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Hernán Federico Cornut

SOBRE LA GUERRA JUSTA

El objeto del presente trabajo consiste en analizar el concepto de guerra


justa desde la óptica preponderante de la Iglesia Católica, tratando de conjugar
dichas nociones con la visión secular y política de la actualidad, en tanto se entiende
a la guerra como hecho social y político por excelencia.

Para ello, se abordan diferentes autores y enfoques que permiten visualizar


distintas posturas y actitudes.

En modo alguno el presente trabajo pretende agotar ni concluir


taxativamente acerca de la materia de investigación, dada la densidad problemática
y profundidad ontológica de los conceptos en juego.

En función de lo anterior, se intenta una descripción del tema desde sus


orígenes, para luego efectuar una aproximación sobre las visiones de la Iglesia y la
política, respectivamente.

La guerra, es el enfrentamiento humano que ha arrebatado la existencia al


mayor número de seres a través de los siglos. La guerra es, por ello, una cuestión
obsesionante, jamás agotada, que desasosiega al hombre, y hasta tal punto que
posiblemente el sustantivo guerra, considerado una y otra vez, sea el que más
adjetivos calificativos pueda mostrarnos para identificar sus variedades o facetas. Se
habla así de guerra justa, de guerra divinas, de guerra santa, de guerra ofensiva y
defensiva, de prevención y de agresión, de movimientos y de posiciones, de guerra
sin cuartel, total, a muerte, de aniquilación y de exterminio, de guerra convencional,
de guerra nuclear, de guerra QBN (química, bacteriológica, nuclear), de guerra de
las galaxias, de guerra civil, de guerra de liberación, de guerra fría, subversiva y
revolucionaria, de guerra de guerrillas y de guerra sucia.

Desde los filósofos griegos como Heráclito, para quien la guerra era el
instrumento del orden cósmico, en tanto representaba la medida de las cosas y
podía hacer fácilmente a los hombres dioses o esclavos, pasando por Platón y
Aristóteles –que valoraron la guerra como instrumento político legítimo, ofensiva y
defensivamente hablando (si de lo que se trataba era del bien de la polis)–, hasta
llegar a los pensadores más contemporáneos como Bobbio e incluso el mismo
Walzer –que han reflexionado sobre la devastación de las guerras contemporáneas
y la validez de los criterios de justificación clásicos–, la guerra no ha dejado de
generar interrogantes ni para la filosofía ni para cualquier otra ciencia humana y
social, ni tampoco para

Dentro de las múltiples consideraciones despertadas alrededor de la guerra,


quizá ninguna ha sido tan célebre y debatida como la que centra su atención en la
justicia de la guerra.

Si comenzamos a seguir su rastro, lo encontramos ya en los cánones


doctrinales de los sistemas religiosos monoteístas (el Corán, la Torah, la Biblia), los
teóricos del derecho (Groccio, Pufendorf, Kelsen), los teólogos cristianos (Agustín de
Hipona y Tomás de Aquino), los marxistas ortodoxos y la filosofía política clásica y
contemporánea (Kant, Hegel, Walzer, Heller, entre otros). El presupuesto básico de
esta posición consiste en diferenciar los conflictos bélicos entre los que son justos y
aceptables y los que son injustos y condenables.

Sobre la Doctrina de la Guerra Justa.

Los orígenes de los primeros conceptos de la Guerra Justa los podemos


encontrar tanto en la cultura Griega como Romana.

Los pueblos griegos, desde antes del siglo X a.C., llegaron a organizar
diversos procedimientos para la reglamentación de las guerras. Lo que caracterizaba
el proceso bélico griego era que las ciudades establecían previamente un convenio,
donde se establecían las prerrogativas del vencedor y las obligaciones del perdedor,
faltando solamente saber que ciudad sería la vencedora y cuál la perdedora.

El resultado del combate era vinculante y quedaba ratificado por juramentos


sagrados que debían cumplirse inexorablemente.

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Otra forma utilizada por los griegos era el combate singular o monomaquia,
donde guerreros representaban a sus familias o ciudades.
De las filas de un ejército formado en línea de batalla se adelantaba un
combatiente y declaraba frente a la formación enemiga que estaba dispuesto a
dirimir el conflicto en lucha singular.
El ejército desafiado designaba a su vez, a un guerrero de sus filas quien
manifestaba si aceptaba el combate masivo, si era aceptado el reto tenían lugar
conversaciones entre representantes de ambos ejércitos donde se fijaban las
condiciones de lucha y procedimientos a emplear, como a si mismo cuales serían las
consecuencias respectivas de la victoria o de la derrota.

Estas fórmulas llegaban a las mismas consecuencias que hubiera producido


un tratado de paz, pero con la diferencia de que estaban previstas antes que hubiera
tenido lugar la confrontación decisiva.

También tuvieron lugar convenios que tendían a humanizar el arte de la


guerra, como prohibición de armas arrojadizas, utilización de los carros de combate,
reforzamiento de número de combatientes etc., pero probablemente el más notorio y
más conocido resultado de la guerra en Grecia es la institución de la "paz olímpica".
Este es un fenómeno consistente en una Tregua Sagrada, procedimiento
que formaba parte de las festividades religiosas más extendidas en toda Grecia.

