la relación unilateral, la relación de
dependencia esencial, estructura el orden esencial y el orden
esencial es un orden de perfección.
El acto de volición no puede ser sin el objeto en cuanto
que el objeto le confiere su grado de perfección. Es por lo que
Duns Escoto declara que la reducción del objeto a una causa sine
qua non implica la destrucción de todo orden esencial.
Correlativamente, la afirmación de que hay voliciones más
perfectas las unas que las otras implicando "que ellas tienen un
orden esencial y que se distinguen así por la especie" (48),
dicho de otro modo, que dependen del objeto. Esta dependencia
esencial de la volición [128] respecto de su objeto sitúa el
objeto como causa, y precisamente como causa por sí de la
volición. La relación unilateral del objeto al acto de volición
es relación de una causa a un efecto:
«lo medido depende de la medida sea como el causado
posterior es referido al causado anterior, sea como el
causado a la causa [...] Pero el acto de voluntad no
depende del objeto conocido como de un causado anterior.
Depende, pues, domo de una causa» (49).

Efecto del objeto, el acto de volición depende de él como


de una casa eficiente. Pero si el objeto conocido es causa
eficiente del acto de volición, ¿cómo no puede convertirse en la
afirmación de una moción de la voluntad por el objeto? La
respuesta se encuentra en la teoría de las causas parciales
concurrentes: el objeto es causa eficiente de la volición a
título de causa parcial, concurriendo con la voluntad, la otra
causa parcial. Pero no impide que la voluntad sea causa total de
la volición.

c. La voluntad, causa total y causa parcial de la volición

¿Cómo admitir que el objeto puede ser causa de la volición sin


comprometer la dominación de la voluntad sobre sus actos y sin
envilecer la voluntad, puesto que, como lo subraya una objeción
de origen agustiniano, "si el objeto causa la volición, el acto
de la voluntad no sería un acto vital, puesto que el efecto no
excede su causa y que lo vital es más noble que lo no vital"
(50)? Situar el objeto como causa por sí de la volición es
renunciar a la idea de que la voluntad es causa total de la
volición.
¿Por qué la voluntad no podría ser causa total de la
volición, puesto que ella es más perfecta que todo agente
natural y que un agente natural puede ser causa total de su
efecto? La razón está en el estatuto ontológico de la voluntad
creada, que, a diferencia de la voluntad increada, no puede ser
causa total de la volición.
Como el intelecto creado, y a diferencia de los agentes
naturales, la voluntad creada está ordenada al esente todo
entero y está igualmente ordenada, siguiendo la perfección de su
naturaleza, a actuar sobre el esente todo entero. Su primer
objeto, en efecto, no es otra cosas que el esente todo entero
(totum ens). Sin embargo, aunque ordenada al esente todo entero,
la voluntad creada no [129] puede reunir el esente todo entero y
actuar sobre él, pues de lo contrario habría que admitir que es
infinita. Sólo una voluntad infinita puede ser causa suficiente
de una operación ordenada al esente todo entero. En razón del
carácter finito de su actividad, la voluntad creada no puede ser
causa suficiente y, por tanto, causa total de la volición. Es
necesario para querer efectivamente su objeto, la cooperación
causal del objeto
«La causa que está ordenada al esente todo entero y
que abraza al esente todo entero, no pude ser causa total
más que si es infinita. Pero el intelecto y la voluntad
abrazan el esente todo entero, es por lo que están
ordenados a tantos objetos que es posible sean
abrazados.Por esta razón, se requiere que el objeto
concurra a la causación del acto de volición y del acto de
intelección de todo objeto: de lo contrario la voluntad
sería en efecto infinita» (51).

Por razón del carácter finito de su perfección y de la


ilimitación de su virtud activa, la voluntad exige el objeto
como causa concurrente con ella a la volición. Este concurso es
tal que el objeto constituye con la voluntad la causa total de
la volición. En este sentido objeto y voluntad corresponden a
causas parciales de la volición. Atribuyendo al objeto una
causalidad parcial en la producción de la volición, ¿Duns Escoto
se reconciliará en cierto modo con la posición tomista? Nada de
eso, como lo ha demostrado de Muralt y como lo confirma la
distinción 25 de la Lectura.
Objeto y voluntad con causas parciales en la medida en que
concurren "en cuanto causa total una al acto de volición" (52).
A la unidad del efecto, la volición, responde la unidad de la
causa, la causa total, no obstante la pluralidad de causas
concurrentes. La causa total tiene una unidad propia y esta
unidad es la de una unidad de orden. No puede ser nunca
comprendida como la simple adición de causas parciales.
Explicando el concurso de la voluntad y del objeto en la
volición Duns Escoto distingue tres modos de integración de
causas parciales a un orden. El orden puede ser ante todo
accidental y en este sentido la causa total será ella misma
accidental. Pero sólo hay orden accidental para causas de la
misma naturaleza, actuando bajo la misma razón, de tal suerte
que la una podría ser suficiente si fuera bastante fuerte: "a
veces muchas causas, que tiene sólo un orden accidentalmente,
concurren entonces por accidente (porque si la virtud causal
estuviera en una sola causa, ella produciría todo el efecto),
[130] como es el caso de muchos hombres tirando de un mismo
navío" (53). La Ordinatio hablará de causas que "concurren ex
aequo, como cuando dos hombres tiran juntos de una mismo cuerpo"
(54). Varios hombres arrastrando una nave son causas
accidentalmente ordenadas puesto que son de igual naturaleza y
de igual razón, así un hombre solo, si fuera bastante fuerte,
podría sustituir por su fuerza a los otros. Causa
accidentalmente ordenadas son, pues, sustituibles.
No es así el concurso del objeto y de la voluntad. El orden
en que ellos integran para constituir una causa una no es
accidental, sino esencial (55). Sin embargo la integración de
causa parciales en un orden esencial puede presentarse de dos
maneras. En el primer caso "varias causas concurren a veces a
causar un solo efecto de suerte que una de las causas recibe su
virtud causal efectiva de la otra" (56). Una de las causas mueve
a la otra u otras a causar. La causa menos perfecta depende
entonces esencialmente de la causa más perfecta en cuanto que
tiene de ella su causalidad: no actúa sino movida a actuar por
la otra. Respecto de la causa más perfecta la causa menos
perfecta o inferior es pura potencia, es la causa superior que
la posee en el acto primero y que la constituye como causa en
acto. No es de esta manera la relación de la voluntad y del
objeto, porque si el objeto fuera la causa superior, por
ejemplo, la voluntad sería enteramente pasiva y no podría ser
actuada más que por él. Se caería entonces en una posición
próxima a la de Godofredo de Fontaines. En el caso inverso, se
caería en una posición próxima a la de Enrique de Gante. El
concurso de la voluntad y del objeto excluye que uno de los dos
reciba su causalidad del otro y sea, por tanto, movido por el
otro. La voluntad y el objeto no puede concurrir más que en la
medida en que toda moción del uno en el otro quede excluida. Se
trata, pues, a propósito del objeto y de la voluntad, del
segundo modo de integración en un orden esencial, a saber que
«varios agentes concurren a veces a causar de suerte
que siendo de otro orden o de otra razón (contra la primer
manera), ninguno recibe del otro su virtud activa, sino que
ambos a dos poseen una causalidad propia, perfecta en su
género"» (57).

Las causas parciales no son aquí de igual naturaleza y de


igual razón, no son sustituibles la una por la otra, pero son
exigidas juntas [131] para la producción del efecto. Cada una
presupone la otra para la producción del efecto, pero cada una
causa según su orden de causalidad propia sin actual nunca sobre
la otra. Son, pues independientes la una de la otra en el
ejercicio de su causalidad. Objeto y voluntad se presentan
entonces como causas eficientes parciales de la volición. El
objeto puede concurrir con la voluntad en producir la volición
en la medida misma en que ejerce su acción sin jamas actuar
sobre la voluntad. y, por tanto, en la medida en que la
causalidad de l voluntad sigue siendo enteramente distinta de la
del objeto. El orden esencial que caracteriza la relación del
objeto y de la voluntad excluye que la voluntad esté a merced
del objeto.
Si el objeto causa la volición, no causa, sin embargo, nada
en la voluntad. No la informa ni la finaliza. No la actúa en
manera alguna. Cualquier cosa que sea el objeto, sea medio o
fin, bien particular o bien universal, él no actúa en nada sobre
la voluntad. Por eso se descarta la posición de los que, como
Godofredo de Fontaines, Gil de Roma y Tomás de Aquino, exigen
una actuación de la voluntad de parte de su objeto, incluso si
no reservan esta actuación más que al objeto supremo de al
voluntad (bien universal o último fin). Pero se descarta también
la posición de los que, como Enrique de Gante y Pedro de Olivi,
niegan toda actividad al objeto en la producción de la volición,
porque suponen, como sus adversarios, que toda actividad del
objeto implica una moción de la voluntad por su objeto.
La vía media seguida por Duns Escoto no es un compromiso
entre dos posiciones extremas, sino un desplazamiento completo
de perspectiva, puesto que permita pensar una causalidad del
objeto en la producción de la volición, manteniendo firmemente
el automovimiento de la voluntad y, con él, el dominio de la
voluntad sobre sus propios actos. Sin embargo, si el objeto
concurre con la voluntad en el producir la volición, su
causalidad no es igual a la de la voluntad. En las causas
ordenadas de la segunda manera,
«una de las causas es el agente principio y la otra
causa, el agente secundario, como el padre y la madre en la
producción del niño y el estilete y la pluma para la
escritura, el hombre y la mujer para la administración de
la casa familiar» (58).

Acaece con la volición como con la generación y el acto de


escribir o la administración de la casa. La generación es el
efecto de una [132] causa total, la pareja, de la que cada uno
de los miembros es una causa parcial activa aunque, sin embargo,
una de las causas parciales, el padre, es causa principal, y la
otra causa parcial, la madre, es causa secundaria (59). La
voluntad es causa principal de la volición mientras que el
objeto sólo es causa secundaria.
La distinción entre causa principal y causa secundaria se
explicita de la manera siguiente en al primer libro de la
Ordinatio: "de dos causas, la principal es aquella que es tal,
que cuando ella actúa, la otra co-actúa, y no inversamente"
(60). En las causas esencialmente ordenadas de la segunda
manera, si la causalidad de una causa no depende de la otra
causa, el ejercicio de su acción por una causa, depende por el
contrario, del ejercicio de su acción por la otra. Es
secundaria, la causa cuyo ejercicio de la acción supone el de la
otra. Decir que la voluntad es causa principal de la volición y
el objeto causa secundaria, es decir que el objeto sólo actúa si
la voluntad actúa. Si la voluntad no actúa el objeto no actúa.
En este sentido, la voluntad determina el objeto a la acción sin
determinarlo en su causalidad propia, pero el objeto no
determina en nada la voluntad a la acción. La razón fundamental
de esta situación reside en el estatuto ontológico propio de la
voluntad y del objeto.
La voluntad es un agente libre y el objeto, un agente
natural. En cuanto agente libre, la voluntad puede hacer
libremente uso de todo agente natural, es decir hacer uso o no
hacerlo (61). La voluntad no puede producir una volición sin el
concurso del objeto, pero el objeto no puede ser "causa
suficiente de la volición más que si la voluntad concurre" (62).
Ahora bien, está en el poder de la voluntad, por razón de su
dominio sobre sus actos, el concurrir o el no concurrir. Como lo
hace notar Bérubé, ella "puede aceptar o no aceptar el concurso
del objeto. Cuando acepta, el objeto es una causa parcial, pero
cuando ella no lo acepta, el objeto no coopera evidentemente. En
ambos casos la voluntad conserva su autonomía de decisión" (63).
Esta formulación queda, sin embargo, ambigua, porque podría
dejar entender que la voluntad puede pasarse del concurso del
objeto en la producción de la volición. No se trata
evidentemente de esto. El objeto presente a la voluntad no causa
la voluntad para que lo quiera, no determina en nada la voluntad
a pasar del acto primo a la acción segunda, este paso proviene
enteramente de la voluntad. Es la voluntad sola la que se
determina a querer o a no querer el objeto, a producir un acto
de volición o un acto de nolición.
La decisión inaugural de la producción de la volición
compete a [133] la voluntad y esta decisión no es motivada en
nada por la presencia del objeto. Una vez que la voluntad se ha
decidido a producir una volición, entonces el objeto concurre
con ella y asegura con ella la producción de la volición. Así el
concurso del objeto no perjudica en nada la libertad de la
voluntad. En efecto, si la producción de la volición supone este
concurso, por una parte esta producción evacua toda moción de la
voluntad por el objeto, por otra parte la determinación a la
producción compete completamente a la voluntad. Causa parcial de
la volición, la voluntad es su causa principal en razón de su
autodeterminación, de su ilimitación, de su poder sobre sus
actos. Sin embargo Duns Escoto mantiene, a pesar de todo, la
idea de que la voluntad es causa total de la volición como lo
muestran las distinciones 34-37 del Libro II de la Lectura.
En la distinción 37 Duns Escoto pone la cuestión de saber
si Dios puede ser causa inmediata de la volición. Declara:
«La voluntad es la causa la más perfecta entre las
causas activas. Por tanto si la voluntad no pudiera ser
causa total de sus voliciones, se seguiría que 'a fortiori'
ninguna otra causa [creada] sería causa total de su efecto»
(64).

Si se admite que una causa activa natural como el fuego es


causa total de su efecto, el calor, se debe entonces admitir aún
más de la voluntad que es una causa activa más noble que el
fuego. De la distinción 25 a la distinción 37, no hay
contradicción alguna. La contemporaneidad de los textos impide
argüir desde una evolución de Duns Escoto pasando de una
comprensión de la voluntad como causa total a una comprensión
más tardía de la voluntad como causa parcial. La afirmación de
la distinción 37 de la Lectura confirma la apreciación de Gilson
según la cual Duns Escoto no ha renunciado nunca a poner la
voluntad como causa total de la volición (65). Entre los dos
textos se trata solamente de una diferencia de perspectiva. El
primero insiste sobre la volición como efecto, sobre la
producción de la volición, el segundo insiste sobre la
causalidad de la voluntad.
La volición puede ser considerada desde un doble punto de
vista. Como efecto, ella resulta de una causa total que no se
confunde con la voluntad, pero incluye el objeto. Ahora bien, la
volición no es solamente efecto, ella es, en cuanto volición, un
acto libre., es decir un acto puesto libremente por un agente
libre y no por un agente natural. En cuanto acto libre y [134]
contingente, la volición tiene por causa total la voluntad,
puesto que la voluntad no se halla determinada en absoluto a
realizarla. Sola la voluntad, agente libre, puede ser a este
título la causa total de una volición, acto libre. O como lo
escribe muy bien Gilson "cuando todo está dicho, sola la
voluntad es la que quiere y de ella de donde surge la decisión "
(66). El reconocimiento de una causalidad parcial del objeto en
la producción de la volición no afecta en nada a la libertad de
la voluntad en la posición de la volición. Causa parcial e la
volición, la voluntad lo es precisamente porque ella es
originariamente causa total de su acto en cuanto acto libre.
Sigue siendo causa total de la volición porque ella es su
principio, mientras que en Tomás de Aquino y en Gil de Roma su
principio es el objeto último de la voluntad.
En la Suma teológica el principio de la volición es en
efecto, como lo hemos visto, Dios en cuanto primer motor, siendo
la voluntad a lo más el principio próximo. Se puede, pues, decir
que la voluntad libre es "el principio primero-último no movido
de sus acciones" (67). La voluntad sigue, pues, substraída a
toda determinación del objeto en su causalidad propia. No es
movida ni formalmente, ni finalmente, ni de manera eficiente por
el objeto. Siendo la posición de la volición siempre un acto
libre, un acto que la voluntad tiene en su poder, resulta que
ningún objeto puede finalizar la voluntad y ninguna relación
natural puede afirmarse entre la voluntad y su objeto. La
voluntad es desnaturalizada al mismo tiempo que desfinalizada.
Esta desnaturalización y esta desfinalización son condiciones
necesarias de la afirmación de la libertad de la voluntad y son
implicadas por una comprensión que hace justicia a la voluntad
arrancándola de la esfera del appetitus.

2. La relación libre de la voluntad al bien

Aunque el objeto pueda aparecer como causa parcial y


secundaria de la volición, la voluntad permanece causa total de
su acto, si se le considera la esencia misma de este acto en
cuanto acto libre. Duns Escoto puede, pues, sostener a la vez y
sin ninguna incoherencia que la voluntad es causa parcial y
causa total de su acto (68). Él puede admitir la participación
del objeto en la producción de este acto, manteniendo siempre el
rechazo de una moción de la voluntad de parte del objeto. Pero
puesto que la relación de la voluntad a su objeto sigue
esencialmente libre e implica que la voluntad puede querer o no
querer (non velle) su objeto, Duns [135] Escoto no puede admitir
una relación natural y necesaria de la voluntad al bien, incluso
tratándose del Soberano Bien. Admitirlo sería volver a asimilar
la voluntad a un appetitus intellectualis.
La formación de la voluntad exige romper con la idea de una
determinación interna de la voluntad por el bien. Ella lleva a
la eliminación de una inclinación natural de la voluntad hacia
el bien, que la necesitaría a quererlo. Más precisamente, ella
conduce a la destrucción de la posición escolástica, según la
cual la voluntad querría necesariamente el bien universal y
perfecto y querría de una manera contingente los bienes
particulares e imperfectos. Se destruye al mismo tiempo la idea
de que el bien universal sería aquello en razón del cual serían
queridos los otros bienes. La formación de la voluntad tiene,
sin embargo, otra aplicación: introduce un corte radical entre
la bondad natural y la bondad moral del acto. Este corte impide
toda fundamentación de la moralidad sobre la inclinación natural.
natural

a. EL relevo de la inclinación natural

Considerar el objeto como causa parcial de la volición no


es menoscabo de la dignidad de la voluntad, es, al contrario,
asegurar la firma autoposesión de la voluntad. La teoría de las
causas parciales concurrentes es indisociable de la expulsión de
la voluntad natural que los predecesores de Duns Escoto
admitían. No se encuentra efectivamente en Duns Escoto esta
tendencia innata y fundamental que la voluntad tendría de común
con todos los seres y que la llevaría infaliblemente hacia el
bien, cualquier cosa que haya dicho Hoeres.
A diferencia de Enrique de Gante, Duns Escoto no admite en
la voluntad una inclinación que la llevaría a querer
necesariamente el bien universal. Macken hace notar a este
propósito que "Enrique admite con Tomás de Aquino que, desde que
un ser está dotado de una inteligencia espiritual, ésta va
acompañada de una voluntad espiritual, habiendo sido elevado al
rango de voluntad la tendencia fundamental de este ser hacia el
bien" (69). Pero lo que es así elevado al rango de voluntad no
puede ser a los ojos de Duns Escoto más que una negación de la
voluntad. NO es difícil ver ahí un apetito intelectual. Enrique
de Gante puede bien defender tenazmente contra Godofredo de
Fontaines el automovimiento de la voluntad, puede bien afirmar
con constancia que la voluntad se determina a querer lo que
quiere, pero no es menos cierto que él concede a sus adversarios
[136] lo que pretende negarles, desde el momento en que admite
en la voluntad una inclinación que la determinaría a querer el
bonum in universali. En esto, él continúa fiel a la comprensión
apetitiva de la voluntad. Sacar las consecuencias más rigurosas
del automovimiento de la voluntad conduce a Duns Escoto a
rechazar la distinción hecha por Enrique de Gante y Tomás de
Aquino entre el acto de querer el bonum in universali y el acto
de querer el bonum in particulari.
En Enrique de Gante la voluntad quiere necesariamente el
bien universal, mientras que puede querer los bienes
particulares, es decir que los quiere de manera contingente.
Frente al bien universal el acto de la voluntad no puede ser más
que un velle, es sólo respecto de los bienes particulares que la
voluntad puede querer lo mismo que no querer. Subyacente a esta
posición está la idea de que el acto de la voluntad se define
por su objeto propio. En esto "Enrique de Gante acepta el método
de análisis aristotélico, utilizado por Tomás, que consiste en
juzgar a posteriori de una facultad a partir del objeto al que
ella está formalmente ordenada" (70) y a juzgar de los actos de
esta facultad a partir de los objetos a los que están ordenados,
se puede añadir.
En sus rasgos fundamentales esta posición está ya
claramente sostenida por Tomás de Aquino. En la Suma teológica
declara: "Lo mismo que el ser colorado en acto es el objeto de
la vista, igualmente el bien es el objeto de la voluntad. Si se
le propone un objeto que sea bueno universalmente y bajo todos
los aspectos, ella tenderá hacia él necesariamente - si por lo
menos ella quiere alguna cosa - porque ella podría no querer. Si
por el contrario se le propone un objeto que no sea bueno bajo
todos los aspectos, no tenderá a él necesariamente" (71). El
bonum universale, que se identifica aquí con el bien perfecto,
es querido necesariamente. Pero ¿es esto un querer? Se podría
decir que en Tomás de Aquino solos los bienes particulares son
queridos.
El respecto al bien universal no es de hecho un querer, es
más bien del orden de un impulso que lleva necesariamente la
voluntad al bien universal. Tomás de Aquino no sólo dice que la
relación de la voluntad al bien universal es necesario, dice
también que es natural. Su necesidad deriva de su naturalidad.
El bien universal es "cierta cosa de naturalmente querido", es
decir cierta cosa "hacia la cual la voluntad tiende naturalmente
como toda potencia hacia su objeto" (72). Lo que fundamenta la
relación natural y necesaria de la voluntad al bien universal,
es la proposición metafísica que quiere que toda potencia tienda
[137] naturalmente a su objeto propio, El Objeto propio de la
voluntad siendo para Tomás de Aquino el bien, la voluntad tiene
a él naturalmente como el intelecto tiende naturalmente a lo
verdadero.
Para afirmar la naturalidad fundamental de esta relación de
la voluntad al bien universal, Tomás de Aquino llegará hasta
enraizarla en la ley natural, gesto de escritura que no es tanto
aristotélico cuanto ciceroniano (73). En la Argumentación de
Tomás de Aquino el principio de una analogía entre los actos del
intelecto y los de la voluntad juega ? plenamente. LA voluntad
da su asentimiento al bien universal como el intelecto da su
asentimiento a lo verdadero. Esta analogía es claramente
rechazada por Duns Escoto en la distinción 1 del Libro I de la
Ordinatio.

Rechazar esta analogía es rechazar que los actos de la


voluntad tengan en el objeto querido el principio de su
distinción. Es también y sobre todo hace manifiesto que lo que
Tomás de Aquino y Enrique de Gante entienden por volición del
bien universal no es en nada un querer sino un impulso, porque
el querer es en su esencia electio y no podrá haber electio allí
a donde la voluntad está naturalmente inclinada.
Cualquiera que sea el bien querido, cualquiera que sea su
grado de bondad, es libremente como lo quiere la voluntad,
mientras que cualquiera que se lo verdadero conocido, cualquiera
que sea su grado de verdad, es siempre necesariamente como el
intelecto le da su asentimiento (74). Como lo precisa la
Lectura, si el entendimiento está determinado en su asentimiento
mientras que la voluntad no lo está, es porque la voluntad no es
un agente natural, mientras que el intelecto lo es. Es en el
estatuto mismo de las potencias activas y no en su objeto donde
reposa el modo de su acto:
«El entendimiento da necesariamente su asentimiento a
lo verdadero que se le muestra proporcionalmente, porque él
es un agente natural, actuando según el extremo de su
potencia - tal no es el caso de la voluntad. Es porque,
cuanto una cosa es más verdadera, tanto mueve el
entendimiento a darle su asentimiento si le es
perfectamente mostrado, pero cuanto una cosa es buena, no
tanto mueve la voluntad a darle su asentimiento» (75).

No se puede decir simplemente que el entendimiento es


determinado por lo verdadero, mientras que la voluntad no es
determinada por el bien. Se debe más bien [138] decir que la
relación del entendimiento a lo verdadero es una relación
natural y necesaria, mientras que la relación de la voluntad al
bien es una relación libre. La voluntad se relaciona libremente
tanto con el bien universal como con el bien particular, tanto
con el bien más perfecto como con los bienes imperfectos. Con
esto se elimina una inclinación natural necesitarte la voluntad
a querer el bien más grande.
La voluntad, porque es voluntad, quiere libremente el bien,
es decir que ella se determina a quererlo. Una tal capacidad de
autodeterminación le falta al intelecto. Considerar que habría
en la voluntad una inclinación que la llevaría ineludiblemente a
l bien universal es negar la autodeterminación de la voluntad.
No es extraño que Enrique de Gante sea entonces el adversario
privilegiado de Duns Escoto. Su posición es más grave que la de
Godofredo de Fontaines, de Gil de Roma o de Tomás de Aquino en
cuanto que ella no es fiel a las exigencias de la
autodeterminación.
Godofredo de Fontaines afirma claramente la moción de la
voluntad por el bien negando todo automovimiento y toda
posibilidad de autodeterminación de la voluntad (76): el bien no
es solamente causa formal de la volición, si también causa
eficiente. Gil de Roma sostiene también él la moción de la
voluntad por el bien (77). No es lo mismo Enrique de Gante, que
afirma la autodeterminación de la voluntad.
Enrique de Gante no ha visto que el establecimiento de la
autodeterminación de la voluntad conducía a la negación de la
volición natural del bien universal. Pero querer libremente, es
también radicalmente poder querer el bien. Ahora bien, si se
admite que la voluntad puede querer el bien ¿no se llega también
a admitir que ella puede querer el mal? Al velle debe
corresponder un noble. Constituir el velle como necesario, es
automáticamente eliminar el noble. Queriendo necesariamente el
bien, la voluntad no podría no quererlo, no podría recusarlo.
Duns Escoto no se encierra en esta alternativa peligrosa.
Al lado del velle y del noble introduce el non velle, y esto
desde la Lectura. Este non velle no se ha de comprender tanto
como un no-querer cuanto un querer-no. No hay que minimizar,
como lo hace Hoeres, la invención de este non velle escotiano,
porque de esta invención esta pendiente la libertad de la
voluntad. No hay poder querer el bien más que en la medida en
que hay un poder querer-no el bien y no hay poder no querer el
mal más que en la medida en que hay un poder [139] querer-no el
mal. El non velle se presenta así como una exigencia interna de
la formación de la voluntad. La libertad de la voluntad es tal
que a todo velle puede corresponder un non velle:
«Digo que hay dos actos positivos de la voluntad, a
saber, no querer y querer, y aunque el no-querer no sea más
que respecto de lo que posee la razón de mal o bien hacia
un objeto imperfecto, la voluntad puede sin embargo
negativamente no querer un objeto en el que no hay razón de
mal ni razón de bien imperfecto porque su libertad es hacia
los contradictorios» (78).

Duns Escoto mantendrá esta afirmación en el pasaje


correspondiente de la Ordinatio (79). Este querer-no es un a
suspensión de la voluntad no asimilable a la indecisión (80). El
'suspense' de la voluntad no se ejerce efectivamente entre un
velle y un noble, sino en respecto de un velle o de un noble.
Con la noción de un non velle Duns Escoto destruye
radicalmente toda ordenación natural, es decir no libre, de la
voluntad al bien, puesto que el non velle puede referirse a todo
bien, incluido el bien perfecto, como destruye también la
ordenación natural de toda volición de un bien a un bien
perfecto. Duns Escoto admite como sus adversarios que la
voluntad no pude ejercer un acto de nolición respecto del bien
perfecto, como no puede ejercer un acto de volición del mal.
Pero puede abstenerse de querer el bien perfecto o de querer un
bien en razón del bien perfecto (81), como puede abstenerse de
rehusar el mal. En esto la voluntad deshace la integración
natural de los bienes que hacía de la volición del bien perfecto
la presuposición de la volición de los otros bienes. La voluntad
puede querer bienes finitos sin vincularlos con el bien
infinito. El non velle se articula entonces estrechamente a la
nueva comprensión de la causalidad del objeto sobre el acto de
la volición, como lo muestra la distinción 49 del cuarto libro
de la Ordinatio.
En esta distinción Duns Escoto muestra, en ruptura con la
tradición, que la voluntad no está determinada por una
inclinación natural a querer la felicidad y a no querer la
desdicha. La volición de la felicidad y la nolición de la
desdicha son actos libres y en este sentido actos de los que la
voluntad es la causa total. Si la voluntad no puede ejercer un
acto de nolición de la felicidad, ella puede sin embargo
abstenerse de querer la [140] felicidad, y si no puede ejercer
acto de volición de la desdicha, puede sin embargo abstenerse de
rehusar la desdicha. Duns Escoto se niega a deducir de la
proposición "la voluntad no puede querer la desdicha", las
proposiciones "la voluntad rehúsa necesariamente la desdicha" y
"la voluntad quiere necesariamente la felicidad". En la medida
en que lo que es querido con la felicidad no puede ser más que
un bien y que lo que es rehusado con la desdicha no puede ser
más que un mal, el debate planteado sobre la volición de la
felicidad es directamente un debate que llega al tema de la
volición del bien.
La volición y la nolición son ambos a dos actos libres. Una
volición y una nolición necesarias serían actos contradictorios.
La voluntad puede siempre elegir o no elegir un acto de volición
del bien o un acto de nolición del mal. Ella puede no elegir un
acto de nolición sin por ello querer el mal, como puede no
elegir un acto de nolición del bien sin por ello rechazar el
bien (82). Retomando lo que estableció desde la distinción 1 del
primer libro de la Lectura, Duns Escoto sostiene, refiriéndose a
la experiencia interna, que la voluntad es libre de desviarse
del bien sin por ello recusarlo, porque tiene el poder de
suspender la volición del bien:
«La voluntad puede no querer y no rehusar todo objeto,
puede abstenerse en particular de todo acto respecto de
esto o de aquello. Y cada uno puede hacer la experiencia de
ello en sí mismo cuando alguno presenta un bien. Incluso si
lo presenta como un bien que debe ser considerado y
querido, se puede desviarse de él y no elegir acto alguno
de volición respecto de ese bien» (83).

El bien no necesita /fuerza la voluntad a quererlo, aun


siendo el bien más perfecto, como el mal no puede forzar la
voluntad a no quererlo. No se puede argüir, como Enrique de
Gante y Tomás de Aquino, partiendo de la perfección del objeto
querido para sostener la idea de que la voluntad está
determinada a quererlo (84). Esto no sería en efecto aceptable
más que si se admitiera en la voluntad una verdadera volición
natural. Si la voluntad no puede querer el mal y rehusar el
bien, no es porque está forzada (necesitada) por el mal o por el
bien, sino porque el mal y el bien concurren con la voluntad a
la nolición y a la volición a título de causa parcial. Porque el
bien es causa de la volición del bien a título de causa parcial,
la voluntad no puede recusarlo (85). Lo que vale para la
felicidad vale para el bien. En ausencia de toda inclinación
natural [141] forzándola a querer el bien y a rehusar el mal, la
teoría de las causas parciales permite pensar una relación libre
de la voluntad al bien y el mal.
Consideradas como causas parciales, el bien y el mal no
mueven la voluntad a la volición, pero concurren con ella a la
producción de la volición y de la nolición de tal suerte que
toda volición del mal y toda nolición del bien quedan excluidas,
sin disminuir la libertad. Es porque Hoeres asimila la
causalidad del objeto a una causalidad sine qua non, por lo que
estaría obligado a recurrir a la inclinación natural de la
voluntad, confiriéndole una importancia privilegiada. Pero la
toma en consideración de la teoría de las causas parciales
concurrente, tal como la expone la distinción 25 del segundo
libre de la Lectura, permite evitar una interpretación
preescotiana de la inclinación natural. Sin embargo la teoría de
las causas parciales, si permite considerar una volición del
bien y una nolición del mal prescindiendo (haciendo economía) de
toda determinación natural de la voluntad, no es suficiente para
caracterizar la relación libre de la voluntad al bien y al mal.
Causa parcial de la volición del bien con el bien mismo, la
voluntad queda, sin embargo, como causa total de la volición en
cuanto acto libre y esta causalidad total se manifiesta
particularmente en el non velle. La posibilidad del non velle es
aquí decisiva. La posición desarrollada en el libro IV de la
Ordinatio encuentra sin embargo su bosquejo en la distinción del
primer libro de la Lectura, donde Duns Escoto se niega a aceptar
que la volición no presuponga la bondad del objeto y que la
nolición no presuponga su malignidad (86). El pasaje
correspondiente de la Ordinatio parece más evasivo. Duns Escoto
parece reservar allí su respuesta, lo cual hace decir a Auer que
Duns Escoto defiende la posibilidad para la voluntad de querer
el mal (87). El 'otro lugar' de que se hace cuestión ('alias
erit sermo') no es otro que la distinción 43 del segundo libro
donde Duns Escoto aborda radicalmente el problema de la volición
del mal poniendo la cuestión de un pecado por pura maldad (88).
Para responder a esta cuestión Duns Escoto diferenciará el
pecado contra el Padre, el pecado contra el Hijo y el pecado
contra el Espíritu. Es sólo en el caso tercero donde se pone con
toda su radicalidad la cuestión de una volición del mal.
El pecado contra el Padre es en efecto un pecado por
impotencia y debilidad de las potencias intelectual y
voluntaria. Aquí la voluntad no peca por ella misma , sino en
razón de su unión con el apetito sensitivo. [142] Esto no
significa que el pecado no es un acto libre, porque el apetito
sensitivo no puede mover la voluntad a pecar, según el principio
de que una causa inferior no puede mover una causa superior. La
voluntad se decide solamente a seguir la inclinación del apetito
sensitivo y no peca entonces sub ratione mali (89). El pecado
contra el Hijo es pecado por ignorancia. Aquí la voluntad peca
porque el mal se le presenta por la razón errante sub ratione
boni (90). El pecado por malicia no es ni un pecado por
impotencia ni un pecado por ignorancia, sino un pecado por
libertad. Es contra al Espíritu Santo, que no es ni potencia, ni
sabiduría, sino bondad como se ha pecado por malicia. La
voluntad no peca aquí por razón de su unión con el apetito
sensitivo ni por razón del conocimiento intelectual, la raíz del
pecado se encuentra en ella misma, en su libertad (91). La
posibilidad de un pecado por malicia es rigurosamente articulado
con la plena afirmación de la libertad. Pero no se trata de un
pecado sub ratione mali. Duns Escoto rehúsa la asimilación del
pecado ex malitia al pecado sub ratione mali:
«Incluso si no se afirma que la voluntad creada pueda
querer el mal bajo la razón de mal, se puede todavía
asignar un pecado por cierta malicia cuando la voluntad
peca por su libertad, sin pasión del apetito sensitivo y
sin error en la razón. Aquí se encuentra la mayor razón de
malicia, porque nada distinto de la voluntad mueve a uno a
hacer el mal [...] La malicia perfecta es aquí completa
como puede ser en el pecado, porque el pecador, desde la
plena libertad, sin ocasión extrínseca, elige el querer
malvado. La malicia no es sin embargo tal que al pecar la
voluntad tienda al mal en cuanto mal» (92).

Cuando peca por libertad la voluntad no quiere, sin


embargo, el mal en cuanto mal, porque, como voluntad, ella no lo
puede querer. NO hay nada en los textos de Duns Escoto que apoye
la idea de una volición del mal. Querer el mal sería quererlo
como mal. Ahora bien, no es porque ella quiere el mal como mal,
por lo que la voluntad peca por malicia, sino porque su relación
al mal como al bien es libre. [143]
b. Bien y mal desde el punto de vista de la moralidad

La voluntad no está determinada, desde el interior o desde


el interior, a querer el bien y a rechazar el mal. Toda moción
natural de la voluntad por el bien está descartada, como está
descartada toda determinación del querer por una inclinación
natural que llevaría irresistiblemente la voluntad a querer el
bien y a rechazar el mal. Es por lo que no se puede encontrar en
Duns Escoto esa estrecha conexión del ser y del bien que Hoeres
se condenó (se vio obligado) a afirmar, porque había
interpretado la causalidad del objeto sobre la volición a la
manera de Enrique de Gante. Llevando a Duns Escoto hacia Enrique
de Gante por una parte, Hoeres se vio obligado a llevarlo hacia
Tomás de Aquino por otra parte, para salvar lo que él llama la
racionalidad de al voluntad. Él es movido, en otros términos, a
fundar la bondad moral sobe la bondad natural puesto que define
la racionalidad de la voluntad a partir de la inclinación
natural al bien. Este gesto de fundamentación se puede encontrar
en Tomás de Aquino, pero no puede hallarse en Duns Escoto.
Al abordar la cuestión del bien moral y del mal moral en
los actos humanos, Tomás de Aquino comienza por afirmar la
convertibilidad del ser (ens) y del bien (93). En razón de esta
convertibilidad "toda acción tendrá tanto de bondad cuanto
tendrá de ser" (94), no siendo la bondad otra cosa que la
plenitud del ser. Completamente distinta es la trayectoria de
Duns Escoto, que separa la cuestión del bien en los actos
humanos de la proximidad del bien como transcendental
convertible con el esente, como lo atestigua explícitamente la
distinción 40 del segundo libro de la Ordinatio.
Duns Escoto distingue la bondad moral de un acto de su
bondad natural, pero lo hace de tal manera que la bondad natural
del acto no pueda en manera alguna fundar su bondad moral. No
hay articulación, sino disyunción de la bondad natural y de la
bondad moral del acto. Esto implica una nueva comprensión de la
bondad natural del acto, que Duns Escoto diferenciará de la
bondad natural del esente.

La bondad natural del acto no puede ya ser comprendida en


términos de convertibilidad con el esente:
«Esta bondad natural no es la convertible con el
esente, sino la que tiene el mal por opuesto» (95).

En el Quodlibet Duns Escoto diferenciará la bondad natural


primera de la bondad natural segunda, esta última sola
refiriéndose [144] al acto. Comentando a Agustín (96), adelanta
que la bondad de dos bondades naturales es comparable a la de la
salud y del aspecto agradable del rostro. La bondad natural
primera o esencial no es otra cosas que la perfección del
esente. Un esente se dice bueno en la medida en que no comporta
ninguna imperfección o disminución de perfección. Es en este
sentido, precisa Duns Escoto, como la salud puede decirse buena
para el hombre. En ella se manifiesta una plenitud de ser, la
plenitud vital. Pero la bondad natural del acto no en nada
asimilable a esta perfección primera. La bondad natural de un
acto, o bondad accidental, reside ante todo en un acuerdo, en
una armonía, que implica un complejo de relaciones. Es en los
mismos términos y con la misma referencia a Agustín, como la
distinción 40 del segundo libro de la Ordinatio determinaba la
bondad natural del acto comparándola con la belleza corporal:
«Digo que la bondad natural es como la belleza
corporal, que consiste en la agregación de todo lo que
conviene a este cuerpo y entre sí, como la cantidad, el
color y la figura, como lo afirma Agustín La Trinidad VIII
4: "bueno es el rostro del hombre con los rasgos regulares,
jovial (enjoué), fulgente de frescor". Esta bondad natural
[...] es una perfección segunda de una cosa donde todo lo
que conviene a la cosa y entre sí forma un todo» (97).

La bondad natural de un acto no es sustancial sino


relacional, como lo es la belleza natural de un cuerpo (98).
Para que un acto sea naturalmente bueno, es necesario que sea
perfecto, y lo es cuando satisface a todas las condicione
necesarias a su bondad, a saber la causa eficiente, el objeto,
el fin y la forma (99). Del mismo modo que un rostro es hermoso
cuando es armonioso, es decir, cuando reina el acuerdo entre
todos los elementos necesarios a su belleza, un acto es
naturalmente bueno en razón del acuerdo de todas las condiciones
requeridas, y no en función de su plenitud de ser.
La bondad natural de una acto es un todo armonioso. Resulta
del concurso de todo lo que es necesario para constituir el acto
y, a este título, requiere todas las causas. En estas
condiciones ella no reposa sobre la bondad esencial y no es
fundamentalmente función del objeto, a la inversa de lo que
sostiene Tomás de Aquino.
En la Suma teológica Tomás de Aquino declara que el acto
natural es genéricamente bueno según su plenitud de ser,
específicamente [146] bueno según su objeto, accidentalmente
bueno según las circunstancias y para terminar, bueno según el
fin. Esta cuádruple determinación de la bondad natural, que, en
Tomás de Aquino, funda la bondad moral, no es encuentra en Duns
Escoto. Lo que viene al primer plano no es ni el ser del acto no
siquiera la elación del acto a su objeto, sino la totalidad de
relaciones que constituyen la bondad del acto, la conveniencia
de elementos entre ellos y con el todo. ¿En qué se funda esta
conveniencia? En el Quodlibet Duns Escoto parece responder que
la conveniencia se funda sea sobre la naturaleza de los
términos, sea sobre el juicio del intelecto divino, medida
última de la conveniencia en razón del conocimiento perfecto que
él posee de todo esente (100). La referencia al intelecto divino
se justifica en el hecho de que la bondad natural pertenece a
los actos de los agentes naturales, es decir de los agentes
desprovistos de entendimiento y de voluntad. Pueden ser dichos
naturales los actos cuya conveniencia con el objeto proviene
sólo de causas naturales o de un juicio que reposa sobre el
conocimiento sensitivo (101). Incluso si el agente está dotado
de conocimiento sensitivo, sus actos "no sobrepasan la bondad
natural" (102), en la medida en que el acto procede de la
tendencia natural del agente, dirigido irresistiblemente hacia
su perfección propia. De todos modos, como lo precisa el mismo
texto, la conveniencia de los actos con el objeto reposa
últimamente en la voluntad divina misma.
La bondad natural corresponde de hecho al acto natural, no
libre. Desde el momento en que el acto contemplado no es ya el
de una naturaleza sino el de un voluntad, ya no es cuestión de
bondad natural, sino de bondad moral. De la bondad natural a la
bondad moral no hay una continuidad fundada en última instancia
sobre la convertibilidad del bien y del esente y sobe la
tendencia natural de todo esente hacia el bien, sino que hay una
ruptura. Como lo hace notar Lagarde, "esta oposición del 'bien
natural' y del 'bien moral' está muy marcada en el sistema
escotista" (103)
A diferencia de la bondad natural que podría ser atribuida
tanto a una cosa como a un acto, la bondad moral no puede ser
atribuida a un acto. Es por lo que la definición de la bondad
moral retoma los términos de la definición de la bondad natural
accidental, que cualificaba el acto natural, pero refiriendo la
conveniencia a la recta razón:
«digo que la bondad de un acto moral consiste en la
agregación de todo lo que conviene al acto, no
absolutamente, desde la naturaleza del acto, sino según la
recta razón» (104). [146]

La bondad moral no es substancial sino relacional. Un acto


se dice bueno moralmente cuando constituye un todo armonioso de
relaciones, relación al objeto, al agente y a las circunstancias
que son el fin, el lugar y el tiempo. En la distinción 17 del
libro I de la Ordinatio Duns Escoto presenta la bondad moral
como el decoro del acto, comparándola con la bondad corporal
que, precisa, no es un cualidad absoluta del cuerpo hermoso
(105). Todo lo que debe reunirse en el acto para que sea un acto
moral no es determinado por la naturaleza, como en el caso de la
bondad natural accidental, sino por la recta razón (106). El
intelecto practico sustituye a la naturaleza. La conveniencia no
es entonces natural, es racional. Sin embargo, no se puede
subestimar aquí la referencia a la recta razón. Por una parte,
como lo veremos más adelante, porque la racionalidad en Duns
Escoto no tiene su lugar en el intelecto sino en la voluntad.
Por otra parte, porque la exigencia a la recta razón, al
intelecto práctico y no al intelecto especulativo, es una
implicación de la formación de la voluntad.
La subestimación del papel jugado por la recta razón
conduce a no reconocer la radicalidad de la posición de Duns
Escoto en función de un modelo tomista subyacente. En Tomás de
Aquino la razón primera de la bondad moral de un acto hay que
encontrarle en el objeto (107). De ello resultan dos
consecuencias. La primera, de, dependiendo únicamente del
objeto, la bondad moral del acto de la voluntad depende
exclusivamente del fin, puesto que el fin es el objeto mismo de
la voluntad, mientras que no es el objeto de otras potencias
(108). La segunda consecuencia es que, dependiendo del objeto,
la bondad de la voluntad depende de la razón (109). Esta
estrecha articulación del objeto , del fin y de la razón no se
encuentra en Duns Escoto, porque la raíz de la moralidad no hay
que encontrarla en la conformidad con la naturaleza. La razón
primera de la bondad del acto moral no se encuentra en el
objeto, sino en el poder del agente. La voluntad es así la
condición primera del acto moral en el sentido de que sólo un
acto elegido por la voluntad, un acto libremente elegido, puede
ser un acto moral:
«Pero la razón primera de su bondad es la conveniencia
del acto al eficiente por lo que el acto se dice moral,
porque libremente elegido, y esta razón es común al acto
bueno y al acto malo; no es en efecto laudable u
reprensible si no es por la voluntad» (110). [147]

Se ha afirmado ciertamente antes de Duns Escoto que el acto


moral era un acto de la voluntad y, a este título, un acto
libre.Tomás de Aquino no dice otra cosa. Pero lo que es nuevo,
es que la prima ratio bonitatis no ninguna otra cosa distinta de
la libertad. El objeto no es más que condición segunda de la
bondad moral del acto (111). Encontramos de nuevo aquí la teoría
de las causas parciales concurrentes. El objeto es, con la
voluntad, causa parcial concurrente de la bondad del acto moral,
porque, como lo subraya la distinción 7 del mismo libro, "no
puede haber acto que se refiera a un objeto, y este objeto
necesariamente conviene o no conviene al acto; y el objeto
apropiado hace así necesariamente buena el acto y al objeto no
apropiado lo hace necesariamente malo" (112). Causa eficiente de
la bondad del acto moral, a título de causa parcial, el objeto
es, sin embargo, la causa segunda.
La voluntad no es solamente causa parcial primera de la
bondad moral. ella es también la causa total en la medida en que
el acto moral e un acto libre. Si fuera de otro modo, el acto no
podría ser laudable o reprensible. El acto no es
fundamentalmente bueno o malo moralmente en razón de su objeto,
sino en razón de la potencia que lo elige, con tal de que esta
potencia sea ella misma libre. La distinción 48 del libro I de
la Ordinatio que pregunta "si la voluntad creada es buena
moralmente todas la veces que se conforma con la voluntad
increada" (113) aporta un confirmación.

En la Suma teológica Tomás de Aquino sostiene, conforma a


la función privilegiada que atribuye al objeto, que la voluntad
creada no es buena moralmente más que si ella se conforma con la
voluntad increada en cuanto al objeto querido. Puesto que la
voluntad creada puede querer formalmente el mismo objeto que la
voluntad increada, ella le puede ser conforme: "Podemos conocer
de una manera general cuál es el objeto de la voluntad divina.
Porque sabemos que Dios quiere toda cosa bajo la razón de bien.
Por consiguiente, quien quiere un objeto sobre no importa qué
razón de bien tiene una voluntad conforme a la de Dios en cuanto
al motivo del querer" (114).

Duns Escoto, por el contrario, descarta toda posibilidad de


una bondad del acto de la voluntad por conformidad al acto de la
voluntad increada, subrayando que "la bondad de la voluntad no
depende del solo objeto" (115). La bondad del acto de la
voluntad depende no solamente del objeto, sino [148] también de
todas las circunstancia, especialmente del fin. Por no es eso lo
decisivo, porque las circunstancias son función ellas mismas de
la voluntad. Si la voluntad creada y la voluntad increada
quisieran "la misma cosa de la misma manera, y así con todas las
otras circunstancias - la voluntad creada no sería buena como lo
es la voluntad increada, porque donde el acto es de agentes
diferentes, no existen las mismas circunstancias" (116). Lo que
viene en primer plano no es la identidad del objeto, sino la
diferencia de agentes, es decir de voluntades efectivamente,
siendo una creada y finita y la otra increada e infinita. Si la
bondad moral fuera ante todo determinada por el objeto, no
habría imposibilidad de una conformidad de la voluntad creada
respecto de la voluntad increada. Es decir, que la bondad moral,
aunque tiene un lugar para el objeto y las circunstancias,
encuentra ente todo en el agente, y por tanto en la voluntad
misma, su condición.
La insistencia de Duns Escoto de hacer de la voluntad la
prima ratio de la bondad moral del acto excluye toda referencia
a la naturaleza. Es porque el acto moral es el acto de una
voluntad en que la conformidad al dictamen de la recta razón se
coloca en primer plano, substituyéndose a toda conformidad con
la naturaleza. La conveniencia el objeto con el acto, subraya
Duns Escoto en la distinción 7, no es una conveniencia natural,
sino una conveniencia según el dictamen de la recta razón. Una
conveniencia natural no podría concernir más que a un acto
natural, un acto que se originaría de hecho en una pulsión
natural. Es sólo allí donde la voluntad esta comprendida como
appetitus donde una conveniencia natural del el objeto con el
acto puede ser aceptada. Cuando la voluntad escapa
irreductiblemente al orden del appetitus, la idea de una
conveniencia natural del acto al objeto se excluye. El recurso a
la recta razón se deduce, pues, estrictamente de la formación de
la voluntad. Es precipitado encontrar ahí un intelectualismo que
mitigaría un voluntarismo, como lo hace Gilson, o la prueba de
que, después de todo, Duns Escoto no sostendría posiciones tan
desatinadas y peligrosas como lo hace Maurice de Gandillac. No
hay ninguna deferencia a la razón en Duns Escoto, sino el
desarrollo de las implicaciones de una escritura de la voluntad.
La voluntad, al formarse, se diferencia de la naturaleza.
Porque es libre y espiritual, no puede conformarse a la
naturaleza. sino que puede conformarse a un dictamen de la recta
razón. El dictamen se dirige efectivamente a una libertad. Es
libremente como la voluntad lo aprueba, y es también con toda
libertad como ella puede abstenerse de seguirlo. El dictamen
[149] concierne no solamente a la relación del acto moral a su
objeto, concierne también a las circunstancias del acto moral.
Duns Escoto atribuye a las circunstancias una importancia que no
les concede Tomás de Aquino (117). Son ellas y no el objeto las
que determinan la bondad moral específica. La elucidación de la
bondad moral conduce a Duns Escoto a distinguir aquí tres
grados: la bondad moral genérica, la bondad moral específica y
la bondad moral meritoria (118). La bondad moral es triple.
Esta triplicidad es tal que cada grado nuevo presupone el
antecedente. El primer grado de la bondad moral, la bondad
genérica, depende del objeto. Esta bondad genérica es el soporte
de toda especificación moral. La especificación de la bondad
moral del acto no depende del objeto, como en Tomás de Aquino,
sino de las circunstancias. Cuando las circunstancias se añaden
al objeto, se obtiene la bondad moral específica que, en cuanto
que integra la totalidad de las condiciones, no puede ser dicha
bondad cuasi potencial, como la bondad genérica, sino bondad
circunstancial o virtuosa (119). Dar limosna es un acto
genéricamente bueno. Dar limosna a un pobre que lo necesita, en
el lugar conveniente y por amor de Dios, es una acto moral
específicamente bueno.
El tercer grado de la bondad moral, la bondad meritoria o
gratuita, añade al segundo grado la conformidad con la gracia o
la caridad como principio del mérito. Esta bondad meritoria
remite a la doctrina de la aceptación divina como aceptación
libre y voluntaria. Entonces se da limosna por caridad, la cual
nos hace amigos de Dios, en cuanto que el acepta esta obra.
A los tres grados de bondad moral corresponden tres grados
de maldad moral: la maldad genérica, cuando el objeto no
conviene a la volición; la maldad específica, cuando una o
varias circunstancias no son apropiadas aunque el objeto o lo
sea; La maldad demeritoria (desmerecedora) finalmente (120). Un
acto puede ser bueno genéricamente, pero malo específicamente,
Puede ser bueno específicamente, pero mal desde el pinto de
vista del mérito. Pero si es malo genéricamente, no pude ser
bueno de ninguna manera en cuanto dice respecto a la bondad
ordenada. Sin embargo, hay que tener en cuenta la diferencia
entre lo increado y lo creado, el infinito y el finito, porque,
como lo subraya Duns Escoto, "la maldad opuesta a un bien creado
no se desvía necesariamente del bien increado" (121). Es por lo
que la mentira, en la medida en que se dirige a otro hombre y no
a Dios, no es necesariamente un pecado. [150]
En el mismo texto Duns Escoto va todavía más lejos critican
a aquellos que, como Tomás de Aquino, hacen del objeto el
principio de la cualificación del acto moral. No se puede
sostener que un acto genéricamente malo no puede ser bueno,
porque la bondad o maldad del acto no proceden en principio de
la naturaleza del objeto, sino de los preceptos establecidos por
la voluntad divina y tomados en conocimiento por la recta razón.
La recta razón no dispone sobre qué es bueno o mal, es una
voluntad, la voluntad divina la que lo establece. Hay allí pues
una raíz voluntaria de la cualificación moral de los actos. Los
actos son buenos o malos en razón de un precepto divino y no en
razón de su naturaleza. Non hay ningún acto que sea en si bueno
o mal, sino que todo acto es bueno o malo por una libre decisión
divina. Ahora bien, los preceptos establecidos por Dios, en la
medida en que no conciernen más que a la relaciones de la
criaturas entre sí, puede ser revocados por Dios. Matar a un
hombre es un acto genéricamente malo de potentia ordinata Dei,
pero puede hacerse genéricamente bueno de potencia absoluta Dei,
es decir incluso meritoriamente bueno si Dios lo manda
expresamente:
«No es más materia ilícita de discurso cuando se
piensa que todo es falso, de lo que lo es el asesinato de
un hombre inocente por la salud de la república. Pero las
condiciones que hacen de eso una materia ilícita, por
ejemplo, matar a un hombre, siguen las mismas ???, se puede
hacer lícito este acto de matar, por ejemplo si Dios revoca
este precepto "no matarás", como se ha dicho en la cuestión
precedente, y se lude hacer no solamente lícito, sino
también meritorio, por ejemplo si Dios prescribe matar,
como lo prescribió a Abrahán respecto de Isacc» (122).

La naturaleza no es ya el fundamento de la bondad de los


actos. La raíz de la bondad moral es la voluntad de una parte,
porque sólo un acto libre puede decirse moralmente bueno, la
recta razón de otra parte porque la bondad moral de un acto
deriva de su conformidad a los preceptos conocidos por la recta
razón, preceptos libremente establecidos por Dios. La
conformidad a la recta razón es ella misma voluntaria y excluye
definitivamente la idea de una conformidad con la naturaleza. El
orden de la moralidad es rigurosamente no natural. [151]

3. La destrucción de la teleología natural

La afirmación de la libertad de la voluntad exige llevar


todavía más lejos el proceso de ruptura con la idea de una
orientación natural y, por tanto, necesaria, de voluntad hacia
su fin, y más precisamente hacia su fin último. Descartar la
moción de la voluntad por el objeto, y por lo mismo la moción de
la voluntad por el fin, puede bien acompañarse del mantenimiento
en la voluntad de una tendencia natural y necesaria hacia el
fin. La posición de Enrique de Gante es ejemplar a este
respecto. Si defiende bravíamente la autodeterminación de la
voluntad, contra Godofredo de Fontaines y Gil de Roma, mantiene,
sin embargo con ellos la idea de una orientación natural y
necesaria de la voluntad hacia el fin.
Si hay una posición común en el s. XIII, es la que sostiene
que l voluntad quiere necesariamente el fin, que tiende a él
naturalmente como el cuerpo grave tiende a la tierra. Habría un
pondus naturale interior a la voluntad, que le lleva
indefectiblemente hacia el fin. Sólo respecto de lo medios
podría la voluntad poner tanto un noble como un velle. Necesaria
sería la volición del fin, libre sería sólo la volición de los
medios. En este sentido Enrique de Gante atribuye menos que Duns
Escoto a la voluntad, puesto que sigue fundamentalmente fiel a
esta afirmación de un pondus naturale de la voluntad que Duns
Escoto va a negar, porque es radicalmente inconciliable con la
voluntad.
La formación de la voluntad exige su desarraigo el más
completodel orden del apetito. Ahora bien, conservar en la
voluntad una tendendia necesaria hacia el fin a la que la
voluntad no podría resistirse, es todavía concebirla bajo el
modo de apetito natural. Enrique de Gante se coloca en esto en
el mismo terreno que sus adversarios. Como Tomás de Aquino, Gil
de Roma y Godofredo de Fontaines, él afirma la naturalidad de la
volición del fin. Afirmar la naturalidad de la volición del fin
es también disimular de poner la naturalidad misma del fin. El
fin se presenta entonces como dado.
Rompiendo con la naturalidad de la volición del fin, Duns
Escoto descarta la idea de una predonación del fin. La voluntad
no querrá naturalmente, sino libremente, el fin. Más
precisamente, porque, como lo hemos visto, Duns Escoto descarta
toda idea de una volición natural, ella no tenderá hacia el fin,
sino que lo querrá. El fin no será deseado sino amado, y
procederá de un acto de elección. Queriendo el fin, la voluntad
se lo fija [152] a ella misma. Ella manifiesta su libertad en el
abandono de toda ordenación natural al fin. Así se suprime el
orden teleológico del querer propio de la romanidad.

a. La constitución voluntaria del ser-fin

Hablar en Duns Escoto de una desfinalización del obrar


puede parecer paradójico. Como el de la Lectura, el Prólogo de
la Ordinatio afirma en efecto claramente que un "conocimiento
distinto del fin que persigue es necesario a todo agente que
actúa por conocimiento" (123). El obrar voluntario es un tal
obrar por conocimiento, puesto que a diferencia de la acción
natural, la acción voluntaria presupone el conocimiento. La
afirmación de que el agente voluntario actúa en vistas de un fin
se apoya cada vez en Duns Escoto sobre la afirmación de que todo
agente actúa en vistas de un fin. La prueba de la afirmación
citada más arriba declara en efecto que "todo el que actúa en
vistas de un fin, obra por apetito de ese fin" (124). El mismo
tipo de argumentación se encuentra en la distinción 2 de la
Ordinatio y el en Tratado del Primer Principio, donde Duns
Escoto afirma:
«Todo agente por su obra en vista de un fin, porque
nadie actúa en vano; lo que Aristóteles determina en le
segundo libro de la Física a propósito de la naturaleza
donde esto es menos patente; por tanto un tal agente no
actúa más que en vista de un fin» (125).

El fin tiene el estatuto de causa y él no es una causa


entre tantas otras, él "es la primer causa en el orden de la
causalidad", escribe Duns Escoto con referencia a Avicena (126).
Duns Escoto parece seguir resueltamente la vía teleológica que
concede al fin la primacía sobre toda otra causa y que afirma la
finalización del esente en general. Sin embargo si seguimos con
precisión el texto del Tratado del Primer Principio, vemos que
se produce una ruptura que se encuentra en la distinción 1 del
libro I y en la distinción 25 del libro II del Comentario de la
Sentencias. Para probar que el fin es la primera causa Duns
Escoto aduce un curioso argumento. Él es la primera causa porque
no es movido por ninguna otra y él mueve la eficiente. Sin
embargo, no mueve la causa eficiente propiamente, la mueve
metafóricamente:
«El fin mueve en efecto metafóricamente como lo amado;
es por lo que el eficiente produce la forma en la materia;
pero esto no es bajo el efecto [153] de otra causa sino del
fin que mueve como amado; la causa final es, pues,
esencialmente la primera causa en el orden de la
causalidad» (127).

Esta afirmación del carácter metafórico de la moción final


vale para todo agente, tanto para el agente natural como para el
agente voluntario, con la sola diferencia que el fin mueve
metafóricamente y necesariamente al agente natural mientras que
mueve metafóricamente y de manera contingente al agente
voluntario (128). La causalidad final presupone un apetito del
fin para el agente natural o voluntario. En este sentido, la
moción del fin no puede ser nunca inmediata, sino solamente
mediaba: el fin no causa más que en la medida en que actúa el
eficiente. La causalidad final es entonces una causalidad sin
eficacia propia. Tomado en cuanto tal, el fin aparece totalmente
impotente para causar cualquier cosa. Como lo dice brutalmente
el Tratado del Primer Principio, "el fin no causa, pues, nada,
salvo lo que produce el eficiente porque ama el fin" (129). La
causa final es secundarizada porque ella supone un amor o un
deseo del fin.
En la distinción 25 de la Lectura Duns Escoto aporta una
justificación de este abandono de la causalidad final propia. El
primer momento de esta justificación consiste en distinguir
causalidad final y causalidad eficiente. Si se le atribuye al
fin una virtud causal efectiva, entonces nada permite
distinguir la causalidad final de la causalidad eficiente. La
diferencia de ambos tipos de causalidad exige reservar la
causalidad efectiva a la sola causalidad eficiente y a eliminar
la idea de una moción efectiva del eficiente por el fin, moción
que, en el caso de la voluntad es además incompatible con el
automovimiento de la voluntad (130). En el segundo momento Duns
Escoto se esfuerza por mostrar el carácter inconsecuente de la
afirmación de una causalidad final propia. El eficiente no puede
ser movido propiamente por el fin porque esto sería constituir
el fin en agente por sí. En la medida en que "todo agente por sí
actúa por un fin", tendría que haber allí un fin del fin que
moviera a causar o el fin debería ser absurdamente puesto como
causa de sí mismo (131). En los dos casos se llegaría a una
inconsecuencia. Mantener la idea de que todo agente actúa en
vistas a un fin se acompaña por el abandono de la idea de una
moción del eficiente, y ante todo de este eficiente que es la
voluntad. Nada puede mover la voluntad, ni siquiera el fin,
incluso entendido como fin último. Más gravemente todavía, Duns
Escoto se niega a conceder al fin lo que concede al objeto. El
objeto es causa eficiente [154] del acto de volición sin mover,
sin embargo, la voluntad a la volición. Pero el fin no puede ser
causa efectiva de la volición.
En su respuesta a Enrique de Gante, que admitía un
movimiento metafórico de la voluntad por el objeto conocido en
cuanto fin (132), Duns Escoto objeta que es necesario distinguir
la razón de fin de la razón de objeto. Retomando la distinción
hecha por Averroes entre la forma "intra" y la forma "extra"
(133), Duns Escoto afirma que el objeto conocido no tiene la
razón de fin pues en cuanto conocido está en el intelecto y no
fuera del intelecto. Por consiguiente, en cuanto que tiene la
razón de objeto, el esente causa de manera eficiente el acto de
la voluntad, pero en cuanto que tiene la razón de fin no es en
nada causa inmediata y efectiva del acto de voluntad y del
movimiento de la voluntad (134).

La distinción 1 de la Ordinatio manifiesta de manera


ejemplar esta diferencia del objeto y del fin, que guarda su
pertinencia misma cuando se trata del fin último. Si el objeto
de la fruitio es el fin último, sólo queda que "la razón de fin
no es la razón propia del objeto de gozo, ni en el gozo
ordenado, ni en el gozo entendido en general" (135). Duns Escoto
distingue aquí la razón de objeto de gozo y la razón de fin
último. La fruitio se refiere a lo fruible como tal y no a lo
fruible como fin. La voluntad no goza del objeto como fin
último, más bien goza de él como de un objeto que lleva en sí
mismo la razón de fruible. La razón de fin no determina la razón
de fruible, le es concomitante o la sigue de tal suerte que "en
todos los casos, es al fruible como tal a lo que lleva la
fruición, no al respecto de fin en el que es relativo a la
voluntad" (136).
El fin último se presente de tres maneras a la voluntad.
Sea que se trate del fin verdadero, sea de un fin aparente, sea
de un fin que la voluntad establece de por sí en su libertad. En
el primer caso, tenemos el gozo ordenado. El gozo ordenado no
lleva a su objeto como fin último, sino como fruible, es decir
en cuanto que aporta a la voluntad el gozo supremo. Duns Escoto
aduce tres razones. La primera, que el objeto beatífico no es
tal porque es fin último, sino que es fin último porque es
objeto beatífico y en este sentido no incluye la relación de
fin. La segunda es que la relación del objeto de gozo a la
voluntad no es una relación real sino una relación de razón. La
tercera, es que incluso si la voluntad no estuviera [155]
ordenada al objeto beatífico como a un fin último, este objeto
no sería menos en sí el objeto de la fruitio puesto que solo él
podría proporcionar a la voluntad el gozo supremo.

Esta última razón paradójica, en su paradoja misma,


desfinaliza abiertamente la felicidad (gozo), porque enuncia
claramente que la razón de fin no es en nada constituyente del
objeto del gozo ordenado en cuanto objeto de gozo. Por
consiguiente, "en relación con el gozo ordenado, ka razón de fin
no es, pues, según verdad, la razón propia de objeto de gozo,
sino que es concomitante del objeto de gozo" (137). En el gozo
ordenado la voluntad no goza del objeto porque él es el fin
último. La razón del fin último no es, pues, en nada
determinante del acto de la voluntad ordenada. LA cosa es igual
respecto del gozo no ordenado, pues el objeto del gozo no
ordenado no es fin último aparente más que en la medida en que
la voluntad cree encontrar en él el gozo supremo. En lo que
concierne al gozo del finis praefixus, "la razón de fin sigue al
acto" (138) y no le es concomitante, puesto que es en virtud de
la libre decisión de la voluntad y no en virtud de su bondad
soberana, real o aparente, como el objeto tiene la razón de fin
último.

La distinción del objeto de gozo y del fin último deshace


el dominio del fin sobre el querer. Ella manifiesta la ruptura
escotiana con una teleología en la que el fin mueve la voluntad
a su acción. Se rompe aquí toda dependencia natural de la
voluntad respecto del fin. Esta distinción del objeto y del fin
corresponde según la distinción 25 del libro II de la Lectura a
la distinción del qué (quod) y del porqué (cur):
«Respondo de otra manera que el objeto no tiene
siempre la razón de fin, sino que a veces es querido por sí
mismo - y se puede decir entonces que tiene la razón de
eficiente respecto del acto de volición de la manera ya
dicha. Tiene de otra manera la razón de querer "por qué", a
saber la razón de causa de la que la voluntad quiere alguna
cosa: así, en cuanto que "qué", tiene la razón de eficiente
- pero en cuanto "por qué" tiene la razón de fin» (139).

Contra toda comprensión naturalista del fin Duns Escoto


declara que es la voluntad la que confiere a su objeto el
estatuto de fin. El objeto [156] no constituye en sí mismo más
que el quod al cual se debe añadir el cur, del que él no es
naturalmente portador para que sea fin de la voluntad. El cur
tiene su raíz en el querer y no en el objeto. El significa en
efecto "la razón a causa de la cual la voluntad quiere una
cosa", declara Duns Escoto. Esta razón, que no es otra cosa que
la razón de fin, encuentra en la voluntad su condición. Ella le
viene al objeto de parte de la elección de la voluntad. El ser-
fin es así indisociable del ser-querido (140).
La doctrina del fin libremente establecido (finis
praestitutus) en la distinción 1 de la Ordinatio hace manifiesta
el carácter originariamente voluntario del ser-fin. Lo que llama
la atención en la consideración del fin último por Duns Escoto
es que al lado del fin último ordenado y del fin último
aparente, él presenta un nuevo tipo de fin último, el fin último
establecido por la voluntad sobre la base de su libertad.
«Digo que el objeto del gozo en general, abstracción
hecha del fin ordenado y del fin no ordenado, es el fin
último; o bien el fin último verdadero, es decir el fin que
es por la naturaleza de la cosa, o bien el fin aparente, es
decir el fin último que es presentado por la razón errante
como el fin último a la voluntad, o bien un fin fijado de
antemano, es decir un fin que la voluntad quiere como fin
último de parte de su libertad» (141).

En la teleología escolástica, como lo muestra el ejemplo de


Tomás de Aquino, todo bien es querido en razón del bien supremo
que es, por su naturaleza, el fin último. Esto va, sin embargo,
a la par con la afirmación de que la voluntad se movida propia y
naturalmente por el fin. Ahora bien, afirma Duns Escoto, la
relación de la voluntad a todo bien, comprendido el bien
supremo, es una relación libre en el sentido de que la voluntad
puede tanto no querer (non velle) el bien supremo como quererlo.
Pudiendo no querer el bien supremo, ella puede querer un bien
sin referirlo al bien supremo y establecer libremente este bien
como fin último:
«Como está en el poder de la voluntad el querer o no
querer, el modo de querer está también en su poder, es
decir referir o no referir: está, pues, en su poder querer
un bien por él mismo, sin referirlo a otro bien, fijando
así de antemano el fin el él» (142). [157]

La noción del finis praestitutus muestra en toda su pureza


la autodeterminación de la voluntad y la radicación voluntaria
del fin. a saber el carácter absolutamente no natural de la
relación de la voluntad al fin. Aquí, la voluntad no s atiene a
un fin dado de antemano, ella proyecta libremente un fin que el
se da a sí misma. EL ser-fin del objeto querido proviene de una
libre decisión de la voluntad. ¿Es necesario por tanto
considerar, como lo hace Hoeres, que la voluntad se presenta
aquí como una facultad vacía y degenerada (143)? El texto de
Duns Escoto no lo autoriza.
En la libre proyección del fin la voluntad no elige un
objeto como fin último de manera desordenada. Duns Escoto
precisa bien que el objeto puesto como fin último por la
voluntad sobre la base de su libre decisión es un bien, incluso
si no es el bien supremo. Para que la voluntad establezca un
objeto como fin, este objeto debe presentar un cierto contenido
real que le permita ser amado como fin. La libe proyección del
fin no tiene, por tanto, en ningún caso el carácter de una
proyección vacía y no puede ser asimilado a una acción
desordenada. El gozo del finis praestitutus no es ni gozo
ordenado ni gozo desordenado, está más allá del orden.

Con la doctrina del finis praestitutus Duns Escoto subraya


abiertamente la dimensión esencialmente voluntaria del ser-fin.
Esta dimensión se encuentra igualmente en la relación de la
voluntad al fin último verdadero y en la relación de la voluntad
al fin último aparente. En todos los casos, "un fin no es causa
sino en cuanto amado y deseado mueve al eficiente a actuar"
(144). El fin no mueve más que en cuanto amado por la voluntad.
Ahora bien, el amor en Duns Escoto es un acto libre, es libre
elección de un objeto. Esta elección libre hace del objeto amado
un fin. Incluso cuando la recta ratio presenta el bien supremo a
la voluntad, ella no se lo presenta como fin último en la medida
en que el intelecto mismo no puede conocer un objeto bajo la
razón del fin último. Es todavía la voluntad la que confiere al
bien supremo el estatuto de fin último amándolo. Lo que lo
prueba 'a contrario' es la afirmación escotiana de que el
conocimiento práctico no posee su carácter de ciencia práctica
de(sde) el fin, sino de(sde) el objeto (145). No hay, pues, en
Duns Escoto ningún fin externo a la voluntad que la mueva a la
volición, puesto que el ser-fin presupone el querer, y más
precisamente la elección. Se puede seguir a Manzano cuando
declara que "la elección consiste en un amor que constituye el
objeto en fin. Diríamos que es la libertad la que da a un objeto
el ser-fin, elevándolo así al rango [158] de 'causa final', que
es la causa por excelencia y el primer momento en el orden de la
eficiencia" (146). Es según esta nueva comprensión del fin como
se debe comprender la proposición que quiere que todo agente por
si actúa en vista de un fin. Esta proposición no es repetición
de la teleología dicha "aristotélico-escolástica". En efecto, si
todo agente inteligente y voluntario actúa en vistas a un fin,
este fin nos se le impone de tal suerte que le movería
propiamente a la volición. La voluntad no es causada
inmediatamente por un fin al cual ella estaría naturalmente
ordenada. En este sentido, ella esta desfinalizada.
Esta desfinalización, cuyo momento esencial es la
constitución del objeto en fin por el amor, implica la ruptura
más completa con la idea de una ordenación interna de la
voluntad al fin que implicaba la disociación de la volición del
fin y de los medios. En otros términos, ella exige el abandono
de la idea central en el siglo XIII de una volición necesaria
del fin.

b. El rechazo de la necesidad

Considerar la relación de la voluntad al fin es ante todo


considerar la relación de la voluntad al fin último. Desde le
Lectura Duns Escoto se separa de la posición común según la cual
la voluntad quiere libremente los medios y necesariamente el
fin. La distinción 1 de la Lectura, De frui in se, sitúa las
líneas esenciales del rechazo de la posición común. Las mismas
se encontrarán de nuevo efectivamente en la Ordinatio y en la
cuestión XVI del Quodlibet.
Que Duns Escoto sepa que abandona la posición generalmente
admitida por los teólogos, la que define lo que se acostumbre
llamar el aristotelismo medieval, la Ordinatio lo confirma
claramente: "ellos conciernen en común en este 'necesario'",
remarca Duns Escoto (147). La crítica dirigida contra Enrique de
Gante toca conscientemente todo el pensamiento de la Escuela y
mira a destruir una de sus proposiciones fundamentales. Es la
formulación de la voluntad lo que motiva esta destrucción.
¿Por qué la voluntad no puede querer necesariamente el fin?
Querer necesariamente el fin no es poder quererlo. Esto
significa que la voluntad no puede abstenerse de adherir al fin.
Frente al fin la voluntad no puede poner ningún non-velle: no
puede abstenerse de querer. ¿Se puede, sin embargo, llamar
'querer' un acto al que la voluntad no puede no consentir? Si se
afirma que queriendo el fin, la voluntad [159] sigue su
tendencia propia, resulta que ella no puede en manera alguna
resistir a esta tendencia propia. El acto de volición del fin no
está entonces en nada en poder de la voluntad. Tomás de Aquino,
consecuente consigo mismo, lo admitía abiertamente. No escribió
él en efecto que "nosotros somos dueños de nuestros actos en
cuanto que podemos elegir esto o lo otro. La elección no recae
sobre el fin, llega a los medios. En consecuencia el deseo del
fin último no forma parte de los actos de los que somos dueños"
(148). Ahora bien, si el acto de volición del fin no está en el
poder de la voluntad, ¿puede ser propiamente voluntario? Se ve
que la cuestión de la volición del fin remite a la de la
existencia en la voluntad de una inclinación natural que
inclinaría necesariamente al fin y a la cual (inclinación) la
voluntad no podría resistir. Es por lo que Duns Escoto aborda la
cuestión hablando no de la necesidad en general, sino de la
necesidad natural. La voluntad no puede querer el fin por
necesidad natural, porque, como afirma la Ordinatio, y como lo
afirma ya la Lectura,
«La necesidad natural no es compatible con la libertad
[...] Pero la voluntad querer libremente el fin, no puede,
pues, quererlo por necesidad natural» (149).

Admitir que la voluntad quiere naturalmente y, por tanto,


necesariamente el fin, es poner la voluntad como naturaleza y no
como voluntad. La formación de la voluntad en el texto de Duns
Escoto había exigido la distinción de la naturaleza y de la
voluntad como la de dos principios activos esencialmente
diferentes. Ella exige también en la lógica misma del texto, que
se abandone la idea de una volición natural del fin. Esto no es
un afán por la libertad (un souci de la liberté), son las
implicaciones estrictas de la escritura de la voluntad las que
llevan a Duns Escoto a un tal abandono. La voluntad no pudee
querer naturalmente el fin, porque ella es voluntad y no
naturaleza. En cuanto voluntad quiere todo los que quiere
libremente, incluido el fin último. Libre por esencia, la
voluntad no quiere nada por necesidad natural. Admitirlo, sería
asimilar completamente la voluntad a un apetito natural y con
ello mismo destruirla. El colmo es que esta destrucción de la
voluntad pueda operarse en aquellos mismo que, como Enrique de
Gante, no cesan de sostener el carácter absolutamente
originario, no derivado, de la libertad de la voluntad.
Afirmando que la voluntad quiere necesariamente el fin,
Enrique de Gante admite que la voluntad está necesitada por su
naturaleza propia a querer [160] el fin. Como sus adversarios él
pone en la voluntad una tendencia irresistible a querer el fin.
Admitir una tal tendencia, subrayará la cuestión XVI del
Quodlibet, es asimilar la voluntad a la naturaleza negando su
libertad. No hay nada en la voluntad que la determine a querer
naturalmente el fin, ni siquiera su naturaleza propia:
«Mantengo que, sea cual sea la situación de la
voluntad creada el bienaventurado, no parece en manera
alguna probable que la voluntad creada sea necesitada por
su naturaleza a querer el fin. Y ello es así no solamente
en la voluntad considerada absolutamente - lo cual es
evidente - sino también cuando el conocimiento oscuro del
objeto es donado - como es el caso en la vida presente»
(150).

Duns Escoto descarta vigorosamente toda finalización


interna de la voluntad. Si la voluntad estuviera estructurada de
tal suerte que se halle finalizada interiormente, entonces ella
no se distinguiría en nada de cualquier agente natural. Para
Duns Escoto como para los demás escolástico, hay una
finalización interna del esente natural; lo que vale para el
esente natural no puede valer para la voluntad. El esente
natural está inclinado a su fin, que es su perfección propia,
pero está inclinado de tal manera que no tiene poder alguno sobe
esta inclinación. Su movimiento hacia el fin es irresistible, a
menos que no sea impedido por algún obstáculo. Si la voluntad
quisiera naturalmente el fin en razón de una tendencia interna
que la llevara indefectiblemente hacia él, entonces la acción de
la voluntad no sería en nada diferente del movimiento natural de
lo pesado o grave. Lo pesado tiene naturalmente y, por eso,
necesariamente hacia el centro y si un obstáculo se le presenta,
él lo descarta con la misma necesidad. Si se supone con Enrique
de Gante que la no-consideración del fin por el intelecto es un
obstáculo a la volición del fin, la voluntad, que, según Enrique
de Gante, quiere necesariamente el fin in universali, debería,
en esta volición necesaria del fin, descartar necesariamente el
obstáculo que es la no-consideración del fin por parte el
intelecto (151). En otros términos, si la volición del fin fuera
necesaria, todo lo que se refiere a esta volición del fin
debería presentar el mismo carácter de necesidad: queriendo
naturalmente el fin, la voluntad querrá natural y necesariamente
que el intelecto considere el fin y permanezca en esta
consideración (152). Necesaria, la volición del fin sería
continua. [161]
La inconsecuencia de la posición de Enrique de Gante, como
la de Tomás de Aquino y de Gil de Roma, sobresale
manifiestamente: no se puede pretender a la vez que la voluntad
pueda desviar el entendimiento de la consideración del fin y que
quiera natural y necesariamente el fin. Puesto que la
consideración del fin por el entendimiento está subordinado a la
volición del fin por la voluntad (en la medida en que la
voluntad no puede querer lo desconocido), se sigue rigurosamente
que una voluntad necesitada a querer el fin no puede desviar el
entendimiento de la consideración del fin. Más generalmente, si
la voluntad quiere naturalmente el fin, debe querer también
naturalmente lo que está ordenado al fin, "lo que es en vista
del fin", como lo dice el latín escolástico. Dicho de otro modo,
queriendo necesariamente el fin, desde su naturaleza, ¿cómo la
voluntad podría no querer necesariamente los medios? Existe
todavía una inconsecuencia en sostener una libre volición de los
medios una volición natural del fin. Esta inconsecuencia es
tanto más patente cuanto que la volición del fin es tratada bajo
el modo de una inclinación natural de la voluntad semejante a la
inclinación natural de lo grave.
Duns Escoto lleva hasta sus más radicales consecuencias las
implicación de una volición natural del fin. No se puede decir
que fuerce o que tergiverse las posiciones de sus adversarios;
las desarrolla hasta el extremo y desvela así su basamento. Si
la voluntad quisiera necesariamente el fin, si ella estuviera
naturalmente estructurada para querer el fin, entonces la
volición del fin no procedería en absoluto de una electio y no
podrían nunca aparecer como un acto libre. La voluntad debería
entonces comportarse como un agente natural. Es por lo que
debería querer el fin de modo uniforme y hasta el máximo de su
potencia, puesto que todo agente que actúa naturalmente, actúa
siempre al máximo de su potencia (153). Intrínsecamente
finalizada, como el agente natural, la voluntad no podría querer
más o menos intensamente el fin. El modo de su acción, como su
acción misma, le escaparía totalmente. Pero ¿podrían entonces
hablarse propiamente de una volición del fin? Esto es lo que
Duns Escoto rechaza vigorosamente.
En la medida en que la voluntad no es asimilable a un
appetitus es de la esencia del acto voluntario se esté en poder
de la voluntad. Mirar la volición del fin último como
procediendo de una inclinación natural irresistible de la
voluntad, es negar que esta volición del fin sea un acto
voluntario, puesto que es negar que esté en el poder de la
voluntad. Establecer rigurosamente la volición del fin como acto
voluntario, [162] es mirarlo como electio y descartar de ella
toda naturalidad y toda necesidad. En referencia a Agustín Duns
Escoto sostiene que pertenece por esencia a la voluntad tener
sus actos en su poder y sobre todo el acto de volición que es
originariamente el acto voluntario como lo hace notar en la
Lectura:
«Agustín dice en efecto, Retractaciones I cap. 9,
"nada está tan en poder la voluntad como la voluntad
misma"; lo que debe entenderse del acto de elección y no de
la naturaleza de la potencia volitiva, porque no está en
poder la potencia volitiva el ser o no ser, pues esto está
sólo en el poder de Dios» (154).

Pertenece, pues, por esencia a la voluntad querer


libremente el fin, de relacionarse voluntariamente y no
naturalmente con el fin. Ahora bien, mantener firmemente esta
implicación llega a Duns Escoto a destruir el principio
atribuido a Aristóteles según el cual hay una analogía del fin
en el orden práctico y de los principios en el orden
especulativo.
El pensamiento del siglo XIII se remite al principio "sicut
principium in speculatibilibus, sic finis in operatibilibus"
sacada de Aristóteles, para concluir que la voluntad de adhiere
necesariamente al fin. Tomás de Aquino hace intervenir este
principio para afirmar que la voluntad quiere necesariamente el
fin último; "lo mismo que el intelecto se adhiere necesariamente
a los primeros principios, lo mismo la voluntad se adhiere
necesariamente al fin último que es la felicidad, porque el fin
tiene la misma función en el orden práctico que el principio en
el orden especulativo" (155). El mismo argumento se encuentra
bajo la pluma de Enrique de Gante, que declara en la distinción
*** Suma que "según el Filósofo, en la Física y en la Ética, el
fin se relaciona con la voluntad en la operación como los
principios se relacionan con el entendimiento en la
especulación, y lo que es en vista del fin, como las
conclusiones. Pero en las cosas especulativas el entendimiento
da necesariamente su asentimiento a los principios, aunque no a
las conclusiones, por tanto la voluntad asiente necesariamente
al fin, aunque no asiente necesariamente a lo que es en vista
del fin" (156). En su crítica Duns Escoto comienza por poner de
relieve la inconsecuencia de una tal analogía.
Cuando Enrique de Gante, como los otros teólogos, afirma
que la voluntad quiere necesariamente el fin como el intelecto
entiende [163] necesariamente los principios, parece olvidar que
el entendimiento entiende también las conclusiones de manera
necesaria. Si la relación de los medios al fin es análogo al la
relación de la conclusión al principio, debe seguirse que la
conexión de los medios al fin es necesaria como la de las
conclusiones a los principios. Por consiguiente, el
entendimiento que entiende necesariamente los principios,
entiende necesariamente las conclusiones , y la voluntad que
quiere necesariamente el fin, debe entonces querer
necesariamente los medios. Tal como la presenta Enrique de
Gante, la analogía es estivada (bancale) puesto que no concierne
más que a la relación con el fin: la voluntad querría
necesariamente el fin como el entendimiento entiende
necesariamente los principios, pero ella querría los medios de
manera contingente mientras que el entendimiento entiende las
conclusiones de manera necesaria. Toma en serio la analogía tal
como la emplea Enrique de Gante conduce a la negación de toda
volición libre y contingente de los medios y destruye por lo
mismo el principio que pone que la voluntad quiere
necesariamente el fin y libremente los medios. Se manifiesta así
la inconsecuencia de la analogía:
«cuando se argumenta que "el fin en las operaciones es
semejante a los principios en las cosas especulativas",
respondo en primer lugar que si aquel al que pertenece esta
opinión se apoya sobre esta autoridad por lo que respecta a
toda semejanza, surgirán problemas contra él, porque en las
cosas especulativas el principio no es solamente principio
de un asentimiento necesario al mismo, sino también
principio de un asentimiento necesario a las conclusiones.
Por lo mismo, la voluntad no sólo asentiría de manera
necesaria al fin, sino también a las cosas que son en vista
del fin» (157).

