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Pascal Quignard
El amor como una fuerza trágica y radical, como un salto al vacío, como una adicción. Tan intenso, tan apasionado
como el más exigente ideal político, como una lucha que nos convierte en disidentes de nosotros mismos, en seres
enfrentados a la sociedad con una idea, con un enamoramiento por bandera, con nuestros sentimientos como fuente y
origen de toda rebelión.
En Vida secreta Pascal Quignard nos sumerge en la historia de un amor oculto, absorbente, acuciante y arrasador
contado en primera persona que, como retazos de un rompecabezas hecho de recuerdos, se nos muestra a través de
evocaciones de su protagonista con una insólita, lírica, brillante prosa narrada magistralmente y entreverada de
reflexiones sobre la verdadera naturaleza de la pasión. Porque, como el autor afirma: “La vida de cada uno de nosotros
no es una tentativa de amar. Es el único intento”.
Tras Terraza en Roma (Espasa, 2000) y Las tablillas de boj de Apronenia Avitia (Espasa, 2003), el polifacético Pascal
Quignard – Premio Goncourt 2002 – vuelve a demostrar por qué la poesía, su sensibilidad y esa intensa musicalidad de
su pluma le han convertido en uno de los autores más aclamados de su país.
Pascal Quignard nació en 1948 en Vernuil-sur-Avre (Francia). Has sido profesor de la Universidad de Vicennes y de la
Escuela Práctica de Estudios Superiores en Ciencias Sociales. Junto con François Mitterrand fundó el Festival de la
Ópera y Teatro Barroco de Versalles. Desde abril de 1994 se consagra plenamente a ejercer su trabajo de escritor. Ha
publicado una veintena de pequeños ensayos donde la ficción se mezcla con la reflexión. De todos ellos los más
conocidos son los ocho tomos de Pequeños tratados, La lección de música y El odio a la música: diez pequeños
tratados. También ha escrito numerosas novelas, entre las que destacan Todas las mañanas del mundo, adaptada para el
cine por él y dirigida por Alain Corneau en 1991, El salón de Wurtemberg, Las escaleras de Chambord, Terraza en
Roma (Espasa, 2002), que obtuvo el Premio de Novela de la Academia Francesa, y Las tablillas de boj de Apronenia
Avitia (Espasa, 2003). Es uno de los escritores de mayor prestigio de las letras francesas contemporáneas, aclamado
tanto por la crítica como por sus numerosos lectores. En 2002 obtuvo el Premio Goncourt de Literatura.
Todo lo que ha sido contrastado en la primera dependencia tiende a refluir hacia la huella que lo
atrae sin cesar. Nunca nos alejamos del todo de nuestras madres. Nos quedamos en las faldas del
tiempo, de la lengua de los primeros días, de los alimentos descubiertos entonces, de las formas de
los cuerpos y de las expresiones de los rostros experimentados en esos primeros momentos del
mundo en nosotros. Somos como las tortugas; pero no con relación a las islas del Pacífico, sino de
las voces de soprano. También somos como los salmones. Nuestras vidas están fascinadas por el
acto en el que nacieron. Por su origen. Por la aurora. Por la primera aurora que nos descubrió la luz
y nos deslumbró. Cierto que nos presentamos húmedos y antiguos ante ella.
Sólo amamos una vez. Y no somos conscientes de la única vez que amamos, porque la estamos
descubriendo.
Alcé los ojos. M. Leía. Nos mirábamos. Empujé la mesa llena de libros. Cerrábamos las cristaleras
para que no volaran los papeles. Nos cogíamos de la mano para bajar los ciento cincuenta y siete
escalones de piedra, tan empinados, que llevaban al mar.
A mediodía comíamos en la playa.
Después de los cafés (que M. tomaba por docenas), cogíamos el pequeño Fiat rojo.
Seguíamos la ruta montañosa. Íbamos a Nápoles, a Paestum, a Misena, a Stabias, a Bayas, a
Herculano, a Pompeya, a Oplontis. Contemplábamos uno por uno a los héroes que estaban a punto
de ser devorados por la escena de la que desde mucho tiempo atrás formaban parte activa. Yo hacía
fotos mediocres, en blanco y negro, en los museos desiertos.