En cuanto a la cultura Romana diremos que en el siglo II a.C., Polibio


manifestaba "Yo admito que la guerra es cosa terrible, pero no creo que haya que
soportar cualquier afrenta con tal de no hacerla". Un siglo después Cicerón, quien
sostenía que el fin que persigue la guerra debe ser la paz, crea la denominada
doctrina de Cicerón, la cual en el fondo representaba el sentir general de los
romanos. Los principales aspectos de esta doctrina ciceroniana eran:

 La Legitimidad de la causa.
 La observancia de requisitos legales para la iniciación de la guerra.
 Comportamiento acorde con los usos establecidos durante el
desarrollo del conflicto.

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En cuanto a la legitimidad de la causa, básicamente se pueden reseñar dos
razones, la primera es la defensa del Estado contra la agresión externa (Defensa
Propia) y la segunda el cumplimiento de los compromisos contraídos con los aliados.

Cicerón expresaba, en referencia a los requisitos legales para iniciar la


guerra que "Ninguna guerra puede ser considerada justa si no ha sido proclamada y
declarada formalmente, y si previamente no se había exigido la reparación".

Para tal efecto el Colegio Fecial, conformado por 20 sacerdotes (feciales),


quienes velaban para que se cumplieran con un conjunto de normas que
conformaban el Derecho Fecial, tenían entre sus obligaciones la determinación
sobre las acciones que se emprendían a fin de determinara si eran justas o, al
menos correctas.

En lo que hace al comportamiento durante la guerra, éste era para los


romanos de vital importancia y se relacionaba con el sentido del honor y el
acatamiento de ciertas reglas de juego limpio en la lucha, todo lo cual aumentaban la
gloria de la victoria.

Cicerón expresaba "Hagan las guerras justas con justicia, no sacrifiquen a


los aliados, modérense a sí mismos y a los suyos, aumenten la gloria de su pueblo y
regresen a la patria con honor".

Asimismo, cabe destacar el pensamiento de Cicerón en lo que se refiere al


término de un conflicto donde expresa "...que la paz resultará incompleta, si la
conducta del vencedor no fuera acompañada, en alguna medida, de la moderación y
benevolencia para con los vencidos".

Con el advenimiento de la era cristiana y como una forma de justificar las


guerras reaparece la doctrina romana de la guerra justa con las modificaciones
deducidas de la aplicación de los principios cristianos.

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Dos obispos son los que aportan nuevos puntos de reflexión y fundan las
bases de lo que posteriormente se denominaría la Guerra Justa, ellos son San
Ambrosio (340-397) y San Agustín (354-430).

San Ambrosio escribió un tratado denominado De Officiis la ética cristiana y


la vida pública, en el expresa que "la fuerza que defiende a la patria contra los
bárbaros es del todo conforme a la justicia...”y mas adelante indica que "hay dos
maneras de pecar contra la justicia, una, cometer un acto injusto, otra, no defender a
una víctima contra su injusto agresor".

San Agustín, quien fue el que más escribió en su época sobre la moralidad
de la guerra, creía que los cristianos debían participar en la guerra “a condición de
que fuera justa, para vindicar una cosa mal hecha, como un castigo a una ciudad o
estado que no ha reprimido una ofensa cometida por un súbdito o se ha negado a
devolver algo indebidamente tomado".

Es decir, no hay causa de guerra si no se ha cometido un mal que requiera


castigo, con lo cual aduce directamente a las guerras defensivas.

En el siglo XIII es Santo Tomás de Aquino (1255-1275) quien compiló y


sistematizó los conceptos de la teoría de la guerra justa en su obra Summa
Theológica, agregándole su propia guía para conducir la guerra.
Santo Tomás redujo a tres las condiciones necesarias para que una guerra
fuese justa, a saber:

 Autoridad Legítima
 Causa Justa
 Recta Intención

Posteriormente el Fraile dominico Francisco de Vitória (1486- 1546) durante


el siglo XVI, basado en la doctrina de Santo Tomás aprovechando su condición de
titular por más de veinte años de la cátedra de Teología de la Universidad de
Salamanca, desde donde egresaron discípulos suyos que ocuparon las principales
cátedras universitarias de Europa, extiende la teoría de la guerra justa.

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Con el correr de los años se han incluido condiciones adicionales en la
guerra justa, las cuales han sido, normalmente, asociadas como condiciones
subordinadas de la causa justa, estas son:

 El principio de la proporcionalidad
 Ultimo recurso
 Posibilidad de éxito (incluido por Francisco Suárez [1548 – 1617])

Situados en el contexto, pasaremos a continuación a detallar las


condiciones de la guerra justa.

La autoridad legítima es la única que puede declarar guerra, por tanto, la


guerra no es entre personas, sino entre Estados.

Para que exista una autoridad legítima ésta debe poseer legitimidad de
origen, es decir, que sea elegida en conformidad a las leyes existentes y legitimidad
de ejercicio la cual es cuando la autoridad se desempeña con acierto y en busca del
bien común de sus gobernados.
El concepto de autoridad legítima, no radica en quien reside la autoridad,
sino de quien proviene; lo que implica que no siempre el depositario del poder
disfruta de legitimidad, por lo tanto se deduce que es más importante la autoridad de
ejercicio que la de origen.

Respecto a la necesidad de causa justa, es el núcleo esencial de la doctrina


de la guerra justa, y es aquella que se deduce de la "injuria recibida" y por lo que
una sociedad vejada en sus derechos, puede recurrir a una guerra justa.