Duns Escoto propone entonces una reinterpretación de la


analogía diferenciando el orden de potencias y el orden de
objetos. En Enrique de Gante como en Tomás de Aquino, era una
diferencia de objeto lo que se tomaba en cuenta: la voluntad
querría necesariamente el fin y de manera contingente los medios
en razón de la eminencia del fin (158). La cosa no es lo mismo
en Duns Escoto. Lo que viene en primer plano no es ya una
diferencia de objeto, sino una diferencia de actividad.
En la reinterpretación escotiana, la analogía pide ser
comprendida como una doble analogía (159). Una primera analogía
concierne [164] al orden de los objetos: el orden de bondad
entre los medios y el fin es análogo al orden de verdad entre
las conclusiones y los principios. Por lo mismo que las
conclusiones tienen su verdad de los principios, los medios
tienen su bondad de parte del fin (160). La segunda analogía
concierne a la relación de las potencias a sus objetos. Lo mismo
que el entendimiento conoce las conclusiones no a partir de
ellas mismas, sino a partir de los principios, la voluntad
quiere los medios no por ellos mismos, sino en razón del fin que
solo es querido por sí mismo. Pero la analogía se detiene aquí,
no podrá caracterizar en nada el modo de actividad de las
potencias. Si el entendimiento da necesariamente su asentimiento
a los principios y da necesariamente su asentimiento a las
conclusiones en razón de los principios, la voluntad da
libremente su asentimiento al fin y a los medios (161).
Lo que Duns Escoto toma en cuenta no es una diferencia de
objetos (principios/conclusiones, fines/medios), sino una
diferencia de modo de actividad. No hay diferencia que hacer
entre el asentimiento de la voluntad al fin y a los medios, lo
mismo que no hay diferencia que hacer entre el asentimiento del
intelecto a los principios y a las conclusiones en cuanto al
modo sobre el cual se ejercen. En el caso del entendimiento, que
es un agente natural, la relación a los principios y a las
conclusiones es natural y necesario; en el caso de la voluntad,
la relación al fin y a los medios es libre y contingente. La
sola diferencia sostenible, compatible con el automovimiento de
la voluntad, ente la volición del fin y la volición de los
medios, es que el fin es querido por él mismo, mientras en los
medios son querido por el fin y no por ellos mismos.
La Ordinatio, en relación con la Lectura, aporta un detalle
decisivo que será retomado en el Quodlibet: la segunda analogía
no se sostiene más que si se la considera de las potencias
ordenadas (162). No es lo mismo si se trata de potencias
absolutas. De potentia ordinata, la voluntad quiere los medios
en razón del fin, pero de potentia absoluta, la voluntad puede
querer los medios y gozar de ellos sin referencia alguna al fin.
Por el contrario, el entendimiento no puede dar su asentimiento
a la conclusión sin haber dado su asentimiento a los principios.
La razón es que el entendimiento es esencialmente naturaleza y
que como naturaleza, es movido por su objeto de manera natural,
mientras que la voluntad es esencialmente libre (163). De
potencia absoluta, la analogía es destruida y la voluntad
aparece en una desvinculación completa respecto del fin último,
puesto que ella quiere como fin lo que por su naturaleza es
medio. Esta desvinculación encuentra su radicación [165] en la
libertad de la voluntad, con el dato de que la voluntad no puede
en manera alguna ser determinada a querer por el objeto.
Queriendo libremente el fin último ella puede también no
quererlo y poner como fin lo que por su naturaleza propia es
sólo medio. La refutación del principio invocado por Enrique de
Gante, como por los demás teólogos, se apoya, sin embargo sobre
un argumento decisivo, a saber que
«si la voluntad se refiriera libremente y no
necesariamente a lo que es en vista del fin, y si ella se
relacionara necesariamente al fin, entonces no tendría un
solo modo de relación al objeto y no sería una potencia
una» (164)

Un mismo principio activo tiene el mismo modo de acción


respecto de todos sus objetos, porque es el modo de acción y no
el respecto al objeto lo que cualifica las potencias activas.
Admitir un doble modo de acción de la voluntad, sería negar su
unidad ontológica y hacerla depender del objeto. Más todavía,
sería destruir la voluntad como potencia activa, porque
pertenece a la potencia activa el ser una, cosa imposible si su
modo de acción es doble. Por consiguiente, si se admite que la
voluntad quiere libremente los medios, se debe admitir que
quiere libremente el fin (165). Esta libre volición del fin no
admite ninguna excepción. Ni la claridad del conocimiento ni la
posesión de un hábito sobrenatural, contrariamente a lo que
sostiene Enrique de Gante, no modifican la relación libre de la
voluntad respecto del fin. No hay nada pues en la voluntad que
la necesite a querer el fin. Pero no se puede sostener que la
necesidad de la volición sea causada por la voluntad misma.
Como Enrique de Gante, Duns Escoto admite, a diferencia de
Tomás de Aquino y de Godofredo de Fontaines, que el fin no mueve
propiamente la voluntad a la volición. El movimiento del fin no
puede ser comprendido - se ha visto más arriba - sino como
movimiento metafórico. Pero Enrique de Gante sostenía que este
movimiento, aunque metafórico, era un movimiento necesario. Duns
Escoto descarta este argumento: "si es el fin, es evidente que
no tiene ninguna necesidad, porque el fin no mueve
necesariamente a ningún acto creado" (166). Para que el fin
pueda mover metafórica y necesariamente, es preciso que sea
amado naturalmente,puesto que la moción del fin presupone el
deseo o el amor del fin. El agente natural es movido
necesariamente por el fin porque él ama naturalmente el fin. Ahí
se trata de un amor natural, asimilable a un apetito, [166] que
procede de la inclinación natural del agente hacia su perfección
propia. No puede ser movido necesariamente por el fin más que un
agente que de sí mismo se mueve necesariamente. Ahora bien, el
amor que caracteriza la voluntad no es natural, es libre
elección del fin. Puesto que la voluntad ama libremente el fin,
ella no puede ser movida natural y necesariamente por el fin
(167).

III. LA DESUBORDINACIÓN DE LA VOLUNTAD

Irreductible al apetito, desfinalizada, la voluntad es por


lo mismo liberada de toda subordinación al entendimiento. Esta
liberación de toda subordinación, esta desubordinación no
conduce, como lo afirma Landry, a un voluntarismo ciego (1).
Ironía de los textos, es Duns Escoto mismo el que critica a
Enrique de Gante de haber caído en una tal voluntarismo ciego.
Hay una estrecha conexión en la subordinación de la
voluntad al entendimiento, su inscripción en un orden natural y
su estatuto de apetito racional. Concebida como apetito,la
voluntad es naturalmente determinada a querer el fin, pero lo
quiere como fin sabido, si no, no sería voluntad espiritual. En
esta aproximación la voluntad tiene su espiritualidad del
intelecto, que la mueve en su querer. La fidelidad de Duns
Escoto a las implicaciones de la construcción del voluntad lo
conduce entonces a rehusar toda subordinación de la voluntad al
entendimiento. En esto Duns Escoto fue ciertamente precedido por
Enrique de Gante mismo, y sobre todo por Gonzalo de España,
Gualterio de Brujas y Pedro Olivi.
La desubordinación de la voluntad destruye toda moción
intelectual en la voluntad y rechaza todo rol fundante del
saber. No es en la ciencia donde hay que buscar la razón de la
libertad de la voluntad y el fundamento de la práctica. Con Duns
Escoto la praxis se presenta como eminentemente voluntaria. La
desubordinación de la voluntad tiene otra consecuencia,
indisociable de las primeras: ella sustrae la voluntad al
imperio de la ley natural tal como se presenta después de
Cicerón.
Se ha recordado frecuentemente que en Duns Escoto la
voluntad no podía en manera alguna ser asimilada a una potencia
irracional y que [181] más precisamente todavía ella no era
racional por participación como en Tomás de Aquino, sino
racional en ella misma. Este es, por ejemplo, el resultado de
los trabajos de Hoeres y más precozmente de Auer. Duns Escoto va
sin embargo más lejos. Lo que él establece en efecto, y no que
hemos aprendido posteriormente de Kant y de Hegel, es que la
racionalidad reside en la voluntad: la voluntad es la
racionalidad efectiva.
La liberación de la voluntad es así indisociable de la
puesta en acción de una racionalidad voluntaria, de una lógica
de la voluntad que es al mismo tiempo una lógica de la
contingencia. Esta racionalidad voluntaria encuentra su
expresión más fuerte, más inaudita, en la puesta en obra de la
idea de potencia absoluta como potencia real. Es potencia
absoluta toda real, la voluntad, toda voluntad, tanto la humana
y la angélica como la divina. La formación escotiana de la
voluntad como voluntad se separa entonces tanto de la
comprensión apetitiva de la voluntad tal como reina antes de él
en Tomás de Aquino, Godofredo de Fontaines, como de la
comprensión lógica de la voluntad tal como se impone en Ockham.
Duns Escoto no es en materia de voluntad y de libertad el simple
precursor de Ockham, como se ha querido decir muy
frecuentemente. En un cierto sentido los aspectos fundamentales
del querer, liberados por Duns Escoto, ha sido descuidados,
incluso rechazados por Ockham, de tal suerte que es posible
decir que la posición ockhamiana es más próxima a la de un Tomás
de Aquino, por ejemplo, que a la de Duns Escoto. Por lo menos en
los dos casos, la voluntad como voluntad no existe.

1. La desfundación de la libertad sobre el saber

Sustraer la voluntad a toda moción intelectual es negarse a


conceder al saber toda función privilegiada. El saber no aparece
en Duns Escoto como lo que puede fundar directa o indirectamente
la libertad de la voluntad. No se podría admitir un papel
fundacional del saber más que si se queda uno en una voluntad
comprendida como appetitus, que el saber elevaría a
intelectualidad.
Si el saber no es fundacional de la libertad de la
voluntad, con todo, el intelecto no queda expulsado de la
actividad de la voluntad. La intelección se presupone para la
volición, pero sin determinarla. ¿Qué papel le compete entonces
al entendimiento y al saber en la operación de la voluntad? Como
el objeto, el intelecto concurre con la voluntad en [182]
producir la volición sin por ello determinar nunca la voluntad.
La teoría de las causas concurrentes parciales, que fijó la
relación del objeto y la voluntad en la producción de la
volición, fija también la del entendimiento y de la voluntad
puesto que el objeto querido es siempre un objeto sabido.

a. La presuposición de la intelección

Duns Escoto afirma muy claramente que todo acto de la


voluntad presupone un acto del entendimiento sin el cual no
podría tener lugar:
«El acto del entendimiento precede naturalmente todo
acto de la voluntad» (2).

Esta concepción no tiene nada de innovadora, se la


encuentra también bajo la pluma de Tomás de Aquino como de
Enrique de Gante o de Godofredo de Fontaines (3). Se puede
también avalar con la autoridad de Agustín como de la teoría
aristotélica de la órexis dianoetiké. Lo que importa sin embargo
es la manera como se emplea y las implicaciones de esta
aplicación. Ahora bien, hay una implicación manifiesta de esta
afirmación. En efecto, si el acto de la voluntad presupone el
acto del entendimiento, en la medida en que el acto de la
voluntad es un acto libre, esta libertad podrían encontrar en al
entendimiento más bien que en la voluntad, su raíz. Por lo
menos, el entendimiento podría aparecer como constitutivo de la
libertad al lado de la voluntad. Decir que el acto libre de la
voluntad presupone el acto del entendimiento, ¿no sería en
efecto decir que el actuar libremente es un actuar por
conocimiento? Duns Escoto lo sostiene, pero no infiere por ello
que la libertad de la voluntad encuentre en el entendimiento su
fundamento.
Como en Enrique de Gante, la afirmación del presupuesto de
la intelección no conduce a una subordinación de la voluntad al
entendimiento (alors même qu'elle semblerait par excellence y
conduire). Una tal subordinación sólo podría tener lugar si la
voluntad es entendida como appetitus. En su presuposición del
acto de intelección, el acto de voluntad se distingue
radicalmente de los actos apetitivos, como lo muestran el
Prólogo de la Ordinatio y el de la Lectura. Los actos de las
potencias sensitivas, generativas y nutritivas por otra parte, a
diferencia del acto de la voluntad, no presuponen el acto de
intelección: son naturalmente anteriores a esta acto. A la
anterioridad a la intelección de los actos de las potencias [183]
apetitivas responde la posterioridad a la intelección del acto
de la voluntad. A la inversa de lo que se puede leer en
Godofredo de Fontaines, Gil de Roma y Tomás de Aquino, es por le
hecho de no ser un appetitus por lo que la voluntad presupone la
intelección para pone su acto. Siendo el acto de una voluntad y
no de un apetito, no encuentra en esta presuposición
determinación alguna.
Un reserva se debe hacer, sin embargo: la precedente de la
intelección sobre la volición, aunque concierne tanto a la
voluntad divina como la voluntad humana, no es una precedencia
absoluta como lo indica el Prólogo de la Ordinatio cuando aborda
el estatuto de la teología divina. Planteando la cuestión de si
la teología exige se comprendida como una teología práctica,
Duns Escoto afronta el problema de la articulación de la
intelección y de la volición en Dios. Y sostendrá que la
intelección divina no precede necesariamente a la volición
divina,: es más bien la volición divina la que es presupuesto de
la intelección divina: las verdades contingentes, en cuanto
tales, no se hallan contenidas en el primer sujeto de la
teología, no pueden, pues, preceder al acto de la voluntad
divina; lo siguen, y es precisamente de este acto de donde ellas
tienen su contingencia. Por el contrario, la volición divina ad
intra, como la volición de la criatura, está precedida por la
intelección. ¿Cómo comprender esta precedencia de la intelección
sobre la volición?
Si el acto de la voluntad presupone el acto de la
intelección, es que "la voluntad no pude tener un acto respecto
de lo que ignora, no puede poner un acto respecto de un objeto
bajo una cierta razón formal de objeto, si se ignora
completamente esta razón" (4). La voluntad no puede querer lo
desconocido; lo querido debe ser conocido de antemano para ser
querido (5). Ahora bien, el conocimiento en cuanto no proviene
de la voluntad. La potencia del conocer es el entendimiento y a
este título no puede haber conocimiento de un objeto sin un acto
de intelección. Pero ¿por qué la voluntad no puede querer lo
desconocido? Al rechazar que la voluntad pueda querer lo
desconocido Duns Escoto entiende por ello que la voluntad no
quiere nada de indeterminado, sino siempre algo determinado, y
esto determinado se lo presenta el entendimiento. Con esto ella
se descarta de la pura indeterminación vacía. Es que la función
del entendimiento, tanto respecto de la voluntad divina ad intra
como respecto de la voluntad divina ad extra, es ostensivo. El
entendimiento tiene como función [184] hacer el objeto presente
a la voluntad. Sin esta presencia del objeto, la voluntad no
puede poner al acto. El querer hace, pues, intervenir dos actos
distintos, el acto de volición propiamente dicho y el acto de
intelección. Se exigen aquí dos principios activos diferentes:
La voluntad y el entendimiento:
«Todo lo que es requerido para la volición, es la
voluntad y el conocimiento anterior del objeto presentado
por el entendimiento» (6).

La diferencia de los dos principios activos es la de la


naturaleza y de la voluntad. Estos dos principios activos son
ordenados. Y cuando hay dos principios activos ordenados, el
principio próximo no puede actuar si el principio anterior no
está él mismo en acto (7). En el acto de la voluntad el
principio próximo es la voluntad y el principio anterior el
entendimiento. La afirmación según la cual la voluntad no puede
querer sino lo conocido lleva así a la afirmación de que al acto
de volición debe siempre ser precedido por un acto de
intelección. No solamente la voluntad puede querer sino lo
conocido, más precisamente todavía, la voluntad no puede poner
un acto de volición si el entendimiento no pone un acto de
intelección que hace aparecer lo conocido. En este sentido la
volición es siempre posterior a la intelección. No puede ser
causada por la voluntad si la intelección no ha sido causada por
el entendimiento (8). La anterioridad o prioridad de la
intelección sobre la volición no debe sin embargo ser entendida
temporalmente, puesto que la relación de la potencias activas en
su orden no es un orden temporal, como lo indica sin ambigüedad
el Quodlibet (9). Por otra parte Duns Escoto subraya, en el
libro II de la Ordinatio, que los dos principios activos pueden
actuar al mismo tiempo (10). Se puede, pues, decir con Auer que
"Duns Escoto no presupone más que una anterioridad natural del
conocer, no presupone una anterioridad temporal, como Minges y
Longpré lo sostiene" (11). Queda por interpretar esta
anterioridad natural. Veremos que no se trata de una
anterioridad fundacional.

La prioridad de la intelección sobre la volición no lleva a


la afirmación de una fundamentación de la volición sobre la
intelección como en Godofredo de Fontaines, Una tal
fundamentación nos volvería en efecto a la comprensión de la
voluntad como appetitus intellectualis y correspondería entonces
a una negación de la libertad y, con ello, de la voluntad en la
medida en que la voluntad es libre por esencia. Sin embargo se
ve [185] bien que con esta prioridad de una acto natural sobre
un acto libre, parece cuestionarse la libertad, Si se admite
como Godofredo de Fontaines que el entendimiento es por sí mismo
libre y que la actividad de la voluntad posee su libertad por el
ser precedida fundativamente por la actividad del entendimiento,
la presuposición de la intelección no crea problemas. Pero si se
presupone como Duns Escoto que el entendimiento no es potencia
libre ¿cómo salvar la libertad de la voluntad? Hay que evitar
aquí la comprensión apetitiva de la voluntad para comprender
cómo la prioridad de la intelección se integra en Duns Escoto
con una desfundación del querer sobre el conocer. Es preciso en
efecto clarificar el estatuto de esta intelección que precede a
la volición sin ser su fundamento.
Se podría pensar que afirmando la anterioridad de la
intelección, Duns Escoto hace depender principalmente la
elección de la intelección. En este caso el entendimiento sería
la causa primera del querer y con ello la libertad de la
voluntad estaría fundada sobre el saber. Duns Escoto no puede
admitir una tal fundamentación de la libertad sobre la ciencia,
porque esto sería negar la voluntad reduciéndola a un apetito
intelectual. Si el entendimiento fuer causa primera del querer,
él movería la voluntad a querer. El acto de la voluntad no sería
entonces llevado a cabo libremente, sino naturalmente, puesto
que el entendimiento es un agente natural y sólo actúa por
necesidad natural. Admitir una moción de la voluntad por el
entendimiento, moción que no puede ser más que natural,
conduciría a asimilar el hombre a una bestia, indica el
Quodlibet:
«Si la voluntad fuera movida naturalmente por el
entendimiento, la voluntad sería movida naturalmente y el
hombre sería una bestia bruta. La voluntad no es, pues,
movida por necesidad natural» (12).

Como en Pedro de Olivi la humanidad del hombre y la


personalidad de la persona no reside en el entendimiento sino en
la voluntad. La voluntad siendo libre por esencia, a diferencia
de los apetitos, ponerla como movida por el entendimiento sería
colocarla en el mismo rango que los apetitos y con ello negarla.
Una voluntad movida por el entendimiento no es ya un voluntad
sino un apetito. Es por lo que toda afirmación de un voluntad
por el entendimiento es una negación de la voluntad y, en
consecuencia, una negación de la humanidad del hombre. [186]

b. el rechazo de una fundamentación intelectual de la libertad

LA voluntad no pone un acto sin un objeto a que referirse.


La presentación del objeto a la voluntad precede del
entendimiento en la medida en que el objeto querido es siempre
un objeto conocido. Es por lo que Duns Escoto examina la
relación del entendimiento y de la voluntad en la distinción 25
de la Lectura donde pone la cuestión de saber si el objeto puede
ser causa de la acción de la voluntad.
El entendimiento juega respecto de la voluntad un papel
ostensivo: le presenta su objeto. Esta ostensión ¿puede ser una
determinación de la voluntad por el entendimiento? Esto es lo
que Duns Escoto niega contra Gil de Roma, Tomás de Aquino y
Godofredo de Fontaines. Estos autores no se contentan con
sostener que el entendimiento es en cierto modo causa de la
volición - cosa que Duns Escoto admite - ellos afirmar además
que el entendimiento mueve la voluntad a la volición. ¿Cómo la
voluntad puede ser libre si no mueve, sino que es movida a la
volición? Duns Escoto hace notar con agudeza que "para salvar la
libertad de la voluntad, ellos dicen que aunque la voluntad sea
determinada en los principios prácticos por el entendimiento, no
lo es sin embargo en las conclusiones prácticas: la voluntad
puede en efecto desviar el entendimiento de dar su
consentimiento a una conclusión práctica y desviarlo de no darlo
a otra" (13).
Según la tesis evocada aquí por Duns Escoto el
conocimiento intelectual presenta un doble aspecto: es
conocimiento de principios por una parte, y conocimiento de
conclusiones por otra. El conocimiento de las conclusiones es
discursivo. En el orden de la práctica, el conocimiento de
principios prácticos es conocimiento del objeto como bien
universal o como fin último, y el conocimiento de las
conclusiones prácticas es conocimiento del objeto como bien
particular o como medio (como aquello que es en vista del fin).
El entendimiento poniendo presente a la voluntad su fin último,
deduce por un silogismo práctico cuáles son los medios
necesarios a la consecución de ese fin, medios que la voluntad
puede escoger quererlos o no quererlos. La distinción del
conocimiento de los principios prácticos y del conocimiento de
los las conclusiones prácticas recorta estrechamente la
distinción entre el fin y los medios, del bien universal y de
los bienes particulares. La posición de Duns Escoto contempla
sostiene, pues, que la voluntad, aunque determinada por el
entendimiento, es libre en que no es movida necesariamente más
que por el conocimiento del fin mientras que no es movida [187]
necesariamente por el conocimiento de los medios. En otros
términos, la voluntad no es libre de no seguir al entendimiento
cuando le presenta el fin último o el bien universal, pero se
libre de seguirlo o no cuando le presenta lo que es en vista del
fin o los bienes particulares. Más precisamente todavía la
libertad de la voluntad se salvará en la medida en que el acto
de la voluntad será estructurado por una moción recíproca de la
voluntad y del entendimiento. A la moción de la voluntad por el
entendimiento mostrándole el fin, correspondería una moción del
entendimiento por la voluntad en lo que concierne a los medios.
La posición a que se enfrenta Duns Escoto es, en sus rasgos
generales, común a Gil de Roma, Tomás de Aquino y Godofredo de
Fontaines, no obstante las diferencias de acentuación. EN estos
tres autores el acto de la voluntad hace en efecto intervenir
una doble moción del voluntad por el entendimiento y una moción
única del entendimiento por la voluntad. Las podemos descomponer
de la manera siguiente: La primera moción es la de la voluntad
por le conocimiento del fin, moción necesaria a la que la
voluntad no puede substraerse y que la actúa; la segunda moción
es la del entendimiento por la voluntad: la voluntad
determinando al entendimiento a considerar los medios; la
tercera moción es la de voluntad por el conocimiento de los
medios. Así la voluntad, movida por el entendimiento que le
presenta el fin o el bien universal, mueve en seguida el
entendimiento a conocer los medios o los bienes particulares y
ella es movida finalmente por el entendimiento a querer estos
medios o bienes particulares. Esta última moción no es necesaria
o no tiene la misma necesidad que la primera. La moción de la
voluntad por el entendimiento podría, pues, ser compatible con
una determinación propia de la voluntad a la volición. Esto es
por lo menos lo que defienden Gil de Roma y Tomás de Aquino.

En su Quodlibet Gil de Roma declara que la voluntad es esta


"facultad por la cual un ser que actúa intelectualmente se
determina él mismo a obrar o no obrar" (14). Esta
autodeterminación de la voluntad no es sin embargo admisible más
que en lo que concierne a los medios y no en lo que concierne al
fin. La voluntad es actuada y determinada por el conocimiento
del fin, sobre el cual no tiene poder alguno. No obstante ella
tiene un cierto poder sobre el entendimiento por lo que es del
conocimiento de los medios. Esta vez no es determinada por el
entendimiento, sino que guía más bien al entendimiento a
considerar tal o tal bien particular. Determinándose a fijar el
entendimiento en una dirección, la voluntad puede ser [188]
entonces actuada por el entendimiento. La determinación y
actuación de la voluntad no proceden entonces ambas del
entendimiento. La actuación de la voluntad por el conocimiento
de los medios es precedida por la determinación de la voluntad
que elige incitar al entendimiento a considerar tal o tal bien
particular. Movida en el orden de la actuatio, la voluntad no lo
es en el orden de la determinatio. Diferenciando así actuatio y
determinatio, Gil de Roma pretende salvar la libertad de la
voluntad. Esta distinción de la actuatio y de la determinatio
desplaza la que Tomás de Aquino establece entre la specificatio
y el exercitium.

A la cuestión "¿la voluntad es movida por el


entendimiento?" Tomás de Aquino responde en la Suma teológica
que "la voluntad mueve al entendimiento en cuanto al ejercicio
del acto, porque lo verdadero mismo, que es la perfección del
entendimiento, está contenido en el bien universal como un
cierto bien particular. Pero en cuanto a la determinación del
acto, la cual viene del objeto, es el entendimiento el que mueve
la voluntad" (15). Considerado en su tenor (contenido), el acto
de la voluntad depende del conocimiento intelectual, que
presenta el objeto de un acto a la voluntad. Esta ostensión es
una especificación del acto que corresponde a una moción formal
y final de la voluntad por el entendimiento. El acto sigue
siendo, sin embargo, el de una voluntad. Es la voluntad que se
mueve ella misma a querer o no querer el objeto que le presenta
el entendimiento. La actuación de la voluntad no depende, pues,
del entendimiento, a la inversa de lo que tiene lugar en Gil de
Roma. Como lo dice Tomás de Aquino "del hecho de que ella quiere
el fin, la voluntad se mueve ella misma a querer los medios"
(16). Movida en el orden de la specificatio, la voluntad se
mueve ella misma en el orden del exercitium. Pero, esto no es
que en un sentido estricto la actuación de la voluntad no
depende del conocimiento intelectual. La independencia de la
voluntad no puede ser admitida más que en lo que concierne a los
bienes particulares; no puede admitirse respecto del bien
universal. Si el conocimiento de los medios no actúa la
voluntad, no vale lo mismo para el conocimiento del fin. En lo
que concierne al último fin, el conocimiento intelectual actúa
por cierto la voluntad. Esto pone sin embargo un problema
particular, puesto que el fin es deseado: la relación al fin
último es fundamentalmente una relación apetitiva. Es por lo que
Tomás de Aquino declara que "la voluntad, a la manera de una
causa eficiente, pone en acción todas las facultades del alma"
(17). Hay por tanto una moción del entendimiento de parte de la
voluntad. De todos modos, Tomás de Aquino se niega a admitir que
esta [189] moción pueda ser originaria. Si hay moción del
entendimiento de parte de la voluntad y moción de la voluntad de
parte del entendimiento, éste último es originario: "No es
necesario ir al infinito; sino que se detiene en el
entendimiento, como está en el origen. Porque todo movimiento de
la voluntad es necesariamente precedido de una aprehensión,
mientras que toda aprehensión no es precedida por un movimiento
voluntario" (18).
Tomás de Aquino corta a favor del entendimiento. La
precedencia de la intelección sobre la volición tiene aquí un
estatuto ontológico. Precediendo a la volición, la intelección
aparece como su principio. El entendimiento precede a la
voluntad como la causa final precede a la causa eficiente, y la
causa final es la primer en el orden de las causas. La
distinción de la specificatio y del exercitium es aquí relegado
a un plano secundario. El entendimiento mueve originariamente la
voluntad presentándole el bien universal como su fin. Esta
ostensión es entendida como una actuación. La distinción de la
specificatio, y del exercitium debe salvar la libertad de la
voluntad. ¿Se puede decir que la salva? La misma cuestión se
pone a propósito de la distinción egidiana de la actuatio y de
la determinatio. La fragilidad de esta construcción no se le
escapa a Godofredo de Fontaines cuando somete a su critica
virulenta la tesis de Gil de Roma.
Godofredo no se embaraza con las distinciones. Es por lo
que no se puede seguir a Auer cuando declara que "Godofredo
aprueba también a Tomás cuando fundamente la libertad en el
ejercicio" (19). Él afirma claramente la moción total de la
voluntad por el entendimiento. El acto de la voluntad es
enteramente causado y regido por el conocimiento intelectual de
tal suerte que "respecto del acto sobre el cual se dice que
tiene un dominio, la voluntad es movida por el entendimiento"
(20). No hay aquí lugar para un automovimiento y una
autodeterminación de la voluntad. Sin embargo Godofredo de
Fontaines pone bien una moción del entendimiento por la
voluntad. Si la voluntad es originariamente y necesariamente
movida por el conocimiento del bien universal, es también
necesariamente movida por el conocimiento del bien particular.
La diferencia reside en el tipo de necesidad. En el primer caso,
la necesidad es incondicional, en el segundo, la necesidad es
una necessitas ex suppositione, una necesidad condicional. La
voluntad no sigue entonces al entendimiento más que si este
mantiene su juicio, persiste en su asentimiento a la conclusión
del silogismo práctico. Entre las dos mociones de la voluntad
por el entendimiento se intercala una moción del entendimiento
por la voluntad. Esta moción del entendimiento encuentra su
condición en la moción originario de la voluntad por el
entendimiento. Movida por [190] el conocimiento del fin último,
la voluntad mueve a su vez al entendimiento a la consideración
de los medios. La moción de la voluntad por el entendimiento no
es solamente formal y final, es también eficiente. A este
título, a la voluntad no le queda en el acto total del querer
más que le papel de causa material y, por ello, de causa
enteramente pasiva respecto del entendimiento.
Lejos de resolver las dificultades, Godofredo de Fontaines
las exacerba. Sin embargo, en su radicalidad, la posición de
Godofredo muestra el carácter insostenible de toda teoría que
admite una moción de la voluntad por el entendimiento, y no es
ya una moción originaria. Es aquí donde interviene la crítica
decisiva de Duns Escoto. ¿Cómo se puede sostener la posibilidad
de una moción del entendimiento por la voluntad desde que se
pone una moción originaria de la voluntad de parte del
entendimiento?, se pregunta Duns Escoto.

En la Lectura II d. 25 Duns Escoto declara: "Me pregunto


cómo la voluntad puede mover o mandar al entendimiento a la
intelección o a la no intelección" (21). Concebir que la
voluntad tiene el poder de mover el entendimiento a la
intelección, es concebir que la intelección puede estar en poder
la voluntad. Pero ¿cómo la intelección estría en poder la
voluntad si la moción del entendimiento por la voluntad
encuentra su condición en la moción de la voluntad por el
entendimiento? En este caso, el acto de la voluntad no sería en
poder de la voluntad, puesto que encontraría en el entendimiento
su principio. Es lo que reivindica altamente Godofredo de
Fontaines contra Enrique de Gante cuando afirma que "la voluntad
no puede, por tanto, producir su acto más que por el sesgo del
acto intelectual" (22).
Es también lo que menos abiertamente sostienen Gil de Roma y
Tomás de Aquino cuando hacen depender la actuación de la
voluntad del conocimiento del fin último. Si el acto de la
voluntad no está en su poder, porque la voluntad es movida por
el entendimiento en su acto, es inconsecuente sostener que el
acto del entendimiento pueda estar de algún modo en poder de la
voluntad. Duns Escoto constriñe el nudo de la cuestión cuando
escribe "o este conocimiento está en poder del voluntad - o no
está en su poder puesto que es anterior a la volición y que el
objeto mueve a la volición. Si el conocimiento no está en poder
de la voluntad, la voluntad no puede mover el entendimiento a la
intelección o a la no intelección" (23). Para que la voluntad
pueda mover el entendimiento a la intelección, para que el acto
de una potencia distinta esté en su poder, es necesario - y se
trata de una condición ontológica incontrovertible, [191] que la
voluntad tenga originariamente el poder sobre sus propios actos
(24). En consecuencia la actuación de la voluntad debe recaer
enteramente en la voluntad. Esto no excluye la precedencia del
conocimiento intelectual sobre la volición, y esto no excluye
tampoco que el entendimiento sea causa de la volición, pero sí
excluye la moción del voluntad de parte del conocimiento
intelectual que precede a la voluntad. Lo que está aquí en juego
es la libertad de la voluntad.
Todo reconocimiento de una moción de la voluntad de parte
del entendimiento conduce - como lo había ya visto Enrique de
Gante - a la negación del automovimiento de la voluntad y por
consiguiente da la negación de toda autodeterminación de la
voluntad. Más gravemente todavía, es el poder que tiene la
voluntad de querer o no querer, como de suspender su querer, lo
que se ve aniquilado. Si el entendimiento mueve originariamente
la voluntad, el velle y el nolle no dependen originariamente de
la voluntad sino del entendimiento. La libertad de la voluntad
encuentra entonces su fundamentación en el conocimiento
intelectual. es este fundamento de la voluntad lo que Duns
Escoto considera cuando rechaza la moción de la voluntad por el
entendimiento, como lo muestra el curso de su crítica.
La estricta fidelidad a las implicaciones de la formación
de la voluntad excluye que la libertad de la voluntad encuentre
su condición originario en la conocimiento intelectual. Si la
libertad no le llega a la voluntad más que a base del
conocimiento intelectual, la voluntad es entonces negada. No es
más que un apetito intelectual, un deseo intelectualizado. Esto
es lo que Duns Escoto excluye rigurosamente cuando declara:
«la voluntad no es libre por el hecho de que la razón
puede conocer y discernir cosas diferentes y que la
voluntad no lo puede» (25).

Una tal observación podría concernir a Godofredo de


Fontaines que, siguiendo a Siger de Brabant, funda la libertad
de la voluntad sobre la libertad originaria del entendimiento.
Ella toca sin embargo las posiciones des Gil de Roma y de Tomás
de Aquino, incluso si ellas no conceden al entendimiento esta
libertad originaria que le atribuye Godofredo de Fontaines. En
su Quodlibet Godofredo no se contenta con afirmar el acuerdo de
la elección de la voluntad y del juicio del entendimiento; llega
hasta someter enteramente la elección de la voluntad al juicio
intelectual. Escribe en efecto: "Siempre la elección de la
voluntad es conforme al juicio del razón deliberante, sea ésta
en el bien o en el mal" (26). Esto era, [192] contra Enrique de
Gante negar toda independencia de la voluntad respecto del
entendimiento. La elección de la voluntad, determinada como está
por el juicio del entendimiento, no puede nunca ir contra este
juicio. "El asentimiento de la voluntad - escribe Godofredo de
Fontaines - sigue siempre el juicio de la razón inmutable y
necesariamente" (27). ¿Cómo sostener entonces que la voluntad es
libre? ¿Cómo reconocerle el poder de actuar respecto de cosas
opuestas?
La voluntad no es, en Godofredo de Fontaines, más que causa
material de su acto. Es, pues, originariamente pasiva y este
estado original de pasividad corresponde a la indiferencia. Por
ella misma la voluntad sigue indiferente respecto de los bienes,
porque la elección no está originariamente en su poder. Como lo
nota Putallaz, la experiencia del "asno de Buridano" esta
apropiada la teoría de la voluntad propuesta por Godofredo de
Fontaines (28). En efecto, para que la voluntad escogiera un
bien más bien que otro, es necesario que sea indeterminada por
el juicio del entendimiento. Por consiguiente, si el
entendimiento es indiferente, la voluntad lo es también. La
perplejidad del entendimiento conduce a la parálisis de l
voluntad. Inversamente, si el entendimiento juzga que tal bien
debe ser procurado, la voluntad escoge según el juicio del
entendimiento. ¿Se puede tratar todavía de una elección de la
voluntad? La libertad de la voluntad encuentra de hecho su raíz
en la libertad del entendimiento. Es porque el entendimiento es
libre por esencia que la voluntad es libre. El asentimiento de
la voluntad es un asentimiento libre porque el entendimiento da
libremente su asentimiento a las conclusiones que él produce. LA
verdadera causa de la elección no es, pues, la voluntad, sino el
entendimiento. Con esto, ¿cómo pretender diferenciar la voluntad
del apetito sensitivo? Si la indiferencia caracteriza la
voluntad en sí misma, nota Duns Escoto, "puede haber esta
indiferencia respecto de objetos diferentes en el apetito
sensitivo" (29). Tomada en sí misma, la voluntad será libre
porque es indiferente, pero entonces "si una tal indiferencia
basta para la libertad, el apetito sensitivo será libre "(30).
Godofredo podría objetar que la verdadera libertad no reside en
la indiferencia, sino en la elección y que ésta no puede ser
atribuida más que a un apetito intelectual. Esta posición sigue
insostenible. Por una parte, porque tomada en ella misma, la
voluntad no sería más que un apetito. Por otra parte, porque la
función que Godofredo de Fontaines hace jugar al fantasma en la
intelección y en la volición conduce a la conclusión de que
"nosotros no tenemos nuestros actos en nuestro poder más que un
buey" (31) La fundamentación de la libertad de la voluntad sobre
la libertad del entendimiento es totalmente insostenible, [193]
estrechamente articulada como está a la negación de todo
automovimiento, tanto de la voluntad como del entendimiento, la
prioridad real estaría en el fantasma y con él en el objeto.
¿En qué medida la crítica dirigida a Godofredo de Fontaines
podría afecta a las posiciones de Gil de Roma y de Tomás de
Aquino? NO se encuentra en estos últimos ese desplazamiento que
lleva a poner la raíz de la libertad de la voluntad en la
libertad del entendimiento. La crítica radical a la que
Godofredo de Fontaines somete la tesis de Gil de Roma, muestra,
con todo, que hay una fundamentación intelectual de la libertad
de la voluntad, fundamentación de la que Gil de Roma se niega a
aceptar las consecuencias. Godofredo de Fontaines deja clara la
debilidad de la posición egidiana. Si, como lo afirma Gil de
Roma, la reflexibilidad del alma es la raíz de la libertad de la
voluntad, entonces, concluye Godofredo de Fontaines, "es
necesario que cada una de las facultades sea formalmente libre
por sí misma. Por consiguiente, el entendimiento debe ser
formalmente libre por sí mismo" (32). Si hubiera sido
consecuente, Gil de Roma tendría que atribuir la libertad al
entendimiento e incluso considerar que la libertad de la
voluntad encuentra en esta libertad del entendimiento su
condición.
Gil de Roma se expone tanto más a la critica de Godofredo
de Fontaines, y a la de Duns Escoto, en cuanto que hace jugar un
papel central al juicio intelectual en la atribución de la
libertad a la voluntad. Contrariamente a Godofredo de Fontaines
Gil de Roma reconocía a la voluntad la indeterminación. La
voluntad, indeterminada, puede dirigirse por sí misma hacia tal
o tal objeto posible. Pero no es en la voluntad sino en el
entendimiento donde reside la raíz de los posible, o, como lo
dice Duns Escoto, de los opuestos. Es porque "la razón puede
conocer y discernir cosas indiferentes" (33) por lo que la
voluntad puede poner un velle o un nolle. El entendimiento, que
es causa formal de la voluntad en Gil de Roma, mueve formalmente
la voluntad a su acto. Si la voluntad no actúa unilateralmente
como el apetito sensitivo, es porque la forma que la mueve no es
una forma sensible, sino una forma inteligible, una forma
conocida por el entendimiento. Ahora bien, al entendimiento le
corresponde la capacidad de pensar una cosa y su opuesta. Es con
la actividad del entendimiento juzgante como los opuestos de
manifiestan y con ello los posibles. Es, pues, porque el
entendimiento puede juzgar los opuestos por lo que la voluntad
puede actuar respecto de los opuestos. El velle y el nolle
encuentran así su condición en la actividad juzgante del
entendimiento. De ello resulta, como [194] lo ha puesto de
relieve Godofredo de Fontaines, que la libertad de la voluntad
procede de la forma aprehendida por el entendimiento. El poder
de actuar respecto de los opuestos procede de la intelección de
los opuestos.
Un gesto análogo se había ya cumplido por Tomás de Aquino
en la Suma teológica. Gil de Roma opera un triple enraizamiento
de la libertad de la voluntad: en el alma, en el entendimiento,
en la voluntad. En Tomás de Aquino se trata de un doble
enraizamiento: "la raíz de la libertad es la voluntad a título
de sujeto, pero a título de causa, es la razón. Porque si la
voluntad puede dirigirse libremente a objetos diversos, es
porque la razón puede concebir el bien en diversas formas" (34).
Como en Gil de Roma, la libertad corresponde la voluntad y no al
entendimiento. Pero el velle y el nolle presuponen todavía una
vez el juicio intelectual. La voluntad puede escoger entre los
opuestos porque el entendimiento le presenta los opuestos en su
juicio. Dicho de otro modo, "el poder juzgar opuestos permite a
la voluntad escoger entre ellos" (35). El hombre puede ser el
dueño de sus acciones, pero el entendimiento tiene el juicio
sobre los opuestos en su poder. La tesis de Tomás de Aquino será
así susceptible de la misma crítica que la de Gil de Roma. En
efecto, si la voluntad puede elegir los opuestos porque el
entendimiento los puede concebir, ¿por qué no atribuir al
entendimiento una libertad originaria fundamentando la del
voluntad? Godofredo de Fontaines saca rigurosamente las
consecuencias de la dependencia de la elección respecto del
juicio y por consiguiente no se contentará con los compromisos
que caracterizan las posiciones de Gil de Roma y de Tomás de
Aquino.
Cuanto Duns Escoto atribuye a estos tres autores la
posición que quiere que la voluntad sea libre en razón del
juicio del entendimiento, no reúne bajo una etiqueta arbitraria
sus posiciones, sino que pone en evidencia lo que la crítica de
Gil de Roma denunciaba. El equilibrio que caracteriza las tesis
de Gil de Roma y Tomás de Aquino es una laborioso compromiso que
atribuye de hecho un papel fundamental al entendimiento. Ahora
bien, esta fundamentación de la libertad de la voluntad sobre el
juicio del entendimiento es incompatible con la comprensión la
más rigurosa de la voluntad. Desde el momento en que ella no es
asimilable a un apetito, la voluntad tiene por ella misma el
poder de actuar respecto de las cosas opuestas. Su libertad no
tiene necesidad de un fundamentación intelectual.
En su respuesta a la opinión común Duns Escoto precisa que
no hay que confundir la relación del entendimiento a los
opuestos y el de la voluntad. Aduciendo el libro Zeta de la
Metafísica, hace notar que [195] " la ciencia no está más
determinada a uno de los opuestos que al otro" (36). La
indiferencia no caracteriza a la voluntad, sino al
entendimiento. El juicio intelectual puede bien asegurar la
ostensión de los opuestos, pero no puede determinar la voluntad.
Potencia natural, el entendimiento no puede por sí mismo
determinarse a los opuestos. Si lo pudiera, produciría
simultáneamente actos opuestos. El poder de producir actos
opuestos corresponde a la sola voluntad, porque la voluntad es
una potencia libre y no una potencia natural. En virtud de su
libertad, puede o bien poner un velle, o bien un nolle. Este "o
bien, o bien" es extraño a toda potencia natural, comprendido el
entendimiento. Si el entendimiento puede entender los opuestos,
es porque es determinado por la voluntad. Duns Escoto declara a
este propósito:
«La ciencia de una cosa lo es a modo de naturaleza y
es así principio de acción por modo de naturaleza. Es pues
necesario, según el Filósofo, que la ciencia sea
determinada, y esto por el apetito o por la prohairesis
según el Filósofo» (37).

La actividad del entendimiento respecto de los opuestos


presupone la actividad de la voluntad. Sin la voluntad, libre de
toda adherencia, el entendimiento seguiría fijado en la misma
intelección y no habría para él intelección de opuestos. El
entendimiento no puede ser libre más que porque la voluntad es
libre. Considerado independientemente de la voluntad, sigue
siendo una potencia natural. En estas condiciones la sola moción
concebible no es la de la voluntad por el entendimiento, sino la
del entendimiento por la voluntad, puesto que sólo una potencia
libre puede mover a otra y, por esta moción, conferirle la
libertad. Duns Escoto aparta así la voluntad a toda
fundamentación sobre el saber.

c. La denuncia de una ceguera

El rechazo de toda moción de la voluntad por el


entendimiento deshace toda tentativa de fundar la libertad de la
voluntad sobre el saber. El saber no es en nada principio de
esta libertad. Esto no significa, sin embargo, que el saber no
juegue ningún papel en la volición. Manteniendo firmemente el
automovimiento de la voluntad por una parte, Duns Escoto
mostrará, por otra parte, que el entendimiento es causa
positiva, causa por sí de la volición. No [196] se debe
confundir en efecto la moción de la voluntad y la producción de
la volición. Es esta confusión la que lleva por una parte a
Godofredo de Fontaines a hacer del entendimiento la causa total
de la volición, y de otra parte a Enrique de Gante a reducir el
entendimiento al estatuto de causa sine qua non. Contra
Godofredo de Fontaines y Gil de Roma, Duns Escoto afirma con
Enrique de Gante que la voluntad se mueve ella misma al querer.
Contra Enrique de Gante y con Godofredo de Fontaines, Escoto
sostiene que el entendimiento es causa eficiente de la volición.
Duns Escoto no realiza, por tanto, una de esas "síntesis
doctrinales" caras a una cierta historia de la filosofía
medieval. No se desliza en un debate todo hecho, sino que
inventa una nueva configuración diferenciando netamente la
cuestión de la moción de la voluntad de la producción de la
volición. El entendimiento es bien causa y causa eficiente de la
volición, pero no tiene poder de mover la voluntad.

Cuando Enrique de Gante declara que "el entendimiento en


acto precede a todo acto de la voluntad como causa sine qua non"
(38), se coloca en el mismo terreno de sus adversarios. Admite
con ellos que si el entendimiento es causa de por sí de la
volición, será motor de la voluntad. Enrique de Gante se ve
forzado a inventar un nuevo género de causa, la causa sine qua
non. No se trata de una causa positiva en sentido estricto, sino
solamente de una condición negativa de la producción de la
volición. En cuanto efecto producido, la volición tiene por
causa total la voluntad. Sin embargo "es necesario un acto del
entendimiento previo al acto imperado por la voluntad, porque no
podemos querer lo desconocido" (39). Presentando a la voluntad
su objeto, constituyéndolo como sabido, el entendimiento no
causa la volición, sino que asegura negativamente la producción
de la volición. En su reducción del entendimiento a una causa
sine qua non, Enrique de Gante se apoya también él sobre el
libro Zeta de la Metafísica donde Aristóteles declara que "un
ser, en efecto, tiene la potencia en la medida en que ésta es un
poder de actuar, poder no absoluto, sino sometido a ciertas
condiciones, entre las cuales estará comprendida la ausencia de
obstáculos exteriores" (40). Estas condiciones, que no son
causas, reciben en Enrique de Gante el estatuto de causa sine
qua non. Leyendo Aristóteles, Enrique de Gante entiende que la
potencia se cumple bajo ciertas condiciones, y más precisamente
bajo la condición de que sea removido todo obstáculo. La
condición de la producción de la voluntad no es otra que la
presencia del objeto y esta presencia se asegura por [197] el
entendimiento. Es por lo que el entendimiento recibe en Enrique
de Gante el estatuto de causa sine qua non. Acercando el objeto
a la voluntad, elimina de la voluntad este obstáculo que es la
no presencia de su objeto. Gracias a la intelección, el esente
está presente como conocido. El entendimiento es, pues, causa
sine qua non, condición negativa de la producción de la
volición, en cuanto que descarta el obstáculo a la producción de
la volición. No mueve la voluntad a la volición, no determina la
voluntad ni causa la volición , sino que quita el impedimento.
Una vez eliminado el impedimento, la voluntad se mueve a la
volición y la causa. Pero al atribuir al entendimiento el
estatuto de causa sine qua non, Enrique de Gante ¿no le
concederá a la vez demasiado y demasiado poco? Es lo que revela
la crítica de Duns Escoto.

Concebir que el entendimiento asegura negativamente la


producción de la volición descartando lo que obstaculiza esta
producción, ¿no es reconocer al entendimiento el poder de
impedir esta producción? El entendimiento no entendiendo
impediría la voluntad en su querer. ¿Cómo - pregunta Duns Escoto
- el entendimiento podría impedir la voluntad de moverse y de
causar la volición, si, como lo asegura Enrique de Gante, "la
voluntad es la fuerza superior en todo el reino del alma?" (41).
Como Enrique de Gante, Duns Escoto reivindica para la voluntad
el estatuto de potencia superior. Ahora bien, indica, " la
potencia superior no es impedida por una potencia inferior. La
voluntad no es, pues, impedida por el hecho de que el
entendimiento no entienda" (42). Para que el entendimiento pueda
impedir a la voluntad moverse a la volición y producirla, sería
preciso que entendimiento fuera una potencia superior a la
voluntad. Es, pues, inconsecuente sostener a la vez que el
entendimiento es una potencia inferior a la voluntad y que
impide a la voluntad el poner su acto. Se podría responder a
Duns Escoto que Enrique de Gante no afirma que el entendimiento
impida positivamente a la voluntad el causar, él no pone
obstáculo al querer, más bien quita el obstáculo. Atribuir esto
al entendimiento es concederle ya demasiado.
El estatuto de causa sine qua non que Enrique de Gante
atribuye al entendimiento es insostenible. Si conociendo el
objeto el entendimiento permite a la voluntad poner su acto, él
no es sólo condición negativa del acto, sino condición positiva
del acto e incluso causa del acto. Arriesga ser más que la
voluntad. Pero si el entendimiento no es en nada causa del acto
de la volición, si no es más que una condición negativa, la
voluntad se presenta entonces como una potencia ciega. Reducido
al estatuto de causa [198] sine qua non de la volición, el
entendimiento no es en nada causa de por sí, no contribuye
positivamente a la producción de la volición. El querer,
excluyendo toda contribución positiva del saber, es en sí ciego.
De hecho, en Enrique de Gante el querer y el saber caen el uno
fuera del otro.

En Godofredo de Fontaines el querer era absorbido por el


saber, lo cual conducía tanto a la negación del querer como de
la voluntad. Con Enrique de Gante el querer y el saber aparecen
exterioress el uno al otro, lo cual conduce, de otra manera, a
la misma negación. Tratando de salvar la libertad de la voluntad
reduciendo el saber a una condición negativa del querer, Enrique
de Gante le destruye porque desconoce que el querer se incorpora
el saber. En el último argumento que Duns Escoto presenta contra
la tesis de Enrique de Gante, exclama magníficamente:
«"Actuar libremente", esa actuar por conocimiento - es
por lo que quien quiere libremente, por el hecho de que
quiere libremente, no es ciego. Por tanto del hecho que
quiere libremente, él saber que quiere conocer lo que
quiere. Es por lo que el conocimiento está incluido en la
libertad. El objeto conocido o el conocimiento del objeto
no son pues exigidos por el acto de la voluntad a título de
causas sine qua non solamente, sino a título de causas
incluidas en la libertad y el poder del libre albedrío»
(43).

En la Enciclopedia Hegel declara que la voluntad libre


efectiva es "la voluntad en cuanto libre inteligencia" (44).
Así, en la voluntad como "libre inteligencia", toda exterioridad
del querer y del saber es evacuada. La voluntad de que Duns
Escoto construye la figura es extraña a esta exterioridad del
querer y del saber, ella incluye el saber. Esta inclusión no la
constituye como voluntad pensante. No es preciso entenderla en
término de agregación. Al querer libre no se le añade el
conocimiento para esclarecerlo, porque entonces el querer libre
sería en sí mismo ciego.
El querer no es constituido como libre porque el
conocimiento lo penetra. NO sería en este caso libre en sí. Hay
interioridad del saber en el querer en el sentido de que en el
concepto de un libre querer, el conocimiento es siempre ya
incluido sin por ello hacer del querer [199] un querer libre. No
es preciso decir: del hecho de que ella conoce lo que quiere, la
voluntad quiere libremente. Hay que decir más bien: del hecho de
que la voluntad es libre, ella sabe que ella quiere conocer lo
que ella quiere. "Actuar libremente es actuar por conocimiento",
pero actuar por conocimiento no es actuar libremente, como lo
muestra la suposición por Duns Escoto de una voluntad reducida a
un puro apetito intelectual.
El conocimiento no es fundador de la libertad: el que obra
libremente, no obra ciegamente porque obra libremente. El
presupuesto de la intelección encuentra así su raíz en la
libertad y no la libertad su raíz en el saber. La voluntad libre
es voluntad pensante, voluntad sapiente y es porque es voluntad
pensante por lo que exige el conocimiento de su objeto. Este
conocimiento del objeto no hace en ningún caso de la voluntad
una voluntad pensante. La fórmula de Duns Escoto es inequívoca:
"del hecho de que él quiere libremente, él sabe que él conoce lo
que él quiere". Ante todo conocimiento de su objeto,
conocimiento que le es procurado por el entendimiento, el agente
libre en cuanto voluntad libre tiene un saber irreductible al
conocimiento intelectual. Este saber procede la voluntad libre
misma. Él lleva no al objeto sino al querer. El saber de su
propio querer por la voluntad precede ontológicamente el
conocimiento del objeto por el entendimiento y este último es
sólo una implicación. La voluntad no es pues rescatada de una
ceguera nativa por un conocimiento que la esclarecería, lo cual
sería situarla todavía más bajo que el apetito sensitivo, sino
que siendo voluntad pensante, exige que su objeto sea un objeto
sabido. Anterior a la volición, la intelección del objeto
proviene, sin embargo, ontológicamente de la voluntad como
momento interno al querer. El saber tiene, pues, una entera
positividad. Es por lo que el entendimiento concurre con la
voluntad y el objeto a la volición:
«Afirmo que el entendimiento - por el acto que
entiende el objeto - concurre con la voluntad en la razón
de causa efectiva para causar el acto de la volición» (45).

Porque el objeto querido es objeto sabido, el entendimiento


no es causa sine qua non, condición negativa del querer, él es
una causa eficiente parcial, constituyendo con la voluntad la
causa total de la volición: "La voluntad tiene la razón de una
de las causas del acto de volición, a saber la razón de causa
parcial y la naturaleza "por el acto de conocimiento del objeto"
tiene la razón de otra causa parcial - y ambos conjuntos forman
una causa total del acto de volición" (46). La teoría de las
causas parciales [200] concurrentes destruye la dificultad que
paralizaba el debate tradicional. Como lo hemos visto a
propósito del objeto, las causas parciales concurrentes, causas
esencialmente ordenadas, causan la volición según su propio
orden de causalidad. La voluntad y el transcendental causan
juntos la volición sin ser dependientes el uno del otro en el
ejercicio de su causalidad. La causación de la volición por el
entendimiento no supone, pues, ninguna moción de la voluntad por
el entendimiento. Causación de la volición y actuación de la
voluntad no se pueden considerar en el mismo plano. El
conocimiento responde sólo de la producción de la volición, no
responde del movimiento por el que la voluntad se dirige a
querer. Más bien, el conocimiento no entra en juego más que
porque la voluntad se dirige a querer.
Si la voluntad es causa parcial de la volición con el
entendimiento, ella sigue como causa principal de la volición.
Una vez que la voluntad está libremente determinada a querer,
ella hace uso del entendimiento. Pero ella podría igualmente no
hacer uso si no se decidiera a querer. Duns Escoto aclara esta
situación por el ejemplo de la visión: nosotros queremos
libremente como vemos libremente. Vemos libremente porque la
potencia visual está en poder la voluntad. Ciertamente, sin la
potencia visual, no podríamos ver, y el hecho de ser afectado
por un objeto visual no depende de la voluntad. Sin embargo la
potencia visual no determina la voluntad a la visión. Es
libremente como la voluntad se decide por el ver y hace entonces
uso de la potencia visual para ver. La aplicación de la potencia
visual depende de la voluntad. Es lo mismo en lo que respecta a
querer. El entendimiento, siendo causa parcial de la volición,
no toca la libertad de la voluntad, porque permanece en poder de
la voluntad. Él no mueve la voluntad a querer ni causa la
volición más que si la voluntad se decide a querer:
«Yo me considero que "veo libremente" porque puedo
libremente hacer uso de la potencia visual para ver. Así,
que una causa sea tan natural como se quiera y que actúa
tan naturalmente como se quiera (en cuanto es de sí), sin
embargo, porque ella no determina y no necesita la voluntad
a la volición, la voluntad, de parte de su libertad, puede
concurrir con esta causa al querer como al no-querer y
puede libremente hacer uso. Es por lo que se dice que está
en nuestro poder "querer y no querer libremente» (47). [202]

Duns Escoto no dice que el concurso del entendimiento


depende de una decisión de la voluntad, en el sentido de que la
voluntad podría decidir pasar sin su concurso. Al contrario,
para la producción de la volición el concurso del entendimiento
no puede ser evitado. Él afirma solamente que la decisión de
producir una volición compete exclusivamente a la voluntad, lo
que es cosa totalmente distinta. Mientras la voluntad no se
decide a producir una volición, el entendimiento juega ningún
papel. En otras palabras, si la voluntad no actúa, el
entendimiento no actúa. Él no interviene más que desde el
momento en que por sí misma la voluntad se dirige a querer. El
reconocimiento del papel jugado por el entendimiento no afecta
en nada la libertad de la voluntad, a diferencia de lo que
sostenía Enrique de Gante.
Porque la libertad de la voluntad permanece incólume, la
voluntad no es solamente causa principal parcial de la volición,
ella es también, desde otro punto de vista, la causa total como
lo hemos mostrado examinando el papel del objeto en la volición.
Duns Escoto puede sostener ala vez que el entendimiento es causa
parcial de la volición y que la voluntad sigue siendo su causa
total, puesto que, a diferencia de Godofredo de Fontaines, de
Gil de Roma y de Tomás de Aquino, non funda la libertad de la
voluntad en el saber. Constitutivo de la volición como volición
de un objeto, el entendimiento no es constitutivo de la volición
como acto libre. Más bien, de una manera o de otra, el acto del
entendimiento es siempre ya atravesado por la voluntad. La
voluntad, por tanto, no ejerce necesariamente una causalidad
sobre el entendimiento. Sin embargo, cuando una tal causalidad
se excluye, y este es el caso de la relación del voluntad y del
entendimiento en Dios, una dimensión voluntaria está presente
como lo subraya la Lectura:
«Bien que la voluntad no tenga causalidad
relativamente a la intelección por la cual el Padre
entiende formalmente, puesto que la intelección precede a
la volición, sin embargo la volición que se complace en
esta intelección la sigue; y puesto que la producción del
Verbo sigue a la intelección formal del Padre en la que la
voluntad se complace, la volición precede la producción del
Hijo y la generación del Verbo [...] El Padre engendra al
Hijo 'por voluntad', es decir 'voluntariamente, pero no en
la razón de causa y de principio próximo» (48). [202]

Si la voluntad divina no es el principio próximo de la


generación del Hijo, esta generación es sin embargo voluntaria.
La generación del Verbo no es una operación puramente
intelectual, aunque el entendimiento sea su principio próximo y
su causa. Aunque Duns Escoto excluya toda causalidad voluntaria
en la producción del Verbo divino, la admite en el plano humano
(49). La voluntad humana puede mover al entendimiento humano a
fin de que él pueda obtener un conocimiento perfecto que es el
verbo. La razón es que la intelección humana tiene así una
causalidad superior frente al entendimiento. Ella restablece en
efecto la imperfección nativa del entendimiento desviándolo de
tal o tal consideración (50). Así la voluntad puede cambiar el
entendimiento de la consideración de tal o tal cosa hacia la
cual está inclinado, si esta consideración pude conducir la
voluntad a pecar (51). La voluntad lo puede o porque ella es la
sola potencia que tiene el poder de ejercer un control no sólo
sobre ella misma sino también sobre todas las otras potencias,
comprendido el entendimiento. Un tal poder de control falta al
entendimiento en razón de su estatuto de potencia natural (52).

Duns Escoto mostrará en la distinción 42 del mismo libro


cómo y en qué un tal control de la voluntad humana sobre el
entendimiento humano puede operarse, a tal punto que se pude
decir que el entendimiento está en el poder de la voluntad
cuando ambos concurren. La voluntad puede modificar la
intelección, sea que refuerce intelecciones débiles mandando al
intelecto considerar otro objeto distinto del que considera, sea
que debilite una intelección fuerte recusándola (53). De este
modo, si la intelección precede siempre a la voluntad, la
intelección clara no la precede siempre. Ahora bien, no está
sólo en el poder de la voluntad el hacer actual y perfecta una
intelección inactual, está también en su poder hacer inexistente
una intelección actual.
Tres proposiciones sostienen este poder de la voluntad. La
primer afirma que el entendimiento humano tiene como la visión
un campo de mira tal que la visión no puede abrazar todo
distinta y perfectamente, y que la mira perfecta y distinta se
levanta sobre un fondo de miras imperfectas e indistintas. El
entendimiento no es, pues, restringido a la sola mira actual
(54).
La segunda proposición enuncia que la voluntad no se reduce
a la intelección perfecta y distinta, sino que puede tomar
placer en otra [203] intelección aunque el objeto no sea
distintamente conocido (55). En consecuencia la claridad y la
distinción de la intelección no necesitan en nada la volición.
Si lo que precede al acto de la voluntad es comprendido no en le
sentido de una sola y única intelección, sino como campo de
intelección, la voluntad puede por ella misma dirigirse a una
intelección no distinta. La presuposición de la intelección no
significa, pues, que la voluntad deba seguir tal o tal
intelección que el entendimiento le impusiera.
¿No aparece un riesgo desde el momento en que la voluntad
puede dirigirse a una intelección imperfecta e indistinta? Este
riesgo no aparece más que si la voluntad no tuviera ningún poder
sobre la intelección. Ahora bien, y esta es la tercera
proposición, teniendo placer en una intelección la voluntad la
refuerza, la intensifica y conduce así a la perfección (56).
¿Cómo comprender que la voluntad pueda reforzar o debilitar una
intelección, puesto que hacerla más perfecta o menos la reduce a
nada? Dos argumentos son aducidos por Duns Escoto. El primero
dice que el alma actúa más fuertemente y más perfectamente si
todas sus potencias están concentradas sobre una misma cosa que
si están dispersas hacia cosas diversas, porque un poder
unificado es más fuerte y más perfecto (57). El segundo
argumento dice que el entendimiento, en cuanto causa inferior a
la voluntad, actúa más perfectamente si la voluntad actúa con
él. La intelección sigue siendo un acto propio del entendimiento
y en su orden propio el entendimiento sigue siendo el agente de
sus actos. Sin embargo, desde que concurre con el acto de la
voluntad, "el acto del entendimiento está en poder de la
voluntad" (58). En el libro IV del Opus Oxoniense Duns Escoto
sostendrá que la volición es causa eficiente equívoca y causa
final de l entendimiento en la medida en que la voluntad impera
sobre el entendimiento (59).
La intelección de un objeto no precede necesariamente a
la volición, puesto que la voluntad puede obrar sobre el
entendimiento. Hay intelecciones que sigue a la volición, son
las que dependen de un acto de mandato de la voluntad. Pero en
todos sus actos, comprendidos aquello por los que ella suspende
la intelección, la voluntad presupone una intelección inicial.
Como lo indica el Quodlibet, que la voluntad suspenda la
intelección, la desvíe, la frene, ella no puede sin embargo
actuar sin intelección (60). La voluntad no podría suspender
toda intelección más que si ella pudiese suspender toda
volición, puesto que la volición exige una intelección que la
preceda. Ahora bien, el acto de suspender es ya del orden de la
volición y, como toda volición, presupone la intelección. Si la
voluntad tiene el poder de modificar la intelección, e incluso
el poder de anular tal l tal intelección, [204] una intelección
inicial es siempre presupuesta (61). Como hemos visto
precedentemente y como lo recuerda la distinción 17 de la
Ordinatio, la voluntad no pude querer lo desconocido, por lo que
una intelección inicial es siempre requerida (62). Esta
intelección inicial no está en nuestro poder, como lo precisa la
cuestión 21 del Quodlibet, puesto que no está en nuestro poder
el ser afectado por tal o tal objeto, pero ella no ejerce
ninguna causalidad sobre la volición:
«Aunque la intelección inicial no esté en nuestro
poder, el estado inicial de indiferencia lo es, porque se
puede determinar a querer o a no querer, lo cual no depende
el entendimiento, sino de la voluntad» (63).

Que la volición presuponga una intelección inicial no es en


nada un argumento contra la voluntad, puesto que la indiferencia
inicial de la voluntad no depende de la intelección inicial,
sino que "depende enteramente de nosotros" (64). Esta
intelección inicial no puede ser más que causa subserviens de la
voluntad, está al servicio de la voluntad y no al contrario. La
presuposición de la intelección no puede justificar una
determinación de la voluntad por el entendimiento, ella no puede
siquiera justificar una fundamentación de la libertad sobre el
conocimiento intelectual.

2. El conocimiento práctico como conocimiento directivo

La anterioridad del acto de intelección no es una


anterioridad fundadora del querer. Es entonces necesario
distinguir dos tipos de anterioridad: una anterioridad natural
del entendimiento y una anterioridad ontológica de la voluntad,
aquella a la cual remite la distinción 12 del Libro I de la
Ordinatio (65). Sin embargo, en el orden de la práctica Duns
Escoto habla de un dictado que ejercería el entendimiento sobre
la voluntad (66). Este dictado del entendimiento ¿puede conducir
a reconocer una fundamentación de la libertad práctica sobre el
conocimiento intelectual como pretende Gilson? Según Gilson,
habría una diferencia radical entre la libertad metafísica y la
libertad moral, puesto que en el primer caso el entendimiento no
tiene más que un papel ostensivo, mientras que el segundo caso
tiene una función directiva. Pero esta función de primer plano
que el entendimiento y el juicio reencontraría sobre el plano de
la libertad moral y, por tanto, de la praxis, está debilitado
pro el texto de Duns Escoto. [205] Importa reconsiderar aquí la
comprensión escotista de la praxis, la del conocimiento práctico
y la relación de la praxis al conocimiento práctico.

a. EL estatuto de la práctica

El pasaje decisivo en que Duns Escoto trata del


conocimiento práctico y de la praxis se encuentra en el Prólogo
de la Ordinatio. Aunque Duns Escoto emplea su comprensión de la
praxis y del conocimiento práctico refiriéndose a Aristóteles,
él se desmarca notablemente de Aristóteles y de la comprensión
escolástica. Es en efecto abordando el estatuto de la teología
como Duns Escoto pone la cuestión de la praxis. Praxis y
conocimiento práctico son, pues, enfocados en el horizonte de la
teología y más precisamente de la teología humana en su
diferencia de la teología divina, el saber que Dios tiene de sí
mismo.
Duns Escoto establece en ruptura tanto con Aristóteles como
con la tradición escolástica que la praxis no se confunde ni con
la acción política ni con la acción ética, puesto que ella es
fundamentalmente amor y ante todo amor de Dios: en ella se trata
de nuestra salvación. El conocimiento práctico no puede, pues
reducirse ni a la política ni sobre todo a la ética, como lo
muestra el debate con Enrique de Gante. Para Enrique de Gante,
conforme al aristotelismo, el conocimiento práctico es la ética
(67), mientras que la teología es ciencia especulativa. Para
Duns Escoto el conocimiento práctico es en el punto más alto
teología y tiene derecho al título de ciencia. Contra el
entredicho aristotélico, Duns Escoto pone de una parte que el
conocimiento práctico es ciencia, y de otra parte que esta
ciencia práctica es superior a la ciencia especulativa.
¿Por qué un conocimiento práctico y no simplemente un
conocimiento ostensivo es exigido? El conocimiento práctico es,
como conocimiento ostensivo, un conocimiento intelectual
anterior a la volición, pero es también directivo en relación
con la volición. Es práctico en lo que es directivo. Un
conocimiento directivo no se contenta con aproximar el objeto a
la voluntad, de manifestarlo, sino que concierne directamente a
la voluntad en su "cómo". Contra Enrique de Gante Duns Escoto
sostiene que el conocimiento práctico no concierne ala
substancia del acto práctico, sino que concierne a la manera
como el acto se cumple. No concierne al acto tomado
absolutamente, sino a las modalidades de su cumplimiento como lo
muestra el ejemplo del conocimiento moral: [206]
«si un hábitus práctico es postulado, no es para
ejercer una función directriz sobre la substancia de un
acto, sino sobe la manera en que es realizado. Es así como
la ciencia moral no dirige al hombre en el acto de comer
tomado absolutamente, sino a fin de que coma de tal o de
tal manera, es decir, moderadamente» (68)

El conocimiento práctico es conocimiento de la rectitud del


querer: él presenta a la voluntad la regla del acción justa e
inclina la voluntad a actuar según esta regla. La rectitud de la
praxis es el contenido del conocimiento práctico (69). La
anterioridad del conocimiento práctico a la praxis no es
entonces una no importa qué anterioridad, es la de "la regla a
lo reglado" (70). Un conocimiento práctico no es, pues, exigido
sino allí donde la acción de la voluntad tiene necesidad de ser
regulada. Supone una voluntad que no obra justamente por sí
misma, o más exactamente que no tiene en sí misma su regla, sino
que la recibe de otra parte. Tal es el caso de la voluntad
creada y en concreto de la voluntad humana. A diferencia del
conocimiento simplemente ostensivo, el conocimiento directivo no
vale para toda voluntad, por consiguiente toda teología no es un
conocimiento práctico.

La teología divina no es una ciencia práctica, sino una


ciencia especulativa, porque ningún conocimiento directivo puede
existir en Dios. La voluntad divina, en cuanto voluntad
infinita, es ella misma recta, porque es ella misma su propia
regla. Su rectitud le es inmanente. Es por lo que ningún
conocimiento directivo le puede preceder (71). A diferencia de
la voluntad humana, la voluntad divina no es indiferente a la
rectitud, no tiene que ser dirigida para ser recta. En razón de
su infinita perfección, ama necesariamente, pero libremente la
esencia divina.
La necesidad de un conocimiento práctico, y por tanto
directivo, no se impone más que a una voluntad finita,
imperfecta, indiferente en razón de esta imperfección, pero
pudiendo querer el infinito.

En su respuesta a Enrique de Gante Duns Escoto da la última


justificación de una ciencia práctica y del estatuto de la
teología como ciencia práctica. Escribe en efecto:
«Si la voluntad no puede errar respecto del fin que le
es mostrado en general, ella puede sin embargo errar [207]
respecto del fin que le es mostrado en particular; una
dirección se requiere a fin de que la voluntad actúa
rectamente respecto del fin mostrado en particular. Ahora
bien, El fin que es mostrado por la teología no es un fin
general, sino un fin particular, ya que la demostración del
fin en general es de la competencia del metafísico» (72).

Aquí se entrelazan motivos determinantes, a saber la


libertad de la voluntad y la singularidad. El conocimiento
práctico no es, en sentido escotiano, un conocimiento que no se
refiere más que a los medios, es un conocimiento en el que el
fin último es concernido.
Si el conocimiento práctico concierne tanto al fin último
como a los medios, es porque "nosotros ponemos que existen actos
prácticos verdaderos relativos al fin" (73). Es a primera vista
el que es concernido por esta última observación, él, que "no
ponía que la posee la praxis respecto del fin, sino que es una
moción simple y natural" (73). Además de Aristóteles, son ante
todo concernidos todos aquellos que, como Enrique de Gante,
ponen que un conocimiento directivo respecto del fin último no
tiene lugar de ser, puesto que el conocimiento del fin último no
puede ser más que puramente especulativo.
Contra Enrique de Gante, Duns Escoto muestra que la
voluntad tiene necesidad de un conocimiento directivo respecto
del fin porque el acto práctico no es solamente respecto de los
medios, sino también respecto del fin último. Porque el fin
último no es un universal, el bien en general, es una
singularidad. Dicho de otro modo, Dios no es mostrado y querido
en el horizonte del acto práctico bajo el aspecto de bien
universal, es mostrado y querido como singularidad: Dios como
haec essentia. La praxis exige pues una ciencia directiva, no
porque es cuestión de los medios, sino porque se trata de un fin
último que es una singularidad a cual la voluntad se refiere
libremente. La directio supone en efecto que la voluntad es
libre en relación con el fin y no solamente respecto de los
medios. No reconocer esta referencia libre de la voluntad al
fin, sería, como Aristóteles, poner que el acto de querer el fin
es un movimiento natural, es decir, asimilar la voluntad a un
apetito.
Es de esencia del querer finito presuponer un conocimiento
directivo y, por tanto, un conocimiento práctico. Es que en
efecto no hay conocimiento práctico más que en la medida en que
la praxis procede de la voluntad. Si la praxis no procediera más
que de un apetito, no habría [208] conocimiento práctico, porque
el simple apetito no es posterior al conocimiento intelectual,
sino anterior, y porque el conocimiento práctico no puede
ejercerse más que sobre una potencia que está en situación de
ser dirigida (qui est à même d'être dirigée), que puede recibir
las reglas de la acción. Ahora bien, es sólo la voluntad la que
es una tal potencia porque ella es irreductible al apetito como
lo hemos visto ya. Es por lo que la referencia a Aristóteles no
debe hacer ignorar que la praxis, en cuanto que procede de la
voluntad, no se origina de una orexis dianoetiké como en
Aristóteles. Las tres condiciones que delimitan la praxis en
Duns Escoto la sitúan eminentemente como acto de la voluntad.
Ellas enuncian en efecto que la praxis no puede ser un acto del
entendimiento, que ella presupone el conocimiento intelectual, y
que ella debe proceder de una potencia que por su naturaleza
misma puede producir un acto de elección (puede decidirse) en
conformidad con la recta razón:
«Declaro, pues, para comenzar, que la praxis, a la que
se extiende el conocimiento práctico, es el acto de una
potencia distinta del entendimiento, naturalmente posterior
a la intelección, y tal que a fin de ser recto, es
necesario que sea elegido en conformidad con una
intelección recta» (75).

La primera condición excluye que el acto práctico puede ser


una acto del entendimiento, aunque fuera él el del entendimiento
práctico. Es comúnmente admitido que la extensio es constitutiva
del entendimiento práctico. Si el entendimiento no es práctico
más que por extensión a la praxis, el acto práctico no puede ser
un acto del entendimiento, incluso si un acto del entendimiento
puede referirse a otro acto del entendimiento y dirigirlo. La
lógica asegura en efecto la dirección, la regulación de los
actos del entendimiento, pero no puede presentarse como un
conocimiento práctico. No hay extensio alguna del entendimiento
a un acto del entendimiento, puesto que "el entendimiento no se
extiende fuera de sí más que si su acto se refiere al acto de
otra potencia" (76). La extensión que es constitutiva del
entendimiento práctico es movimiento extático, el fuera de sí es
su carácter primordial. Es sólo estando fuera de sí, tras el
acto de otra potencia, como el entendimiento es práctico. No es
práctico esencialmente, precisa Duns Escoto en respuesta a una
objeción, lo es sólo accidentalmente (77). Pero esa otra
potencia, como indica la segunda condición, no puede ser un [209]
apetito, porque el acto práctico es el acto de una potencia que
no actúa más que estando ordenada a la intelección, pero los
actos del apetito no están ordenados a los el entendimiento. El
acto práctico no puede ser entonces más que un acto de la
voluntad, porque la praxis es fundamentalmente un acto libre, es
un "acto que está en poder del cognoscente" precisa Duns Escoto
(78). Solo el acto de la voluntad es libre y, en cuanto libre,
presupone la intelección, como lo tenemos más arriba. Duns
Escoto puede entonces sostener:
«La praxis a la que se extiende el habitus práctico no
puede ser más que un acto de la voluntad, sea el acto de
elección sea el acto imperado» (79).

La Lectura precisa que "nada es formalmente un acto


práctico sino el acto de la voluntad, sea el acto de elección,
sea el acto imperado" (80). La razón sola es la razón formal de
la praxis. Lo que define esencialmente el acto práctico, no es
ni su fin ni su objeto, sino su principio y este principio es la
voluntad. El acto práctico, que él sea comprendido como acto de
elección, o como acto imperado por la voluntad a otra potencia,
es en su esencia misma acto voluntario. En el Quodlibet Duns
Escoto precisa en efecto que "voluntario" puede entenderse de
tres maneras, a saber "lo que está en la voluntad como sujeto,
lo que es querido por la voluntad o lo que es imperado por la
voluntad" (81). Según la tercera significación, es voluntario
todo acto que está en poder de la voluntad. Ahora bien, todo
acto de una potencia distinta de la voluntad está en poder de la
voluntad cuando es imperado por la voluntad. Es por lo que el
acto imperado o acto exterior es voluntario con el mismo título
que el acto de elección o acto interior (82). El entendimiento
no es en nada constitutivo del carácter práctico de un acto, y
no lo puede ser en la medida en que el acto práctico es acto
libre, incluso si el acto práctico es indisociable de la
rectitudo.
Acto libre, la praxis es también un acto que requiere la
recta razón. No hay en efecto praxis más que donde hay justicia.
El acto práctico es eminentemente acto justo. Pero como la
voluntad humana no se decide desde sí misma a cumplir un acto
justo, puesto que no tiene la regla de justicia en ella misma, y
esta regla le debe ser mostrada, ella debe conformarse al
conocimiento director del entendimiento práctico. El acto
práctico debe así seguir el dictado del entendimiento práctico a
fin de ser justo. Remitiéndose a Aristóteles, para el cual la
elección exige la recta razón, Duns Escoto extiende esta
exigencia a toda volición de tal suerte que ella concierne [210]
tanto al actus imperatus como al actus elicitus (83). Pero si es
práctico se el acto de elección sea el acto imperado, queda
todavía que Duns Escoto establece una distinción importante
entre los dos tipos de actos. Lo que está en juego en esta
distinción, no es nada menos que el estatuto de la praxis y su
relación al conocimiento práctico.
Decir que el acto práctico es tanto el acto de elección
como el acto imperado por la voluntad a otra potencia, no es una
determinación suficiente de la praxis. Duns Escoto distinguirá
en efecto lo que es originariamente praxis de lo que no lo es
más que de una manera derivada. El acto originariamente práctico
es aquel que sigue originariamente a la intelección y que es
originariamente decidido conforme a la recta razón, según las
determinaciones de la praxis expresadas más arriba. Es por lo
que la praxis no puede residir originariamente en el acto
imperado, puesto que el acto imperado no sigue inmediatamente a
la intelección, sino que la sigue mediatamente a través del acto
de elección. Es práctico por accidente mientras que el acto de
elección lo es esencialmente:
«El acto imperado por la voluntad no es inmediatamente
praxis, pero lo es por accidente, porque no es
inmediatamente posterior a la intelección ni es por
naturaleza inmediatamente elegido conforma a la recta
razón. Es, pues, necesario que otro acto sea inmediatamente
praxis; esta acto no es otra cosa que la volición, porque
el acto imperado recibe las condiciones que se han dicho;
la primer condición de la praxis es, pues, salvada en el
acto de elección" (84).

Para señalar el carácter originariamente práctico del acto


de elección Duns Escoto afirma que, incluso si no fuera seguido
de una acto imperado, el acto de elección sería cuando menos
praxis, mientras que lo inverso no es sostenible: el acto
imperado no es praxis mas que a condición de ser precedido por
el acto de elección (85). La praxis no reside, ***** pues,
originariamente en el acto exterior y no encuentra siquiera su
realización en al acto exterior, como los sostenía Enrique de
Gante; es ya realizada en el acto interior que es el acto de
elección. La liberalidad, pone por ejemplo Duns Escoto, no
reside en el acto mismo de dar, que es el acto imperado, sino en
la elección, en la resolución a dar incluso si la elección, la
[211] resolución no puede ser seguida del efecto, porque aquel
que se decide a la liberalidad no dispone de medios para esta
liberalidad (86). La decisión firme de ser liberal (decisión
firme en efecto porque la electio no se ha de entender como una
elección de manera más o menos vaga, sino como decisión
resuelta) es el acto práctico mismo, y es sólo en virtud de esta
decisión que el acto de dar puede ser liberal.
Si la electio es originariamente la praxis, no es porque
ella depende, ella también, de principios prácticos, es porque
ella es inmediatamente acto de la voluntad a diferencia del
actus imperatus, puesto que "es en la voluntad donde el acto
práctico reside inmediatamente", precisa la Lectura (87). La
electio no depende en efecto de principios prácticos (la recta
razón y el habitus de virtud (88)) más que porque ella es acto
de la voluntad (89). Ella es originariamente praxis porque es
originariamente acto voluntario, como nos lo recuerda todavía el
Quodlibet:
«Cuando el acto exterior está junto al acto interior y
procede del último, no sólo se hace un acto voluntario,
sino que tiene una razón distinta para el ser, porque es
"mediatamente voluntario" mientras que el acto interior es
"inmediatamente voluntario"» (90).

La praxis es el acto interior que no es nada distinto del


acto de elección, y ella lo es porque el acto interior es
enteramente acto de la voluntad, lo que no es el caso del acto
exterior, que es el acto imperado por la voluntad a otra
potencia. La distinción del acto inmediatamente práctico y del
acto mediatamente práctico coincide con la del acto
inmediatamente voluntario y del acto mediatamente voluntario. Es
práctico el acto voluntario y por ello mismo libre. Sólo hay
praxis donde hay libertad. El acto imperado tiene su libertad de
la electio, puesto que de una parte este acto imperado hace
intervenir otras potencias distintas de la voluntad, y, por
tanto, potencias no libres, y que por otra parte, la electio es,
en cuanto acto originario de la voluntad, el acto
originariamente libre.