II
El nombre de Némie Satler es falso. Así es como voy a llamar a una mujer que existió, que ya no
está, que amé. Es difícil expresar nuestro pensamiento cuando nuestro pensamiento es nuestra vida.
Lo que proviene del pasado hacia el que tendemos desesperadamente la mano no sólo sustituye a las
nuevas horas, sino que se deja ganar por las emociones que nacen en ellas. Sin embargo lo que nos
conmueve, surgido de lo que un día nos emocionó, sigue sintiéndolo en el pasado. A veces nos pa
parece que toda nuestra vida anterior no es para nada una nueve de polvo o un jarrón que se
desvanecen en el fondo de nuestro cuerpo. Esa mujer a la que amé hace años, incluso décadas, ya
no está en este mundo –ni en ningún otro–, pero alfo que es su cuerpo sigue fluyendo en el mío.
Esta huella viva (puesto que estoy vivo mientras escribo esta frase) está domiciliada en el cuerpo
que responde a la llamada de mi nombre: más aún que el alma, que tal vez se separe de él como un
eco, todo cuerpo amado reside para siempre en el cuerpo donde no ha hecho otra cosa, desde ese
primer momento en que su forma consistió en la empresa, que recuperar el lugar que lo acechaba.
Lo que intento pensar no se distingue en nada de lo que he vivido y sobre todo de lo que vivo y
quiero seguir viviendo. Los que en otros tiempos llamábamos filósofos eran dichosos reflexionando
en público, a los ojos de todos. Pretendían afirmar que la primera persona del singular hería sus
labios. Por el bien de la ciudad, su cuerpo no les pertenecía, su domicilio no podría sustraerse a la
investigación pública, no podían ser sospechosos de indiscreción ni blanco de anécdotas. Nada en
su vida personal se veía afectado por lo que habían contemplado desde lo más lejos que podían. El
distanciamiento era su técnica, el lenguaje los espoleaba. Preferían un señuelo o una pantalla o una
bandera antes que una red o un venablo. Decían lo que la comunidad quería oír. Un poco como los
sacerdotes que los habían precedido. Un poco como la televisión en nuestros días. La asociación de
los hombres entre sí está más interesada en su futuro que el cuerpo de cada hombre que medita. Por
desgracia para quien me lee, a la familia, la lengua en la que ésta se reflejaba, o la lengua que le
imponía su tiranía (la familia de mi madre se componía de gramáticos, al igual que la familia de mi
padre contaba, a lo largo de cinco generaciones, con unos sesenta músicos), a la mayoría de los
íntimos y el lugar de origen les dio por rechazarme como una sobrecarga que planteaba demasiados
problemas con respecto a lo que esperaban, lo cual no me incitó a zambullirme de cabeza en el alma
del grupo. Desde el momento en que el individuo se alegra de separarse de la sociedad que lo ha
visto nacer y se opone a sus entusiasmos y efusiones, la reflexión se vuelve singular, personal,
sospechosa, auténtica, perseguida, difícil, desconcertante y sin la más mínima utilidad colectiva. Ni
siquiera es exacto por mi parte retranscribir lo que siento ahora como si se tratase de una enseñanza
profunda y llena de consecuencias que debería a una mujer –incluso si debo todo lo que voy a
contar a la que he decidido llamar Némie Satler–, porque ni por un instante lo sentí como tal
mientras lo estaba viviendo. Este recuerdo se ha abierto paso en mi pensamiento como un rayo que
se hubiera tomado miles de días para dar con el roble concreto que iba a fulminar. A menudo
parecemos efectos que esperan su causa. Son las palabras desengañadas de Tukaram en Dehu, en
1640: “He venido de lejos. ¡He sufrido espantosos infortunios e ignoro lo que mi pasado me tiene
reservado todavía!”. Hace treinta años era perfectamente consciente de que Némie me estaba
enseñando algo, pero creí que se trataba de música. Ahora sospecho que tal vez me estuviera
enseñando simplemente lo que con tanta tozudez intento buscar.
¿Creía ella que el adulterio es el vínculo más intenso?