Como ya se dijo, la causa justa implica tres condiciones subordinadas.

1) Principio de Proporcionalidad: debe existir proporción entre el daño que


se sufriera con la injusticia y el daño que se causará con la guerra. Ninguna guerra
será justa si no ha de producir más bien que mal.

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2) Último recurso: antes de recurrir a una guerra, una Nación debe emplear
todos los medios posibles para resolver las diferencias.

3) Posibilidad de éxito: la guerra justa es aquella en la que existe una


razonable posibilidad de ganar, de lo contrario no se obtiene nada al imponer los
males de la guerra a la Nación.
Es necesario tener en cuenta, que dados los innumerables elementos no
predecibles de la guerra, no es necesario que las posibilidades de éxito igualen a la
certeza moral.

Respecto a la recta intención, Santo Tomás condicionaba que para que una
guerra fuese justa, esta debía desarrollarse y conducirse con una finalidad clara y
tendiente a lograr el bien o evitar el mal.

Anteriormente San Agustín expresaba "....el deseo de dañar, la crueldad de


la venganza, una ánimo implacable, enemigo de toda paz, el furor de las represalias,
la pasión de la dominación y todos los sentimientos semejantes; he aquí el justo
título que merece ser condenado en la guerra".

Por último es necesario abordar el problema de si una guerra puede ser


justa por parte de ambos adversarios. Vitoria afirma que objetivamente es imposible,
ya que dentro del orden de los valores objetivos uno de los dos adversarios debe
tener la razón, y el otro, por ende, no tenerla. Así, una guerra objetivamente justa
por ambas partes a la vez resulta nada menos que un atentado contra el principio de
contradicción.

Vitoria también reconoce que respecto a los súbditos puede darse guerra
justa para ambos contendientes, pues aunque el Príncipe que hace una guerra
injusta tenga plena conciencia de su injusticia, sin embargo sus súbditos pueden
seguirlo de buena fe.

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La Guerra Justa desde el Magisterio de la Iglesia

La guerra, en todo caso, decía Juan Pablo II el 1º de enero de 1980, “va


contra la vida (y) se hace siempre para matar”, y en Hiroshima, el 25 de febrero de
1981, afirmó “la guerra es la destrucción de la vida humana..., es la muerte”. Por eso
el Papa pide “una nueva conciencia mundial contra la guerra (y hace) un
llamamiento a todo el mundo en nombre de la vida”.

Ahora bien, si la guerra, en frase de Pío XII, es una “indecible desgracia” (24
de diciembre de 1939), será preciso examinar si ello, no obstante, no sólo se impone
como una necesidad biológica, como un corolario de la naturaleza humana decaída
de su estado original, sino también como un medio, por terrible que sea, para
mantener el derecho que la comunidad política tiene a subsistir.

Si la posibilidad de un injusto agresor no puede descartarse y la legítima


defensa es un derecho del hombre, y hasta un derecho-deber, podríamos considerar
un derecho legítimo recurrir a la guerra para preservar un fin superior en orden al
Bien Común.

Por el contrario, siendo la guerra en sí misma injusta, podríamos de igual


modo afirmar que en ningún caso es posible el recurso de la violencia.

El dilema gira, en torno a dos postulados: “Si vis pacem para bellum” y “paz
a cualquier precio y a toda costa”.

Ahora bien, como en uno y otro caso lo que se pretende haciendo la guerra
o negándose a hacerla, es la paz (lo cual más adelante pondremos en tela de juicio
como único fin admisible de la guerra justa), es preciso enfocar dos temas
fundamentales sintetizados en el concepto exacto de paz y en la guerra como
derecho -«ius ad bellum» para conseguirla.

Por lo que se refiere a la guerra como derecho, se pueden registrar tres


posiciones distintas, a saber: la que estima que hay, en determinadas

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circunstancias, un derecho natural a la guerra; la que entiende que toda comunidad
política, por el hecho de serlo, goza de un derecho legal para hacer la guerra, y la
que asegura que la guerra es siempre un crimen y jamás un derecho.

La guerra como un derecho natural o “bellum justum”: Ives de la Briere,


(1944) explicita este punto de vista al afirmar que el ataque injusto que justifica el
empleo de la violencia monopólica puede producirse no sólo en caso de invasión, en
cuyo caso “vim vi repellere omnia jura permittunt”, sino también cuando, sin que
haya invasión, se viola el derecho de manera cierta, grave y obstinada, con
manifiesta culpabilidad moral e injusticia voluntarias.

La guerra como derecho legal o “bellum legale”: la doctrina del “bellum


justum” quedó maltrecha y viciada en su misma raíz cuando fue sustituida por la del
“bellum legale”, conforme a la cual la guerra sigue siendo un medio, pero no para
defender la justicia e imponerla restaurándola, sino como un medio de política
internacional del Estado.

En esta línea de pensamiento Hugo Grocio concedió al Estado el derecho a


hacer la guerra, no exigiendo otro requisito para su licitud que el de su previa
declaración por el Príncipe, y Maquiavelo fijó como único criterio a que el Príncipe
debería atenerse al declararla, el de la utilidad o interés.