La identificación del acto originariamente práctico con un


acto puramente voluntario permite a Duns Escoto afirmar, a
diferencia de Aristóteles, que el acto práctico es en el más
alto punto acto de amor (91). Es en efecto como amor como se
cumple la libertad. Honnefelder declara a justo titulo que para
Duns Escoto "el fin del hombre no es la teoría, [212] sino
Praxis en el sentido del amor" (92). La fundamentación de la
praxis en la voluntad asegura así la identificación de le
teología para nosotros con la ciencia práctica. Con una
indulgencia no fingida frente a Aristóteles, que manifiesta
implícitamente en contrapartida una cierta severidad respecto de
los maestros de artes y de los teólogos, Duns Escoto puede así
afirmar:
«Si pues el Filósofo estaba de acuerdo con nosotros y
ponía que el amor es un acto libre, que puede ser elegido
rectamente o no, y no puede ser elegido rectamente más que
si es elegido conforme a la una razón recta, que no
solamente muestra el objeto, sino también dicta la manera
como el acto debe ser elegido, él habría puesto sin duda
alguna un conocimiento práctico referido a este acto de
amor, porque él es conforme a un apetito recto» (93).

Porque la praxis tiene como lugar la voluntad, porque el


acto originariamente praxis es un acto puramente voluntario, el
conocimiento práctico es en el más alto punto teología y no
ciencia moral. Los teólogos que se han esforzado en asimilar la
teología a un conocimiento especulativo manifestaban, por una
sumisión al aristotelismo, su olvido de la verdadera praxis que
es el amor.

b. Conocimiento práctico y voluntad

Aunque el conocimiento práctico sea un conocimiento


directivo, no se sigue ninguna dependencia ontológica de la
praxis al entendimiento o al juicio práctico del intelecto. La
dirección ejercida por el entendimiento práctico no corresponde
a una determinación de la voluntad por el juicio práctico y a
una fundamentación de la rectitud de la voluntad sobre la
rectitud del conocimiento. La voluntad sigue libre de seguir o
no el juicio práctico del entendimiento, y cuando lo sigue lo
hace libremente. La rectitud de la elección no reposa sobre la
del juicio, ella encuentra su fundamento en la sola voluntad. En
esto Duns Escoto se separa no sólo de una posición estrictamente
intelectualista, como la de Godofredo de Fontaines, sino también
de la de Tomás de Aquino.

La posición de Godofredo de Fontaines puede aparecer como


radicalmente intelectualista puesto que sostiene que "el
asentimiento de la voluntad sigue siempre el juicio de la razón,
inmutable y [213] necesariamente " (94). La anterioridad de la
intelección práctica es aquí la de un juicio al que la voluntad
es conforme totalmente. En Godofredo de Fontaines el
entendimiento práctico es causa eficiente de la volición y mueve
necesariamente la voluntad al acto. La elección de la voluntad
depende, pues, totalmente del juicio práctico del entendimiento.
De aquí se sigue, de una parte que la rectitud de la acción es
enteramente dependiente de la rectitud del juicio y, de otra
parte que la voluntad no tiene en manera alguna el poder de
actuar contra el juicio de la razón. Lo que constituye, pues, la
libertad práctica es el juicio práctico. En esta perspectiva en
efecto, la voluntad en cuanto voluntad no es libre, sino que es
al entendimiento al que se reduce originariamente la libertad.
Godofredo de Fontaines, no más que Sigerio de Brabante, no niega
la libertad del hombre, ni tampoco la libertad de la voluntad,
lo que niega es que la libertad le compete a la voluntad
independiente de su relación con el entendimiento. Es porque el
entendimiento es libre en su juicio por lo que la voluntad es
libre en su elección. Más exactamente, lo que hace que nosotros
elijamos libremente, es que juzgamos libremente, ya que la
elección es enteramente determinada por el juicio. A este título
la elección no aparece tanto como acto de la voluntad como del
entendimiento. La posición de Godofredo de Fontaines viene a
negar que la voluntad en cuanto voluntad sea libre y que el acto
de elección en cuanto tal sea libre (Por lo mismo el amor en
cuanto tal no puede aparecer igualmente como un acto libre).
Hace del entendimiento el verdadero lugar del libre albedrío. El
contenido de la cuestión de la libertad en Godofredo de
Fontaines no es, sin embargo tanto la salvación (y por lo mismo
"la vinculación del finito y del infinito" si podemos
permitirnos esta expresión hegeliana) cuanto la verdad si
seguimos una reciente investigación (95).

Esta posición radicalmente imtelectualista no la de Tomás


de Aquino, porque "en materia de libre albedrío, Godofredo no es
tomista; toma muchos elementos de la doctrina de Sigerio" (96).
Ciertamente, Tomás de Aquino afirma bien que la razón es causa
de la elección, pero no sostiene nunca que el acto de la
voluntad siga necesariamente el acto del entendimiento práctico.
El entendimiento "es para la voluntad una causa motriz" afirma
sin ambigüedad Tomás de Aquino (97), pero lo es a título de
causa final. El entendimiento mueve finaliter la voluntad
mostrándole su objeto. La causa eficiente del acto de electio es
pues distinto del entendimiento, es la voluntad. Pero el
entendimiento no es solamente causa final de la [214] elección,
es también la causa formal como la voluntad es su causa
material, y lo es como entendimiento práctico, no como
entendimiento especulativo (98). Esta causación final y formal
de la electio no es una causación necesaria, es una causación
contingente. Es por lo que no sólo la voluntad pone libremente
su acto de elección, sino que tiene además la libertas de
exercitii, es decir la libertad de actuar o de no actuar, cosa
que no le reconoce Godofredo de Fontaines, intelectualista
radical como es. Mas, como para Tomás de Aquino la actuación de
la causa eficiente es siempre dependiente de las causas finales
y formales, resulta que la actividad de la voluntad depende de
la del entendimiento y más precisamente que el velle y el
eligere dependen del juicio práctico del entendimiento. Esta
dependencia es una verdadera dependencia ontológica, de la que
no se encuentra ninguna traza en Duns Escoto.
Tomás de Aquino no se contenta con decir que "por su razón
el [hombre] se determina a querer esto o aquello" (99), sostiene
igualmente que si "el hombre puede en efecto querer y no querer,
actuar y no actuar", si está igualmente en su poder "querer esto
o aquello, hacer una cosa u otra. Esto se tiene en el poder de
la razón", porque "todo lo que esta puede aprender como bueno,
la voluntad puede tender a ello. Ahora bien, la razón puede
aprende como bueno, no solo querer o hacer, sino también no
querer y no hacer" (100). No es sólo la specificatio, es también
el exercitium lo que está aquí ligado al juicio práctico. La
libertad de la voluntad respecto de objetos opuestos y respecto
de actos opuestos no es una libertad nativa de la voluntad como
en Duns Escoto, encuentra su fundamento no en la voluntad sino
en el juicio práctico del entendimiento. Es porque el
entendimiento tiene el poder de juzgar los opuesto por lo que la
voluntad tiene el poder de elegir los opuestos. Es por lo que
Tomás de Aquino puede sostener que "todos los seres
intelectuales gozan de una voluntad libre, procediendo del
juicio del entendimiento. Esto es poseer el libre albedrío, que
se define: un juicio libre que viene de la razón" (101).
Aunque Tomás de Aquino no afirma como Godofredo de
Fontaines que el conocimiento práctico mueve necesariamente la
voluntad a su acto, no es menos cierto que él funda la elección
sobre el juicio y por lo mismo la libertad práctica sobre el
conocimiento. Ontológicamente hablando, en ambos casos, la
libertad práctica de la voluntad no aparece como una libertad
nativa de la voluntad. No basta, pues, negar todo dependencia
absoluta de la voluntad al juicio [215] para reconocer en la
voluntad una libertad práctica originaria. El ejemplo de Tomás
de Aquino lo muestra. Resulta que la rectitud del querer, tanto
en Tomás de Aquino como en Godofredo de Fontaines, reposa sobre
la rectitud del conocimiento. De acuerdo con la condena de 1277,
Duns Escoto rehusará, por el contrario, conceder que la rectitud
de la voluntad esté fundada en la rectitud de la razón.

No se encuentra en Duns Escoto la idea de que el


conocimiento práctico pueda determinar la voluntad al acto
práctico. Bien que no sea solamente ostensivo, sino también
directivo, el conocimiento práctico no ejerce moción alguna
sobre la voluntad, no actúa en la voluntad para que pase al acto
segundo. La actuación de la voluntad es enteramente voluntaria.
Incluso si Duns Escoto habla de un dictado de la razón a
propósito de la praxis, este dictado no tiene ningún carácter
imperativo: la recta razón no manda a la voluntad,puesto que el
imperium no le compete más que a la sola voluntad. Ciertamente,
afirma Duns Escoto, hay una intelección práctica que indica lo
que debe ser hecho, pero esta intelección práctica no tiene el
estatuto de causa primera del acto práctico y no determina la
voluntad. Es la voluntad la que en última instancia elige actuar
en conformidad con el dictado de la razón, como puede igualmente
elegir resistirle (102). Que la voluntad siga el dictado
práctico del entendimiento no implica, pues, que está
determinada a seguirlo, ella se determina por ella misma y no
según el juicio del intelecto práctico como lo hace notar Hoeres
(103). Así el dictado del entendimiento no puede nunca aparecer
como el fundamento de la praxis. Y lo puede tanto menos cuanto
la relación entre conocimiento práctico y acto práctico no es
una relación actual, sino una relación aptitudinal, como afirma
Duns Escoto con Godofredo de Fontaines,
La anterioridad del conocimiento práctico no es tal que
instaure una relación necesaria entre el juicio práctico y la
electio. En el Prólogo de la Ordinatio Duns Escoto lo afirma in
ambigüedad a propósito del acto práctico por excelencia, el acto
de amor (104). Una relación aptitudinal en efecto puede
dirigirse a un término no existente (105). El término es aquí el
acto de voluntad que, en cuanto tal, puede seguir o no seguir el
conocimiento práctico. Porque la relación entre el conocimiento
práctico y la electio es una relación aptitudinal, es: es
perfectamente exterior al conocimiento práctico el que la
voluntad lo siga o no. Es, pues, en la voluntad misma donde hay
que buscar la razón. [216]
Si la elección presupone la intelección, se debe sin
embargo notar que la elección no presupone necesariamente una
intelección discursiva, un juicio: presupone solamente una
intelección simple. La elección, declara Duns Escoto, se ha
entender equívocamente, se que suponga una intellectio simplex,
sea que suponga una intellectio duplex:
«Hay que decir que existe un equívoco respecto de la
elección. En efecto, de una manera, se la entiende
comúnmente en el sentido de una acción libre de la voluntad
que presupone un conocimiento suficiente de parte del
entendimiento. De otra manera, es un acto del apetito
deliberativo que sigue el juicio de la conclusión del
silogismo práctico» (106).
La decisión de la voluntad de la voluntad no presupone
necesariamente un conocimiento discursivo, un silogismo. No es,
pues, dependiente del juicio como en Tomás de Aquino y en
Enrique de Gante. A propósito del pecado de Adán Duns Escoto
subraya que la decisión de Adán no presuponía un conocimiento
demostrativo, sino sólo una aprehensio simplex. Retomando en el
Libro IV la distinción clásica de la voluntad libre y la
voluntad deliberativa, Duns Escoto afirma que el acto libre
proviene de una principio práctico y no presupone el juicio,
mientras que el acto deliberativo previene de la una conclusión
práctica y presupone en consecuencia un juicio práctico (107).
Lo que se tiene en cuenta en la volición deliberativa no es el
fin en cuanto tal, sino los medios. Contra Tomás de Aquino Duns
Escoto sostiene que la distinción de la voluntad libre y de la
voluntad deliberativa no se confunde en manera alguna con la
distinción de la voluntad ciega y la voluntad iluminada. Duns
Escoto deshace así el vínculo establecido por Tomás de Aquino
entre elección y juicio. Más radicalmente todavía, él deshace la
fundamentación de la libertad del querer, como libertad
auténtica, sobre el conocimiento. Para comprender cómo se cumple
esta fundamentación, hay que examinar todavía más detalladamente
la dimensión que tiene la presuposición de la intelección.

No se puede sostener, como lo hace Gilson, que "si, pues,


se quisiera etiquetar esta doctrina, sería necesario usar por lo
menos dos etiquetas para el solo orden de los actos humanos,
porque del mismo hecho de que ella es un [217] voluntarismo
respecto de la volición, es un "intelectualismo respecto de la
cualificación moral del acto voluntario" (108). El acto moral
exige la conformidad con la recta razón. La bondad moral, que
Duns Escoto define a partir de la belleza como una cualidad,
reside en la conformidad del acto de la voluntad con la recta
razón. (109)
En el Quodlibet Duns Escoto precisa que solos los agentes
que pueden poseer un conocimiento intelectual pueden tener actos
moralmente buenos (110). Esto actos exigen a la vez
entendimiento y voluntad, y es en el acuerdo del entendimiento y
de la voluntad donde reside el libre albedrío (111). Como lo
indica el Libro III del Opus Oxoniense, la función de la razón,
la sola que puede ser la fuente del conocimiento exigido por la
voluntad, es dirigir la voluntad aconsejándola sobre las cosas
futuras. Sin embargo, el juicio recto de la razón no puede ser
el único que inclina la voluntad a obrar rectamente; así la
rectitud de la razón no es en nada el fundamento de la rectitud
de la voluntad (112). El dictamen de la razón no basta para
constituir el acto moral, al no poder la razón por sí misma
ejercer una regulación de la voluntad. Es por lo que no se puede
decir como lo hace Gilson que es "la deferencia del libre
albedrío a la razón lo que hace aparecer el bien moral y con él
el orden entero de la moralidad" (113). La voluntad debe en
efecto tener en sí misma una inclinación a seguir el dictamen de
la razón, y esto precisamente por razón de la indeterminación en
la acción (114). Para afirmar la existencia en la voluntad de un
habitus que incline a la acción recta, Duns Escoto presenta
todavía dos argumentos.
El primer argumento declara que la voluntad es también
capaz como el entendimiento de producir un tal habitus, incluso
si ella fuera bastante mente determinada por el entendimiento
para obrar rectamente, algo que no es el caso (115).
El segundo argumento invoca la prontitud y la delectación
como caracteres de la verdader acción recta. El carácter
deleitable del acto recto no puede producirse por el dictamen de
la razón, requiere más bien un habitus interno a la voluntad sin
el cual la voluntad sólo seguiría con reticencia el dictamen de
la razón (116). Ciertamente, nota Duns Escoto, por lo mismo que
el entendimiento puede juzgar correctamente sin la prudencia, la
voluntad puede actuar correctamente sin un tal hábito interno.
Ella tiene sin embargo el poder de engendrar por ella misma tal
habitus. Este poder remite a un carácter específico de la
voluntad, a saber, que cuando la voluntad obra rectamente no
hace más que seguir el dictado de la razón, ella lo sigue [218]
porque lleva en sí misma la capacidad de seguirlo. A diferencia
del apetito sensitivo, la voluntad es capaz de ser determinada
como el entendimiento, de acoger de hecho la recta razón (117).
El habitus interno a la voluntad no constituye un principio
activo propio de la bondad moral del acto voluntario, porque el
acto voluntario, por su naturaleza, puede conformarse al
dictamen de la prudencia (118). La bondad moral de un acto de la
voluntad reside entonces en la cooperación del habitus de la
razón, la prudencia, y del habitus de la voluntad, la virtud.
Cooperación en efecto, porque la virtud no se hace propiamente
virtud moral si no se une a la prudencia (119). El habitus de la
prudencia, que resulta del conocimiento práctico, y que tiene su
sede en el entendimiento, es la concretización de la regla de la
recta razón. Ahora bien, la relación de los dos habitus se ha de
entender de una manera muy particular. Lo que Duns Escoto
rechaza es que exista una entidad absoluta que haga la
diferencia entre el habitus moral y el habitus natural (120). En
este caso en efecto la conformidad del habitus de la prudencia
que constituye la virtud moral estaría fundado sobre una tal
entidad absoluta y por lo mismo al añadirse la prudencia
modificaría el ser mismo del habitus. Fundada así
entitativamente, la virtud moral tendría su fundamento en la
prudencia. Pero la coexistencia de la virtud y de la prudencia
basta para cualificar la virtud como moral sin que la sustancia
del habitus de la voluntad sea modificada. El carácter moral de
un habitus de la voluntad no tiene en efecto nada de sustancial,
es relacional como la bondad moral (121). Puesto que el habitus
moral no es tal que por su coexistencia con la prudencia, la
prudencia juegue el papel de causa anterior y el habitus el
papel de causa posterior, concurriendo ambos a la elección del
acto moralmente bueno (122). Por tanto la prudencia no es en
nada más perfecta que la virtud moral y no lo puede ser, por
razón de la superioridad de la voluntad sobre el entendimiento.
El Libro III del Opus Oxoniense muestra que el dictado de la
razón, que precede a la elección de la voluntad no tiene en
razón de esta precedencia una superioridad sobre la virtud moral
que él contribuya a constituir:
«Parece que con relación al mismo objeto, la potencia
la más noble tiene el acto más noble cuando las dos
potencias actúan al más alto grado, siendo dado que aquí no
hay exceso de la parte del objeto, puesto que es el mismo
objeto, pero solamente exceso de parte de la potencia, y en
cierta medida la potencia la más noble excede a la otra
potencia. Si pues un [219] un acto del entendimiento
práctico y un acto de la voluntad llevan hacia el bien
moral, que es el mismo objeto, y si las dos potencias
actúan perfectamente, la una dictando, la otra eligiendo,
la elección recta será absolutamente más noble que el
dictado recto, y en consecuencia el habitus engendrado por
la elección será absolutamente más perfecto que el hábito
engendrado por los dictados rectos; es lo que yo admito»
(123)

La prioridad de la prudencia no es una prioridad de


perfección. sino solamente la de una regla y una medida, nada
más. Así Duns Escoto destruye el primado concedido por
Aristóteles a la prudencia:
«Respondo al Filósofo, que da la preferencia a la
prudencia: la prudencia es en una cierta manera la regla de
las otras virtudes, en la medida en que ella misma o su
acto precede a la generación del habitus y del acto de la
virtud moral. Y bajo esta razón de prioridad el habitus
moral le es conforme en cuanto ella es anterior y no
viceversa. Parece que esta prioridad implica, según el
Filósofo, que la prudencia tiene la razón de regla y de
medida, y su dignidad consiste en esto» (124).

Más gravemente todavía, la prudencia solo puede jugar a lo


más el papel de causa segunda del acto moral, incluso si es
presupuesta para que al acto sea moral. La voluntad es y sigue
siendo la causa primera del acto. La existencia de un habitus
interno a la voluntad no pone en cuestión la libertad de la
voluntad, incluso si esta habitus se une a este habitus del
entendimiento que es la prudencia (125). Lo que Duns Escoto
declara aquí no vale solamente para la existencia de un habitus
interno a la voluntad, sino también para el dictamen de la recta
razón, es decir igualmente para la prudencia. En efecto la razón
recta no es nunca más que causa segunda del acto de la voluntad
y ella obra naturalmente. Pero el acto de la voluntad sigue
siendo enteramente del poder de la voluntad y permanece por
consiguiente libre, ya que la voluntad es siempre su causa
primera.

La tesis escotista de la bienaventuranza acentúa más


todavía esta desfundamentación de la libertad. En el examen de
la relación entre la visión, [220] acto del entendimiento
mostrando el objeto beatífico a la voluntad, y la fruición, gozo
por la voluntad del objeto beatífico, Duns Escoto descarta toda
posibilidad de una dependencia causal de la fruición respecto de
la visión. La visión no puede determinar causalmente la
fruición. Bien que la visión como todo acto del entendimiento
sea anterior a la fruición, bien que la voluntad no pueda actuar
más que respecto de un objeto conocido, visión y fruición son
dos naturaleza absolutas, es decir, no dependientes en su
esencia (126). Es necesario entender aquí que no hay más
relación necesaria de la visión a la fruición que la del objeto
a la fruición. Si la visión puede existir sin la fruición, esto
significa que la visión, una vez dada, la fruición no se sigue
necesariamente. La fruición no tiene su fundamento en la visión,
sino en la voluntad. Más ampliamente el entendimiento no puede
ejercer ninguna causalidad natural sobre la voluntad que haría
depender la voluntad del entendimiento, puesto que el
entendimiento está en poder de la voluntad de tal suerte que la
voluntad puede desviar al entendimiento del fin y que el acto de
la voluntad es enteramente en el poder de la voluntad.

3. La lógica de la voluntad

La desfundamentación de la libertad encuentra su plenitud


cumplida en la afirmación escotiana de que la voluntad es la
racionalidad. Por ello mismo, el conocimiento no aparece ya en
ella misma como el lugar o el fundamento de la racionalidad,
como lo declara explícitamente Duns Escoto. Frecuentemente se ha
subrayado que en el Doctor Sutil la voluntad no puede ser
comprendida como una potencia irracional, ni siquiera como una
potencia racional por participación. Auer afirma así que por
Duns Escoto «la "ratio" no es una cosa que se añade al apetito
para constituir la voluntad, es más bien un momento interno de
la voluntad libre considerada en su unidad formal, un momento
del que se hace inmediatamente la experiencia en le querer»
(127) y Hoeres subraya que «para Duns Escoto la razón por la que
la voluntad es racional reside solamente en su esencia propia.
NO es la presencia del entendimiento, sino más bien la de la
voluntad lo que constituye en consecuencia para él la naturaleza
espiritual, algo que será totalmente impensable para Tomás de
Aquino» (128). Estas aproximaciones tienen el mérito de mostrar
que la racionalidad de la voluntad no puede reducirse a la
conformidad de la voluntad con la recta ratio como lo sostiene
por el contrario Gandillac en "Fe y razón en Duns Escoto" (129).
[221]
Duns Escoto no se contenta sin embargo con afirmar que la
voluntad es por sí misma racional, que no recibe su racionalidad
del entendimiento, al encuentro con Enrique de Gante, llega a
afirmar que ella es la racionalidad efectiva, incluso si él
llega frecuentemente, en conformidad con la tradición, a hablar
del entendimiento como de la potencia racional. Esta
racionalidad efectiva de la voluntad encuentra su expresión
absoluta en la idea misma de un ejercicio alternativo de la
potencia absoluta y de la potencia ordenada. Lejos de
corresponder a la arbitrariedad de un Dios ciego y despótico, la
potencia absoluta, que tiene su fundamento en la voluntad,
manifiesta la absolutez de la libertad de la voluntad, en la
cual reside la racionalidad.
Se ha podido hablar a propósito de la Duns Escoto y de la
teología postescotista, de una lógica fidei distinta de la
lógica aristotélica (130). Esta lógica de la fe no sería
inicialmente una lógica de la voluntad en la que la voluntad se
desvincula de la sumisión al principio de contradicción? Randi
habla de una "lógica de la omnipotencia", puesto que Duns Escoto
sustrae la omnipotencia a las pruebas de la filosofía y empeña
así la búsqueda de una racionalidad teológica distinta de la
racionalidad filosófica (131). Pero como lo subrayaba ya Landry,
no es sólo la omnipotencia sino la libertad la que escapa
irreductiblemente a la racionalidad filosófica (132). Duns
Escoto por otra parte lo afirma claramente en la distinción 42
del libro I de la Ordinatio: "los filósofos no han podido
concluir por la razón que Dios podía causar de manera
contingente", e.d. libremente (133). La lógica de la fe sería en
principio una lógica de la libertad por la que el principio de
contradicción no sería ya el principio supremo (134).

a. La voluntad como racionalidad


Podemos distinguir dos momentos discursivos en la
aproximación a la racionalidad de la voluntad en Duns Escoto.
Un primer momento consiste en hacer aparecer la racionalidad
interna de la voluntad refiriéndola a la libertad de la
voluntad, lo cual tiene lugar en el libro III del Opus Oxoniense
y también en el libro I de la Ordinatio. Un segundo momento
consiste en hacer aparecer que la voluntad es la racionalidad y
lo que tiene ligar en las Quaestiones in Metaphysicam
Aristotelis, que radicalizan la exposición de la distinción 39
del libro de la Ordinatio (135) [222]
A partir de una lectura de la Ética a Nicómaco, Duns Escoto
establece en la distinción 33 del Opus Oxoniense III, donde
trata del lugar de las virtudes morales, que el texto de
Aristóteles no conduce solamente a la conclusión de que el
entendimiento es una potencia racional, sino también a la
conclusión de que la voluntad lo es también en un cierto
sentido. Con n rigor que muchas traducciones modernas de
Aristóteles le podrían envidiar, Duns Escoto comienza por
subrayar que en la Ética a Nicómaco Aristóteles no hable de la
voluntad sino del apetito sensitivo y del entendimiento . Él
hace notar igualmente que todo lo que Aristóteles dice del
apetito sensitivo no debe necesariamente serle atribuido,
porque en estas condiciones la división de las facultades del
alma no sería suficientemente abordada (136). En tanto de es
común al hombre y al animal, el apetito sensitivo no manifiesta
en manera alguna una operación propiamente humana, una operación
moral (137). Es por lo que es necesario poner en al alma una
parte operativa, distinta del apetito sensitivo y del
entendimiento, que sola puede aparecer capaz de una operación
moral. Es necesario, pues, comprender que Aristóteles establece
las virtudes morales en la parte no sensitiva del alma, donde
distingue dos potencias, la potencia intelectual y la ponencia
que es capaz de ser persuadida por la razón, y esta última no es
otra que la voluntad (138). si el apetito sensitivo es capaz de
obedecer a la razón, no es capaz de ser persuadido por la razón,
es sordo a la palabras de la razón. La persuasión no puede
dirigirse más que a la voluntad y es solamente por intermedio
de la voluntad como el apetito sensitivo obedece a la razón. La
voluntad aparece entonces como el intermedio entre el apetito
sensitivo y la razón y no se dice racional sino relativamente,
es decir por relación al apetito sensitivo. Su racionalidad
consiste, pues, en su disposición a ser persuadido por la razón,
disposición que le falta al apetito sensitivo:
«Este intermediario que es la voluntad es o bien
llamado racional a partir de uno de los extremos, o bien
nombrado capaz de obedecer a la razón a partir del otro
extremo. En efecto tomando la razón en sentido estricto, la
voluntad es lo que puede ser persuadido por la razón» (139).
Lo que hace a la voluntad capaz de ser persuadida es por lo
que se distingue fundamentalmente del apetito sensitivo, a
saber, no tanto por su inmaterialidad cuanto por su libertad. La
libertad funda pues la racionalidad relativa [223] de la
voluntad porque "aquel que no es libre, no puede ser persuadido,
pero es capaz de obedecer al mandato de la voluntad" (140). Es
pues la libertad de la voluntad la que hace racional por
referencia el apetito sensitivo. Duns Escoto distingue sin
embargo otro sentido de la racionalidad. La racionalidad,
subraya él, puede ser entendida en el sentido de espiritualidad,
y en este sentido la voluntad no es racional en referencia al
apetito sensitivo, ella es racional por sí misma, en tanto que
es una potencia mental, es decir en tanto que no es un apetito
(141).

Inasimilable al apetito sensitivo, la voluntad no parece


poder ser puesta fuera de la razón. Sin embargo el texto del
libro I de la Ordinatio cumple un paso más decisivo en la medida
en que la distinción de la voluntad y del entendimiento, en el
horizonte de la racionalidad, a la (distinción) de la naturaleza
y de la voluntad. La racionalidad es, pues, interrogada en el
orden de la actividad y debe manifestarse a partir de la
actividad. Aquí Duns Escoto se refiere al Libro II de la Physica
y al Libro de la Metaphysica.
A propósito del texto de Physica II, Duns Escoto comienza
por afirmar que Aristóteles no estable allí la distinción entre
la voluntad y el entendimiento, porque el entendimiento debe ser
comprendido allí como unido a la voluntad (142). En la medida en
que "entendimiento" significa aquí el principio activo opuesto a
la naturaleza común como otro principio activo, lo que
Aristóteles llama entendimiento no s el entendimiento en cuanto
tal, sino la unión del entendimiento y de la voluntad en el
mismo principio activo. Sin embargo nosotros nos sentiríamos
tentados a comprender esta unión sobre el modo tradicional del
appetitus cum ratione. Una tal tentación nos la prohíbe Duns
Escoto, porque el determinante aquí no es el entendimiento, sino
la voluntad. Considerada independientemente de su unión con la
voluntad, el entendimiento se confunde con la naturaleza, es
decir con un principio activo actuando por necesidad natural,
incluso si el entendimiento tiene el poder de obrar respecto de
los opuestos. Poder actuar respecto de los opuestos no basta en
efecto par definir el principio activo no natural, porque el
sol, nota Duns Escoto, puede producir opuestos y, sin embargo
los produce de manera natural, es decir que el está determinado
a producirlos (143). Al sol le falta autodeterminación a uno de
los opuestos, es por lo que puede producir los opuestos al mismo
tiempo. Ahora bien, esta ausencia de autodeterminación
caracteriza el entendimiento. Es en el entendimiento como en el
sol, cae del lado de la naturaleza, es decir del lado del
principio productivo determinado (144). Lo que Aristóteles llama
entendimiento en [224] la Physica no es una voluntad entendida
como apetito sensitivo a la que se añadiría una determinación
racional, sino que es el entendimiento en cuanto que está
determinado por otra potencia, la voluntad. A la voluntad sola
pertenece el poder de actuar libremente respecto de opuestos,
del poder de determinarse ella misma a uno de los opuestos, y si
el entendimiento puede tener ese poder es sólo porque la
voluntad lo determina. La libertad del entendimiento reposa así
sobre la libertad de la voluntad y no a la inversa.
A partir del Libro IX de la Metaphysica, Duns Escoto
afirmará entonces que es preciso poner, además del entendimiento
otra potencia racional, y esta otra potencia racional es la
voluntad, que determina el entendimiento su acto (145). La
racionalidad de la voluntad reside en el hacer, se manifiesta en
el modo de actividad de la voluntad. Respecto de los opuestos el
entendimiento es impotente, es decir incapaz de actuar, puesto
que está determinado a actuar y que si actuara produciría algo
de contradictorio, a saber la coexistencia de efectos opuestos.
A diferencia del entendimiento la voluntad, como potencia activa
libre, puede determinarse a producir uno de los opuestos. En
esta autodeterminación del actuar voluntario reside la
racionalidad propia de la voluntad, apareciendo entonces el
entendimiento como potencia subordinada a la voluntad, como lo
subraya el Quodlibet (146). En lo que a partir de Aristóteles
aparece como la unión de la voluntad y del entendimiento, el
determinante es la voluntad y lo determinado es el entendimiento
según Duns Escoto. La voluntad aparece aquí como potencia
racional en ella misma. Ella es, dice Duns Escoto, "un potencia
racional distinta" del entendimiento, sin la cual el
entendimiento no actuaría racionalmente, puesto que actuaría
contradictoriamente. La racionalidad no corresponde más
precisamente e inicialmente al entendimiento. Duns Escoto
produce en efecto otra figura de la racionalidad según la cual
la racionalidad se confunde con la libertad, mientras que lo más
frecuente para sus predecesores libertad y racionalidad se
distinguirían, siendo la racionalidad siempre lo propio del
entendimiento. Esto es lo que está precisamente en juego en las
Quaestiones in Metaphysicam, done la libertad está situada como
potencia originariamente racional.

El texto de las Quaestiones in Metaphysicam (IX c. 15) se


presenta como un comentario del Libro IX de la Metafísica de
Aristóteles. Hay que tomar en serio lo que resulta de este
comentario y lo que puede tener de enorme un tal resultado. Como
Pedro Olivi, Duns Escoto [225] sostiene en efecto que hay una
potencia racional en el sentido de Metafísica IX, esta potencia
no puede ser más que la voluntad:
«Si racional se entiende en el sentido de "con razón",
entonces la voluntad es propiamente racional, y ella es
respecto de los opuestos tanto en lo que concierne a su
acto propio como a los actos de una potencia inferior»
(147).

El correlato de esta afirmación, es que el entendimiento no


es propiamente racional. La fidelidad a esta distinción se
manifiesta también en el Quodlibet y en la Ordinatio. Aceptar
esta distinción es considerar que una potencia racional es una
potencia capaz de producir efectos opuestos, mientras que una
potencia irracional no es capaz de producir más que uno solo de
los opuestos, limitándose los opuestos no sólo a los contrarios,
sino incluyendo también a los contradictorios. Hay que
comprender que una potencia racional así entendida es capaz de
elegir entre dos acciones apuestas, sin perder por ello su
unidad (148).
Antes de abordar el texto de Aristóteles Duns Escoto se
impone un rodeo estableciendo la distinción de los principios
activos en naturaleza y en voluntad. La cuestión planteada se va
entonces a preguntar cómo esta distinción puede ser conciliada
con la distinción aristotélica de las potencias racionales e
irracionales (149). El punto de conflicto (achoppemente) de la
conciliación reside en la asimilación de la racionalidad y de la
intelectualidad. Esta idea de conciliación no debe disminuir el
golpe de fuerza de Duns Escoto que consiste en el hecho de de
conducir completamente la distinción aristotélica de las
potencia racionales e irracionales a la distinción de la
naturaleza y de la voluntad.
En un primer momento Duns Escoto considera el entendimiento
y la voluntad en la referencia a sus propios actos; en un
segundo momento los considera en su referencia a los actos de
las potencias subordinadas (150). La racionalidad no se ha
manifestado a partir del objeto de las potencias, sino a partir
de su actividad. Ahora bien, lo que debe ser tomado en
consideración no es sólo la capacidad de producir actos
contrarios, es también la capacidad de producir actos
contradictorios, como lo advierte Duns Escoto más arriba (151).
Esto viene a decir que la potencia racional debe ser capaz de no
actuar. Esta última [226] condición, lo mismo que la precedente
no puede ser satisfecha por el entendimiento en razón misma del
estatuto del entendimiento como principio activo natural. En
cuanto principio activo natural el entendimiento obra de manera
natural, está, pues, totalmente terminado en su acción. Un tal
principio activo no puedo actuar de manera opuesta, esto sería
destruir su unidad interna. No puede obrar más que de una manera
unilateral, tanto más que le falta todo control interno de su
acción. Dicho de otro modo, el entendimiento no tiene su
actividad en su poder. No puede ni dar o rehusar su
asentimiento, ni entender o no entender por él mismo:
«Está de por sí determinado a la intelección y no está
en su poder el entender o no entender: o bien, en lo que
concierne el conocimiento complejo donde él puede tener
actos contrarios, no está su poder el dar o rehusar su
asentimiento en esto: que si un conocimiento es respecto de
opuestos, como parece decir Aristóteles, el entendimiento
no está por sí indeterminado relativamente a este
conocimiento» (152).

El entendimiento no puede actuar de manera distinta a como


actúa e incluso su asentimiento está extremamente determinado.
Al entendimiento no le corresponde la libre indeterminación que
sola puede fundar un asentimiento no determinado, es decir un
asentimiento substraído a toda necesidad natural.
Que el entendimiento pueda tener un conocimiento de los
opuestos (por ejemplo conocer a la vez la salud y la enfermedad)
no aparece en ningún caso para Duns Escoto como una prueba de su
racionalidad como lo muestra el segundo momento de la
argumentación. En el segundo momento, Duns Escoto considera la
relación del principio activo a los actos de una potencia
subordinada. Este segundo momento supone el primero porque una
potencia activa no se relaciona con los actos de una potencia
subordinada más que por el intermedio de sus propios actos, en
razón de la anterioridad de sus actos propios sobre los actos de
la potencia subordinada (153). En su relación con los actos de
una potencia subordinada, el entendimiento está tan determinado
como en sus propios actos. No teniendo sus actos en su poder, no
tiene tampoco en su poder los actos de la potencia subordinada.
Más gravemente todavía, el entendimiento no es propiamente un
potencia activa en la medida en que no puede de por sí producir
efectos exteriores (154).
Si el conocimiento de los opuestos ser requiere para toda
acción respecto de los opuestos, este conocimiento no alberga
sin embargo lo propio [227] de la potencia racional, no
manifiesta en cuanto tal la racionalidad. Por una parte,
reducida a sí misma, este conocimiento es impotente, o si no lo
fuera, caería en la irracionalidad. De otra parte, este
conocimiento es una operación natural. La conclusión que
entonces se impone es que el entendimiento no es racional ni
respecto de sus propios actos ni respecto de los actos de la
ponencia subordinada. El entendimiento aparece entonces como un
principio activo irracional. Una segunda conclusión se impone:
es que en su relación con la voluntad, el entendimiento, incluso
siendo directivo, no está por ello en él la razón de
racionalidad. Duns Escoto declara así abiertamente:
«No solamente no es racional en relación con sus
actos propios, sino que no es completamente racional en los
actos exteriores que dirige. Al contrario, exactamente
comprendido, es también irracional respecto de sus actos
extrínsecos» (228).

Cuando se considera la relación del entendimiento y de la


voluntad en la acción, no se puede sostener que el
entendimiento, bien que él dirija la voluntad, es la razón de la
racionalidad de la acción. La sobrestimación de la recta ratio,
que permitiría una conciliación de las posiciones de Tomás de
Aquino y de Duns Escoto, aparece claramente insostenible. La
recta ratio no tiene en Duns Escoto el rol privilegiado que
ciertos comentadores querrían concederle para conceder menos a
la voluntad. Esta sobreestima de la recta ratio va dirigida a
descartar de hecho el espectro del voluntarismo, como si no
hubiera alternativa interpretativa más que entre voluntarismo
supuesto sin más (d'emblée) como inaceptable y una dirección de
la voluntad por la razón supuesta sin más (d'emblée) aceptable
(156). Afirmar, como parece hacerlo Gilson, que la racionalidad
del obrar reposa sobre el entendimiento, o como De Gandillac que
ella es función de la recta razón, es equivocarse totalmente
sobre la noción de racionalidad empleada por Duns Escoto. Es
presuponer a priori una comprensión de la racionalidad que los
textos de Duns Escoto no suponen. Gilson y De Gandillac aplica a
Duns Escoto la comprensión tradicional heredada de Aristóteles,
que quiere que la racionalidad resida en el cálculo de los
medios y de los fines y la irracionalidad en la iniciativa
voluntaria. En esta perspectiva, la racionalidad no compete al
acto de la voluntad más que por su referencia de conformidad al
conocimiento. Pero en Duns Escoto la cosa va de manera muy
distinta. [228]
La racionalidad no le llega al entendimiento más que si es
condición del acto de la potencia racional, a saber la voluntad.
El entendimiento no tiene, por el conocimiento de los opuestos,
el poder de determinar la voluntad a actuar. Su estatuto de
condición significa solamente que es requerido por la voluntad.
La elección en cuanto acto es originariamente el acto de la
voluntad y a este título el poder determinante compete a sola
la voluntad. Aquí se efectúa una inversión completa de la
relación del entendimiento y de la voluntad. No es la voluntad
la que es racional por participación, como en Enrique de Gante,
es el entendimiento el que es racional por cooperación. Enrique
de Gante sostenía en efecto que la voluntad era racional, pero
que no lo era sino por participación, siendo el entendimiento la
potencia originariamente racional: la voluntad debe su
racionalidad al entendimiento, cuya actividad precede a la de la
voluntad (157). Duns Escoto concede que se puede bien llamar
'potencia racional' al entendimiento, pero solamente "en cuanto
que es previamente exigido para el acto de la potencia racional"
que es la voluntad (158). Si nos remitimos a la distinción
establecida por Duns Escoto entre naturaleza y voluntad, podemos
decir que el entendimiento no aparece como potencia racional más
que en la medida en que es "voluntariedad", en la medida en que
se hace voluntad. Pero ¿cómo puede el entendimiento hacerse
voluntad?
La distinción del entendimiento y de la voluntad no tiene
pertinencia fundamental en Duns Escoto, pues no es la distinción
fundamental. La distinción fundamental es, como ya lo hemos
visto, la de la naturaleza y de la voluntad. En la medida en ue
no concurre con la voluntad el entendimiento es naturaleza. Pero
desde el momento en que concurre con la voluntad, no se presenta
ya como naturaleza. Duns Escoto lo dice explícitamente:
«Si Aristóteles llama al entendimiento potencia
racional, la diferencia mencionada [entre potencia racional
y potencia irracional] debe ser entendida en la manera
expuesta más arriba. Ella no conviene al entendimiento en
lo que concierne a sus actos propios, ni en cuanto concurre
por su acto al acto de una potencia inferior, por el solo
medio de su acto, pues en los dos casos cae bajo la
naturaleza. Pero cae bajo otro miembro [voluntad] en la
medida en que está sujeto, por su acto, a un acto de la
voluntad» (159). [229]

La voluntad no se opone a la naturaleza, más bien la


"eleva". Si sólo hubiera una oposición y no un paso elevante, no
habría racionalidad y libertad. ¿Cómo se presenta entonces la
racionalidad? En cuanto que ella surge de la voluntad y no de la
naturaleza, la racionalidad es indisociable de la libertad. Es
con la libertad como aparece el dominio entero de la
racionalidad. Auer puede afirmar con derecho que "Duns Escoto
por ser-racional no entiende la inmaterialidad o la
espiritualidad pura, sino jamás bien la facultad de actuar
libremente, como sólo lo puede una potencia activa libre" (160).
La racionalidad de la voluntad reside esencialmente en la
libertad, ella no es su fundamento.
Dos momentos definen la racionalidad, de una parte la
indeterminación positiva que Duns Escoto caracteriza como
indeterminatio de superbundantis sufficientiae, de otra parte la
capacidad de producir efectos opuestos. La indeterminación
positiva es un rasgo de toda voluntad, tanto de la voluntad
divina como de la voluntad humana (161). La indeterminación
positiva no es otra cosa que la plena autodeterminación. La
racionalidad corresponde a la voluntad en cuanto que ella es un
determinar-se y por lo mismo tiene el poder sobre los propios
actos. No hay originariamente racionalidad más que allí donde
hay autodeterminación. Un mundo en donde no reinara más que la
determinación, es decir, la sola necesidad natural, no podría
aparecer como un mundo racional. La autodeterminación sola hace
posible la posición de los opuestos, segundo momento de la
racionalidad. Con este segundo momento, la racionalidad no
reside ya en la unilateralidad de un poner , sino en la
posibilidad de la oposición. Hay racionalidad desde que hay
posibilidad de poner un acto opuesto a aquel que ha sido puesto
e incluso, más precisamente, un acto contradictorio.
Dos consecuencia se siguen.
La primera, que la contingencia no puede aparecer extraña a
la racionalidad. Al contrario, es desde ahora no la necesidad,
sino la pura necesidad natural la que manifiesta la
irracionalidad. Duns Escoto lo subrayará más adelante cuando
diga que la contingencia es más perfecta que la necesidad
natural.
La segunda consecuencia, es que la oposición, y no ya la
simple posición, define la racionalidad. Los dos momentos que
caracteriza la racionalidad no puede ni deben ser separados.
Separarlos sería asimilar lo racional y lo irracional, sería
asimilar la racionalidad a la naturaleza. A este título el sol
mismo sería racional. Incluso si Duns Escoto no llega contemplar
una tal asimilación, las respuestas [230] que da a las
objeciones que encuentra lo dejan pensar. La primera objeción
sostiene que poder producir opuestos no puede ser un carácter de
la racionalidad puesto que una potencia irracional como el sol
puede realizar una tal producción. La segunda objeción sostiene
que solo el entendimiento es racional, él, que conoce los
opuestos y no los produce. A la primera objeción Duns Escoto
responde brutalmente que la voluntad no puede ser comprendida
bajo el mismo modo que una forma natural puesto que no hay
ninguna proposición universal que pueda valer por los principios
activos en razón de la distinción de la naturaleza y de la
voluntad:
1«La voluntad es un principio activo distinto por su modo
opuesto de acción de todo el género de principios activos
que no son voluntad. Por esta razón parece bastante
estúpido aplicar a la voluntad proposiciones universales
propias del principio activo, por razón de que no hay
instancia en nada distinto de la voluntad» (162).
La acción de la voluntad respecto de loa opuestos no es
asimilable a ninguna operación física, como la del sol, y a
ninguna operación natural, porque toda operación natural,
incluso si ella se refiere a opuestos, sigue siempre
determinada. El sol puede bien producir efectos opuestos, puede
licuar o coagular, no está sin embargo en su poder sea la
licuación sea la coagulación. Lo que hay que tener en cuenta es
el modo de producción de los efectos opuestos, Ahora bien, desde
el punto de vista de la operación no hay diferencia que hacer
entre el sol y cualquier otra forma natural, porque el sol es
completamente determinado en su acción, como toda forma natural,
es decir, él actúa por necesidad natural (163). Al sol como a
toda otra forma natural le falta la autodeterminación. Así,
incluso cuando un agente natural opera en los opuestos, esta
operación no puede ser entendida como autodeterminación a uno de
los opuestos, autodeterminación que, por el contrario, es propia
de la voluntad:
«La voluntad no es un principio determinado de sí en
su acción, sea respecto de este opuesto o de aquel, sino
que ella posee el poder de determinarse hacia el uno o
hacia el otro» (164). [231]

Con total radicalidad Duns Escoto opera una inversión


completa de la objeción que va a permitir hacer aparecer la
autodeterminación de la voluntad como lugar de la racionalidad.
Si se reconoce a una potencia natural el poder de producir
muchos efectos contrarios, no hay ninguna razón que pueda
prohibir reconocer este poder a la voluntad que, en cuanto
potencia no determinada, no-dependiente, no limitada, es más
perfecta que toda potencia natural. El poder de actuar de manera
no determinada respecto de opuestos y no respecto de un solo
objeto, se presenta entonces como una perfección (165). No hay
nada de contradictorio en poner un principio activo que puede
querer lo opuesto a lo que quiere o que puede producir lo
opuesto a lo que produce, es decir, a poner un principio activo
contingente. Se trata más bien de una perfección pura de l
voluntad, es decir de una perfección que corresponde tanto a la
voluntad divina como a la humana.
Reconocer el poder no determinado respecto de los opuestos
como una perfección impide entonces rechazar la voluntad de
parte de la potencias irracionales y permite poner la
racionalidad en la voluntad. Si el entendimiento es capaz de los
opuestos por el conocimiento que de ello tiene, la voluntad debe
ser reconocida capaz de los opuestos a un nivel superior, porque
el entendimiento no puede nada sin la voluntad, y el
conocimiento de los opuestos resulta vano. El conocimiento de
los opuestos, estable de Duns Escoto, no puede bastar para
definir la racionalidad como lo supone la segunda objeción
puesto que el solo conocimiento de los opuestos no puede
caracterizar un principio verdaderamente activo. El solo
principio activo racional es el que determina la producción de
un efecto y este no puede ser más que la voluntad (166). Es pues
en un sentido incompleto e impropio como el entendimiento es
llamado potencia racional porque el entendimiento no puede
determinarse a uno de los opuestos y no puede determinar la
voluntad. La restricción de la racionalidad al entendimiento de
los opuestos se sostiene implícitamente en efecto, como lo
manifiesta la respuesta al segundo argumento, (por) de la idea
de una determinación de la voluntad por el entendimiento, idea
inaceptable desde el momento en que el entendimiento no es capaz
de ninguna autodeterminación.
En la respuesta al segundo argumento Duns Escoto comienza
por reafirmar la indeterminación positiva de la voluntad (167).
La determinación de la voluntad por el entendimiento se ha de
excluir, porque lejos de hacer a la voluntad racional, la haría
irracional puesto que el entendimiento es enteramente
determinado en su acción. Si el entendimiento pudiera producir
opuestos, los produciría al mismo tiempo. El conocimiento de
los opuestos por [232] el intelecto no es pues fundamentalmente
un conocimiento de la alternativa, si se entiende por ello un
conocimiento que puede determinarse por uno de los opuestos. El
entendimiento no tiene un conocimiento de la alternativa más que
en la medida en el esta determinado por la voluntad que hace
originariamente la elección de uno de los opuestos, ya que "toda
la razón de potencia para los opuestos está formalmente en la
voluntad" (168). La ciencia no es ya constituyente de la
racionalidad:
«La ciencia en efecto no es la causa propia de la
distinción enunciada más arriba [entre potencia racional y
potencia irracional]» (169).

A diferencia del entendimiento la voluntad no es nunca


simultáneamente en acto respecto de los opuestos en razón de su
autodeterminación. No puede haber más que una simultaneidad
virtual para la voluntad porque su elación con los opuestos es
libre (170). La voluntad no produce los opuestos simultáneamente
y supera así la contradicción inherente a la producción natural
de los opuestos. Cuando el entendimiento, dejado a sí mismo, se
enredaría en la contradicción y por lo mismo obraría
irracionalmente, el entendimiento determinado por la voluntad,
arrancado de la necesidad natural, es liberado de la
contradicción.
Que un opuesto acontezca supone la voluntad y la
manifiesta. Ahora bien, la llegada de un opuesto es la supresión
de la necesidad natural, y precisamente la negación de toda
soberanía de la necesidad natural. No es en efecto racional sino
lo que supera, sobrepasa y niega la determinación natural,
aquello en que toda determinación natural se suprime. En esto
poder producir un efecto opuesto es el rasgo distintivo de la
potencia racional, tanto en Dios como en nosotros, como lo
manifiesta el ejemplo de la predestinación (171). Poder los
opuestos se presenta entonces como una pasión propia de la
potencia racional, es decir, como una propiedad esencial que la
distingue de la potencia irracional.
La potencia racional es la que puede los opuestos y la
potencia irracional no los puede más que en virtud de la
potencia racional, porque "poder hacer los opuestos conviene de
por sí a la potencia racional como pasión propio de la potencia
racional en cuando racional, porque es por eso por lo que se
distingue de la potencia irracional según Metafísica IX" (172).
Es pues la voluntad la que es la potencia racional pues ella
tiene los opuestos en su poder de hecho por su . Pero por qué
Aristóteles llama al entendimiento "potencia racional"? [233]
La respuesta de Duns Escoto es breve:
«Se puede decir que el acto primero del entendimiento
es más común y mejor conocido para nosotros que el acto de
la voluntad. Pero Aristóteles habla las más de las veces de
lo más manifiesto. Es por lo que se encuentra que dice poco
respecto de la voluntad» (173).

La racionalidad no reside, pues, más en Duns Escoto en el


cálculo de los medios y de los fines, reside en la iniciativa,
en el poder libre de la voluntad respecto de los opuestos. La
racionalidad no es asunto de cálculo, es asunto de libertad. Es
indisociable de la bipartición de la voluntad, bipartición que
la decisión voluntaria anula en alguna manera, porque "la
decisión no suprime el poder de hacer los opuestos" (174). Es
por lo que la racionalidad de la voluntad no podría confundirse
ni con la conformidad con la recta ratio, ni con esta
"racionalidad interna" de que habla Hoeres según la cual la
voluntad está ordenada al bien (175).
Según Hoeres la racionalidad se ha de encontrar, no en la
conformidad con la recta ratio, sino en la tendencia natural de
la voluntad. La tendencia natural, escribe él, "no es otra
cosa, según Duns Escoto, que la fuerza racional, que, unida con
la libertad. dona la esencia simple de la perfección pura
'voluntad'" (176). La ordenación interna de la voluntad al bien
no sabría definir la racionalidad de la voluntad, tanto divina
como humana. Si hay algo que el escotismo rompe, es esta
ordenación natural de la voluntad al bien. Sostener esto no es
sólo crear un callejón sin salida para el comentario escotista
de la Metafísica (que Hoeres no menciona ni una sola vez), sino
también incapacitarse para comprender la potentia absoluta que,
en Duns Escoto, afecta tanto a las criaturas como a Dios. La
potentia absoluta escotista que ha asustando a muchos
comentaristas crispados ante la figura vieja de la
racionalidad, no puede ser comprendida en términos de
irracionalidad. Ella es, por el contrario, la manifestación
privilegiada de la racionalidad de la voluntad incluso si escapa
a la racionalidad del entendimiento.

b. La racionalidad de la potencia absoluta

L comprensión escotista de la voluntad como racionalidad


encuentra su expresión la más alta en la afirmación de la
potencia [234] absoluta del querer, es decir en el empleo
específico que hace Duns Escoto de la distinción tradicional de
la potentia absoluta y de la potentia ordinata. Esta distinción
tal como Duns Escoto la ha podido recibir no es tan vieja. Por
mucho tiempo se la ha adjudicado a Ockham y a los accionasteis.
Sin embargo en Duns Escoto adquiere una importancia mayor que en
sus antecsores y en su posteridad (177).
Lo que caracteriza la posición de Duns Escoto, a diferencia
de las de Tomás de Aquino y de Ockham por una parte, y de las de
Buenaventura y de Enrique de Gante por otra parte, es la
afirmación neta de una potencia absoluta efectiva, y no lógica,
afectando no sólo a Dios sino también a toda criatura racional.
A diferencia de Albergo Magno, de Tomás de Aquino y de Ockham,
Duns Escoto considera la distinción de la potencia absoluta y de
la potencia ordenada no como "una manera de definir una sucesión
lógica interna en la acción divina, y sólo en la acción divina",
sino como "una manera diferencia de obrar en el mundo, propia de
toda criatura racional 2 (178). A diferencia de Buenaventura y
de Enrique de Gante, él no ve ninguna imposibilidad de
atribuirla a Dios. Es que para Buenaventura como para Enrique de
Gante, admitir una potencia real en Dios sería admitir que Dios
podrían querer el no-ser y el mal, sería admitir que él podría
ser injusto. La afirmación de la omnipotencia divina arrogando
con la afirmación de que Dios no obraría realmente más que de
potentia ordinata (179). La cosa no es lo mismo en Duns Escoto.
Tampoco se puede sostener como Wolter que "la solución de Duns
Escoto no difiere mayormente de la Tomás de Aquino, Ockham y
otros" (180). Esto sería en efecto minimizar el alcance de la
distinción en Duns Escoto y desconocer en qué corresponde al
empleo de una nueva racionalidad, la de la voluntad. Duns Escoto
asume entonces totalmente la "fuerza explosiva" de la potencia
absoluta a diferencia de sus antecesores.
La distinción absoluta/ordinata ha sido acentuada de modo
diferente; absoluta ha podido en efecto ser asimilada a
disordinate (Buenaventura, Enrique de Gante), de iure (Ockham).
En Duns Escoto, el empleo de la distinción asegura la
asimilación de la absoluta al de facto en su diferencia con el
de iure, al revés de lo que tiene lugar en Ockham (182). La
potencia absoluta es una potencia de hecho. Potencia absoluta y
potencia ordenada corresponden a dos modos diferentes de acción
efectiva. Para [235] mostrarlo Duns Escoto se referirá ante todo
al campo jurídico y político en la distinción 44 del primer
libro de la Ordinatio donde, refiriéndose al canon recto,
escribe que "los juristas dicen que alguno puede hacer esto de
hecho - es decir, según su potencia absoluta - o bien de derecho
- es decir, según su potencia ordenada según el derecho" (183).
En esta perspectiva la potencia absoluta no es la misma potencia
que la potencia ordenada considerada de otro modo; se trata de
una potencia que excede la potencia ordenada. La potencia
ordenada es la potencia ligada por un orden, el que definen las
leyes. Su carácter ordenado reside en su conformidad con un
orden, es decir en su conformidad con la ley recta:
«este agente puede actuar en conformidad con esta ley
recta, y en este caso, actúa según una potencia ordenada
(es en efecto ordenada en la medida en que es un principio
para ejecutar ciertas cosas en conformidad con una ley
recta» (184).

La potencia absoluta caracteriza todo agente que no obra


"necesariamente de manera conforme a una ley recta" (185). La
potencia absoluta es absoluta en cuanto no está ligada por la
ley recta, por el orden. Ella se desliga de la conformidad con
la ley recta, y por lo mismo excede el orden al exceder a la
potencia ordenada (186). Obrar de potentia absoluta es obrar
«fuera de la ley o contra ella, y en esto es una
potencia absoluta que excede la potencia ordenada» (187).

Lo que Duns Escoto considera aquí es la posibilidad real de


obrar contra la ley o sin tener en cuenta la ley, como lo indica
la referencia al poder real de conceder gracia. La potencia
absoluta se presenta como una potencia real y no como una
potencia lógica. Ella tiene un campo de acción que supera el de
la potencia ordenada, de tal suerte que lo que es posible de
potentia absoluta es realmente más extenso que lo que es posible
de potentia ordinata, de tal suerte, pues, que la potencia
ordenada aparece coma una potencia limitada por el orden al cual
se conforma.
La potencia absoluta en su absolutez y su sobreabundancia
indica la sobreabundancia misma de los posible que ningún orden
actual [236] puede agotar. Como subraya Randi, "es importante
repetir que la potentia absoluta define una extensión más amplia
de posibilidad que la potentia ordinata" (188). Estos posible no
son como en Ockham, y más tarde en Leibniz, puros posibles
lógicos que, desde el punto de vista de la efectividad, siguen
siendo imposibles y que no son más que posibles nacidos muertos.
Estos son posibles reales. Un agente que puede actuar de
potentia absoluta puede actuar contra el orden y fuera del
orden. No está necesariamente vinculado al orden. Ahora bien, lo
que Duns Escoto afirma es que esta posibilidad real de actuar
contra el ordeno fuera del orden compete a todo agente dotado de
entendimiento y de voluntad y, a este título, compete a toda
criatura libre lo mismo ue a Dios. Mientras Enrique de Gante se
negaba a atribuir la potentia absoluta a Dios mientras que se la
atribuía al Papa (porque la consideraba como una potencia real),
mientras Ockham se negará a atribuir la potentia absoluta al
Papa atribuyéndosela a Dios (considerándola como una potencia
lógica), Duns Escoto la reconoce a Dios, al Papa, a los
príncipes, a todo agente "que obra por entendimiento y voluntad"
(189) y la reconoce como una potencia real. La distinción de la
potencia ordenada y de la potencia absoluta vale para todo
agente libre. Insiste Duns Escoto:
«No sólo en Dios sino en todo agente libre (que puede
actuar según lo que le dicta la ley recta, o fuera de esta
ley o contra ella) hay que distinguir entre una potencia
ordenada y una potencia absoluta» (190).

Un agente libre, sea divino, angélico o humano, puede


decidir si actuar conforme a la ley o contra la ley, o fuera de
ella. Lo notable aquí es que la posibilidad de actuar con la ley
o fuera de ella no corresponde a una libertad negativa, sino a
una libertad plenamente positiva. El lugar de la libertad, en su
positividad, no es solamente el orden, lo es también y más
plenamente el fuera del orden. No solamente la distinción de la
potencia absoluta y de la potencia ordenada presupone la
libertad de la voluntad como su condición originaria, sino más
todavía la potencia absoluta es alta y plena afirmación de esta
misma libertad de la voluntad. Es por lo que es también alta y
plena afirmación de la racionalidad. Para comprenderlo, se
necesita ver cómo Duns Escoto elimina la asimilación de la
potentia absoluta real con una potentia disordinate. [237]
Cuando Enrique de Gante rehusaba atribuir a Dios la
potentia absoluta que él atribuía al Papa, era porque para él
como para Buenaventura, absoluta significaba lo mismo que
disordinate y se oponía a iustitia. NO es lo mismo en Duns
Escoto. La distinción absoluta/ordinata no se confunde ya con la
distinción potentia/iustitia, disordinate/ordinate, sino que hay
que entenderla como distinción del de facto y del de iure.
Ahora bien, el de iure no es asimilable al de iustitia. En otros
términos, la justicia no es en nada asimilable al derecho. Así
la justicia divina como la justicia humana no podrán residir en
el derecho. La justicia es siempre lo que excede al derecho y,
por tanto, al orden. En estas condiciones afirmar la posibilidad
de una acción que excede al derecho, afirmar pues la efectividad
de la potencia absoluta, no es herir la justicia, sino más bien
preservarla. Es por lo que una acción que no está ligada a un
orden no es por ella necesariamente desordenada. Una acción que
va contra la ley recta o que está fuera de ella puede ser
desordenada o no. Es desordenada sólo si la ley recta no está en
poder del agente. Pero si la ley está en poder del agente, el
agente puede efectivamente actuar fuera de la ley o contra ella
y su acción sigue siendo, no obstante, derecha. No será más que
en el caso en que la ley no esté en poder del agente, cuando el
exceso de la potencia absoluta sobre la potencia ordenada
corresponde a una injusticia y a un desorden:
«Ahora bien, cuando la ley recta - conforma a la cual
hay que obrar de manera ordenada - no está en poder del
agente, su potencia absoluta no puede exceder su potencia
ordenada respecto de ciertos objetos, a menos que no actúe
respecto de ellos de manera desordenada» (191).

En este último caso en efecto, "el agente está obligado a


actuar según la ley a la que está sometido" (192). Pero en el
caso en que la ley está en poder del agente, la rectitud de la
ley lo está también, porque entonces "la ley no es recta más que
porque está establecida (193). La rectitud de la ley le viene de
su establecimiento por una voluntad libre. El orden tiene su
origen en la voluntad del que lo establece (194). Así sólo hay
derecho y orden porque establecido. Dicho de otro modo,
estrictamente no más derecho que el positivo y esto vale también
para el derecho divino (195). La voluntad que establece el
derecho o el orden no está absolutamente obligada por este
derecho o este orden. Sólo está obligada desde el punto de vista
de su potencia ordenada, pero está desligada desde el punto de
vista [238] de su potencia absoluta. Un agente que establece una
ley puede, pues, no tenerla en cuenta e incluso ir contra esta
ley sin actuar de manera desordenada. Suponer que un tal agente
actúa de manera desordenada sería afirmar que la ley que él
establece no está de hecho en su poder., sería finalmente
suponer que el orden establecido no es un orden establecido
propiamente hablando, sino un orden natural. Duns Escoto
invierte esta idea de orden natural cuando declara:
«Ciertas leyes generales que dictan el derecho han
sido inicialmente fijadas por la voluntad divina, y no
precisamente por el entendimiento divino en cuanto que
precede ala acto de la voluntad divina (como se ha dicho en
la distinción 38» (196).

Lo que vale para la voluntad divina vale para toda otra


voluntad, comprendida la voluntad humana, en la medida en que
estas voluntades son la fuente misma del orden. No es la
sabiduría de Dios, como en Tomás de Aquino y Buenaventura, la
que establece el orden que las criaturas, y más precisamente las
voluntades angélicas y las humanas están llamadas a respetar
(197). No se puede, pues, seguir a Gilson cuando se esfuerza,
contra toda idea de una arbitrariedad de Dios, de restaurar una
forma de primacía de la sabiduría en Duns Escoto (198). La
voluntad, puesto que ella es la racionalidad, no exige en manera
alguna un recurso a la sabiduría.
Las voluntades humanas están obligadas por el orden divino,
pero no la voluntad divina. Así "los que están sometidos a la
ley divina. si no obran conforme a la misma, obran de manera
desordenada" (199). Pero la voluntad divina puede actuar de una
manera no prescrita por las leyes que ella ha establecido, puede
cambiar el orden que ha establecido, cambiar las leyes mismas,
sin caer en la injusticia y el desorden. Lo mismo vale para la
voluntad del papa, de un príncipe o de una asamblea.
Que un príncipe o una asamblea establezca un orden político
no los vincula absolutamente a ese orden. Como Dios, pueden
dispensar con su voluntad de la sumisión a ese orden, o cambiar
las disposiciones (200). El ejercicio de la potencia absoluta es
en efecto sea particular, sea universal:
«Digo, pues, que Dios, no sólo puede actuar de modo
distinto a como ha ordenado por un orden particular, sino
que puede actuar de manera ordenada [239] de un modo
distinto a lo que ha ordenado por una orden universal (es
decir, según las leyes de su justicia), porque los actos
que están fuera de este orden, como los actos que son
contra el mismo, podrían ser hecho por Dios de manera
ordenada por su potencia absoluta» (201).

El ejercicio particular de la potencia absoluta corresponde


a un juicio que lleva a lo particular: por lo mismo que el
príncipe puede usar gracia con un malhechor aunque la ley por él
promulgada establezca que todo malhechor sea condenado a muerte,
Dios puede salvar un condenado yendo contra la ley por él
establecida según la cual el pecador endurecido debe ser
condenado. Pero el ejercicio de la potencia absoluta no se
limita a un ejercicio ocasional y particular (del que podrían
también los milagros), puede ser también un ejercicio universal.
Esta vez la voluntad divina no va sólo contra las leyes que ella
ha promulgado, va más allá de las mismas revocándolas y
estableciendo una nueva ley. Establece un nuevo orden, es por lo
que la potencia absoluta actúa entonces de manera ordenada, a
saber, según el nuevo orden que ella ha establecido.
El ejercicio universal de la potencia absoluta destruye
toda posibilidad de hablar todavía de orden natural. Hay una
absoluta no-naturalidad de todo orden. Todo orden aparece
contingente, relativo, no absoluto (202). Esta relatividad de
los órdenes es por otra parte indisociable de su pluralidad. Hay
efectivamente una pluralidad de órdenes que se encajan los unos
en los otros. El orden establecido por Dios es lo orden al cual
se debe ajustar toda voluntad humana. Pero toda voluntad creada
no está obligada a conformarse con el orden de un
establecimiento humano si ella lo instituye. En todos los casos,
según se pasa de un orden superior a un orden inferior, más se
restringe el campo de lo que es posible de potentia absoluta.
Sin embargo, en lo más bajo de la jerarquía de los órdenes,
continúa la potentia absoluta. Inversamente, cuando se pasa de
un orden inferior a un orden superior, el campo de lo que es
posible de potentia absoluta no deja de ensancharse. En
consecuencia, "La potentia absoluta del pater familias es por
así decirlo "mas grande" que la del hijo; la de Dios es la más
grande (o más bien, en un cierto sentido, es
inconmensurablemente más grande). Existe una "escala" de poderes
absolutos, de potentiae absolutae, como existe correlativamente
una escala de potentiae ordinatae" (203). Estando todo orden
pendiente de la voluntad del que lo ha establecido, no hay nada
de injusto en ir [240] contra el orden o revocarlo (por la
voluntad que lo ha establecido) puesto que la verdadera justicia
no reside en el orden, sino mas allá del orden. Para
comprenderlo es necesario exponer la comprensión escotista de la
justicia divina, tanto más que esta comprensión de la justicia
es evocada por Duns Escoto en las distinciones donde es cuestión
del ejercicio efectivo de la potentia absoluta y, en relación
con este ejercicio, del cuestionamiento de la ley natural, a
saber la distinción 46 del libro IV y la distinción 37 del libro
III del Opus Oxoniense.

En lo que concierne a la justicia divina Duns Escoto


comienza declarando, a partir de Anselmo, que se pueden
distinguir en Dios dos justicias, la "rectitudo voluntatis in
ordine ad condecentiam bonitatis divinae" y la "rectitudo
voluntatis in ordine ad exigentiam eius, quod es in creatura"
(204). Él reinterpreta aquí la distinción hecha por Anselmo en
el capítulo diez del Proslogion, entre la justicia de Dios hacia
sí mismo y la justicia de Dios hacia nosotros. La primer
consiste para Dios, en cuanto que es suprema bondad, en hacer lo
que le conviene y ella se manifiesta en el perdón. La segunda
consiste para Dios en dar a los hombre lo que se les debe (su
debido) en razón de su mérito y se puede manifestar como castigo
(205). En la reinterpretación que nos ofrece Duns Escoto, la
primera justicia consiste para la voluntad divina en dar a la
bondad divina lo que le es debido y la segunda justicia consiste
para la voluntad divina en dar a las criaturas lo que se les
debe. A propósito de esta distinción Duns Escoto declara: "Dios
no puede obrar contra o más allá de su primera justicia,pero
puede obrar más allá de su justicia segunda, aunque él no lo
pueda universalmente, puesto que no puede condenar al justo o al
bienaventurado" (206). La voluntad divina no puede no querer lo
que su propia bondad exige, no es lo mismo respecto de lo que
concierne a lo que las criaturas exigen: La voluntad divina
puede no querer lo que las criaturas exigen, es decir, que puede
ir contra su justicia segunda. Puede querer lo opuesto a lo que
implica su justicia segunda, sin contradicción. Sin embargo,
esta posición no es la que sostiene Duns Escoto, como lo ha
mostrado Thomas Williams contra Wolter (207).
La diferenciación de una doble justicia en Dios es de hecho
descartada sin ninguna ambigüedad por Duns Escoto, de tal suerte
que es en realidad imposible hablar de dos justicias en Dios.
Duns Escoto sólo pone la distinción para rechazarla: [241]
«Sin ocuparme de debilitar estas distinciones,
respondo brevemente a la cuestión que no hay en Dios, real
y conceptualmente más que una justicia» (208).

No existe en dios una primera justicia, la que concierne a


la relación, intrínseca a Dios, de la voluntad divino y de la
bondad divina, es decir del voluntad infinita y del bien
infinito, y una segunda justicia, la que concierne a la relación
de la voluntad divina y de la criaturas, de la voluntad infinita
y del bien finito. La justicia no concierne más que a la
relación de Dios consigo mismo, y no existe en absoluto
cuestión, según el texto de Duns Escoto, de una justicia
segunda. A lo más Duns Escoto hablaría del objeto primero y del
objeto segundo de la única justicia divina. La justicia divina,
propiamente comprendida, es exclusivamente lo que inclina la
voluntad a dar a su propia bondad lo que le es debido:
«La voluntad divina no tiene más rectitud que la que
la inclina de manera determinada a su bondad como cuasi
otra (en efecto, ella se comporta sólo de manera
contingente respecto de todo otro objeto, por lo que puede
igualmente querer esto o lo opuesto). De ello resulta que
no tiene otra justicia que la que le inclina a dar a su
bondad o a su voluntad lo que le conviene» (208)

La justicia propiamente dicha no tiene otro objeto que


Dios, no tiene, pues, por objeto nada distinto del bien
infinito. Todo lo distinto de Dios es sólo un objeto secundario
del acto de la voluntad divina, al cual esta voluntad divina se
refiere, no de manera necesaria, sino de manera contingente. Lo
que será injusto para la voluntad divina, será querer lo que va
contra su propia bondad, o todo lo que concierne a las criaturas
independientemente de su relación a Dios como fin último, no
tiene ninguna relación necesaria con las exigencias de la bondad
divina. En otros términos, no hay ninguna relación necesaria de
los bienes finitos con el bien infinito, así la voluntad divina
no los quiere necesariamente.
Como la rectitud de la voluntad divina reside en el acto
por el cual quiere lo que exige la propia bondad, y como las
exigencias de las criaturas no están ligadas de manera necesaria
a los de su propia bondad, la voluntad divina puede, sin
contradicción, querer lo opuesto de aquello [242] que ella
quiere en relación con las criaturas sin querer injustamente.
Aquí vale en Dios lo que en príncipe en el orden político:
«Por lo que concierne a la ciudad, el legislador
considera alguna cosa como absolutamente justa si ello es
justo para el bien público y considera relativamente justo
lo que proviene de los derechos particulares, pero siempre
en relación con lo absolutamente justo, y por esta razón es
justo en ciertos casos no observar las leyes justas cuando
su observación sería perjudicial para lo justo público, a
saber, al bien de la república» (210).
El legislador se relaciona primeramente con el bien público
y secundariamente con los bienes particulares. Si la voluntad
del legislador no puede ir contra lo que es debido al bien
público, puede, por el contrario, ir contra las leyes que
conciernen a los "iusta partiala" (?) [o «recta partiala» según
la edición de Wolter (211)], lo que es justo para el ciudadano
particular. El legislador puede no querer observar las leyes que
conciernen los "recta partiala" sin por ello caer en la
injusticia, si lo hace en vistas del bien público, porque no hay
relación necesaria entre la salud de tal o tal individuo y la
salud de la comunidad política. La voluntad divina, como la del
príncipe, está sólo determinada al «iustum publicum», pero no
está determinada a todos los casa particulares. La analogía
desarrollada por Duns Escoto hace corresponder a los recta
partiala la salud de tal o tal individuo. ¿Hace corresponder,
por tanto, al ius publicum, al bien de la comunidad política, el
bien de la creación como lo deja entender la traducción de
Wolter (212? A la comunidad política y a su bien correspondería
entonces la comunidad de los creyentes y su bien. Y por lo mismo
que el legislador sacrificaría el derecho de un individuo por el
bien de la ciudad, Dios sacrificaría la salud de un individuo
por la salud de la Iglesia. No hay nada de esto. El iustum
publicum a que se refiere Duns Escoto no es en efecto cosa
distinta de la bondad divina:
«De la misma manera, Dios es absolutamente determinado
a lo justo público de la comunidad, no en cuanto comunidad
de agregación, como en el caso de la ciudad, sino en cuanto
comunidad de eminente conexión, y este justo público es el
justo que corresponde a su bondad. Todo otro justo [243] es
particular, sea éste sea aquél, según que está ordenado al
justo público o que le conviene» (213).

El iustus publicum al que la voluntad divina está


absolutamente determinada no es el bien de toda la creación ni
puede serlo. La voluntad divina no está absolutamente
determinada más que a la bondad divina. Todo lo que no es la
bondad divina no obliga en nada a la voluntad divina. Es por lo
que, en relación con las criaturas, Dios puede querer una cosa
lo mismo que la opuesta. querer salvar a Pedro lo mismo que
condenarlo, porque en esto no viola lo que se debe a sí mismo.
En el párrafo que sigue a la evocación del iustus publicum
divino Duns Escoto declara sin ambigüedad en qué consiste,
afirmando, contra Enrique de Gante, que es totalmente justo para
Dios el querer que Pedro sea condenado:
«Afirmo, pues, que él puede querer que Pedro sea
condenado y quererlo justamente, porque este justo
particular Pedro es salvado no es necesariamente requerido
por el justo público de manera tal que su opuesto no puede
ser ordenado a este mismo fin. a saber como conveniente a
la bondad divina» (214).

No existe ningún hábito que incline a Dios respecto de las


criaturas a una acción más que a otra, porque la bondad divina
es un fin para el cual ningún medio es indispensable (215). Así
la relación de Dios a las criaturas no es pensable absolutamente
en términos de justicia segunda. La idea de justicia segunda,
defendida por Wolter, supone que Dios es deudor frente a las
criaturas: les debe las perfecciones que les conviene. Esta
figura de un Dios deudor es radicalmente descartada por Duns
Escoto. En lo que concierne a la relación de Dios a las
criaturas, no es de justicia de lo que se trata, sino de
generosidad:
«Afirmo que [Dios] no es deudor en un sentido absoluto
más que en relación con su propia bondad, en cuanto que él
la ama. Pero respecto de las criaturas él es deudor en
razón de su generosidad, en cuanto le comunica lo que su
naturaleza requiere. Esta exigencia establece en ella
cierta cosa de justo como objeto segundo de la justicia
divina. Pero en verdad nada de exterior a Dios es justo de
una manera [244] determinada, si no es relativamente, a
saber con esta modificación, "por cuanto una criatura es
afectada". Pero el justo absoluto es solamente el que es
referido a la justicia primera, es decir porque él es
actualmente querido por la voluntad divina» (216).

¿Hay que entender, como lo hace Wolter, que la generosidad


es una forma de justicia divina y que por lo mismo Dios es
deudor frente a las criaturas porque es deudor frente a su
propia generosidad (217)? Su generosidad obligaría entonces a
Dios a dar a las criaturas las perfecciones que les convienen.
Pero Dios no está obligado en nada frente a las criaturas, no es
su deudor de modo alguno en sentido propio. Duns Escoto no
establece aquí la idea de una justicia segunda que gobernaría su
relación a las criaturas bajo el signo de la generosidad. Cuando
escribe: "Esta demanda establece (ponitur) en ella cierta cosa
de justo como objeto segundo de la justicia divina", no expresa
su propia postura, La antítesis entre ponitur y tamen secundum
veritatem lo hace notar. Para Duns Escoto no hay objeto segundo
de la justicia divina, sólo hay un objeto, la bondad divina.
(Ver atrás, p. 242: [[A lo más Duns Escoto hablaría del objeto
primero y del objeto segundo de la única justicia divina]] Sola
su propia bondad obliga a Dios. Duns Escoto sostiene
simplemente, posición sin duda inaceptable para Wolter, que todo
lo que Dios quiere respecto de las criaturas es justo, cualquier
cosa que ello sea, porque él lo quiere.
Las dificultades puestas para la comprensión de la
justicia divina desaparecen si se tiene en cuenta de hecho que
lo que subyace a todo esto es la idea de la potencia absoluta
real que implica que la voluntad (toda voluntad) puede ir contra
las reglas establecidas por ellas mismas sin por ello caer en la
injusticia. Mucho más, en razón de la infinitud misma de la
voluntad divina y del carácter finito de todo otro bien distinto
de Dios, es de la más alta justicia para la voluntad divina el
poder lo opuesto a los bienes finitos que ella quiera, de lo
contrario estaría necesariamente ligada a lo finito y por lo
mismo abdicaría de su infinitud. Es por lo que, como lo ha
reconocido Hoeres, en otra perspectiva "la potencia absoluta en
Dios es al mismo tiempo justicia absoluta, como lo hemos visto,
puesto que ella no es otra cosa que la racionalidad infinita de
su querer" (218). Negar a la voluntad divina el poder querer lo
opuesto en lo que concierne a su objeto segundo, las criaturas,
sería a la vez negar la contingencia de la voluntad divina ad
extra, negar su libertad, negar su rectitud permanente, negar su
infinitud y, en fin, negar su potencia absoluta. Así Duns [245]
Escoto declara firmemente:
«Nada en la voluntad divina inclina de modo
determinado a un objeto segundo de tal suerte que le
repugnaría ser inclinado justamente a un objeto opuesto,
porque ella puede sin contradicción querer lo opuesto y así
lo puede querer justamente. De otro modo, ella podría
querer absolutamente y no justamente, lo que hace
problema» (219).

Lo que sería contradictorio para una racionalidad a-


voluntaria, residiendo en el solo entendimiento, no lo es para
la racionalidad voluntaria empleada por Duns Escoto. No existe
en Duns Escoto la idea de que el orden de la creación obligara a
Dios. El orden de la creación no tiene nada de necesario ni de
justo en sí mismo, es sólo una composición posible y contingente
que la voluntad divina tiene el poder de revocar como todo orden
legal que la voluntad del legislador puede modificar.

La comprensión escotista de la justicia divina y de la


justicia política, estrechamente articulada con la teoría del
potencia absoluta real, remite todo orden a lo que se podría
llamar con Agamben una "contingencia absoluta" (220). Esta
"contingencia absoluta" marca la ruptura entre la naturaleza y
el orden sobrenatural. En Duns Escoto no hay literalmente ningún
orden natural; no hay más orden que el establecido y, por tanto,
revocable, comprendido el orden de la creación, puesto que la
voluntad, sea la divina o la humana, es la fuente de todo orden
y, en razón de su libertad, conserva siempre el poder de actuar
fuera de ese orden. Es en función de esta articulación de la
justicia y de la potencia absoluta como se debe comprender la
teoría escotista de la dispensatio divina y el comentario
escotista del Decálogo.
Se sabe que para Duns Escoto no pertenecen estrictamente a
la ley natural más los mandamientos de la primera Tabla del
Decálogo. Estos solos con irrevocables y la voluntad divina
consiente en ellos necesariamente (221). NO puede dispensar de
ellos a los hombres. Los mandamientos de la segunda tabla no
pertenecen estrictamente a la ley natural. Tienen el carácter de
leyes establecidas y Dios puede dispensar de ellos. La
diferencia de estatuto de los mandamientos de la primer y de la
segunda Tabla está muy estrechamente articulada con la idea de
la justicia divina elaborada por Duns Escoto. Los preceptos de
la primera Tabla son [246] los solos verdaderamente justos en el
sentido de la justicia divina que consiste en dar a la bondad
divina lo que es debido. Tienen en efecto a Dios por objeto y
conciernen a las relaciones de los hombres a Dios y sus
obligaciones respecto de Dios (222). No es este el caso de los
preceptos de la segunda Tabla, que respectan a las relaciones
humanas, sociales y políticas y a las obligaciones de los
hombres respecto de sus prójimos. No dicen relación necesaria a
la bondad divina y por lo mismo no debilitan la bondad
necesaria para la consecución del fin último. La voluntad
divina puede de potentia absoluta dispensar de ellos
incondicionalmente como el legislador puede dispensar de las
leyes que él ha establecido. La dispensa de que habla Duns
Escoto es incondicional. Dispensar, precisa en efecto Duns
Escoto, no es permitir a alguno actuar contra un precepto
manteniendo la validez de ese precepto. La dispensa es, o bien
clarificación de la ley, o bien revocación de la ley
estableciendo una ley nueva:
«En efecto dispensar no consiste en mantener el
precepto y permitir actuar contra el mismo; sino que
dispensar es revocar el precepto o declarar cómo debe ser
entendido. Hay, pues, dos clases de dispensas, la
revocación del derecho o la declaración del derecho» (223)

El ejercicio de la dispensa, que se sigue de la potencia


absoluta, no es exclusivo de la voluntad divina, es igualmente
característico de la voluntad humana cuando tiene la ley en su
poder. Para aclarar el sentido de la dispensa divina Duns Escoto
recurre en efecto al ejemplo del legislador. Así la dispensa
divina es como la dispensa política. El legislador tiene de
potentia absoluta el poder de dispensar incondicionalmente.
Ahora bien, la dispensa incondicional ejercida por el legislador
no consiste en mantener en estado las leyes en vigor
contentándose con anular su observancia. El legislador no
autoriza de potentia absoluta los actos ilícitos. Se podría en
efecto preguntar cuál sería el estatuto de leyes que no exigen
ser observadas, cualquiera que sea el alcance de la distinción
de lo lícito y de lo ilícito, si esta distinción no tiene de
hecho ninguna validez. Allí donde hay leyes, ella demandan ser
observadas, de lo contrario esto sería el fin de toda ley. La
dispensatio ejercida por el legislador no es una dispensatio
accidental, sino una dispensatio incondicional. Es entonces
revocación de la ley en vigor y promulgación de una nueva ley
que cambia la distribución de lo lícito y de [247] lo ilícito
(224). No autoriza actos ilícitos, sino que hace lícito lo que
hasta entonces era ilícito, y viceversa:
«todo legislador dispensa absolutamente cuando revoca
un precepto de derecho positivo establecido por él. No
permite que el acto prohibido o el precepto sigan siendo
los mismos, sino que elimina la razón de ilícito haciendo
lícito lo ilícito» (225).