La guerra como crimen o “bellum delictum”: siendo la paz un valor supremo,


la guerra no puede ser un derecho. Tal es la postura del pacifismo integral,
mantenida en ambientes cristianos, no sólo protestantes, sino incluso católicos.

En favor de esta tesis, San Basilio afirmó que la guerra no puede ser un
medio al servicio de la justicia, porque es en sí un acto contra la justicia misma, y
Tertuliano entendió que Cristo, desarmando a Pedro, desarmó a todos los soldados:
“Con verte gladium tuum in locum suum” (Mt. 26,52).

Erasmo, por su parte, dijo que “la guerra está condenada por la religión
cristiana y que no hay paz, aun injusta, que no sea preferible a la más justa de las
guerras”.

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Más recientemente -y siempre dentro del campo católico-, la Declaración de
Friburgo, de 19 de octubre de 1931, declaró que “la guerra moderna es inmoral”.

A favor de la guerra-crimen se alega, como en tantas ocasiones, la


exigencia absoluta, universal y perenne del “no matarás”, añadiendo aquí la
bienaventuranza de los pacíficos del Sermón de la Montaña, que deroga la posible
licitud de la guerra que pudiera deducirse de los libros de los Macabeos.

En tales alegatos se apoya la objeción católica de conciencia a la prestación


del servicio militar.

Se olvida, sin embargo, por parte de los objetores católicos de conciencia y


por los defensores doctrinales de la guerra como crimen en todo supuesto, que la
transposición de textos no es lícita, y que tampoco es lícita la desfiguración del
genuino concepto de paz.

Si bien es cierto que el Señor ordena a Pedro que guarde su espada, la


verdad es que, ordenándoselo en Getsemaní, no ordena lo mismo a todos los
soldados, y ello por las siguientes consideraciones: porque algún alcance tendrán, si
es que no se aspira a borrarlas del Evangelio, las frases del propio Cristo “ Non veni
pacem mittere, sed glaudium” (Mt., 10,34), y “qui non habet vendat tunicam suam et
emat gladium” (Luc., 22,36); porque no cabe la menor duda que el Señor alude, sin
reproche, al “rey que debe hacer la guerra” (Luc., 14,3 l); porque Cristo no pide al
centurión que abandone las armas (Mt., 8,10/13); porque Juan el Bautista tampoco
censura la milicia, sino la posible malicia de su ejercicio (Luc., 3,14); porque Pedro
nada reprocha a Cornelio, el centurión, por serlo (Hechos, 10, 112); porque Pablo
hace el elogio de lo que “fortes facti sunt in bello” -de los que fueron valientes en la
guerra y “castra verterunt exterorum” -y desbarataron ejércitos extranjeros (Hechos,
11,34). Jesús, por lo tanto, que no quiso que Pedro le defendiese con la espada,
reconoce al César, al que hay que reconocer lo suyo (Mt., 22,21; Mc., 12,17, y Luc.,
20,24), el derecho a hacer uso legítimo de la espada (Rom., 13,4).

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Por otra parte, si, como sostienen los pacifistas integrales, la paz es un valor
supremo, según se deduce de la bienaventuranza de los pacíficos, “beati pacifici”
(Mt., 5,9), la guerra que destruye la paz ha de ser forzosamente un crimen.

Lo que ocurre, sin embargo, cuando se contesta de forma tan radical, es


que se soslaya el segundo de los temas que antes planteábamos, es decir, el de qué
se entiende por paz.
Por ello, antes de saber si la guerra destruye la paz, hay que preguntarse
qué es la paz.

En este sentido, la constitución pastoral “Gaudium et spes” (núm. 78) señala


que “la paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las
fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda
exactitud y propiedad se llama obra de la justicia” (Is., 32,7).

Pues bien, si la paz es obra de la justicia, “opus iustitiae pax”, si la paz es la


tranquilidad en el orden, como dice San Agustín, pero del orden querido en la
sociedad humana por su divino Fundador, que nos da su paz, una paz distinta de la
que da el mundo (Ju., 14,27), la paz no sólo será el resultado de la justicia, sino
también del amor, que sobrepasa la justicia (“Gaudium et spes”, núm. 78, pág. 2), y
de la confianza mutuas. Por eso, Juan XXIII, en “Pacen in terris” (11 de abril de
1963), dice que “la paz ha de estar fundada sobre la verdad, construida con las
armas de la justicia, vivificada por la caridad y realizada en libertad”, siendo este
último concepto de suma importancia para conjugarlo con expresiones de filósofos
políticos modernos como es el caso de Norberto Bobbio (1997).

Sentado esto, no cabe la menor duda que la tesis que descalifica la guerra
en términos absolutos, calificándola sin más de crimen, no es aceptable. “Bellum
non est per se inhonestum”. La guerra, decía Suárez, no es un mal absoluto.

Ahora bien, si la guerra no es de por sí inmoral, es preciso saber en qué


circunstancias se atiene a las exigencias de la moral y, por tanto, constituye, por ser
justa, un verdadero derecho. Vamos, pues, a ocuparnos de la guerra justa, como
derecho.

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La guerra como “ultima ratio” será un derecho tan sólo cuando se haga por
razón de justicia y pretendiendo que con la justicia se logre la paz verdadera.
La Teología clásica y la doctrina católica tradicional, desarrollando esa
afirmación, exigen para que la guerra, por ser justa, constituya un derecho de la
comunidad política, determinados requisitos. Santo Tomás señalaba que, siendo la
“ultima ratio”, sea declarada por autoridad competente (“auctoritas principis”), que la
causa sea justa (“iusta causa”) y que haya recta intención (“intentio recta”).

En cuanto a la previa declaración de guerra “ex praedieto”, conviene


advertir, que cuando la autoridad competente no tenga posibilidad de declararla, por
las circunstancias que la hacen precisa, el pueblo mismo.

Por lo que se refiere a la causa justa, San Isidoro de Sevilla especificaba las
de “rebus repetendis”, recuperar bienes, y “propulsandorum hostium”, rechazar a los
enemigos.
En general, el castigo de una injusticia (violación cierta, grave y obstinada,
decía Vitoria), y el recobro de un derecho, por ser considerado como agresiones, se
equiparan a la invasión del territorio nacional.

Tratándose de la recta intención, definida como “ut bonorum promoveatur,


ut malum vitetur”, se requiere, para que exista, una valoración seria de los motivos y
de las circunstancias que evite la adopción de un medio que para la prudencia, y no
sólo la justicia, no sea desproporcionado.

Además, la recta intención, para hacer justa la guerra, no debe concurrir tan
sólo en el momento de iniciarla, sino también en el modo de llevarla a cabo (“ iustus
modus”).
En este aspecto, jamás pueden ser lícitas las matanzas de no combatientes
o de prisioneros (recuérdense los genocidios de Hirohisma y Nagasaki, los
bombardeos con fósforo de Dresden y Colonia.

Por eso, una guerra justa por su causa puede transformarse en injusta, por
el modo de conducirla (“modus bellandi”), como puede suceder cuando “las acciones

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bélicas produzcan destrucciones enormes e indiscriminadas, que traspasen
excesivamente los límites de la legítima defensa” (“Gaudium et spes”, núm. 80).

Pío XII ya había dicho tajantemente en 1954 que “toda acción bélica que
tienda indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de extensas
regiones junto con sus habitantes, es un crimen contra Dios y la humanidad, que hay
que condenar con firmeza y valentía”.

Lo que acabamos de exponer sobre la guerra, y que parece reducirse a los


conflictos bélicos entre Estados, se aplica también a las guerras civiles y a la guerra
que impone el terrorismo. Al terrorismo, “nuevo sistema de guerra” (“Gaudium et
spes”, núm. 79, pág. l), “guerra verdadera contra los hombres inermes y las
instituciones, movida por oscuros centros de poder”, aludía Juan Pablo II
dirigiéndose al Sacro Colegio Cardenalicio, el 22 de diciembre de 1980, llamando la
atención sobre la “paz del cementerio” que nace de “las ruinas y de la muerte” (que
causa) su violencia.

Por lo que se refiere a las guerras civiles, reconocido el derecho de


resistencia al poder público (León XIII, “Sapiantiae Christianae”), cuando el poder
público es causa del caos moral y político del pueblo, no cabe duda que tal
resistencia, que puede iniciarse con la llamada desobediencia civil, puede legitimar,
en su caso, el alzamiento en armas.

Así, Pío XI, en su encíclica “Firmisiman constantiam”, justifica que “los


ciudadanos se unieran en Méjico para defender la nación y defenderse a sí mismos
con medios lícitos y apropiados contra los que se valen del poder público para
arrastrarlos a la ruina”.
En tal supuesto, señalaba Balmes, no hay sedición.... “porque la sedición es
la revolución contra el bien, y en este caso extremo el verdadero sedicioso es el
poder, que usa de su soberanía para arrancar a las almas el respeto de la verdad,
del orden y de la justicia”. De aquí que Pío XI enviara una “bendición especial a
cuantos, se impusieron la difícil y peligrosa tarea de defender y restaurar los
derechos y el honor de Dios y de la religión”.

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Se trate de guerra entre Estados o de guerra civil dentro del Estado, no
puede olvidarse, según copiamos a la letra de la famosa carta colectiva del
Episcopado español, publicada a raíz de la Cruzada, que no obstante ser “la guerra
uno de los azotes más tremendos de la humanidad, es, a veces, el remedio heroico
(y) único para centrar las cosas en el quicio de la justicia y volverlas al reinado de la
paz”.

Con lo hasta aquí expresado, aún podrían subsistir dudas respecto de la


validez del recurso bélico, o bien de sus consecuencias residuales, aún cuando la
guerra fuese emprendida por justa causa.

En virtud de lo anterior, creemos que si se cumplen los requisitos de la


guerra justa y se pone en juego la virtud de la prudencia al adoptar la decisión de
emplear la violencia bélica, continúa la guerra siendo un recurso válido.

Si se hace apelación a la prudencia es, sin duda, porque antes se ha


reconocido la licitud de la guerra misma, pues la prudencia, lógicamente, no puede
actuar en el vacío. En éste, como en tantos temas, Pío XII, en momentos de la
máxima tensión internacional, el 24 de diciembre de 1939, se pronunciaba así: “ El
anhelo cristiano de paz... es de temple muy distinto del simple sentimiento de
humanidad, formado las más de las veces por una mera impresionabilidad, que no
odia a la guerra, sino tan sólo por sus horrores y atrocidades, por sus destrucciones
y consecuencias, pero no, al mismo tiempo, por su injusticia”.