La dispensa incondicional ejercida por el legislador es


instauración de una nueva ley que dispensa de la observancia de
la ley antigua. Todas las leyes establecidas no tienen, pues,
estrictamente más que el estatuto de leyes positivas revocables.
La voluntad del legislador no está ligada absolutamente por
ellas. Esto no significa que la voluntad del legislador sea
irracional. Revocando la ley antigua él obra racionalmente en la
medida en que lo hace en vista del bien de la comunidad
política, estimando que de la revocación de la ley se seguirá un
bien mayor que de su observancia. La revocación de la ley
antigua obedece al principio de la vida política, a saber, que
el príncipe debe asegurar la paz pública, pero de este principio
de la paz pública las leyes no derivan necesariamente. A
diferencia de los modernos que pondrán una relación necesaria
entre los principios fundamentales y las leyes, Duns Escoto no
establece ninguna relación de necesidad entre principio y leyes.
La leyes provienen enteramente de la voluntad del legislador de
suerte que su relación al principio es voluntaria El legislador
actúa siempre a fin de que las leyes nuevas estén en armonía con
el principio de la vida política, incluso si estas leyes
contradicen las antiguas:
«Y así es posiblemente la cosa en todo derecho
positivo, porque bien que hay un principio que es el
fundamento de estas otras leyes o derechos, las leyes
positivas no derivan absolutamente de este principio, sino
que lo declaran o explican en lo que concierne a algunos
casos particulares, siendo estas explicaciones grandemente
en acuerdo con el principio natural universal» (226).

Así del principio de que la vida en la comunidad política


debe ser pacífica, no resulta necesariamente que la propiedad
deba ser privado más bien que común o común más bien que
privada. El régimen de [248] propiedad privada depende la
voluntad del legislador que, habida cuenta de las circunstancia,
puede estimar que la propiedad privada conviene más a la paz e
la comunidad política que la propiedad común. Pero esta
disposición es puramente de derecho positivo y absolutamente no
de derecho natural en sentido estricto; es sólo en un sentido
derivado como puede decirse de derecho natural (227). Es que en
efecto no tiene ninguna relación necesaria con el bien natural.
Es lo mismo lo que concierne a la relación de los preceptos de
la segunda Tabla del Decálogo con los preceptos de la primera
Tabla. Los mandamientos de le primera Tabla tienen el mismo
estatuto que las leyes establecidas por el legislador, son leyes
positivas establecidas por Dios. Dios puede establecer una nueva
ley y la ha establecido efectivamente, observa Duns Escoto,
refiriéndose implícitamente a la distinción paulina de la
antigua y la nueva ley:
«Él puede dispensar absolutamente lo mismo que cambió
la antigua ley, en cuanto a las ceremonias, cuando doy la
nueva ley» (228).

Pero Duns Escoto no tiene sólo en vista la distinción de la


fe judía y de la ley cristiana (que, dice, no nos exige ya que
comamos Kasher), él toma también en consideración los casos
relatados en la Escritura donde Dios dispensa efectivamente de
leyes que él ha promulgado, como en el caso del sacrificio de
Abrahán. Dios ha hecho lícito el homicidio de potentia absoluta,
yendo contra la ley que él había promulgado clarificándola o
revocándola (229). Que Dios haga lícito el homicidio, la
poligamia, el divorcio, etc. se comprende claramente porque los
preceptos que conciernen a los hombres en sus relaciones pueden
ser modificados sin que se modifique la relación de los hombres
a Dios. Dicho de otro modo, no hay relación necesaria entre la
salud y los preceptos de la segunda Tabla, no más que no hay
relación necesaria entre el amor de Dios y el amor del prójimo.
En todo lo que no concierne a la relación del hombre con Dios,
Dios puede revocar y cambiar la ley. Así no hay relación
necesaria , sino sólo una relación contingente entre la
salvación y la monogamia por ejemplo. Dios, nota Duns Escoto, ha
autorizado a los hombres a tener dos o más mujeres para aumentar
el número de los que le den culto, como en el caso de Abrahán.
Más todavía, no solamente lo ha autorizado, lo ha ordenado
porque aparecía necesario que la posteridad de Abrahán fuera
multiplicada (230). No se trata de una excepción a una situación
natural donde la [249] monogamia se impondría. Hablando
estrictamente la monogamia no es más de ley natural que la
bigamia. En la época de los Patriarcas, sostiene Duns Escoto, la
bigamia estaba más en armonía con la ley natural que la
monogamia, al ser esta armonía indisociable de las
circunstancias. Es por lo que si Dios ha revocado la bigamia,
nada prohíbe pensar que podría restablecerla si las
circunstancias lo impusieran, por ejemplo si el número de
hombres llegara a ser inferior al número de las mujeres por el
hecho de la peste o de la guerra (231). En virtud de la potencia
absoluta de Dios, la bigamia sigue en el orden de lo posible. No
hay así en Duns Escoto ninguna crispación sobre una ley natural
o sobre un pretendido orden natural que impondría tal o tal modo
de relación entre los hombre. Tampoco es necesario entender de
modo unilateral la potencia absoluta en término de poder, sino
conservarle su dimensión de potencia. Ella es ante todo
salvaguarda de la posibilidad de ser o de no ser, salvaguarda de
la contingencia, contra el imperio del principio de
contradicción y, por tanto, contra el imperio de la necesidad.
Que lo que es o ha sido no sea relegado a ser lo que es o
lo que ha sido y, por tanto, no sea relegado a una identidad
muerta, sino que permanezca siempre en él la posibilidad de ser
de otra manera, de no ser lo que es, tal es la enseñanza de la
potencia absoluta. Ella manifiesta así un poder de creación y de
des-creación "en el cual lo que ha sido y lo que no ha sido son
restituidos a su verdad original en el espíritu de Dios, y lo
que podía ser y ha sido se funde en lo que podía ser y no ha
sido" como lo afirma Agamben (232). Estamos entonces muy lejos
de la idea leibniziana del mejor de los mundos posibles puesto
que esta idea se sostiene justamente del sacrificio de todos los
mundos posibles y, por tanto, de la exterminación de la
posibilidad (233).
En la distinción 44 del libro de la Ordinatio Duns Escoto
concede que si de potentia ordinata Dios no puede "salvar a
Judas una vez que lo ha ya condenado", por el contrario "esto no
es imposible por la potencia absoluta de Dios, puesto que ello
no incluye contradicción" (234). La potencia absoluta de Dios no
concierne, pues, sólo a lo que es o será, se extiende también a
lo que ha sido, de tal suerte que Dios puede de potentia
absoluta deshacer lo que ha hecho, salvar a Judas al que ha
condenado. Se puede, pues, suscribir lo que declara Boulnois, a
saber, que Duns Escoto "es fiel al argumento de Pedro Damiano:
incluso di Dios ha creado Roma, él puede hacer todavía que Roma
no haya existido" (235). Por eso Duns Escoto pone en cuestión
esta limitación de la contingencia que es [250] el principio de
irrevocabilidad del pasado según el cual lo que ha sido no
conserva la potencia de no ser o de ser de otro modo (236).
Salvaguarda del posible, la potencia absoluta deshace ,
contra todas las apariencias, el imperio del principio de
contradicción en la medida misma en que ella tiene su raíz en la
libertad. La racionalidad de la voluntad se presenta entonces
como una racionalidad irreductible a la racionalidad lógica o
común poniendo en acción otra lógica.

c. Más allá del principio de contradicción

El solo límite de la potencia absoluta parece ser el


principio de contradicción, puesto que "Dios puede hacer todo lo
que no incluye contradicción" (237). La voluntad divina parece
entonces sometida al principio de no-contradicción, Dios no
pudiendo querer lo que sería contradictorio con su bondad. La
potencia absoluta no manifestaría entonces más que el imperio
del principio de no-contradicción (238). Esto sería, sin
embargo, leer a Duns Escoto como a un pre-ockhamiano confiriendo
al principio de contradicción un tal poder en sus textos.
Ockham, más cuidadoso de lo que le separaba de Duns Escoto,
habría rechazado a justo título una tal lectura, él, para quien
Duns Escoto se tomaba demasiada libertad con el principio de
contradicción.
La limitación aparente de la voluntad por el principio de
contradicción no debe disimular el hecho de que la voluntad
divina, como la voluntad política, está completamente liberada
de la sumisión al principio de contradicción, porque el
principio de contradicción no dirige en manera alguna el actuar
en sí mismo, sólo concierne de hecho a la materia del actuar.
Además la jurisdicción del principio de contradicción no se
extiende a lo que toca a la relación de Dios con lo distinto de
él mismo. Lo que sería contradictorio para la voluntad divina
sería tener el poder de no querer lo que su propia bondad exige.
Pero ad extra la voluntad divina escapa a la jurisdicción del
principio de contradicción, puesto que ella puede querer lo
opuesto a lo que quiere, sin por ello quererlo injustamente. Así
Dios puede ir lo mismo contra lo justo que él ha puesto como
contra los preceptos que él ha establecido sin por ello actuar
disordinate, es decir, injustamente o de manera ilícita. La
racionalidad de la voluntad no es la racionalidad de la razón
práctica kantiana que, ella, está enteramente sometida a la
jurisdicción del principio de contradicción. Allí donde la
potencia absoluta no es una potencia real sino una potencia
lógica, el principio de contradicción extiende al contrario su
imperio absoluto no sólo [251] sobe la materia del actuar sino
sobre el actuar mismo como pasa en Ockham.
El examen de la potencia de la voluntad, tanto humana como
divina, muestra ue la libertad de la voluntad (que el ejercicio
alternativo de la potencia absoluta y de la potencia ordenada
presupone) se sustrae radicalmente al principio de no-
contradicción. Cuando Duns Escoto declara en la distinción 39
del libro I de la Lectura que "en nuestra voluntad existe la
posibilidad de querer y de no querer una cosa en el mismo
instante y bajo el mismo aspecto" (239), afirma con claridad que
la voluntad, en la libertad, está más allá del principio e
contradicción. El principio de no-contradicción enuncia bien en
efecto que no se puede atribuir a un mismo sujeto predicados
opuestos "en el mismo instante y bajo el mismo aspecto". Si se
considera además que la libertad, como copertenencia de un
querer y de un no-querer, implica la puesta en cuestión del
principio de necesidad condicionada, cuya relación al principio
de no-contradicción es estrecha, entonces se debe más bien
sostener con Agamben que con Duns Escoto "la voluntad es
justamente la sola esfera que escapa al principio de
contradicción" (240).
Es por el hecho de que la voluntad en Duns Escoto escapa
al principio de no-contradicción, por lo que ella (la voluntad)
ha podido aparecer como puramente arbitraria y despótica para
una racionalidad vieja que asimila razón e intelecto. Combatir
una tal interpretación, la de Landry, sosteniendo que en Duns
Escoto la voluntad es racional porque es indisociable de la
recta ratio o porque tiende hacia el bien, o incluso porque está
sometida al principio de no-contradicción, es retroceder ante la
lógica de la voluntad establecida por Duns Escoto. El lado
"provocador" de la teoría escotista de la potencia absoluta, más
todavía la provocación que constituye la idea de una potencia
absoluta real, no manifiestan jamás más que la dimensión
"provocadora" de la comprensión escotista de la libertad donde
ellas encuentran su condición.

La potencia absoluta como manifestación de la libertad

La idea de potencia absoluta real indica que todo agente


dotado de voluntad no está limitado realmente a querer lo que él
ha querido, a hacer lo que ha hecho. La voluntad no está
encadenada a sí misma, puede desligarse de sí misma, de otro
modo, sólo habría potencia ordenada y la potencia absoluta se
confundiría enteramente con una potencia lógica, como es el caso
en Ockham. [252]
¿Qué es lo que hace entonces posible el ejercicio
alternativo de la potencia absoluta y de la potencia ordenada?
Duns Escoto nos da la respuesta cuando declara que "por lo mismo
que Dios puede obrar de otra manera, puede establecer otra ley
recta" (241). Revocación y establecimiento de la ley remiten, a
través de la potencia absoluta Dei, a la contingencia del querer
divino ad extra. Por lo mismo, es en la libertad de la voluntad
divino, como libertad frente a objetos opuestos, es decir
contrarios o contradictorios, como se enraiza el ejercicio de la
potencia absoluta de Dios. La referencia explícita a la
distinción 39 del libro I lo manifiesta: "¿Pero cómo la voluntad
divina puede actuar respecto de las cosas particulares y las
leyes rectas a instituir, sin querer lo opuesto a lo que quiere
ahora? Lo ha dicho más arriba en la distinción 39" (242). En el
ejercicio de la potencia absoluta se trata de la libertad misma.
La potencia absoluta de Dios manifiesta la libertad divina como
la potencia absoluta del hombre manifiesta la libertad humana.
Negar la posesión por todo agente libre de la potencia absoluta,
o reducir esta potencia absoluta a una potencia lógica, termina
entonces por negar la libertad.
¿Qué es la libertad para que la potencia absoluta sea su
manifestación privilegiada? La libertad es indisociable de la
posibilidad de una alternativa. Ella reside en un "poder actuar
de otra manera" y en un "poder no actuar". En la distinción 39
de la Lectura y de la Ordinatio Duns Escoto define en efecto la
libertad divina como libertad respecto de objetos opuestos:
«La libertad de la voluntad divina consiste pues en
que puede tender en una única volición hacia objeto
opuestos, y esto infinitamente más libremente de lo que
nosotros podemos tender hacia voliciones diferentes» (243).

Y define la libertad humana como libertad respecto de actos


opuestos: "Nuestra voluntad es libre frente a actos opuestos
(como querer y no querer, amar y odiar)" (244), ella tiene,
pues, la capacidad de producir tantos contradictorios y, en
virtud de esta capacidad, ella no está sometida la principio de
contradicción. Ciertamente los hombres tienen la libertad frente
a objetos opuestos, que es la libertad la más perfecta. Pero a
diferencia de Dios, en los hombres la libertad frente a objetos
opuestos presupone la libertad frente a actos opuestos. Hay en
efecto [253] tres modos de libertad humana: libertad frente a
actos opuestos, frente a objetos opuestos y frente a efectos
opuestos. Estos tres modos son tales que el primero es condición
de los otros dos. La voluntad humana es libre frente a objetos
opuestos y a efectos opuestos, porque es libre frente a actos
opuestos. La libertad frente a actos opuestos no puede ser
puesta por Dios, porque esto haría de la voluntad divina un
voluntad cambiante, lo que sería hacer de la voluntad divina una
voluntad cambiante, e iría contra su inmutabilidad. Y todo así
gravemente, poner en Dios la libertad frente a efectos opuestos,
sería decir que la voluntad divina es capaz de odiar. Por el
contrario, puesto que la voluntad divina es una voluntad
ilimitada, ella puede querer objetos opuestos y producir objetos
opuestos, por tanto efectos contradictorios, y esto en una única
volición inmutable: " La voluntad divina no puede tener más que
una volición única, es por lo que, por una volición única ella
puede querer objetos opuestos, porque su volición única la lleva
sobre todas las voliciones creadas tocando las cosas diferentes"
(245). No es menos claro que, en los dos casos, lo que está en
el corazón de la libertad, es la relación a los opuestos. La
voluntad humana y la voluntad divina son libres en cuanto tienen
el poder de tender a los opuestos. ¿Qué es lo que está en juego
en esta tensión hacia los opuestos? Nada menos que la cuestión
de la posibilidad o de la imposibilidad de la contingencia y con
ella la de la potencia.

La posibilidad de la contingencia

Poniendo la cuestión de saber cómo la voluntad humana es


causa de la contingencia, Duns Escoto distingue dos formas de
contingencia (246). La primera contingencia es la de los actos
opuestos sucediéndose en el curso del tiempo. LA voluntad no
puede al mismo tiempo querer y no querer, amar y odiar, pero le
es posible no querer después de haber querido, de odiar después
de haber amado. Hay, pues, contingencia según la sucesión
temporal en el sentido de ue la voluntad que quiere en un
momento i puede no querer en un momento j. La v humana está en
potencia de querer y de no querer, y la alternativa del velle y
del nolle se distribuye temporalmente. Duns Escoto precisa así
que, desde el punto de vista de la modalidad, la proposición "la
voluntad que ama este, puedo odiarlo" es verdadera en el sentido
dividido bien que no lo sea en un sentido compuesto (247).
Comprender la proposición en sentido compuesto es comprenderla
como una proposición única en la cual el sujeto es "la voluntad
que ama [254] esto" y el predicado "puede odiarlo". Si la
proposición fuera entendida en sentido compuesto, sólo podría
ser falsa, porque atribuiría al sujeto un predicado que le sería
contradictorio. Comprender la proposición en sentido dividido,
es comprender que ella está constituida por dos proposiciones,
"la voluntad que ama esto" y "la voluntad puede odiar esto", en
las cuales dos predicados distintos y opuestos, dos predicados
contradictorios de hecho, son atribuidos al mismo sujeto, la
voluntad. En el sentido 'diviso' la proposición es verdadera,
pues se ha de comprender en el sentido de "la voluntad que ama
en a, puede odiar en b. Pero esta contingencia según la cual la
voluntad se comporta sucesivamente sobre objetos opuestos por
actos opuestos, no puede valer para la voluntad divina.

Así, más radicalmente, Duns Escoto va a presentar una


segunda forma de contingencia proponiendo la noción de potencia
lógica, y esta segunda contingencia concierne tanto a la
voluntad divina como a la humana:

«Pero otra potencia sigue todavía a esta libertad de


la voluntad, la potencia lógica (a la cual corresponde la
potencia real). No hay potencia lógica más que cuando los
extremos son así posibles que no se repugnan mutuamente,
pero pueden unirse aunque no haya posibilidad real» (248).

La potencia lógica, tomada en cuanto tal, suspende toda


relación a la existencia o a la no existencia de estados de
cosas. Es la transposición de la dynamis kata apophasis
aristotélica, a la cual Duns Escoto se refiere explícitamente en
la distinción 7 del libro I (249).
Con la potencia lógica, se trata de una composibilidad
entre los términos de una proposición, composibilidad
indiferente en ella misma a todo estado de cosas, puesto que no
exige que los términos se refieran a una cosa existente (250).
Para hacerlo comprender, Duns Escoto supone si hubiera un
entendimiento antes de que el mundo fuera, que compusiera los
términos "ser" y "mundo", entonces las proposiciones "el mundo
puede ser" y "el mundo es posible" serían verdaderas.
Suspendiendo la referencia a lo existente, la potencia lógica
permite concebir composibles independientemente de su
realización. Con ella se abre la extensión de los mundos
posibles, pero se abre también la comprensión del mundo [255]
¿Cuáles son los mundos posibles en lo que concierne a la
voluntad humana? Son velle y nolle, amare y odiare. Puesto que
la potencia lógica suspende la referencia a la existencia, ella
suspende también la mutabilidad y con ella la sucesión. Es por
lo que lo que es posible lógicamente no lo es sucesivamente sino
en el mismo instante, y entonces resulta composible:
«Pero esta potencia lógica no es una potencia según la
cual la voluntad tiene actos sucesivamente, sino en el
mismo instante: en efecto, en el mismo instante en que la
voluntad tiene un acto de querer, ella puede tener un acto
de querer opuesto» (251).

Independientemente de la consideración de una volición


real, es posible a la voluntad que quiere no querer. Velle y
nolle, como amare y odire tienen aquí el estatuto de posible
lógicos, de tal suerte que el querer aparecer como un poder
querer que junto con un poder no querer. Velle y nolle aparecen
entonces como composibles. Es lo mismo que en el ejemplo del
mundo. A la proposición "el mundo puede ser" corresponde la
proposición "la voluntad puede querer" con su correlato, la
proposición "la voluntad puede no querer". Ahora bien, y esto es
lo decisivo, a la potencia lógica corresponde una potencia real:
«Y una potencia real corresponde a esta potencia
lógica, en efecto toda causa pre-entiende su efecto - y
así, la voluntad, en este instante en que ella escoge un
acato de querer, precede por naturaleza su volición y se
refiere al mismo libremente. En consecuencia, en el
instante en que ella escoge una volición, ella se
relaciones de manera contingente con el querer y tiene una
relación contingente a la volición» (252).

El "correspondet" empleado por Duns Escoto no permite


afirmar una sumisión de la posibilidad real a la posibilidad
lógica y por lo mismo un dominio sin precedente de la lógica
sobre el mundo. Subraya que la posibilidad lógica no se limita a
una posibilidad abstracta, sino que encuentra también in re, en
el querer efectivo, su terminus real. La composibilidad del
velle y del nolle indica entonces no una simple compatibilidad
lógica regida por el principio de contradicción, sino una [256]
"copertenencia constitutiva e irreductible de poder y no poder,
de querer y no querer", como lo escribe Abamben (253), es decir,
una copertenencia de contradictorios. Esta copertenencia es tal
que ella sustrae la voluntad al principio de contradicción.

La potencia real que corresponde a la potencia lógica es la


potencia de la voluntad en un acto primero, anterior a la
volición de una anterioridad de naturaleza, no de una
anterioridad temporal como lo precisa la Ordinatio y como lo
deja entender la Lectura más abajo (254). La potencia real
nombra una capacidad. En el instante mismo en que la voluntad
quiere, ella conserva la capacidad de no querer (255). A la
voluntad pertenece, y esto independientemente de toda sucesión,
la capacidad de querer y la capacidad de no querer, como
capacidades inseparables. Y es justamente esta inseparabilidad,
esta copertenencia del posse velle y del posse nolle lo que hace
la libertad de la voluntad y lo ue constituye al mismo tiempo su
racionalidad. EN su Comentario a la Metafísica Duns Escoto
afirma en efecto que la voluntad es propiamente la potencia
racional, y no el entendimiento, porque
«la potencia racional es potencia de los contrarios o
de los contradictorios» (256).

La racionalidad no excluye la contradicción, sino que la


asume. Esto no significa, como lo subraya Duns Escoto en
respuesta a una objeción, que la voluntad quiere y no quiere en
el mismo instante. Esto significa que en el mismo instante la
voluntad es tanto capaz de no querer como es capaz de querer, y
que ella conserva esta capacidad cuando produce una volición.
Ningún querer elimina la capacidad de no querer, esta es tan
esencial a la voluntad como la otra. La voluntad es libre no en
lo que ella quiere sino en lo que ella puede querer y por lo
mismo en lo que ella puede no querer. Nada impide a la voluntad
producir un acto y conservar en el mismo instante la potencia de
no producirlo y de producirlo de otra manera. En el instante
mismo, el acto de la voluntad sigue siendo una alternativa y es
esta alternativa la que expresa la comprensión en sentido diviso
de la proposición "la voluntad que quiere en a, puede no querer
en a". La experiencia de la libertad se presenta entonces como
una experiencia de la potencia. Es por lo que el ejercicio de la
potencia absoluta se enraiza [257] en la libertad y se presenta
como una manifestación privilegiada de la libertad. No es
extraño por el contrario, que Ockham, que reduce la potencia
absoluta a una potencia lógica, niegue la posibilidad para la
voluntad de querer y de no querer en el mismo instante,
sometiendo entonces la contingencia de querer a la sucesión como
lo muestra Nico Den Bok (257).
Libre para acciones opuestas, la voluntad humana es libre
para objetos opuestos y efectos opuestos. Ahora bien, decir que
ella es libre para efectos opuestos, es decir que incluso cuando
ella produce un efecto, ella conserva la potencia de no
producirlo o de producir un efecto opuesto. Cuando ella
establece una ley, conserva el potencia de revocarla. Así se
aclara la razón por la que sola la voluntad que tiene una ley en
su poder puede revocarla o ir contra ella, sin ser desordenada.
La ley siendo un efecto de la voluntad del príncipe o de una
asamblea, sola la voluntad de este príncipe o de esta asamblea
conserva la potencia de no ponerla, de revocarla o de ir contra
ella. A este título, la potencia absoluta no corresponde en nada
a un despotismo de la voluntad. Más bien ella es la
manifestación absoluta de la libertad de la voluntad como
copertenencia de un poder querer y de un poder no querer. Ahora
bien, esta copertenencia es extendida por Duns Escoto a la
voluntad divina y permite poner una potencia absoluta real en
Dios.
Si "en nuestra voluntad hay la posibilidad de querer y de
no querer una cosa en el mismo instante y sobre el mismo
respecto - posibilidad a la vez lógica y real" (258) se debe
conceder que lo mismo vale para Dios aunque la voluntad divina
no pueda tener actos opuestos, aunque la distinción del acto
primero y del acto segundo no pueda valer para ella:
«La voluntad divina como voluntad operativa que
precede a la voluntad productiva, puede, en y por el mismo
instante de eternidad. querer y no querer una cosa, y, por
tanto, producir y no producir una cosa» (259)

La libertad divina es libertad hacia objetos opuestos y


efectos opuestos. Dios, a diferencia del hombre, quiere los
opuestos en un solo y mismo acto de voluntad, y lo quiere
juntamente. Él quiere por una única volición que la piedra sea o
no sea. Él no quiere que la piedra sea y que no sea, pero
cualquier cosa que quiera, conserva siempre [258] la potencia de
querer lo opuesto, de querer lo contradictorio. En el instante
determinado, donde Dios quiere que la piedra sea, él puede
querer que la piedra no sea. Querer que la piedra sea es, pues,
en Dios poder querer que la piedra sea. Este pode no designa una
imperfección, designa más bien la perfección de una capacidad.
Como en el hombre, la potencia de la voluntad en Dios es una
potencia real. Esto significa que la potestad de querer esto o
aquello no es una posibilidad lógica que desaparecería con el
acto, sino una posibilidad real. Porque la potencia de la
voluntad divina es una potencia real es lo por que la potencia
absoluta divina lo es también. En el instante de eternidad en
que Dios condena a Judas, él puede querer no condenarlo y
conserva este poder de no condenarlo. Esto sería sin
consecuencias si la posibilidad de la no condenación de Judas no
fuera más que una posibilidad lógica. Si uno se mantiene en el
nivel de la posibilidad lógica, se puede atribuir a la potencia
divina, concebida como potencia lógica, las pretensiones más
extremas y las más provocativas, como de encarnarse en un asno o
de ordenar a los hombres el odiar a Dios (260). Pero todo esto
se queda en un juego abstracto, puesto que la potentia ordinata
sigue siendo la sola potencia real, como en Ockham. No es lo
mismo, como hemos visto, en Duns Escoto.
Puesto que la potencia divina es una potencia real, esta
potencia no es tal que Dios pueda querer no importa qué, sino
tal que en el instante de eternidad donde él ha establecido una
ley, él puede querer establecer otra. Hay una contingencia
radical del querer divino ad extra, tan radical que la voluntad
divina puede deshacer lo que ha hecho. Esta contingencia radical
tiene sus motivos teológicos. En ella es un Dios de amor el que
se muestra, un Dios que obra por pura liberalidad. La potencia
absoluta, divina como humana, aparece entonces como una
manifestación privilegiada de la libertad entendida como
copertenencia de un querer y de un no querer por el cual lejos
de estar sometida al principio de contradicción, la voluntad se
sustrae al mismo. Nada caracteriza mejor esta sustracción que el
rechazo firmemente expresado por Duns Escoto de someter la
voluntad al principio de necesidad condicionada.

La voluntad se excede a sí misma

Contra la afirmación escotista de la copertenencia del


velle y del nolle, una objeción sostiene que la voluntad no
puede, en el mismo instante, querer y no querer (261). Tanto en
la distinción 39 del [259] libro I como en el comentario de la
Metafísica, esta objeción se apoya en el principio de necesidad
condicionada. El principio de necesidad condicionada encuentra
su origen en el De la Interpretación. Aristóteles afirma allí en
efecto: Que lo que es sea cuando es, y que lo que no es no sea
cuando no es, he aquí lo que es verdaderamente necesario. Pero
esto no quiere decir que todo lo que es deba necesariamente
existir, y que todo lo que no es deba necesariamente no existir;
porque no es la misma cosa decir que todo ser, cuando es, es
necesariamente, y decir, de una manera absoluta, que él es
necesariamente" (262). Aristóteles distingue dos tipos de
necesidad, la necesidad absoluta y la necesidad condicionada.
Esta última es considerada a propósito de los contingentes. Hay
necesidad absoluta cuando lo que existe llega necesariamente a
la existencia, es decir no puede menos de llegar. En este caso,
el paso de la potencia al acto es necesario. Esto no puede
aplicarse a los contingentes puesto que el paso del contingente
de la potencia al acto no es necesario. Sin embargo, toda
necesidad no es eliminada. En efecto el esente contingente, una
vez en acto, depone enteramente su potencia de no ser o de ser
de otro modo; es ya impotente a no ser, su existencia es
entonces necesaria de necesidad condicionada. Una tal
interpretación de la necesidad y de la contingencia se encuentra
en los artistae. Comentando este pasaje del De la Interpretación
Sigerio de Brabante sostiene que "puesto que la necesidad es en
un cierto sentido la imposibilidad de ser de manera diferente,
en la realización de un efecto dependiente de una causa que no
se puede impedir, parece haber ahí una cierta necesidad [...] No
se trata sin embargo de necesidad en sentido absoluto" (263).
Atacando el principio de necesidad condicionada, Duns Escoto
cuestiona la distinción de la necessitas absoluta y de la
necessitas secundum quid defendida por los maestros de la
facultad de artes.
Someter la voluntad al principio de necesidad condicionada,
como lo hace la objeción de los artistae, sería negar que la
voluntad puede conservar la potencia de no querer cuando ella
quiere. Por lo mismo, la copertenencia del velle y del nolle,
como copertenencia actual, sería rechazada. Contra esta objeción
Duns Escoto precisará que el principio de necesidad condicionada
puede ser entendido en sentido compuesto o en sentido diviso, y
que no tiene más validez que en el sentido compuesto (264). En
el sentido compuesto, el principio significa la necesidad de
concomitancia y en el sentido diviso, la necesidad del
concomitante. Admitir la necesidad del concomitante, sería
admitir que todo lo que existe, existe necesariamente [260] en
el sentido de que su llegada a la existencia es necesaria. Esto
sería entonces negar totalmente la contingencia. Es por lo que
el principio de necesidad condicionada no puede ser entendido en
el sentido diviso. Sólo puede ser entendido en el sentido
compuesto y entonces afirma sólo una necesidad de concomitancia,
a saber, que lo que existe, en el momento en que existe no puede
no existir y ha depuesto así enteramente su potencia de no
existir. A este título, como lo precisa la objeción mencionada
en el Comentario a la Metafísica, en el momento mismo en que yo
estoy sentado no puede no estar sentado. La necesidad
condicionada limitaría la contingencia a lo posible. No sería
entonces contingente más que lo posible, peor una vez realizado,
sería necesario. Antes de estar efectivamente sentado, yo puede
estar sentado o no estar sentado, pero, una vez sentado, yo no
puede no estarlo y yo lo soy, pues, necesariamente incluso si no
es por necesidad como el suceso "estar sentado" se ha producido.
Trasladado a la voluntad, este argumento implicaría que el
querer efectivo es necesario y negaría toda contingencia del
querer efectivo. Dicho de otro modo, cuando produce un acto, la
voluntad depondría enteramente su potencia de no producirlo: en
el instante mismo en que ella quiere, ella no podría ya no
querer, porque de otro modo esto sería admitir que ella querría
los contradictorios al mismo tiempo. La actualidad del velle
eliminaría radicalmente la potencialidad del nolle. Habría,
pues, exclusión recíproca de los contradictorios en el querer en
acto y por lo mismo sumisión al principio de contradicción. La
decisión de la voluntad extenuaría la potencia de la voluntad.
Esta vía será seguida por Ockham, que mantiene completamente la
validez del principio de necesidad condicionada cuando rechaza
la comprensión escotiana de la contingencia del querer y se
expone por lo mismo a negar de hecho la libertad del querer
(266). Ella sería seguida también por Buridano que sólo puede
afirmar que "si se pudiera ver con claridad las conexiones entre
las cosas y cada una de sus posibilidades, se vería entonces la
necesidad de la consecuencia. Pero nadie tiene esta capacidad
fuera de Dios" (267), y por consiguiente mantener el principio
de necesidad condicionada, formando el concepto de necessitas ex
hypothesi, sino a condición de concebir la potencia absoluta
como una potencia lógica.
Duns Escoto se alza contra tal consecuencia cuando rehúsa
someter el querer al principio de necesidad condicionada,
salvando así la contingencia y la copertenencia del que querer y
del no querer (268). Esta copertenencia estando inscrita en el
corazón del querer no se [261] puede entonces, como lo hace
Agamben, separar la potencia de la voluntad y oponerla a la
misma voluntad, suponiendo que la potencia excede la voluntad.
El exceso de la potencia sobre la voluntad se tiene sólo de la
identificación de la voluntad con la potentia ordinata. Ahora
bien, si esta identificación se verifica en Tomás de Aquino,
Buenaventura, Enrique de Gante, Ockham y Buridano, no se
verifica en Duns Escoto. La potencia está en el corazón de la
voluntad y no se la podría diferenciar ni oponer, ella es más
bien la diferencia inscrita en el corazón de la voluntad. No es
la potencia lo que excede la voluntad, sino la voluntad la que
se excede a sí misma. Pensar el exceso de la potencia sobre la
voluntad, es atenerse a la comprensión de la voluntad como
voluntad de la voluntad. [262]

SEGUNDA PARTE

LA INSCRIPCIÓN DEL INFINITO

«Incluso en una existencia limitada, el hombre puede


conocer una vida infinita, y la representación limitada de
la divinidad surgida para él de esta existencia puede,
también ella, ser infinita» /Hölderlin, De la religión.
[285]
I. LA DEDUCCIÓN DEL INFINITO

La racionalidad escotiana no es la de un entendimiento limitado


a lo finito y a su sucesión indefinida, es (más bien) la de una
voluntad y se manifiesta del modo más alto como potencia
absoluta. Ahora bien, la potencia absoluta – en Escoto – no es
disociable de la omnipotencia divina. Más precisamente, como lo
ha mostrado Randi, la potencia absoluta de Dios es omnipotencia.
Por otra parte, es en el examen de la potencia divina donde
Escoto sitúa su distinción de la potencia absoluta y de la
potencia ordenada. El Dios, en el cual revierte la omnipotencia
como potencia absoluta real, es entonces inasimilable tanto a un
primer motor desprovisto de voluntad como a un relojero dotado
de una voluntad de máquina calculadora: él es soberano en la
medida misma en que la soberanía significa aquí el despido
radical de toda sumisión a un orden, sea un orden dado o creado.
Esta soberanía divina, ni los filósofos ni los teólogos la han
pensado hasta este punto. Éstos últimos las más de las veces
sólo han tratado la voluntad como desprovista de toda potencia
absoluta real.
Ciertamente, propiamente hablando, la soberanía divina como
omnipotencia divina no es pensable estrictamente en los términos
de la filosofía. Es, nota Escoto, objeto de fe. La omnipotencia
divina en su dimensión auténtica, su dimensión teológica, escapa
radicalmente a la metafísica. Sin embargo la imposibilidad de
una deducción metafísica de la omnipotencia como tal y, por
tanto, de la libertad en su radicalidad, no impide la
posibilidad de una deducción metafísica de la potencia infinita.
La potencia infinita es en algún sentido el correspondiente
(fiador) metafísico de la omnipotencia como potencia absoluta
real. La potencia absoluta se manifiesta en [286] la metafísica
como potencia infinita. La figura de primer plano que representa
la infinidad en acto en Escoto es sí indisociable de la
presentación de Dios como soberano.
Se puede considerar que no es una casualidad si el pensador
de la potencia absoluta Dei como omnipotencia es también el
pensador del infinito en acto. El infinito en acto exige en
efecto ser comprendido como una implicación de la omnipotencia
y, por consiguiente, de la voluntad. (2) Es por lo que no se
puede sostener, como lo hace Gilson, que «la infinitud del Ser
primero no es en principio la de una voluntad o la de una
potencia, sino la de la esencia, y en esta esencia, de un
entendimiento rico de la infinidad de los inteligibles» (3),
porque Dios no es entendimiento sino en la medida en que es
voluntad. La formación de la voluntad, independientemente de la
distinción entre voluntad creada o increada, exige la
inscripción del infinito en acto. Las pruebas de la existencia
de un ser infinito en acto hacen que la libertad de la voluntad,
lo mismo la humana que la divina, sea la figura principal
(juegue el papel principal). La racionalidad de la voluntad se
presenta entonces como una racionalidad infinita y la lógica de
la voluntad se descubre como una lógica del infinito en acto,
rechazando los límites de lo finito como las repeticiones del
indefinido.

1. L libertad, `presupuesto de la infinitud

Nada muestra mejor cómo la infinitud en acto es una


implicación de la formación de la voluntad, que la deducción
por Escoto de la existencia de Dios en el Comentario a las
Sentencias. La prueba de la existencia de Dios es en efecto
prueba de la existencia de un ser infinito en acto ante todo.
Ahora bien, la deducción de la existencia de un ser infinito en
acto se presenta como le de la existencia de una potencia
infinita en acto. Por esta razón el primer esente es infinito en
acto en la medida en que es una potencia infinita y, por tanto,
una voluntad infinita.
No basta constatar, como lo hace Gilson, que “no se puede
establecer la existencia de un ser infinito sin probar, en el
curso de la demostración, que la primera causa eficiente está
dotada de entendimiento y de voluntad» (4), porque esto deja en
la oscuridad el sentido de esta exigencia. Ateniéndonos a tal
constatación, esto no es afrontar, más todavía que la
articulación de la infinitud y de la voluntad, la deducción de

la infinitud a partir de la voluntad. [287] 1


La posición del primer esente como voluntad y el
presupuesto de su infinitud en acto implican que el infinito en
acto no puede ser deducido más que desde la libertad. El primer
esente es visto ante todo como una primera causa eficiente. Es
decir, que su infinitud es la de un principio activo. Probar que
el primer esente existe en razón de esente infinito en acto, es
entonces probar la infinitud en acto de una causa eficiente en
el ejercicio mismo de su causalidad. El primero no puede, sin
embargo, ser una causa eficiente infinita en acto sino en la
medida en que es una causa libre. Como lo dice excelentemente
Landry, «la verdadera prueba de la infinitud divina es
proporcionada por el análisis de la causalidad divina; se la
puede formular así: una causa libre plenamente libre es
infinita. Ahora bien, Dios es plenamente libre, luego es
infinito» (5). La afirmación de la voluntad y, por tanto, de la
libertad como presupuesto de la prueba de la existencia de un
infinito en acto se traduce bien en efecto por el examen de la
causalidad divina ad extra como causalidad libre.
La causa primera no puede ser verdaderamente primera si no
es libre.Una causa no es. Sin embargo, libre si no tiene por
elemento fundamental el automovimiento completo, que supone la
exclusión de toda determinación condicionante. Estas
características no se encuentra más que en la voluntad, que no
está determinada a actuar ni por el entendimiento ni por el fin,
y que, sobre todo, tiene la capacidad de actuar de manera
contingente. Por eso la deducción de la infinitud en acto no va
sin una reducción de las ideas divinas, exigida – precisará
Escoto – por la afirmación teológica de la creación, reducción
que, poniendo las cosas en una proximidad a la nada, asegura una
contingencia radical de las cosas distintas de Dios, tanto en su
esencia como en su existencia.

a. La contingencia en el corazón de la causa primera

La prueba de la existencia de un esente infinito en acto exige


como preámbulo que este esente sea voluntad e intelecto. En su
demostración de la infinitud en acto de la potencia divina,
Enrique de Gante hacía ya intervenir la afirmación del carácter
intelectual y voluntario de la acción divina (6). Sin embargo
esto no aparecía como un preámbulo sistemático a la deducción de
la infinitud en acto. El argumento quedaba confinado en los
límites de la demostración de la infinitud de la potencia
divina, demostración distinta de la de la infinitud de Dios y de
la existencia de Dios. En Escoto la cosa procede de otro modo:
para pensar [288] la infinitud en acto de esente primero, para
poder poner su existencia, es preciso pensarlo previamente como
voluntad e intelecto. Él lo declara sin rodeos:
«Habiendo mostrado la existencia de las propiedades
relativas del esente primero, para mostrar luego la infinitud de
este primero y, por consiguiente, la existencia del esente
infinito, yo procedo de esta manera: yo muestro de principio que
el primer eficiente es inteligente y queriente» (7)

La infinidad en acto no puede resultar en el primer esente


sino a condición de que sea comprendido como voluntad. Se
objetará que Escoto no habla sólo de la voluntad, sino también
de entendimiento. La atribución del entendimiento al primer
esente es, de todos modos, una consecuencia de su comprensión
como voluntad. La voluntad es en sí misma voluntad pensante y a
título de voluntad pensante exige el conocimiento de su objeto.
Por eso pensar el primer esente como voluntad es también
pensarlo como entendimiento (8). Por el contrario lo inverso no
se sostiene: los filósofos, diría Escoto, teniendo ante la vista
a Aristóteles y sus comentarista de lengua árabe, han pensado
bien al primero como entendimiento, pero no lo han pensado como
voluntad. Ellos lo han pensado como causa necesaria, pero no lo
han pensado como causa contingente. Por eso no hay que
extrañarse de que la contingencia venga al primer plano en la
demostración de Duns Escoto.
Bastit hace notar justamente que para probar la existencia
de un infinito en acto, «Duns Escoto es llevado a dar a la
contingencia todo su papel» (9). Se objetará que la contingencia
interviene ante todo en la demostración de que Dios es voluntad,
y que Escoto adelanta para las exigencia de su demostración dos
pruebas distintas, una por al fin, la otra por la contingencia.
A esta objeción, hay que responder que es solamente a título de
voluntad por lo que el primer esente es infinito en acto y que
la prueba por el fin se remite implícitamente a la continencia
del querer divino.
Cuando Escoto hace valer el recurso al fin, esto
corresponde a una desfinalización radical puesto que ella es la
negación misma de toda finalidad natural. Esta negación de la
finalidad [289] va a la par con la posición del primero como
voluntad. ¿Qué dice efectivamente Escoto? Dice que
«todo agente natural precisamente considerado como tal actuará
por necesidad e igualmente, incluso si no
actuara por ningún otro fin que por sí mismo, pero sería un
agente independiente, Si él no actúa más que en razón del fin,
es porque depende de un agente que ama el fin. Tal es el primer
eficiente» (10).
La ordenación al fin, es decir, a un fin distinto que ellos
mismos, en los agentes naturales, no proviene de la naturaleza.
Con más precisión aun, no solamente no existen tendencia
inmanente al fin en toda voluntad, sino que no la hay en todo
agente natural. La sola tendencia que existe en los agentes
naturales es una tendencia hacia el fin propio, hacia su ser
propio en cuanto fin propio. No hay pues nada radicalmente
natural más que la tendencia de un agente natural hacia sí
mismo. Para probar la existencia de un primer esente que sea
causa primera, no su puede partir de la afirmación de que los
agentes naturales tienden espontáneamente hacia el fin. Si uno
se queda en esta afirmación, no se llegaría nunca a un primero.
El orden que hace que los agentes naturales obren en vistas de
un fin no es un orden natural sino un orden voluntario. Él tiene
su raíz en el amor del primero por un fin distinto de él mismo.
Este amor del primero no es asimilable a un deseo: no hay un
fin deseable en sí mismo que atraiga al primero. Al contrario,
el amor del primero no puede ser más que un acto de voluntad,
pues de lo contrario el primero sería determinado por una cosa
distinta y por lo mismo no podría parecer como una causa
primera. En otros términos, si hay una causa primera, esta causa
primera es una causa por sí misma, y en cuanto causa por sí
misma actúa por el fin, pero no puede ser causada o movida a
actuar por el fin, de lo contrario no sería justamente una causa
primera. El fin es de hecho establecido por el amor del primero
comprendido como acto voluntario. Los agentes naturales no
tienen, pues hacia el fin sino en cuanto ordenados
voluntariamente al fin por la causa primera. La finalización de
la acción del agente natural encuentra entonces su condición en
su dependencia respecto de la causa primera, comprendida como
voluntad que establece libremente el fin.
El fin no es dado, es puesto. Escoto lo indica [290]
implícitamente cuando muestra siguiendo la argumentación que si
el primer ama el fin, lo ama voluntariamente:
«Si el primer agente obra en razón del fin, el fin mueve al
primer eficiente, sea en tanto que es amado por un acto de
voluntad, sea en tanto que él es solamente amado naturalmente.
Si el fin es amado por un acto de voluntad, tenemos nuestro
propósito. Si se amado solo naturalmente, esto es falso, porque
el primero no ama naturalmente otro fin que él mismo y es como
lo grave que ama naturalmente el centro y como la materia que
ama naturalmente la forma» (11).
El amor del primero por el fin no es un amor natural, sino
un amor voluntario, porque el primero no ama naturalmente más
que a sí mismo, lo que, por otra parte no excluye que se ame
libremente. La diferencia de amor natural y de amor voluntario
no es asimilable aquí a la diferencia de libertad y naturaleza.
Como lo muestra la referencia a la materia y a lo grave, el amor
natural no es un acto y la naturaleza exige ser comprendida
ontológicamente. El amor natural no es otra cosa que la
inclinación de una naturaleza hacia su perfección propia,
inclinación que procede de esta naturaleza misma. El amor
natural es, pues, inmanente al esente. Por eso escoto precisa
que si el primer esente ama naturalmente un fin, este fin no
puede ser más que él mismo. (12). Él, en cuanto primero no puede
inclinar naturalmente hacia otro fin distinto de sí mismo. Si
ama otro fin distinto de sí mismo, esto no puede ser sino por un
acto de voluntad.
La diferencia del amor natural y del amor voluntario en su
articulación a la diferencia del fin intrínseco y del fin
extrínseco destruye toda teleología natural. Ella (la
diferencia) hace aparecer en efecto que no hay inclinación
natural del primer eficiente al fin. Dicho de otro modo, si el
primer eficiente se dirige a un fin distinto de sí mismo, ello
no es nunca en razón de una inclinación que procede de su
naturaleza, sino de un acto de elección. La relación del primer
al fin no tiene su raíz en su naturaleza, sino en su sola
voluntad: el fin es querido y no deseado por el primer
eficiente. Si el primer eficiente fuera una causa eficiente
natural, no podría en efecto dirigirse hacia un fin distinto de
sí mismo. Para que pueda dirigirse a un fin distinto de sí
mismo, [291] tiene que poner por un acto puro de amor y que sea,
por tanto voluntad. Esta volición del fin no puede entonces
reposar sobre una moción de la voluntad del primero por el fin,
porque el fin no puede nunca mover propiamente la voluntad (no
puede moverla más que metafóricamente), no más la voluntad
increada que la voluntad creada.
Libremente elegido por el primer eficiente, el fin es en
efecto establecido por él. De ello se sigue que cuando se parte
de la afirmación de que los agentes naturales aman el fin, no se
desemboca en un primer motor , sino más bien a una voluntad que
se relaciona voluntaria y libremente con el fin, tanto más que
este fin es establecido por la voluntad. La relación de la
voluntad primera al fin es a la vez una relación libre y
contingente puesto que no tiene su raíz en la naturaleza del
primero, y por consiguiente no puede jamás revestir el aspecto
de la necesidad ontológica.
La dimensión contingente del querer divino ad extra es
sobre lo que sobre todo insiste Escoto en su preámbulo a la
prueba de la existencia de un infinito en acto. Una objeción
contra la infinitud en acto del primer sostiene que si el
primero fuera infinito en acto, no habría mal en el mundo. Por
razón de su potencia infinita, el primero destruiría todo lo que
le es contrario. Por ser infinitamente bueno, la existencia del
mal sería incompatible con su bondad. Evacuar la existencia del
mal es evacuar la contingencia: si el primer esente fuera
infinito en acto, si tuviera una potencia infinita en acto, todo
sería necesario y acontecería necesariamente en el mundo, puesto
que él es también necesario, La existencia de Dios como esente
infinito no es pues sostenible, según esta objeción, pues la
existencia del mal y, por tanto, de la contingencia, son
innegables. La respuesta a este afirmación de la
incompatibilidad de la infinitud y de la contingencia encuentra
su condición en la demostración de la contingencia del querer
divino. Esta demostración es, no obstante, propuesta ante todo
como prueba de la existencia del primer eficiente como voluntad.
La importancia de esta prueba reside en la nueva comprensión de
la contingencia que proporciona. Cuando infiere de la
continencia que el primero es voluntad, Escoto no parte del
hecho de que hay esentes contingentes, sino del hecho de que hay
una causalidad contingente. El declara en efecto:
«Alguna cosa es causada de manera contingente; la primer causa
causa, pues, de manera contingente, causa, pues
voluntariamente». (13) [292]
Escoto introduce la contingencia en el corazón de la causa
primera , pero sin arruinar la perfección de esta causa, puesto
que él no considera ya la contingencia como señal de una
imperfección, de un defecto del ser. En efecto, sostener que la
primera causa eficiente causa de manera contingente, es decir
que la contingencia proviene directamente de la causa primera y
no de las causas segundas. Es también decir que la contingencia
no está solamente de parte de lo creado. Escoto mide el alcance
de su comprensión de la contingencia cuando exclama:
«Yo declaro que no llamo aquí contingente todo lo que es no
necesario o todo lo que no existe siempre, sino aquello cuyo
opuesto puede ocurrir cuando él ocurre; es por lo que yo digo
que “alguna cosa es causada de manera contingente” y no “alguna
cosa es contingente”». (14).
El contingente no es ya comprendido de manera tradicional
en el sentido de no necesario o de no eterno. NO lleva ya la
marca de una imperfección metafísica, puesto que yo esta ya
encerrado, como lo sigue siendo por ejemplo en Tomás de Aquino,
en la distinción de superior e inferior.
La contingencia no puede ya corresponder a una degradación
de la presencia constante en una presencia corruptible, a una
deficiencia de ser. Ella no se comprende ya en término de ser,
sino de acontecer. No significa entonces el estatuto ontológico
de cosas inferiores, sino el modo como un acontecimiento acaece.
Es por lo que Escoto, a diferencia de Tomás de Aquino, puede
abordar la contingencia sin atenerse a la pareja conceptual
forma-materia heredada de Aristóteles. La contingencia no es
cósica, de modo que no puede ser atribuida a la materia o a la
imposibilidad de la forma o todavía a la distinción, en el ser
contingente, de esencia y existencia.
La definición escotiana de la continencia no concierne a
naturalezas metafísicas, a sustancias, sino a un suceso:
aquello cuyo opuesto puede siempre suceder cuando tiene lugar un
acontecimiento. Este suceso escapa radicalmente al principio de
contradicción, puesto que hay contingencia en el hecho de que en
el momento mismo en que se produce un evento, el opuesto puede
siempre producirse. La concepción escotiana de la contingencia
verifica admirablemente la declaración de Aubenque según la cual
la contingencia implica una suspensión del principio de
contradicción (15). [293]. El acontece nos reconduce
esencialmente a una actividad, como lo muestra la referencia a
la causalidad: el suceso es contingente porque procede de una
actividad contingente, la de una voluntad libre.
La contingencia no es nunca negada por la efectividad, como
lo es en Tomás de Aquino; por el contrario es constantemente
preservada, irreductible a la nada de posibilidades nacidas-
muertas, puesto que ella es en principio contingencia de una
causalidad y no contingencia de una cosa. La contingencia se
presenta en principio como causación contingente: ella supone
una causa actuando de manera contingente que responde de ello.
No puede provenir entonces de una forma de a-causalidad y no
pude, por tanto, ser atribuida al azar o a la fortuna. Procede
la causalidad de una causa eficiente, que no puede ser sino una
causa primera actuando libremente, es decir, de una voluntad. La
contingencia no puede, pues, atribuirse a las causas segundas o
al movimiento. Atribuir la contingencia a las causas segundas,
es además atribuirla al movimiento y abordarla físicamente como
lo muestra la posición de Tomás de Aquino, que Escoto considera
explícitamente tanto en la distinción 2 como en la distinción 39
del primer libro del Comentario a las Sentencias.
Cuando aborda la cuestión del conocimiento divino de los
futuros contingentes en la Suma teológica, Tomás sostiene que
la contingencia de un efecto no procede directamente de la causa
primer sino de las causas segundas. El efecto contingente tiene
el estatuto de efecto lejano de la causa primera, que actúa
siempre necesariamente y no puede tener un efecto próximo que no
sea necesario. La contingencia del efecto proviene entonces de
las causas que le son más próximas, que no pueden ser sino las
causas segundas, porque “incluso si la causa lejana es
necesaria, el efecto puede ser contingente por el hecho de la
causa próxima si ésta es contingente” (16). Hablando de la
contingencia d los cuerpos inferiores en la Suma contra los
Gentiles, Tomás de Aquino precisa que ella no es atribuible a
sus causas lejanas, los movimiento celestes, sino a sus causas
próximas, las “virtudes activas y pasivas de los seres
inferiores, que no son causas necesarias sino contingentes,
susceptibles a veces de deficiencia” (17). La contingencia no
concierne aquí a la totalidad de los seres credos sino a los
seres inferiores. Es por eso la señal de una imperfección
radical: son entregados a la contingencia , los esentes los más
alejados de la causa primera. Esta contingencia es directamente
función de la materia o de la impotencia de la forma para
dominar la materia. Con otras palabras, cuando más crece la
distancia ontológica entre la causa primera y sus efectos,
[294], más se inscribe sobre el esente la marca de la
materialidad , más reina la contingencia. Tomás de Aquino puede
entonces sostener que efectos últimos pueden “producirse de una
manera contingente a parte de causas primeras necesarias” (18)
atribuyendo la contingencia a causas segundas deficientes y
preservando con ello la necesidad y la perfección de las causas
primeras. Por eso rehúsa introducir la contingencia en el
corazón de la causa primera, porque la contingencia no le
presenta más que como deficiencia en el ser y en el obrar,
incompatible con la causa primera. La cosa es completamente
distinta en Escoto, que arranca la contingencia de su marcaje
ontológico y puede consiguientemente denunciar la inconsecuencia
de una posición que se niega a introducir la contingencia en
Dios.
La contingencia que caracteriza un acontecimiento y al que
su opuesto podría siempre tener lugar en el mismo momento,
proviene enteramente del proceso causal que comanda este
acontecimiento; en este sentido, ella no depende ya de una
deficiencia ontológica. Hay contingente porque hay causas cuya
actividad es contingente. Una causa contingente no se presenta
ya como una causa interior, imperfecta, marcada por la
materialidad.
Una causa contingente en el sentido de Escoto.es
exclusivamente una causa que puede producir o abstenerse de
producir un efecto. Entonces ya no hay razón que pida restringir
la causalidad contingente a las causas segundas. Aun más
precisamente, es inconsecuente atribuir la sola causalidad
contingente a las causas segundas, porque esto sería destruir el
orden esencial de las causas. La relación de anterioridad-
posterioridad de las causas concierne precisamente al modo de su
causalidad, en el sentido de que la causa primera gobierna las
causas segundas en la causalidad de las mismas. En un orden
causal, lo que viene a primer plano no es la naturaleza
metafísica de las causas, su distancia o su proximidad respecto
de la materia, sino exclusivamente la manera en que se efectúa
la causación. Las causas segundas se dicen segundas porque el
ejercicio de su causalidad depende enteramente del de la causa
primera. En un orden esencial de causas estructurado pro la
relación de anterioridad-posterioridad, el modo de causalidad
des las causas segundas debe ser idéntico al de la causa
primera, de lo contrario no habría orden esencial. Parece, pues,
insostenible afirmar que las causas segundas causan de manera
contingente cuando la causa primer causa de manera necesaria.
Puesto que según el orden esencial de las causas, las causas
segundas son movidas por la causa primera, resulta que si la
causa primera causa [295] necesariamente, las causas segundas
causarán también necesariamente. En este caso, toda causalidad
contingente desaparece y la contingencia es entonces imposible.
Escoto precisa en la distinción 39 de la Lectura que “todo el
orden de las causas en movimiento será necesario, y por
consiguiente las causas no podrían producir ningún efecto
contingente” (19).
La existencia de la contingencia, su atestación que nada
puede impedir – porque declara brutalmente Escoto “que aquellos
que niegan que haya un ser contingente, sean expuestos a la
tortura hasta que concedan que les es posible no ser torturados»
(20) - ??? exige poner que la causa primera causa de manera
contingente. Según el orden esencial, en efecto, las causas
segundas no pueden causar de manera contingente sino si la causa
primera causa de manera contingente (21). La extrema fidelidad a
la contingencia exige introducir la causalidad contingente en el
corazón de la causa primera como lo dice en la distinción 39 del
primer libro de la Lectura:
«Si hay contingencia en las cosas, es necesario, sea que la
causa primera mueva de manera contingente la causa segunda, sea
que ella mueva de manera contingente el efecto, de suerte que la
contingencia proviene de la acción de la causa primera» (22).
No hay contingencia sino porque la causa primera causa de
manera contingente ad extra todo lo que ella puede causar. La
contingencia es aquí total, afecta a la totalidad de todos lo
que no es el primer esente, o, en lenguaje teológico, la
totalidad del creado. Esta continencia total que tiene su raíz
en la causalidad contingente de la primer causa, escapa a la
maldición metafísica que la afligía: ella no es ya la marca de
esa cuasi nulidad ontológica que el pensamiento metafísico se
encarnizaba en atribuir a las cosas inferiores. En la Lectura,
Escoto precisa todavía, se pudiera decir irónicamente, que los
que se niegan a introducir la contingencia en el corazón de la
causa primera – porque sería contradictorio que un esente
necesario cause de manera contingente – no llegan a evitar la
contradicción que pretenden evitar. Para no poner la
contradicción en la causa primera, la ponen implícitamente en el
efecto último. En la medida en que este depende a la vez de una
causa primera necesaria y de causas segundas contingentes, el
efecto no podría ser dicho contingente, sino que debería mas
[296] bien recibir los predicados contradictorios que son
necesario y contingente (23). No habría, por otra parte,
contradicción en concebir la causa primera come una causa
actuando de manera contingente, más que si ella es comprendida
exclusivamente a modo de un primer motor, es decir siguiendo el
hilo conductor del movimiento. Ahora bien, Escoto niega
implícitamente esta comprensión de la causa primera como primer
motor cuando rechaza el atribuir la causa de la contingencia al
movimiento, como lo hace una objeción de remite a Aristóteles.
El recurso al movimiento, responde Escoto, no puede salvar
la contingencia. Si el movimiento es en su totalidad necesario
en la medida en que procede necesariamente de su causa, como lo
pretende la objeción, se impone la conclusión de que nada puede
suceder de modo contingente. Según la objeción, si el movimiento
comprendido como un todo es necesario, la contingencia se sigue
de sus partes. Esto supondría de todos modos que cada parte del
movimiento sea el misma causada de manera contingente. Ahora
bien, puesto que el movimiento como totalidad procede
necesariamente de su motor, se sigue lo mismo para cada una de
sus partes.: casa parte es causada necesariamente y causa
necesariamente. La única manera de salvar la contingencia es
atribuirla a la causa primera misma, pero no se puede tratar mas
que de una causa primera irreductible a un primer motor o a un
primer intelecto puro. Atribuir la continencia a una causa
primera , es ponerla como voluntad, porque sólo la voluntad
puede presentarse como una causas causando de manera contingente.
Introduciendo la contingencia en la causa primera y
poniendo radicalmente este contingencia como suspensión del
principio de contradicción, Escoto no puede, en razón de la
diferencia de la naturaleza y de la voluntad, considerar la
causa primera como un agente natural. Este es siempre
enteramente determinado por su acción, su causalidad es una
causalidad condicionada y a este título necesaria de necesidad
natural. Lo que es causado por el agente natural no es nunca
evitable, nunca es tal que su opuesto pueda suceder al mismo
tiempo. Y de ello resulta que:
«Sólo la voluntad o algo que acompañe la voluntad podrá ser
principio de una acción contingente, porque cualquier otro
agente obra por necesidad de naturaleza y no de manera
contingente» (24) [297]
Si la causa primera no es una voluntad, no habría ninguna
contingencia, porque la contingencia dice ante todo el modo de
un suceso. Dicho de otro modo, si la causa primer se confunda
don un entendimiento sin voluntad o todavía, lo que viene a ser
lo mismo, no tiene como voluntad más que un apetito intelectual,
todo será necesario en el mundo, puesto que el entendimiento es
en sí un agente natural. Duns Escoto lo decía ya explícitamente
en la distinción 39 de la Lectura cuando rehusaba poner la raíz
de la contingencia en el entendimiento divino: “ Esta
contingencia no es de parte de la entendimiento divino en cuanto
que muestra alguna cosa a la voluntad, porque todo lo que él
conoce antes del acto de voluntad, lo conoce necesariamente y
naturalmente, de suerte que aquí no hay continencia respecto de
los opuestos” (25).
Esta oposición a poner la raíz de la contingencia en el
entendimiento divino justifica el negarse a considerar la
ciencia divina como una especie de ciencia práctica. En esto se
manifiesta de manera notable , como lo había visto ya Hannah
Arent, el papel central de la contingencia en la trayectoria de
Duns Escoto. (26). Es a nombre de la contingencia misma como
Duns Escoto excluye la idea de una ciencia práctica divina. Lo
propio de una ciencia práctica es enunciar lo que exige ser
ejecutado. Una ciencia práctica no es nunca solamente ostensiva,
sino siempre directiva. Suponer en Dios una ciencia directiva,
sería negar la contingencia y negar que la voluntad divina sea
una voluntad buena. Si hubiera una ciencia práctica divina, o la
voluntad divina quería necesariamente lo que ella dicta, o que
no lo querría necesariamente. En el primer caso la voluntad se
reduciría a un apetito intelectual sin libertad, puesto que su
querer sería necesitado de parte del entendimiento; ella querría
por necesidad natural y por lo mismo toda contingencia sería
destruida (como sería destruida la voluntad misma). En el
segundo caso, oponiéndose al dictamen del entendimiento, la
libertad del primer (esente) salvaría la contingencia, pero al
precie de confundirse con una voluntad malvada. La contingencia
tendría como origen una voluntad malvada, diabólica se podría
decir, y sería indisociable del mal, figura que no deja de
evocar el gnosticismo (27). No puede haber, pues contingencia a
menos que la causa primera sea una causa libre, una causa
incondicionada y por ello absoluta. Ahora bien, no puede ser una
causa incondicionada si no es una voluntad.
El primer esente en Duns Escoto no es voluntad porque es
entendimiento, es entendimiento porque es voluntad. La voluntad
del primer [298] esente está liberada no solamente de todo
condicionamiento por el fin, está liberada también de todo
condicionamiento por el intelecto. Sola la voluntad, porque es
ella, en su esencia misma, libre y exenta del principio de
contradicción, puede ser la fuente de una contingencia que no es
ni degradación, ni deficiencia ontológica, sino acontecimiento.
Este acontecimiento es ontológicamente frágil, puesto que queda
siempre en el orden de un poder ser. Entonces preservar la
contingencia es preservar la fragilidad de un acontecimiento y
no endurecerlo en un proceso inevitable. El acontecimiento
contingente supone que en el momento mismo en que sucede, podría
perfectamente no producirse. Por eso lo que sucede de manera
contingente sucede siempre provisoriamente, en el sentido de que
su dimensión de sucedido sigue sin nunca poder fiarse en un
depósito, en una sustancia. La contingencia queda siempre en el
orden del posible existencial. La continencia corresponde a la
vez a la suspensión del principio de contradicción y a una
suspensión de la sucesión, y esta suspensión es la de un actuar
que se desliga de la continuidad de un seguimiento y del orden.
A la cuestión: ¿cómo la voluntad divina es causa de la
contingencia? La Lectura responde de manera explícita. La
voluntad divina es causa de la contingencia porque:
«Por una volición única ella quiere en la eternidad que la
piedra sea y puede en la eternidad querer que la piedra no sea
o no querer que la piedra sea, de suerte que la voluntad divina
en tanto que es operativa en el interior, y así anterior al
efecto, puede producir y no producir el objeto» Unica volitione
vult in aeternitate lapidem esse et potest in aeternitate velle
lapidem non esse vel potest nolle lapidem esse, ita quod
voluntas divina in quantum est operativa ad intra, et sic prior
effectu, potest producere et non producere obiectum. Lectura I
d.39, q.1-5, 54; T XVII, p. 497.
Sola la voluntad divina puede ser la fuente de la
contingencia en el mundo, porque sólo el querer es
originariamente contingente. El querer solo tiene la
contingencia como modo, porque en el mismo instante de
naturaleza y no sucesivamente, la voluntad puede querer poner
una cosa en el ser y querer no ponerla en el ser. La causa
primera no puede ser, por tanto, más que una voluntad porque
produciendo lo contingente, puede excluir toda necesidad
natural, toda sucesión, todo condicionamiento y toda sumisión al
principio de no contradicción. La causación contingente es
entonces una causación absoluta y no puede tener más que una
causa absoluta, la voluntad. La contingencia tiene su raíz,
pues, [299] en el primer (esente) comprendido como el absoluto
en la medida en que no es ni primer motor, ni intelecto puro,
sino voluntad. La existencia innegable de la contingencia exige
poner el primer esente como voluntad. Esta exigencia tiene una
dimensión directamente teológica e incluso un motivo teológico
como lo muestra el texto de la distinción 39 de la Ordinatio
donde Escoto exclama:
«Digo [...] que ninguna causación de cualquier causa puede
salvar la contingencia, a menos de poner que la primera causa
causa inmediatamente de manera contingente, poniendo una
causalidad perfecta en la primer causa, como lo hacen los
católicos» (29).
No puede ser sólo un motivo metafísico el que recomienda la
comprensión del primer (esente) como voluntad. Más bien Escoto
da a entender aquí que si los filósofos no han sabido llegar a
una primer causa actuando de manera contingente, es porque eran
extraños a la fe católica. Por esto mismo, se podría decir que
lo que es excusable en los filósofos no lo es en absoluto en
los católicos. Escoto ataca aquí implícitamente a los católicos
que, en vez de acogerse a la fe, se acogen a la filosofía y
producen es monstruos teológico que es un Dios actuando
necesariamente ad extra (30). Un tal Dios no puede ser una
voluntad y no siendo una voluntad no puede ser propiamente
infinito en acto. El pasaje de la distinción 39 de la Ordinatio
hace explícitamente referencia a la omnipotencia divina que es
esta causalidad inmediata perfecta de la que habla Escoto,
causalidad que no es concebible sino como una causalidad
contingente. Dicho de otro modo, es como potencia absoluta como
el primer esente se va a revelar infinito en acto y la potencia
absoluta no es posible sin la contingencia del querer. La
contingencia del querer divino es entonces el presupuesto de la
infinitud en acto de un Dios que es fundamentalmente voluntad
infinita y que no es infinito más que porque él es voluntad.

b. La reducción de la ideas en Dios


Introducir la contingencia en el corazón de la causa primera y
así establecerla como voluntad lleva a Escoto a una nueva
elaboración de la cuestión de las ideas en Dios. Esta nueva
elaboración es una verdadera [300] reducción de las ideas. Las
ideas son reducidas en cuando que se les niega todo ser
positivo: no son admitidas en Dios sino a condición de no tener
ninguna consistencia ontológica. No se puede ignorar aquí la
libertad que se toma Escoto, en el Tratado del primer principio
respecto de las doctrina de las ideas en Dios. Declara en efecto:
«Se dicen muchas cosas acerca de las ideas; si no se hubiera
dicho nunca nada e incluso si las ideas no se hubieran nombrada
nunca, no se sabría menos en el objeto de tu perfección. Lo que
está bien establecido, porque su esencia es la perfecta razón de
conocer todo lo conocible bajo la razón de conocible: lo llame
“idea” quien quiera; aquí yo no intento detenerme sobre esta
palabra griega y platónica» (31).
Escoto da por conluida aquí la dterminación tradicional de
la idea. No se presenta ya como la razón del conocimiento divino
de las cosas distintas de Dios, siendo la esencia divina misma
esta razón, ni como el principio de la generación de las mismas.
Es solamente lo conocible, objeto segundo de la intelección
divina, cuyo objeto primero es la esencia divina misma (32), y a
título de conocible no tiene otro estatuto que el de esse
cognitum.
La reducción de las ideas divinas al ser conocido encuentra
su motivo explícito en la preservación de la creación. Ella
lleva a negarles el estatuto de esse essentiae que les concedía
Enrique de Gante. Como hace notar Courtine, «Si Escoto rechaza
la idea de un esse essentiae propio de la esencia o naturaleza
considerada en sí, no solamente antes de la efectuación divina –
pero todavía antes de todo conocimiento o ciencia que Dios
podría tomar de ello, es en principio que una tal independencia
ontológica comprometería inmediatamente la tesis de una creatio
ex nihilo» (33). Pero no es solamente el reconocimiento de Dios
como creador, sino también la afirmación de que sólo él es el
ser necesario, lo que exige que las ideas en Dios no tengan ser
verdadero. «Pero ninguna cosa distinta de Dios es tan
formalmente necesaria como Dios», afirma claramente Escoto en la
Ordinatio (34). Y en la distinción 36, esta negativa a conceder
a las ideas el ser necesario es explícitamente articulada al
querer, porque «la voluntad no quiere más necesariamente “la
cosa distinta de sí“ en el ser quiditativo de lo que la quiere
en el ser de la existencia» ( 35). De todas maneras, la
preservación de la creación y la preservación de la
[301]contingencia van a la par, puesto que la creación es el
acto de una voluntad contingente a la que no se puede imponer
ninguna necesidad.
Reconocer a las ideas en Dios un ser verdadero que no
podría ser más que necesario, sería a la vez negar la creación,
negar la contingencia y negar la libertad de Dios ad extra. La
reducción de la ideas, que va hasta asignarles un estatuto de
nulidad ontológica, es entonces una implicación de la formación
de la voluntad. La formación de la voluntad como voluntad exige
que se acentúe lo más radicalmente posible la ruptura la ruptura
con l tesis tradicional de la presencia de las ideas en Dios,
tesis que de una manera o de otra mantenía la asimilación de
Dios creador al demiurgo griego. Reducir las ideas, es efecto
cesar de abordar la creación según el modelo griego de la
producción prescindiendo del ejemplarismo divino – comprendido
bajo la forma renovada que recibe en Enrique de Gante.
La referencia a las ideas tiene su raíz, como lo ha
mostrado Heidegger, en una interpretación del producir. La
producción constituye el hilo conductor de la determinación de
la realitas en término de idea. Heidegger escribe que «la cosa
que es producida con la mirada fija sobre la evidencia
anticipada de lo que se va a formar, a forjar. Esta evidencia
anticipada, esta vista previa de la cosa, es lo que los Griegos
entendían ontológicamente con los términos de eidos y de idea.
La configuración, lo que toma forma según un modelo es, como
tal, una copia del original» (36). Cuando la creación se piensa
según el modelo griego de la producción, el esente creado es
determinado como copia del modelo situado en el entendimiento
divino, modelo que no es otra cosa que la idea . Dios mismo se
presenta entonces como artesano o arquitecto del mundo.
La comprensión del Dios creador como arquitecto de la casa
del mundo es explícita en Tomás de Aquino que justifica la
presencia de las ideas en Dios refiriéndose al comportamiento
productor. Las ideas de las cosas están en el entendimiento
divino como «en el espíritu del constructor, la forma de la
casa es cierta cosa que él conoce, y a su semejanza como él dará
forma a la casa en la materia» (37). Dios construye el mundo
según la semejanza de las ideas sitas en su intelecto como el
arquitecto construye la casa. La cuestión 44 afirmará que Dios
es causa ejemplar porque «un modelo es necesario para la
producción de una cosa a fin que de reciba una forma
determinada. En efecto, el artesano produce en la materia una
forma determinada a causa del modelo que él observa» (38). Hay
en la Suma teológica una doble [302] determinación de la idea, a
saber, como ratio y exemplar: Las idea divinas con se una parte
las razones formales de las cosas y de otra parte las exemplata,
los modelos de las cosas creadas. Remitiéndose a Platón, Tomás
de Aquino justifica esta doble determinación de la idea
diferenciando en Dios un saber puramente especulativo y un saber
práctico. Declara en efecto: «Según que la idea es un principio
formador de las cosas, se puede decir que es un modelo, y
concierne entonces a la conocimiento práctico. Según que es un
principio de conocimiento, se la llama propiamente razón formal
y puede mismo concernir al conocimiento especulativo» (39). Como
razón formal, la idea concierne a todas las cosas que son
conocidas por Dios, sean o no creadas. Como modelo, sólo
concierne a las cosas creadas. Por tanto En Dios no hay modelo
de las cosas no creadas, no hay más que una razón formal.
Entendida en relación al saber práctico divino, la criatura es
sólo miméticamente: ella es una copia y fundamentalmente una
copia de la esencia divina. Es que originariamente la idea es la
esencia divina, sea a título de razón formal, sea a título de
exemplar. (40) Más precisamente, la idea es la esencia divina
misma conocida por Dios como imitable y participable por las
cosas. Esto no implica relación alguna real de Dios a lo que no
es él, ni siquiera un visión vuelta hacia fuera. Todo se cumple
en Dios de tal suerte que se puede afirmar que existe «una
avanzada de la esencia de Dios en un exterior a ella misma que
reside en esta esencia misma» (41). El conocimiento divino en sí
incluye en efecto inmediatamente el conocimiento divino de lo
distinto de él. La multiplicidad de las ideas o razones formales
procede sin embargo de una reflexión divina. La idea de la cosa
es generada por una reflexión de Dios sobre sí mismo como lo
indica claramente la cuestión 15 donde Tomás de Aquino declara
que «no solamente Dios conoce la multitud de las cosas por su
esencia, sino que conoce que las conoce así. Esto viene a decir
que conoce una pluralidad de razones de las cosas, o todavía que
hay en su entendimiento una pluralidad de ideas conocidas» (42).
La idea así comprendida no precede al conocimiento que Dios
tiene de la misma, es contemporánea de este mismo conocimiento.
Lo que precede ontológicamente a las ideas de las cosas, es la
idea como esencia divina, es decir la idea como configuración
original de esencia divina que se da a conocer a Dios mismo.,
como imitable y participable. Así las criaturas presuponen bien
las ideas como modelos (exemplata), pero las ideas como modelos
no son presupuestas por el conocimiento práctico, más bien
surgen [303] del saber práctico divino y derivan de la esencia
divina como modelo originario, exemplar. Las ideas en Dios
articulan lo exterior, las criaturas, en el “interior”, la
esencia divina... [304]...

_306... Concebida como producción, la creación supone un


preexistencia ejemplar de las esencia en Dios. Lo que aparece
entonces en primer plano es la distinción de la cosa como cosa
pensada (res a reor, reoris) y cosa verdadera (res a ratitudine)
(48). Ella no tiene de ella misma más que una existencia
conceptual y a este título la res a reor designa la cosa
pensable, sea apta o no a ser producida (49). Se diferencia en
res ficta y en res a ratitudine. La res ficta es la “res
absolute a reor reoris”, ella no tiene modelo en Dios y por lo
mismo no tiene nada distinto de la nada, porque “lo que no tiene
una tal razón ejemplar en Dios es una pura nada, en naturaleza y
en esencia – y lo que no es una cosa que cae en una categoría,
ni alguna cosa de posible que podría llegar a ser efectivamente
porque Dios no puede hacer nada efectivamente si ello no tiene
en él razón ejemplar” (50). L res a ratitudine es la cosa tal
que se deja ratificar por el pensamiento que encuentra en ella
un esente susceptible de existir fuera del alma. La cosa tal que
es concebida por Dios, y tal que se presenta idealmente en Dios,
es la res a ratitudine. Es por tanto res a ratitudine, cosa
verdadera, teniendo una consistencia ontológica, lo que tiene un
ser de esencia porque tiene un exemplatum en el intelecto
divino. Lo que posee un tal modelo, una razón ejemplar en el
entendimiento divino aparece por eso mismo como producible o
como creable, incluso si no es efectivamente producido o creado.
El objeto terminativo de la intelección divina no es pues una
ficción, sino una cosa verdadera y factible, sin lo cual el
conocimiento divino no sería un conocimiento real. No se puede,
pues, sostener con Marion que por el esse essentiae Enrique de
Gante habría podido entender “una no-contradicción, posibilidad
lógica positiva, por tanto identidad entre dos términos de la
definición o de la predicación” (51). Si la cosa fuera así el
exemplatum no se diferenciaría de la res a reor y podría incluso
confundirse con [306] la res ficta. Esto sería completamente
incompatible con el ejemplarismo divino.
Para que haya ejemplarismo, y tal ejemplarismo se encuentra
abiertamente en Enrique de Gante, es necesario que la cosa
concebida por Dios y existente a título de idea en su
entendimiento tenga una consistencia ontológica. El ejemplarismo
supone claramente la presencia de la cosa como cosa
anteriormente a su creación. Puesto que la cosa creada se queda
en una copia, según Enrique de Gante, no puede ser propiamente
una copia si no deriva de un modelo que, para ser modelo, debe
distinguirse de la ficción. En otras palabras, hablar de la
criatura como copia, es decir que la cosa es antes de la cosa,
que la cosa se precede a sí misma como cosa. Esta precedencia de
la cosa a sí misma , esto es lo que aparece inadmisible a
Escoto, Si la cosa se precede a ella misma, puede haber una
producción como reproducción, pero no puede haber creación,
tanto más que la creación es acontecimiento de lo nuevo, de lo
que no ha existido nunca todavía. Puesto que la creación es
advenimiento de los nuevo y en cuanto tal acontecimiento, acto
libre y contingente, exige la liberación completa del
ejemplarismo... [307]
...... ¿Hay que llegar, por tanto, a la negación completa de la
presencia de las ideas en Dios para preservar el acto creador y
su novedad? Escoto no llega tan lejos. Su camino le conduce, sin
embargo, a negar toda consistencia ontológica a las ideas en
Dios suprimiendo la doble determinación de la ideo como ratio y
exemplar y dando a la idea sólo el titulo de objeto segundo de
la intelección divina.

La cosa en la eternidad de que habla Enrique de Gante y de


la que habla todavía Escoto no es otra cosa que la idea. Antes
de la creación, la cosa está presente bajo el modo de idea. ¿Se
trata por tanto de una presencia verdadera? No se puede tratar
más que de una cuasi-presencia, ya que la cosa en la eternidad
no puede poseer ni el ser de la esencia ni el de la existencia.
¿Cuál es entonces el estatuto de la cosa si no puede poseer ni
el ser de la esencia ni el de la existencia antes de la
creación? Posee sólo en el entendimiento un ser disminuido (esse
diminutum):
«La cosa por la eternidad no posee el ser verdadero de
esencia y de existencia, sino que funda una relación ideal según
el ser disminuido que tiene por la eternidad, que es el ser
verdadero distinto del ser de esencia y de existencia, como es
manifiesto según Metafísica VI» (53).
Este ser disminuido ha que entenderlo sólo como “ser de
intelección, o ser ejemplar, o ser conocido, o ser representado”
(54). La cosa en la eternidad no posee, pues, más que el ser
conocido o el ser representado. Ella no puede poseer ni el ser
de esencia ni el ser de existencia. Es que en efecto la
diferenciación del ser de esencia y de existencia no concierne
más que al ens extra animam, el esente efectivo. No puede valer
para el ens in anima, el ser solamente pensado o conocido que,
en cuanto tal, no pose ninguna realidad, puesto que no posee
ninguna efectividad. El ser conocido no puede nunca confundirse
con el ser de esencia y no puede, por tanto, presentarse nunca
como esse simpliciter (55). A las ideas divinas en el intelecto
divino, todo lo divinas que sean, no les puede corresponder más
que un ser conocido distinto del ser de esencia, porque la cosa
no recibe el ser de esencia más que de la operación voluntaria
de la creación.
O es el entendimiento divino el que confiere a las cosas su
ser de esencia, es la voluntad sola. La voluntad divina es, en
cuanto tal voluntad creadora, la única fuente del ser verdadero
de las cosas. Antes [308] de que ella intervenga, las cosas no
pueden tener ningún ser verdadero. Esto es lo mismo en el
entendimiento divino que en el entendimiento humano. La sola
diferencia entre la idea divina y la idea humana reside en que
el entendimiento humano es dependiente de las cosas creadas,
porque es movido por ellas a la intelección, mientras que el
entendimiento divino es totalmente independiente, ya que no le
puede mover cosa distinta de la esencia divina. Por lo demás el
correlato de esto es que sólo la esencia divina es propiamente
el principio del conocimiento divino de las cosas.
Escoto abandona radicalmente la comprensión de la idea como
ratio del conocimiento divino de las cosas, porque si fuera así,
habría que conceder a las ideas un ser verdadero que sería un
ser necesario como el de Dios. Esto sería hacer depender la
intelección divina de las ideas, negar la soberana independencia
de Dio, rebajar a Dios, incluso destruir su singularidad, puesto
que él solo puede ser necesario. La idea divina no se presenta,
pues, en Escoto, sino como el objeto conocido tal que está
presente en el Creador de una manera inteligible según su ser
inteligible. Ahora bien este ser inteligible demanda ser
comprendido como un nihil según las estrictas implicaciones de
la creación.

c. La cosa y la nada

La reducción de las ideas al esse cognitum conduce a una forma


de anulación (reducción a la nada) de la cosa tal como se halla
en la eternidad. En sentido estricto la cosa en la eternidad no
es: no tiene ni el ser de esencia ni el ser de existencia. Es
ontológicamente una nada.. La creación no puede en efecto
suponer que cosas tengan un ser verdadero antes de ser creadas.
Escoto establece rigurosamente contra Enrique de Gante:
«Antes de ser creada, la cosa (por ejemplo el hombre) es
una nada, no por una repugnancia de lo positivo a lo positivo,
ni por la repugnancia que ella tiene frente a su opuesto que es
nada, es decir por una repugnancia frente a alguna cosa, sino en
razón de la privación de lo que da el ser» (56).
La cosa presente en el entendimiento divino en su ser
conocido, antes de la creación, no es nada. Se puede intentar
reducir el alcance de esta afirmación sosteniendo, que, a pesar
de todo, la cosa conocida tiene cuando [309] mismo (aun cuando)?
Un ser en el entendimiento divino. Es lo que hace Gilson cuando
declara que “la idea no es de sí ni una existencia ni una
esencia; no es, pues, en ningún sentido una realidad actual,
pero a título de objeto del entendimiento, ella no es nada”
(57). Queda que la idea es ontológicamente nada y que no puede
tener más que un ser facticio (falso, postizo?) por así decirlo.
El ser disminuido que es el ser conocido es sólo un ser secundum
quid, un ser relativo, explica Escoto. Incluso si el
entendimiento divino mira hacia un ser absoluto, sigue siendo
verdad que el ser que ella entiende no es un ser absoluto sino
un ser relativo a la intelección misma. Dicho de otro modo, el
ser de lo conocido en Dios no es más que “el ser relativo que se
reduce a un ser absoluto que es el ser de la inteligencia misma”
(58). Esto viene a decir que en sí mismo , no es nada. Si fuera
alguna cosa, argumenta por otra parte Escoto, habría que
concluir que si Homero está en la opinión, entonces Homero es
(59).
La comprensión de la cosa como nada exige una nueva
interpretación de la negación de Escoto opone a Enrique de
Gante. Según Enrique la nada se confunde sin más con lo
imposible. Considerar que antes de la creación la cosa es nada,
sería concebir la creación como una producción de lo imposible,
lo cual es absurdo. Enrique de Gante afirma en efecto en la Suma
que ”lo que no tiene razón de ejemplar en Dios es una pura nada,
en naturaleza y en esencia”” (60). Concebida por Dios, la cosa
en esta concepción escapa a la nada, porque como res a
ratitudine, ella es precisamente lo que puede ser producido en
el ser de existencia por Dios. Pero ella puede ser producido en
existencia por Dios porque tiene, previamente a esta producción,
un ser de esencia y ella tiene un ser de esencia porque tiene un
exemplatum. Por eso lo que no tiene exemplatum en Dios no tiene
ser de esencia y no teniendo ser de esencia es asimilable a lo
imposible. Escoto destruye esta asimilación de la nada al
imposible diferenciando dos tipos de negación, la negación por
repugnancia y la negación por privación.
La negación por repugnancia se divide a su vez en negatio
propter repugnantiam unius positivi in uno ad unum positivum in
alio y en negatio propter repugnantiam plurum positivum in uno
ad plura in alio extremo. La distinción del unius y del plurum
es la del mismo género de una parte, y de géneros diferentes de
la otra parte. La primera negación por repugnancia concierne,
pues a las especies del mismo géneroo y Duns [310] Escoto pone
como ejemplo la proposición “el hombre ni o es un asno”.
La segunda negación por repugnancia concierne a las
especies de género diferente y Escoto da como ejemplo la
proposición “el hombre no es un leño”. Por lo mismo que repugna
al hombre en cuanto hombre se un asno, le repugna al hombre en
cuanto hombre el ser un leño. Por el contrario, no le repugna al
hombre en cuanto hombre el ser blanco, es por lo que la
proposición “este hombre no es blanco” no enuncia una
repugnancia, sino una privación. Se ve claramente aquí que la
nada no se confunde con el imposible. Es sólo la nada por
repugnancia lo que la metafísica escolástica llamará nihil
negativum, que corresponde al imposible. La nada por privación,
que la metafísica escolástica llamará nihil privativum, define
justamente el estatuto de la idea. La idea es ciertamente una
nada, pero una nada por privación; está privada del ser, tanto
del ser de la esencia como del ser de la existencia.
Lo que está privado del ser no es por ello impotente para
recibir el ser. La idea se confunda entonces con el posible y
más precisamente con el posible real. Dios conoce la cosa en su
entendimiento como posible en el sentido de que ella no está
puesta en el ser, sino que puede ser. La posibilidad de que aquí
se trata la llama Escoto “possibilitas objectiva”. La nada por
privación que define el ser conocido se ha de entender como
posibilidad objetiva y esta posibilidad objetiva no es otra cosa
que la aptitud para existir, y por consiguiente para recibir de
la misma operación de la voluntad el ser de esencia y
existencia. Es lo que, antes de toda producción, tiene la
capacidad positiva, el poder de ser producido. La posibilidad
objetiva o real se ha de entender en el sentido de un poder
propio de la cosa para recibir el ser de la esencia y de la
existencia, de un poder propio para existir. Lo que no tiene tal
poder es imposible de existir y en este sentido imposible. Lo
imposible, en su oposición a lo posible real, no es lo no
contradictorio, sino lo que de si no tiene el poder de existir.
La nada por privación exige, pues, ser comprendida como
producible o creable. Es en este sentido el objeto de la
voluntad y de la omnipotencia divina, las solas que le pueden
dar el ser. Lo que es objetivamente o realmente posible, es lo
que puede ser producido en el ser pos la omnipotencia divina, lo
que puede ser creado, o de otro modo, lo que puede estar a la
disposición de la voluntad. Esto no significa que el posible
real sea reconducido a la omnipotencia divina en su posibilidad
misma, como en Tomás de Aquino o como en [311] Suárez, porque,
precisa Escoto, lo que la omnipotencia divina da a la cosa, no
es el ser posible sino el ser producido:
«Antes de toda producción exterior, la cosa posee el ser
posible, porque – como se ha probado en la distinción 36 – la
cosa producida en el ser inteligible no es la cosa producida en
el ser absoluto» (61).
La omnipotencia no es la razón de la posibilidad de la
cosa, lo que no significa que la cosa no sea posible más que en
el horizonte de su creación, porque lo posible es en el fondo lo
creable, lo que es apto para ser creado (62). Lo posible no
puede ser producido en el ser sino a condición de no posees
consistencia alguna ontológica, de no ser más que una nada por
privación. Se ve aquí cómo Escoto, más que Enrique de Gante,
determina con el más grande rigor las implicaciones de la
voluntad, puesto que Enrique no ha visto que concediendo a la
cosa ideal el ser de la esencia, atribuye al entendimiento
divino un poder que no podía pertenecer más que a la voluntad
divina todopoderosa.
El ejercicio de la omnipotencia requiere que nada preexista
a la misma o que la limite. No es extraño que la reducción de
las ideas divinas a la nada vaya de par en Duns Escoto con una
concepción de la potencia absoluta como potencia efectiva,
mientras que la identificación de las ideas con el esse
essentiae en enrique de Gante va acompañada de una concepción de
la potencia absoluta como potencia solamente lógica. La
distinción de la res in anima y de la res extra animam se
presenta entonces en Escoto como la de la posibilidad real y de
la posibilidad efectiva.
La posibilidad real no concierne solo al ser de existencia,
sino igualmente al ser de esencia. Dicho de otro modo, la cosa
no es solamente posible en su existencia, lo es también en su
esencia. Escoto diferencia, sin embargo, la posibilidad real de
la posibilidad lógica. La posibilidad real, al ser únicamente lo
creable o lo efectuable, supone el remitir a la omnipotencia
divina, incluso si no tiene su ser posible de la omnipotencia.
Es por lo que no es absolutamente anterior a la omnipotencia,
como lo precisa la distinción 43, cuando declara: [312]

«No hay posibilidad en el objeto que sea en algún sentido


anterior a la omnipotencia de Dios, si se toma la omnipotencia
como una perfección absoluta en Dios – por lo mismo que la
criatura no es anterior a nada de absoluto en Dios» ((63).