Cuando la guerra, es decir, la agresión injusta, se produce, “el verdadero


anhelo cristiano de paz -continuaba Pío XII- es fuerza (y) no debilidad ni causa de
resignación. Un pueblo amenazado o víctima ya de una agresión injusta, si quiere
pensar y obrar cristianamente, no puede permanecer en una indiferencia pasiva”.

Más aún, calificada “toda guerra de agresión contra aquellos bienes que la
ordenación divina de la paz obliga a respetar y a garantizar incondicionalmente y,
por ello, también a proteger y defender (como) pecado (y) delito contra la majestad
de Dios creador y ordenador del mundo.... la solidaridad de los pueblos, les prohíbe

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comportarse (ante la agresión injusta) como meros espectadores en actitud de
impasible neutralidad”.

Cuando los tanques soviéticos ocuparon Hungría, el propio Pío XII con
vibrante energía, exclamó entonces “Cuando en un pueblo se violan los derechos
humanos y armas extranjeras con hierro y con sangre abrogan el honor y la libertad,
entonces la sangre vertida clama venganza, entonces -con frases de Isaías ¡ay de ti,
devastador!; ¡ay de ti, saqueador que confías en la muchedumbre de los carros,
porque el Señor se levanta contra aquellos que obran la iniquidad!”

Es cierto que, como los padres conciliares observaron, “las nuevas armas
nos obligan al examen de la guerra con una mentalidad totalmente nueva”
(“Gaudium et spes”, número 86, pág. 2), pues “en nuestro tiempo, que se ufana de la
energía atómica, es irracional pensar que la guerra sea medio apto para restablecer
los derechos violados” (Juan XXIII, “Pacem in terris”).

Pero, aun así, que mientras haya valores que son más fundamentales que
el hombre por sí mismo; mientras la libertad y la dignidad de los seres humanos esté
por encima de la paz funcional a las circunstancias del momento, mientras no haya
un desarme total y una fuerza que lo garantice, los pueblos no pueden evitar que
otros les impongan la guerra, y tienen el derecho y el deber de defenderse de la
guerra misma, preparándose para ella y luchando contra aquellos que se la imponen

El profeta Isaías dejó escrito que en la mancha del pecado está la raíz de la
guerra en el hombre.
“Gaudium et spes”, en idéntica línea de pensamiento, concluye: “En cuanto
los hombres son pecadores les amenaza el peligro de la guerra y les seguirá
amenazando hasta la venida de Cristo” (número 78, p. 116).

De aquí que, como el texto conciliar dice (número 79, p.' 4), “mientras
persista el peligro de guerra y falte una autoridad internacional competente dotada
de fuerza bastante, no se podrá negar a los Gobiernos el que, agotadas todas las
formas posibles de tratos pacíficos, recurran al derecho de legítima defensa. A los

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gobernantes y a todos cuantos participan de la responsabilidad de un Estado
incumbe por ello el deber de proteger la vida de los pueblos puestos a su cuidado”.

Por su parte, Pablo VI, en su discurso a la ONU de 4 de octubre de 1965,


afirmó: “Si queréis ser hermanos, dejad caer las armas. Sin embargo, mientras el
hombre sea el ser débil, cambiante e incluso a menudo peligroso, las armas
defensivas serán desgraciadamente necesarias”, y en 21 de abril de 1965
especificaba: “El centurión demuestra que no hay incompatibilidad entre la rígida
disciplina del soldado y la disciplina de la fe, entre el ideal del soldado y el ideal del
creyente”.

Por su parte, la misma Constitución Pastoral “Gaudium et spes” (número 79,


p." 5), dice que “los que al servicio de la patria se hallan en el ejército, considérense
instrumentos de la seguridad y libertad de los pueblos, pues desempeñando bien
esta función contribuyen realmente a estabilizar la paz”.

Un enfoque Político de la Guerra Justa

Como mencionáramos antes, desde una óptica secular y enraizada en lo


político y social, Bobbio (1997) se formula preguntas esenciales: ¿Es realmente la
paz un bien supremo? ¿Es realmente la guerra el mal de males?
Sus respuestas podrían llevar a pensar, entonces, que la paz no es el único
ni el más elevado bien, puesto que otros bienes, como la libertad, la vida y el
bienestar también son importantes.

En tal caso, la paz no sería el bien más anhelado ni la guerra el peor de los
males; lo anterior propone evaluar, a través de un cálculo de costo y beneficio, en
qué momento podría justificarse la guerra como un mal menor para defender un bien
mayor, como por ejemplo el de la libertad (Bobbio, 1997:34-35). De esta manera
encontramos puntos de coincidencia entre la Doctrina Social de la Iglesia y autores
laicos, en lo que respecta a la justa causa de la guerra, no apenas en el único caso
de pretender la paz, sino en promover la defensa y dignidad del ser humano a través

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de preservar la libertad, la vida y el bienestar, tendiendo a la paz como estadio final
del conflicto superado y no como razón excluyente del mismo.

En relación con los que justifican la guerra como un acto divino, se parte
básicamente de la premisa que en el diseño divino del mundo así como hay un plan
para conservarlo, también existe la razón para destruirlo por la maldad intrínseca de
los hombres.