El posible lógico por el contrario, tomado absolutamente,


“podría seguir siendo el mismo si por imposible ninguna
omnipotencia se refiriera a él” (64). ¿Qué es lo que define al
posible lógico? Es la sola compatibilidad de los términos de una
proposición. En las Quaestiones in Metaphysicam y en el
Comentario a las Sentencias, Escoto toma como ejemplo la
proposición: “el mundo será”:
«Antes de la creación del mundo, habría sido posible que el
mundo debiera ser si hubiera habido entonces un entendimiento
que formara esta proposición compleja: “el mundo será”, incluso
si en ese momento no hubiera habido ni la potencia pasiva de que
el mundo sea, ni siquiera la potencia activa – este punto último
puesto por imposible» (65).
Sólo hay un posible lógico donde hay una composición de
términos. Son lógicamente posibles los términos compatibles. En
este sentido, la posibilidad lógica parece confundirse con la
no-contradicción. En la distinción 36 de la Ordinatio, Escoto
precisa que la posibilidad lógica precede a la posibilidad real:
”Esta posibilidad lógica es seguida de una posibilidad objetiva,
suponiendo la omnipotencia de Dios que se refiere a todo posible
con tal de que éste sea distinto de él mismo)” (66). La
posibilidad lógica, establece Escoto, no supone la omnipotencia
de Dios. ¿Se ha de considerar por tanto como la condición previa
de todo pensamiento y de todo esente como lo sostienen algunos
comentadores? (67) Esta anterioridad de la posibilidad lógica
con referencia a la posibilidad objetiva o real ¿es pensable
como fundamento de la posibilidad lógica? Olivier Boulnois lo
sostiene cuando escribe que “el posible no es posible sino en la
manera en que es no- contradictorio – donde él obedece a las
leyes de la lógica. Él se funda sobre este apriori” (68). Esta
afirmación se sostiene de una asimilación completa del posible
lógico al no-contradictorio, asimilación que permite [313]
decir que Dios estaría él mismo sometido a la lógica y que
habría verdades inmutables que se impondrían a su entendimiento
como al nuestro (69). A partir de ahí Suárez aparece como un
continuador de Escoto. Pero la asimilación de la posibilidad
lógica a la no-contradicción no es válida por los textos. Mucho
más brevemente todavía, los textos donde Escoto hablará de la
posibilidad lógica, según Boulmois, son textos donde Escoto
habla de algo completamente distinto, a saber de la ratitudo o
de la potencia metafísica. Se halla aquí en causa el prejuicio
logicista de nuestro tiempo, que sobredetermina la importancia
de lo lógico en la interpretación y tiende a constituir lo
lógico en punto central del pensamiento. Es por lo que se impone
aquí el examen detallado de los textos.
No es el posible lógico el que Escoto define en términos de
no-contradicción sino el posible real o metafísico. Cuando
Boulnois sostiene que “el posible lógico [...] lleva sobre la
no-contradicción entre términos simples” (70) y que él se
autoriza del texto de las Quaestiones in Metaphysicam IX q.2 que
dice que “el posible se convierte con todo el esente, porque
nada es un esente si su razón incluye una contradicción” (71) él
olvida que este último texto no lleva absolutamente a la
potencia lógica sino a la potencia metafísica. Convendría citar
aquí todo el texto. Nos contentaremos con recordar su proceso y
subrayar los pasajes esenciales.
En esta cuestión segunda del libro 9 del Comentario de la
Metafísica, Escoto comienza desde el principio poniendo la más
amplia comprensión de la potencia, después de haber diferenciado
la potencia en principio y en modos del esente. Es esta segunda
división la que nos interesa aquí. Abordando la potencia como
modo del esente, Escoto dice que puede ser entendida como
potencia matemática (primer miembro de la división) y en fin
como potencia metafísica. Ahora bien, la potencia metafísica
puede ser comprendida de tres maneras: como opuesta a lo
imposible, como opuesta a lo necesario, como opuesta al acto
(72). Nos interesa aquí la primera comprensión de la potencia
metafísica de la que Escoto dice:
«Esta potencia se comprende de tres maneras. De una manera,
se opone a lo imposible, no en cuanto que ella significa un modo
de composición, como en el segundo miembro de la distinción,
sino en cuanto significa una disposición de algún incomplejo».
[314]
Es a esta disposición de un incomplejo a lo que se refiere
la no-contradicción. La no-contradicción de que habla Escoto a
propósito del posible no es la no contradicción entre dos
términos, que sería una contradicción extrínseca y lógica, sino
la no contradicción intrínseca a un solo término, que se puede
calificar de no contradicción metafísica.
Lo posible lógico no es en efecto absolutamente primero y
no puede aparecer como la condición del posible real. Él
presupone alguna cosa distinta, que el posible real presupone
también él, y esta cosa distinta es el ens ratum. La posibilidad
lógica no es originaria, es más bien derivada, como la
posibilidad real, de la ratitudo. Pues bien, en el texto de la
Ordinatio I d.43, aleado por Boulnois, no es cuestión solamente
de la posibilidad lógica, es también cuestión de la ratitudo. La
comprensión del posible lógico, y consiguientemente la
determinación de la idea como posible real, se obtienen gracias
a una nueva interpretación de la ratitudo. Escoto toma
efectivamente de Enrique de Gante la distinción de el ens ratum
y del ens fictum. En Enrique de Gante el ens ratum se distingue
del ens fictum en lo que tiene de razón ejemplar en Dios.
Entonces lo que diferencia al ens ratum del ens fictum, es que
el primero posee el ser de esencia. Esto no es lo mismo en
Escoto, porque si la cosa tenía ya en el intelecto divino el ser
de esencia, sería creada antes de ser creada. En su respuesta a
Enrique de Gante Escoto establece la distinción entre dos
comprensiones de la ratitudo:
«Digo que se llama “esente consistente”, sea lo que tiene
de por sí el ser firme y verdadero, o de esencia o de existencia
(porque lo uno no va sin lo otro, de cualquier manera que se los
distinga), sea lo que se distingue sin más de las ficciones, es
decir, aquello al que el ser verdadero de la esencia o de la
existencia no repugna» (73).
Según esta reinterpretación, la ratitudo no puede ya ser
entendida en términos de ser de esencia en la medida misma en
que el ser de esencia no puede ser poseído separadamente del ser
de existencia. El ens ratum es, pues, bien sea el esente que
posee de por sí el ser verdadero, comprendido como indistinción
del ser de esencia y existencia, bien sea el esente que de por
sí no repugna al ser verdadero y se distingue así de la ficción.
Escoto precisa que en el primer sentido ninguna criatura puede
poseer [315] la ratitudo, porque ninguna criatura es de por sí
un esente consistente. Es sólo en cuanto efecto, y por tanto
relativamente a la omnipotencia divina, como la criatura es un
ser consistente, puesto que recibe el ser verdadero de su causa
eficiente, la voluntad divina. La ratitudo no conviene entonces
más que a Dios (74). La cosa no puede, pues, ser dicha de sí ens
ratum más que en un segundo sentido, en la medida en que es de
por sí como el ser verdadero no le repugna: “Si el esente
consistente es entendido de la secunda manera, afirmo que el
hombre de sí un ser consistente, porque, de sí, formalmente no
le repugna el ser” (75). La no repugnancia formal al ser, tanto
al ser de esencia como al ser de existencia, define la res rata
en el sentido más general. Así comprendida, ella no posee por
tanto el ser verdadero, ni siquiera el ser de esencia; ella no
tiene ninguna consistencia ontológica propia y pide ser
comprendida como un nada. La nadedad la define,como dice
Escoto,pero se trata de una nada por privación en la distinción
con la nada por repugnancia. Se opone entonces a la quimera como
a aquello que no puede absolutamente ser puesto en el ser:
«Pertenece al hombre y a la quimera en la eternidad el
“no ser cosa alguna”. La afirmación “ser alguna cosa” no le
repugna al hombre, pero le pertenece solamente la negación en
razón de la negación de la causa que no lo pone en el ser. Esta
afirmación, por el contrario, repugna a la quimera, porque
ninguna causa puede causar en ella “ser alguna cosa”» (76).
Cuando Escoto opone la res como res rata a la quimera,
supone con ello que la res puede ser mirada como tal,
independientemente de la potencia activa que la pone en el ser
creándola y, por tanto, independientemente de la voluntad
divina. Ella es un nada por privación porque le falta la
relación a la potencia activa que la crea. La res rata es
creable,lo que no es el caso de la quimera. Si la quimera no es
creable, no es en razón de una impotencia de la potencia
creadora, sino en razón de una impotencia intrínseca de la
quimera a la creabilidad. Así pues, no es contradictorio a la
res rata el ser, pero lo es a la res ficta. La res rata ¿es por
tanto asimilable al posible lógico? De ninguna manera. Es más
bien lo que el posible lógico presupone. Escoto declara
explícitamente: [316]
«No se debe representar aquí que [“el ser alguna cosa”]
repugna al hombre porque es un ser en potencia y que le repugna
a la quimera porque ella no es un ser en potencia – al
contrario, la cosa es a la inversa. Porque ello no repugna al
hombre, es, por esta razón, posible en el sentido de potencia
lógica; y porque repugna a la quimera, la quimera es, por esta
razón imposible por la imposibilidad opuesta» (77).
La posibilidad lógica tiene por condición la ratitudo: Sólo
el ens ratum es lógicamente posible. La compatibilidad de los
términos compuestos, que defina la potencia lógica, no es el
primer plano: supone la no repugnancia intrínseca de las
entidades significadas por los términos, que tiene su raíz en su
naturaleza formal. Así en la distinción 43, Escoto declara que
el “’imposible absoluto’ incluye incompatibles. Éstos son
incompatibles desde sus razones formales” (78). El imposible
absoluto no es otra cosa que el imposible lógico. Esta
incompatibilidad o imposibilidad absoluta es la de dos términos
compuestos y reside en el hecho de que la posibilidad del uno
excluye la posibilidad del otro. Pero esta imposibilidad lógica
o absoluta se deriva de la ratitudo. ¿Por qué, se pregunta
Escoto, el ser repugna a la quimera y no al hombre? Esta
cuestión apenas puesta, es evacuada: “¿Por qué no repugna al
hombre y por qué repugna a la quimera? Es porque esta es esta y
aquel aquel, cualquiera que sea el intelecto que los concibe”
(79). No hay otra razón suplementaria a que el hombre no repugne
al ser, que su misma talidad. No le repugna porque él es tal,
hombre.
La no contradicción lógica presupone la no contradicción
formal del ser de esente, y esta no contradicción formal no
define la naturaleza formal del esente considerado, no hace más
que manifestarla. Ahora bien, es esta naturaleza formal del
esente de la que es cuestión en la distinción 43 cuando Escoto
declara: “Aquello a lo que el ser repugna, le repugna por sí de
principio (sin más)” (80). La argumentación de la distinción 43
no sólo se ocupa de la noción de posible lógico, sino también la
de ens ratum como lo demuestra el ejemplo del blanco y del
negro: “Así el blanco y el negro, según sus razones formales son
contrarios y tienen una repugnancia formal, abstracción hecha
(por imposible) de toda relación con cualquier cosa distinta”
(81). Con [317] el ens ratum escoto puede determinar un
imposible y un posible que son sin relación a la potencia divina.
El ens ratum no es el posible, ni el posible real ni el
posible lógico, sino aquello a partir del cual surge el posible.
Corresponde a la idea divina en cuanto puro esse intelligibile
no determinado todavía como esse cognitum. La segunda parte de
la distinción 3, en un debate con enrique de Gante, presenta el
ens ratum como el quiditativo en su distinción con lo opinable y
lo existente (82). El ens ratum se opone aquí a la quimera como
el inteligible al no inteligible: la ratitudo es la condición
misma de la inteligibilidad, por lo que precede necesariamente
tanto al posible lógico como al posible real. Esta desprovisto
de toda inteligibilidad aquello al que afecta una contradicción
intrínseca, y este es escaso de la quimera. El ens ratum,
precisa entonces Escoto es un absolutum en cuanto que precede a
toda relación, comprendida la relación del intelecto al esente
como esente conocido. En este sentido, el ens ratum no
corresponde a la idea misma, en toda su extensión, sino al esse
intelligibile que Dios produce en el segundo instante de
naturaleza (83). La distinción 35 desarrolla los momentos de la
intelección divina de la manera siguiente:
«Dios, en el primer instante, piensa su esencia bajo una
razón puramente absoluta; en el segundo instante produce la
piedra en el ser inteligible y piensa la piedra, de suerte que
hay una relación en la piedra pensada hacia la intelección
divina, pero ninguna todavía en la intelección divina hacia la
piedra, sin embargo la intelección divina termina la relación
de “la piedra pensada” a esta relación misma; en el tercer
momento, sin duda el entendimiento divino puede comparar su
intelección a no importa qué inteligible al que nosotros podemos
compararla, y entonces, comparando la piedra pensada, él puede
causar en sí una relación de razón; en el cuarto instante, él
puede como ser reflejado sobre esta relación causada en el
tercer instante, y entonces esta relación de razón será
conocida» (84)

La piedra producida en el ser inteligible es la piedra como


res rata. No se trata ya de la piedra posible. Este esse
intelligibile de la piedra no es puramente contemplado por el
entendimiento divino, es en principio producido por él, de
suerte que el intelecto divino es aquí operativo ante [318] de
ser especulativo. La res rata no define la res como conocida: el
esse intelligibile no es el esse cognitum, es la condición
previa. Es sólo en el cuarto instante de naturaleza cuando se
constituye en esse cognitum (85).Esto no significa, por tanto,
que la res rata se confunde sin mas con el esente en el
entendimiento. La distinción de la res rata y de la res ficta es
anterior a la distinción de la res en el entendimiento y de la
res existente como lo muestra la distinción 36. Escoto afirma:
«La primer razón por la que el “ser” no repugna al hombre
es porque el hombre es formalmente hombre (y esto, sea de manera
real en la cosa, sea de manera inteligible en el entendimiento),
y la quimera en cuanto quimera es la primera razón por la cual
el “ser” repugna a la quimera» (86).
El hombre es formalmente hombre a título de realidad
quiditativa, y esto, sea en el intelecto, sea fuera del
intelecto. El ser en el intelecto de que habla aquí Escoto no es
asimilable al ens rationis. No se trata de una entidad lógica
sino de una entidad metafísica. La piedra en el entendimiento es
la piedra como esse intelligibile y este esse intelligibile es
una realidad quiditativa. La res rata no designa lo lógicamente
pensable, sino lo metafísica pensable. Por tanto la res rata no
se reduce en modo alguno a lo pensable, concierne también
directamente a lo efectivo. La piedra es una res rata antes
mismo de su diferencia en piedra pensada quiditativamente en el
entendimiento y en piedra efectiva.
Esta comprensión de la res rata ¿pone en cuestión la
interpretación logística de la idea y por tanto del esente? Se
puede siempre considerar que la afirmación de la anterioridad de
la ratitudo sobre el posible lógico y el posible real por una
parte, sobe el ser en el intelecto y el ser efectivo por otra
parte, es sin consecuencia, porque después de todo la ratitudo
se define ella misma en término de no contradicción. ¿Hay que
decir que Dios está sometido al principio de contradicción
porque “en Escoto, lo que distingue entre lo real y la ficción,
lo posible y la nada”? (87). Esto sería no tener en cuanta la
complejidad de la comprensión escotiana de la ratitudo y sería
suponer, de manera moderna, que la no-contradicción sólo tiene
un estatuto lógico (88). La no contradicción lógica, en sentido
estricto, no puede concernir a un quid, lo [319] que no es el
caso de la no-contradicción real. Además, esta no contradicción
real no define originariamente a la res rata. Escoto deriva la
no-contradicción real de la talidad: no es porque no es
contradictorio que el hombre es un tal esente, sino que es
porque él es un tal esente por lo que no es contradictorio.

La no contradicción intrínseca no es sin embargo más que la


dimensión negativa de la ratitudo. Su dimensión positiva reside
en la actividad:
«Alguna cosa es formalmente activa de
parte de su consistencia [siendo así que solamente Dios, según
él, es consistente, y sin embargo soberanamente activo; la cosa
es, pues, formalmente activa de parte de su consistencia y no de
parte de su ser algo (algalidad)] – lo pruebo: alguna cosa es
formalmente en acto de parte de su consistencia» (89).
La cosa, como res rata tiene su ratitudo no de la no
contradicción, sino de la actividad. Es porque la cosa es
actividad por lo que ella no es intrínsecamente contradictoria y
por lo que entones es lógica y realmente posible. Pero ¿qué se
ha de entender por esto? La cosa no es un ya ahí, no está en el
orden de lo completamente hecho, ella está, por el contrario in
fieri, ella es su propio despliegue. Pero ella es su propio
despliegue sino porque es en fuerza de este propio despliegue
(90). Ella es en cuanto actividad potente respecto de sí misma.
La distinción fundamental, la de la res rata y la de la res
ficta, no reside en un criterio lógico de no contradicción,
reside en otra parte. La res ficta, la quimera por ejemplo, es
impotente absolutamente: no tiene la potencia de ser entendida
como cierta cosa de creable, y no tiene la potencia de poder
llegar a ser. Esta impotencia se manifiesta como contradicción
intrínseca y determina su imposibilidad tanto lógica como
real. En otros términos, la cosa es imposible porque es
impotente. La res rata tiene, por el contrario, la potencia, el
poder de ser entendida como creable y de llegar a ser: ella no
es posible lógicamente y realmente sino porque es en principio
potencia. La distinción de la potencia y del acto presupone esta
potencia previa. Pues no puede llegar al ser más que lo que
posee el poder de ser como poder intrínseco.
El proceso de la intelección divina hace directamente
intervenir la ratitudo como actividad. Cuando Escoto, haciendo
referencia a Enrique [320] de Gante, declara que “Dios es, según
él, soberanamente activo”, afirma que Dios es actividad. El
concebir como actividad soberana impide comprender la
intelección divina como un proceso puramente contemplativo. Dios
no contempla ideas que se impondrían a él como algo ya hecho (du
tout fait), él las produce. Las ideas son producto del
autodespliegue de la esencia divina, autodespliegue cuyo proceso
de intelección es un momento, mientras que el proceso de
creación es otro momento. La esencia divina se despliega
doblemente, como entendimiento que conoce las ideas después de
haberlas producido, y como voluntad que pone estas ideas en el
ser creándolas. Las ideas no son una cosa ya hecha
completamente, son el resultado de la actividad divina en la
cual se atestigua la ratitudo divina misma. La producción divina
de las ideas descarta toda dependencia de Dios respecto de las
ideas y asegura la preservación de la creación, partiendo de la
omnipotencia divina. El esse intelligibile no es un ya dado,
sino un resultado. De aquí se sigue que la posibilidad de la
cosa es ella misma un resultado. En la distinción 43 de la
Ordinatio, Escoto subraya que la cosa, formalmente posible por
ella misma, lo es “principiativamente por el intelecto divino”
(91). La diferencia del formalmente posible y del
principiativamente posible no introduce una restricción de la
actividad divina o una nueva dependencia, la de Dios a las
verdades lógicas eternas. Ella desliga el espacio del ejercicio
de la omnipotencia divina. Se notará que no hay por otra parte
lugar donde Escoto, a diferencia de Suárez, evoque estas
verdades lógicas inmutables (92). Ciertamente Suárez, como
Escoto, se niega a atribuir el ser verdadero a las ideas
divinas, pero esta negación se acompaña de la negación de la
actividad productora del entendimiento divino y de la
dependencia de la intelección divina de las verdades eternas
(93). Suárez en el mismo momento en que sostiene la dependencia
de la intelección divina respecto de las verdades eternas, niega
toda producción de las ideas por parte de Dios: “Respecto a
estos enunciados, el entendimiento divino está en una relación
puramente especulativa y no de operación; así, pues, el
intelecto especulativo supone la verdad de su objeto, pero no la
produce” (94). La comprensión escotiana del esse intelligibile
en términos de ratitudo se borra ante la comprensión lógica.
La idea divina no es comprensible en Escoto sobe la base
del posible lógico, sino sobre la base de la ratitudo. En ella
misma, ella se queda en nada, puesto que le faltan el ser de la
esencia y del de la existencia. Producida en el ser inteligible,
ella es un ens ratum, un [321] esente que posee la potencia de
ser pensado y de ser realmente. Conocida, es un ens cognitum que
es lógica y realmente posible. La posibilidad lógica no es
primera, es derivada de la ratitudo y no es la condición de la
posibilidad real en ella misma, sino la condición de su
intelección. La producción en el ser inteligible, momento de la
ratitudo, es seguido del conocimiento, momento del posible:
«La cosa producida en un tal ser inteligible por el
entendimiento divino en un primer instante de naturaleza, tiene
en sí el ser posible en un segundo instante de naturaleza,
puesto que no le repugna ser formalmente, pero que le repugna
tener el ser necesario por ella misma (dos condiciones en las
cuales consiste toda la noción de omnipotencia correspondiendo a
las nociones de la potencia activa» (95)
Hay que subrayar que no es cuestión aquí de la
diferenciación entre posible lógico y posible real, sino de la
distinción entre el ser inteligible y el ser conocido, entre el
ens ratum y el ens possibile. El posible de que habla aquí
Escoto no es el posible lógico, sino el posible real. El
conocimiento divino no es un conocimiento lógico, precisa
Escoto, es un conocimiento real y metafísico y entonces tiene
por término, no una posibilidad lógica, sino una posibilidad
real y metafísica (96).
Dos determinaciones caracterizan el posible real. En cuanto
creable se define a la vez por una capacidad y por una
incapacidad: la capacidad de ser y la incapacidad de ser
necesariamente por sí. No es solamente la repugnancia al ser lo
que define el posible real, sino también la repugnancia a ser un
ser necesario por sí. El que tiene la capacidad de ser, es
también el que se halla en la incapacidad de ser necesario de
sí. Lo que es necesario de sí, por el contrario, no tienen la
capacidad de ser, sino exclusivamente la potencia activa de ser:
él no es capaz de ser, él tiene la fuerza efectiva de ser, La
sola necesidad que puede venirle al posible real es de hecho una
necesidad secundum quid, una necesidad relativa. La exclusión
del ser necesario es aquí determinante, está exigida por la
creación misma en canto operación libre de la voluntad ad extra.
El poder ser de la cosa como posibilidad real es incompatible
con el poder ser necesario, Esta incompatibilidad deja lugar a
la contingencia [322] de la creación. Hay así diferenciación
entre la producción de las ideas por Dios y el conocimiento de
las ideas por Dios, y es solamente una vez conocida por el
intelecto divino cuando la idea puede corresponder a lo creable.
Pero este conocimiento no le confiere ser a la cosa.
EL creable no posee ni ser de esencia ni ser de existencia.
Es, pues, un error que los tomistas, como Cayetano, hayan
podido reprochar a Escoto el platonizar concediendo al ser
conocido un ser verdadero, distinto realmente del de Dios.
Suárez, que se hace eco de este reproche, añade sin embargo que
estos tomistas se equivocan porque “atribuyen eso a Escoto sin
razón legítima, porque Escoto mismo explica largamente que este
ser conocido, que está en las criaturas como un resultado de la
ciencia de Dios, no es en modo alguno un ser real intrínseco a
ellas mismas” (97).
Una vez conocidas por el entendimiento divino las ideas
están a la libre disposición de la voluntad divina que decide
soberanamente, sin ser movida por el intelecto, conferirles o no
el ser. Es por lo que el campo del posible real excede el campo
de la realidad efectiva. La voluntad divina tiene por espacio de
ejercicio el campo infinito de los posibles reales. De este
exceso del posible real sobe la realidad efectiva se autoriza el
ejercicio de la potencia absoluta en su diferencia de la
potencia ordinata. Aparece claramente, como lo muestra por otra
parte la puesta misma de la distinción 43, que la reducción de
las ideas a la nada de privación encuentra su condición en el
ejercicio de la omnipotencia divina.
La reducción de las ideas sobre la base de le
reinterpretación de la ratitudo libera el ejercicio de la
voluntad divina de una manera radical en la medida en que la
totalidad del esse depende en adelante de la sola voluntad
divina. Esta liberación de la voluntad divina es también una
afirmación de la contingencia. En su crítica de la doctrina
enriquiana de las ideas, Escoto insiste en que tal doctrina es
inadmisible, porque, al conceder el ser verdadero a la cosa
conocida por Dios, le concede al mismo tiempo el ser necesario y
con ello conduce a la negación de la contingencia. Toda cosa
distinta de Dios es en su ser contingente puesto que recibe el
ser exclusivamente de la operación contingente de la voluntad
divina. La cosa distinta de Dios no es solamente contingente en
la existencia, lo es también en su esencia. La contingencia del
ser, lo mismo el ser de la esencia que el ser de la existencia,
supone la reducción de las ideas a la nada y se articula
estrechamente al ejercicio de la omnipotencia divina. [323]
Podemos, por tanto, comprende mejor el ejercicio de la
potencia absoluta como potencia real. Esta exige en efecto una
contingencia radical del ser que supone que la totalidad del ser
de lo que no es Dios depende de la voluntad divina. El orden de
la creación es así contingente en su esencia y no solamente en
su existencia, de tal suerte que no es en sí tal o tal. Esta
contingencia radical excluye todo orden natural. Lo que vale
para el orden de la creación en su integridad vale también para
todo lo que respecta a este orden, por ejemplo las
proscripciones de la segunda Tabla del Decálogo. Estas son
contingentes en sí, puesto que no conciernen más que a las
relaciones de las criaturas entre sí. Es igualmente contingente
en sí el que la propiedad sea privada o común, que el matrimonio
sea monógamo o polígamo etc. Todo esto puede depender
absolutamente del querer contingente de Dios, porque todo esto
no posee ser necesario.
El proceso que lleva a la creación es presentado de la
manera siguiente por Escoto en la Lectura:
«La cosa debe en principio ser producida en el ser
conocido, y debe luego se mostrada a la voluntad y producida en
el ser querido, y así producido en el ser de existencia» (98).
Al conocimiento divino de los posibles sucede la volición
de los posible que, en esta volición, son producidos en el ser
querido. Solamente una vez producidos en el ser querido por la
voluntad, los posible pueden ser realizados por la omnipotencia
divina. ¿Qué diferencia al ser querido del ser conocido, el
posible querido del posible conocido? Nada menos que la
contingencia. El posible no se hace propiamente un posible
contingente sino cuando es querido por la voluntad, única raíz
de la contingencia. Y esto vale para Dios como para el hombre.
La contingencia, que es la posibilidad en toda sus dimensión,
corresponde a la determinación del posible no solamente como
aquello que puede recibir el ser, pero también y sobre todo como
aquello que podría no recibir el ser. El posible real en cuanto
conocido es lo que puede ser; el posible real en cuanto querido
es aquello que puede ser o no ser. El saber cumplido del posible
es el caber del “poder ser” y al mismo tiempo del “poder no ser”
de una cosa. Este saber sigue ajeno al solo intelecto, incluso
al intelecto divino; exige la intervención de la voluntad. Esto
viene a decir que el conocimiento divino de las ideas no es
[324] absolutamente asimilable a un conocimiento práctico. Si el
conocimiento de las ideas fuera un conocimiento práctico, sería
un conocimiento directivo y la voluntad divina no podría querer
más que necesariamente lo que este conocimiento dicte, o en el
caso que ella no lo quisiera necesariamente, no sería una
voluntad recta. (99). La creación no sería un acto libre y
contingente, sino un acto necesario, y la voluntad divina, por
lo mismo, no sería una voluntad.
Las ideas pierden en Escoto la dimensión práctica que
tenían en Tomás de Aquino. Ciertamente las ideas divinas son sin
duda “objetos conocidos en segundo (lugar), según las cuales
cada cosa es realizada al exterior”, pero “no incluyen ningún
conocimiento directivo respecto del objeto que debe ser
realizado o no realizado, aunque representas las cosas
operables” (100). Dicho de otra manera, el conocimiento divino
de los posibles no es un conocimiento de lo que debe ser creado
o no por la voluntad divina. No ejerce ninguna determinación
sobre la voluntad divina, que es por otra parte, recta en sí
misma y que se determina a querer o no querer una cosa. El
conocimiento divino no es un conocimiento directivo sino sólo
ostensivo. Se limita a mostrar a la voluntad las ideas sobre las
cuales la voluntad se pronuncia sola. Las ideas están entonces a
disposición de la voluntad divina, que las quiere como actuales
o no actuales. La negación de la existencia de un saber práctico
en Dios va a la par con la destrucción de la distinción de la
idea en ratio y exemplum como en Tomás de Aquino.
La idea como exemplum de que habla Tomás de Aquino no se
refiere de hecho más que al mundo creado, mientras que en Escoto
la idea como posible real se refiere a todos los mundos
posibles. El entendimiento, al no tener más papel que el
ostensivo, no puede tener ningún conocimiento verdadero de las
proposiciones contingentes relativas a un contingente
cualquiera. Para que se dé en Dios un conocimiento verdadero de
las proposiciones contingentes, es necesaria la intervención de
la voluntad; sin ella, en efecto, no es posible incluso hablar
de contingente. Aquí, el esse volitum no es posterior al esse
cognitum, sino que es anterior a él. En la Lectura, Escoto
precisa que el saber del intelecto divino no es aquí, antes de
toda intervención de la voluntad, más que un saber neutro, es
decir, un saber que se sustrae a la distinción de verdadero o de
falso, un saber literalmente sin verdad y que, por ser sin
verdad no puede determinar la voluntad divina a querer (101). En
otros términos, la fidelidad a las implicaciones de la voluntad
conduce a Escoto a esta idea poco familiar de un [325] saber, y
más todavía de un saber divino, como saber sin verdad, como
saber previo a la distinción de verdadero o de falso. No es que
cuando la voluntad se ha determinado a querer y ha producido la
cosa en el esse volitum, el intelecto divino puede tener un
conocimiento verdadero de las proposiciones contingentes (102).
Pero toda proposición contingente, en la medida misma en que
tiene su contingencia de la voluntad, es tal que ella “puede ser
verdadera y no verdadera”. El saber divino de las proposiciones
contingentes esta pendiente enteramente de la voluntad, de tal
suerte que es la verdad misma la que es afectada por la
contingencia. La experiencia del posible como posible
contingente, como posible completo, tal como tiene lugar en
Escoto, verifica la afirmación de Gorgio Agamben según la cual
ella es “la experiencia del poder ser verdadero y, al mismo
tiempo, no verdadero, de una cosa” (103). La voluntad divina no
es puesta en movimiento por el entendimiento divino, sin lo cual
no se podría hablar de creación, ya que el movimiento del
entendimiento divino es necesario y natural; es más bien el
entendimiento el que es movido aquí por la voluntad.
La reducción escotiana de las ideas termina por poner
enteramente las ideas a disposición de la voluntad divina, que
es sola la fuente del ser de las cosas distintas de Dios, ya que
es ella la que las crea y creándolas las pone en el ser. Las
cosas así creadas no tiene más ser que el contingente, se trate
del ser de esencia o de existencia. La comprensión de la
creación como pura operación contingente de la voluntad se
traduce en Escoto por la disolución de la consistencia
ontológica de las ideas y por la afirmación de un saber sin
verdad. La reducción de las ideas al posible real hace que la
voluntad divina se extienda no solamente al mundo real, sino
también a todos los mundos posibles de tal suerte que su
causalidad exige para ser establecida que no se tenga sólo
respecto del mundo creado. Ella exige que se contemplen todos
los mundos creables, dicho de otro modo, como lo dirá Escoto en
la distinción 2 de la Ordinatio, que no se detenga en lo
efectivo, sino que tenga la vista fija sobre lo effectibile.
Ahora bien una voluntad que se extiende a todos los posibles,
que sea reales o no en el mundo, es una voluntad infinita (104).
No se puede sostener que el posible, sea lógico sea real,
limite la voluntad divina. El miedo ante el “voluntarismo” y la
sumisión a una racionalidad envejecida (anticuada?) motivan sin
duda tales ataques; desconocen sin embargo que la noción misma
de posible no se comprende en Escoto más que como una
implicación de [326] la voluntad como voluntad. Si se tienen en
cuenta las circunstancias decisivas de la noción de posible, se
percibe que son indisociables de la elaboración de la voluntad.
La primera gran circunstancia es presentada por la cuestión de
la contingencia. La contingencia no se comprende en efecto en
Duns Escoto sino a partir de la composibilidad de actos con los
opuestos, composibilidad que no puede concernir más que a la
voluntad, porque ella sola, como potencia libre, es capaz de
actos (hacia los) opuestos. La segunda gran circunstancia
corresponde a la cuestión de las ideas, y más precisamente a su
reducción. La reducción de las ideas no es sin embargo
disociable de la contingencia, en la medida misma en que no es
disociable de la creación. El empleo del posible en la reducción
de las ideas no se puede comprender consecuentemente sino en le
horizonte de la voluntad. Al tercera gran circunstancia
concierne a la omnipotencia divina que es potencia absoluta de
la voluntad. En fin, la cuarta y última circunstancia concierne
al infinito y más precisamente a la demostración de la infinitud
en acato de Dios. Ahora bien, esta última es todavía
indisociable de la voluntad. ¿Hay que decir entonces con
Ghisalberti que el posible lógico “decide” de la contingencia y
del infinito? Esto sería de nuevo conceder a lo lógico un puesto
que no tiene en Escoto (105). La infinidad, como la
contingencia, tiene su anclaje en la voluntad. Si el actuar
divino es contingente ad extra, es porque Dios es voluntad, y si
Dios es infinito en acto, es también porque es voluntad.

2. De la potencia de la voluntad a la infinitud en acto

La prueba central de la existencia de un infinito en acto


es prueba de la eficiencia que constituye la primera vía de la
deducción de la infinitud intensiva en la Lectura y en la
Ordinatio, la séptima y la última vía en el Tratado del Primer
Principio. Es por lo que la deducción de la infinitud en acto
del primer esente es ante todo deducción de la infinitud de su
potencia. Esta potencia infinita no es la omnipotencia
comprendida teológicamente sino la omnipotencia comprendida
metafísicamente. Sin embargo la deducción del infinito en acto
es inseparable de la cuestión de la omnipotencia divina que
constituye el horizonte último (del infinito en acto).
Se puede considerar que en esta deducción del infinito en
acto, Escoto establece una teología natural, pero esto es no
tener en cuenta los escollos a los que la deducción está
expuesta. Lo que es efectivamente notable [327] en el proceso de
Escoto es que sin presuponer de un modo vago los datos de la fe,
como lo muestra su crítica de Enrique de Gante, él impone a la
deducción un doble límite. Este doble límite corresponde a la
omnipotencia teológica de una parte y a la contingencia de otra
parte. Pues hablar de omnipotencia teológica y de causalidad
contingente es, en términos escotianos, hablar de la misma cosa,
a saber, de la potencia libre de la voluntad como potencia
absoluta. La contingencia juega un papel decisivo en la
afirmación de un infinito en acto. Suscribiendo a la objeción
según la cual la infinidad en acto es incompatible con una
causalidad natural, Escoto muestra que la infinitud en acto no
es plenamente de recibo (admisible) si la causalidad de la causa
primera no es comprendida como una causalidad contingente y por
lo mismo libre. Es todavía la diferencia entre la naturaleza y
la voluntad lo que sigue aquí dominando. La deducción de la
infinitud en acto será entonces la de una causa cuya potencia
intrínsecamente infinita no puede ser más que la potencia
absoluta de una voluntad. Es por lo que, dejando de lado toda
prueba que se apoye directamente en la fe, ella conduce la razón
natural a su límite, aquella donde la sola lógica del
entendimiento debe ceder el paso a la de la voluntad.
a. El carácter intrínseco de la infinitud

Cuando Enrique de Gante trata de probar la infinitud de la


potencia divina, se apoya en la noción de creación. Se podría
esperar lo que Duns Escoto, que en nombre de la creación y de la
omnipotencia que ella supone, ha reducido las ideas en Dios,
emprendiera él también ese camino. ¿La creación no sería el
punto de partida privilegiado de la vía de la eficiencia? Pero
Escoto rechazará explícitamente la idea de que la creación pueda
constituir un punto de partida para probar la infinitud de la
potencia divina: “Siguiendo la vía de la eficiencia, se
argumenta que ella tiene una potencia infinita porque crea. En
efecto, hay una distancia infinita entre los extremos de la
creación. Pero el antecedente reposa solamente sobre la fe”
(106). En un primer nivel, la prueba no es aceptable
filosóficamente, porque si se la quiere metafísica, no puede
autorizarse de la creación que proviene de la fe. Sin embargo,
incluso si se concede una tal premisa, la prueba no sería
tampoco admisible porque pone que hay una distancia infinita
entre los extremos de la creación que son la nada y el esente
creado. [328]
Es sobre esta distancia infinita sobre lo que insiste
Enrique de Gante cuando, diferenciando a los filósofos de los
católicos, declara: “ Es por lo que, como los filósofos
demostraban la infinitud del primer motor notando que el primer
motor puede mover el primer móvil en un tiempo infinito,
nosotros católicos, debemos mucho más fuertemente demostrar su
infinitud por el hecho de que él produce la cosa en el ser por
una distancia infinita, es decir a partir del no ser” (107). La
prueba aportada por los católicos es superior a la de los
filósofos porque estos últimos probaban la infinitud de la
potencia a partir del movimiento físico del cielo, infinito en
duración, mientras que los católicos superando el orden del
movimiento físico, que se queda en un movimiento natural, la
prueban a partir de la producción divina del esente cuyos
términos son infinitamente distantes. Esta diferencia en el
proceso remite por otra parte al de la naturaleza y la de la
voluntad, porque precisa Enrique de Gante, “hay que decir que la
fuerza motriz es doble. La una natural, la otra voluntaria. Y
Aristóteles, en el libro VIII de la Física, habla solamente de
la fuerza que mueve de la primer manera” (108). Es legítimo
probar la infinitud de la potencia divina a partir de la
creación porque esta infinitud no compromete un movimiento
natural, sino una operación de la voluntad. Además, los que se
contentan con apoyarse en las pruebas aristotélicas no pueden
propiamente llegar más que a un primer motor natural, no libre,
y les falta por lo mismo la especificidad de la eficiencia
divina (109). Por eso, Enrique de Gante asume la condenación de
1277, de la que fue parte influyente oponiéndose claramente a
los filosofantes que afirmaban que “Dios es infinito en cuanto a
su potencia, no porque produciría alguna cosa a partir de la
nada, sino porque hace durar un movimiento infinito” (110).
¿Cómo, sin embargo, deducir la infinitud de la potencia divina
de la infinitud de la distancia de la nada al esente?
Concediéndose que la distancia de la nada al esente es
infinita, “ es necesario que la potencia que decide producir una
cosa a partir de la nada, sea infinitamente más grande en vigor
que toda potencia finita que decido producir una cosa a partir
de alguna cosa. Una tal potencia es una potencia infinita en
vigor. Se debe decir, por esta razón, que la potencia activa de
Dios, que produce por creación alguna cosa a partir de la nada,
es necesariamente infinita en vigor” (111). La cuestión puesta
aquí es la del pasaje de un término a otro. Cuando los términos
son distantes de manera finita, cuando la separación entre los
términos es [329] finita, la potencia exigida para el pasaje de
un término al otro no puede ser más que una potencia finita.

2Pero cuando la separación es infinita – y


este es el caso de la nada y del esente según Enrique de Gante –
el paso exige una potencia proporcionada a la separación, a
saber una potencia infinita. La separación infinita de los
términos de la creación permite probar la infinitud de la
potencia creadora que es la potencia voluntaria de Dios. (112)
La intensidad de la potencia es entonces proporcional a la
dimensión de la separación que salva. Cuando más grande es la
separación, más difícil es de salvar y para salvarla la fuerza
requerida ha de ser más grande. Cuando la separación es la más
grande que se puede concebir, como en el caso de los términos de
la creación, la fuerza debe ser la más grande que se puede
concebir y entonces debe presentarse como una fuerza infinita
(113). Pero ¿por qué la separación entre la nada y el esente es
infinita?
Según Escoto Enrique de Gante aporta dos pruebas de la
infinitud de la distancia entre la nada y el esente. La primer,
la hemos visto, consiste en decir que esta distancia es la más
grande que se puede concebir. La segunda declara que si hay una
distancia infinita entre la nada y el esente, es porque hay una
distancia igual entre todos los contradictorios. Ahora bien, si
la nada y el esente son contradictorios (puesto que la nada es
la negación total del esente), es lo mismo de Dios y de no-Dios.
Como la distancia de Dios y no-Dios es infinita, la distancia de
todo contradictorio a todo contradictorio es infinita . Por
consiguiente, la distancia entre los términos de la creación es
también infinita (114). Admitir que la distancia de todo
contradictorio a todo contradictorio es igual, objeta Escoto, es
confundir la distancia con la incomponibilidad. Todos los
contradictorios son igualmente incomponibles y no hay más
incomponibilidad entre Dios y no-Dios que entre lo blanco y lo
no-blanco.
Todos los contradictorios no son igualmente distantes. Lo
que caracteriza a estos opuestos que son los contradictorios es
que uno de los extremos corresponde a una afirmación y el oro a
una negación, uno de los extremos es positivo (ser esente por
ejemplo), y el otro es negativo (la nada). La distancia de un
contradictorio a otro, si se comprende como distancia positiva,
es función de uno de los extremos solamente de la contradicción,
el término positivo. Ella es relativa al grado de ser de ese
término, a su cantidad de perfección. La distancia de un
contradictorio a otro es tanto más grande cuanto el término
positivo de la contradicción es más grande, más perfecto. La
distancia de Dios al no-Dios es así [330] más grande que la
distancia del blanco al no-blanco y la del esente a la nada,
puesto que Dios es la perfección completa (115). ¿Cómo puede
Escoto justificar que la distancia de un contradictorio a otro
es función del extremo positivo de la contradicción? Porque los
contradictorios son opuestos inmediatos y entre los opuesto
inmediatos “no hay distancia intermediaria” (116). Escoto da a
entender aquí que al determinar la distancia de la nada al
esente como distancia infinita, Enrique de Gante comprende la
nada y el esente como opuestos mediatos, contraviniendo así la
afirmación de Aristóteles que quiere que no haya intermediario o
término medio entre la negación y la afirmación, es decir entre
los contradictorios (117).... [331]
(explicación aristotélica de que un intermedio sólo se da entre
los contrarios -> gris entre negro y blanco)... A partir de ahí
se comprende cómo para Escoto la visión enriquiana de la
distancia del esente a la nada sólo puede partir de una
confusión de los contrarios y los contradictorios. En otros
términos, según Escoto, Enrique de Gante trata los
contradictorios que son la nada y el esente como si se tratara
de contrarios, de opuestos mediatos y no de opuestos inmediatos
[332].
Contra la lectura enriquiana Escoto declara que el paso de
un contrario a oro no es asimilable al paso de un contradictorio
a otro. Corresponde solamente a un cambio en el sentido propio,
subraya en el Comentario de la Metafísica (125). Es por lo que
el paso de un contradictorio a otro, de la nada al esente por
ejemplo, no exige intermediario, porque “el intermediario entre
dos extremos dice el más y el menos respecto de uno y otro”
(126). Hablar de un intermediario entre dos extremos es suponer
que los extremos puede soportar el más y el menos: hay más o
menos negro, negro que tira a gris, por ejemplo. Pero los
extremos que son los contradictorios no soportan el más o el
menos: no hay más o menos nada o esente. Cuando la separación
entre los extremos no es función de un intermediario, es función
de los extremos mismos y es tanto mayor cuanto mayor es uno de
los extremos (127). Cuando no hay intermediario la separación
es, pues, infinita si el extremo más grande es infinito, y es
finita si el extremo mayor es finito. Escoto pone el ejemplo de
la distancia de Dios a la criatura:

«Ejemplo: Dios se distancia infinitamente de la criatura,


incluso si se trata de la criatura más grande posible, no en
razón de una distancia intermedia entre los extremos, sino en
razón de la infinitud de uno de los extremos» (128).
La distancia de Dios a la criatura es infinita en razón
misma de la infinitud de Dios. No es la distancia infinita de
Dios a la criatura lo que determina la infinitud de Dios, es la
infinitud propia de Dios lo que determina la infinitud de la
distancia. En otros términos, Dios no es infinito por
comparación a la criatura, como lo más grande en relación con lo
más pequeño, él es infinito en sí mismo. La infinitud de Dios no
es extrínseca y relativa, sino intrínseca y absoluta. La
infinitud de la distancia de Dios a la criatura se basa así
sobre la infinitud de la entidad divina y este distancia
infinita es una distancia de perfección. Escoto reprochará a
Enrique de Gante, y secundariamente a Tomás de Aquino, el ser
forzado a ver la infinitud de la potencia divina cono una
infinitud extrínseca, una infinitud prestada por así decirlo,
puesto que la determinan a partir de la distancia sobre la cual
se ejerce. Lo que vale para estos opuestos inmediatos que Dios y
la criatura vale también para los contradictorios [333].....
***********

b. La supresión de la sucesión

Puesto que la infinitud de la omnipotencia divina no puede


ser demostrada a partir de la creación, la vía que queda
filosóficamente pertinente es la abierta por Aristóteles en la
Metafísica y la Física. Se puede uno asombrar en la medida en
que Aristóteles ha rechazado vigorosamente la existencia de un
infinito en acto. Leyendo Aristóteles, los medievales han
encontrado en él sin embargo los filosofemas que les permitían
invocar la autoridad del Filósofo para afirmar la existencia del
infinito en acto. Escoto llegará a decir que “Todos convienen,
lo mismo Santos que Filósofos, en que el primer esente es
absolutamente infinito en acto: lo cual es evidente para el
filósofo, tercer libro de la Física, que afirma que todos
conceden que el primer principio es infinito” (138).
La vía abierta por Aristóteles no puede ser realmente
sostenida sino a condición de ser coloreada, como dice Escoto.
Hablando de la sustancia eterna, Aristóteles declara en la
Metafísica: “Ella mueve, en efecto, en un tiempo infinito
mientras que nada finito tiene una potencia infinita”, y en la
Física: “Nada finito puede mover durante un tiempo infinito
[...] en una dimensión finita no puede residir una fuerza
infinita” (139). Escoto sed apoya en estas dos proposiciones
para deducir la infinitud en acto del primer esente: “El
Filósofo aborda la primera vía, tomada del lado de la causa
eficiente en el octavo libro de la Física y el duodécimo de la
Metafísica: “Ella mueve de un movimiento infinito, ella tiene
pues una potencia infinita’” (140).
Se trata de demostrar que si la primera causa eficiente
mueve infinitamente, entonces tiene una potencia intensivamente
infinita y por consiguiente el primer esente es infinito en
acto. Una tal demostración [336] supone una coloración de los
argumentos de Aristóteles, coloración que corresponde de hecho a
una ruptura decisiva con Aristóteles, puesto que el infinito de
que habla el Filósofo no es una infinitud en acto. Esta
coloración que Escoto pone como necesaria, lo esa tanto más
cuanto que Esteban Tempier condenó a los que, remitiéndose a
Aristóteles, afirmaban: “ Dios tiene una potencia infinita en
cuanto a la duración, no en cuanto a la acción, porque una tal
infinitud no existe, salvo en un cuerpo infinito, si este
existiera” (141). La coloración se inscribe, pues, en un debate
tendido con los “filósofos, es decir no tanto con Aristóteles y
sus comentadores árabes, cuando con los artistas.
A un movimiento infinito actual de la causa eficiente
primera, Escoto sustituye un movimiento infinito posible:
«Este argumento es así reforzado en cuando al antecedente:
se concluye también para nuestro propósito si él puede mover que
se mueve al infinito, porque como este “el puede” es evidente
del primero en la medida en que él es por sí mismo, es necesario
igualmente que lo sea en acto. Aunque él no mueva con un
movimiento infinito, como lo piensa Aristóteles, el antecedente
es verdadero e igualmente suficiente para inferir la conclusión
propuesta, si el antecedente es comprendido en este sentido que
puede de su parte mover” (142).
Escoto rechaza según la fe la afirmación de un movimiento
perpetuo y por tanto infinito, porque esta afirmación es
inconciliable con la creación. Él mantiene sin embargo la
validez del argumento una vez colorado o reforzado.
Para comprender esta coloración, es decir esta substitución
de un movimiento posible a un movimiento real, hay que tener en
cuanta el estatuto que Escoto concede aquí a la eficiencia. Duns
Escoto declara en efecto que él no mira la eficiencia como una
propiedad física, sino como una propiedad metafísica (143).
Añade en seguida que Averroes se equivocó criticando a Avicena
sosteniendo que pertenece sólo al físico demostrar que Dios
existe. Esta comprensión metafísica, y no física, de la
eficiencia no se limita a una oposición de pretensiones de dos
saberes, ella encuentra su motivo no aparente en la voluntad. Se
ve mal en efecto cómo sería posible tratar la voluntad en físico
sin reducirla a lo que ella no es en absoluto, a saber [337] un
agente natural. Hablar como físico, en efecto, es mantenerse en
el plano de la causalidad natural y no tener más objeto que los
agentes naturales de los cuales lo propio no es el actuar sino
el movimiento. La voluntad queda inaccesible a la física y no
puede por tanto ser abordada sino metafísicamente. Se tratará
por tanto de hablar de un movimiento metafísico y no de un
movimiento físico.
De golpe nos encontramos situados en el orden metafísico
del posible. También el posible de que se trata aquí indica un
poder mover. Si una causa eficiente tiene el poder de causar
efectos, ella puede causar tales efectos incluso si ella no los
causa actualmente en la medida misma en que ella posee siempre
la fuerza causativa, no en potencia, sino en acto. El primer
eficiente posee de por sí, en su potencia activa, el poder
producir efectos independientemente de la realización de los
mismos, esta potencia no pasando de la potencia al acto, porque
en el acto primero ella está in fieri. Este infieri caracteriza
la voluntad cuyo actuar es irreducible a la diferenciación
aristotélica de la potencia y del acto. (144). En este sentido,
como lo mostrará por otra parte la cuestión VII del Quodlibet,
el poder mover, el possit de que habla Escoto aquí. Es
indisociable del automovimiento. Hablar de una causa que puede
mover con un movimiento infinito, y no simplemente de una causa
que mueve actualmente con un movimiento infinito, es insistir
en la idea de que esta causa, en su propia potencia activa,
tiene el poder de producir un efecto infinito. Es por lo que, si
el primero tiene el poder real de mover infinitamente, tiene la
potencia infinita. Pero este poder no lo tiene más que en la
medida en que es voluntad.
La sustitución del posible al actual sitúa el argumento de
Aristóteles en la perspectiva de otro infinito distinto del
infinito del movimiento físico. La coloración escotiana,
insistiendo sobre el “possit”, sobre el poder mover, elimina el
infinito malhadado de Aristóteles, el que corresponde a la
sucesión interminable del finito y en consecuencia a la
imposibilidad del infinito en acto. Hablar de un movimiento
infinito posible, en lugar y sustitución de un movimiento
infinito actual, suspende el infinito malo y nos coloca en la
perspectiva de la infinitud intensiva en acto. Pasamos en efecto
de un movimiento a un actuar, como lo hará, por otra parte,
Escoto en favor de su debate con Enrique de Gante.
Ala coloración del antecedente responde la del consecuente
(“él tiene una potencia infinita”). Pero aquí Escoto, tanto en
la Ordinatio como [338] en el Tratado del Primer Principio, se
va a imponer un rodeo. No aplica inmediatamente su propia
coloración de la consecuencia. Esta va a ser ganada al término
de un debate con Enrique de Gante del que la Lectura nos expone
más explícitamente los momentos. Cuando Escoto declara en la
Ordinatio que las coloraciones de la conclusión propuestas al
principio deben ser invalidadas, se refiere a la coloración
enriquiana de la proposición de Aristóteles que en la Lectura
corresponde a dos argumentos.

El primer argumento de Enrique de Gante enuncia que cuando


una causa produce un efecto en su poder, entonces todos los
efectos que son sucesivamente producidos son simultáneamente en
poder de esta causa porque el agente que causa estos efectos no
puede recibir de otro su fuerza de acción. Él posee por tanto
simultáneamente en su fuerza causativa todos los efectos que son
producidos simultáneamente (145). Como el primer eficiente actúa
desde sí mismo y no en virtud de otro, él tiene entonces en su
virtus causativa todos los efectos sucesivamente producidos, que
son infinitos en potencia; posee, pues, una potencia infinita.
En esta coloración enriquiana la sucesión juega un papel de
primer plano, y es ésta la que Escoto contempla en su crítica.
Hablar de sucesión es hablar de una producción temporal. La
infinitud del primer eficiente sería afirmada respecto de la
infinitud temporal de una producción, como lo dice
explícitamente Enrique de Gante en la Suma (146). Lo que hace
que la potencia del primer eficiente sea infinita según
Enrique se funda en la duración infinita de su acción. Del hecho
de que puede durar de por sí continuando su acción durante un
tiempo infinito, el primer eficiente tiene una potencia
infinita. Enrique de Gante no contempla aquí un movimiento mas
una acción: no mira al primer eficiente como un primer motor
sino como un agente voluntario. En este sentido, no se coloca en
el ámbito de la física. Pero la forma conque prueba la infinitud
de la potencia de la primer causa eficiente muestra que no
obstante todo se queda sin saberlo sobre el plano de la física.
Esto se manifiesta por el lugar que concede a la duración.
Escoto objetará que la duración no tiene nada que ver, porque,
dice, “una mayor duración no añade perfección alguna. La
blancura no es más perfecta si permanece un año que si dura un
día”, también “del hecho de que un agente tiene en su virtud
activa de mover un movimiento infinito simultáneamente, no se
sigue una mayor perfección aquí que allí, si no es que el agente
mueve por tiempo más largo y de por sí” (147). Es insostenible
la afirmación que quiere que de una duración infinita de la
acción, se puede concluir en una [339] infinitud de la potencia.
La duración infinita no corresponde a esta infinitud intensiva
que debe caracterizar al primer esente, es una infinitud
potencial, la de una sucesión infinita de momentos temporales.
Manteniéndose como Aristóteles en el plano de la sucesión,
Enrique no puede llegar a probar la infinitud intensiva de la
potencia de la causa primera que, en cuanto infinita intensiva,
está fuera de al sucesión. No se puede pues concluir de una
sucesión indefinida a una potencia infinita. Como lo dice
Gilson, “El argumento de Aristóteles no está sin reproches,
precisamente porque la infinitud del movimiento no autoriza a
concluir más que una infinitud de duración y de potencia motriz,
lo cual no es la infinitud pura y simple de la esencia” (148).
Más precisamente en la coloración enriquiana del argumento de
Aristóteles que no esta sin reproches puesto que se queda en el
terreno de la sucesión que no es el del infinito en acto. En el
corazón del debate con Aristóteles y Enrique de Gante, hay una
crítica incisiva de la sucesividad, como lo muestra todavía la
refutación por escoto de la segunda prueba de Enrique de Gante.
La segunda prueba es enunciada de la manera siguiente en la
Lectura: “Por lo mismo, si el primer motor mueve en un tiempo
infinito, puede produce una infinidad de efectos sucesivamente,
porque puede producir cualquier cosa en cualquier movimiento, y
esto por su fuerza; pero tener en su fuerza causativa la
potencia de producir una infinidad de efectos, es tener una
potencia infinita” (149). Como lo indica la Suma de Enrique y la
crítica que le hace Escoto, es todavía la sucesión lo que está
aquí en cuestión. Enrique sostiene en efecto que la potencia
activa divina es infinita porque puede producir una infinitud de
efectos sucesivos en un tiempo infinito (150). La infinitud de
la potencia es aquí función de una pluralidad de efectos
distribuidos según la sucesión. Porque mueve durante un tiempo
infinito la causa primera puede producir sucesivamente una
infinidad de efectos y, en razón de esto, debe ser dicha
infinita. La pluralidad de efectos distribuidos según la
sucesión responde entonces Escoto, no es un argumento que pruebe
la infinitud intensiva de la potencia del agente, porque
«no es mayor perfección producir muchos individuos de la
misma especie sucesivamente que uno solo en el mismo tiempo,
como el calor no tiene mayor perfección cuando produce mayores
cosas calientes [340] sucesivamente que cuando sólo produce una
sola» (151).
En la Ordinatio declara de una manera decisiva que “la
infinitud intensiva en el agente no se sigue del hecho de que
puede un número infinito sucesivamente más que del hecho de que
podría solamente dos” (152). La infinitud que Enrique de ante
deduce de la producción sucesiva de una infinidad numérica de
efectos no es una infinitud intensiva sino una infinitud
extensiva y , más precisamente una infinitud potencia que queda
en el orden del uno después del otro, de la sucesión. El
conjunto de efectos, aun siendo en número infinito, se queda en
un conjunto finito puesto que está estructurado por la sucesión,
según la cual no se obtiene más que una adición indefinida del
finito al finito. Produciendo según una sucesión infinita un
número infinito de efectos, como Enrique dice, (153), la primera
causa no produciría cada vez más que un finito. Es por lo que no
es una mayor perfección producir una infinidad numérica de
efectos en un tiempo infinito que producir uno solo en un solo
momento. Enrique no atiende a una potencia infinita en acto,
sino a una potencia infinita en potencia que se queda de hecho
en una potencia finita, y esto porque se queda en el orden de lo
sucesivo.
Para poseer un infinito intensivo, es necesario romper con
el orden de la sucesión, substituir al sucesivo lo simultáneo.
Un agente intensivamente infinito no produce sucesivamente sino
simultáneamente. De ello resulta que la conclusión de
Aristóteles exige ser coloreada prescindiendo de la sucesión.
Escoto propone, pues, su propia coloración evitando toda
referencia a la sucesión. En el tratado del Primer Principio,
sostiene en efecto:
«Su tú probaras que él puede causar al mismo tiempo una
infinidad, yo concedería que él sería una potencia infinita; no
es ello así si él causa sucesivamente» (154).
El pasaje paralelo de la Ordinatio declara de su parte que
“ si pudiera causar simultáneamente una infinidad, su potencia
sería infinita y por consiguiente si el primer agente tuviera la
potencia de causar simultáneamente una infinidad, por tanto que
es de sí, él podría producirla simultáneamente, aunque la
naturaleza del efecto no lo permite” (155). Al successive de
Enrique, escoto opone un simul y es de [341] este simul
solamente del que se puede deducir la infinitud en acto de la
potencia. Sola puede ser intensivamente infinita l potencia que
puede producir una infinitud en acto, una infinitud fuera de la
sucesión. El simul es,pues, la vía de la infinitud en acto del
primero. Con él, no caemos en el infinito malo extensivo de la
sucesión, sino que, fuera de la sucesión, obtenemos el infinito
bueno intensivo. La crítica que Ockham emprenderá de la
demostración de Escoto no logra su objetivo en la medida en que
ella se queda también en el terreno de la sucesión. Ockham
retiene de Escoto que producir una infinidad sucesivamente no
requiere una casa infinita, pero él objeta a Escoto que una
causa no puede producir efectos infinitos más que durante un
tiempo infinito. Rechaza, por tanto, el cambio escotiano de lo
sucesivo a lo simultáneo.
Eliminando la sucessividad en provecho de la simultaneidad,
Escoto puede entonces avanzar su propia prueba de la infinitud
en acto del primer esente:
«Yo pruebo la infinitud de la manera siguiente: Si el
primer esente poseyera toda causalidad formalmente y
simultáneamente, aunque los causables no pudieran ser puestos al
mismo tiempo en el ser, él sería infinito, porque, en lo que de
él depende, el podría producir una infinitud; y pode
simultáneamente implica una mayor potencia intensiva. Por tanto,
si él poseyera toda causalidad más perfectamente que si la
poseyera formalmente, la infinitud intensiva se seguiría tanto
más. Pero él posee toda causalidad que las cosas pueden tener en
ellas mismas, más eminentemente que formalmente» (156).
La prueba de la infinitud pone en juego a la vez el posible
y la simultaneidad. Ella sostiene en efecto que la infinitud en
acto remite a una causa que puede producir simultáneamente todo
los efectos composibles, todos los causables. Esos causables no
son otros que los posible reales. La potencia de la causa
primera no se refiere solamente al hecho de que ella podría
causar simultáneamente todas las cosas existentes, hayan
existido o que existirán. No se refiere sólo a lo efectivo,
llega también a los posibles reales que no encontrarán nunca su
realización, pero que no se quedan como menos posibles en cuanto
que son composibles y conservan su aptitud para ser. [342]
Sola la potencia que se refiere a todos los posibles puede
ser una potencia infinita. Pero sólo es infinita si se refiere a
todos los posibles y no de manera sucesiva. Escoto insiste en
ello cuando afirma q e la potencia infinita es la “que, por lo
que se de sí misma, posee simultáneamente toda la causalidad y
puede simultáneamente una infinidad de efectos si son
simultáneamente factibles” (157). La potencia infinita no está
limitada por el orden real, ella abraza todos los órdenes
posibles, pero de tal suerte que ningún orden la puede limitar.
Ella excluye igualmente todo límite a parte rei y supone por lo
mismo la reducción de las ideas en Dios. La potencia infinita
es, pues infinita en que puede simultáneamente una infinidad de
efectos composibles,de tal suerte que en su infinitud, no sólo
excede todos los efectos reales sino también todo los efectos
no reales pero realizables, aunque no sean nunca realizados.

La primera causa eficiente tiene tanto más un potencia


intensivamente infinita cuanto que posee simultáneamente y de
manera eminente toda la causalidad de las causas segundas,
puesto que es una causa primera. En el orden metafísico de las
causa – y la deducción de la infinitud se halla en un plano
metafísico – la causa primera no causa inmediatamente la
totalidad de los efectos. Se requieren las causas segundas. Pero
esto no significa que la causalidad de las causas segundas se
añada a la causalidad de la causa primera,porque esto sería
sostener que la causa primera no puede ser infinita si no se le
añade una infinidad de causas segundas. La infinitud de la causa
primera no podría entonces pensarse más que en término de
adición y una tal infinitud no sería más que una infinitud
extensiva.
En respuesta a una objeción que dice que a causa primera no
podría producir una infinitud de efectos si no se prueba que
puede pasar de las causas segundas, Escoto responde que esta
objeción sostiene lo que los filósofos mismos no han sostenido,
a saber, que la causalidad de las causas segundas añade una
perfección a las causalidad de la causa primera. La objeción es
insostenible porque “las causas segundas no se requieren para
añadir una perfección en la causalidad, ya que entonces el
efecto el más alejado de la causa primera sería más perfecto
porque requeriría una causa más perfecta. Pero si las causas
segundas son requeridas con la causa primera, según los
Filósofos, es en razón de la imperfección del efecto, a fin de
que el primero pueda causar, con alguna [343] causa imperfecta,
un efecto imperfecto que, según ellos, él no podría causar
inmediatamente” (158). Nunca las causas segundas pueden añadir
perfección a la causa primera, si no ella no sería primera. En
cuanto causa primera, posee de sí toda perfección. Y no se puede
uno apoyar en los argumentos de los filósofos para afirmarlo,
puesto que ellos no han justificado el recurso a las causas
segundas sino por la imperfección del efecto: la causa primera
no tiene, según ellos, necesidad de las causas segundas sino
es para causar un efecto imperfecto que ella no podría causar
sola por razón de su perfección. Pero aún más, en el orden
esencial de las causas, las causas segundas tienen su poder
causal de la causa primera. La causa primera contiene entonces
eminentemente el poder causal de todas la casas segundas. Por
consiguiente, si se ponen causas segundas – lo que es requerido
en una demostración metafísica - no se puede sostener que la
causa primera tiene necesidad mismo de las causas segundas para
que su causalidad sea perfecta. Puesto que ella posee toda
causalidad a título de causa eminente, le basta ser la causa
eficiente eminente para ser infinita en acto (159).
La potencia infinita que se considera aquí no es otra cosa
que l omnipotencia en sentido metafísico, tal como Escoto la
define en la distinción 42 del primer libro de la Ordinatio. En
esta distinción Escoto propone efectivamente dos comprensiones
de la omnipotencia divina, una comprensión metafísica y una
comprensión estricta, la comprensión teológica. Según la primera
comprensión se dice todopoderoso “el agente que puede todo lo
que es posible, mediata o inmediatamente. En este sentido, la
potencia activa del primer eficiente es una omnipotencia en la
medida en que se extiende a todo efecto en cuanto que es causa
próxima o lejana” (160). Esta definición metafísica de la
omnipotencia corresponde punto por punto a la de la potencia
activa infinita de que habla Escoto en su deducción de la
infinitud en acto del primer (esente). En efecto, ella es una
potencia más eminente que toda otra potencia, una potencia que
contiene eminentemente la potencia de todas las causas segundas.
Ella es también una potencia que se extiende a todo efecto real
o posible en cuanto causa próxima o remota. Este posible al que
ella se extiende no es un posible solamente lógico, mas un
posible real, como lo dice explícitamente Escoto en la cuestión
VII del Quodlibet, donde declara que la omnipotencia “es una
potencia en relación con lo posible, no de una manera general,
en el sentido en que el posible [344] es opuesto al imposible ni
en el sentido en que, convertible con lo producible, es opuesto
a lo absolutamente necesario de por sí. Pero ella está en
relación con lo posible en la medida en que él es idéntico a lo
causable porque es el término de una potencia causal” (161).

Demostrar metafísicamente la infinitud de la potencia del


primer eficiente es demostrar metafísicamente la omnipotencia
divina. El primer esente no es, pues, infinito en acto sino en
la medida misma en que es todopoderoso y no es todopoderoso,
metafísicamente hablando, más que a título de causa poseyendo el
automovimiento, el poder de producir simultáneamente una
infinitud de efectos posibles o reales y el poder de actuar de
manera contingente. No es, pues, infinito en acto más que a
título de voluntad. Sin embargo esta demostración metafísica de
la omnipotencia no llega a la omnipotencia en sentido propio,
la omnipotencia en sentido teológico, porque en el sentido
teológico:
«Se dice todopoderoso el que puede todo efecto y todo lo
que es posible (es decir todo lo que no es necesario de por sí y
que no incluye contradicción) sin cooperación alguna de ninguna
causa agente» (162).
La omnipotencia en sentido propio, en sentido teológico, es
no sólo la potencia real de causar todo, sino también la
potencia que puede causar todo inmediatamente, sin intermediario
de causas segundas. En este sentido, ella supera el orden
esencial de las causas en la medida misma en que este orden
supone la posición de las causas segundas. Ahora bien, una tal
potencia no puede ser demostrada metafísicamente porque la
metafísica no puede pasar del orden esencial de las causas y no
puede, por tanto, demostrar la existencia de una omnipotencia
como poder inmediato de causar todo (163). La omnipotencia
propiamente dicha queda inaccesible a la metafísica. No puede
ser para la razón humana más que objeto de fe.Escoto descarta
con esto toda identificación posible de la omnipotencia divina,
teológicamente entendida, con la potencia infinita. La
pretensión de demostrar, con los recursos de la metafísica, la
omnipotencia divina es insostenible. La separación entre el
discurso teológico y el discurso metafísico es irreductible. Sin
embargo esta omnipotencia en el sentido teológico constituye el
último término de la deducción de la infinitud.
Por lo mismo que el concepto de ens infinitum es el
concepto más perfecto que el viador puede lograr acerca de Dios,
el concepto de potencia [345] infinita es el concepto el más
perfecto que él puedo lograr de la omnipotencia divina. Se
debería incluso decir que el concepto de voluntad infinita es el
concepto el más perfecto que podemos tener de la voluntad divina
e incluso de Dios.

d. La causalidad infinita come causalidad libre

Considerar una causa eficiente primer infinita en acto no


es otra cosa que contemplar una voluntad infinita. La respuesta
a los argumentos principales de la cuestión 1 en la segunda
distinción del primer libro de la Ordinatio lo muestra
explícitamente y permite percibir por qué Escoto exigía que el
primer (esente) sea entendido como voluntad, antes incluso que
se afronte la deducción de la infinitud. Nosotros nos
detendremos ante todo aquí sobre la respuesta al último
argumento principal contra la existencia de un esente primero
infinito en acto. Pero como el corazón del argumento de Escoto
se presenta ya en la respuesta al primer argumento principal,
nos referiremos al mismo.

El primer argumento contra la existencia de una causa


eficiente primera infinita en acto afirma que una tal causa es
incompatible con la existencia del mal y de la contingencia. El,
en razón de esta infinitud, excluye la posibilidad misma de la
existencia del mal resulta de ello que no puede sostiene en
efecto que si la primer causa es infinita en acto, su potencia
es tal que no puede conceder lugar a cosa que le sea contraria.
Si, por ejemplo existe una cosa de bien que sea infinita en
acto, de ello resulta que no puede existir mal en el universo,
porque un bien infinito en acto, en razón de esta infinitud
excluye la posibilidad misma de la existencia del mal (si se
prosigue con esta argumento, se llega realmente a la conclusión
que de que la existencia de un infinito en acto excluye de
rechazo la existencia de todo esente finito). En estas
condiciones la existencia innegable del mal en la universo es la
negación misma de la existencia de un esente infinito en acto
(164). Escoto, lejos de rechazar directamente este argumento,
parece contentarse en un primer momento con corregir el tenor,
puesto que declara que “la causa infinita, activa por necesidad
de naturaleza, no sufre cosa alguna que le sea contraria” (165).
La corrección escotiana es aquí decisiva que precisa que la
causa infinita no excluye todo contrario que si ella es una
causa que actúa por necesidad natural. En efecto Escoto separa
el terreno de la incompatibilidad. La incompatibilidad no se
sostiene en el hecho de que la causa sea infinita solamente,
sino en que ella es concebida como infinita en acto y [346]
natural (166). En otros términos, el obstáculo no afecta a la
infinitud,como lo afirma el argumento, sino a la naturalidad de
la causalidad. ¿Por qué? Porque una causa actuante naturalmente
actúa según lo último de su potencia.
A la causa natural le falta esencialmente el poder sobre
sus actos: no puede abstenerse de actuar y cuando actúa, no
tiene poder de moderar sus actos. Poner una causa natural
infinita en acto implica entonces que los efectos de esta causa
son infinitos en acto y de la misma naturaleza que ella. La
existencia del mal no prueba, pues, que no existe esente
infinito en acto, prueba sólo que esta esente no puede ser
comprendido como una causa natural. Pero poner la cuestión de la
existencia del mal, es siempre para un pensador medieval, poner
la cuestión de la contingencia. Comprendemos mejor la
importancia de la corrección de Escoto porque, por ella,
descarta de golpe la solución tomada de Aristóteles, la que
afirmaría la contingencia en el mundo concediendo al primer
esente una causalidad necesaria que sólo le puede pertenecer en
razón de su perfección.
Es directamente contra lo que se apoyan en Aristóteles para
afirmar la necesidad de la causalidad del primer esente, por lo
que Escoto subraya la pertinencia del argumento corregido. Los
que siguen a Aristóteles no han visto efectivamente que su
posición no permitía salvar la contingencia comprendida desde
entonces en término de acontecimiento. Son, pues, consecuentes
no los que pretenden salvar la contingencia poniendo un primer
infinito en acto actuando por necesidad natural , sino los que
ponen que este primer actuante por necesidad natural no puede
ser sino finito. En estas condiciones se puede sostener que esta
última posición sería más próxima a la de Aristóteles y que
Escoto miraría de hecho aquí a través de Aristóteles, en un
gesto que le es familiar, no Aristóteles mismo, ni siquiera sus
comentadores de lengua árabe, sino los pensadores cristianos que
se apoyan en él.
¿No existen sin embargo más que estas dos vías? No., y
Escoto abre justamente aquí la tercera vía, la que establece la
compatibilidad de la contingencia (o del mal) y de la
causalidad infinita en acto. La causa infinita en acto no es
compatible con la contingencia más que si ella es comprendida
como voluntad, que solo ella es un agente libre y esto por dos
razones.
La primera, lo hemos visto, es que la contingencia como
acontecimiento no puede tener por principio más que el querer.
La segunda, es que sola una voluntad tiene el poder sobre
sus [347] actos, de tal suerte que puede moderarlos y o producir
efectos diferentes de ella.
Esto viene a decir que la causa primera no puede ser puesta
como causa infinita en acto sino porque es una voluntad infinita
en acto. Para salvar a la vez la contingencia y la infinitud el
primer esente no puede ser pensado más que como voluntad. Lo que
está en el corazón de la discusión escotiana del primer
argumento, es la afirmación de que el infinito es concebido como
voluntad. La discusión del último argumento permitirá
comprenderlo todavía mejor.
A partir de la afirmación de Aristóteles que dice que “nada
de finito puede mover durante un tiempo infinito” (167), el
último argumento niega que pueda haber una potencia infinita en
acto, porque si existiera una tal `potencia, ella movería fuera
del tiempo, lo que es contradictorio con el movimiento mismo
(168). Es que el movimiento implica rigurosamente el tiempo.
Según la objeción, no podría más que potencia finita y es lo que
sostendría Aristóteles mismo, porque la infinitud es
incompatible con el tiempo. Esta objeción es ya presentada en el
Gran Comentario de la Metafísica de Averroes (169). Ella
encuentra de hecho su fuente en el texto mismo de Aristóteles,
porque Aristóteles, tratando de probar que una fuerza infinita
no puede residir en una magnitud finita – y no existe más que
magnitud finita – afirma que “bajo la acción de una cosa
limitada pero teniendo una fuerza infinita, necesariamente el
paciente padece, y más que por una acción distinta; `porque la
fuerza infinita es más grande que cualquier otra. Y sin embargo,
en lo que concierne al tiempo de esta acción, no se puede
asignar ninguno” (170).
Contra esta objeción, tal como él la formula, Escoto
recalca sutilmente que el tenor del libro VIII no es la
negación de la infinitud en acto de la potencia del primero
motor, sino la negación de su extensión. Lo que Aristóteles
prueba aquí, sostiene Escoto siguiendo el comentario de
Averroes, no es que la potencia del primero es finita, sino que
ella no es infinita en grandeza, en extensión. La objeción
des`laza ilegítimamente el tenor del texto en cuestión: ella
substituye a la incompatibilidad de la infinitud y de la
magnitud (grandor, tamaño) la de la infinitud y del tiempo, de
la que el texto de Aristóteles no trata. Más precisamente, la
objeción olvida que la infinitud en extensión siendo excluida
por Aristóteles, el libro VIII prueba solamente que si una
potencia es infinita en grandor, y sólo infinita en grandor,
ella mueve entonces fuera del tiempo. Ahora bien, el movimiento
[348] que caracteriza la potencia infinita en extensión no puede
ser más que el movimiento propio o movimiento local, como lo ha
establecido Averroes (171). Es por lo que Escoto precisa, en su
respuesta a la objeción, que la potencia infinita de que habla
Aristóteles no mueve propiamente, es decir localmente, porque
entonces tendría que ser infinita en extensión. No es
contradictorio poner una potencia infinita de la causa primera,
pero es contradictorio pensar esta potencia infinita como una
potencia extensa moviendo localmente, porque movería fuera del
tiempo. Para una tal respuesta Escoto no se separa de la lectura
de Averroes. Es Averroes en efecto el que, en respuesta a las
feroces críticas de Jean Philipon sobre la eternidad del
movimiento, establece que los cuerpos tienen en propio la
potencia local y que esta potencia local no puede ser infinita,
porque entonces los cuerpos celestes no moverían en el tiempo.
Pero Escoto se separa decisivamente de la interpretación de
Averroes cuanto el sostiene que “si la potencia es infinita y
obra por necesidad natural, ella actúa fuera del tiempo” (172).
Dicho de otro modo, la conclusión que afirma que la potencia
infinita actúa fuera del tiempo sólo es admisible si precisa que
esta potencia sólo actúa por necesidad natural. Si la potencia
no actúa en el tiempo, esto no depende del hecho de que es
infinita, depende del hecho de que ella es comprendida como un
agente natural como lo mostrará la refutación de la tesis de
Averroes.

Después de haber mostrado con Averroes, que la potencia


infinita de la primera causa no es infinita en grandor y que no
puede por ello mover localmente, Escoto eleva una duda que
introduce en la refutación de la tesos de Averroes.
¿Cómo puede haber movimiento local, pregunta Escoto, si el
primer motor no mueva localmente?
O, para retomar los términos de Averroes, ¿cómo el cielo
puede moverse si el primer motor que lo mueve no mueve
localmente?
El comentario de Averroes presenta una solución a esta
duda, solución que vamos a ver que no es sostenible.
A la objeción que sostenía que si el cuerpo celeste es
movido por una potencia infinita, esta `potencia mueve el cielo
fuera del tiempo, Averroes responde que “el movimiento, como lo
ha demostrado ya, se compone de dos motores: el uno tiene una
motricidad finita (es el alma que hay en él); el otro tiene una
motricidad infinita (es la potencia que no es materia). [349].
En consecuencia, en la medida en que es movido por la potencia
finita que hay en él, él se mueve en el tiempo” (173). La
solución de Averroes no salva la implicación temporal del
movimiento más que poniendo la cooperación de la potencia
infinita del primer motor y de la potencia finita del movido.
Una tal solución concede de hecho lo esencial a la objeción, a
saber, que la primer causa, considerada en ella misma, no puede
mover temporalmente. Sólo mueve temporalmente con la cooperación
de la causa segunda.
¿Por qué Averroes se siente obligado a recurrir a la
cooperación de la causa segunda?
Porque concibe el primer motor como un agente natural y no
como un agente libre. Ahora bien, concibiendo el primer motor
como un agente natural, Averroes no ve que esta concepción
excluye de golpe toda posibilidad de una cooperación de la
potencia infinita con la potencia finita, de la causa primera
con las causas segundas. Escoto remite aquí explícitamente a su
refutación de Averroes en la distinción 8. ¿Qué dice esta
refutación? Dice que si se admite que la causa primera actúa
naturalmente, no puede entonces actuar en cooperación con una
causa segunda porque en cuanto agente natural actúa según lo
último de su potencia:
«Si la primera causa causa necesariamente, causa
todo lo que ella puede causar. Ahora bien, puede causar de por
sí todo lo causable, como ya lo he probado – causa, pues, todo
lo causable. Ninguna causa segunda puede causar cosa alguna»
(174).
Es que la causa primera, en razón misma de su primidad,
posee la causalidad de la causa segunda y puede en el mismo
golpe causar todo lo causable inmediatamente y con la causa
segunda (175). Así pues, si la causa primera posee una fuerza
infinita y actúa por necesidad natural, se llega entonces a
contradicciones insuperables como lo muestra la refutación de la
posición de Averroes. Esta refutación se realiza en dos momentos.
En primer lugar, Duns Escoto prueba que si la causa primera
tiene una potencia infinita y obra necesariamente, no puede
exigir la cooperación de la causa segunda, lo cual es
contradictorio con el orden de las cosas tal como lo ve la razón
del filosofante. Según el ordo rerum la causa primer no puede
excluir el concurso de las causas segundas. Sin embargo, si la
causa es un agente natural, ella obra según lo último de su
[350] potencia y si su potencia es infinita, obra entonces
infinitamente y no puede abstenerse de hacerlo. De lo que
resulta que causa todo lo que puede causar. Como la causa primer
posee eminentemente la causalidad de las causas segundas,
excluye toda cooperación de las causas segundas (176). La idea
de una causa primer poseyendo una potencia infinita y actuando
necesariamente es totalmente contradictoria con la idea de una
cooperación de causa segundas.
En segundo lugar, si ella es un agente natural, sólo puede
actuar fuera del tiempo, porque obra siempre según el más algo
grado de su potencia, que es infinito. Lo que una potencia
finita obra sucesivamente, se cumple en un instante por una
potencia natural infinita. La implicación, por tanto, es que hay
que renunciar no solamente a la idea de que los movimiento
celestes se realizan en el tiempo, sino más radicalmente todavía
a la idea de que hay corrupción y generación en las cosas
inferiores, puesto que la corrupción y generación son
movimientos que se cumplen temporalmente, sucesivamente.
Llevando más allá que los filósofos las implicaciones mismo de
la aceptación de una potencia natural infinita, Escoto muestra
que hay incompatibilidad completa entre la afirmación de la
corrupción y la de la generación en las cosas inferiores de una
parte y de la posición de una potencia natural infinita de otra
(177).
Todas las contradicciones a que lleva la concepción de la
primera causa como agente natural dotada de una potencia
infinita se eliminan desde el momento en que la primera causa es
comprendida como un agente libre y, por tanto, como voluntad.
No es en razón de su infinitud por lo que la potencia infinita
no puede actuar en le tiempo, como lo afirma Averroes, es en
razón de su comprensión como potencia necesaria, comprensión a
la que la razón filosofante se ve precisada. Enrique de Gante lo
había ya demostrado en la Suma en oposición al argumento de que
una potencia infinita sólo puede actuar fuera del tiempo, la
necesaria distinción entre los modos de la naturaleza y de la
voluntad (178). La potencia infinita de Dios no mueve
naturalmente, mueve por entendimiento y voluntad. No mueve,
pues, según todo su vigor. Es por lo que, añade Enrique, puesto
que su acción o es proporcionada a su naturaleza, sino que está
a disposición de su voluntad, ella puede mover en el tiempo, a
pesar de ser infinita (179). En Escoto el argumento de Enrique
es reelaborado. Lo que aparece en primer plano es la
contingencia de la acción divina ad extra. Desde que se
comprende la primera causa como un agente que obra [351] de
manera contingente, como una voluntad, entonces la
incompatibilidad de su acción y del tiempo desaparece porque
“como está en su poder hacer o no hacer, así lo está en obra en
el tiempo o fuera del tiempo” (180). El argumento de la
contradicción entre la infinitud y el tiempo desaparece ante el
obrar voluntario, porque la voluntad en cuanto voluntad puede
justamente soportar la contradicción. Porque la voluntad tiene
sus actos en su poder, que los puede intensificar o
desintensificar, y asó obra en el tiempo y fuera del tiempo,
“es fácil de salvar que el primer (esente) mueve el cuerpo en el
tiempo aunque él sea de una potencia infinita” (181). En razón
de la contingencia de su acción ad extra, el primer agente como
voluntad puede obrar fuera del tiempo, sucesivamente o no
sucesivamente.

La primera causa no puede tener una potencia infinita en


acto más que si es una voluntad. Dicho de otro modo, dados los
callejones sin salida a los que conduce la comprensión
racionalizante del primer esente como agente necesario e
infinito, es solamente a título de voluntad como el primer
esente puede ser infinito en acto. La libertad se presenta bien
entonces como la condición misma de la infinitud y comprendemos
mejor por qué la deducción del infinito presuponía la
comprensión del primer ser como voluntad. Ahora bien, precisa
Escoto, los filósofos no han podido pensar el primer ser como
voluntad y por consiguiente no han podido establecer la
infinitud en acto del primer esente. Si ello no lo han podido,
es porque aquí la lógica de la razón llega a su límite y debe
ceder el paso a la lógica de la fe.

La deducción del infinito no presupone sólo que el primer


ser es voluntad, es también conducida a ello en razón de los
callejones sin salida a los que la razón filosofante se ve
reducida. En su misma marcha, la razón filosofante sólo puede
desembocar en la conclusión de que el infinito en acto es de
principio voluntad en acto, pero esta conclusión se le escapa
como lo afirma implícitamente Escoto cuando opone los cristianos
a los filósofos:
«Pero el argumento no presenta dificultades para los
cristianos que dicen que Dios actúa de forma contingente» (182).
Si la razón filosofante no ha podido establecer que Dios
puede causar de manera contingente, como lo afirma la distinción
42 del primer libro de la Ordinatio, le es igualmente imposible
establecer que Dios es infinito [352] en acto. Con el infinito
en acto la razón hace una “experiencia del límite”, es
“solicitada a confesar su impotencia, en contraste con la
autosuficiencia teorizada por los Maestros de la facultad de
artes” (183), pero esto vale igualmente pala la libertad, lo
cual no es extraño en razón de la dimensión voluntaria del
infinito en acto. En la deducción del infinito la lógica de la
razón (es decir, del entendimiento) se borra, al término, ante
la lógica de la voluntad (que es la verdadera lógica de la
razón, porque, como hemos visto, la verdadera potencia racional
es la voluntad).

3. La afirmación de un amor natural del infinito


La prueba de la existencia de un infinito en acto no pone
sólo en juego la libertad divina sino también la libertad humana
como lo muestra la tercera vía de la Ordinatio, la vía por el
fin. La inscripción de el infinito en acto se presenta entonces
como una implicación de la voluntad, más allá de toda
diferenciación de la misma en voluntad divina y en voluntad no
divina. La diferenciación de un amor natural del infinito por
esta voluntad finita que es la voluntad humana es un momento
central de la prueba por el fin. Hablar de un amor natural de
infinito, es sostener que, sin estar informado por la gracia, la
voluntad humana puede por ella misma amar el infinito hasta el
más alto punto. Si el amor del infinito supusiera la gracia, si
fuera un amor sobrenatural, no podría constituir un argumento de
una prueba metafísica de la existencia del infinito en acto.
Porque la voluntad humana es capaz de un amor natural del
infinito, resulta que el infinito no puede menos de existir. NO
hay más precisamente una inclinación natural de la voluntad
humana al bien infinito que la experiencia de la delectatio
atestigua, y esta atestación es la de una libertad en la medida
misma en que la inclinación natural de que aquí se trata no es
otra cosas que la affectio iustitiae, “libertad innata de la
voluntad” como dice Escoto. La existencia del infinito en acto
no está solamente establecido a partir de la voluntad divina
como lo afirma Landry, ella está totalmente establecida a partir
de la libertad humana. Pues bien, en esta perspectiva la prueba
de la existencia del infinito en acto no va sin una
infinitización de la voluntad humana. La infinitización de la
voluntad humana es por esta razón implicada en la deducción del
infinito en acto. [353].

a. La experiencia de la delectatio

EN la tercera vía de la prueba de la existencia del infinito


Escoto escribe que la voluntad humana “no puede desear o amar
alguna cosa más grande que todo finito como el entendimiento
puede entender también” (184). La voluntad humana, aunque sea
una voluntad finita, no queda fijada en lo finito por grande que
sea. Tiene el poder de desprenderse de lo finito y dirigirse
hacia una cosa que excede todo finito. Si se pone la cuestión de
saber de qué amor es capaz la voluntad humana, hay que responder
que no solamente es capaz de un amor finito, sino también de un
amor del infinito. Más precisamente, ella es mismo capaz de
amar el bien infinito más que el todo bien finito, de amarlo de
modo supremo. El acto más intenso y el más alto del que la
voluntad humana es capaz no es pues un acto de amor finito, sino
un acto de amor del infinito. Ahora bien, ahí se trata de un
amor natural, es decir de un amor que procede de la voluntad
humana sola, sin auxilio divino y sin moción divina. Escoto lo
subraya cuando escribe que “de sí, sin habitus, prontamente y
con placer la voluntad libre quiere el bien infinito” (185). La
exclusión de todo habitus significa aquí la exclusión de la
caridad, hábito sobrenatural de la voluntad humana. Afirmando
que la voluntad humana quiere el infinito “de por sí, sin
hábito”, Escoto entiende establece la efectividad de un amor
natural del infinito. Este amor natural es un acto libre, un
acto que la voluntad humana puede por ella misma, sin que ser
movida ahí por cosa distinta de ella misma.
El auto movimiento de la voluntad finita no implica que
está limitada a lo finito. Aunque finita, tiene el poder de
dirigirse ella misma hacia el infinito, sin ser necesitada a
ello. La libertad de la voluntad implica que la voluntad como
voluntad – y no como apetito intelectual – no se adhiere a lo
finito, sin ser por tanto necesitada por el infinito a quererlo.
Lo finito no puede satisfacer el deseo y amor de que la voluntad
finita es capaz, precisa Escoto (186). Es en el ser mismo de la
voluntad finita como voluntad libre, y no en otra parte, donde
hay que buscar la raíz del amor natural de infinito. Así Escoto
refiere el amor natural del infinito a una inclinación natural
de la voluntad finita:

«Parece incluso que esto es una inclinación natural el amar


supremamente el bien infinito» (187).

¿Qué es lo que entretanto asegura la presencia de una


tal inclinación natural? Ninguna otra cosa que la delectatio.
Para justificar la presencia [354] de la inclinación natural,
Escoto sostiene, como lo hemos visto más arriba, que
“prontamente y con placer la voluntad libre quiere el bien
infinito”. Al estrecha conexión de la delectatio y de la
inclinación natural es todavía más manifiesta en el texto
correspondiente de la Lectura, que dice que “ la voluntad está
inclinada a desear un bien infinito, puesto que elige
deleitablemente un acto hacia ese bien, lo que no sería el caso
si no estuviera inclinada” (188). El acento no va aquí sobre la
electio, sino sobre la delectatio: el carácter deleitable de la
operación por la que la voluntad humana se dirige hacia el bien
finito es el testimonio mismo de una inclinación natural de la
voluntad finita al bien infinito.
Sostener que la libe operación por la que la voluntad
finita desea o ama el bien finito es una operación deleitable,
es decir que el bien infinito como tal conviene a la voluntad.
La delectatio es en efecto “la unión de lo que conviene con
aquello a lo que conviene”, precisa la Lectura retomando un
afirmación de Avicena (189). La delectatio no sed da sin la
conveniencia: el objeto deleitable es el objeto que conviene a
la potencia y la operación deleitable es la operación es la
operación que se refiere a este objeto. La conveniencia en
cuanto tal es una relación de la potencia y de su objeto, es más
precisamente “la relación que termina la relación de lo que es
inclinado a lo que inclina” (190). El objeto conviene a la
voluntad porque la voluntad se inclina a él.
¿Por qué, sin embargo, la voluntad inclina a tal o tal
objeto? La respuesta de Escoto es brutal: ella inclina porque es
de tal naturaleza y porque el objeto es de tal naturaleza, toda
pregunta ulterior no puede mostrar más que ceguedad. Pertenece a
la naturaleza misma de la voluntad inclinar al bien infinito
como es de la naturaleza misma del bien infinito ser aquello a l
o que la voluntad finita inclina. La conveniencia del bien
infinito a la voluntad finita, ex natura sua, supone pues la
inclinación natural de la voluntad finita al bien infinito..
Estamos ya en situación de comprender cómo la delectatio
remite a la inclinación natural. No hay delectatio sino allí
donde hay inclinación natural, y la delectatio misma es la
actualización de esta inclinación natural. Puesto que la
delectatio es “la unión de lo que conviene con aquello a lo que
conviene”, ella supone la relación de conveniencia que ella
misma supone la inclinación natural, es por lo que Escoto puede
inferir del carácter deleitable de la operación la presencia de
una inclinación natural de la voluntad.
La delectatio como unión del bien infinito y de la voluntad
finita [355] muestra que la voluntad posee una inclinación
natural al bien infinito y que ella no está pues en sí limitada
a desear o amar el bien finito. La unión de la voluntad finita y
del infinito no es, sin embargo, producida por la delectatio,
porque la delectatio no es un acto de la voluntad, ella sigue al
acto de la voluntad (191). La delectatio al no ser un acto no es
propiamente hablando voluntaria (192). No es una operación de la
voluntad libre, sino una pasión de la voluntad libre. La
operación de la voluntad, afirma efectivamente Escoto, “es dicha
deleitable en razón de la pasión que la sigue” (193). Ninguna
pasión puede unir la potencia a su objeto porque toda pasión es
recibida en la potencia de parte del objeto que conviene a la
potencia (194). La unión al objeto que conviene es producida por
la operación de la voluntad conforme a la inclinación natural.
Ella es seguida de la delectatio que es causada en la voluntad,
no por el acto, ni por la potencia, ni siquiera por la
conveniencia – porque la conveniencia es una relación y como tal
no produce nada – sino por el objeto (195). Una vez que la
voluntad ha escogido amar el bien infinito, la delectatio se
sigue necesariamente a título de pasión impresa en la voluntad
por el bien infinito. Así la experiencia del amor del bien
infinito como operación deleitable es ella una atestación de la
existencia del infinito.
En la delectatio la voluntad finita hace la experiencia del
infinito como objeto que le conviene por naturaleza puesto que
la delectatio actualiza su inclinación natural. Es por lo que
Escoto exclama:
«¿Y cómo no odiaría ella el infinito si él era opuesto a su
objeto como ella odia naturalmente el no ser? (según Agustín,
Del libre albedrío libro III, cap. 8)» (196).
El no-ser no es en sí el objeto del amor y de una operación
deleitable de la voluntad como lo es el infinito: aquí la
experiencia de la delectatio falla totalmente. De todos modos,
determinar la delectatio como pasión causada por el objeto, en
este caso (la ocurrencia) el infinito, ¿no es correr el riesgo
de tratar la voluntad como un apetito y poner en causa la
libertad de la voluntad?
Si a la voluntad le ocurren pasiones como pueden ocurrir al
apetito sensitivo, se podría sacar la conclusión de que la
voluntad es considerada entonces implícitamente como un apetito
intelectual, en contradicción con todo lo que puede afirmar en
otra parte Escoto sobre la voluntad,. [356].
En la distinción 15 del libro III del Comentario de las
Sentencias, Escoto muestra cómo la determinación de la
delectatio como pasión de la voluntad no pone en causa la
distinción de al voluntad y del apetito intelectual. La
delectatio es pasión en un sentido bien determinado: no es
pasión en el sentido de los predicables, sino en que no está en
el poder de la potencia cuando la potencia está en presencia del
objeto deleitable (197). Cuando la voluntad se decide a querer
el objeto deleitable y está en presencia del objeto deleitable,
la delectatio se sigue necesariamente. En este sentido la
delectatio no implica una pasividad de la voluntad, sino que
remite más bien a la dimensión receptiva de la voluntad. De
todos modos, la voluntad en cuanto voluntad no está necesitada
absolutamente por el objeto. La delectatio no puede ser causada
con una necesidad absoluta por el objeto más que en el apetito
sensitivo (o en el un apetito intelectual), pero la voluntad en
su esencia no es un apetito. Esto no excluye toda necesidad,
pero se trata de una nesessitas consequentiae, de una necesidad
condicionada:
«Si se objeta que el objeto actúa entonces necesariamente
en la voluntad, imprimiéndole esta pasión, lo que parece ser
contra la libertad de la voluntad, respondo que la voluntad no
esta necesitada absolutamente por el objeto, sino que ente la
voluntad y el objeto hay una necesidad de consecuencia» (198).
El objeto no causa necesariamente la delectatio en la
voluntad sino en la medida en el que es querido libremente por
la voluntad. No hay efectivamente en modo alguno el poder de
necesitar la voluntad a quererlo, aunque sea el objeto supremo.
Está siempre en el poder de la voluntad quererlo o no quererlo e
incluso de quererlo o no como objeto deleitable. Él no causa la
delectatio en la voluntad a título de cognitum (es decir, una
vez conocido como deleitable) sino a título de volitum
La delectatio, incluso si es una pasión de la voluntad, no
tiene lugar más que si la voluntad se dirige a quererla, porque
la voluntad tiene el poder de no quererla; “En lo que respecta a
todo acto de elección de la voluntad, la delectación y lo
deleitable pueden ser no queridos” (199). El objeto no causa
pues la delectatio más que condicionalmente, sobre la base de la
libre volición de la voluntad. La necesidad de la producción de
la delectatio es una necesidad condicionada pro el libre querer
mismo, es por lo que [357] la determinación de la delectatio
como pasión causada pro el objeto no pone en cuestión la
libertad de la voluntad.
La libertad de la voluntad es tanto menos afectada por la
impresión de la pasión en la potencia voluntaria cuanto que la
conveniencia del objeto a la voluntad no proviene solamente de
la naturaleza del objeto, sino también de la libre aceptación de
la voluntad. Si la voluntad no fuera cosa distinta del apetito
intelectual, la conveniencia del objeto a la voluntad podría
reposar sólo en la naturaleza del objeto y la voluntad estaría
enteramente necesitada a quererlo. Pero pensar la voluntad como
voluntad, es pensara como libre y reconocer entonces que ella
estable por sí misma la conveniencia aceptándolo y esto es lo
que la hace decisivamente diferente del apetito. (200).
No solamente el bien infinito conviene a la voluntad finita
por su naturaleza, sino que le convienen también en razón de la
libre aceptación de la voluntad finita. Amando el bien infinito
la voluntad finita acepta que el bien infinito le conviene y en
este sentido, la conveniencia del bien infinito a la voluntad
finita supone la libertad de la voluntad finita.
Comprendemos entonces cómo la necesidad de la delectatio
es una necesidad condicionada. Porque la delectatio es la unión
de lo que conviene con aquello a lo que conviene, porque la
conveniencia no es solamente ex natura rei sino también ex
acceptatione voluntatis resulta que esta unión depende no
solamente de la naturaleza del objeto, sino también de la
libertad de la voluntad. Si la delectatio tiene por causa el
objeto, tiene sin embargo por condición la libre aceptación de
la voluntad finita en virtud de la cual esta voluntad finita
pone libremente el objeto como deleitable:
«El fin es deleitable a la voluntad en razón de la
aceptación de la voluntad. Por esta razón la voluntad puede
hacer que no le sea deleitable. Afirmo, pues, que la delectación
es la unión de lo que conviene con aquello a lo cual conviene
por la naturaleza de la cosa y por la aceptación. Pero el fin
de la voluntad no es necesariamente deleitable sino en razón de
la naturaleza de la cosa, por lo que la deleitación no la sigue
necesariamente» (201).
Le bien infinito es, pues, deleitable en razón de su
naturaleza, pero también en razón de la libre aceptación de la
voluntad finita. La prueba de [358] la existencia del infinito
por el fin pone en juego una voluntad finita libre y no un
apetito intelectual, porque queriendo el bien infinito,
poniéndolo como deleitable, la voluntad finita pone libremente
un acto de elección del infinito como deleitable, acto conforme
a su inclinación natural, pero no necesitada por esta
inclinación natural. La delectatio, bien que sea causada por el
objeto, bien que sea la actualización de la inclinación natural,
tiene siempre por condición, cuando es una pasión espiritual,
el acto libre de una voluntad.
Comprendemos ahora por qué la delectatio es la atestación
de la inclinación natural de una voluntad libre y no de un
apetito intelectual. El acto de amor del infinito es un acto
deleitable en lo que es una acto querido por la voluntad en
conformidad a su inclinación natural. Es precisamente deleitable
en este sentido que la voluntad poner libremente en la
efectividad la conveniencia del objeto. El objeto conviene a la
potencia en razón de su inclinación natural,pero conviene a la
potencia en cuanto voluntad en razón de la aceptación por la
cual la voluntad asume su inclinación natural. El hecho de que
la voluntad finita asuma su inclinación natural amando el
infinito y dé efectividad a la conveniencia con el infinito,
implica que el infinito existe y que existe a título de infinito
en acto. NO es entonces de una tendencia natural de un apetito
intelectual de donde Escoto deduce la existencia del infinito en
acto, sino de la libertad de la voluntad finita. Se objetará
que, haciendo esto, no concedemos a la inclinación natural el
papel que le conviene. Pero la elucidación de esta inclinación
natural de la voluntad muestra que se tarta todavía con ella de
la libertad de la voluntad.

b. L infinitización de la voluntad

La inclinación natural de la voluntad a amar el infinito y a


amarlo más que todo bien finito no es una tendencia o una
pulsión irreprimible que llevaría infaliblemente la voluntad
hacia el infinito. Habla de una inclinación natural de la
voluntad a amar el bien infinito, no es hacer intervenir la
distinción de la naturaleza y de la voluntad, sino la distinción
de la naturaleza y de Dios. Considerada en ella misma la
voluntad finita no tiene necesidad, para amar el bien infinito
como tal, estar inclinada por un hábito sobrenatural, porque se
inclina por sí misma.
En una tal perspectiva se preguntará que pasa con la
gracia? Pero Escoto no trata de prescindir de la gracia. Su
argumentación [359] supone en efecto la diferenciación de la
voluntad finita tal como ha sido originariamente instituida y la
voluntad finita en el estado presente. Esta diferenciación no es
del todo una diferenciación abstracta puesto que mira a hacer
manifiesta la esencia misma de la voluntad finita. Así cuando
Escoto habla de un amor natural del infinito, no se refiere al
estado presente de la voluntad finita sino a su estado original
como lo muestra la distinción 27 del tercer libro del Comentario
de las Sentencias.
Proponiendo la cuestión de un amor natural super omnia de
Dios, Escoto responde en efecto que “toda voluntad puede amar a
Dios sobre todo de manera puramente natural, por lo menos en el
estado de naturaleza instituida” (202). Así pues, la cuestión de
un amor natural super omnia no es otra cosa que la de un amor
natural supremo. En la medida en que el amor natural no es
disociable de una inclinación natural, hablar de una inclinación
natural de la voluntad finita al amor supremo del bien
infinito, es también hablar de una inclinación natural de la
voluntad al amor super omnia. Cuando Escoto pone por otra parte
la cuestión de la existencia de un amor natural super omnia,
este amor aparece sin más como amor supremo del bien infinito.
Se puede hablar de un amor natural super omnia, afirma Escoto,
porque la razón natural muestra a la voluntad humana que el bien
infinito es el único bien que es supremamente amable y le dicta
que este bien infinito debe ser supremamente amado (203). En
todo orden esencial, como lo muestra la distinción 2 del primer
libro de la Lectura y de la Ordinatio, hay alguna cosa suprema a
la que todo el resto está ordenado. Así los actos de la voluntad
finita, si son esencialmente ordenados, lo son a alguna cosa
suprema. Un amor esencialmente ordenado lo es, pues, a un
supremamente amable y este amor mismo no puede ser, entre todos
los actos de amor, sino el acto de amor supremo. Además, esta
cierta cosa de supremo a que el acto de amor supremo está
ordenado no puede ser sino un bien infinito, porque es imposible
que un bien finito sea un bien supremo.
El dictado de la razón natural no puede, sin embargo
ejercerse sino porque la voluntad humana tiene el poder de
dirigirse naturalmente, es decir sin el socorro de un hábitus
sobrenatural, hacia el bien infinito:
«La razón natural no puede en efecto dictar a la voluntad
el querer alguna cosa hacia la cual la voluntad natural no se
dirige y no tiene naturalmente» (204). [360]
La expresión “voluntad natural” significa aquí la
voluntad en su estado originario y no la voluntad como apetito
intelectual no libre. No reconocer a la voluntad este poder
natural, nativo, de tender desde ella misma hacia el bien
infinito, sería definirla como originariamente malvada o como
privada de toda libertad hacia lo que se le muestra como bueno:
ella no sería entonces libre más que para el acto malo, para el
mal. Sería la vía seguida por Lutero, la del siervo arbitrio, no
es esta la de Escoto (205). Ahora bien, este poder nativo que
tiene la voluntad de dirigirse libremente hacia el bien infinito
y de amarlo sobre todo remite a una inclinación natural de la
voluntad. ¿Cuál es esta inclinación nativa o natural? Escoto lo
indica cuando determina lo que es la caridad: “Llamo caridad la
virtud que perfecciona la voluntad en cuanto que posee la
afección de justicia” (207). En la distinción precedente el
Doctor Sutil decía de la caridad que ella “se refiere a Dios o
a su objeto bajo la razón de infinito en sí” (207). La caridad
es el amor de Dios como amor del infinito. Ella presupone, pues,
un amor natural en y por el cual Dios es amado bajo la razón de
infinito, dicho de otro modo un amor natural del infinito. Este
amor natural se articula en una inclinación natural hacia el
bien infinito en cuanto infinito y esta inclinación natural no
es otra cosas que la affectio justitiae.

La caridad no puede, pues, perfeccionar la voluntad humana


sino en la medida en que la voluntad humana posee la affectio
justitae que es ciertamente una inclinación natural de la
voluntad finita, como lo precisa Escoto en otra parte. Es, pues,
en razón de la affectio iustitiae , que especifica la voluntad
como tal, es decir como potencia libre, como la voluntad está
naturalmente inclinada al bien infinito en cuanto bien infinito.
Esta afección no es en efecto ninguna otra cosa que la libertad
innata de la voluntad. Amando el bien infinito supremamente, la
voluntad finita actúa conforme a su inclinación natural, la que
posee en cuanto potencia libre, y este amor es un amor
propiamente natural. Es por lo que la experiencia de la
delectatio es la experiencia misma de la libertad y de una
libertad infinita.

Sobre la base de la affectio iustitiae la voluntad finita


quiere el bien infinito por sí mismo, es decir que ella quiere
que él sea. Y esta volición del infinito no es otra cosa que una
infinitización de la voluntad finita como lo muestra la
distinción 1 del primer libro de la Ordinatio. [361]
A la objeción según la cual ninguna potencia finita puede
amar el infinito y gozar de él, Escoto opone que la relación de
l potencia a su objeto puede ser comprendida de dos maneras: en
términos de similitud y en términos de proporcionalidad. La
relación de similitud entre la potencia y su objeto exige que
sean de la misma naturaleza, concretamente los dos finitos o los
dos infinitos. La relación de proporción exige por su parte
naturaleza diferentes y Escoto lo ve en la relación de la
materia y la forma. Entre la voluntad y su objeto último hay
relación de proporción o adaequatio secundum proportionem et
correspondentiam de tal suerte que una voluntad finita puede
dirigirse hacia un objeto infinito, amarlo y gozar de él:

«No hay una relación de similitud sino una relación de


proporción entre la potencia y el objeto, y por esta razón la
capacidad finita puede bien ser en una naturaleza finita en
cuanto finita, y tener por término un objeto absolutamente
infinito en cuanto correlativo» (208).
Pero Escoto saca esta conclusión radical:
«Aunque el apetito de la criatura se subjetivamente
finito, no lo es sin embargo objetivamente, puesto que tiene al
infinito» (209).

Por el hecho de querer el infinito la voluntad finita puede


decirse infinita y en este sentido su libertad misma puede
decirse infinita. Infinita, la voluntad no lo es en el horizonte
de un deber ser, sino en la efectividad de un amor y de una
delectación libes. El amor como acto libre de la voluntad exige
el infinito e infinitiza la voluntad libre. Pero si sólo el
infinito puede satisfacer la voluntad finita en cuanto voluntad,
entonces la posición de un infinito en acto supone la posición
de la voluntad como potencia activa libre. Allí donde el amor se
confunda exclusivamente con el deseo, no hay voluntad – porque
esta se reduce a un apetito intelectualizado – no más que no hay
infinito en acto. Sea que toda posibilidad de un infinito en
acto es rechazada en Aristóteles, sea que el infinito en acto,
aunque afirmado, se confunde con un finito llevado a la
perfección como en Tomas de Aquino.
La afirmación del amor como acto puro es así afirmación de
Dios como el infinito en acto, como es la infinitización de la
voluntad finita. Así, si hay de hecho una distancia infinita de
Dios a la creación, [362] no se puede sostener como lo hace
Alliez a partir de Gilson que “entre nuestro ser y este Dios
separado por la modalidad individuante de la infinitud, que no
puede ser el objeto de concepto alguno distinto del de ser [...]
el abismo es infinito” (210). La voluntad es justamente lo e
franquea el abismo, porque ella es capaz del infinito. Es
necesario ver que la afirmación de una distancia infinita de la
creación al creador es indisociable del carácter voluntario de
la creación, que como lo subraya sabiamente Gilson “impide toda
deducción [pretendiendo] ligar el mundo finito de los seres a
la trascendencia absoluta del ser” (211) o más exactamente a l
trascendencia absoluta de la voluntad divina. Ahora bien, si
“toda deducción” es invalidada, lo es justamente porque la
relación del creador a la creación es exclusivamente voluntaria
puesto que es ante todo un acto de amor. Pero de parte de las
criaturas dotadas de entendimiento y de voluntad hay igualmente
una relación voluntaria a creador. En este caso, el abismo
infinito no vale ya porque “el yo queriente, cuando afirma en su
manifestación suprema: “Amo: volo ut sis”, “Yo te amo, quiero
que tú seas” - y no “Yo quiero poseerte” o “Yo quiero gobernarte
– se muestra capaz del amor mismo que se piensa que Dios ha
querido traer a los hombres, que él no ha creado sino porque
quería su existencia y que él ama sin desearlos” (212).
Queriendo el infinito, la voluntad finita quiere lo que quiere
la voluntad divina, lo que Escoto define por otra parte el acto
de la voluntad conforma a la affectio iustitiae. [363].

II. LA AFIRMACIÓN DEL INFINITO

¿Cuál es la naturaleza de este infinito que Duns Escoto


deduce de la voluntad? En la tradición el infinito conservaba
una naturaleza negativa hasta tal punto que su atribución a Dios
podía plantear problemas. ¿Cómo expresar la majestad y la
plenitud divina en y por una negación? ¿Cómo considerar que el
infinito pueda ser un nombre divino, al mismo título que el bien
y el ser? La dificulta planteada por el carácter negativo del
infinito será rigurosamente eliminada por Escoto. Tres momentos
caracterizan el camino de Escoto. El primer momento reside en
una ruptura decidida con la comprensión aristotélica, a partir
de esta misma comprensión. El resultado es la formación de un
infinito positivo. El segundo momento consiste en librar el
infinito de su estatuto predicativo de atributo: no se presenta
ya como un atributo divino entre otros, sino como un modo
intrínseco de este esente que es Dios. El tercer momento asegura
al infinito un prioridad ontológica. El infinito no es ya
deducido de la unicidad o de la simplicidad divina, son por el
contrario la unicidad y la simplicidad divinas las que son
deducidas de él.
La formación de un infinito positivo, irreductible a un
atributo, librando la esencia misma de Dios tal como puede ser
dicha por el discurso humano, pone en función una lógica nueva,
una lógica de formalidades y de modalidades y exige la
elaboración de un concepto metafísico unívoco del esente. El
esente puede ser concebido de tal manera que esté abierto a la
infinitud lo mismo que a la finitud. El pensamiento no puede
entonces contentarse compartir de las sustancias sensible y de
sus movimientos. Partir de las sustancias sensibles, sería
partir del finito y no poder [379] pensar más que un infinito
privativo. La elaboración del infinito actual conduce a una
regresión más acá de la sustancia y de la predicación.

1. La superación de una negatividad

"Nosotros no amamos soberanamente las negaciones", exclama


Duns Escoto en la Ordinatio (1). El establecimiento de la
posibilidad de un amor de Dios supra omnia excluye que Dios sea
conocido de manera negativa. ¿Cuál es el tenor de una tal
rechazo? Precisamente el infinito. La cuestión de los nombres
divinos es conducida en Duns Escoto a la del infinito como lo
muestra la distinción 22 del primer libro de la Ordinatio.
Excluir la pertinencia de la vía negativa es dejar de lado toda
comprensión negativa del infinito. Sosteniendo que "no amamos
soberanamente las negaciones", Duns Escoto entiende mostrar que
el objeto supremo del amor no puede ser determinado
negativamente. Ahora bien, este objeto supremo es Dios como
esente infinito.
Se trata de producir una determinación positiva del
infinito y, por tanto, de entender el infinito de modo distinto
a negativamente o privativamente. Esta vía sido abierta a Duns
Escoto por Enrique de Gante y marca una ruptura con la tradición
dominante, la que se remite a Aristóteles. Sin duda que allí
Duns Escoto, como Enrique de Gante, continúa un debate con los
filosofantes y con Aristóteles. Transgrede abiertamente la
prohibición aristotélica que reservaba el infinito a lo que está
cuasi desprovisto de ser, haciendo del infinito la marca misma
de la esencia divina. Se separa así de posiciones dominantes en
el campo escolástico del siglo XIII, que subordinaba la
infinitud a uno u otro ser y no lo consideraba más que como un
atributo derivado de Dios.
Lo que se cuestiona en la proposición "no amamos
soberanamente las negaciones", no es tanto la vía negativa en
ella misma cuanto el estatuto de la infinitud. No se puede
sostener solamente que esta objeción de Duns Escoto "reposa de
hecho sobre un fundamento metafísico" (3), a saber, que "la
negación no nos da objeto alguno". El pasaje correspondiente de
los Reportata elimina toda ambigüedad, al decir:
«Nosotros, no amamos soberanamente las negaciones. Es posible a
un viador amar soberanamente a Dios, no bajo una
razón [380] negativa, luego bajo una razón
positiva, y por consiguiente Dios es conocido
positivamente» (4).
El conocimiento positivo de Dios y, por tanto, la
determinación positiva del infinito tienen su raíz en la
capacidad que la voluntad creada tiene de amar a Dios
soberanamente. Dicho de otro modo, la comprensión positiva de la
infinitud que en Duns Escoto es todavía una implicación de la
formación de la voluntad. Porque el infinito es fundamentalmente
lo que la voluntad ama, la comprensión del infinito debe
asegurar a superación de toda negatividad constituyendo un
infinito actual, entitativo y no cuantitativo que o se reduce a
una negación del finito.

a. La negación de los límites.


La comprensión negativa del infinito, a la que se opone
Duns Escoto, sigue fiel al trazado aristotélico del infinito, si
se puede permitir esta expresión, puesto que el infinito, en
Aristóteles, es justamente lo que no se puede trazar. La
construcción aristotélica del infinito establece el infinito
como cierta cosa de negativo. Hablando propiamente, el infinito
no es aquí una cierta cosa puesto que discurrir sobre el
infinito es discurrir sobre el no-ser, porque el ser no se
refiere más que a lo que es finito, a lo que posee una envoltura.
Aristóteles sostiene que en el estudio científico de la
naturaleza no se puede abordar la cuestión del infinito y lo
hace refiriéndose expresamente a la grandeza, al movimiento y al
tiempo. "Puesto que la ciencia de la naturaleza se refiere a las
magnitudes, al movimiento y al tiempo, cosas todas de las que
cada una debe ser necesariamente o infinita o limitada, cuando
precisamente todo no será sometido a esta alternativa de ser
infinito o limitado (por ejemplo una afección o un punto, porque
tales cosas no son necesariamente lo uno o lo otro), parece
conveniente a quien se ocupa de la naturaleza examinar la
cuestión del infinito , su existencia o su no-existencia, y si
existe, su naturaleza" (5). Pero si el estudio de la naturaleza
impone la cuestión del infinito, requiere que esta cuestión sea
ante todo subordinada al examen de lo que en la naturaleza
prescinde de la cantidad, sea respectivamente la magnitud, el
movimiento y el tiempo.
Desde las primeras páginas de la Física Aristóteles afirma
que el ser no puede ser infinito más a condición de ser
confundido con la cantidad [381]. Contra Melisso sostiene que si
el ser es infinito, no puede ser ousia: "Pues Melisso dice que
el ser es infinito; el ser es, por tanto, una cantidad; pero la
sustancia no puede ser infinita, ni la cualidad, ni la afección,
sino es por accidente; porque en la definición del infinito,
interviene la cantidad por ni la sustancia ni la cualidad" (6).
Aceptar que el ser sea infinito sería definitivamente perder la
ousia. El rechazo de la infinitud del ser no es disociable del
rechazo de su unicidad: por lo mismo que el ser no pude ser
infinito, no puede ser uno. Si el ser fuera infinito, sería sólo
cantidad y por lo mismo toda otra presencia del ser a parte de
la cantidad sería definitivamente excluida. El rechazo de la
infinitud del ser, y por tanto de la infinitud de la ousia (lo
que es lo más próximo al ser), encuentra su condición en la
naturaleza misma tal como la forma al Física.
¿Cómo se presenta la naturaleza en la Física?
La presencia de la naturaleza es indisociable de la de un
recorrido y, por tanto, de una distancia, porque "la marcha
natural es ir desde las cosas más conocidas para nosotros hacia
las que son más claras en sí y más cognoscibles" (7). La
naturaleza se presenta en una travesía de un extremo a otro
extremo. Es decir, que sólo existe en la distancia que la separa
de ella misma. No se trata aquí de una debilidad (enfermedad) o
de una finitud de un sujeto cualquiera conociente, porque la
marcha natural no es asimilable al método que define a priori lo
que debe ser la naturaleza para que sea conocida y dominada por
un sujeto cognoscente.
La naturaleza no es aquí una cosa distinta, una
exterioridad que habría que vencer y dominar, que no hablaría
sino bajo la violencia de la experimentación. El estatuto mismo
del alma cognoscente nos impide una tal interpretación. Leemos
efectivamente en De el alma que "el alma es en cierto sentido
todos los seres" (8). La marcha natural no es un proceso a
priori (matemático) que proyecta su plan de dominación, es el
recorrido que la naturaleza impone separándose de sí misma. La
naturaleza existe en un descarte (salida de sí misma); se separa
de sí misma, definiendo los límites entre los cuales son
posibles recorridos y movimientos. Es por lo que la presencia
de la naturaleza es indisociable de la del movimiento y porque
igualmente el conocimiento de la naturaleza es también el
conocimiento de los movimientos. Conocer es tomar en
consideración todos los recorridos posible, todas las tentativas
hechas para llegar a los límites definidos por un descarte
previo. Porque la naturaleza está presente en la escisión y en
los recorridos que esta escisión autoriza, no es extraño que el
ser deba entonces renunciar a su unidad y a su inmovilidad y
escindirse [382] él mismo. La escisión de la naturaleza llama la
escisión del ser. Comprendemos entonces por qué el ser no puede
ser más que finito y nunca infinito.
La primera definición del infinito que propone Aristóteles
en el libro III de la Física mantiene una estrecha con la
cuestión del recorrido y del límite. Aristóteles en efecto
define allí el infinito como lo que no puede ser recorrido y
como lo que es sin límite. La ausencia de límite va a la par con
la imposibilidad de un recorrido, de un movimiento. Si el
infinito si presenta como lo que hace imposible todo recorrido,
es porque el recorrido no es hecho posible más que por la
existencia de límites, de márgenes. No olvidemos en efecto que
la marcha natural, es ir de un extremo a otro.
Con el infinito falta el límite, el descarte que define la
naturaleza y que forma los límites sin los cuales ninguna
presencia sabría darse y es destruida. ¿Podría haber cosas,
recorridos, del conocimiento sin la presencia de límites? Si el
ser fuera infinito no habría límites y por consiguiente ni cosa,
ni movimiento ni pensamiento ni discurso. Admitir la infinitud,
sostiene firmemente Aristóteles en la Metafísica, sería arruinar
todo conocimiento, tanto el conocimiento vulgar como el
conocimiento científico, porque todo conocimiento supone un
término primero, todo conocimiento supone un límite donde él se
cumple (completa)(9). ¿Cómo conocer una cosa en tanto que no ha
terminado su propio movimiento? Para conocer una cosa es
necesario que ella vaya al término de sus movimientos. Es
necesario, pues, que estos movimientos tengan un término.

Comprendemos mejor ahora la importancia de la definición de


infinito como lo que es sin límites y que no se puede recorrer.
Se trata ahí de una comprensión ontológica del infinito y no de
una metáfora "de contenido ingenuamente espacial" como lo
pretende Tony Lévy (10). Faltando los límites las cosas
desaparecerían (o no podría aparecer), los movimientos se
borrarían, el pensamiento cesaría. Desde Aristóteles a Kant la
presencia y el pensamiento se sostienen con la existencia de
límites. De ello resulta que el pensamiento se presenta ante
todo como una travesía que exige la demarcación de lugares. Que
pensar y conocer sean ante todo un recorrer y que recorrer
supone la existencia de límites, la filosofía de los Tiempos
Modernos lo repetirá, desterrando el infinito de estos límites
sin los cuales ninguna seguridad es posible (11). En esto
permanece fiel a la ontología finitista de Aristóteles. [383].
El ser no puede ser infinito, afirma Aristóteles, y la
existencia de un infinito en acto no podría ser aceptada porque
no puede haber ser en acto donde no hay límites. La potencia y
el acto corresponden a los dos límites entre los cuales tiene
lugar el movimiento. La potencia es, al principio del
movimiento, el límite que sólo se marca a penas; el acto es, al
fin del movimiento, el límite que se marca. Comprender el ser en
acto como entelequia es sostener que sólo hay ser allí donde hay
límite. La comprensión del ser como entelequia insiste sobre la
determinación de la presencia en términos de movimiento y de
límite. Sólo hay entelequia donde un movimiento se completa,
toca un límite y por lo mismo se cierra sobe sí mismo formando
un todo. Este movimiento pide ser comprendido como un
ensortijamiento. La entelequia supone le finitud del movimiento,
pero un movimiento no se termina más que en la medida en que
está siempre en vista del fin [...] El infinito tiene, pues, un
carácter totalmente negativo.
Aunque el infinito no esté de parte del ser, Aristóteles
no excluye sin embargo completamente el infinito. Llega a decir
que el infinito pide ser admitido por la naturaleza y por el
pensamiento: "Es necesario un compromiso y es claro que el
infinito es en un sentido y en otro no" (12). La exclusión
completa del infinito llevaría a consecuencias inaceptables,
porque entonces "tendrá que haber un comienzo y un fin del
tiempo; las magnitudes no serán divisibles en magnitudes y
magnitudes, y el número no será infinito" (13). Asustando por
su audacia Aristóteles ¿se habrá dado cuenta de que la realidad
y la ciencia resistían a la expulsión del infinito? ¿No habría
[384] tomado conciencia de la imposibilidad matemática de una
negación absoluta del infinito? Más que buscar en una
"confrontación con la realidad" las razones de la aceptación del
infinito, hay que seguir rigurosamente los trazados de la
Física: estos son los que permiten comprender por qué el
infinito tiene que ser admitido. Para comprender por qué el
infinito se exige importa desde el principio captar el estatuto
de este infinito que la naturaleza y el pensamiento reclaman.

Por razón misma de la incompatibilidad del infinito y del


acto, el infinito no puede ser admitido más que como infinito en
potencia. Curiosamente, a primera vista, Aristóteles define el
infinito en potencia no como lo que sobrepasa todo límite, sino
lo que es más acá de todo límite: "El infinito se encuentra,
pues, ser el contrario de lo que se dice: en efecto, no este
fuera de lo que no hay nada, mas este fuera de lo cual hay
siempre alguna cosa, he aquí el infinito" (14). El infinito en
potencia no es la pura ausencia de límite, la negación misma del
límite - que no podría definir más que un imposible infinito en
acto - es la privación misma del límite: lo que falta de una
cosa para ser justamente en acto. Aristóteles lo precisa sin
ambigüedad cuando caracteriza el infinito en potencia como lo
que no puede constituir un todo, como lo que queda en lo
inacabado: "la cosa que no tiene nada más allá está acabada y
entera, porque definimos el entero en el sentido absoluto, a
saber el entero fuera de lo cual no hay nada. Pero aquello a lo
que falta alguna cosa que queda fuera no un todo, por poco que
le falte. Ahora, entero y acabado son absolutamente de la misma
naturaleza o aproximadamente. Pero nada es acabado si no está
terminado; pues el término es límites" (15). Cuando Aristóteles
habla de "aquello fuera de lo cual no hay nada", habla del
finito.
Fuera del límite marcado para la terminación del movimiento
no puede haber nada más , porque el movimiento está aquí
terminado y el esente se contiene en él, en su límite. El
infinito. como infinito en potencia se dice, pues, en relación
con el fin en acto, puesto que sólo lo que es finito puede estar
en acto. NO es pues con relación a un imposible infinito en
acto como el infinito en potencia carece de alguna cosa, sino
por relación al finito que es justamente finito cuando está en
acto. El infinito carece del fin en el sentido en que él
caracteriza lo que no puede estar jamás en posesión del fin, lo
que es siempre retenido en la imposibilidad de llegar al fin.
[385] Es por lo que no puede estar más que en potencia. El
infinito corresponde entonces a lo que apenas es. No se podrá
pues decir más que de lo que no es ousia, como el tiempo o el
número.
El infinito no puede nunca identificarse con una superación
del límite. El reside más bien en la imposibilidad de llegar al
límite, de alcanzar el fin. El infinito es como "una jornada o
una lucha, cuyo ser no existe a título de sustancia determinada,
sino que está siempre en generación o corrupción, limitado
ciertamente, pero diferente y esto sin cesar" (16). El infinito
no es propiamente en este sentido como está siempre en devenir:
se trata de una renovación incesante en la medida en que es
siempre pasaje de lo uno a lo otro y jamás vuelta sobre lo
mismo. Con el infinito toda posibilidad de un regreso es
excluida.
La consideración del infinito impone entonces una
concepción particular del ser en potencia. Cuando el ser en
potencia se dice de lo que está llamado a ser en acto, cuando la
potencia es potencia de venir al acto, no es lo mismo con el
infinito. El infinito es una potencia cuya particularidad es
estar siempre en potencia. Es una potencia que no llega nunca al
acto, que permanece más acá del límite que es el acto. Es por lo
que el infinito no puede nunca presentarse como una cosa, es
decir que está siempre en el límite del aparecer como la
materia. No es extraño que el infinito tiene entonces una cierta
proximidad con la materia: él está "en potencia todo como la
materia y no como cosa en sí, como cosa limitada" (17). La
materia, privada de límites, se presenta en efecto como lo que
está en los límites del aparecer, puesto que lo que aparece de
manera manifiesta es siempre un compuesto de materia y de forma
(la madera no aparece nunca en cuanto tal, sólo aparece en el
árbol o en la mesa pero no más en el árbol que en la mesa). La
proximidad de la materia y del infinito permite comprender cómo
el infinito , puesto que no es más que en potencia, está siempre
más acá del límite y puede ser admitido por la naturaleza y por
el pensamiento. El infinito, como la materia, está envuelto: "El
infinito, como la materia, está en el interior de cualquier cosa
que lo envuelve, y lo que lo envuelve es la forma" (18). El
infinito no es admisible sino en cuanto infinito en potencia,
porque entonces no alcanza los bordes que limitan la presencia
de las cosas (19). Para comprenderlo es necesario tomar en
consideración la magnitud.
El infinito se dice la magnitud, del movimiento y del
tiempo, que no son ousia, pero se dice principalmente de la
magnitud, porque solo es en [386] referencia a la magnitud como
el movimiento y el tiempo aparecen infinitos: "El infinito por
otra parte no es lo mismo en la magnitud, el movimiento y el
tiempo como constituyendo con ellos una naturaleza única, pero
simplemente el término posterior se determina después del
término anterior; así el movimiento es infinito por el
intermediario de la magnitud según la cual hay movimiento o
alteración o crecimiento, como el tiempo es infinito por el
movimiento" (20). El infinito en potencia es introducido a
partir de la consideración de la magnitud, de la cantidad
continua (21). La cantidad continua no es originariamente una
entidad matemática, es en principio cantidad de lo que es ousia,
cantidad de las cosas. Porque la cosa no puede ser infinita en
acto, resulta que no puede ser infinita en acto
cuantitativamente y que no puede haber un infinito cuantitativo
en acto de orden matemático. La cantidad matemática, sea
discreta o continua, no tiene ninguna independencia efectiva en
relación con la cuantidad de la cosa (cósica) de la que se
deriva. En su nulidad ontológica sólo es pensable por
abstracción de la materia y el movimiento que determinan las
cosas.
Decir que el infinito en potencia es introducido a partir
de la cantidad continua, es decir que se presenta
originariamente como infinito por división. La cantidad continua
no puede en efecto aumentarse al infinito, porque está limitada
por la circunscripción de las cosas y del mundo. El infinito por
composición o por adición sólo es pensable a partir del infinito
por división. Lo que hace que el número puede ser infinito en
potencia es que "las dicotomías de la magnitud son en número
infinito" (22). Porque la división de la magnitud,de la cantidad
continua, produce un número creciente de magnitudes, el número
puede ser aumentado más allá de toda cantidad determinada. ¿Por
qué esta prioridad del infinito por división sobre el infinito
por adición, por qué esta prioridad de la cantidad continua
sobre la discreta? La razón es que la infinitud de la cantidad
continua es de golpe más acá de los límites que definen la
presencia. La división al infinito de una cosa no altera su
contorno, más bien lo supone. Así Aristóteles puede afirmar del
infinito, refiriéndose a la división: "Es entero y limitado, no
en sí, sin embargo, sino extrínsecamente; y no envuelve, sino
que está envuelto en cuanto infinito" (23). Envuelto, el
infinito en potencia no pone en cuestión la posibilidad de la
presencia y del conocimiento. Puede ser admitido sin que las
cosas y las palabras pierdan sus contornos. Pero si puede ser
compatible con los límites que definen la naturaleza, ¿por qué
requiere ser admitido? [387]. Aristóteles nos enseña que si no
hubiera infinitud en potencia, el movimiento y el tiempo no
podrían ser infinitos, más precisamente el movimiento no podría
ser infinito en duración. De hecho es la exigencia de una
eternidad del movimiento y del mundo lo que pide la aceptación
del infinito. ¿Pero por qué debe ser eterno el movimiento? Poner
el movimiento como eterno es rechazar la alternancia del
movimiento y del reposo. ¿Por qué no habría alternancia de
movimiento y de reposo, de día y de noche, de vigilia y de sueño?
En los Tópicos Aristóteles rechazará con fuerza considerar
el sueño como un propio del hombre: aprender la gramática, y
aprender supone la vigilia, esto es un propio del hombre, pero
no el dormir (24). El sueño en Aristóteles, nota Brague, "es
como una frontera entre el ser en vida y el no ser en vida, de
tal suerte que el que duerme no puede ser dicho, ni que no
existe absolutamente, ni que existe" (25). Excluir entonces la
alternancia de la vigilia y del sueño es "instalar lo que tiene
lugar todo entero de parte de la vigilia en una plenitud de ser
sin defecto" (26). La exigencia de una eternidad del movimiento,
y por tanto de una infinitud del movimiento, es así indisociable
de la de una plenitud de ser. Ella se articula estrechamente al
privilegio del movimiento local sobre todo otro movimiento y del
movimiento circular sobre todo otro movimiento local. El
movimiento local es privilegiado, porque implica la menor
separación respecto del ser: la cosa "según este sólo movimiento
no cambia nada de su esencia" (27). El movimiento local no toca
la permanencia de los contornos. El movimiento circular es
privilegiado porque él solo presenta esta continuidad y esta
infinitud sin las cuales no hay eternidad de movimiento. Es por
lo que la eternidad del movimiento implica que los movimiento
del mundo sublunar imiten los movimientos celestes y que el
movimiento rectilíneo imite el movimiento circular. Es
necesario, pues, que el movimiento sea infinito en potencia para
ser continuo y eterno. Esta continuidad y esta eternidad, sin
las cuales habría eclipse de la presencia y del pensamiento, no
son sin embargo aseguradas sin el establecimiento de un primer
motor no movido que, subraya Aristóteles, no puede estar sino en
la periferia del mundo.
La situación periférica y no central del primer motor es el
resultado riguroso de la comprensión del movimiento como
recorrido de un extremo a otro extremo. El primer motor, acto
pura, es el que, en su inmovilidad, asegura el envolvimiento de
la totalidad de los movimientos y [388] de las cosas. Sólo es
acto puro estando en la periferia, es decir estando en el límite
último de todo movimiento.
Paradójicamente, la envoltura de la totalidad del esente
tiene por condición la aceptación del infinito en potencia sin
el cual no habría ni eternidad ni continuidad. Este infinito es
un infinito envuelto como nos lo ha enseñado el libro tercero.
Su aceptación no le quita sin embargo nada de su carácter
negativo. Sigue siendo siempre privación: es evidente que el
infinito es causa como materia, que su esencia es privación y
que su sujeto en sí es el contenido sensible" (28). La
comprensión de la presencia y del pensamiento en términos de
límite excluye, pues, la posición de un infinito en acto, pero
exige la aceptación de un infinito en potencia, a condición de
que este infinito en potencia se restrinja a lo que no es ousia,
es decir a lo que procede directamente de la cantidad. Estos son
motivos ontológicos que determinan la formación de un infinito
en potencia garantizando por su cuasi nulidad ontológica la
continuidad del ser sin alcanzar al ser mismo.
Garantizar la continuación del ser, es también garantizar
al continuidad del aprender, como lo indica el pasaje de los
Tópicos donde Aristóteles rehúsa el sueño al hombre. No es sólo
cuestión de una plenitud del ser, es también cuestión del
proseguimiento de un acato de aprender. ¿Qué ocurriría si el
tiempo del saber estuviera acabado, si las marcas del saber no
pudieran ser infinitamente tomadas de nuevo? Para que las gestas
del saber puedan proseguirse, para que, por lo mismo, nosotros
podamos escapar a la mortalidad, es preciso que el infinito sea
admitido como infinito en potencia. La vigilia, que según
Aristóteles es lo propio del hombre con el mismo título que
aprender la gramática, debe ser una vigilia infinita.
El pensamiento medieval mantendrá la determinación
aristotélica de un infinito cuantitativo en potencia. También
podrá leer en los blancos del texto de Aristóteles la existencia
de un infinito en acto. Puesto que el infinito en potencia
caracteriza la cuantidad, puesto que se dice de lo sensible, el
infinito en acto podrá entonces aparecer como un infinito no
cuantitativo, fuera de la magnitud (hors grandeur). En su
determinación del infinito en acto, el pensamiento medieval
mantendrá sin embargo la comprensión negativa del infinito que
se forma en Aristóteles. Escapar a esta comprensión negativa,
tal será la tarea de Duns Escoto, ayudado en esto por la lectura
de Enrique de Gante [389].

b. La persistencia de una comprensión negativa

En el pensamiento escolástico el infinito en acto es


afirmado y dice mismo una perfección ontológica. En esto, el
pensamiento escolástico parece romper con la determinación
negativa del infinito formado por los textos de Aristóteles.
Pero no es menos cierto que en el interior de la escolástica el
infinito no tiene de golpe una entera positividad. La
negatividad del infinito se mantiene. Si, por ejemplo, Tomás de
Aquino afirma: "es una perfección no ser limitado por nada"
(29), declara también que "la infinitud no se puede entender más
que de una manera negativa. la perfección de Dios no teniendo
término o fin, Dios siendo soberanamente perfecto" (30).
Comprendido como "no tener término o fin", el infinito es en sí
negación.
Tomás de Aquino distingue dos tipos de infinito, el
infinito material y el infinito formal, a partir de su lectura
de Aristóteles (31). El primero corresponde al infinito en
potencia, puesto que se dice de la materia, potencia pura, el
segundo al infinito en acto, pues se dice de Dios, acto puro. Lo
que de todos modos caracteriza estos dos infinitos es que
manifiestan una ausencia, la ausencia de la limitación. En la
Suma teológica Tomás de Aquino comienza en efecto, de una manera
totalmente aristotélica, por poner la afirmación siguiente: "Hay
que considerar que se llama infinito lo que no es limitado"
(32). En este sentido, que se trate del infinito formal o del
infinito material, el infinito dice de por sí una ausencia de
limitación. Esta ausencia de limitación pide ser comprendida sea
como privación, sea como negación. Como privación en el caso del
infinito material, conforme a la determinación aristotélica;
como negación en el caso del infinito formal, posibilidad de
comprensión que el texto de la Física reserva (33). La novedad,
en relación a la Física, está en el papel que Tomás de Aquino
hace jugar a la diferenciación de la materia y de la forma:
infinito y finito serán determinados a partir de la relación de
la materia y de la forma.
El infinito en potencia, el infinito material, es ausencia
de limitación de la materia por la forma o todavía de la
potencia por el acto. Enuncia una privación puesto que la
ausencia de determinación de la materia por la forma corresponde
a una falta por la materia a la cual debe llegar. Esto vale
sobre todo para el infinito cuantitativo. Si él es en principio
característico de la materia, el infinito privativo lo es
también de la cuantidad continua o [390] discreta, porque "esta
cuantidad en efecto tiene, por naturaleza, un término. Que este
término se les retire a las cosas cuya naturaleza es tener uno,
y se dirá de estas cosas que ellas son infinitas, designando
entonces el infinito en ellas una imperfección" (34). El
infinito en acto, el infinito formal, es ausencia de la
limitación de la forma por la materia, del acto por la potencia.
Como esta ausencia no es identificable con una carencia y no
significa una imperfección, este infinito se dice entonces
negativo. Concebir el infinito en acto no es concebir una
afirmación sino una negación.
Puesto que el infinito es ante todo negación, incluso si se
trata de un infinito en acto, se sigue que el hombre de infinito
no puede significar por excelencia la sustancia divina y que
Dios no puede presentarse, en un primer momento, como el
infinito en acto. Tomás de Aquino lo explica en la Suma
teológica notando a la vez la dimensión negativa y relativa del
infinito: "Manifiestamente los nombres que se dicen de Dios a
modo de negación o que expresan una relación de Dios a la
criatura, no significan en modo alguno su sustancia, sino que él
no es esto o aquello, o bien su relación a otra cosa o mejor la
relación de otra cosa a él" (35). El nombre e infinito no es
apto para significar la sustancia divina, puesto que con el
infinito se trata de una propiedad relativa y no absoluta de
Dios. Como lo nota Richard Cross, en Tomás de Aquino "La
infinitud se define como la falta de una relación a una entidad
limitada" (36).
En la vía de Tomás de Aquino nos damos cuenta de que la
finitud está determinada de una manera relativa. La materia si
dice finita si tiene una relación a otra entidad, la forma que
la determina y automáticamente la limita; en sí ella es pura
indeterminación. La forma se dice finita si tiene una relación
positiva a otra entidad, la materia, que la determina y la
limita. Una forma sólo es finita relativamente a su
determinación-limitación por otra, la materia. Una forma no es
infinita más que relativamente a la negación de esta
determinación-limitación por otro. ¿Qué es de las substancias
materiales? ¿Hay que decir, por ejemplo, que los ángeles no
pueden ser sustancias inmateriales, pero que son por el
contrario sustancias materiales como lo sostiene una objeción
que afronta Tomás de Aquino en la cuestión 50 del primer libro
de la Suma teológica? Si la forma no es finita más que en la
medida en que ella es limitada por la materia, toda forma finita
está necesariamente en una materia y toda forma tomada
abstracción hecha de la materia es infinita [391].
Sacando rigurosamente las implicaciones de su comprensión
del finito y del infinito, Tomás sostendrá que las criaturas
pueden ser dichas infinitas de una manera doble, incluso si son
finitas "absolutamente hablando". Las sustancias materiales son
infinitas de parte de la materia, en el sentido del infinito
privativo, siendo finitas de parte de la forma (37). Las
sustancias inmateriales participan, en un cierto sentido, de la
infinitud negativa de Dios, puesto que "finitas en cuanto a la
existencia", son "infinitas en cuanto sus formas no son
recibidas en otra" (38). Esto permite a Tomás obviar la objeción
según la cual el ángel sería una sustancia material. Llegará
incluso a sostener que toda forma, abstracción hecha de la
materia, es infinita, y da como ejemplo la blancura: "Así, si la
blancura existiera separadamente, diríamos que es infinita en
cuanto blancura al no estar contraída por un sujeto" (39). La
comprensión de la infinitud a parir de la relación de la forma
con la materia autoriza a Tomás de Aquino a definir diferentes
niveles de infinitud: a Dios corresponde la infinitud absoluta,
a las criaturas inmateriales, a las formas separadas, les
corresponde una infinitud relativa. Las criaturas inmateriales y
las formas son infinitas relativamente a las sustancias
inmateriales. La diferencia entre una infinitud absoluta de Dios
y una infinitud relativa de las criaturas inmateriales tiene en
efecto por condición la comprensión fundamentalmente relativa de
la infinitud, la fundamentación de la infinitud sobre la
relación de la materia y de la forma, como lo mostrará la
crítica de Duns Escoto.
Lo que define al finito es la relación positiva a otro,
mientras que el infinito es definido por una relación negativa a
otro. La positividad está, por consiguiente, del lado del
finito, que se presenta como lo determinado, porque es
determinado por otro, y la negatividad está de parte del
infinito que corre el riesgo de presentarse como lo
indeterminado porque no está determinado por otro. Quedarse en
una comprensión negativa y relativa del infinito, es entonces no
poder contemplar la infinitud, incluso la infinitud en acto de
Dios, más que como pura indeterminación, la cual no sabría
diferenciarse claramente de la nada. Tomas de Aquino no llega a
este punto, pero sosteniendo que la infinitud se queda en el
orden de la negación, sigue fiel a la comprensión aristotélica
del infinito, incluso al precio de una distorsión que Duns
Escoto no se abstendrá de poner de relieve y criticar apoyándose
en Aristóteles [392].
En su crítica a Tomás de Aquino Duns Escoto articula
estrechamente la tesis de la negatividad del infinito a la tesis
de su relatividad. Si todo forma en finita por la materia,
argumenta Duns Escoto, toda forma es finita extrínsecamente,
puesto que no es finita por ella misma, sino en razón de una
causa exterior, la materia (40). Se sigue que una forma no es
infinita sólo por la negación de esta causa exterior, o, más
precisamente, de la relación de esta forma a esta causa. Dicho
de otro modo, la infinitud no pertenece intrínseca y
positivamente a la forma infinita. No le pertenece positivamente
porque no le pertenece intrínsecamente. La comprensión negativa
del infinito es aquí determinada por la comprensión relativa del
finito y del infinito. Toma su raíz en la afirmación de que el
límite es un relación. Pues bien, objeto Duns Escoto, si el
límite es una relación, toda distinción entre el límite y el
contacto desaparece y resulta la consecuencia absurda de que un
cuerpo puede ser dicho infinito (41). Si el límite es una
relación como el contacto, si le adviene extrínsecamente al
esente, entonces un cuerpo que no fuera limitado por otro
cuerpo, como lo es el último cielo, sería infinito, posición que
los mismos filósofos reprobarían. Aceptando la concepción
aristotélica del infinito como ausencia de límite, Tomás de
Aquino no ha visto o no ha querido ver que ella se articula en
una distinción muy neta del límite y del contacto. Esta
distinción es adecuada por Aristóteles contra lo que afirman la
existencia de un infinito en acto.
Entre las razón que llevan a pensar que el infinito es,
Aristóteles menciona la idea de que el límite es un relativo
(42). Una tal idea, afirma Aristóteles, se funda en la confusión
del límite, que es un absoluto, y del contacto, que es un
relativo: "Además, el contacto y la limitación son cosas
diferencies; el primero es un relativo, porque todo contacto es
entre dos términos, puede producirse entre ciertas cosas
limitadas; pero la limitación no es un relativo; por otra parte
el contacto no tiene lugar de no importa qué cosa a no importa
qué cosa" (43). Si el contacto supone dos términos que se tocan,
es del orden de la relación, cosa que no acaece con el límite.
El límite no adviene al esente desde el exterior, es en sí como
todo esente, por el hecho de ser una ousia, tiene su límite
propio. Contemplar el esente es ya siempre contemplarlo como
limitado en así mismo. El límite no es contorno físico sino
contorno ontológico, de modo que no se distingue del ser. Tener
el ser y tener el límite es, en Aristóteles, la misma cosa como
lo dice la [393] Metafísica: "El límite es también la sustancia
formal de cada cosa y su quididad, porque es el límite del
conocimiento y, como límite del conocimiento, es también el
límite de la cosa" (44). El límite define literalmente cada
esente en sí mismo, le da el ser al mismo tiempo que lo hace
pensable y cognoscible. No hay en efecto más pensamiento y
conocimiento que el del límite. La ausencia de límite es también
la ausencia de ser y en este sentido el infinito no puede
convenir más que a lo que no es ousia. Resulta que el contacto
presupone el límite, mientas que el límite no presupone el
contacto. A partir de una tan comprensión del tenor ontológico
del límite, se hace difícil por la existencia de un infinito en
acto y se puede medir la dificultad que pudo encontrar Tomás de
Aquino. Duns Escoto afronta, él también, esta dificultad, pero
como quiera que él no conserva ya la comprensión negativa del
infinito como ausencia de límite, puede a la vez realizar una
crítica a Tomás de Aquino, apoyándose en Aristóteles y dar una
vuelta completa al proceso aristotélico.

Ya no se trata para Duns Escoto de denunciar la confusión


del límite y del contacto a fin de rechazar el ser al infinito
en acto. La confusión es más bien denunciada para conceder el
ser al infinito librándolo definitivamente de toda negatividad y
de toda relatividad. Aristóteles absolutizaba el límite y
rechazaba el infinito en el no ser, Tomás de Aquino relativizaba
el límite para preservar la infinitud de no-ser. Escoto
absolutiza directamente el límite para estableces la plena
positividad del infinito en acto. Reprocha abiertamente a Tomás
haber considerado lo finito relativamente, haber puesto la
finitud como una relación. Así declara en la Ordinatio:
«La forma es finita en sí antes de ser finita por la
materia. Es de una tal naturaleza entre los seres, que es
finita, es decir que lo es antes de unirse a la materia,
porque la segunda finitud presupone la primera y no la
causa» (45).
No es en razón de su unión con la materia, de su
determinación por la materia como una forma es finita, lo es en
sí: su finitud es intrínseca y no extrínseca, absoluta y no
relativa. Un esente es finito, no por relación a otro esente, ni
siquiera por participación en otro ser, sino porque su esencia
es de sí misma finita: [394]
«Para decirlo brevemente en una sola proposición, toda
esencia finita es finita, absolutamente en sí, como eso es
precomprendido por toda comparación de esta a otra esencia»
(46).
¿Se trata, por tanto de una "transposición arriesgada", de
una "ampliación" (47) de una doctrina que Aristóteles sólo
consideraba válida para los cuerpos? Se puede dudar, porque en
Aristóteles el límite está lejos de decirse de solos los
cuerpos. Hablando de la finitud intrínseca de las esencias
finitas, Duns Escoto no ensancha el campo del límite
aristotélico, lo restringe. En Aristóteles el límite se extiende
al orden entero del ser, porque no hay más que esencia limitada.
En Duns Escoto el límite se restringe al orden del ser creado.
Estableciendo, a partir de Aristóteles, el carácter
intrínseco del finito, Duns Escoto opera un regreso completo de
la marcha de Aristóteles,puesto que negar explícitamente el
carácter relativo del límite, es también negar el carácter
relativo de la infinitud. El intrinsecismo del finito implica el
intrinsecismo del infinito. Esto aparece abiertamente en los
Reportata , donde Duns Escoto declara:
«La finitud de la cosa le pertenece intrínsecamente en
cuanto que se comparada a sí, puesto que la finitud de la
cosa no dice nada más que un cierto grado de su esencia y
de la cantidad virtual de su esencia como, inversamente, la
infinitud del primer esente dice el modo de su esencia
ilimitada» (48).
Establecer la finitud intrínseca de lo finito es establecer
la infinitud intrínseca del infinito. El esente infinito lo es
absoluta e intrínsecamente, pero lo es también positivamente.
Con la infinitud intrínseca queda suprimida la comprensión
negativa de la infinitud.
La infinitud en acto, por ser intrínseca al esente
infinito, no puede decirse una negación. Como lo hace notar
Côté, "decir de un ser que es infinito, no es negar de tal ser
tenga una relación con otro ser cualquiera, es muy exactamente
decir de él un atributo que le pertenece como propio en virtud
de lo que es: el atributo de la infinitud" (49). Hacer huir la
infinitud a la relatividad es hacer huir a la negación. Lo mismo
que la limitación demanda no ser confundida con [395] el
contacto, la ilimitación demanda no ser confundida con la
ausencia de contacto. La ilimitación, la infinitud no se
conviene a una esencia en virtud de una relación negativa a otra
esencia, le pertenece como propia, fuera de toda relación.
Contra Aristóteles, pero a partir de Aristóteles, Duns
Escoto muestra que la infinitud es un absoluto y que puede
pertenecer a la esencia. El esente no es por esencia limitado o
finito (50). Hay un esente esencialmente infinito cuya infinitud
en acto no puede comprenderse como negación de la limitación.
Duns Escoto establece contra la tradición dominante una
comprensión positiva del infinito, según la cual el infinito
significa la esencia misma de Dios y la significa más
excelentemente que todo otro concepto.

c. La inversión enriquiana

En el pensamiento del siglo XIII la determinación negativa


del infinito no es ya asumida por Enrique de Gante cuando
declara: "La razón de infinitud es la última razón determinada
y positiva que toda cosa puede tener realmente [in re]. Ella
expresa soberanamente la razón de la dignidad divina" (51). Con
el infinito en acto, se trata de una significación positiva y de
una significación eminentemente positiva (52). El
establecimiento de esta positividad encuentra su condición en la
superación de la alternativa tradicional de un infinito por
privación y de un infinito por negación. Mientras que Tomás de
Aquino por ejemplo se encerraba en esta alternativa y se veía
obligado a identificar el infinito en acto con el infinito por
negación, Enrique de Gante diferencia tres formas de infinito,
privativo, negativo y positivo (53). En razón de esta nueva
diferenciación el infinito en acto no se identifica ya con el
infinito negativo, sino con el infinito positivo. Mientras nos
mantengamos en una comprensión negativa o privativa del infinito
non podemos llegar más que a un infinito potencia.

Apoyándose en el libro III de la Física, Enrique de Gante


distingue en efecto tres maneras de entender el nombre infinito.
El nombre infinito puede significar lo que no es finito por
naturaleza, aquello cuyo desarrollo es sin fin, o también
aquello cuyo desenvolvimiento se extiende siempre (54). En el
primer sentido es infinito lo que en sí no tiene fin. Es de esta
manera como se entiende la infinitud de Dios, nota Enrique de
Gante, pero esta comprensión de la infinitud divina no es
legítima. Dios no puede [396] ser definido en el sentido en que
estaría en sí desprovisto de fin, porque en esta ausencia de fin
no se significa nada que sea positivo. Se trata sola y
exclusivamente de una negación por la cual nada de positivo se
atribuye a la cosa. Es por lo que este infinito es infinito
negativo. Se puede admitir que el punto es infinito
negativamente. Pero no se puede admitir esto de Dios. Este
infinito negativo no corresponde ni al infinito en acto ni al
infinito en potencia, se atribuye, como lo muestra el ejemplo
del punto, a lo que Aristóteles considera como escapando de la
diferencia del infinito y del finito.
El infinito negativo no es, pues, ni propiamente finito ni
propiamente infinito. Toda caracterización el infinito en acto
en término de infinito negativo desconoce peligrosamente que el
infinito en Dios dice alguno de positivo pues dice una
perfección y una dignidad. Asimilar el infinito en acto a una
infinitud negativa, como lo hace Tomás de Aquino sería negar en
Dios toda dignidad y toda perfección (55). Si no es infinito
negativamente, Dios no lo es menos privativamente. El infinito
privativo no es otra cosa que el infinito en potencia. En este
segundo sentido el infinito es atribuido a una cosa que es por
naturaleza finita, pero que se puede imaginar infinito por
división o por argumentación. Leyendo Aristóteles Enrique de
Gante ve que toda línea,todo volumen, todo cuerpo son finitos en
cuanto tales, pero pueden ser infinitos en potencia por
división. Pero la división al infinito, el desarrollo de la
división, no llegará nunca en cada momento de la operación de
división más que al finito. Llegará indefinidamente al finito.
Por la división al infinito lo dividido es privado del fin que
posee por naturaleza. La infinitud en potencia es propia de la
cantidad dimensional y no es otra cosa que la substracción de la
finitud que ella posee por naturaleza.
De la cantidad dimensional, Enrique de Gante distingue la
cantidad espiritual en Dios, que, ella, no es finita por
naturaleza y no puede, por tanto, ser infinita en potencia. Su
infinitud no es substracción de la finitud que posee por
naturaleza, sino substracción de la finitud que ella no tiene
por naturaleza. No puede entonces confundirse con una privación.
Dios es infinito de modo distinto que por negación o por
privación del fin. Es infinito en el sentido de aquello cuyo
desarrollo se extiende siempre, constantemente. Esta infinitud
demanda ser entendida como protensio.
Si la infinitud no se reduce a la alternativa de la
negación y de la privación, no queda ya sino que el nombre de
infinito se impone a Dios de manera negativa. Cuando atribuimos
este nombre a Dios, subraya Enrique de Gante, lo hacemos por
modo de negación y no por modo de [397] privación, porque el
modo privativo no concierna más que a la cantidad (56). ¿Cómo se
puede entonces significar positivamente la cosa a la cual es
atribuido? Enrique de Gante lo explica cuando declara que la
finitud es afirmativa, no lo es absolutamente porque "esta
afirmación del fin que dice lo finito en la criatura es por
defecto de la posición o de la protensión la más perfecta en el
infinito" (57). El finito corresponde entonces a una posición
pero esta posición se caracteriza por la privación de perfección.
Enrique de Gante invierte la comprensión aristotélica del
finito y del infinito y al mismo tiempo la desplaza. Decir que
el mundo es finito no es decir que posee esos límites que
definen toda presencia, es decir que está privado de una
perfección más alta. El finito no se presenta tanto como lo que
posee un fin cuando como lo que está privado de la infinitud, es
decir de la perfección y de la posición por excelencia. Es por
lo que la negación que caracteriza la atribución del nombre de
infinito a Dios es una negación de privación.
La negación de una privación real, argumenta Enrique de
Gante, debe ser entendida como una afirmación real. De ahí que
"en aquello en que se ve que el infinito significa una negación
o una privación, significa realmente una afirmación" (58). A una
negación nominal puede corresponder una afirmación real, lo
mismo que a una afirmación nominal puede corresponder una
negación o una privación real. La nominación negativa de Dios
como infinito es una afirmación. El carácter nominalmente
negativo del nombre de infinito no afecta tanto a la cosa misma
cuanto a la insuficiencia de la razón natural que no llega a
percibir la positividad del verdadero infinito (59). A una
objeción que sostiene que el nombre de infinito no puede
significar nada de positivo, porque no puede significar las
razones de todo y de perfecto, enrique de Gante responde que no
podemos concebir el todo y el perfecto en Dios de una manera
soberana y absoluta si no incluyen la infinitud (60). La
disyunción del todo y del perfecto de una parte, del infinito de
otra parte, no sabría valer más que para una posición que
percibe la infinitud en acto en los términos de infinitud en
potencia. Cuando Aristóteles caracteriza el infinito por el
inacabamiento, hace notar Enrique, no habla más que de la
infinitud en potencia. Pero la cosa es distinta en la infinitud
en acto que se atribuye a Dios porque la dispositio infinitatis
en Dios es contraria a la que hay en las criaturas. Si, según
los propios términos de Aristóteles, la infinitud en las
criaturas es tal que a una cantidad dada hay siempre una
cantidad ulterior, [398] la infinitud divina es tal que a una
cantidad dada, ninguna cantidad ulterior puede seguir (61).
Manteniendo la caracterización aristotélica de la infinitud
en potencia, Enrique de Gante transfiere al infinito en acto
aquello por lo cual Aristóteles determinada el finito. Este
desplazamiento, que Duns Escoto reiterará, no puede sin embargo
obedecer al mismo motivo. En Aristóteles es el motivo de la
comprensión del ser como límite que pide la caracterización del
finito como aquello fuera del cual no hay nada. Este motivo no
hace intervenir directamente la cantidad porque la cantidad no
es ousia. En Enrique de Gante es el motivo de la trascendencia
divina que pide la determinación del infinito en acto como
aquello más allá del cual no hay nada. Si la cantidad interviene
no puede ser en el sentido de la categoría aristotélica de
cantidad, sino en el sentido de cantidad espiritual. En razón de
este desplazamiento, Enrique de Gante puede sostener que "el
infinito en Dios tiene la razón de todo y de perfecto; el
infinito en las criaturas tiene la razón de imperfecto y de
parte" (62)
Con Enrique de Gante la positividad pertenece al infinito y
el finito aparece esencialmente negativo. No es ya el infinito
sino el finito el que dice negación real en la medida en que el
finito es una limitación de la bondad y de la perfección. El
infinito no es una negación del finito, sino el finito una
negación del infinito en cuanto limitación-privación del ser
comprendido en términos de bondad y de perfección. Esta ruptura
decisiva con la comprensión negativa del infinito no es sin
incidentes sobre la formación escotiana del infinito que la
radicaliza.
Como Enrique de Gante, lo finito no es ya en Duns Escoto
afirmación, es privación. De la criatura, dice Duns Escoto:
«Ella está compuesta no de una cosa positiva y de una
cosa positiva, sino de una cosa positiva y de una
privación; de una cierta entidad que ella tiene y del
defecto de un cierto grado de perfección en la enseidad de
la que ella no es capaz, pero de la que el esente mismo es
capaz» (63).
LA denominación "esente finito" no es doblemente
afirmativa. En ella hay una afirmación que enuncia "esente",
pero hay también una privación de un cierto grado de perfección
que enuncia "finito". Ella no dice el cumplimiento del esente
venido después de él mismo, [399] dice más bien su no
acabamiento. Ser finito es siempre estar de la parte de acá de
la perfección de la que el esente es capaz y, en este sentido,
ser finito es siempre ser excedido. Si la limitación se confunde
con la privación, si el esente finito corresponde a una
composición de afirmación y de negación, entonces la expresión
"esente infinito" dice la ausencia completa de composición.
Manifiesta la simplicidad y la afirmación puras.
Concibiendo el esente creado como composición de una
afirmación y una negación, Duns Escoto no desvía en nada su
tesis del carácter intrínseco de la finitud del ente creado. Se
podría en efecto considerar que desde el momento en que el
esente creado está caracterizado en su finitud por una
composición, este finitud no puede ser más que extrínseca. Tal
es el caso en Tomás de Aquino donde el esente finito tiene su
finitud por una composición real de potencia y acto: esta
finitud no es otra cosa que la limitación del acto por la
potencia. Pero en Duns Escoto si el esente creado es compuesto
por la 'seridad' y la privación de un grado determinado de
perfección del que la seridad es en sí capaz, uno de los
componentes es una privación. Esto excluye que la composición
del esente creado pueda ser pensado como una composición real.
En otros términos el esente creado no tiene su finitud de parte
de una composición puesto que a uno de los términos de la
composición no le corresponde realidad alguna. La ruptura con la
comprensión del esente finito en Tomás de Aquino es entonces
doblemente afirmada. Abordando la finitud del ente finito como
composición Duns Escoto concibe esta composición de tal manera
que ella no sea pensable como una composición real. El carácter
extrínseco de la finitud es así excluido.
El concepto de infinito no es ya un concepto negativo o
privativo, un concepto que significa una negatividad, sino un
concepto que significa la positividad de la manera más perfecta.
Entonces supera en perfección a todo otro concepto que nos
podemos formar de Dios, comprendidos los conceptos de Summum
bonum y de Ipsum esse. No se puede conceder, afirma
resueltamente Duns Escoto contra Enrique de Gante, que el
concepto de Summum esse sea superior al concepto de ens
infinitum. El concepto de summum puede ser entendido de dos
maneras, comparativa y absolutamente, y en los dos casos no
puede ser más apropiado que el concepto de infinito en acto. En
el primer caso, porque si "soberano" es entendido
comparativamente, dirá una relación al exterior; pero infinito
es un concepto en relación a sí" (64). EN el segundo caso,
porque "si tu entiendes 'soberano' absolutamente, es decir tal
que, [400] desde la naturaleza de la cosa, esta perfección no
puede superada, ella será concebida más expresamente en la razón
de esente infinito" (65). Concebir a Dios en términos de Summum
esse no es concebirlo más perfectamente y más positivamente que
concebirlo como esente infinito. El concepto de infinito no dice
en efecto nada de relativo y de extrínseco, a diferencia del
concepto relativo de summum, y expresa más claramente lo que el
concepto de summum quiere expresar. La determinación de Dios
como summum esse pasa ahora a segundo plano, mientras que el
concepto de esente infinito pasa al primer plano. Dios no es
infinito porque es el ser soberano, más bien es soberano porque
es infinito.

d. El ejercicio de un corte

En ruptura con la tradición Duns Escoto produce una


comprensión positiva de la infinitud. La infinitud no está de
parte de una privación ni de parte de una negación, sino de
parte de una afirmación. El infinito afirmativo no es uno de los
nombres divinos, sino el concepto metafísico más perfecto en el
se presenta la esencia divina. No tiene nada de común con el
concepto de infinito de que habla Aristóteles puesto que no
presupone ya lo finito, la limitación. Curiosamente, cuando Duns
Escoto mira a la formación de un infinito acto, parte de la
cerrazón aristotélica como lo muestra la cuestión V del
Quodlibet.