En principio, la idea de la justicia en la guerra parecería una contradicción,


pues toda guerra conllevaría grandes dosis de injusticia y degradación. Sin embargo,
es extensa la lista de pensadores que ubicándose en polos opuestos han intentado
legitimar o deslegitimar determinados conflictos armados.

Así, nos encontramos con aquellos que para defender la justicia de la


guerra, se amparan en la idea de que estas confrontaciones pueden llevarse a cabo
cuando lo que está en juego es la legítima defensa. Pero también están los que las
condenan abiertamente como injustas cuando el único propósito que las alimenta es
agredir o conquistar al contrario.

En ambos casos, para sustentar la diferencia, se acude a la noción de


derecho natural, que prescribe la conservación de la vida y autoriza a todo hombre, y
en este caso a todo Estado, a hacer todo lo que esté a su alcance para preservar su
existencia, incluso a utilizar la fuerza para conservarla (Bobbio, 1997:33).

Contemporáneamente, uno de los teóricos que ha defendido con ciertas


particularidades la noción de guerra justa, es definitivamente Michael Walzer (2001).

Un tema central de su debate tiene que ver con la realidad moral de la


guerra

Ahora bien, el tema de la agresión, desde la perspectiva de Walzer, exigiría


prestar particular interés al análisis que hace de supuestos controvertidos aún hoy
sobre la teoría de la guerra justa, y que tienen que ver con el llamado "ataque
anticipado" que da lugar a la guerra preventiva; o la denominada intervención

17
armada como respuesta a la intervención previa e injusta de otro país; o a la
intervención por razones de carácter humanitario.

Aquí se encuentra, por ejemplo, que el autor defiende las intervenciones


unilaterales cuando los crímenes que se están cometiendo en el país agredido
suponen una conmoción para la conciencia moral de la humanidad (Walzer, 2001).

Si se consideran, por ejemplo, conflictos globalizados como los generados a


partir del 11 de septiembre de 2001, donde se legitimó la invasión y posterior
destrucción de Afganistán o la segunda guerra de Irak, o la persecución de Sadam
Husseim, Bin Laden y la red fundamentalista Al Qaeda, se verá, entonces que la
teoría de la guerra justa, y no sólo la que expone Walzer, es insuficiente al menos
como recurso explicativo y justificativo.

Incluso, al pretender rehabilitar un instrumento como la "guerra justa" e


insertarlo en un contexto en el que el desarrollo tecnológico de las armas de
destrucción masiva pretende convertir como ilusoria cualquier idea de una guerra
controlada, es contribuir a legitimar eufemísticamente los "daños colaterales" y a
escudar los intereses políticos y estratégicos de todo tipo de ciertas naciones, como
por ejemplo Estados Unidos.

Frente a lo anterior, es interesante anotar cómo la segunda guerra en Irak


es el ejemplo más claro de crisis de la teoría de la guerra justa.

En tanto se ha tratado de ganar el control sobre la explotación petrolera de


Irak, justificando la extensión de la libertad y la justicia, limpiando la entrada para las
empresas e intereses económicos nacionales (Oslender, 2004).

Además, en ciertos líderes es fácilmente identificable, a través de sus


discursos y acciones, señas disfrazadas de la teoría de la guerra justa con la cual
básicamente lo que pretenden es tener una licencia destructiva de naciones pobres.
Peor aún cuando esa teoría es alimentada mediáticamente por alusiones
fundamentalistas como las esgrimidas por gobernantes como Bush, Cheney o

18
Rumsfeld con expresiones tales como "justicia infinita" o "libertad duradera"
(Rodríguez Woroniuk, 2002).

No podemos obviar el papel de los organismos supranacionales que


propenden a la normatividad de las Relaciones Internacionales en general, y al
establecimiento de pautas y reglas respecto al ejercicio de la violencia por parte de
los Estados, en forma particular.

En el siglo XX, se intentó en dos oportunidades normar el derecho a la


guerra.
La primera fue al término de la Primera Guerra Mundial, mediante la
creación de la Sociedad de las Naciones, a instancias de EE.UU. Sus acciones y
correspondientes resultados condujeron al mayor conflicto armado del siglo: la
Segunda Guerra Mundial.

Con posterioridad a dicho conflicto, se intentó establecer una instancia


superior a los países mediante la Organización de las Naciones Unidas (24 de
octubre de 1945), que quedó establecida y reconocida como la única instancia en
aptitud de dictar la legitimidad de una guerra, considerándola justa.

De hecho, en toda su historia, el Consejo de Seguridad de las Naciones


Unidas sólo ha autorizado dos acciones militares, a saber: Corea (1950) y la Guerra
del Golfo (1991).

Pero en la guerra contra Irak ha sido justamente la mismísima ONU la que


resultó ser la primera víctima, porque los aliados entraron a la guerra sin el acuerdo
previo, y en contra, de la decisión del Consejo de Seguridad que pedía mayor plazo
para la comisión investigadora de armamento de destrucción masiva.

Un aporte fundamental sobre la situación actual de la guerra en Irak y el


difundido encuadre de la guerra preventiva, es el que realizó Juan Pablo II (2004) al
referirse explícitamente a que “Una acción bélica preventiva, emprendida sin
pruebas evidentes de que una agresión está por desencadenarse, no deja de
plantear graves interrogantes de tipo moral y jurídico”, y a continuación La Santa

19
Sede afirma que “Por tanto, sólo una decisión de los organismos competentes,
basada en averiguaciones exhaustivas y con fundados motivos, puede otorgar
legitimación internacional al uso de la fuerza armada, autorizando una injerencia en
la esfera de la soberanía propia de un Estado, en cuanto identifica determinadas
situaciones como una amenaza para la paz” (Compendio Social de la Iglesia, 2007).