El infinito en acto como infinito intensivo, fuera de la


magnitud y fuera de la medida, está formado a partir del
infinito extensivo en potencia de Aristóteles, que es un
infinito de magnitud. No se puede sostener que aquí el 'modelo'
del infinito cuantitativo, y que más es numérico, sería
incontorneable. ¿En virtud de qué necesidad? Esto sería
simplemente poner el infinito como una entidad matemática sui
generis, cosa que no es ni siquiera en Aristóteles. Hay que
repetir una vez más, como lo ha mostrado Heidegger, que el orden
del lo cuantitativo no es originariamente, en Duns Escoto y en
Aristóteles, un orden matemático (66).
Más bien que probar el carácter incontorneable de un
infinito numérico Duns Escoto sigue un debate con Aristóteles y
con los que se remiten al nombre de la filosofía. Su audacia,
porque audacia es, consiste en hacer saltar el cerrojo
aristotélico a partir de una relectura del texto de Aristóteles.
En un primer momento Duns Escoto pone el infinito cuantitativo
en potencia, después el conmuta, en un segundo momento, este
infinito [401] cuantitativo en potencia en un infinito en acto.
Establece en fin el infinito entitativo en acto en un tercer
momento. La destrucción de la cerrazón aristotélica se cumple en
dos etapas: hace pasar el infinito cuantitativo al acto, luego
el infinito se separa del orden cuantitativo.
Del infinito admitido por Aristóteles Duns Escoto hace
notar que está en devenir y en potencia y que no puede a este
título ni formar un todo ni formar cosa alguna de perfecto (67).
El infinito se define entonces por una deficiencia. es aquello a
lo que faltará siempre algo para ser terminado. Se presenta así
como una cantidad inagotable, una cantidad a cuyo fin nunca se
llega. Hay siempre un resto, algo que cercenar o añadir (68). Es
por lo que la cantidad infinita se presenta como una secuencia
en la que falta siempre una unidad a integrar. La sucesión está
en el corazón del infinito en potencia, remarca Duns Escoto.
Leyendo Aristóteles Duns Escoto insiste en efecto ante todo en
la estructura del infinito cuantitativo en potencia, estructura
determinada esencialmente por la sucesión el alterum post
alterum. En la Ordinatio Duns Escoto dice del infinito en
potencia:
«El modo de su infinitud es el admitir una cosa
después de otra - y un entendimiento que conociera de este
modo conocería siempre el finito y jamás el infinito» (69).
El orden del infinito de que habla Aristóteles es el de una
prosecución sin tregua tal que lo que se da cada vez, cualquiera
que sea su magnitud, es sólo algo finito, pero un finito siempre
llevado más allá de sí mismo por el movimiento de la sucesión
(70). Porque la sucesión estructura esencialmente el infinito,
no se da la estabilidad del ser, sino la inestabilidad de un
devenir indefinido y no se puede presenta sino como una
multiplicidad de unidades distribuidas alterum post alterum. Con
este infinito nos quedamos con una multiplicidad desparejada,
con lo diverso, porque no pudiendo formar ninguna unidad no
puede ser un todo. En su devenir indefinido la sucesión suspende
todo acabamiento. Si nos quedamos en el diseño aristotélico del
infinito, habrá que reconocer que el infinito no puede ser más
que la sucesión indefinida del finito y que, siempre más acá del
acabamiento, no puede constituir una presencia total y perfecta.
Duns Escoto vuelca todo esto suprimiendo audazmente la sucesión,
sacando (??) el infinito cuantitativo del orden de la sucesión.
El paso del infinito cuantitativo en potencia al infinito
cuantitativo en acto toma la forma de una transposición
desenvuelta que detiene la [402] sucesión indefinida del finito.
Duns Escoto efectúa un corte con el orden de la sucesión y es a
partir de este corte como se constituye el infinito en acto. Se
trata, en el lenguaje de Duns Escoto de una commutatio, de un
cambio: "Para nuestro propósito cambiamos la razón de infinito
en potencia, en la cantidad, en razón de infinito en acto, en la
cantidad, si puede ser en acto" (71). Con una tranquila
seguridad Duns Escoto conmuta el infinito cuantitativo en
potencia en un infinito cuantitativo en acto. Se trata de una
operación que reposa sobre una acto de la imaginación. Por la
imaginación el intelecto creado forma un infinito cuantitativo
en acto interrumpiendo la sucesión indefinida del finito.
«Nos imaginaremos que todas las partes que pueden ser
tomadas lo serán simultáneamente o se quedarán quietas
simultáneamente. Así tendremos una cantidad infinita en
acto» (72).
En lugar de tomar las partes cuantitativas unas después de
otras, basta poner con la imaginación que están todas tomadas al
mismo tiempo o que existen simultáneamente. Se trata por una
operación de la imaginación, de considerar que la enumeración se
ha realizado efectivamente. Se obtiene entonces una totalidad
actual y sin embargo infinita, pasando del orden de lo sucesivo
al orden de lo simultáneo. El corte sustituye la tristeza de la
sucesión con la simultaneidad y realiza por lo mismo un infinito
en acto. Mientras que la sucesión no da nunca más que una
actualidad finita, la simultaneidad da una actualidad infinita.
Mientras la cuantidad estructurada por la sucesión era
susceptible de aumento - - y esto sin límite porque era siempre
excedida - la cantidad estructurada por la simultaneidad es tal
que nada mayor puede ser considerado puso que nada le puede ser
añadido.
EL infinito cuantitativo en acto es entonces una totalidad
perfectamente determinada y sin embargo infinita, cuyas partes
está todas en acto simultáneamente de tal suerte que ninguna
puede faltar (73). La cantidad infinita en acto adquiere las
propiedades que Aristóteles reserva para lo finito: es lo que no
tiene nada fuera de él mismo, lo que no es deficiente en nada,
aquello a lo que nada puede ser añadido. Ella no adquiere estas
propiedades más que a condición de ser terminada y de constituir
así una totalidad infinita en acto. No puede ser comprendida en
efecto como el término último de la serie de las cuantidades
porque en este caso sería una parte y no podría ser infinita. Se
la puede pensar sólo como un fuera de serie que acaba la serie.
En este [403] sentido, ella puede encontrar su correspondiente
matemático en el transfinito de Cantor cuya formación
corresponde a un gesta análogo (74).
Como Duns Escoto, Cantor parte del infinito en potencia. No
se trata aquí de la sucesión de cantidades, sino de la sucesión
indefinida de enteros 1, 2, 3... v. Todo número entero finito
está formado por la adición de una unidad a un número entero
finito. La serie de números enteros finitos es así generada por
la repetición de esta operación de adición de tal suerte que
cada número nuevo finito sucede a los números ya formados y que
"entre estos números no existe ninguno que sea más grande que
todos los otros" (75). La colección de todos los números enteros
finitos, estructurada como está por la sucesión, no es jamás
dada como la totalidad actual de sus elementos. Ella no
corresponde más que a un infinito en potencia, o según los
propios términos de Cantor, a "el infinito impropiamente dicho".
¿Qué hace entonces Cantor? Con la misma audacia y con la
misma desenvoltura que Duns Escoto él se autoriza el salto que
repugnaba a la tradición matemática: "No obstante la
contradicción que habría desde entonces al hablar de un número
máximo de la clase I, no hay sin embargo nada de chocante en
imaginar un nuevo número, le llamaremos omega, que servirá para
expresar el hecho de que la colección (I) toda entera es dada,
conforme a su ley, en su sucesión natural" (76). Puesta por un
acto de la imaginación - un acto que tiene su fuente en nuestra
libertad, precisa Cantor - el nuevo número no pertenece a la
serie de números enteros reales finitos sino que es la
totalización actual de esos números. La formación del nuevo
número rompe con la sucesión puso que afirma que la totalidad de
todos los enteros es dada en acto como acabada y sin embargo
que ella es también dada como infinita. Ella afirma la
existencia de todos los enteros finitos.
El nuevo número, el número transfinito, es un número
infinito en acto y sin embargo acabado puesto que expresa una
totalidad actual. Él se constituye por un corte que deshace la
adición del finito porque "debe ser el primer número entero a
seguir todos los números v, es decir debe ser declarado superior
a cada uno de estos números" (77). No es el último en la serie,
sino el primero fuera de serie. Como en Duns Escoto la
totalización no se opera más por la limitación sino por la
infinitización actual. Duns Escoto concede a Aristóteles que el
todo no puede ser más que actualizado, pero este todo en acto no
puede ya ser pensado como finito, no puede ser [404] pensado más
que como infinito. ¿Qué es lo que permite a Duns Escoto como a
Cantor este corte que deshace la sucesión y establece una
cantidad infinita en acto?

La cuestión crucial se pone en estos términos: ¿cómo el


intelecto creado puede, por un acto de imaginación, poner el
infinito en potencia como una totalidad actual dada de partes
existiendo simultáneamente? En la Ordinatio Duns Escoto sostiene
en efecto que el infinito en potencia no puede ser conocido ni
por el intelecto credo ni por el intelecto increado bajo su modo
propio, la sucesión:
«Digo que el infinito en potencia es desconocido,
puesto que cada cosa es cognoscible en cuanto que es en
acto. Sin embargo, no es tan desconocido que le repugne ser
entendido por un entendimiento infinito, pero el infinito
en potencia no puede ser conocido por ningún intelecto que
lo conozca según el modo de su infinitud" (78).

El infinito en potencia no puede ser conocido por el


intelecto creado porque es en potencia y lo cognoscible sólo se
puede presentar en la forma de la actualidad, proposición ya
sostenida por Aristóteles. Lo que conoce el entendimiento creado
es sólo cada parte finita del infinito en potencia, una después
de otra. El intelecto increado no puede tampoco conocer el
infinito en potencia en cuanto infinito en potencia, porque la
intelección divina no está sometida a la sucesión. ¿Cómo conoce
el entendimiento divino el infinito en potencia? Duns Escoto
responde: "Un intelecto infinito puede conocer este todo
simultáneamente y no una parte después de la otra" (79). El
entendimiento divino conoce, pues, el infinito potencia como un
infinito en acto! La Ordinatio, aquí, no se atiene ya a la
lección de la Lectura. En la Lectura Duns Escoto pone, con la
tradición, que el entendimiento finito no puede conocer el
infinito en potencia en razón de la desproporción entre este
intelecto y el infinito (80). Por el contrario, el intelecto
divino puede conocer el infinito en potencia e incluso
comprenderlo en razón de su infinitud, pero lo comprende en su
actualidad como finito y no como infinito.
El paso dado por Duns Escoto en la Ordinatio reside en la
inifinitización actual del infinito potencia que permanece un
infinito cuantitativo. Si la cuantidad infinita es conocida como
una cuantidad acabada de la que todas las partes, aunque
finitas, existen simultáneamente, esta cuantidad se presenta
entonces como una cuantidad infinita en acto. [405] ¿Cómo puede
Duns Escoto en el Quodlibet conceder al entendimiento creado y
finito lo que manifiestamente esta reservado al intelecto
increado e infinito en la Ordinatio? No hay aquí ninguna
inconsecuencia doctrinal, porque la respuesta a esta cuestión
está ya formada en la Ordinatio. Contra los que sostienen que el
entendimiento finito no puede entender el infinito en acto por
razón de su finitud Duns Escoto afirma que hay que distinguir la
intelección del infinito del conocimiento del infinito de una
parte, el modo del acto del modo del objeto de otra parte. En el
conocimiento acabado, la comprensión, el objeto es considerado
en su modo propio. Él es conocido de una manera finita si él es
finito, de una manera infinita si él es infinito. La comprensión
del infinito en acto no corresponde más que a Dios. Ella se
caracteriza por la proporcionalidad del intelecto con el objeto.
En este sentido solo un intelecto infinito puede comprender un
infinito en acto. Esto no impide que un infinito en acto pueda
ser conocido por un intelecto finito, porque
«no es necesario que un acto tenga el mismo modo real
que el objeto, puesto que un acto bajo la razón de finito
puede ser dirigido hacia un objeto bajo la razón de
infinito, salvo si se trata de un acto de comprensión» (81).

El infinito en acto sigue incomprensible para un intelecto


finito, pero no es por tanto inconcebible, aunque esta
concepción es un acto finito. El intelecto finito puede formar
un concepto finito del infinito en acto. Comprendemos ahora por
que Duns Escoto puede considerar que, por un acto de la
imaginación, pasamos del infinito potencia, estructurado por la
sucesión, al infinito en acto, estructurado por la
simultaneidad. Sin embargo, lo mismo que la posibilidad de
querer el infinito en acto y de gozar del mismo implicaba un
infinitización de la voluntad finita, la posibilidad de concebir
el infinito en acto puede implicar una infinitización del
entendimiento finito.

Confrontado a la posición común que "pone delante la


finitud del entendimiento humano para explicar que solos los
número finitos son pensables" (82), Cantor no dudará sobre este
punto. Exclama: "Por muy limitada que se la naturaleza humana,
hay sin embargo en ella una gran parte de infinito, y llego a
sostener que si ella no fuera en sí misma infinita bajo algunas
relaciones, no se podría explicar la convicción y la certeza
aseguradas donde nosotros nos sabemos todos unidos, tocando el
ser [406] del absoluto" (83). No se trata aquí de desvío
metafísico de una matemática, sino de la comprensión rigurosa de
las exigencias de una marcha que, no retrocediendo horrorizado
ante el infinito en acto, asume sus implicaciones.
Contrariamente a vistas extendidas hoy, Cantor sabe bien que el
infinito en acto no es una cosa de matemática. Hablando
propiamente, el transfinito, subraya Cantor, no es el infinito
en acto mismo, el absoluto, o siquiera el " infinito verdadero".
El conocimiento del infinito bajo la forma de transfinito no es
el conocimiento del infinito en su verdad. Ese último "puede
solamente ser reconocido, pero no conocido, fuera ello de manera
aproximada" (84). El acto matemático puede liberarse de la
finitud y de la sucesividad, abandonar las tierras
tranquilizadoras del entendimiento, pero no puede integrar el
"infinito verdadero" a sus operaciones, aunque lo presuponga. Lo
que Cantor declara de la distancia del transfinito al absoluto o
verdadero infinito se muestra ya en el estatuto que Duns Escoto
concede a la cantidad infinita en acto.
El infinito cuantitativo en acto no nos pone en presencia
del infinito en acto en su verdad, aunque este último "debe ser
entendido proporcionalmente a la cantidad infinita en acto que
nosotros imaginamos" (85). Al infinito cuantitativo en acto no
le pertenecen ni la razón de totalidad verdadera ni la razón de
perfección verdadera, porque sigue siendo cuantitativo. El
infinito cuantitativo en acto es un todo perfecto en la medida
en que ninguna cuantidad le falta o en que él excede a toda
cantidad finita sin poder ser jamás excedido. Se podría decir
que con él no se trata ya de una cantidad, razón por la cual él
asegura el pasaje al infinito entitativo en acto. Sin embargo,
se trata de una totalidad y de una perfección que permanecen
cuantitativas.
La totalidad que constituye la cantidad infinita en acto no
es una totalidad auténticamente infinita, porque ella no es una
totalidad intrínseca. Las partes de esta totalidad siguen siendo
exteriores las unas a las otras y, por tanto, finitas. E
infinito cuantitativo en acto es, pues, una totalidad extrínseca
de partes finitas (86). Puesto que las partes de la totalidad
cuatitativa siguen exteriores las unas a las otras, cada parte
tomada en ella misma carece la cantidad de las otras partes.
Cada parte es, pues, imperfecta, de suerte que la perfección del
todo depende de la imperfección de las partes. El infinito
cuantitativo en acto presenta, pues, esta contradicción de ser
una totalidad de partes yuxtapuestas, una totalidad infinita de
partes finitas, una totalidad perfecta de partes imperfectas
(87). Considerar una [407] totalidad perfecta intrínseca exige
no quedarse en el terreno de la cantidad sino establecerse en el
terreno de la entidad. Es formar entonces el concepto de un
esente infinito en acto y no ya una cuantidad infinita en acto.
La formación del concepto de esente infinito en acto exige
el rodeo por el concepto de cantidad infinita en acto a partir
del concepto de infinito en potencia porque, metafísicamente, el
infinito no se presenta inicialmente al entendimiento creado más
que en la forma de la cantidad y de la potencialidad, como lo
muestra Aristóteles. Así puede afirmar:
«De la razón de infinito establecida en la Física 3,
aplicada por la imaginación al infinito actual en cantidad,
si ello es posible, y aplicada enseguida al infinito actual
en cantidad, donde esto es posible, obtenemos la idea, como
se debe conceder, de un esente intensivamente infinito, o
en perfección o en fuerza» (88).

El concepto de un esente infinito en acto es el concepto de


un esente al que no falta ninguna entidad (89) o que "excede a
todo esente finito, no según una proporción determinada, sino
más allá de toda proporción determinada o determinable" (90). El
esente infinito en acto es entitativamente infinito de tal
suerte que excede en perfección a todo esente finito. Esto no
puede ser el caso de la cuantidad infinita en acto, como lo
muestra Duns Escoto en la Ordinatio. Una cantidad infinita en
acto no es un esente infinito en acto "porque no se sigue que
sea ella sea un esente que no pude ser superado en perfección"
(91). Insuperable cuantitativamente, e. d. en el género de la
cantidad, la cantidad infinita en acto no lo es, sin embargo,
entitativamente, Desde el punto de vista entitativo, sigue
siendo algo finito. Lo que es infinito en acto según la
cuantidad es finito en acto en su esencia, puesto que todo
género es finito y la cantidad es un género. El esente infinito
es aquel esente que excede a todo esente finito más allá e toda
proporción y de toda medida asignable. Es inconmensurable
respecto de todo esente finito, fuera de medida. La medida, la
proporción de que aquí se trata no tiene nada de cuantitativo.
¿Cómo contemplar una medida que no sea asignable a la cantidad?
En el Comentario a la Metafísica de Aristóteles Duns Escoto
rehúsa identificar medida y cuantidad. La ratio quantitatis,
escribe, no es la medida, sino la divisibilidad en partes de la
misma razón" (92). Esto deja abierta la posibilidad de otra
medida, la mensura perfectionis, que determina el grado de
perfección de los entes finitos, es decir su [408] grado
entitativo (93). Todos los esentes finitos se gradúan sobre una
escala de perfección de suerte que la blancura es excedida tres
veces por la ciencia, diez veces por el alma intelectiva, cien
veces por el ángel más perfecto (94). Todo lo lejos que se pueda
adelantar sobre esta escala, entre los entes finitos "hay
siempre una proporción determinada según la cual el superior
excede al inferior (95). Es siempre según una medida finita como
un esente finito excede entitativamente a un esente finito. La
asignación de números a esta medida, en el ejemplo dado por Duns
Escoto no reposa en la asimilación de la medida entitativa con
la medida matemática. Ciertamente, si es cuestión de medida, es
también cuestión de cuantidad, pero no son cantidades
matemáticas, que reposan, por otra parte, sobre cantidades
físicas, sino de cantidades de perfección. En el orden de
cantidades matemáticas, precisa Duns Escoto, la cantidad
superior está constituida a partir de la cantidad inferior por
adición. La cantidad superior es una cantidad compuesta que sólo
la adición la constituye, de suerte que incluye la cantidad
inferior. No es lo mismo en las cuantidades de perfección: un
esente más perfecto no es un esente constituido por adición a
partir de un esente menos perfecto.
La diferencia de grado entre los esentes finitos no es una
diferencia aditiva, sino una diferencia intensiva, es una
diferencia extrínseca sino una diferencia intrínseca (96). Si
toda cantidad matemática contiene una cantidad inferior, como
100 contiene 10, ninguna cantidad de perfección superior
contiene la inferior: el ángel no contiene la entidad del
hombre, y no la contiene ciertamente cien veces. El ángel es
entitativamente superior al hombre en el sentido de que en
esente está presente en él más perfectamente según una medida
finita. Duns Escoto puede proponer, a partir de ahí, una nueva
determinación del infinito en acto: "El infinito excede al
finito en entidad más allá de toda proporción asignable" (97).
El infinito intensivo en acto. el verdadero infinito, es el que
excede infinitamente en perfección a todo ente finito, puesto
que lo excede más allá de toda medida asignable. Es tanto como
decir que el infinito entitativo en acto es lo que no deja
medir, lo que es positivamente fuera de toda medida, siendo
siempre la medida una asignación a la finitud.

¿Qué estatuto ontológico posee esta medida que no se deja


reducir a la medida matemática y que diferencia los entes
finitos de una parte y que, de otra parte, distingue los esentes
finitos como mensurables frente al ser infinito? Se trata de una
medida trascendental que refiere a una cantidad trascendental.
La medida matemática que, en su [409] razón propia, no es la
razón de la cantidad, sino una propiedad de la cantidad, se
refiere a la cantidad como género (98). La cantidad de
perfección no se deriva del género cuantidad, que sólo concierne
al ser finito. El quantum físico y matemático presupone ya la
división del esente en finito e infinito. NO es lo mismo en la
cantidad entitativa que se presupone por la división de finito e
infinito, porque el finito y el infinito dividen el ens quantum
(99). Finito e infinito no dividen el ente en general, sino
solamente el ens quantum. El quantum del que se hace aquí
cuestión, en cuanto cantidad entitativa e intensiva, cantidad de
perfección, tiene entonces el estatuto de cantidad
transcendental:
«EL finito y el infinito, como pasiones del ente,
convienen exclusivamente al ente en la medida en que él
posee cierta cantidad de perfección» (100).

Que pueda haber una cantidad inasimilable a la cantidad


categorial, a saber, una cantidad trascendental, Duns Escoto se
explica en la cuestión VI del Quodlibet cuando pone la cuestión
de la magnitudo divina (101). Contra la afirmación de que no se
puede considerar la magnitudo divina como una cuantidad, Duns
Escoto sostiene que la magnitudo divina es una cuantidad, pero
una cantidad que sobrepasa el dominio de las categorías. Para
establecerlo se remite a Aristóteles y a Agustín. En la
Metafísica Aristóteles declara en efecto que "lo grande y lo
pequeño, lo más y lo menos, considerados tanto en ellos mismos
como en sus relaciones mutuas, son también modos esenciales de
la cuantidad; pero, por extensión, se aplican también estos
nombres a otros objetos" (102). La interpretación que da Duns
Escoto de este pasaje viene a distinguir la cantidad en sentido
propio, la cantidad categorial, de la cantidad translative
dicta, que tiene estatuto de cantidad trascendental. Escribe, en
efecto, refiriéndose a Aristóteles, que la cantidad conviene a
todo esente:
«La cantidad conviene de alguna manera a todo esente
cualquiera que sea su género: y en consecuencia, aunque
según él, lo grande y lo pequeño son pasiones propias de la
cuantidad, son sin embargo transcendentales en sentido
traslaticio, y, por tanto pasiones del esente» (103).

Decir que los grande y lo pequeño son, translative accepta,


trascendentales, es decir que la cuantidad, tomada de manera no
categorial, [410] es de orden trascendental. La magnitud divina
es, pues, una determinación trascendental de la esencia divina y
lo es en que no es separable de la esencia divina, porque si no
esto significaría una composición en Dios y destruiría la
simplicidad de la esencia divina. Esta grandeza divina no otra
cosa que la infinitud. Infinitud y finitud son cierta cosa de
cuantitativo, pero en el sentido de determinaciones
cuantitativas trascendentales del ser. Convienen a "la entidad
de toda quididad absoluta, que posee por naturaleza la razón de
medida o de mensurable" (104). Este estatuto trascendental de la
magnitud y, por tanto, de la cuantidad no es característico de
la sola marcha del quodlibet, está ya constituido en el
Comentario de las Sentencias.
En la distinción 19 de la Ordinatio Duns Escoto introduce
ya el concepto de una magnitudo sine quantitate que él
distingue, sobre la base de una referencia al De la Trinidad de
Agustín, de la magnitudo molis (105). Agustín, tratando la
cuestión de la grandeza divina sostenía en efecto: "Para las
realidades cuya grandeza no es cuantitativa, ser grande es ser
mejor" (106). EL concepto de magnitudo es aquí separado de su
comprensión en términos de grandeza en el campo de la extensión,
como lo explica la diferenciación que introduce Duns Escoto.
Distingue en efecto tres maneras de entender la magnitudo. La
primera y la segunda son categoriales y no son aplicables a
Dios. La tercera no lo es y es aplicable a Dios. En el primer
sentido la grandeza es una especie de la cuantidad y corresponde
a lo mensurable en su diferencia con lo numerable, se confundo
entonces con la grandeza espacial. En el segundo sentido, la
grandeza es lo contrario de la pequeñez (107). En el tercer
sentido la grandeza sobrepasa el dominio categorial puesto que
se dice de todo ser y tiene en estatuto de pasión del esente
(108). Se trata de la magnitudo sine quantitate que permite
asignar un más o un menos a la entidad misma porque "de esta
manera todo ser es grande o pequeño, es igual o desigual" (109).
Duns Escoto se remite aquí al mismo pasaje de la Metafísica que
en la cuestión seis del Quodlibet. A partir de allí se pregunta
en qué medida la grandeza puede convenir a Dios y responde que
es solamente a título de pasión trascendental como puede
convenir a Dios (110). Esto era ya establecer el carácter
trascendental de la magnitud y por tanto de la cuantidad.
Infinito y finito son vistos como determinaciones del
esente trascendentalmente cuantificados. La finitud puede así
ser comprendida como una magnitud limitada de la entidad y la
infinitud como una magnitud [411] ilimitada e la entidad. El
movimiento operado en la Ordinatio I d. 19 q.1 forma, pues, un
concepto trascendental de la magnitud separándola del orden de
la cuantidad categorial y por lo mismo del orden de la
extensión. Es de notar, como subraya Honnefelder, que es un
movimiento análogo que obra la cuestión V del Quodlibet donde
Duns Escoto separa la infinitud de su anclaje cuantitativo y
extensivo para formar el concepto de infinito entitativo en acto
(111). No hay que extrañarse en la medida en que la nueva
elaboración del concepto de magnitudo es constitutiva de una
nueva comprensión de la infinitud.
Podemos ya afirmar que el esente no puede ser finito o
infinito más que presentándose ya como ens quantum. Pero ¿a qué
corresponde el ens quantum? Y en estas condiciones, antes
incluso de la diferenciación del esente en finito e infinito,
¿no se daría la diferencia del ente en ens quantum y ens non
quantum?
En la cuestión I del Quodlibet Duns Escoto afirma que "el
infinito intensivo no se da en ningún ente de razón, sino
solamente en el ente real" (112). El ens quantum no es otra cosa
que el ente real cuyo grado de realidad esta determinado
intrínsecamente por su entidad (113). El ente infinito en acto
se presenta entonces como el ente que excede en entidad a todo
ente finito más allá de toda medida porque él esta 'enserado' en
su plenitud y su totalidad. Por oposición, todo ente finito sólo
está parcialmente 'enserado' (114). Todo grado de perfección
finita corresponde a un grado de participación en el esente
infinito como totalidad de la realidad puesto que "todo ser
distinto del ser infinito se dice esente por participación,
porque recibe una parte de esta entidad que está aquí total y
perfectamente" (115). La finitud no se deja entonces pensar más
que a partir de la infinitud., es literalmente derivada de la
infinitud. Para formar el concepto de una s¡esente infinito en
acto, el entendimiento creado parte ciertamente del finito, pero
el infinito no es derivado del finito. Al contrario, el momento
de la formación del concepto de infinito en acto, como infinito
intensivo, muestra que el finito presupone el infinito. Un ser
finito es tanto más o menos perfecto en cuanto participa del
infinito en acto. La presencia del finito es ya una atestación
de la presencia del infinito.
Si reemprendemos la marcha de Duns Escoto en el Quodlibet
podemos seguramente hacer la diferencia entre el infinito malo
cuantitativo en potencia y el infinito bueno entitativo en acto,
pero podemos decir también que el infinito está ya presente en
cada momento de la marcha. Ciertamente no llegamos al infinito
intensivo en acto más que después de haber suprimido (412) el
infinito cuantitativo. Sin embargo el infinito cuantitativo en
potencia, en su pobreza y su aburrimiento, manifiesta ya, para
el entendimiento creado, la presencia del infinito. ¿Cómo
comprender ahora esta infinitud intensiva que no es otra cosas
que la realidad en su plenitud y su totalidad? ¿Puede todavía
ser abordada como una propiedad del esente? ¿Es todavía
enfocable siguiendo el hijo de la predicación categorial? Estas
son las cuestiones que no impone la marcha de Duns Escoto desde
el momento en que la infinitud está caracterizada como un modo
intrínseco del esente.

2. El infinito no es un atributo

Eliminando la comprensión negativa del infinito a nombre


del amor y, por tanto, de la voluntad, Duns Escoto produce una
afirmación del infinito tal que descarta completamente el
infinito del estatuto ontológico tradicional que se había
reservado. Esta afirmación supone la construcción de un concepto
de magnitud trascendental como magnitud intensiva. Pero esta
magnitud intensiva no puede ser abordada como un atributo de la
esencia divina entre los otros, como un nombre divino entre los
otros, como una propiedad trascendental con el mismo título que
las propiedades trascendentales convertibles. El infinito es el
nombre divino por excelencia para la metafísica y la teología a
las que los hombres pueden pretender en el estado presente. No
tiene el estatuto de un atributo o de una propiedad del esente
del que se dice, porque es lo que hay de más intrínseco a este
esente. El infinito exige, para ser establecido, la elaboración
del concepto de modo intrínseco del esente, inasimilable a todo
atributo y a toda propiedad. Esto implica una reformulación de
la distinción real que, más allá de la distinción formal, deja
un espacio a la distinción modal. Esta implica también la
formación de un concepto unívoco del esente, indiferente a la
distinción del infinito y el finito.
No se puede percibir la función del concepto unívoco del
esente sin tener en cuenta el hecho de que está formado ante
todo en el contexto de un conocimiento metafísico de Dios como
esente infinito. El concepto unívoco del esente, como concepto
metafísico, y no como concepto lógico, en su indeterminación,
presenta ante todo el esente en términos de actividad, y no de
substancialidad. El esente, como nos lo ha enseñado la
consideración del ens ratum, significa ante todo una actividad.
Es ante todo principio activo. El esente infinito es el esente
en el cual la 'seridad' se presenta [413] soberanamente como
actividad infinita, como potencia infinita. En este sentido el
concepto de esente no es un concepto metafísico, en el sentido
de una metafísica que se querría separada de una teología,
puesto que su trasfondo no es otra cosa que la omnipotencia
divina. Es por lo que toda interpretación del estatuto del
esente en cuanto esente, en Duns Escoto, que no aborde este
concepto más que como un concepto metafísico ligado a
preocupaciones funcionales, lleva un camino equivocado. Más
gravemente todavía, toda interpretación que quiera ver en este
concepto la expresión de un rodeo logicista de la metafísica va
igualmente por un camino falso.

a. El infinito como modo intrínseco del esente


Finito e infinito, sostiene Duns Escoto, piden ser
comprendido como modos intrínsecos del esente. Esta comprensión
está establecida en la Lectura y sigue mantenida firmemente
hasta el Quodlibet. El esente puede ser dicho finito o infinito
en cuanto es considerado como ens quantum, es decir, como
precisa Duns Escoto, "en cuanto que posee una magnitud de
perfección" (116). Esta magnitud trascendental esta magnitudo
sine quantitate, que dice intensidad del ser, recibe
expresamente el estatuto de modo intrínseco del esente (117).
El esente, considerado como ens quantum, es considerado por
lo mismo como poseyendo un grado determinado de ser y es este
grado de ser, esta intensidad entitativa la que pide ser
comprendida con el concepto de modo intrínseco. Duns Escoto lo
explica de manera más detallada en la distinción 31 donde
discute la tesis de Enrique de Gante que quiere que las
relaciones comunes en Dios, a saber las relaciones de identidad,
igualdad y semejanza, sean relaciones de razón. Si la relación
de similitud es una relación de razón, como lo pretende Enrique
de Gante, entonces la magnitudo virtutis, en cuanto que
condiciona el fundamento de esta relación, debería ser
considerada en ella misma, como una determinación racional y no
como una determinación real. Establecer que la magnitudo
virtutis es una determinación racional, es, sin embargo,
considerar que ella viene al esente según una operación del
entendimiento, es decir que ella no reside en el esente antes de
la operación del conocimiento y fuera de ella. Dicho de otro
modo, el concepto de magnitudo no tendría ningún índice real.
Enrique de Gante no ha visto que una tal posición conduce a
hacer de la infinitud misma una determinación racional. [414].
Contra Enrique de Gante Duns Escoto declara en la primera
versión de la distinción 31, la de la Lectura:
«La magnitud es infinita en las cosas divinas; la
magnitud es, pues, formalmente en las cosas divinas antes
de toda operación del entendimiento: ella es, por tanto,
realmente y formalmente, y no sólo según la razón» (118).

¿Cómo la magnitud puede ser en Dios y en las cosas divinas


sin comprometer la simplicidad divina que Enrique de Gante
trataba de preservar comprendiendo la magnitudo como
determinación racional? Si ella es real y formalmente, como
sostiene Duns Escoto, ¿a qué título lo puede ser?
La respuesta de Duns Escoto es doble: negativa y positiva.
Negativa en que él define lo que no puede ser la magnitudo
parar ser realmente en las cosas divinas, a saber un atributo
distinto que se ajustaría del exterior, porque entonces habría
una composición en Dios.
Positiva en que define cómo debe ser comprendida la
magnitudo para estar en Dios realiter, a saber como grado propio
(119).
Si la magnitudo es comprendida como grado y no como
atributo, no pone en causa la simplicidad divina, por que un
grado no es nada distinto de aquello a lo que se añade, un grado
no es una cosa separable de aquello de lo que es grado. La
magnitudo puede entonces estar en Dios ex natura rei. Lo que
vale para la magnitudo vale para la infinitud. Los conceptos de
magnitudo y de infinitud, puesto que significan una cosa que
está en Dios ex natura rei, tienen por tanto un index real y no
se limitan a significar determinaciones racionales.

En la versión de la Ordinatio Duns Escoto explicita su


posición distinguiendo la magnitudo virtutis de la magnitudo
molis. No se puede afirmar que la magnitudo virtutis no es una
determinación real del esente si no es que se la confunda con la
cuantidad categorial que se presenta como un atributo. La
quantitas molis, precisa Duns Escoto, "dice algo añadido a la
naturaleza del sujeto" (120) y en este sentido no es idéntica
realiter a la esencia. Totalmente distinta es la magnitudo
virtutis que es realmente idéntica a la esencia en la medida
misma en que ella no puede ser comprendida categorialmente.
Cuantidad trascendental, la magnitudo virtutis no es separable
de su sujeto [415] como lo es la quantitas molis, no es un
atributo de la esencia, sino un modo intrínseco de la esencia
(121). La cuantidad transcendental es intrínseca a la esencia
como modo de la esencia. En cuanto intrínseca a la esencia es
realmente idéntica a la esencia y no constituye otra cosa de
añadido a la esencia desde el exterior. Porque es un modo de la
esencia que, realmente idéntico a la esencia, le es sin embargo
distinto formalmente, en la medida en que la ratio de la
cuantidad trascendental no es la de la esencia.
En la versión de los Reportata Duns Escoto declara más
explícitamente todavía:
«Esta magnitud, que fundamenta la igualdad, permanece
y pasa en la identidad real con la esencia, y no produce
composición con ella. Ella permanece según la razón formal
por la cual se distingue formalmente de la esencia, según
la naturaleza de la cosa, porque si la esencia fuera
definida, la cantidad de fuerza no caería en la definición»
(122).

Lo que muestra que hay una distinción formal de la esencia


y de la magnitudo virtutis es que la definición de la quantitas
virtutis no pertenece a la definición de la esencia. Esta
distinción formal de la mgnitudo virtutis y de la esencia no
pone en cuestión la identidad real de la magnitudo virtutis y de
la esencia. Comprendemos ahora por qué la magnitudo virtutis es
dicha formal y realmente del esente mismo como lo sostenía la
Lectura. Ella está realmente en el esente según su identidad
real con el esente, ella está formalmente en el esente según su
distinción formal respecto del esente, en la medida en que, a
pesar de su identidad real con el esente, ella conserva su razón
formal. Para explicitar el estatuto real de la magnitudo Duns
Escoto toma el ejemplo del ángel. Si la magnitudo virtutis del
ángel fuera distinta de la esencia del ángel, la esencia podría
ser aprehendida efectivamente, como esencia efectiva, sin ella.
Pero si la esencia del ángel estuviera sin la magnitudo
virtutis, ella no tendría ningún grado entitativo, lo que no es
sostenible de una esencia efectiva. En efecto, desde que vemos
una cosa como la cosa que es, un ángel por ejemplo o un hombre,
el grado entitativo de esta cosa está dado con la esencia en la
medida en que toda esencia es de un grado o de una intensidad
de ser determinada. Hay pues identidad real de la esencia y del
grado entitativo. En otros [416] términos, el grado entitativo
no es distinto de la esencia realmente o racionalmente. No
realmente, porque no es una res ab alia essentia realiter
Santamente casados jodían todas las noches distincta, de lo
contrario habría un composición en Dios que destruiría su
simplicidad. No racionalmente porque no es del orden de la sola
intelección de la esencia, sino que está presente en la esencia
antes de toda operación del intelecto.
Con la magnituto virtutis como forma trascendental de la
cuantidad, se trata de un grado o de un modo de ser de la
esencia que se ha de comprender como intensidad de ser. Esta
intensidad no es comprensible unilateralmente como constitutiva
de una jerarquía de las esencias. Con el concepto de intensidad
es la amabilidad del esente lo que se significa. Decir del
esente que tiene una magnitud intensiva marcada por el más o el
menos, es afirmar que es más o menos amable. En la comprensión
del esente como ens quantum, poseyendo una más o menos grande
intensidad de ser, el amor del esente está siempre ya implicado,
de suerte que el esente infinito es el esente el más amable en
sí, tanto para la voluntad increada como para la voluntad
creada. Esta intensidad de ser, al ser realmente idéntica a la
esencia y formalmente distinta de la esencia, ¿tiene por tanto
el mismo estatuto que las propiedades trascendentales
convertible que tienen precisamente como características propias
esta identidad real y esta distinción formal?
Prosiguiendo en la cuestión VI del Quodlibet la discusión
iniciada en el Comentario de las Sentencias, Duns Escoto afirma
sin rodeos que la magnitudo es más intrínseca a la esencia de lo
que no los las propiedades trascendentales convertibles, como la
sabiduría y la justicia:

«Yo concedo, por tanto, que es la misma cosa en Dios


el ser y el ser grande. Y de una cierta manera se puede
decir que ser grande es más intrínseco a Dios que ser justo
o sabio, porque grande no dice una propiedad o un atributo,
como justo o sabio. La magnitud pasa, pues, en él según la
identidad suprema de la magnitud con la esencia» (123).

La identidad real de la magnitudo virtutis con la esencia


no es comparable como la identidad real de las propiedades
trascendentales convertibles a esta misma esencia, ella es la
suprema identidad con la esencia. Decir "Dios es justo" no es
enunciar a Dios de la misma manera que cuando se dice que "Dios
es grande". Dios es justo como es sabio, [417] pero no es grande
como es sabio y justo. Duns Escoto lo afirma sin rodeos cuando
escribe que en Dios ser grande es idéntico a ser. Si en Dios ser
grande es idéntico a ser, es que la magnitud significa el ser
mismo de Dios en su intensidad propia, lo que no es caso de la
sabiduría y la justicia. La magnitudo virtutis no puede ser
considerada como un atributo, porque no enuncia una
determinación suplementaria, como lo hacen las propiedades
trascendentales convertibles, ella enuncia la cosa misma según
la intensidad que le conviene en cuanto que es la cosa que es.
Es por lo que de hecho no se pueda tratarla como una
determinación de la esencia. Así Duns Escoto puede decir que,
abstracción hecha de todas las propiedades, la esencia divina
tiene una magnitud propia, a saber, la infinitud, lo mismo que,
hacha abstracción de todas sus propiedades, el hombre tiene una
magnitud propia, a saber, su propia finitud.
El Quodlibet desarrolla aquí lo que estaba ya anunciado en
el Comentario a las Sentencias, la inseparabilidad de la
magnitudo y de aquello de lo que ella es magnitudo, en este caso
la esencia. Es totalmente posible considerar la esencia sin las
propiedades trascendentales, pero no es posible considerarla sin
la magnitudo virtutis, porque con la magnitudo virtutis la
esencia misma se da en la medida en que ella es siempre una
esencia a la que conviene intrínsecamente una intensidad
determinada. Considerar al hombre en su esencia es siempre
considerar ya esta esencia del hombre según la magnitud que le
corresponde intrínsecamente, grandeza que no es la finitud en
general, sino la finitud propia del hombre. Se ve, pues, por
esto que la identidad real del magnitudo con la esencia no es
del mismo orden que la de las propiedades trascendentales de la
esencia. Correlativamente, la distinción formal de la magnitudo
virtutis y de la esencia no puede ser comparable con la
distinción formal de las propiedades trascendentales y de la
esencia. La magnitudo corresponde en efecto a la esencia antes
que las propiedades trascendentales, es más originaria que
ellas. Es esta originariedad de la magnitudo lo que Duns Escoto
significa pro la diferenciación del modo intrínseco y del
atributo.
Puesto que la magnitudo virtutis se da siempre junto con la
infinitud o finitud, ni la infinitud ni la finitud puede ser
rasgos como propiedades del esente. La infinitud como modo
intrínseco del esente no puede ya ser comprendido como un
atributo de Dios, pide ser comprendido como la magnitudo
intrínseca del esente que [418] es dicho infinito. En cuanto
magnitudo intrínseca, "ella es un modo intrínseco de la esencia
más que todo otro atributo" (125). Esto no significa por tanto
que la infinitud sea un atributo de la esencia. Duns Escoto
afirma que la infinitud, como la magnitudo virtutis, no es una
pasión del esente, sea pasión trascendental o no trascendental:

«La infinitud intensiva no se refiere al esente de tal


manera que el infinito diga una cierta pasión extrínseca
adveniente al esente, ni de esta manera según la cual se
comprende el verdadero y el bueno como pasiones o
propiedades del esente» (126).

La infinitud no le llega al esente a título de propiedad


extrínseca. No le conviene tampoco a título de propiedad
trascendental. Conocido como esente infinito, Dios no es
infinito como él es verdadero o bueno, no porque la verdad y la
bondad dirían más esencialmente Dios que la infinitud, sino
porque la infinitud lo dice más esencialmente que la verdad y la
bondad. Dios no es en primer lugar verdadero o bueno y
secundariamente infinito, él es en primer lugar infinito. Esta
prioridad de la infinitud sobe las propiedades trascendentales
se significa, como en el caso de la magnitudo virtutis, por el
concepto de modo intrínseco. La infinitud es más originaria que
la bondad y la verdad y esta originariedad se manifiesta en que
no puede ser estrictamente comprendida como propiedad. Lo que
vale para la magnitudo virtutis vale para la infinitud:

«La infinitud intensiva dice el modo intrínseco del


esta entidad, a la cual es tan intrínseca que, abstracción
hecha de lo e es propiedad o cuasi propiedad de la entidad,
su infinitud no se excluye sino que se incluye en esta
entidad que es única» (127).

En su entidad, el esente divino puede ser concebido sin sus


propiedades, pero no puede ser concebido sin la infinitud en
cuanto que se trata de un esente real. La infinitud no es
separable del esente divino en su entidad como lo son las
propiedades, comprendidas las propiedades trascendentales. Esta
inseparabilidad manifiesta que la infinitud como la finitud
precede originariamente a todo lo que se puede decir del ente
real. Esto no es nada de extraño ya que es el ser del esente
real lo que se significa con [419] la infinitud o finitud. Así,
cuando hablamos de una esente infinito intensivamente en acto,
no enunciamos un atributo de este esente, sino que enunciamos el
mismo esente en su ser real como ser intensivo. Hablar de la
infinitud de Dios es entonces hablar del ser mismo de Dios. Duns
Escoto no dice otra cosa cuando sostiene que la infinitud dice
intrínsecamente un esse al que no falta nada y que excede a todo
esse finito por encima de toda proporción determinable.
Esto aparece también en la cita de la autoridad de Juan
Damasceno: "Este corolario es confirmado por el Damasceno c. 7
donde quiere que la esencia divina dice un mar de sustancia
infinita y sin término" (128). El corolario de que se trata aquí
no es otra cosas que la exposición de l infinitud como modo
intrínseco y no como atributo. Según la interpretación que hace
Duns Escoto, Juan Damasceno nombra la sustancia "mar" no porque
ella es infinita sino porque es la razón primera de todo en las
cosas divinas (129). Llamarla "mar", sigue Duns Escoto, es hacer
manifiesta su infinitud y su ilimitación. Con la infinitud se
tratará de lo que es primero en las cosas divinas. Considerada
en ella misma la sustancia será infinita, abstracción hecha de
todas las propiedades trascendentales puesto que, considerara en
su infinitud, "no incluye ni la verdad ni la bondad ni propiedad
alguna atribuible" (130).

Si leemos atentamente el capítulo 9 del primer libro del De


la fe ortodoxa del Damasceno, podemos darnos cuenta, no e la
exactitud del comentario que de él hace Duns Escoto, sino de la
dimensión radical del infinitud en la elaboración escotiana. ¿A
donde lleva en efecto el capítulo 9? Lleva a la denominación de
Dios. La cuestión e la denominación de Dios no es disociable de
la de su simplicidad. Porque Dios es simple en su esencia misma,
excluye que los nombres divinos puedan decir su esencia, porque
este sería introducir en Dios una composición (131). ¿Dios queda
sin nombre para nosotros, fuera de todo nombre? ¿No habría un
nombre que se le puede decir en su simplicidad?
Damasceno llega a la afirmación de que, entre todos los
nombres divinos, existe un que desborda todos los otros: El que
es (es con esta denominación con la que abre el Tratado del
Primer Principio de Duns Escoto). Comentando esta denominación
el Damasceno evoca entonces este pelagus al que se refiere Duns
Escoto: "Como si él hubiera reunido totalmente el ser en sí
mismo tal un inmenso mar de esencia sin límite e [420] infinito"
(132). La metáfora del mar infinito significa la reunión del
ser, el ser como reunión y se trata de una reunión que no supone
contorno como condición. Dios no es la reunión del ser, el totum
ens sino a condición de ser sin contorno, razón por la cual
nuestros nombres no lo pueden nombrar. Lo que importa aquí, es
que Duns Escoto lleva todo el peso de su interpretación no sobre
la nominación, sino cobre el comentario de la nominación. Viene
en primer plano, no el nombre "El que es" sino la infinitud.
Decir "Dios es infinito" viene a decir, en Duns Escoto, Dios
mismo. En este sentido la proposición no enuncia un atributo de
Dios sino a Dios mismo. Fundamentalmente la proposición "Dios es
infinito" enuncia lo mismo del mismo, es por lo que no puede
corresponde a una predicación.

La traducción escotiana de la reunión en el ser del


Damasceno no es otra cosa, en el Quodlibet, que la enunciación
de la infinitud como "totalidad en la entidad" ("totalitatem in
entitate") Quaestiones quodlibetales V n.26, TXII p. 136). Según
esta enunciación el infinito no puede tener el estatuto de una
tributo o de una propiedad del esente, incluso si infinito y
finito son presentados por Duns Escoto como pasiones disyuntivas
del esente. En cuanto modo intrínseco, como nos lo ha enseñado
la elucidación de la magnitudo virtutis, la infinitud es
idéntica realmente al esente, pero de una manera soberana, a la
que no pueden pretender las propiedades trascendentales. En la
medida en que su identidad real con el esente es distinta de la
de las propiedades trascendentales, su distinción del esente es
distinta de la distinción formal. N puede tratarse de una
distinción formal en sentido estricto. Es por lo que la unidad
del esente y del infinito no puede ser comprendida como una
unidad de atribución y el nexo de los conceptos de infinito y de
esente no puede ser pensado bajo la forma de la predicación. Se
impone elucidar la diferencia entre la distinción formal y la
distinción modal que la distinción 8 del primer libro de la
Ordinatio permite captar.

b. La distinción formal y la distinción modal

Evocando la distinción del esente y de sus modos


intrínsecos fundamentales, el infinito y el finito, Duns Escoto
declara en el primer libro de la Ordinatio que esta distinción
demando ser comprendida "no como una distinción de realidad y
realidad, sino como la distinción [421] de una realidad y sus
modos intrínsecos" (133). La infinitud no es una realidad que se
añade a otra realidad, en la medida en que el modo intrínseco no
constituye una realidad. Aquí no hay más que una realidad, el
esente. Por "realidad" Duns Escoto no entiende ciertamente lo
efectivo ni entiende tampoco la cosa, la res. La distinción de
dos realitates no es la distinción de dos res, sino la
distinción de dos formalitates (134). Con al infinitud no es
cuestión de una formalitas que, a diferencia de un modo
intrínseco, puede ser pensada como añadiéndose a otra
formalitas. La distinción del esente y del infinito no es, pues,
una distinción de formalitas a formalitas, y una distinción
formal, sino una distinción modal. ¿Cómo comprender esta
diferencia de la distinción modal y de la distinción formal?
Una toma en cuenta de la teoría escotiana de las
distinciones es aquí necesaria. La historia de la filosofía
medieval atribuye a Duns Escoto el haber innovado introduciendo
la distinción formal al lado de la distinción real en sentido
estricto y de la distinción de razón. La distinción formal
permite pensar una diversidad que no sea ni real ni racional
como por ejemplo la diversidad de los atributos divinos en Dios.
Tratando de estas tres distinciones en la distinción 8, Duns
Escoto traza una línea muy neta de separación entre la
distinctio rationis de una parte, la distinctio formalis y la
distinctio realis de otra parte. Las dos últimas son anteriores
a toda operación del entendimiento, mientras que la primera es
posterior a la operación del intelecto. La distinctio rationis
no se encuentra en manera alguna en las cosas, se encuentra
exclusivamente en el entendimiento. En ella no se distinguen
objeto formales, sino modos de concepción del mismo objeto
formal (135). En la distinción 2 Duns Escoto precisa que estos
modos de concepción sería o gramaticales o lógicos:
«La primera distinción en el intelecto corresponde a
diversos modos de concebir el mismo objeto, y este, bien
sea cuando se le concibe gramaticalmente como "hombre, del
hombre", o sea cuando se le concibe lógicamente como "el
hombre" y "este hombre"» (136).

Se ve por esto que la distinción de razón es ante todo una


distinción que existe en el discurso que tenemos sobre las cosas
sin que por ello existe en las cosas mismas. Los modos de
concepción [422] son modos del discurso, sea que correspondan a
casos gramaticales o a flexiones, sea que correspondan a la
diferencia del universal y del singular, del abstracto y del
concreto (sabiduría y sabio), de confuso o de distinto (hombre y
animal racional).
¿Es por esto preciso considerar que las distinciones de
razón son puras distinciones conceptuales sin relación alguna
con las cosas? En ningún caso. La distinctio rationis no es una
distinción conceptual pura testimoniando la espontaneidad del
intelecto humano. Incluso si ella no está en las cosas mismas,
incluso si no estructura las cosas mismas sino el discurso que
nosotros tenemos sobre las cosas, ella es aun cuando (quand
même) menos motivada por las cosas mismas. Decir entonces que la
distinción del esente y del infinito no es una distinción de
razón, es decir que ella es anterior a nuestro modo de concebir
las cosas, sin ser, sin embargo, una distinción real en el
sentido estricto ni una distinción formal.
Si la distinctio realis y la distinctio formalis
estructuran las cosas y son, a este título, anteriores a la
operación del intelecto, ¿cómo se dejan distinguir? La
distinción de razón no tiene lugar entre objetos formales
diferentes, sino entre modos de concepción del mismo objeto
formal, mientras que la distinctio realis y la distinctio
formalis tienen lugar entre objeto formales diferentes, que
remiten a res diferentes en el primer caso y a formalitates
diferentes en el segundo caso.
En los Reportata Parisiensia Duns Escoto sostiene que para
que haya distinción real en sentido estricto se deben cumplir
cuatro condiciones. La primera, que lo distinguido esté en acto
y no en potencia.La segunda afirma que los distinguidos sólo lo
son realmente si poseen un ser formal y no un ser virtual. La
tercera afirma que lo que es distinguido tiene un ser distinto y
no un ser confuso. En fin, la cuarta exige que haya entre lo
distinguidos una no-identidad absoluta (137). Ahora bien, la no-
identidad absoluta es la de dos res y no la de dos propiedades,
sea ella trascendentales. Entre el hombre y el buey hay
claramente no-identidad absoluta, pero no entre el hombre y el
uno o ente la sabiduría y la bondad, porque entonces el uno, la
sabiduría y a bondad serían igualmente res y no propiedades
trascendentales. Entre la distinción formal y la distinción real
la delimitación se tiene por la sola no-identidad real absoluta
de tal suerte que sea preservada la posibilidad de otra no-
identidad, ella misma real pero no absoluta (138). [423]
La elaboración de la demarcación entre la distinción formal
y la distinción real sitúa la distinción formal como una
distinción real y no como una distinción intermediaria entre la
distinción de razón y la distinción real. Lo mimo vale de la
distinción modal. La formación de una distinción intermediaria
entre la distinción de razón y la distinción real es, por otra
parte, atribuida por Duns Escoto a Buenaventura y caracteriza
igualmente la distinctio intentionis de Enrique de Gante. Pero
en Duns Escoto no hay nada intermediario: una distinción es
racional o real. De todos modos puede ser real de varias
maneras, absolutamente o secundum quid según los Reportata. En
las Quaestiones in Metaphysicam Duns Escoto llegará a
diferenciar tres grados de la distinción real:
«Pero la distinción real comporta grados: porque la
mayor distinción real se encuentra entre las naturaleza y
los supuestos, una distinción mediana pasa entre las
naturalezas de un solo supuesto, y la distinción más
pequeña pasa entre diferentes perfecciones o notas de
perfección contenidas unitivamente en una sola naturaleza»
(139).

Se habrá reconocido en la distinción real más pequeña la


distinción formal misma, aquella de la que la Ordinatio decía ya
que "es la menor en su orden, es decir, entre todas las que
preceden a la intelección" (140). ¿En qué sentido la distinción
formal es real? Lo es en el sentido de una distinción extra-
mental, de una distinción que o debe su ser al entendimiento.
Real no es sólo en Duns Escoto el sentido que le asigna Enrique
de Gante, a saber, lo que cualifica lo que puede existir como
cosa independientemente de otra cosa. El plan de lo real no se
limita a la res, incluye también la formalitas, la realitas e
incluso los modos intrínsecos, en la medida en que ellos tienen
en común el estructurar el esente. Decir de las distinciones que
son reales en el sentido de lo extra-mental es decir que ellas
estructuran el esente real. Es por lo que no solamente la
distinción formal es real sino también la distinción modal.
En la medida en que las distinciones formales son
distinciones reales la no-identidad real no es el único suelo de
las distinciones reales. Al lado de la no-identidad real, hay
espacio para una no-identidad formal que no es la de las cosas,
sino l de las formalidades en una misma cosa, así "la sabiduría
es en la cosa después de su naturaleza de [424] cosa, pero la
sabiduría en la cosas no es formalmente la bondad en la cosa"
(141). La distinción formal introduciría entonces este escándalo
ontológico de una diversidad en la cosa, comprometiendo su
unidad sustancial, partiendo del "postulado de que a toda noción
distinta, y en rigor a toda palabra del lenguaje, corresponde
intuitivamente una cosa separada" (142).
Esta afirmación que se quiere severa está motivada por la
manera misma con que Duns Escoto introduce la distinción formal
en la distinción 8. ¿En qué se puede hablar de una distinción
formal entre la sabiduría y la bondad como lo hace aquí Duns
Escoto? Si se considera la sabiduría y la bondad a título de
objetos formales en el intelecto, se puede decir que se trata
ahí de objetos formales distintos en la medida en que la
definición del uno es distinta de la definición del otro:
«Y como la definición de la bondad en común no tiene
en sí la de la sabiduría en común, la bondad infinita no
tiene en sí la sabiduría infinita: hay pues una cierta no-
identidad formal de la sabiduría y de la bondad puesto que
ellas tendrían definiciones distintas si fueran definibles"
(143).

La distinción de la sabiduría y de la bondad es totalmente


otra de la de la sabiduría y del sabio, porque en este último
caso el objeto formal es el mismo. La distinción de los dos
objetos formales se manifiesta, pues, en que la definición del
uno no incluye la definición del otro.
¿Se trata, sin embargo, de definiciones que son sólo de
orden intelectual, que son solamente lógicas? Duns Escoto
responde que en cuanto definiciones de objetos formales
distintos, ellas manifiestan la quididad de las propiedades
consideradas, de tal suerte que la no-identidad formal de los
objetos formales tiene por condición la no-identidad formal de
las propiedades mismas, comprendidas como realitates o
formalitates:
«Una definición indica no solamente la razón causada
por el intelecto, sino también la quididad de la cosa: hay,
pues, una no-identidad formal de parte de la cosa. Yo lo
entiendo así: el entendimiento que compone esta
proposición: "la sabiduría no es formalmente la bondad", no
causa la verdad des esta composición por su acto de
concordación, sino que encuentra en el objeto los extremos
a partir de los cuales, componiéndolos, se hace una acto
verdadero» (144). [425]

La distinción de los conceptos de sabiduría y de bondad no


es una distinción que reposa sobre la de objetos formales, es
una distinción fundada en la cosa misma. Los objetos formales no
son en efecto distintos sino en cuanto que remiten a entidades
distintas en la cosa. Parque que exista ahí distinción formal no
es suficiente que sea imposible definir el uno por el otro o de
enunciar el uno del otro, es necesario además y al mismo tiempo
que la distinción esté presente en al cosa misma como la de dos
entidades, lo que confiere a la distinción formal el estatuto de
distinctio ex natura rei.

¿Se trata, por tanto, de dar la prioridad a un momento


sobre el otro y de caer así en el viejo conflicto del
conceptualismo y del realismo? Adré de Muralt aborda la
distinctio formalis ex natura rei como si Duns Escoto concluyera
de la distinción entre los conceptos o las palabras a la
distinción en la cosa. La posición de Duns Escoto lo previo del
conceptualismo y sería incluso más escandaloso, puesto que ella
confundiría dos planos que, por el contrario, habría que
distinguir cuidadosamente, el del concepto o de la palabra y el
de la realidad. ¿No sería demasiado leer a Duns Escoto a partir
de lo que viene después de él (145)? Más radicalmente todavía,
este reproche dirigido a Duns Escoto ¿no podría ser dirigido a
todo filósofo e inicialmente a Platón y a Aristóteles?
Sin considerar que todo filósofo está atrapado en la red
del lenguaje, se puede adelantar que toda presentación de las
cosas tiene lugar en una experiencia para la cual las palabras y
las cosas no están inmediatamente separadas, incluso si esta
separación es afirmada. Se sostiene bien con Platón y
Aristóteles que el conocimiento de las palabras no es el
conocimiento de las cosas, pero ello no quita que todo
conocimiento de las cosas y todo pensamiento de las cosas exige
la palabra. Duns Escoto no elabora, pues, la distinción formal
transportando en las cosas lo que hay en las palabras, sino que
determina la presencia de las cosas en un camino que supone las
palabras. Esta presencia está formada de tal manera que toda
cosa, con la distinción formal, se manifiesta como unidad de una
diversidad, la unidad de una pluralidad de formas distintas
formalmente, siendo esta pluralidad bien real y no solamente
conceptual.
No se trata de objetos formales que son distintos
formalmente, sino de entidades, de quididades. La distinción
formal se sitúa aquí al nivel del quid. Pero no es lo mismo en
el caso de la distinción modal [426] que, a diferencia de la
distinción formal, no exige que a los dos objetos formales
correspondan dos entidades, sino una sola entidad. La distinción
real en sentido estricto, la distinción formal y la modal, a
diferencia de la distinción de razón, suponen que en el
entendimiento son causados dos objetos formales. La diferencia
entre estas tres distinciones reside en que la distinción real
refiere los dos objetos formales a dos res, la distinción formal
a dos entidades de una misma res, mientras que la distinción
modal los refiere a una sola entidad y a su modo.
En la distinción modal, no son dos modos los que son
distintos, es un modo y la entidad de la que el modo es modo. A
fin de hacer manifiesta la diferencia entre el modo intrínseco y
la realidad, Duns Escoto en la distinción 8 toma el ejemplo de
la blancura, ejemplo ya empleado en la distinción 2 para
elaborar la distinción formal. La distinción de la blancura y
del color es la de una entidad y otra entidad. Con la blancura y
el color nos encontramos, en la intelección, con dos objetos
formales y no con un solo objeto formal, de suerte que el tenor
real del concepto de color es distinto del concepto de blancura.
La distinción de la blancura del color no es, pues, una
distinción de razón, porque ésta no supone en el entendimiento
más que un objeto formal.
Esta distinción de objetos formales no es, sin embargo, la
de dos res, incluso si Duns Escoto llaga a decir que el color y
la blancura se distinguen "como si fueran dos cosas". Hablar de
la blancura y del color no es hablar de la misma cosa, no es
considerar el mismo quid. De todos modos, la blancura es una
determinación real del color y no existe sin el color: en este
sentido, es distinta del color en su ser formal. Ella constituye
una realitas o una formalitas distinta de la del color y añade a
la formalitas del color otra formalitas (146). Cuando se aborda
el color blanco en su intensidad y no en su blancura, la
diferencia de la intensidad de la blancura y de la blancura no
puede ser considerada como una distinción formal, porque la
intensidad no constituye en cuanto tal un quid distinto de la
blancura. Hablar de la intensidad de la blancura no es hablar de
cosas distintas de la blancura en su quid, no es considerar una
realidad o una formalidad distinta de la de la blancura. No hay
aquí, como entre el color y la blancura, como entre el género y
la diferencia, "distinción de realidad a realidad", [427] sino
distinción de una realidad y de sus modos propios e intrínsecos"
(147). Si se tratara de una distinción formal y por lo mismo de
una no-identidad formal, entonces el concepto de blancura y el
concepto de intensidad debería presentar los mismos caracteres
que los de género y diferencia, de color y de blancura. Los
conceptos de género y diferencia son conceptos propios,
perfectos y adecuados, y a este título que su diferencia puede
hacer manifiesta una diferencia formal. Con los conceptos
propios, perfectos y adecuados, se trata de dos objetos
adecuados. En el caso de la blancura y de su grado de
intensidad, los conceptos no son dos conceptos propios,
perfectos y adecuados de dos entidades, porque distinguido del
concepto de intensidad, el concepto de blancura se presenta como
un concepto imperfecto y común a la vez:
«Si la blancura se hallara en el décimo grado de
intensidad, por simple que fuera bajo todos sus modos en la
cosa, ella podría, no obstante, ser concebida bajo la razón
de tanto de blancura, y en este caso, ella sería concebida
perfectamente, por un concepto adecuado a la cosa misma - o
bien ella podría ser concebida exclusivamente bajo la razón
de blancura y, en este caso, sería concebida por un
concepto imperfecto y sin la percepción de la cosa; un
concepto imperfecto podría ser común a esta blancura y a
otra, mientras que un concepto perfecto le sería propio»
(148).

La diferencia no es la de dos conceptos de dos entidades,


sino la de un concepto imperfecto, el de la blancura sin su
grado de intensidad, y de un concepto perfecto, el de la
blancura en su intensidad, de la misma entidad. Concebida sin su
modo intrínseco, la entidad es vacía de su perfección, no
presenta en efecto una perfección si no es concebida en su modo
intrínseco. ¿Qué significa esto de que la entidad sea vacía de
su perfección? El ejemplo de la blancura y de sus grados de
intensidad quiere manifestar las relaciones del esente y de sus
modos intrínsecos, el infinito y el finito. Concebido sin estos
modos intrínsecos, infinito y finito, el esente se presenta sin
la perfección de la cosa misma. ¿Qué está entonces en juego con
la infinitud y la finitud y no con las propiedades? En la
distinción 8 se nos da la respuesta: [428]
«Se mostrará en el artículo 3 que Dios y la criatura
no son sin más diversos en los conceptos, sino que son
inicialmente diversos en la realidad porque no se
encuentran en ninguna realidad» (149).

La formación del concepto unívoco del esente no responde a


la exigencia de producir un concepto que reúna a Dios y a las
criaturas, ella confirma más bien la alteridad absoluta de Dios
y de las criaturas. Decir de Dios y de cada criatura que son
esentes, no es decir que los son de la misma manera y al mismo
título. Es aquí donde interviene el modo intrínseco sin el cual
el esente sigue pensado en la más grande neutralidad e
indiferencia. Con el modo intrínseco el esente es pensado como
esente real concreto en su diferencia con todo otro esente real
concreto. Suprimir el modo intrínseco al esente del que es el
modo, es quitarle su presencia como el esente que es.

c. El esente y el infinito

Con el concepto de modo intrínseco del esente Duns Escoto


puede sostener que "el concepto el más perfecto y el más simple
que nos es posible es el concepto de esente infinito" (150). En
el estado presente, que no es el estado natural del ser humano y
de su intelecto, el concepto el más perfecto y el más simple que
nos podemos formar de Dios no puede ser otro concepto que el que
esente infinito, aunque tal concepto no sea un concepto
absolutamente simple, ya que está constituido por dos conceptos:
el concepto de esente y el concepto de infinito. La formación
del infinito en acto como infinito positivo, y no como infinito
negativo, implica la formación de un concepto unívoco del
esente. Lo que está en juego en efecto con el concepto de esente
unívoco no es la posibilidad de la metafísica o de toda ciencia,
como lo sostiene Honnefelder, sino, como lo subraya Sylwanowicz
"la posibilidad de un discurso universal sobre Dios y la
creación" (151), o mejor todavía, el establecimiento de Dios
como esente infinito sobre el fondo de la plena y entera
afirmación de la omnipotencia divina.

El motivo explícito que, en la distinción 3 del primer


libro de la Ordinatio, lleva a Duns Escoto a descartar el
concepto analógico de esente en beneficio del concepto unívoco
de esente, no es otro que el del carácter [429] positivo de la
infinitud. La vía de la analogía no contempla el concepto de
infinito, incluso pensado como concepto propio de Dios, sino
como un concepto negativo, atribuyendo toda la positividad al
esente (152). La vía de la univocidad, por el contrario, negando
al concepto de esente el estatuto de concepto propio de Dios,
contempla el concepto de infinito como el sólo concepto propio
de Dios, en cuanto concepto eminentemente positivo (153).

La formación del concepto de infinito como concepto propio


y perfecto de Dios, concepto en el que el infinito es concebido
como el propio de Dios, exige empobrecimiento del concepto de
esente. Lo que nos es dado a pensar en el concepto de esente, es
una pobreza inicial y no la profusión de lo diverso. Este
concepto no puede ser común a Dios y a las criaturas más que
siendo el concepto el más pobre. La indiferencia, la
indeterminación y la neutralidad de este concepto son sus
señales.
Para que el concepto de esente infinito sea el concepto
propio de Dios es necesario que el concepto de esente sea
indiferente al finito y al infinito, y por lo mismo neutro. El
concepto común de esente, dice Duns Escoto:
«no es de por sí infinito, porque si fuera infinito,
no sería de por sí común al finito y al infinito; Y no es
de por sí positivamente finito, de suerte que incluya de
por sí la finitud, porque en ese caso no convendría al
infinito,- sino que es de por sí indiferente al finito y al
infinito» (154).

Ni infinito ni positivamente finito, el concepto de esente


es negativamente finito. Esta finitud del concepto es
indisociable de un imperfección. El concepto común de esente es
un concepto imperfecto en el cual tanto el esente finito como el
esente infinito son concebidos imperfectamente. Sin embargo, la
imperfección del concepto no es significativa de la imperfección
de la cosa a la cual se refiere este concepto. La finitud
negativa no es la de la coas significada por el concepto, sino
la del concepto: es relativa al intelecto que lo forma, en las
condiciones del estado presente en que lo forma.
Indeterminado, indiferente, neutro, el concepto común de
esente se presenta como un concepto vacío, como lo indica
Honnefelder (155). En la distinción 2, Duns Escoto afirma en
efecto que " el esente no es explicado por nada más conocido"
(156). EL concepto de esente puede así presentarse como el
primer concepto en el orden del conocimiento, pero a condición
[430] de ser al mismo tiempo el más vacío, el más pobre, lo que
manifiesta la imposibilidad misma de su definición.
¿Cómo comprender la pobreza, el vacío, la indeterminación
del concepto unívoco de esente? Jean-Luc Marion propone
comprenderla como la marca de una nulidad ontológica que
implicaría una cuasi-identificación del esente, como objeto
conocido, con la nada. Refiriéndose a Hegel, declara: "El ens no
se hace un objeto más que en la medida en que no es (como lo
dirá más tarde Hegel) cuasi nada. El ente no es nada, es el más
común al más abstracto, el primer visto y el primer llegado, el
menos determinado: él no es nada en un sentido porque nada lo
distingue de nada. Y es por esto por lo que es antes de todo: no
es casi nada; siendo vacío, es sin condición; siendo sin
condición, es antes de todo" (157). Puesto que el concepto
unívoco de esente es afectado de nulidad ontológica, resulta que
lo que importa ante todo no es el esente en cuanto esente, sino
lo que le es posterior en el orden del conocimiento, a saber
Dios (158). La 'nonadación' del esente iría a la par con un
aminoramiento del saber y de la metafísica con provecho de la
caridad y de la teología. Esta interpretación tiene el mérito de
articular la comprensión escotiana del esente en el estatuto de
la vida verdadera que "comienza en la caridad, no en el
conocimiento" (159). Dicho de otro modo, la reducción del ente a
la cuasi-nada podría ser comprendida como una implicación del
primado de la caridad sobre el saber y, por tanto, de la
voluntad sobre el entendimiento. ¿Pero se da una tal anulación
del esente en Duns Escoto? La indiferencia, la indeterminación,
la neutralidad del concepto metafísico unívoco de esente
¿manifiestan una nulidad ontológica de este concepto?

En Ens in quantum ens Ludger Honnefelder se rebela contra


la interpretación anulizante del concepto de esente unívoco
(160). Si el concepto de esente unívoco fuera el concepto de un
cuasi-nada, no sería un concepto metafísico sino un concepto
lógico. No sería un concepto de primera intención en el que el
esente real es contemplado, sino un concepto de segunda
intención en el que se trata solamente de un contenido de
pensamiento (161). Pero el concepto unívoco de esente no es
presentado por Duns Escoto como un concepto lógico, sino como un
concepto metafísico. Decir que es un concepto metafísico es
decir que es un concepto real, un concepto que significa el
esente real y no el esente pensado, dicho de otro modo, un
concepto de primera intención.
En las Quaestiones in Metaphysicam Duns Escoto diferencia
[431] lógica y metafísica declarando que la metafísica es una
ciencia real: ella lleva al esente real y no al esente en el
pensamiento. No contempla el concepto de esente como un concepto
de segunda intención, que no puede ser predicado in quid de las
cosas, sino como un concepto de primera intención, abstraído de
las cosas singulares (162). El esente en cuanto esente es
aquello a lo cual lleva la metafísica. Bien que abstraído de las
cosas singulares, él es un objeto real, porque se dice in quid
de las cosas (163). Cuando Duns Escoto establece expresamente en
la distinción 8 que el concepto unívoco de esente es un concepto
imperfecto en el cual el esente no tiene más que un ser
disminuido, no destruye la tesis del alcance real del concepto
de esente, antes al contrario. El concepto común de esente
significa la cosa misma, aunque la significa de manera
imperfecta: "Dios es lo que significado en la cosa por el esente
común por un signo común" (164). Significando la cosa misma, el
concepto común y unívoco de esente es un concepto real y su
"vacío" no puede ser comprendido unilateralmente en término de
nulidad ontológica. Si hubiera una nulidad ontológica del
concepto de esente, la proposición "Dios es esente", no
solamente no diría nada de Dios, sino que sería asimilable a la
proposición "Dios es nada". La proposición "Dios es esente"
dice Dios, según Duns Escoto, si bien dice poco de Dios.
Si el concepto de esente unívoco no es un concepto lógico,
sino un concepto metafísico y, por tanto, real, ¿no es preciso,
sin embargo, ver en la elaboración del concepto metafísico de
esente la marca de un primado de lo lógico, es decir, de una
logicización de la metafísica, como lo da a entender Olivier
Boulnois? Él adelante en efecto que "Las Quaestiones in
Metaphysicam y el Quodlibet III muestran claramente que el ens
reale, objeto de la metafísica, pasa por la égida (broquel) del
aliquid o non nihil, por la mediación de la teoría del
representable, que incluye indiscutiblemente el ens rationis,
objeto de la lógica" (165). Se afirma aquí que el concepto
metafísico de esente tiene por condición un concepto lógico en
el que el esente es inicialmente pensado como un no-nada (166).
La univocidad metafísica sería derivada de la univocidad lógica
de tal suerte que el esente sería inicialmente lo que no es
nada. La dualidad lógica esente-nada sería primordial y
manifestaría secretamente el dominio (emprise) del principio de
no-contradicción sobre la elaboración escotiana de la
metafísica. Esta interpretación no se puede sostener más que de
la cuestión III del Quodlibet y no del comentario del Libro VI
de la Metafísica, donde la distinción ens-nihil no juega ningún
papel. [432].
Duns Escoto diferencia seguramente, en la cuestión III del
Quodlibet, dos sentidos del esente, el esente como lo no-
contradictorio de una parte, el esente como lo que puede tener
un ser fuera del alma por otra parte, a partir del sentido más
general del esente como "lo que no es nada", sentido que como
tal no es ni lógico ni metafísico, puesto que es anterior al
sentido lógico y al sentido metafísico stricto sensu. Él afirma
que la metafísica lleva no sobre el esente en el sentido de lo
contradictorio, sino sobre el esente en el sentido del esente
real. Si embargo, ¿se puede decir que la indeterminación y la
neutralidad del concepto metafísico del esente tiene su raíz en
su indeterminación y su neutralidad lógica? ¿El estatuto
metafísico del esente unívoco se deriva de su estatuto más
general y más abstracto, su estatuto lógico, como lo sostenía ya
Schönberger (167) y como perece afirmar Boulnois?
El empleo del concepto más general de esente, que abraza
tanto el esente pensado como el esente real, se inscribe - hay
que subrayarlo - en un contexto determinado, el del estatuto
ontológico de la relación. Entre la Ordinatio y el Quodlibet no
hay en este sentido no contradicción ni evolución, ni ampliación
de la posición de Duns Escoto. Si en la cuestión III del
Quodlibet Duns Escoto produce esta comprensión la más general
del esente como non nihil, es que se encuentra implicado en un
debate con Enrique de Gante refiriéndose al estatuto de la
relación: ¿las relaciones son puros entes de razón? No se trata
de lo mismo en las distinciones 3 y 8 de la Ordinatio. Tiene
sentido preguntarse si la relación puede ser un esente en el
sentido más general, pero esto no tiene sentido cuando se trata
de Dios mismo. Se objetará que en las distinciones 36 y 43 de la
Ordinatio la comprensión del esente como non nihil aparece ya,
pero allí todavía el contexto está bien determinado, puesto que
se trata del estatuto de las ideas divinas. El texto de la
cuestión III del Quodlibet puede presentar un parentesco
perturbador con los de Wolff y la Schulmataphysik, sin embargo
esto no permite en modo alguno afirmar que la diferenciación
ens-nihil juegue en Duns Escoto el papel privilegiado que juega
en otras partes (168). ¿Cómo comprender entonces la
indeterminación, la indiferencia y la neutralidad del esente sin
sus modos intrínsecos primeros que son el infinito y el finito?
La cuestión es de importancia puesto que permite clarificar el
estatuto de los modos intrínsecos mismos. ¿Son rasgos
característicos del esente tal como es concebido de manera
imperfecta y disminuida por nosotros?
Ludger Honnefelder asegura que "la indeterminación, la
indiferencia [433] y la neutralidad no representan la ratio del
esente, sino que lo caracterizan en relación a lo que le es
posterior" (169). No serían más que "índices de la anterioridad
del esente" (170). ¿Por qué la indeterminación, la indiferencia
y la neutralidad no pueden ser rasgos propios del concepto
metafísico del esente? Porque lo que se entiende con el concepto
de esente es "el fundamento que hace posible todo conocimiento"
(171). En razón de su estatuto de fundamento, de condición de
posibilidad del conocimiento, y fundamentalmente de la
metafísica, el concepto disminuido de esente no puede tener nada
de nulidad ontológica (172). La interpretación del concepto
metafísico en términos de condición de posibilidad, avanzada por
Honnefelder después asumida por Boulnois, encuentra realmente su
punto de partida en el joven Heidegger (173). ¿Es por tanto
válida para los textos? Si se sigue el texto editado por Harris
en 1927, no se puede sostener, como lo hace Honnefelder, que la
indeterminación, la indiferencia y la neutralidad no son rasgos
característicos de la ratio entis, porque la anterioridad de la
ratio entis no tiene nada de fundamental. En este texto, en
efecto, Duns Escoto afirma: "La razón del esente es la razón de
su componibilidad con la infinitud, como a su modo intrínseco
próximo" (174). Si la ratio entis es la razón de su
componibilidad con la infinitud, entonces la indiferencia, la
neutralidad y la indeterminación son perfectamente rasgos de
esta ratio entis. La componibilidad del esente y del infinito
supone la indiferencia del concepto de esente tanto para el
finito como para el infinito, como lo muestra la distinción 8.
Por lo mismo, esta indiferencia no puede ser interpretada como
simple índice de la anterioridad fundamental y fundadora del
esente. ¿Qué es entonces del esente sin sus modos en su
indiferencia, su neutralidad, su indeterminación?
La indeterminación del esente corresponde a diferentes
posibilidades de ser. Estas posibilidades de ser no son
posibilidades lógicas, sin posibilidades reales: el esente puede
ser tanto infinito como finito. Es a ellas a las que remite la
demostración de la existencia de Dios en la distinción 2 de la
Ordinatio y en el Tratado del Primer Principio. Pero no hay
posibilidad real más que en la medida en que el esente, antes de
su diferenciación en esente finito y esente infinito, tiene la
capacidad de esta diferencia. El esente en su indiferencia, su
indeterminación, su neutralidad es en efecto capaz tanto del
infinito como del finito, es decir que es efectivamente capaz de
todos los grados de perfección. La indeterminación del concepto
metafísico de esente unívoco no presupone una indeterminación
lógica, sino la indeterminación de una capacidad de ser, como lo
muestra la distinción 8. La [434] criatura, escribo allí Duns
Escoto
«es compuesta, no de una cosa positiva y una cosa
positiva, sino de una cosa positiva y de una privación; de
una cierta entidad que ella tiene y de la falta de un
cierto grado de perfección en la entidad, - de la que no es
capaz, pero de la que el esente mismo es capaz» (175).

Con el esente neutro, indiferente e indeterminado no se


trata de un cuasi nada, de una condición de posibilidad de la
metafísica, de un fundamento, se trata de una capacidad de ser
abierta a diferentes posibilidades reales de ser. La privatio
que define el esente finito es privatio de una posibilidad de
ser, de la más alta precisamente. Esta privatio no caracteriza
al esente en cuanto esente, sino al esente finito. El esente
finito es como el topo, que "de por sí no tiene por naturaleza
el ver, pero tiene por naturaleza el ver según su naturaleza de
animal" (176). El topo es ciego por el hecho de que no es capaz
de esa perfección, la vista, de la que el animal es capaz; él no
es capaz de esa potencia que es la vista. Igualmente el esente
es finito por el hecho de que no es capaz de la más alta
perfección y de la perfección más total de la que el esente
mismo es capaz. El límite de la comparación del concepto de
esente y del concepto de animal está, sin embargo, en cuanto que
deja entender que el esente es un género que se diferenciaría en
dos especies, el esente infinito y el esente finito. En este
caso el esente sería una parte de un todo del que infinito o
finito sería la otra parte. Pero la autodiferenciación del
esente en esente infinito y en esente finito no es la de un
género, como lo establece Duns Escoto en la distinción 8.
Si Duns Escoto se puede permitir la comparación del esente
y del animal, es porque la privatio que define al esente finito
de un aparte, el topo de otra parte, no puede ser comprendida
como una diferencia específica: no corresponde en nada a una
formalidad añadiéndose a otra formalidad. La finitud no se añade
al esente, su determinación como modo intrínseco lo muestra.
Ella es esta actualidad en la que el esente se restringe a una
grado de ser limitado. La infinitud, por el contrario, dice la
actualidad en la cual el esente se despliega hasta el máximo de
su capacidad de ser. Comprendido sin sus modos intrínsecos, en
un concepto imperfecto, el esente dice una capacidad de ser
totalmente indeterminada, abierta a más de un modo de ser. Es
por lo que el concepto de esente y el concepto de infinito no
"repugnan", como lo muestra Duns Escoto en la distinción 2 de
[435] la Ordinatio I. Con los modos intrínsecos esta capacidad
de ser indeterminada se determina a tal o tal modo de ser, de
suerte que el modo intrínseco nos da el esente en su actualidad
y su determinación.
La capacidad de ser, abierta a más de una posibilidad de
ser, que caracteriza al esente en cuanto esente, sitúa de hecho
al esente en cuanto esente como ens ratum. El esente en cuanto
esente se define entonces como potencia en el sentido de una
principio activo, actividad. El esente en cuanto esente no tiene
sin embargo potencia, actividad determinada, sino que está
abierto a todo grado de potencia o de actividad. Los grados
entitativos son grados de perfección en el sentido en que la
actividad misma es una perfección: son grados de actividad,
grados de potencia. La intensidad tiene aquí un carácter
abiertamente dinámico; es de una potencia como principio activo
de lo que en ella se trata. El esente se presenta concretamente
como esente finito, es decir como actividad finita, y como
esente infinito, dicho de otro modo actividad infinita. La
privación que determina al esente finito demanda ser comprendida
como una privación de potencia o de actividad: él no tiene la
potencia o la actividad de la que el esente en cuanto esente es
capaz. El esente infinito, por el contrario, puede poseer
soberanamente la ratio entis porque es soberanamente activo,
soberanamente potente: tiene una potencia infinita. De todos
modos, el esente infinito n puede poseer soberanamente la
potencia infinita sino a condición de ser una voluntad. En el
esente infinito, la actividad es, ciertamente, actividad de su
esencia, pero esta actividad se despliega soberanamente como
querer, como actividad soberanamente libre. En los entes
finitos, capaces de dirigirse hacia el infinito, la actividad se
infinitiza como amor supra omnia.
omnia Las posibilidades de ser son
posibilidades de actividad o de potencia. La potencia, como
principio activo, que define el esente en cuanto esente, culmina
en el esente que es metafísicamente potencia infinita y
teológicamente omnipotencia.
En la medida en que la indeterminación, la indiferencia y
la neutralidad del concepto metafísico de esente significan el
esente en su capacidad de ser que, en sí, cubre la totalidad de
la latitudo entis, el concepto de esente no dice una parte a la
cual se añadiría otra parte, la finitud o la infinitud.
Honnefelder puede decir con razón que "lo que significa el
concepto de esente no es una parte potencial del esente, sino el
esente en su entereza como res imperfecta, en la medida en que
él es esente non obstante su entidad concreta" (177). Los
conceptos de esente infinito y de esente finito no pueden ser
comprendidos como dos conceptos compuestos que suponen [436] la
diferenciación entre una parte potencial determinable y una
parte no potencial determinante. Del concepto compuesto Duns
Escoto dice que es "compuesto de un concepto potencial y de un
concepto actual,o bien de una concepto determinable y de un
concepto determinante " (178), tal es, por ejemplo, el concepto
de animal racional. El concepto compuesto es un concepto del que
cada parte significa una formalidad. En el concepto de animal
racional a la formalidad "animal", como formalidad genérica, se
añade la formalidad "racional" como formalidad que la determina
especificándola. No entra aquí para nada la distinción de una
realidad y de su modo intrínseco, sino "la distinción de muchas
realidades y no solamente de la misma realidad concebida
perfectamente e imperfectamente" (179). El concepto de esente
infinito, incluso siendo constituida por dos conceptos, esente e
infinito, no es un concepto compuesto, sino un concepto simple,
aunque no sea un concepto absolutamente simple. La
diferenciación de los conceptos simples y absolutamente simples
es presentado por Duns Escoto de la siguiente manera:
«El concepto absolutamente simple es el que no es
analizable en varios conceptos, como el concepto de esente
o el concepto de diferencia última. Y llamo concepto
simple, pero "no absolutamente simple", todo el que puede
ser concebido por el intelecto de un acto de inteligencia
simple, aunque pudiendo ser analizado en varios conceptos
concebibles separadamente» (180).

El concepto simple es analizable en varios conceptos


diferentes, como el concepto compuesto, pero se sin embargo
concebido, como el concepto absolutamente simple, en "un acto de
inteligencia simple", es decir en un antejudicativo. La
operación simple del intelecto no es ni afirmación ni negación
ni ligación ni separación. Se ha de entender por esto que la
relación de dos conceptos no es considerable bajo el aspecto de
atribución. En el concepto de esente infinito, el concepto de
esente no marca más que una realitas determinable, en el sentido
de la potencialidad que vendría a determinar otra realitas,
puesto que la diferencia de los dos conceptos n significa la de
dos realitates, sino la de una realitas y la de su modo
intrínseco. La indeterminación del concepto de esente no es la
determinación del concepto de animal. La indeterminación del
concepto de animal es la de un concepto parcial y potencial. La
del esente tiene el sentido, no de una anterioridad, sino de una
apertura. Ella no puede entonces ser comprendida como
imperfección. [437]
El concepto metafísico de esente es, ciertamente, un
concepto imperfecto de la cosa, sin embargo, precisa Duns
Escoto, es más perfecto que el concepto de no importa qué
criatura "porque él abstrae de la limitación, y así es
concebible bajo el infinito" (181). La indeterminación del
concepto de esente es inseparable de su abstracción por la que
toda limitación está excluida: está abierta a la infinitud.
Formando el concepto metafísico unívoco de esente, Duns Escoto
no se instala de golpe en lo dado, el bien conocido, la
profusión del finito. Asistimos, por el contrario, a la
exclusión de lo dado (por descontado?). Finito e infinito no se
ponen en al punto de partida como puntos fijos, sino que son
generados. No hay una instalación previa en lo finito, a partir
de la cual se trataría de ganar el infinito, hay más bien una
defección del finito por constitución de una pobreza inicial,
defección tal que la apertura al infinito actual está ya
constituida en y por la ilimitación del concepto de esente.
Todo esto muestra que la puesta en juego, para Duns Escoto,
no es la posibilidad de una metafísica como ciencia, sino la
efectividad del infinito actual. La cuestión que lleva a Duns
Escoto a la formación del concepto unívoco de esente no es ¿cuál
es la condición de posibilidad del conocimiento?, sino: ¿cómo
este Dios todopoderoso, que es sobreabundancia de amor, es
pensable metafísicamente por nosotros? Ahora bien, puesto que el
realización plena de la vida no se confunde con el Bios
theoretikos, nosotros vemos que la formación del concepto
unívoco del esente no podría ser contemplado técnicamente como
un problema epistemológico o metafísico.

3. La prioridad del infinito

Es la exigencia de una demarcación del infinito en acto lo


que lleva a Duns Escoto a establecer la univocidad del esente.
No es conveniente invertir las prioridades y conceder a la
univocidad metafísica una centralidad que no tiene. La formación
del concepto unívoco de esente hace de la distinción del finito
y del infinito la distinción originaria, y constituye al
infinito como lo que es absolutamente primero. La distinción del
finito y del infinito es tan original que es en función de la
misma como se debe comprender la nueva comprensión de la
trascendentalidad que Duns Escoto emplea. La infinitud misma no
es derivada, no supone, como en Tomás de Aquino, la simplicidad,
más bien es ella lo que la simplicidad [438] presupone (182). Es
a partir de la infinitud como se podrán afirmar la simplicidad,
la unidad y la unicidad de Dios. De una parte, está formada una
nueva comprensión de la transcendentalidad, por otra parte, se
establece una nueva forma de predicación.
a. La anterioridad de la distinción finito/infinito

La distinción 8 de la Ordinatio I enuncia con toda claridad


el carácter originario de la división de finito e infinito:
«El esente está dividido más bien en infinito y en
finito que en diez categorías, puesto que uno de ellos, el
finito, es común a lo diez géneros. Por tanto todo lo que
conviene al esente en cuanto indiferente al finito y al
infinito o en cuanto propio del esente infinito, le
conviene, no en cuanto está determinado al género, sino en
cuanto anterior, y por consiguiente en cuanto es
trascendental y fuera de todo género» (183).

La división categorial no se presente ya, con Duns Escoto,


como una división del esente, sino sólo como la división primera
del esente cuyo modo intrínseco es la finitud, a saber el esente
finito. La comprensión de las categorías como división
originario del esente no podías sostenerse más que asimilando el
esente al esente finito, en total fidelidad al sentido griego
del esente. Es la fidelidad a este sentido griego del esente lo
que Duns Escoto rompe cuando dice que "la finitud no pertenece a
la razón del esente" (184). El esente no está ya determinado
ontológicamente por la posesión del límite y, por lo mismo, está
abierto tanto a la finitud como a la infinitud. Esta apertura a
la infinitud actual, que constituye la diferenciación del finito
y del infinito en división originaria del esente, demanda el
establecimiento del concepto metafísico unívoco del esente.
La división originaria del esente en esente infinito y en
esente finito no puede ser más que una división transcategorial,
una división transcendental. Una división no puede, sin embargo,
ser transcendental más que al amparo de una nueva comprensión de
la transcendentalidad. La transcendentalidad no se define ya por
la convertibilidad con el esente y por la superación de los
géneros. Duns Escoto produce una nueva determinación del
transcendental: [439] es transcendental todo lo que accede al
esente en su indiferencia al finito y al infinito, y también
todo lo que conviene al esente infinito. Esta doble
determinación de la transcendentalidad concede al infinito y a
la división del finito y del infinito una función mayor.
La transcendentalidad no puede ser comprendida ya sin tomar
en cuenta la infinitud. Es a partir de ella como ella es
determinada. Ahora bien la determinación de la
transcendentalidad a partir del infinito conduce a una
ampliación del dominio transcendental: Los transcendentales no
se limitan ya a las pasiones convertible (uno, verdadero,
bueno). Cuando Duns Escoto establece que es transcendental todo
lo que es indiferente a lo finito y a lo infinito, no es
solamente el esente mismo el que es concernido, sino también sus
pasiones convertibles. El esente no es un transcendental más que
a condición de ser indiferente a lo finito y a lo infinito, es
decir a condición de ser capaz tanto de la infinitud como de la
finitud. Lo mismo vale para las propiedades convertibles: ellas
no son trascendentales más que en su apertura a la infinitud. El
carácter decisivo de la apertura a la infinitud en la
determinación de la transcendentalidad aparece netamente en la
segunda determinación del transcendental, la que establece como
transcendental lo que conviene al esente infinito. Podemos
entonces provisoriamente decir que el dominio del transcendental
recubre a la vez las propiedades convertibles con el esente y
los atributos que son propios sólo del esente infinito.
¿Que es lo que conviene como propio al esente infinito y a
él solo? En Duns Escoto, es por excelencia la omnipotencia. Ella
accede entonces al rango de trascendental. No hemos agotado el
dominio del transcendental, porque si nos quedamos ahí, ¿cómo se
podrá afirmar que la sabiduría, por ejemplo, es un
transcendental, lo cual reivindica sin embargo Duns Escoto? La
sabiduría no es en efecto ni una pasión convertible, ni una
pasión propia de Dios. Pues conviene igualmente a ciertas
criaturas. Duns Escoto extiende el dominio transcendental a los
modos del esente, que él llama "pasiones disyuntivas":
«El esente tiene no solamente pasiones simples y
convertibles como "uno", "verdadero", "bueno", sino que
tiene algunas pasiones donde los opuestos son distintos
entre ellos, como ser-necesario o ser posible, acto o
potencia, etc. Y lo mismo que las pasiones convertibles son
transcendentales porque siguen al esente en cuento no está
determinado a ningún género, los mismo las [440] pasiones
disyuntivas son transcendentales, y cada uno de los dos
miembros es un transcendental, porque ni el uno ni el otro
determina a cierto género su determinable» (185).

El esente no tiene sólo propiedades convertibles, tiene


igualmente propiedades disyuntivas que, como tales, lo dividen.
Estas pasiones disyuntivas son transcendentales como lo son las
pasiones convertibles. ¿De dónde tienen ellas su
transcendentalidad? Duns Escoto ha dado la respuesta justa
antes, cuando se inquietaba sobre la transcendentalidad de la
sabiduría: "La razón de transcendental es no tener ninguna
categoría que sobreviene sino el esente, pero acontece que el
transcendental sea común a numerosos inferiores" (186). Es
transcendental no sólo lo que sobrepasa los géneros, sino lo que
no tiene por anterior más que el esente en su pura indiferencia.
¿Significa esto que en la determinación de la transcendentalidad
es el esente lo que tiene el primer papel? De ninguna manera,
puesto que el esente tiene su transcendentalidad de su apertura
a la finitud lo mismo que a la infinitud.
Para comprender cómo la diferenciación del finito y del
infinito determina completamente la transcendentalidad, es
necesario recurrir a los elementos del dominio transcendental.
Son transcendentales las pasiones convertibles, las pasiones
disyuntivas, los atributos comunes a Dios y alguna criatura y,
en fin, lo que no conviene más que a Dios solo. La consideración
se impone aquí de que lo que puede ser dicho del esente infinito
posee el estatuto de transcendental. En otros términos, todo lo
que es capaz de la infinitud intensiva en acto tiene el estatuto
de transcendental. La propiedades comunes del esente y la
propiedades comunes a Dios y a algunas criaturas son
transcendentales por razón directa de su apertura a la
infinitud. ¿Qué es, sin embargo, de las pasiones disyuntivas?
¿En qué serán transcendentales la posibilidad y la
potencialidad, puesto que no son capaces de infinitización? Las
divisiones del esente en esente necesario y en esente posible,
en esente actual y en esente potencial, son derivables de la
división del esente en esente finito y en esente infinito. Es su
derivación lo que asegura su transcendentalidad.
La disyunción infinito/finito no es solamente la división
originaria del esente porque es anterior a la división
categorial, sino también porque es anterior a toda otra división
del esente. Duns Escoto lo muestra cuando aborda el estatuto de
la finitud y sostiene que la composición primordial del esente
creado no es la composición de [441] acto y potencia, sino la de
esentidad y de privación, que define justamente la privación. La
finitud no es aquí derivada de la potencialidad, ni siquiera de
la posibilidad. El esente creado no es finito porque tiene por
carácter el ser potencial o el ser posible. El esente creado o
creable tiene por carácter la potencialidad o la posibilidad
porque es finito. La potencialidad y la posibilidad no definen
la finitud, (más bien) la presuponen. Son precisamente derivados
de la finitud:
«Y la composición de potencia y acto sigue todavía a
ésta objetivamente. En efecto, todo lo que es esente y lo
que está desprovisto de alguna perfección del esente es
posible absolutamente, y es el término de una posibilidad
absoluta (cuyo término no puede ser el esente infinito que
es necesario)» (187).

Es finito el esente privado de una o de varias perfecciones


de que el esente es capaz. EL esente finito es entonces el
esente que puede siempre ser excedido en perfección. En razón de
este exceso, que lo sitúa como finito, él es solamente posible o
potencial. Paralelamente, la infinitud es la condición misma de
la necesidad y de la actualidad. No puede ser necesario más que
un ser infinito, puesto que el esente infinito no es superable.
En su infinitud él posee todas las perfecciones de que el esente
es capaz y las posee actualmente. La actualidad y la necesidad
con implicaciones de la infinitud y no de la finitud. Son por
los mismo implicaciones de la no excedibilidad. El esente que es
tal que no puede ser excedido, es el esente actual y necesario.
La excedibilidad, por el contrario, implica siempre la
potencialidad y la posibilidad: es potencial o posible el esente
que puede siempre ser excedido. Infinitud y finitud son entonces
transcendentales primeros.
La determinación nueva de la transcendentalidad, a partir
de la distinción de finito e infinito, pone afirmativamente la
transcendentalidad de lo divino. Impide todo transferencia
subrepticia de lo categorial a lo divino, al mismo tiempo que
conduce a un abandono de la vía negativa. La vía negativa no
podría contemplar a Dios más que a partir de la negación de lo
categorial. Esta negación mantendría de hecho lo categorial en
la aproximación a lo divino. En la vía negativa el discurso
categorial permanece, precisamente afectado por la negación y
porque afectado por la negación puesto que la vía negativa
supone una comprensión categorial del esente. La
transcendentalidad [442] de lo divino no puede ser entonces más
que negativa y el dominio de lo divino se presenta como el de la
negación. Afirmando que "nosotros no amamos soberanamente las
negaciones", Duns Escoto es llevado a elaborar un concepto
positivo de la infinitud y de la transcendentalidad que descarta
toda posibilidad de caída en lo categorial. La construcción del
infinito actual hace de la distinción de finito y de infinito la
distinción primera. Ella conduce igualmente a poner la prioridad
de la infinitud y la exigencia de una forma de predicación
inédita, es decir de una lógica del infinito.

b. La deducción de la simplicidad

Puesto que el infinito no es un atributo del esente sino un


modo intrínseco del esente, puesto que el modo intrínseco dice
el esente que él concierne en su ser mismo, resulta que la
infinitud divina no puede ya ser derivada de la simplicidad, es
decir de la unidad. La comprensión de la infinitud como modo
intrínseco del esente, quitándole el estatuto de atributo
divino, destruye toda posibilidad de derivación de la infinitud.
En Tomás de Aquino la derivación de la infinitud es
claramente afirmada tanto en la Suma contra los Gentiles como en
la Suma teológica. Como lo muestra el camino de la Suma contra
los Gentiles, Dios es originariamente simple, y de esta
simplicidad originaria se derivan la unicidad y la
simplicidad(??). Dios es aquí infinito porque es forma pura y
acto puro. Es infinito porque en él no puede tener lugar ninguna
composición de esencia y existencia. Así la Suma teológica dice:
"Dios es infinito por lo mismo que es por esencia su existencia,
recibida en ninguna ora esencia, sino subsistente por sí" (188).
Siendo resultado de la ausencia de composición de esencia y
existencia, la infinitud tiene por condición la simplicidad. En
Duns Escoto es todo distinto, donde la simplicidad resulta de la
infinitud: Dios no es infinito porque es simple, sino simple
porque es infinito.
En referencia a la simplicidad Duns Escoto declara en la
distinción 8 del primer labro de la Ordinatio: "YO muerto
generalmente mi propósito a partir de la razón de infinitud. Y
primeramente, que Dios no es componible,por el hecho de que todo
componible puede ser la parte de algún compuesto total, que es
compuesto a partir del mismo y de otro componible. Ahora bien,
toda parte puede ser sobrepasada. Pero es contra [443] la razón
de infinito poder ser sobrepasado. Por tanto, etc. (189). Para
hacer manifiesta la simplicidad divina Duns Escoto no tiene
necesidad de presuponer pares de conceptos cuya validez se
limita a las criaturas. Yo no es necesario mostrar que lo que
está separado y distinto en las criaturas no lo está en Dios. En
otros términos, no hay que partir de lo compuesto para pensar lo
simple. El concepto de infinito intensivo en acto tiene esta
fuerza que permite establecer la simplicidad divina
economizando el rodeo por la composición de la criaturas. La
simplicidad adquiere una entera positividad: no es en principio
una ausencia de composición. Duns Escoto produce una comprensión
positiva de la simplicidad absoluta pensándola a partir de la
infinitud, pariendo de la insuperabilidad. Es absolutamente
simple lo que no puede ser excedido.
La demostración escotiana de la simplicidad divina parte de
la afirmación de que Dios no es componible para llegar a la
conclusión de que no es compuesto: Dios no es compuesto por no
es componible. ¿Por qué hablar inicialmente en término de
componible y de incomponible? ¿Por qué la posibilidad real de la
composición tiene que ser descartada desde el principio para que
se imponga la necesidad de la absoluta no composición? La
respuesta reside en el concepto mismo de simplicidad.
Un esente puede ser simple, incompuesto sin ser por ello
incomponible, puesto que puede entrar a título de componible en
la composición de otro esente. Este es el caso de la materia,
como lo indica más abajo Duns Escoto (190). La materia, aunque
sea simple, puede ser compuesta con alguna cosa distinta y
"puede ser la parte de algún compuesto total" (191). La sola
ausencia de composición real no es suficiente desde el momento
en que mira a la absoluta simplicidad. Esta debe descartar no
solamente la ausencia (?) de la composición real, sino también
la posibilidad de la composición. Es por lo que si el simple
puede ser comprendido como el incompuesto, el absolutamente
simple será en principio comprendido como el incomponible: la
materia es simple, en cuanto incompuesta,pero no es
absolutamente simple, por ser componible. Es componible lo que
puede ser puesto con alguna cosa que se añade a él para formar
un todo. En relación con ese todo el compuesto , el componible
tiene el estatuto de parte. En este todo que es el compuesto, el
componible es superado por el todo, según el axioma de
euclidiano que quiere que el todo sea más grande que la parte
(192). En Duns Escoto se tata de una magnitud intensiva que
proviene de la cuantidad transcendental y no de la cuantidad
categorial. Es, pues, componible lo que puede ser excedido,
aquello a lo que se puede añadir alguna cosa. [444] Porque lo
componible es potencialmente la parte de alguna cosa, no puede
ser más que finito. Aquello a lo que nada se le puede añadir, lo
que no puede ser excedido por nada y que por lo mismo no puede
constituir una parte de alguna cosa, es incomponible. se trata
de un esente infinito, puesto que no es infinito más que aquello
a lo que nada se puede añadir. Dios es, pues, simple en razón
misma de su insuperabilidad, es decir de su infinitud.
La misma estructura argumentativa exige la segunda prueba
del carácter incomponible del esente infinito, aunque Duns
Escoto no emplea esta vez el principio euclidiano, sino el
principio anselmiano según el cal ninguna perfección absoluta le
puede faltar a Dios. Cuando Duns Escoto declara que "todo
componible está desprovisto de la perfección de aquello con lo
cual está compuesto, de tal suerte que este componible no tiene
en sí una identidad total con él" (193), él comprende la
simplicidad absoluta como identidad total y perfecta, que
excluye toda separabilidad. Esta separabilidad, por el contrario
caracteriza lo componible. Lo componible es entonces visto aquí
como superable, como aquello a lo que se puede añadir alguna
cosa y esto que se puede añadir está determinado como
perfección. Lo componible se presenta, pues, como aquello a lo
que falta alguna perfección, porque esta perfección se le puede
añadir. Separable del componible, esta perfección lo sitúa como
superable en perfección. El componible es, por tanto, tal "que
puede ser pensado más perfecto o que alguna cosa más perfecta
que él puede ser pensada" (194)... NO puede ser incomponible más
que lo que excluye toda adición de perfección y toda privación,
lo que no puede ser excedido en perfección. Tal es el esente
infinito. Ahora bien, lo que no puede ser excedido en perfección
es aquello a lo que no puede faltar perfección alguna, aquello
de lo que no se puede separar ninguna perfección. Es por lo que
solo el esente infinito presenta el carácter de identidad total
y perfecta que define las simplicidad absoluta (195).
La demostración del carácter incomponible del esente
infinito puede ya permitir el establecimiento de su absoluta
simplicidad. N podría basta en efecto demostrar la ausencia de
composición en Dios para llegar a la simplicidad absoluta,
puesto que la sola ausencia de composición, si permite la
afirmación de la simplicidad, no permite la afirmación de la
simplicidad absoluta. Dios no es simple como lo es la materia,
él absolutamente simple, porque no es componible, a diferencia
[445] de la materia. Esente infinito, no puede ser compuesto de
partes finitas. La adición de partes finitas no nos da en efecto
cosa infinita, sino finita. No puede igualmente se compuesto de
parte infinitas, puesto que el infinito, en razón de su carácter
no excedible, es incomponible y no puede tener jamás el estatuto
de parte (196).
Esta deducción de la simplicidad a partir de la infinitud,
que tiene como núcleo la comprensión del infinito como no
excedible, implica abiertamente, como o mostrará la cuestión de
los atributos divinos, una forma de predicación particular. Si
consideramos la comprensión del finito como excedible, como
aquello a lo que puede ser añadida una determinación y, por
tanto, como componible, podemos ver que se articula
estrechamente con la posibilidad de la predicación.
En la medida en que lo componible es comprendido como
aquello a lo que una determinación se puede añadir, queda por lo
mismo situado como sujeto de una proposición predicativa. La
proposición predicativa manifiesta el esente como esa cierta
cosa a la que puede ser añadida cierta cosa. Ella no tiene,
pues, validez sino en el campo del esente finito.
El esente infinito, que es el esente al que no se puede
añadir ninguna determinación, no puede ser hecha manifiesto por
la predicación, aunque fuera negativa. Su manifestación exige la
formación de una proposición distinta de la predicativa, de una
lógica distinta de la lógica predicativa. Según los propios
términos de Duns Escoto, la lógica heredada, presentada por la
tradición sólo puede ser una lógica de lo finito.
El infinito exige otra lógica, que la cuestión de los
atributos va a hacer efectiva. ¿Por qué poner la cuestión de los
atributos divinos? Porque la multiplicidad de los atributos
divinos parece poner en peligro la simplicidad de Dios. Lo que
importa en la solución que aporta Duns Escoto, es el papel que
juega la infinitud a título de modo intrínseco del esente. Los
atributos divinos, en su pluralidad, no amenazan la identidad
divina, porque son realmente idénticos los unos con los otros en
razón de su modo intrínseco, la infinitud:
«La bondad, la sabiduría y las otras perfecciones de
esta suerte son idénticas conforme a una identidad mutua,
porque la una y la otra son formalmente infinitas, y la una
es idéntica a la otra a causa de esta infinitud» (197).

La infinitud de los atributos divinos asegura sólo su


identidad, sin que sea necesario pasar por un tercero, que sería
la esencia divina. [446] No son idénticos entre sí porque fueran
inicialmente idénticos con la esencia divina, son idénticos
entre sí inmediatamente, como son inmediatamente idénticos con
la esencia divina en razón de su infinitud. La infinitud realiza
la unidad de Dios. Atributos intensivamente infinitos en acto no
pueden constituir partes en el esente infinito, puesto que nada
de lo que es infinito puede ser componible. No pueden añadirse a
la esencia infinita, porque nada de lo que es infinito puede ser
excedible. El esente es realmente y absolutamente uno, porque es
el esente infinito. Hay que decir, por tanto, que la sabiduría
infinita es la bondad infinita, como es la justicia infinita,
pero también el amor infinito. Decir que Dios es sabio, bueno,
justo, amante no es añadirle cosa alguna, no es ya enunciar uno
de los aspectos de Dios, es enunciar a Dios mismo.
Si cada atributo divino es perfectamente idéntico a todo
atributo divino y a la esencia divina, ¿no corremos el riesgo de
encerrarnos en una tautología infinita o, exactamente igual, la
identidad divina sería a fin de cuentas una identidad vacía?
¿Los atributos divinos no se reducirían entonces a nombres sin
consistencia alguna, que no encontrarían su justificación más
que en el entendimiento humano y no en Dios? Estos peligros no
pueden presentarse más que si los atributos divinos son sólo
racionalmente distintos entre ellos y de la esencia divina. La
afirmación de la simplicidad divina no excluye en efecto el
reconocimiento de una distinción entre los atributos. ¿Cómo
conciliar la identidad absoluta de los atributos divinos en Dios
y su distinción?
Antes y después de Duns Escoto la simplicidad absoluta de
Dios se salva reconociendo a los atributos divinos sólo un
distinción mínima, es decir una distinción de razón. Decir que
se trata de una distinción racional, esto no es sin embargo
sostener que esta distinción es puramente conceptual y no
corresponde en nada en la cosa. Por ejemplo, Tomás de Aquino
afirma en la Suma teológica: "Si se dice que la deidad, o la
vida, o alguna cosa parecida, está en Dios, estas expresiones se
refieren no a la diversidad en lo real, sino a una diversidad de
representaciones de lo real en nuestro espíritu" (198). La
justificación inmediata de estas maneras de decir Dios reside en
el hecho de que los hombres no pueden tener un conocimiento de
Dios más que a partir de las criaturas, que son compuestas.
Tomás de Aquino no sostiene, por tanto, que los atributos
divinos se reducirían a representaciones del espíritu humano. En
efecto, en la cuestión 13, nos da la razón por la cual no
podemos tratar aquí de puras distinciones conceptuales. [447] En
la medida en que toda criatura representa a Dios, tiene una
relación de semejanza con él, nuestro discurso sobre Dios, a
partir de la criaturas no podría ser enteramente impropio (199).
La composición de la criatura representa entonces
imperfectamente la simplicidad divina. Como ella la representa a
pesar de todo, la distinción e los atributos divinos está
justificada. Esta justificación supone, sin embargo, la
mediación de la operación del entendimiento humano. Es por lo
que la distinción de los atributos divinos, en cuanto ordenada a
la operación abstractiva del entendimiento, es una distinción de
razón. Mas, como encuentra en las cosas mismas y no en la
reflexión de un sujeto pensante, su condición, ella tiene sin
embargo un fundamento en la cosa. En esto se distingue de la
pura distinción de razón, la que existe por ejemplo entre bueno
y bondad. LA distinción de los atributos divinos no se reduce a
la de diversos modos de concepción de una misma cosa, sería
entonces una pura distinción conceptual. La ordenación de esta
distinción al intelecto humano manifiesta sin embargo la
fragilidad de esta comprensión puesto que, como lo mostrará Duns
Escoto, antes de la operación del entendimiento que abstrae, la
distinción es inexistente.
En Enrique de Gante se emprende otra justificación de la
distinción de razón. Esta vez no es el intelecto humano el que
es comprometido, sino el intelecto divino. En su crítica de
Tomás de Sutton, que refiere Duns Escoto, Enrique de Gante
sostiene que una distinción de razón no puede a la vez ser
tomada de las cosas creadas y presentarse como el resultado de
una operación del intelecto humano. Si ella estuviera referida
al intelecto humano, la distinción de los atributos divinos
correría todavía el riesgo de confundirse con la de diferentes
modo de concepción. Enrique de Gante evita esta dificultad
refiriéndola al entendimiento divino: NO hay ninguna distinción
real en Dios de los atributos divinos, sino que esta distinción
es el producto de la intelección de Dios por Dios, sin ninguna
referencia al exterior, y por tanto a las criaturas. Dependiendo
de la intelección divina, la distinción no depende ni de la
intelección humana ni de su referencia a lo creado.
Fundando en Dios mismo la distinción de los atributos
divinos como distinción de razón, Enrique de Gante, a diferencia
de Tomás de Aquino, evita el peligro de una finitización de
Dios. Duns Escoto descarta, sin embargo, la solución enriquiana,
porque , como las otras,llena a la sinonimia: [448]
«Como no habría ninguna distinción en la cosa, sea
según la opinión, sea según la exposición, se seguiría
entonces que la verdad y la bondad son formalmente
sinónimos (lo cual ellos niegan), porque ellas dirían la
misma perfección en cuanto perfección de la cosa, como esto
ha sido probado» (200).
Toda posición que aborde la distinción de los atributos
divinos como una distinción de razón, es decir como una
distinción que no tiene ninguna presencia antes de la operación
del intelecto humano o divino, acaba de hecho en la negación de
la pluralidad de las perfecciones divinas, puesto que identifica
totalmente estas perfecciones. Los atributos divinos pierden
entonces toda realidad, no son más que la triste (morne)
repetición de lo mismo. Irónicamente Duns Escoto observa que
los que defienden la tesis de la distinción de razón entre los
atributos divinos, debilitan esta tesis en su escritura misma,
desde el momento en que se aplican a mostrar el orden de los
atributos en Dios (201). Más gravemente todavía, la tesis de la
distinción de razón implica que la identidad de los atributos en
Dios es una identidad formal, porque con la distinción de razón
no tenemos más que "diversos modos de concebir el mismo objeto
formal" (202). Los atributos en Dios serían realmente idénticos
porque serían formalmente idénticos, y sería formalmente
idénticos entre sí porque serían formalmente idénticos con la
esencia divina. Por lo mismo la predicación en lo divino no
sería diferente de la predicación en las criaturas, sería
también una predicación formal.
La identidad formal existe cuando lo que es idéntico
incluye, en su razón formal, aquello con lo cual es idéntico
(203). Duns Escoto hace aquí referencia a la predicación por sí
del primer modo en la que el predicado hace parte de la quididad
del sujeto. La identidad formal implica, por tanto, una
inclusión formal de uno de los idénticos en la razón formal del
otro, y supone por consiguiente la supresión de la razón formal
del incluido (204).
En las criaturas hay así identidad formal de género y de especie
e identidad formal de la especie y de la diferencia, porque la
razón formal de la especie incluye el género e incluye la
diferencia. Por ejemplo, la razón formal de hombre incluye el
género "animal" y la diferencia "racional". Se puede entonces
hablar de una identidad formal de hombre y de animal o de hombre
y de racional sin que haya ahí identidad mutual de animal y de
racional (205). Esto no excluye una identidad [449] mutua de
animal y de racional, pero
ésta sólo está presente por la mediación del supuesto, hombre.
Animal y racional no son idénticos formalmente más que en el
hombre, por su identidad formal respectiva a hombre. La
identidad formal mediata de animal y de racional no autoriza a
hablar de una identidad formal de animalidad y racionalidad. Los
nombres de animalidad y racionalidad, de sabiduría y de bondad
son nombres abstractos. El nombre abstracto y el nombre
concreto, por ejemplo humanitas y homo. significan la misma
quididad, sin embargo, en el primer caso es la quididad pura la
que es significada, mientras que en el segundo caso es la
quididad de un supuesto determinado la que es significada.
Considerar una razón formal en la abstracción última, es
concebirla haciendo abstracción de su relación a un supuesto.
Por esta abstracción se elimina todo lo que es extraño a la
razón propia de la quididad, no se retiene más que la quididad
misma en lo que ella tiene de más propio (206). Puesto que en
los nombres "animalidad" y "racionalidad" la quididad pura es
significada, no es posible absolutamente hablar de una identidad
formal de animalidad y racionalidad. Abstracción hecha del
supuesto, las quididades puras quedan distintas. No hay entre
ellas identidad formal, sino distinción formal. Es por lo que si
hubiera identidad formal de los atributos divinos, esta
identidad no sería una identidad mutua, Ahora bien, como lo
muestra el ejemplo tomado por Duns Escoto en la distinción 8, la
identidad formal - que va a la par con la inclusión formal por
sí del primer modo - no es admisible más que para los esentes
compuestos. Ella no es compatible con la absoluta simplicidad,
con la unidad absoluta.
Comprendemos mejor por qué, desde ahora, Duns Escoto puede
denunciar por el término de sinonimia la tesis de la distinción
de razón entre los atributos divinos. Como la distinción de
razón entre los atributos divinos implica su identidad formal,
ella implica igualmente la supresión de su razón formal propia.
Resulta que los atributos divinos pierden toda consistencia
ontológica. Es necesario, pues, afirmar en Dios una distinción
formal de los atributos divinos a fin de que no queden reducidos
a modos de decir. ¿Cómo entonces salvar la simplicidad divina?
La afirmación de la distinción formal de los atributos
divinos es compatible con la de la simplicidad divina en razón
de su articulación con la infinitud. Los atributos divinos son
intensivamente infinitos. Si infinitud intensiva no destruye la
distinción formal sino que la preserva: [450]
«La infinitud no destruye la razón formal de aquello a
lo que ella se añade, porque en cualquier grado que se
entienda una perfección (grado que es sin embargo el grado
de esta perfección), la razón formal de esta perfección no
es suprimida a causa de este grado» (207).

La sabiduría infinita sigue así siendo distinta de la


bondad infinita. Por su estatuto de modo intrínseco la infinitud
preserva la razón formal de aquello de lo que es el modo
intrínseco. Fundando la distinción formal de los atributos
divinos, la infinitud, como modo intrínseco, es también lo que
funda su identidad real como identidad mutua. Mientras que en
las criaturas, abstracción hecha del supuesto, no hay ninguna
identidad formal o real de las formalidades comprendidas en su
quididad pura, la cosa es totalmente distinta en lo divino.
Tomados en su quididad pura, loa atributos divinos no son
separados de su modo intrínseco, siguen siendo atributos
infinitos. Lo siguen siendo porque el infinitud es su modo
intrínseco, Lo que la abstracción última despeja suspendiendo la
relación al supuesto, e.d. Dios, no es ni la sabiduría ni la
bondad, sino la sabiduría infinita y la bondad infinita:
«Cuando se abstrae la sabiduría de todo lo que esta
fuera de la razón de sabiduría, y paralelamente cuando se
abstrae la bondad de todo los que es formalmente bueno
fuera de su razón, queda una y otra quididad, todas
excesivamente, formalmente infinitas» (208).

Porque son infinitas, estas quididades puras son realmente


idénticas, realmente unas, siendo la infinitud lo que excluye la
diversidad real. Se puede entonces decir que la sabiduría
infinita es la bondad infinita (209). Mientras que la unidad o
identidad formal exigiría la mediación de un tercero, la unidad
o la identidad real es inmediata. Esta inmediatez esta asegurada
por la infinitud.
La infinitud asegura para la doble predicación en Dios su
garantía. Ella fundamenta a la vez la predicación real por
identidad y la predicación formal por diferencia. Gracias a ella
hay en Dios una predicación por identidad que no es formal, y
una predicación formal que no es por identidad, mientras que en
las criaturas la predicación por identidad no puede ser más que
formal. Con esta doble predicación, como lo subraya [451]
Gilson, "sigue siendo verdadero decir con San Agustín que la
sabiduría de Dios 'es' su justicia, pero es no menos verdadero
decir con Duns Escoto que 'lo que es' la sabiduría de Dios no es
'lo que es' su justicia, porque la justicia de Dios no es
formalmente idéntica a su sabiduría" (210). La identidad de los
atributos divinos en el ser no implica su identidad en su
quididad pura. Que Dios no sea sabio, justo, bueno como lo puede
ser Juan, que en él los atributos no sean determinaciones que
pueden llegar como del exterior, no conduce a la identificación
formal de estos atributos en Duns Escoto. Si se diera una tal
identificación formal o esencial, no se podría ciertamente
tratar los atributos divinos como determinaciones exteriores,
pero es porque estaría completamente disueltos, dicho de otro
modo, no tendría ya ninguna realitas. Considerados como
distintos en razón, aparecerían de nuevo como determinaciones
exteriores, y ello tanto más cuanto que su atribución a Dios
reposaría sobre una operación del intelecto.
Los partidarios de la identidad formal en Dios de los
atributos divinos son constreñidos a conceder con una mano lo
que rechazan con la otra. Niegan que la predicación a propósito
de Dios sea considerada como una adición de determinaciones y,
sin embargo, lo conceden desde el momento en que no confieren a
la distinción de los atributos más que el estatuto de distinción
de razón. La dificultad de pensar una atribución que no sea una
atribución salta aquí a la luz del día. En la lógica de la
identidad formal, el esquema atributivo, incluso negado, sigue
siempre presente y Dios peligra de ser tratado como una
sustancia o como un sujeto (211). En la lógica de la identidad
real, el esquema atributivo es desbaratado, los atributos
divinos no son justamente atributos, por lo que pueden conservar
su realitas. Al infinito no se le puede atribuir literalmente
nada, puesto que es justamente aquello a lo que nada se le puede
añadir. ¿Cómo considerar estas realitates infinitas que, en
razón de su infinitud no pueden ser atributos? La lectura de
Juan Damasceno por Duns Escoto nos da la respuesta.
Comentando la declaración del Damasceno, que presenta a
Dios como "un inmenso mar de esencia sin límites e infinito"
(212), Duns Escoto diferencia la infinitud de la esencia de la
infinitud de los atributos (213). La esencia divina es infinita
en sí y por sí (a se), no teniendo su infinitud de otro. En este
sentido ella es "la raíz primera y el fundamento de toda
infinitud". Los atributos divinos son infinitos en sí y por sí,
pero no desde por sí, puesto que tienen su infinitud de la
esencia. [452]
En la distinción 8 la esencia tiene "una infinitud formal y
primordial, universalmente causal" (214). La relación de la
esencia, en cuanto primordialmente infinita, a los atributos,
está indicada de la manera siguiente: "Todos los ríos penetran
en el mar; de donde ellos salen ellos retornan" (215). La
infinitud de la esencia es puesta ciertamente como primera, pero
esta primacía envía de nuevo al automovimiento de la esencia.
Las perfecciones divinas no son atributos, son manifestaciones
del automovimiento de la esencia. Es por lo que cada perfección
es una automanifestación de Dios. Es por lo que también cada
perfección tiene su realitas propia en Dios. El carácter radical
de la infinitud de la esencia divina es el del automovimiento
infinito de esta esencia, automovimiento que es todo él también
autodiferenciación. El Dios infinito no es contemplable como una
substancia,sino como un hace infinito, como una voluntad
infinita (216).

c. La deducción de la unicidad

En el movimiento de la deducción de la simplicidad divina a


partir de la infinitud Duns Escoto afirma la prioridad de la
infinitud divina sobre la singularidad divina, prioridad sin la
cual la simplicidad sería destruida y la infinitud reducida a un
atributo:
«EL esente en cuanto conviene a Dios - es decir el
esente por esencia - es el ser infinito mismo, y no alguna
cosa a la que conviene solamente el ser mismo (de por sí es
"este", y a parte (??) de sí es infinito), como si se
entendiera por prioridad de una cierta manera, que el
infinito es un modo del esencia por esencia antes de que se
le entienda que él es "éste"; y por esta razón no es
necesario buscar por qué este esente es infinito, como si
la singularidad le conviniera antes de la infinitud» (217).

No hay que preguntar por qué este esente, el esente divino,


es infinito, porque no es un éste, un esente singular antes de
ser infinito. EL esente divino es infinito por esencia y
singular por esencia, pero su singularidad le viene en razón
misma de su infinitud. La infinitud intensiva en acto
singulariza el esente del que ella es el modo intrínseco, a
saber el esente divino. Esta prioridad de la infinitud sobe la
singularidad se inscribe ya cuando [453] Duns Escoto emprende la
deducción de l unicidad divina a partir de la infinitud divina
en la distinción 2.

La deducción de la unicidad divina no aparece por sí misma.


La unicidad divina parece en efecto pertenecer de pleno derecho
a las verdades teológicas sobre las cuales la razón natural no
tiene el poder ni el derecho de pronunciarse. Luis Alberto de
Boni hace notar que todos los concilios ecuménicos, desde Nicea
hasta el cuarto concilio de Letrán comienzan por la afirmación
de esta unicidad (218). En otros términos, la unicidad de Dios
proviene enteramente del Credo y, en este sentido, no tiene que
ser deducida. Duns Escoto lo sabe, como tampoco ignora que en
los medios franciscanos existe una oposición firme a todo
intento de deducción de la unicidad divina; testigo es la
posición de Guillermo de Ware. Éste último en, en la distinción
2, el interlocutor directo de Duns Escoto.
EN su Comentario de las Sentencias, invocando la autoridad
de Maimónides, Guillermo de Ware sostiene firmemente que la
unicidad de Dios sobrepasa las pruebas de la ratio naturalis y
que se tiene solamente por la fe (219). Privando a la razón
natural de todo derecho de discurrir sobre la unidad divina,
Guillermo de Ware le reconocía por el contrario el derecho de
pronunciarse sobre la omnipotencia divina y defendía la eficacia
de las causas segundas (220). Atacando la imposibilidad de una
deducción de la unicidad divina y sosteniendo que la
omnipotencia divina escapa radicalmente a la razón natural, y
por consiguiente a la metafísica, Duns Escoto afronta sin
miramiento la posición de Guillermo de Ware. Deducir la unicidad
divina exige entonces mostrar por qué esta unicidad pertenece a
los artículos de la fe y por qué su deducción no debilita en
nada el carácter inasequible de la singularidad divina para el
viator.
Contra el argumento de autoridad invocado por Guillermo de
Ware Duns Escoto no se va a contentar con mostrar que la
metafísica puede producir una demostración de la unicidad
divina, justificará por qué la unicidad ha sido (y es todavía)
un artículo de fe. No se trata aquí, como lo hace notar Gilson,
de escoger "una opción entre dos respuestas de las que una
excluye a la otra. Es posible, sin contradicción alguna, que la
unicidad divina sea un artículo de fe y un objeto de
demostración racional" (221). Gilson, sin embargo, evita poner
la cuestión: ¿por qué?, cuestión que pone abiertamente Duns
Escoto en su refutación del argumento. ¿Es efectivamente por lo
mismo que la unicidad divina es un artículo de fe y el resultado
de una deducción? Además, si la unicidad divina es deducible,
ella no puede tener el estatuto de artículo de fe absoluto, lo
cual subestima [454] Gilson. La deducción de la unicidad divina
en Duns Escoto va pareja con un desplazamiento que hace que esto
no sea ya la unicidad divina sino la omnipotencia divina que
está en el corazón del Credo. Duns Escoto no dudará en deducir
teológicamente la unicidad divina de la omnipotencia divina.
A diferencia de Gilson Duns Escoto pone la cuestión: ¿por
qué la unicidad divina es y debe ser un artículo de fe? La
respuesta es en un primer tiempo histórica: cuando la ley judía
ha puesto la unicidad divina, el pueblo judío era un pueblo
frustrado y dispuesto a la idolatría. Bien que la unicidad
divina sea en sí deducible, el pueblo judío tenía necesidad de
ser instruido por la ley (222). Ni la ley divina ni el Apóstol
Pablo mismo, precisa Duns Escoto, han negado la deducibilidad de
la unicidad divina. La historización de este artículo de e
presenta, sin embargo, un riesgo: ¿no lacera por ello a la
autoridad, y se debería decir, a la del magisterio pontifical?
Un pueblo, alejado de la rudeza de las primeras edades y de las
seducciones de la idolatría ¿puede pasarse de la autoridad que
instruye sin deducir?
Incluso si la unicidad divina puede ser demostrada,
responde Duns Escoto, pide sin embargo ser trasmitida como
artículo de fe, en razón de la negligencia del conjunto de los
hombres en la búsqueda de la verdad,en razón de la debilidad del
intelecto humano que puede errar, incluso cuando busca la verdad
por vía demostrativa (223). La demostración no es infalible,
tiene la falibilidad del intelecto humano, y si descarta las
seducciones de la idolatría, puede llevar a los simples a la
herejía. La palabra no está presente en el texto de Duns Escoto,
pero el peligro es bien real. A fines del siglo XIII y a
principios del XIV la demostración de la unicidad divina no
encuentra sus adversarios en los cultos politeístas antiguos,
los encuentra en el seno mismo del mundo cristiano, en las
herejías cátaras y bogomiles, e. d. en la herejías que tienen
parte ligada al maniqueísmo, como lo testimonia Tomás de Aquino
en la Suma contra los Gentiles (224). Los simples tienen, pues,
necesidad de la autoridad que les evite caer y equivocarse
(225). La respuesta de Duns Escoto es evidente a la cuestión:
¿por qué? La unicidad divina se tiene por el artículo de fe de
manera absoluta para los simples. Los simples lo cree, y deben
creerlo, para su tranquilidad y la de la Iglesia, y porque no
hay más que un solo Dios. Sin embargo, siendo la unicidad
demostrable por la razón natural, el teólogo no tiene que
atenerse al solo artículo de la fe. ¿Qué es entonces del segundo
argumento que Guillermo [455] de Ware opone a la posibilidad de
una deducción metafísica del unicidad divina? Duns Escoto
responderá que se funda en una confusión.
Guillermo de Ware pretende que la deducción de la unicidad
divina implica que Dios se conocido en su singularidad,
conocimiento al que la razón natural no puede pretender (226).
Duns Escoto admite de hecho que el conocimiento de Dios en su
singularidad escapa a la razón natural, porque en su
singularidad Dios no es el objeto de un conocimiento natural y
abstracto. Él no es un objeto natural, precisa la distinción 3,
sino un objeto voluntario:
«Dios, en cuanto esta esencia en sí, no es conocido
naturalmente para nosotros, puesto que bajo la razón de un
tal cognoscible, él es un objeto voluntario, no natural,
salvo respecto de su propio entendimiento. Y por esta razón
no puede ser conocido naturalmente por ningún intelecto
creado bajo la razón de esta esencia en cuanto ella es
ésta» (227).

Dios no es cognoscible en su singularidad por al


entendimiento creado si no es porque él lo quiere, y este
conocimiento parte de la Revelación. La Revelación es un acto
libre de Dios en el cual y por el cual Dios se presenta
libremente al hombre. Ella no tiene sentido más que allí donde
Dios es reconocido como voluntad libre infinita en acto. Un Dios
que o fuera más que primer motor no podría revelarse y no sería
nunca más que un objeto natural. Es este estatuto de la
revelación como libre automanifestación de Dios al entendimiento
creado lo que justifica que el conocimiento natural de Dios no
puede ser más que un conocimiento abstracto - y en este sentido
la formación del concepto unívoco de esente no es disociable de
la posición de Dios como voluntad infinita.
Duns Escoto opone entonces a Guillermo de Ware que conocer
un esente como esente singular no es necesariamente conocerlo en
su singularidad (228). Como lo precisa la Lectura, conocer la
singularidad como objeto, es conocer una cosa como singular,
mientras que conocer la singularidad como modo del objeto, es
conocer la cosa "bajo la razón de singularidad", es decir en su
ser singular:
«Porque es cosa distinta conocer la cosa singular y
conocer la cosa bajo la razón de singularidad, porque es
cosa distinta conocer la singularidad como objeto y como
modo del objeto» (229). [456]

En el primer caso lo que es conocido es un éste, en el


segundo caso lo que es conocido es este éste. En otros términos,
se impone la distinción entre la singularidad como determinación
universal del esente y la singularidad como ser singular propio.
Cuando decimos "el singular", se concibe ciertamente la
singularidad, pero es concebida de manera universal, en su
indiferencia a muchos; inversamente, cuando decimos "este
universal" lo que se concibe es una pluralidad, pero ella es
concebida en cuanto esta pluralidad y, por tanto bajo el modo de
la singularidad (230). Conocer a Dios como un éste, saberlo como
naturaleza singular , no es por tanto conocer este éste que es
Dios, saberlo en su ser singular. Es por lo que el
desconocimiento de Dios en su ser singular no implica, diga lo
que quiera Guillermo de Ware, la imposibilidad de una deducción
de la unicidad divina. Es por lo que, igualmente, la deducción
de la unicidad divina no pretenderá ser una deducción del ser
singular divino. Esta deducción es la unicidad divina tiene ante
todo como punto de partida la infinitud.
Duns Escoto desarrollará siete pruebas de la unicidad
divina de las que seis son metafísicas y, de estas seis cinco
parten de la infinitud divina. Dios es único, porque no puede
haber más que un intelecto infinito, una única voluntad
infinita, una única bondad infinita, una única potencia
infinita, un único esente infinito. Él es también único porque
no puede haber más que un único esente necesario, una única
omnipotencia. En estas siete pruebas podemos notar que la mayor
parte están articuladas con la voluntad y presentan o suponen a
Dios como voluntad infinita. Esto incluye mismo la primera
prueba por el intelecto, puso que Dios es intelecto infinito en
cuanto que es voluntad infinita, y no al contrario. La quinta
prueba, ex infinitate absolute pone explícitamente en evidencia
el carácter no excedible del infinito intensivo en acto, del que
hemos visto que sostenía la deducción de la simplicidad divina
(231). Lo que establece Agustín en el labro VIII del De
Trinitate, es que la Trinidad no tiene más de grandor que cada
una de las tres personas. El número de personas divinas no añade
ningún grado, cada persona divina teniendo el mismo grandor que
las otras y que las tres tomadas en conjunto. Ahora bien, si se
avanza que hay más perfección en muchos que en uno solo, debería
haber más perfección en la Trinidad que en el Padre, o más
perfección en dos o más diosas que en uno solo. De la misma
manera que la totalidad de la tres personas debería sobrepasar
en perfección a cada persona, la totalidad de los dioses debería
excede en [457] perfección a cada dios. Esto va a la vez contra
la autoridad de Agustín y contra la razón de infinito, argumenta
Duns Escoto. En el orden de la infinitud en acto, no ni exceso
ni composición posible. Un esente infinito en acto no puede ser
una parte de una totalidad infinita que le excedería. puesto que
la infinitud tiene por marca esencial la no excedibilidad. Si
hubiera varios dioses, sólo podrían ser finitos, e. d. que no
serían dioses. La infinitud intensiva en acto del esente divino
implica su unicidad. Esta unicidad divina Duns Escoto la deduce
metafísicamente de otras cinco maneras. ¿Por qué, sin embargo,
añadir a las seis pruebas metafísicas una prueba teológica por
la omnipotencia, tanto más que se trata de mostrar contra
Guillermo de Ware que la razón natural puede deducir la unicidad
divina? Más precisamente todavía, ¿por qué no limitarse a la
deducción metafísica de la unicidad divina a partir de la
infinitud de la potencia?
Considerar al esente infinito como una potencia infinita es
mirarlo como una causa eficiente total de la que todo efecto
depende, en un orden esencial. Establecer la existencia de dos o
más potencias infinitas lleva a la afirmación, en el mismo
orden, de una doble dependencia o de una pluralidad de
dependencias del mismo efecto a estas potencias infinitas. En
otros términos, dos o más causas tendrían la primacía en el
orden de la eficiencia. Duns Escoto no se contenta con decir que
esto es imposible, más bien asegurará la demostración de esta
imposibilidad. Si hubiera por lo menos dos causas totales de un
mismo efecto en el mismo orden, "entonces alguna cosa podría ser
causa de alguna cosa de la cual aquella no dependería" (232), lo
cual introduciría una independencia del efecto en el orden
esencial de dependencia. El orden de dependencia sería entonces
negado. Si a y b fueran dos potencias infinitas, y si c fuera
efecto de las mismas, c tendría dos causas totales. Poner dos
causas totales o más llevaría a enfocar la supresión de una de
estas causas. Esta supresión no es arbitrariamente avanzada por
Duns Escoto, es más bien la implicación de la multiplicación de
potencias infinitas. El mismo teniendo dos causas totales puede
continuar existiendo incluso cuando una de sus causas totales ha
desaparecido. Poner una causa total suplementaria es poner una
causa total superflua, puesto que esta causa total sería negada
por la existencia de una sola causa total. En el orden esencial
la existencia de una causa total, que tiene la primacía en la
eficiencia, implica la inexistencia de toda otra causa total.
Una potencia infinita no puede, por tanto, ser más que única,
por consiguiente Dios es único. Metafísicamente, la unicidad
[458] divina se deduce de la potencia divina, pensada como
potencia intensivamente infinita en acto. De todos modos, Duns
Escoto avanza un prueba teológica de la unicidad divina a partir
de la omnipotencia.
Se podría considerar que la prueba de la unicidad divina
por la omnipotencia es puramente circunstancial: Sería impuesta
por el debate con Guillermo de Ware. Éste último, que rechaza
toda deducción de la unicidad divina, critica abiertamente la
prueba de la unicidad divina por la omnipotencia, anticipada por
Ricardo de San Víctor y mencionada por Buenaventura. ¿Se trata
entonces para Duns Escoto de salvar la prueba ricardiana de esta
crítica? Mas ¿por qué salvarla? Duns Escoto está leos de retomar
los términos mismos de la prueba ricardiana.
En Ricardo de San Víctor la omnipotencia es deducida lo
mismo que la unicidad: la deducción del unicidad supone
previamente la deducción de la omnipotencia. En el sobre la
Trinidad Ricardo de San Víctor llega a la conclusión de que "tan
verdadero como que no puede haber más que un omnipotente, es que
no puede haber más que un solo Dios" (233). No puede haber,
pues, más que un solo omnipotente, porque "aquel que es
realmente omnipotente será fácilmente capaz de reducir a todos
los otros a la impotencia, de lo contrario no sería realmente
omnipotente" (234). Si existieran dos dioses, se reducirían
recíprocamente a la impotencia, por consiguiente, ninguno sería
omnipotente. Es sin embargo imposible a Dios no ser omnipotente,
no porque la fe lo dice, sino porque ello es demostrable. La
demostración de la atribución a Dios de la omnipotencia va
pareja con una comprensión de la omnipotencia como plenitud de
potencia. Lo mismo que es propio de Dios poseer la plenitud de
la sabiduría, le es propio poseer la plenitud de la potencia, de
lo contrario no sería el Summum Ens (235).
La omnipotencia tal como la entiende Duns Escoto no se
confunde solamente con la plenitud de la potencia, implica
además que el Dios todopoderoso puede producir todo efecto sin
la mediación de causa alguna segunda. Ella excluye a Dios del
orden que él mismo ha creado y lo sitúa como potencia absoluta
efectiva. Es por lo que la omnipotencia no puede ser deducida,
es por lo que la prueba para la omnipotencia es una prueba
teológica. No hay, pues, solamente una deducción metafísica de
la unicidad, hay también una deducción teológica de la unicidad.
Esta deducción teológica no sigue la vía de Ricardo.
Después de haber expuesto la prueba ricardiana, en la
Lectura, o [459] la reformulación de esta prueba por Guillermo
de Ware, en la Ordinatio, Duns Escoto aprovecha una objeción
adelantada por Guillermo de Ware contra la prueba ricardiana. La
prueba ricardiana no es concluyente, sostiene Guillermo de Ware,
porque, según confiesa el mismo Ricardo, no tiene más término
que lo posible, y un Dios omnipotente no podría ser del orden de
lo posible. Un Dios omnipotente no podría, pues, reducir ala
impotencia a otro Dios omnipotente, e. d. destruirlo (en la
interpretación de Guillermo de Ware). Duns Escoto vuelve la
objeción contra Guillermo de Ware, sobreentendiendo que éste
último no ha entendido cuál era la reducción a la impotencia de
que hablaba Ricardo de San Víctor: no hay que entenderla como
una aniquilación sino como un impedimento. Si hubiera dos dioses
omnipotentes, cada uno impediría la acción del otro oponiendo al
velle del otro un nolle (236).
La vía escotiana pone aquí en evidencia la contingencia del
querer divino ad extra, contingencia que es la marca de la
omnipotencia, puesto que la "como el omnipotente puede producir
todo lo posible por su voluntad, su no-querer puede impedir o
destruir todo lo posible" (237). Si suponemos entonces la
existencia de dos omnipotentes, esta suposición se destruye por
sí misma, porque implica una imposibilidad desnuda. La
existencia de dos omnipotencias, afirma Duns Escoto en la
Lectura, haría que yo esté sentado y no esté sentado al mismo
tiempo, puesto que al velle del uno se pondría el nolle del otro
(238). El "no estar sentado" sería tan imposible como el "estar
sentado", lo mismo que la destrucción sería tan imposible como
la producción. La existencia de un Dios omnipotente implica, por
tanto, su unicidad. ¿Por qué no contemplar, pregunta
irónicamente Duns Escoto, un pacto entre los dos dioses
omnipotentes de manera que se pusieran de acuerdo en su velle?
Esta suposición es igualmente insostenible. Dos dioses
contratando un pacto no sabrían ser omnipotentes, porque un Dios
todopoderoso puede producir todo lo producible por su querer. Él
produce todo lo que es producido o se presenta como la causa de
la totalidad de lo causado. Produciendo todo uno de los dioses,
siendo la causa de todo. el otro se reduce a la impotencia y
aparece superfluo.
Por la omnipotencia divina como potencia única la unicidad
divina encuentra su prueba teológica, prueba inaccesible a la
metafísica. Esta deducción teológica de la unicidad divina no es
solamente circunstancial, no viene a añadirse a la deducción
metafísica, [460] se abre a un horizonte inaccesible a la
metafísica. La infinitud juega en la prueba metafísica el papel
que le corresponde a la omnipotencia en la prueba teológica. El
Dios que se presenta en la revelación como omnipotencia singular
no puede ser pensado por la metafísica más que como esente
intensivamente infinito en acto. La infinitud es lo que llega a
la razón natural, y por tanto a la metafísica, a su límite,
porque ella no es otra cosa que la aproximación a esta voluntad
radicalmente contingente y omnipotente que es la voluntad divina
(13/enero/2004:martes). [461]

CONCLUSIÓN

¿Cómo podría existir un infinito? ¿Cómo se podría escribir


y exponer? Esta cuestión ha sido ya formada a partir de
Holderlin (1). Nosotros la hemos abordado partiendo de Duns
Escoto, porque con él el infinito actual viene, con todo rigor,
al primer plano. El infinito no se atestigua en la
multiplicidad, en el número, en la naturaleza. Estas cosas no
pueden ofrecernos más que un infinito potencial. En infinito
actual se atestigua en el actuar. La exposición del infinito es
la de una potencia absoluta real, es decir la de una
omnipotencia efectiva. Ella es también la de un amor super omnia
que puede anular hasta la felicidad, como lo subraya Duns Escoto
distinguiendo el mártir del devoto. Considerar la exposición del
infinito en acto, es encarar la radicalidad de una libertad y de
una contingencia voluntarias que implican la disolución de la
naturaleza. El infinito actual no es pensable más que por la
aceptación de una contingencia más externa, contingencia que
Duns Escoto no duda en introducir en Dios mismo. Pero la
contingencia no aparece en Duns Escoto más que como una
implicación de la voluntad. El infinito actual no se puede,
pues, exponer, más que desde el momento en que, descartada la
naturaleza, disminuidas las ideas divinas, la voluntad se
constituye como tal destruyendo la vieja figura del apetito
intelectual. Seguir los momentos de la formación de la voluntad
conduce a renunciar al leer en Duns Escoto la expresión medieval
por excelencia del reino del principio por una parte, el
advenimiento del ontoteológico por otra parte. [475]
En el pensamiento metafísico, la arché como origen ha sido
recubierto por la arché como principio; tal es la constatación
que hace Reiner Schürmann (2). Emprendiendo una genealogía
disolvente de los principios, Schürmann diferencia tres momentos
del reino del principio, del reino "archic" (?): el momento
griego, el momento medieval, el momento moderno. Si los nombres
de Aristóteles y de Leibniz son, sin exclusiva, ligados al
primer y tercer momento, el pensamiento de Duns Escoto entra en
el segundo momento. La 'arqué' se asemeja en ella misma a los
dos aspectos de comienzo y de mandato. Desde Aristóteles los dos
aspectos están ligados. La Edad Media con Duns Escoto, sin
embargo, "privilegia claramente el aspecto de mandato sobre el
de comienzo: el principio hace orden" (3). El pensamiento
escotiano es considerado aquí ante todo como un pensamiento del
orden. Leyendo el Tratado del Primer Principio Schürmann pone de
relieve en él las nociones de orden de dependencia y de orden
esencial. Subraya igualmente la de primidad. Dios tiene la
primitas, es decir, que él es esencialmente el primero en un
orden, en el sentido de aquel que impone un orden a la totalidad
del esente. La univocidad del esente y el recurso a la voluntad
no se comprenden entonces más que el horizonte de la metafísica
escotiana del orden. La univocidad del concepto de esente se
exige para fundamentar la unidad del orden. En cuanto a la
afirmación escotiana de la voluntad, la superioridad que se le
reconocer sobre el entendimiento, "no puede ser sino la
expresión de una necesidad más profunda por la que una ontología
del orden debe representar el principio como "potencia", como
imponiendo la ordenación a los esentes" (4). La potencia de la
voluntad divina, su omnipotencia sólo se presenta en términos
de mandato y de gobierno. La potencia absoluta es potencia
soberana en el sentido de la que gobierna. Gobernar es aquí
ordenar el esente de tal suerte que se asegure una presencia
constante. Es por lo que "en la Edad Media el origen es siempre
comprendido a partir del cambio, pero como lo que se opone a él:
es el absoluto opuesto a toda contingencia" (5). En esta
perspectiva la infinitud, sobre la que Schürmann no se retarda,
no es más que una expresión de la primacía y de la excelencia
del gobernador del mundo. Por muy atrayente que sea, esta
interpretación hacía poco caso del estatuto escotiano de la
voluntad y hacía el 'impasse' sobre la infinitud actual. Más
tardíamente Schürmann volverá sobre Duns Escoto poniendo su
atención esta vez sobre la dimensión destructiva del
pensamiento escotiano, y no sobre su dimensión árquica. Ya no es
el orden lo que es central, sino la voluntad y con ella la
contingencia. [476] La calidad de absoluto de la voluntad libre
golpea (?) el principio de indeterminación. Los escotistas
"privan el ordenamiento natural de su punto de emisión en el
intelecto divino y con ello lo hacen contingente esencialmente"
(6). Con ellos la voluntad absolutamente libre se hace errática.
¿Se trata todavía de un principio? ¿El Dios escotiano puede
aparecer como fundamento del mundo? Comentando a Eckhart,
Schürmann declara más adelante: "El Dios-fundamento tiene un
porqué: el sistema de límites por el que determina la
naturaleza hegemónica" (8). Hemos visto que la introducción de
la contingencia en Dios, indisociable de la comprensión de la
potencia divina como potencia absoluta real, rompía esta
naturaleza hegemónica. La potencia absoluta real indetermina el
sistema de los límites reduciéndolo a una contingencia radical.
Más aún, lo conduce al hundimiento destruyendo el orden natural
de los fines. El Dios-voluntad de Duns Escoto puede difícilmente
aparecer entonces como la expresión medieval por excelencia del
reino árquico. La potencia absoluta real, manifestación la más
elevada de una libertad infinita, se presenta más bien como una
potencia an-árquica
Si el Dios-voluntad fuera ante todo un principio, un
fundamento, debería asegurar al orden del mundo la estabilidad y
garantizar el saber.Los debates sobre la omnipotencia divina,
que menciona Randi en Vérités dissonantes y en el Soberano y el
Reloj, muestran que la idea escotiana de una potencia absoluta
real, e. d. de una irrupción efectiva del infinito en el finito,
ha provocado la locura en el pensamiento. Si Ockham, a
diferencia de Duns Escoto, afirma con insistencia el carácter
lógico de la distinción entre potentia absoluta et potentia
ordinata, es, escribe Randi, "para salvar a la vez la
contingencia de lo creado y la fiabilidad del conocimiento",
porque "la teología pone a la teología el problema del
fundamento del conocimiento" (9). En reacción al Dios
efectivamente omnipotente de Duns Escoto, el pensamiento del
siglo XIV desarrollará la idea de un Dios relojero que asegura
al conocimiento la certeza de que tiene necesidad (10). No es
necesario subrayar el favor de que podrá gozar esta idea en los
Tiempos Modernos mecanicistas. En su demanda de un fundamento
seguro del saber, los Tiempos Modernos se adverarán anti-
escotianos (11). Fundamentar el saber, garantizar la estabilidad
y la regularidad del orden del mundo, no es el cuidado de un
teólogo que concibe la teología como una ciencia práctico, no
como una ciencia especulativa. Salvar la theoria no es ya el
objetivo de un [477] pensador para el cual el bios theoretikós
no es en sí el fin último. Así el Dios voluntad no esta sometido
a la exigencia de fundar y mandar un orden. Entregando todo
orden a la contingencia, tanto el de la naturaleza como el de la
legalidad moral, no instaura límites, no asegura un poder, el
del entendimiento humano por ejemplo. En otros términos, no está
sometido a las demandas de lo finito. El esente infinito en acto
como voluntad infinita no es fundamento en nada puesto que no
asegura al esente estos límites estables, estos contornos
firmes, que definirían la presencia constante. No permite el
establecimiento de un orden encrespado sobre él mismo.

Si el pensamiento escotiano no se reduce a un pensamiento


árquico, ¿puede ser aprendido en términos de ontoteología, es
decir reducirse a lo ontoteológico? Todavía es preciso
determinar qué es lo ontoteológico. La ontoteología se presenta
desde el momento en que hay "inclusión de Dios, sujeto de la
teología, en el esente. sujeto de la metafísica", afirma
Boulnois (12). Esto es lo que acontece en Duns Escoto, pues la
construcción del concepto metafísico de Dios como esente
infinito supone el concepto neutro y metafísico de esente. De
todos modos, todo depende aquí de la manera como se interprete
el concepto metafísico de esente. Hemos tratado de mostrar qué
significación podía tener la neutralidad de este concepto. Al
encuentro de las interpretaciones que dan a la lógica un puesto
central en la elaboración escotiana del concepto unívoco de
esente, hemos subrayado que la neutralidad del esente demanda
ser comprendida ante todo como apertura de una capacidad de ser
a diferentes grados de ser. Más precisamente, la neutralidad del
concepto de esente no encuentra su justificación última en lo
lógico-metafísico. La encuentra en un pensamiento que, fiel al
espiritualismo franciscano, desliga la referencia primera a la
naturaleza y a sus movimientos. Con el concepto metafísico de
esente se gana una desfisicación de la metafísica implicada por
la teología. Si nos recordamos de que todo grado de ser es
esencialmente un grado de amabilidad, si asumimos que el esente
infinito es esencialmente voluntad infinita, entonces la
voluntad se presenta como la raíz misma del concepto de esente.
La ontología escotiana en el sentido escolar, es decir la
doctrina escotiana del esente en cuanto esente no es el suelo de
la teoría escotiana del obrar (actuar). Al contrario [478],es a
partir del actuar y por tanto de la voluntad como pide ser
comprendida. La verdadera ontología escotiana no se nos ofrece
en la doctrina del concepto unívoco de esente, sino en la
comprensión escotiana del actuar. El esente en el sentido
escotiano no es sustancia o esencia, es actividad.
El ontoteológico de que habla Boulnois no es más que un
momento del ontoteológico en sentido radical, tal como lo evoca
Marion partiendo de Heidegger (13). La ontoteología en este
sentido radical no esperó el cristianismo para aparecer, está ya
formada en los Griegos (14). En la ontoteología así comprendida
Dios "sirve como fundamento, pero recibe él mismo un fundamento;
que enuncia supremamente el Ser de los seres en general y, en
este sentido, les devuelve una imagen fiel de aquello por medio
de lo cual ellos son y de aquello que ellos son" (15). La
construcción escotiana del concepto de Dios como esente infinito
en acto, es decir como esente del que la infinidad es la marca
primera, sería entonces la señal de salida (? - coup d'envoi) de
la ontoteología moderna que, consensualmente, concibe a Dios, el
esente supremo, como esente infinito (16). Marion precisa sin
embargo que en los modernos sólo se trata de una "infinitud
verbal". Nosotros hemos subrayado que esta infinitud verbal no
sería comprensible sin la referencia a la vida teorética y a la
tarea de aprender del infinito. La infinitud divina de los
modernos se queda en verbal, porque sin valor alguno para las
prácticas. Ella es ante todo la autojustificación de la
infinitización potencial del saber. El Dios Summum Ens,
fundamento del esente, o fundamento moral del mundo ¿es el Dios
de Duns Escoto? En Duns Escoto Dios se presenta como ens
infinitum, no como summum ens. Este desplazamiento es
indisociable de la insistencia que lleva a la acción, puesto que
Dios como esente infinito es potencia infinita. Esta potencia no
funda nada, no pone límite alguno estable y asegurado, no
garantiza el orden del mundo. Es por lo que, como voluntad
infinitamente libre y contingente, Dios no puede unilateralmente
aparecer como fundamento. Lo ontoteológico no es entonces la
verdad del camino de pensamiento de Duns Escoto.
¿Podemos todavía hoy aceptar esta teoría de Dios infinito
de que nos habla Duns Escoto? ¿No se deberá, a la vista de los
acontecimientos de nuestra tiempo, renunciar sin nostalgia a la
figura teológica del Dios todopoderoso? Esta es la cuestión que
pone abiertamente Hans Jonas en un libro con el título evocador
El Concepto de Dios después de Auschwitz (17) "Llegamos -
escribe - a lo que constituye el punto más crítico en nuestra
empresa tan arriesgada de teología especulativa: ese Dios no es
un Dios omnipotente! Afirmamos en efecto para nuestra imagen de
Dios como para nuestra entera relación con lo divino, que no
estamos en condición de mantener la doctrina tradicional
(medieval) de una potencia divina absoluta, sin límites". Es el
acontecimiento llamado Auschwitz el que impide un al
mantenimiento. ¿Cómo un pensador, judío por añadidura, podría,
después del exterminio de los judíos de Europa, mantener la
figura tradicional, en el judaísmo, del Dios omnipotente? ¿Cómo
podría continuar fiel a Maimónides? Hay que romper con
Maimónides, porque no se puede teológicamente conservar ya en
Dios los atributos de bondad y de inteligencia sin abandonar la
omnipotencia (18). Y esto no sin recordar la doctrina de
aquellos "herejes" que negaban la infinitud divina en nombre de
la existencia del mal.
¿Cómo entiende Hans Jonas la omnipotencia divina? La
entiende exclusivamente en términos de señoría sobre la
historia. El Dios omnipotente no es sólo el gobernador del
mundo, él es también el "señor de la Historia". Jacob Taubes nos
presenta, sin embargo, otra aproximación a la omnipotencia,
aunque no habla explícitamente de ella, a partir del Talmud: "El
pensamiento rabínico mismo - escribe - es profundamente
apocalíptico. Puede haber un nuevo cielo, una nueva tierra, esto
no es problema. Yo no estoy tan apegado a esta tierra más bien
que a otra" (19) ??? Se trata allí sobre todo de una potencia de
creación y de descreación que no es sin recordar la potencia
absoluta real de Duns Escoto. La expresión "cette terre-ci
plutôt qu'une autre" indica una libertad de la que la
racionalidad voluntaria escotiana no está tan alejada.
Si pensamos la omnipotencia en estos términos, evitamos
identificarla demasiado rápidamente a un poder, a una fuera, al
ejercicio sin freno de una potestas. En lugar de repetir los
discursos del poder, los que se instalan desde el Renacimiento
con Bodin, en lugar de justificar el ejercicio de una potestas
absoluta para el mantenimiento del orden, comprendemos que la
exposición del infinito actual, en la forma de la potentia
absoluta, es la exposición radical de todo orden a su
contingencia y de toda finitud a su defección (20). Es que la
potentia no es la potestas, y la omnipotencia no es ese poder
tiránico que denunciaba Landry. Potentia y omnipotentia remiten
a lo posible, no al poder. La omnipotentia es, sin embargo, tal
que abre la dimensión de lo posible no sólo [480] en el presente
y el porvenir, sino también en el pasado. El pasado no es el
reino de lo necesario, el reino de posibilidades cumplidas y,
por tanto, muertas, él oculta en sí mismo posibilidades no
cumplidas.
Sería en verdad filosóficamente tranquilizador rebajar la
teoría moderna de la soberanía absoluta sobre la teología
escotiana, como lo hace Randi. Esto sería, sin embargo olvidad
que la omnipotencia divina se realiza como amor infinito y que
este amor está fuera de todo orden.
Querer no es aquí querer la ley. La libertad escotiana no
es la autonomía moderna. Querer es sobrepasar el orden. El
infinito actual dice este exceder sin sucesión. [481]

François Loiret, Volonté et infini chez Duns Scot, Éditions


Kimet, Paris 2003, 504 pp., 21 cm.
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CF 74 (2004) 328-331

La voluntad divina, como libertad y amor incondicionado, y la


infinitud, que, más allá de ser un atributo negativo, es la
realidad positiva de Dios, cuya omnipotencia es absoluta porque es
libertad ilimitada, son los dos puntos de apoyo de la que podemos
llamar metafísica teológica de Escoto.
Es un hecho palpable la presencia de Duns Escoto en la
inquietud teológica y filosófica de la modernidad. ¿Contestación
molesta y poco atendible para un sector que no tiene tiempo ni
voluntad de estudiarlo?, o ¿ruptura frente a un pensamiento
encorsetado que dio la señal de salida a la modernidad?
Ni lo uno ni lo otro, tratará de demostar Loiret en el libro
que reseñamos. Pienso que estamos ante una contribución insigne a
la tarea de exponer con claridad y solvencia crítica el discurso
de un genio, sutil y difícil a nuestra pereza mental, pero que
desentraña de un modo único en profundiad y coherencia - en lo
posible a los humanos conceptos - el dato revelado del Dios
cristiano, omnipotente y libre porque es amor.
L. emplea varias veces la concepto 'brutal', que quiere
significar la contundencia sin frisuras con que se muestra el
pensamiento que llama 'escotiano' (e. d. de Escoto y no de sus
discípulos, acobardados a veces ante el intelectualismo
naturalista dominante). L. no teme las palabras que pueden
resultar chocantes en nuestro vocabulario normal.
La primera parte del trabajo, que se intitulla Liberación de
la voluntad se subdivide en tres grandes capítulos: La
desnaturalización de la voluntad (50-112); La desfinalización de
la voluntad (113-179); y La desubordinación de la voluntad (181-
283). La segunda parte - La inscripción del infinito - se
desarrolla a su vez en dos apartados: La deducción del infinito
(286-378) y La afirmación del infinito (379-474).
Respecto de la voluntad, dice L. "lo que Duns Escoto se
pregunta, como lo hará Hegel, no es una substancia sino una
actividad. La distinción fundamental de la naturaleza y de la
voluntad en los textos de Escoto lo manifiesta. Esta distinción
sobre la que Escoto no cesa nunca de insistir, libera la voluntad
del reino de la causalidad natural, destruye la raíz de la
voluntad en el appetitus naturalis, realiza una desfinalización de
la voluntad y deshace la fundamentación de la libertad en el
conocimiento. A partir de aquí, se hace imposible comprender el
ejercicio de la voluntad como movimiento natural, de comprender la
voluntad como motor y a Dios como primer motor" (51). La
identificación de lo natural con lo necesario y la necesidad como
constitutiva de la acción cognoscitiva en su doble dimensión de
sensitiva e intelectual, liberan la voluntad en su acto específico
libre de todo influjo causal de parte del conocimiento, cualquiera
que sea la calidad de su causación.
En su estudio detallado sobre las perspectivas diversas de los
autores del mundo medieval, respecto del influjo del conocimiento
del objeto en el acto de la voluntad, L. formula esta afirmación,
como sentido anténtico del Doctor Sutil: "La volición pide ser
considerada desde un doble punto de vista. Como efecto, ella
resulta de una causa total que no se identifica con la voluntad,
puesto que incluye el objeto. Pero la volición no es solamente un
efecto. En cuanto volición es un acto libre, realizado libremente
por un agente libre y no por un agente natural. En cuanto acto
libre y contingente, la volición tiene por causa total la
voluntad, puesto que la voluntad no se halla determinada en
absoluto a realizarla. Sola la voluntad, agente libre, puede ser,
a este título, la causa total de una volición, acto libre" [134].
Antes había precisado el sentido de esta exclusividad activa
de la voluntad en su acto específico: "Si el objeto causa la
volición, no causa, sin embargo, nada en la voluntad. No la
informa ni la finaliza. No la actúa en manera alguna. Cualquier
tipo de realidad que sea el objeto, medio o fin, bien particular o
bien universal, no influye en absoluto sobre la voluntad (en su
decisión). Por eso se descarta la posición de los que, como
Godofredo de Fontaines, Gil de Roma y Tomás de Aquino, exigen una
actuación sobre la voluntad de parte de su objeto, incluso si
limitan tal actuación al objeto supremo de la voluntad (bien
universal o último fin)" (132).
Punto neurálgico en la valoración del pensamiento "escotiano"
es la idea de la potencia absoluta de Dios frente a la potencia
ordenada. El estudio de L. da una luz que sopbrepasa las ideas
comunes al respecto. La potencia absoluta es la plena afirmación
de la libertad de la voluntad, liberada de cualquier limitación
impuesta por leyes o instituciones.
Lo que caracteriza la posición de Duns Escoto, a diferencia
de las de Tomás de Aquino y de Ockham por una parte, y de las de
Buenaventura y de Enrique de Gante por otra parte, es la
afirmación neta de una potencia absoluta efectiva, y no lógica,
afectando no sólo a Dios sino también a toda criatura racional.
Duns Escoto asume entonces totalmente la "fuerza explosiva" de la
potencia absoluta a diferencia de sus antecesores. La voluntad es
potencia absoluta que en la infinitud de Dios es constitutivamente
racional o recta sin depender en su racionalidad de una dirección
extrínseca de parte del entendimiento, lo cual sería anularla en
su esencia como libertad. Es por lo que la "potencia absoluta" es
también la firmación plena de la racionalidad. Para comprenderlo,
se necesita ver cómo Duns Escoto elimina la asimilación de la
potentia absoluta real con una potentia desordenada, pues el orden
mismo está sometido a ella (237). Es lo que L. trata en el
apartado "desuborinación de la voluntad", rechazando toda
fundamentación intelectual de la libertad al mismo tiempo que se
contempla el conocimiento práctico como conocimiento directivo,
que deja la voluntad completamente dueña de su acto. Puede
resultar filosóficamente inquietante un análisis de la
contingencia, incluso en las actuaciones divinas ad extra, como
superación en cierto sentido del mismo principio de contradicción.
Baste una cita que insinúa el rumbo del camino característico de
Duns Escoto: "Su" potencia absoluta «es ante todo salvaguarda de
la posibilidad de ser o de no ser, salvaguarda de la contingencia,
contra el imperio del principio de contradicción y, por tanto,
contra el imperio de la necesidad.
Que lo que es o ha sido no sea relegado a ser lo que es o lo que
ha sido y, por tanto, no sea relegado a una identidad muerta, sino
que permanezca siempre en él la posibilidad de ser de otra manera,
de no ser lo que es, tal es la enseñanza de la potencia absoluta»
(250).
La segunda parte nos presenta con la misma meticulosidad y
analítica del pensamiento de Escoto lo que constituye su
aproximación genial al misterio del Dios cristiano, L. hace ver
cómo la libertad original de Dios es presupuesto de su infinitud y
cómo la contingencia que califica su actividad ad extra implica
una perfección, en signo distinto de lo natural necesario, pero
que se convierte en el razonamiento de Escoto en prueba de la
existencia del ser infinito, es decir de Dios. El infinito
configura la comprensión escotista como infinito intensivo,
descolocando toda imaginación extensiva de agregación o división
indefinida, es el infinito como positividad radical y primigenia,
el infinito en acto, como modo intrínseco del ser divino, del que
se deducen la simplicidad y la unicidad, siempre al nivel de una
metafísica teológica.
Es de notar que, L. en lo que él trata de demostrar que es
coherencia ineludible del Doctor Sutil, critica posturas de
conspicuos estudiosos del escotismo, normalmente preocupadas de
dulcificar lo que creen peligrosa radicalización del voluntarismo.
L. deja bien claro que Escoto no tiene nada que temer de la
filosofías que buscan o a las que se atribuyen contactos con el
Doctor Sutil.
La Conclusión (475-482) de L. sale al paso de cuestiones
puestas desde el exterior a la doctrina de Escoto. Una pregunta
que ha hecho especialmente actual el problema perenne del mal es,
si se puede seguir creyendo en un Dios omnipotente después de
Auschwitz. L. insinúa una respuesta que superaría la agudeza del
problema: «La omnipotentia - como la entiende Escoto - es la
apertura a dimensión de lo posible no sólo en el presente y el
porvenir, sino también en el pasado. El pasado no es el reino de
lo necesario, el reino de posibilidades cumplidas y, por tanto,
muertas: oculta en sí mismo posibilidades no cumplidas...
No se puede olvidar que la omnipotencia divina se realiza como
amor infinito y que este amor está más allá de todo orden» (481).
Es inevitable que el lector familiarizado con otras líneas de
pensamiento tropiece con afirmaciones que dan un vuelco a su
sistema mental. Pero será oportuno para todos al menos poner en
duda la lógica intransigente de un intelectualismo que hace
abstracción de la bella complejidad de la vida. Al lector
escotista le pueden parecer "excesivamente lógicas" algunas ideas
y, especialmente, la restricción de algunos conceptos. Sólo como
ejemplo, el término 'apetito' queda restringido a la proyección
ontológica necesaria de todo ser a su perfección, mientras en el
escotismo se hablará de "apetito elícito", que se supone moción
libre de la voluntad. Oscura nos parece la reflexión de que «el
concepto unívoco del ser, como concepto metafísico, y no como
concepto lógico, en su indeterminación, presenta ante todo la
esencialidad en términos de actividad, y no de substancialidad. El
ser... significa ante todo una actividad. Es ante todo principio
activo. El Ser infinito es el esente en el cual la 'seridad' se
presenta soberanamente como actividad infinita, como potencia
infinita». ¿Hasta qué punto el ser como sustantividad es
pesupuesto para la actividad?
A la Conclusión sigue una 'Bibliografía general', que
incluye "Obras de Duns Escoto' (en latín y traducciones), 'Textos
antiguos y medievales', 'Estudios' y 'Otros textos'. Tanto en
traducciones como en comentarios es extraña la ausencia total de
la lengua española. Se cita sólo un artículo español de la
miscelánea 'Via Scoti', Roma 1995, donde también figura, entre
otros varios, la disertación de Bernardimo de Armellada,
Antropología escotista del «status iste» (¿Frente a otras
situaciones posibles?, pp.927-949. El tema de la libertad en su
incidencia en el tema de la gracia según Escoto y el escotismo, se
trata en el libro del mismo autor, La gracia, misterio de
libertad. El "Sobrenatural" en el Beato Escoto y en la Escuela
Franciscana, (Bibliotheca Seraphico-Capuccina, 52). Istituto
Storico dei Cappuccini, Roma 1997). 397 pp.
Aunque sólo hemos analizado algunos puntos más centrales,
creemos sinceramente que L. hace ver con claridad - repetitiva a
veces - la profunda lógica y la atendibilidad teológica y
filosófica del pensamiento de Escoto en su profundización del
misterio del Dios cristiano. Y hacemos votos de que encuentre un
eco positivo tanto en los ambientes filosóficos como teológicos,
sin que se quiera ligeramente ver en el Doctor Sutil un adversario
intrigante o un precursor de liberaciones engañosas.
Bernardino de Armellada

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