Conclusiones

 La guerra en cuanto fenómeno social y político ha sido una constante


en la historia de la humanidad hasta nuestros días.
Desde los filósofos griegos como Heráclito, para quien la guerra era el
instrumento del orden cósmico, hasta la aún vigente guerra de Irak,
demuestran la validez fáctica del recurso a la violencia monopolizada por el
Estado para la resolución de conflictos, una vez agotadas las instancias
tendientes a la conclusión pacífica de las controversias.

 La guerra justa, en el contexto de la problemática bélica, ha ocupado, y


continúa haciéndolo, un extenso espacio conceptual en orden a legitimar,
desde diferentes posturas y entre ellas la religiosa católica, apostólica y
romana, el empleo de las armas. En este sentido, la Iglesia Católica
continuando con nociones tradicionales de la cultura griega y romana,
ha limitado y racionalizado a través de pautas doctrinarias, las
posibilidades del recurso a la guerra. Así, es posible enunciar los
conceptos de legitimidad de la causa, comportamiento durante el
conflicto, autoridad legítima, causa justa, recta intención,
proporcionalidad, último recurso y posibilidad de éxito.

 San Agustín en primer término y Santo Tomás después, son referencia


obligada en el ámbito de la Iglesia Católica cuando de guerra justa se trata.
Ambos, aunque con diferentes intensidades se ocuparon del tema bélico en
cuanto origen, validez y viabilidad dentro del enfoque de la Iglesia. De este
modo, encontramos que intentan limitar el fenómeno de la guerra—de
cotidianeidad inusitada en su tiempo –mediante el concepto de guerra justa,

20
procurando establecer normas que determinasen la licitud del
enfrentamiento armado.

 Dentro también de la Iglesia Católica, pero ya en la contemporaneidad, el


Concilio Vaticano II (1965), mediante la Constitución Pastoral “Gaudium
et spes”, si bien condena la guerra y propende a su desestimación como
herramienta política para imponer voluntades desde estructuras de
poder, acepta el recurso bélico como recurso defensivo o bien como
medio de proteger la vida, libertad, bienestar y, en definitiva, la paz de
los individuos en cuanto miembros sociales de una comunidad.

 Desde una óptica política y secular, varios autores han tratado la


problemática en torno a la licitud (de origen, procedimientos y fines) de la
guerra. Entre ellos se destaca la figura del filósofo italiano Norberto Bobbio,
quien en referencia a las argumentaciones de quienes defienden y denostan
el recurso a la guerra, plantea que en realidad lo que subyace en ambas
posturas es “el derecho natural, que prescribe la conservación de la vida
y autoriza a todo hombre, y en este caso a todo Estado, a hacer todo lo
que esté a su alcance para preservar su existencia, incluso a utilizar la
fuerza para conservarla”.
De este modo, Bobbio desde un punto de vista distinto converge a
fundamentar la teoría de la guerra justa, en coincidencia conceptual con las
nociones de la doctrina social de la Iglesia.

 La Organización de las Naciones Unidas (UN), en consonancia con la


tradición de la Iglesia, continúa realizando ingentes esfuerzos para limitar la
guerra en el ámbito planetario.
En este sentido, la UN sólo ha legitimado dos conflictos armados durante el
siglo XX (Corea en 1950 e Irak en 1991). No obstante, la Carta de la
Organización de las Naciones Unidas hace expresa referencia al derecho
inmanente de legítima defensa que todo Estado posee frente a una
agresión armada, constituyendo una proyección contemporánea de la
justa causa de la guerra en la actualidad.

21
 Sin embargo, el ejercicio unilateral del poder en el actual sistema
internacional, si bien procura legitimar sus acciones bajo la concepción de la
justa causa de la guerra y con ello obtener el reconocimiento del pleno
derecho a la guerra, parece distanciarse de las posibilidades de validación
toda vez que no satisface las exigencias conceptuales que, como una
invariante, continúan vigentes desde la antigüedad hasta nuestros días, sin
soslayar el desconocimiento pleno de la autoridad de la Organización de las
Naciones Unidas, en tanto organismo supranacional enfocado en esta
problemática.
En este sentido, gozan de absoluta vigencia las palabras de Juan Pablo II
respecto a que “Una acción bélica preventiva, emprendida sin pruebas
evidentes de que una agresión está por desencadenarse, no deja de
plantear graves interrogantes de tipo moral y jurídico”.

 Finalmente, lejos de poder efectuar juicios terminantemente conclusivos


acerca de la justa causa para recurrir al derecho a la guerra, cabe solo
conjeturar que lo bélico continuará siendo un fenómeno social y político
de ocurrencia variable dentro del devenir planetario, por lo que todo
esfuerzo secular y religioso –en especial de la Iglesia Católica—
constituirán factores esenciales en pos de racionalizar el fenómeno
bélico.

22
Hernán Federico Cornut

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24
Seminario
Filosófico Teológico
(DR. URDAPILLETA)

Sobre la Guerra
Justa

HERNÁN FEDERICO CORNUT

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